2011 9 0rd A La Casa en La Roca (R Cantalamessa)

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LA CASA EN LA ROCA

IX Domingo A - 2008-06-01

Deuteronomio 11, 18.26-28; Romanos 3, 21-25a.28; Mateo 7, 21-27

Todos sabían, en tiempos de Jesús, que es de necios construir la propia casa sobre arena, en el
fondo de los valles, en lugar de hacerlo en lo alto de la roca. Después de cada lluvia abundante se
forma, en efecto, casi de inmediato un torrente que barre las casitas que encuentra a su paso. Jesús
se basa en esta observación, que probablemente había hecho en persona, para construir a partir de
ella la parábola de este domingo sobre las dos casas, que es como una doble parábola.
"Así pues todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre
prudente que edificó su casa sobre roca; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y
embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca".

Con simetría perfecta, variando sólo poquísimas palabras, Jesús presenta la misma escena en
negativo: "Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre
insensato que edificó su casa sobre arena; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos,
irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina".
Construir la propia casa sobre arena quiere decir volver a poner las propias esperanzas y certe -
zas en cosas inestables y aleatorias que no se sustraen al tiempo y a los vuelcos de fortuna. Tales
son el dinero, el éxito, la propia salud. La experiencia lo pone ante nuestros ojos cada día: es muy
poco lo que basta -un pequeño coágulo en la sangre, decía el filósofo Pascal- para que todo se
derrumbe.
Construir la casa sobre roca quiere decir, al contrario, fundar la propia vida y las propias
esperanzas en aquello que "los ladrones no pueden robar ni la polilla deshacer", sobre lo que no
pasa. "Los cielos y la tierra pasarán -decía Jesús--, pero mis palabras no pasarán".
Construir la casa en la roca significa, muy sencillamente, construir en Dios. Él es la roca. Roca es
uno de los símbolos preferidos de la Biblia para hablar de Dios: "Nuestro Dios es una roca eterna"
(Is 26,4); "Él es la Roca, perfecta es su obra" (Dt 32,4).
La casa construida sobre la roca ya existe; ¡se trata de entrar en ella! Es la Iglesia. No, evidente-
mente, la que está hecha a base de ladrillos, sino la formada por las "piedras vivas" que son los
creyentes, edificados en la "piedra angular" que es Cristo Jesús. La casa en la roca es aquella de la
que hablaba Jesús cuando decía a Simón: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra (literalmente ‘roca')"
edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18).
Fundar la propia vida sobre la roca significa por lo tanto vivir en la Iglesia; no quedarse fuera
apuntando sólo el dedo contra las incoherencias y los defectos de los hombres de Iglesia. Del dilu -
vio universal se salvaron sólo pocas almas, las que habían entrado con Noé en el arca; del diluvio
del tiempo que todo engulle se salvan sólo los que entran en el arca nueva que es la Iglesia (cf. 1 P
3, 20). Esto no quiere decir que todos los que están fuera de ella no se salven; existe una pertenen-
cia a la Iglesia de otro tipo, "conocida sólo a Dios", dice el Concilio Vaticano II respecto a quienes,
sin conocer a Cristo, obran según los dictados de la propia conciencia
El tema de la palabra de Dios, que está en el centro de las lecturas de este domingo y sobre el
que se celebrará en octubre el próximo Sínodo de los obispos, me sugiere una aplicación práctica.
Dios se ha servido de la palabra para comunicarnos la vida y revelarnos la verdad. ¡Los seres huma-
nos usamos a menudo la palabra para dar muerte y esconder la verdad! En la introducción a su fa -
moso Dizionario delle opere e dei personaggi, Valentino Bompiani relata el siguiente episodio: En
julio de 1938 tuvo lugar en Berlín el congreso internacional de los editores, en el que él también
participó. La guerra se palpaba ya en el aire y el gobierno nazi se mostraba maestro en la manipula -
ción de las palabras con fines de propaganda. El penúltimo día, Goebbels, que era ministro de
Propaganda del Tercer Reich, invitó a los congresistas al aula del Parlamento. Se pidió a los delega-
dos de los distintos países una palabra de saludo. Cuando llegó el turno a un editor sueco, éste
subió al estrado y con voz grave pronunció estas palabras: "Señor Dios, debo pronunciar un dis -
curso en alemán. Carezco de vocabulario y de gramática, y soy un pobre hombre perdido en el
género de los nombres. No sé si la amistad es femenino o si el odio es masculino, o si el honor, la
lealtad y la paz son neutros. Así que, Señor Dios, recobra las palabras y déjanos nuestra humanidad.
Tal vez lograremos comprendernos y salvarnos". Estalló un aplauso, mientras Goebbels, que había
captado la alusión, salía airado de la sala.
Un emperador chino, interrogado sobre qué era lo más urgente para mejorar el mundo,
respondió sin dudar: ¡reformar las palabras! Quería decir: devolver a las palabras su verdadero
significado. Tenía razón. Hay palabras que, poco a poco, han sido vaciadas completamente de su
significado original y colmadas de un significado diametralmente opuesto. Su uso no puede más
que resultar perjudicial. Es como poner en una botella de arsénico la etiqueta "digestivo eferves-
cente": alguien se envenenará. Los Estados se han dotado de leyes severísimas contra los falsifica -
dores de moneda, pero de ninguna contra la falsificación de las palabras. A ninguna palabra le ha
ocurrido lo mismo que a la pobre palabra "amor". Un hombre abusa de una mujer y se justifica di-
ciendo que lo ha hecho por amor. La expresión "hacer el amor" frecuentemente representa el acto
más vulgar de egoísmo, en el que cada uno piensa en su satisfacción, ignorando totalmente al otro
y reduciéndole a simple objeto.
La reflexión sobre la palabra de Dios nos puede ayudar, como se ve, también a reformar y
rescatar de la vanidad la palabra de los hombres.

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