Hola Andres, Soy María Otra Vez PDF

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Para todos los


tímidos del mundo
(en especial para Andrés).
Para mis abuelos,
Fausto e Isabel,
con quienes viví los mejores
párrafos de mi niñez.
Para Juanita
y Michelle.
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Aquella mañana desperté con el estómago


inflado, como si me hubiera tragado un
rinoceronte. El peso de los párpados impedía que
mis ojos se abrieran por completo. El cabello
erizado y la piel de gallina me daban un aspecto
lamentable. Tiritaba.
El médico llegó dos horas después, me miró
con lástima y le hizo algunas preguntas a mi
madre. Me pidió que sacara la lengua y luego se
puso a hurgar en mis párpados, como si debajo de
ellos fuera a encontrar el boleto premiado de la
lotería.
Al cabo de unos segundos dio su sentencia:
—Hepatitis.
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Mi mamá abrió los ojos sorprendida. El


médico sacó una jeringa, me pinchó en el brazo y
tomó una muestra de sangre mientras nos decía:
—Seguro es del tipo viral epidémico, hay un
incremento evidente de la bilirrubina.
Él dijo «viral, epidémico y bilirrubina» con la
misma normalidad que si hubiera dicho «Pablito
clavó un clavito». Hay gente a la que le encanta
hablar difícil.
Antes de irse dijo otras cosas raras, sacó una
libreta e hizo algunas anotaciones, que luego se las
entregó a mi mamá.
Cerró su maletín, me miró con preocupación
y dijo:
—No te tengo buenas noticias, María, la
hepatitis te va a mantener alejada de tus amigos.
No podrás ir al colegio al menos durante un mes.
Aquel día me di cuenta de que la hepatitis no
era una enfermedad, cualquier cosa que me
mantuviera alejada de esa «casa del terror»
llamada colegio era una verdadera bendición.
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La casa del terror

Durante meses había rezado para que mi


colegio desapareciera. Soñaba con llegar un día y
encontrar un enorme rótulo en la puerta que dijera
CLAUSURADO.
—¿Qué pasó, don Segundo? —le preguntaba
en mis sueños al portero.
—Algo terrible, María, el señor Ministro ha
dado la orden de que este colegio se cierre para
siempre. El edificio será demolido esta misma
tarde.
—¿Eso quiere decir que ya no voy a regresar
a clases nunca más?
—Nunca más, María, nunca más.
Entonces yo pensaba que el ministro de
Educación era el hombre más justo y bueno del
mundo. Imaginaba que todos los colegios del país
cerrarían sus puertas para siempre, Y que los niños
y las niñas enviaríamos cartas al Vaticano para que
el papa considerara la posibilidad de elevar a la
categoría de santo a nuestro querido ministro. Pero
al despertar me daba cuenta de que la realidad
seguía siendo distinta a la que yo soñaba, y ni al
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Ministro ni al Papa se les había ocurrido clausurar


el Colegio Happy Days. ¡Qué falta de solidaridad
de nuestras autoridades!
Mi mamá había elegido un colegio bilingüe
porque ella quería que mi hermano Mario y yo
domináramos el inglés... ni ella ni papá en tendían
nada de ese idioma y cada vez que compraban un
aparato nuevo, un juguete armable o una caja para
preparar un pastel en casa, se veían en problemas
porque no entendían las instrucciones que venían
en inglés. Entonces, comenzaban los gritos:
—¿María, qué significa cup?
—Taza, mamá.
—¿Y spoon?
—Cuchara, mamá.
—¡Esta sí me la sé! Esta no me la traduzcas
porque la conozco ...
—¿Cuál te sabes, mamá?
—Aquí dice flour ... ¿eso es bueno para evitar
la caries no?
—¡No, mamá, flour es harina, lo de los
dientes se llama flúor!
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—Ah ... ¿Y qué significa butter?


—Calcetín, mamá.
—¡¿Calcetín?! ¿Estás segura?
Y, claro, yo no estaba diciendo la verdad, pero
es que a veces me cansaba de traducir todo lo que
mis padres no entendían.
—¡Qué raro! La gente en Estados Unidos sí
que es extraña, debe ser que, con tantos millones
de habitantes, ya se les debe estar terminando la
comida, ¡aquí dice que debo añadir media taza de
calcetines a la harina!
Mis padres querían que sus hijos fuéramos
bilingües y que resolviéramos todos sus problemas
con traducción simultánea. Cuando veíamos una
película en inglés sin subtítulos, mis papas
pronunciaban doscientos «¿qué dijo?» por minuto.
Pero lo peor era cuando Mario y yo éramos
pequeños, y papá nos pedía que cantáramos frente
a los invitados alguna canción que nos hacía morir
de vergüenza:
—A ver, ¡canten el tuinquel para que los
escuchen los tíos!
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Mario y yo nos parábamos en la mitad de la


sala y, con una mirada angustiosa, suplicábamos a
papá que nos torturara de esa manera, pero él
seguía insistiendo, movía sus manos para
alentarnos y no nos quedaba más opción que
entonar un vergonzoso: Twinkle, twinkle, litle star,
how I wonder what you are. El pobre Mario era
más tímido que yo, por lo que en el segundo
twinkle comenzaba a llorar desconsolado, y así, en
lugar de un espectáculo de música infantil, lo que
ofrecíamos a los tíos y amigos de mis padres era
un concierto lastimero de música “cortavenas”.

Miss Mirta Jackson, la dueña· y rectora del


colegio, le había prometido a mamá que
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aprenderíamos inglés desde el primer día de


colegio, y por eso ella nos había inscrito en el
Happy Days llena de ilusión.
Miss Mirta Chacón prefería utilizar su
apellido de casada: Jackson. Era la esposa de un
viejito neoyorkino llamado Mr. Joe, que había
llegado al país siendo joven para montar una
academia de inglés. A Miss Mirta le encantaba
contar su historia de amor con Mr. Joe; ella decía
que se conocieron en un bus que regresaba de la
playa, a él le impactó la escultural figura de sirena
que ella lucia. En cambio, ella se impresionó por el
color fucsia fosforescente que el norteamericano
tenía en la piel, producto, de su falta de precaución
con el sol tropical. Mr. Joe había llevado todo tipo
de camisas floreadas a su paseo playero, pero no se
le había ocurrido contar con la ayuda de un
bloqueador solar.
Aunque Miss Mirta tenía un aspecto tan local
como la empanada de queso, ella se creía más
estadounidense que la cheese burger. Llevaba el
cabello teñido de un rubio escandaloso, se
colocaba lentes de contacto azules y a sus hijos
gemelos los había bautizado con la mezcla ideal de
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nombres locales y extranjeros: Jerry Manuel y


Julie Ximena Jackson Chacón.
Yo los conocía de cerca a ambos. Los gemelos
eran mis compañeros de clase. Un par de villanos,
canallas de aquellos que te pegan un chicle en el
pelo y antes de que los acuses con la maestra, te
señalan con el dedo índice y te advierten: «¡No se
te ocurra! Ya sabes que somos los hijos de la
dueña...».
Cada mañana, durante el desayuno, mamá
trataba de animarme diciendo:
—Sonríe, María, vas a ver lo bien que la pasas
hoy con tus amigos.
Papá, en cambio, vivía diciéndome lo
afortunada que era ... «Porque la mejor época de la
vida es la del colegio».
O yo soy un bicho raro o mis papas no se
acuerdan lo horrible que puede ser la vida de un
estudiante. Claro, como ellos salieron hace dos
siglos del colegio la memoria les falla.
Cuando eres un estudiante tienes que
despertarte mucho antes de que tu cuerpo quiera
levantarse de la cama. ¡Qué lindo! A las seis de la
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mañana suena un despertador tan «discreto» que


podría achicharrarte los tímpanos. Te metes a la
ducha aún con los ojos cerrados, luego desayunas
sin hambre y sientes que la leche caliente te pasa
como un incendio por la garganta y se convierte en
una bomba atómica dentro de tu estómago.
¡Qué bonito! Después caminas dos cuadras
con un viento helado que se te mete por las orejas
o con un calor que te cocina, y te subes a un
autobús en el que encuentras a unos seres que
gruñen en lugar de saludar.
En el colegio convives durante siete horas con
veinticuatro personas rarísimas: siempre hay uno
que se cree el rey del mundo, una que jura que será
Miss Universo, dos que sólo hablan de fútbol, uno
que eructa y se ríe como si fuera el mejor chiste del
planeta, otro que agarra lombrices sin asco, dos
que comen todo el día, uno que parece que come
solamente una vez por semana, una enfermiza que
se contagia de todo, uno que habla solo, dos
conversadoras que son como cotorras, una que no
se peina, otra que sólo vive para estudiar, dos
enamoradizas, uno que siempre está en las nubes,
una buena gente, dos despistados que nunca saben
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dónde están parados, uno que se cree galán ele


telenovela, dos villanos de la peor calaña; Y una
tímida ... esa soy yo, la número 25 de la lista: María
Zambrano.

Si tuviera que describirme en una sola palabra


diría que soy tímida. Pero. si tuviera que utilizar
trece palabras diría. que soy tímida, miedosa,
asustadiza, aterrada, cobarde, gallina, vergonzosa,
temblorosa, silenciosa, sonrojada, insegura, débil y
apagada.
Quizá en la época de mis papas ir al colegio
era como entrar en un cuento infantil, con praderas
llenas de conejitos, pájaros cachetones y con una
casita de chocolate en un claro del bosque ...
Bueno, para mí, ir al colegio a veces ha sido tan
«agradable» como ir al zoológico justo el día en
que el león se les ha escapado de la jaula.
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El diario

Siempre pensé que las palabras y yo no nos


llevábamos bien, me sentía incapaz de contar una
histona, una anécdota o un chiste. Cuando mi
profesora de Lenguaje nos pedía que escribiéramos
una breve redacción titulada Las vacaciones no
lograba sacar de mi cabeza más que un párrafo
atropellado y repetitivo: «En estas vacaciones me
fui de vacaciones a la casa de mis abuelos, que es
donde casi siempre paso las vacaciones. Mis
abuelos tienen una casa muy bonita llena de
árboles. Es muy bonito pasar vacaciones en casa
de mis abuelos, porque ahí existen muchos árboles
muy bonitos».
Recuerdo que cuando cumplí diez años,
exactamente un año antes de enfermar de hepatitis,
mi papá me regaló un diario. No un diario de malas
noticias impresas en papel periódico, o de esos
diarios en los que aparece una mujer desnuda y un
muerto sangriento en la portada, sino un diario
para que yo escribiera mis cosas. Como en esa
época yo no sabía utilizarlo, papá me dio unas
rápidas instrucciones:
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—Escribes la fecha y luego le cuentas a tu


diario lo más importante que te ha pasado en el día.
También puedes contarle tus secretos; fíjate que
tiene un pequeño candado con una llave, que debes
guardar en un lugar muy seguro.
Días después decidí que inauguraría 1a
primera página de ese cuaderno de tapa celeste y
letras plateadas:

Me quedé en esa parte y no supe cómo


avanzar, entonces recordé las instrucciones de mi
papá: «…escribe lo más importante que te ha
pasado en el día»:
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Me puse a pensar en qué había sido lo más


importante que me había pasado en el colegio, pero
claro, como yo era una persona tan tímida y
callada, casi nada interesante me ocurría... ¡no
tenía nada que escribir! Sin demasiadas opciones
tuve que completar el texto de la siguiente manera:

Sí, lo sé, lo mío sonaba a fracaso, pero es que


¡no tenía nada que contarle a ese cuaderno tan
secreto! Mis días en el colegio eran siempre
solitarios; en clase nadie me hablaba y a la hora del
recreo paseaba por el patio sin compañía. No tenía
amigos y, si alguien se acercaba a mí, era para
pedirme que le prestara dinero para comprar
comida en el quiosco. Yo siempre tenía guardado
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algo en el bolsillo, y no porque me gustara ahorrar,


sino porque jamás podía acercarme al quiosco del
colegio sin recibir doscientas patadas, codazos y
pisotones.
Yo solía mirar, de lejos, cuando toda la
primaria y la secundaria se amontonaban en la
ventanita del quiosco gritando: «¡Una bolsa de
papas fritas!, ¡un helado!, ¡un churro!, ¡una
empanada!», y luego de cumplida su misión, los
veía salir con pinta de damnificados ... unos
arrodillados, otros cojos, otros con el uniforme
roto. ¡Nadie salía ileso de ese tumulto! Había que
ser valiente para acercarse al quiosco y yo no lo
era.

Siempre tenía dinero guardado y pensaba que,


si lo prestaba mis compañeros, ellos, luego, me
considerarían su amiga. Pero no. Me miraban
como a su cajero automático personal: llegaban,
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ingresaban su clave mostrándome el puño: «Más te


vale que nos prestes dinero por las buenas»; y
hacían su retiro.
Yo no quería contar eso en mi diario así es que
el segundo día volví a intentar superar la prueba:

Al tercer día ya no tenía demasiadas ganas de


escribir. Estaba molesta pero aun así quise hacer el
intento.
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Para el viernes, lo que me. esperaba al


enfrentarme al cuaderno de tapa celeste con letras
plateadas no había cambiado. Mis días tenían una
rutina tan aburrida que sentí miedo de que mi
futuro estuviera lleno de «hoy me fui al colegio y
luego regresé». No me gustaba pensar que a mi
vida le esperaran páginas vacías o a medio escribir.
¿Qué sentido tenía que yo guardara con candado
un diario con unas confesiones tan aburridas?
¡Hasta una monjita de claustro, ciega y de
noventa y cuatro años, tendría algo más interesante
que contar!
Decidí que me olvidaría de ese horrible
cuaderno que lo único que había logrado era
deprimirme. En la página siguiente escribí con
marcador azul:

Cerré el cuaderno y lo guardé en mi mesa de


noche con la intención de no volver a abrirlo
nunca.
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Pero, como dice mi papá, basta que


pronuncies un «nunca» para que la vida te obligue
a un «otra vez».
Al cumplir once, mi diario ya había pasado
todo un año guardado y abandonado en el cajón de
mi mesa de noche, casi me había olvidado de él.
No imaginaba lo cercano que estaba el
reencuentro...
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Una soledad amarilla

Cuando el médico nos dio la noticia de la


hepatitis, mi mamá puso cara de preocupación.
Papá puso cara de rabia. Mi hermano, de alivio.
Yo, de felicidad absoluta. Y mi perro Chicle puso
cara de perro. Es increíble la cantidad de caras que
existen alrededor de una misma noticia.
Mamá estaba intranquila por mi salud —la
hepatitis es una enfermedad contagiosa— pero
además le preocupaba que yo dejara el colegio
durante un largo mes. Papá se puso muy molesto
cuando el médico me preguntó si había comido
algo en la calle y yo respondí que sí... unos días
atrás, había tomado un jugo de piña que vendía una
señora en un balde de plástico afuera del colegio.
Siempre me había parecido muy curioso que la
señora vendiera jugos afuera de un colegio de 800
alumnos y sólo tuviera dos vasos a la vista.
Además, con la misma mano que pelaba la piña,
cobraba a los clientes se rascaba la cabeza, se
secaba el sudor de la frente y acariciaba a un
perrito que siempre la acompañaba. Me late que
por ahí vino todo el problema.
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Mi hermano Mario se sintió aliviado cuando


supo que no me vería durante un mes· ese «cariño»
entre nosotros era muy común. A veces, de tan
cariñosos, yo le arrancaba un mechón de pelo y él
me clavaba los dientes en el brazo ... ¡Qué bonita
y tierna es la relación entre hermanos!
Y o me sentí feliz con la noticia del médico,
porque no iría al colegio durante todo ese tiempo,
y cualquier cosa que me mantuviera alejada de
Jerry Manuel y de Julie Ximena, esos dos canallas
que me hacían la vida imposible, era un premio de
la vida.
La hepatitis hizo que me pusiera toda
amarilla. Muy amarilla. A mí eso me parecía
genial, sobre todo porque en repetidas ocasiones
había soñado con cambiar de color.
Mi piel tenía una ligera tonalidad verdosa de
nacimiento, no era exactamente como la de un
marciano, pero digamos que siempre daba la
impresión de que estaba a punto de vomitar. A
veces, en el colegio, alguna maestra nueva me
preguntaba:
—¿Te sientes bien, María? Estás verde...
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Y yo tenía que responder.


—Me siento bien, Miss, este es mi color.
Entonces la maestra, algo avergonzada,
añadía:
—Bueno, pero ese color te queda muy bien.
El verde está de moda, además es ecológico ...
Con la hepatitis muchas cosas cambiaron, no
sólo el verde de mi piel. El doctor ordenó que no
saliera de mi cuarto y, que cuidara mi
alimentación: nada de grasa, nada de legumbres y
muchos—, pero muchos caramelos.
Yo no lo podía creer, estaba acostumbrada a
que cada vez que me sentía enferma, el médico me
recomendara alguna pastilla acompañada de una
espantosa receta medicinal casera:
—Bebe una agüita de rábanos con berenjena,
coliflor y aceite de pescado .. . vas a ver cómo te
mejoras de esa tos—. Por suerte, en mi caso el
médico había dicho claramente: «caramelos».
¡La hepatitis era fantástica! Llegué a pensar
que el ministro de Educación debería desarrollar
campañas a nivel nacional para que todos los niños
se contagiaran con esa enfermedad; así, nadie iría
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al colegio, nadie tendría que ver a sus hermanos


durante un mes… ¡y todos la pasaríamos comiendo
caramelos! La hepatitis no parecía una enfermedad
sino un premio por el buen comportamiento.
En casa había dos televisores, uno que estaba
en el cuarto de mis papás y otro en la sala de estar.
El primero había sufrido una avería semanas atrás
por culpa de un cortocircuito. El técnico había
dicho que los repuestos demorarían en llegar, por
lo tanto, la única tele con la que contaba la familia
era la de la sala. Cuando me enfermé, a nadie se le
ocurrió que, en mis soledad, tristeza y encierro, la
televisión podría ser una buena compañía. ¡qué va!
Ahí no funcionó eso que dicen los mayores:
«Los padres siempre se sacrifican por sus hijos».
En mi caso no fue así... Cuando dije:
¿Puedo quedarme con la tele en mi cuarto? –
mi mamá se puso la mano en el corazón y se le
escapó en voz muy bajita un adolorido: «Mi
novela…», mientras que mi papá intentó un
discurso muy poco científico:
—Mira, María, creo que la tele no debería
estar en tu cuarto, porque las ondas
26

electromagnéticas de la psicomotricidad interior


del metabolismo podrían verse afectadas en la
meteorología humanística de la epidermis,
¿comprendes?
Yo me quedé mirando a mi papá, casi segura
de que lo que había dicho era puro cuento y él,
nervioso, añadió:
—No me mires así, que está científicamente
comprobado.
La tele se quedó en su sitio y yo en el mío. Mi
papá, para calmar su conciencia, me compró uno
de esos libros con actividades: crucigramas, sopa
de letras, laberintos, etc.
Era un libro dificilísimo. En el primer
crucigrama, por ejemplo, decía:
HORIZONTALES:
1. Apellido de soltera de la tía abuela de
Simón Bolívar.
2. Expresión que usan los sudafricanos
cuando estornudan en Navidad.
VERTICALES:
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3. Planta australiana que comen los canguros


cuando tienen dolor de rodilla.
4. Plato típico del polo sur, que se prepara en
la época de calor.
Obviamente, el crucigrama quedó en blanco y
yo, en amarillo. En las sopas de letras y laberintos
no me fue mejor.
Pese a todo, el primer día lo pasé tranquila.
Miraba mis manos amarillas, mis pies amarillos y
mi barriga amarilla. Me sentía como una inmensa
yema de huevo.
El segundo día comencé a aburrirme un
poquito. A la única persona a la que veía era mamá,
ella apenas abría la puerta, tres veces diarias, para
dejarme la bandeja de comida.
El tercer día mi tía Susi llegó con un regalo.
Ella de seguro imaginó que me haría falta
compañía y creyó que lo más conveniente sería
regalarme ... ¡un libro!
Mi tía Susi no imaginaba que en mi lista de
las siete cosas que yo odio en la vida se encuentran:
1. Las arañas.
2. La leche.
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3. Las personas con aliento de perro, los


perros con aliento de pescado, y los pescados con
aliento de persona con aliento de perro.
4. Saludar con un beso a las señoras de cara
pegajosa.
5. Las fiestas en las que se baila haciendo
trencito.
6. Los libros.
7. Que mis papás me digan «¡Saluda!»,
cuando hay 19 personas mayores en la sala, o
«Lleva al niño a jugar a tu cuarto» cuando «el
niño» es un desconocido con cara de delincuente.
Mi tía era maravillosa, pero en ese momento
pensé que, evidentemente, se había equivocado de
regalo. Tomé el libro y lo coloqué sobre mi mesa
de noche dispuesta a ignorarlo por el resto de mi
vida.
Pero no lo conseguí. El aburrimiento era tan
grande que en un momento me encontré
acariciando la portada de ese libro en el que
aparecía un niño con camisa blanca, chaleco negro
y sombrero de paja, junto a unas letras negras en
las que se leía: Las aventuras de Tom Sawyer.
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Me puse a pensar cómo se vería un libro en el


que yo apareciera en la portada junto al título: Las
aventuras de María Zambrano.
Mi libro sería un fracaso, ¡no lo compraría ni
Dios! Estaba visto que mis aventuras más
«apasionantes» se resumían en: "Hoy me fui al
colegio y, luego, regresé».
Me quedé mirando a ese niño llamado Tom y,
como una boba, le pregunté:
—¿Y tú, cómo haces para vivir aventuras?
Tom Sawyer no me respondió nada.
¡Afortunadamente! Me habría muerto de infarto si
el dibujo hubiera comenzado a mover su boca para
contestar a mi pregunta.
—¡No leeré este libro nunca! –dije, como un
decreto de rebeldía.
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31

Las aventuras de Tom vs. las de María

A las chicas les ocurre algo curioso cuando


conocen a un chico.
Por lo general, al principio, cuando él aparece
en escena, ella se hace la difícil y dice: «No quiero
saber nada de ese tonto, feo y aburrido... ¡no sé qué
le ven de bueno! A mí no me gusta y no lo quiero
cerca».
Pasa un día o dos, se conocen un poquito, él
exhibe sus cualidades como pavo real, y ella
comienza a cambiar de opinión, va con sus amigas,
a las que ayer les dijo que el chico le parecía un
tonto de cuarta, pero ahora dice: «Bueno... la
verdad es que es simpático... buena onda, pero
tampoco es para morirse, ¿no?».
Pasa otro día, se conocen un poco más, él
muestra «el galán» que lleva dentro y entonces ella
comienza a transformar su teoría Y se pone más
cursi que un bolero, va con sus amigas y dice: «Me
encanta, es como la luz de la mañana que ilumina
la iluminación de mi oscura oscuridad sombría del
anochecer».
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Al final de la semana ella ha perdido la


razón... está loca de amor y anda repitiendo por
cada rincón, y sin ninguna vergüenza, todos los
sinónimos de la palabra divino: «¡Es hermoso,
divino, bello, guapo, admirable, espléndido,
perfecto, celestial, lindo, precioso, encantador,
atractivo... y además, guapo!».
Bueno, a mí me pasó algo muy similar con ese
libro que me regaló mi tía Susi. Al principio me
pareció que era el regalo más tonto de la historia:
«No quiero saber nada de él, no me interesa, me
parece horrible». Pero luego la curiosidad me llevó
a leer un par de páginas ... y me gustó: «Bueno,
está simpático, pero nada más».
Al cabo de cuatro días había devorado el libro.
Bastó ese tiempo para darme cuenta de que era
«divino, perfecto, encantador, etc., —etc.». En una
lectura sin pausas, me detuve únicamente las veces
necesarias para comer, ir al baño y dormir. No sólo
se había cumplido el dictamen de mi papá sobre lo
inútil de pronunciar la palabra «nunca», sino que
había descubierto que el regalo de mi tía Susi era
fantástico, ¡ella continuaba siendo mi tía preferida!
A partir de ese día, en adelante, ella me regalaría
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no sólo los libros más bonitos, sino las historias


más divertidas para contar. Mi tía Susi habría sido
una gran escritora si se lo hubiera propuesto.
Tom Sawyer era un niño muy aventurero, al
que siempre le ocurrían cosas, no paraba de
meterse en líos y a cada momento debía escaparse
para que su tía Polly no lo castigara. Tenía dos
amigos: Huckleberry Finn, que era un niño pobre,
tan travieso como Tom; y Becky Thatcher, una
niña educadísima y tranquila, de esas que siempre
está con cada cabello en su sitio ... sin importar si
acababa de jugar en una cama elástica o si se ha
dado tres vueltas en la montaña rusa. Becky era de
esas niñas perfectas que parecen recién salidas de
una estampita de recuerdo de primera comunión.
Los tres formaban una pandilla sensacional.
Me pareció que ese libro bien podría ser el
diario de Tom. ¡Claro! Con todas las aventuras que
había vivido con sus amigos, él sí que había podido
llenar 264 páginas con relatos divertidos.
Yo nunca tenía una historia para contar. Abrí
el cajón de la mesa de noche y allí, en el fondo,
estaba mi diario, ese que mi papá me había
regalado un año atrás, y al que había jurado no
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volver a rescatar. Tuve la intención de tomarlo,


pero, en un primer momento, lo evité.
¿Qué se supone que debe escribir en su diario
una niña que está en cama durante un mes?...
«Querido diario, hola, estoy con hepatitis». Y al
día siguiente: «Querido diario, hola otra vez, solo
quiero contarte que sigo con hepatitis». Y al día
siguiente: «Querido diario, hola, sí, soy María otra
vez, y te cuento que continúo con hepatitis».
Si ese diario de mi vida llegara a publicarse,
como le ocurrió a Tom Sawyer, el título sería: Las
increíbles, fascinantes y divertidísimas aventuras
de María Zambrano y su hepatitis.
Extendí mi mano y saqué el cuaderno de tapa
celeste. Retiré el candado, abrí el diario en una
página en blanco y me quedé mirando todo ese
espacio vacío.
A veces me parecía que mi vida estaba así...
vacía, y no tenía idea de cómo llenarla de cosas
bonitas. ¿Por qué para algunas personas es más
fácil llevar una vida «normal»? ¿Por qué a mí me
costaba ·tanto? ¿Por qué no podía ser romo el
resto? ¿Por qué yo no era capaz de contar ninguna
historia entretenida?
35

La página en blanco

Yo no era una persona fuerte y todos los que


me conocían se daban cuenta de eso. Cuando uno
es tímido e inseguro como yo, sólo hay tres
alternativas para relacionarse con otras personas:
primero están los que te sobreprotegen, porque
piensan que puedes morir instantáneamente con la
picadura de un mosquito (¡mis papás, que no me
dejaban hacer nada sola!); luego están los que te
ignoran, el 99% de la población mundial te trata
como si fueras invisible, puedes ir al colegio con
un mono en la cabeza y, como eres invisible, nadie
se dará cuenta; y, por último, están los que te
agarran de pato y abusan de tu timidez para
convertirte en el blanco de sus burlas y ofensas.
Ninguna de esas tres opciones me hacía feliz.
Mi vida era horrible. Si hubiera podido pedir
un deseo, ese habría sido convertirme en Tom
Sawyer; meterme en ese libro, tener amigos y vivir
historias divertidas que se quedaran en mi
memoria.
36

Tomé un lápiz y, de pronto, sentí un impulso


muy extraño, como si algo en mi interior me
obligara a escribir.
No quise repetir el «Querido diario» de antes,
porque ya sabía que a ese inicio sólo le podían
seguir historias aburridas. Entonces decidí que
bautizaría ese cuaderno con el nombre de una
persona. ¿Arnulfo? ¿Pepe? ¿Matilde?
¿Clodomira? ¡No!
En la primera línea escribí:

No sé si tengo muchas cosas que contarte,


pero lo intentaré. Quizá te preguntas por qué te he
puesto ese nombre, y existe una razón. Desde
siempre, el nombre Andrés ha rondado mi vida.
Mis padres me han contado que cuando yo iba a
nacer, ellos estaban seguros de que yo sería varón.
Al parecer, la tecnología de la Era de la Piedra en
la que ellos vivían no era muy confiable y la
manera más segura de conocer el sexo de un bebé
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cuando todavía estaba dentro de su madre era


rezarle una novena a San Cesáreo, el patrono de las
mujeres embarazadas, para que él revelara a la
futura madre el secreto durante un sueño.
Mi mamá soñó que yo era un niño lindo,
rubio, de ojos color miel, y que en la camisita
celeste que llevaba puesto se leía claramente el
nombre «Andrés». Al día siguiente, ella despertó
emocionada, le dio gracias a San Cesáreo y regó la
noticia por toda la familia.
Mi abuela bordó toda mi ropa de bebé con ese
nombre. Papá me compró los primeros autos y
soldados de plástico. Mi tío, el karateka—judoca,
corrió a la tienda de ropa de deportes y me compró
un mini traje de mini cinturón negro, que venía,
además, acompañado de un protector para mini
partes íntimas. Mi abuelo, el marino, se hizo un
tatuaje con el nombre «Andrés», su primer nieto,
en un brazo.
El día que nací todos se quedaron
sorprendidos… quizá un poco decepcionados.
Mi mamá me contó que durante mis primeros
tres años de vida debí usar calzoncillos, porque
ella, muy previsiva como era, se había abastecido
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de una cantidad enorme de ropa interior para su


primogénito. De hecho, mamá había comprado
tantos calzoncillos que yo podría seguir usándolos
hasta los 22 años. Por suerte, un día, cuando
cumplí cuatro, puse el grito en el cielo y le dije que
me negaba a seguir utilizando esas prendas con un
bolsillo adelante, que yo no necesitaba para
guardar nada.
Aunque en su sueño mamá me había visto
como un hermoso niño rubio de ojos color miel, en
mis primeras fotografías luzco como una niña fea,
gorda, verde, pelada y llorona.
Uno de mis tíos, que vive en Estados Unidos,
aún no ha logrado comprender que nací mujer.
Desde hace años me envía por Navidad y por mi
cumpleaños los regalos más extraños: unos
guantes de box, un muñeco explorador, un robot
que se transforma en nave espacial, reloj
despertador y calcetín. El último año me envió una
rasuradora eléctrica con una nota que decía:
«Querido sobrino Andrés, pronto comenzarás a
usarla, ya verás lo bonito que te va a quedar el
bigote».
39

En fin. Cuando mis padres superaron el


conflicto de haber tenido una niña cuando
esperaban un niño, me bautizaron con el nombre
María porque mi mamá se llama María. ¡Qué
originales! Mi hermano se llama Mario, porque mi
papá se llama Mario, ¡deberían elegirnos como la
familia más creativa y extravagante de la ciudad!
Creo que no tuvieron más hijos para no hacerse
problemas con eso de los nombres.
El tuyo es muy bonito, no te puedes quejar
¿no? Podías haberte quedado con el nombre
«Diario», o peor, con el nombre «Cuaderno», pero
te llamas «Andrés» y eso me gusta. Creo que así
me siento más en confianza, no es lo mismo
contarle cosas a alguien que se llama «Andrés»,
que a alguien que se llama «Cuaderno».
Además ... me parece que le estoy escribiendo
a alguien que me conoce desde que nací. Más de
una vez he sentido que estoy utilizando la vida de
un niño que debió nacer, pero yo ocupé su lugar. A
veces siento que aunque mi nombre es maría…
quizá una parte de mí se llama Andrés.
Tengo once años. Acabo de cumplirlos el 1 de
marzo. No soy gorda ni flaca; ni alta ni baja, ni
40

rubia ni pelirroja, ni blanca ni negra, ni a rayas ni


cuadriculada… ¿Te haces una idea?
Soy amarilla. Pero no soy asiática. Ni soy
gallina. Estoy temporalmente amarilla porque mi
hígado está enfermo. Me tomé un jugo de piña que
traía algunos «extras», y gracias a eso me enfermé
de hepatitis. Para mi mala suerte, los síntomas
comenzaron precisamente el día de mi
cumpleaños, así es que no pude probar el pastel de
chocolate que me hizo mi mamá.
No iré durante todo un mes al colegio. Eso es
bueno porque en ese lugar no paso nada bien.
No tengo amigos, ¿sabes? Es que soy un poco
diferente al resto. Cuando digo «diferente» no
quiero que te hagas ideas equivocadas ... no soy
«tan diferente», no tengo cola de chancho ni pelos
en todo el cuerpo. Sólo soy tímida y hablo muy
poco ... es que nunca se me ocurre nada que decir.
41

La sorpresa

Al día siguiente, cuando desperté, me acerqué


al diario, lo abrí y, sorprendentemente, encontré
una frase en la página posterior a la que yo había
escrito. Ahí decía:
Me gusta, cuéntame más ...
Asustada, me acerqué a la puerta de mi
habitación, la abrí discretamente, apenas unos
centímetros, y llamé a mamá. Mario pasaba por ahí
ese momento y, al mirarme, hizo una cruz con sus
dedos y me gritó:
—¡Aléjate, contagiosa del mal! ¡Con mi
escudo protector impediré que el veneno amarillo
se extienda por toda la ciudad!
—¡Ya cállate, idiota, y llama a mi m:μná, que
necesito hablar con ella!
—No está, salió a comprar pan para el
desayuno.
—Bueno, cuando la veas dile que necesito
hablar con ella.
42

—¡Yo no soy tu sirviente! —dijo él, con esa


simpatía y encanto que caracteriza a los hermanos
menores.
—Ya sé que no eres mi sirviente, pero si no
haces lo que te digo… esta noche, cuando todos
estén durmiendo, me levantaré, entraré a tu cuarto
y te daré muchos besos.
—¡No! ¡No! ¡Eso no, por favor! ¡Haré lo que
me pidas, pero besos noooo!
Al rato llegó mamá y le pregunté si ella había
entrado a mi habitación durante la noche. Lo negó.
Le pregunté a papá y también lo negó. De Mario ni
qué decir... Él no haría nada que lo pusiera en
riesgo de contagiarse, tenía pánico a las
inyecciones y, para él, cualquier enfermedad era
un paso inevitable a la aguja dolorosa. Además, si
hubiera sido Mario quien había escrito esa
respuesta, yo lo habría notado de inmediato porque
él habría puesto «me guzta»... Tenía una ortografía
que provocaba dolor de ojos.
¿Dé donde había salido esa frase? Volví a
revisar el cuaderno suponiendo que quizás todo
había sido un sueño ... pero no, ahí estaba, con letra
clara y redonda: «Me gusta, cuéntame más...».
43

¿Sería un fantasma? ¡No! En casa no había


cosas raras, ¡con mis papas era más que suficiente!
44

Volví al cuaderno y entonces escribí:

No sé cómo lo has hecho, no sé siquiera si has


sido tú el que ha escrito esas palabras en la página
anterior. Sólo espero que no seas un fantasma. No
quiero asustarte, pero te cuento que la hepatitis es
contagiosa… serías el primer fantasma amarillo de
la historia.
Te pido, con todo respeto y consideración,
que, si eres un espíritu que está rondando por aquí,
te alejes de mi cuarto y vayas al de mi hermano.
Él siempre dice que le encantaría tener un
amigo fantasma que le agarre los pies por las
noches cuando todos duermen… ¡o que se le
aparezca en la ducha! Si puedes darle ese gusto, él
te lo agradecería eternamente.
Bueno hoy también te contaré cosas de mí.
Ayer te dije que soy tímida, pero no sé si
comprendes bien lo que eso significa. La palabra
se pronuncia muy rápido, pero no es lo mismo
45

cuando la vives. Soy una persona que habla poco y


que no tiene historias que contar. Mi vida es como
una página de cuaderno blanco.
Voy a un colegio que se llama «Happy Days»,
si no hablas inglés te lo traduzco, eso significa
“días felices”, pero yo creo que sería preciso si el
nombre del colegio fuera «Días Horribles».
Hace cinco años, ¡cinco años! que estoy en
este colegio, y aunque no lo creas, no tengo
amigos.
Si es que alguna vez me atrevo a hablar, todos
me miran como si hubiera dicho la tontería más
grande, entonces prefiero quedarme callada. Jerry
Manuel siempre se burla de mí, este último mes,
por ejemplo, le ha dado por ponerme apodos: Lisa
Simpson, Patito Feo, Guacamaya, Chocochip, y el
más reciente ... Bugs Bunny, porque dice que tengo
dos orejotas.
Eso no es cierto, mis orejas son sólo un
poquito más grandes de lo normal, pero eso a Jerry
Manuel no le importa, a él le gusta dárselas de
gracioso burlándose de los demás, y como siempre
hay un grupo que lo apoya, él se cree
todopoderoso.
46

No puedo acusarlo con nadie. Jerry Manuel es


el hijo de la dueña del colegio y eso lo hace sentirse
como el rey del mundo.
Una vez, cuando estábamos en cuarto grado,
puso una lagartija muerta en el sándwich que yo
había llevado para el recreo. Por suerte yo siempre
levantaba una tapa del pan para ver qué era lo que
mi mamá me había preparado. En esa ocasión tiré
todo al piso, grité y me puse a llorar.
Entonces, Jerry Manuel y sus secuaces se
rieron de mí y repitieron por todo el colegio que en
mi familia comíamos bichos vivos.
47

Días después comencé a encontrar cucarachas


o moscas muertas en mi pupitre, con notas que
decían: «Buen provecho, María Monster».
La única que me defendía era Juana, una
compañera casi tan tímida como yo, que desde su
puesto decía en voz bajita:
—Ya dejen de molestarla.
Pero ellos la ignoraban o le decían:
—Tú cállate si quieres salvar tu pellejo.
Jerry Manuel sólo se mete con los más
débiles. Juana y yo estamos en ese grupo.
Nunca he podido contarles a mis padres lo que
ocurre en el colegio. ¿Para qué? Ellos no tienen en
sus manos la posibilidad de resolver nada. Ellos no
podrían quejarse con la directora diciéndole:
«Señora Jackson, venimos a denunciar a su hijo
Jerry Manuel porque está mortificando a nuestra
hija María, ¿podría, por favor, pegarle con un
alambre de púas en el trasero, echarlo del colegio
o encerrarlo en el laboratorio de química hasta el
año 2089?
Mis papas hacen un sacrificio enorme para
que Mario y yo estudiemos en ese colegio bilingüe,
48

se les llena la boca de orgullo cada vez que


comentan con sus amigos que somos alumnos del
Happy Days y que sabemos varias canciones en
inglés… ¡como si eso fuera lo máximo!
¿Sabes que me gustaría, Andrés? Ser más
fuerte y más grande que Jerry Manuel,

***
Cerré el cuaderno, le coloqué el candado,
guardé la llave en el bolsillo de mi pijama y me
quedé dormida.
49

Rostro arrebolado

Aquel sábado cumplía mis primeros diez días


en cama. El amarillo de mi cuerpo se había vuelto
mucho más intenso y eso me pareció mágico.
¿Cómo era posible que pudiera cambiar de color
de esa manera? Quizás nuestros cuerpos son como
una caja de temperas que a veces se derraman sin
poder contenerlas. Cada fin de mes, cuando llegan
las cuentas, a mi papá se le derrama la tempera
verde. Y cada mañana, cuando mamá se sube a la
balanza, se le desparrama la blanca.
Volteé a mirar a la mesa de noche y allí estaba
Tom Sawyer, mirándome desde la portada del libro
con su sonrisa de estatua. «¿Y tú, de qué te ríes?»,
le pregunté; pero Tom, como siempre, me ignoró.
Yo sí sabía de dónde venía esa sonrisa traviesa...
Tom estaba enamorado de esa rubia desabrida
llamada Becky Thatcher, se había quedado
flechado tan pronto la había visto. Al principio ella
lo evitaba, se hacía la que no se daba cuenta de
nada, pero no pasó —· demasiado tiempo hasta
que Toro tuvo la valentía de escribir en el pizarrón
«Te amo» para que ella lo leyera.
50

¿Qué sentiría yo si alguien escribiera en el


pizarrón de mi clase «María te amo»? Creo que me
caería muerta de contado… pensaría que se trata
de otra mala broma de Jerry Manuel para burlarse
de mí. A Becky Thatcher no le ocurrió eso, el libro
decía que cuando ella leyó la frase en el pizarrón
se le puso el rostro «arrebolado». Yo no sabía lo
que significaba esa palabra, pero intuyó que podría
ser una mezcla entre furiosa, asustada,
avergonzada y árbol; arrebolada.
Al rato tomé el diario que estaba sobre mi
mesa de noche, giré la llave, retiré el candado y
cuando lo abrí me quedé fría. Los latidos de mi
corazón se aceleraron.
No lo podía creer… ¡otra vez! En medio de la
página había otro mensaje de Andrés. ¡O de quién
fuera!
Con letra redonda y clara decía:
Siento lástima por él… ¿tú no?

¿Lástima? ¿Por quién? ¿Qué clase de locura


era esa? Me acerqué nuevamente a la puerta, la abrí
51

unos cuantos centímetros y, muy asustada, llamé


con un grito a mi mamá.
—¿Qué te pasa estás bien? –dijo ella
preocupada, mientras se secaba las manos con un
paño de cocina.
—Mamá, quiero saber quién ha entrado a mi
cuarto mientras yo dormía.
—¡Nadie! Te recuerdo que estás con una
enfermedad contagiosa y ni tu papá ni tu hermano
ni yo tenemos ganas de que nos peques tu hepatitis
¿Qué te pasa, María?
En ese momento se aproximó mi papá,
aunque no demasiado, y preguntó qué estaba
ocurriendo.
—Alguien ha entrado a mi cuarto mientras yo
dormía y ha… ha… escrito cosas.
—¿Qué cosas? ¿En dónde? –preguntó papá.
—En mi diario.
—¿En tu diario? ¿El que te regalé hace
tiempo? ¿Ese que tiene un candado?
—¡El candado! El día anterior, antes de
dormirme, yo había colocado ese candado en las
52

argollas… y exactamente así lo había encontrado.


Eso quería decir que era imposible que alguien
hubiera podido abrir el cuaderno. La llave había
estado guardada en el bolsillo de mi pijama desde
la noche anterior.
—¡Contesta, María! —insistió mi papá.
—No... Eh... todo está bien, papá, creo que
cometí un error, olvídenlo, ¿sí? Voy a cerrar otra
vez la puerta, no quiero contagiarlos.
Desde el interior de mi cuarto escuché a Mario
decir:
—La hepatitis no sólo la ha convertido en una
gigantesca yema de huevo, sino que, además, la ha
vuelto más tonta. ¡Ojalá eso no sea contagioso!
—¡Ya cállate, microinsecto! —grité y me
metí de nuevo en la cama sin entender qué era lo
que estaba pasando conmigo. No tenía un espejo
cerca, pero podría jurar que mi rostro estaba
arrebolado, como el de Becky Thatcher.
Durante todo el fin de semana sólo me atreví
a abrir el diario para leer el mensaje que Andrés
me había dejado:
Siento lástima por él... ¿tú no?
53

***

, no sé quién eres,
pero ya no voy a preguntártelo. Me late que
cualquiera que sea la respuesta me pondrá los pelos
de punta. Seguiré escribiendo porque no tengo
nada más que hacer hasta dentro de tres semanas.
Si tú quieres, acompáñame, de lo contrario puedes
irte… prometo que no me enojaré, ya estoy
acostumbrada a estar sola.
La hepatitis va bien. No siento nada extraño.
El hígado se recupera sin demasiada alharaca
(salvo por el color de mi piel).
La última vez te conté la historia de Jerry
Manuel y sus secuaces y me extraña que tu digas
que sientes lástima por él. Pues yo siento rabia.
Pero no cualquier rabia, sino la del tipo
imaginativa—fantasiosa—vengativa—light.
¿Sabes lo que es eso? Es un tipo de rabia que yo
inventé como beneficio exclusivo para todas las
personas tímidas como yo, que no tenemos agallas
para enfrentarnos a los fuertes. Se aplica así:
54

Cuando Jerry Manuel, por ejemplo, me ofende de


alguna manera, lo normal es que yo me quede
callada sin poder reaccionar; en el mejor de los
casos, salgo corriendo. Pero cuando ya estoy a
salvo, comienzo a imaginar lo que me gustaría que
le ocurriera a ese miserable; yo no soy cruel pero
tampoco soy una santa… Entonces busco siete
opciones fantasiosas de castigo que me hagan
sentir mejor, son siete porque… ¡me gusta el siete!
El mes anterior, cuando él comenzó a
ponerme apodos, se acercó un día y, sin que yo me
diera cuenta, colocó un papel en mi espalda que
decía: «Hola, soy la hija de Bugs Bunny. ¡Mira mis
orejas!». Durante toda la mañana la gente se reía
de mi y yo no sabía por qué. Hasta que Juana se
acercó, retiró el papel y lo puso en mi mano. Ella
casi no dijo nada, apenas un:
—Alguien te hizo una broma pesada.
Y vaya que sí era pesada. En ese instante
volteé a ver a Jerry y él hizo un alto a su carcajada
grotesca para decirme:
—Acuérdate, Bugs, que soy el hijo de la
dueña.
55

Yo me senté junto al árbol que está al frente


de la cancha de futbol y desde ahí comencé a crear
alternativas para mi rabia imaginativa—
fantasiosa—vengativa—light. Miré a la distancia a
Jerry Manuel y encontré estas siete opciones:
1. Que le salga un grano del tamaño de una
naranja en la punta de la nariz.
2. Que un meteorito caiga en su calzoncillo.
3. Que su mamá lo obligue a comer una
tonelada de coliflor.
4. Que un pájaro con serios problemas
estomacales vuele encima de su cabeza.
5. Que meta un autogol.
6. Que lo lleven al dentista.
7. Que le regalen un disco de Arjona.
Por supuesto, nada de eso le ocurrió, por eso
digo que mi rabia imaginativa—fantasiosa—
vengativa es light y no hace daño a nadie.
¿Sabes qué es lo peor? Que estoy segura de
que en mi clase hay muchos que piensan como yo
respecto a Jerry Manuel, pero prefieren estar de su
lado porque le tienen miedo. Él va por el colegio
señalando con su dedo índice a cualquiera que pasa
cerca y de un grito le dice:
56

—¡Oye tú! ¡¿Sabes quién soy yo?!


Y la respuesta es siempre la misma: —Eh, sí,
bueno, claro que lo sé, eres el hijo de Miss Mirta,
la dueña.
Y cualquier respuesta que comience con «Eh,
sí, bueno, claro...» es una respuesta con miedo.
Nadie lo quiere. De hecho, podría jurar que
Jerry Manuel no tiene amigos. Quizá ni su perro le
mueve la cola por cariño, sino por temor.
Hablando de perros... yo tengo uno que se
llama Chicle. Le pusimos ese nombre porque tiene
un aliento tan inmundo que desde cachorrito
debimos acostumbrarlo a que masticara un chicle
de menta al día. Lo del enjuague bucal no ha
funcionado... los perros no saben hacer gárgaras.
Chicle me quiere mucho, lo sé porque cada tarde,
cuando llego del colegio, se pone tan contento que
se hace pipí. Mi mamá dice que esa es la expresión
máxima de la emoción y el cariño. Qué alivio que
así se expresen sólo los perros, no quisiera
imaginar que las personas hiciéramos lo mismo.
¿Te imaginas cómo olería la ciudad el día del amor
y la amistad? ¡Qué horror!
57

No sé si Jerry Manuel tenga una mascota, pero


podría jurar que ni su perro debe quererlo…
Pensándolo bien, si siento un poco de lástima por
él.
Debería existir algún tipo de cirugía que
arregle los defectos de la personalidad. La gente
que quiere cambiar sus dientes torcidos por unos
de comercial de pasta de dientes… lo puede hacer.
Los gordos se hacen flacos. Los bajitos se hacen
altos. Las narizonas lucen naricitas. Los viejos se
hacen jóvenes. Las peludas se depilan. ¡Michael
Jackson se hizo blanco!
¡Pero los tímidos seguimos siendo tímidos!
¡Eso no es justo!
¿Crees que exista algún lugar del mundo un
cirujano capaz de extirpar de raíz la glándula de la
timidez y reducir la inseguridad localizada?
A mi mamá le sacaron un lunar y ella quedó
feliz. A mi profe de ciencias le hicieron una
liposucción y ahora ella se cree Barbie.
58

***
Al día siguiente, Andrés respondió:
Me gusta cómo eres.
¿Qué harías si tuvieras otra vida?
***

barde ni tímida ni insegura. No permitiría que Jerry


Manuel se burlara de mu y no me sentiría
avergonzada cada vez que tuviera que pasar al
frente de la clase a dar mi lección. No tendría que
quedarme sola en el aula durante el recreo, porque
tendría amigas con quienes salir y conversar.
59

Hablaría sin ponerme roja como una manzana,


tendría la voz alta y firme y no me avergonzaría de
lo que soy. Si tuviera otra vida jamás lloraría en
público, no dejaría que nadie me pusiera apodos y
no me sentiría pequeña, pequeña,

***

Andrés respondió:
¿Crees en los genios? ¿Qué deseo le pedirías al
genio de la lámpara?
***

pero estoy
segura de que si tuviera uno delante de mí me
caería muerta del susto. ¿Los has visto en la tele?
¡Son horribles! Normalmente son señores
gigantescos que pesan más de 200 kilos y salen de
60

la lámpara casi desnudos, con unos minúsculos


chalequitos extra small y con un turbante del
tamaño del volcán Krakatoa. Siempre tienen sus
grandes brazos cruzados y aparecen con cara de
pocos amigos... quizá de ahí viene la pregunta:
«¿Estas de mal genio?».
Yo frotaría la lámpara siempre y cuando me
garantizaran de que ahí va a salir un genio guapo,
atlético, bronceado y escultural (en esas
condiciones, lo de semidesnudo podría
soportarlo…, de hecho, hasta podría aparecer sin
chaleco y no habría problema).
Pero en esta era tecnológica y de
comunicaciones quizá lo mejor sería que, en lugar
de una lámpara maravillosa, llegara a mi casa algo
más moderno, como un sobre cerrado con un
código de barras, que en su interior tuviera un bono
que dijera:
Niña
María Zambrano
Por medio de la presente, la empresa Genios
Unidos S.A. se complace en anunciarle que usted
se ha hecho acreedora a tres deseos, que puede h
61

hacerlos efectivos a partir de la presente fecha.


Estos deberán ser solicitados al sitio
www.tresdeseos.com y en el plazo máximo de una
semana le serán cumplidos.
Al ingresar_ al sitio web deberá escribir la
siguiente contraseña sencilla de memorizar:
VW15PJ78P098MJH.
En caso de que no quede satisfecha con el
resultado, usted podrá presentar su reclamo en la
oficina de D.C.D. (Defensa del Consumidos y
Deseos).
Atentamente,
Aladino Martínez
Representante Legal

Mi primer deseo lo usaría para cambiar el auto


de mi papá. El pobre ya está harto, y me refiero al
auto. Es que mi papá es muy despistado y se ha
dado contra tres postes, un taxi, dos árboles y un
elefante. ¡Si! Un día fuimos al circo y mi papá se
empeñó en dejar su Volkswagen escarabajo
estacionado lo más cerca posible. Se acercó tanto
62

que sin darnos cuenta nos metimos en una carpa


justo en el momento en que el elefante salía.

Al día siguiente apareció una nota en el


periódico que decía: «Escarabajo atropella
elefante». Por suerte ni al elefante ni a nosotros nos
pasó nada, sólo fue un susto. Pero el pobre
escarabajo quedó muy golpeado… ya se merece
unas vacaciones.
El segundo deseo lo usaría para que, durante
un año, todas las noticias de la televisión fueran
buenísimas. (Sí, ya sé que esto suena tan falso
como esas declaraciones de los políticos en
campaña o de las candidatas a reina que siempre
dicen: «La paz mundial, bla bla, los niños de
63

África, bla bla, las guerras, bla bla y la salud y la


educación, bla bla). Pero yo sí lo digo de verdad...
Prohibiría todas las noticias que incluyeran las
palabras “crisis”, “bombas” o “muertos”. O la
frase «Se inician las clases en todo el país».
Y el tercer deseo sería para mí. Pediría que mi
vida fuera distinta y mejor.
De esa manera, todos mis problemas se
terminarían y tú, Andrés, no tendrías que soportar
estas aburridas páginas en las que no te cuento
nada interesante, ¡porque no me pasa nada
interesante!
Si existiera un Reinado Mundial del
Aburrimiento yo sería una candidata con muchas
posibilidades. ¿No me crees? Mira, hace unos
meses vi en la tele la elección de Reina Mundial
del Banano. ¿Te imaginas eso? ¿A quién le puede
gustar que le pongan una banda que diga que es la
reina del plátano? Bueno, para que lo sepas,
existen candidatas muy guapas, con lindos trajes y
maquillaje, que una noche del año se van a dormir
y rezan soñando con que el genio de la lámpara les
cumpla el deseo.
64

Yo digo que, si existe una reina del banano...


puede existir una reina de la papaya hawaiana

***

Andrés respondió:
¡Tú eres la reina de la hepatitis!
¡Reina del amarillo patito!
¡Reina del pesimismo!
Si el genio te concediera un deseo, ¿qué
escribirías en tu diario?

***
65

los días.
En la puerta me encontré con ese torpe, cara de
sapo, que se llama Jerry Manuel. Tan pronto me
vio, intentó esconderse… ¡Me tiene miedo, el muy
cobarde, lo sé!
No quise gastar mi tiempo en él, lo vi
escondido detrás de un árbol y le grité:
—Más tarde me ocuparé de ti, batracio.
Luego me encontré con mis mejores amigas
Chiki, Tiki, Pupi, Pili y Loli, las más populares del
colegio.
Ellas vinieron con la noticia de que Elías se
muere por mí. Yo les dije que no tenía idea de
quién me estaban hablando y ellas comenzaron a
describirlo:
66

—Elías es ese chico alto, bronceado, atlético,


de cabello castaño, ojos verdes, mirada penetrante,
abdominales definidos, pestañas kilométricas,
sonrisa angelical, cejas espesas, dientes perfectos
y, además, es todo un hombre hecho y derecho:
tiene 13 años.
—Ah... dije yo ya sé quién es y no me gusta
para nada. Chiki, Tiki, Pupi, Pili y Loli háganme el
favor de decirle que se mantenga alejado de mí.
Todas las semanas me entero de un nuevo
chico que quiere conocerme ... soy como un imán
para los guapos.
En las clases de Ciencias y Matemáticas me
fue sensacional. Aunque intento ser discreta, salta
a la vista que soy la más inteligente de la· clase. Y
Julie Ximena la más tonta.
Mañana no iré a clases porque de once a doce
se realizará la premiación del campeonato de vóley
de la provincia y me entregarán un trofeo. ¡Qué
lata, ya estoy harta de tantos trofeos, medallas,
condecoraciones, distinciones y diplomas! No
cabe ni uno más en mi casa.
67

Bueno, Andrés, ahora te dejo porque ya ha


comenzado a sonar el teléfono de mi casa… ya
estoy acostumbrada a recibir 180 llamadas diarias.

***
Al día siguiente, Andrés respondió con una
sola palabra (¿es esa una palabra?) que me dejó
desconcertada. En medio de la página, con letras
enormes, decía:
¡Puajjj!

***

, escribí debajo.

Pero Andrés no contestó. Durante varios días


no volví a saber de él, pensé que quizá se había ido
68

para siempre. Voltee a mirar a Tom Sawyer y me


dio la impresión de que tampoco él quería verme.
—¡Está bien! Si quieren dejarme sola,
váyanse, y muy lejos. ¡No los necesito!

a la
que no le gusta la soledad. Cuando mi tío Pedro se
divorció de una señora que le pegaba con la sartén
en la cabeza, recuerdo haberlo escuchado decir que
le estaba costando mucho trabajo volver a vivir
solo.
—¡No me gusta vivir así, necesito compañía!,
creo que no debí separarme de Angelita –decía él.
Y yo no entendía cómo podía extrañar la
compañía de su mujer, que era tan simpática,
cálida y amable como Frankenstein. Al poco
69

tiempo se volvieron a casar (¡sí, con la misma


Angelita!) porque él dijo que ella había cambiado
mucho ... ya no lo golpeaba con la sartén sino con
un florero.
Mi mamá dice que el proverbio «Más vale
solo que mal acompañado», no siempre se cumple,
porque hay personas que prefieren una mala
compañía con tal de no estar solos.
Quizá por eso Jerry Manuel está siempre
rodeado de gente. Estoy segura de que los que lo
rodean no son sus amigos, pero no quieren estar
solos. Como no saben defenderse de sus ataques,
prefieren juntarse con él. Uno de sus secuaces es
Mauro, que antes era un buen chico. Lo conozco
bien porque vamos en el mismo bus. Pero un día
Jerry Manuel le dijo que si no se convertía en uno
de «los suyos», lo pagaría caro.
Al principio Mauro trató de hacerse el
desentendido, como si no fuera con él, pero
entonces Jerry Manuel comenzó a perseguirlo.
Mauro era agradable y no se hacía problema con
nadie; pero entonces Jerry y los suyos comenzaron
a escribir graffitis. por todo el colegio con la frase,
«Mauro, con M de mariposita». Eso le afectó
70

mucho y, más temprano que tarde, terminó


juntándose a la banda de Jerry.
A Julie Ximena le sucede algo parecido. Ella
también busca la oportunidad para burlarse de
Juana, de Pedro y de mí; siempre intenta que todos
en la clase nos miren como a un trío de torpes.
—Miren, ahí vienen los chicos más
«populares y guapos del colegio —dice cada vez
que nos mira pasar cerca de ella.
Un día hizo una fiesta por su cumpleaños y,
cuando llegó a la clase, gritó:
—¡El sábado es mi cumple y están invitados
todos!
Cuando comenzó a repartir las invitaciones
una por una, llegó al sitio de Pedro e hizo como si
buscara su nombre en alguno de los sobres; al cabo
de algunos segundos concluyó:
—No… tú no estás invitado porque eres
aburrido –y lanzó una carcajada, que el resto de
cobardes imitó.
Juana, tímida pero indignada, se levantó y le
dijo:
71

—Pedro podrá ser aburrido, pero eso se le


quita aprendiéndose dos buenos chistes, en
cambio, tú eres una estúpida y eso sólo se te quitará
cuando te hagan una cirugía para cambiarte de
cerebro.
Julie Ximena lanzó las invitaciones al aire,
agarró a la pobre de Juana, le pegó en el estómago
y le arrancó un mechón de pelo.
Entre todos tuvimos que separarlas y, aunque
Julie salió menos lastimada, las palabras de Juana
le dolieron durante todo un mes.
Pedro se acercó a Juana y le dio las gracias,
yo la miré a la distancia y levanté mi pulgar para
hacerle saber que estaba de su lado. Pero, de todas
maneras, nada la libró de que la suspendieran tres
días por mala conducta. Julie Ximena se salvó...
era la hija de la dueña.
A mí tampoco me gusta estar sola, quizá en
eso me parezco a mi tío, pero sé que no podría estar
junto a Julie Ximena o a Jerry Manuel sólo para
evitar que se la agarren conmigo.
72

Durante aquellos días en que Tom Sawyer me


dio la espalda y Andrés no volvió a aparecer, me
sentí triste de nuevo.
Triste, sola y amarilla, como mi hígado.
Pobre hígado, nadie lo entiende. Es un órgano
muy poco popular. Siempre hay otros que se llevan
73

toda la atención: el corazón, por ejemplo, siempre


se las da de importante y ocupadísimo; el cerebro
no puede dormir ni descansar, ¡vaya, ¡qué
importante!, ¿y qué decir de los pulmones, que
siempre se hacen los delicados y, a la menor
llovizna, ya provocan tos o estornudos?
Pero del hígado nadie habla, me imagino que
más de uno piensa que no sirve para nada, que es
un órgano tonto, tímido y aburrido.
Recuerdo que una vez, en clase de ciencias, la
profe dijo que el hígado es el encargado de separar
lo bueno de lo malo, lo bueno se transforma en
sangre y lo malo se desecha.
74

Cada vez que como verduras, imagino que el


hígado se pone contentísimo y me grita desde
adentro «¡Bien, María, así se hace!», y cada vez
que me atraganto con una pizza de jamón,
pepperoni, doble queso, salchichas, anchoas,
aceitunas, champiñones y tocino, el pobre grita
cansado: «¡Detenteeeeee!».
El hígado separa las cosas buenas de las malas
¡y trabaja solo! Si dejara de hacer lo suyo,
probablemente nuestro cuerpo se envenenaría. A él
no le importa que el intestino o el estómago le
digan burlones: «Eres el órgano más aburrido de
todo el cuerpo, no estás invitado a nuestra fiesta».
El hace lo suyo y punto.
Yo quiero ser como el hígado… quiero
aprender a separar lo bueno de lo malo, quiero que
las cosas buenas se queden dentro de mí y las
malas desaparezcan. No quiero envenenarme
nunca.
75

Pensé que no volvería a escribir en este


cuaderno, pero me he dado cuenta de que no puedo
dejar de hacerlo. Me gusta escribir aunque nadie
lea jamás todo lo que aquí cuento.
Extraño a Andrés y sé que eso suena raro.
¿Cómo se puede echar de menos a alguien que ni
siquiera sabes quién es? ¿Un fantasma, un espíritu,
un duende, una voz, un tornillo que se ha escapado
de mi cabeza?
Quizá lo extraño porque esta es la primera vez
que me he sentido acompañada. Andrés se fue y
eso probablemente se debe a que en la última
página que 1e escribí me convertí en un monstruo.
Creo que se me paso la mano con eso de imaginar
una vida distinta para mí.
La he vuelto a leer y pienso que si un genio
me concediera un deseo no me convertiría en una
76

mala copia de Jerry Manuel, te lo prometo. ¿Sabes


por qué? Porque no quiero ser así.
Nunca podría decirle «batracio» a nadie. De
hecho, pienso que sólo un batracio puede decirle
«batracio» a otro que no es un batracio, ¿me
entendiste no? ¡Yo, no!
Jamás sería amiga de un combo como ese de
Chiki, Tiki, Pupi, Pili y Loly. Si para ser popular
debo cambiar mi nombre por uno super cool que
suena a marca de pañal de bebe… paso.
Y, además, si el guapísimo, bronceado y
atlético de Ellas Sandoval estuviera interesado en
mí, ¡yo ya no estaría viva para contarlo, me habría
muerto de un infarto hace rato! ¡Habría colocado
cinco mil afiches en la ciudad que dijeran: «Elías
ama a María Zambrano, ¡y esa soy yo!».
Y aunque ese genio fuera muy poderoso,
estoy segura de que no lograría que yo entendiera
Matemáticas. Mis neuronas numéricas están en
huelga desde hace cinco años.
¿Y los trofeos? ¡Sólo tengo uno! Me lo
regalaron mis papás en un Día del Niño y la copa
venía llena de caramelos. En la placa dice una frase
77

bastante impersonal y desbordante de paréntesis:


«Feliz Día del Niño(a), querido(a), hijo(a). Tu(s)
padre(s) que te adora(n)».
Pensándolo mejor, si el genio apareciera, yo
sólo le pediría que mi vida fuera un poco menos
aburrida, que las cosas no me afectaran tanto y que
pudiera llenar mi diario con historias divertidas.
Le pediría que me hiciera más fuerte, como
una roca, para que nadie me hiciera daño.
Eso fue lo que me dijo un día, hace mucho
tiempo una persona a la que conocí

***

Al día siguiente, abrí el cuaderno y descubrí


que Andrés había vuelto. Sus palabras ya no me
asustaban. Aunque no terminaba de entender qué
era lo que estaba ocurriendo, me encantaba que
estuviera otra vez cerca, que me dijera algo. En la
parte superior de la página decía:
78

Me alegra que vuelvas a ser tú.


Háblame de ella…

***

Cuando era pequeña solía pasar las


vacaciones en casa de mis abuelos en una ciudad
de provincia. Yo era la única mujer entre siete
primos y, aunque durante un buen tiempo me
divertí jugando fútbol con ellos, un día me cansé
de balones, soldaditos de plástico y dinosaurios, y
decidí que era hora de ocuparme de otras cosas.
Tampoco me gustaban las muñecas, los juegos de
té o las ollas. Por suerte en esa época conocí a Elsa,
79

la hija de la señora que ayudaba a mi abuela en las


cosas de la casa. Elsa era mayor que yo y sabía
mucho de la vida ...
Se pintaba las uñas de las manos aunque sólo
tenía doce años. ¡Eso estaba prohibidísimo en mi
casa! ¡A mi papá le habría dado una pataleta si me
hubiera visto con las uñas pintadas de negro! Elsa,
además, caminaba sola por las calles y, a veces,
regresaba a su casa sin ninguna compañía,
tomando un autobús en la esquina. A mí, al único
lugar que me dejaban ir sola ¡era al baño! Mi mama
se moría de los nervios al imaginar que Mario y yo
cruzáramos la calle:
—No quiero que salgan solos –decía
alarmada— las calles están llenas de ladrones,
asesinos, violadores, homicidas, asaltantes,
secuestradores, malhechores, sicarios, terroristas,
guerrilleros y otros peligros aún peores.
¿Qué podía haber peor que eso? ¡Una
invasión de extraterrestres que nos convirtieran en
hamburguesas!
Elsa no tenía miedo a nada, ella me con taba
historias de terror que había visto en la tele o que
había escuchado en conversaciones de mayores. A
80

mí, claro está, a los ocho años sólo me dejaban


estar entre mayores si cumplía con el peaje
vergonzoso del canto de twinkle twinkle; y la
película más terrorífica y violenta que había visto
hasta aquel entonces era Bambi.
—Una vez vi un descabezado cabalgando en
el campo —me dijo un día Elsa.
—¿En serio? ¿No tenía cabeza?
—¡Serio, María! –ella no decía «en serio»,
pero le ponía un énfasis muy especial al «serio»,
como extendiendo las para darle más fuerza—. Y,
además, el descabezado se reía con una voz de
ultratumba que hacía aullar a todos los perros.
—Pero... ¿cómo se reía si no tenía cabeza?
Cuando hice esa pregunta, Elsa me miró con
poca paciencia y me dijo:
—Tonta, todo el mundo sabe que los
descabezados tienen buena vista, bigote y no
necesitan boca para reír ni para clavar sus dientes
afilados en el pescuezo de las vacas.
—Ah, claro, es verdad –respondí yo, para que
no volviera a pensar que era una tonta, aunque, en
realidad, seguía sin entender nada.
81

Elsa era fantástica, me enseñaba a decir


palabrotas, esas que comienzan con p y también las
peores, que comienzan con ch. Cuando yo lograba
pronunciarlas muy bien, me aplaudía y decía:
—Muy bien, estás aprendiendo muy rápido,
me haces sentir orgullosa.

Un día mientras jugábamos en el inmenso


jardín de la abuela, encaramada en la rama de un
árbol de peras, Elsa me dijo:
—Eres rara.
—¿Yo?
—Sí, tienes miedo a todo, María.
—No es cierto.
—Claro que sí, ¿quieres que te dé un consejo
para que no tengas miedo a nada?
82

—Dale.
—Cuando sientas mucho, mucho miedo…
piensa que te conviertes en una persona de piedra
y que nada te hace daño. Piensa que si alguien te
grita, sus palabras rebotarán en tu cuerpo duro.
Piensa que si alguien quiere golpearte, sus manos
se lastimarán en tu piel de piedra.
—¡Eso me gusta, Elsa!
—Bueno, vamos a hacer una prueba si has
aprendido.
—Dale.
—Mira, María, ahora que estamos aquí en
este árbol, y que no podemos movernos
demasiado, porque nos caeríamos de cara contra el
piso, te digo que detrás de ti, en una de las ramas,
hay una araña peluda que se acerca poco a poco a
tu cabeza.
«Cabeza» fue la última palabra que escuché.
Me tiré al piso al siguiente segundo sin importarme
que este se encontrara a cuatro metros de distancia
y mi cabeza fue, precisamente, lo que se quebró.
Evidentemente no había conseguido convertirme
en una roca.
83

Quedé inconsciente y, cuando desperté, los


abuelos me llevaban a dos mil por hora a la clínica
más cercana.
Apenas abrí los ojos, la abuela me besó y me
dijo que me quería más que a nadie en el mundo.
Al rato entramos a Emergencias y un médico
me hizo cinco puntos en la frente, mientras les
decía a mis abuelos «No tienen nada de qué
preocuparse, no es nada grave».
Cuando el médico dice eso, entonces los niños
tenemos que preocuparnos, porque está casi
garantizado que cuando tu enfermedad, golpe o
rotura son graves, todos te consentirán y te tratarán
como a un príncipe. Pero si el médico dice «no es
nada grave», la paliza y el castigo están
garantizados.
Recuerdo que una vez me roda las tres gradas
de la cocina. «¡Bum, pam, pum!», retumbó en toda
la casa. Mamá corrió a auxiliarme y cuando se dio
cuenta de que estaba sana y salva, sin ningún
rasguño, me pegó con la pantufla y luego me gritó
«¡Para que aprendas a ver por dónde caminas!».
84

Una semana después de mi caída de la rama


del árbol me quitaron los puntos y me quedó una
cicatriz como prueba de mi cobardía ... o de mi
valentía. Elsa volvió a casa y me agradeció por no
delatarla.
—No me gusta esta cicatriz — le dije,
apuntando mi frente.
—Está bien fea —respondió ella, haciendo
una mueca—, pero creo que tengo una solución.
Al día siguiente llegó con aires misteriosos,
como si ocultara algo. Esperó que estuviéramos a
solas y me dijo:
—Le pedí a mi tía Mercy, que trabaja en una
peluquería, que me preste sus cosas, voy a
solucionar tu problema en la frente.
—¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a cortar el
cabello?
—¡No! Sólo te enseñaré a maquillarte para
que disimules la cicatriz.
—No sé si a mis padres les guste la idea de
verme maquillada – le dije alarmada.
—¿Otra vez vas a comenzar con tus miedos?
85

Con esa presión no me quedó otra que


someterme a sus intenciones de maquilladora
aficionada.
Elsa sacó de una bolsa de tela un pequeñísimo
espejo redondo y una pinza para las cejas. Aparte
llevaba una bolsa de plástico con cubos de hielo en
su interior. Nos fuimos hasta el fondo del jardín,
donde nadie pudiera vernos, y allí comenzó mi
cambio extremo. Lo primero que hizo fue
presionar mi frente con los hielos, hasta que perdí
la sensibilidad, luego comenzó a arrancar cada una
de mis cejas.
—¿Me vas a dejar sin cejas? —le pregunté
alarmada.
—¡No! Sólo estoy dándoles forma.
Ella pasaba la pinza de la ceja izquierda a la
derecha, luego se alejaba y entornaba los ojos
como si buscara precisión.
—La izquierda me quedó más delgada —
decía con seguridad— vamos a igualar la derecha.
Seguía con su «operación pinza» y luego
cambiaba de opinión:
86

—Ahora la derecha quedó como un hilo, hay


que igualar la izquierda.
Al cabo de veinte minutos puso cara de
preocupación y dijo:
—Ya está, creo que he terminado.
Me miré en el espejo y me di cuenta que ¡no
tenía ni una sola ceja!, mi frente se veía inmensa,
como la pista de un aeropuerto. Además, parecía
que tenía los ojos abiertos como dos huevos fritos.
—¡Elsa, me quedé sin cejas! –le dije asustada.
Pero ella intentó tranquilizarme diciendo:
—No te preocupes, María, es la última moda
en Paris.
Me puse a llorar y ella de inmediato sacó un
pañuelo de su bolsillo y me secó las lágrimas.
—Tranquila, existe una solución…
Sacó un lápiz de su caja de maquillaje y
comenzó a dibujarme las cejas. Al principio sólo
hizo dos líneas delgaditas que no quedaron muy
simétricas… parecía como si mi ojo derecho
estuviera triste y el izquierdo furioso.
87

Luego decidió engrosar esas líneas y entonces


quedé con cara de títere. Ambas comenzamos a
reír con ese divertido descubrimiento. Más tarde
yo también quise probar y me dibujé una sola ceja
gruesa y negra que me atravesaba como un
cintillo… parecía el muñeco de un ventrílocuo.
Cuando mi abuela y la mamá de Elsa
descubrieron la travesura nos castigaron por los
siglos de los siglos, amén.
No volví a ver a mi amiga Elsa, la sabelotodo.
Mis cejas tardaron un año en recuperar una forma
«digna».

***
88

Al día siguiente, Andrés respondió:


Si tu piel se volviera dura no
sentiría los golpes… pero tampoco
las caricias. ¡Mal negocio!

***

Las caricias son importantes, ¡si lo sabré yo!


Vengo de una familia de profesionales en
arrumacos. Mi mamá podría dar cursos en la OEA
sobre «caricias espectaculares». Mi tía Susi podría
dictar la maestría de «chanclas para toda ocasión».
Y mi abuela, por ejemplo, está convencida de que
casi cualquier golpe o enfermedad se cura con un
mimo. No importa si te cae un meteorito en la
cabeza, la abuela de inmediato te arrullará y todo
estará resuelto.
Recuerdo que, una vez, cuando tenía cuatro
años, metí la mano debajo de un mueble que estaba
en la bodeguita de la casa de mis abuelos y mi dedo
89

tuvo la suerte de encontrarse con una trampa para


ratones. El resorte saltó, el alambre se desató con
violencia y atrapó mi dedo índice con la fuerza
necesaria para capturar un rinoceronte. Pegué un
grito que seguramente se escuchó hasta la luna,
pero mi abuela no estaba en casa, se había ido a la
panadería. Yo sentía que en cualquier momento el
alambre me cortaría el dedo y lloraba sin consuelo
y sin lágrimas, porque ya se me habían agotado.
Entonces me puse a pensar cómo sería mi vida
sin un dedo tan importante. ¿Cómo tocaría el
timbre de la casa?, ¿cómo diría en clase «¡Yo,
Miss! ¡Yo sé la respuesta!» ?, ¿cómo detendría un
taxi?, ¿cómo probaría la salsa de chocolate que se
derrama en mi pastel de cumpleaños?
¡El dedo índice es importantísimo en la vida
de las personas! Es el dedo que sirve para señalar,
para probar, para pasar las páginas de los libros,
para presionar botones, para rascarse (y para
meterlo en la nariz, pero eso es demasiado
asqueroso y vamos a dejarlo de lado por ahora).
Sin e1 dedo índice la única alternativa seria
usar el dedo medio, ¡y ese es un dedo prohibido!
La verdad no imagino la razón… porque a simple
90

vista es muy parecido a los demás dedos, pero más


largo. Debe existir algún motivo importante
porque, si enseñas el meñique, todo está bien; si
muestras el índice, nadie se escandaliza; si
muestras el pulgar, eso significa OK (al anular, el
que está entre el pequeño y el medio, no lo muestra
nadie porque es un dedo tímido, que está ahí de
repuesto, no tiene ningún protagonismo, es un
poco torpe para moverse; es como si todos dedos
de la mano fueran latinoamericanos y el dedo
anular fuera ruso… es el único que no entiende
bien lo que está pasando en equipo); pero si
muestras el dedo medio… puede haber problemas.
Si el presiden te de los Estados Unidos le
enseñara el dedo de la mitad al presidente de
Francia ... ¡se podría armar la Tercera Guerra
Mundial! Si Latinoamérica le mostrara ese dedo a
España, los ministros de relaciones exteriores
tendrían que pedirle al Papa que actuara como
mediador para solucionar el conflicto. Si un
jugador de fútbol le mostrara ese dedo al árbitro,
quedaría suspendido hasta el año 2800 y tendría
que dedicarse a jugar futbolín. Todo por culpa de
un dedo inocente que es muy parecido a los otros
dedos de la mano, pero que tiene muy mala fama.
91

Bueno, mientras sollozaba con el dedo


amoratado, sentada en el escalón de la cocina sin
haber logrado desprenderme de la trampa mortal e
imaginando lo que sería mi vida con nueve dedos,
llegó la abuela. Me miró con la nariz y los ojos
enrojecidos, lanzó la bolsa de pan y liberó mi
adolorido dedito de la trampa para ratones.
Enseguida me abrazó, lavó mi mano con agua
de manzanilla, cubrió mi pequeña herida con una
gasa y me acarició diciéndome: «Todo está bien,
ven con la abuela».
Sus caricias tranquilizaron mi dolor y
recuerdo que me quedé dormida en sus brazos. La
abuela tiene unas manos que lo curan todo.
Cuando hace unos meses Jerry Manuel y sus
secuaces colocaron una lagartija en mi sándwich
me sentí muy mal. Esa tarde llegué a casa y la
abuela estaba ahí.
—¿Pasó algo? –me preguntó, aunque yo traté
de disimular mi tristeza.
—No, abuela, no ha pasado nada especial.
92

Ella me miró sin creer ni la mitad de mis


palabras y entonces me abrazó. Luego acarició mi
rostro y me dijo:
—Cualquier cosa que haya ocurrido en el
colegio no puede ser más grande y poderosa que tu
sonrisa… cuando necesites hablar, ya sabes que
cuentas con tu abuela.
Pero no le dije nada, porque mágicamente su
caricia me dejó sentir que lo que había ocurrido esa
mañana no era tan importante ni tan grave; un
canalla

***
Al día siguiente Andrés preguntó:
Cuando te miras al espejo…
¿qué ves?
***
93

ojos pequeños, nariz larga, boca chica, cabello


negro y pequeña cicatriz en la ceja. Mi cabello
tiene el mismo aspecto que una escoba despeinada.
Soy el polo opuesto a Ricitos de Oro.
Nací con el pelo tan liso como un cepillo. En
mi cabeza nunca ha aparecido ni la sombra de un
rizo. Recuerdo que mi mamá y mi abuela sufrían
cada vez que me peinaban… ellas intentaban
enroscar mechones en sus dedos para ver si mi
aspecto mejoraba… pero, ¡nada!
En unas vacaciones, cuando yo tenía cinco
años, mi abuela tomó una decisión: Sin consultar
con mis padres, y con la intención de hacerme un
bien, me llevo a su peluquería. Fuimos caminando
hasta una casa en la que se leía un rótulo muy
modesto que decía: Luchita’s peluquería. Como es
obvio, la gerente y propietaria se llamaba Lucha y
era una señora pequeñita y gorda que se creía la
estilista de las estrellas.
94

En aquella época mi abuela tenía un peinado


muy propio de las abuelitas: cabello blanco, muy
corto, con una permanente de rizos apretados, que
le daba un aspecto redondo a su cabeza, como si
fuera una bolita de nieve.
Yo tenía el cabello suelto, hasta media
espalda. No parecía una modelo de comercial de
shampoo, pero tampoco era un erizo de mar.
Cuando me senté frente al espejo, mi abuela le dio
a Lucha la siguiente instrucción:
—Pago lo que sea si le dejas el cabello
ondulado.
— Lucha se puso manos a la obra y dijo que
me haría una permanente suave, que me dejaría el
cabello dócil y ligeramente rizado.
Pues bien, Lucha comenzó a rizarme el
cabello y a colocar un líquido que olía a
alcantarilla. Luego, mientras esperaba que la
permanente hiciera efecto, se puso a charlar con mi
abuela sobre el clima, la situación política del país,
el precio del petróleo, el vestido de la primera
dama, el color azul eléctrico que estaba de moda,
el nuevo tratamiento para las manchas en la cara,
el complicado embarazo de la vecina dueña del
95

bazar, los masajes para la celulitis en las piernas,


el divorcio de los panaderos de la esquina y el
último capítulo de la telenovela Mundo de traición,
con comentarios detallados sobre los abdominales
del protagonista. Cuando recordaron que yo seguía
sentada ahí con los rizadores en la cabeza y el olor
a demonios, Lucha volvió a toda carrera y lavó mi
cabello. Pero era demasiado tarde; cuando volví a
verme al espejo... el milagro había ocurrido. La
permanente me había transformado.
Dos horas después salí de la peluquería de la
mano de mi abuela luciendo mi peinado nuevo. Me
sentía rara.
Las únicas diferencias entre mi abuela y yo
eran la estatura y el color del cabello. Ambas
exhibíamos nuestros rizos apretados y la cabeza de
bolita ¡Idénticas!
96

A mis cinco años tuve que ir al colegio con el


mismo peinado que mi abuela, de la profesora de
música y de la mamá de Miss Mirta Jackson ... ¡Si
alguien me hubiera mirado desde atrás habría
jurado que yo era una señora enana!
Mi abuela decía que yo estaba linda, pero mi
hermano Mario me gritaba: «¡Cabeza de
micrófono!».
Tuve que esperar un largo año hasta volver a
lucir mi antiguo y clásico peinado de cepillo.
97

Hoy lo llevo liso, hasta los hombros y con


flequillo que me tapa las cejas… nada del otro
mundo, pero mucho mejor que el peinado de la
tercera edad.
¿Sabes? Hoy me he mirado al espejo y he
notado que el color amarillo de mi piel ha bajado
su intensidad.

***

Ya veo… el problema no es el espejo,


sino los ojos. ¿Por qué no cambias de
ojos? Si pudieras mirarte de otra manera
quizá todo sería distinto.

***
98

porque conozco a alguien que tiene ojos lindos y


lo mira todo de color rosa ... mi tío Jaime, que justo
hoy vino a visitarme.
Él es el raro de la familia y yo lo quiero
mucho. Es médico homeópata—naturópata y
además es karateca—judoca y aikidoca. Mi papá
lo resume todo diciendo: «Mi hermano Jaime es
chifladópata»
Está casado con una señora que hace años se
llamaba Tere pero, un día, ella se juntó a un grupo
espiritual—metafísico y decidió cambiarse de
nombre, se puso: «Agua Fresca que cae del cielo y
reverdece los bosques». Nosotros de cariño le
decimos «tía Fresca». Ella tiene una academia de
yoga y meditación. Una vez que la fui a visitar la
99

encontré en plena clase. En una sala grande había


unas doce personas sentadas en el piso, descalzas
y con las piernas cruzadas. Todas tenían sus ojos
cerrados y estaban tan inmóviles que cualquiera
hubiera jurado que estaban muertas y
momificadas. En esa clase no se escuchaba ni la
respiración de una mosca.
Al cabo de cuarenta minutos, en los que no
habían cambiado de posición ni habían
pronunciado una palabra, abrieron los ojos, se
levantaron y le dijeron a mi tía Fresca:
—¡Gracias maestra, la clase estuvo buenísima
y muy divertida! —y luego se fueron felices.
Yo no entendí nada... sólo se me ocurrió
pensar que el mundo es tan loco que existen
personas un poco raras que están dispuestas a
pagar por estar una hora sentadas como estatuas
pensando quién sabe qué.
100

Cuando mi tío vino a visitarme, mamá le dijo


que no era conveniente que entrara a mi cuarto por
lo contagioso de mi enfermedad, pero él insistió.
Estuvimos charlando por largo rato, él
acababa de llegar de una de sus prácticas de artes
marciales y yo me atreví a pedirle:
—¿Sabes, tío? Hay un muchacho en mi clase
que me cae muy mal. De hecho, lo odio, porque
101

siempre se está metiendo conmigo. ¿Crees que tú


podrías enseñarme una técnica infalible para darle
una patada que lo deje sin aire?
—¿Es lo que quieres? ¿Darle una patada?
—Bueno, podrían ser dos o más, o también un
puñetazo, un golpe bajo o un cabezazo… me da lo
mismo.
Mi tío sonrió y me dijo:
—¿Algo más?
—No sé, tío, quizá una de esas llaves en que
yo pueda agarrarlo del brazo y del cuello, darle
media vuelta por el aire para que caiga de espaldas,
luego, tomarlo de la pierna para apoyarme en su
clavícula y hacer que rebote de omóplatos contra
el piso y se golpee el tórax contra el fémur y el
antebrazo. Después, cuando esté contra el piso,
agarrarlo de los codos y las orejas, voltearlo para
que sus pies queden a la altura de la frente y darle
un golpe en el apéndice o en el intestino delgado
¿Cómo lo ves? Fácil, ¿no?
Mi tío karateca me miró con cariño y me dijo:
—Tengo una llave buenísima. Con eso lo
dejarás tieso. No se volverá a acercar a ti.
102

—¿Cuál? ¡Enséñame!
— Ignóralo.
—¡¿Qué?!
—Eso, lo que oíste, la mejor forma de acabar
con el enemigo es ignorándolo, pero
manteniéndote siempre alerta. Mira mi mano.
Mi tío abrió su mano delante de mí y me dijo:
«Golpéala».
Yo intenté hacerlo pero él me esquivó. Volví
a intentarlo y fracasé. En el tercer intento no me
fue mejor; parecía que mi tío sabía de dónde y en
qué momento iba a venir el golpe y por eso podía
retirar su mano a tiempo.
— Pero, tío, yo no puedo hacer eso.
—¡Claro que puedes! La primera regla que
debes aprender es que nadie, jamás, podrá
golpearte si no le ofreces un lugar de tu cuerpo o
de tu alma para que lo haga ¿Me entiendes?
—Creo que no.
—Mira esta pared, María, yo puedo golpearla
porque está aquí y no se mueve. Pero si la pared
me esquivara yo no podría darle un golpe. Si tú no
103

le das a tu enemigo un espacio de tu cuerpo o de tu


alma para que te golpee... ¡nunca te hará daño!
Ignóralo y él no podrá contra ti.
En ese momento no entendí bien sus palabras,
pero su consejo se quedó dando vueltas en mi
cabeza…

***

Al día siguiente llegó el doctor y, junto a mi


mamá, pasó a revisarme.
—¿Cómo estás, María? ¿Cómo te sientes?
—Bien, doctor. Esta enfermedad es
buenísima, no duele nada.
En seguida me tomó la presión, escuchó los
latidos de mi corazón y volvió a hurgar en mis ojos.
104

Me tomó una muestra de sangre y la guardó en un


tubo de cristal.
—¡Estás mucho mejor! Te tengo buenas
noticias –dijo él con alegría.
—¿Buenas noticias?
—Estás casi curada, María, aunque deberás
tener cuidado con la comida por lo menos durante
un año. El próximo lunes podrás regresar al
colegio... Me imagino que estás harta de este
encierro y lo que más deseas es volver a tu vida
normal.
Esa frase retumbó en mi cabeza: «VOLVER
A TU VIDA NORMAL, VOLVER A TU VIDA
NORMAL, VOLVER A TU VIDA NORMAL».
¿Qué es una vida normal?
Esa fue la pregunta que le hice a Andrés esa
noche. Pero la única respuesta que obtuve fue:

La vida normal no existe.


Existe la vida ... Te voy a echar de menos.

***
105

No sé lo que eres, no sé quién eres, pero tengo


la sensación de que me conoces desde siempre… y
me escuchas. Tengo una lista de siete frases que no
me gustan y la que has escrito está incluida:
1. ¡Mira una araña!
2. ¿Eres niña o niño?
3. Hoy hay sopa de coliflor.
4. Arregla tu cuarto.
5. Canta el tuinquel.
6. Vamos al dentista.
7. Te voy a echar de menos.
Recuerdo que un día fui a casa de mi abuelo y
lo vi sentado junto a su cama en una silla verde de
madera.
—¿Te pasa algo, abuelito? —le pregunté
preocupada—. ¿Te sientes bien?
—Estoy bien —respondió él con una sonrisa
de esas que intentan disimular la tristeza.
106

Mi abuelo se había puesto viejo y un poco


enfermo. Sus ojos estaban cansados, sus manos
arrugadas y temblorosas. Me senté en el piso y
recosté mi cabeza sobre sus rodillas.
—Te voy a echar de menos —me dijo de
repente.
—¿Por qué? ¿Te vas a algún lado?
—Sí, me voy de viaje.
—¡Llévame! Siempre he sido tu copiloto, me
has llevado a conocer la playa, las montañas, los
desiertos y la selva. Contigo y con la abuela he
conocido los lugares más lindos. Si vas a hacer un
viaje tendrás que llevarme.
El abuelo se puso triste y me dijo que eso era
imposible, que ese «viaje» debería hacerlo solo y
que no podía llevar equipaje.
—Es un viaje inevitable, me iré muy lejos,
pero siempre estaré cerca de ti, sé que eso suena
raro, pero debes confiar en tu abuelo. Aunque no
vuelvas a verme, tú sabes que mi corazón estará
contigo.
—No quiero que te vayas... —le dije.
107

—Lo sé —respondió él— pero debo hacerlo,


un día subiré a una nave y me iré al espacio.
—¿Te volveré a ver?
—¡En sueños! —dijo él—. Te prometo que
vendré a visitarte en sueños.
Pasaron unas semanas en que me sentí muy
triste pensando en el viaje del abuelo, hasta que un
día fui a visitarlo y le dije:
—Espero que el lugar al que vayas sea muy
lindo, pero quiero pedirte algo… necesito que
lleves contigo algo para que no te olvides de mí.
—No puedo llevar nada, María, no me está
permitido llevar equipaje.
—Ya lo sé, abuelo, me los has dicho varias
veces, pero lo que quiero que te lleves es algo que
no entra en una maleta o en una mochila, deberás
guardarlo en tu corazón. Quiero que te lleves la
palabra «GRACIAS», escrita y pronunciada con
mayúsculas: «¡GRACIAS!».
El la agarró en el viento e hizo como si la
guardara en su corazón.
—Gracias por todo, abuelo, gracias por todos
los lugares que conocí a tu lado, gracias por los
108

caramelos que sacabas de mis orejas, gracias por el


conejo que me compraste, gracias porque siempre
me decías que estaba muy linda, aunque sólo me
faltaban antenas de marciano y alas de murciélago,
gracias por cada paseo al parque, por regalarme
unas monedas a escondidas de mis papas, gracias
por jugar conmigo a los astronautas.
Mi abuelo sonrió y sólo repitió: «Te voy a
echar de menos».
109

Una mañana de febrero, hace pocos años,


supe que se había ido. No pregunté detalles, pero
estoy segura de que se subió a una nave espacial y
voló hacia el cielo. En su corazón llevaba la
palabra que le regalé y que es la que pronuncio
siempre para recordarlo: «Gracias».
No quiero que me digas que me vas a echar de
menos, Andrés, no quiero que te vayas...

***
110

La vida normal

Cuando el doctor me dio la «buena noticia»


de que estaba curada y que podría volver al colegio
el lunes siguiente, se dibujó en mi rostro la misma
sonrisa que cuando en tercer año me anunciaron
que saldría de sapo en el pesebre navideño. Era
comprensible que no me eligieran de Virgen
María, de San José o de Niño Jesús... ¿pero sapo?
¡Eso era injusto!
—Profe, en el pesebre hay ovejitas, pastores,
reyes magos, ángeles, un buey, una vaca y unos
camellos ... ¡pero no hay un sapo!
La profe me respondió con fastidio:
—Mira, María, tenemos una clase de 25
alumnos y necesitamos un papel para cada uno en
el pesebre. A ti te tocó de sapo… ¡Deja de quejarte
si no quieres que te dé el papel de ciempiés
navideño!
Julié Ximena salió de ángel, Jerry Manuel de
San José y yo tengo una foto vergonzosa en la que
aparezco con un disfraz verde y ojos saltones,
junto a los reyes magos.
111

No siempre he tenido suerte en las obras de


teatro, pero mi mamá me dice que lo importante es
hacer bien el papel que me hayan asignado, porque
la vida es así... a veces tienes el papel protagónico
y otras el papel de microbio, pero en ambos debes
saber desempeñarte bien. En aquella oportunidad,
cuando el acto navideño terminó en el colegio,
mama me abrazó y me elijo: «Si de verdad hubo
un sapo en el pesebre ... el Niño Jesús debió haber
sonreído al escucharlo croar en la noche».
Cuando el médico me anunció que mi hígado
se había reestablecido y que podía regresar al
colegio, «y hacer mi vida normal» él sonrió y puso
cara de superhéroe. Mi mamá puso cara de alivio.
112

Mi papá cara de felicidad. Mi hermano Mario cara


de fastidio y mi perro Chicle, cara de perro.
Es increíble la cantidad de caras que existen
alrededor de una misma noticia. Yo quise decirle
que no, que revisara bien mis análisis porque quizá
estaba equivocado y probablemente yo necesitarla
un mes más lejos del Happy Days.
No quería regresar al colegio. No quería
volver a «mi vida normal» porque era triste y
aburrida, prefería estar encerrada en mi cuarto, con
mi cuaderno de tapa celeste, escribiendo historias
en las que yo sentía que alguien llamado Andrés
me escuchaba y era mi amigo.
Yo no quería ponerme de nuevo la falda del
colegio… prefería vivir con pijama andes que con
uniforme.
***
113

páginas de este cuaderno casi se han completado.


Ya puedo decirle a Tom Sawyer que él no es el
único que puede contar las aventuras de su vida.
Hoy mismo le pediré a papá que me regale otro
cuaderno.
¿Sabes Andrés? Creo que no dejaré de
escribirte nunca. La hepatitis es una enfermedad
que cambia muchas cosas…
Ayer, cuando mi hermano pudo entrar a mi
cuarto, sin riesgo de contagiarse, se quedó
mirándome durante largo rato.
—¡Esto es increíble! –dijo sorprendido.
—¿Qué es increíble, enano?
Me llevó caminando hasta el espejo del baño
y ahí me dijo:
—¡Mírate! Has cambiado de color, ya no eres
verde.
114

Él tenía razón, mi color aceituna de


nacimiento se había mezclado con el amarillo de la
hepatitis y con el café claro que tenía de fondo
hasta dar como resultado un color mestizo común.
—¡Debes agradecerle a la hepatitis, María!
¡Gracias a ella dejaste de ser marciano y te
convertiste en «ser humano» ¡ —dijo mi hermano,
con toda la honestidad que podía haber en su alma.
Y tenía razón ...
En un mes la hepatitis me había dado un
nuevo color. Pero además me permitió descubrir
que me gusta mucho leer... ¡y escribir! Eso, quizá,
significa que soy un «mejor ser humano».
Mañana volveré al colegio. No creo que las
cosas hayan cambiado demasiado. De seguro me
encontraré con Jerry Manuel y Julie Ximena·
Quizá intentarán mortificarme. Posiblemente
volveré a caminar sola por el patio en el recreo. Es
probable que los cachetes se me pongan como dos
bombillos cuando la profesora me pida que pase al
frente a dar la lección.
115

La hepatitis quizá no ha logrado cambiar el


«mundo normal», pero hoy me parece que me
cambió a mí.
Probablemente mamá tiene razón cuando dice
que debo aprender a hacer bien el papel que me ha
tocado. Tal vez la abuela está diciendo la verdad
cuando asegura que nada de lo que me ocurra en el
colegio debería ser más poderoso que una sonrisa.

***
116

Capítulo final

En mi primer día de clases descubrí que el


mundo seguía igual a como lo dejé, parecía que la
única que había cambiado un poquito era yo. El
colegio Happy Days no había sido derrocado ni
clausurado por el ministro de Educación. Jerry
Manuel me recibió con un saludo poco cordial:
«¡Miren, ya llegó Piolín!», pero esta, vez decidí
ignorarlo, no volvería a permitir que sus palabras
me tocaran.
Pensé que nadie se había dado cuenta de mi
larga ausencia de un mes, pero en el recreo Juana
se me acercó Y, con su voz suave, casi como un
susurro, me dijo:
—Qué bueno que regresaste, María, si quieres
te presto mis cuadernos para que te iguales.
Le agradecí y luego nos pusimos a conversar
de la hepatitis, ella quería que le contara todos los
detalles... le interesó eso de la dieta especial con
caramelos. Al salir del colegio vi a la señora con el
balde de jugo de pina sentada en la acera. No me
acerqué, pero la miré con simpatía... Gracias a sus
bacterias yo había contraído una enfermedad que
117

me había enseñado algo muy importante: a separar


lo bueno de lo malo... como lo hace el hígado todos
los días, sin olvidarse de que lo bueno se
transforma en vida y lo malo debe ser desechado
del cuerpo rápidamente.
De vuelta a casa, Mario y yo descubrimos que
el televisor, que había permanecido en el taller del
técnico durante mes y medio, al fin había
regresado al dormitorio de mis padres, ¡ya
podríamos ver tranquilamente la tele en la sala de
estar sin que nos obligaran a escuchar los aburridos
noticieros!
—¿A ti tampoco te gustan las noticias? —le
pregunté a Mario.
—No... prefiero ver dibujos animados, a mí
no me gusta la vida normal.
Quedaba claro que Mario y yo estábamos
hechos de la misma madera.
Cuando entré a mi cuarto a dejar mi mochila
encontré un cuaderno de tapa roja, con una tarjeta
escrita a mano que decía:
Querida hija:
118

Este cuaderno es para que escribas lo más


importante que te ha pasado en el día. También
puedes contarle tus secretos.
Con amor,
Tu padre
Abrí mi viejo diario celeste, el que reposaba
junto a Tom Sawyer sobre mi mesa de noche, y
encontré la nota que Andrés me había escrito en la
última página. Ahí, con letra grande y redonda
decía:

Siempre estaré en cada página en


blanco. Me encontrarás en el
espejo y en la memoria.

Al terminar de leer y releer su mensaje, las


letras comenzaron a desaparecer como por arte de
magia, recorrí de atrás hacia delante las páginas y
todas las palabras escritas por Andrés se
desvanecieron de la misma manera sorprendente
en que un día aparecieron. En su lugar quedaron
espacios en blanco, como si allí jamás hubiera
estado letra alguna. Me restregué los ojos
119

pensando que podía tratarse de un error, pero no


fue así.
Un día creí que jamás tendría historias que
contar. Por suerte, me equivoqué.
Las palabras de Andrés fueron estirando las
mías, como si él hubiera encontrado el inicio de un
ovillo interminable. A veces he llegado a pensar
que sus preguntas eran las mismas que yo me
hacía. Sus frases se parecían mucho a las mías ...
Quizá dentro de mí existe una parte de ese
Andrés que me cedió su lugar en el mundo.
Aunque nunca volvió a escribirme, cada vez que
me acerco a mi diario y siento el impulso de llenar
una nueva página en blanco, me miro al espejo,
sacudo algún recuerdo dormido y podría jurar que
él está ahí, diciéndome al oído con entusiasmo y
cariño la frase que utilizó el primer día:

Me gusta, cuéntame más...


***
120

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