El nacionalsocialismo, comúnmente acortado a nazismo, fue la ideología de extrema derecha
del régimen que gobernó Alemania de 1933 a 1945 con la llegada al poder del Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán de Adolf Hitler (NSDAP). Hitler instituyó una dictadura, el
autoproclamado Tercer Reich. El Reich anexionó Austria a partir del Anschluss, así como la
zona de los Sudetes, Memel y Dánzig. Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis ocuparon
tierras en Polonia, Francia, Checoslovaquia, Hungría, los Países Bajos, Dinamarca y Noruega. La
Alemania de este periodo se conoce como la «Alemania nazi».
El nazismo es una forma de fascismo que demostró un rechazo ideológico hacia el marxismo, la
democracia liberal y el sistema parlamentario. También, incorporó un ferviente antisemitismo,
el racismo científico y la eugenesia en su credo. Su nacionalismo extremo provino del
pangermanismo y del movimiento Völkisch prominente en el nacionalismo alemán de la época,
y fue fuertemente influenciado por los grupos paramilitares anticomunistas Freikorps que
surgieron después de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, de la cual surgió
«el culto a la violencia» que estaba «en el corazón del movimiento».
Es una ideología gestada en la década de los años 1920, pero que no alcanzará importancia
hasta los años 30, momento en que las duras condiciones de paz impuestas en el Tratado de
Versalles (1919) se juntan con la grave crisis mundial del Jueves Negro en 1929. En Alemania la
situación es más acuciante aún, ya que a los devastadores efectos económicos se sumaba la
obligación de pagar el tributo de la derrota en la Primera Guerra Mundial, y el descontento
popular ante la injusta situación que hacía que las calles se llenaran de manifestaciones
extremistas de toda índole, tanto de izquierda como de derecha.
Esta situación culmina con el fuerte descrédito de las democracias liberales, ya que las
dictaduras que surgieron demostraron ser capaces de controlar y resolver las crisis más
efectivamente que las democracias. Tanto la Italia de Benito Mussolini —quien fue elogiado
por «hacer que los trenes llegaran a tiempo», es decir, por poner fin a las huelgas y caos
económico que había dominado a ese país— como el Imperio del Japón, países en los que se
impusieron «gobiernos fuertes», no solo resolvieron la crisis a mediados de los 30 sino que
fueron percibidas como restaurando el orden social aún con anterioridad a esa solución a
problemas económicos.
A esa crisis político-económica hay que agregar una crisis ideológica, aún anterior, que se
extiende desde 1890 a 1930 y que ha sido caracterizada como una «revolución contra el
positivismo”. Tanto los valores como las aproximaciones a la sociedad y la política que
formaban la base de la civilización occidental fueron percibidas como superadas reliquias del
racionalismo proveniente de la Ilustración. Específicamente, tanto el fascismo como los
desarrollos intelectuales que lo antecedieron buscaron transcender lo que se percibía como la
decadencia del Occidente.
Consecuentemente, el Zeitgeist de esa época puede ser descrito como una amalgama o mezcla
de ideas caracterizado por un rechazo al racionalismo, proceso que es generalmente percibido
como iniciándose con Friedrich Nietzsche, junto a tentativas de incorporar «explicaciones
científicas» a preconcepciones o incluso prejuicios explicativos del mundo, por ejemplo, un
racismo latente, que dieron origen a propuestas tales como las de la eugenesia, y en lo
político, bajo la influencia de pensadores tales como Georges Sorel, Vilfredo Pareto,Martin
Heidegger (supuestamente), Gaetano Mosca, y, especialmente, Robert Michels; a
percepciones político elitistas basadas en un culto del héroe y la fuerza que culminan en una
versión del darwinismo social. Percepciones que adquieren connotaciones más extremas en su
divulgación y vulgarización.
Como influencia importante en el desarrollo de ese Zeitgeist se puede mencionar la obra de
Arthur de Gobineau, que propuso que en cada nación hay una diferencia racial entre los
comunes y las clases dirigentes. Estos últimos serían todos miembros de la raza aria, quienes
son no solo la raza dominante sino también la creativa. Posteriormente, Houston Stewart
Chamberlain identifica «los arios» con los teutones; en adición a tratar de demostrar que
todos los grandes personajes de la historia —incluidos Jesucristo, Julio César o Voltaire, entre
otros— fueron realmente arios, agrega:
Los teutones son el alma de nuestra civilización. La importancia de cualquier nación, en la
medida que es un poder actual, está en relación directa a la genuina sangre teutona presente
en su población
Múltiples autores también resaltan el papel que tuvo la teoría evolucionista, y el darwinismo
social incorporados a la ideología nazi, como factores que propiciaron la posterior generación
de racismo, la creación del nacionalismo, la propagación de la política neoimperialista y parte
diversos pilares ideológicos del nazismo basados en la aplicación política de la idea de la
«supremacía del más fuerte».
También de importancia fueron percepciones que se pueden ver ejemplificadas en la obra de,
por ejemplo, Benjamin Kidd, quien propuso:
Nuestra civilización ha sido dada a luz como resultado de un proceso de fuerza sin paralelos en
la historia de la raza. Por épocas incontables el combativo macho europeo se ha desbordado a
través de Europa en sucesivas olas de avance y conquista, venciendo, exterminando,
aplastando, dominando, tomando posesión. Los más aptos, que han sobrevivido esas sucesivas
olas de conquista, son los más aptos por el derecho de la fuerza y en virtud de un proceso de
selección militar, probablemente el más largo en la historia, el más duro, probablemente el
más elevante al que la raza ha sido sometida.
Benjamin Kidd (1919). The Science of Power, pp. 4-5.
Para Kidd, el combativo hombre europeo es un pagano que rinde homenaje pero no entiende
ni acepta en su corazón la validez de «una religión que es la total negación de la fuerza». Ese
hombre europeo ha introducido el «espíritu de la guerra» en «todas las instituciones que ha
creado» y «la creencia que la fuerza es el principio último del mundo». Ese «hombre de la
civilización occidental ha llegado a ser por la fuerza de las circunstancias el supremo animal de
combate de la creación. La Historia y la Selección Natural lo han hecho lo que es», «por la
fuerza ha conquistado el mundo y por la fuerza lo controla». Otras visiones de influencia en
esa percepción son las de Oswald Spengler, para quien Mussolini era el parangón del nuevo
César, que se levantará del Occidente en ruinas para reinar en la «era de la civilización
avanzada», por analogía a los césares de la Antigüedad.
En Alemania, específicamente esa rebelión contra el racionalismo dio origen, entre otras cosas,
a una variedad de asociaciones que promovían un retorno a visiones romantizadas del pasado
alemán (véase Völkisch), en lo cual Richard Wagner tuvo alguna influencia y una sociedad
ocultista y semisecreta, la Sociedad Thule —basada en la ariosofía y primeros en usar la
esvástica en el contexto de la época— que patrocinó el Partido Obrero Alemán (DAP), más
tarde transformado por Hitler en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.
A lo anterior se ha sugerido que hay que agregar factores específicamente alemanes. A pesar
de que Maurice Duverger considera tales consideraciones poco convincentes a fin de explicar
el desarrollo del nazismo, se ha afirmado que no se puede explicar el nazismo sin considerar su
origen y que entre los factores que explican ese origen se debe mencionar una tradición
cultural (volkgeist) —que se remonta a personajes tales Lorenz von Stein y Bismarck — en la
cual el Estado adquiría poderes dictatoriales, demandando orden, disciplina y control social
estricto a fin de garantizar crecimiento y el bienestar económico de la población.
Esa tradición se transforma, bajo la influencia de personajes tales como Ernst Forsthoff, jurista
conservador de gran influencia, quien, a partir del periodo de la República de Weimar, postula
que los individuos están subordinados ya sea al «Estado absoluto» o al Volk, bajo la dirección
de un líder o Führer.
El nazismo transforma, sin mucha dificultad, ese culto a la fuerza del más fuerte que es el ario
en un antisemitismo puro y simple, utilizando la preexistente leyenda de una conspiración
judía para hacerse con el control mundial para explicar la derrota alemana en la Primera
Guerra Mundial: el ejército de ese país fue traicionado y «apuñalado en la espalda» por los
bolcheviques y judíos. Esa «traición» se extiende al gobierno socialdemócrata de la República
de Weimar que permite ahora que esos mismos judíos y otros financieros se beneficien de la
inflación, y otros problemas que afectan a los alemanes. Aduciendo además que muchos de los
principales líderes comunistas son también judíos, asimilan ambos conceptos en una gran
«conspiración judeo-marxista».
El nazismo se concreta como una ideología totalitaria de índole fascista en la medida en que se
caracteriza por dar una importancia central y absoluta al Estado —a partir del cual se debe
organizar toda actividad nacional — representado o encarnado y bajo la dirección o liderazgo
de un caudillo supremo, en este caso Hitler, y por proponer un racismo, nacionalismo e
imperialismo visceral que debe llevar a conquistar los pueblos que se consideren inferiores. A
partir de 1926, Hitler centralizó incrementalmente la capacidad de decisiones en el partido. Los
dirigentes locales y regionales y otros cargos no eran electos, sino nombrados, de acuerdo al
Führerprinzip (‘principio de autoridad’) directamente por Hitler, y a él respondían,
demandando, a su vez, obediencia absoluta de sus subordinados. El poder y autoridad
emanaba del líder, no de la base.