Un Verano para Morir (13

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 51

CAPÍTULO UNO

Fue Molly quien trazó la raya. Lo hizo con tiza. Un gran trozo de tiza blanca que quedaba en
casa de cuando vivíamos en la ciudad, teníamos aceras y solíamos jugar a la rayuela, en los
tiempos en que éramos más pequeñas. Aquel trozo de tiza llevaba mucho tiempo en casa. Lo
sacó de una fuentecilla de arcilla que yo había hecho en la clase de cerámica del año anterior,
donde estaba revuelto con un trozo de cuerda, unos pocos "clips" y una pila que no estábamos
seguras del todo de que estuviese gastada. Cogió la tiza y trazó una raya justo en la alfombra.
Menos mal que no era una alfombra peluda, porque no hubiese dado resultado; pero se
trataba de una vieja alfombra desgastada, retirada del comedor de nuestra otra casa. Era muy
lisa, y la tiza marcó una perfecta raya blanca a través del azul. Y luego, mientras la
contemplaba asombrada (pues no era propio de Molly estar tan enfadada), siguió trazando la
raya pared arriba, a través del papel de flores azules. Se subió a su escritorio y completó la raya
hasta el mismo techo, y luego fue hasta el otro lado del cuarto, se subió a la cama y remató
también hasta el techo de aquella pared. Todo muy limpio y preciso, Menos mal que fue Molly
quien hizo la raya: si lo hubiese intentado yo, me habria salido un churro, una raya torcida y
desviada. Pero Molly hace las cosas muy bien. Luego volvió a dejar la tiza en la fuentecilla, se
sentó en la cama y cogió su libro. Pero antes de empezar a leer de nuevo, me miró (yo seguía
de pie, llena de asombro, sin poder creerme que hubiera hecho la raya) y dijo:Hale, ya está.
Ahora ya puedes ser todo lo desastrada que quieras. Sólo que te guardas tu desastre en tu
lado. Este sitio es el mío,Cuando viviamos en la ciudad, Molly y yo teníamos cada una su
habitación. No es que realmente eso nos hiciera ser mejores amigas, pero nos daba la
oportunidad de ignoramos mutuamente. Tiene gracia lo de las hermanas. Bueno, por lo menos
lo de nosotras; papá dice que las generalizaciones no valen. Molly es más guapa que yo, pero
yo soy más lista que Molly.. Yo quiero con toda mi alma llegar a ser algo el día de mañana, me
gusta pensar que algún día, cuando sea mayor, todo el mun- do sabrá quién soy, porque habré
realizado algo importante (aunque todavía no sé con seguridad lo que quiero ser, sólo que será
algo que hará que la gente pronuncie mi nombre, Meg Chalmers, con respeto). Cuando se lo
dije a Molly una vez, di- jo que lo que ella quería era tener otro apellido, o el de su mari do,
cuando creciera, ser Molly No Sé Qué Más, ser señora de Tal o Cual, y que sus hijos, muchos,
muchisimos hijos, la llamaran "Madre" con respeto, y eso es todo lo que le interesa. Ella está
contenta y tranquila, a la espera de eso; yo, inquieta, y tan impaciente. Ella está segura,
completamente segura, de que lo que está esperando ocurrirá, y justo como ella quiere que
ocurra; y yo, en cambio, tan insegura, tan temerosa de que mis sueños ter- minen un día
olvidados en alguna parte, como un trozo de cuerda y un "clip" perdidos en el fondo de un
cajón. El ser al mismo tiempo decidida e insegura es lo que me hace ser como soy, creo yo:
apresurada, impetuosa, enfadada a ve ces por nada y desgraciada con frecuencia por todo. Y el
tener can claras sus metas y estar tan segura de que todo ocurrirá como ella quiere y espera,
es lo que hace que Molly sea como es: tranquila, de buen carácter, llena de confianza en si
misma y decididamente presumida. Parece a veces que como si, cuando nuestros padres nos
crearon, les hubiese costado dos intentos, dos hijas, lograr todas las cualidades de una persona
completa y bien conjuntada. Pero son más las veces, cuando lo pienso, que tengo la sensación
de que lograron esas cualidades en su primer intento y que yo re- presento las sobras. Esos
pensamientos sobre una misma no son nada bueno, especialmente cuando una sabe en su
interior, en ese fondo del corazón y del cerebro donde están los sueños, las ambiciones y la
lógica, que no es verdad.Lo peor que tiene el vivir en la misma habitación con otra persona es
que es muy difícil tener algo oculto. No me refiero a los calcetines sucios y rotos o a los catorce
papeles arrugados con un principio de poema que no salió, aunque ésas son las cosas que
enfadan a Molly, las que le hicieron trazar la raya. Me refieo a esas partes de una misma que
son privadas: las lágrimas que quiere a veces derramar una sin razón concreta, los
pensamientos a que una quiere entregarse en la soledad, las palabras que se quiere decir en
voz alta para oir cómo suenan, pero sólo para una misma. Es importante tener un sitio en el
que aislarse.com esas cosas, como lo hacía cuando vivíamos en la ciudad. La casa de la ciudad
aún sigue allí, y sigue siendo nuestra casa, pero hay otras personas viviendo en ella ahora, lo
cual me da una terrible punzada en el estómago cuando pienso en ello demasiado. Mi
habitación estaba empapelada a cuadros blancos y rojos; en un rincón, junto a la ventana, hay
un sitio en el que jugué tres partidas de "tres en raya con un rotulador. Juegos de astucia todos
ellos. Jugaba contra mí misma, así que no importaba mucho, pero tiene gracia, cómo quiere
una ganar de todos modos El reloj de la universidad, en lo alto de su torre de ladrillo, estaba
justo enfrente de casa: por la noche, cuando tenía que estar dormida, ola sonar todas las
horas, llegando los tanidos del carillón claros y nítidos como siluetas que se desprendiesen en
la oscuridad desde la esfera numerada circundada por la hiedra. Esa es una de las cosas que
más echo de menos, ahora que vivimos aquí en el campo, en este sitio perdido. Me gusta la
tranquilidad. Y ya lo creo que aquí hay tranquilidad. Pero hay veces que estoy despierta en la
cama por la noche y todo lo que oigo es la respiración de Molly en la cama de al lado; por esta
carretera raras veces pasa un coche, y no se oye ningún reloj nada mide los momentos. Tan
sólo hay este silencio, con su sensación de soledad. Fue por la tranquilidad por lo que vinimos.
La universidad ha dado a papá sólo este año para terminar su libro. Trabajó en él durante
algún tiempo en la vieja casa, encerrado en su despacho; pero aunque oficialmente estaba de
per- miso como profesor, los estudiantes seguían pasándose por casa. "Se me ha ocurrido
acercarme un ratito a ver al Dr. Chalmers" solían decir, plantados en el porche y con aspecto
de estar algo incómodos. Mi madre decía: "No se puede molestar al Dr. Chalmers", y entonces
se ofa la vor de mi padre desde el piso de arm- bu: "Que pasen Lydia, de todos modos quiero
dejarlo un ratito para tomar un café". Asi que mi madre les hacía pasar, y se quedaban horas y
horas, tomando café, charlando con papá, y luego él les invitaba a cenar, y mamá añadia
algunos espaguetis más a la cazuela, lava- ba otra lechuga para la ensalada o pelaba a toda
prisa otras pocas zanahorias para el guisado, Luego la cena se prolongaba durante horas, pues
todo el mundo hablaba y hablaba, y mi padre abría una botella de vino. A veces nos daban las
tantas de la noche antes de que se marcharan. Para entonces yo solia estar ya en la cama,
escuchando el carillón de enfrente mientras se decían adiós en el porche, re sistiéndose a
marchar para hacer una última pregunta, para ago tar un argumento, para teine con otra de
las anécdotas de mi pa- dre. Luego ola subir a acostane a mis padres, y que el decia: "Lydia, no
voy a terminar el libro nunca El titulo del libro es La Sintesis Dialéctica de la Fronia. Cuando
papá nos lo anunció, muy orgulloso del mismo, una noche a la hora de la cena, mami
preguntó: "¿Podríais repetirlo deprisa tres veces!" Molly y yo lo intentamos, sin conseguirlo, ya
las dos nos dio un ataque de risa. Papá puso cara seria y dijo: "Va a ser un libro muy
importante", Molly dijo "¿Cómo era!", é intentó decir otra vez el titulo, no pudo, y le entró
también la risa En cierta ocasión trató de explicarme lo que significaba el titulo, pero tuvo que
desistir. Molly dijo que ella sí lo entendía muy bien. Pero Molly se tira el pegote a veces. Fue el
sábado anterior al Día de Acción de Gracias, mientras desayunábamos, cuando mamá y papá
nos dijeron que ibamos a marcharnos de la casa de la ciudad. Yo ya me había imaginado que se
estaba cociendo algo, pues mi madre se había pasado toda la semana al teléfono y mi madre
no es de la clase de mujer que habla mucho por teléfono. Hemos encontrado una casa de
campo -dijo mamá, mientras servía más café en su tara y en la de papá para que vuestro padre
pueda tener un poco de paz y tranquilidad. Es una casa preciosa, niñas, construida en 1840,
con una gran chime- nea en la cocina. Está junto a una carretera de tierra, y rodeada de 160
acres de bosques y prados. Cuando llegue el verano podremos hacer un huerto...El verano. Me
imagino que Molly y yo habíamos pensado lo mismo, que hablaba de un mes o una cosa así, tal
vez hasta des pués de las vacaciones de Navidad. Pero el verano... Sólo estábamos en
noviembre. Nos quedamos las dos sentadas, boquiabiertas, como dos idiotas. Yo había nacido
en la casa de la ciudad trece años antes, y ahora estaba hablando de que la íbamos a
abandonar. No se me ocurría nada que decir, lo cual es raro en mi. Pero a Molly siempre se le
ocurre algo. -¿Y qué va pasar con la escuela?-preguntó. -Iréis en autobús, a la Escuela Comarcal
de Macwahoc Valley. Es una buena escuela, y sólo son unos veinte minutos en autobús. -
¿Podríais repetirlo deprisa tres veces?-preguntó papá, con una mueca risueña- ¿Escuela
Comarcal de Macwahoc Valley! Pero ni siquiera lo intentamos. Escuela Comarcal. Yo apenas
sabía lo que quería decir eso. Para ser sincera, me sonaba como si la escuela necesitase un
laxante. De todos modos, la escuela no era mi principal preocupación. Estaba pensando en mi
clase de arte de los jueves por la tarde, pues estaba a punto de empezar con el óleo después
de semanas y más semanas de acuarela, y en mi clase de fotografía de los sábados por la
mañana, en la que mi foto de la torre del reloj a la puesta del sol había sido elegida La Mejor
de la Semana, ganando a las otras ocho de la clase, hechas todas por chicos. Pero ni siquiera
pregunté por mis clases, sobre lo que ocurriría cuando nos trasladásemos al campo. Pues lo
sabía muy bien. -Papá-gimió Molly-, me acaban de hacer animadora del equipo deportivo.
¡Buenooo, pues sí que no era un error decirle eso a mi padre! Estaba orgulloso de Molly,
porque es guapa y todo eso, aun cuando a veces parece un tanto sorprendido de sus cosas,
con eso de que, de repente, desde que ha cumplido los quince, tenga "amigos" y tal. De vez en
cuando se la queda mirando y mue- ve la cabeza como asombrado... y orgulloso. Pero tiene
muy claro lo de las prioridades, y cuando Molly dijo eso, dejó la taza en el plato con firmeza y
la miró con el ceño fruncido.El ser animadora no tiene mayor importancia -dijo, no es algo a lo
que haya que dar prioridad. Y eso zanjó la cuestión. Estaba todo decidido y no había nada que
discutir ni sobre lo que alborotar. Fueron por lo demás unos días muy ajetreados. Casi se nos
pasa el Día de Acción de Gracias, de no ser porque había estudiantes que no podían ir a casa
para la festividad, y cinco de ellos pasaron aquel jueves con nosotros y mamá hizo un pavo.
Pero la mayor parte del día nos lo pasamos empaquetando cosas. Los estudiantes nos
ayudaron a meter libros en cajas, y algunos de ellos ayudaron a mamá a embalar vajilla y
cacharros de cocina. Yo empaqueté todas mis cosas sola. Lloré al meter en una caja mi estuche
nuevo de pinturas al óleo sin estrenar -un regalo por mi decimotercer cumpleaños, que había
sido el mes anterior-y volví a llorar de nuevo cuando guardé mi cámara fotográfica. Pero por lo
menos esas cosas, las cosas que yo más quería, se iban conmigo. Molly tuvo que darle su
uniforme azul y blanco de animadora a una de las animadoras sustitutas, una chica llamada
Lisa Halstead, quien aparentó entristecerse y condoler- se, pero se notaba a las claras que todo
era pura comedia; no podía esperar a volver a casa para probarse aquella falda plisada. Y todo
eso fue sólo el mes pasado. Parece como si hubiera sido hace cien años. Es curioso, la
diferencia que supone la edad de una casa. Eso no me debiera sorprender, porque la verdad es
que la edad de una persona supone una gran diferencia, como pasa con Molly y conmigo.
Molly tiene quince años, lo que significa que se da sombra de ojos cuando mamá no la pilla, y
que se pasa horas delante del espejo poniéndose el pelo de diferentes maneras; se planta
también allí de perfil, para ver qué tipo tiene, y habla por teléfono con sus amigas todas las
tardes, casi siempre sobre chicos. Tardó unos dos días en hacer amistades en la nueva escuela,
otros dos días más en tener chicos con los que salir, y a la semana siguiente la eligieron
animadora sustituta. Yo, en cambio, soy sólo dos años más pequeña, y eso supone, por lo que
se ve, una gran diferencia, aunque no llego a en- tender por qué. No es sólo la cosa física,
aunque eso sea parte del asunto. Si me pusiera de perfil delante de un espejo -cosa que no me
molesto en hacer-, daría igual que si me pusiera de espaldas, para la diferencia que hay. Y no
podría empezar a darme sombra de ojos ni aunque quisiera, pues no veo sin las gafas. Ésas son
las cosas físicas; la diferencia real parece estar en que a mí no me interesan esas cosas. Y
dentro de dos años, ¿me interesarán? ¿O me interesan ya ahora y hago como si no,
engañándome a mí misma? No termino de saberlo. ¿Y de amigos, qué? Bueno, pues el primer
día en la Escuela Comarcal, cuando el primer profesor dijo: "Margaret Chalmers" y yo le dije:
"¿Le importaría llamarme Meg, por favor?", un chico que estaba en un extremo del aula
exclamó en voz alta: "Meg la nuez!". Ahora, tres semanas más tarde, hay 323 personas en la
Escuela Comarcal de Macwahoc Valley que me llaman Meg la nuez Chalmers. Ya conocéis el
viejo dicho de amigos así, ¿quién necesita enemigos?". Pero estaba hablando de la edad de las
casas. Como había dicho mi madre, la casa fue construida en 1840. Así que tiene más de ciento
cincuenta años. Nuestra casa de la ciudad tenía cincuenta. La diferencia que eso supone es que
la casa de la ciudad era grande, con un millón de trasteros, escaleras y ventanas y un desván,
con toda clase de sitios para estar a solas y para escaparse de los demás: sitios en los que una
podía acurrucarse con un libro y pasarse horas sin que nadie supiera que estabas allí. Sitios que
eran sólo míos, como el pequeño hueco en lo alto de la escalera del desván, donde clavaba en
la pared mis fotos y mis acuarelas para hacer mi galería de arte privada, y nadie me daba la
lata sobre los agujeros de las chinchetas en la pared. Es importante, pienso yo, tener sitios así
en la vida de una, secretos que sólo compartirás con quien tú elijas. Así se lo dije a Molly una
vez, y ella no lo entendió, dijo que a ella le gustaría compartirlo todo. Y por eso le gustaba ser
animadora, añadió porque podía lanzar los brazos al aire y toda una multitud de gente
respondía a su gesto con sus gritos y aplausos. Aquí, en el campo, la casa es muy pequeña.
Papá nos explicó que la construyeron así por lo difícil que era mantenerla caliente en aquellos
tiempos. Los techos son bajos; las ventanas pequeñas, el hueco de la escalera es como un
minúsculo túnel. Nada parece encajar bien. Los suelos están combados y hay amplios espacios
entre las tablas de pino. Si cierras una puerta, se vuelve a abrir sola otra vez en cuanto te das la
vuelta. Tampoco importa demasiado que las puertas no cierren, ya que de todas maneras no
hay ningún sitio en el que estar en privado. ¿Para qué molestarse una en cerrar su habitación
si ni siquiera es su propia habitación?

Cuando llegamos aquí, entré corriendo en la casa vacía, mientras los demás se quedaban aún
parados en el patio, tratando de ayudar al camión de mudanzas a maniobrar en el nevado
sendero de entrada. Subí el pequeño tramo de escaleras, eché una ojeada a mi alrededor, y vi
los tres dormitorios, dos de ellos grandes y el minúsculo de en medio, justo junto al estrecho
rellano. El techo de esa habitación estaba combado hasta casi tocar el suelo, y tenía una
ventana que daba al bosque que había detrás de la casa; el papel de la pared era amarillo, muy
desvaí- do y viejo, pero amarillo aún, con unas pequeñas hojitas verdes aquí y allá en su dibujo.
Había apenas el sitio justo para mi cama, mi escritorio y mi estantería y las pocas cosas más
que la harían realmente mía. Me quedé largo rato junto a aquella única ventana, mirando
hacia el bosque.

Al otro lado de un campo que había, a la izquierda de la casa, vi, a lo lejos, otra casa; estaba
vacía, con el exterior despintado, y las ventanas, algunas de ellas rotas, aparecían oscuras
como si fueran ojos negros. El rectángulo de la ventana de la pequeña habitación era como el
marco de un cuadro, y me que dé de pie pensando que me despertaría allí cada mañana,
mirando por aquel marco, y cada día sería una nueva clase de cuadro. La nieve aumentaría de
grosor; el viento arrebataría de los árboles aquellas pocas hojas últimas; del borde del tejado
colgrían helados carambanos; y luego, en primavera, todo se fundiría, cambiaría
absolutamente y se tornaría verde. Habría conejos en el campo al despuntar la mañana. Flores
silvestres. Tal vez vendría alguien a vivir en aquella casa abandonada, y, al mirar hacia aquel
prado, se vería luz por la noche en aquellas venta nas ahora oscuras. Por fin bajé. Mi madre
estaba en el salón vacío, tratando de decidir dónde encajaría el gran sofá de la otra casa. Papá
y Molly estaban aún fuera, echando sal en el sendero para que los hombres de las mudanzas
no resbalaran en la nieve.-Mamá-dije-, la habitación pequeña es mía, ¿no? Se paró un
momento a pensarlo, tratando de recordar cómo era el piso alto de la nueva casa. Luego me
pasó el brazo por los hombros y dijo: -Meg, la habitación pequeña es para el estudio de papá.
Ahí es donde terminará su libro. Molly y tú compartiréis la habitación grande del final del
pasillo, la que tiene en la pared ese papel tan bonito de florecitas azules. Mamá siempre trata
de arreglar las cosas con gestos: abrazos, besitos echados desde lejos, saludos con la mano,
muecas, sonrisas. A veces es una ayuda. Subí otra vez arriba, a la habitación grande que no iba
a ser sólo mía. Desde sus ventanas seguía viéndose el bosque y parte de la casa vacía del otro
lado de los campos, pero la vista estaba obstruida en parte por el granero, grisáceo, grande y
cayéndose a pedazos, que estaba pegado a nuestra casa por el costado. No era lo mismo. Soy
bastante buena en eso de aprovechar el lado positivo de las cosas, pero es que no era lo
mismo. Ahora, sólo un mes más tarde, justo dos días antes de Navidad, la casa ya da la
impresión de que se está viviendo en ella. Está calentita, y llena de sonido del fuego en las
chimeneas, del ruido de la máquina de escribir de papá en el piso de arriba, y llena de olores
de invierno, tales como el de botas puestas a secar, y el de canela, pues mi madre está
haciendo tartas de calabaza y pastel de jengibre. Pero ahora Molly, que desea más que nada
en el mundo abrir los brazos y compartir la vida, ha trazado esa raya, porque yo no puedo ser
como esas multitudes que le sonríen y no puede compartir la mía.

CAPÍTULO DOS

miento. Así que da la impresión de que a mamá siempre le es tin pasando cosas buenas.Papá
es más como yo espera a que lleguen las cosas verda- deramente buenas, como si el
emocionarse por las pequeñas pu- diera impedir que ocurrieran las grandes Pero el libro va
muy bien, y dice que la causa ha sido el venir aquí. Todas las mañanas se mete en el cuartito,
cierra la puerta y coloca un ladrillo grande contra ella para que no se abra de re- pente
mientras trabaja. Todavía sigue allí cuando Molly y yo volvemos de la escuela a las cuatro, y
mamá dice que no sale en todo el día, excepto de vez en cuando, que aparece en la coci na, se
pone una taza de café sin decir palabra, y vuelve arriba. Como un sonámbulo, dice mamá.
Podemos oir la máquina de escribir a plena marcha; de vez en cuando le ofmos arrancar de un
tirón un folio o arrugario, y luego poner otro en el rodillo y empezar de nuevo a teclear. Por
aquí están pasando cosas buenas. Eso me sorprende un poco. Cuando vinimos, pensé que
sería un sitio donde no me quedaría más remedio que aguantar hasta pasar el mal trago,
donde me encontraría sola durante un año. Donde nunca ocu rriría nada en absoluto. Y ahora,
a todos nos están pasando cosas buenas. Bueno, con mamá es difícil saberlo; es de la clase de
persona que, sea co- mo sea, siempre disfruta con todo. Molly y mamá son muy pare- cidas. Se
entusiasman y se emocionan.tanto que le hacen creer a uno que ha ocurrido algo maravilloso;
y luego, cuando te pa- ras a pensarlo, resulta que no ha pasado nada en absoluto. Todas las
mañanas, por ejemplo, mamá renueva la comida que pone en el comedero para pájaros que
hay fuera de la ventana de la co- cina. Dos minutos más tarde se para el primer pájaro a
desayu- nar, y entonces mamá da un brinco, dice "Chiis" y va a mirar, y una se olvida de que el
día anterior pasaron por allí 400 pájaros. O bien una planta de las que tenemos en la cocina
echa una nueva hoja, y ella casi manda tarjetas de participación de naci- Habla solo también -le
ofmos cuchichear a través de la puerta-, pero lo de hablar solo es buena señal. Cuando está ca-
llado, eso quiere decir que las cosas no van bien, pero le lleva mos oyendo hablar solo en el
pequeño cuartito desde que llega- mos aquí. Anoche bajó a cenar con aire muy preocupado,
pero son- riendo para sus adentros de vez en cuando. Molly y yo estába- mos hablando de la
escuela, y mamá estaba contándonos que había decidido hacer un edredón de retales
mientras viviéramos en el campo, aprovechando trozos de tela de toda la ropa que usamos
Molly y yo cuando éramos pequeñas. Empezamos a re- cordar nuestros viejos vestidos-ahora
ni siquiera usamos ya ves tidos; me parece que yo no he usado otra cosa que vaqueros des de
hace dos años- Molly dijo: -¡Qué risa! ¿Recuerdas aquel vestido tan feo que yo tenía. con unas
mariposas, el que llevé en mi fiesta de cumpleaños, cuando cumpli seis? Yo no me acordaba,
pero mamá sí, se echó a reír y dijo: -Molly, era un vestido precioso. Aquellas mariposas es
raban bordadas a mano! Lo pondré en un sitio especial del edredón! Papá no había oído una
sola palabra, pero allt estaba, sen rado, con una semisonrisa en el rostro. De repente dijo -
Lydia por fin creo que tengo cogido a Coleridge! Y acto seguido se levantó de un salto,
dejándose medio tro to de tarta de manzana, y volvió a su estudio, subiendo las esca leras de
dos en dos. En seguida ofmos de nuevo el ruido de la máquina. Mamá le siguió con la vista con
esa mirada cariñosa y espe cial que dedica a las cosas que son ligeramente tontas y extre
madamente adorables. Se sonríe, y parece como que sus ojos pueden mirar hacia atrás, a sus
recuerdos, y evocar todas las co- sas que han contribuido a hacer a una persona tal como es.
Con papá, creo que es para recordar cuando le conoció siendo estu diante, cuando debía de
ser serio, despistado y muy bueno, tal como sigue siendo, pero joven, cosa que ya no es. En
cuanto a mí, sé bien que sus recuerdos vuelven a todo tipo de frustracio nes y confusiones,
nunca fui una niña "fácil"; recuerdo que cues tionaba, discutía y me enfadaba. Pero su forma
de mirarme sigue siendo la misma, con esa mirada cariñosa que olvida todas esas cosas. ¿Y
Molly? También la he visto mirar así a Molly, y es algo más complicado, creo que cuando
mamá mira a Molly, sus re- cuerdos retroceden aún más, a cuando ella misma era niña, por lo
parecidas que son, y debe de ser una sensación muy curiosa la de verse una a sí misma
creciendo de nuevo. Debe de ser como mirar al revés por el tubo de un telescopio; verse a sí
misma jo- ven, en la distancia.La distancia, a decir verdad, es demasiado grande como pa- ra
que el que mira pueda hacer otra cosa que mirar, recordar y sonreírse. Molly tiene un "novio".
Molly siempre ha gustado a los chi- cos. Cuando era pequeña, los chicos de la vecindad solían
venir a arreglarle la bici; le dejaban sus patines, la trafan a casa cuan do se hacia raspones en
las rodillas y esperaban ansiosos mien tras le ponían una tirita: compartían con ella los
caramelos y chocolatinas que les daban en las casas coando iban a hacer sus bromas el día de
Halloween. Cuando yo andaba ya rebuscando los últimos restos de mi bolsa de papel, dos
semanas más tarde. yya sólo ne podía comer las manzanas arrugadas del fondo, a Molly aún le
quedaban chocolatinas, regalo de los chicos de nuestra calle. Cómo no les iba a gustar a los
chicos una chica que tiene un aspecto ast! Yo ya me he acostumbrado al aspecto de Molly
porque llevo trece años viviendo con ella. Pero de ver en cuan- do le echo una ojeada y la miro
como si fuera una extraña. Una noche, hace poco, estaba sentada delante de la chimenea ha-
ciendo sus deberes, y la miré porque quería hacerle una pregun a sobre los números
negativos. El resplandor del fuego le daba en la cara, radiante como el oro, y el rubio cabello le
caía por la frente, formando ondas sobre las mejillas hasta ir a dar en los hombros. Por un
instante me pareció justo como la imagen que había en una tarjeta de Navidad que nos habían
mandado unos amigos de Boston; era casi como de hadas. Estaba tan bella en aquel momento
en que la miré, que me quedé cast sin aliento. Luego me vio mirarla, y me sacó la lengua, así
que volvió a ser simplemente Molly, la misma de siempre. Lo más probable, pienso, es que los
chicos sólo vean siempre esa parte de ella, la parte bella. Y ahora, de repente, ese chico,
Tierney McGoldrick, que juega en el equipo de ba loncesto y es también delegado de la clase
de los de tercero, está a todas horas mosconeando a su alrededor en la escuela. Siempre están
juntos, y él le deja que se ponga su chaqueta de la escuela, con esas grandes letras "MV" a al
espalda, que quieren decir Macwahoe Valley. Claro está que, como vivi. mos aquí, en medio
del bosque, tan lejos de todo, no pueden realmente salir juntos. Tierney no tiene edad
suficiente para conducir, y aunque quisiera hacerlo desde el sitio donde vive la mitad de la
distancia es una carretera de tiers que ests g neralmente cubierta de nieve, Pero le telefones
todas las no ches sin dejar una. Molly se lleva el auricular hasta la des pensa, de manera que el
largo cordón, estirado, ctura por medio de la cocina, y mi madre y yo tenemos que dar un sal
tito por encima mientras recogemos los platos de la cena. Ma má cree que es muy divertido.
Pero mama, claro, tiene ta bien el pelo ondulado y probablemente fue en sus tiempos tan
guapa como Molly. Tal vez sea el que yo tengo el pelo lo y estirado y llevo gafas la razón por la
que todo este asunto me pone un poco triste. Así que papá tiene cogido a Coleridge, y él sabri
lo que quiere decir eso, y Molly tiene cogido a Tierney McGoldrick En cuanto a mi, no puedo
decir realmente que tenga cogido nada, pero también me están pasando aquí cosas buenas.
Tengo un nuevo amigo. Justo después de Año Nuevo, antes de que se acabasen las vacaciones,
salf a dar un paseo. Era un paseo que tenía in- tención de dar desde el momento en que nos
mudamos a la casa, pero hablamos estado tan ocupados, primero con la es cuela y arreglando
la casa, luego con las Navidades y luego volviendo a la normalidad tras pasar Navidad, que,
vamos, no sé, nunca encontraba el momento oportuno. Creo que me gusta imaginarme que
fue el destino quien me mandó a dar ese paseo concreto en ese día concreto. El destino, y el
hecho de que por fin salió el sol, al cabo de semanas de nieve y cie los grises. Cogí mi cámara-
era la primera vez que la sacaba desde que nos vinimos a vivir al campo- y eché a andar, toda
arrebujada en mi anorak y protegida por unas gruesas botas, camino ade- lante por la
carretera de tierra que pasaba al lado de casa. Me di- rigí hacia la casa abandonada que se veía
desde la ventana de arriba al otro lado de los campos. La nieve me impidio acercarme lo
suficiente. La casa está muy apartada de la carretera, y, claro, el sendero de acceso, que era
ani ver como otra estrecha carretera, no había sido limpia- do de nieve. Así que me quedé
plantada, patrando el suelo con los pies para entrar en calor, y me quedé mirándola durante
ma cho rato La casa me recuerda a un ciego que fuese muy honra de y bondadoso. Ya sé que
esto parece una tonteria. Pero tiene ese aspecto de honradez por lo firme y recta que es. Es
una casa muy vieja-lo sé por la manera cómo está construida, con una chimenca central, y por
todas las demás cosas de las que me he enterado viviendo en nuestra antigut casa, pero sus
esquinas son cuadradas como los hombros rectos de un hombre que estu viese sacando
pecho. Nada en ella está combado. Es, pese a esc, una casa estropeada, sin pintura, de modo
que las viejas plan chas de madera están gastadas por el viento y la lluvia Será por co por lo
que me parece bondadosa, porque no le importa ser pobre y estar sin pintura, hasta parece
orgullosa de ello. Y ciega porque no me devuelve la mirada. Las ventanas están vacías y
oscuras. No es algo que de miedo. Sólo está como esperando y pensando en algo Hice un par
de fotos de la casa desde la carretera y seguí an- dando. Sabía que la carretera de tierra
termina una milla más allá de nuestra casa, pero nunca había llegado hasta el final. Los au-
tobuses de la escuela dan la vuelta en nuestro sendero de entra da, y por esta carretera no
pasa nunca ningún otro coche, ex- cepto una camioneta desvencijada que lo hace de vez en
cuando Esa misma camioneta estaba aparcada al final de la carrete ra, junto a una casita
minúscula y deteriorada por el clima, una casa que parecía el primo lejano y pobre de la que yo
acababa de pasar. Un primo anciano, frágil pero muy orgulloso. De la chi- menea salía humo, y
había cortinas en las dos ventanitas de am bos lados de la puerta. En el jardín, un perro, que
golpeó el ra bo contra un bancal de nieve cuando me vio llegar. Y junto a la camioneta... no, a
decir verdad, dentro de la camioneta, o por lo menos con la cabeza dentro de ella, bajo el
capo, habla un hombre Hola dije en voz alta. Habría sido tonto das is vuelta y echar a andar
hacia casa sin decir nada, aunque toda mi vida haya prometido a mis padres que nunca
hablaria con extraños El sacó la cabeza, una cabeza llena de canas, con un go de lana roja, se
sonrió-con una sonrisa agradable- y dijo Señorita Chalmers. Me alegra que vengas de vosita.
-Meg-dije yo automáticamente, Estaba perpleja ¿Cómo sabia quien era yo? Nuestro nombre ni
siquiera está en el buon Por Margaret!-preguntó, acercándose y estrechándo me la mano, o al
menos, el guante, en el que dejó una mancha de grasa Perdona. Tengo las manos muy sucias.
Me he que dado sin batería con este tiempo tan frío. -¿Cómo lo ha sabido? -Cómo he sabido
que Meg quería decir Margaret? Porque Margaret se llamaba mi esposa; y, por lo tanto, es uno
de mis nombres favoritos. Y yo a veces la llamaba Meg, aunque nadie más lo hiciera. En la
escuela me llaman Meg la nuez Apuesto a que na die llamó nunca Meg la nuez a su esposa. Se
echó a reir. Tenía unos preciosos ojos azules, y en su ro tro las arrugas formaron nuevos
dibujos. -No-reconoció, la verdad es que no. Pero no le hu biese importado. La nuez moscada
era una de sus especias favo ritas. Jamás habría hecho una tarta de manzana sin ella.-Lo que yo
quería decir, sin embargo, cuando dije: "Co mo lo ha sabido, es que cómo ha sabido que me
apellido Chalmers. Se secó las manos en un trapo grasiento que colgaba de la manecilla de la
puerta de la camioneta. -Discúlpame, querida. Ni siquiera me he presentado. Me llamo Will
Banks. Y hace demasiado frío para quedarse parado aqui foers Debes de tener los dedos de los
pies ateridos, incluso con ex botas Pass adentro y preparan una taza de té para los dus Y te dire
cómo sé tu nombre. Me figuré en un instante la escena, cuando le dijera a mi madre: "Ast que
entré en su casa y me imaginé igualmente a mi madre diciendo "Que entraste en su casa!" El
me vio vacilar y se sonó. Meg-dijo, tengo setenta años. Soy absolutamente inofensivo, incluso
para una guapa jovencita como tú. Anda, hazme compañía un rato y caliéntate. Me eché a relt,
porque adivino lo que yo estaba pensando, y muy poca gente sabe nunca lo que pienso. Luego
entré en su casa Vaya sorpresa. Era una casa minúscula y muy vicia, y desde fuera parecla
como si se fuera a caer en cualquier momento. A decir verdad, también su camioneta era muy
vieja y parecía que se iba a derrumbar en cualquier instante. Y también el propto se- Bor Banks
era viejo, aunque él no parecía estar derrumbándose. Pero por dentro, la casa era preciosa.
Todo era perfecto, co- mo si fuera una casa que yo me hubiese imaginado o hubiera pintado
en sueños. En la planta baja sólo había dos habitacio- nes. A un lado del pequeño recibidor de
delante estaba el salón; las paredes estaban pintadas de blanco, y había en el suelo una
alfombra oriental, de tonalidades azul y rojo.) Una gran chime- nea, con un cuadro que era una
verdadera pintura, no una re- producción, colgado encima de la repisa. Un jarrón de estaño
sobre una mesa pulida. Un butacón de orejas con todo el tap- rado de punto de aguja -hecho
todo a mano, según pude ver, pues mi madre hace a veces punto de aguja- La luz del sol da- ba
en las pequeñas ventanas y, a través de los blancos visillos, hacía dibujos en la alfombra y las
butacas.Al otro lado del recibidor estaba la cocina. Allí fuimos el señor Banks y yo tras
enseñarme el salón. En la cocina estaba encendida una estufa de leña, con una humeante
tetera de cobre encima. Había puesta una mesa redonda de pino con man- telitos azules
hechos a mano, con un frutero azul y blanco en medio, en el que había tres manzanas, como si
fuese un bode- gón. Todo estaba frotado y reluciente y en el sitio justo. Me recordó una
canción que solíamos cantar en el jardín de infancia, cuando nos sentábamos en nuestros
pupitres y juntábamos las manos: "Todos sentados en el preciso instante, y todos con la cara
bien brillante", cantábamos. Oía la letra en mi cabeza, las vocecitas de todos aquellos niños de
cinco años, y era un buen recuerdo; la casa del señor Banks era así, llena de recuerdos cálidos,
de cosas en su sitio justo, una casa sonriente. Me quité la chaqueta, Will la colgó junto a la
suya, y sirvió té en dos grandes tazones de loza. Nos sentamos a la mesa, en unas sillas de pino
que relucían hasta parecer casi doradas por la combinación de su madera vie- ja, la cera y la luz
del sol. -¿Es la pequeña habitación que hay en lo alto de las escaleras la tuya?- -me preguntó.
¿Cómo sabía él lo de la pequeña habitación? -No-le expliqué-, Yo quería que lo fuese. Es
perfecta. Se puede ver la otra casa que hay cruzando el campo, ¿sabe?-él asintió con la cabeza:
lo sabía-, pero mi padre necesi- taba esa habitación. Está escribiendo un libro. Así que mi
hermana y yo compartimos la habitación grande. -La habitación pequeña era mía-dijo- cuando
era ni- ño. Alguna vez que tu padre no esté trabajando allí, entra y echa una ojeada en el
armario. Encontrarás en el suelo del armario mi nombre grabado a navaja, si nadie ha lijado el
suelo. Mi madre me zurró por hacerlo. Yo tenía entonces ocho años, y me habían encerrado en
mi habitación por ser maleducado con mi herma- no mayor.-Vivia usted en mi casa? ---
pregunté sorprendida. Él se rió de nuevo. -Mi querida Meg-dijo eres tú la que vives en mi casa.
Esa casa la construyó mi abuelo. A decir verdad, construyó pri- mero la que hay al otro lado del
campo. Luego construyó la otra, donde vivís. En aquellos días las familias permanecían juntas,
claro, y construyó la segunda casa para su hermana, que nunca se casó. Más tarde se la dio a
su hijo mayor-mi padre- y mi her- mana y yo nacimos allí los dos. "Pasó a ser mi casa cuando
me casé con Margaret. La llevé allí a vivir cuando era una recién casada, con dieciocho años de
edad. Mi hermana se había casado y se había ido a vivir a Bos- ton. Ya ha muerto. Mis padres,
por supuesto, ya han desapareci- do. Margaret y yo no tuvimos hijos. Así que no queda nadie
más que yo. Bueno, eso no es enteramente cierto: está el hijo de mi hermana, pero eso es otra
historia."De todas formas, el hecho es que aquí no queda nadie en el campo más que yo. Hubo
veces, cuando yo era joven y Mar- garet estaba conmigo, en que sentí la tentación de
marcharme, de coger un empleo en la ciudad, de hacer mucho dinero, pe- ro...-Encendió la
pipa, y se quedó callado un momento, evo- cando el pasado Bueno, ésta fue la tierra de mi
abuelo, y de mi padre, antes de ser mía. No hay mucha gente que entienda eso hoy, lo que eso
significa. Pero yo conozco esta tierra. Co- nozco cada una de sus piedras, todos y cada uno de
sus árboles. No sería capaz de dejarlos. "Esta casa antes era la vivienda del hombre que
trabajaba para nosotros. La he arreglado algo y es una buena casita. Pero las otras dos casas
siguen siendo mías. Cuando subieron los im- puestos, simplemente no pude permitirme
mantenerlas abiertas. Me trasladé aquí después de la muerte de Margaret, y he alqui- lado las
casas de la familia cada vez que se ha presentado alguien que tenía alguna razón para vivir esta
soledad."Cuando of que tus padres estaban buscando un sitio, les ofrecí la casa pequeña. Es un
sitio perfecto para un escritor, la soledad estimula la imaginación, creo. "Vienen otras personas
de vez en cuando, pensando que puede ser un sitio barato para vivir, pero no estoy dispuesto
a al- quilárselas a cualquiera. Por eso es por lo tf vacía ahora: aún no ha aparecido la familia
adecuada. que la casa grande es -Se siente usted solo aquí alguna vez? Terminó su té y dejó la
taza sobre la mesa. -No. Llevo aquí toda la vida. Echo de menos a mi Marga- ret, claro. Pero
tengo a Tip -el perro levantó la vista al oír su nombre, y empezó a golpear el piso con la cola- y
hago de vez en cuando algin trabajo de carpintería en el pueblo, cuando la gente me necesita.
Tengo libros. Y eso es realmente todo lo que necesito. "Desde luego sonrió, es agradable tener
una nueva amiga como tú. -Señor Banks...-Oh, por favor, por favor. Llámame Will como hacen
todos mis amigos. -Will, entonces. ¿Le importaría que le hiciese una foto? Querida-dijo
enderezando los hombros y abrochándo- se el botón superior de su camisa a cuadros, me
sentiría muy honrado.
La luz que entraba por la ventana de la cocina le daba en la cara: era ya una suave luz; se había
hecho ya tarde, ese momen- to del atardecer en que todas las sombras muy marcadas desapa-
recen. Estaba allí sentado, fumando su pipa y hablado, y yo ter- miné todo el carrete de fotos,
disparando rápidamente mientras él gesticulaba y sonreía. Todas esas ocasiones en que me
siento torpe e inepta, to- das, se ven compensadas cuando tengo en las manos mi cáma- ra,
cuando puedo mirar a través del visor y experimentar la sensación de que puedo controlar el
enfoque, la luz y la com- posición, de que puedo capturar lo que veo, de un modo que nadie
más está viéndolo. Y así me sentí mientras hacía la foto de Will. Saqué el carrete terminado y
me lo llevé a casa metido en el bolsillo como si fuera un secreto. Cuando volví la cabeza des-
de la carretera, Will estaba de nuevo junto a su furgoneta, di- ciéndome adiós con la mano. Tip
estaba otra vez en un montón de nieve, dando golpes con el rabo. Y en mi interior, muy dentro
de mí, había otra cosa más que me calentaba el corazón mientras iba de vuelta a casa, y eso a
pesar de que el sol ya estaba poniéndose y el viento soplaba por encima de los montones de
nieve que había a ambos lados de la carretera, y me arrojaba a los ojos un menudo polvillo que
escocía. Era el hecho de que Will Banks me hubiese llamado guapa.

CAPÍTULO TRES

Febrero es el peor mes en Nueva Inglaterra. Así lo creo yo, por lo menos. Mi madre no está de
acuerdo conmigo. Ma- má dice que es abril, porque en abril todo se vuelve barro; la nie- ve se
funde, y cosas que habían estado enterradas todo el invierno -porquerías de los perros,
guantes perdidos, botellas de cerveza arrojadas desde los coches- reaparecen todas, todavía
congeladas en parte y formando unas mezclas heladas que son mitad y mitad restos grisáceos
de nieve vieja y comienzos amarronados de barro. Montones de ese barro, por supuesto,
terminan yendo a parar al suelo de la cocina, que es por lo que mi madre odia abril. Mi padre,
a pesar de que siempre le recita un poema que empieza "Abril es el mes más cruel" a mi
madre, cuando ella está fregando el suelo de la cocina en primavera, coincide conmigo en que
febrero es el peor. La nieve, con la que en diciembre se divertía una mucho, es simplemente
aburrida, sucia y fría sin más en febrero. Y ese mismo cielo que era azul en enero, un mes más
tarde no es más que blanco, tan blanco que a veces no puede una distinguir dónde termina el
cie- lo y dónde empieza la tierra. Y hace frío, un frío que pela, esa clase de frío con el que
sencillamente no se puede salir fuera. No he ido a ver a Will, porque hace demasiado frío para
ca- minar una milla por la carretera. No he hecho ninguna foto, porque hace demasiado frío
para quitarse los guantes y ma- nejar la cámara. Y papá no puede escribir. Se mete en la
pequeña habitación y se sienta, todos los días, pero la máquina de escribir está silen- ciosa. Ese
silencio es casi ruidoso, por lo conscientes que todos somos de él. Me ha dicho que se queda
sentado mirando por la ventana a toda esa blancura y que es incapaz de captar nada. Yo le
entiendo: si yo fuese capaz de salir con mi cámara en pleno frío, la película no sería capaz de
captar los bordes y contornos de las cosas, porque todo se ha fundido en la masa desolada y
sin color de febrero. Para papá, todo se ha fundido en su mente en una masa que no tiene
perfiles, y no puede escribir. Le he ense ñado el suelo del armario, donde se ve el nombre
William gra- bado en la madera. -Will Banks es un hombre fascinante-dijo papá echán- dose
hacia atrás en su butaca de cuero frente a la máquina de es- cribir. Él estaba tomando una taza
de café, y yo tomaba té. Era la primera vez que le visitaba en el cuartito, y parecía contento de
tener compañía-. Sabes, es un hombre muy instruido, y es un ebanista de primera. Podría
haber ganado una fortuna en Boston o en Nueva York, pero no ha querido dejar esta tierra de
ningún modo. La gente de por aquí piensa que está un poco lo- co. Pero yo no sé, no sé. -No
está loco, papá. Es muy bueno. Pero es una pena que tenga que vivir en esa diminuta casita,
cuando posee estas gran- des que eran de su familia.
Bueno, él es feliz aquí, Meg, y a la felicidad no se le pue den poner pegas. Desgraciadamente,
tiene un sobrino en Nueva York que va a crear problemas a Will, me temo. -¿Qué quieres
decir? ¿Cómo puede crear alguien problemas a un hombre mayor que no se mete con nadie!
No estoy seguro. Ojalá yo supiera más de leyes. Al p cer, el sobrino es el único pariente que
tiene. Will es el dueño de toda esta tierra, y de las casas-se las dejaron a él-pero cuan do
muera, todas irán a parar a ese sobrino, el hijo de su na. Son unas propiedades de mucho
valor. Puede que a ti no te parezcan gran cosa, Meg, pero estas casas son verdaderas anti-
güedades, el tipo de casa que a mucha gente de las grandes ciu dades les gustaría comprar. El
sobrino, al parecer, querría que a Will le declarasen lo que la ley llama "incompetente" que
signi fica ni más ni menos que loco. Si pudiera hacer eso, controlaría la propiedad. Le gustaría
vendérsela a ciertas personas que quie- ren construir apartamentos para turistas, y convertir la
grande en un hotel. casa herma pare-Yo me puse de pie y miré por la ventana, campo a través
ha- cia donde la casa vacía recortaba su silueta gris contra la blan- cura del cielo, con su alta
chimenea de ladrillos irguiéndose rec- ta sobre la marcada línea del tejado. Me imaginé una
monería de cortinas azules en las ventanas, y un letrero sobre la puerta que dijera: "Se aceptan
las Principales Tarjetas de Crédito". Vi en mi imaginación un aparcamiento lleno de coches y de
cam- pistas procedentes de diferentes estados. -No pueden hacer eso, papá -dije. Luego
convertí mi Mi padre se encogió de hombros. afirmación en pregunta-. ¿Pueden hacerlo? -No
creo. Pero la semana pasada me llamó por teléfono el sobrino, y me preguntó si era cierto lo
que había oído de que la gente del pueblo llama a Will "Will el Chiflado". -Will el Chiflado? ¿Y
qué le dijiste! -Le dije que en mi vida había oído nada tan ridículo, y que dejase de molestarme,
porque estaba muy ocupado escri biendo un libro que iba a cambiar radicalmente toda la
historia de la literatura. Eso nos provocó un ataque de risa. El libro que iba a cam- biar toda la
historia de la literatura estaba desperdigado en mon- toncitos de hojas por todo el escritorio
de mi padre, en el suelo, lo menos cien hojas arrugadas de papel de máquina que había en la
gran papelera, y en dos hojas que había convertido en por en aviones de papel haciéndolos
volar por la habitación. Nos reimos sin parar. Cuando pude dejar de reirme, me acordé de algo
que le ha bía querido preguntar a mi padre. Sabes, el mes pasado, cuando visité a Will, le hice
una foto, -Ah, sí ¿eh?-Estaba sentado en la cocina, fumando su pipa y mirando la ventana y
hablando. Tiré un carrete entero. Y sabes, pa- por pá, tiene unos ojos muy brillantes, y una
cara muy viva, llena de recuerdos y pensamientos. Todo le interesa. Pensé en eso cuan- do
dijiste lo de Will el Chiflado. -¿¡Me vas a dejar ver las fotos? Me sentí un poco boba. -Bueno,
todavía no he podido revelarlas, papá. Como to- dos los días tengo que coger pronto el
autobús para venir a casa, no puedo usar el cuarto oscuro de la escuela. Es sólo que me
acuerdo del aspecto de su cara cuando le fotografié. Mi padre se incorporó en su silla de
repente. Meg-dijo, tengo una gran idea! -Parecía un niño al decirlo. Una vez nos dijo mamá a
Molly y a mí que no le im- portaba no haber tenido hijos varones, porque papá se compor- ta a
menudo como un niño, y ahora comprendía exactamente lo que quiso decir. Parecía un chico
de diez años que un sábado por la mañana tuviera en la cabeza un proyecto emocionante y
pro- bablemente imposible-. ¡Montemos un cuarto oscuro! -dijo. Yo apenas podía dar crédito a
lo que oía. -¡Aquí?-pregunté. -¿Por qué no? Mira, yo no sé nada sobre fotografía. Tú tendrás
que ser la asesora experta. Pero sí sé montar cosas. Y necesito tomarme unas vacaciones en mi
trabajo de escribir. ¿Po dría terminarlo en una semana? . -Claro, supongo que sí -¿Qué
necesitaríamos? Un sitio, en primer lugar. -¿Qué te parece ese pequeño trastero del pasadizo
que hay entre la casa y el granero? Eso es suficientemente grande, ¿no? -Desde luego. Pero es
demasiado frío, papá.
-Ajajá. Eh, tienes que pensar, asesora. Necesitamos un ca- lentador -Volvió a su escritorio,
cogió una hoja de papel nue- va, y escribió- Uno. Calentador -A mi padre le encanta ha- cer
listas ¿Qué viene luego! -Veamos. Allí ya hay estantes. Pero necesito una superfi. cie lisa y
amplia, una especie de mostrador. Lo escribió. -Y luces especiales. Se llaman luces de
seguridad. Ya sabes, que el papel fotográfico no se vele por accidente. -No es problema. Allí
hay electricidad. ¿Qué más? Nece- sitarás muchos aparatos, ¿no? Si vamos a tener un cuarto
oscuro, más vale que sea el mejor cuarto oscuro posible. Yo suspiré. Veía ya cuál iba a ser el
problema. Pero, según he dicho, a mi padre le encanta hacer listas. Pero qué diablos. Le
empecé a decir todo lo que hacía falta para un cuarto oscu- ro: una ampliadora, un
temporizador, bandejas, productos quí- micos, papel fotográfico, depósitos de revelado,
termómetros es- peciales, filtros, una lente de enfoque. La lista se hizo muy larga y papá siguió
en una segunda hoja de papel. Tenía cierta gracia, escribir toda aquella lista, aunque yo sabía
que no era más que un sueño. Era un sueño que llevaba teniendo mucho tiempo, un sueño del
que nunca le había hablado a nadie. -¿Dónde se puede encontrar todo esto!-preguntó. Fui a mi
habitación, cogí una de mis revistas de fotografía y volví con ella. Miramos los anuncios de las
páginas de atrás: Nueva York. California. Boston. -Boston -dijo con voz de triunfo. Fantástico.
Tengo ir allí de todas maneras a ver a mi editor; a lo mejor lo ha- que go esta misma semana -
anotó el nombre y la dirección de la compañía Vamos a ver. ¿Cuánto va a costar todo esto? Yo
me eché a reír aunque realmente no tenía ninguna gana de reírme. Era muy típico de mi
padre, el que no se le ocurriera pensar en el problema evidente hasta el último momento. Mi-
ramos la lista de precios de la compañía de Boston, escribimos los precios en el papel de mi
padre y por último lo sumamos. En su cara se dibujó el desánimo. Menos mal que yo había
sido consciente todo el tiempo de que era un sueño; eso hacía más pequeña la desilusión.
Pobre papá; él había pensado que to do era real, y le pilló por sorpresa el que no lo fuese. Pero
los dos nos seguimos riendo muy fuerte, porque ninguno quería que el otro se pusiera triste.-
Escucha, Meg-dijo lentamente, doblando la lista y de- jándola en una esquina de su escritorio.
A veces cuando estoy sentado trabajando en el libro, se me presenta un problema que parece
insuperable. Cuando ocurre eso, yo simplemente lo dejo durante algún tiempo. Lo tengo ahí
almacenado en alguna par- te de la cabeza, pero no me desespero sobre ello. ¿Entiendes lo
que quiero decir? Yo asentí con la cabeza. Sé muy bien cómo no desesperarme. -Hasta ahora-
exclamó-, todos esos problemas se han resuelto solos. Sin saber cómo, de repente, aparecen
las solucio- nes. Bueno, pues te voy a decir lo que quiero que hagas-tam- borileó con el dedo la
lista que había doblado. Quiero que apartes esto de tus pensamientos durante algún tiempo,
pero que lo tengas ahí como almacenado en alguna parte donde tu subconsciente pueda estar
dándole vueltas. -Vale-dije.. -Y ahora, antes de que pase mucho tiempo, aparecerá la so-
lución. Estoy absolutamente seguro. Y lo más probable es que sea pronto, ya que estarán
trabajando los subconscientes de los dos. Me eché a refr. El la mar de seguro, y yo no me lo
creí ni por un momento. De acuerdo-le prometí. O habría que decir "subesconscientes"? En
plural, quie- ro decir. -Papá-dije, cogiendo las tazas vacías para llevarlas a la cocina, el profesor
de Lengua eres tú. Mamá estaba en la cocina, sentada junto a la chimenea y dando puntadas a
su edredón. Estaba emocionadísima con ese edredón, y la verdad es que era bonito, a juzgar
por lo que había hecho ese momento. Pero a Molly y a mí nos daba un cierto repelús cuando lo
mirábamos muy de cerca, supongo que porque estaba lleno de recuerdos; la verdad es que
algunos recuerdos más vale olvidar- los, especialmente cuando no ha vivido una todavía
mucho des- pués de ocurrir los hechos. Allí estaba el vestido de las maripo- sas, el que Molly
siempre aborreció justo cerca del centro. Junto a él estaba una pieza a rayas azules y blancas
que no quería que me recordasen. Era parte del vestido que llevé en mi fiesta de cumpleaños
cuando hice cinco, el día en que vomité encima de toda la mesa, justo después de que
sirvieran la tarta. Allí estaba el rosa con florecitas que llevé a la escuela dominical el Domin- go
de Pascua cuando tenía que decir un poema delante de toda la gente que llenaba el salón y
olvidé hasta la última palabra y me eché a llorar, cuando tenía a lo mejor unos seis años. Allí
es- taba también la falda a cuadros escoceses que Molly llevó el pri- mer día que fue a la
escuela secundaria, cuando no se dio cuen- ta de que todas las demás chicas llevarían
vaqueros. Y allí estaba un trozo de mi viejo uniforme de Brownie; yo aborrecía las Brownies,
siempre me gastaba la cuota en caramelos antes de llegar allí, y me reñían todas las semanas. -
¿Qué es ese trozo blanco con bordados? --le pregunté a mamá. A ella realmente le encantaba
cuando Molly y yo nos in- teresábamos por el edredón. Dio la vuelta al edredón y lo sujeto
mirando a la ventana para poder ver el trozo que yo le decía. Entonces apareció un gesto de
nostalgia en su rostro. -Oh-dijo, evocadora-, eso es el primer sujetador que tuvo Molly. -
¿¿Qué?? Yo ni siquiera me había dado cuenta de que Molly estu- viera allí hasta que saltó con
ese "¿¿Qué??". Estaba tumbada en un sofá que había en el rincón (Las casas viejas están muy
bien, en muchos sentidos. ¿Cuántas casas tienen un sofá en la cocina!). De hecho no me
sorprendió que estuviese allí. Molly llevaba con fiebre todo febrero, y es casi como algo fijo
allí, o como un mueble más ahora, tumbada en ese sofá con su pa- quete de pañuelos. En
cierto modo, resulta entretenido que Molly esté enferma, porque así está en casa todo el
tiempo, en vez de estar fue- ra con sus amigos cuando sale de la escuela y los fines de sema-
na. Hacemos cosas que no habíamos hecho desde que éramos pequeñas, como jugar al
Monopoly. Es divertido jugar con Molly a juegos tontos así porque no se los toma en serio. Yo,
venga a construir hoteles por todas partes, incluso en esa estú- pida y vieja Baltic Avenue, y
cuando ella echa los dados, y se da cuenta de que va a caer donde yo tengo hoteles, empieza a
ha- cer muequecitas. Va avanzando su pieza acercándose cada vez más y riéndose cada vez
más fuerte, hasta que llega allí, y luego la deja caer de golpe, ¡zas!, junto al hotel, y empieza a
contar todo su dinero.-Me has pescado -dice-. ¡Me has limpiado completa- mente! -y luego me
da su dinero, riéndose, y dice inmediata- mente. Juguemos otra vez. Yo soy una malísima
perdedora. Me pongo a dar vueltas re- funfuñando "No hay derecho", cuando pierdo. En cierta
ocasión en que me estaba sintiendo estúpida e infantil porque había llo- rado después de
perder al "tres en raya", y le había dicho a Molly: "¡Me has hecho trampas!", aunque sabía
bien que no me las había hecho, estuve pensado en que por qué habrá esa dife- rencia entre
nosotras. Creo que es porque Molly siempre ha ganado en las cosas importantes; en las que
son importantes para ella, como en lo de conseguir ser animadora, y lo de tener el chico más
guapo; así que las cosas pequeñas, como las partidas de Monopoly, no le importan. Quizás yo
un día, si tengo éxito en algo, dejaré de decir "No hay derecho" a propósito de todo lo demás.
El que Molly esté enferma es también un fastidio. Está hecha una gruñona, lo cual no es propio
de ella, por estarse per- diendo la escuela -lo que significa estarse perdiendo a Tierney
McGoldrick, aunque él la llama todos los días- y porque le preo- cupa su aspecto. No puede
sentirse demasiado mal, porque se pa- sa un montón de tiempo delante del espejo de nuestra
habita- ción, probando a arreglarse el pelo, que se le ha puesto como ralo, y dándose colorete
en la cara, porque la tiene muy pálida. A veces, cuando Molly está ocupada con el cepillo y las
horquillas, poniéndose todavía más guapa, lo cual no es necesa- rio, me gustaría que se fijase
en mi pelo y que se ofreciese a ha- cer algo para mejorarlo. No termino de atreverme a
pedírselo. Estoy casi segura de que no se reiría de mí, pero no me decido a arriesgarme. -
Molly, no te levantes-dijo mamá con un suspiro, al ver que Molly estaba a punto de cruzar la
habitación en dos saltos para examinar aquel trozo de su sujetador-. Te empezará otra vez lo
de la nariz. La gripe de Molly consiste sobre todo en hemorragias nasa- les. Mamá dice que eso
es porque está en la adolescencia; mamá dice eso de casi todo. El médico del pueblo dice que
es a causa del tiempo frío, que hace daño a las membranas nasales. Sea lo que sea, es un
verdadero asco. Aunque su lado de nuestra habitación está todavía de un limpio que revienta,
la alfombra está salpicada de las condenadas hemorragias de Molly, lo cual para mi es mucho
más fastidioso que cualquier otra cosa que yo deje tirada en mi lado. De todas maneras era la
hora de la cena. Mamá dejó el edredon, lo que puso fin a la discusión que iban a tener a pro-
pósito del sujetador, y sirvió chuletas de cerdo y salsa de manza- na en la mesa de la cocina. Yo
tuve que apartar mi plato de en- salada para hacer sitio para el paquete de "Kleenex" de Molly.
Papá no dijo nada, a pesar de que le gusta que la mesa esté im- pecable y limpia para la cena,
pues habíamos tenido un par de cenas muy poco agradables dos veces que Molly no se trajo
sus "Kleenex". Fue una cena muy callada, con Molly comiendo con mucho cuidado a causa de
su nariz, y papá y yo un poco preocupados los dos porque no es tan fácil almacenar algo en tu
subconsciente y tenerlo ahí apartado. Mamá empezaba una y otra vez conversa- ciones que se
terminaban porque nadie se unía a ellas. Por fin dejó el tenedor, suspiró y dijo: -Sabéis, con
todo lo que me gusta este sitio, incluso en in- vierno, me alegraré mucho de que venga el
verano. Tú estarás más animado con el libro, Charles, porque estará casi termina- do, y
vosotras, niñas, podéis ir de campamento y no estaréis tan aburridas... -Campamento-dije de
repente, Campamento. Mi madre se me quedó mirando. Molly y yo hemos ido al mismo
campamento todos los veranos desde que yo tengo ocho años y ella diez. -Campamento -dijo
mi padre de repente, mirándome con una cara en la que se dibujaba una mueca. -¿Cuánto
cuesta el campamento?-le pregunté a mi madre. Ella refunfuñó de mentirijillas. -Mucho-dijo.
Pero no te preocupes por eso así de re- pente. Tu padre y yo siempre hemos pensado que ir al
campa mento era lo suficientemente importante, así que todos los meses ahorramos algo de
dinero para ello. No os preocupéis, po- dréis ir al campamento. -Mamá-dije lentamente,
¿tengo que ir al campamento? Ella se quedó asombrada. Yo he ganado el premio a la me. jor
campista dos años seguidos en mi grupo de edad. -Naturalmente que no tienes que ir, Meg,
pero yo creía... -Lydia-anunció mi padre, mañana voy a Boston. Ten- go que ver a mi editor, y
voy a hacer unas compras. Meg y yo va. mos a construir un cuarto oscuro en el trastero que
hay al lado del granero, si a Will Banks no le importa. Le llamaré esta noche, Meg. Mi madre se
quedó allí sentada, con un trozo de lechuga pinchado en el tenedor, y moviendo la cabeza de
uno a otro lado. Se echó a reír.-Esta familia está absolutamente pirada-dijo. No ten- go la
menor idea de lo que está hablando nadie. Molly, tu nariz. Molly cogió un "Kleenex" y se
apretó la nariz. Desde detrás de su "Kleenex" dijo toda arrogante: -Tampoco yo sé de lo que
está hablando nadie. Pero yo voy a ir al campamento, vaya Meg o no. Luego soltó una risita.
Hasta la propia Molly se daba cuen- ta de lo ridícula que parecía y sonaba, gangueando desde
detrás de un puñado de pañuelos de papel.-Es decid-añadió-, si mi nadiz pada alguna vez
desangrad.

CAPÍTULO CUATRO

De repente sé lo que siente papá cuando completa un capí tulo del libro, o mamá, cuando una
de sus plantas florece de repente, o cuando termina una nueva sección del edredón, y anda
por ahí con una sonrisa en el rostro todo el día, incluso cuando no la está mirando nadie. Sé lo
que debió de sentir Molly cuando Tierney McGoldrick le pidió que fueran en serio, cosa que
ocurrió hace dos semanas. Ese día volvió a casa llevando al cuello una cadena con un diminuto
balón de baloncesto, y estaba tan radiante y llena de risitas, sin parar de moverse de un lado
para otro, que mamá tu- vo por fin que decirle que se calmase para que su nariz, que ya había
vuelto a la normalidad, no tuviese una recaída. La nariz de Molly había dejado por fin de
sangrar a princi- pios de marzo, aproximadamente por la misma época en que sa- lió el sol
después de un mes de frío gris; el doctor Putman, el del pueblo, dijo que eso probaba lo que él
había pensado, que el mal tiempo estaba causando sus hemorragias nasales. Molly dijo que le
importaba un pimiento lo que las causase, que simplemente se alegraba de que se hubiesen
acabado, y que se alegraba de poder volver a la escuela. Papá dijo que sentía mucho no haber
comprado acciones de la compañía "Kleenex". Yo apenas he visto el sol, porque he estado
encerrada en mi cuarto oscuro. Ha sido mi padre quien lo ha hecho, justo como decía que lo
haría, y todo está tal y como yo lo soñaba. No hay nada que mi padre no pueda hacer. Las
primeras fotos que revelé fueron las de Will Banks. Ha. bía tenido ese rollo de película
guardado en un cajón bajo mis calcetines de invierno desde hacía casi dos meses. Estaba abso
lutamente aterrada cuando lo revelé -aterrada de que se me hu biese olvidado cómo se hacía,
y de que algo me hubiese salido mal-. Pero cuando saqué la tira de negativos del depósito y la
puse contra la luz, había en ella dos fotos de la vieja casa del otro lado del campo y luego
treinta y cuatro fotos de Will, mirándo me de treinta y cuatro modos diferentes. Me sentí un
genio, una artista.Cuando los negativos estuvieron secos, los positivé todos en una hoja. Es
difícil saber, por los negativos, el aspecto exacto que tendrá un positivo, así que toqué madera
otra vez cuando revelé la hoja de contacto en que iba a ver las fotos reales por primera vez.
Me quedé allí de pie, mirando la fuente de revelador y ob- servando, a la mortecina luz roja,
mientras la hoja cambiaba de blanco a gris, y luego vi cómo los grises cambiaban a negros y las
sombras se convertían en las caras de Will; al cabo de dos minu- tos, allí estaba él, mirándome
desde la bandeja, treinta y cuatro versiones de él, todavía minúsculas, pero completas. Cuando
la hoja estuvo lista, la llevé, todavía chorreando agua, a la cocina y la extendí sobre la
encimera, al lado del fregadero. Ma- má estaba allí, pelando patatas, y echó una ojeada,
primero por cu riosidad, y luego como si realmente se llevara una sorpresa. -Anda, si es Will
Banks!-dijo. -Naturalmente que es Will Banks-le dije yo, haciéndole una mueca risueña. ¿Es
guapo, verdad? Nos quedamos las dos mirando largo rato los minúsculos positivos que
aparecían en el papel. Allí estaba él, encendiendo la pipa, luego fumándola, mirándome, medio
riéndose. Luego aparecía echado hacia atrás en su butaca-en ésa se me había de- senfocado un
poco, cuando se echó hacia atrás, saliéndose del campo del foco. Debería haberme dado
cuenta. Pero luego, all estaba otra vez, sentado derecho, y de nuevo enfocado perfecta-
mente, mirándome con sus brillantes ojos, con interés; recordé que me había estado haciendo
preguntas sobre la cámara, sobre cómo decidía qué distancia y velocidad poner. Hacia el final
del carrete, sus ojos miraban a lo lejos, más allá de donde estaba, yo como si pensara en algo
que estuviese en la lejanía. Me había es- tado hablando de la cámara que tuvo en otros
tiempos, dicién- dome que todavía la tenía, si es que la podía encontrar en el áti- co de la
casita. La había comprado, dijo, en Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando
estuvo allí estacionado con el ejército. Eso me sorprendió.-Estuvo usted en el ejército!-le
pregunté- La única gente que yo conocía que estuviera en el ejército eran chicos que habían
tenido que dejar la universidad por suspender y no sabían qué hacer. A veces volvían para ver
a papá, a nuestra ca- sa de la ciudad, con unos cortes de pelo muy raros.Will se había echado a
reír.-Fui oficial-dijo- ¿Puedes creértelo? ¡Tenían que salu- darme! -Puso gesto serio e hizo un
rígido saludo. Y allí estaba, en las fotos.Luego se había reído otra vez y había dado una
bocanada a su pipa.-En esos días todos nos enrolábamos en el ejército. Pare- cía importante
entonces. Para mí, lo mejor fue volver a casa. Fue en verano cuando vine a casa, y Margaret
había hecho diez pasteles de moras, para celebrarlo. Comimos pastel de moras du- rante tres
días hasta hartarnos de ellos y todavía quedaban seis. Creo que se los dio a alguien. Había
cerrado los ojos, recordando, aún sonriente. Ésa era la última foto de la hoja. Tenía los ojos
cerrados, y el humo de su pipa era una fina línea blanca que le pasaba junto a la cabe- za y
ascendía en círculos por la parte superior de la foto. Señalé seis de los minúsculos positivos
con un rotulador: mis seis preferidos, todos un poco distintos entre sí. Luego volví al cuarto
oscuro y pasé el resto del día ampliando ésas. Hice dos juegos de ellas, para poderle dar una
de cada a Will. Me preguntaba si le agradarían. Eran buenas fotos; yo lo sabía, y mis padres
habían dicho también los dos lo mismo y nunca me mentían. Pero tiene que ser una sensación
extraña, creo, lo de ver tu propia cara así, captada por otra persona, y mostrando todos tus
sentimientos. Llevé a mi habitación mi juego de fotos de Will y las pegué cuidadosamente en la
pared, tres encima y tres debajo. Desde que Molly trazó la raya de tiza, he procurado tener
más limpia mi mitad de la habitación; cada vez que mis cosas empiezan a amontonarse y
empieza a estar desordenada, Molly la traza otra vez, justo para que yo sepa que todavía está
allí. Cuando yo entré y puse las fotos en la pared, estaba en su cama, haciendo dibujos en su
cuaderno de la escuela. -Mamá te va a matar si rompes el papel de la pared-di- jo, echándome
una ojeada.-Ya lo sé. Sabíamos las dos que eso no era verdad. Mi madre no se en- fada casi
nunca. A veces nos riñe pero el pensamiento de que mamá mate a alguien es ridículo. Ni
siquiera pisa las hormigas. -Eh-dijo Molly de repente, incorporándose y mirando hacia la
pared-. Ésas son realmente buenas. Miré para ver si estaba bromeando, y no era así. Estaba
mi- rando las fotos de Will con interés, y pude ver que lo decía en serio, que pensaba que eran
buenas. -Me gusta esa de ahí, en la que está mirando a lo lejos con una sonrisa-decidió,
señalando una de la fila de abajo. -Estaba hablando de su esposa -recordé yo, mirando la foto
con ella. Molly se quedó un momento sentada en la cama, pensativa. Estaba otra vez guapa,
ahora ya se sentía mejor. El pe- lo le había vuelto a crecer rizado. -No sería estupendo dijo
lentamente- estar casada con alguien que tuviese esos sentimientos hacia ti, que se sonriese
así cada vez que pensase en ti? La verdad es que yo no había pensado en ello en unos tér-
minos tan personales. Para ser sincera, a mí la simple idea del matrimonio me parece
intensamente aburrida. Pero justo en ese momento supe lo que Molly quería decir, y pude
darme cuenta de lo importante que era para ella. -Tiemey te mira así todo el tiempo le dije. -
¿De veras?-Desde luego. A veces cuando ni siquiera sabes que te es- tá mirando. Le vi en la
asamblea de estudiantes el viernes pasa- do, mirándote. ¿Te acuerdas, cuando estabas
sentada con las animadoras? Te estaba observando, y así es como te miraba, ca- si como Will
está en la foto.-¿De veras?-Molly se hizo un ovillo en la cama e hizo una mueca de satisfacción.
Me alegra que me digas eso, Meg. A veces no sé lo que le pasa a Tierney por la cabeza. A veces
da la impresión de que el baloncesto es lo único que le interesa. -Bueno, Molly, sólo tiene
dieciséis años. De repente me di cuenta de que parecía mamá hablando, y solté una risita.
También lo hizo Molly.-Eh, mira Meg dijo alargándome el cuaderno-. Tú eres una estupenda
artista, y yo no sé dibujar en absoluto. ¿Me puedes ayudar a que esto salga bien? Había estado
dibujando novias. La vieja Molly. Lleva dibu- jando novias desde los cinco años. No es que su
habilidad para dibujar hubiese mejorado mucho en esos diez años, a decir ver dad. Pero de
repente, eso de que estuviese dibujando novias me dio un poco de aprensión.Cogí el boligrafo.
-Mira-le dije-. Está desproporcionado. Los brazos son demasiado cortos, a pesar de que has
intentado taparlos con to- dos esos grandes ramos de flores. Ten presente que los brazos de
una mujer llegan hasta la mitad de sus muslos cuando está de pie. Los codos deben llegar
hasta el busto; por eso es por lo que no parecen bien. Los cuellos son demasiado largos
también, pe- ro probablemente eso está bien, porque los hace parecer más elegantes. Los
diseñadores de modas suelen dibujar cuellos de- masiado largos. Si miras los anuncios del New
York Times del domingo lo verás. Oye, Molly...-¿Qué? -¿No estarás pensando en casarte? Molly
se enfurruñó y me quitó los dibujos. -Naturalmente que estoy pensando en casarme. No aho-
ra, tonta, pero sí algún día. ¿Tú no piensas en ello? Yo negué con la cabeza. -No, creo que no.
Pienso en ser escritora, o artista, o fo- tógrafa. Pero siempre pienso en mí sola, no con alguien
más. ¿Crees que me pasa algo?-yo lo decía en serio, pero era una pregunta difícil de hacer, así
que crucé los dedos y puse cara de broma al preguntárselo, riéndome al mismo tiempo.
-No dijo ella con aire pensativo, sin hacer caso de mis muecas, lo cual fue muy amable por su
parte. Simplemente somos distintas, supongo. -Guardó los dibujos en su cuaderno y colocó
éste en su mesa con mucho cuidado, alineado con sus libros de clase.-Igual que lo de que tú
seas guapa y yo no-señalé. Menuda tontería se me había ocurrido decir. Pero tengo que
reconocer que Molly reaccionó muy bien. No intentó hacer como que no era verdad. -Serás
guapa, Meg, cuando seas un poquito mayor-di- jo-. Y no estoy segura de que eso signifique
tanto de todas maneras, especialmente en tu caso. Fijate en todas las cosas que sabes hacer, y
la buena cabeza que tienes, y en cambio yo soy tan estúpida. ¿Qué tengo yo, realmente,
excepto rizos y pestañas largas? Yo siempre lo echo todo a perder. Debería haber sabido que
lo decía sinceramente. Molly no es nunca malintencionada. Pe- ro no se da cuenta de lo que se
siente, cuando alguien que tiene un pelo que es un desastre, y además astigmatismo, oye una
cosa así. ¿Cómo podría saberlo? Yo no puedo imaginarme lo que debe sentirse siendo guapa;
¿cómo podrá Molly saber entonces lo que se siente no siéndolo? Y claro, lo eché a perder,
como de costumbre. Me puse en plan de burla en una pose de modelo delante del espejo y
dije sarcásticamente: -Oh, pobre de mí, ¿qué tengo yo, excepto rizos y largas pestañas? Me
miró sorprendida y dolida. Luego incómoda, y furiosa. Por último, como no sabía qué otra cosa
hacer, cogió un montón de sus papeles del colegio y me los tiró: un gesto típico de Molly; ni
aun cuando está enfadada hace nada que pueda hacer daño. Los papeles revolotearon por
toda la habitación y aterrizaron en mi cama y en el suelo. Se quedó parada un momento
mirando todo aquel desorden y luego dijo: -Hale, ya está, ahora te sentirás como en casa, con
basura por todas partes para que parezca una cochiquera... Y salió hecha una furia de la
habitación, cerrando de un portazo, cosa que fue inútil pues la puerta se abrió sola otra vez.
Dejé los papeles donde estaban, y Molly y yo no nos habla- mos cuando nos acostamos esa
noche. Ninguna de las dos es muy buena en lo de disculparse. Molly simplemente espera un
poco después de una pelea y luego se sonríe. En cuanto a mí, yo espero hasta à que se sonría
la otra persona primero. La verdad es que suelo ser la primera que empieza una pelea y la
última que la termina. Pero esa noche ninguna estaba dispuesta a hacer las paces, y Molly ni
siquiera se sonrió cuando yo me subí a la ca- ma muy cuidadosamente para que todos sus
ejercicios sobre par- ticipios pasados siguiesen donde los había tirado, y me eché a dormir bajo
todo aquel montón. No sé qué hora sería cuando algo me despertó. No estaba segura de lo
que había sido, pero estaba ocurriendo algo que me asustó; tenía esa sensación en la espina
dorsal, esa sensación fría que tiene una cuando las cosas no van bien. Y no era un sueño. Me
senté en la cama y eché una ojeada en la oscuridad, sacu- diéndome lo que pudiera quedar de
sueño, y la sensación seguía allí, la sensación de que algo no iba bien. Los ejercicios de fran-
cés cayeron al suelo; of el ruido que hacían al resbalar de la ca- ma; me levanté en silencio y fui
hasta la ventana. No faltaba ya mucho para el primer día de primavera, pero fechas así no signi
fican gran cosa en Nueva Inglaterra; hacía todavía mucho frío, y en los campos aún había
nieve. Podía ver su blancura cuando miré por la ventana. Más allá de la esquina del granero,
allí a lo lejos, pasados los pinos, había una luz en la ventana de la casa vacía. Levanté la vista
para buscar la luna, para ver si es que po- dría ser su reflejo en una de las ventanas, pero no
había luna. El cielo estaba nublado y oscuro. Pero la luz estaba allí, un rectán- gulo brillante en
una esquina de la vieja casa, y se reflejaba, for- mando otro rectángulo sobre la nieve. -Molly-
susurré. Es estúpido susurrar, si se quiere desper tar a alguien. Pero ella respondió, como si
estuviera ya despier- ta. Su vor era extraña, asustada y perpleja. -Meg-dijo, con voz rara, como
si estuviese sujeta por al- go y no pudiera moverse-, llama en seguida a mamá y a papá.
Normalmente yo discuto con Molly si me manda que haga algo, simplemente por principios.
Pero sentía que pasaba algo grave. No estaba simplemente diciéndomelo, me lo estaba orde-
nando, y se encontraba muy asustada. Salí corriendo de la habi- tación, en la oscuridad, a
través de las sombras del pasillo y des- perté a mis padres. Pasa algo-les dije-. Le pasa algo a
Molly. Por lo general, cuando se enciende una luz por la noche to- do lo que le asustaba a uno
desaparece. Por lo menos eso es lo que yo pensaba en tiempos, cuando era más joven. Ahora
sé que no es verdad. Cuando mi padre encendió la luz en mi habita- ción, todo estaba allí, y de
tal modo, tan brillante, tan horrible, que me di la vuelta y escondí la cara contra la pared. Y en
el rincón de la pared, con la cara oculta, los ojos muy apretados y sal- tándoseme las lágrimas,
aún podía verlo. Molly estaba cubierta de sangre. Todo estaba mojado, su al- mohada, su pelo,
su cara. Tenía los ojos abiertos, asustados, y se llevaba las manos a la cara, intentando pararlo,
intentando re- tenerlo, pero seguía saliendo, brotándole de la nariz y exten- diéndose por la
sábana y la manta formando hilillos y salpican- do la pared de detrás de la cama. cómo mis
padres actuaban muy deprisa. Of cómo mi ma- dre iba al armario de ropa blanca del recibidor,
y supe que esta- ba cogiendo toallas. Oí la voz de mi padre, muy baja, hablando- le a Molly con
mucha calma, diciéndole que no pasaba nada. Mi madre fue al teléfono de su dormitorio y le
of marcar un número y hablar. Luego bajó las escaleras y of cómo arrancaba el coche fuera.-
Tranquila, tranquila-of cómo decía mi padre una y otra vez, tranquilizando a Molly con su
serena voz. Of cómo Molly se atragantaba y sollozaba. Mamá volvió a entrar en la casa y subió
las escaleras y vino adonde yo estaba de pie de espaldas a la habitación. -Meg-dijo, y yo me di
la vuelta. Mi padre estaba en la entrada de la habitación, con Molly en los brazos como si fuese
una niña pequeña. Tenía toallas, empapadas ya de sangre, alre dedor de la cara y la cabeza; la
habían envuelto en la manta de su cama, y por ella corría lentamente la sangre. Mi padre le se-
guía hablando, diciéndole que no pasaba nada, que no pasaba nada, que no pasaba nada.
-Meg-dijo mi madre de nuevo. Yo hice una señal de asentimiento con la cabeza. Tenemos que
llevar a Molly al hospital. No te asustes. Es sólo otra de esas hemorragias nasales, pero una
seria, como puedes ver. Tenemos que darnos prisa. ¿Quieres venir con nosotros? Mi padre
estaba bajando las escaleras, cargando con Molly. Yo negué con la cabeza. -Me quedaré aquí -
dije. Me temblaba la vor, y me sentía como si fuese a ponerme mala. -¿Estás segura?-preguntó
mi madre- A lo mejor tarda- mos un poco. ¿Quieres que llame a Will y le pida que venga y se
quede contigo? Negué con la cabeza y mi voz mejoró un poco. -Estaré perfectamente le dije.
Pude ver que ella no en el coche esperándola. estaba segura, pero mi padre estaba ya -De
veras, mamá, estaré perfectamente. Tú sigue, yo me quedaré aquí. Me abrazó. -Meg, intenta
no preocuparte. No le pasará nada. Yo asentí con la cabeza y la acompañé hasta las escaleras,
y luego ella bajó y se fueron. Oí cómo el coche se alejaba a toda prisa de la casa. La única luz
que había en la casa era la de mi habitación, la mía y la de Molly, y no podía volver allí. Fui
hasta la puerta sin mirar dentro, alargué el brazo y apreté la llave de la luz, con lo que toda la
casa se quedó a oscuras. Pero estaba despuntando la mañana; fuera había una débil claridad
en el cielo. Cogí una manta de la cama de mis padres, me envolví en ella y fui al estudio de mi
padre, la pequeña ha- bitación que había querido que fuese mía. Me acurruqué en su amplia y
cómoda butaca, me envolví los pies desnudos con la manta azul, miré por la ventana y me
eché a llorar. Si no me hubiese peleado con Molly esa tarde, nada de es to hubiese ocurrido,
pensé, sintiéndome muy desgraciada, y sa- bía que no era verdad. Si hubiese dicho
simplemente "lo sien- to", antes de acostarnos, no habría ocurrido, pensé, y sabía que no era
verdad tampoco. Si no hubiésemos venido aquí a vivir. Si hubiese tenido mi lado de la
habitación más ordenado. Nada de eso tiene sentido, me dije a mí misma. Los campos estaban
empezando lentamente a volverse ro- sados, al darles los primeros rayos del sol que venían
desde de- trás de las colinas y coloreaban la nieve. Me asombró que estu viese llegando la
mañana; parecía demasiado pronto. Entonces recordé, por primera vez desde que of la voz
asustada de Molly en nuestro dormitorio a oscuras, la luz que había visto en la vie- ja casa. ¿La
había visto realmente? Ahora todo parecía irreal, como si todo hubiese sido una pesadilla. En
el extremo más lejano de los rosados campos se veía la casa gris, muy oscura con- tra el cielo
que se iba poco a poco iluminando, y sus ventanas estaban silenciosas y negras, como los ojos
de un guardián. Pero al recordar el dormitorio de flores azules, sabía que la sangre seguía allí,
que no había sido un sueño. Yo estaba sola en la casa, mis padres se habían ido, con Molly; con
Molly y su pe- lo pegajoso de sangre, con la mancha derramándose por la man- ta en la que iba
envuelta. Esos momentos en los que estuve contra un rincón de la pared, temblando y
aterrada, con los ojos muy cerrados, momentos que podían haber sido horas-ya no sa- bría
decirlo, habían ocurrido realmente. Y también había vis- to la luz de la ventana al otro lado de
los campos. Recordé que había estado de pie, mirando el reflejo que formaba sobre la nie- ve,
y supe que había sido real también, aunque ya no parecía importar. Cerré los ojos y me quedé
dormida en la butaca de mi padre.

CAPÍTULO CINCO

Hice ice dos huevos de Pascua, uno para Will y otro para Molly. No simples huevos cocidos de
esos que se colorean con pinturas que huelen a vinagre, y que nunca salen luego como una
espera. Molly y yo solíamos hacerlos por docenas cuando éramos pequeñas, y luego no nos los
comíamos y se pudrían. No, éstos eran especiales, y sólo había dos. Les saqué lo de dentro
soplando, para que quedaran sólo las cáscaras, muy frági les y ligeras. Luego pasé horas en mi
cuarto pintándolos. El de Molly era amarillo; en parte, supongo, porque me recordaba su
cabello rubio y en parte porque mis padres me habían dicho que su habitación del hospital era
de un color grisáceo de primente, y pensé que el amarillo la alegraría un poco. Luego, después
de colorear el huevo de amarillo pálido, usé mi pincel más finito y pinté estrechas líneas curvas
en oro, y entre las lí neas, flores azules en miniatura con el centro dorado y blanco. Me llevó
mucho tiempo, por lo delicada que era la cáscara de huevo y por lo pequeños e intrincados
que eran los dibujos, pe ro merecía la pena: cuando estuvo acabado, el huevo era realmente
precioso. Lo barnicé para que se quedase brillante y con los colores permanentes, y cuando se
secó, lo empaqueté en algodón dentro de una caja para protegerlo y mamá se lo llevó cuando
fue en coche a Portland a visitar a Molly. Y dio resultado; quiero decir que, según contó mamá,
hizo más alegre la habitación. Molly estaba muchísimo mejor, y vendría a casa la sema- na
próxima. Al principio había estado muy enferma. Le habían hecho, como primera medida,
transfusiones de sangre; luego cuando se estaba sintiendo mejor, decidieron hacerle un
montón de pruebas para averiguar cuál era el problema, para que no le sangrase más la nariz.
Incluso hicieron que la viesen especialistas.Uno se imaginaría que estando tan avanzada la
ciencia mé- dica como se supone que está, podrían averiguar cuál era el pro- blema y curarla
enseguida. ¡Es que, vamos, hemorragias nasa- les...! ¿Es que eso es tan importante? No es
como si tuviese alguna misteriosa enfermedad tropical o algo así. Pero primero, según dijo
mamá, después de ponerle toda esa sangre nueva, empezaron a sacarle sangre, para
analizarla. Lue- go hicieron pruebas en el interior de sus huesos. Luego hicieron radiografías.
Luego, cuando pensaron que ya sabían lo que estaba motivando las hemorragias nasales,
empezaron a probar con toda clase de medicinas diferentes, para ver cuál daría mejor re-
sultado. Un día fueron papá y mamá, y cuando volvieron a casa me dijeron que habían
inyectado una medicina especial en la espina dorsal de Molly. Me dio un repelús oír eso. Y
también me puse furiosa, porque me daba la impresión de que estaban sim- plemente
haciendo experimentos con ella, qué diablos. Para en- tonces ya sabían cuál era el problema -
su sangre no se coagula- ba adecuadamente- así que lo que deberían haber hecho era darle la
medicina que arreglase eso y mandarla a casa. Pero no, en lugar de eso empezaron a hacer
esto y lo otro, probando di- ferentes cosas, y teniéndola allí más tiempo. Y mis padres estaban
muy raros en relación con todo el asunto. Eran justo como los médicos; ya no pensaban en
Molly como persona. Hablaban de ella como si fuese un ejemplar cl nico. Volvían a casa del
hospital y hablaban muy fríamente so- bre diferentes medicinas con nombres muy largos: que
si ésta era mejor que aquélla... Hablaban de reacciones, de efectos secun darios, y de
contraindicaciones; era difícil creer que estuviesen hablando de Molly. Yo mantuve la boca
callada todo el tiempo que pude, pero una noche cuando estábamos cenando, la única cosa de
que ha blaban era algo que se llama ciclofosfamida. Y allí estaba yo, sentada con ellos, y quería
hablar de otras cosas: de mi cuarto oscuro, de mis huevos de Pascua, con los que me estaba
toman- do tanto trabajo, y de lo que iba a hacer cuando en la escuela nos diesen las
vacaciones de primavera, vamos de cualquier co- sa. Es decir, cualquier cosa excepto de la
ciclofosfamida, de la que no sabía nada y que ni siquiera sabía pronunciar. -¡Vale ya!-dije muy
furiosa-. ¡Dejad de hablar de eso! ¡Si queréis hablar de Molly, entonces hablad de Molly, y no
de su estúpida medicina! Ni siquiera has mandado su solicitud para el campamento de verano,
mamá. ¡Todavía está sobre tu escritorio! Me miraron los dos como si les hubiese arrojado algo,
pero dio resultado. Creo que ya no of más la palabra "ciclofosfamida" y durante un rato
hablaron de otras cosas y la vida fue más o me- nos normal. Y ahora Molly pronto estaría en
casa, absoluta- mente mejor -y sin más hemorragias nasales-. Y después de to- do ese asunto
de las medicinas rebuscadas, resultó que terminó con pastillas. Cuando venga a casa, tendrá
que tomar pastillas durante algún tiempo. Vaya cosa. Podrían haberlo averiguado cuando llegó
allí, y haberla mandado a casa más pronto. Pero como no lo hicieron, hice el huevo de Pascua
para Molly, para animarla, y otro para Will. El huevo de Will era azul y también especial,
aunque de manera diferente. Le di vueltas y más vueltas a la cabeza sobre cómo lo iba a pintar,
y por fin miré en la enciclopedia lo que había sobre especias, y encontré una foto de la nuez
moscada. Pinté diminutas florecitas de nuez moscada por toda la cás- cara, entrelazadas de
modo que formaran un complicado entra- mado de color naranja y verde sobre el fondo azul.
Lo barnicé y lo empaqueté, y el domingo de Pascua cogí la caja con el huevo y el sobre con sus
fotos, y eché a andar camino adelante hacia su casa. No había visto a Will desde que Molly
cayó enferma. Al principio las cosas estaban demasiado complicadas. Mis padres pasaban un
montón de tiempo en el hospital, y yo tenía que ocuparme casi siempre de hacer las comidas.
Luego, cuando es- taba mejorando, mi padre tuvo que trabajar el doble en el libro porque no
había podido concentrarse en el trabajo cuando ella estaba tan enferma. Me di cuenta de que
yo tampoco me había estado concentrando en mis tareas escolares, por la misma ra- zón, así
que tenía también un montón de trabajo atrasado por hacer. Pero las cosas se estaban por fin
calmando. Había una va- cación escolar, Molly estaba mejorando, e incluso el barro de fuera se
había secado un poquito. Por la noche todavía helaba, y de hecho observé, cuando pasé por
allí, que todavía había marcas de ruedas en el sendero de la casa grande del otro lado del
campo. Ésa era otra razón por la que quería ver a Will. Después de aquella primera noche
tremenda en la que vi luz en la ventana, habían estado ocurriendo otras cosas en la casa. Nada
parecía tan misterioso como aquella luz en medio de la noche; yo, pese a todo, seguía
sintiendo curiosidad. En la casa había de vez en cuando un coche, y habían limpiado el sendero
de entrada de los últimos restos de nieve embarrada. A veces, cuando el día estaba muy
silencioso, podía oír el sonido de sie- rras y martillos procedente de la casa. Una vez vi la figura
de un hombre en el tejado, trabajando. Daba realmente la impresión de que alguien estaba
preparándola para instalarse allí. Pregun té a mi padre si el sobrino había obtenido permiso
para conver- tir la casa en una posada, pero papá dijo que no había oído na da de eso; por otra
parte, señaló papá, había estado tan distraído y ocupado últimamente, que lo más probable es
que ni siquiera se hubiese dado cuenta si una nave espacial hubiese aterrizado en el campo.
Cuando llegué, Will estaba de nuevo bajo el capó de su ca mioneta. Debería haberme llevado
la cámara. Si de algún mo- do recordaré siempre a Will, será bajo el capó de aquella vieja
camioneta. -¿¡Es otra vez su batería, Will? -dije en voz alta mientras me acercaba a él. Se
enderezó y me hizo una mueca sonriente. -¡Meg! Tenía la esperanza de que alguien se
descolgase por aquí a tomar el té. De hecho, tengo la tetera puesta. Es- toy encantado de que
el destino te haya enviado a ti en vez de a Clarice Callaway. Lleva años insinuando que se va
acercar por aquí algún día, y vivo en perpetuo miedo de verla apare- cer por esa carretera con
su sombrero de los domingos y un montón de resguardos de libros que me he retrasado en de-
volver a la biblioteca. Yo solté una risita. Clarice Callaway es la bibliotecaria del pueblo. Tiene
ochenta y dos años, y no estoy revelando ningún secreto al decirlo, porque se lo cuenta ella
misma a todo el mun- do en cuanto le presentan a alguien. Es también la presidenta de la
Sociedad para la Conservación Histórica, y mi padre dice que esto constituye un verdadero
ejercicio de ironía, porque Clarice misma es el monumento histórico mejor conservado que
hay en cien millas a la redonda. Además, está un poco coladita por Will. Me dijo él que cada
vez que va a la biblioteca, ella desa- parece à el servicio de señoras, y luego sale otra vez con
colo en rete rojo brillante en las mejillas, de modo que parece la muñe ca francesa que tenía su
hermana cuando era niña. Will suspiró y se restregó las manos en un trapo. -Esta vez es el
radiador. En invierno es la batería, y cuando llega la primavera es el radiador. Las ruedas se
desinflan en verano. A veces pienso comprarme una camioneta nueva, pero luego me hago el
cálculo de que tendría que aprender a enfren- tarme con toda una nueva serie de desastres.
Por lo menos aho- ra sé que cada mes de abril se rompen los manguitos del radia- dor y el
motor se recalienta. Más vale saber cuál es tu enemigo antes de enfrentarte a él; ¿verdad,
Meg? -Verdad-asentí, aunque no estaba segura en absoluto de que yo quisiera enfrentarme a
enemigos o desastres, los cono- ciera o no. -Pasa adentro-dijo Will-. Tengo una sorpresa para
ti. Pero mi sorpresa fue antes. Después de que Will sirviera el té para los dos, abrí el gran sobre
y saqué las fotos. Extendí las seis sobre la mesa de la cocina y me quedé observando mientras
Will las iba cogiendo una a una. No se rió, ni se puso colorado, ni dijo: "Oh, he salido horrible",
como suelen decir los niños cuando ven fotos de sí mismos. Yo ya sabía que no lo haría. Co- gió
cada una y las estudió, sonriéndose ante algunas y quedán- dose pensativo ante otras. Por fin
cogió la misma que era mi pre- ferida: la foto en la que estaba con los ojos cerrados, y el humo
que salía de su pipa era una fina línea que se elevaba por un la- do y por la parte superior de la
foto. La llevó junto a la ventana y la miró con mejor luz. -Meg-dijo por fin, todas éstas son muy,
pero que muy buenas. Tú ya lo sabes, estoy seguro. Creo que ésta es la mejor, por la
composición, y porque lograste la combinación justa de velocidad de disparador y de apertura.
Fíjate qué perfectamente definidas están las líneas de la cara; debes de tener una lente
bastante buena en esa camarita tuya, pero la ralentizaste justo lo suficiente para que la línea
del humo aparezca ligeramente borrosa, como de- be ser. El humo es algo efímero, y eso lo
has captado, pero sin sacrificar la claridad del rostro. Es una excelente fotografía. ¿Por qué
sentía yo ganas de llorar cuando terminó de hablar? Ni siquiera sé lo que significa efímero,
pero sentí en mi interior que me subía una oleada de algo dulce y tibio como si fue- se
chocolate caliente, tan bueno y rico que es demasiado tomar mucho. Y era porque alguien que
era un verdadero amigo tenía exactamente los mismos sentimientos que yo tenía, sobre algo
que para mí era más importante que ninguna otra cosa. Apuesto que hay gente que pasa la
vida y nunca llega a tener esa sensación. Me quedé allí sentada, con la mano rodeando el
tazón de té, con su calorcito, y sonrei a Will. -Meg-dijo de repente, tomándose el último té de
un trago. ¡Voy a hacer un trato contigo! Yo me eché a reír. La gente me dice eso en la escuela,
y suele querer decir que quieren copiar mis deberes de álgebra y me dan a cambio su
chocolatina de la comida. -¿Recuerdas que te dije que había comprado una cámara
en Alemania? Yo asentí con la cabeza. -Es una cámara estupenda -dijo Will-. La mejor marca, y
naturalmente una cosa así no pierde valor con el tiempo. No sé por qué no la he usado en
tanto tiempo, salvo que perdí mi entusiasmo por un montón de cosas cuando murió Margaret.
Y eso-añadió con voz ronca- es lo último que ella hubiese que- rido. Pero voy a sacarla del
ático, la cámara, y cuatro lentes y un juego de filtros que van con ella. Quiero que la uses tú.
Otra vez me vino aquella sensación de chocolate caliente subiéndome el pecho. Mi propia
cámara no tenía más que por una lente, que no se podía quitar. He leído cómo se pueden usar
otras clases de objetivos y filtros, pero nunca he tenido la opor- tunidad de probarlo. -No sé
qué decirle dije, y era cierto. ¿Qué podría yo hacer a cambio? -Oh, no te preocupes por eso! -
dijo Will riéndose-. Te dije que haría un trato contigo. No te voy a dejar irte de rositas
tampoco. A cambio quiero que me enseñes a usar el cuarto os- curo. Déjame tu pequeña
cámara mientras tú usas la mía, y fija- remos un horario regular para las clases. Te advierto que
hace mucho tiempo que no me pongo a aprender algo nuevo, pero mi vista es buena, y las
manos no me tiemblan todavía. -¡Pero, Will-dije con un hilo de voz-, sólo tengo trece años!
¡Nunca le he enseñado nada a nadie! Will me miró muy serio. -Querida Meg-dijo-, Mozart
escribió su primera com- posición cuanto tenía cinco años. En muchos casos la edad no
significa nada. No te subestimes. Entonces, qué es un trato? Me quedé sentada un momento,
mirando mi taza vacía. Luego le estreché la mano. Tenía razón; sus manos eran firmes, fuertes
y seguras. -Es un trato, Will. Me acordé entonces del huevo de Pascua. En cierto modo, parecía
ya una tontería, pero saqué la cajita y se la di. Cogió el huevo con gesto grave y examinó el
dibujo; vi por su mirada que lo había reconocido. -"Myristica fragans"-pronunció
solemnemente- Nuez moscada. ¿No es eso? Le sonreí y afirmé con la cabeza. -No sé eso de la
mística, o lo que haya dicho usted, pero es nuez moscada. Tiene usted razón. Dejó el huevo en
un cuenco de estaño y lo llevó al salón. Después de dejar el cuenco en una mesita de pino que
había junto a la ventana, nos quedamos los dos de pie mirándolo. El azul del huevo era el
mismo azul apagado de la alfombra orien- tal; los tonos marrones y verdes parecían reflejar los
colores de la madera vieja del cuarto y el de las plantas, perfectamente cui- dadas, que había
colgadas. Resultaba perfecto allí; Will no tuvo ni siquiera que decir- lo. Nos quedamos
simplemente mirándolo juntos mientras el sol de abril entraba por la ventana y daba en el
cuenco y en la frágil cáscara ovalada, marcando sus sombras sobre la pulida mesa y dibujando
un brillante cuadrado sobre el diseño de la alfombra. -Y ahora, lárgate-dijo Will. Tengo que
ocuparme de mi radiador. Iba ya por el final del embarrado sendero de entrada a la casa y
tenía ya él otra vez la cabeza bajo el capó del camión, cuando me acordé de repente. Me di la
vuelta y le llamé. -Will! ¡Se me olvidó preguntarle qué pasa en la casa grande! Sacó la cabeza y
rezongó: -¡Y a mí se me ha olvidado decirte la sorpresa que tenía para ti! Así que volví un
momento. Me senté en los escalones del porche delantero rascándole la cabeza a Tip detrás
de la oreja, mientras Will sacaba los manguitos del radiador -"trastos po- dridos", les decía.
"¿Por qué me hacéis esto todas las primave- ras?"-. Y me contó lo de la casa. Resultó que mi
pregunta era la misma cosa que su sorpresa. -Estaba yo aquí el mes pasado -dijo- con la cabeza
ba- jo el capó, como de costumbre. Entonces era la batería, claro. Y se paró un coche con una
pareja joven. Me preguntaron si sabía algo sobre la casa. "El año pasado me preguntaron por
lo menos diez personas sobre la casa, pero nunca eran la gente apropiada. No me pre- guntes
cómo lo sé. Es simplemente algo que intuyo. Y cuando esa joven pareja -se llaman Ben y María-
se apearon del coche, supe que eran las personas adecuadas. "Ben me ayudó a limpiar los
bornes de la batería, y María entró a la cocina e hizo té para los tres. Para cuando Ben y yo nos
habíamos lavado las manos y acabamos el té, ya les había al- quilado la casa. "Cuando uno
sabe que ha dado con la gente adecuada, es así de fácil. "No tienen mucho dinero. Él es
todavía estudiante, en Harvard, y dijo que estaba buscando un lugar tranquilo para el verano,
para escribir su tesis. Yo refunfuñé. Antes de que nos diésemos cuenta, en todo este valle
resonaría el ruido de las máquinas de escribir. Will se rió; a él se le había ocurrido el mismo
pensamiento. -Pero a cambio de pasar el verano en la casa, van a arre- glarla. Llevan
trabajando ya varios fines de semana desde que les dije que podían quedarse en ella. El tejado
necesita arreglos; la instalación eléctrica necesita arreglos; la instalación de fonta- nería
necesita arreglos. ¡En fin, ya sabes lo que pasa cuando se hace uno viejo y no tiene a nadie que
se ocupe de uno! Nos reímos juntos. Estaba segura para entonces de que me gustarían Ben y
María, ya que a Will le gustaban. -Y María va a poner un huerto cuando se deshiele el suelo-
continuó-. Se van a trasladar a la casa oficialmente muy pronto, creo. Y les he hablado de ti.
Están deseosos de que les hagas una visita, Meg. Luego Will pareció como si se avergonzara de
algo, y era la primera vez que yo veía esa expresión en su cara. -Pero se me olvidó preguntarles
una cosa -confesó. -¿Qué? Miró a varios lados antes de responder. Estaba violento. Por último,
explicó: -Se me ha olvidado preguntarles si estaban casados. Yo solté una carcajada. Oh, Will-
dije-, ¿cree usted que eso importa? Pareció como si no se le hubiese ocurrido que pudiera no
importar. -Bueno-dijo por fin, te puedo decir que a Margaret le habría importado. Pero, bueno,
supongo que a lo mejor tie- nes razón, Meg. Supongo que realmente a mí no me importa en
absoluto. Luego se secó las manos en su trapo y me hizo una mueca. -Podría importarle a su
hijo, sin embargo. Por el aspecto de ella, este verano va a haber un bebé. Un bebé. Era extraño
pensar en una cosa así. A mí no me enloquecen los bebés. Molly les adora. Dice que algún día
tendrá por lo menos seis, aunque yo no paro de decirle que eso es ecológicamente un
absurdo. Se lo conté a Molly por teléfono esa noche, y se quedó maravillada ante la idea de
que fuese a haber un bebé en la casa del otro lado del campo. Su voz sonaba bien, más fuerte
que nunca desde que cayó enferma. He hablado con ella mucho por teléfono, y a veces me ha
parecido cansada y deprimida. Pero ahora se encuentra otra vez bien, y está impaciente por
venir a casa. -Es una lata estar aquí-dijo. Aunque hay algunos médicos que no están nada mal.
Eso me hizo reír. Si se estaba fijando en los médicos, en- que se sentía otra vez normal.
entonces ya sabía Le dije cuánto le habían gustado a Will sus fotos, y que me iba a dejar usar
su cámara alemana. -Eh, Meg-dijo, ¿me harías un favor? -Desde luego. Normalmente yo no le
diría "desde luego" sin saber cuál era el favor; pero, qué diablos, había estado bastante
enferma. -Me harás una foto cuando vaya a casa? Quiero una realmente buena para dársela a
Tierney este verano para su cumpleaños. -Molly, te voy a sacar como una estrella de cine-le
dije, y ella soltó una risita antes de colgar.

CAPÍTULO SEIS

Will Banks está aprendiendo a usar el cuarto oscuro y es fantástico. Ben y María se han
trasladado a la casa, y son estupendos. Molly está en casa, y está siendo absolutamente
insoportable. Bueno, como suele decirse, no está mal dos de tres. Supongo que no se le puede
culpar a Molly realmente por ser insoportable. Ha estado terriblemente enferma; nadie lo sa-
be mejor que yo. Creo que nunca se me irá de la cabeza la esce- na de ella tumbada allí con
toda aquella sangre. Pero, al parecer, se acostumbró a ser el centro de atención en el hospital.
¿Y a quién no le habría ocurrido, con todos esos especialistas alrededor? De todas maneras,
aquí está, en casa, y se supone que bien -si no, no le habrían dado el alta del hospi- tal, ¿no?- y
actúa como si todo el mundo tuviera que estar a su servicio en cuanto ella haga un gesto con el
dedo. Y mis padres lo aceptan; eso es lo asombroso. -¿Me dais un sándwich de atún? -dijo
Molly mientras comíamos, al día siguiente de volver a casa. Estaba tumbada en el sofá de la
cocina, en una pose como si fuese la "conejito del mes" de Playboy, sólo que llevaba vaqueros
y un niqui. -¿Quieres lechuga?-le preguntó mi madre, yendo a toda prisa a coger el pan y la
mayonesa. todavía ¿Qué te parece? Que si quieres lechuga. Hace dos meses le habría dicho:
"Háztelo tú misma, señora". Eso es lo que me dirían a mí. Y después de todo eso, Molly ni
siquiera se comió el sándwich. Vino a la mesa, le dio dos mordisquitos, y lue go se volvió otra
vez lentamente al sofá y dijo que a pesar de to- do no tenía apetito. -¿Estás segura de que te
sientes bien, cariño? -preguntó mamá. -Deja de darme la lata, ¿quieres?-dijo Molly, y salió he
cha una furia hacia nuestra habitación, cerró la puerta de un portazo (que se abrió sola otra
vez; Molly no va a aprender nun- ca que la puerta de nuestra habitación es totalmente
inservible en un enfado) y se echó una siesta el resto de la tarde. Molly nunca solía ser así. Yo
solía ser así a veces, y me odia- ba a mí misma cuando eso ocurría. Ahora es Molly, y siento
que la aborrezco o por lo menos aborrezco lo que la ha convertido en alguien diferente. Mis
padres no dicen una palabra. Eso también es diferente. En el pasado, cuando una de nosotras
estaba enfurruñada, mi madre siempre decía Y hacía cosas que eran al mismo tiempo
comprensivas y divertidas, de modo que nos echábamos a reír, y lo que nos había puesto
irritables, simplemente desaparecía de una manera muy cómoda y natural. O se ponía muy
serio papá. Dice que no puede perder su tiempo con gente brusca. Com- pórtate, solía decir. Y
nosotras nos comportábamos, pues no nos dejaba otra opción. Pero ahora mamá no hace
carantoñas ni gasta bromas cuando Molly se porta así de mal. Papá no nos lee la cartilla. En vez
de eso, mamá aparece preocupada y confusa, lo cual empeo- ra las cosas. Papá se pone tenso
y se queda callado y sale para su estudio sin decir nada. Es como si una extraña que
desarreglase nuestra vida se hubiese trasladado a nuestra casa, y nadie supie- ra qué hacer con
el problema. Una de las razones por las que Molly está tan insoportable, creo, es porque no
tiene un aspecto muy bueno, y para Molly siempre ha sido muy importante estar guapa. Pero
perdió peso mientras estaba en el hospital (porque la comida era horrible, dice ella), y así,
tiene la cara más delgada ahora y más pálida. La palidez, supongo, es porque le tuvieron que
hacer transfusiones de sangre, y probablemente las células rojas de la sangre tardan un poco
en reponerse otra vez. Y lo peor de todo para Molly es que se le está cayendo el pe- lo. Eso es
debido a las pastillas que tiene que tomar, dicen mis padres. ¡Uno de los efectos secundarios
es que se cae el pelo! Yo le dije que a lo mejor había medicinas con peores efectos se-
cundarios, como que se le cayera a una la nariz, pero nadie lo en- contró divertido. Mi madre
le ha dicho que cuando pueda dejar de tomar la medicina, al cabo de poco tiempo le volverá a
cre- cer otra vez el pelo, más fuerte y más rizado de lo que lo tenía antes, pero cuando mamá
dijo eso Molly se limitó a decir "Estu- pendo", en tono muy sarcástico y siguió mirando el peine
que salía lleno de cabellos rubios. Luego mamá dijo que si la cosa empeoraba, le comprarían
una peluca, y Molly dijo: "¡Oh, ya es- tá bien!" y salió como una fiera hacia nuestro dormitorio.
Así que las cosas están algo difíciles en casa ahora. Molly no puede volver a la escuela hasta
que gane un poco de peso y recupere el pelo. Ella dice que de todas maneras no va a volver a
la escuela si le sigue cayendo el pelo. Mamá y papá no dicen gran cosa sobre la escuela. Se
nota que están deprimidos con to- do este asunto. Será sólo cuestión de tiempo. Si todos
tenemos paciencia y esperamos, todo volverá a ser como antes, lo sé. Will Banks es muy
amable con Molly. Viene a casa tres tardes por semana a trabajar en el cuarto oscuro, y
siempre trae algo para ella: un libro de la biblioteca para que lo lea, una tableta de chocolate o
alguna cosita así. Una noche trajo un ramillete de bardagueras que había encontrado detrás de
su casa: las primeras de la primavera, y a Molly le entusiasmaron. Fue la primera vez en mucho
tiempo que yo la veía realmente feliz por algo. -Oh, Will-dijo en voz baja-, son preciosas. Las
apretó contra la mejilla y las acarició como si fuesen un suave gatito. Estábamos sentados en la
cocina y yo cogí un ja- rroncito y eché en él un poco de agua. -Agua no, Meg-dijo Will- Si pones
las bardagueras en agua, florecerán y luego se morirán. Ponlas simplemente en el jarrón, sin
nada, y se mantendrán hermosas siempre.
Son tantas las cosas que no sé... Le di a Molly el jarrón, sin agua, y colocó las bardagueras en
él, las subió a nuestra habitación, y las puso sobre la mesilla, al lado de su cama. Esa noche,
después de que nos acostamos y cuando Molly estaba dormida, eché una mirada, y la luz de la
luna daba en la me- sita y en Molly; tras ella, en la pared, se veía la sombra de las bardagueras.
No es de extrañar que Will sepa tanto sobre tantas cosas, ya que tiene una memoria increíble.
Cuando empezamos a trabajar juntos en el cuarto oscuro, le enseñé primero los procedimien-
tos básicos para revelar películas. Sólo se lo mostré una vez. Lue- go lo hizo él mismo,
revelando un carrete que había hecho con fotos de su camioneta y su perro, usando su propia
cámara para que funcionaba adecuadamente antes de dármela. asegurarse de que Se
acordaba de todo: las temperaturas, las proporciones de los productos químicos y los tiempos,
con una precisión de segun- dos. Sus negativos eran perfectos. Las fotos no eran nada extra-
ordinario, porque, como él dijo "sólo había estado jugueteando con el deseo de tomarle un
poco el tacto a la cámara otra vez", pero eran técnicamente perfectas, y reveladas sin un fallo.
Y tiene una inmensa curiosidad. Cuando vi que ya había aprendido a revelar adecuadamente la
película, quise pasar a la etapa siguiente, sacar los positivos, las fotos mismas. Pero Will dijo:
Espera. ¿Qué ocurriría si, cuando estoy revelando la pelí cula, pusiese a propósito los
productos químicos demasiado ca- lientes? ¿Qué ocurriría si los agitara menos? ¿O más? ¿Y
qué pa saría si expusiera la película menos de lo indicado, Meg, cuando hiciese las fotos? ¿No
se podría compensar eso al revelar la pelí cula, prolongando tal vez el tiempo de revelado! Me
quedé pensándolo un momento. Esas cosas nunca se me habían ocurrido a mí, y deberían.
Naturalmente que se podría compensar. -Nunca he probado -dije, pensativa-. Pero apuesto a
que sí se podría. Debe de haber un libro donde diga cómo hay que hacerlo. Permítame que...
Me interrumpió. Es también impaciente, según he visto, y muy independiente. -Oh, al diablo
con los libros, Meg. Vamos a averiguarlo nosotros mismos. Vamos a experimentar. Alguien
tiene que ha- berlo averiguado ya antes, para poder escribir un libro. ¿Por qué no podemos
hacer nosotros lo mismo? Y así lo hicimos. Era un lunes por la noche, y el martes y el miércoles
cada uno de nosotros tiró varios carretes de película, exponiéndolos a propósito más o menos
tiempo del normal. El miércoles por la noche los revelamos, cada uno de un modo di- ferente.
Cambiamos las temperaturas, el tiempo de revelado en unos, el grado de agitación en otros. ¡Y
lo conseguimos! Averi- guamos exactamente cómo compensar todas esas cosas, cómo
conseguir contraste, cómo reducirlo. Nos sentimos como una pareja de obradores de milagros.
Cuando salimos del cuarto oscuro al cabo de tres horas, ma- má estaba en la cocina,
trabajando en su edredón. Levantó la vista y se echó a reír. -Parecíais hablando ahí dentro una
pareja de locos-di- jo-, gritándoos el uno al otro. Yo solté una risita.Desde luego que habíamos
estado gritando: -No lo deje tanto tiempo en el revelador, tarado!-le había gritado yo a Will-
¡Lo echará a perder!-¡Estoy intentando echarlo a perder! -me había gritado Will a su ver- ¡Para
averiguar cómo puedo hacerlo perfectamente! ¿Cómo se puede aprender nada si no te atreves
a correr riesgos! Y era yo la que se suponía que le estaba enseñando a él. -Lydia-le explicó Will
a mamá esa noche, sentado ante una taza de té antes de volver a casa, el genio se salta las
fronteras de los buenos modales. Al genio se le permite gritar si el gritar es productivo. Mamá
se echó a reír otra vez y cortó de un tirón el hilo en el momento de completar un cuadrado a
franjas rojas y blancas procedente de un bañador que yo llevaba cuando tenía tres años. Will le
cae muy bien. -Bueno-dijo, llevo viviendo con un genio creativo el tiempo suficiente como para
saberlo. Charles ha llegado a gri- tarle a su máquina de escribir, si es que se lo puede usted
creer. Will asintió con la cabeza con toda seriedad, mientras mordisqueaba el extremo de su
pipa. -Oh, sí, claro. Supongo que de vez en cuando resulta necesario gritarle a la máquina de
escribir. La maquinaria necesita de cuando en cuando esa clase de disciplina. Justamente hoy
le estaba yo gritando al radiador de mi camioneta. Mamá sonreía mientras calculaba las
medidas de un nuevo cuadrado de su edredón. Era bueno verla, para variar, relajada y
sonriente, como solía estar antes. -¿Qué hay de tus deberes, Meg?-preguntó-. No estarás
saltándote también las fronteras de tu trabajo escolar, ¿verdad? Yo solté un suspiro. Pero voy
al día en la escuela, como de costumbre. De repente, sin embargo, el álgebra o la historia de
América me parecen bastante aburridas comparadas con otras cosas que están ocurriendo.
Me alegraré cuando se acabe el tri mestre el próximo mes, pues así podré dedicar más tiempo
a la fotografía. Para entonces Molly estará también completamente buena, y todo será más
fácil. Y podré ver mucho a Ben y María. Will me llevó a verlos en cuanto se instalaron. Molly
vino también; me sorprendió que quisiera, pues se siente tan mal y tan consciente de su
aspecto últimamente que permanece la mayor parte del tiempo en nuestra habitación. Pero
cuando se lo pregunté, dijo que qué diablos, que bueno, que no tenía nada mejor que hacer.
Fuimos los tres campo a través en una soleada y tarde de sábado que olía ya a plantas nuevas
creciendo. calurosa Podríamos haber ido por la carretera, por supuesto, pero era esa clase de
día en el que resulta apetecible caminar campo a través. Las flores silvestres estaban justo
empezando a aparecer. Siempre me cogen por sorpresa. Cada año parece como si el in- vierno
fuese a durar siempre, incluso cuando vivíamos en la ciu- dad. Luego, cuando ya se ha
resignado una a toda una vida de días grises, en los campos aparecen de repente brillantes
brotes de amarillo, púrpura y blanco, y entonces cae una en la cuenta de que estaban allí
escondidos todo el tiempo, esperando. Will llevaba un fuerte bastón que a veces usa cuando
anda, especialmente en campos pedregosos. Señalaba aquí y allá con el bastón a las florecillas
del campo y de los linderos sombreados del bosque, cuando pasábamos a su lado. -
Anemonella thalictroides, Cerastium arvense, Cornus cana- densis, Oakesia sessilifolia-dijo.
Molly y yo le echamos una mi- rada, nos hicimos una mueca, y no dijimos nada. "Uvularia
perfoliata-continuó Will, señalando con su bas- tón una diminuta flor en forma de campana de
color azul claro. -¿Lo podría usted decir deprisa tres veces? -preguntó Molly, riéndose. -Sí-le
respondió Will también con una risita. De repente decidí que nos estaba tomando el pelo. -
¡Está usted inventándose todo eso, Will! -le chillé-¡Grandisimo impostor! ¡Por un momento me
había engañado! Me miró altivamente con gesto ofendido, pero los ojos le hacían chiribitas.
Luego apartó un poco de maleza con el bas- tón, y señaló un matojo de pequeñas flores color
púrpura. -Viola pedata-dijo, hablándole a Molly, pasando de mí- Llamada así porque las hojas
recuerdan la pata de un pájaro. ¿Tú sí me crees, verdad, Molly? Molly se reía. El sol brillaba a
través de su fino cabello, y por primera vez desde que se puso enferma había color en sus
mejillas. -No estoy segura, Will-dijo sonriente. Creo que le creo, pero la única flor silvestre que
reconozco es el rododendro. El asintió con la cabeza. -Solidago-dijo. Muy corriente por aquí,
una planta notable. Pero no la veremos florecer hasta finales de julio. Mientras tanto, deberías
investigar alguna de estas otras, Molly. Te tendrá ocupada hasta que puedas volver a la
escuela, y te sentará bien estar al aire libre.Molly se encogió de hombros. No le gustaba dasen
sus problemas. Seguimos andando. que le recor- Ben y María estaban detrás de la casa,
empezando a hacer un huerto. Habían cavado un trozo de suelo, y Ben estaba de pie en medio
de toda aquella tierra removida, deshaciendo los te- rrones con una azada. Su desnuda espalda
estaba toda cubierta de sudor -no llevaba puesto nada excepto unos vaqueros gasta- dos
llenos de parches- y aunque llevaba un pañuelo atado alre- dedor de la cabeza, tenía el pelo y
la barba empapados también en sudor. Sonrió cuando nos vio. -¡Ah, salvadores! -exclamó-
¿Habéis venido a resca- tarme de este trabajo de esclavo, no es así? -Te equivocas -exclamó la
chica que estaba sentada en la hierba en la esquina de la parcela. ¡No hay rescate! Quie- ro
plantar mis guisantes. ¡Hola Will!
Yo solté una carcajada. Will me había dicho la pasada se- mana que daba la impresión de que
iba a haber un bebé. Esa era la suposición más discreta del año. A veces me olvido de c que
Will tiene setenta años y que es un poco tímido sobre ciertas co- sas. María estaba tan
absolutamente embarazada que pensé que más nos valdría empezar a hervir agua
inmediatamente. Estaba sentada con las piernas cruzadas y el vientre le des- cansaba en las
rodillas. Llevaba una camisa de hombre con las mangas arrancadas; tenía los brazos desnudos
y muy bronceados, lo mismo que las piernas. Tenía la camisa abrochada, pero a du- ras penas;
el botón de en medio estaba desplazado a un lado por el estómago e iba a estallar en cualquier
momento. Yo esperaba que dispusiese de una camisa mayor; o eso, o aquel bebé iba a nacer
antes de que pasase mucho tiempo. Parecía como si fuese a haber una carrera entre el bebé y
el botón, y yo no sabía lo su- ficiente ni sobre embarazos ni sobre el arte de remendar como
para poder predecir quién iba a destacarse y ganar. María tenía una larga coleta negra que le
caía la espal- por da, y una sonrisa que nos abarcó a los tres, igual que a Ben, que seguía
apoyado en la azada.-Quisiera presentaros a mis dos amigas. Meg y Molly Chalmers dijo Will-.
Meg es la fotógrafa de la que os he ha- blado. Y Molly es la animadora pero voy a intentar
convertirla en botánica. Chicas, este es Ben Brady y María. María se incorporó un poco para
darnos la mano y dijo: -María Abbott. Por el rabillo del ojo pude ver cómo Will titubeaba ligera-
mente. A Molly le pasó totalmente desapercibido. Estaba de- masiado interesada en el bebé. -
¿Cuándo esperáis el bebé? -preguntó Molly. No os importa que pregunte, ¿verdad? Es que me
encantan los bebés. Desde el huerto, donde había empezado a patear un terrón que
evidentemente tenía una piedra dentro, Ben levantó la mi- rada e hizo una mueca risueña.
Hizo girar los ojos en sus órbitas. -¿Que si le importa que preguntes! Prepárate, Molly, para
una hora... dos horas, tres horas... de conversación. ¡Es de lo único que habla! Recuerdo que
hubo un tiempo y tampoco hace mucho, si lo pienso- en que María y yo solíamos hablar de
libros. De música. Del tiempo. De política. Cositas así. Ahora nos sentamos al anochecer
después de cenar, nos servimos un par de tazas de té, ponemos algo de Beethoven en el
estéreo, y hablamos de pañales-Lo dijo como refunfuñiando, pero mira ba a María
cariñosamente. Todos reímos, incluso María. Le tiró suavemente un puña- do de hierbajos y
dijo: -Anda, tú sigue dándole al surco, papaíto. Molly, entra a la casa conmigo. Voy a enseñarte
la cuna que estoy restaurando. Se puso en pie torpemente y, ya levantada, dijo: -¡Mira!-se
alisó la camisa a la altura del vientre para que pudiésemos ver lo redonda que estaba-. No
tiene que ve- nir hasta julio. ¿Puedes creértelo? Es increíble lo gorda que me he puesto, pero
estoy segura de que julio es el mes correcto. ¿Sa- bes cómo se calcula la fecha? Es realmente
fácil. Se añaden sie- te días a la fecha en que empezó tu último período, y...Empecé a hablarle
rápidamente a Will, porque veía lo vio- lento que se sentía con la conversación. María y Molly
entraron en la casa, y Ben dejó la azada. Nos enseñó a Will y a mí cómo había traído piedras
desde el campo para formar un pequeño mu ro junto al sendero de entrada, y el trabajo que
estaba haciendo en el tejado. Nos quedamos por allí dando vueltas mucho rato, hablando de
lo que hacía falta hacer en la vieja casa; Will expli- có cómo eran las cosas cuando él era niño, y
Ben pensó en cómo habría que hacer para dejarlas otra vez igual que estaban enton- ces. Nos
paramos por fin junto a una extensión desnuda de tie- rra que había junto a la puerta de la
cocina, y Will describió las flores que había allí en otros tiempos, y cómo su abuela vaciaba allí
el agua de fregar los cacharros, encima de las flores y habían crecido más grandes y más sanas
que las demás plantas.
-Naturalmente! -dijo Ben- Probablemente contenta pedacitos de comida, materia orgánica.
Estaba abonando las flo res sin ni siquiera darse cuenta. Está fenómeno eso; realmente fe-
nómeno. Deberíamos probarlo. Apuesto a que podríamos culti- var allí especias; María se
muere de ganas por tener un huerto de especias. "Perejil, salvia, romero y tomillo", cantó,
desafinando.Will daba la impresión, por su aspecto, de que Ben, María, toda la situación, eran
demasiado para él. Pero le gustaban; yo y lo veía claramente. Y lo de la casa le hacía feliz;
también eso me parecía claro.María preparó té con hielo para todos, y entramos dentro. La
casa estaba puesta con muebles y objetos sobrantes y desca- balados, la mayoría de ellos con
la pintura quitada en parte. Ma- ría estaba atareada repintando todo. Había una vieja rueca, y
di- jo que iba a aprender a hilar. La cuna, que estaba casi terminada, una mecedora, restaurada
en parte, con un montón de papel de lija en el asiento. La máquina de escribir y los libros de
Ben es- taban en un estante hecho con una puerta vieja y dos caballetes de sierra. Will se
sentó en la única silla verdadera, un sillón grande y cómodo al que se le salía el relleno como
se salen las asclepias de su vaina en otoño. -Espero que nadie tenga alergias dijo María
riéndose cuando Will se sentó-, Cada vez que se sienta alguien en esa butaca, empiezan a volar
por toda la habitación plumas y polvo. Pero lo voy a tapizar de nuevo después de que nazca el
bebé. Ben soltó un suspiro.-Está loca, verdaderamente loca -dijo bromeando- ¡Vivo con el
constante temor de que una mañana me desperta- ré y me encontraré con que me ha lijado,
raspado, pelado y pin- tado por la noche! María se agachó un poco y le examinó el pie
desnudo. -Pensándolo bien-dijo en tono de burla—, no es mala idea. Te vendría bien, sí, que te
hiciese un trabajito. Luego descansó la cabeza un instante contra la pierna de él, embutida en
su vaquero azul, y él le alborotó el pelo con la mano. Yo no de cía gran cosa; me sentía muy
feliz de estar allí. El sol ya había ba jado en el firmamento y entraba por las ventanas yendo a
caer sobre María, sentada allí en el suelo apoyada en Ben, dibuján dole doradas figuras en los
hombros y en la espesa coleta. Yo es- taba mentalmente haciendo una fotografía. Pero Molly
charlaba y charlaba sin parar. Era estupendo oír- la: habían desaparecido toda la tensión y toda
la irritación. Ben, María у ella hablaban sobre lo que necesitaba la casa por den- tro; colgar
plantas en las soleadas ventanas; pintar de blanco las viejas paredes de yeso; el tipo de
cortinas. -Las haré yo misma! -exclamó María; Ben suspiró, se sonrió y le dio una palmadita en
la cabeza. De camino a casa, Molly se quedaba detrás de Will y de mí. Estaba recogiendo flores
silvestres, una de cada clase. Dijo que las iba a prensar y Will le dijo que la ayudaría a
identificar cada una, pues tenía un libro que le sería útil. -Sabe-le dije despacio a Will, mientras
caminábamos juntos campo a través- ojalá yo me pareciese más a Molly. Quiero decir que
ojalá supiera decir a la gente las cosas adecuadas. A veces es como si me quedase parada, sin
nada que decir.-Meg-dijo Will, pasándome el brazo por los hombros mientras caminábamos-,
[ves esa parte del bosque allí, donde está el abeto al lado de los abedules? -Si-dije, mirando
hacia donde me señalaba. -Entrando bosque adentro, no muy lejos, más allá del abe- to, en el
tiempo apropiado del año aparece un matojo de cianas doradas. ¿Has visto alguna vez una
genciana áurea? gen- ¿Qué os parece eso! Cuando le estaba diciendo algo real- mente serio,
realmente personal, diablos, a mi mejor amigo, él ni siquiera me estaba escuchando. Seguía
hablando de sus plantas.-No-le dije, un poco sarcasticamente. Nunca he vis to una genciana
durea -Será después de que te hayas vuelto a la ciudad-dijo- No florecerán hasta finales de
septiembre, o incluso octubre. Pero quiero que vuelvas, para podértela enseñar. Muy bien-dije
con un suspiro. Me importaba un pepi- no su vieja genciana dorada. Es importante, Meg-dijo
Will- ¿Me lo prometes? Bueno, si era importante para él, de acuerdo. De todas ma- neras a mí
me iba a gustar volver, y no me importaba echarle una mirada a su planta. A lo mejor quería
fotografiarla o algo así.
-Lo prometo, Will-dije.

CAPÍTULO SIETE

Por fin Molly ha dejado de estar hecha una gruñona. Ocu- rrió poco a poco, y no estoy segura
de que el cambio sea bueno. No ha vuelto todavía a ser la vieja Molly que era antes de caer
enferma. Ya no es la Molly divertida que era, siempre ha ciendo carantoñas, llena de sonrisas e
ideas, y que se entusias maba por cualquier cosa. Ahora no sé lo que es. Sobre todo una
extraña. Es como si se hubiese convertido en parte de un mundo diferente, un mun- do que ya
no me incluye a mí, ni tan siquiera a mamá y a papá. Está más silenciosa, más seria, casi
retraída. Cuando le hablo de las cosas que están ocurriendo en la escuela, ella escucha y ha- ce
preguntas, pero es como si realmente no le importase mucho; escucha sólo por cortesía.
Ahora sólo le interesan unas pocas cosas. Pasa mucho tiem- po con las flores. En el pasado, las
flores eran para Molly cosas entre las que correr por un prado, cosas que coger, cosas en las
que enterrar la nariz, cosas para poner en un jarrón sobre la me- sa. Ahora, con la ayuda de
Will, está documentándose sobre ellas; lee los libros que él le ha traído e identifica las flores
sil- vestres que ha encontrado en los campos. Las clasifica, les pone etiquetas y las coloca por
orden en un cuaderno de botánica que está haciendo. Eso le ocupa la mayor parte de su
tiempo. Es muy cuidadosa y muy seria acerca de sus flores. Nosotros no nos atre- vemos nunca
a gastarle bromas sobre ellas. Es como si, de repente, se hubiese hecho vieja. La otra cosa que
todavía le interesa es el bebé. Visita a menuda a María, y hablan y hablan sobre el bebé. Molly
está ayu- dando a María a hacer ropitas para el niño; cosen juntas y, cuando terminan algo,
Molly lo plancha con gran cuidado, lo dobla pulcramente y lo guarda en un cajón que están
llenando de cositas. Incluso Ben y María parecen un tanto perplejos por el interés que muestra
Molly por todos esos minúsculos camisoncitos y jerseys. Una vez oí que Ben le decía: "Eh,
Molly. Va a ser ya el niño mejor vestido del valle. Anda, deja un ratito de co- ser ¿quieres? Ven
conmigo a ver si encontramos algunas fresas salvajes". Pero Molly se limitó a sonreírle y a
mover la cabeza con gesto negativo. -Ve tú, Ben-dijo. Lleva a Meg. Quiero terminar esto.
Quiero que todo esté perfecto cuando llegue el niño. Ben rezongó y dijo: -Molly, ¿no sabes
cómo son los niños? Se va a hacer pis en todas esas ropitas. ¿Por qué tienen que ser perfectas
con la clase de futuro que les espera? Molly le sonrió y siguió cosiendo.Y a veces, sin razón
aparente, Molly misma es como un be- bé. Una noche de lluvia, después de cenar, estábamos
sentados delante de la chimenea. Mamá estaba ocupada con su edredón, papá estaba
leyendo, y Molly y yo estábamos simplemente mi- rando cómo ardían los troncos y soltaban
chispas en la chime- nea al quemarse. Teníamos puesto el pijama.

De repente, sin hacer ruido alguno, Molly se incorporó, fue a donde estaba papá, y se le sentó
en las rodillas. No dijo nada. Él se limitó a dejar el libro, rodearla con sus brazos, estrecharla
contra sí y mirar el fuego. Ella reclinó la cabeza en su hombro como una niña somnolienta de
dos años, y él le acarició con una mano el fino y escaso pelo que le quedaba.

Yo podría entender, supongo, el cambio que se ha produci- do en Molly si todavía estuviese


enferma. Pero no es así; está per- fectamente bien. Sigue tomando las pastillas, y cada tres o
cua tro semanas, mamá la lleva a Portland al hospital, a que le hagan pruebas, para comprobar
que todo va bien. Han dicho los docto- res que pronto podrá dejar de tomar las píldoras del
todo y en- tonces le volverá a crecer el pelo. El especialista le ha dicho. que ganará un
concurso de belleza cuándo tenga otra vez sus rizos. Mamá nos lo contó a la hora de cenar,
después de que re- gresaron del hospital, y Molly se limitó a sonreír con esa sonri- sa benévola
y tolerante que la mayor parte de la gente dedica a los niños pequeños cuando dicen alguna
bobadita. Y, sin em- bargo, hubo un tiempo en el que hubiese significado algo para Molly el
que dijeran que era guapa. En fin, las cosas cambian. Y yo tendré que aprender a adap- tarme a
esos cambios. Una mañana a principios de junio, mi padre entró en la co- cina, se sirvió una
taza de café y suspiró. Yo estaba en ese mo- mento terminando mi desayuno y había
proyectado pasar toda la mañana del sábado en el cuarto oscuro. Había fotografiado a María
junto a la ventana de su cocina, y Will y yo estábamos ex- perimentando diferentes clases de
papel para el acabado de los positivos. Apenas podía contener mi impaciencia por empezar a
probar cómo saldrían las fotos de María con diferentes contras tes, texturas y tonos. Pero sé
que cuando papá se sirve una taza de café, se sienta en la cocina y suspira, es mejor que me
quede porque algo se es tá cociendo. -Acabo de recibir una llamada por teléfono -dijo- de
Clarice Callaway. -¿Te has retrasado en devolver los libros? -pregunté- Es un verdadero hueso
cuando se retrasa uno en devolverlos. Se echó a reír. -No, ella y yo hemos alcanzado un
acuerdo amistoso y muy conveniente en lo que respecta a los retrasos. Ojalá fuese eso todo.
Empezó la conversación diciendo: "No quiero entro- meterme, pero...". Y ya sabes lo que eso
significa. -Significa que sí que quiere entrometerse. A veces empie- za con: "No quiero ser
meticona pero...". -Justo. Y eso quiere decir que sí quiere ser meticona. Ya veo que te conoces
bien a Clarice, Meg. Bueno, esta vez se tra- ta de que está preocupada porque Will haya
alquilado la casa. Dice que todo el pueblo está revuelto-lo que doy por sentado que es una
típica exageración Callaway- porque hay hippies viviendo en la casa de Will. -¿Hippies? ¿Qué
quiere decir con eso? Papá frunció el ceño. -Yo no lo sé. Ben tiene barba, y supongo que según
Clari- ce eso le convierte en un hippie. Pero tal vez tú puedas aclarar algo las cosas que
mencionó. ¿Es cierto que Ben y María están cultivando marihuana detrás de la casa? Yo me
eché a reír. -Por supuesto que no, papá. Han sembrado guisantes y fre sas hasta ahora. Ben
quiere plantar calabazas, pero no ha deci- dido aún qué variedad. Y esta semana pondrá
tomates y judías. -¿Es cierto que se pasean por ahí desnudos? -Cielo santo, papá. No, no es
cierto, pero aunque lo fuera ¿tendría que importarle a nadie? Están ahí aislados en el quinto
pino. Una tarde María se quitó la camisa y se tumbó al sol. Cuan- do llegué, tenía la camisa
quitada, y me preguntó si me importa- ba. Yo le dije que no, y siguió sin ella durante un rato.
Como es- pera ya tan pronto al niño, se siente muy acalorada e incómoda. -Bueno, eso fue
otro de los temas de Clarice. ¿Es cierto que proyectan tener ese bebé por sí mismos, en la
casa? -St. Pero están leyendo los dos todo lo que cae en sus ma- nos sobre cómo se hace un
parto. María está haciendo toda clase de ejercicios, y siguieron los dos juntos un curso en
Boston. Y el doctor Putnam, el del pueblo, ha accedido a ir si le necesitan. Papá se rascó la
cabeza. -No hay ninguna posibilidad de que cambien de idea sobre eso? -No creo, papá. Es
muy importante para ellos. Les emo- ciona la idea de hacerlo por sí mismos, la idea de que el
bebé nazca allí en la casa, en lugar de un hospital. No les gustan las características
impersonales de los hospitales. Pero también el bebé es importante para ellos. Están haciendo
todo lo posible para asegurarse de el niño nazca sano y sin riesgos. Que -Bueno, supongo que
puedo tratar de convencer a Clarice de eso. Así que ya sólo nos queda una cosa. Sí que están
casados ¿verdad? Yo agité los últimos restos reblandecidos de cereal que que- daban en el
fondo de mi tazón.-Ellos se quieren. Hablan de envejecer juntos, de pasar veladas sentados en
el porche en sus mecedoras, y de lo que será besarse cuando tengan los dos dentaduras
postizas y gruesas gafas. -Eso no es lo que te he preguntado. ¡¿Están casados! Es curioso cómo
se pega el cereal a un tazón cuando está húmedo. La verdad es que tuve que despegarlo de los
lados del tazón con la cuchara. -Creo que no, papá. María no lleva anillo de casada, y su
apellido es distinto del de Ben. Mi padre frunció el entrecejo. -Eso es lo que yo me temía. La
verdad es que no sé cómo resolver esta papeleta. Y Clarice ya ha llamado al sobrino de Will
que vive en Boston. Bueno, a lo mejor deberías tú hablarles a Ben y a María del asunto, Meg.
Es mejor que estén preparados. Estupendo. ¿Y qué es lo que tenía yo que hacer, ir a decirles a
mis amigos, quienes iban a tener un bebé al mes siguiente, que yo pensaba que deberían
casarse? ¿Es que acaso eso era asunto mio? Y sin embargo, mi padre tenía razón. Deberían
saber lo que estaba pasando. Abandoné mis proyectos de trabajar en el cuar to oscuro esa
mañana. Ben y María me habían preguntado si po- drían ver algunas de mis fotos, así que cogí
las que había hecho de Will, y dos que acababa de terminar de Molly. Ésta ni siquie- ra se había
dado cuenta de que se las hubiese hecho; cuando las saqué estaba sentada en la escalera del
porche de delante ocu- pada con algunas de sus flores silvestres. Con la ayuda de Will, había
pegado cada una de las flores que había prensado, y les ha- bía puesto a cada una su nombre
latino. En una de las fotos se veía a Molly a contraluz con un capullo de perejil silvestre en la
mano; la flor y ella aparecían en silueta. En la otra foto aparecía su cabeza inclinada, con lo que
quedaba de su rizoso cabello ca- yéndose sobre la cara mientras colocaba unas minúsculas
flores en una página. Cuando llegué a casa de Ben y María, estaban colgando sá- banas y
toallas en la cuerda de secar la ropa que había detrás de la casa. Hacían todos los sábados la
colada, usando una vieja la- vadora con secador que habían comprado en una subasta. Ben
siempre le decía en broma a María que, si no tenía el bebé a tiempo, la pasaría por el secador y
le sacaría el niño estrujándo- la; el solo pensamiento me da dolor de vientre, pero María lo
encontraba muy divertido. -¡Hola, Meg!-gritó Ben alegremente cuando me vio lle- gar- ¡El mes
que viene por estas fechas, estaremos colgando pañales! -Querrás decir que estarás tú
colgando pañales-dijo Ma- ría riéndose, mientras con las dos manos agitaba en el aire una
toalla mojada para quitarle las arrugas. Yo estaré tumbaba en la cama recibiendo cuidados. ¡Y
me llevarán el té en mientras me recupero! Conociendo a María como la conocía, no pensaba
yo que se pasase mucho tiempo en la cama recuperándose. Lo más bable sería que estuviese
de pie y haciendo cosas al día siguien- bandeja, 5 prote de llegar el bebé, acuchillando el suelo,
construyendo una librería, o haciendo mermelada de frambuesa. La convencí para que me
dejase ayudar a Ben a hacer el resto de la colada y ella entró en casa para hacer un pote de té.
Nos sentamos los tres alrededor de la pequeña mesa pinta- da de la cocina a tomar té con
hierbabuena fresca. Saqué las fotos para enseñárselas. Les encantaron las de Will, porque
quieren a Will. Pero las dos de Molly eran mejores. Así les pareció a ellos, y también yo vi la
diferencia. Se debía en parte a lo mucho que he aprendido trabajando con Will; y en parte a
que ahora estaba usando su cámara alemana. Me había enseñado a usar las diferentes lentes;
esas dos de Molly las había hecho con los objetivos de 90 mm., y de ese modo había podi- do
sacárselas desde lejos, sin que se diese cuenta de que yo lo es- taba haciendo. Su cara tenía
una expresión absorta, enfrascada en las flores, la fina lente captó el nítido perfil con que el sol
marcaba su cabello y las sombras que le cruzaban el rostro y las manos. -Le he preguntado a
Molly si quería venir conmigo esta mañana-expliqué, pero no se sentía bien. Me dijo que os sa-
ludara y que viera cómo íbais con la cuna. A María se le iluminó de orgullo la cara y señaló al
cuarto de estar, donde vi la cuna ya terminada. Estaba reluciente de cera; a un lado, doblada,
había una suave manta amarilla de punto. -Meg-preguntó Ben como vacilando-, ¿qué le pasa a
Molly! Les hablé de su enfermedad, sobre las hemorragias nasales, el hospital, las
transfusiones, y de las píldoras que estaban haciendo que se le cayera el pelo. Permanecieron
los dos muy ca- llados. Ben alargó la mano y me acarició suavemente la cabeza. -Eso es duro-
dijo. Muy duro. Bueno-expliqué, la cosa no tiene tanta importancia. Y está mucho mejor
Mirad-Señalé una de las fotos. ¿Veis lo redonda que se le está poniendo la cara? Ha ganado
cuatro ki- los desde que volvió a casa del hospital. María echó más té en las tazas. -Me alegro
de que viniéramos aquí, Ben-dijo de repente, por Molly. Está muy emocionada con lo del bebé.
Eso me recordó el motivo por el que había venido a verlos.-Por cierto-dije-, ¿conocéis la iglesia
del pueblo?-Claro-dijo Ben-, la de la torre blanca. Parece la foto de una postal. ¿Por qué? ¿Vas
a fotografiarla? -No dije-. Pero el sábado pasado, cuando fui con ma- má al pueblo a comprar
comida, había allí una boda. Fue real- mente bonito, la novia salió y arrojó su ramo desde la
escalina- ta. Todas las damas de honor llevaban un vestido azul claro, y... -vacilé- Bueno no sé.
Es sólo que era muy bonito Ben y María estaban haciendo muecas divertidas. Ben es muy
bueno en eso de hacer muecas; torcía la boca para un lado y ponía los ojos bizcos. -Bodas-dijo.
Uaaj. María giró los ojos y se mostró de acuerdo con él. -¿Por qué?-pregunté-. ¿Qué hay de
malo en casarse, demonios? Ambos parecieron sorprendidos. -En casarse no hay nada malo-
dijo Ben-. Lo que es tan horrible son las bodas. ¿Qué te parece, María, se lo enseñamos? María
hizo una mueca y asintió con la cabeza. -Sí-dijo-, es una buena chica. Ben entró al cuarto y sacó
una caja de un armario. La trajo a la cocina y la puso sobre la mesa. Me echó una miradita but-
lona, se pasó los dedos por la barba, y dijo con voz diabólica: -¿Quieres ver unas cuantas fotos
horribles, señorita? Luego abrió la caja. Yo me eché a reír. No eran malas foto- grafías; de
hecho, desde un punto de vista técnico, eran fotos muy buenas, aunque a mí el color no me
enloquece. Pero eran horribles. Y eran fotos de la boda de Ben y María, vaya. Estaban en un
grueso álbum de cuero blanco en el que ponía Nuestra Boda en la cubierta con letras doradas.
Y comprendi, mientras las miraba, lo que querían decir Ben y María cuando hablaban de bodas
horribles. Allí estaban los smokings, con sus faldones, y las chisteras Maria, con el vestido
levantado para mostrar una liga de encaje azul. Los grandes floreros junto al altar de la iglesia.-
¿Sabes tú lo que fue de esas flores?-preguntó María ¿Doscientos dólares de flores? Se tiraron
tan pronto como ter- minó la ceremonia.Estaba también la tarta de bodas, de un metro de
altura, adomada con pájaros y flores y cintajos escarchados. -¿Sabes cuánto costó la tarta? -
preguntó Ben con una mueca-. Cien pavos. ¿Y sabes a qué sabía? A cartón. Había cientos de
personas bebiendo champán. -¿Sabes quiénes son esa gente?-preguntó María Los amigos de
mis padres. Los amigos de los padres de Ben. ¿Sabes lo que están haciendo?
Emborrachándose, a costa de quinientos dólares de champán. Y allí estaban Ben y María,
rodeados de gente, flores y co- mida. Estaban sonriéndole a la cámara, pero su aspecto indica-
ba que no les salía muy de dentro la sonrisa. -¿Sabes quiénes son esos?-pregunto Ben. Hice un
ges to afirmativo con la cabeza-. Son Ben Brady y María Abbott, que querían casarse en un
campo lleno de margaritas junto a un arroyo, que querían tener música de guitarra en lugar de
una orquesta de cinco músicos; vino casero en lugar de cham- pán-dijo. Cerró el álbum de un
manotazo y lo volvió a meter en la caja. -¿Y por qué lo hicisteis! -pregunté. Ellos se encogieron
de hombros. Oh, muchas veces resulta más fácil complacer a la gen- te!-dijo por fin María-. Los
padres de Ben querían una gran boda, mis padres querían una gran boda. Lo hicimos por ellos,
supongo. -¿Puedo haceros una pregunta tonta? -Claro. -¿Por qué no tenéis los dos el mismo
apellido? Fue María quien me contestó.-Yo, Meg, he tenido el apellido Abbott toda mi vida.
María Abbott hizo cosas de las que yo estaba orgullosa. Gané un premio de música en la
escuela secundaria, y era María Abbott. En la universidad fui escogida para ser miembro de la
sociedad Phi Beta Kappa, algo para lo que trabajé duro, y yo era María Abbott. Cuando
comprendí que quería casarme con Ben, también comprendí que no quería dejar de ser María
Ab- bott. Ben supo comprenderlo. No hay ninguna ley que diga que una esposa debe tomar el
nombre de su marido. Así que no lo hice. Tal vez algún día tú pienses lo mismo sobre Meg
Chalmers.
Por ahora sé muy bien que no quisiera ser otra cosa que Meg Chalmers. Es curioso lo de los
nombres, cómo se convierten en parte de alguien. De repente me acordé del pequeño Will
Banks, que, hace unos años, sentado en una habitación triste y enfada- do, grabó el nombre
WILLIAM en el suelo del armario.-Anda-dije-. Es curioso que no hubiese pensado en es- to
antes. El bebé. ¿Qué nombre le vais a poner? A él o a ella. María dejó escapar un suspiro.-
Haznos cualquier otra pregunta, Meg. No nos preguntes cómo le vamos a llamar, a él o a ella.
No acabamos de decidir- nos. Todo el día estamos discutiendo sobre el asunto. Nos grita- mos.
Es horrible. Ben dijo: Yo he decidido no preocuparme. Supongo que el bebé llegará y antes de
hacer ninguna otra cosa, nos dará la mano a rodos y diná: "Hola. Soy fulanito". Y ésa será la
única manera de que sepamos cómo se llama. Luego se puso en pie de un salto, cruzó a
zancadas el salón y abrió una puerta. -Mira! ¡Aquí es donde nacerá! Miré desde el salón y vi a
continuación una habitación va cla, muy limpia, con las paredes recién pintadas de blanco, con
una cama de latón sola en el medio. -Y aquí es donde dormirá-dijo Marla, sonriente, tocando la
cuna con su pie desnudo, lo que la hizo balancearse ligeramente. -¡Y esto es lo que llevará
puesto! -dijo Ben todo orgu- lloso, acercándose al cajón de un aparador de madera de pino li-
jado en parte, y sacando un minúsculo camisoncito azul. El cajón estaba lleno de pequeñas
prendas dobladas. -¡Y esto es lo que comerá!-dijo María con una sonrisa radiante, sujetándose
los pechos con las manos. -Y...-Ben se quedó de repente parado, en medio del salón- Meg, ven.
Quiero enseñarte una cosa. Me cogió de la mano y salí con él por la puerta trasera cogiendo
mis fotos al salir. Era casi la hora de comer.Crucé el jardín con Ben donde los guisantes crecían
enre- dados a las guías de alambre. Atravesé un espacio donde había plantado alisos después
de limpiarlo de maleza y pasamos el co- medor de madera para pájaros que María llenaba de
semillas to- das las mañanas. Pasado un grupo de pinos jóvenes, había arran- cado los
hierbajos y dejado al descubierto parte de una cerca de piedra que llevaba allí, por lo que yo
sé, más de cien años. La luz del sol penetraba a través de los árboles circundantes en aquel
pequeño y recoleto espacio, había cortado la hierba, y era todo muy suave, muy verde y muy
tranquilo. Me pasó el brazo por los hombros y dijo: -Y aquí es donde enterraremos al bebé, si
no llega a vivir. Yo no podía dar crédito a lo que ofa. Le aparté el brazo Y dije: -Qué estás
diciendo? Ya sabes-dijo con voz firme- que a veces las cosas no salen como uno quiere. Si el
bebé muere, María y yo le enterra- remos aquí. -¡No va a morir! ¡No digas una cosa tan
horrible! -Mira, Meg-dijo Ben-, no basta con que uno diga que las cosas malas no van a ocurrir
nunca. Pero la vida resulta mu- cho más fácil si uno es consciente de que a veces ocurren y lo
acepta. Por supuesto que lo probable es que el bebé vaya estu- pendamente. Pero María y yo
también hablamos de la otra po- sibilidad. Sólo por si acaso. Sólo por si acaso. Me di la vuelta y
me aparté de él, dejándolo allí plantado. Estaba tan furiosa que temblaba. Volví la cabeza;
tenía las ma- nos en los bolsillos, y me estaba mirando. Dije -Sólo por si te interesa, Ben Brady,
te diré que eres una persona absolutamente horrible. Ese bebé no se merece tenerte a ti como
padre.Luego eché a andar hacia casa, y de camino para allí sentí habérselo dicho, pero era
demasiado tarde para volver.

CAPÍTULO OCHO

Molly está otra vez en el hospital, y es culpa mía. ¿Cuán do aprenderé a mantener la boca
cerrada? Ya le había di- cho a Ben algo que lamentaba, y no tuve el valor de ir a él y dis-
culparme. Y solamente una semana más tarde, también la lié con Molly. Ella estaba en la cama,
en camisón, aunque eran las once de la mañana. Se ha vuelto condenadamente perezosa, y
mis padres ni siquiera le dicen nada por ello. Ésa era, para empezar, una de las razones por las
que yo estaba enfadada con ella, el viese todavía en camisón a las once de la mañana. que
estudia También estaba enfadada y gruñona. No estoy segura de por qué. Creo que sobre todo
era porque la escuela acababa de ter- minar, antes de que ni siquiera hubiese tenido la
oportunidad de volver a ella. Tierney McGoldrick apenas la llamaba ya nunca. Ella no lo sabe,
pero hacia el final del trimestre él empezó a sa- lir con una chica pelirroja del último curso. Por
lo menos fui lo suficientemente sensata como para no contárselo a Molly. Pero allí estaba ella,
tumbada en la cama y refunfuñando sobre el astan horrible que tenía. Y yo estoy harta de oírle
a Molly hablar de su aspecto, de que si tiene la cara demasiado gruesa, pecto de que si su pelo
es demasiado fino. Si uno la oyera hablar, diría que estaba realmente hecha un desastre,
cuando la verdad es que es todavía un billón de veces más bonita que yo, que es lo que me
pone enferma al oírla. Así que le dije que cerrara el pico. Ella me dijo que me fuese al cuerno, y
que antes de irme al cuerno, que recogiese mis zapatillas que estaban tiradas en su mitad de
habitación. Le dije que las recogiera ella misma. Ella empezó a incorporarse, creo que para
coger mis zapatillas y tirarmelas, y cuando balanceó las piernas para bajarse de la cama, vi de
repente qué aspecto tenían. -¡Molly!-dije, olvidándome de las zapatillas- ¿Qué les pasa a tus
piernas?-¿Qué quieres decir con eso de qué les pasa a mis piernas? Hasta entonces nadie
había criticado las piernas de Molly; a decir verdad hasta yo misma tengo que admitir que
Molly tiene unas bonitas piernas. Se levantó el camisón y echó una mirada. Tenía las dos
piernas cubiertas de manchas rojo oscuro. Pa- recía como si la hubiesen picado muchos
mosquitos, sólo que no estaban hinchadas. -¿Te duele? -No dijo lentamente, con aire perplejo.
¿Qué es lo que puede ser? Ayer no lo tenía; estoy segura, sé que no. -Bueno, pues ahora sí
está, y desde luego tienen un aspec to muy raro. Volvió a bajarse el camisón para taparse las
piernas. Luego se metió en la cama y se tapó hasta el cuello.-No se lo digas a nadie -dijo. Claro
que se lo voy a decir. Ahora mismo se lo digo a mamá. Y salí corriendo de la habitación. -Ni se
te ocurra-me ordenó Molly. Que me aspen si es que voy a recibir órdenes de Molly. De todos
modos, es que realmente pensaba que mis padres deberían saberlo. Bajé y le dije a mamá que
Molly tenía algo raro en las piernas; se levantó de un salto con una expresión de miedo en la
cara y subió al piso de arriba. Yo me quedé al margen después de eso, pero escuché. que
mamá y Molly estaban discutiendo. Of cómo mi ma- dre iba al estudio a buscar a papá. Luego
siguieron discutiendo con Molly. Of cómo mi madre iba al teléfono de arriba, hacía una
llamada y volvía al cuarto de Molly Luego of gritar a Molly. La of chillar. Yo no había oído a
Molly así en mi vida. Gritaba. -¡No! ¡No lo haré! ¡No lo haré! Las cosas se calmaron al cabo de
unos instantes, y luego bajó mi padre. Su rostro estaba muy abatido, muy cansado. -Tenemos
volver a llevar a Molly al hospital-me di- que jo secamente, y sin esperar mi respuesta, salió a
poner el coche en marcha. Mamá bajó con Molly. Ésta iba en bata de baño y zapatillas, y
estaba sollocando. Cuando estaban junto a la puerta delantera, Molly me vio de pie, sola, en el
salón. Se volvió hacía mí, todavía llorando y dijo: -¡Te odio! ¡Te odio! -Molly-dije en un surruro-
, no digas eso, por favor. Estaban ya en el coche y listos para partir cuando oí que mi madre me
llamaba. Salí, dejando que la puerta se cerrara a mis espaldas, y fui hasta el coche. -Molly
quiere decirte algo-dijo mamá. Molly estaba en el asiento trasero, acurrucada en un rincón,
frotándose los ojos con el revés de la mano. Meg-dijo, atragantándose un poco porque estaba
tra- tando de dejar de llorar-. ¡Diles a Ben y a María que no ten- gan el bebé hasta que yo
vuelva a casa! Vale-dije con un gesto afirmativo-, se lo diré. ¡Como si ellos pudieran controlar
eso! Pero les diría lo que había dicho Molly, simplemente porque Molly me lo pedía. En aquel
momento yo hubiera hecho cualquier cosa en el mundo por Molly. Subí al piso de arriba,
recogí mis zapatillas y las guardé en el armario. Hice la cama de Molly. Las bardagueras seguían
to- davía allí, en su jarroncito. Las fotos de Will estaban otra vez puestas en la pared, y las dos
de Molly y sus flores las acompa- ñaban. La marca de tiza aún seguía allí, algo borrosa, pero allí
aún. Era una habitación agradable, sólo que una hora antes Molly estaba en ella y ahora ya no,
y había sido culpa mía.
Bajé al cuarto oscuro, recogí las fotos de María de las que me había estado ocupando y crucé
los campos hasta la casa de mis amigos. Will Banks estaba allí, almorzando con Ben y María.
Es- taban todos sentados fuera en la mesa de picnic, comiéndose toda la cosecha de guisantes.
Había un gran cuenco de éstos en medio de la mesa, y todos comían de él cada cual con su
cuchara, como si fuese el tipo de almuerzo más normal del mundo. -¡Hola, Meg!-me saludó
Ben-. ¿Cómo van las cosas? Toma un guisante. ¡Toma dos guisantes! Me dio a comer los dos
guisantes de su propia cuchara; eran los guisantes más tiernos y dulces que yo había comido
nunca. Me senté en el banco al lado de Will y dije: -Molly está otra vez en el hospital y dice que
por favor no tengáis al bebé hasta que vuelva a casa. Ya sé que decir eso es una bobada-dije, y
luego me eché a llorar. Will Banks me pasó el brazo por los hombros, y empezó a acunarme
atrás y adelante como si yo fuera un bebé. Yo lloré hasta que el cuello de su camisa se
transparentó de mojado que lo dejé, sin parar de decir: -Es culpa mía, es culpa mía, es culpa
mía. Will no decía nada más que: -Vamos, vamos. Por fin dejé de llorar, me senté derecha , me
soné la nariz en el pañuelo que Will me dio y les conté lo que había pasado. Nin- guno habló
mucho. Me dijeron, claro, que no era culpa mía. Yo ya lo sabía. Ben dijo: -A veces, sabes, le
viene a uno bien tener alguien a quien echarle la culpa, aunque sea a uno mismo y aunque no
tenga sentido. Nos quedamos un momento en silencio y luego le dije a María si me prestaba su
cuchara. La limpió con su servilleta y me la dio, y yo me comí todos los guisantes que
quedaban en el gran cuenco. Había kilos de guisantes, y me los comí todos. En mi vida había
estado tan hambrienta. Me miraban los tres asombrados mientras me comía todos aquellos
guisantes. Cuando terminé, María empezó a hacer muecas. Entonces todos nos echamos a reír,
y nos reímos hasta que estuvimos agotados. Qué bueno es tener amigos que comprendan que
hay momentos que son para llorar y momentos que son para reír, y que a veces las dos cosas
van muy juntas. Saqué las fotos de María, Will ya las había visto, claro, por- que habíamos
trabajado juntos en ellas. Ahora se le da tan bien el cuarto oscuro como a mí, pero nuestros
intereses son diferen- tes. A él le fascinan los aspectos técnicos de la fotografía: las sus- tancias
químicas y el funcionamiento interior de las cámaras. A mí no me preocupan tanto esas cosas,
a mí me preocupa la ex- presión en los rostros de la gente, el cómo les da la luz, y los di- bujos
y suaves contrastes que forman las sombras. Miramos juntos las fotos, y hablamos de ellas.
Ben era en gran manera como Will: le interesaban los problemas de expo- sición y de amplitud
de campo; María era como yo: le gustaba ver cómo se marcaban las sombras en el bulto que
formaba el bebé dentro de ella, cómo descansaban sus manos en el perimetro de su cintura, y
cómo sus ojos aparecían serenos y emocio- nados al mismo tiempo. -Meg-dijo, Ben y yo
hablábamos la otra noche de una cosa, y queremos que te lo pienses y lo hables con tus
padres. Si tú quieres, y si a ellos no les importa, nos gustaría que fotogra- frases el nacimiento
del bebé. Yo me quedé de una pieza.-Vaya-dije lentamente-, no sé. Ni siquiera se me había
pasado por la cabeza. Quiero decir que no querría entrometerme. Pero los dos estaban
haciendo un gesto negativo con la cabeza. -No-dijo Ben-, no sería una intromisión. No querría-
mos que estuviese allí cualquiera, y naturalmente, tendrías que rener mucho cuidado con no
estorbar y no tocar nada que esté esterilizado. Pero tú eres alguien muy especial, Meg; tú eres
nuestra amiga íntima. A María y a mí nos gustaría algún día po- der evocar ese momento.
También nos gustaría que el bebé, al- gún día, pueda verlo. Y tú eres la que puedes hacerlo, si
quieres. Yo claro que quería, con todas mis fuerzas. Pero también te- nía que ser sincera con
ellos. -Nunca he visto el nacimiento de un niño-dije-, y ni siquiera sé mucho sobre el asunto.
-¡Y tampoco nosotros!-dijo María echándose a reír. Pero te prepararemos para ese papel. Ben
te enseñará nuestros libros y te explicará todo por adelantado para que sepas lo que has de
esperar cuando llegue el momento. Sólo que, Ben-aña- dió dirigiéndose a él-, creo que será
mejor que lo hagas pron- to, porque no sé cuánto tiempo más tenemos. El calendario di- ce
que dos semanas, pero hay momentos en que me pregunto si no será antes.Yo prometí hablar
con mis padres y Ben dijo que también lo haría él. De repente me vino un pensamiento. -¿Y
qué pasará si nace por la noche? -pregunté-, No habrá suficiente luz. Supongo que podría usar
un flash, pero...Ben levanto la mano. -¡No te preocupes!-dijo. Hizo una especie de bocina con
las dos manos y las colocó contra el vientre de María.Luego le habló al bebé a través de la
bocina que formaban sus manos. "Escucha esto, chico. Quedas advertido de que tie nes que
esperar a que Molly vuelva a casa, luego vienes, pero harlo a la luz del día, ¿me oyes? -Con eso
bastará-dijo Ben-. María y yo estamos decididos a tener un niño obediente. Antes de
marcharme, llevé a Ben aparte y le hablé a solas. -Siento mucho, Ben, lo que te dije el otro día.
Me apretó los hombros. -Está bien, Meg. Todos decimos cosas que luego sentimos. ¿Pero
comprendes ahora de qué te hablaba el otro día? Hice un gesto negativo con la cabeza y le
contesté muy enserio y con toda honradez. -No. Creo que te equivocas en adelantar cosas
malas. Y no comprendo por qué se te ocurre siquiera pensar algo, así. Pe- ro de todas maneras,
siento lo que te dije. -Bueno -dijo Ben-, somos amigos de todos modos. Ánimo, Meg-Y me
estrechó la mano. Will me acompañó a casa campo a través. Iba muy callado. A medio camino,
dijo: -Meg, tú eres muy joven. ¿Crees de veras que es una bue- na idea estar allí cuando nazca
el niño?-¿Por qué no? -Puede dar mucho miedo. Un parto no es algo fácil, sabes. -Eso ya lo sé-
aparté una piedrecita con la punta del pie y de una patada la mandé a un matojo de hierbas
altas. Por lo que más quieras, Will, ¿cómo voy a aprender si no me atrevo a correr riesgos?
¡Fue usted quien me enseñó eso! Will se paró en seco y se quedó un momento pensativo.-
Tienes toda la razón, Meg. Toda la razón -Parecía un tanto cortado.Eché una ojeada al campo.
-Will ¿ qué ha pasado con todas esas florecitas amarillas que había aquí el mes pasado? -Se
acabaron hasta el próximo junio-me dijo Han si do sustituidas todas por las flores de julio. Los
solidagos de Molly estarán en plena floración antes de que pase mucho tiempo. A mi me
gustaban aquellas florecillas amarillas-dije malhumorada. -Margaret, ¿estás expresando tú
pesar de que el jardín do- rado no vaya a florecer?-preguntó Will. -Cómo?-Yo estaba perpleja.
Nunca me llamaba Margaret. ¿De qué me estaba hablando? Él se sonrió.-Es un poema de
Hopkins. Tu padre lo conocerá. "Es el fi- nal derrumbe para el que nació el hombre, y es por ti,
Margaret, por quien muestras tu pena"-continuó. -Yo no le dije con arrogancia-. Yo nunca
siento pena por mí misma.-Todos lo hacemos, Meg-dijo Will-. Todos. Eso fue hace tres
semanas. Julio ya casi ha pasado ahora. Molly aún no está en casa. El bebé no ha nacido, así
que su pongo que está siguiendo las instrucciones de Ben y esperando- la. Yo he estado
estudiando con María y Ben los libros sobre par- tos, y estoy lista para hacer las fotos. A mis
padres no les importa. Cuando se lo pregunté, dijeron: "Desde luego", sin ni siquiera discutirlo.
Estaban muy preocupados. Ahora sé final- mente por qué.Fue hace unas pocas noches,
después de la cena. Papá esta ba fumando su pipa en la mesa de la cocina. Ya se habían frega-
do los platos; mamá estaba cosiendo en su edredón, que está ca si terminado. Yo andaba
simplemente dando vueltas por alli hablando demasiado, intentando compensar el silencio en
el que se consumía nuestra casa. Incluso puse la radio; estaban to- cando música rock. Eh,
papá, baila conmigo! -dije, tirándole de la Era una bobadita que solíamos hacer a veces,
cuando vivíamos manga. de vez en en la ciudad. Mi papá es un bailarín horrible, pero cuando
solía bailar con Molly y conmigo en la cocina; mi ma- dre se partía de risa. Por fin dejó la pipa,
se levantó y empezamos a bailar. Pobre papá, no había mejorado nada desde la última vez que
lo hici- mos, y yo, creo que sí, que he mejorado un poco. Pero no tiene complejos, y lo intentó.
Afuera estaba oscuro; habíamos cenado tarde. Mamá encendió la luz, y en las paredes de la
cocina vi al- gunos de los dibujos de flores silvestres que Molly había hecho, y que había
colgado aquí y allá. Papá y yo bailamos sin parar, tanto que papá sudaba y se reía. Mamá se
estaba riendo también. Luego la música cambió, a una pieza lenta. Papá soltó un gran suspiro
de alivio y dijo: -Ah, mi música. ¿Puedo tener el gusto, querida? Me alargó los brazos y yo me
apretujé entre ellos. Bailamos lentamente un vals toda la cocina, como personajes de una por
película antigua, hasta que la música terminó. Nos quedamos parados mirándonos el uno al
otro cuando acabó, y yo dije de repente: -Ojalá estuviera aquí Molly.Mi madre hizo un ruidito,
y cuando me volví a mirarla, es- taba llorando. Miré a papá sin saber qué pensar y tenía
también lágrimas en los ojos; era la primera vez que yo veía llorar a mi padre. Le alargué los
brazos y ambos cogimos entre ellos a mamá. Se refugió en ellos, y cuando empezaba otra vez
la música, otra canción lenta y melancólica de algún verano ya pasado que yo no conseguía
recordar, los tres bailamos juntos. Las vueltas que dábamos y las lágrimas que me nublaban la
vista hicieron las flores silvestres de la pared se fueran convirtiendo poco a po- que co en una
mancha borrosa. Apreté a los dos más estrechamente entre mis brazos mientras nos
movíamos en una especie de ritmo que nos mantenía unidos, formando los tres una especie
de reducto que dejaba fuera al resto del mundo, mientras bailába- mos y llorábamos al mismo
tiempo. Supe entonces lo que no me habían querido decir y ellos supieron que yo lo sabía: que
Molly no volvería a casa otra vez, que Molly iba a morir.

CAPÍTULO NUEVE

Sueño una y otra vez con Molly. A veces son sueños breves y llenos de sol, en los que ella y yo
corremos una junto a la otra por un campo lleno de solidagos. Ella es la antigua Molly, la Molly
que conocí toda mi vida. La Molly de largos rizos ru- bios y de risa ligera. La Molly que corre
con fuertes piernas bron- ceadas y pies descalzos. Ella corre más deprisa que yo, en mi sue- ño.
Se vuelve a mí riéndose y yo la llamo: "¡Espera! ¡Espérame, Molly!" Ella me alarga la mano y
me llama, con el cabello flotán- dole alrededor, bañada en sol: "Vamos, Meg!, ¡Puedes
alcanzar- me si lo intentas!"Me despierto; la habitación está a oscuras y su cama, junto a la
mía, está vacía. Me la imagino en alguna parte, en un hos- pital que nunca he visto, y me
pregunto si estará soñando el mismo sueño.A veces son sueños más sombríos sobre el mismo
campo. En uno de esos sueños, en ese sueño más Oscuro, soy yo la rre más deprisa; he
alcanzado algún nebuloso destino, una casa oscura y vacía, en la que me paro a esperarla,
mirándola desde la ventana mientras corre. Pero las flores del campo han empe- zado a
volverse marrones, como si el verano estuviese termi- nando demasiado pronto, y Molly va
dando tropezones; es ella quien me llama a mí: "¡Meg, espera! ¡Espera! ¡No puedo, Meg!" Y no
hay modo alguno de ayudarla. Me despierto de este sueño también en una habitación os- cura
y vacía, de la que el sonido de su respiración en la cama de al lado ha desaparecido.Tengo una
pesadilla en la que nace un bebé, pero es viejo ya al nacer. El bebé nos mira a los que estamos
allí, con ojos vie- jos y cansados, y nos damos cuenta con horror de que su vida es- tá
terminando en el momento mismo de su comienzo. "¿Por qué? ¿Por qué?", preguntamos, y el
bebé no contesta. Molly está allí, y se enfada de que preguntemos; se encoge de hombros con
frialdad y se da la vuelta alejándose de nosotros. Sólo ella cono- ce la respuesta, y no quiere
compartirla con nosotros, aunque se lo roguemos. Me despierto aterrada de que el sueño sea
real. he hablado a mi padre de mis sueños. Cuando yo era una niña pequeñita y tenía
pesadillas, era siempre mi padre el que venía a mi habitación cuando lloraba. Solía encender la
luz y cogerme entre sus brazos, me mostraba que los sueños no son verdad.Ahora no puede.
Estábamos sentados en los escalones de lanteros al atardecer, y yo soplaba el polvillo grisáceo
de los "dientes de león" moribundos haciéndolos flotar en la rosada brisa del atardecer. Los
temores que me habían asaltado por la noche en mi habitación parecían estar lejos, pero papá
dijo:-Los sueños vienen de algo que es real, sabes? A veces sir- ve de ayuda pensar qué pueden
significar. Que Molly y tú vais a separaros aun cuando tú no quieras. Que tú quieres saber por
qué, por qué la vida acaba a veces demasiado pronto, pero nadie puede dar respuesta a
eso.Estrujé el tallo de "diente de león" que tenía en la mano. -No ayuda en nada el
comprender por qué tengo pesadillas. ¿Cómo puede ayudar? Eso no puede hacer que Molly
mejo re. ¡No es justo! -dije tal como solía decirlo tan a menudo cuando era una niña pequeña.
-Desde luego que no es justo -dijo papá-. Pero ocurre.Ocurre y tenemos que aceptarlo. -¡Y no
fue justo que mamá y tú no me lo dijerais!-dije, buscando a alguien a quien echarle la culpa de
algo. Lo sabíais todo el rato, ¿no? ¡Lo sabíais desde el primer momento! Él negó con la cabeza.-
Meg, los médicos nos dijeron que había una posibilidad de que se curara. Tienen esas
medicinas que están probando Siempre hay una posibilidad de que algo dé resultado. Mamá y
yo no te lo podíamos decir de ninguna manera cuando todavía había una posibilidad.-
¿Entonces ya no hay una posibilidad? Movió lentamente la cabeza en gesto negativo.-Meg,
nosotros podemos tener una esperanza. Y, de he- cho, la tenemos. Pero los doctores dicen que
ya no hay posibili- dad. Las medicinas ya no están surtiendo ningún efecto en Molly.-Pues
bueno, yo no les creo.Me pasó el brazo por la espalda y se quedó mirando al sol que se ponía.
Luego dijo, con el tono de voz que usaba siempre para las citas literarias: -Somos de esa
materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida se remata con un sueño". Eso
es Shakes- peare, Meg. Yo estaba furiosa. -¿Y qué sabía él? Él no conocía a Molly. Y por qué
tiene que ser Molly? ¡Papá, yo soy la que siempre se mete en líos! Soy yo la que vomitó sobre
mi tarta de cumpleaños, la que rompió la ventana de la guardería, la que robó caramelos de la
tienda de ultramarinos. ¡Molly nunca hizo nada malo! Meg-dijo mi padre, no Meg, no. -Me
importa un rábano-dije muy enfadada-, Alguien tiene que explicarme por qué. Es una
enfermedad, Meg-dijo él con voz cansada- Una horrible y maldita enfermedad. Y ocurre,
simplemente. No hay ningún porqué. -¿Cómo se llama? Más te vale saber el nombre de tu
enemigo antes de en- frentarte a él, me había dicho Will en una ocasión. -Se llama "leucemia
aguda mielógena". -¿Podrías decirlo tres veces rápidamente? --le pregunté con amargura. -
Meg-dijo papá, rodeándome con sus brazos y estre- chándome tan apretadamente que su voz
sonó sofocada-, no puedo decirlo ni siquiera una vez. Me parte el corazón. Mamá y papá van y
vienen al hospital de Portland. A mí no me llevan. Soy demasiado joven, según las normas del
hospital, para hacer visitas, pero creo que ésta no es la razón. Creo que es que no quieren que
vea a Molly moribunda. No discuto con ellos. En el pasado discutía siempre con ellos: para que
me permitiesen ver una determinada película, para beber un vaso de vino con la cena, para
sentarme en la parte de atrás de una de las clases de papá en la universidad a escuchar.
"Tengo edad suficiente! ¡Tengo edad suficiente!", recuerdo que decía siempre. Ahora no
discuto, porque ellos sa- ben, y yo también sé, que sí que tengo suficiente edad; pero es- toy
asustada. Los sueños y el vacío que hay en casa son ya su- ficiente: enfrentarme a esas cosas
requiere ya todo el valor que yo pueda tener. Me asusta ver a mi propia hermana, y agradez-
co que no me pidan que vaya.

Mi madre, cuando está en casa, sigue cosiendo en el edre- dón y habla del pasado. Cada
cuadro de tela que coloca en su sitio le recuerda algo; recuerda a Molly cuando estaba
aprendien do a andar, con aquel buzo azul pálido que forma ahora parte del dibujo del
edredón. De eso hablaba una tarde. -Solía caerse de culo una y otra vez -dijo sonriendo
Siempre se levantaba de un brinco riéndose. Papá y yo solíamos pensar a veces que se caía a
propósito, porque le resultaba di- vertido. Molly siempre estaba buscando cosas con las que
reírse cuando era un bebé. -¿Y yo? ¿Te acuerdas de mí cuando estaba aprendiendo a andar? -
Naturalmente que sí -dijo mamá. Dio la vuelta al edre- dón hasta que encontró la pieza que
estaba buscando, un troso de tela con flores azules y verdes- Esto era un vestidito. Era verano
y tú aún no tenías un año. ¡Qué impaciente estabas por hacer las cosas que Molly podía ya
hacer! Recuerdo cómo te ob- servaba yo en el jardín de atrás aquel verano. Estabas seria y so-
lemne, poniéndote de pie e intentando cruzar el césped sin ayu- da. Solías caerte, y ni siquiera
te parabas a llorar ni a reírte. Se te arrugaba la frente del esfuerzo que hacías por concentrarte
en cómo conseguirlo y lo volvías a intentar.-Soy como papá.Ella se sonrió.-Sí, Meg, lo eres. -Y
Molly se parece más a ti. Siempre pensé que era más fácil ser así -Mamá suspiró y se quedó un
momento pensándolo. -Bueno-dijo-, es más fácil, para las cosas pequeñas, el ser capaz de
reírse de ellas. Hace que la vida parezca bastante sencilla y muy divertida."Pero, sabes, Meg-
prosiguió mamá, alisando el edredón con los dedos, cuando llegan las cosas importantes y
difíciles, las personas como Molly y yo no estamos preparadas para ellas. Estamos demasiado
acostumbradas a reímos. Cuando se presen- ta el momento es más duro para nosotras no
podernos reír. Me di cuenta de que era la primera vez que veía a mi madre incapaz de
descartar las cosas con un encogimiento de hombros, una sonrisa rápida y una solución fácil. Y
supe que, con ser muy duro para mí, con mi impotencia, mi rabia y las pesadillas que como
perros de presa sin rostro se presentaban en mi sueño y me llenaban de terror, era aún peor
para mamá. -Papá y yo estamos aquí, mamá-dije con aire inseguro, si es que eso sirve de
ayuda. Oh, Meg-dijo ella, y me apretó con fuerza entre sus brazos. No sé lo que haría sin ti y
sin papá.

CAPÍTULO DIEZ

Eran ran las cinco de la mañana cuando Ben llamó el tres de I agosto. Mamá estaba en
Portland, residiendo en casa de unos amigos que viven cerca del hospital donde estaba Molly,
papá y ella se turnaban en quedarse allí. Fue papá quien me le- vantó cuando llamó Ben. Me
puse apresuradamente los vaqueros, un jersey y unas za- patillas, cogí la cámara a toda prisa y
eché a correr campo a tra- vés. Iba a ser un hermoso día. El sol estaba asomando, muy ro- jo,
de tal modo que hasta los amarillos solidagos parecían rosados. El bebé había obedecido las
instrucciones de Ben y ha- bía elegido llegar a plena luz del día. Iba a ser... bueno, un se-
miobediente bebé, ya no iba a esperar más a que Molly volviese a casa. Tal vez entendiese la
realidad de las cosas mejor que el resto de nosotros. Cuando llamé a la puerta, Ben me gritó
para que entrase. -¡Yo no puedo abrir! -exclamó-, ¡Estoy estéril! "Quiero decir que estoy
esterilizado. O algo así -me expli- có cuando entré y me salió al encuentro en el salón. Llevaba
puesta del revés una larga camisa blanca arrugada y mantenía las manos en alto
cuidadosamente con el fin de no tocar nada. "Según parece, hemos calculado mal el tiempo -
dijo, co- mo disculpándose-. O el libro estaba equivocado. Todo está ocurriendo más deprisa
de como se suponía que iba a ocurrir. ¿Recuerdas lo que ponía en el libro, Meg, sobre la
primera eta- pa del parto, que decía que dura mucho tiempo? ¡Y me imagi- naba que sería
entonces cuando estaríamos todos pendientes, planeando lo que hacer a continuación. "No sé
lo que ha ocurrido. María se despertó hace como una hora y dijo que se sentía rara. Y ahora,
no sé, me siento co- mo si nos hubiésemos saltado un semáforo y tuviéramos que vol- ver
atrás y hacerlo otra vez como es debido. "¡Lo que quiero decir es que creo que va a nacer
inmedia- tamente! Y me he olvidado de todo lo que el libro decía. Estoy aquí dando vueltas
con las manos esterilizadas al aire, temeroso de volver las páginas del libro, para ver lo que
decía sobre la se- gunda fase. María está bien, pero ¡qué estúpido me siento, Meg! -y se quedó
parado, con aire desvalido. Comprendía lo que pasaba por él, porque de repente yo me sentí
aterrada y olvidé cómo funcionaba la cámara. -¿Es Meg?-preguntó María en voz alta. El sonido
de su voz daba una sensación asombrosa de salud para alguien que es- taba a punto de tener
un bebé en cualquier momento. Ben re- gresó a la habitación en que estaba ella y me hizo
gestos de que le siguiera. María estaba en la cama, con la cabeza un poco levantada sobre una
almohada. No me molestó en absoluto que estuvie ra desnuda. Habíamos hablado lo
suficiente los tres sobre esas cosas. Lo que me preocupaba un poco era que estuviese tan ani-
mada. Pensé que algo debía de ir mal; se suponía que el tener un bebé no era ninguna cosa
fácil. Pero María parecía feliz y llena de energía. Eramos sólo Ben y yo quienes estábamos
pálidos y asustados. Levanté la cámara y fotografié a María sonriendo. En el momento en que
tuve la cámara en mis manos, empecé a sen- timme a gusto. La luz era buena; hice las
operaciones adecuadas hasta que un clic me indicó que el enfoque estaba perfecto, to do iba
bien. Ben tenía un estetoscopio y escuchaba el sonido del bebé aplicándolo al vientre de
María. Pude ver que él experi- mentaba la misma sensación que yo; cuando cogió aquel senci.
llo instrumento, sintió otra vez que tenía las cosas bajo control. Era el no saber qué hacer lo
que nos asustaba a ambos. -Escucha!-dijo Ben, y me acercó el estetoscopio. Dejé la cámara.
Escuché donde él me decía y pude distin- guir el rápido y fuerte latido del corazón del bebé.
Estaba lleno de energía y de vida. Sonreí, al oírlo, y respondí con un gesto afirmativo a la
pregunta que me hacían los ojos de María. Luego, conmigo mirándola, cerró los ojos y empezó
a respi- rar rápidamente. La fotografié otra vez y volví la cámara hacia Ben. Él estaba inclinado
sobre la cama, mirando con toda aten- ción mientras esperaba y miraba, sin tocarla; ella dobló
las rodi- llas y arqueó la espalda ligeramente. En la habitación no había otro ruido que el de su
respiración, y vi que el esfuerzo cía recorría todo su cuerpo. que ha-Mira-me susurró Ben. Yo
me puse a los pies de la cama, y pude ver, al tiempo que el conducto se ensanchaba tirante, y
casi temblando por la ac- ción de los músculos de la madre en pleno esfuerzo, la coronilla de la
cabeza del bebé. Distinguí su pelo negro. Luego desapareció, retirándose como si fuese un
puño con un guante que retrocediese hasta meterse en la manga. María se relajó, abrió los
ojos, y suspiró. Ben se le acercó y le habló al oído con voz suave. -Todo va muy bien-dijo con
dulzura-. Veo la cabeza. Será pronto, muy pronto. Dirigió una sonrisa a María, y yo fotografié
sus cabezas juntas, y me di cuenta de que se habían ol- vidado por completo de mi presencia.
María cerró otra vez los ojos y respiró profundamente. Ben pasó otra vez rápidamente a los
pies de la cama; yo per- manecí algo apartada, mirando. Luego recordé la cámara, me aparté
más de la cama, y fotografie su cuerpo entero, tumbada allí, reuniendo todas sus fuerzas, con
la barbilla levantada, la bo- ca abierta y respirando fuerte, esperando. De repente exhaló un
gemido y levantó todo el cuerpo de la cama.-Tranquila, tranquila-murmuraba Ben Se inclinó
hacia adelante y tocó con cuidado la cabeza del bebé, guiándola mientras se apartaba del
cuerpo de ella. Yo me acerqué más y fotografié sus fuertes manos que suje- taban la diminuta
cabeza del bebé como si fuese una cáscara de huevo. La cabeza estaba orientada hacia mí,
plana y sin movi- miento, con rasgos que eran nada más que líneas como las de un dibujo
esbozado a toda prisa; la línea recta de una boca sin nin- gún movimiento, las dos ranuras que
señalaban unos ojos hin- chados y completamente cerrados, y la diminuta y aplastada curva
que señalaba la nariz, María se relajó otra vez. Ben per- maneció muy quieto, con las manos
sujetando aún suavemente la cabeza, y la pequeña y chata cara estaba tan inmóvil como la
cara pintada de un muñeco de plástico. -Una vez más le dijo a María. Yo no creo que ella le
oyera en absoluto; todo su ser estaba tenso, y jadeó mientras el rostro del pequeño cuerpo se
desliza- ba hacia Ben. Y el único sonido fue aún el de María respirando. Yo estaba tirando
fotos, pero ni siquiera oía el clic del dispara- dor, sólo los largos, apagados y agotados jadeos.
Y luego el llanto del niño. Ben lo sujetaba con las dos ma- nos, frotándolo entre ellas. Frotó su
estrecha y grisácea espalda. Por fin las piernas y brazos increíblemente pequeños se movie-
ron un poco, como si fuese alguien durmiendo a quien se des pertase de su sueño, y gimió
brevemente. María sonrió al oír el sonido y levantó la cabeza para mirar. Ben le sonrió con una
mueca y dijo: -Es un niño. Te dije que sería niño. Puso al niño boca abajo, esperó un momento
y luego ató el cordón umbilical por dos sitios e hizo un cuidadoso corte entre ellos. El bebé
estaba ahora libre de María, pero se agitaba contra ella como si quisiera permanecer unido. Su
cara, en aquellos pocos momentos, había cambiado de gris azulado a rosa y, como si fuese una
esponja que se empapa- se en agua, había pasado de ser algo plano y sin relieve a adqui- rir
una forma. La menuda nariz se había alzado hasta formar una suave y perfecta curva; la
delgada línea de la boca se había con- cerra- vertido en algo que se movía y que buscaba, y de
entre los labios salía una lengua que probaba el aire; los ojos se abrían ban, guiñando y
bizqueando; en la frente se dibujaron arrugas cuando la cabeza se volvió hacia la piel de María.
Ella alargó la mano, la tocó gentilmente y se sonrió. Luego cerró los ojos y descanso de nuevo.
-Oye, Meg-dijo Ben alcanzándome una suave toalla blanca que había cogido de una pila de
cosas que tenía en una mesa junto a él-, ten al bebé unos pocos minutos, ¿quieres? mientras
yo termino aquí. Dejé la cámara en el suelo, en un rincón, envolví al bebé en la toalla y lo
levanté apartándolo de María. ¡Qué menudo y qué ligero era! Retiré la toalla de la carita y lo
bajé un poquito sosteniéndolo para que María pudiese verlo. Ella me sonrió, murmuró:
"Gracias", y yo llevé al bebé al salón. Lo sostuve por un momento en el umbral de la puerta de-
lantera de la casa, que estaba abierta. El sol parecía ya de oro y el rocío se estaba ya
evaporando de las altas hierbas y flores del campo. Los pájaros estaban despiertos. -Escucha-le
susurré al bebé-, los pájaros están cantán- dote --Pero él estaba dormido, con los tibios deditos
relajados contra mi pecho. Me senté en la mecedora y me balanceé lentamente atrás y
adelante, intentando compensarle, con el suave y sostenido ritmo de la butaca, de la abrupta y
angustiosa travesía que acababa de realizar. Pensé en aquella abrumadora fuerza en que se
había de- batido todo el ser de María al nacer él, y el modo desorientado y casi doloroso en
que había avanzado cuando se abría paso a tien- tas hacia la vida, fuera del cuerpo de ella. Yo
estaba más conmo- vida de lo que había previsto por lo tremendo de aquel tránsito. Cogi con
una mano una punta de la toalla y se la pasé por la cara, que todavía estaba manchada del
parto. Al tocarle la toalla, dio un respingo sorprendido y abrió los dos ojos; agitó los dedos.
Luego se quedó otra vez dormido, respirando suavemen- te. Se le movieron brevemente las
esquinas de la boca en lo que pareció una momentánea sonrisa, e hizo un pequeño ruidito con
los labios al dormir. -Ben-llamé suavemente. -Sí, aquí estoy. ¿Va todo bien? Casi he terminado.
-Todo va estupendo. Dice que te diga que es feliz. Ben salió de la habitación en que estaba
María secándose las manos con una toalla. Se inclinó hacia mí, echó una mirada al bebé e hizo
una mueca. -¿Así que dice que es feliz, eh? Ya te dije que nos diría su nombre. Le di el bebé a
Ben, entré al dormitorio a coger mi cámara y di un beso a María en la mejilla. Estaba tapada
con una man- ta y dormía. Les dejé allí a los tres y volví a casa, donde mi pa- dre me estaba
esperando. Y claro que le llamaron Feliz. Feliz William Abott-Brady. Cuando Will Banks, se
enteró, le chocó un poco al principio. -¿¡Feliz William?-preguntó sorprendido. ¿Qué clase de
nombre es ése! Luego se quedó pensativo un momento. -Bueno, hay una flor que se llama
Dulce William. Diant hus barbatus, a decir verdad. Así que supongo que no hay ninguna razón
por la que a un chico no se le pueda llamar Felis lliam. Siempre que haga honor al nombre,
claro. De repente sentí el deseo de ser yo quien se lo dijers Molly Hasta entonces había tenido
miedo de ver a Molly, pero ahora ya no lo tenía. No podía explicarlo. Lo único que había
ocurrido era que había visto a María dar a luz a Feliz y, por alguna razón, eso cambiaba las
cosas. Papá me llevó en coche a Portland y por el camino trató de decirme cómo serían las
cosas en el hospital. vez -Tienes que decirte a ti misma una y otra vez dijo que se trata todavía
de Molly. Eso es para mí lo mas difícil. Cada que entro a su habitación, me coge por sorpresa el
ver todos aquellos aparatos. Da la impresión de que te separan de ella, Hay que olvidarse un
poco de ellos y ver que quien está allt si gue siendo Molly. ¿Comprendes? Yo negué con la
cabeza. -No-dije. Papá suspiró. -Bueno, tampoco estoy seguro de comprenderlo yo. Pero, Meg,
escucha, cuando piensas en Molly, ¿cómo piensas en ella? Me quedé callada un momento,
pensando. -Supongo que pienso sobre todo en cómo solía reírse. Y luego me acuerdo de cómo
solía salir corriendo al campo, inclu- so después de ponerse enferma, en las mañanas de sol, a
buscar nuevas flores. Yo solía mirarla, a veces, desde la ventana. -Eso es lo que quiero decir.
Así es también como yo pien- so. Pero cuando llegues al hospital verás que todo es distinto pa-
ra Molly ahora. Es algo que te causará una sensación extraña, porque estás fuera de la
situación, no formas parte de ella. "La encontrarás muy adormilada. Eso es debido a los medi-
camentos que le están dando, para que se sienta lo más a gusto posible. Y no te podrá hablar,
porque tiene un tubo en la gar- ganta para ayudarle a respirar. "Al principio, te parecerá una
extraña. Y eso te dará miedo. Pero puede ofrte, Meg. Háblale. Y entonces verás que bajo to
dos aquellos trastos, los tubos, las agujas y las medicinas, nues tra Molly aún está allí. Tienes
que recordarlo. Esto te lo hará más fácil. "Y, escucha Meg-añadió. Iba conduciendo con mucho
cuidado siguiendo la línea blanca del centro de la sinuosa carretera. -¿Qué? -Una cosa más.
Recuerda, también, que Molly no tiene dolores y que no está asustada. Somos sólo tú y yo y
mamá aho- ra quienes sufrimos y estamos asustados. "Esto es algo difícil de explicar, Meg,
pero Molly está apa- ñándoselas muy bien por sí misma en esta situación. Nos nece- sita,
necesita nuestro cariño, pero no nos necesita para nada más ahora.Hizo un esfuerzo por tragar
saliva y añadió: -Morir es algo muy solitario. Lo único que podemos hacer nosotros es estar allí
cuando ella quiera que estemos. Yo había cogido de casa el pequeño florero con las
bardagueras. Las toqué, abstraída, y alargué la mano estrechando la de papá durante un rato.
Mamá salió a nuestro encuentro en el hospital; los tres co- mimos juntos en la cafetería del
primer piso. Hablamos sobre todo de Feliz. -Yo fui la primera en cogerlo, mamá-le dije-. Creo
que me sonrió. Mamá asintió con expresión de estar recordando algo. Empezó a hablar, se
paró y se quedó callada un momento. Y luego dijo lo que estaba pensando.-Recuerdo cuando
nació Molly. Es algo muy especial. Me dijo que Molly estaba despierta, que sabía que yo iba y
que quería verme. Luego me llevaron al piso de arriba. Qué pequeña parecía. Por primera vez
en mi vida me sentí más vieja y mayor que Molly. Pero no más hermosa. Nunca me sentiría
más hermosa que Molly Había perdido completamente el pelo. Todos aquellos largos rizos
rubios ya no formaban parte de Molly, la transparen te piel de su rostro y su cabeza parecían la
fina porcelana de una muñeca antigua contra la blanca almohada de aquella ca ma de hospital.
Por encima de la cabeza, de una especie de percha metálica colgaban botellas de cristal y
bolsas de plás tico con etiquetas; por los tubos que iban desde esos cacharros a las venas del
brazo izquierdo de Molly, vi cómo cafan lenta- mente los líquidos, gota a gota, como lágrimas.
El tubo que penetraba en la garganta estaba firmemente sujeto con espa- radrapo pegado a la
piel. Traté mentalmente de separar a Molly de todas aquellas cosas. Aunque la pena y el dolor
me oprimían por dentro como un puño que me atenazase, vi las pestañas de sus ojos cerrados
dibujadas en perfectas líneas cur- vas sobre la mejilla. Los rayos del sol entraban por la ventana
y yo seguí con la mirada los fugaces dibujos que formaban so- bre la cama, temblorosos y
cambiantes por el balanceo de las hojas de los árboles de afuera, por entre las que se filtraba
la luz del sol. -Molly-dije. Ella abrió los ojos, me vio allí y sonrió. Esperaba que le hablase. -
Molly, ha nacido el bebé. Se sonrió de nuevo, muy adormilada. -Es niño. Nació en la cama de
latón, como ellos querían. Vino muy rápidamente. Ben estaba preparado para esperar ho- ras,
pero María no paraba de reírse y decir: "No, Ben, va a ve- nir ya!" Y así ocurrió. Ben lo levantó
y lo puso sobre el vientre de María, y él se acurrucó y se durmió. Ella me miraba, escuchando.
Por un momento pareció co- mo si estuviéramos en casa otra vez, en nuestras camas, hablan-
do en la oscuridad. -Luego Ben me lo dio a mí, y yo lo llevé hasta la entrada y le enseñé cómo
estaba saliendo el sol. Le dije que los pájaros le estaban cantando a él. "Will llegó más tarde y
les trajo un ramo de flores silvestres. Yo no sé los nombres... Tú sí que los sabrías, en cambio.
Todas amarillas y blancas. "Todos ellos, Ben, María y Will, me han encargado decirte que te
quieren. Alargó una mano para coger la mía y me la estrecho. Su mano no tenía ni siquiera la
fuerza de la del bebé. -Ben y María me han dicho si les querría hacer otra copia de la foto en la
que estás con el capullo de perejil silvestre en la mano. Quieren colgarla en la pared del salón.
Pero Molly ya no escuchaba. Había vuelto la cabeza hacia un lado y había cerrado los ojos. Su
mano se resbaló poco a poco de la mía y se quedó de nuevo dormida. Puse el pequeño
jarroncito de bardagueras en la mesilla que había junto a la cama, donde pu- diera verlo
cuando se despertase. Luego la dejé allí sola. Camino de casa, le dije a mi padre. -Will Banks
me dijo en una ocasión un verso de un poe- ma. Dijo: "Es por ti, Margaret por quien muestras
tu pena", y yo le dije que yo nunca sentía pena de mí misma. Pero creo que él tenía razón.
Gran parte de mi tristeza es porque echo de menos a Molly. Incluso echo de menos mis peleas
con ella. Mi padre me atrajo hacia él en el asiento del coche y me pasó el brazo por los
hombros. -Te has portado magníficamente en todo esto, Meg-di- jo. Siento no habértelo dicho
antes. Yo también he estado muy ocupado sintiendo pena por mí mismo. Y luego fuimos
cantando todo el camino que quedaba has- ta casa. Cantamos "Michael, rema y lleva tu bote a
la orilla", la mayor parte desafinando, y nos inventamos versos para casi to- do el mundo.
Cantamos "el bote de papá es un bote-libro", "el bote de mamá es un bote-edredón", "el bote
de Meg es un bote. cámara", todo lo cual nos pareció a los dos mucho más diverti- do de lo
que realmente era. y entran- Por último, cantamos "el bote de Molly es un bote-flor" y para
cuando terminamos ese verso estábamos girando do en el sendero que llevaba a casa. Y dos
semanas más tarde se nos fue. Cerró simplemente los ojos una tarde y ya no los volvió a abrir
más. Mamá y papá tra- jeron a casa las bardagueras para que yo las conservase.

CAPÍTULO ONCE

EI tiempo sigue, la vida continúa, y uno tiene que vivirla. Al cabo de un tiempo recuerda una
las cosas buenas más a me- nudo que las malas. Luego, gradualmente, las partes vacías y silen-
ciosas de una se llenan con sonidos de palabras y de risas otra vez, y el cortante filo de la
tristeza se va suavizando por los recuerdos. Nada volverá nunca a ser lo mismo, sin Molly. Pero
hay to- do un mundo aún, esperando, y en él hay cosas buenas. Era septiembre, y había
llegado el momento de abandonar la casita que nos había empezado a parecer un hogar.
Llamaron a la puerta de delante y contesté yo, y luego subí al estudio. Papá estaba sentado en
su escritorio, mirando con ex- presión sombría las pilas de folios de papel sujetos con clips que
había puesto en el suelo siguiendo un cierto orden. -Papá, Clarice Callaway está en la puerta
con un hombre. Dice que le disgusta mucho tener que molestarte en un mo- mento tan malo,
pero...-Pero que va a hacerlo de todas maneras, ¿no es eso?-mi padre suspiró y se levantó.

Oi cómo Clarice, en la puerta delantera, le presentaba al hombre que estaba allí con un
maletín en la mano y con aspec to de impaciencia y aburrimiento. Papá les hizo pasar, pidió a
mamá que hiciera café y se sentaron los tres en el salón. Yo volví al cuarto oscuro donde
estaba intentando quetar mis cosas. Iba a tener un cuarto oscuro en la ciudad, pa pá había
contratado ya a un par de estudiantes suyos para que construyesen las estanterías e hiciesen
la instalación de fonta nería y de electricidad en lo que había sido una habitación de servicio,
muchos años atrás, en el tercer piso de aquella casa. Iba a ser, de hecho, un cuarto oscuro más
grande y mejor equipado que el que había tenido todo el verano, así que no era eso lo que me
hacía sentirme deprimida. Y Will Banks casi había termina- do el cuarto oscuro que se estaba
haciendo en lo que había sido un trastero de su casita. Así que mi marcha no iba a significar el
final del interés y el entusiasmo de Will, ni el de su habilidad, y no podía ser eso lo que me
tenía triste mientras empaquetaba mis negativos, mis reactivos y mis utensilios. Me imagino
que la razón de mi tristeza era que ya no íbamos a estar haciéndolo jun- tos más, Will y yo.
Resulta difícil tener que renunciar a la compañía de muy alguien. Cerré bien las cajas de
embalar con cinta adhesiva, escribi en ellas "Cuarto oscuro" y las llevé a un rincón de la cocina.
Allí había ya otras cajas: mamá llevaba empaquetando varios días. Había cajas en las que ponía
"Vajilla", "Utensilios de cocina" y "Paños de cocina". Llevábamos viviendo toda la semana
como si estuviéramos de acampada, comiendo en platos de papel, ter- minando los restos que
quedaban en la nevera y preparando co- midas con las últimas pocas cosas que quedaban en el
huertecito de mamá.Había una caja en la que ponía "Edredón". Dos noches an tes, mi madre
había cortado un hilo, había mirado el edredón sorprendida y había dicho: -Creo que está
terminado. ¿Cómo puede estar terminado! -Le dio mil vueltas buscando alguna esquina o
alguna zona que se le hubiese olvidado, pero lo había cubierto, hasta el último centímetro, de
limpias y apretadas filas de minúsculas puntadas. Se puso de pie y lo extendió sobre la gran
mesa de la cocina. Allí estaban, todos aquellos ordenados y geométricos dibujos de nuestro
pasado, de Molly y mío. Todos aquellos brillantes cua- drados de color: en el centro, los rosas y
amarillos pálidos de nuestros vestidos de bebé; un poco más hacia fuera, en filas cui-
dadosamente dispuestas, los estampados de florecitas y las telas de cuadros vivos de los años
en que éramos niñas pequeñas; y en los bordes, las sargas y panas, más apagados, de los años
en que nos íbamos haciendo mayores. -Sí que está acabado-dijo lentamente. Está hecho del
todo-Luego lo dobló y lo metió en la caja. La oí cómo servía café en el salón. Estaba teniendo
lugar una discusión. Oía las voces rápidas y enfadadas de los visitantes, y de repente oí la suave
voz de mi madre que decía: "Eso no es justo", del mismo modo que yo solía decírselo a Molly.
Se hizo un silencio en el salón durante un momento des- pués de decir mamá eso. Luego oí
que mi padre decía: "No tie- ne sentido que sigamos discutiendo aquí. Vamos a ver a Will.
Debería usted haber ido a verle en primer lugar, señor Hunting- ton". Papá entró en la cocina a
usar el teléfono. -Oiga, Will-dijo-. Está aquí su sobrino. ¿Podemos acercarnos! Papá se sonrió al
escuchar la respuesta. Podía imaginarme lo que estaba diciendo Will; nunca le había oído decir
nada bue- no del hijo de su hermana. -Will-dijo papá en el teléfono-, usted lo sabe, y yo lo sé.
No obstante, tenemos que ser civilizados. Ahora cálmese. Es taremos ahí en unos pocos
minutos. Tras colgar, dijo: Meg, ve corriendo a casa de Ben y María, haz el favo Diles que tú te
quedas con Feliz y que vengan a reunirse con vo sotros en casa de Will para hablar con su
sobrino de Boston. Cuando volvimos al salón, of que Clarice Callaway -No he terminado mi
café. Y cómo mi padre respondía:-Clarice, siento molestarla pero... Y percibí por el tono de su
voz la satisfacción que le producía decir eso. Me encantaba cuidar a Feliz. Ésa era otra de las
cosas por las que me fastidiaba enormemente tener que regresar a la ciudad, que no tendría
oportunidad de verle crecer y aprender cosas. Ya sostenía la cabeza derecha y echaba miradas
a su alrededor. El aspecto de recién nacido era ya algo del pasado; al cabo de sólo un mes,
ahora era ya una personita, con grandes ojos azules, una voz fuerte y una personalidad
definida. María decía que era co- mo Ben, con un condenado sentido del humor y sin ningún
res- peto por las buenas maneras convencionales. Ben decía que era como María: ilógico,
tajante y presumido. María le dio a Ben con un paño de cocina cuando éste dijo eso, y Ben me
hizo una mueca y dijo: -Ya ves lo que quiero decir, ¿no?
Para mí su hijo era simplemente Feliz, no alguien parecido a otra persona, sino él mismo.

Cuando Ben y María volvieron de casa de Will, les pregun té qué estaba pasando. María giró
los ojos en las órbitas y dijo: -Yo que sé; una locura, eso es lo que está pasando. Ben se estaba
desternillando de risa. -Meg, tengo que enseñarte una cosa.

Fue al aparador y sacó la caja donde estaba el álbum con las fotos de la boda. -Yo ya las he
visto, Ben. Sé que estáis casados. No es po Clarice esté todavía preocupándose por eso. sible

que

-No, no, mira, boba-dijo Ben.

Pasó las pesadas páginas llenas de fotos en color hasta que encontró la que buscaba. Era un
grupo muy numeroso de invi- tados a la boda, gente de mediana edad, que estaban bebiendo
champán. En el centro de aquella multitud, con un aspecto ab- solutamente respetable y al
mismo tiempo un poco atontadito por el champán, estaba el sobrino de Will Banks.

-Es Martin Huntington! -exclamó Ben, que estaba prácticamente tronchándose de risa- No
podía dar crédito a mis ojos. Entré en casa de Will, y allí estaba este majadero ves- tido con un
traje de abogado, con una cartera de ejecutivo en la mano, y me miró cuando entré vestido
con mis vaqueros y con mi barba, como si no quisiera acercarse más por miedo de contagiarse
de alguna enfermedad. Y cuando yo caí en la cuen- ta de quién era, le alargué la mano -
deberías haber estado allí, Meg- y dije: "Señor Huntington, ¿no se acuerda usted de mí? Soy
Ben Brady".

-¿De qué le conoces?-pregunté. -Lleva años empleado en el bufete de abogados de mi pa-

dre-dijo Ben riéndose-. Oh, deberías haberle visto, Meg. Se quedó allí parado en el salón de
Will con la boca abierta, y lue- go dijo con esa manera pomposa de hablar que tiene: "Bueno,
Benjamin. Yo... ah, naturalmente no tenía ni idea de que... ah, era usted el vivía en la casa de
mi familia. Ah... natural- que mente, esto añade... ah, añade un cierto elemento de... ah, un
cierto elemento de peculiaridad a este procedimiento.

"Procedimiento! ¿Te imaginas, llamar a una discusión en el salón de Will Banks


"procedimiento"? Eso es muy típico de Mar- tin Huntington. ¡Me muero de impaciencia por
contárselo a mi padre!
-¿Pero qué va a ocurrir? Ben se encogió de hombros.

-No sé. Pero voy a llamar a mi padre. Yo sé lo que me gus taría que ocurriera. Me gustaría
comprarle esta casa a Will, si pa- pá me presta el dinero para la entrada. Me gustaría que Feliz
creciera aquí. ¿Qué te parece eso, Fel? Eh, María, ¡ese crío nunca para de comer? María estaba
dando el pecho a Feliz. Le hizo una mueca a Ben

-Va a seguir los pasos de su viejo-dijo. Cuando volví a casa, mis padres estaban en el salón to
mándose el café recalentado. La alfombra estaba enrollada y los visillos habían desaparecido
de las ventanas. Poco a poco la ca sa se iba vaciando de todo lo que había sido nuestro.

-Ben quiere comprar la casa-les dije-. Les gustaría vi- vir siempre aquí.

Suspiré, me sacudí los zapatos y me limpié con la mano los trozos de hojas muertas que se me
habían pegado a los calceti- nes y a los vaqueros. Todo en el campo parecía estar muriendo. -
¡Caramba, eso es estupendo! -dijo mi padre-. ¿Por qué

tienes un aire tan deprimido? -No estoy segura -respondi-, Supongo que es porque nos
marchamos. El verano próximo todo será otra vez lo mismo para ellos, pero ¿y nosotros?

Mamá y papá se quedaron en silencio un momento. Por úl-

timo dijo papá:

-Escucha, Meg. Esta casa todavía estará aquí el verano próximo. Podríamos alquilarla otra vez.
Pero mamá y yo hemos hablado de ello, y realmente no estamos seguros. -Tenemos aquí
tantos recuerdos tristes, Meg...-dijo mi

madre en voz baja.

-Pero el próximo verano, sin embargo-aventuré-, tal vez será más fácil. Tal vez nos gustase
recordar a Molly en esta casa.

Mamá se sonrió.
-Tal vez. Esperemos y ya veremos.

Nos levantamos los tres; mamá fue hacia la cocina, para ter- minar de empaquetar las cosas de
allt. Papá empezó a subir las escaleras hacia su estudio. -¿Sabes?-dijo, parándose a medio
camino en la escale-

ra-. En cierto punto del libro escribí que el uso de las coincidencias es un recurso literario
inmaduro. Pero cuando Ben en- mó en el salón de Will hoy y dijo: "Señor Huntington no se
acuerda usted de mil", bueno...

Se quedó parado un momento, pensativo. Luego empezó a

hablarse a sí mismo.

-Y si arreglo el capítulo noveno-dijo entre dientes- hacer que corresponda con... -Subió
lentamente el resto para de los escalones, hablando solo. En lo alto de las escaleras, se pa- ró,
echó una ojeada a los montones de folios del estudio, luego se volvió y nos llamó con aire
triunfal: -¡Lydia! ¡Meg! ¡El libro está acabado! ¡Sólo le falta rear-

denarlo! ¡No me había dado cuenta hasta ahora! Así que empaquetó el manuscrito también, y
en grandes le- ye tras mayúsculas papá escribió en la caja: "LIBRO".

Al día siguiente llegó el camión de mudanzas. Will Banks, Ben y María, con Feliz en brazos, nos
despidieron en el sendero de la casita diciéndonos adiós con la mano.

Estábamos a finales de septiembre cuando un día mi padre,

a la vuelta de sus clases a casa, me dijo: -Meg, péinate. Quiero que vengas conmigo a un sitio.

Por lo general no se da cuenta ni le importa si tengo el ca- bello peinado o no, así que supe que
era a algún sitio especial. Hasta me lavé la cara y me puse mis zapatos de la escuela en lu- gar
de las zapatillas que llevaba. Cogí una chaqueta; estaba em- pezando a hacer frío, era esa clase
de aire de septiembre que hue- le a calabazas, a manzanas y a hojas muertas, y entré en el
coche. Papá me llevó al museo de la universidad, el gran edificio de pie- dra con estatuas de
bronce en la fachada.
-Papá susurré mientras subíamos los amplios pelda- ños, he visto mil veces la colección del
Renacimiento. Si me vas a hacer seguir otra vez ese recorrido guiado, me...

-Meg-dijo, ¿quieres hacer el favor de estar callada?

La señora que estaba en el mostrador de la entrada conocía

a papá.

-Doctor Chalmers dijo, sentí mucho enterarme de lo

de su hija

-Gracias-dijo mi padre- Esta es mi otra hija, Meg Meg, ésta es la señorita Amato. Le estreché la
mano, y ella me miró con curiosidad.

-Oh-dijo como si estuviera sorprendida. ¿Acaso no bía que papá tenía otra hija? Oh, -dijo otra
vez, la expo- sición de fotografía está en el ala izquierda, doctor Chalmers. Yo ni siquiera había
oído hablar de que hubiese una ex-

posición de fotografía. No era de extrañar, porque había esta do ocupadisíma, organizando el


nuevo cuarto oscuro y prepa rándome para empezar las clases. Me acometió una sensación de
aprensión mientras papá y yo nos dirigíamos hacia el ala izquierda.

-Papá-dije-, ¿no habrás mandado ninguna de mis fo tos a una exposición, verdad?

-No-dijo, moviendo la cabeza-. Nunca lo haría sin pe dirte permiso, Meg. Algún día lo harás tú
misma.

Las grandes paredes blancas de la sala estaban llenas de fo- tografías enmarcadas. El rótulo de
la entrada ponía en caracte- res góticos cuidadosamente dibujados: Caras de Nueva Inglaterra.
Cuando empezamos a recorrer la sala, reconocí el nombre de los fotógrafos, nombres
famosos, nombres que había visto en las re- vistas y libros de fotografía que había sacado de la
biblioteca. Todas las fotografías eran de gente: los rostros viejos y flacos de granjeros que
vivían en los perdidos caminos del interior, los rostros gastados y llenos de arrugas de sus
esposas; los rostros vi- vaces y pecosos de los niños.

Y, de repente, allí estaba mi cara. Era una fotografía grande, montada sobre un fondo blanco y
con un estrecho marco negro, y no se trataba de una extraña que diese la casualidad de pare-
cerse a mí; era mi cara. Estaba tomada en ángulo; el viento me levantaba el cabello y yo tenía
dirigida la mirada a lo lejos, mu- cho más allá de los bordes meticulosamente recortados de la
foto o los rígidos confines de su marco. El perfil de mi cuello y bar billa y de la mejilla medio
vuelta se recortaba vivamente, con- tra las sutiles y borrosas siluetas de los pinos que había al
fondo. Supe entonces, aunque no lo supiera en su momento, que

la había sacado Will. La había hecho en el cementerio del pue- blo el día en que enterramos allí
a Molly y cubrimos su tumba con solidagos. La línea que definía mi cara, la línea que separa- ba
los oscuros árboles de la luz que se curvaba en mi frente y en mi mejilla, era la misma línea que
con su forma había identifi- cado en otro tiempo a Molly. La manera como yo sostenía los en
que hombros era el mismo modo ella sostenía los suyos. Era una cosa pasajera, bien lo sabía,
pero cuando Will levantó la cámara y abrió el obturador durante cinco centésimas de se-
gundo, lo captó e hizo permanente lo que en mí pudiera haber

de Molly. Me sentí agradecida y contenta.

Me acerqué más para leer lo que ponía al pie de la foto. El título era "Genciana áurea"; en el
otro lado estaba su firma: Wi- lliam Banks.

Papá dije, tengo que volver. Tengo que ver a Will. Se lo prometí.

Mi padre me llevó ese fin de semana. Recordé, cuando iba- mos en el coche, qué camino más
largo me había parecido el ve rano anterior cuando fuimos por primera vez a la casa del cam-
po. Ahora la distancia parecía corta. Tal vez sea que cuando un lugar se nos ha hecho familiar
eso hace que nos parezca que es- tá más cerca; o quizá ello sea sólo parte del proceso de irse
ha- ciendo mayor.

Allí estaba Will, con la cabeza dentro del capó de su ca- mioneta. Se enderezó cuando
entramos con el coche, se limpió las manos en un trapo y dijo con cara burlona: -Las bujías.

-Will, he venido para que pueda usted enseñarme la gen- ciana áurea. Siento mucho haberme
olvidado.
-No te olvidaste, Meg-me dijo. No era la época has ta ahora.

Mi padre esperó en casa de Will mientras nosotros cruzába mos los campos. Casi todas las
flores habían desaparecido. La casa de Will estaba cerrada y vacía, aunque bía hecho María
todavía colgaban en las ventanas. Se hablan que ha ido para que Ben pudiera completar el
último curso de su licen ciatura en Harvard. las cortinas

-Volverán -dijo Will, cuando me vio mirar a con su pintura todavía reciente y su jardín aún
ordenado y lim casa, pio, aunque ya no había en él hortalizas- Ahora la casa es su ya. Tal vez el
próximo verano puedas ayudar a Feliz a aprender a andar. a la

Tal vez. Tal vez habría otro verano lleno de flores y de la ri- sa de un niño cuya vida acababa
apenas de empezar. Will fue derecho a un sitio, en el lado del bosque en el que

el abeto crecía junto a los abedules. A mí se me había olvidado el sitio que él había señalado
unos meses atrás, pero ésta era su tierra; la conocía como su propia vida. Apartó la maleza y
me condujo al lugar donde sabía que crecerían las gencianas. Era un lugar muy tranquilo y
silencioso. El suelo estaba cubierto casi to do de musgo y el sol caía en manchones por entre
las altas CO- pas de los árboles, iluminando el verde profundo aquí y allá en dibujos que
recordaban los de un edredón.

El pequeño matojo de gencianas áureas estaba solo, con sus capullos púrpuras rematando los
rectos tallos que se elevaban hacia la luz del sol desde la tierra húmeda. Will y yo nos queda-
mos parados y las miramos juntos.

-Son mis flores favoritas-me dijo-, supongo que por que son las últimas de la estación. Y
porque crecen aquí com- pletamente solas, sin importarles si alguien las ve o no. -Son muy
bellas, Will-dije; y lo eran.

-"Intentó ser una rosa"-dijo Will, y supe que estaba otra vez haciendo una cita literaria, "y no lo
consiguió, y el verano entero se rió de ella; pero justo antes de las nieves, apareció una
criatura que maravilló a toda la colina; y el verano escon- dió la cabeza y las burlas cesaron". -
Will-dije cuando nos dábamos la vuelta para salir del

bosque, debería usted haber sido poeta.

Él se echó a reír. -Mecánico de camionetas hubiese resultado más práctico.


Yo me quedé un poco rezagada cuando íbamos de vuelta campo a través, ansiosa por grabar
cada imagen en mi mente. Hasta el solidago había desaparecido. Las altas hierbas se habían
vuelto amarillentas y quebradizas, como los tonos sepia de una vieja y ajada fotografía. Vi
mentalmente a Molly de nuevo, en rápidas secuencias, como si fuese una película que se fuera
pa- rando y arrancando otra vez. La vi de pie en la hierba, cuando ésta estaba verde, con los
brazos llenos de flores; con el viento agitándole el cabello, con su sonrisa pronta, alargando la
mano para coger la flor siguiente, y la siguiente... El polen flotaba en el aire a su alrededor
tomando mil formas a la luz del sol, y ella volvía la cabeza y reía...

En algún lugar, para Molly-pensé de repente, aún se- guirá siendo verano, verano siempre.

Al otro lado del campo vi la casita que había sido nuestro hogar. Y delante de mí vi a Will. Le
observé mientras caminaba hacia casa, apartando la hierba con su pesado bastón, y me di
cuenta de que se iba apoyando en él al andar, de que necesitaba su ayuda. Caminar por el
pedregoso campo no le resultaba tan fácil como a mí. Comprendí entonces lo que me había
dicho Ben en cierta ocasión, lo de que hay que saber y aceptar que tie- nen que ocurrir cosas
malas, pues comprendí, mirándole, que también algún día perdería a Will.

Corrí para alcanzarle.-Will-dije-, sabe usted que la foto que me hizo está expuesta en el museo
de la universidad? Él asintió con la cabeza.-¿Te importa?Hice un gesto negativo.-Me sacó usted
guapa-dije con timidez.-Meg-dijo riéndose mientras me pasaba el brazo por los hombros, tú
siempre has sido guapa, siempre.

También podría gustarte