Fides Et Ratio (Fe Y Razón), Juan Pablo Ii
Fides Et Ratio (Fe Y Razón), Juan Pablo Ii
Fides Et Ratio (Fe Y Razón), Juan Pablo Ii
La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la
contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer
la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda
alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo.
Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en
distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las
preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?
¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida?
Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen
también en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-
Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los
poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados
filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la
necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que
se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.
En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos
del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la
historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de
finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre
e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además,
en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros
temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de
conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de
la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada
uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos
conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían
ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas.
Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y
sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico,
entonces puede considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs
logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que
hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para
conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo,
considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de
la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen….
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser
depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El
conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque
fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,
13).
Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad
y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el
hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la
propia existencia que su mente es capaz de alcanzar…
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Un concilio es una reunión de obispos, cardenales, teólogos que representan a todo el mundo católico.
El Primer concilio vaticano se realizó a mediados del siglo XIX.
10. En el Concilio Vaticano II4 los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han
ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su
naturaleza del modo siguiente: « En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm
1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15),
trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la
revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios
realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades
que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su
misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha
revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación ».
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta,
pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para
siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la
Constitución Dei Verbum5: « Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de
muchas maneras por los profetas. «Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo»
(Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que
habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo,
Palabra hecha carne, « hombre enviado a los hombres », habla las palabras de Dios (Jn 3,
34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4).
Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y
manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y
gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación». La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer
por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a
la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13)…
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Este Concilio se celebró a mediados del siglo XX.
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Documento del Concilio Vaticano II.
16….hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la
fe. El mundo y todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas vicisitudes
del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de
la razón, pero sin que la fe sea extraña en este proceso. Ésta no interviene para
menospreciar la autonomía de la razón o para limitar su espacio de acción, sino sólo para
hacer comprender al hombre que el Dios de Israel se hace visible y actúa en estos
acontecimientos. Así mismo, conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la
historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La
fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los
acontecimientos, la presencia operante de la Providencia. Una expresión del libro de los
Proverbios es significativa a este respecto: « El corazón del hombre medita su camino,
pero es el Señor quien asegura sus pasos » (16, 9). Es decir, el hombre con la luz de la
razón sabe reconocer su camino, pero lo puede recorrer de forma libre, sin obstáculos y
hasta el final, si con ánimo sincero fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La razón y la
fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer
de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios.
17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro
de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios
nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: « Es gloria de Dios ocultar una cosa,
y gloria de los reyes escrutarla » (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo
mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en
Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la
misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza. Una ulterior
tesela a este mosaico es puesta por el Salmista cuando ora diciendo: « Mas para mí, ¡qué
arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su suma! ¡Son más, si los recuento,
que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo! » (139 [138], 17-18). El deseo de
conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde
la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que está más allá,
porque intuye que en ella está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún
no resuelta.
39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento
filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se
pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques
lanzados por el filósofo Celso6, Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y
responderle. Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento platónico, comienza a
elaborar una primera forma de teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como
la idea de teología en cuanto reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta
ese momento a su origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre
se referían a la parte más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin
embargo, a la luz de la Revelación cristiana lo que anteriormente designaba una doctrina
genérica sobre la divinidad adquirió un significado del todo nuevo, en cuanto definía la
reflexión que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre
Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la
filosofía, pero al mismo tiempo tendía a distinguirse claramente de ella. La historia
muestra cómo hasta el mismo pensamiento platónico asumido en la teología sufrió
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Celso acusaba a los cristianos de ser personas “iletradas y rudas”.
profundas transformaciones, en particular por lo que se refiere a conceptos como la
inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen del mal.
64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra;
y el hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración
refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir
de relacionarse con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para
algunos de sus procedimientos como también para lograr sus tareas específicas.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina,
« como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la
Iglesia», goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone
como un saber auténtico. El intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo asumiendo las
estructuras lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se articula la enseñanza
de la Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el significado de salvación que
estas proposiciones contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de
estas proposiciones el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que culmina en
la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio participa con su
asentimiento de fe.
7
Significa: escuchar la fe; es decir, recibir los datos que nos vienen de Dios.
8
Significa: pensar la fe; es decir, tratar de entender los datos que nos vienen de Dios por medio de la
razón.
9
La Sagrada Tradición es la vivencia de las enseñanzas de Jesús en los primeros años del cristianismo.
10
El Magisterio está compuesto por las enseñanzas oficiales de los Papas y obispos unidos al Papa.
23. La relación del cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En
el Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale
con mucha claridad: la contraposición entre « la sabiduría de este mundo » y la de Dios
revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas
habituales de reflexión, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El
Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo
intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una
justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que
desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento de
reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana está destinado al fracaso.
« ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no
entonteció Dios la sabiduría del mundo? » (1 Co 1, 20) se pregunta con énfasis el Apóstol.
Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio,
sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: «Ha escogido
Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...]. lo plebeyo y
despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es »
(1 Co 1, 27-28).
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga
a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande
se le presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por
sí misma es capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad,
ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la « locura » de la Cruz la auténtica crítica de
los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La
relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado
el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en
el océano sin límites de la verdad.
Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en
el cual ambas pueden encontrarse.
32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello
se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una
creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse
progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con
frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia,
porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades
cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas,
entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.
¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el
testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad
sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre
su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte
violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro
con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido
hasta en nuestros días.
Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de
un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el
momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero
y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran
confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también
quisiéramos tener la fuerza de expresar.
33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente.
El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la
conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien
para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda
explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución
si no es en el absoluto.
De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de
búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona
de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver
realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple
creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar
en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de
Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última
dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y
nostalgia.
34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades
que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la
verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón
humana, expresado en el principio de no contradicción.