02 Leo Vidal - La Profecia 2013 - Francesc Miralles
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Francesc Miralles
La profecía 2013
ePUB v1.1
LittleAngel 16.01.12
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Francesc Miralles
Editorial: Grupo Planeta, Booket
Año de publicación: Septiembre 2008
ISBN: 978-84-270-3560-7
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PRIMERA PARTE
LA CALLE CERRADA
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La llegada de aquel sobre ámbar había quebrado una calma que era sólo aparente.
Había consumido el domingo por la tarde mirando con inquietud cómo el sol se
desmoronaba detrás de las montañas. Aunque llevaba cuatro meses viviendo en
aquella casa, todavía me hipnotizaba el espectáculo de los picos de Montserrat
revestidos de luz dorada. Pronto caería la noche y empezarían a brillar las primeras
estrellas.
Sin embargo, yo no experimentaba el menor sentimiento de plenitud. Como si el
paisaje crepuscular fuera el cierre de una etapa en la que había conocido cierta
felicidad, de repente sentía que mi mundo estaba a punto de derrumbarse.
Mientras cerraba los ventanales del balcón —entrado junio, aún refrescaba—, me
dije que aquel mal presentimiento debía de ser simple aprensión de padre: Aina había
salido en coche con Ingrid protestando de buena mañana y no habían regresado aún.
Pero cuando, de vuelta al salón, advertí el sobre junto a la puerta, supe que se
avecinaban otro tipo de problemas. Desde mis investigaciones sobre el Cuarto Reino,
nadie me había vuelto a contactar con métodos inusuales. Que alguien se hubiera
tomado la molestia de acercarse a mi casa un domingo por la tarde y, sin llamar a la
puerta, deslizar el sobre por debajo, era, como mínimo, desconcertante. Mi nombre
escrito en paciente letra de imprenta no hacía más que confirmar esa impresión.
Tomé el sobre grande y amarillento entre los dedos con más temor que curiosidad
y lo hice rotar 180° para ver el remitente:
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siglo XVI conocida como Santa Creu, durmieron en una de sus dependencias al
suponerla abandonada. Alertados por el propietario de un restaurante de montaña que
había detectado el vehículo —una furgoneta blanca—, la familia propietaria denunció
la ocupación de la finca. Tras la detención, la policía encontró en el interior de la
furgoneta diversos muebles de valor procedentes de la masía.
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darle mi confirmación. Tal vez suponía que 200 euros eran suficiente acicate para un
periodista que se ofrecía en los anuncios clasificados para hacer traducciones.
En cualquier caso, si se trataba de una consulta sobre arte robado —aunque yo no
era ningún especialista—, bastaría con salir temprano al día siguiente para estar de
vuelta al mediodía.
Al doblar el billete y meterlo en mi cartera tuve la impresión de que firmaba
tácitamente un contrato con Alfred Desmestre para un asunto que desconocía. De
haber sabido el lío en el que estaba a punto de meterme, hubiera devuelto
inmediatamente el billete al sobre, junto con toda la documentación, y se lo habría
mandado por mensajero a su remitente.
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Me desvelé antes del amanecer. Tal vez por la fuerte discusión con Aina antes de
acostarnos, había dormido de forma superficial y abrí los ojos poco después de las
cinco de la madrugada. Di varias vueltas sobre la cama, pero no lograba conciliar
nuevamente el sueño.
Estuve una hora larga tumbado mientras la oscuridad daba paso a la evanescente
luz del alba. Cavilaba sobre lo que había dejado atrás al otro lado del océano.
Ciertamente no mantenía relación alguna con mi ex mujer, que había renunciado a
criar a su propia hija, pero de algún modo el suelo sobre el que has crecido siempre te
aporta seguridad.
Aunque mi padre había regresado a su Barcelona natal cuando yo era un niño —
me había rogado que no intentara ponerme en contacto con él—, para mí aquél aún
era un mundo extraño. Había dedicado seis meses a aprender el idioma, y ahora era el
perfecto americano desclasado que sólo puede aspirar a dar clases de inglés en una
academia de segunda.
Dejé de lado mis lamentos para contemplar a Aina bajo la primera luz del día. Su
melena rizada se desparramaba sobre la almohada como un mar de olas doradas. Le
llevaba algo más de diez años, pero parecía estar a gusto conmigo: un hombre sin un
pasado digno de mención y con un futuro más que incierto. Merecía mi amor ya sólo
por eso.
Planté un beso en su frente antes de salir de la cama y subir en batín al piso de
arriba.
Aún retumbaba en mis oídos el portazo de Ingrid la noche anterior. Sin embargo,
al verla dormir plácidamente en su cama, me pareció una criatura incapaz de romper
un plato. El cabello rubio y lacio, como el de su madre, dejaba al descubierto una
mejilla llena de pecas mientras movía ligeramente los labios entre sueños.
Salí de su cuarto con la sensación —tal vez fuera sólo autoengaño— de que
dejaba la casa en orden y podía partir hacia Gerona sin más sobresaltos.
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sus lamentos musicales a no pocas mujeres.
Yo había escuchado compulsivamente sus pavanas e himnos fúnebres durante las
largas noches de estudio en Berkeley. Lo había recuperado recientemente al recibir
como regalo de Aina, en mi 42 cumpleaños, una versión insólita de Sting titulada
Canciones desde el laberinto.
Mientras escuchaba el CD al entrar en Gerona me dije que el cantante de The
Police demostraba una capacidad vocal extraordinaria, pero no sabía decir si aquella
versión me gustaba. En algunas canciones tenía la sensación de que era más Sting que
Dowland.
Este dilema musical cesó al dejar el viejo Seat Ibiza en un aparcamiento del
centro de la ciudad. Recogí el ticket y me puse una americana de algodón para
presentarme ante el anticuario que alquilaba mis servicios por 200 euros.
Antes de llegar a la Rambla que conduce al casco viejo, donde antaño había
estado la Judería, me detuve en un puente sobre el río Onyar. El panorama de casas
de colores que se reflejaban en el agua me devolvió a la melancolía de Dowland. Los
bajos lamidos por la humedad hablaban de tiempos en los que el curso del río debía
de haber puesto en peligro estas edificaciones de belleza decadente. Abandonado el
panorama desde el puente, avancé entre cafés y tiendas cerradas a aquella hora de la
mañana. La Rambla desembocaba en un callejón que torcía a la derecha hasta la
cuesta de entrada al Barrio Judío, que parecía impecablemente restaurado.
Me interné en lo que debía de haber sido la arteria principal de la Judería,
justamente la calle de la Força donde tenía su negocio el anticuario. Tal vez llegaba
demasiado pronto, ya que todos los establecimientos estaban cerrados, pero el
romanticismo de aquella calle flanqueada de edificios nobles me hizo olvidar el
motivo que me había llevado hasta allí.
Al llegar al final de la cuesta me di cuenta de que no había prestado atención al
número del anticuario. Esto me obligó a bajar nuevamente mientras curioseaba en los
escaparates de las tiendas. Pasé por el Museo de Historia de los Judíos, con una
librería dedicada también a la cultura hebraica.
Mientras me preguntaba si quedarían familias judías en la ciudad, llegué al
número 2. El rótulo correspondía efectivamente a una tienda de antigüedades. Sin
embargo, el escaparate estaba tapado con tela de saco como si el local estuviera en
obras.
Llamé al timbre sin demasiada convicción de encontrar a alguien, a fin de
cuentas, aún no eran las diez de la mañana, pero pocos segundos después se abrió una
puerta lateral. Al ver a un hombre moreno de nariz aguileña, con una chaqueta de
pana sobre los hombros caídos, tuve la certeza de que me hallaba ante Alfred
Desmestre. Aunque tendría poco más de cincuenta años, su mirada cansada pero
sagaz me decía que era alguien acostumbrado a fijar al momento el valor de las cosas.
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Y en aquel momento me estaba tasando a mí.
—Si usted es Leo Vidal —dijo con suave voz cantarina—, ha llamado al timbre
correcto.
—Espero no llegar demasiado pronto —me disculpé—. Lo cierto es que me
gustaría estar de vuelta antes de la tarde.
—Me temo que no va a ser posible —replicó el anticuario.
Esta aseveración me irritó y mi interlocutor lo advirtió enseguida, ya que se
apresuró a añadir:
—Quiero decir si le interesa el encargo, por supuesto. Considere lo que ha
cobrado como una simple compensación por el viaje, luego hablaremos de cifras.
—Creo que es prematuro hablar de cifras antes de conocer de qué se trata. Es
muy posible que no sea la persona adecuada para...
—Mejor dicho —me interrumpió el tal Desmestre—, vamos a hablar de una cifra.
Tiene sólo cuatro dígitos, pero si le añadimos tres más, podemos ganar una fortuna.
—¿Podemos? —repetí lamentando ya haber acudido a la cita con aquel
iluminado.
—Eso mismo he dicho: usted y yo podemos ganar una pequeña fortuna si tiramos
del hilo adecuado.
—Yo que usted, no utilizaría el plural antes de saber si me interesa el asunto —
dije poniéndome a la defensiva.
—Le interesará, no lo dude.
El anticuario cerró estas palabras poniéndose las manos en los bolsillos mientras
arqueaba ligeramente las cejas canosas. Tenía el aspecto de ser un lince de los
chanchullos. Por los rasgos angulosos de su cara, probablemente era de ascendencia
judía, como yo.
—Ya veremos —repuse—. Lo mejor es que pongamos en claro desde ahora de
qué va el asunto.
—Estoy con usted, pero permítame que primero le enseñe un poco el barrio. Nos
sentará bien un paseo antes de hablar de negocios.
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Subimos por el empedrado de la calle de la Força mientras un cúmulo de nubes
bajas ahogaba el cielo.
Desmestre había interrumpido su cháchara y, por su mirada tensa, parecía estar
entregado a complicados cálculos. Por mi parte, no podía dejar de admirar los
callejones estrechos y sombríos que ascendían lateralmente de aquella vía noble.
Para un americano siempre es excitante hallarse en un escenario medieval, así que
interpelé a mi acompañante:
—¿Quedan judíos en el barrio?
El anticuario se detuvo como si le acabara de formular una pregunta absurda a
todas luces. Luego contestó:
—Ya no. Exceptuando a Elsa y a mí, no queda ninguno, aparte de los turistas que
vienen a conocer el Call Jueu, que es como se conoce este barrio. Ella le dará más
datos si le interesa la historia.
—No quisiera hacer perder tiempo a su esposa por una simple curiosidad —dije
obviando mis propios orígenes.
—Es mi hija. Mi esposa regresó a Israel hace ya diez años. Apenas tenemos
contacto. Pero Elsa estará encantada de que la saque usted a cenar. Dice que esta
ciudad la asfixia, no se siente integrada.
Estuve a punto de replicar «No pienso sacar a cenar a nadie, si es que decido
quedarme hoy aquí», pero antes de que pudiera hacerlo, Desmestre completó su
reflexión:
—Yo creo que la culpa es suya, que es un poco rara.
Tras callejear unos minutos, llegamos a una amplísima escalinata coronada por la
catedral, una mole de mármol que se erguía orgullosa dominando la ciudad. Tenía un
inquietante ángel negro en lo alto de la torre.
Sonriendo ante mi sorpresa —lo cierto era quelas dimensiones de aquella catedral
superaban mis expectativas—, el anticuario me palmeó suavemente la espalda para
que subiéramos. En las escaleras tropecé con un borracho que empezó a insultarme
en un idioma desconocido para mí, y siguió vociferando mientras ganábamos los
últimos escalones.
Los gritos y el cielo plomizo que amenazaba lluvia no hacían más que imprimir a
aquel escenario un aire de extraña hostilidad, como si las mismas piedras
desaprobaran mi presencia allí. De repente me sentí fuera de lugar en aquella ciudad
y en compañía de un tipo del que desconocía las intenciones. Al llegar arriba, le
pregunté a bocajarro:
—¿Cómo ha logrado localizarme? ¿Por qué metió ayer en mi casa la
documentación? —pregunté tocando el sobre ámbar que sobresalía de mi bolsa de
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cuero—. ¿No habría sido más fácil telefonearme? Al menos podría haber llamado a la
puerta.
—Elsa es así —se limitó a decir mientras elevaba la mirada hacia la torre del
ángel negro—. Aprovechando que ella estaba de retiro en Montserrat, le dije que se
acercara en coche a dejarle el sobre con la nota. Me dieron su dirección en el
consulado en Barcelona.
—Pensaba que esa información era confidencial —repuse irritado.
—Depende de quién la pida.
Sin aclarar nada más, el anticuario extendió el brazo para señalarme un rostro de
piedra en la fachada de la catedral. De repente aquel hombre había perdido su aire
severo. Estaba exultante.
—¡No me diga que no lo ve!
Miré nuevamente la cabeza de piedra entre los relieves de santos y ornamentos.
Representaba un hombre de ojos muy saltones, con melena y bigotes larguísimos.
—Lo veo perfectamente —dije sin saber a qué se refería.
—¿No es extraordinario? Quiero decir, que este hombre esté aquí, en una fachada
del siglo XVII. Supongo que lo ha reconocido.
—Si le soy sincero, no.
—Es Dalí. ¡Salvador Dalí!
Confuso, examiné con más detención aquella cara que parecía surgir de la
fachada. Conocía bien el rostro del pintor surrealista y ciertamente el parecido era
asombroso.
—Esta cabeza de piedra ha provocado todo tipo de interpretaciones —explicó
Desmestre—. Se dice que el escultor la realizó después de soñar con el advenimiento
del genio tres siglos después. Una premonición extraordinaria, ¿no le parece? Aunque
tiene sus detractores.
—¿Qué otras hipótesis hay?
—Los escépticos dicen que la cosa sucedió justamente al revés. Dalí, que conocía
bien la catedral, se dejó el pelo y los bigotes largos imitando esta escultura para
construir su propio mito. Replicó incluso su mirada alucinada.
Ya en el interior de la catedral, cuya nave era extraordinariamente amplia, el
anticuario me ilustró en voz baja sobre los constructores de la catedral: masones que
incluían entre la imaginería religiosa símbolos esotéricos, muchos relacionados con la
Kábala y la alquimia, que sólo captaban los iniciados.
—Eso explica que haya tantos dragones por todas partes —concluyó—.
Representan lo telúrico, el poder que surge de las profundidades de la tierra.
—Lo mismo me dijeron del emplazamiento del monasterio de Montserrat —
comenté en referencia a una investigación anterior que deseaba olvidar cuanto antes.
—No le quepa duda. Si viajamos hacia atrás en el tiempo llegaremos allí. Esta
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catedral gótica se construyó sobre una edificación románica. A su vez, se ha
descubierto que existió incluso una iglesia anterior. Y debajo de ésta, un templo
romano. Si seguimos retrocediendo, seguro que daríamos con un lugar de culto
pagano, muy anterior al cristianismo. Siempre en el mismo lugar. ¿Y sabe por qué?
Me limité a aguardar su respuesta con silencio expectante.
—Porque aquí abajo hay algo —concluyó—. Algo suficientemente poderoso para
haber traído de cabeza a miles de artesanos durante tres milenios. No sabemos lo que
es, pero se encuentra bajo nuestros pies.
—¿Se refiere a un nido de dragones? —dije tratando de ser gracioso.
El comentario no pareció agradar al anticuario, que acto seguido hizo un gesto
con la cabeza para que abandonáramos el templo.
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Al salir de la catedral nos recibió un potente trueno como preludio de una
tormenta que tardaría en amainar. Antes de que tomáramos una calle descendente,
Desmestre me sujetó por el hombro y me señaló una siniestra gárgola que emergía de
un muro lateral. Era una figura femenina de rostro deforme que arrojaba agua por la
boca. El escultor había dejado para ese fin un orificio de modo que la lluvia se filtrara
creando ese efecto.
—Es la bruja de la catedral —comentó el anticuario, entusiasmado de poder
mostrarle en acción—. Según la leyenda, por estos aledaños vivía una hechicera que
odiaba tanto la religión cristiana que lanzaba injurias a los fieles y arrojaba piedras
contra el templo. Hasta que un día, como castigo divino, quedó ella misma convertida
en piedra y pegada a este muro. Ahora lo único que puede hacer es escupir agua.
Mientras explicaba esto, observé cómo las gotas de agua se deslizaban lentamente
por sus hombros en forma de tienda de campaña. Finalmente dijo:
—Si le parece bien, propongo que tomemos un aperitivo en mi restaurante
favorito. Estaremos solos y podremos hablar con discreción del asunto.
—Lo celebro —contesté feliz de que dejáramos de lado el folclore para
ocuparnos de lo que me había traído hasta allí.
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extraordinaria en esta ciudad. Cuando el Call Jueu estaba en auge, aquí vivían los
mejores kabalistas de Europa. Pero ya hablaremos de eso en otro momento.
—Sí, vayamos al grano —repuse impaciente.
—Explicado de forma breve y prosaica, hará unos veinte años que dejé Israel para
abrir la tienda de antigüedades que ha visto.
De hecho, yo no había visto nada, porque el escaparate estaba cubierto con una
lona, pero no quise interrumpirle.
—Desde que este barrio fue restaurado —continuó—, la ciudad se ha enriquecido
de forma considerable. Y no sólo por el turismo ocasional. También hay extranjeros
de cierto nivel que se han instalado aquí. Como su colega Lance Amstrong, el
ciclista.
—Sé quién es. Siga, por favor.
—Bueno, digamos que me gano la vida razonablemente bien comprando el
mobiliario de pisos y casas antiguas, aunque luego cuesta lo suyo dar con clientes
interesados. Hay que reconocer, sin embargo, que Internet ha facilitado las cosas.
Apuré el vaso de vino rogando al cielo lluvioso que aquel hombre se dejara de
preámbulos y soltara de una vez su propuesta. Me estaba agotando la paciencia.
Desmestre debió de advertir mi inquietud, ya que de repente dijo:
—El caso es que he sido víctima de un terrible robo.
Tras esa declaración, se hizo un silencio incómodo en el restaurante, donde el
camarero —o tal vez fuera el dueño— parecía haberse volatilizado.
—Con todos mis respetos, señor Desmestre —empecé, lamentando ya haber
hecho el viaje—, debería poner este asunto en manos de la policía. Que yo escribiera
sobre arte robado para millonarios californianos no significa...
—Significa mucho —replicó secamente—, al menos para mí. Ahora mismo usted
es la única persona que me puede ayudar a que el dinero no se pierda. Y voy a ser
muy generoso. Es más: nos repartiremos el beneficio a partes iguales.
—Insisto —dije anticipándome a los problemas—, éste es un caso para la policía,
no para un periodista. Si no confía en las autoridades, contrate a un detective privado.
—La policía está al corriente del robo —puntualizó—, pero eso no me devolverá
las cartas. Es más, ni siquiera les he informado de su existencia.
Tal como me temía, aquello tenía todos los visos de ser turbio. El sentido común
aconsejaba que me desmarcara cuanto antes. No obstante, antes me dejé llevar por la
curiosidad. Pregunté:
—¿De qué cartas habla? No entiendo nada.
Desmestre me estudió elevando ligeramente las cejas. Mientras lo hacía, sus
hombros parecían a punto de plegarse en una vertical.
—Antes de entrar en detalles necesito saber si acepta el encargo. Nadie que esté
fuera de este asunto debe conocer de qué se trata.
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—Entonces considéreme fuera del asunto. No pienso aceptar un trabajo a ciegas,
y éste, además, me huele a chamusquina. Definitivamente, búsquese a otro.
Dicho esto, me quedé súbitamente relajado. Sin embargo, el anticuario no pareció
conceder importancia a mi renuncia, ya que explicó parsimonioso:
—Normalmente compro en casas deshabitadas de los alrededores de Gerona. En
el casco viejo cuesta encontrar muebles que merezcan la pena. Donde los hay, los
propietarios son conscientes de su valor y ponen precios desorbitados. No es negocio.
Por eso me llevé una agradable sorpresa al encontrar una cómoda modernista en un
lote a precio de ganga. Había pertenecido a un anciano que había pasado toda su vida
en el Call. Cuando muere un tipo solitario como ése, la familia suele correr a vaciar el
piso para ponerlo a la venta enseguida y repartirse la herencia.
—Y, con las prisas, entra usted a llevarse los muebles de valor —me atreví a
decir.
—Les hago un favor, créame —se defendió sin mostrarse ofendido—. Soy el que
mejor paga y en las piezas importantes, además, doy un porcentaje al propietario de
lo que se consigue en subasta.
—¿La cómoda era una pieza importante?
—¡Por mí, como si le quieren prender fuego! —declaró de repente—. Es de la
época, pero de escasa belleza. Uno de esos muebles que se fabricaban para familias
humildes. Además estaba podrida por la humedad.
Desmestre hablaba como si yo fuera el incauto propietario de un mueble del que
hubiera que echar pestes para abaratar su precio.
—Si tiene tan poco valor, ¿por qué le preocupa? Porque lo que le han robado es
ese mueble, ¿me equivoco?
—No se equivoca. Y el mueble no tiene mayor interés. Una vez restaurado,
podría haber sacado poco más de mil euros por él. Otra cosa es lo que contenía.
—¿Qué era? —pregunté intrigado—. Ha hablado usted de unas cartas.
—Eso mismo. Un pliego de cartas en buen estado de conservación, atadas
cuidadosamente con una cinta de seda negra. Cuando descubrí de qué se trataba, me
dije: «Alfred, te ha tocado la lotería».
—Explíquese, no me tenga más en ascuas.
—Será mejor que me acompañe a la tienda —susurró mientras vigilaba de reojo
la cocina, donde ahora se oía un rumor de cacerolas y platos—. Así, de paso, verá
cómo ha quedado aquello.
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Entré en la tienda de antigüedades sorteando un mar de cristales rotos esparcidos
por el suelo. Parecía que allí hubiera estallado una bomba de baja intensidad.
Al ver desde dentro la cristalera hecha añicos que cubría la lona, entendí que el
robo se había llevado a cabo con el procedimiento del butrón. Por la prensa sabía que
se utilizaba a menudo en joyerías. Un método tan rápido como expeditivo: los
ladrones estrellaban el coche o furgoneta contra un escaparate y vaciaban el interior
del establecimiento en cuestión de segundos, antes de que la policía acudiera a la
llamada de la alarma.
—La cómoda modernista no les debía de parecer de tan poca monta si
organizaron este lío —comenté—. Un golpe como éste supone un gran riesgo para
los ladrones.
—Estoy con usted —admitió el anticuario pasándose la mano por la nuca, como
si aún no pudiera creer que aquello hubiera sucedido—. Pero no se llevaron sólo la
cómoda, sino también un escritorio del siglo XVIII, varias pinturas medievales y una
escultura de plata. Es un buen botín, aunque puedo recuperar una parte a través del
seguro.
—¿Y las cartas? Aún no me ha dicho qué eran.
Desmestre me estudiaba con los brazos cruzados. En los dominios de su tienda
parecía un hombre menos jovial y hospitalario, un comerciante que nunca baja la
guardia. Exhaló un profundo suspiro antes de decir:
—Supongo que puedo confiar en usted.
—Puede confiar si quiere, pero eso no significa una aceptación del encargo por
mi parte.
—Es imposible que no le interese —concluyó el anticuario mientras me señalaba
un despacho trasero para proseguir la conversación.
Era un pequeño almacén que apestaba a disolvente. El olor a alcohol era tan
fuerte que costaba trabajo respirar. Tomé asiento en una silla desvencijada mientras
Desmestre encendía una lamparita y se reclinaba sobre un baúl. Una aria de ópera
procedente del primer piso acababa de dar solemnidad a la escena. El anticuario
empezó:
—Antes le he explicado que en la Gerona judía vivieron kabalistas de gran
prestigio mundial. Eran expertos en numerología que buscaban claves ocultas en las
Sagradas Escrituras. No sé si sabe que están cifradas.
Negué con la cabeza mientras el disolvente parecía perforarme los pulmones.
—Ahondar en ello nos llevaría un tiempo del que no disponemos —continuó—.
En cualquier caso, los kabalistas fueron barridos de la ciudad por la Inquisición,
como el resto de población de origen hebreo. Desde entonces la presencia de judíos
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en Gerona ha sido inexistente, exceptuando algún caso puntual como el que ahora
conocerá. Le voy a hablar de un hombre llamado Isaac Caravida, sefardí como yo,
que se instaló muy cerca de aquí a principios del siglo XX. Preste atención porque es
una historia apasionante, señor Vidal.
—Soy todo oídos —repuse tratando de disimular mi fastidio.
—El apellido Caravida, como Desmestre, fue muy común en la época dorada del
Call Jueu. Al dejar Alemania para establecerse aquí, el tal Isaac debió de sentir que
regresaba al hogar de sus antepasados. Era un hombre austero pero bastante rico, ya
que no me consta que ejerciera ningún oficio en Gerona. Vivía solo, en una planta
baja como ésta, dedicado en exclusiva al estudio.
—Un kabalista del siglo XX que buscaba las raíces de sus ancestros —añadí.
—Algo así, pero Isaac Caravida no se limitaba a escarbar en las huellas de la
vieja judería. Era un cosmopolita que se relacionaba con gente importante de su
tiempo. Entre ellos destacaba un hombre singular con quien mantuvo una dilatada
correspondencia.
—Por fin llegamos al quid de la cuestión —dije deseoso de abandonar aquel lugar
—. Supongo que es el autor de las cartas atadas con una cinta negra que
desaparecieron junto con la cómoda.
—Eso mismo. ¿No se huele quién puede ser?
—Yo sólo huelo el disolvente para decapar muebles. Suéltelo ya antes de que
caiga desmayado de esta silla.
Desmestre parecía tan emocionado con la revelación que estaba a punto de
transmitir que pasó por alto mi sorna. Su voz melodiosa adquirió un tono grave y
lúgubre al pronunciar:
—Carl Gustav Jung.
Tras decir estas palabras se hizo un silencio como si el anticuario hubiera
mencionado al mesías. Mientras tanto, el disco de ópera del vecino seguía girando
ajeno a lo que sucedía en aquel taller.
—¿No le dice nada este nombre? —me preguntó a punto de escandalizarse.
—Los americanos no somos tan estúpidos como usted cree. Algo nos enseñan en
la universidad. Sé que era un colaborador de Freud bastante excéntrico y que se
interesaba por todo lo esotérico.
—Permítame que añada algo más sobre el personaje —repuso Desmestre
acalorado—. A él le debemos la diferenciación entre introvertido y extrovertido, la
teoría de los arquetipos, el inconsciente colectivo, la sincronicidad...
—Me parece muy bien —le interrumpí—, pero no estamos aquí para hacer un
seminario sobre Jung. Centrémonos en las cartas que envió al kabalista.
—Celebro que sea usted un hombre práctico. Es justo lo que necesito para el
negocio que nos ocupa. Efectivamente, Caravida mantuvo durante 1913 una animada
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correspondencia con Jung. En el cajón inferior de la cómoda había un total de 16
cartas, perfectamente ordenadas. Comprobé la grafía y la firma de todas ellas con
facsímiles de este psiquiatra suizo y no hay duda: son de Carl Gustav Jung.
—Entiendo que sean valiosas para los estudiosos de su obra —añadí.
—Mucho más de lo que usted pueda imaginar ahora mismo —declaró el
anticuario con mirada ardiente—. Para empezar, la correspondencia abarca todo
1913. Al parecer, Caravida perdió el contacto con Jung al año siguiente con el
estallido de la guerra.
—¿Y qué tiene 1913 de particular?
—Algo que pronto sabrá y que es el motivo por el que le he hecho venir. Por otra
parte, fue justamente en 1913 cuando Jung tuvo su último encuentro con Freud. Tras
una agria discusión, sus caminos se separaron definitivamente.
—Por lo tanto —deduje—, la correspondencia con Caravida documenta ese
divorcio.
—¡En absoluto! —saltó Desmestre entusiasmado—. Apenas menciona a Freud. Y
por lo que pude entender de las cartas, fue Jung quien se puso en contacto con el amo
de la cómoda para interesarse por el estudio que estaba llevando a cabo.
—Algo relacionado con la Kábala.
—Lógicamente, era la especialidad de Caravida. Y no se había fijado un reto
pequeño: su intención era reducir la Biblia a una clave de sólo cuatro dígitos. Una
cifra que los que realizaron la antología de las Sagradas Escrituras ocultaron
hábilmente, y que obligó a nuestro hombre a realizar un complicadísimo cálculo
numérico. Sólo Jung estaba al corriente de ese estudio.
—¿Cuatro dígitos? No veo la utilidad...
—Piense un poco, señor Vidal, piense —me cortó—. ¿Qué tiene cuatro dígitos?
—1913, por ejemplo.
—Exacto, pero no es relevante cuándo se realizó el estudio kabalístico. Lo que
ellos buscaban en la Biblia era una fecha mucho más trascendente. Y la encontraron
exactamente a un siglo de distancia: 2013. ¡Ése es el año!
—No entiendo nada. ¿Qué tiene de especial el 2013?
—Oh, es una efeméride sin importancia —declaró Desmestre con un temblor en
la voz—, sólo es el año del fin del mundo.
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La conversación había quedado interrumpida en su momento más álgido por el
timbre del teléfono fijo.
Aproveché que Desmestre había ido a contestar a la parte delantera de la tienda
para curiosear un poco en el taller. Había un par de armarios a los que se había
retirado el barniz, un sinuoso perchero con incrustaciones y un estante metálico que
daba soporte a todo tipo de objetos: pipas de marfil, una cámara centenaria, varios
ceniceros de cristal verde, un despertador en miniatura y un portafotos con un retrato
muy antiguo.
Me acerqué a contemplarlo, admirado por el magnetismo de la modelo. Era una
damisela de profundos ojos negros y labios bien dibujados. Iba vestida con una blusa
de seda clara, sobre la que destacaban las ondulaciones del cabello oscuro. Sin ser
una belleza perfecta, había algo turbador en aquella joven de otra época. Tal vez fuera
su mirada aguerrida y al mismo tiempo ingenua, propia de alguien que trata de
ocultar su vulnerabilidad.
Al oír que se acercaban los pasos del anticuario, me aparté del estante metálico
para ocupar nuevamente la silla, como si hubiera estado haciendo algo ilícito.
—No hay nada nuevo —dijo en referencia a la conversación que acababa de
tener, supuse que con la policía.
—Tampoco aquí hay nada nuevo —respondí paseando la mirada por las
antigüedades.
Desmestre no captó mi chiste malo y retomó la conversación en el punto exacto
en el que la habíamos dejado, lo cual era una buena noticia para mí porque me
ahorraría nuevos rodeos.
—Mi propuesta es la siguiente —empezó mientras se apoyaba nuevamente en el
baúl—. Puesto que todo lo robado acaba vendiéndose en otra parte, su misión sería
recomprar esas cartas a los ladrones. No escatimaré en medios: pondremos dinero
suficiente para que se arriesguen a vender. Usted sabe que los objetos robados
duermen un buen tiempo en algún oscuro almacén antes de entrar en el mercado.
Como si con eso quedara todo explicado, Desmestre aguardó mi respuesta
mientras se pasaba la mano por el pelo negro y brillante. Al hacerlo, me di cuenta de
que su rostro guardaba bastante parecido con el de la atractiva joven del retrato.
Supuse que debía de tratarse de su abuela o bisabuela, por la antigüedad de la imagen
en el nitrato de plata.
—Y ahora, dígame —me interpeló impaciente—: ¿Está dispuesto a ayudarme?
—Siento decepcionar sus expectativas, pero creo que su plan no es tan sencillo
como cree.
—¿Quién ha dicho que sea sencillo? Pero ya que usted adquirió cierta experiencia
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con los ladrones de arte en California, tal vez conozca algunos canales para llegar a
este tipo de gente. Yo sólo le pido que lo intente. Sólo por eso obtendrá una buena
gratificación.
—Aunque lograra dar con ellos —argumenté valorando la cuestión—, sepa que
por comprar objetos robados podría terminar en la cárcel.
—Pero no en este caso, puesto que lo sustraído vuelve a su propietario, y puedo
dar fe por escrito de que trabaja para mí.
—¿Tanto interés tienen para usted estas cartas?
—Mi interés aquí no cuenta, sino el de mi cliente. Justo antes del robo había
cerrado la venta en una subasta.
—Pero si pagamos a los ladrones una fortuna por las cartas, no le quedará margen
para el negocio.
—Normalmente así sería —dijo abriendo los ojos oscuros como si necesitara
captar la poca luz del taller—, pero tengo la impresión de que los ladrones no tienen
ni idea del valor que tienen para alguien esas cartas. Por eso podemos tener manga
ancha, pagar lo que pidan y luego vender a mi cliente. Si todo sale bien, nos
repartiremos el beneficio restante al cincuenta por ciento. Es un buen trato, ¿no le
parece?
—Permítame que me lo piense al menos hasta mañana —respondí, aunque estaba
seguro de no querer participar en aquel chanchullo—. Esto es mucho más complejo
de lo que me pensaba.
—¿Y no le gustaría saber antes el valor de las cartas? —añadió Desmestre con
una sonrisa tensa—. Es un dato a tener en cuenta a la hora de tomar una decisión.
—Sorpréndame.
—Déjeme antes explicarle cómo se produjo la subasta.
—Es usted un amante del suspense —protesté—. Con lo fácil que sería dar la
cifra y punto.
—No sea tan prosaico. Además, conocer la historia quizás le aporte alguna pista.
—Adelante, pero sea breve.
—Tan pronto como validé la autenticidad de las cartas, puse el hallazgo en
conocimiento de una casa de subastas de Londres. Fue comunicado por correo
electrónico a los clientes con un perfil adecuado a una pieza de esta categoría. Puede
imaginarlo: instituciones públicas, fundaciones, coleccionistas privados de esta clase
de documentos... Se hizo una subasta en toda regla y un protector del British Museum
ofertó 50.000 libras por las cartas. Una cifra nada despreciable.
—Ciertamente.
—Pero ahora viene lo mejor. Cuando ya estaba a punto de cerrarse la operación,
un particular lanzó una nueva oferta. Se trataba de alguien determinado a ganar la
partida como fuera, porque hablamos de una cifra tan escandalosa que no admitía
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contraoferta.
—En California conocí a millonarios así. Supongo que su cliente doblaría la
oferta para espantar a los competidores.
El anticuario respondió a mi suposición con un suspiro. Luego declaró solemne:
—Si sólo fuera eso, tal vez ahora mismo no estaríamos hablando.
Las proporciones que estaba tomando aquel asunto me habían hecho olvidar
incluso el olor del disolvente. Como si ya estuviera metido en aquel juego, pregunté:
—¿Cuánto ofreció el particular?
—Agárrese fuerte: dos millones trece mil euros. La oferta se hizo en esta divisa
desde el norte de Europa. ¿No le parece extraordinaria?
—Me parece sobre todo caprichosa. ¿Qué pintan esos trece mil euros?
—Cómo se nota que no ha tocado nunca la Kábala —añadió Desmestre en tono
lúdico—. La oferta, además de desorbitada, es totalmente simbólica:
2,013 millones. Sin duda, la hacía alguien que conocía el contenido de las cartas.
—Pero eso es imposible —intervine—, a no ser que...
—Lo ha adivinado usted —me interrumpió emocionado—. Si mantiene
engrasada la intuición, podremos llegar al final del asunto.
—A no ser que el comprador posea la otra parte de la correspondencia —terminé.
—Es decir —recapituló el anticuario—, alguien que consiguió las cartas que
mandó Caravida, pero a quien le faltan las respuestas de Jung. El primero debía de
hablar de la marcha del estudio kabalístico hasta llegar al 2013.
—Pero le faltan los comentarios de Jung —añadí—. Eso es lo que interesa al
comprador, si es que realmente estaba dispuesto a pagar esa cifra.
—Puedo asegurarle que lo estaba. Era una oferta en firme.
—Se trata, sin duda, de un millonario excéntrico —argumenté—, porque con
mucho menos se habría salido con la suya. Al parecer, le excitaba pagar exactamente
esa cifra. Probablemente sea un fanático de Jung. O de los pronósticos del fin del
mundo, quien sabe.
Un brillo inquietante apareció en los ojos cansados de Desmestre, que sabía más
de lo que aparentaba, al concluir:
—O de ambas cosas.
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Tras departir con Desmestre durante horas sin llegar a ningún acuerdo, al
mediodía me retiré al hotel Carlemany, un establecimiento funcional reservado por
mi inquietante anfitrión. El poco sueño y la larga conversación me habían agotado,
así que decidí entregarme a una siesta sin ni siquiera almorzar.
Mi intención era dormir un par de horas y luego desvincularme del asunto de las
cartas esa misma tarde. Si aquella historia de locos era tal como me la contaba el
anticuario, meter las narices sólo me daría un pasaje a la tumba. Por mucho menos
dinero una banda de delincuentes sería capaz de volar el hotel entero donde me
alojaba.
Este pensamiento me desveló y estuve largo rato mirando el techo blanco de la
habitación, que reflejaba de forma casi ofensiva la luz del ecuador de la jornada.
Aunque sólo llevaba medio día fuera de casa, de repente sentí nostalgia de Aina y
de mi hija. Aquél era el primer lunes sin clases —había empezado las largas
vacaciones de verano—, así que llamé primero al móvil de Ingrid para asegurarme de
que todo iba bien.
Contrariamente a su costumbre, respondió segundos después, lo cual ya era una
buena noticia.
—¿Dónde estás? —le pregunté ejerciendo de padre controlador.
—En casa, ¿dónde quieres que esté?
—¿Y qué haces?
—Nada especial: veo la tele. Para tu información, mientras tanto como una pizza
que acabo de sacar del microondas.
—No es lo más sano del mundo.
—La vida tampoco es sana, papá —replicó irónica—. Fíjate si es mala que te
acaba matando.
—En eso tienes razón —dije sonriendo para mis adentros—. ¿Cómo está Aina?
No me gustó nada que ayer tú...
—Ya hemos hecho las paces —me interrumpió—. Se me fue un poco la olla, eso
es todo.
—¿Eso es todo? —repetí—. ¿Ya te has disculpado?
—Sí, y ahora te tengo que dejar. Van a empezar las noticias.
—¿Desde cuándo te interesan las noticias? —pregunté asombrado.
Como toda respuesta, Ingrid cortó la comunicación.
Me quedé un rato pensativo, meditando si debía o no llamar a Aina al trabajo,
pero finalmente no lo hice porque trabajaba en la biblioteca hasta las cuatro, y no era
el lugar más adecuado para mantener una conversación telefónica, así que lo dejé
para más tarde.
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Mis preocupaciones volvieron a Ingrid, ya que pronto tendría que decidir qué
hacer con ella cuando llegara septiembre. Desde que vivía con nosotros, se había
adaptado mal al instituto —era demasiado perezosa para aprender idiomas— y no
podía pasar otro año en blanco.
Si ella no cambiaba de actitud, la única opción era mandarla a una cara escuela
americana de las afueras de Barcelona, un moderno internado donde entre semana
vivían los hijos del personal diplomático del consulado. Sin embargo, costear esos
estudios era inimaginable en mi actual estado de cuentas.
Eso me llevó a revisar, aunque con total escepticismo, la temeraria propuesta del
anticuario. Aunque lograra contactar de algún modo con los ladrones, no sería nada
fácil cerrar un trato que implicaba desembolsar una fortuna, si es que Desmestre
estaba dispuesto a arriesgar el dinero.
Por lo que sabía de estos trapicheos, habría que contar con un intermediario que
pediría una comisión equivalente a lo que se llevaran ellos. Y sin ninguna garantía. El
montante total podía llegar a los 100.000 euros fácilmente. Luego habría que ver si el
misterioso comprador mantenía la oferta de 2.013.000 euros. En este punto de la
operación, si se trataba de una venta legal, entre la comisión de la casa de subastas y
los impuestos se perdería la mitad de lo ganado.
Calculé que si salía todo a pedir de boca y no terminaba abatido a tiros, podía
sacar en limpio a lo sumo 400.000 euros, lo mismo que Desmestre. No daba para
vivir de rentas, pero pagaba una buena hipoteca. Y el colegio de la niña.
Un suave zumbido me arrancó del sueño en el que había caído después de hacer
Kábalas —nunca mejor dicho— sobre un dinero que con toda probabilidad nunca
estaría en mis manos.
Por la oscuridad de la habitación deduje que me había regalado una larguísima
siesta. Ya era de noche y el teléfono seguía emitiendo su zumbido. Desorientado, lo
levanté y me acerqué el auricular al oído. La voz inexpresiva del recepcionista
anunció:
—Disculpe que le moleste, pero hay una señora que pregunta por usted.
—Ahora mismo bajo —respondí saltando de la cama sin saber muy bien dónde
me encontraba.
Me calcé los zapatos y pasé velozmente por el baño para refrescarme la cara.
Acto seguido, salí de la habitación preguntándome quién diablos podía saber que yo
estaba alojado en aquel hotel.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja y se abrieron las puertas, me quedé sin
aliento. No podía creer lo que estaba viendo. Como si de una alucinación se tratara,
allí estaba la joven del retrato antiguo. La misma que me había fascinado en el taller
del anticuario. Iba vestida exactamente como en la foto y me escrutaba con su mirada
oscura y turbadora.
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O aquella dama había atravesado cien años para encontrarme o se trataba de
alguien asombrosamente idéntico.
Me acerqué a ella con la precaución de quien va al encuentro con un fantasma.
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—Vamos, no te embobes, que tengo el coche mal aparcado —dijo ella con
descaro.
El hecho de que una desconocida, aunque fuera un fantasma, me abordara con
aquellos modos me hizo reaccionar.
—Mis padres me enseñaron que nunca debo subir al coche de extraños —repuse
haciéndome el gracioso.
—Ja, ja —respondió con voz ronca cruzando los brazos—. Si me ponen una
multa, le diré a mi padre que te lo descuente de tus servicios.
Lleno de estupefacción, entendí que se trataba de Elsa y que la cena de la que
había hablado Desmestre era un hecho consumado. Mientras la seguía hasta el BMW
descapotable, me pregunté por qué una chica tan ruda vestía como una dama
decimonónica. Y seguía sin entender lo del retrato de época. Al acomodarme a su
lado en el coche le pregunté quién era la mujer de la foto.
—Soy yo misma. Resulta evidente, ¿no? ¡Vaya investigador estás hecho!
Dicho esto, pisó el acelerador y empezó a adelantar coches de forma poco
civilizada. Estaba claro que quería impresionarme. Tal vez sólo fuera una distracción
local: asustar al americano tonto recién llegado a la ciudad.
—No soy investigador —dije tratando de mantener la compostura—, sino
periodista. Pero ¿y esa foto? La imagen está muy lograda.
—Lo que yo decía: tienes que engrasar tu capacidad de deducción. ¿No te has
fijado en que había una cámara muy vieja al lado?
—¡Ahora lo entiendo! Te retrataste con ella.
—Pues sí. Encontré esta ropa en un baúl de la tienda y me pareció divertido
hacerme un retrato con ella. Fue difícil encontrar una película que sirviera, pero al
final salió bastante bien, ¿verdad?
—Y te has puesto la misma ropa para darme un susto.
—Tampoco es para tanto, a no ser que seas muy asustadizo. ¿Lo eres?
—Creo que no.
—Pues agárrate fuerte.
Acto seguido, pisó el acelerador y salimos de la vía principal para entrar en una
bocacalle que nos devolvía nuevamente al Call Jueu. Aunque las calles estaban
desiertas aquel lunes por la noche, temí que en cualquier momento nos llevaríamos a
alguien por delante.
—Haz el favor de comportarte —le rogué—, ya no tienes veinte años.
Aquel comentario pareció herirla, ya que puso la radio mientras desaceleraba con
expresión de fastidio. Por las ondas sonaba una canción de la Velvet Underground:
Femme Fatale.
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Aproveché el silencio para estudiarla de reojo bajo la luz amarillenta que se
derramaba sobre el coche. Tendría unos treinta y pocos años. Bajo aquella blusa
recatada y la larga falda negra se adivinaba un cuerpo ágil y juvenil. La larga melena
ondulada que le bajaba por los hombros le acababa de dar aquel aire clásico. Sin
duda, formaba parte del atrezo. Entre sus ojos grandes y oscuros descendía una nariz
griega, breve y recta; bajo ésta, sus labios carnosos expresaban todavía una mueca de
disgusto.
—Lo he dicho sin intención de ofender —me disculpé—. Sólo trataba de que
llegáramos al restaurante sin matar a nadie por el camino. Por cierto, ¿adónde me
llevas?
En lugar de contestar a mi pregunta, Elsa detuvo el descapotable en una placita y
salió del coche con desenvoltura, aunque estaba claro que allí estaba prohibido
aparcar. Observé cómo sus botines, también de época, pisaban enérgicamente los
adoquines.
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dinero. Es su oportunidad de cerrar la maldita tienda y volver a Israel con la vida
resuelta. Por eso no te dejará marchar.
Mientras me explicaba esto, Elsa se desabrochó un par de botones de la blusa.
Ahora su cuello blanco emergía orgulloso, mostrando un rostro bello y armónico a la
luz de las velas. Entendí que debía ponerme a la defensiva.
—¿Forma parte esta cena de su... persuasión?
Su expresión sensual se volvió repentinamente dura. Sus ojos irradiaban
indignación.
—¿Por quién me has tomado? —bramó.
A continuación liberó una carcajada que hizo callar a las mesas de nuestro
alrededor. Empecé a sospechar que la tal Elsa estaba chiflada.
—Basta de tonterías —dije mientras empezaba a cortar la pizza, que tenía como
base una gran rebanada de pan—. Háblame de esas cartas. ¿Llegaste a verlas?
—Por supuesto, yo misma las traduje.
—¿De verdad? —me sorprendí—. ¿Y conservas la traducción?
—Lo hice de viva voz para mi padre. No llegamos a transcribirlas porque
enseguida llegaron las ofertas, y había que hacer llegar las cartas a la casa de subastas
para garantizar el pago.
—Y justo entonces os vaciaron la tienda.
—Exacto. Fue un golpe de mala suerte.
—Aun así —dije animado por un segundo vaso de sidra—, fuiste afortunada al
poder leerlas. ¿De qué hablaban?
—De todo ese embrollo del 2013. ¿No te lo explicó mi padre? Discutían sobre la
fecha exacta del apocalipsis. Al parecer, Jung le cuestionaba a Caravida la exactitud
del 2013, ya que el calendario maya dice que el fin del mundo es el 2012. Más
exactamente, el 21 de diciembre de 2012.
—Vaya, eso sí que es hilar fino. En todo caso, me asombra que un científico
como Jung diera crédito a una superstición así.
—Es algo más que una superstición —me reprendió Elsa, que de repente hablaba
con gran autoridad—. Según lo que los mayas llamaban «Cuenta Larga», el mundo se
extinguirá 144.000 días después de iniciar su ciclo. Y eso sucederá diez días antes del
cálculo kabalístico de Caravida.
—Aunque tuviera razón alguno de los dos —especulé—, no estamos hablando de
ciencia exacta. Con tantos miles de días, no es difícil que los mayas se hayan
descontado un par de semanas.
—He leído un poco sobre el tema —declaró tras dejar los cubiertos sobre el
medio bistec que se había dejado— y les salen las cuentas. Para los mayas, la era
actual se inició el 13 de agosto del 3114 antes de Cristo. Si le sumamos esos 144.000
días, nos lleva exactamente a esa fecha: el 21 de diciembre de 2012. Ese día termina
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un ciclo y empieza otro. En medio, la destrucción.
Había dicho esto último con especial pasión, como si casi deseara que aquella
profecía tuviera su cumplimiento. Sin duda, sentía atracción por lo trágico.
—Bueno, supongamos que esa Navidad el mundo empieza a desmoronarse —
empecé jugando con la hipótesis—. Diez días me parece un tiempo razonable para
consumar la destrucción del planeta y el fin de nuestra era. Por lo tanto, el cálculo de
Caravida también sería correcto: en el 2013, todos al garete.
A Elsa pareció divertirle que un extranjero empleara aquella expresión coloquial,
ya que por primera vez en toda la noche sonrió abiertamente. Luego alzó el vaso de
cerveza y declaró:
—Todo lo bueno se acaba algún día. Es ley de vida. Brindo por el fin del mundo.
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Salí de Le Bistrot con la mente algo turbia por la sidra. Aunque había dormido
toda la tarde, el sueño volvía a envolverme como una mortaja. Estaba a punto de
despedirme de Elsa en la placita donde había aparcado, cuando ella me tomó la mano
con sus dedos largos y fríos.
—El mundo es viejo, pero la noche es joven —dijo seductora—. ¿No quieres
tomar una copa? Conozco un café con vistas al río.
Estaba ensayando mentalmente la excusa que iba a darle, cuando de improviso
Elsa se abalanzó sobre mí con todo su cuerpo; caí de espaldas y di con la nuca contra
el pavimento. Un instante después sentí que el suelo temblaba bajo el paso de un
vehículo de gran tonelaje. Había intentado embestirnos.
—Me has salvado la vida —declaré mientras me incorporaba con la nuca
empapada de sangre.
Elsa estaba a mi lado de rodillas y temblaba perceptiblemente.
—Hemos tenido suerte —dijo con un hilo de voz.
Seguí caminando junto a ella con el sentimiento de irrealidad de quien ha estado a
punto de pasar al otro lado. Mi acompañante, sin embargo, parecía haberse
recuperado del susto asombrosamente bien, exceptuando una leve cojera producto de
la caída.
Tras un par de minutos de reflexivo silencio, respondí:
—Tal vez sí, pero la suerte no se puede tentar. Este atropellamiento fallido
significa que alguien no quiere que nos metamos en el asunto de las cartas. Para mí es
aviso suficiente.
—No mezcles las cosas —repuso mientras volvíamos a entrar en el coche—. Lo
que acaba de suceder, mejor dicho, lo que podría haber sucedido, no tiene nada que
ver con las cartas.
Elsa pisó suavemente el acelerador mientras yo le contestaba:
—No lo veo así. Es más, podría tratarse perfectamente de la misma furgoneta que
reventó el escaparate de tu padre. Los ladrones aún andan por aquí y querían librarse
de nosotros.
—Eso sería demasiado arriesgado por su parte, ya que la policía los está buscando
ahora mismo. Además, conozco al hombre que iba en esa furgoneta.
Al oír esto me quedé petrificado. Esperé en silencio que la propia Elsa se
explicara:
—Hará unos seis meses que metieron a mi novio en la cárcel. Yo no tenía ni idea
de que traficaba con drogas y no he querido saber nada más de él. Sin embargo, él no
acepta que hayamos cortado. Ha enviado a un amigo suyo, el de la furgoneta, para
que me vigile.
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—Para que te mate, diría yo —añadí atónito—, y de paso a mí contigo. Menuda
pieza te buscaste como novio.
—Eso lo he comprendido demasiado tarde. Voy a tener que largarme de la ciudad
una buena temporada.
—Tal vez sea lo mejor. Por lo que a mí respecta, mañana mismo me despediré de
tu padre y volveré a casa. Éste ha sido un mal inicio.
—Es una lástima —suspiró al detener el descapotable delante del hotel—.
Empezabas a caerme simpático.
Me despedí de ella alzando la mano y salí del coche a paso tranquilo. Cuando
estaba a punto de llegar a la puerta del hotel, dos bocinazos entrecortados hicieron
que me volviera hacia ella. Era Elsa, que me gritó:
—¿Qué haces mañana?
—Te lo acabo de decir: me marcho.
—¡Eso ya lo veremos! —respondió antes de arrancar el motor y salir de
estampida.
Excitado por lo que había sucedido, tras cerrar con llave mi habitación, me senté
en la cama con un libro de leyendas y misterios de Gerona que había tomado en la
recepción.
Para un profano como yo era sorprendente saber, por ejemplo, que en 1286 un
ejército de moscas habían salido furiosas del cuerpo de san Narciso para picar
mortalmente a los soldados franceses que lo estaban profanando.
Tras el milagro de las moscas, pasé velozmente por otros temas peregrinos hasta
detenerme en el capítulo dedicado a El libro del fin del mundo que se guarda en la
catedral. No pude evitar relacionarlo con los estudios de Jung y Caravida, quien sin
duda debía de conocer aquella obra.
Leí que se trataba de un códex —un libro escrito y pintado a mano— con
comentarios del Beato de Liébana sobre el Apocalipsis de san Juan. Al parecer estaba
profusamente ilustrado con toda clase de monstruos aterradores, infiernos terribles y
ciudades imaginarias.
De pequeño me habían aterrado aquellas estampas con hombres lanzados a las
llamas, demonios heridos y ángeles trompetistas anunciando el juicio final. Sin duda,
era un argumento intimidador para que niños crédulos como yo fueran obedientes.
Así había descrito san Juan el fin del mundo, fruto de una revelación. Otra cosa
sería el aspecto que realmente tomaran las cosas si efectivamente en el 2013 había
que asistir a la debacle final. ¿Cómo sería? Las películas catastrofistas habían
mostrado desde hecatombes nucleares —el anunciado fuego de la condenación— a
olas gigantes que se tragaban ciudades enteras, pasando por plagas y guerras hasta
llegar a la devastación.
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Tal vez, al fin y al cabo, la épica del fin del mundo no fuera muy diferente de la
bíblica. Otra cosa era por qué un personaje como Jung se había interesado en conocer
una fecha que no viviría, y por qué un millonario excéntrico estaba dispuesto a pagar
un dineral por unas cartas que no pasaban de ser puras especulaciones.
Para acabar de animarme, leí al final del libro de misterios y leyendas el extracto
de un relato de Joaquim Ruyra titulado justamente El fin del mundo en Gerona:
Cerré el libro con mal cuerpo. Luego me desnudé y me metí en la cama sin
imaginar que antes de 48 horas también mi vida estaría en ruinas.
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Pese a haber dormido casi doce horas entre la siesta y la noche, desperté como si
me hubieran apaleado. Un hormigueo que me irradiaba verticalmente por la nuca me
hizo revivir el incidente con la furgoneta del que había salido vivo de puro milagro.
Este recuerdo doloroso me acabó de convencer de que era el momento de dar por
cerrada aquella absurda aventura. La cortesía mandaba que me despidiera de Alfred
Desmestre, pero ya había decidido decirle que no podía ocuparme del caso porque me
reclamaban asuntos familiares, lo cual por otro lado era cierto. Era algo frustrante
volver con los bolsillos vacíos —entre autopista, gasolina y el restaurante, del pago
inicial sólo quedaban cien euros—, pero siempre podía incrementar las clases de
inglés que daba por la comarca a quince euros la hora.
Bajé al hall con el amargo convencimiento de haber fracasado a mis cuarenta y
dos años. Tras dejar nuevamente el libro de leyendas en recepción, entré en un
luminoso comedor donde unos cuantos hombres solos tomaban su desayuno. Supuse
que eran comerciales llegados a Gerona para enseñar su aburrido catálogo de
productos.
Eran las nueve de la mañana y deseaba regresar a casa cuanto antes.
Al llegar a la tienda del anticuario, vi con fastidio que había dejado en la puerta
una nota para mí:
Este mensaje, que dejaría indiferente a todo aquel que pasara por el portal, a mí
me irritó sobremanera; por una parte, porque retrasaba mi partida al menos tres horas
—eran las diez de la mañana—, por la otra, porque me enojaba que Desmestre se
empeñara en hablar en plural, cuando yo en ningún momento había aceptado
colaborar con él.
Bajé la calle de la Força dudando de si debía esperar a despedirme, o si lo mejor
era recoger mi coche en el párking y dar media vuelta. La balanza ya se había
inclinado por esta segunda opción cuando un cartel en el exterior de una tienda me
llamó la atención.
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LA CAJA DEL FIN DEL MUNDO
profesor J. M. de la Fuente
Librería 22, martes 10.30
Más allá de la sincronicidad —parecía que el fin del mundo me acechaba en cada
esquina—, aquel título me parecía intrigante, así que decidí acercarme sólo para
averiguar de qué se trataba.
Pregunté por la 22 y no resultó estar muy lejos. Sólo tuve que cruzar el río, el cual
parecía llevar aún menos agua que el día anterior, y perderme por un par de calles
comerciales hasta llegar a una amplia librería de diseño moderno.
En el escaparate había varios ejemplares de La caja del fin del mundo, un libro
que se presentaba aquella mañana. La práctica totalidad de las sillas para la
presentación estaban llenas de adolescentes que gritaban y se daban codazos, ante la
mirada de reprobación de un par de profesoras con ojeras. Estaba claro que los habían
llevado allí por la fuerza y no sería fácil mantenerlos quietos durante el acto.
Me disponía a dar media vuelta, cuando un hombre maduro de expresión jovial, al
parecer el dueño de la 22, me indicó una silla libre en la primera fila. Tomé asiento
sin estar muy convencido. Un minuto después el autor del libro hacía su aparición
provocando un inesperado silencio.
De aquel hombre joven emanaba una sutil autoridad, incluso para un rebaño de
adolescentes revolucionados por las hormonas. Su cabeza perfectamente rasurada y
una camisa de algodón blanco le acababan de dar un aire entre místico y aristocrático.
En cualquier caso, había algo en su postura corporal que transmitía que allí se iba a
decir algo importante.
Tras saludar al dueño de la librería que me había acomodado, el profesor De la
Fuente tocó dos veces el micrófono. Una vez comprobado que funcionaba, inició así
su charla:
—Los que tenéis mi libro en la mano, tal vez porque os lo han hecho leer en el
instituto, veréis que se ha publicado en un sello de ficción para jóvenes. Y ése es el
drama. Me gustaría que el contenido de La caja del fin del mundo fuera una ficción.
Desgraciadamente, lo que cuenta no es una novela, sino realidad pura y dura, y nos
precipitamos hacia ella a menos que seamos capaces de reaccionar en breve.
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Un par de chicas aplicadas se habían quedado para que el autor les dedicara el
libro. Me puse en pie y ya estaba a punto de salir cuando el profesor De la Fuente
dijo:
—Le ruego que no se vaya.
Me detuve dudando de si me había hablado a mí. Al volverme hacia él, me miró y
asintió suavemente con la cabeza.
Esperé a que terminara la firma preguntándome por qué debía esperar a alguien a
quien no conocía, aunque fuera el autor del libro. Él mismo se encargó de aclararlo,
ya que mientras me tendía la mano me dijo:
—Cuesta ver a un periodista en la presentación de un libro para jóvenes.
Permítame que le invite a un café como muestra de agradecimiento.
Que aquel profesor estuviera enterado de que yo era periodista me puso
inmediatamente en guardia.
—Al parecer, Desmestre ha publicado mi foto en algún boletín de la ciudad —
dije escamado.
—¿Desmestre? —repitió él—. ¿Quién es? No sé de qué me habla.
—Pues ya somos dos, porque no sé quién le ha informado de que yo soy
periodista —contraataqué.
—Nadie, era sólo una suposición. Las únicas personas como usted que suelen
acudir a las presentaciones matinales son los periodistas. El resto se supone que están
trabajando.
—Pues ha acertado —repuse ruborizado por mi falta de deducción, como ya
había apuntado Elsa—. Le acepto ese café.
Antes de salir de la 22, De la Fuente compró un ensayo de Alan Weisman titulado
El mundo sin nosotros. Luego me indicó con un leve movimiento de cabeza que le
siguiera.
Entramos en un café acristalado en el mismo callejón de la librería. El profesor
dejó caer el libro sobre la mesa y pidió al camarero una infusión de hierbas. Yo pedí
un agua mineral.
—¿Y bien? —me preguntó—. ¿En qué medio saldrá la reseña?
De repente entendí lo que me había querido decir anteriormente: pensaba que yo
era un periodista de cultura enviado a regañadientes por su diario. También entendí
que aquella mañana yo estaba un poco lento de reflejos.
—Siento decepcionarle —expliqué—, pero que yo sea periodista es sólo
casualidad. Nadie me ha mandado aquí. De hecho, apenas ejerzo mi profesión.
—Mejor así —sonrió afable mientras se servía la infusión—, porque podremos
hablar sin ser políticamente correctos. Uno siempre se ve obligado a medir lo que
dice delante de la prensa.
—Ha sido una presentación inquietante —confesé—. Y eso que me conozco el
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tergal: últimamente sólo oigo hablar del fin del mundo.
—Lógico. ¿De qué más se podría hablar?
No supe qué contestar. Ciertamente, estaba algo espeso desde que casi me había
desnucado.
—Que esto se acaba es un hecho —prosiguió— y cualquier otro tema es
secundario en comparación. ¿Está al corriente de las últimas previsiones?
Negué con la cabeza.
—Antes de que se le caiga el pelo, va a asistir a acontecimientos que jamás
hubiera soñado presenciar.
—¿Como cuáles?
—Para empezar, las ciudades de la costa desaparecerán bajo las aguas con la
subida del nivel del mar. Este país tan atractivo para los extranjeros pronto será un
puro desierto donde será difícil sobrevivir. Vendrán plagas de dengue y malaria. Los
que puedan escapar emigrarán al norte de Europa, que se habrá convertido en una
región de clima idílico: el nuevo Mediterráneo.
Una llamada a su teléfono móvil detuvo temporalmente aquel catálogo de
desgracias. Por lo que entendí de su conversación, lo reclamaba una radio que había
acudido tarde al acto. El profesor De la Fuente —no había llegado a conocer su
nombre de pila— se incorporó dándome un golpecito en el hombro a modo de
disculpa.
—Y eso no es nada —concluyó—. Lo peor viene después: el día después de que
se extinga la humanidad.
Sin entender a qué se acababa de referir, observé cómo cruzaba el café con
andares tranquilos. Cuando casi había alcanzado la puerta, me di cuenta de que su
libro se había quedado sobre la mesa y le llamé.
Desde la misma puerta respondió sin alzar la voz:
—Lo he comprado para usted.
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Antes de la cita con el anticuario me entregué a un largo paseo por el Call, cuya
austera belleza no dejaba de sorprenderme. Tuve tiempo incluso de hacer una rápida
visita al Museo de Historia de los Judíos.
Había entrado con la esperanza de que las piedras antiguas disiparan el
pesimismo que había instalado en mí la anterior conversación, pero el devenir del
judaísmo en Gerona tampoco había sido precisamente una fiesta.
Al parecer, las primeras familias se habían instalado en el siglo IX alrededor de la
catedral. Llegó a ser una comunidad próspera, con tres sinagogas en funcionamiento,
que cobró fama por albergar kabalistas como Azriel de Gerona o Isaac el Ciego.
Su expulsión empezó a fraguarse en 1348, cuando los judíos fueron acusados de
propagar la peste en la ciudad. En 1391 sufrieron numerosos ataques y algunos
incluso tuvieron que refugiarse en una torre para salvar su vida. El final de la
comunidad llegaría en 1492 con la orden dictada por los Reyes Católicos, según la
cual debían elegir entre abjurar de su religión o el exilio. Aquel mismo año se vieron
obligados a abandonar sus bienes, con lo que el Call quedó vacío.
El barrio entero fue subastado de inmediato. Los cristianos compraban casas e
incluso calles enteras, que eran cerradas para disfrute de los nuevos propietarios.
Desde un ventanal del museo se podía contemplar una de estas calles cerradas. Me
pareció un lugar verdaderamente triste y sombrío.
Me detuve un momento delante de una vitrina donde se exhibía una mezuzá, la
hendidura que se practicaba junto a las casas judías para contener un pergamino con
versículos de la Biblia. Leí una traducción en una placa:
El tono imperativo de aquel mensaje hizo que saliera del museo con el ánimo
todavía más tormentoso. Y la silueta desgarbada de Alfred Desmesure al final de la
calle no invitaba precisamente a la calma.
—Tengo buenas noticias —dijo de entrada.
Tuve la certeza de que para mí se trataba justamente de lo contrario.
—Antes de seguir con todo esto, debo decirle...
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—No diga nada y escuche lo que voy a contarle —me interrumpió impetuoso—.
Hay indicios de que los bandidos que reventaron mi tienda siguen en la ciudad.
—¿Y eso hay que considerarlo buenas noticias? —salté recordando el intento de
atropello de la noche anterior.
—Buenísimas, porque tal vez la cómoda y las cartas estén más cerca de lo que
imaginamos.
—¿Cómo de cerca?
Me di cuenta de la estupidez de mi pregunta justo después de formularla, pero
Desmestre seguía absorto en su entusiasmo. Respiró profundamente, elevando
ligeramente los hombros, antes de declarar:
—La policía ha encontrado la furgoneta. Por las marcas del impacto frontal y los
restos encontrados en su interior, es la misma. ¿No es sensacional?
—Depende de cómo se mire. ¿Hay alguna pista sobre el cargamento?
—Ninguna. La furgoneta se halló abandonada esta madrugada en un solar de la
universidad. Eso es todo. Al parecer, podrían estar relacionados con la banda que
saqueó la masía de Santa Creu, cerca de Santa Coloma de Farners. En el dosier que le
dejó Elsa hay un artículo sobre estos tipos.
—Lo recuerdo, pero en la noticia se decía que habían sido arrestados.
—Y lo fueron, pero días después fueron puestos en libertad. Declararon que la
masía estaba en ruinas y que no pensaban que los muebles fueran de valor, ya que
sólo querían aprovechar la madera. Argumentaron que el hecho de haberse quedado
tranquilamente a pasar la noche probaba que no eran ladrones, sino okupas y
recicladores.
—Tal vez sea así —repuse—, pero una cosa es entrar en una casa abandonada y
otra muy diferente, estrellar una furgoneta contra una tienda y robar en su interior. No
deben de ser los mismos.
—Pues lo son —dijo Desmestre conteniendo su excitación—. Un amigo que
tengo en comisaría me ha confirmado que se trata de la misma furgoneta. Debe de ser
la única por estos lares con matrícula italiana.
—¿No puede ayudarle su amigo policía en esto? Tengo previsto irme hoy.
—Sería un error, señor Vidal, una oportunidad perdida. Sin duda, los bandidos
han tenido que ocultar el botín cerca de aquí. Y quizás ni se hayan percatado del
asunto de las cartas. Nos hallamos ante el mejor de los escenarios.
—¿Y dónde están los ladrones? Gerona no es tan grande para que uno pueda
esconderse mucho tiempo. Lo más probable es que se hayan largado bien lejos —
opiné—. Quizás estén volviendo a Italia.
—No digo que no, pero créame, la nariz me dice que lo mío sigue aquí. Puede
incluso que lo hayan escondido en lugar seguro y esperen a que la policía baje la
guardia para mover la mercancía. No sé si sabe que bajo el Call hay un enorme
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laberinto de catacumbas, la mayoría desconocidas. Deberíamos empezar por ahí.
—Deje de hablar en plural, que no quiero meterme en esto —repliqué perdiendo
la paciencia—. ¿Por qué no se ocupa usted? Si tan fácil le parece la recuperación,
sería una lástima tener que dividir el pastón en dos.
—Tal vez no sea tan fácil, pero merece la pena intentarlo. Además, aquí me
conoce todo el mundo. Usted puede cometer unas cuantas torpezas y le disculparán
por el solo hecho de ser norteamericano.
—No es una descripción muy halagadora. En cualquier caso, le seré sincero:
tengo que volver a casa sin más espera y no puedo hacer nada por usted. Ya se lo he
dicho: no sabría por dónde empezar.
Dicho esto, le tendí la mano para despedirme de él y acabar de una vez con
aquello. Desmestre no me ofreció la suya, como si aún se aferrara a una última
posibilidad.
—Seguro que encontrará a alguien aquí que se ocupe de eso. Su propia hija tal
vez. Parece bastante desocupada.
—No quiero ponerla en peligro, es todo lo que tengo.
Aquello era lo que me faltaba por oír. No había que poner a Elsa en peligro, pero
el americano idiota sí tenía que jugarse el tipo para intentar resolverles la vida.
—Les deseo toda la suerte del mundo —dije a modo de despedida.
—Tal vez un adelanto, digamos mil euros, podría retenerle aquí —añadió como
último resorte.
—Gracias, pero no.
Y me di la vuelta con mala conciencia, como si hubiera traicionado alguna causa
noble, aunque estaba seguro de que aquél no era el caso. Mientras me encaminaba
hacia el párking donde mi coche acumulaba horas de pago, no miré atrás ni una sola
vez.
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Tras pagar casi treinta euros en la caseta del vigilante, al llegar al Seat Ibiza me di
cuenta de algo terrible: las llaves no estaban en el bolsillo de mi americana.
Recordaba perfectamente haberlas dejado allí, pero lo cierto era que habían
desaparecido.
A punto de sucumbir a un ataque de nervios, revisé varias veces todos los
bolsillos de la americana y los pantalones, pero sin éxito. Finalmente no me pude
contener y di una sonora patada a la carrocería del coche de pura frustración.
El vigilante me miró con extrañeza al verme salir a pie rampa arriba.
—Creo que me he dejado las llaves en el hotel —le anuncié sin demasiada fe de
que esa suposición fuera cierta.
Mientras me encaminaba bajo el sol del mediodía hacia el hotel Carlemany, me
dije que las llaves podían estar en la mesita, aunque no recordaba haberlas dejado allí.
Otra explicación era que se me hubieran caído del bolsillo, fruto del trompazo
salvador al salir de Le Bistrot. De ser así, cabía la remota posibilidad de que hubieran
sido recogidas por el personal del restaurante o por algún cliente.
Pronto supe que aquél no era mi día, ya que al llegar a la recepción del hotel me
informaron de que no podía subir a la habitación, porque Desmestre ya había llamado
para que no le cobraran aquella noche.
—Pero si no he hecho el check out —protesté ante una joven empleada con gafas
gruesas.
—La persona que realizó la reserva ya se ha ocupado de ello. No había consumo
en el mueble bar ni otro extra que usted deba abonar, puede estar tranquilo.
—¡Al infierno con el mueble bar! —grité perdiendo los estribos—. Lo que
necesito es encontrar las llaves de mi coche. ¿Ya han limpiado la habitación?
La recepcionista miró el casillero de llaves y respondió:
—Y vuelve a estar ocupada.
—¿Puede usted preguntar al personal de limpieza si han encontrado unas llaves?
—Por supuesto, pero si hubieran encontrado algo, ya me lo habrían notificado.
Tras decir esto, marcó un número y esperó con cara de tedio a que le respondieran
al otro lado. Luego colgó el teléfono y dijo:
—Venga dentro de una hora. Deben de estar comiendo.
Le di las gracias y me encaminé hacia Le Bistrot con la esperanza a ras de suelo.
Ni siquiera tenía hambre. La perspectiva de regresar a casa en tren, con transbordo en
Barcelona, para tomar las llaves de recambio y volver a Gerona a pagar más párking
me sacaba de quicio. Al final, aquella misión descabellada me haría gastar el doble de
lo ganado.
Pero a la salida del hotel me esperaba un elemento más de distorsión: distinguí el
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descapotable de Elsa aparcado en la puerta. Afortunadamente, ella no se encontraba
al volante.
Temiendo que la hija de Desmestre estuviera preguntando por mí en el hotel,
decidí alejarme de allí como alma que persigue el diablo. No obstante, antes de que
acelerara el paso, una mano fría y suave me cubrió los ojos. Seguro de que Elsa se
hallaba detrás de mí —podía oler incluso su perfume—, estaba a punto de apartarla
de malos modos cuando el tintineo de unas llaves en mi oído derecho actuó como un
bálsamo. El suave y tranquilizador sonido metálico fue acompañado de su voz ronca:
—Vengo a salvarte de ti mismo.
Acto seguido, retiró la mano y me ofreció con la otra las llaves del Ibiza. Me
sentía tan aliviado que le habría dado un abrazo de no saber que era una mujer fatal,
pese a que había acudido a mi rescate con jersey blanco, téjanos y bambas converse.
—¿Dónde las has encontrado?
—En mi coche. Eso se merece una comida de celebración, ¿no crees?
Con las llaves nuevamente en mi bolsillo, consulté la hora en mi móvil: eran casi
las tres. Calculé que si salía de Gerona después de comer podía estar en casa a las
seis. Tendría tiempo de preparar la cena para Ingrid y Aina, a las que contaría aquella
extraña aventura que —al menos eso creía yo— estaba a punto de terminar.
—Vamos —acepté.
Elsa se mostró algo triste a lo largo de toda la comida, que tuvo lugar en un
restaurante con vistas al río Onyar. Estaba abarrotado de oficinistas y dependientes
que devoraban el menú del día.
—Me dijo tu padre que te has integrado poco en la ciudad —comenté mientras
mezclaba con un tenedor una generosa ración de arroz a la cubana.
—Eso no es cierto. Me integro perfectamente en la ciudad, lo que no soporto es la
gente.
—¿Qué tienes contra los de aquí?
—Nada especial. Me refiero a la gente en general. No la entiendo: pasan ocho
horas trabajando en algo que no les gusta, vuelven a casa, cenan, duermen, vuelven a
trabajar... y así hasta que revientan. ¿No es absurdo?
—Seguramente ellos pensarían lo mismo de tu vida si la conocieran. Por cierto,
¿de qué vives?
—De mi padre —respondió sin la menor vergüenza—, soy hija única.
—Eso no quiere decir que tengas que vivir a su costa.
—No tengo gastos. Vivo con él en casa y no salgo casi nunca. De hecho,
exceptuando mi padre, eres la primera persona a la que veo dos días seguidos desde
que metieron a mi novio en la cárcel. Por eso te quité las llaves.
Al oír esto se me quedó una bola de arroz con huevo y tomate atascada en la
boca. Mastiqué escandalizado mientras pensaba cómo debía mandarla a paseo.
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—Ya sé que no ha estado bien —explicó abriendo mucho los ojos— eso de
birlarte las llaves mientras te llevaba al hotel, pero me siento muy sola, ¿sabes?
Quería que te quedaras. Aunque apenas nos conocemos, siento que he encontrado un
amigo. Los dos estamos solos en el mundo.
—Habla sólo por ti —dije tratando de contener la ira—. Si no fueras una pobre
insensata, te haría una mascarilla ahora mismo con lo que queda de arroz.
—Puedes hacerlo —sonrió apoyando la barbilla entre las manos—. No pienso
gritar. Ni te denunciaré por una agresión de género.
—Deja de decir tonterías. ¿Qué edad tienes?
Pese a que me había hecho pasar un mal rato, tuve que reconocer que aquella
sonada me inspiraba ternura. Razón de más para irme cuanto antes.
—Treinta y tres. ¿Vas a crucificarme?
El segundo plato y el postre transcurrieron con un interrogatorio por parte de ella
sobre mi vida. Obvié todos los detalles referentes a mi pasada investigación en
Montserrat y me centré más en mi pasado como periodista en California, además de
insistir en mi vida feliz junto a Aina e Ingrid.
—Tiene que ser bonito eso de tener familia —suspiró en tono de burla mientras
jugueteaba con un mechón de su pelo—. Yo tengo a mi madre en Israel viviendo en
un kibutz y al muermo de mi padre aquí. No es para volverse loco de alegría que
digamos. También tengo un gato, García, que no hace más que dormir.
—¿García? Es un nombre algo inusual para un gato.
—Se lo puse porque teníamos un vecino que se llamaba así y tenía la misma cara.
—Entiendo —dije por decir algo mientras me levantaba para pagar la cuenta.
Salimos del restaurante bajo un cielo desapacible que amenazaba con nuevas
tormentas. Elsa tiró de mi manga para que cruzáramos un puente sobre el río.
—Me temo que vamos en dirección contraria al coche —comenté molesto.
—Sólo lo parece. En realidad, todos los caminos llevan al párking. ¿Te has fijado
en el nombre?
—No.
—Roma. Párking Roma. ¿No es gracioso?
Emití un gruñido como toda respuesta. Volvíamos a estar en la calle Ballesteries,
donde ya había pasado por la mañana. Cuando me detuve en seco, Elsa entendió que
había tensado demasiado la cuerda, ya que dijo con tono suave:
—No te enfades, sólo quiero mostrarte algo antes de que te marches. Es una
tradición de Gerona.
Caminamos cinco minutos más hasta llegar a una plazoleta solitaria. Allí Elsa me
señaló una modesta columna en la que había encaramada una pequeña bestia de
piedra.
—¿Qué es? —pregunté deseoso de marcharme de una vez.
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—La leona —repuso divertida—. ¿No sabes el dicho? «Si quieres volver a
Gerona, un beso tienes que dar en el culo de la leona.» Miré con estupefacción la
estatua sin saber qué hacer. Elsa exclamó:
—¡Vamos! ¿A qué esperas?
Ciertamente no tenía la menor intención de volver a Gerona, donde llevaba un día
y medio dando vueltas sin sentido. Sin embargo, sabía que mi anfitriona no me
soltaría hasta que cumpliera con el ritual.
—Hazlo por mí —insistió conteniendo la risa.
—Esto es ridículo —protesté mientras me encaramaba al pedestal de la columna
y rozaba con los labios el trasero de piedra.
Elsa aplaudió mi acción y dijo:
—Ahora seguro que vuelves.
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Después de una hora atravesando una cortina de lluvia constante, ante el
parabrisas emergieron los picos de Montserrat. Bajo aquel temporal todavía parecía
un lugar más dramático e imposible, cohetes de piedra que evocaban un mundo
misterioso anterior a la llegada de la humanidad.
Mientras tomaba una carretera secundaria para entrar en nuestra urbanización, vi
en el reloj del coche que eran las seis y cuarto. Tendría tiempo de darme un baño
caliente antes de ir al pequeño supermercado que abastecía aquellas casas al pie del
macizo.
La noche anterior no había conseguido hablar con Aina, que estaba en una cena
de empresa, pero le había dejado un mensaje diciendo que me ocuparía
personalmente de la cena.
Proyecté mentalmente el menú a la vez que despegaba suavemente el pie del
acelerador hasta detener el Ibiza detrás de casa. Acto seguido, salí del coche y me
pegué a la pared para evitar la tromba de agua que se cernía sobre nosotros,
extrañamente virulenta para mediados de junio.
Introduje la llave en la cerradura muerto de cansancio. Nada más abrir la puerta,
me di cuenta de que algo marchaba mal. Más allá del olor a colillas mojadas —
clásico de mi hija, que me ocultaba su adicción al tabaco—, intuí que en aquel
espacio había sucedido algo grave en mi ausencia.
Al encender la luz me di cuenta, alarmado, de que mi intuición era certera. En el
suelo había restos de una tetera rota y una docena de libros caídos, como si se hubiera
producido un forcejeo junto a la estantería. Una gran mancha en la pared,
probablemente de té, completaba el panorama después de la batalla.
Con el corazón a punto de estallar empecé a llamar a Ingrid y Aina. Pero nadie
respondió. Empapado de un sudor frío, subí las escaleras de tres en tres hasta la
habitación de mi hija, que estaba extrañamente ordenada. Eso no me tranquilizó lo
más mínimo, ya que seguía sin entender qué había sucedido en la casa.
Me precipité nuevamente hacia el salón. En la mesa había un folio manuscrito
que había pasado por alto en mi primera valoración de la catástrofe. Vi enseguida que
era la letra de Aina:
Querido Leo,
Siento mucho tener que escribirte esto, porque sé que eres una persona cargada
de buenas intenciones, pero eso no basta para vivir en pareja, y menos aún para
educar a una hija.
Has criado a Ingrid con mucho cariño, pero no le has enseñado nada de lo que
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necesita para transitar por el mundo: esfuerzo, respeto por los demás y por sí misma,
prudencia. Ha tomado sólo lo peor de ti, va por la vida dando tumbos hasta que se
estrelle definitivamente.
Ayer tuve que enfrentarme a ella porque pretendía pasar la noche fuera sí o sí.
Como le llevé la contraria, reaccionó con una lluvia de objetos sobre mí y no he
salido herida de milagro.
Leo: no tengo por qué aguantar esta mierda. Ingrid no es mi hija y no tengo la
culpa de que seas un irresponsable. Nunca estás en los momentos importantes. Por lo
tanto, dejo esta casa para siempre y a ti con ella. Espero que os vaya bien.
Te pido, por favor, que no me llames ni me busques. Mi decisión es en firme. Me
voy con la tranquilidad de saber que lo he intentado. Espero que algún día
encuentres tu grial. Desde luego que Ingrid y tú no sois el mío.
Un beso de despedida,
Aina
Al terminar de leer la carta sentí que me faltaba el aire y tuve que correr a abrir
los ventanales. El panorama que tanto me gustaba contemplar al atardecer de repente
se había convertido en el paisaje más triste del mundo.
Tras telefonear innumerables veces a Ingrid sin respuesta y hacer una sola
tentativa con Aina, que me había colgado directamente, me desplomé sobre el sofá.
Permanecí allí por un tiempo indeterminado como un muerto viviente. Me encontraba
en estado de shock. En menos de 48 horas todo mi mundo se había desmoronado. Y
lo peor de todo era que no se me ocurría cómo salir del hoyo.
Cuando las escenas de mi vida reciente junto a Aina empezaban a agolparse en mi
cabeza dolorosamente, de repente recordé el libro que me había regalado el profesor
De la Fuente. Dado que la cosa iba de desgracias planetarias, tal vez para el 2013,
pensé que ampliando la mirada trágica me olvidaría de mi pequeña y miserable vida.
Saqué el libro de mi bolsa de cuero y me serví un copazo de vino antes de
tenderme nuevamente en el sofá con El mundo sin nosotros, de Alan Weisman, un
ensayo especulativo sobre lo que sucederá el día que el último ser humano
desaparezca de la Tierra.
Siempre había pensado que nuestra desaparición sería lo mejor que podría pasarle
al planeta, pero Weisman negaba incluso esa buena noticia: lo peor de nuestro legado
llegará cuando nos hayamos marchado dando un portazo.
Justo después del índice encontré un trozo de periódico doblado en cuatro. Era
una reseña sobre la obra que De la Fuente debía de haber guardado para pedirla en la
librería. La firmaba el filósofo Rafael Argullol. Antes de decidir si me entregaba a la
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carrera de fondo que es la lectura de un libro, leí detenidamente el artículo para saber
por qué es tan malo que las personas dejen de parasitar la Tierra:
Abrumado, dejé a un lado el artículo para mirar una tabla tras la cubierta del libro.
Era un calendario aproximado de lo que le espera al mundo sin nosotros.
Al parecer, dentro de unos miles de años, si hay algún edificio en pie, se
convertirá en un inmenso bloque de hielo. El suelo tardará 35.000 años en quedar
limpio del plomo depositado durante la industrialización, y serán necesarios cientos
de miles de años para que aparezcan microbios capaces de degradar el plástico. Un
tiempo parecido tardará la atmósfera en recuperar los niveles de C02 previos a la
aparición del ser humano.
Dentro de diez millones de años, sólo las esculturas de bronce serán aún
reconocibles y darán testimonio de nuestro paso por el mundo. Y la vida seguirá en
formas inimaginables para nosotros hasta cuando, en cinco mil millones de años, el
sol se convierta en una gigante roja y engulla los planetas más cercanos, como la
Tierra.
Después de eso, lo único que quedará de la humanidad serán nuestras emisiones
de radio y televisión, que seguirán viajando durante la eternidad por los confines del
Universo.
«Menudo legado», me dije mientras cerraba los ojos imaginando qué pensarán de
nosotros las inteligencias que reciban todo eso.
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Debían de ser las tres de la madrugada cuando, entre sueños, oí que se abría la
puerta de casa. En circunstancias normales habría saltado del sofá y me habría puesto
en guardia, pero entre el vino y la lectura apocalíptica mi mente aún vagaba por el
limbo posthumano.
Mientras soñaba con grandes explosiones y ciudades en ruinas donde volvía a
imperar la ley de la selva, oí una motocicleta que se alejaba en el exterior y unos
pasos inseguros dentro de casa. Al notar una mano cálida sobre la mía, abrí los ojos
mientras buscaba a tientas el interruptor de la lámpara de lectura.
Al hacerse la luz, me alegré y asusté a partes iguales: era Ingrid, que volvía de su
juerga nocturna con un moratón en el ojo y las medias agujereadas. La miré
sobrecogido como si la viera por primera vez. Tal como me había echado en cara
Aina, aquella niña angelical se había convertido en una extraterrestre para mí.
Antes de que yo lograra decir nada, Ingrid se echó en mis brazos y sollozó:
—Papá, te he fallado.
Aunque apestaba a alcohol, mientras lloraba sobre mi hombro me pareció la
criatura más desvalida del mundo. Me recriminé no haber hecho lo suficiente para
protegerla. No sabía cuidar de sí misma: en eso había salido al padre.
Permanecimos un buen rato en un silencio que todo lo explicaba, pues no
necesitaba relatos proféticos para entender que estábamos solos en el mundo y nadie
vendría a salvarnos.
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ser cierta, así que pasé al segundo punto del interrogatorio.
—¿Y esos agujeros en las medias? Ayer oí una moto dando vueltas por aquí.
¿Estaba tan borracho el piloto que os fuisteis al suelo o qué pasó?
—Papá, no entiendes nada. Cuando terminó la fiesta, mi amiga pidió a su
hermano que me acompañara a casa. Es un mormón estricto que no ha bebido una
cerveza en su vida.
—Pero esos agujeros...
—¡Qué poco sabes de modas! Te informo de que esas medias las venden así:
pertenecen a una colección que conmemora el nacimiento del punk y cuestan una
pasta. No son agujeros cualquiera.
—Ah, ¿no?
—Son los mismos que llevaba Siouxie en las medias durante un concierto en
1977. Se inspiran en una foto histórica.
—Es una pena que lo único que te interese de la historia sean los agujeros de una
cantante de punk. ¿Te has parado a pensar qué quieres hacer con tu vida?
Mientras Ingrid meditaba la respuesta, si es que tenía la intención de dar alguna,
pinchó con el tenedor una patata y la alzó para contemplar cómo humeaba.
Volví a la carga:
—Eso es algo que más pronto que tarde vas a tener que plantearte, por tu único
bien. No sé si eres consciente, pero yo no estaré toda la vida aquí para sacarte las
castañas del fuego.
—Ah, ¿no? —preguntó con fingida ingenuidad.
—La biología manda. Si todo sigue su debido curso, yo me iré antes que tú.
Valdría la pena que para entonces hubieras decidido por dónde tirar.
—Eso me parece razonable. Pero yo no quiero que te mueras, papá.
—Ni yo tampoco, nena, pero es lo que hay. Tú lo dijiste por teléfono: fíjate si es
mala la vida que te acaba matando.
—¿Yo dije eso? —repuso sorprendida—. En todo caso, es feo hablar de la muerte
una mañana soleada como ésta. Como decía aquel amigo tuyo que practicaba el zen,
¡hay que vivir el momento!
Bebí un largo sorbo de té mientras pensaba qué responder a eso. Me parecía un
ejercicio de cinismo que justamente quien había dinamitado mi relación con la
persona que amaba me invitara a disfrutar del aquí y ahora.
—Por cierto, tengo una buena noticia para ti —dijo Ingrid—. Hace días que te lo
quiero contar.
Al oír eso me eché a temblar. Las últimas buenas noticias habían llegado teñidas
de tintes siniestros.
—No tendrás que preocuparte por mí estas vacaciones. Tía Jenny me ha mandado
un billete electrónico de avión para Boston. Dice que me dará incluso algo de dinero
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de bolsillo si la ayudo a limpiar su jardín.
Me sorprendió que la única hermana de mi madre, la tía abuela de Ingrid, tuviera
dinero para costearle el vuelo. Solía invitarla cuando vivíamos en Santa Mónica, pero
era una viuda que llevaba una vida bastante austera. Tal como sospechaba, faltaba
algo por saber:
—Dice que el billete de vuelta lo pagues tú —prosiguió Ingrid—. Sólo ha
mandado la ida.
—Así lo haré —repuse sin saber de dónde sacaría el dinero—. Me parece una
buena idea que pases el verano con ella. Igual cuidando de tía Jenny aprendes a ser
más responsable.
—¿Más aún?
Como no tenía contrapunto para esa pregunta, la obvié y pasamos a los detalles
prácticos.
—¿Y cuándo sale el vuelo?
—Mañana.
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Me había quedado solo. De regreso del aeropuerto, al entrar de nuevo en casa me
di cuenta de que aquello se había convertido en un cascarón vacío de personas e
ilusiones.
Había dejado a Ingrid con la promesa de reunirme con ella en agosto para volver
juntos a Barcelona, si es que aún tenía sentido para nosotros vivir fuera de los
Estados Unidos. Lo que yo podía ganar aquí no bastaba ni en sueños para costear la
única escuela donde la tendrían bajo cierto control. De hecho, ni siquiera sabía cómo
pagaría su factura del móvil, que pese a mis continuos avisos seguía sin bajar de los
150 euros al mes.
Revisando mil problemas menores como éste —juntos formaban una enorme bola
de nieve que amenazaba con sepultarme—, intentaba no pensar en la gran herida que
se había abierto en mi vida desde la marcha de Aina. Durante el trayecto en coche,
Ingrid había intentado disculparse de su actitud; me había mostrado incluso un correo
electrónico donde le pedía perdón a su manera.
—Si te quiere de verdad, volverá —me había dicho para calmar sus
remordimientos al despedirnos junto a la puerta de embarque.
Sentado ahora a la mesa del salón, me sentía tan confuso que no me había dado
cuenta de que el contestador del teléfono fijo parpadeaba desde mi llegada. Lo que
contenía aquella grabadora digital acabaría dando tal vuelta de tuerca a mi situación
que, en comparación, todo lo que había vivido hasta entonces serían problemas de
índole menor.
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conversación—. Han sido unos días terribles, y yo no estuve a tu lado como debería.
—Eso ahora no importa.
—Sí que importa. Siento que no he estado a la altura, pero pienso hacerlo mejor a
partir de ahora.
—Tú siempre quieres hacerlo bien, el problema es que nunca lo consigues —
repuso cortante—. ¿Cómo está Ingrid?
Aquella pregunta me dio un poco de esperanza. Si se interesaba por la salvaje que
casi la había agredido, aún se podía salvar lo nuestro.
—Está camino de Boston. Vivirá dos meses allí con su tía abuela. Será bueno
para ella, porque tendrá que cuidar de una persona a la que quiere mucho. Seguro que
vuelve más madura, ya verás. A estas edades dos meses suponen una eternidad.
—También puede volver peor de lo que está. Dudo que una mujer de 75 años con
artritis crónica vigile mucho sus entradas y salidas.
—Vamos a darle una oportunidad. También tú y yo nos la merecemos, ¿no crees?
Ahora que Ingrid estará con la familia, si vienes a casa podemos volverlo a intentar.
Intentarlo en serio, quiero decir.
Al otro lado se hizo un silencio sepulcral.
—¿Me has oído, Aina? ¿Estás ahí?
—Lo estoy —respondió con voz inexpresiva.
—¿Y qué me dices?
La voz le tembló ligeramente antes de decir:
—No voy a volver.
Noté con gran congoja como Aina tomaba aire antes de proseguir, ya más serena:
—Al menos por ahora. Necesito estar lejos de ti una temporada. Más adelante ya
veremos: tal vez encontremos una ocasión mejor para intentarlo de nuevo.
—No te entiendo. Al fin y al cabo, aparte de las barrabasadas de Ingrid, no ha
sucedido nada grave que impida que nosotros...
—Eso es lo que tú te crees —me interrumpió nerviosa.
Mientras Aina contenía un sollozo, me pregunté qué podía haber pasado que
impidiera la reconciliación. Como sucede en estos casos, la respuesta era tan obvia
que me había pasado por alto.
—¿Tienes a alguien? —pregunté alarmado.
De repente recordé que Aina se había visto últimamente con su novio de
juventud, quien le hacía de paño de lágrimas porque continuaba enamorado de ella.
—¿Es...?
—Sí —dijo con un hilo de voz antes de cortar la comunicación.
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Mientras sentía el vértigo de tener el firmamento debajo de mí —ésa era la sensación
que siempre experimentaba cuando dormía al raso—, me dije que Aina había
preferido la seguridad del pasado, un hombre previsible con el que fundar una familia
normal, a un pobre diablo como yo sin oficio ni beneficio y con una hija dispuesta a
boicotear cualquier amago de felicidad.
Podía entenderlo, pero no por ello me sentía menos decepcionado. Mientras
observaba el curso de una débil y lejana estrella fugaz, me prometí mantenerme
alejado de cualquier romance como mínimo un año. Si quería salvar lo que quedaba
de mi mundo, en especial a Ingrid, tendría que hacer vida monástica y volcarme en
sacar dinero de donde fuera para asegurar su futuro.
Esta resolución con el cosmos como testigo me infundió ánimos para ponerme en
pie y emprender el camino de vuelta a casa. Me sentía extrañamente sereno, aunque
podía ser sólo un espejismo después del golpe, con la depresión a la vuelta de la
esquina.
Al regresar a la casa ya del todo deshabitada, percibí la luz roja del contestador
parpadeando como un faro en la oscuridad.
Cerré la puerta tras de mí y me aproximé a la cajita digital con más recelo que
esperanza. Pulsé la reproducción de mensajes. Del microaltavoz surgió una voz
conocida, pero su tono era de una tristeza sobrecogedora:
Han matado a mi padre. Leo, tienes que venir. Ha dejado un sobre para ti, con
mucho dinero y...
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Mientras surcaba de noche la carretera desierta me dije que, visto el grado de
catástrofe, si me mataban, casi podía dar las gracias por ello. Me había decidido a
salir aquella misma noche porque necesitaba dinero desesperadamente. Si era cierto
que había algo que ganar en la última voluntad de Desmestre, prefería arriesgarme a
pudrirme solo en una casa donde ya no pintaba nada.
Entré en Gerona a la una de la madrugada como un forajido. Saber que Ingrid ya
debía de estar a salvo en Boston y el desierto en el que se había convertido mi vida
me daban fuerzas para avanzar sin miedo hacia lo desconocido. Al menos mientras
me mantuviera en movimiento tendría la sensación de que iba a alguna parte. Aunque
fuera de cabeza al infierno, prefería un infierno nuevo al que dejaba atrás.
Gracias a la hora intempestiva pude aparcar el coche en la calle, tras lo cual me
encaminé hacia la tienda del anticuario. Me había parecido entender que su vivienda
estaba en el piso superior. Si Elsa no me esperaba allí, estaría velando a su padre en
las pompas fúnebres, a no ser que la policía estuviera haciendo la autopsia al muerto,
que era lo precedente en caso de asesinato.
Mientras pensaba en todo esto, con el eco de mis pasos de fondo en las calles
vacías, me dije que empezaba a razonar como un buscavidas, y tal vez fuera lo mejor
en mi situación. Sólo esperaba que la policía no me relacionara con el difunto antes
de poder hablar con la hija acerca del sobre.
Me sorprendí llegando a la calle de la Força sin perderme una sola vez. Al
parecer, en mi inconsciente había quedado la huella de mis paseos por Gerona.
Al pulsar brevemente el timbre del primer piso —justo encima de la tienda—,
recordé que Elsa me había hecho besar el trasero de la leona. Ciertamente había
regresado a Gerona, como auguraba el ritual, sólo que no pensaba que eso sucediera
en unas circunstancias tan funestas.
—Sube —susurró Elsa en el interfono antes de que la puerta se abriera con un
zumbido.
Dudé un instante antes de empujar la puerta y pasar al interior de una escalera
estrecha y oscura. Una bombilla desnuda de cuarenta vatios daba al edificio una
atmósfera lóbrega que no se adivinaba por la nobleza de la fachada.
Al subir los escalones de piedra gastada tuve la certeza de que estaba a punto de
meterme en un lío sin salida, pero eso no me frenó.
Cuando llegué al piso, no dudé en golpear suavemente la madera para anunciar
mi llegada. La puerta se abrió de inmediato y distinguí la sombra de Elsa, que me
indicó que la siguiera hasta el interior en penumbra.
—¿Dónde está el cuerpo? —le pregunté en un susurro.
—Lo tiene el forense —dijo tirando de mí hasta un salón de techos altos sin
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ninguna iluminación.
Pese a que por la ventana apenas llegaba la luz mortecina de una farola, pude ver
que Elsa llevaba un vaporoso vestido negro y se había recogido el pelo en una trenza.
Debían de gustarle los atuendos de época, pensé, efectos colaterales de ser hija —
ahora huérfana— de un anticuario.
—¿Por qué no enciendes la luz?
—No quiero que los vecinos piensen que monto una fiesta. Si ven actividad
pueden imaginar cualquier cosa: aquí todo el mundo me conoce.
Aunque ya tenía asumido que Elsa era una excéntrica, la templanza de su tono de
voz me decía que allí había gato encerrado, y no sólo el ejemplar de persa que
dormitaba en el sofá en el que acababa de sentarme.
—¿Es García? —pregunté para disimular mi inquietud.
Sin que ella dijera nada, el animal respondió con un breve maullido al oír
pronunciar su nombre.
Elsa acarició su cabeza con las yemas de los dedos antes de ocupar una mecedora
que crujió levemente bajo su peso. A medida que me acostumbraba a la penumbra
pude leer una leve sonrisa en sus labios, lo que me puso todavía más en guardia. Algo
estaba pasando allí que se me escapaba.
Al parecer, mi anfitriona disfrutaba con esta inquietud, ya que empezó a mecerse
suavemente mientras cruzaba las piernas, lo que dejó al descubierto la silueta de una
rodilla muy bien formada. No había que ser ningún lince para adivinar que aquella
atractiva mujer era sólo un anzuelo en una trama más opaca de lo que parecía.
—Te veo muy relajada en esta mecedora —dije—. Yo no estaría así si se acabaran
de cargar a mi padre.
—Eso nunca lo sabes. Los momentos límite son altamente reveladores: hacen que
aflore la esencia de cada persona.
—¿Y estamos ahora en uno de estos momentos?
—Puede que sí, puede que no. A menudo sólo los identificamos a posteriori.
—Así somos los humanos —añadí con frialdad—, pero no quiero pensar que he
venido hasta aquí en plena noche para filosofar contigo. Cuéntame lo que ha pasado.
—Al final encontró la maldita cómoda —explicó Elsa mientras dejaba caer al
suelo el zapato derecho.
—En mi última conversación con él, habló de unas catacumbas que hay bajo este
barrio. ¿Estaba allí?
—No, aunque hubiera sido más romántico. ¿Sabes? Bajo la judería hay un mundo
misterioso lleno de pasadizos y criptas. Y sólo se conoce una parte muy pequeña. En
el convento de Sant Doménec, por ejemplo, hay una antigua cisterna con una escalera
que lleva circularmente hasta el fondo. Desde abajo ves que el techo está formado por
lápidas funerarias. Tienes la impresión de vivir en un mundo al revés, de caminar
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bajo los muertos. ¿No es tremendo?
Mientras decía esto, se ayudó con el pie descalzo para quitarse el otro zapato.
Luego apoyó los pies sobre mis rodillas.
Sin hacer ningún comentario, me desplacé lateralmente dejando sus pies sobre el
sofá. Elsa parecía divertida con aquella situación. Debía de sentirse orgullosa de sus
largas piernas de bailarina, que flexionaba ligeramente para que las admirara.
—Así pues, ¿dónde estaba la cómoda? —pregunté en un tono forzadamente
neutro.
—Mucho más cerca de lo que pensábamos: en una calle cerrada del Call. Al
parecer, tras el robo los ladrones descargaron algunos muebles allí. Habían
conseguido la llave de la verja de acceso, que nadie abría hacía años.
—Parece muy arriesgado dejar lo robado tan cerca del lugar del golpe.
—No tanto: es el último lugar donde miraría la policía. Lo que está cerca a
menudo nos resulta invisible.
—Pero tu padre encontró el lugar —dije con escepticismo—. ¿Cómo lo descubrió
si la calle estaba cerrada?
—Fue avisado por un vecino que había visto desde una ventana trasera cómo
metían los muebles —explicó replegando las piernas sobre la mecedora.
—Y al ir a recuperar lo suyo, lo mataron.
—Exacto. ¿Vendrás al funeral?
—Espero no ir al mío. Sabes perfectamente que no me creo ni media palabra de
esta historia.
Tras decir esto, se encendieron las luces. Alfred Desmestre ocupaba triunfalmente
el centro de la sala con su americana de pana con coderas y el pelo negro
engominado, como si acudiera a una recepción de poca monta. Y de algún modo era
así.
—Menos mal —declaró con voz cantarina—. Empezaba a dudar de que fuera
usted el hombre adecuado.
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Me hallaba en aquella sala vetusta, acompañado de Desmestre y su hija, con la
impresión de haber sido víctima de una humillante tomadura de pelo.
—Le ruego que nos disculpe por esta pequeña escenificación —dijo el anticuario
mientras apartaba al gato para sentarse a mi lado—. Yo era partidario de exponer las
cosas tal como son, pero Elsa me decía que eso no bastaría para hacerle venir. Por eso
jugó la carta de la huerfanita asustada, pero lo del dinero va en serio.
García había saltado ahora sobre el regazo de su ama, que se mecía relajada
mientras peinaba la cola del animal con un movimiento que podría tomarse por
obsceno.
—Pues no sabe cómo lamento haber picado —repliqué furioso.
—No lo lamente todavía —explicó Desmestre mientras sacaba una botella de
licor de un bufet y dos copas—, porque cuando sepa lo que tenemos, va a celebrar
haberme conocido. Incluso perdonará a Elsa por su travesura.
La hija del anticuario me dedicó una sonrisa mientras él me entregaba una copa y
la llenaba con buen pulso.
—Es vino kosher. Vamos a brindar para que este negocio tenga un final feliz.
Empezó algo flojo, pero ahora estamos sobre la pista.
—Brindemos por cualquier otra cosa, porque no pienso participar —me opuse—.
Ya se lo advertí. Nada ha cambiado.
Desmestre aproximó su cara a la mía elevando las cejas mientras declaraba:
—Todo ha cambiado. Por eso le he hecho venir hasta aquí.
—¿Ha encontrado la cómoda modernista? —pregunté mientras sofocaba mi
desesperación en un trago de vino.
—Sí —respondió eufórico.
—¿En la calle cerrada?
—Por raro que parezca, la abandonaron allí. Yo creo que la verja simplemente
estaba rota y se deshicieron del mueble antes de meterse en más problemas. Puedo
llevarle en persona si quiere ver dónde estaba.
—No tengo ningún interés —afirmé dando un nuevo sorbo al vino, que era denso
y algo empalagoso—. Por cierto, ¿encontró las cartas en su interior?
—Desgraciadamente no. Y afortunadamente para usted, porque en ese caso se
habría quedado sin trabajo.
Quise protestar, pero Desmestre me silenció levantando la palma de la mano
mientras volvía a llenar mi copa de vino. Observé que Elsa contemplaba divertida la
escena desde la mecedora.
—No le ha dado una copa —hice notar a mi anfitrión.
—Ella no puede —repuso el anticuario—. Toma medicación.
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Dicho esto, salió del salón a grandes zancadas y regresó un minuto después con
un sobre pequeño y alargado. Lo levantó como un árbitro de fútbol enseñando tarjeta
y acto seguido lo dejó en mi regazo diciendo:
—Mire dentro. Si está de acuerdo, es suyo.
Abrí la solapa del sobre y vi que contenía un pequeño fajo de billetes de
doscientos euros, además de una hoja mal impresa.
—Cuéntelo.
Con cierto rubor, empecé a contar los billetes nuevos de color amarillo sin la
soltura del mafioso que se dedica a estos trapicheos. Había veinticinco en total.
—Son cinco mil euros —dije.
Elsa nos miraba ahora con expresión ausente, como si, acabado el teatro, hubiera
dejado de interesarle todo aquello.
—Sólo cubre los gastos de viaje. Aparte de esto, desde mañana ingresaré
cuatrocientos euros diarios en su cuenta corriente sólo por seguirle la pista a las
cartas. Si en diez días no ha habido suerte, lo dejaremos estar. Tampoco quiero
arruinarme.
Aquello cambiaba las cosas. Con cinco mil euros en mi bolsillo para un supuesto
viaje —tal vez podía ahorrar la mitad— y otros cuatro mil que encontraría a mi
vuelta, podría solucionar unas cuantas cosas. Merecía la pena escuchar al menos la
propuesta.
—Es una retribución generosa por diez días de trabajo.
—No me lo agradezca a mí, sino a nuestro mecenas —dijo exultante—. Se ha
decidido a intervenir para agilizar las gestiones. Con su inspiración y su apoyo
económico seguro que llegaremos al final.
—¿Un mecenas? No entiendo nada. ¿De quién me habla?
Elsa se había soltado el pelo, que le caía frondoso sobre los hombros, y se
abrazaba las rodillas, nuevamente atenta a la conversación.
—Mi cliente del norte de Europa, el de los 2.013.000 euros, ha decidido
implicarse en la recuperación de las cartas. Al comunicarle por correo electrónico lo
sucedido, ha mandado dinero para que entremos en acción sin más demora. Cuando
llegue el momento de recomprar la mercancía, con una sola llamada proveerá los
fondos necesarios. Una vez entregada a él, nos pagará la diferencia. Mantiene la
oferta.
—Sin duda es un loco —añadí—. ¿Cómo se llama?
—Mantiene oculta su identidad. Es normal en personas de este nivel.
—Pero de algún modo se dirigirá a él —argumenté.
—Se hace llamar Kynops, un simple seudónimo. Lo importante es que paga bien
y rápido. No podemos decepcionarle: hay demasiado en juego.
—Sin embargo, nos hallamos en el mismo punto que la última vez que hablamos:
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no sé por dónde empezar.
—Eso también ha cambiado —afirmó Desmestre con una llamarada de
entusiasmo en los ojos—. Parece ser que los bandidos saben que va a haber negocio y
nos tienden la mano. Mire el fax que le he adjuntado en el sobre.
Acerqué a la lámpara de pie la hoja mal impresa, donde se repetía simplemente la
numeración del 0 al 3:
0123012301230123
0123012301230123
0123012301230123
0123012301230123
—No parece una gran pista. ¿Qué puedo hacer con eso?
—Abandone por un momento el pensamiento cartesiano, Vidal. ¿No se ha dado
cuenta? La serie del 0 al 3 incluye todas las cifras del 2013. Tratan de ponerse en
contacto en nosotros sin llamar la atención. Para el profano, parece una simple prueba
de impresora.
—Aunque así fuera, no veo cómo podré contactar con ellos.
En este punto, Elsa salió de su silencioso letargo y exclamó:
—Por lo que más quieras, Leo, deja de hacerte el tonto.
Lo peor de todo era que no me estaba haciendo el tonto, sino que realmente no
tenía ni idea de lo que me insinuaban.
—Sabes perfectamente dónde hay que mirar.
De repente advertí que detrás del fax había grapada otra hoja con la hora de la
recepción del mismo y el número de teléfono emisor.
—Prefijo 355 —leí con fingida autoridad—. Esto viene de...
Desmestre y su hija completaron la frase a la vez:
—Albania.
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Se podía deducir que la banda que había robado las cartas conocía su valor, al
menos en parte. El chapucero robo de los muebles y su posterior abandono en la calle
muerta indicaban que el descubrimiento del legajo había sido a posteriori. Un golpe
de suerte, al igual que el de Desmestre. Eso explicaba también que los italianos
hubieran renunciado a la furgoneta para salir del país cuanto antes con el botín.
—Quieren vender, pero sin correr riesgos —añadió el anticuario a mi reflexión—.
Por eso han elegido ese país para realizar la transacción. Supongo que está lleno de
italianos haciendo negocios dudosos.
—En ese caso, me parece poco dinero para ir a jugarme el tipo.
Desmestre me miró con incredulidad antes de arremeter:
—¿Medio millón de euros le parece poco? Eso es lo que puede sacar en limpio
cuando todo termine.
—Prefiero pájaro en mano que ciento volando, como dicen aquí —declaré
soñoliento mientras dejaba la copa en el suelo—. ¿Quién me asegura que nuestro
mecenas anónimo cumplirá con su palabra, una vez tenga el legajo en sus manos?
—Hasta ahora ha dado muestras de gran solvencia —argumentó Desmestre
poniéndose de pie—. Por eso aún tenemos margen para negociar. No quiero que usted
se vaya a Tirana a disgusto.
Observé cómo aquel truhán se sacudía el polvo de la vieja americana, un gesto
que debía de haber hecho miles de veces antes de cerrar un trato. Entendí que había
recibido de Kynops un anticipo sustancioso del que me ofrecía sólo las migajas. Y
nada me garantizaba que vería mi parte si lograba cerrar aquella rocambolesca
operación.
—Tirana... —suspiré mientras barajaba qué cifra podía proponer—. No conozco a
nadie que haya estado allí. ¿Cómo se llega?
Lo único que sabía de Albania era que había sido el último régimen estalinista del
mundo y que, en la década de los noventa, un barco cargado de albaneses hasta la
bandera había huido del país y pedido asilo a Italia.
—Pregúntelo mañana en el aeropuerto —se limitó a decir Desmestre, que
esperaba tenso la cantidad.
—No se precipite —repuse para ganar tiempo—. Supongo que tendré que
solicitar un visado de entrada, justificar mi estancia y todas estas cosas.
—Seguro que no. Desde que a su presidente George W. Bush se le ocurrió visitar
Tirana, los americanos están muy bien vistos por allí.
No sabía si aquello iba en serio o si Desmestre se estaba burlando de mí. Para
acabar de una vez con aquel tanteo —eran ya las cuatro de la madrugada— decidí
poner sobre la mesa una cantidad abultada:
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—Además de los cinco mil euros del viaje y los cuatrocientos diarios, quiero un
depósito con diez mil euros en mi cuenta por los riesgos que voy a correr.
Mientras esperaba la respuesta, miré de reojo a Elsa, que se había dormido en el
balancín y le caía la cabeza a un lado.
—Trato hecho —resolvió el anticuario tendiéndome la mano—. Me deja
prácticamente sin liquidez, pero no podemos perder más tiempo.
—Estoy de acuerdo —repuse sorprendido mientras estrechaba su mano—, pero
como debemos esperar a que abran los bancos, me retiraré al hotel a dormir algunas
horas.
—No será necesario. Puedo ofrecerle una cama de campaña en esta misma casa.
¿Me sigue?
Llevaba algo más de una hora intentando dormir, entre estornudo y estornudo, en
un trastero polvoriento cuando sentí una presencia en la oscuridad. Agotado por los
últimos acontecimientos —y la partida no había hecho más que empezar—, me
incorporé levemente y agucé la vista y el oído.
Segundos después, sentí como unos dedos fríos y suaves que ya conocía se
posaban en mi frente y la empujaban hasta hundir mi cabeza en la almohada.
—¿Qué haces aquí? —pregunté adivinando la sonrisa de Elsa en las tinieblas.
—No me gusta dormir sola —dijo mientras se introducía en la cama, que ya era
de por sí estrecha.
—Pues ve a dormir con tu padre.
—A veces lo hago, no creas. ¿Me estás rechazando?
Me había pegado a la pared para que nuestros cuerpos no se tocaran. Aunque Elsa
me parecía una mujer poderosamente atractiva, lo último que quería era vengarme de
Aina acostándome con una chiflada, y menos aún en casa de su padre.
—Esta noche tengo miedo —explicó con naturalidad, como si estuviera
acostumbrada a invadir camas ajenas—. ¿Sabes que en el Call hay un fantasma? Es el
espectro de una mujer joven que se llamaba Tolrana.
—¿No serás tú el fantasma? —protesté.
—Calla —dijo dándome una leve patada con el pie descalzo—. Al parecer, en los
tiempos de la judería la encontraron decapitada. Desde entonces vaga por estas calles
y deja oír sus lamentos y gemidos. Nadie la ha visto, pero todos hemos escuchado
alguna vez su canción triste, que se acerca como si estuviera aquí mismo y luego se
aleja sin más. ¿Te gustaría oírla?
No respondí. Bastante trabajo tenía en pegarme a la pared y escapar a los
encantos de aquella lianta. Elsa acercó sus labios a mi oreja y empezó a canturrear
una melodía entre lúgubre e infantil, como una nana siniestra. De repente sentí que
todos mis músculos estaban en tensión.
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—Ahora ya la conoces —concluyó alejando su aliento.
Acto seguido permaneció un rato en silencio, tendida a mi lado, y supuse que me
estaba observando en la oscuridad. Luego susurró:
—Creo que no te has dado cuenta de algo importante.
—¿A qué te refieres? —respondí calculando que debían de ser ya las seis de la
mañana y apenas había pegado ojo.
—Estoy completamente desnuda.
Antes de que pudiera responder nada, me dio un beso furtivo en la frente y se
deslizó fuera de las sábanas. Me pareció entrever como su sombra dulce y fantasmal
abandonaba la habitación.
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Me desperté pasadas las diez de la mañana. La casa se veía aún más decrépita a la
luz del día, con las paredes amarillentas y los sofás y sillas tapizadas hechos jirones.
Aquello era, sin duda, obra de García, que maulló escuetamente a modo de saludo
cuando crucé de nuevo el salón. Al parecer sus amos ya no estaban en casa.
De camino al baño descubrí con agrado que Desmestre era tan eficiente como
cumplidor, ya que había dejado sobre la mesa un cheque a mi nombre de diez mil
euros compulsado por el banco. Junto a éste, encontré un folio en blanco y un
bolígrafo para que anotara mi número de cuenta.
Mientras disolvía el sueño de mi cara con agua caliente, me dije que aquel
encargo podía salvarme lo que quedaba de año. Si las pesquisas se prolongaban diez
días y lograba controlar los gastos, podría regresar a casa con dieciocho mil euros
aunque no hubiera averiguado nada. Después de volar a Boston y pagarle la vuelta a
Ingrid, quedaría suficiente dinero para costearle el primer semestre en la escuela y
cubrir algunos meses de la hipoteca y otros créditos.
Ahora que me encontraba solo, estaba obligado a ser mucho más previsor en estos
aspectos prácticos, porque nadie me auxiliaría si me quedaba en números rojos.
Animado con estas perspectivas de normalidad, bajé a la calle en busca de un
banco. Una vez ingresado el cheque y parte de los billetes que me había entregado
Desmestre, tenía que ocuparme de los detalles prácticos del viaje. En el coche había
dejado una maleta con un poco de ropa para cambiarme si tenía que pasar la noche en
el hotel. Tal vez bastara para una corta estancia en aquel país desconocido, pero al
que le suponía un clima mediterráneo.
Con el pasaporte y el dinero en mi bolsillo, sólo quedaba procurarme alguna guía
para organizar el vuelo y reservar un hotel en Tirana. Al pasar por la calle Ballesteries
me había parecido ver una librería especializada en viajes, así que me encaminé hacia
allí.
La Ulyssus ocupaba un local noble y espacioso con grandes ventanales sobre el
río. Aquel miércoles por la mañana estaba deshabitada, a excepción de un hombre
joven con gafas de pasta y la melena recogida en una cola que iba sacando libros de
una caja.
Paseé la mirada por las estanterías llenas de literatura de viajeros, mapas y guías.
Encontré la sección Europa del Este, pero tras mucho revolver no supe encontrar
nada para mi viaje.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó el librero a mi espalda.
—Necesitaría una guía de Albania —dije con cierto rubor, como si temiera que
me preguntara por el motivo.
—Sólo existe la edición inglesa de la casa Bradt.
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Dicho esto, empezó a revolver eficientemente detrás de la primera fila de libros
hasta extraer una guía de viaje. La cubierta mostraba una costa desierta y pedregosa.
Allí había de dar yo con mis huesos.
Pagué en caja y salí nuevamente a la calle con una extraña idea en la cabeza:
quería volver a besar el trasero de la leona. No porque yo fuera un amante de las
tradiciones ni me hubiera enamorado de la ciudad, que ciertamente tenía una
agradable escala humana. Lo bueno de regresar a Gerona después de aquella aventura
incierta era que eso significaría que continuaba con vida.
Antes de ir hasta el coche, pasé nuevamente por la tienda del anticuario para
despedirme, pero no encontré a nadie ni en el local ni en el piso. Era como si, tras
darme las instrucciones, ambos se hubieran volatilizado. Contaba únicamente con el
teléfono fijo de Desmestre para dar noticias y solicitar el importe para la recompra de
las cartas, si se daba el caso.
Sintiéndome doblemente solo —en aquella misión y en la vida—, comprobé que
llevaba todo en mi bolsillo interior, incluido el fax albanés, y me dirigí sin más hacia
el Seat Ibiza con las llaves en la mano.
Lo encontré en su lugar, aunque su aspecto era lamentable. Al parecer había
servido de mesa para una sesión de botellón y parte de la cerveza había caído por el
parabrisas pringándolo todo. Sin molestarme en limpiarlo, me puse en marcha en
dirección a Barcelona, que pensaba rodear por la autovía marítima hasta llegar al
aeropuerto de El Prat.
Unos pesados nubarrones que se habían aglomerado en el horizonte finalmente
descargaron una tromba inesperada. El aguacero arrancó la suciedad del cristal, pero
tuve que reducir la velocidad porque apenas podía ver nada.
Hipnotizado por el movimiento robótico del limpiaparabrisas, puse la radio para
ver qué decían de aquella tempestad, más propia de abril o mayo que de los albores
del verano. Antes de las noticias estaba sonando una canción de Antonia Font que me
hacía cierta gracia, porque era el equivalente mallorquín del Space Oditty de Bowie.
Batiscafo Katiuscas, por lo que podía entender, narraba la aventura de un solitario
capitán que, sumergido a gran profundidad, intenta contactar con el control de tierra
mientras se maravilla ante el mundo submarino del que tal vez jamás regrese.
Mientras escuchaba la canción surcando la tempestad, me dije que también yo era
un navegante a punto de sumergirme en un abismo extraño y lleno de peligros, en las
entrañas de un mundo que tal vez pronto dejaría de existir.
Batiscafo monoplaça
es teu focus a s'absime
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de ses aigües insondables
només tu les averigües
Batiscafo socialista
redactant informe tràgic
camarada maquinista
a institut oceanogràfic
Batiscafo solitari...[2]
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SEGUNDA PARTE
TIRANA
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Albania no parecía, a priori, el país más apropiado para curarme la depresión, tras
lo sucedido con Aina.
Mientras hacía cola en el mostrador de Lufthansa —desde Barcelona existía una
conexión diaria a Tirana vía Múnich—, leí en la guía Bradt que había sido el único
país oficialmente ateo del mundo hasta que la Madre Teresa recibió el Nobel. Era de
suponer que no querían desperdiciar la única celebridad internacional que había dado
el país, aparte del dictador Hoxha, responsable de 45 años de aislamiento estalinista.
Por algo menos de tres cientos euros compré un vuelo con transbordo que suponía
estar nueve horas de viaje, ya que en el aeropuerto Franz Josef Strauss de Múnich
tendría que esperar cinco horas hasta la salida del avión a Tirana.
Ya en la cola de facturación, me pregunté cómo sería una ciudad que se llamara
así. Había reservado por teléfono una habitación en el hotel California, que al parecer
era el lugar donde se alojaban los viajeros informales o inesperados como yo.
Tuve que pensar en el disco de los Eagles con el mismo nombre. La leyenda
urbana decía que si reproducías el vinilo al revés se escuchaba la voz de Satanás, el
cual aparecía en el interior de la cubierta entre los invitados de una fiesta muy
concurrida. Sin embargo, yo había hecho el experimento sin éxito. Al mover
manualmente el plato de un tocadiscos hacia atrás, sólo había logrado un chirrido
ensordecedor. Si aquello era el diablo, no hablábamos el mismo idioma.
El Airbus 319 con destino a Múnich estaba copado por hombres de negocios y
algunos jóvenes latinos que —supuse— habían buscado un curso de idiomas bajo el
suave clima bávaro.
Por mi parte, había hablado con Ingrid justo antes de subir al avión. Al principio
me había reñido porque la había sacado de la cama a las ocho de la mañana, que era
la hora local en Boston. Luego me había dicho que se aburría como una ostra y que
tía Jenny la tenía todo el día ocupada arrancando hierbajos en el jardín, además de las
tareas de la casa. Con la conciencia pacificada tras aquella conversación, me había
entregado al placer de leer el periódico durante el vuelo.
Mientras el jet se elevaba sobre una Barcelona velada por la contaminación, leí
una curiosa noticia con el titular «MI ESPOSA ES UNA PERRA». Al parecer, un
indio de 33 años llamado Selva Kumar se había casado con un can para alejar una
maldición. La sufría desde que había matado a pedradas a dos chuchos que copulaban
en sus campos de arroz, y luego los había colgado de un árbol. El mal karma que le
reportó esta mala acción no se hizo esperar: tres días después se quedó paralítico y
sordo de un oído. Fracasados todos sus intentos de curación con la medicina
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tradicional y la ayurvédica, su astrólogo de cabecera le había recomendado: «Cásate
con una perra».
La noticia iba ilustrada con una fotografía de las nupcias en la que se veía al
novio con una túnica blanca sentado en el suelo; junto a él, una perra color crema
adornada con un collar de flores entre la multitud festiva.
«Historias como éstas sólo te las crees porque salen en los periódicos», me dije
mientras pedía a la azafata mi segundo té a nueve mil metros de altura.
Consumí cinco horas tediosas en el aeropuerto Franz Josef Strauss paseando entre
tiendas de ropa y librerías. En una de ellas había comprado una introducción a Carl
Gustav Jung por pura curiosidad, ya que —equivocadamente— no esperaba que los
estudios de este psicólogo suizo me acercaran al paradero de las cartas.
Cuando me cansé de dar vueltas por aquellas galerías asépticas, fui a sentarme
junto a mi sala de embarque, que empezaba a estar llena de familias con ganas de
cháchara. En contraste con las expresiones desesperadas que había visto por
televisión en el barco de refugiados, me pareció que en el pasaje primaban las
personas sencillas y felices; jóvenes que habían encontrado trabajo en Alemania y se
escapaban a su país siempre que podían.
Físicamente no eran muy diferentes de los italianos. Exceptuando un par de
chicas de tez más oscura, su tono de piel era como la del resto de habitantes de la
Europa mediterránea. Los jóvenes eran, eso sí, especialmente delgados y fibrosos, tal
vez debido al trabajo físico que realizaban en almacenes o fábricas germanas.
Relajado con estas apreciaciones subjetivas, que nada tenían que ver con los
peligros que me esperaban en Tirana, dediqué la hora que faltaba para la salida a leer
la guía. Me interesaba la historia contemporánea del que probablemente fuera el país
europeo más desconocido.
Dos años después de proclamarse la república socialista con Enver Hoxha como
presidente, en 1948 Albania rompió relaciones con Yugoslavia, que aspiraba a
asimilar el país en su federación. Tras colaborar estrechamente con la URSS, en 1961
cortó toda relación con el gigante soviético al conocer la pretensión de Krushev de
construir una base de submarinos nucleares en el puerto de Vlora.
Hoxha decidió entonces dar un golpe brusco de timón y buscó amparo esta vez en
el paraguas de la China maoísta, tal vez porque estaba lo suficientemente lejos para
no causarles problemas. El modelo chino pareció gustar al mandamás vitalicio
albanés, que durante 1966 y 1967 llevó a cabo una Revolución Cultural a la manera
de Mao: los oficinistas de la Administración fueron exiliados de un día para otro a
zonas rurales, mientras los puestos de responsabilidad eran ocupados por jóvenes
comunistas inexpertos. Las religiones fueron estrictamente prohibidas.
La paranoia que condujo al aislamiento total de Albania se desató con la invasión
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soviética de Checoslovaquia, en 1968. Hoxha retiró el país del Pacto de Varsovia y se
embarcó en un loco plan de autodefensa, que se traduciría en 700.000 búnkers de
hormigón —uno para cada cuatro albaneses— y cañones antiaéreos en los tejados
para repeler un ataque que nunca se produciría.
En 1978, dos años después de la muerte de Mao, Hoxha se desvinculó también de
una China que empezaba a abrirse a la economía de mercado. Empobrecida y sin
ningún tipo de ayuda externa, Albania se había quedado completamente sola.
Dejé el resumen histórico en este punto con intención de seguir más adelante.
Quizás porque yo también me sentía aislado y expuesto a amenazas exteriores, tuve
la impresión de que congeniaría con el país.
Los pasajeros del Múnich-Tirana ya se agolpaban, ansiosos, en una fila deseando
regresar al bunker nacional. El vuelo era operado por un CR2, un avión pequeño de
fabricación canadiense dispuesto a perforar el cielo nocturno de la Unión Europea
para pasar al otro lado. Aunque ya no existiera el telón de acero, mientras avanzaba
inseguro hacia el interior de la nave, no pude evitar pensar que me dirigía a territorio
comanche.
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Texto. Aterrizamos en suelo albanés en medio de una oscuridad casi absoluta.
Tras una corta evolución sobre el asfalto, el aparato se detuvo de golpe como si se le
hubiera terminado la pista. Un minuto después, el pasaje salía precipitadamente del
avión.
Para mi sorpresa, el aeropuerto Nënë Tereza era pequeño pero de diseño
impecable. Por una placa conmemorativa entendí que había sido un regalo del
gobierno del Canadá.
Después de pagar un visado de entrada de diez euros, crucé un hall con un par de
cafeterías llenas de curiosos que observaban a los recién llegados. Aquella moderna
terminal me dio cierta confianza, así que salí a buscar un taxi sin tomar especiales
precauciones.
El primero en la fila estaba conducido por un hombre minúsculo de unos sesenta
años que sostenía un cigarrillo apagado en la boca. Le entregué mi única maleta y nos
pusimos en marcha hacia lo que pudiera deparar Tirana.
En un principio permaneció en silencio mientras yo vigilaba desde la ventana la
noche albanesa. En general había poca luz y muchas gasolineras —una detrás de otra
—, cosa que no llegué a entender, dado el escaso tráfico de aquella autovía. También
me llamó la atención que había muchos edificios en construcción, algunos de altura
considerable, lo que parecía indicar que después de medio siglo de parálisis el país
experimentaba cierto despegue.
Al llegar a la periferia de Tirana, de repente al taxista le dio por desengrasar su
inglés elemental para preguntarme de dónde era. Le respondí que de Estados Unidos,
pero que vivía cerca de Barcelona.
—Americano bueno —respondió a lo indio—. USA y Albania amigos. Bush
bueno.
—No todos los americanos piensan así —le expliqué vocalizando mucho.
Pero el taxista seguía con su discurso:
—Rusia, Alemania, Francia...
Acto seguido se cargó estos tres países poniendo el pulgar hacia abajo. Luego
dijo:
—América, Bush.
Y su pulgar dio un giro de 180 grados hasta apuntar al techo tapizado del coche.
El taxista parecía encantado con aquel diálogo de besugos, ya que lanzó una
breve carcajada de satisfacción mientras aceleraba en dirección al centro de Tirana.
Antes de que me llevara a algún establecimiento donde tuviera comisión, le recordé
el nombre de mi hotel. Respondió meneando la cabeza en señal de desaprobación.
—Hotel California no bueno. ¡Caro!
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—Me da igual. Tengo una reserva, así que lléveme allí y punto.
El hombrecillo no pareció enfadarse por mi puesta en firme. Se limitó a encogerse
de hombros, como diciendo: «Si eres estúpido, no tengo la culpa».
A continuación entramos en una plaza presidida por dos edificios de estilo
soviético, además de una modesta torre con un reloj y un minarete. Por la iluminación
generosa del conjunto, entendí que aquello era la plaza Skanderbeg, el centro
neurálgico de la capital albanesa. De no estar presenciando algunos adelantamientos
suicidas en aquel mismo momento, me habría parecido un lugar bastante civilizado.
Sin embargo, desestimé del todo esta idea cuando pasamos junto a una pirámide
de construcción moderna donde se leía en enormes letras:
Lo más curioso de aquel mensaje de bienvenida era que hacía ya mucho tiempo
de la visita del presidente republicano. Me propuse averiguar qué era aquella
pirámide —parecía un enorme pastel de cumpleaños— y qué habría prometido Bush
a los albaneses para lograr su estima. Más aún cuando, tras la caída del comunismo,
aquél volvía a ser un país de mayoría musulmana.
En cualquier caso, cada vez tenía más claro que había llegado a un mundo
extraño.
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Welcome to the Hotel California
Such a lovely place... [3]
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Bajé a desayunar con la idea de leer algo más acerca del país donde, sobre el
papel, se ocultaba un tesoro que podía solucionar mi vida y la de Desmestre y su hija.
Más allá de los dieciocho mil euros que podía sacar en limpio por el solo hecho de
«intentar» recuperar las cartas, si regresaba con el premio gordo sería el fin de mis
problemas, siempre que el anticuario cumpliera con lo acordado.
Animado con este pensamiento, me serví del buffet espartano antes de sentarme a
la mesa con la guía. Era el único cliente a aquella hora. A las diez de la mañana,
tampoco en el tramo de calle al que daba el comedor se veía gran actividad.
Leí que Enver Hoxha había muerto en 1985, tras dirigir cuarenta años los destinos
del país. Le había sucedido su delfín: Ramiz Alia. Éste inició un programa de
liberalización económica y abrió el país a los extranjeros. La policía de aduanas había
confiscado hasta entonces las guías de viaje a los turistas, a los que los barberos
fronterizos cortaban el pelo largo y la barba, que estaban prohibidos en Albania al
igual que la manga corta.
En 1990, cuando el bloque del Este empezó a desmoronarse, 4.500 albaneses se
refugiaron en las embajadas extranjeras de Tirana. Tras algunas reyertas con la
Sigurimi —la policía secreta—, el gobierno les permitió salir del país en barcos con
destino a Brindisi. Un año después se produjo un éxodo masivo de veinte mil
albaneses, lo que desató una crisis en Italia.
Eran las imágenes que yo recordaba haber visto en televisión.
Tras las primeras elecciones, en 1992, el país experimentó un falso boom
económico que acabaría de manera catastrófica. Durante cuatro años habían surgido
bancos de inversión piramidales que acaparaban el dinero de los albaneses. El
negocio funcionaba así: después de invertir todo su dinero, el incauto buscaba nuevos
inversores de los que obtendría una comisión de sus intereses. Éstos, a su vez,
captaban a otros. La idea era que cuantas más personas tuvieras por debajo, más se
multiplicaban las comisiones. Los que estuvieran arriba de la pirámide podrían vivir
como millonarios con el solo empuje de los de abajo. Eso en teoría.
En la práctica, estos bancos evadieron las divisas o quebraron. Un 70 por ciento
de los albaneses perdieron todos sus ahorros. El país era presa de los disturbios y el
caos generalizado. Vagó varios años a la deriva hasta recibir en 1999 lo que podría
haber sido su golpe de gracia, pero que resultó ser su salvación.
El verano de aquel año estalló la guerra del Kosovo y les llegó un aluvión de
450.000 refugiados. El mundo puso en duda que un país pobre de tres millones y
medio de personas pudiera soportar esa presión, pero milagrosamente cesó la
violencia y la población sacó lo mejor de sí misma para auxiliar a sus compatriotas de
Serbia. Sumado al flujo de ayudas internacionales, este ejercicio de orgullo y
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autoestima cambió el carácter del país. De repente los albaneses se sentían capaces de
hacer cosas importantes.
Cerré el libro admirado por aquella crónica desconocida para Occidente, mientras
el recepcionista de la mañana recogía los últimos restos del buffet. Era un hombretón
de pelo cano y cejas del mismo color, lo que le daba un aspecto casi albino. Decidí
que ya era hora de que me pusiera manos a la obra. A fin de cuentas, no había viajado
hasta allí para hacer un curso de historia de Albania.
Le enseñé el número de fax y me indicó que le siguiera hasta el mostrador, donde
se ocupó él mismo de marcar. Luego me pasó el auricular.
Lo tomé esperando encontrar el típico chirrido de los fax, pero en lugar de eso
había un mensaje pregrabado en albanés que se iba repitiendo. Después de escucharlo
tres veces, sólo entendí la palabra «export». Se lo pasé al recepcionista para que me
tradujera lo que decía. El hombre escuchó con cara de aburrimiento y anotó un
número tras la tarjeta del hotel.
—Es el contestador de Spiro Export. Dice que puede mandar su fax a este número
y da otro para los pedidos personales —explicó deslizando sobre el mostrador la
tarjeta con el número.
—Si me hace el favor de llamar —respondí—, necesitaría concertar una cita con
el mánager.
—Seguro que hablan inglés —dijo mientras marcaba cansinamente el número—,
y también italiano. Vienen muchos a hacer negocios.
Asentí con la cabeza mientras dejaba sobre el mostrador un billete de quinientos
lëkë —unos cuatro euros— por las molestias. El recepcionista canoso inició una
animada conversación en albanés, como si ya conociera a la persona al otro lado.
Pronunció un par de veces mi apellido, lo cual era una torpeza por mi parte. Dado el
carácter de aquel negocio, si es que estaba tirando de la cuerda adecuada, tendría que
haber advertido al hombre para que no me identificara.
—Ya está hecho —repuso tras colgar el teléfono y guardar el billete en su bolsillo
—. El señor Spiro le manda un comercial al hotel. Llegará en media hora. ¿Quiere
otro café?
—No, gracias. Pasaré antes por la habitación a darme una ducha. Avíseme cuando
llegue.
Fuera por la propina o por haberme identificado como hombre de negocios, lo
que podía suponer varios días de estancia en el hotel, de repente el recepcionista
parecía haberme tomado estima.
Antes de que desfilara hacia el ascensor, me preguntó:
—¿Es usted mayorista?
—No exactamente —repuse sin saber muy bien a qué se refería—. Soy un simple
marchante. Compro obras de arte para clientes que no pueden desplazarse
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personalmente —improvisé.
—¿Arte? —se sorprendió el recepcionista—. Pensaba que venía a comprar vino y
aceite. Es lo que venden los de Spiro Export.
Ya bajo la ducha, me dije que era un imbécil redomado. Antes de concertar la cita
con el comercial tenía que haber comprobado si guardaba alguna relación con el
asunto de las cartas. Estaba claro que no, y ahora me vería obligado a hacer el
farsante y pedir precios de hectolitros de aceite y vino que no iba a comprar. De
hecho, ya había tenido que mentir como un bellaco al recepcionista, a quien había
explicado que una galería de arte quería comprar una gran partida de vino para
etiquetar las botellas como regalo navideño a sus clientes.
—Los de Korça son los mejores —me había dicho muy alegre.
Nada más salir de la ducha sonó el teléfono. No habían pasado ni veinte minutos
y ya me esperaban abajo. Al parecer, el tal Spiro tenía prisa por vender. Y yo me
preguntaba cómo saldría de aquélla sin hacer todavía más el ridículo.
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En recepción me esperaba una joven menuda, vestida con pantalones grises y una
blusa azul abotonada hasta el cuello. Tendría veintipocos años, pero el pelo corto y el
maquillaje la hacían parecer mayor.
—Mi nombre es Cora Andreou —se presentó—, pero puede llamarme Cora.
—Su apellido suena griego —comenté al estrecharle la mano.
—Y lo es. Mi familia procede de la costa sur de Albania, donde vive una minoría
griega bastante importante.
Dicho esto, me indicó que la siguiera.
—¿El señor Spiro también es griego?
—Sí, de la misma región. Allí hay muchos negocios en manos helénicas, pero
hace cinco años que hemos abierto una oficina en Tirana. Será un placer mostrársela.
¿Le parece bien si vamos a pie? Hay varias calles cortadas por obras.
—Por supuesto.
Caminé junto a la tal Cora hasta la plaza Skanderbeg, donde en aquel momento se
oía el canto del muecín en el minarete. Tras medio siglo de ateísmo, la religión
parecía tener aún poca penetración en la sociedad albanesa; los coches derrapaban a
velocidades de vértigo, ajenos a aquella llamada a la oración y el recogimiento.
—Los conductores parecen bastante temerarios por aquí —dije retrasando el
momento de hablar de vinos.
—Son unos novatos, eso es lo que pasa —dijo en tono de desprecio—. Sólo hace
diez años que existe el carnet de conducir. Antes no podías tener coche, a menos que
formaras parte del gobierno.
Salimos de la plaza central, que a la luz del día era un lugar algo deprimente, pese
a la estatua ecuestre del héroe nacional que le daba nombre. Desde allí, la comercial
de Spiro Export me condujo por una avenida flanqueada de museos y edificios
oficiales. En todos ellos ondeaba la bandera albanesa, con el águila bicéfala negra
sobre el rojo intenso.
Al pasar junto a la pirámide con el mensaje de bienvenida a Bush, de repente
recordé haber visto en televisión una anécdota referente a esa visita. En unas
imágenes grabadas se veía al presidente dando la mano a una multitud entusiasta.
Segundos después la cámara enfocaba su muñeca, de la que había desaparecido el
reloj. Entendí que eso había sucedido en Albania, lo que no debía de ser precisamente
bueno para la imagen exterior del país.
Pregunté a mi acompañante qué era aquella pirámide moderna, alrededor de la
cual jugaban muchos niños.
—La diseñaron la hija de Hoxha y su marido —explicó—. Tenía que ser un gran
museo dedicado al padre del comunismo albanés, pero no acabó de cuajar.
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Actualmente sirve para congresos y de discoteca por la noche.
Miré asombrado las pendientes de mármol blanco, utilizadas por algunos niños
como un enorme y peligroso tobogán.
Desde allí penetramos en el Blloku —«Bloque»—, el barrio donde había vivido la
élite comunista y que estaba prohibido al resto de la población, de la que estuvo
separado por vallas. Yo me esperaba encontrar mansiones y cancillerías, pero era sólo
una amalgama caótica de edificios de apartamentos. Las fachadas estaban pintadas de
colores chillones, a veces combinando dos o tres tonos que no armonizaban entre sí.
Algunas estaban decoradas con flechas o soles nacientes.
—Entiendo que le parezcan un poco kitsch —dijo Cora conteniendo la risa—.
Fue una iniciativa del alcalde de Tirana, que era pintor. Como la ciudad le parecía
muy gris, financió la pintura y los andamios para que los vecinos pudieran decorar los
bloques a placer. Algunos tuvieron mejor gusto que otros.
En aquel momento le sonó el móvil y su expresión relajada se convirtió en
concentrada seriedad. Entendí que estaba hablando con Spiro, al que ella contestaba
con un monosilábico «Ne, ne, ne...». Al colgar, se puso bien las hombreras de la blusa
y declaró:
—Nos espera en la Sky Tower. Quiere brindarle un almuerzo antes de hablar de
negocios. Así, de paso, tendrá ocasión de probar nuestros vinos.
Con la mala conciencia de quien hace perder el tiempo y el dinero a quien no le
sobra, seguí a Cora hasta un pequeño rascacielos —supuse que era el orgullo de
Tirana— con galerías comerciales en la planta baja.
Un moderno ascensor nos subió hasta la joya de la torre: un restaurante
acristalado de planta circular que giraba lentamente sobre sí mismo para ofrecer una
vista de 360° sobre la ciudad abrasada bajo el sol. Desde allí se veía un pastiche
urbanístico sin orden ni concierto.
El restaurante, sin embargo, estaba lleno de hombres vestidos con trajes caros,
algunos en compañía de mujeres de bandera. En una mesa distinguí a un hombre
calvo con un poderoso mostacho. Contemplaba la ciudad desde su atalaya giratoria,
mientras tomaba un café y un vasito de agua. Supe enseguida que se trataba de Spiro.
—Yassas —saludó a Cora, que me cedió la silla justo delante de su jefe—.
Bienvenido a Tirana, señor Vidal.
Le devolví el saludo y tomé asiento delante del que me pareció un hombre tosco,
pero acostumbrado a cerrar negocios en el mínimo de tiempo.
—Le pediré algunos platos locales —me dijo llamando al camarero con un
chasquido de dedos.
Tras darle unas rápidas instrucciones en albanés, Spiro terminó el café de un
sorbo y se refrescó la garganta con el agua del vasito. Para entonces yo ya me había
preparado un discursillo que me tenía que sacar del paso:
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—He oído decir que los vinos de Korça son excelentes. Me gustaría conocer las
calidades y precios de los que dispone para poderle hacer una oferta global, cuando
calcule el incremento que supondrá por botella el transporte. Supongo que lo más
práctico será mandar la carga por barco a través del puerto de Vlora o Durrës.
Spiro me escuchaba con un silencio pétreo mientras dirigía miradas esquivas a
Tirana en movimiento. Cuando terminé de hablar, sus ojos se clavaron en los míos,
pero seguía sin decir nada.
—O tal vez usted conoce una manera mejor de organizar el transporte. Estoy
abierto a sugerencias.
Mientras esperaba su respuesta, el camarero trajo justamente vino tinto de Korça,
una botella de cuello largo con la variedad Tokai. Lo abrió sin prisas y sirvió dos
dedos a Spiro, que sin catarlo dio su aprobación con un ligero movimiento de cabeza.
Luego dijo:
—Sugiero entonces que dejemos de hablar de gilipolleces y nos centremos en lo
que toca. Tengo las cartas.
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Para mi decepción, las cartas que me ofrecía Spiro eran sólo una copia de las
originales, que ya habían sido vendidas. La comisión que había obtenido no podía ser
demasiado sustanciosa si ahora se ofrecía a vender un triste facsímil.
—Tendré que consultar con mi cliente si está interesado. Había ofertado por la
documentación auténtica, y no creo que le seduzca una simple copia.
—Seguro que no, puesto que ya tiene las buenas. Llega usted demasiado tarde.
Aquella información me dejó helado, al tiempo que me preguntaba por qué
diablos me ofrecía el facsímil. No entendía nada.
—¿Se refiere usted a Kynops? El nórdico anónimo que ofertó...
—Dos millones trece mil euros, ya lo sé. Sí, es el mismo —me confirmó mientras
nos servían una ensalada de estilo griego con feta—. Pero yo no he visto ese dinero ni
muchísimo menos. Soy un pobre intermediario, el último eslabón de la cadena... antes
de usted.
Me aliñé la ensalada mientras trataba de entender el sentido de todo aquello. El
propio Spiro se encargó de aclararlo:
—La única copia de las cartas la hizo Kynops, y está en una caja sellada que sólo
usted puede abrir. Nadie aparte de nosotros conoce su existencia.
—Pero... —balbuceé— si el millonario ya ha obtenido lo que deseaba, no
entiendo por qué me ha hecho venir hasta aquí. ¿Y ese fax?
—Escribió él mismo la serie numérica para que, sin llamar la atención de nadie,
viniera a recoger la copia de las cartas. No debe pagar nada por ellas: son un regalo
de Kynops, al igual que el dinero que ha mandado para que realizara el viaje. Creo
que ha ganado usted un amigo.
—Entonces aún lo entiendo menos —confesé atónito—. ¿Para qué quiero yo un
facsímil si el negocio ya está cerrado?
—Muy fácil: quiere que le ayude a descifrarlas. Al parecer, aunque sea nórdico, el
alemán no es su fuerte. Y usted realizó estudios en Berkeley de la lengua de Goethe,
¿me equivoco?
—Veo que está usted muy informado —repliqué cada vez más incómodo.
—El mérito no es mío, sino de Kynops. Le gusta saber con quién trabaja.
—Que yo sepa, no trabajo para él, sino para la persona de Gerona que me ha
mandado hasta aquí.
—¿Desmestre? También trabaja para él. Y Cora. Y yo mismo desde mi negocio
de vinos y aceites. Por lo tanto, también usted forma parte del lote. Eso le protege.
Brindemos por ello, ¿no le parece?
—En absoluto —me rebelé—. Me han hecho venir hasta aquí con engaños y por
consiguiente doy por finalizada la misión. ¿Era necesario hacerme viajar hasta
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Albania para recoger la copia de unas cartas que no me interesan? ¿Qué sentido debo
dar a todo esto?
—Kynops tiene casa en el país. Una de las muchas que posee. Si le ha hecho
venir hasta aquí, es porque desea conocerle. Seguro que le pagará generosamente sus
servicios de germanófilo. Es un hombre de economía desahogada. De hecho, tengo
entendido que dentro de esta caja hay algo más de dinero para que se reúna con él.
Tras decir esto, sacó de debajo de la mesa una caja de madera cara, del tamaño de
las de habanos, y la dejó a mi lado como prueba de lo que me estaba diciendo.
Mientras tanto, el camarero se llevó los platos vacíos de la ensalada y trajo una fuente
de gomlek, carne estofada con cebolla.
Cora tragaba con gran apetito, como si le diera lo mismo vender aceite de oliva
que predicciones del fin del mundo. Por su parte, Spiro parecía relajado ahora que
había puesto las cartas —nunca mejor dicho— sobre la mesa.
—¿Y la casa está en Tirana? —pregunté mientras notaba que se me abría el
apetito.
Con la comprometida mercancía ya en manos de su destinatario había perdido
quinientos mil euros, pero de repente todo se simplificaba. Si un millonario aburrido
quería contratar mis servicios como traductor ocasional, siempre sería menos
peligroso que trapichear con las mafias. O al menos eso era lo que suponía yo.
—No exactamente. Se halla cerca de Saranda, un pueblo de playa en el extremo
sur del país. En todo caso, el país es pequeño: como mucho, debe de haber 270
kilómetros hasta allí.
—Saranda —repetí sintiendo el magnetismo de aquel nombre.
—Le encantará: hay muchos griegos y se come bien —comentó Spiros con
melancolía en los ojos—. De hecho, mi familia es de una ciudad vecina: Himara. Una
maravilla. ¿Ha oído hablar de la Riviera Albanesa?
—Jamás.
—Por eso es una maravilla. El día que se conozca la habremos perdido para
siempre. Por eso no debe revelar nada de lo que vea allí.
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Las paredes rojas y los techos altos me produjeron la ilusión de hallarme en un
oasis francés en medio del realismo socialista.
Tras esta parada técnica, salí nuevamente entre el hormigón multicolor para
dirigirme con mi misteriosa carga al hotel. Tenía la intención de desprecintar la caja
en la intimidad de la habitación, pero al llegar al hotel California me di cuenta de que
allí no encontraría precisamente la tranquilidad.
Había tres coches de policía estacionados en la entrada y una multitud de curiosos
que se arremolinaban en la acera. En el suelo, un cuerpo cubierto con una sábana de
la que sobresalían los zapatos. Entre el gentío vi al recepcionista apático de la noche.
Tenía lágrimas en los ojos.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté asustado—. ¿Quién ha muerto?
Como toda respuesta, se agachó y se saltó el protocolo policial al destapar
fugazmente la cabeza del muerto. Era el recepcionista canoso. Tenía en el centro de la
frente un boquete de bala del tamaño de una moneda.
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La sensación de seguridad que me había acogido al llegar al país se había
desvanecido de un plumazo. Era inevitable relacionar mi llegada a Tirana con aquel
asesinato. Si no se trataba de un ajuste de cuentas por algún chanchullo del
recepcionista, entendí que el hecho de haberme concertado la cita con Spiro lo había
condenado.
Antes de que el hotel California se convirtiera para mí en la ratonera que
presagiaba la canción, subí inmediatamente a la 27 con la idea de hacer la maleta y
largarme cuanto antes. Pero al abrir la puerta me di cuenta de que el recepcionista
tiroteado era sólo la antesala de una rueda de acontecimientos que no iba a detenerse.
Habían entrado en mi habitación y la habían registrado de arriba abajo. El
colchón apoyado en la pared y mi ropa esparcida por el suelo me indicaba que
aquello no era obra de la policía. No había que ser muy listo para suponer que quien
había irrumpido en la habitación sabía lo que buscaba: la caja sellada que ahora yo
sostenía con temblor. Y probablemente era el mismo que, al bajar, había tiroteado al
conserje delante de la entrada.
La cosa se ponía fea, así que guardé la caja en la maleta —esperaría a estar en
lugar seguro para abrirla— y recogí a toda velocidad mis cosas. Al entrar en el baño
para ver si me olvidaba algo, un nuevo detalle me llenó de pavor. El asaltante se
había entretenido en usar el gel del hotel, que era de color rojizo, para trazar con él en
el espejo el número maldito:
2013
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—Tanto mis proveedores como el personal de la Sky Tower pueden confirmarle
que he almorzado en el restaurante giratorio —expuse tras ser interrogado sobre lo
que había hecho las últimas horas—. Y los camareros de la Pasticerie Française son
testigos de que antes de venir estuve leyendo el periódico allí.
El agente me escuchaba cruzando sus delgados brazos, que desaparecían en las
mangas demasiado holgadas del uniforme azul marino. Cuando en lugar de
devolverme el pasaporte lo guardó en su bolsillo, me dispuse a montar un escándalo.
—No se alarme —me frenó en un tono que pretendía ser tranquilizador—. Esto
no significa que le investiguemos como sospechoso, aunque lógicamente tenemos
que comprobar los detalles que acaba de dar.
—Es comprensible, pero le rogaría en cualquier caso que me devuelva mi
pasaporte.
—Tengo la obligación de retenerlo mientras aclaramos lo que ha sucedido. Así
nos aseguramos de que no sale del país durante la investigación. Han matado a un
hombre, señor Vidal —dijo leyendo mi nombre en el pasaporte—, y vamos a
necesitar su colaboración para recabar datos. En poco más de 48 horas podrá
recuperar su documentación.
La cosa se estaba complicando cada vez más —pensé— y la caja sellada que
llevaba en la maleta podía acabar de colgarme la etiqueta de sospechoso.
Afortunadamente, el policía no parecía interesado en mi equipaje.
—¿Y qué se supone que debo hacer mientras tanto? —pregunté tratando de
aparentar firmeza—. Después de lo sucedido, entenderá que no me apetece dar más
vueltas por Tirana.
El agente pareció molesto con esta última afirmación, ya que me soltó:
—Vaya donde le dé la gana, siempre que no salga del país, y esté disponible para
cualquier requerimiento. Voy a tomar nota de su teléfono móvil.
De aquella primera catástrofe podía extraer una sola lectura positiva: la policía no
parecía estar enterada de que habían entrado en mi habitación, ya que de lo contrario
habría sido sometido a un riguroso registro de mi equipaje.
Tras recoger las cosas y devolver el colchón a su lugar, la única prueba que había
dejado era el número escrito en el espejo. Eso podía entenderse como una simple
desfachatez del extranjero que hace fuera del país lo que no haría en el suyo propio.
En un primer momento pensé en acudir a la embajada americana en Tirana para
solicitar ayuda, pero me temía que aquello no haría más que complicar las cosas.
Dado que no podía justificar mi presencia en el país, lo mejor era que me mantuviera
en un plano lo más discreto posible mientras la policía verificaba lo que les había
contado.
Para mantenerme alejado del lugar del crimen, sin tampoco ir a las afueras, me
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hallaba nuevamente en el Blloku. Había encontrado en la guía la dirección de un
hotel económico en el barrio, pero antes me detuve en una calle solitaria a llamar por
teléfono. Quería hablar con Spiro de lo sucedido; tal vez incluso le devolvería la caja
y que cargara él con el muerto.
Llamé al número que había anotado el recepcionista antes de morir, con la
aprensión de quien se cava su propia tumba. La voz serena de Cora me tranquilizó
sólo en parte.
—Ponme con tu jefe —dije imperativo—. Va a tener que explicarme unas cuantas
cosas.
—No ha regresado a la oficina desde el almuerzo —explicó sin perder la
compostura—. ¿Quiere dejarle un recado? También le puede esperar en la oficina.
Aunque es ya tarde, siempre pasa por aquí a cerrar personalmente.
—Ahora mismo no me parece una buena idea —repuse pensando en deshacerme
de la caja de cualquier modo—. Han entrado en mi habitación, ¿sabes? Los asaltantes
han dejado un fiambre de regalo y la policía me ha retirado el pasaporte hasta nuevo
aviso. Creo que no me sienta bien trabajar para vuestro amigo el millonario.
Al escuchar todo esto, el tono de voz de Cora se volvió apremiante:
—¿Dónde estás ahora mismo?
—Lejos de vosotros, afortunadamente —mentí.
—Leo, hay algo importante que debes saber —dijo con un ligero temblor en la
voz—, y el teléfono no es un medio seguro para hablarlo. Debemos vernos antes de
que cometas un error fatal.
—Ya he cometido el error fatal viniendo a Tirana a participar en vuestro juego —
arremetí—. Ahora sólo quiero esconderme bajo tierra hasta que la policía me
devuelva el pasaporte y pueda largarme para siempre.
Cora calló unos segundos antes de volver al ataque:
—Anota la dirección de nuestra oficina. Aquí estarás a salvo. No me moveré
aunque tenga que esperarte toda la noche.
—En otras circunstancias sonaría seductor —ironicé—, pero no estoy seguro de
querer ir a esta encerrona. Tomaré nota, en todo caso, para mandaros la caja de vuelta
a través de un taxista. No quiero tener nada más que ver con esto.
—Por lo que más quieras —repuso asustada—, ni se te ocurra dar esa caja a
nadie. Yo misma iré a recogerla donde tú digas. Ahora más que nunca, es importante
que no se pierda: si va a parar a las manos inadecuadas...
—Nos van a freír a todos —la interrumpí para completar la frase.
Su tono de voz se volvió repentinamente severo:
—Tal vez sí.
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Caía la noche sobre Tirana cuando llegué a la dirección donde se suponía que
debía de encontrar el hotel Endri. Sin embargo, en el número 27 de la calle Vaso
Pasha —en la periferia del Blloku— sólo había un edificio de apartamentos en estado
ruinoso. Si allí había existido un hotel, yo no lo veía por ninguna parte.
Subí por una escalera exterior hasta el primer piso y llamé al primer timbre que
encontré. Al cabo de unos segundos se entreabrió una puerta, de la que asomó la
cabeza de un hombre corpulento con gafas. Al preguntarle por el Endri, su expresión
se dulcificó.
—Yo mismo le acompañaré. Tengo una habitación libre en la casa de al lado.
—Pensaba que aquí había un hotel —comenté mientras le seguía escaleras abajo.
—Y lo es.
—¿Dónde está el rótulo entonces?
—Colgaba de este mismo edificio, pero un camión se lo llevó por delante.
Mientras el hombre abría la puerta de un bloque cercano, me dije que aquélla era
una mentalidad curiosa: si al hotel le arrancan el letrero, se queda sin él y punto.
Me llevó hasta el primer piso, donde abrió la puerta de un apartamento
destartalado con un par de cuartos. En todo caso, sería suficiente para esperar mi
salida del país. Mi habitación tenía dos camas grandes y daba a un patio interior lleno
de ropa colgando. Un televisor, una pequeña nevera y un ventilador de pie
completaban el mobiliario.
—El baño está fuera y la tarifa es de 2.500 lëkë diarios —me dijo al darme la
llave—. ¿Cuántos días se quedará?
—No lo sé todavía —repuse entregándole el equivalente a veinte euros por la
primera noche—. Estoy esperando a que se cumplan unos trámites de exportación.
El hombre asintió con la cabeza sin hacer más preguntas, lo cual era de agradecer.
Antes de salir del apartamento, rebuscó en su bolsillo hasta encontrar una pequeña
linterna que puso en mis manos.
—¿Y esto? —pregunté sin entender.
—La necesitará —se limitó a decir antes de dar media vuelta.
Cuando finalmente cerró la puerta me dije que no podía haber caído en mejor
lugar. Me hallaba en la habitación de un hotel sin nombre, donde ni siquiera me
habían pedido la documentación que ya no tenía. Un escenario propicio para
preservar el anonimato, y de paso mi vida. O al menos eso creía yo.
Había llegado el momento de saber qué decían aquellas cartas para levantar tanto
revuelo. Corrí las cortinas que daban al patio antes de abrir la maleta para sacar el
regalo envenenado de Kynops, o quien fuera que se escudara tras aquel seudónimo.
Mientras la sostenía entre las manos, tuve que pensar en La caja del fin del mundo del
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profesor De la Fuente.
Su recuerdo me parecía ahora increíblemente lejano, aunque no hacía ni dos días
que había llegado a Albania.
Despegué el precinto adhesivo de la caja con un sentimiento de melancólico
desamparo, como si me hubiera metido en una espiral de la que ya nadie me sacaría.
Y ciertamente era así. Al abrir la tapa de madera noble, sin embargo, la sorpresa se
impuso a cualquier reflexión existencial.
En lugar de la correspondencia entre Jung y Caravida, había unas cuantas cartas
de tarot unidas por una goma. La primera mostraba a un viejo envuelto con una
túnica y un fanal en la mano: el Ermitaño.
Dejé los arcanos sobre la cama con la impresión de ser víctima de una enorme
tomadura de pelo. Si aquéllas eran las cartas que me regalaba Kynops, el asunto era
aún más insólito de lo que me suponía. En el fondo de la caja, no obstante, había una
cuartilla doblada en dos que hacía cierto bulto.
La levanté y de su interior cayó un fajo de billetes de quinientos euros —conté
veinte en total— con una irritante anomalía que sin duda era deliberada. A todos ellos
les faltaba el ángulo inferior derecho. El triángulo recortado no debía de llegar al diez
por ciento de cada billete, pero bastaba para que no tuviera validez sin él. El mensaje
estaba claro: sólo recibiría la parte que validaba los billetes si acudía a la cita con el
millonario.
Por si tenía alguna duda, en el interior de la cuartilla doblada había una nota
manuscrita con el lugar de la cita:
Teatro de Butrint
+ + + + + +
domingo al mediodía
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arquetipos de los que hablaba Carl Gustav Jung.
Aquélla era la única conexión que se me ocurría entre los arcanos y la
correspondencia apocalíptica que me había llevado hasta allí.
Dispuesto a explorar aquella vía, me tumbé en la cama con el libro de Jung que
había comprado en Múnich, mientras en la habitación contigua sonaba música clásica
a todo volumen. Busqué en el índice el capítulo dedicado a los arquetipos:
El psicoanalista suizo había descubierto que en los delirios de los locos hay unas
mismas imágenes, personajes y símbolos arcaicos. Puesto que muchos de ellos no
tenían contacto con la realidad, le pareció sumamente revelador. Tras comprobar que
estos elementos son comunes a todas las culturas y tradiciones —también las que no
habían tenido contacto entre sí—, los llamó arquetipos. Por lo tanto, además de un
inconsciente individual, estos elementos formaban un inconsciente colectivo: una
galería universal de personajes y símbolos con los que nacemos.
Los arquetipos han ido sedimentando en la memoria de la humanidad a través de
una evolución de milenios. En palabras del profesor E. H. Grecco, «expresan una
sabiduría que la conciencia del hombre desconoce, pero que existe como verdad en
las profundidades de su alma transpersonal».
Tras leer este párrafo se cortó la luz, lo que coincidió con unos pasos que se
detuvieron detrás de mi puerta.
Ante la posibilidad de que alguien —tal vez incluso mi vecino de habitación—
hubiera manipulado el contador eléctrico, me puse en pie y busqué la linterna en la
oscuridad mientras el corazón me latía violentamente.
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Permanecí un minuto eterno detrás de la puerta apuntando al suelo con la linterna.
Después de lo sucedido con el recepcionista, no podía evitar pensar que yo era el
siguiente de la lista. Por otra parte, no entendía que el contenido de aquella caja
pudiera despertar la voracidad de nadie, a no ser que ese nadie tuviera los recortes
que faltaban a los billetes.
Pensaba en todo esto mientras esperaba algún tipo de movimiento al otro lado de
la madera. Pero no se produjo. Si había alguien, se mantenía tan inmóvil como yo.
Abrí la puerta de golpe con la linterna al frente para intimidar al posible intruso,
pero al otro lado sólo encontré el pasillo vacío. Perforé la oscuridad con el haz de luz
en busca de un contador de electricidad, pero no estaba allí.
Tras dudar un momento, llamé suavemente a la puerta de mi vecino de pensión —
el que escuchaba música clásica—, pero no respondió. Supuse que simplemente había
bajado a la calle tras el apagón.
Avergonzado por mi temor, me dije que no me apetecía meterme en la cama a las
diez y media de la noche. Por consiguiente, me puse la americana y bajé yo también
las escaleras a ver qué pasaba.
Al salir a la calle me di cuenta de que todo el barrio estaba a oscuras. Los
transeúntes se alumbraban con sus linternas, lo cual me parecía un notable ejercicio
de previsión, dado que sólo hacía unos minutos que se había ido la luz.
De repente recordé lo que me había dicho el hombre del Endri al entregarme la
mía, «la necesitará», y supuse que aquel corte eléctrico debía de estar anunciado.
Había un pequeño supermercado abierto, iluminado por un farolillo de gas, así que
pregunté al dueño hasta qué hora duraría aquello:
—Una hora, dos horas... ¿quién sabe? En este país se va la luz varias veces al día.
Es constante.
—¿Y cómo es posible? —pregunté.
—Simplemente, nuestras centrales no producen suficiente energía y se colapsan.
Si no tienes un generador a gasolina en casa, te quedas a dos velas. ¿Por qué se cree
que no hay industria en Albania? Todas las que se han instalado han acabado
cerrando por los cortes de electricidad. Entre esto y las carreteras llevamos un siglo
de retraso.
En aquel momento entró una pareja de ancianos y el hombre abandonó su
explicación para atenderles. Puesto que el barrio entero estaba a oscuras, no parecía
muy aconsejable salir en busca de restaurantes, así que compré un poco de fruta para
cenar en la habitación. No era un plan muy divertido, pero era el mejor que se me
ocurría.
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Mientras abría la puerta de mi habitación tuve la certeza de que había alguien
dentro. Un fuerte olor a humo me puso en guardia al pasar al interior. Justo entonces
expiró la pila de mi linterna.
Asustado, me apoyé contra la puerta, que se cerró a mis espaldas. Ya estaba en la
ratonera. Confirmando mi sospecha, en las tinieblas brillaba intermitente el
resplandor anaranjado de la punta de un cigarrillo, semejante a una débil estrella a
punto de consumirse.
«Estás muerto», me dije mientras observaba aquella luz casi con fascinación. El
previsible disparo en la oscuridad que terminaría con todo me había calmado
extrañamente. Notaba los músculos flácidos, como si se prepararan para abandonar
las tensiones de este mundo. Me sorprendí asumiendo lo que iba a pasar casi con
indiferencia.
—¿A qué esperas? —hablé a la figura en tinieblas.
—¿A qué esperas tú? —respondió una voz ronca conocida—. ¿No vas a darme un
beso?
Justo entonces regresó la luz y la vi como una aparición: Elsa estaba sentada en
mi cama y sostenía en la mano derecha lo que quedaba de un cigarrillo mentolado.
Llevaba un vestido negro corto y ajustado que realzaba su esbelta silueta.
—No sé a qué viene esa cara de enfado —dijo—. ¿Te disgusta que haya vuelto a
fumar?
Respiré profundamente antes de responder:
—Me disgusta que te hayas escondido en mi habitación para darme un susto de
muerte. Por cierto, ¿cómo has entrado? ¿Has forzado la cerradura?
—Te habías dejado la puerta abierta, tontorrón —respondió mientras se levantaba
para echarme los brazos encima.
Me abrazó pegando su cuerpo al mío más allá de lo fraternal, lo que me provocó
una sofocante excitación. Con la mejilla pegada a mi pecho empezó a hablar cerrando
los ojos:
—Tenía miedo de que te hubiera sucedido algo. Este es un país muy extraño.
—Más extraña eres tú —dije separándome de ella con suavidad—. ¿Quién te ha
mandado venir? ¿Cómo me has encontrado?
—He venido por mi cuenta y riesgo. Mi padre nunca lo aprobaría.
—¿Cuánto hace que estás aquí? —pregunté sin salir de mi asombro.
—Acabo de llegar. Y encontrarte no ha sido nada difícil: desde el aeropuerto de
Múnich he llamado a todos los hoteles de la guía para preguntar por ti. Tampoco son
tantos.
—Eso ha sido una locura —repuse sentándome en la cama mientras ella me
observaba de pie—. Te acabas de cargar mi anonimato. En cualquier momento
pueden venir y...
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—Nadie vendrá —aseguró con una sonrisa de chica traviesa—. ¿Te piensas que
he dado tu nombre? Simplemente, he preguntado por un americano con tu
descripción. El único teléfono que no ha contestado es el Endri, así que he tomado
habitación por si acaso. Reconozco que he tenido algo de suerte.
Terminadas las explicaciones, Elsa se sentó a mi lado y levantó los pies para
mirarse unos zapatos negros de tacón. Entendí que había «desconectado», tal como le
sucedía a veces, y ahora se hallaba inmersa en sus pensamientos.
Mi mirada se dirigió acto seguido a la caja de Kynops, que continuaba sobre mi
maleta tal como la había dejado. O Elsa no la había visto o bien era una gran farsante
que se las daba de excéntrica.
Al ver la bolsa de fruta que había dejado caer al suelo, comenté:
—Tengo hambre. ¿Vamos a cenar?
—Me parece una gran idea.
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Cenamos en la terraza del Villa Ambassador, un lujoso restaurante que ocupaba lo
que antes había sido una embajada. Al ser hija del hombre que me contrataba, me
sentí en la obligación de contar a Elsa todos los detalles de lo que había sucedido
desde mi llegada a Tirana, incluyendo el asesinato del recepcionista y el asunto de la
caja.
Ella me escuchaba con atención mientras daba pequeños sorbos a una copa de
vino tinto. Además del modelito ceñido, se había soltado el pelo y llevaba los ojos
pintados, lo que le daba un aire muy latino.
—Tú también podrías ser griega —le comenté tras hablarle de Spiro y su
asistente, quien aún debía de estar esperándome en la oficina.
—O iliria —respondió Elsa tomando aquel comentario como un cumplido—. Los
albaneses proceden de esa etnia, que es anterior a los griegos. Si visitas el museo,
verás grabados con doncellas que se parecen a mí.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté extrañado—. Acabas de llegar.
—He hecho los deberes antes de venir. Soy curiosa por naturaleza.
—Entonces ya debes de haber mirado la caja —dije mientras comprobaba
discretamente que los billetes con la nota y las cartas seguían en el bolsillo interior de
mi americana.
—Ni la he mirado, porque supuse que estaba vacía. No te creo tan tonto para salir
del hotel dejando eso allí —comentó jugando con un tirabuzón de su pelo.
—Supones bien. En todo caso, las cartas que me ha mandado Kynops tienen sólo
un valor simbólico —expliqué mientras desplegaba los cuatro arcanos sobre el mantel
—. No entiendo qué quiere transmitirme.
—Haz el favor de hablar en plural. Ahora estamos juntos en esto. Puedes quedarte
con el dinero, pero quiero acompañarte a donde vayas.
—¿Has venido a vigilarme? —protesté.
En lugar de contestar, se dedicó a estudiar las cartas con gran atención. En primer
lugar estaba El Ermitaño, luego La Torre partida por el rayo, El Diablo y El Loco.
Elsa posó el dedo índice sobre la figura del anciano envuelto en una túnica con el
fanal, como si quisiera tomar contacto con la esencia secreta de la carta.
—Yo creo que el Ermitaño es mi padre: un hombre huraño y solitario que va
iluminando el pasado.
—Sigue.
—El Diablo es el mismo Kynops, que nos atrae hacia él.
—Y deduzco que yo soy el loco —dije mientras troceaba una escalopa con salsa
de yogur—, por aceptar una misión comandada por el diablo.
Elsa apoyó sus dedos largos y blancos sobre el arcano número cero, que mostraba
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un muchacho al borde de un precipicio con una flor blanca en la mano. A su lado, un
perro blanco se alzaba con alegría, a riesgo también de acabar en el fondo del
barranco.
—¿Y qué me dices de la Torre partida por el Rayo? Espero que no sea el oráculo
de lo que nos espera.
Entendí que era una carta de mal augurio, ya que en ella se veía una torre
alcanzada por un relámpago de la que caían dos figuras humanas.
Tal vez porque no sabía qué decir, Elsa dio por terminada la interpretación de las
cartas pidiendo la nota al camarero. Luego cambió el tono entre lúdico y seductor por
otro repentinamente serio:
—Creo que deberíamos ir a ver a Spiro. Si tiene algo importante que decirnos, tal
vez estemos perdiendo un tiempo precioso.
Mientras nos dirigíamos en taxi a la dirección que me había dado Cora, hubo un
nuevo corte de electricidad, por lo que nuestra llegada a Spiro Export fue más
siniestra aún de lo esperado.
Tras pagar ochocientos lëkë, el taxista nos dejó frente a un callejón en algún lugar
del Blloku. Al final del mismo había una estrecha torre de oficinas que se parecía
curiosamente a la del arcano. En medio del apagón, había una débil luz en la ventana
superior, lo que me hizo suponer que Spiro era de los afortunados que disponía de un
generador eléctrico.
—Nos esperan —dije mientras miraba atrás para asegurarme de que nadie nos
seguía; aquel callejón era el lugar ideal para una emboscada.
Busqué en la entrada algún tipo de interfono, pero sólo había una puerta metálica
con el grabado «Spiro Export». Ni siquiera tenía cerradura, como si fuese un lugar
permanentemente cerrado. Mientras Elsa me observaba un par de pasos detrás de mí,
necesité unos segundos para entender que aquella puerta siempre estaba abierta y sólo
había que empujarla.
—¿Quieres esperarme aquí abajo? —le pregunté.
—No, prefiero subir contigo a quedarme sola en este callejón.
En la escalera de Spiro Export hacía un calor sofocante y apestaba a carbonilla.
Costaba figurarse cualquier tipo de actividad comercial en un lugar tan hostil, así que
supuse que lo de los vinos y el aceite era una pura tapadera.
Gracias a un paquete de pilas que me había procurado el camarero del Villa
Ambassador, al que habíamos dado una generosa propina, pude iluminar nuestro
camino. A medida que subíamos, sentí la inquietud del espeólogo que teme que le
caiga el techo encima.
Al llegar a la tercera y última planta, me di cuenta de que aquella aprensión era
justificada. La puerta estaba totalmente abierta y del fondo del local llegaba un fuerte
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olor a quemado.
—¡La Torre herida por el rayo! —exclamó Elsa, que ante mi indecisión se metió
en el pasillo que debía de dar a los despachos.
Me cubrí la cara con un pañuelo y fui tras ella en dirección a la fuente del humo.
Al llegar a la oficina cuyas ventanas daban al callejón, me di cuenta con horror de lo
que originaba aquel olor. En el centro de la sala había un cuerpo ya carbonizado.
Por su altura y por la estrechez de los hombros supe que era Cora, o lo que
quedaba de ella. El cadáver estaba replegado sobre sí mismo, como si al saber que iba
a morir hubiera adoptado una posición fetal.
La estancia estaba iluminada por un foco amarillento que debía de estar
conectado a un generador en el sótano. Aquella luz había permitido que pasaran
desapercibidas las llamas, en un crimen tan brutal como calculado. Supuse que Cora
había sido amordazada para silenciar los gritos, y luego rociada con la gasolina justa
para que el cuerpo se consumiera lentamente. Podía haber ardido todo el edificio,
pero la estructura de hormigón no había prendido. En todo caso, se trataba de un
asesinato reciente, pocas horas después de nuestra conversación telefónica.
Mientras deducía todo esto para no sucumbir al pánico, me di cuenta de que había
olvidado a Elsa. Al buscarla con la mirada la encontré tendida en el suelo. Se había
desmayado.
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—Necesito una copa —dijo Elsa con un ligero temblor en el labio inferior.
Tras aquel descubrimiento infernal, había tenido que cargar con ella al hombro y
bajar las escaleras como un raptor. No había recuperado el sentido hasta salir del
callejón. Desde allí, habíamos caminado en silencio hasta mezclarnos con las
multitudes en el centro del Blloku aquel viernes por la noche. Había vuelto la luz.
Me apoyé en un árbol a recobrar el aliento. Entre el barullo de bares y coches
detenidos con la música a todo volumen, varios niños vociferaban para tratar de
vender un cartón de tabaco.
—Cada hora que pasa me siento más cerca del infierno —dije.
Entramos en el Lazy Lizard, un bar de rock atestado de gente donde al menos
pasaríamos desapercibidos. Al final de una larga barra había un pequeño escenario.
En aquel momento una banda hacía pruebas de sonido.
Mientras esperaba a que el camarero nos sirviera, me dije que alguien tenía
mucho interés en cortarme los puentes que conducían a Kynops. El recepcionista
había muerto por haber hablado con Spiro, y Cora había corrido la misma suerte tras
intentar reunirse conmigo.
Faltaba saber dónde estaba Spiro y qué relación tenía con aquel infierno. Por otra
parte, tanto Elsa como yo estábamos ahora en el disparadero por razones obvias. Y lo
peor de todo era que yo no podía abandonar el país hasta que recuperara mi
pasaporte. Tras aquellos acontecimientos se perfilaban para mí dos destinos igual de
funestos: que me mataran, o bien que me relacionaran con los crímenes y me
encerraran en una cárcel albanesa.
El grupo de rock del Lazy Lizard ponía ahora banda sonora a este panorama con
un tema de Chris Rea muy adecuado para el momento: Road to hell.
—Qué porquería de versión —dijo Elsa, que parecía sentirse a salvo entre aquel
bullicio.
—A mí me suena bien.
—Eso es porque no conoces la original. Se están saltando estrofas enteras de la
letra. ¿No te has dado cuenta?
Un camarero teñido de rubio pollito nos sirvió dos cervezas Tirana. Mientras me
llevaba el cuello helado de la botella a los labios, me dije que aquella marca era lo
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único que delataba que estábamos en Albania y no en cualquier otra capital europea.
—¿Sabes que eres algo desconcertante? —comenté—. Parece que no te enteras
de nada, pero estás en todo.
—Digamos que mi atención es algo caprichosa.
Puedo saberme la letra de una canción o el fragmento de una novela, pero me
olvido de cosas muy simples: por ejemplo, mi edad.
—Treinta y tres —dije con retintín.
—Ahí has fallado. Desde esta medianoche tengo treinta y cuatro.
—Felicidades —repuse chocando mi botellín con el suyo—. No se puede decir
que la fiesta haya empezado de forma muy brillante.
—Todo puede mejorar. Démosle una oportunidad a la noche: podría ser la última
de nuestra vida.
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—Te has empollado bien la guía. ¿Por dónde cae Butrint?
—Está en el extremo sur de Albania, no muy lejos de Saranda.
«Saranda», repetí para mis adentros con cierta fascinación. Era la ciudad costera
de la que había hablado Spiro. Cerca de allí estaba la casa del misterioso personaje
que movía los hilos de aquella locura. Y ahora me citaba entre unas ruinas griegas. El
hecho de que fuera un punto de interés turístico nos daba cierta seguridad, sobre todo
tratándose de un domingo al mediodía. Supuse que se trataría de un encuentro al
amparo de las multitudes.
—¿En qué piensas? —preguntó Elsa al llegar a la calle de nuestra pensión.
—Creo que podemos ir a Saranda y decidir sobre la marcha —dije pensando en
los diez mil euros por componer—. La casa del millonario parece un lugar seguro
mientras amaina el temporal. Spiro dijo que me estaba esperando.
—Recuerda que ahora somos dos —apuntó Elsa mientras abría la puerta del
Endri—. Tienes que empezar a hablar en plural.
—¿Y qué le diremos a Kynops o como se llame?
—Dile que soy tu esposa.
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Habíamos decidido salir en el primer autobús de la mañana para poder estudiar el
terreno un día antes de la cita. Además, cada hora que pasáramos en Tirana
aumentaba nuestras posibilidades de engrosar el número de los caídos.
Dicen que el personal sanitario es más activo sexualmente porque trabajan cerca
de la muerte. Tal vez por ese mismo efecto empecé a mirar a Elsa con un deseo
creciente. Aunque apenas teníamos tres horas para dormir, el monje que debía de
habitar en mi interior un año entero se disponía a colgar los hábitos.
Al abrir la puerta de mi habitación, sin embargo, vi asombrado como ella hacía lo
propio con la suya. Al leer el estupor en mi cara preguntó maliciosa:
—¿Qué te pasa?
—Me pasa que dos camas dobles me parecen demasiadas para un hombre solo —
dije espoleado por el alcohol.
—¿Y pretendes que ocupe una de las camas? ¿Por quién me tomas?
Había dicho eso con expresión enfadada. Al recordar su visita nocturna en casa de
Desmestre, me dije que sólo había dos posibilidades: o era un carácter bipolar o
disfrutaba tomándome el pelo.
Cuando ya pensaba que me cerraría su puerta en las narices, dijo en alusión al
mismo episodio:
—Te tenía por un hombre de principios, Leo. De esos que esperan al matrimonio
para desflorar a la chica. ¿No eres así?
—Me mueve algo distinto —respondí a su burla—. Soy algo así como un chico
zen que aspira a librarse del deseo, pero no siempre lo consigue.
Elsa hablaba apoyada en el marco de la puerta cruzando las piernas con
coquetería.
—Librarte del deseo... Eso puede llevar toda una vida.
—Y con una mujer como tú puede llevar dos vidas incluso.
Elsa respondió a mi galantería con una risita infantil. Luego me agarró la cabeza y
me dio un beso en la frente.
—El chico zen ya se puede ir a su camita.
—Pues no veo el momento de meterme entre sábanas —concluí con toda
sinceridad—. Esta ciudad me agota.
—¿Y qué esperabas de Tirana?
Cerró estas palabras despidiéndose con la mano antes de meterse en su
habitación. Luego oí girar la llave.
Con la tentación a buen recaudo, desfilé hacia mi cuarto para desplomarme sobre
la cama más cercana. A duras penas había tenido fuerzas para apagar la luz.
Tras una respiración profunda, noté como me hundía en un sueño que prometía
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ser corto pero profundo. Antes de desasirme definitivamente de la conciencia, sin
embargo, oí dos golpecitos en la puerta. Estaba tan cansado que estuve tentado de
hacerme el muerto y no atender a la llamada, pero finalmente me levanté para ver qué
pasaba.
Como no podía ser de otro modo, encontré a Elsa al otro lado. Llevaba un
camisón semitransparente, pero yo tenía los ojos tan hinchados por el sueño que no
veía nada.
—He pensado que me gusta más tu habitación —anunció—. La mía es demasiado
pequeña. ¿Puedo?
—Puedes, pero cierra tú misma la puerta —dije mientras me acostaba de nuevo.
Cuando Elsa apagó la luz, deseé en la oscuridad que entrara en mi cama para
poder abrazarla, pero oí decepcionado como sus pasos suaves pasaban de largo para
meterse en la otra cama.
—Ahora ya no puede ser —habló en la oscuridad, como si me hubiera leído el
pensamiento.
—No te entiendo —mentí—. ¿De qué me hablas?
—De follar, tonto. Ahora que somos compañeros de trabajo, debemos guardar las
formas.
—Pues es una lástima —bostecé—. Hubiera sido la única satisfacción en medio
de este berenjenal.
Elsa no respondió. Sin motivo especial, antes de dormirme me vino a la mente
Montserrat y la tarde fatídica de domingo que ella me había dejado el sobre. Sólo
habían pasado cinco días, pero habían sido suficientes para convertir mi vida en una
aventura tan desesperada como incontrolable.
—No te duermas aún, tengo una pregunta —le hablé—. Mejor dicho: dos.
—Que sean facilitas, tengo mucho sueño.
—Lo son. Pregunta número uno: ¿qué hacías en Montserrat cuando aprovechaste
para traerme el sobre, según tu padre?
—Hacía un retiro de fin de semana.
—¿Sola?
—Pues claro. Los retiros se hacen a solas. ¡Qué pregunta!
—¿Y qué necesidad tenías tú de hacer un retiro? No puede decirse que tu vida en
Gerona fuera muy estresante que digamos.
—¿Tengo que tomármelo como una impertinencia o es la segunda pregunta?
—No, la segunda pregunta es otra. Si no te apetece, no la contestes, pero es algo
que me preocupa. En casa de tu padre él dijo que no podías beber alcohol porque
tomabas medicación. Sin embargo, yo te he visto beber en Le Bistrot y también aquí
en Tirana. ¿Cómo es posible?
—Muy fácil: bebo cuando mi padre no está delante para regañarme.
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—¿Y la medicación?
—Cuando voy a salir, simplemente, no me tomo la pastilla.
Al oír esto me alegré interiormente de que no hubiera pasado nada entre nosotros.
Elsa me parecía ahora un ser desvalido y vulnerable.
—Pero esa pastilla —insistí— ¿para qué es?
Escuché cómo ella respiraba profundamente en la oscuridad. Parecía que dudara
entre responder o cerrar la conversación con un buen corte. Al final optó por una
respuesta breve:
—Dicen que tengo demasiada imaginación.
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Había dormido poco más de una hora cuando la alarma de mi móvil sonó a las
seis de la mañana. Para mi sorpresa, Elsa ya estaba vestida y me observaba con la
maleta hecha a sus pies.
Camino de la ducha, experimenté un leve mareo que me hizo flaquear las piernas.
Ya bajo el chorro de agua caliente, me alegré de dejar Tirana de una vez. Soñaba con
playas desiertas batidas por el oleaje. Un lugar para olvidarme del mundo y que el
mundo se olvidara de mí.
La ducha y la perspectiva de un cambio de aires me habían reanimado. Elsa, en
cambio, se mostraba extrañamente silenciosa, como si la falta de sueño la tuviera
hipnotizada.
Tomamos un taxi en dirección a la estación de autobuses. El chófer era un
anciano locuaz que parecía encantado de llevar a dos extranjeros. Para celebrarlo,
puso en su equipo de música la actual reina del pop albanés: una cantante melódica
de influencias arábigas llamada Poni, que tuvo un inmediato efecto narcótico sobre
Elsa.
—¿Van a Kruja? —preguntó el taxista.
—No. ¿Dónde está eso?
—Es una fortaleza cerca de Tirana. Allí resistió Skanderbeg, nuestro héroe
nacional, el ataque de los turcos. ¡Hasta cuatro asedios! —tras explicar esto, su tono
de voz se dulcificó—. Si quieren que vayamos, les puedo arreglar el precio.
—Tal vez en otra ocasión —contesté tratando de ser diplomático—. Queremos ir
a la playa.
—Magnífico. Si van a Durrés, a Vlora incluso, también les puedo llevar. No
tomen el autobús, es muy incómodo.
—De hecho, vamos más al sur: a Saranda.
—Saranda... —musitó sorprendido—. Es un lugar fantástico, pero no puedo
llevarles hasta allí.
—¿Por qué? Tengo entendido que son 270 kilómetros.
—Por eso mismo. Mañana al mediodía bautizan a mi nieto por el rito ortodoxo.
No puedo faltar.
Dado que aún no eran las siete de la mañana, no comprendía por qué un bautizo
que se celebraba un día después impedía ir y volver de Saranda. Aún no conocía la
carretera albanesa norte-sur.
La estación de autobuses de Tirana resultó ser una calle polvorienta en las afueras
de la ciudad, donde los conductores de furgonetas privadas vociferaban enloquecidos
—La mer au del d'été confond ses blancs moutons avec les anges si purs... [5]
—Conozco esa melodía —dije de buen humor—. Creo que alguien la cantaba en
inglés.
Nos habíamos dejado llevar por la insistencia de un guía local, que no se despegó
de nosotros hasta que aceptamos alojarnos en el Kaonia, un hotelito en primera línea
de mar regentado por un griego.
Por tres mil lëkë —unos veinticinco euros— obtuvimos la única habitación libre
de todo el hotel. Al parecer se había llenado con una promoción destinada a
funcionarios albaneses que adelantaban sus vacaciones para cubrir el turno estival de
sus compañeros.
—Si nos dan una cama de matrimonio, vas a dormir en el suelo —me advirtió ella
tratando de parecer seria.
Afortunadamente, bastó con la documentación de Elsa para inscribirnos. Junto
con la llave, el recepcionista nos entregó un sobre. Supuse que se trataba de folletos
turísticos con actividades que se podían hacer en Saranda, que era mucho menos
bucólica de lo que me figuraba.
Mientras subíamos al primer piso por unas escaleras impolutas experimenté, por
primera vez desde que había salido de Gerona, una repentina sensación vacacional.
Al mismo tiempo tenía mala conciencia de sentirme así, por todo lo que había pasado
y porque hacía dos días que no hablaba con Ingrid. Mientras Elsa abría la puerta de la
habitación, me prometí llamarla aquella misma tarde.
Había una sola cama de matrimonio, pero por la risita picara de mi acompañante
entendí que no tendría que dormir en el suelo.
Tras soltar nuestro equipaje y explorar la vista desde el balcón —a aquella hora el
mar mostraba una tonalidad azul cobalto—, me senté al borde de la cama para abrir el
sobre. Al ver su contenido estuve a punto de caerme al suelo: eran cartas de tarot.
Por el estilo de las ilustraciones y el grosor del cartón, pertenecían al mismo juego
del que ya tenía cuatro cartas. Estaban unidas por una goma idéntica a la que había
encontrado en la caja sellada.
—Este Kynops debe de ser mago —dije mirando justamente ese arcano encima
del montón—. De otro modo, no entiendo cómo ha sabido que acabaríamos aquí.
Al dejar Saranda atrás, navegando ya por un mar de nadie, de los altavoces surgió
una música tan inesperada como significativa. Era el clásico Flow my tears, una pieza
de John Downland que había escuchado en su versión moderna durante mi fatídico
viaje a Gerona.
Se había hablado de esa canción como «la definición misma de la melancolía». Y
al parecer lo continuaba siendo, ya que al sonar las primeras estrofas un joven de
rubia melena arrancó a escribir una carta con una pluma estilográfica, ajena a los
vaivenes del barco. Supuse que era de amor.
Más allá de lo insólito del lugar, un barco entre dos puertos del Mediterráneo, me
pregunté qué significado tendría aquel retorno de Downland orquestado por el azar.
Era lo que Jung había denominado sincronicidad.
Mientras Elsa se hallaba en la cubierta fumando un cigarrillo, saqué de la maleta
el libro sobre él. Intrigado por lo que acababa de suceder, busqué el capítulo dedicado
a la sincronicidad, una teoría que el suizo había desarrollado hacia el final de su vida,
en 1957.
Ésta se produce cuando dos fenómenos o situaciones coinciden. Por ejemplo,
Abandoné esta inquietante lectura al ver que la isla griega ya había emergido en
el horizonte marino.
Salí a cubierta, donde Elsa contemplaba el litoral de Corfú con actitud indolente.
El vuelo con Aegean Airlines despegó a las 12.25 y tenía una duración estimada
de una hora.
EL APÓSTOL Y EL MAGO
Oí detrás de mí una gran voz como de trompeta que decía: Yo soy el Alfa y la
Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete
iglesias que están en Asia: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y
Laodicea.
Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candelabros de
oro, y en medio de los siete candelabros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido
de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro.
Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos
como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un
horno; y su voz como estruendo de muchas aguas.
Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos
filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.
Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí,
diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto;
Sentado sobre mi maleta, observé como Elsa caminaba descalza hacia la orilla y
se agachaba a recoger conchas. El sol picaba lo suyo, pero de repente sentí que no
tenía prisa. Después de mucho tiempo, me encontraba justo en el lugar donde deseaba
estar: en una cala pedregosa, sentado sobre una maleta, y contemplando a una mujer
que me tenía permanentemente desconcertado.
Ya no me interesaba el millonario ni sus indagaciones kabalísticas. No quería
saber nada más de arcanos ni arquetipos. Únicamente me atraía el anima que había
hallado en ella.
Elsa debía de captar de algún modo aquellos pensamientos, ya que de repente
abandonó la tarea de recoger conchas y caminó hacia mí dedicándome una amplia
sonrisa. Luego me abrazó con todo su cuerpo mientras me decía al oído:
—Ahora me ves, pero pienso volatilizarme en breve. Soy un sueño que se ha
colado en tu vigilia por error.
—Quédate un poco más —le pedí—. No he venido a Patmos para hacer el
santurrón.
Me dedicó una mirada reprobatoria antes de regalarme un beso profundo. Luego
regresamos a Skala por el mismo sendero mientras una suave brisa nos despeinaba.
Pasamos junto a una agencia de alquiler de apartamentos con un eslogan que
definía bastante bien la filosofía isleña: lo más sagrado, aquí, es la buena vida. Justo
delante había un taxi aparcado con un viejo hippy con gafas redondas liando un
cigarrillo.
—¿Crees que deberíamos alquilar un apartamento antes de empezar la búsqueda
de Kynops? —pregunté a Elsa.
—Veamos primero quién hay en Genoupas —repuso—. Tal vez tu anfitrión nos
pueda dar alojamiento en su mansión frente al mar.
Aunque escéptico sobre esto último, me acerque al taxista para negociar el
trayecto. De entrada no supo de qué lugar le hablaba, así que fue a buscar un mapa y
se amorró sobre él mientras murmuraba con voz de cazalla:
—Genoupas, Genoupas...
Me agaché a su lado intentando dar con el dichoso promontorio al sur de la isla.
Chora resultó ser un pueblo de museo, formado por calles tortuosas con edificios
impecablemente restaurados. Lo único extraño era que apenas se veía a nadie, como
si sólo fuera un lugar apto para ser visitado. Desde allí se podía contemplar, en lo alto
de la colina, el macizo monasterio de San Juan. Parecía más una fortaleza que un
lugar destinado a la meditación.
Mientras yo me empapaba de la mística del lugar, el taxista me dio un golpecito
en el hombro y dijo a modo de despedida:
—Si quieres visitar más capillas, pregunta por Panaiotis.
Luego encendió un cigarrillo más y volvió a su coche.
Sintiéndome casi aliviado de no tener que cuidar de nadie excepto de mí mismo,
arrastré mi maleta por las calles encaladas buscando algún lugar donde dar descanso a
mis huesos. Siguiendo el trazado laberíntico de las calles, pasé por palacetes llenos de
inmensos tiestos de flores, escaleras de piedra y curvas repentinas.
Finalmente di con un hotel minúsculo de una sola planta, donde un jovenzuelo me
mostró a cara de perro una habitación con vistas al monasterio.
—Son cincuenta euros la noche.
—Me parece algo caro —respondí—. ¿No tienes una habitación sin vistas?
Por la desgana con la que se comportaba, supuse que era el hijo del dueño; debía
de vivir en Atenas durante el año y por vacaciones trabajaba en el negocio familiar.
—Las que no tienen vistas están ocupadas. Además, cuestan lo mismo.
De repente recordé lo sucedido en el Blloku de Tirana y me pregunté si Elsa
podía haber elegido nuevamente el mismo alojamiento.
—¿Quién quiere una habitación sin vistas, habiendo esta libre por el mismo
precio? —pregunté descarado.
El jovenzuelo se había metido ahora un chicle en la boca y masticaba
sonoramente. Me estudió unos segundos antes de responder con sorna:
Una monstruosa marejada cubría todas las tierras bajas septentrionales, entre el
Mar del Norte y los Alpes. Al llegar a Suiza, advertí que las montañas crecían de
tamaño para proteger a nuestra patria. Me di cuenta de que se avecinaba una terrible
catástrofe. Vi las poderosas olas amarillas y en ellas flotando los escombros de la
civilización y los cuerpos ahogados de incontables seres humanos; luego ese mar
íntegro se convertía en sangre.
Desde la mitad de la vida en adelante, sólo permanece vitalmente vivo el que está
dispuesto a morir con vida. Pues en la hora secreta del mediodía de la vida se invierte
la parábola y nace la muerte. La segunda mitad de la vida no significa ascenso,
despliegue, incremento, exuberancia, sino muerte, ya que su meta es el fin. La
negación de la consumación de la vida equivale a rechazar su fin. Ambas cosas
significan que no se quiere vivir: no querer vivir es lo mismo que no querer morir. La
luna creciente y la luna menguante describen una misma curva.
EXPLOSIVOS
—¡Por todos los demonios! —exclamó Panaiotis—. Ahora entiendo por qué
nadie va nunca a la sima de Kynops. Está más allá de esta alambrada.
Desde allí, se veía un gigantesco cráter anaranjado en la parte más baja del monte
Penoupa, en su lado prohibido. Sin duda había sido abierto con dinamita, pero nada
hacía pensar que allí hubiera trabajado nadie en las últimas décadas.
A sugerencia de Panaiotis, exploramos la alambrada por su parte externa, hasta
hallar un tramo con un agujero lo bastante grande para pasar al otro lado sin quedar
clavados.
—¿Estás seguro? —me preguntó con la mirada muy fija—. Según lo que pises
ahí, puede ser el último paso de tu vida.
—Puedes regresar si quieres —le dije—. Entiendo que la sima de Kynops no
entra en la hoja de ruta de un taxista.
—¡Y un cuerno! —protestó encendiendo un cigarrillo al borde de la zona de
explosivos—. Si he llegado hasta aquí, es para ver lo que nadie ha visto.
El final es el principio
Esta noticia me devolvió de bruces al convulso mundo más allá de los límites del
observatorio. Haber compartido lecho con la presunta asesina de su padre me parecía
ahora mucho más inquietante que los delirantes planes de Hannes.
El hecho de que no me hubiera mencionado una sola vez aquella muerte la
convertía, también para mí, en la ejecutora de facto del anticuario. Tal como rezaba el
titular de la noticia, quedaba por aclarar el motivo de Elsa para ajusticiar a su padre a
plena luz del día, a no ser que fuera un acto cometido en un momento de enajenación.
Una opresión en el vientre me confirmó que me hallaba en el peor de los
escenarios posibles: hasta que no se demostrara lo contrario, estaba confinado en un
campamento de locos sectarios con una posible parricida vagando por la isla.
Aquella vuelta de tuerca cambiaba el sentido de todo lo vivido hasta entonces.
Antes de rastrear ediciones anteriores del periódico para recabar más datos sobre el
crimen, recordé las reacciones de Elsa durante nuestra estancia en Saranda. En la
playa, se había puesto de mal humor al hablarle del peligro que activa el piloto
automático de la supervivencia. Luego había reaccionado de forma todavía más
violenta al hacerle una broma sobre los cachivaches que guardaba su padre en el
taller.
Sin duda, ambas reacciones estaban condicionadas por el asesinato de Desmestre,
el cual se había cuidado bien de ocultarme. Lo más insólito de todo era que Elsa me
había comunicado la muerte del anticuario cuando éste se hallaba vivo y, una vez
muerto, se había comportado como si el padre no hubiera abandonado este mundo.
O aquella mujer padecía una clase de locura todavía por clasificar, o había algo
fundamental que se me escapaba desde el principio.
El retorno de la pelirroja, que parecía encargada de controlar mis movimientos,
me obligó a interrumpir estas elucubraciones.
—Hannes te espera en su estudio. Puedes considerarte afortunado por la atención
que te está dedicando —me señaló en tono de reproche.
Acto seguido, se marchó con paso casi marcial sin girarse ni una sola vez.
Al salir de mi cubículo, vi que el sol se ocultaba entre un mar de espesas nubes
que proyectaban sombras sobre el campamento. A las dos del mediodía reinaba un
Right here,
among old gods,
after life
after trouble
You know,
this end is the beginning[6]
Esta noticia me hizo ver el agujero que se abriría en mi existencia si dejaba partir
a Elsa para siempre. Aunque hubiera matado a dos personas, sus rarezas y cambios de
humor aportaban contenido a un universo —el mío— que intuía desprovisto de
estrellas y galaxias.
Mientras pensaba en esto, se abrió la puerta de embarque y una docena de
nórdicos empezaron a hacer cola cargados con bolsas del Duty Free, que supuse
llenas de alcohol. Dos de ellos llevaban unas camisetas con el lema lost in iceland.
Nada más entrar en el avión, advertí que la expresión de Elsa se volvía
repentinamente sombría. Al tomar asiento, en lugar de hojear las revistas, cerró los
ojos y empezó a respirar agitadamente.
—No me había dado cuenta de que tuvieras miedo a volar —le dije cubriendo su
mano con la mía.
—Es Islandia lo que me da miedo —respondió sin abrir los ojos—, no el vuelo.
Pagamos una entrada para poder entrar en el Blue Lagoon, que, como su nombre
indicaba, era una laguna azul con una temperatura especialmente atractiva para los
humanos: cuarenta grados.
Tras recibir albornoces y toallas, pasamos por separado a unos lujosos vestuarios
a tomar una ducha. Luego salí a aquel paraíso del baño, donde cientos de personas
entraban en calor mientras la temperatura exterior helaba el aliento.
Elsa había sido más rápida que yo y me esperaba junto a unas rocas, en el centro
de la laguna, que eran verdaderos surtidores de vapor hirviendo. Fui a su encuentro
caminando sobre una arcilla con la que los bañistas se hacían mascarillas en la cara.
Era una zona muy poco profunda, lo que permitía estar sentado como en una inmensa
bañera natural.
—¿Sabes? —dijo Elsa con una sonrisa de oreja a oreja—. Hay tanta agua caliente
en el suelo islandés que los agricultores han renunciado a plantar patatas porque les
salían hervidas.
—Háblame de Hannes —le pedí reconduciendo la conversación—. ¿Tiene algo
que ver el asesinato de tu padre y Renacimiento con vuestra relación de juventud?
—En absoluto. Hannes no podía saber que era yo, porque en aquella época sólo
usaba mi nombre artístico. Y, aunque fuimos amantes ocasionales, nunca vio mi
documentación. Aquel último día en Patmos se dio cuenta de que me conocía. Por
eso hizo como si no me hubiera visto. Cuando subió a la roca contigo, estaba
deseando que le matara. Y no sólo para tener una muerte mitológica, como te dije
ayer.
—¿Por qué otro motivo?
—Hannes me había amado profundamente, y es muy probable que siguiera
Querido Leo,
Cuando leas esta carta estaré muerta en el fondo de Gullfoss. No estés triste, es
lo mejor que me podía suceder. Me resulta imposible seguir viviendo después de
haber matado a dos personas, además de soportar la tristeza de haber perdido a mi
padre.
Curiosamente, al abandonar este mundo he cumplido una promesa que hice al
culpable de su muerte. La última noche que pasé con Hannes nos juramos
mutuamente quitarnos juntos la vida. Habíamos pensado hacerlo en esta cascada.
Fui cruel e injusta con él. Creo que eso le hizo perder el juicio y arruinar su vida
y la de muchos otros. Como me amaba demasiado, para vengarse de mí, acabó
preparando una gran venganza contra el mundo que llamó la profecía 2013.
Ahora Hannes descansa en el fondo del Egeo y yo lo espero en las profundidades
de Gullfoss, donde a él le gustaría estar, para hacer las paces. Si existe vida después
de la vida, encontrará la manera de llegar hasta aquí.
Espero que puedas perdonarme de algún modo. Te he amado de la única forma
que puede amar un corazón eternamente triste: hacia dentro.
Siempre tuya,
ELSA
Terminé de leer, con lágrimas en los ojos, la carta que había encontrado sobre la
alfombrilla de la entrada.
El sobre llevaba un sello griego, por lo que supuse que la había mandado desde
Atenas la mañana previa a nuestro último viaje. La había perdido de vista una hora
mientras reservaba mis billetes de avión. Y ahora la había perdido para siempre.
Al abrir la puerta, sin embargo, una novedad de signo muy diferente se impuso
temporalmente a la melancolía. Me habían vaciado la casa.
Tal vez porque en aquella urbanización había familias que sólo vivían allí un mes
al año, alguna banda de poca monta había decidido llevarse todo mi mobiliario, que
no era de Ikea y sólo tenía seis meses. Al menos en la planta baja, de lo que había
sido mi hogar sólo quedaban unos cuantos libros por el suelo y un par de jarrones
rotos.
Apretando la carta de Elsa contra mi pecho, fui hasta la cocina, donde habían
desaparecido casi todos los electrodomésticos. Sólo quedaba una vieja y pesada
nevera que no debía de haber gustado a los ladrones.
Al abrirla recibí la primera buena noticia en mucho tiempo: había una solitaria
botella de cava, supuse que de mis tiempos con Aina.
[2] Batiscafo monoplaza / con tu foco en el abismo / de las aguas insondables / sólo
tú las averiguas / Batiscafo socialista / redactando informe trágico / camarada
maquinista / a instinto oceanográfico / Batiscafo solitario...
[3] Estamos programados para recibirte. / Puedes hacer el checkout siempre que
quieras, / pero nunca lograrás salir. / Bienvenido al hotel California, / un lugar tan
encantador...
[4] Y no hay nada que puedas hacer / Sólo trozos de papel que se alejan volando de
ti...
[5] El mar / en el cielo de verano se confunden / las nubes blancas / con los ángeles
puros...
[6] Aquí mismo / entre dioses ancestrales / después de la vida / después de las
preocupaciones. / Ya sabes que / este final es el principio...
[8] «Pérdida».