Imaginarios Urbanos y Espacio Público en Cbba VR
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- 2022 -
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INDICE
Introducción
Capitulo I: Sociedad, Ciudad y Espacio público en el siglo XIX
* Cochabamba desde la percepción de Alcides D’Orbigny
* Vida urbana y espacio público en la primera mitad del siglo XIX
* Cochabamba en la segunda mitad del siglo XIX: las marchas y contramarchas de los
primeros afanes modernizantes
* El posicionamiento de las élites y los sectores populares en el espacio público: entre fiestas,
símbolos y remilgos
Capitulo II: Espacio público y modernismo en la primera mitad del siglo XX
* Crisis regional y despegue del desarrollo urbano
* Construyendo la modernidad: de los imaginarios de ciudad a la ciudad planificada
* Los espacios públicos en la encrucijada: lugares de distinción o lugares de fiesta popular y feria
Capitulo III: Cochabamba y sus espacios públicos en tiempos de Revolución Nacional
* Nuevos actores y viejas servidumbres
* La ciudad interpelada por el campo y el modernismo que toma tintes mestizos
* La ciudad jardín y sus áreas verdes asediadas
Reflexión Final
Planos
Bibliografía
INTRODUCCIÓN
Si existe un lugar donde las ciencias del hábitat y las ciencias sociales alcanzan frágiles acuerdos y
más a menudo profundos desacuerdos, es en la comprensión del “espacio público”. Para unos y
otros este término hace alusión a un objeto de estudio con atributos que no son universalmente
aceptados. Por tanto resultaría impertinente intentar esbozar alguna suerte de definición que pudiera
ser aceptable en términos generales.
El presente ensayo parte del supuesto de que la articulación entre sociedad, Estado y ciudad no es
una abstracción que se resuelve con el discurso de las ciencias políticas, las deducciones
sociológicas o las teorías de la arquitectura y el urbanismo. El punto de partida es la realidad de un
espacio físico (la plaza, el parque, el paseo, la avenida, la calle) que solo cobra dimensión
significante cuando es interpelada por los usos que le asignan los ciudadanos y las cargas de
imaginarios ideológicos que justifican esas asignaciones. Este proceso lleva implícito, por una
parte, las interrelaciones entre unos y otros diferentes, y por otra, la construcción de imaginarios no
necesariamente homogéneos, pero que conducen a la formación del sentido de ciudadanía.
Idealmente, el espacio público es un lugar de alteridades, sintonías y tolerancias respaldadas por el
buen diseño del urbanista y el arquitecto. Un ejemplo de cómo es posible pensar en una ciudad para
todos, donde la calidad de los sitios de reunión colectiva producen el milagro de la armonía de
contrarios. Naturalmente que si esto fuera una evidencia incuestionable, las ciudades serían
remansos de paz social y poco habría que añadir a un devenir histórico lineal y previsible.
Pasando del plano de lo ideal a la realidad palpable, este suerte de romanticismo urbano se decanta
en su opuesto. La ciudad y la totalidad de sus partes son el resultado de procesos de construcción
social teñidos de innumerables contradicciones y juegos, incluso perversos, de ganadores y
perdedores, es decir de imaginarios urbanos contrapuestos y cambiantes que ponen al desnudo los
egoísmos y las miserias de los actores en pugna.
En consecuencia, el espacio público tiene en su concepción un fuerte contenido ideológico, lo que
naturalmente conduce a muchas lecturas desde ópticas diferentes. Así, para planificadores urbanos,
arquitectos y paisajistas, éste es un artefacto proyectual que se organiza a partir de cierta lógica
geométrica combinada con contrastes de textura y color, recorridos espaciales y resolución de
condicionantes funcionales y ambientales. Para la óptica estatal que enfoca el desarrollo local, es
decir, el Municipio, el espacio público es una contabilidad de áreas verdes y espacio de diversa
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El presente ensayo se divide en tres capítulos que globalmente analizan el contexto y la relación
entre espacio público, fuerzas sociales y procesos de concentración de poder desde inicios del siglo
XIX a la década de 1960.
En el primer capitulo se analizan dos momentos significativos de la relación mencionada; el
primero, que abarca la primera mitad del siglo XIX a partir del contraste del ordenamiento espacial
colonial fuertemente segmentado entre la ciudad “letrada” de hispanos y criollos y los
asentamientos periféricos de ranchos donde habitan las clases subalternas; y la subversión de este
cuidadoso ordenamiento de separación de cuerpos y valores por la emergencia de la república
independiente que convierte la plaza de armas, asiento de los poderes locales que representan a la
Corona, en un gran patio urbano que irradia interculturalidad y tolerancia, donde conviven y se
desarrollan tanto los primeros fastos republicanos (desfiles, paradas militares, ritos religiosos, etc.)
como las fiestas populares (corridas de toros, retretas, vecindad de chicherías, etc.), en tanto el
castizo español de los letrados cede paso a un ejercicio bilingüe de español y quechua en la
totalidad del espacio urbano. En la segunda mitad de siglo XIX, el afianzamiento del poder de los
criollos, sean estos conservadores o liberales, se expresa en un retorno a la vigencia de los valores
coloniales segregativos. El centro de la ciudad y nuevos espacios públicos como la Plaza Colon y la
Alameda en el Norte se consolidad como el espacio de los criollos que reclaman su ascendencia
hispana, es decir, la Plaza 14 de Septiembre recupera su categoría de centro del poder regional, en
este caso, representado por la oligarquía terrateniente que convierte este espacio en exclusivo de las
élites urbanas y su función se reduce a dar cabida a actos cívicos y religiosos representativos del
imaginario de distinción de estos actores y lugar donde suelen desplegar sus galas domingueras. Por
otro lado, los nuevos espacio antes citados juegan el rol de lugares de paseo y exhibición de modas
y habilidades ecuestres de los hijos e hijas de las familias distinguidas. Emerge una frontera interior
entre el Norte y el Sur (la Avenida Aroma o Pampa de las Carreras), las chicherías son expulsadas
de los lugares de distinción y las fiestas populares y otros despliegues de raíz andina son confinados
a los rancheríos y barriadas de la zona Sud. La Plaza San Sebastián pierde su atractivo popular y la
Colina del mismo nombre se convierte en un paseo escasamente transitado. La Plaza de San
Antonio se convierte en un centro ferial y una suerte de centro de los valores populares en oposición
a la señorial plaza de armas.
En la primera mitad del siglo XX, de la que se ocupa el segundo capítulo, se acentúa la tendencia
puesta de manifiesto en la segunda mitad del siglo XIX. En este periodo, se materializan parte de
las aspiraciones modernistas como la instalación de las primeras redes de electricidad, se mejora la
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infraestructura urbana, los tranvías eléctricos emergen como la primera alternativa de transporte
público moderno; hechos que afianzan el sentido de espacio urbano moderno que se concede a la
zona central de la ciudad y promueve el inicio de la conversión de la campiña de la zona Norte en
los nuevos barrios urbanos de Cala Cala y Queru Queru que paulatinamente se van convirtiendo en
la nueva residencia de representantes de la élite comercial y terrateniente. Naturalmente el español
recobra su hegemonía sobre la zona central y los barrios residenciales en formación.
Este progreso material define un ámbito urbano especifico e inconfundible, para el imaginario de
las élites que han “reconquistado la ciudad” de manos de de tercos conservadores del gusto
aldeano, se trata del centro urbano moderno de la ciudad, del espacio que será objeto de la
cuidadosa mirada de los primeros planificadores de la ciudad que la bautizarán como “la city” en
oposición a la desprolija mancha urbana del sur que se la considera como los restos desportillados
de la aldea tradicional cerradamente opuesta al imaginario de la modernidad. En la city se respiran
aires de renovación y se habla exclusivamente el español en forma fluida, pareciera que un retazo
de Europa finalmente se ha recreado en Cochabamba. En contraste, en el sur, se respiran aromas de
chichería y cocina criolla, las calles caprichosamente retorcidas recuerdan el aborrecido pasado, las
fiestas y expresiones populares han sido definitivamente desterradas a este lugar, al igual que la
feria y el principal mercado urbano ubicado en la antigua plaza Calatayud, en fin, el quechua
también ha sido expulsado de los sitios modernos y encuentra refugio en este último baluarte de la
tradición.
El último capítulo abarca la década de 1950 a 1960 que corresponde a la Revolución Nacional de
Abril de 1952. La ciudad, que desde los años 40 han vivido el auge de una expansión urbana sin
precedentes que ha convertido los antiguos huertos y casas-quinta de la campiña en barrios de la
“ciudad jardín” y el nuevo imaginario de las élites que tratan de combinar modernidad con
negocios inmobiliarios; se conmociona hasta sus cimientos cuando la base material del poder del
antiguo régimen (el monopolio sobre la tierra y las haciendas) salta en mil pedazos con la irrupción
a la escena política de clases medias urbanas, obreros y campesinos que trastornan el delicado orden
social de la oligarquía e imponen una nueva correlación de fuerzas que excluye a los antiguos
patrones y catapulta a las cima del poder regional a plebeyos mestizos que raudamente se dan a la
tarea de equipararse con las antiguas élites. De pronto, la ciudad de la modernidad, la exclusiva city
es invadida y profanada por masas campesinas y de los barrios populares. Los sacrosantos espacios
públicos de la oligarquía se convierten en escenarios de manifestaciones y fiestas populares. Los
barrios residenciales son invadidos por nuevos ricos que han amasado fortunas en este río revuelto y
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La nueva relación entre Sociedad, Estado y Espacio Público que se inicia en la década de 1970 a la actualidad, ha
sido analizada en Rodríguez, Solares y Zavala (2009) y el estado actual del espacio público en Cochabamba está
excelentemente estudiado en Loza y Anaya (2019).
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CAPÍTULO I
Sociedad, Ciudad y Espacio público en el siglo XIX
republicana con los ideales que propugna el “eurocentrismo” (Dussel, 1994). Sin embargo, desde esta
perspectiva, América Latina sufre de inmadurez y por tanto, al mismo tiempo que se pretende que el Viejo
Mundo es el centro de la historia, el Nuevo Mundo, dada su condición inmadura, esta fuera de la
modernidad. Esta postura soberbia con que Europa contempla a los latinoamericanos, no impide, que las
élites señoriales se sientan y se reclamen europeas, y por tanto, marquen la diferencia social, económica,
política, cultural y de ejercicio de poder con el criollaje, los mestizos y los indígenas.
Fue ciertamente, como sugiere Enrique Semo (1979) la combinación de despotismo tributario, feudalismo y
capitalismo embrionario, la que dio forma a los dos componentes estructurales de la sociedad colonial, y
cuya pervivencia subsistió en forma casi intacta, en buena parte del siglo XIX e incluso el XX: la “República
de indios” o despotismo tributario y la “República de españoles” en la cual las instituciones feudales y las
practicas capitalistas emergentes se encuentran enlazadas. Semo anota que ambas no se cristalizaron en un
modelo de sociedad dual, sino en un sistema único, donde los españoles o mejor estos y sus descendientes
que se sienten más ligados a Europa y a los valores de la cultura de Occidente, y que se ven a si mismos,
como portadores de una misión civilizadora, son los que ejercen el mando sobre los segundos, las
comunidades indígenas, que más allá de consideráselos infieles que deben ser catequizados, son vistos como
fuerza de trabajo de la encomienda rural o la mita minera.
Sobre estas bases, desde el siglo XVIII, tanto los reformadores borbónicos como las capas de intelectuales
criollos, trataron de difundir la modernidad, entendida como la racionalidad de la empresa económica y la
difusión de los valores culturales universales que proclama la civilización occidental. Las ideas de la
Ilustración penetraron en el mundo colonial bajo diversas formas, siendo innegable el papel que
desempeñaron las universidades en la divulgación de las ideas de los pensadores franceses (Montesquieu,
Voltaire, Rousseau) pese a las prohibiciones y severas sanciones dispensadas por el Santo Oficio, ese
baluarte defensivo de la España feudal. Sin embargo, el peso de los cimientos de la sociedad colonial se
mostró más sólido que los argumentos del liberalismo.
En efecto, son las corrientes conservadoras, quienes en líneas generales definen los lineamientos ideológicos
del orden social resultante, es decir la continuidad del orden colonial como una condición esencial para hacer
viable la república independiente. El pensamiento conservador parte del precepto de que para garantizar el
orden dentro de una sociedad organizada y que se precia de civilizada, es necesario dejar intacto el orden
natural de las cosas, o mejor, el orden colonial de las instituciones y relaciones sociales, siendo vista toda
innovación como algo peligroso y por tanto ilegítimo. Tal orden, tanto desde el punto de vista del
pensamiento político, como desde la religión y la razón institucional, es un legado de tiempos remotos, de
hombres sabios, una obra divina, que debía permanecer inmutable o con la mínima innovación. Ciertamente,
se percibía la declaración de Independencia, como el equivalente a la formación de una nueva sociedad
distinta a la tradicional y, en consecuencia, portadora de oscuros presagios y terribles peligros. Por tanto, la
única concesión posible no pasó del límite formal, es decir, la condición de república soberana en el campo
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de las relaciones internacionales, pero conservando la continuidad del orden colonial en la estructura interna.
Hacia 1830, en la época en que D’Orbigny recorría la América meridional, estas cuestiones eran tema de
intensos debates y daban lugar a las primeras confrontaciones entre grupos oligárquicos y liberales, cada cual
provisto de su respectivo caudillo militar, para resolver en el campo de las armas, las diferencias ideológicas.
Las ciudades fueron (son) los escenarios donde este debate de ideas se desarrolló con mayor intensidad y las
más permeables para recibir el pensamiento innovador, en oposición al medio rural, que se considera hostil e
impenetrable a cualquier alternativa de cambio. De hecho, Domingo Faustino Sarmiento 3, reconocía que en
la Argentina, los conflictos internos de su país, se explicaban a partir de la contraposición de dos ideologías
irreconciliables: por una parte, la que representaba a la Civilización que equivalía a la vida urbana, y la
barbarie, que representaba la realidad de la vida rural. Sarmiento afirma en forma contundente que la ciudad
es el centro de la civilización argentina, española, europea: allí se concentra la vida artística, la educación, el
comercio, las instituciones de justicia, y en fin, todo aquello que caracteriza a los pueblos que se consideran
cultos. No tiene dudas al anotar que: “la elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos
europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente”, sin embargo: “el desierto las
circunda a menos distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de
civilización, enclavados en el llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una
que otra villa de consideración”. Con la contundencia que caracteriza a su pluma, Sarmiento expresa bien el
sentimiento de la burguesía criolla en ascenso, que marca la frontera entre dos mundos que no pueden
coexistir en paz. No cabe duda, de que las implacables campañas contra los mapuches y otras etnias
(Pampas, tehuelches, etc,), que bajo el denominativo de “Conquista del desierto” tienen lugar, sobre todo
durante la administración de Avellaneda en 1879, resolvieron por la fuerza de las armas esta contradicción,
pero la inspiración de estas cruzadas, bien pudieron ser recogidas de párrafos del Facundo, como los
siguientes:
El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada, tal como la conocemos en
todas partes: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización
municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el
hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos: sus
hábitos de vida son diversos; sus necesidades, peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas,
dos pueblos extraños uno de otro. Aun hay más: el hombre de la campaña lejos de aspirar a asemejarse
al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac,
la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay
de civilizado en la ciudad, está bloqueado allí; proscrito afuera, y el que osara mostrarse con levita
por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre si las burlas y las agresiones brutales de los
campesinos (Sarmiento, 1999:36-37)
El balance que realiza Sarmiento en 1845, refiriéndose a las dos realidades contrapuestas de campo bárbaro y
ciudad civilizada, no cabe duda que, con matices de detalle, se pueden aplicar a la mayor parte de los países
de América Latina. Este pensamiento, trazó con claridad un surco entre las opciones posibles para pensar un
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Sarmiento es autor del celebre Facundo: Civilización y Barbarie en las pampas argentinas, publicado por primera
vez en 1845.
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proyecto de nación viable, esto es, que tuviera la alternativa de inscribirse en el concierto de los países
civilizados. La ideología urbana que se siente portadora de esa viabilidad, es la que luego se convertirá en la
argamasa de las formulas políticas que intentarán encauzar las formas de convivencia dentro de un sistema
institucional que sancionará el monopolio del poder en favor de la burguesía criolla que se reclama heredera
de los valores de Occidente, por prosapia y por doctrina.
No obstante, la dinámica de las ciudades no se mueve según el deseo de estos prohombres, si en el caso
argentino y de otros países, son las armas las que resuelven el choque civilizatorio, en los Andes, tal opción
era impensable. En este caso, las ciudades, sin renunciar a su misión iluminista, no tienen otro remedio que
admitir la invasión pacífica de los llamados bárbaros que luego devienen en criollos mestizos, que a su
tiempo también se reclamarán como portadores de las ideas del progreso.
Sin duda, es el comercio la cadena de transmisión de procesos culturales no deseados. Las plazas
comerciales urbanas se constituyen en el elemento que dinamiza alternativas diversas e introduce formas de
hacer negocios de una manera distinta, al margen del dictado de los patriarcas gamonales. El progreso,
vinculado al desarrollo comercial, fue la palabra de orden que justificó las renovadas audacias mercantiles y
se mostró eficaz para neutralizar la visión de los grupos de hidalgos conservadores que veían en la
inmovilidad del orden social un correlato que se ampliaba al campo de la economía. Los librecambistas
hacían de la libertad de comercio una condición para alcanzar el progreso, en tanto, los proteccionistas
conservadores no se cansaban de anatemizar la libertad mercantil, como si fuera el mismísimo demonio que
perseguía trastrocar el delicado statu quo de las jerarquías sociales. Si bien, estos discursos reforzaron la
opción del criollismo conservador, como portador de la tradición y patrimonio de la sociedad rural, además
de guardián del orden colonial interpelado; las corrientes liberales reclamaron para sí la misión civilizatoria
de modernizar la sociedad e introducir en las formas de vida casi monacales, el soplo vivificante del
capitalismo industrial.
De acuerdo con Romero (2005), con el ascenso de la burguesía criolla 4, medio siglo antes del inicio de las
guerras de la Independencia, el orden barroco de las ciudades se esfumó 5. Una ola de movilidad social que
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El término criollo, se comenzó a difundir desde el siglo XVI, para denominar a los hijos de españoles nacidos en
América. Habitualmente, se considera que los descendientes españoles de los conquistadores constituyen la primera
generación de criollos. Su verdadera identificación se establece cuando el término sirve como sinónimo de
“español americano” o “hijo de la tierra”, frente al “español peninsular”, empleado para identificar a los españoles
oriundos de la metrópoli. Aunque también se contrapone al término de mestizo, no se trata de un concepto étnico,
ya que muchos criollos en realidad eran mestizos en algún grado. Su verdadero significado tiene relación con la
creación de una conciencia de grupo formado por quienes se sienten americanos, frente al español o al europeo, al
margen de su procedencia étnica específica, esta toma de conciencia deriva en el criollismo, es decir, esa suma de
diversos movimientos políticos y sociales que reivindican el derecho a gobernarse y a constituir naciones, frente a
la negación cerrada de la corona española para que los criollos pudieran ocupar cargos de gobierno en las colonias,
siendo este uno de los factores determinantes para el desencadenamiento de la guerra de la Independencia.
(Latcham y otros, 1956).
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Ángel Rama (2004), considera que los conquistadores hispanos que fundaron las ciudades en América estaban
concientes de la imposibilidad de reproducir el modelo de ciudad feudal, puesto que al atravesar el Atlántico, no
solo pasaron del viejo continente a uno presuntamente nuevo, sino que habían atravesado el muro del tiempo y
habían ingresado en un inédito capitalismo expansivo y ecuménico, pero todavía cargado del misoneísmo medieval.
La carga cultural que modela el espíritu de estos conquistadores, está influida de alguna manera por los valores
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Esto ocurría sobre todo, en las ciudades portuarias como Buenos Aires, La Habana, Río de Janeiro, Bahía,
Cartagena y otras.
La maduración de esta sociedad criolla, al tomar conciencia de su poder, confluyo al fortalecimiento de las
actividades comerciales, y esta confluencia, entre criollismo y negocios fue el origen de un cambio en la
morfología de las ciudades. Las calles y los tumultuosos mercados anunciaban el cambio: multitudes cada
vez más numerosas se incorporaban a la vida urbana. De esta manera, se va haciendo visible la silueta de una
sociedad abigarrada cuyo desarrollo se vincula de manera determinante a la expansión de un capitalismo
mercantil primero, e industrial después, proceso que marcará posteriormente, la constitución de las
formaciones sociales republicanas con diversos matices, pero conservando este común denominador en su
origen y emergencia.
Romero (obra citada) anota, que solo en las ciudades provincianas y en las que permanecieron estancadas, se
conservaron las formas tradicionales de vida. Es decir, que en las ciudades que no se incorporaron a la
dinámica comercial del mundo colonial, aquéllas que se encerraron en los límites de sus regiones y sus
mercados locales, las que ocuparon regiones geográficas marginales en los bordes del imperio luso-hispano,
persistió la ideología colonial del inmovilismo y se siguió cultivando el cerrado respeto a los valores de la
tradición y a la permanencia de las divisiones sociales en categorías cerradas e inviolables. En
contraposición, en aquellas ciudades que se expandieron y desarrollaron en forma acelerada una burguesía
comercial, en la base de la nueva sociedad criolla resultante tuvo lugar un proceso de interpenetración de
renacentistas que encuentran un referente en las monarquías absolutistas del siglo XVI, a cuyo servicio se plegó en
forma militante la Iglesia, concentrando rígidamente el poder en una corte y en un modelo de sociedad
jerárquicamente establecido y disciplinado, siendo la ciudad barroca, el punto de inserción más significativo y
valioso de la materialización de esta configuración cultural.
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clases y castas como resultado de la intensa movilidad social que provoca la expansión de la economía de
mercado.
A pesar de ello, las clases altas conocían su lugar y sabían desplegar su prestancia en las ocasiones festivas o
en las representaciones rituales, ya sea celebrando un aniversario del rey, a fines del periodo colonial o la
fecha cívica republicana en las primeras décadas del siglo XIX, allí los notables de la ciudad –ya sea por su
alcurnia, su fortuna, o ambas- ocupaban sitiales celosamente protegidos por la fuerza pública que los
resguardaba de la bullente multitud a la que se acostumbraba arrojar monedas:
Luchaban unos y otros por las monedas arrojadas, metían las narices en la ceremonia, pero
disfrutaban de su propia fiesta comprando dulces o carnitas a los innumerables vendedores que
circulaban entre ellos, bebiendo pulque o chicha, quizá bailando y cantando en sus corrillos, para
regresar finalmente a sus casas con el sentimiento de que eran el ‘populacho’, distinto de la ‘gente
decente’ (...) Pero solo para la ‘gente decente’ el populacho era un grupo social coherente. Cada uno
de sus miembros sabía que estaba dentro de un conjunto fluido y que dependía de él y de su buena
estrella, subir o bajar, tanto en fortuna como en posición social. Y en la lucha cotidiana, procuraba
cada uno apoyarse en sus inferiores para trepar e imitar a sus superiores para que cuanto antes lo
confundieran con ellos (2005: 140).
Un lugar importante dentro de esta sociedad abigarrada, ocupan los espacios públicos: teatros, coliseos,
paseos, alamedas, donde los distintos estratos de clase baja tenían la ocasión de alternar con la élite, luciendo
cada uno sus vestimentas, una suerte de objetos simbólicos, con los cuales cada cual deseaba mostrar a los
otros lo que era dentro de la sociedad o lo que aspiraba a ser. Al respecto Romero afirma:
Las ropas constituyeron un problema singular en la vida de esas sociedades urbanas, en las que la
ostentación del nivel social y la preocupación por el ascenso llegó a ser más que una obsesión
individual, la expresión de una filosofía de la vida, de una ideología. También lo fueron la casa y el
coche, las joyas y los criados, todo en fin, lo que significaba un signo de cierta posición social (2005:
141).
La ostentación, el lujo, el boato, no solo son exclusividad de los adinerados, también los menos afortunados
están dispuestos a distinguirse por su aparente solvencia, aun a costa de cargar pesadas deudas y hacer de la
apariencia un verdadero arte. Uno de los afanes más urgentes de las élites urbanas era el ser reconocidas
como tales, para ello era importante demostrar su condición hidalga, su abolengo, su condición noble, aun en
pleno tiempo republicano.
Las élites criollas que emprendieron la lucha libertaria, en realidad perseguían conservar más o menos
intacto el orden colonial, adaptándolo a las necesidades republicanas a través de limitadas reformas que no
afectaran o afectaran lo menos posible el viejo orden. La cuestión más delicada y compleja fue la relación
entre campo y ciudad, una relación cargada de prejuicios, donde los citadinos veían en la ciudad un faro
civilizador, en tanto el mundo rural era portador de ignorancia, rutina e incluso barbarie.
Estas ambigüedades entre el afán modernista de pequeños grupos letrados y los límites tolerables a los que
podían llegar, se decantaba finalmente en la permanencia de una fisonomía colonial que dominaba las
ciudades, y que viajeros europeos en las primeras décadas del siglo XIX, -entre ellos D’Orbigny-, se
encargaron de describir.
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Estas fisonomías urbanas que recuerdan a una Europa primitiva, en muchos casos dan paso a
transformaciones y mutaciones importantes. En otros, el ritmo de cambio es más pausado, en tanto, muchas
ciudades preservan sus rasgos coloniales a lo largo del siglo XIX. Las intensidades, los ritmos lentos y las
permanencias en la morfología urbana, no son caprichosos, expresan iguales intensidades en las distintas
sociedades republicanas para articularse a la economía capitalista mundial bajo el modelo agro exportador o
minero exportador. Ciudades como Buenos Aires, San Pablo, México, Santiago, Río de Janeiro o
Montevideo, experimentan raudas transformaciones, gran parte de sus estructuras urbanas coloniales
simplemente son demolidas para dar paso a extensas playas ferrocarrileras, silos, frigoríficos, industrias, y
donde cabe, ampliación de las zonas portuarias, todo ello en respuesta a la urgente infraestructura que
requieren sus pujantes economías exportadoras. Otras ciudades, tardarán más tiempo en deshacerse de sus
rasgos coloniales, en conformidad con la gradual inserción de sus economías regionales a los mercados
nacionales e internacionales; en tanto otras, mantendrán estos rasgos sin mayores variaciones. Al respecto se
comenta:
Muchas ciudades como Cuzco, Quito, Ouro Preto, Tacna, Cochabamba, Monterrey, Asunción,
Guatemala o Valparaíso mostraban una imagen en la que se prolongaba ampliamente el modelo
colonial urbano del siglo XVIII. Como verificó D’Orbigny en su viaje por la América Meridional, en la
primera mitad del siglo XIX era todavía posible encontrar las mismas plazas, las mismas fuentes,
calles, iglesias, casas de la época colonial, incluso hasta las costumbres de la vida cotidiana y las
vestimentas, en gran medida, permanecían inalterables (Solares, 1999:22).
Las ciudades mencionadas y muchas otras, lograron conservar partes significativas de su patrimonio
colonial, ya sea por que no lograron superar la situación de crisis y estancamiento que difundió la decadencia
de la economía minera de la plata vinculada a Potosí; ya sea, por que la oferta de sus productos agrícolas y
pecuarios no eran solicitados por los mercados nacionales e internacionales o porque su industria minera o
textil, e incluso su producción agropecuaria, no era competitiva, más allá de los límites de sus mercados
locales y regionales.
En el marco del contexto anteriormente esbozado pasemos a observar, a través de un breve repaso, los
aspectos relevantes que permitieron modelar la sociedad valluna en la época colonial y republicana, a manera
de un referente más cercano que nos permita valorar mejor el paisaje social que describe D’Orbigny en su
visita a Cochabamba.
La emergencia de Potosí como el emporio minero del nuevo mundo en el siglo XVI fue el hecho
determinante que permitió a los valles cochabambinos incorporarse a la explotación de la plata, como el
granero y la despensa alimenticia de esa gran empresa. Este proceso estimuló y aceleró una serie de
acontecimientos en una zona colonial relativamente periférica y a la cual, además de sus bondades
climáticas, no se le asignaba mayor relevancia. La eclosión de la minería potosina y la consiguiente puesta en
marcha de la empresa minera, bajo el comando del Virrey Toledo, permitieron organizar un aparato
productivo que supuso una profunda y radical reforma agraria que consolidó la encomienda bajo la forma de
gran propiedad, destinada a producir maíz, cuya harina era la base alimenticia de los mitayos y el trigo que se
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aclimata perfectamente a las condiciones de los valles centrales, y que permite proveer un soporte
alimenticio vital a los españoles. Estos hechos, dan por resultado, al decir de Larson (1978), la expansión del
capitalismo mercantil en los valles caracterizado por la apertura temprana de un mercado monetario, la
consolidación del predominio de la propiedad privada de la tierra en manos de encomenderos que se
convierten en hacendados, la articulación de lazos comerciales estables con Potosí y la presencia permanente
de un aparato político-administrativo que tiene como sede la Villa de Oropesa. El resultado de todo este
proceso, al cabo de pocas décadas, es la concentración de las tierras productivas de Cochabamba en manos
de una élite regional europea, la introducción extensa de nuevas especies agrícolas (legumbres, frutas) y
pecuarias (vacunos, ovinos, porcinos, aves), la implantación de formas de producción europea y el
crecimiento de las relaciones serviles bajo la forma del yanaconaje.
Hacia 1680, se inicia la lenta decadencia de la minería potosina, al mismo tiempo que San Luís de Potosí y
otros centros de explotación argentífera en México elevan sus niveles de producción. La Villa Imperial hacia
esta época ha agotado las vetas de superficie y las venas de plata más prometedoras se introducen en las
profundidades de la montaña, planteando problemas técnicos y tecnológicos que la minería de la época no
puede resolver sin convertir los costos materiales y humanos de la extracción en algo prohibitivo. Este
descenso de la producción minera y la consiguiente pérdida de la importancia económica de Potosí van
acompañada del consiguiente retroceso de su peso demográfico y por tanto de su importancia como plaza
comercial para la producción agrícola, pecuaria, textil y artesanal de un gran hinterland geográfico de
intensos intercambios, que en el decir de Assadourian, constituyeron un dinámico mercado interno regional.
Naturalmente, esta tendencia declinante de la minería potosina impacta sobre la producción hacendal de
granos en Cochabamba. Los grandes emprendimientos para intensificar la producción de maíz y trigo ya no
se corresponden con la intensidad de la demanda de estos productos en la plaza de Potosí. La consiguiente
caída del precio del maíz y el trigo, desincentiva el negocio de la exportación de harinas y ello trae consigo
un proceso sostenido de declinación de la producción cerealera. Una vez más, se abre paso una
transformación en las relaciones de producción en el agro. Un primer aspecto tiene que ver con la
declinación de la administración directa de la producción agrícola a cargo de los grandes terratenientes
españoles, para dar paso paulatinamente a formas descentralizadas de producción en favor de una población
rural de pequeños arrendatarios, los cuales no tiene otra forma de acceso legal a las tierras productivas. De
acuerdo a Larson (obra citada), en muchas haciendas la coexistencia de las dos unidades básicas de
producción: el demesne (las tierras que el hacendado conservaba para si) y el arriendo que tenía un carácter
marginal, sufre una alteración en favor del segundo, es decir, que la familia nuclear o extensa del yanacona
se convierten en fuerza laboral que trabaja con mayor intensidad la tierra arrendada, dejando de tener esta
inversión en trabajo un sentido de subsistencia, una vez que el fruto de dicho esfuerzo comienza a tener
importancia en el mercado regional. La fuerza de trabajo de los arrenderos rurales y el excedente económico
que generan tienen cabida en un mercado impersonal de oferta y demanda, en tanto los hacendados que ven
17
coartadas sus opciones de seguir con el negocio de exportación, no renuncian a servirse de los exyanaconas
arrenderos para imponerles la prestación de servicios personales en el demesne o bajo otras modalidades,
como una forma de controlar y regular la producción de las pequeñas parcelas, cuyo excedente se destina a
su comercialización en el mercado local.
La contracción de los mercados de cereales que afecta a muchas regiones de la América española en el siglo
XVIII, obligó a muchos terratenientes a parcelar cada vez más tierra entre los arrenderos, con la consiguiente
contracción de la tierra de demesne, que fue perdiendo gradualmente valor económico, situación que derivó
en un desplazamiento de la fuente de riqueza de los hacendados en favor de la captación de rentas por
arriendos y diezmos, es decir, en un desplazamiento de su rol productivo por otro de características
mercantiles. Siguiendo el rumbo que sugiere Larson, la formación social cochabambina tomó forma en un
periodo de relativo aislamiento económico acompañado de un sostenido crecimiento demográfico. La
población en el valle central se densificó bajo el impacto de las migraciones provenientes de las tierras altas.
Todo ello, permitió intensificar las actividades comerciales en torno a las cosechas de maíz para el consumo
local. La consolidación de un mercado local para el comercio de maíz incrementó la cantidad y calidad de la
fuerza de trabajo rural, dando lugar, desde mediados del siglo XVIII, al surgimiento de nuevos fenómenos
como la presión poblacional sobre la tierra, particularmente de la maicas maiceras y otras tierras con riego,
cuyo valor se fue incrementando en forma sostenida, al igual que el valor del arriendo.
En el último periodo colonial, uno de los rasgos que caracterizó a Cochabamba, de acuerdo a Larson, fue el
predominio de este campesinado sin tierra que vivía fuera de los pueblos de indios. La unidad productiva
agrícola primaria reposaba en la tierra de arriendo trabajada por el arrendero y su familia, pero también por el
subarrendero que cooperaba con estos o por jornaleros estacionales. Sin embargo, la propiedad de estas
tierras permanecía en manos del terrateniente y las rentas que le favorecían se pagaban en especies, moneda
o trabajo. Este campesinado obligado a practicar diversas estrategias laborales pudo incorporarse
masivamente al sistema de mercado, ello permitió que los bienes de consumo, no solo granos y harinas, sino
textiles y una variedad de productos artesanales producidos localmente, circularan dentro de una red de ferias
establecidas a lo largo del valle central y alto 6.
La expansión de un campesinado libre de las ataduras serviles de sus congéneres de las tierras altas y el
altiplano, permitió su orientación temprana hacia intereses mercantiles diversificados. Una de las
derivaciones de este fenómeno fue el desarrollo de la industria textil de paños de algodón crudo en la
segunda mitad del siglo XVIII, sin embargo las políticas peninsulares limitaron severamente la formación de
un mercado de consumo efectivo para esta producción, que permaneció en niveles de pequeña escala, sin
llegar a consolidar un sector industrial de mayor envergadura. Otro tanto pudo acontecer en rubros como la
producción de calzados y la alfarería. En consecuencia, Cochabamba no presencia la emergencia de una
naciente burguesía industrial, ni desde la perspectiva del apogeo circunstancial de su industria textil, ni desde
6
Las ferias más importantes fueron: la de San Antonio en Cochabamba en el valle central, la de Quillacollo en el valle
bajo y la de Cliza en el valle alto.
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a contrapunto del extinguido auge potosino, dan una idea de la dinámica del mercado de consumo interno y
de mercados regionales y extrarregionales provistos por la despensa valluna a través de un intenso comercio
en pequeña escala a cargo de esforzados arrieros.
La minuciosa descripción que realiza D’Orbigny de la ciudad demuestra que la misma se mantiene sin
mayores cambios respecto a similar descripción que realizó el Intendente Francisco de Viedma en 1788,
donde se destacan en términos de arquitectura, los edificios religiosos, y en términos urbanos, la plaza de
armas y la de San Sebastián. Observemos la imagen urbana que nos trasmite dicha descripción:
La ciudad de Cochabamba con sus arrabales, ocupa una vasta superficie: El gran número de sus
cursos de agua y jardines, la multitud de casas de un solo piso, la hacen aparecer más poblada de lo
que es en realidad. Está perfectamente trazada, dividida en bloques iguales o cuadras, por medio de
hermosas calles de 9 metros de ancho, las principales bien empedradas. Hay dos grandes plazas, la
Plaza Principal (situada en el centro de la ciudad), alrededor de la cual hay cuatro iglesias, la casa de
gobierno o Cabildo y, en medio, un surtidor de agua. Está adornada además con sauces recientemente
plantados, destinados a refrescar, cuando crezcan con sus sombras; es sin duda alguna, la más
hermosa plaza que pueda verse en cualquiera de las ciudades de la república. La segunda plaza es la
de San Sebastián, situada casi en los suburbios. Reina la mayor limpieza, gracias a la vigilancia de la
policía. Sin embargo, por falta de local apropiado, esas plazas, lo mismo que en La Paz, sirven
también de mercado y están ocupadas ciertos días, de toda suerte de productos de los alrededores,
transportados por los indios (2002:1155).
Este es el ámbito urbano donde se desarrolla la vida social y económica de la ciudad, pero dejemos a
D’Orbigny que nos introduzca en ella. Su primera impresión fue respecto a la vestimenta diferenciada según
categoría sociales, especialmente en las mujeres. Anotaba con perspicacias que las damas ricas exhibían
“modas francesas mas o menos atrasadas” combinados con rebozos españoles o chales de seda; en tanto que
las mujeres de los artesanos ostentaban en la cabeza un sombrero masculino, un corsé y polleras coloridas,
satirizando su porte: parece por ostentación, tan ancha como alta y rodar antes que caminar” y criticando
sin concesión la falta de gracia en el andar, disfrazando sus formas “bajo un ajuar incomodo como feo” Las
mujeres indias cubrían su cabeza con una montera “cuyo conjunto recuerda involuntariamente al sombrero
de Polichinela” o monteras de hombre a manera de un casco redondo, también visten polleras de colores
sombríos o telas negras. Respecto al género masculino, señalaba que los hombres de sociedad “visten a la
francesa”, los indios y mestizos llevan “el poncho corto, un chaleco redondo sobre una camisa de lana y un
calzón abierto de ambos lados”. Así mismo, D’Orbigny señala que el idioma generalizado es el quechua que
estaba extendido entre todas la capas sociales, al punto que los mestizos “solo saben algunas palabras de un
pésimo español”, así mismo constató, que las damas de sociedad tenían “una idea muy incompleta del
castellano que no les gusta hablar”, siendo por tanto el quechua la lengua única en las conversaciones
íntimas y familiares8.
Sin embargo, lo que acaparó la atención del cronista fue “la pasión del pueblo por la chicha”, bebida cuyo
gusto era apreciado por todos, convirtiéndose en una bebida que superaba las barreras sociales y los
8
No escapaba este hecho a un agudo observador como Francisco de Viedma (1969), al respecto anotaba en su
Descripción geográfica y estadística de la provincia de Santa Cruz de 1788: “Entre la gente vulgar no se habla
otro idioma que el quechua, y aun entre las mujeres decentes hay muchas que no saben explicarse en castellano”.
20
prejuicios raciales. Destacaba, que toda la ciudad consumía este licor, ya sea como refresco o para celebrar
acontecimientos religiosos, cívicos y familiares. Puso especial énfasis en las costumbre de las meriendas o
colaciones y describe con tintes jocosos una experiencia personal relativa a una reunión familiar de clase alta
que incluye a comerciantes extranjeros, donde el culto a la chicha, los chicharrones, los motes y las llajuas
era una suerte de cultura transversal a todo el conjunto de la sociedad valluna.
Otro aspecto que no deja de llamar la atención, es la alusión de D’Orbigny al dominio de la lengua hispana,
cuando afirma que el quechua es el idioma de los cochabambinos y que incluso, como se mencionó líneas
arriba, las damas de sociedad lo adoptan en sus tertulias, no manifestando mayor entusiasmo por el español.
Respecto a estas cuestiones, Ángel Rama hace notar que una de las misiones de la denominada ciudad
letrada es el orden de los signos, cuya finalidad es organizarse estableciendo leyes, distribuciones jerárquicas
y regulaciones, que permiten a ésta articularse a las estructuras del poder. Este vínculo no es otro, que la letra
rígida y la fluida palabra hablada que hizo de la misma, una ciudad escrituraria, reservada para una estricta
minoría (2004:71). Siguiendo la idea del autor citado, se considera que la letra, y por consiguiente la palabra
que proviene del idioma de la élite dominante, son las que posibilitan el orden, traducido en normas que
posibilitan el desarrollo de una vida social, hecha a la medida de los valores, en este caso republicanos. Es
por ello, que en las nacientes repúblicas, son los escribanos, los abogados y los burócratas de la
administración, por cuyas manos pasan los documentos que instrumentalizan el ejercicio del poder, el estrato
que se reclama letrado, aunque, como sugiere Rama, su desempeño es más escriturario. En estos términos,
dentro de la ciudad escrituraria se puede distinguir un núcleo, el más cercano al espacio sede de los poderes
estatales y eclesiásticos, donde se aglutinan las clases letradas que compartían la lengua castellana, núcleo
rodeado, sin embargo, por un amplio conglomerado de criollos, ibéricos desclasados, extranjeros, libertos,
mulatos, zambos mestizos y distintas mezclas raciales derivadas de diversidad de relacionamientos
interétnicos, que no se identificaban ni con los indios aborígenes ni con los esclavos negros. En el decir de
Rama, esta es la plebe de gente inferior que componía la mayoría urbana, donde surge el español americano
con sus giros originales, y que por largo tiempo fue resistido por los letrados. Por último se extendía un
amplio anillo de características rurales donde dominan sin oposición las lenguas nativas, este es sin duda el
territorio de “los otros”, de los que están al margen de la lengua hispana (obra citada: 74-76). El dominio del
español como idioma empleado en la vida institucional y social era (es) expresión de la pertenencia a una
jerarquía social más elevada, permite alcanzar una preeminencia frente a “los otros”, y en los tiempos
coloniales e incluso republicanos, establecía un cerco defensivo respecto a un entorno hostil y, sobre todo
inferior”(Obra citada:76). En suma, toda ciudad que se precie, aspiraba a convertirse en el orbe letrado que
defiende la legitimidad de la lengua civilizadora convertida en norma cultural y en modo de vida.
Retornando a la Cochabamba que contempla D’Orbigny, podríamos inferir, que el mundo colonial que nos
trasmite Viedma, por cierto muy horadado respecto a los moldes de la ciudad letrada colonial, ha terminado
por derrumbarse. La ciudad ha sido invadida por la cultura ecléctica de los vallunos, al punto que los criollos
21
que se reclaman herederos del ancien regime, se sienten más cómodos y extrovertidos retornando a la cuna
de la cultura quechua. Se puede afirmar, que el quechua y la chicha, son símbolos culturales de una
hegemonía popular sui generis que domina por doquier. Sin embargo, lo que subsiste del idioma de
Cervantes, da forma a lo normativo, a la delicada y formal separación de los estratos de propietarios de
bienes, fortunas, abolengos y usos de poder, de los restantes dueños de su fuerza de trabajo y de las
ingeniosas formas de incursionar en el mundillo urbano popular de las transacciones feriales. No obstante, en
este primer momento republicano, que se podría asumir que se extiende hasta la década de 1870 por lo
menos, las barreras sutiles entre letrados e iletrados se fracturan con frecuencia a la hora de las celebraciones,
las fiestas cívicas, religiosas y familiares, e incluso las tertulias de la vida diaria en el seno familiar o en la
relación que se produce en el espacio público.
Esta singular connotación no se explica solamente por el trastrocamiento del orden constituido que pudo
implicar la transición del poder colonial al republicano, sino por un proceso de mayor amplitud vinculado a
las peculiaridades que impuso la crisis minera a la formación social regional, esto es la connotación del
destino de la economía cerealera de exportación que abastecía a las minas del cerro rico, y cuyo declinio
significó suerte similar para dicha economía satélite. Brooke Larson (1978) examinando las consecuencias
de estos hechos anotaba que “ya hacia 1683, las autoridades reales distinguían a Cochabamba como una
zona mestiza donde los indios se escabullían de las redes de los recaudadores de tributos, atribuyéndose así
mismos como 'supuestamente mestizos o cholos”.
La propia Larson (1982) anotaba que en el siglo XVIII, incluso resultaba peligroso y conflictivo intentar
hacer alguna distinción entre un “indio” que reclamaba su paternidad blanca - y por consiguiente su
condición de persona libre de tributo- y un “mestizo” genuino, porque tanto indios “forasteros” que
inventaban parentescos con lejanos descendientes hispanos, “cholos” y “mestizos” trabajaban juntos en todos
los pueblos y haciendas de los valles centrales de Cochabamba. Sin embargo, este proceso era factible, no
necesariamente debido a un sentido de solidaridad con los indios escapados de los ayllus de las tierras altas,
para sustraerse a las temibles redes del tributo, el repartimiento y la mita, sino a la posibilidad que estos
hechos proporcionaban para acceder a la explotación de una mano de obra barata y abundante, y sin ninguna
otra alternativa que plegarse a este sistema de mutuas complicidades y calculadas tolerancias, y donde
primaba un elevado sentido de la oportunidad, que nunca dejo de ser un rasgo sobresaliente de los habitantes
de estos valles. De esta manera, los contingentes de forasteros que llegaban hasta la periferia de las haciendas
y áreas urbanas, conseguían trabajo, sobre todo en pequeñas propiedades y en las populosas ferias, que
contrariamente a la quiebra de la agricultura exportadora, impulsaban el crecimiento de la pequeña
agricultura volcada hacia un naciente mercado interior. Por ello no resulta casual que hacia 1750, la Villa de
Oropesa o Ciudad de Oropesa, como se la comenzó a denominar, fuera básicamente abastecida por gran
número de pequeños productores de granos, los que ya en esa época habían logrado debilitar el control de los
hacendados sobre los circuitos de intercambio. Esta dinámica, obviamente solo era posible, en medio de un
22
acusado resquebrajamiento del sistema de castas y el fortalecimiento continuo del mundo mestizo (Solares,
2011). Este fortalecimiento sin duda, llega a su punto más elevado en las primeras décadas republicanas.
¿Que impresión se desprende de este singular paisaje social que expone D’Orbigny? Sin duda, la presencia
de una sociedad abierta, aparentemente liberada de las cargas culturales coloniales, una suerte de paraíso de
interculturalidad y tolerancia. Sin embargo, sería ingenuo pensar que las contradicciones entre clases sociales
y las distancias entre ricos y pobres se han acortado. La sociedad que contempla nuestro cronista emerge de
una larga crisis, cuyos orígenes se remontan a la extinción del mercado potosino y que se agudiza a inicios
del siglo XIX con graves sequías y la Guerra por la Independencia. Cochabamba sufrió con particular
intensidad las penurias de saqueos, represiones, carestías, pérdidas de vidas y sangrías económicas. Es
posible inferir que D’Orbigny realiza el registro de una élite diezmada en sus mejores representantes. Los
que quedan, pese a conservar su patrimonio más o menos intacto, no logran todavía alcanzar la distinción y
el nivel cultural que hacen que una clase social dominante sea reconocida como tal. Sus hábitos de vida, sus
valores culturales, sus despliegues materiales no se diferencian de los similares que ostentan las clases
populares. El idioma quechua y el áureo licor son los valores universales de esta formación social, valores
que colocan en un mismo rasero a quienes se reclaman caballeros hidalgos o a quienes se reconocen como
mestizos vallunos, e incluso indios arrenderos, artesanos y otros estratos subalternos, que a la hora de la
celebración pública y el rito religioso comparten los mismos espacios, los mismos placeres y los mismos
hábitos, práctica que se extiende a la esfera de la vida privada y la cotidianeidad, donde la mesa criolla, la
mestiza y la del artesano o el agricultor pobre se adorna con las “machu jarras”, se hacen irresistibles con los
sabores que brindan los frutos de la tierra, cobra sentido con el dulce idioma de los incas y se llenan de vida
con las tonadas del alma popular.
Como hemos podido observar, por esta misma época, las distintas repúblicas trazan con firmeza la línea que
separa a sus élites del mundo andino. Las ciudades se erigen como los faros de la ilustración y los valores
civilizadores, surge un nuevo patriciado, se trata de la antigua burguesía criolla que disputó su vigencia al
poder colonial, y que ahora agazapada en la administración pública y apta para los sutiles manejos de la
economía, la política y los negocios, como sugiere Romero (obra citada), se ha sobrepuesto a los temores de
la guerra contra España, a los sobresaltos del desorden y de la guerra civil. Quienes obtuvieron el poder por
las armas, -las castas terratenientes y los caudillos que las representan- ahora dirigen su atención hacia los
doctores y prohombres de la ciudad, que con sus impecables trajes de levita representan el orden y la cultura,
pues sus consejos y habilidades son imprescindibles para instrumentar un nuevo poder y un nuevo orden, en
realidad, desempolvar el viejo orden colonial y aderezarlo con barnices democratizantes, de tal forma que los
altos vuelos políticos, las frases con reflexión filosófica, los llamados al orden y a la observancia de los
valores morales, se combinen con naturalidad con los intereses de preservación de la propiedad de
latifundios, los negocios de la banca, los empréstitos extranjeros y el comercio, de manera que burgueses
23
citadinos, gamonales a ultranza y militares de fortuna aúnen fuerzas y se consideren el nuevo patriciado.
Romero anota:
En el ambiente que predominó después de la independencia era impensable una política que no
estuviera respaldada por la fuerza. El signo de esa situación fue la transmutación de los civiles en
militares. Manuel Belgrano fue el ejemplo de cómo un típico intelectual representante de la burguesía
de Buenos Aires pudo transformarse en general de un ejército regular (2005:202).
No obstante, incluso en los últimos años de régimen colonial, los poderes estatales y la Iglesia no renuncian a
mantener y practicar los rígidos esquemas de dominación y orden establecidos por el absolutismo español y
fortalecido con nuevas dosis de autoritarismo en el régimen borbonico. En el caso de Cochabamba, todavía a
fines de 1810, el poder eclesiástico, a través del gobernador intendente era capaz de imponer penas
pecuniarias y penas físicas a quienes no mostraran respeto por los ritos y obligaciones con la Iglesia o que
transgredieran el orden de castas establecido, así como recordar a las clases subalternas los límites de sus
atribuciones y comportamientos. Ciertamente estas disposiciones, muchas veces de corte draconiano,
expresan la visión de un orden autoritario de la sociedad donde el color de la piel, la cuna de origen y el
apellido definen los roles, las funciones y los privilegios a los que se puede o no acceder. Sin duda, las luchas
independentistas, sobre todo en las regiones, donde se libraron con mayor encarnizamiento, como es el caso
de Cochabamba, debilitan e incluso diluyen temporalmente las fronteras entre castas.
Sin embargo, el nuevo orden republicano en la región de Cochabamba, no llega de manera inmediata, a
establecer nuevos lineamientos y formas más decantadas de constitución de un nuevo orden político,
económico y social. D’Orbigny todavía encuentra un proceso social donde la fuerza de lo popular no deja
precisar las fronteras que más tarde dividirán los campos de las élites que se sienten portavoces de las
llamadas clases cultas o educadas y de los otros, los vallunos cerriles y el oscuro mundo indígena. Por ello, el
viajero se sorprende con la ausencia de ostentación de linajes y blasones que ya inundan el mundo porteño e
incluso la no muy distante sociedad chuquisaqueña o paceña. Aquí todavía, los afanes de ostentación son
premodernos, los gustos, los sabores, los olores, los roles y los ritos se sitúan en un plano de inédita
democracia. No cabe duda de que el escenario y devenir de la vida que contempla D’Orbigny es excepcional,
sobre todo si se considera que no se trata de una coyuntura pasajera, sino de una realidad que solo cambiará
en las últimas décadas del siglo XIX.
¿Como era la ciudad y cual era la calidad de sus espacios públicos en esta época? No cabe duda que la
descripción de la Ciudad de Oropesa que realizó Francisco de Viedma el último intendente y gobernador
español de la Provincia de Santa Cruz con asiento en Cochabamba, en 1788, se mantenía prácticamente
invariable respecto al paisaje urbano que encontró D’Orbigny, esto es, una estructura física que expresa la
regularidad geométrica que impone el trazado de las ciudades hispanas, donde resaltan dos plazas: la
principal o plaza de armas y la plaza de San Sebastián y la presencia de ocho conventos y un beaterio, que
reafirman la presencia imponente del poder eclesiástico sobre los símbolos del poder terrenal del monarca
español y sus representantes, es decir las casas capitulares y el cabildo, que el propio Viedma reconoce como
24
muy modestas. Como en toda ciudad de la América española, es desde esta plaza de armas que se irradia el
sentido del poder y el orden que organiza, tanto el resto del espacio urbano como el conjunto de la sociedad
que la habita.
Una descripción de la época evocada por Gustavo Adolfo Otero, captura la singularidad de la villa y el
portentoso marco natural que le rodea:
Sobre la planicie, allá lejos, se muestra Cochabamba. Las torres de los templos que recortan con sus
flechas la urgencia del cielo ebrio de luz, polarizan en una ordenada arquitectura, la cuadrícula de las
construcciones urbanas, que en un múltiple desdoblamiento se enfilan hacia la campiña como un
fantástico regimiento policromado en un ansia infinita de prolongación. Los ordenes arquitectónicos de
solera española y su urbanismo, tienen cierta severidad a pesar de la policromía detonante de las
fachadas de sus casas y de la gracia que envuelve con su euritmia la atmósfera de la ciudad. Las casas
chatas y las de dos pisos, de evocaciones castizas, alinean con los templos trazados sobre los moldes
de la época, que recuerdan fervores que llegan hasta el cielo... La presencia de los templos, pone una
nota de claroscuro a esta visión, transformándola de alegre, en un reconocimiento místico de
quietud...proyectándose la fantasmagoría de un complejo pulso que hace decir a las gentes de
Cochabamba, que es una ciudad monacal. Cochabamba fue una de las ciudades más populares
después de Potosí. Es el centro económico de la Colonia, llamada la ‘Valencia altoperuano’ (1980:191-
192).
Se pone en evidencia una vez más la jerarquía de los templos e iglesias que a manera de hitos urbanos y
objetos simbólicos, sugieren la presencia de una sociedad conservadora y clerical. Sin embargo, esta es más
una apariencia que una realidad absoluta. Las singularidades de esta sociedad, marcada por el largo declinar
de la minería de la plata y el abandono de los hidalgos señores de la tierra de sus tareas productivas y de su
rol de conductores de la economía regional, cuando estas tareas se convierten en factores de riesgo y de
rentabilidad discutible, en favor de opciones de corte mercantil y usurario, donde la tierra deja de ser un
medio de producción, para ceder paso a su valor de cambio como generador de rentas a través del arriendo y
el préstamo hipotecario, pero al precio de ceder el protagonismo económico a antiguos subalternos que
dominan el mercado de alimentos y una densa red de transacciones menudas que le dan a la ciudad ese
colorido de toldos y polleras, sentando las bases de una relación campo-ciudad más abierta y de una
sociedad, donde la tradición colonial de rezos y castas de grupos ultra conservadores, no puede impedir la
coexistencia necesaria con las emergentes clases populares de artesanos, agricultores emancipados y
fabricantes de chicha, mejor conocidos como vallunos y vallunas.
En el ámbito del espacio público no dejan de encontrarse y tolerarse dos personajes representativos
de mundos con valores opuestos: por una parte, el caballero de levita, que tan bien describe
Sarmiento, que luce un impecable terno de tono oscuro, brillante chaleco, elegante sombrero,
zapatos de charol y el ineludible bastón en señal de mando, por otra, la dama con la prestancia que
le proporciona el uso de vestimentas europeas que en opinión de D’Orbigny resultaban algo
25
anticuadas; y el valluno, que en el decir de Augusto Guzmán (1972), es un tipo social intermedio –
entre el mestizo urbano y el indio rural de las sierras-. Se trata del agricultor de los valles, que no
queda constreñido a esta actividad, sino que además se desempeña como “comerciante y artesano
en uno o varios oficios: vaquero, carpintero, albañil, cohetero, ollero, tejedor, canastero,
sombrerero, pellonero, ojotero”. Se desempeña además, como arriero y está muy apegado al
pedazo de tierra que cultiva. Sin embargo, como pudo comprobar D’Orbigny, ambos, -el caballero
de levita y bastón y el valluno-, comparten muchas cosas: los gustos por la buena comida regada por
abundante chicha, el dulce idioma quechua y la concurrencia a las distintas fiestas religiosas o
profanas.
Los espacios públicos más emblemáticos de esta época son la Plaza 14 de septiembre y la Plaza de San
Sebastián, seguidas posteriormente por la Plaza Colon y el Paseo del Prado. Las dos primera, son en realidad
espacios amplios y donde se desarrollan funciones diversas, no siempre compatibles entre si. La Plaza
principal, plaza de armas o plaza mayor, es el corazón de la ciudad. Se puede decir, que la ciudad, no es otra
cosa que un conjunto de calles y manzanas estructuradas a partir de este espacio central que da sentido al
conjunto. Es el sitio fundacional9 delimitado por las edificaciones más importantes y emblemáticas de la
ciudad, asiento de los poderes públicos y eclesiásticos. Por tanto era, en primer término, un sitio de
despliegue de actos cívicos y celebratorios de hechos históricos que marcan los rituales de la República en
sus primeros tiempos: paradas militares, concentraciones de escolares y frondosos discursos.
Simultáneamente es el lugar de desarrollo de los ritos religiosos: procesiones con gran despliegue histriónico
de devotos y devotas, solemnes misas y lugar de frecuente concentración de feligreses con diversos motivos:
sin duda en la iglesia catedral se celebran los matrimonios de los caballeros y damas criollas de mayor
raigambre, también los bautizos de los presuntos herederos de las fortunas y prestigios locales, y sin duda, el
paseo final de las carrozas fúnebres que conducen al campo santo los cuerpos de los notables de la ciudad 10.
Por tanto, la plaza, para unos y otros, era un espacio cargado de símbolos y valores identitarios. Pero, al
mismo tiempo, era un sitio fundamental del desarrollo de la vida cotidiana. Inicialmente, debemos
imaginarnos la plaza despojada de sus galerías, por tanto un escenario menos elaborado y más próximo a un
paisaje aldeano. En sus perímetros, además de los edificios públicos se sitúan las viviendas de las familias
que ostentan poder económico: terratenientes, políticos influyentes, grandes comerciantes, servidores
públicos y religiosos de alta jerarquía, quienes no tienen mayor reparo en dar cabida, alquiler mediante, a
establecimientos comerciales diversos: pulperías, almacenes, boticas, una que otra fonda y sin duda, mas de
una chichería. En la noche es el sitio mejor iluminado de la ciudad y en ciertos días, es el lugar de paseo de
9
Respecto al sitio exacto donde tuvo lugar la fundación de la ciudad existen criterios no coincidentes que pueden sr
consultados en Villarías-Robles y Pereira (2013)
10
Ver en Alber Quispe (2013), un interesante estudio sobre la festividad del Corpus Christi en Cochabamba que más
allá de su significado religioso, proyectaba una intencionalidad política y de escenificación de las estructuras de
poder, tanto en la época colonial como a lo largo del siglo XIX.
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los jóvenes de ambos sexos y de familias enteras que disfrutan los sentidos aires musicales de la tierra
interpretados por la banda militar de la localidad, se trata de las retretas domingueras, que son parte viva de
la tradición y del imaginario que se recrea en este espacio público. En días fijos, (miércoles y sábados),
partes de este perímetro se transformaba en un activo mercado popular donde cholas, artesanos, damas
notables e infinidad de criadas y sirvientas, fracturan con su bullicio y colorido el tono respetable de este
sitio11. La escena, no es difícil imaginarla: el paseo cotidiano de caballeros de levita que avanzan haciéndole
el quite a los vendedores que se esfuerzan por mostrarles sus mejores ofertas. A ello sigue, la cotidiana charla
en pulperías, cafés o algún salón de té, donde se discute de política, incluso se conspira, se habla de los
personajes recién llegados –sin duda la figura de D’Orbigny fue el centro de muchas tertulias-, también se
habla del sexo bello y de las damitas casaderas y sus preciados dotes. En las plazas cívicas de muchas
ciudades como Santiago de Chile se jugaba al billar, y probablemente la plaza de Cochabamba no fue una
excepción. También aquí se celebró una que otra corrida de toros y mas de un pugilato electoral entre bandos
políticos contendientes, aprovechado por mas de un valluno para ajustarle las cuentas a algún caballero
prepotente.
En suma, podríamos ver la plaza de armas de los primeros años republicanos como un espacio intercultural
tolerante: aquí pasean señoriítos y señoritas, caballeros y damas que se codean sin mayor prejuicio con
cholas y cholos. Sin embargo las diferencias entre clases sociales se mantiene: no solo existen las diferencias
de vestimenta que registra D’Orbigny, sino las funciones que unos y otros desempeñan en este espacio: los
caballeros y damas que se sienten portadores de los valores civilizatorios o herederos del viejo orden
colonial, es decir los notables de la ciudad, pasean y se reúnen en grupos coloquiales donde se tejen y
entretejen los chismes del momento, se comentan los sucesos políticos, los acontecimientos sociales y los
pronósticos económicos, así como las novedades de ultramar, que llegan de tarde en tarde. En tanto, la
presencia de cholas, artesanos, no pocos indígenas, mulatos, mestizos vallunos, está justificada, por que
ofertan servicios y mercancías a los señores y a las damas, o porque son parte de su servidumbre. Sin duda,
que sin tomar en cuenta este sutil detalle, la imagen resultante se asemejaría a una feliz y colorida
mezcolanza. Veamos algunas remembranzas de la vida urbana que se despliega en la plaza de armas o en
torno a ella:
Un primer hecho notable que remarca la idea de una ruptura profunda entre el orden colonial, que todavía es
respetable en tiempos de Viedma, un censor rígido de los comportamientos vinculados a las buenas
costumbres de la sociedad colonial, es su aversión a la chicha, que no duda en calificarla como brebaje
nauseabundo y que ciertamente está desterrada de la plaza y sus vecindades. Sin embargo, neutralizado este
poder, el nuevo orden republicano, por lo menos en el caso de Cochabamba, es ampliamente tolerante, no
11
El comercio ferial en la plaza de armas fue relocalizado a la Plaza de San Sebastián en los primeros años del siglo
XIX.
27
otra cosa significa esta crónica, que en forma parcial señala la ubicación de las chicherías en la zona central
de la ciudad, a mediados del siglo XIX:
En la plaza 14 de Septiembre, había una en la vereda del Palacio (hoy la Prefectura), con sus enormes
ollas de comida en la puerta. En la calle del Teatro (calle España), dos en la casa que hoy es de la
familia Unzueta, una en la de la viuda de Daza, con sus ollas de comida servidas por un matrimonio
de africanos, una al frente de los señores Fernández, una en la casa que es de las señoritas Quiroga,
otra en la casa que es de la Sra. Clara Villarroel, antes del finado Dr. Zacarías Arce, otra, en la que
ocupa el hojalatero Cesar N., tres en la casa que pertenece al Dr. Gutiérrez Argandoña, una en la casa
de don Pedro Loureiro, otra frente a la casa del Dr. Francisco Rojas, otra en la de doña Juana
Ariscain, otras frente a la de doña Manuela Córdova, y otra en la que fue de don Luciano Sanzetenea,
que hoy es propia de una familia Gómez de Misque. En todo, han desaparecido, una en la plaza y 16
en la calle del Teatro, en sus dos primeras cuadras (El Heraldo No.1559 de 7/ 12/ 1889).
Es decir, la chichería estaba alojada en las casas de muchos notables y era vista como una actividad que no
comprometía su condición de ciudadanos de primer orden. Sin duda, la señal mas significativa de lo que
podríamos denominar, el avance cultural del campo sobre la ciudad, esto es la irrupción pacífica de los
valores emblemáticos del mundo valluno sobre el universo señorial, es la ocupación del centro urbano y la
plaza por pintorescos locales de expendio de chicha.
Otra escena no menos llamativa es el despliegue de los ritos cívicos que tienen lugar en este singular sitio.
Con motivo de la celebración del cumpleaños del General Isidoro Belzu, Presidente de la República (1848-
1855), tiene lugar una fiesta cívico-política de grandes proporciones en la plaza de armas de la ciudad, donde
no faltan salvas de artillería, globos aerostáticos, repique de campanas, iluminación decorativa de la torre de
la catedral y la fuente de agua, despliegue de orquestas y bandas, concentración y desfile escolar, marcha
corporativa de la ciudadanía, entonación del himno patrio, parada militar, un solemne Te Deum, nutridos
discursos, luego, lo más notable: “más de 6.000 almas sobre los cuatro ángulos de la plaza, disputándose la
plata que el señor Presidente Constitucional de la República ordenó se botara al pueblo (...) a estos actos de
emoción y alegría, sucedieron las gratificaciones a los soldados y clases de los regimientos, los niños de las
escuelas y los pobres de la cárcel”, además se señala que el Gral. Achá y los oficiales de dos regimientos
tenían preparada una esplendida mesa de “120 cubiertos lujosos y elegantemente guisada de cuanto ofrece el
país, y lo que es más aún, servida de todos los vinos generosos y variados que nos vienen de Europa”,
seguidos de innumerables discursos y brindis “que brotaron de todos los ángulos de la mesa como un
torrente de elocuencia sin dique que lo contenga”.En fin, “eran las 8 de la noche en que todo el pueblo
gozaba de los conciertos músicos que se oían en todas direcciones y en la expectación de los fuegos
artificiales que parecían incendiar el cielo” Naturalmente no faltaron “en estos momentos faustos las
cuadrillas y polkas con las bellísimas señoras de Cochabamba en la exhibición de un gran baile de
fantasías” (El Orden, nº 48,12/04/1854)12.
12
Respecto a la “gran baile de fantasía” se destacaba esta noticia de la siguiente manera: “GRAN BAILE: En la
noche del domingo 28 (de Mayo de 1854), se verificó el baile de los señores jefes y oficiales de caballería en
obsequio del Señor General Presidente de la República (...) Las señoras se presentaron adornadas con bastante
28
Pero la plaza no solo es el escenario de los fastos cívicos, políticos o religiosos, también es el escenario de la
fiesta y la diversión popular. Veamos el siguiente relato:
No cabe duda que en este singular despliegue de fanfarria, fervor político, alegría, fiesta y ostentación, los
notables y los vallunos se confunden en una sola celebración 13. No se debe olvidar que Belzu representa a los
sectores proteccionistas opuestos al libre cambio liberal, por tanto es el líder de los artesanos y de la plebe
que se siente representada por su pensamiento populista. Nada más opuesto al sentimiento de las élites
conservadoras. Sin embargo, la plaza 14 de Septiembre, -algo inimaginable en La Paz 14, pese al fuerte apoyo
que tenía Belzu en esa ciudad-, es el escenario de un espectáculo de luces, música y colores, donde
connotados caballeros y damas de sociedad, cholos y cholas vallunas comparten y disfrutan del espectáculo.
No obstante, las sutilezas que marcan la diferencia están presentes: los notables disfrutan de un memorable
banquete y las damas despliegan vistosas cuadrillas, en tanto la plebe se disputa las monedas de plata que el
magnánimo presidente mandó a distribuir. Pero tales detalles, no borran la impresión de que la plaza es el
lujo y los hombres con elegancia. Las mesas de refresco y de ambigú estaban preparadas con mucho gusto y
profusión. Después de algunas lindas cuadrillas, polkas y redobas, canto en el piano una de las señoritas
concurrentes una Cavatina de Ernani con tanta perfección que mereció aplauso general” (El Orden, nº citado).
13
Alber Quispe (2014) desarrolla un análisis al respecto, en torno al debate posterior a los hechos relatados, sobre la
impertinencia de permitir espectáculos taurinos y “sus excesos vulgares” en la ciudad y el debate que se abre al
respecto entre remilgados caballeros y querendones de la cultura popular. Naturalmente que estas prácticas son
erradicadas y confinadas a una plaza de toros (El Acho) en la colina de La Coronilla.
14
Unos años antes, se transcribía una escena del Prado o Alameda de La Paz en los siguientes términos: La Alameda
en la tarde del domingo: El elegante aliño de las damas ha sobrepasado nuestro anuncio: las popelinas de corona
(o turbantes) y los peinados de rizos largos han sido de gran moda; los ‘leones’ se portaron tan bien como
verdaderos leones, los ha habido de pie, lo mismo que de caballo; y para que nada falte a tan lucida tarde, un
elegante tílburi recorrió vagaroso las avenidas del prado, conduciendo en figura de mujer a ‘Diana desvelada’ (La
Época, nº 109, 09/09/1845). La otra cara de la medalla la denunciaba el mismo órgano de prensa en los siguientes
términos: Los indios y sus opresores: “Nada para ellos(los indios) ha cambiado con la independencia, pues sus
condiciones miserables no han mejorado. ¿Qué significa por ejemplo, la obligación impuesta al indio
cochabambino que viene con harina, de no poder venderla a su antojo y a quien mejor le conviniera; ¿No es una
violencia completa del sagrado derecho de propiedad? ¿Se fundarían esas prácticas odiosas si el comercio de
harinas perteneciera a caballeros blancos, de esos que tienen todavía pretensiones de nobles?, juramos que no (...)
Recuérdense las vejaciones que sufren los indios fleteros de Yungas por el arbitrarismo de algunos empleados
subalternos o los indios contratistas y las obligaciones impuestas a los indios que comercian con harinas y carbón ”
(La Época, nº 83, 07/08/1845).
29
espacio público convertido en el patio de una gran casa (la ciudad) donde todos se toleran sin poner en
discusión sus roles y posiciones dentro de esta singular estructura social.
coronado con un cóndor de alas desplegadas, que simboliza la libertad. Sin embargo, la plaza 14 de
Septiembre revela una contradicción evidente, pues esta "innovación" que cambia la fisonomía de la antigua
plaza mayor, refuerza la lectura del sentido colonial de la misma, en correspondencia a una flamante
sociedad republicana, que todavía se aferra a preservar el rígido principio social de castas, como se hará más
evidente en la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, las élites regionales, al hacer suyas estas
concepciones ideológico-simbólicas del espacio, no logran reproducir en el imaginario de las clases
subalternas, la misma hegemonía ideológico-autoritaria que ejerció su antecesora ibérica sobre el conjunto de
la sociedad colonial. En el fondo, esta primera obra es toda una radiografía del desgarramiento entre la
formalidad republicana y el imperativo de mantener intacto el viejo orden: los ideales libertarios que
encarnaron las montoneras vallunas en las luchas por la independencia están reducidas a un conjunto
escultórico modesto rodeado por una silueta urbana aplastantemente colonial (Solares, obra citada).
Otra obra urbana que recrea un espacio público propiamente republicano fue la apertura de la Alameda y la
Plaza Colón, inauguradas en 1848, la misma que rompe con el esquema hispano del damero y define el eje
de la futura expansión urbana entre el extramuro Norte y el río Rocha.
Al respecto se puede especular, aunque evidentemente no existan pruebas documentales, que este u otros
paseos similares en diferentes capitales latinoamericanas, pudieron ser influenciados por corrientes europeas
en boga, que luego tomaron forma en los "bulevares" parisinos que unos años después propondría el Barón
de Haussmann15. Se trata, esta vez, de una concepción inspirada en valores urbano-burgueses, dentro de una
franca intencionalidad de quebrar el oasis señorial de inicios de la República y ampliarlo hacia la zona Norte,
poseedora de los mejores sitios y paisajes de la campiña, así como de los recursos hídricos más abundantes.
De acuerdo a Federico Blanco (2003), el paseo originalmente estaba conformado por “cinco espaciosas
calles separadas por hileras de hermosos sauces y rosales". El paseo remataba en una imponente portada,
la misma que se ubicaba en el límite Norte de la Plaza Colón, definiendo una especie de "arco de triunfo”
que daba acceso a la Alameda y que fue demolido, debido a su precaria estabilidad, en 1889. Paulatinamente,
este paseo se convirtió en el lugar preferido de las relaciones sociales y en el lucimiento de las renovadas
galas de lo mas granado de la sociedad cochabambina, como veremos más adelante (Solares, obra citada).
Otro tanto sucede con la Plaza de San Sebastián, el sitio que generalmente se asigna a la primera fundación
de Cochabamba en 1570. Se trata de un amplio espacio donde, desde inicios del siglo XIX se situaba la
actividad ferial de productos agropecuarios, pero al mismo tiempo era un sitio de paseo favorecido por su
proximidad a la colina de San Sebastián y donde culminaba la popular Pampa de las Carreras (hoy Avenida
Aroma) donde tenían lugar concurridas corridas de toros y competencias hípicas. Al mismo tiempo, la plaza
era sitio de paradas militares, pero sin duda, lo más atractivo era la actividad ferial que atraía a los pequeños
productores agrícolas y artesanos de las inmediaciones. Se puede decir que era el centro de la vida cotidiana
15
Napoleón III aspiraba a que París, la capital del Segundo Imperio se convirtiera en el centro del mundo occidental.
En 1851, nombra Prefecto de París al Barón de Haussmann, enérgico administrador, quien ejecutó grandes paseos y
avenidas que modernizaron la ciudad, demoliendo sin piedad las calles tortuosas y las viviendas medioevales del
centro parisino que fueron el principal foco de resistencia en los levantamientos de la Comuna de París de 1848.
31
de los sectores populares y el corazón de las actividades artesanales, puesto que en sus proximidades se
situaban barrios como el de la Curtiduría, la Jabonería, la Mañacería (Khasa Pata), la Carbonería, San
Antonio y Caracota, además de una abigarrada presencia de chicherías.
La tradición sostiene, de acuerdo Blanco (2003), que en los primeros tiempos coloniales una epidemia
amenazó la existencia de la Villa de Oropesa, habiendo sido conjurado San Sebastián para salvar a la ciudad,
siendo convertido luego en el santo patrón de la villa, en cuyo honor se desarrollaron sonadas celebraciones.
Blanco sostiene, que por largo tiempo, la fiesta de San Sebastián:
ha sido una de las más concurridas y lucidas; entre las diversiones que en este día se presentaban al
pueblo, había corridas de toros, carreras de caballos, sortijas, etc.; el cerro, la Plaza de San Sebastián
y los balcones en las aceras de dicha plaza, solían en estos días estar materialmente repletos de gente
de toda condición y clase. Se cree que en todo el Perú, durante el coloniaje, hubiera podido haber
fiesta más concurrida y de mayor lucimiento (2003: 84).
La memoria de la infancia de un testigo más contemporáneo, monseñor Walter Rosales (citado por García
Mérida, 1995), nos permiten rescatar estas escenas:
La fiesta de San Sebastián se celebraba con corrida de toros. Eran corridas elegantes, las damas iban
bien trajeadas, las niñas emperifolladas. Los caballeros desde sus monturas o en sus carruajes,
alentaban a los del ruedo. Los heladeros vendían sabrosos raspadillos en sus carritos de hielo. Un día
haciéndome el quite de mis hermanas, salí de casa y me fui a la plaza. Entré al ruedo atraído por las
libras esterlinas entre los cuernos del toro embolado. Poco a poco me aproxime al toro que era
hostigado por los matarifes, quienes ya estaban algo ‘aceiteaditos’. Uno de ellos iba a sacarle las
libras esterlinas pero el toro se embraveció y yo aparecí bajo un cochecito con un moretón en el
cuerpo.(Obra citada: 48).
Como se puede percibir, la Plaza de San Sebastián no era un sitio privativo del mundo mestizo-cholo, aquí,
por el contrario, los caballeros en montura y las damas muy bien trajeadas, fueran días festivos o no,
compartían con libertad este espacio. La fiesta taurina, sin embargo fue desplazada, según García Mérida, a
fines del siglo XIX, por la aparición del foot ball, el deporte más popular del siglo XX, convirtiéndose la
plaza en el sitio de las primeras prácticas de este deporte, al punto que se construyó una nueva plaza de toros
en las faldas de la colina. Se trata de la famosa plaza de toros de El Acho, inaugurada en 1893, décadas más
tarde demolida para dar paso a una de las tantas intervenciones municipales para realzar el monumento a las
heroínas de la Coronilla.
Un espacio público de menores pretensiones, pero de gran significación para la posterior urbanización de
Cala Cala, fue la apertura en 1863, durante el gobierno del Gral. Achá, de la Plaza del Regocijo, en mérito a
“la costumbre inmemorial de las familias de la ciudad de trasladarse cada mes de noviembre a la campiña
de Cala Cala, con objeto de gozar de su frescura y tomar baños”. El sitio elegido se encontraba en el cruce
de dos caminos, uno de ellos vinculando la ciudad con Queru Queru y Cala Cala, y el otro que partía de esta
última localidad al antiguo pueblo real de indios de Tiquipaya, permitiendo el acceso a la gran vertiente de la
Chaima. Aquí se desarrollaban las famosas festividades de San Andrés y, desde esta época la plaza del
Estanco o Regocijo se constituyó en el espacio de reunión veraniega de los cochabambinos que escapaban de
32
se despliega una familia extensa y una innumerable servidumbre, que de acuerdo a la descripción anterior,
reproduce en el nivel de esta cotidianeidad el orden social colonial en términos indiscutibles: el primer patio
el espacio de los patrones, el segundo del personal de servicios y la servidumbre mestiza, el tercero el de los
colonos y pongos indios alojados cerca a los corrales. Si en el espacio urbano, se da cierto desorden y cierta
mezcolanza en el uso del espacio público, en la vivienda, el orden de castas y el énfasis en la demarcación de
los roles y distinciones se mantiene intacto.
En síntesis, en las primeras décadas republicanas, los escasos espacios públicos que dispone la ciudad, son
intensamente ocupados y consumidos por el conjunto de las clases sociales. En ellos transcurre una parte
importante de la vida cotidiana de los pobladores, son sitios de reunión abiertos donde campea el quechua
como el idioma aglutinador de vallunos y caballeros. Cada cual sin perder su signo de distinción o la
posición que ocupa dentro del orden conservador de la sociedad, dialoga con el otro y comparte valores,
gustos y alegrías. Los días festivos y de celebración intensifican este rasgo de interculturalidad y permiten
afirmar, que estos espacios además de jugar un rol identitario muy poderoso, son el centro esencial en torno
al que se mueve el conjunto de la vida social
Cochabamba en la segunda mitad del siglo XIX: las marchas y contramarchas de los primeros afanes
modernizantes
No es necesario un detallado análisis para afirmar que hacia 1870-80, Bolivia todavía se debatía en medio de
grandes incertidumbres, sobre el camino que debía seguir para consolidar su desarrollo e incluso su propia
viabilidad como Estado independiente, en tanto naciones vecinas como Argentina, Brasil y Chile ya habían
definido el rumbo a seguir para conectarse al arrollador avance del capitalismo industrial comandado por la
Gran Bretaña y los EE.UU. La perdida del litoral boliviano a manos de Chile, a causa del boom del salitre
fue una consecuencia directa de este proceso de expansión capitalista en búsqueda insaciable de materias
primas y mercados.
La senda que marca la modernidad en América Latina, esto es su incorporación a la economía capitalista está
signada por ritmos marcadamente desiguales y procesos que abundan en marchas, contramarchas y no pocas
contradicciones. Según Orrego (2007), a partir de la década de 1840, se comenzaron a construir las bases
para una mayor integración a la economía mundial, al iniciarse esfuerzos por parte de las economías de la
región para adaptarse a las demandas de la economía europea y norteamericana. Es a partir de la década
citada y hasta 1880, que las élites latinoamericanas logran hacerse con el control de los recursos naturales
utilizables para la exportación. Estas son décadas en que los vínculos económicos entre Europa y países
como Argentina, Brasil, Chile, México y Perú, vía comercio, inversiones, transferencia tecnológica y
migraciones internacionales, se hacen cada vez más intensos. En términos políticos, este proceso demanda
gobiernos dispuestos a crear la infraestructura necesaria para la exportación fluida y sostenible de productos
34
primarios clave como los cereales y las carnes de la pampa argentina, el café del Brasil, el guano de Chile y
el Perú, diversos minerales de México y Bolivia, el azúcar del Caribe, etc. Para desarrollar esta tarea, la
figura del caudillo militar ya no es la más apropiada y se abre paso el estadista y el administrador, que al
margen de su filiación liberal o conservadora, se propone la meta de la unificación nacional. Esta
transformación que tiende a barrer con los últimos vestigios institucionales –no ideológicos- del régimen
colonial, abre paso a la constitución de empresas, cuya base ya no es familiar o patriarcal, sino asumen la
fortma de sociedades anónimas, generalmente vinculadas o representando los intereses de casas matrices
emplazadas en Europa y EE.UU., que incursionan en el sistema bancario, el transporte, el comercio
exportador e importador y la industria (Orrego, obra citada).
En el caso boliviano, como se mencionó inicialmente, este proceso se mostraba incipiente y cargado de
incertidumbres, que sobre todo provenían de la ausencia de un sector exportador organizado, la dependencia
estatal del tributo indigenal, la desmonetización de la economía, la escasa apertura de ésta a los mercados
internacionales y la escasa vertebración territorial, factores todos ellos, heredados del régimen colonial y que
no pudieron ser debidamente controlados y superados, hasta la década de 1870 por lo menos. Finalmente, el
triunfo de las políticas librecambistas y la eliminación de las trabas fiscales e institucionales que impedían su
vigencia, fue el logro principal de una fracción del sector oligárquico vinculado a la minería de la plata en el
sur de la república. Las consecuencias de la imposición del librecambismo supuso: la liberalización de la
economía favoreciendo la penetración del capital extranjero en la esfera del comercio, la banca y la minería;
la expansión del latifundio en base al despojo que sufren las tierras de las comunidades andinas, sobre todo
en el altiplano y otras regiones -exceptuando los valles centrales de Cochabamba-; la construcción de la
primera infraestructura ferrocarrilera que conecta la región minera de la plata con los puertos del Pacífico;
finalmente, la conformación de una oligarquía minero-terrateniente-comercial, que se impone políticamente
sobre los sectores proteccionistas, permitiendo que algunos de sus más connotados representantes asuman el
control del Estado (Rivera 1985, Mitre 1981).
Agotado el último apogeo de la minería de la plata, en la década final del siglo XIX se vislumbra una nueva
alternativa, se trata del ascenso de la minería del estaño, que no solo profundiza las tendencias económicas y
sociales que tienen lugar en el periodo económico anterior, sino que el nuevo auge minero se inaugura con
transformaciones de orden formal y estructural de mayor significación: la guerra Federal de 1899 desplaza
geográficamente la sede de los poderes del Estado de la señorial Sucre, capital constitucional de la República
a La Paz, el centro comercial del país, pero simultáneamente, la oligarquía de la plata perdedora del conflicto
cede el poder a la oligarquía paceña, que luego se convierte en intermediaria de una nueva composición
oligárquica. La era del estaño estrechó la vinculación de la nueva región minera radicada en los
departamentos de Oruro y La Paz, con la economía mundial, lo que no deja de producir nuevas
consecuencias: se incrementa el acceso a fuentes externas de capital, incluyendo el capital financiero de los
EE.UU., así mismo, el mayor dinamismo de la economía del estaño permite el crecimiento acelerado del
35
comercio exterior con un creciente volumen de las importaciones, incluidos productos que tradicionalmente
se fabricaban o se producían en el país, quedando afectados los rudimentarios ingenios azucareros de Santa
Cruz, los vinos y aguardientes de Tarija y Chuquisaca, incluso la industria harinera de Cochabamba. Además
se acentúan los rasgos precapitalistas de la agricultura, sector que no tendrá prácticamente presencia en el
sector exportador hasta la segunda mitad del siglo XX (Rivera, obra citada). Ello permitirá el
potenciamiento de la ciudad de La Paz como la primera ciudad del país, no solo en el orden demográfico,
sino en la materialización de imaginarios modernistas, a través de una profunda transformación de su
estructura física.
Es este contexto de estructuración de una burguesía nacional vinculada a la minería y fuertemente apoyada
por la clase terrateniente tradicional, fue replanteada la cuestión ancestral del indio en relación a los vuelos
modernizantes del Estado y la sociedad boliviana. La discusión sobre “que hacer” con la mayoritaria
población quechua-aymara del país, generó la necesidad de construir un Estado centralista que sirviera de
medio eficaz para la reconstrucción de un proyecto oligárquico, donde el propio Estado operara como árbitro
de las relaciones interétnicas y de clase, que necesariamente dieran seguridad a las élites locales, regionales y
nacionales frente al peligro latente de un hipotético avasallamiento de la propiedad por parte de las masas
indígenas o del creciente proletariado minero de raíces aborígenes. Los resultados iniciales del tratamiento de
este delicado asunto dio curso a la idea de transformar a cholos e indios en ciudadanos a través de la
educación básica y la conscripción militar Sin embargo, de acuerdo a Irurozqui (1994), pronto se evidenció
que las élites que controlaban el poder estatal, estaban más interesadas en consolidar su condición de clase
dominante que en ocuparse de la construcción de ciudadanía, por ello, las iniciativas de reforma educativa y
militar propuestas por la intelectualidad paceña, la iglesia y el propio gobierno, procuraban en esencia crear
formas más sólidas de control social que regularan el ascenso y la participación pública de los sectores
considerados subalternos.
Los incidentes que protagonizan las huestes aymaras lideradas por Zarate Willka en el curso de la
Revolución Federal de 1899 (las masacres de militares en Ayo Ayo y Mohoza), que culminaron con la
represión indígena por ambos bandos contendientes (federales y unitarios) y la muerte de su líder, se
convirtieron en factores que llenaron de urgencia el tratamiento del debate de lo que se debía hacer con los
indios. La consiguiente discusión se desarrolló a partir de dos variantes principales: la primera que,
retomando el viejo discurso colonial y el de los caudillos republicanos de la primera mitad del siglo XIX,
insistía en el carácter brutal y criminal del indígena y en la inexistencia de algún método para enseñarle a
reprimir su naturaleza bestial, por tanto, los indios eran un obstáculo para el progreso nacional. La segunda,
considera que el indio es en realidad, un sujeto indefenso y necesitado de protección paternal, ya que la
explotación a que había sido sometido durante la colonia y a lo largo del siglo XIX, lo habían embrutecido, y
por tanto, estaba incapacitado de acceder por si mismo a la ciudadanía. En consecuencia, la solución más
aconsejable era la tutela sobre el indígena por parte de las instituciones del Estado y la Iglesia. De ambas
36
posiciones, añade Iruzoqui, ya sea la del indio criminal o la del indio inocente, fue la segunda la que asumió
el régimen liberal, aunque en realidad se mantuvo férreamente la marginación de los indígenas a cualquier
forma de participación en la vida del país, salvo como trabajadores rurales o mineros sometidos a formas de
explotación no muy distintas a las vigentes en la colonia. Este es el contexto nacional, a fines del siglo XIX e
inicios del XX, en el que Cochabamba muestra rasgos, una vez más diferentes, a los dominantes en las
esferas estatales.
Dentro del mismo arco temporal trazado -segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX-, la
economía y la formación social de la región de Cochabamba no se mueve a este mismo ritmo. A manera de
una explicación preliminar, se puede concordar con Brooke Larson (2017), quien afirma: “La llegada del
capitalismo comercial a los Andes meridionales no fue ni inexorable ni lo suficientemente poderoso para
destruir las formas tradicionales de organización social andina en todas las áreas. Ni fue el poder del
Estado colonial una fuerza determinante capaz de transformar las formas de vida andina”(obra citada: 361).
Como ya se observó, con posterioridad a la decadencia de la minería de Potosí, las clases agrarias en la
región tomaron una dinámica propia. Siguiendo la idea de Larson, la manifestación más visible de dicha
dinámica fue la emergencia de una gran población de indios forasteros y mestizos, que no solo eran la
expresión palpable de la erosión del sistema toledano de exacción tributaria que se extendió hasta la
república, sino que además, tal presencia tuvo un impacto determinante sobre la estructura de clases de la
formación social valluna. Larson sostiene a este respecto:
Por medio de su prosaica búsqueda de sustento, las familias campesinas crearon los
elementos de una economía viable y alternativa, dentro de los confines institucionales del
sistema de tenencia de la tierra y de control de mano de obra de la hacienda. Al hacerlo,
ellos, lenta y casi silenciosamente comenzaron a alterar los contornos de la economía y
sociedad regional durante el periodo colonial tardío y el periodo postcolonial (obra citada:
362).
altiplano y la puna andina, la emergencia de una economía campesina en los valles en el periodo colonial
tardío, a cargo de minifundistas todavía amarrados al poder hacendal, pero que, a pesar de ello, no solo
aspiran a la propiedad de la tierra de arriendo, sino que forcejean con insistencia y finalmente logran el
control de los recursos productivos, permite que dicho campesinado se diversifique: es decir, se gradúe como
hábil comerciante, eximio arriero que ejerce el comercio a larga distancia, incluso demuestre habilidades
como artesano y en más de una oportunidad se desempeñe como pequeño usurero. El resultado es la figura
del valluno, un personaje que se mueve con destreza en la apretada urdimbre de las redes comerciales que se
tejen en las ferias y las plazas comerciales distantes.
Diversas y numerosas son las descripciones de los vallunos –afirma Gustavo Rodríguez (2003)- “designados
‘fenicios de Bolivia’ por el periódico paceño La Reforma, en el momento de infundir vida a los pueblos
mineros con sus variados productos”. El militar norteamericano L. Gibbon (citado por Rodríguez) se refería
a estos eximios actores de la economía como “una falange numerosa de comerciantes irregulares (un)
cenáculo de comerciantes al por menor”. En 1907, el Círculo Comercial de Cochabamba que defendía la
realización del tramo ferroviario Cochabamba-Oruro, reconocía que los verdaderos dinamizadores de la
economía regional eran arrieros, piqueros, artesanos y feriantes. Su presidente, el comerciante alemán
Jerman Von Holten (1889) consideraba que del volumen estimado de exportaciones, unos 60.000 de un total
de 80.000 quintales era movilizado por los arrieros, sucediendo otro tanto con las importaciones, estimadas
en 70.000 quintales, de las cuales, unos 60.000, también eran transportados por arrieros. El flujo comercial
de exportación, es decir este “tren de arrieros” se dirigía principalmente a los puertos bolivianos y peruanos
de la costa del Pacífico.
La guerra del Pacífico significó un fuerte golpe para este comercio y la economía de Cochabamba en
general. Sin embargo, hacia fines del siglo XIX, su vitalidad estaba restituida, mostrando la economía de los
productores y comerciantes vallunos una capacidad de absorción de la crisis de las décadas de 1880 y 1890 16,
superior a la capacidad de la economía hacendal que no pudo recuperarse plenamente del cierre del mercado
potosino
Otro sector dinámico de este comercio de muchas manos, es la elaboración de chicha, cuyo saneado
impuesto municipal y prefectural se convirtió en un verdadero fondo financiero que pudo costear con
amplitud la modernización de la ciudad, aspecto al que nos referiremos más adelante 17.
Esta realidad, una saludable economía de corte indo-mestizo coexistiendo al lado de una economía mercantil
de corte señorial, que hace de la especulación y la circulación de capital su centro de gravedad, son los dos
factores, que si bien no se confrontan abiertamente, oponen visiones de modernidad y progreso
16
La tregua pactada con Chile en 1880 tuvo como correlato la apertura del mercado del altiplano a la producción
chilena con grandes franquicias, hecho que significó para la producción de harinas de Cochabamba, principalmente
la proveniente de la pequeña producción campesina, un golpe devastador, por el cierre de sus mercados
tradicionales. Igual golpe sufre la industria textil y de cueros.
17
Un análisis con detalle del rol de la economía de la chicha en el desarrollo urbano de la ciudad, se puede consultar
en Solares, 1990 y Rodríguez y Solares, 1990.
38
marcadamente diferentes, los mismos que definirán los rasgos y peculiaridades de la Cochabamba urbana de
la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX. De todas maneras, Cochabamba, a diferencia de las
intolerancias raciales altiplánicas, ofrece el panorama de una sociedad formalmente más abierta y
predispuesta a soportar la presencia de unos y otros. Sin duda, el secreto de este rasgo singular, no es otro
que la democratización de las prácticas mercantiles y la existencia de potentes mercados populares –las ferias
urbanas y regionales, vinculadas a partir de 1912 por el Ferrocarril del Valle- donde orondos caballeros y
ostentosos vallunos hacen buenos negocios. Sin embargo no nos llamemos a engaño, si la superficie de este
paisaje social ofrece esta suerte de coexistencia pacífica, en el subsuelo se mueven contradicciones no
resueltas, apenas provisionalmente aplacadas por una frágil y provisional “armonía de desigualdades” como
diría Marta Irurozqui.
Todavía en la década de 1870, la ciudad era un espacio apacible por donde discurría sin mayor contratiempo
esta armonía puesta en relieve por D`Orbigny. Una crónica de la época resumía muy bien este pausado
devenir:
Cochabamba: Duerme el sueño de los justos. ‘La Bella Ciudad’, el ‘Jardín de América’, yace
embriagada con el aroma de sus flores y apenas tiene conciencia de su propio ser. La actividad de los
negocios, la agitación febril de las ideas, la necesidad insaciable de progreso que caracteriza la vida
social de nuestro siglo, solo llega hasta nosotros como las oscilaciones del último terremoto, a
extinguirse en nuestras puertas (El Heraldo, 24/07/1877).
Sin embargo, esta frágil armonía comenzara a resquebrajarse paulatinamente a medida que sutiles cambios
primero, y luego imperiosas aspiraciones de modernidad inquieten los imaginarios de las élites
conservadoras. Coyunturas de contornos dramáticos como la tristemente célebre sequía de 1878, la peste de
1879 y la terrible hambruna consiguiente 18, dejaron secuelas profundas en la sociedad urbana. No obstante el
cambio se tomo su tiempo y la sutileza de su ritmo colmo la paciencia de muchos ansiosos modernistas, que
hacían sentir su malestar a través de de un editorial de El Heraldo:
Todo el que quiera hacer sus ensayos de vida monástica no tiene más que venir a Cochabamba y se
formará cabal idea de lo que es un convento. Sus solitarias calles, sus mudos habitantes que abrumados
por un calor de 25º parecen más dispuestos a dormirse que a ocuparse de asuntos que requieren actividad;
todo hace pensar en la muerta vida de los claustros, y si asomamos a la plaza en estas esplendidas noches
de luna, figurásemos estar en un cementerio, en que las galerías tienen todo el aspecto de covachas, la
columna de la plaza, un monumento alzado sobre restos de los héroes de la independencia, los árboles
sauces llorones y cipreses, los paseantes, sombras de piadosos dolientes... La vida ha emigrado, pero ¿a
donde?; en Cala Cala, el cuadro no es más risueño, la naturaleza se viste de gala como novia que en vano
espera al novio; las pocas familias que allá han ido, viven en aislamiento tal, que parecen hacer una
cuarentena en ranchos perfectamente incómodos; uno que otro valiente sentado al pie del secular sauce de
la plazuela, bosteza a todo su placer, se duerme arrullado por la música de los batracios... (El Heraldo,
24/11/1893)-
Probablemente, la primera señal de inquietud en medio de esta pesada atmósfera monacal, fue constatar que
la inmovilidad no libraba a la ciudad de crueles tragedias. Las catástrofes naturales y sus penosas
consecuencias sociales, demostraron la fragilidad de la ciudad para enfrentar estos eventos. Como en toda
18
Una relación mas detallada de estos eventos se puede encontrar en Rodríguez Rivas 1978 y Solares, 1990.
39
tragedia de gran magnitud, quedaron al desnudo las contradicciones sociales, resquebrajándose los
mecanismos de negación de las mismas y la supuesta armonía que permitía convivir a unos y otros en
equilibrada coexistencia. El Informe del Cuerpo Médico de Cochabamba 19 era explícito al respecto, por una
parte destacaba que la epidemia había respetado el centro de la ciudad y zonas adyacentes debido a la
existencia de calles empedradas que eventualmente protegieron a sus habitantes de ser víctimas de la
epidmia, y por otra: “los indígenas que por lo general viven mal alimentados, sin abrigo y las más de las
veces sin techo, y sin las condiciones higiénicas necesarias, se han visto hoy en peor situación que antes” (El
Heraldo, 16/06/1878). Dicho informe puso en relieve que el desastre natural no fue igualitario: la diferencia
entre la vida y la muerte estuvo marcada por la condición social. Quienes vivían en casas del centro urbano
que gozaba del privilegio de contar con calles empedradas salieron bien librados de las contingencias
descritas. Sin embargo los artesanos de los barrios periféricos y los colonos y pequeños agricultores de la
campiña llevaron la peor parte, al vivir en las precarias condiciones expuestas por el citado Informe Médico.
Ciertamente esta tragedia fue un enorme sacudón que acabó con el sosiego de la tranquila ciudad.
Repentinamente los otrora displicentes habitantes de la ciudad y sus alrededores se dieron cuenta de que la
falta de una visión de progreso para su ciudad y sus propias vidas, se había convertido en una factura
dolorosa que no se debía repetir. La cuestión de la higiene pública, es decir el higienismo del siglo XVIII en
los albores de la Revolución Industrial, finalmente se hizo presente en Cochabamba. El resultado fue la
necesidad impostergable de proyectar una ciudad moderna para una sociedad que debía acceder a los
beneficios que ofrece la vida moderna.
Naturalmente, la ciudad no experimentó de inmediato cambios espectaculares o incluso modestos. Lo que
cambio gradualmente fue la mentalidad de las élites urbanas y la manifestación de sus valores culturales,
sobre todo los vinculados con la exhibición de prestigio y distinción en el despliegue de la vida social de las
familias que paulatinamente dejan de añorar los tiempos y estilos coloniales para reemplazarlos por las
corrientes europeo centristas, particularmente el afrancesamiento de los hábitos de vida y las aspiraciones de
reproducirlos en el escenario urbano.
Ciertamente la crisis urbana del siglo XIX, alcanzaba su punto más álgido en el delicado asunto de la
cuestión sanitaria: disponibilidad de agua potable escasa y generalmente no apta para el consumo humano
por la baja calidad de la infraestructura de distribución; piletas y fuentes de agua en pésimas condiciones de
salubridad; inexistencia de alcantarillado, lo que convertía los fondos de los lotes y canchones en baños
públicos y privados; inexistencia de algún sistema de recojo de basuras, prácticamente el perímetro de la
ciudad estaba asediado por extensos muladares; escasas calles empedradas y todas proclives a convertirse en
depósitos de basura doméstica y lugar donde se arrojan orines y aguas servidas; periódicas y devastadoras
inundaciones protagonizadas por el río Rocha; existencia de un canal de aguas servidas a cielo abierto –la
famosa “Serpiente Negra”- que atravesaba una parte importante de la ciudad, etc. La epidemia de 1879,
19
Organismo colegiado que, a solicitud de la H. Alcaldía, elaboró un informe en 1878, sobre las probables causas de
la epidemia de “fiebre intermitente” (probablmente fiebre tifoidea) que asolo a la población a lo largo de 1878-79.
40
finalmente convenció a los habitantes de la ciudad que una actitud contemplativa frente a este terrible
cuadro, ponía en juego sus propias vidas. Sin embargo, no bastaba la articulación de una demanda de
soluciones inmediatas, por que todas ellas suponían proyectos de desarrollo urbano complejos y de alto
costo, que el siempre escaso tesoro municipal estaba lejos de soportar.
Sin embargo, frente al riesgo inminente de que la responsabilidad de la crisis recayera sobre el Municipio, la
Prefectura y, en última instancia, sobre los hombros de las propias élites que tradicionalmente controlaban
estos órganos de poder, la alternativa inmediata fue canalizar los airados reclamos hacia un objeto más
específico y manejable. De esta manera, bajo inspiración municipal y con la participación decidida de las
instituciones representativas de la ciudad (Circulo Comercial, Cuerpo Médico, ligas patrióticas, etc.), a partir
de 1880, se identifica a las chicherías, no sin cierta razón 20, como las principales responsables de las penurias
sanitarias de la ciudad.
Como pudimos comprobar, a inicios de la República la chichería llegó a ser una institución respetable que
ocupaba su lugar junto a otras instituciones no menos respetables, compartiendo pacíficamente con éstas, la
propia Plaza Principal y calles adyacentes. Sin embargo, la gran epidemia de 1878 trastrocó esta situación: al
término de la tragedia no se dejaron esperar voces que acusaban a las pésimas condiciones sanitarias de estos
locales el origen de las fiebres tifoideas. En consecuencia, el Concejo Municipal en 1880, dispuso el
desplazamiento de los locales de expendio de chicha, hasta un radio de tres cuadras de la Plaza 14 de
Septiembre, mediante una Ordenanza expresa, A partir de este antecedente, las chicherías comenzaron a ser
vistas como sinónimos de insalubridad y locales que atentaban a la higiene urbana 21. Apelando a este
poderoso argumento esgrimido periódicamente, con razón o sin ella, se fue desalojando a los
establecimientos de expendio de chicha de la zona central de la ciudad 22. A partir de esta época, ante cada
brote epidémico, se aplicaba con rigor un nuevo desplazamiento de las chicherías. Así en 1887, se apelaron a
medidas enérgicas para desplazar las chicherías hasta un radio de 5 cuadras en torno a la Plaza de Armas 23.
20
Las chicherías que desde inicios de la República ocupaban todo el centro urbano y compartían las principales
calles de la ciudad al mismo nivel que cualquier negocio, ante la falta de alcantarillado sanitario, arrojaban sus
aguas servidas impregnadas de malos olores a la vía pública. En la misma forma, muchas chicherías elaboraban el
licor en el mismo sitio del expendio, lo que incrementaba la producción de deshechos fermentados. Por último, la
chicha se la solía consumir con mote y chicharrón de cerdo, siendo por tanto imprescindible la crianza de estos
animales en todas las chicherías, consecuentemente el centro de muchas manzanas de la ciudad habían sido
convertidas en corrales de chanchos, con la consiguiente proliferación de roedores, moscas y otras alimañas.
21
Una detallada descripción del desalojo de las chicherías de la ciudad se puede ver en Rodríguez y Solares 1990 y
Solares 1990.
22
Si bien, la falta de higiene de las chicherías y su frecuente desempeño como focos infecciosos, era inobjetable, una
vez producida su remoción poco o nada se hacía para completar y perfeccionar esta medida asumida en nombre de
la salubridad pública, con otras medidas complementarias, como la eliminación de aguas estancadas basurales,
innumerables recovecos convertidos en mingitorios, etc., que presentaban las calles beneficiadas con tal medida.
23
Particularmente la disposición municipal de 1887 que amenazaba no solo con desplazar los locales de expendio
del licor, sino con eliminar los cerdos, provocó la airada protesta del gremio de chicheras, gremio normalmente
dócil a las exigencias municipales, pero que salieron en defensa férrea de los nobles lechones. Al respecto la prensa
reflejaba esta situación en los siguientes términos: Un numeroso y compacto grupo de más de 300 ‘evas’
emperifolladas con vistoso dominguero, llenaban e1 jueves el estrecho recinto de 1a barra en el salón de sesiones
del Concejo Municipal. Eran de1 gremio de chicheras e iban a implorar por la vida de millares de inocentes
cerdos... humanizado el Concejo ha concedido 60 días para e1 destierro de los cerdos. La noticia fue acogida con
41
Al margen de las razones de innumerables sanitaristas de última hora, en forma menos visible, pesaron otras
razones todavía más convincentes. Al respecto se puede afirmar que los habitantes de la ciudad que
sobrellevaban con naturalidad una cotidianeidad cargada de deficiencias, especialmente respecto a los
espacios públicos; repentina o gradualmente hacen ostentación de intolerancia respecto a los temas de
higiene antes simplemente ignorados.
Sin embargo, no se trataba de matar el negocio de la chicha, sino apenas de desplazarlo a sitios más alejados
y discretos, donde no afearan el imaginario de los noveles y sensibles modernistas. Si se quiere, el fondo de
la cuestión, fue la constatación de que el comercio moderno, respetable, decente, higiénico, no podía asimilar
la presencia de la chichería y los despliegues populares que su emplazamiento suponía, sin convertir en algo
grotesco las cuidadas apariencias que la élite letrada intentaba recrear en la esfera de lo cotidiano, es decir
una trabajosa atmósfera europeizante, cuya fragilidad podía saltar en mil pedazos si la banca, las casas
comerciales importadoras y las agencias comerciales del gran comercio de La Paz eran ahuyentadas por
semejante vecindad. Salvada esta formalidad, nadie negaba la importancia de este comercio.
En años posteriores, incluyendo las primeras décadas del siglo XX, las sucesivas campañas municipales para
remover las chicherías de las zonas centrales y los barrios residenciales prosiguieron sin pausa, hasta que
finalmente fueron recluidas en los barrios populares de la zona Sur y la campiña aledaña a esta zona.
De esta manera, a lo largo de la década de 1880, sin cambiar apenas el aire monacal de la ciudad, se van
dando mutaciones imperceptibles pero muy significativas: la ciudad de trazado hispano con sus calles
rectilíneas y sus manzanas regulares, se considera que es el recinto urbano de la civilidad, es decir de la
verdadera ciudad24, en oposición a los asentamientos que se sitúan más allá de estas fronteras, o sea los
barrios de cholos e indios, que ahora se los trata despectivamente, no solo por que no fueron planificados por
la administración española, sino porque surgieron como asentamientos irregulares que con sus caprichosas
callejuelas quebrantan la racionalidad del damero, pero lo que es peor, porque se sospecha que, así como de
allí emergió la peste de 1879, de allí pueden surgir nuevas amenazas contra la ciudad que se moderniza. Por
tanto, allí deben retornar las chicherías que invadieron la ciudad en forma indebida en las primeras décadas
republicanas.
La Pampa de las Carreras pasa a demarcar una frontera que separa la ciudad de trazado geométrico, de las
barriadas plebeyas, que los propios españoles designaron sin mayor consideración como la Curtiduría o sea
el barrio de los zapateros y curtidores de cuero que dieron fama a Cochabamba, la Jabonería donde se
concentraban los fabricantes de barras de jabón y velas para el consumo local e incluso para su
comercialización en ciudades como La Paz y Oruro, la Tejería donde se concentraban los hornos de los
ladrilleros y ceramistas, la Carbonería donde se sitúan los productores y expendedores del carbón vegetal
que alimenta los braseros de la ciudad, la Mañacería donde los “mañazos” faenaban el ganado para su
expendio en la ciudad y el populoso barrio de San Antonio que cobijaba a los participantes en el comercio de
las ferias y que luego se convirtió en el asiento de la feria más importante del Departamento. La Plaza de San
Sebastián paulatinamente se convierte en el sitio por excelencia del comercio popular y centro de actividades
lúdicas y festividades que al ser desplazadas de los recintos respetables de la ciudad, encuentran refugio en
este ámbito (Rodríguez y Solares, 2011; Solares 1992).
De esta manera, un episodio administrativo como el gradual reacomodo de las chicherías, fue tomando la
dimensión de una cruzada en favor de la ciudad y contra los resabios aldeanos, La chichería o akahuasi con
su banderita blanca recordaba el temible horizonte rural, el pasado colonial que se considera anacrónico, y
por si fuera poco, se le agrega la etiqueta de lugar malsano. No obstante, como ya se señaló, no se deseaba
extinguir el comercio de chicha, sino alejarlo drásticamente de los lugares que se imaginaban aptos para
materializar los nuevos escenarios modernos. El consumo de chicha no experimentó necesariamente una
contracción, simplemente los caballeros de levita tuvieron que caminar un poco más pero a cambio se
favorecieron de un discreto manto protectivo como premio a su fidelidad por los sabores populares, que en la
intimidad de lo cotidiano, todavía eran más fuertes que los alardes modernistas; por otro lado, los artesanos
se favorecieron todavía más con esta redoblada presencia en la vecindad de sus barrios. Las chicherías desde
esta época hasta mediados del siglo XX, se convirtieron en espacios semipúblicos donde imperaba la
tolerancia.
Por otro lado, la estrategia de gravar o castigar impositivamente la proximidad de los establecimientos de
expendio de chicha en relación a su proximidad con el centro urbano, se reveló pronto como una fuente de
recursos inmejorables para costear las ansias de progreso urbano 25
Hacia fines del siglo XIX, particularmente con el impulso que sufre el comercio importador de bienes de
ultramar, con la apertura de línea férrea Antofagasta-Uyuni en 1893, los afanes europeizantes se incrementan
y se convierten en algo más realizable. Ahora las modas parisinas, las revistas, las estampas e infinidad de
artículos de consumo suntuario, llegan con mayor oportunidad. Finalmente, es posible que los jóvenes y las
jovencitas de sociedad vistan como sus pares del otro continente, sus padres y madres se sienten más
respetables y la delgada línea que otrora separara lo popular con el gusto de la élite, ahora se convierte en
una amplia brecha. La transgresión se penaliza, ya no es bien visto mezclar la lengua quechua con el castizo
español, ni siquiera en las tertulias más íntimas. El idioma europeo es signo de distinción y de pertenencia al
25
A partir de 1880, la chicherías fueron divididas por clases (1ra, 2da, 3ra, etc.), no necesariamente por la condición
sanitaria y de confort del local, sino simplemente por su mayor o menor proximidad a la plaza de armas. De esta
forma, los establecimientos de 1ra clase, por estar en el borde del perímetro más próximo a la Plaza 14 de
Septiembre o por estar en el interior del área de prohibición, estaban obligados a pagar fuertes sumas en forma de
patentes municipales y otros gravámenes, en tanto los establecimientos de 2da, 3ra, 4ta clase, etc. pagaban patentes
que alcanzaban al 50, 40, 30, 20 % en relación a la 1ra. clase. Un detalle de esto se puede ver en Solares, 1990.
43
mundo civilizado, el quechua es el idioma de las clases subalternas. Finalmente, la ciudad letrada reconquista
el espacio perdido y repone fronteras, ahora claramente delimitadas. En otras palabras, el despliegue de la
diferencia, la ostentación y la distinción se imponen sobre la tolerancia y la interculturalidad, que como
hemos visto, se vuelven prácticas casi clandestinas recluidas al recinto de las chicherías.
De esta manera, se va consolidando un espacio exclusivo para el sector comercial moderno, los letrados
asumen su rol dominante y la ciudad comienza a distinguir sus zonas urbanas por usos del suelo
diferenciados, donde comienza a ser legible un centro comercial destinado a cobijar casas importadoras, la
banca, el comercio al detalle de finas mercancías de ultramar y servicios profesionales. A través de estos
nuevos usos, se va revistiendo de valores ideológicos cada vez más alejados de los, hasta hace poco,
añorados tiempos coloniales. Todos estos esfuerzos, fortalecidos por la ilusión de compartir en tiempo real, la
modernidad parisina que traen consigo los últimos gritos de la moda, las fragancias de exóticos perfumes, las
plumas y adornos de llamativos sombreros que encuentran difícil equilibrio en la testas femeninas, las
evocaciones del can can o los aires románticos de la Viena de Strauss, terminan modificando la concepción
de la ciudad tradicional y ganan fuerza las aspiraciones para generar cambios, siendo el primero de ellos, el
despeje de las chicherías de los potenciales espacios donde debe construirse la modernidad, la misma que al
principio se asoma tímidamente, bajo la forma de modestas decoraciones de gusto neoclásico con que se
adornan los aleros, los balcones, las jambas y los portones de las casonas de los terratenientes locales, en
contrastes con los despliegues parisinos de la culta Charcas y de la no menos ostentosa ciudad de La Paz.
Sin duda, lo más significativo hacia fines de siglo, no es la modesta transformación urbana que experimenta
la ciudad, sino la revolución en la esfera de las ideas, que se produce con relación a ella. Se comienza a
hablar de “ciudad-jardín” y ya en 1898, las ideas de ornato de espacios públicos, ensanche de calles, apertura
de nuevas vías, mejoramiento de fachadas, etc. que con anterioridad eran materia de dispersas ordenanzas
municipales, toman la forma de plan urbano o ‘plano regulador’, bajo la iniciativa pionera de un visionario
hombre público: Ramón Rivero, quien sintetiza y reconduce las fantasías modernizantes de su época, en
términos más técnicos y más apegados a las disponibilidades de la economía. Para modernizar la ciudad, es
necesario superar sus viejos problemas sanitarios, ambientales e infraestructurales, luego pensar en términos
más funcionales, separar reglamentariamente la zona comercial moderna del caótico mundo ferial y popular,
convertir viejos caminos vecinales en avenidas, reforzar el sentido ordenador y simbólico del Paseo del
Prado, rodeándolo de zonas residenciales para la élite urbana. En fin, su incuestionable lucidez permite hacer
aterrizar los deseos fantasiosos y mostrar que la modernidad tiene costos y supone sacrificios. El desafío
resulta insoportable para la clase gamonal, siempre dispuesta a mostrarse moderna, pero absolutamente
reacia a correr con sus costos y menos arriesgar inversiones, siendo esta actitud, prácticamente el
denominador común de banqueros, comerciantes y los escasos empresarios industriales.
44
Por tanto, sin rubor por la flagrante contradicción, se dirigen las miradas a la arcaica chichería, el polo
opuesto de la modernidad, el centro de la economía regional precapitalista, la plaza fuerte de la tradición
valluna y la fábrica de valores mestizos y cholos; pero esta es la única opción razonable para encontrar
recursos saneados para cubrir los costos de las aspiraciones modernistas. En consecuencia, a partir de 1880,
se suceden con tediosa persistencia innumerables gravámenes por concepto de patentes, impuestos al
consumo de chicha, al muko, a la harina, al maíz, etc. Es decir, que la artesanal economía de la chicha costea
el cascaron moderno de una sociedad, que pese a sus despliegues y su retórica, es irremediablemente
preindustrial y en consecuencia todavía premoderna 26.
El panorama trazado sugiere la presencia de dos formas distintas de “pensar la ciudad”. Los estratos medios
y bajos: pequeños comerciantes detallistas, artesanos diversos - zapateros, tejedores, hilanderas, chicheras,
etc.-, incluso comerciantes mayoristas y los pocos industriales, tendían a concebir lo urbano como una
aglomeración, como el escenario ferial y de dinámica comercial que requería de una concentración de
consumidores para garantizar su condición de plaza comercial atractiva. Sin embargo, este no era
necesariamente el punto de vista de los hacendados, los comerciantes de artículos de ultramar, los banqueros
y la corte de letrados que hacían viable la emergencia de esta élite que se reclamaba moderna, que hacia
pesar su condición de clase hegemónica, y que practicaba un estilo de vida que se juzgaba como el único
socialmente digno para su "estatus", quienes concebían la ciudad como el segmento que contenía sus
residencias, sus negocios y sus espacios públicos, tipificados como la “ciudad” que aspiraba a convertirse en
moderna, es decir en el espacio urbano donde dicha élite podría recrear su distinción, su buen gusto, su
prestigio y sobre todo, su adhesión a la vida moderna. Ambas formas de concebir lo urbano, marcarán los
rasgos de la estructura física de la ciudad, el uso de sus espacios y el imaginario con que unos y otros
valorizan lo urbano, de tal manera que dentro de un mismo y reducido escenario geográfico pasarán a
coexistir, distintas versiones de lo moderno y la persistente e invariable realidad de lo popular.
El posicionamiento de las élites y los sectores populares en el espacio público: entre fiestas, símbolos y
remilgos
Federico Blanco (2003) en los años finales del siglo XIX, reconocía que no eran muy numerosos los lugares
de paseo en la ciudad de Cochabamba. Anotaba que los más frecuentados eran la Alameda (actual avenida
Ballivián)), la colina de San Sebastián, la plaza Colón y la plaza 14 de Septiembre. Respecto a esta última
anotaba que sus amplias avenidas internas y las galerías perimetrales eran muy concurridas, constituyéndose
en el lugar de paseo predilecto de lo más granado de la sociedad. En relación a la Alameda señala que era
26
Los diversos impuestos que se suceden, particularmente a partir de 1900, permitirán contribuir al pago del
empréstito que hizo posible los tranvías urbanos, la modernización de la red de agua potable, la instalación de la
primera red de alcantarillado y aguas pluviales, la pavimentación de las calles del centro de la ciudad, la
adquisición de los terrenos de Las Cuadras para la Universidad Mayor de San Simón, la consolidación del Paseo del
Prado con los adelantos urbanísticos de la época, la remodelación de la Plaza 14 de Septiembre para darle su
fisonomía actual, la ornamentación, remodelación y apertura de nuevos espacios públicos (Plaza Colon, Plaza
Sucre, Plaza Cobija, etc.), la ejecución del proyecto original del Stadium Departamental, etc.
45
muy concurrida sobre todo en las tardes. Respecto a este recinto y a la propia plaza de armas, la
norteamericana Maria Robinson Wright (1907) anotaba: “Cuando Cochabamba aparece de paseo en las
plazas o en la Alameda, el efecto es el mismo de los bulevares de París o Londres”.
En todas las estaciones del año el Prado presenta un aspecto animado en la tarde y en la noche,
cuando está lleno de gente, especialmente en los días de fiesta (...) La Alameda está dividida en cinco
hermosas avenidas, separadas unas de otras por filas de sauces, rosales y arbustos. La avenida
central está siendo embellecida con fuentes, monumentos y macizos de flores. Las calles laterales son
para pedestres y las exteriores para paseos en coche y a caballo.
Las descripciones de la ciudad que realizan Luís Felipe Guzmán en 1889 en su Ligero Bosquejo Geográfico
y Estadístico del Departamento de Cochabamba, Blanco en 1898 o Robinson Wright hacia 1907, no difieren
excesivamente de la detallada descripción de Viedma de 1788 o de las pinceladas que traza D’Orbigny en
1830. La ciudad de los últimos años coloniales que no tenía más de unas 70 manzanas consolidadas, apenas
ha duplicado esta extensión en una centuria. Sin embargo, el cambio más significativo no se encuentra en el
rostro de la ciudad, sino en la mentalidad de sus habitantes, en las transformaciones que se operan en la
esfera ideológico-cultural de élites y clases subalternas, como veremos más adelante, y que de alguna
manera, se proyectan en la nueva fisonomía que presenta el paseo del Prado en los primeros años del siglo
XX.
Todavía en 1877, a casi tres décadas de su apertura, el Heraldo lanzaba esta dura sentencia respecto a este
paseo urbano:
La Alameda: Lo que con amaneramiento o por imitación designamos con este nombre, no ha sido
nunca ni es hoy mas que un mal camino vecinal. Las reformas parciales y siempre incompletas que de
vez en cuando suele merecer de nuestras autoridades, más que reformas son remiendos que parecen
calculados para perpetuar su estado actual (28/09/1877).
Unos pocos años más tarde, otro órgano de prensa denunciaba la penosa situación de este emblemático paseo
en los siguientes términos:
Los paseos públicos lejos de hallarse aseados. son los que mas descuellan por la carencia absoluta de
limpieza; el Prado en donde debía haber jardines para aspirar la grata fragancia de las flores, es un
basurero en toda la extensión de la palabra, donde solo se aspira otro perfume que no es de claveles ni
jazmines; parece que allí no hubiera un agente que velara por su limpieza, puesto que cualquier hijo
de vecino, se toma ciertas libertades que espantan ¿Será que el Ilustre Ayuntamiento en sus profundas
lucubraciones ha adoptado este nuevo sistema de abono? (...) Os decimos sin encono y con mucha
cortesía, no queremos tanto abono ni esa otra perfumería. (El 14 de Septiembre, 27/10/1882).
46
El mismo 14 de Septiembre, tres años después de su contundente denuncia, describía esta tragicómica
escena:
Paseo del Prado: Es sabido que este tiempo se le frecuenta mucho por los jovencitos de a caballo y por
las elegantes niñitas que en regocijo de sus exámenes rendidos acuden allí a demostrar sus ecuestres
destrezas (...) a admirarlos acuden también los papás, las mamás y todo el mundo (...) Sucede que en
las avenidas de los costados, cuyo pavimento es tierra removida durante los años que cuenta de edad
esta verde villa, se levanta una asfixiante polvareda, tan intensa que no solo los pulmones sufren, sino
que el olfato, la vista y hasta el pobre tacto de los botines, levitas, pantalones y trajes de gala pierden
la sensibilidad de sus flamantes colores (24/11/1885).
En fin, las crónicas de los periódicos de la época abundan en denuncias, quejas y demandas para mejorar este
espacio público e incluso el de la aledaña Plaza Colon. Ciertamente, tales preocupaciones son el eco de las
calamidades que asolaron a la ciudad en la década final de 1870, pero también es una consecuencia indirecta,
de que los estratos sociales que se consideran portadores del progreso y la distinción, comprenden que no
afianzarán esta condición sino logran consolidar un espacio urbano que represente simbólica y materialmente
esta aspiración. Ciertamente, en los años en que se libra la campaña por expulsar las chicherías del espacio
que se concibe como la verdadera ciudad, también tiene lugar la adhesión, por lo menos formal de la élite
local al mensaje modernista que tardíamente arriba a la soñolienta villa a través de innumerables ejemplos
próximos y lejanos. No extraña en consecuencia, que finalmente hacia fines de siglo, el Prado, la Plaza
Colon y la Plaza 14 de Septiembre se hayan convertido en los recintos que se reclaman modernos y
simbolizan el tipo de progreso que sueñan los conservadores patriarcas vallunos, los grandes comerciantes,
los banqueros y la abigarrada corte de letrados y tinterillos que se consideran a si mismos, interpretes e
interlocutores de estos vuelos modernizantes.
En forma simultánea, una buena parte de la campiña que circundaba a la ciudad y que causara la admiración
de D’Orbigny y otros visitantes, comienza a convertirse en una suerte de extensión del espacio público de la
élite local. En efecto, las precarias condiciones de la infraestructura urbana existente se tornaban
insoportables para las familias distinguidas, los bochornosos calores veraniegos, las infaltables sequías, las
nubes de insectos y las temibles tercianas y gripes de temporada, obligaban a pensar en una opción de
residencia temporal más benigna. De esta manera, los meses de noviembre a febrero de cada año, es decir los
meses de calor, se convirtieron en la temporada de los balnearios y las romerías rumbo Cala Cala, Queru
Queru y la Muyurina, donde abundaban pozas (khochas) naturales y numerosas piscinas y estanques para los
veraneantes.
Tanto Cala Cala como Queru Queru, exuberantes campiñas beneficiadas por los cristalinos riachuelos que
descendían libremente de la cordillera, se convirtieron en los sitios tradicionales del paseo, el reposo y el
acentuado gusto por “volver al campo” que de cuando en cuando asomaba con fuerza en el imaginario de los
notables de la ciudad que hacían esfuerzos por absorber la moderna cultura urbana, pero que a pesar suyo, no
podían controlar su apego a la campiña y a las bondades de la vida rural. Federico Blanco, a fines del siglo
47
XIX, se refería a Cala Cala 27, así como a los sitios denominados Rosal, Chorrrillos, Queru-Queru, La
Recoleta, Portales, Mayorazgo y otros, situados al Norte y al Noroeste de la ciudad, -con una distancia
promedio a la misma no mayor a dos kilómetros-, como lugares donde existían cómodas y esplendidas casas-
quinta y muchos caseríos donde era fácil acceder a una agradable residencia veraniega. Describía este ameno
paisaje en los siguientes términos:
Los preindicados lugares son los más fértiles, amenos y hermosos de la provincia del Cercado;
abundan en producciones muy variadas y frutas exquisitas; sus aguas son excelentes; su temperatura
es más templada que el de la ciudad y demasiado sana a causa del aire puro y un poco húmedo que se
respira (...) Casi toda la población acomodada de la ciudad se traslada a dichos lugares, donde se
pasan momentos deliciosos durante los calurosos meses de octubre, noviembre y diciembre. Las noches
de luna especialmente son encantadoras por las reuniones y toda clase de diversiones que se
proporcionan, y por la animación de las tertulias en las que reina la más completa sencillez y
familiaridad (2003:47-48).
En efecto, antes que por sus connotaciones productivas 28, esta campiña era fuertemente valorizada por su
condición de “lugar de veraneo”, sitio lúdico por excelencia. Crónicas de la prensa anteriores a la
descripción antes mencionada, nos brinda el siguiente panorama de estos trajines festivos. Veamos un
ejemplo:
En Queru-Queru despunta el entusiasmo con las fiestas públicas, carreras de sortijas, rompe cabezas,
cabalgatas y otras cosas (...) La ‘Esquina del Estanco’ llamada así desde ‘ad eterno’ o por otro
nombre, del Regocijo, título que por más que lo usen en papeles oficiales no nos cuadraría, así como
no nos cuadraría jamás el que se quisiera borrar el nombre de ‘las cuatro esquinas’, a uno de los
puntos de Cochabamba, que es testimonio de la primera esquina en que se destacaron por sus cuatro
ángulos, otras tantas casas de dos pisos; y es el lugar (la esquina del Estanco) donde se dan cita los
calacaleños para todas sus travesuras (...) Allí se juega con romaza 29 y tal es el valor que bellas y feos
despliegan, que perfectamente simulan a ‘los Colorados’ en el Alto de la Alianza. Luego siguen los
coros de piezas ligeras de moda hoy en día (como ‘la mexicana’, ‘la lagrima, ‘el juramento’, etc.).
Agotados los encantos de la música, se improvisan juegos, y entre estos, el trecillo y el de prendas (El
Heraldo, 24/11/1882)
Sin embargo no todo era paisaje idílico y holganza. Lo lúdico con frecuencia entraba en conflicto con la
praxis económica. Es probable, que muchos dueños de fincas, huertos y quintas vendieran o arrendaran
parcelas de esta tierra fértil a pequeños agricultores, quienes, portadores de la cultura andina, veían a la tierra
como la Pachamama que debía rendir frutos y no como fuente de placeres lúdicos de las familias
veraneantes. El Heraldo, se hacia eco de este tipo de conflicto en los siguientes términos:
27
De acuerdo a F. Blanco, las palabra Cala Cala es de origen aymara y significa pedregal.
28
F Blanco, nos informa que existían en estas zonas 2.273 hectáreas de tierras de labor distribuidas en 564
propiedades.
29
Romaza (Rumex patientia), Acedera vejigosa, espinaca sin aroma, hierba de la paciencia, se la encuentra en los
bordes de los caminos y terrenos sombríos del norte de España y regiones de Europa central. Naturalizada en el
continente americano (Infojardín, www.infojardin.net/fichas/plantas-medicinales).
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Crónica local: Cala Cala: Pierde diariamente sus bellezas naturales y se convierte en una extensa
alquería. A los restos vivos de sauces, rosa y múltiples flores que orillaban sus caminos, están siendo
sustituidos por cercos de tapiales deformes o ruinosos. Los vergeles de naranjos y limoneros, los
bosquecillos de membrillos, duraznos y perales, rodeados de claveles y narcisos que embalsamaban el
ambiente, han sido desmontados por la ávida mano de la explotación. Los verdes frutillares
esmaltados de flores blancas y frutos rosados que no ha mucho cubrían su suelo, han sido
reemplazados por los surcos desnudos de nauseabundos cebollares. Las grutas sombrías, las
misteriosas enramadas formadas por enredaderas silvestres, por tumbos, pasionarias, el jazmín... han
cedido su lugar a las groseras casuchas del labriego, tabernas de crápula y de desordenes
(06/12/1877).
Otro problema que era recurrente en el conjunto de la ciudad, era la precariedad de la infraestructura vial,
que también afectaba a estos recintos de veraneo. Una vez más El Heraldo denunciaba:
Existen muchos charcos y fangales de malísimo aspecto y sumamente perjudiciales para el tránsito.
Iguales fangos existen en las calles comprendidas entre el Rosal y la plazuela y en la que baja por la
casa de Foronda, que son verdaderas trampas, especialmente para los coches (...) ¿Y que diremos de
la plazuela del Regocijo?, está más adecuada para criar patos que para servir de recreo al público,
pues toda ella está surcada por corrientes de agua que bajan de las fincas superiores (04/08/1883)
En fin, los risueños tintes de la vida veraniega y la ancestral costumbre de considerar la campiña Norte como
el refugio de los bochornos del verano en la ciudad, permite afirmar que dicha zona, particularmente Cala
Cala, cumplía un importante rol como espacio público hacia fines del siglo XIX. No obstante, no es ya un
espacio abierto a todos los estratos sociales. Se trata específicamente de un territorio apropiado por la elite
urbana y rural como sitio de veraneo y recreación.
Otro componente fundamental de las transformaciones que se operan en el seno de la sociedad hacendal y en
la forma como esta se empeña por ganar espacios de exclusividad en el uso del espacio urbano y el ámbito de
los ritos y despliegues sociales, fueran estos actos cívicos, religiosos o festivos, son los cambios,
generalmente poco publicitados, que tienen en instrumentos como las ordenanzas municipales, el necesario
marco legal que las ampara. Así, las retretas populares de la Plaza 14 de Septiembre seden paso a
interpretaciones de “música culta”, desde la década de 1880, los oídos de las élites se sienten más cómodas
con los suaves acordes de Straus matizados por alguna pequeña libertad, como algún can can parisino. Las
fiestas patrias ya no se reducen a la concentración ciudadana y escolar, ahora se apertura la costumbre
germana del “desfile cívico” a paso marcial y con bandas de guerra. Un elemento de fuerte arraigo popular,
que no es ajeno a esta transformación, son las fiestas religiosas y paganas, particularmente los carnavales,
donde todavía se refugiaban resquicios de tolerancia e interculturalidad.
Gustavo Rodríguez llama la atención que hacia fines del siglo XIX existía un:
“abultadísimo calendario festivo (...) fiestas que intercalan lo sensual con la vigilia eclesiástica; el
desorden carnavalero con la ordenada y jerárquica disciplina de las ‘procesiones cívicas’ del 6 de
agosto y el 14 de septiembre que tienen lugar alrededor de la plaza de armas, sede simbólica del poder
señorial(1993: 98)
49
Hagamos seguimiento de este exquisito itinerario festivo: como mencionamos con anterioridad, la primera
fiesta grande era la de San Sebastián entre el 20 y el 22 de enero, tomando por escenario la plaza del mismo
nombre, la afamada Pampa de las Carreras y las faldas de la no menos famosa Colina de la Coronilla.
Rodríguez anota, apoyándose en noticias de la prensa de la época, que en tanto perdura el jolgorio, la ciudad
se paraliza por lo menos durante cinco días. Acudiendo a la acuciosa memoria de Damián Z. Rejas, un asiduo
defensor de las tradiciones populares, anota que la fiesta es previamente anunciada por “matachines
disfrazados de vistosos colores” quienes recorren las calles y la llenan de carteles anunciando “¡Hoy corrida
de toros en San Seabastián!”, en tanto se arman los tablados donde tomarán asiento entusiastas espectadores
de todas las condiciones sociales. En efecto, se desarrolla un espectáculo inclusivo, todos, vallunos y
caballeros disfrutan por igual. Sin embargo, la plaza y la fiesta no son necesariamente hacia fines de siglo
espacios de alteridad, todos comparten el espectáculo, pero no los mismos espacios, como anota Rodríguez:
la fiesta “no reúne físicamente los cuerpos y mantiene los ordenes estamentales en espacios pulcramente
separados”. Complementa Rejas (citado por Rodríguez) que en el lugar de refrescante sombra, en el costado
occidental de la plaza se ubica la “gente de alto tono” en sus carruajes de moda, junto a estos se sitúan los
jóvenes distinguidos. Al sur se ubican distinguidas damas y galantes acompañantes montados en briosos
caballos. El sector este de la plaza está reservado para los matarifes de Colcapirhua “ que apaciguan sus
robustos y relucientes caballos, sentados sobre aperos chapados de plata” . El centro de la plaza queda
ocupado por una gran muchedumbre de “obreros, campesinos del Cercado, Recoleta y Cala Cala”.
Súbitamente ingresan los toros, cuyos lomos están cubiertos enjalmas donde están cocidas monedas de plata,
la multitud se dispersa, en tanto los más osados procuran arrancar el premio monetario que ofrecen las
enjalmas. Al culminar este espectáculo siguen otros donde señoritos y damas demuestran sus habilidades
ecuestres. En fin, la fiesta se extiende por varios días, combinando toros, juegos de sortija, frutas y
abundantes comidas.
Sin embargo hacia 1906, irrumpe en la fiesta un modernismo inesperado: el foot ball, considerado deporte de
las élites, que requiere un considerable espacio que solo la plaza de San Sebastián le puede brindar. Como
anota, una vez más Rodríguez, la fiesta a fines del siglo XIX presenta signos de decadencia, deja de ser útil
para el despliegue de distinción de los notables y pasa a ser aborrecida por los espectáculos de “incultura”
que promueve. El propio Concejo Municipal la suspende y la repone una y otra vez bajo la presión de los
sectores populares, pero hacia 1930 se extingue definitivamente.
Una fiesta emblemática es el carnaval. Al respecto anota Rodríguez (2007) que todavía hacia 1840
predominaba en la ciudad el carnaval con resabios coloniales. Los vallunos del campo y la ciudad llenaban
las calles organizados en pandillas y entonando coplas subidas de tono, “ostentando toda la gala de vestidos
rústicos, trayendo flores y frutas en la cabeza y danzando al son de un tamboril y una flauta de pastores”
(Correo del Interior, febrero de 1847, citado por Rodríguez). La atmósfera carnavalera resultante parece ser
propicia para recrear el mundo al revés, para promover la alteridad y dejar que los plebeyos compartan
50
momentáneamente con sus mandantes e incluso imaginen que son admitidos por ellos. En los primeros
tiempos republicanos, bajo las circunstancias del universo local que describe D’Orbigny, no resulta extraño
que la plebe se apodere del espacio público, sin que ello provocara el escándalo de los notables. Estos
últimos en realidad no disputaban la calle al pueblo carnavalero, pero tampoco se adherían al gusto popular.
Preferían celebrar las carnestolendas de puertas hacia adentro, en sus casonas urbanas y casas-quinta.
El médico Julio Rodríguez Rivas, en la década de 1870, reconocía que el sus abuelos pasaban el carnaval
soportando:
las grotescas escenas de una plebe que cantaba y bailaba en las calles embriagada de placer, de lucro
y de desvergüenza”; en compensación solían reunirse por las noches “en pequeñas tertulias de
familia, donde se bailaba la majestuosa contradanza, el elegante minué, se pintaban las caras con un
poco de almidón perfumado, derramábanse confites, se tomaba chocolate, y agitaban un momento más
al compás del ‘londu’, del ‘chambé’, del ‘gato mis mis’ y del ‘aylumbe’, dándose a las diez de la
noche, el ósculo de paz para ir a descansar cada mochuelo a su olivo (1978:176).
Estas eran las escenas carnavaleras imperantes, sobre todo, en la primera mitad del siglo XIX, el tiempo
cochabambino de la sociedad asediada por el peso de la tradición popular y de la tolerancia, al punto que las
familias de renombre, no se intranquilizaban por verse obligadas a desplegar sus gustos y requintes a puerta
cerrada, en tanto en la calle viboreaban las pandillas, dueñas y señoras del espacio público.
En la segunda mitad del siglo XIX, el galeno Rodríguez reconocía con cierta nostalgia que “ el carnaval ya
no es carnaval”. Los nuevos tiempos, “la época del vapor, del telégrafo y de los globos aerostáticos” se
acomoda mejor al baile de máscaras del teatro Achá y hacia fines de siglo, a los similares y muy prestigiosos
del Club Social.
Sin embargo, el carnaval no era una fiesta aislada, el calendario festivo era nutrido. Cada barrio tenía su
santo patrón que era abundantemente festejado. Una de las más sonadas era la fiesta de la fertilidad o de
Santa Veracruz, fiesta de tradición rural y cuyo origen se remonta a los tiempos precolombinos. Juzgada
pagana, obscena y bárbara, se le añadieron contenidos religiosos. Era una fiesta netamente campesina, que
hacia finales del siglo XIX, osaba invadir el recinto urbano: “Toda la gente de la campiña se entrega a una
estupenda beodez y algazara (...) una orquesta de zampoñas que por allende la calle del diablo ( toca)
melancólicas y lúgubres sinfonías” (El 14 de Septiembre, 12/09/1886, Citado por Rodríguez, 1993). Iguales
miramientos fueron mereciendo otras fiestas como la de San Antonio y la propia fiesta de San Andrés en
Cala Cala. Luego de la paulatina pero firme expulsión de las chicherías, infraestructura esencial de estas
celebraciones populares, la ciudad, particularmente el centro urbano y sus vecindades, fueron vistos como un
espacio donde debía recrearse la modernidad, esto es, imperar un orden racional donde las buenas maneras,
las buenas costumbres y los gustos decorosos se impusieran sobre los excesos populares. De esta manera,
con el expediente simple de las prohibiciones vía ordenanzas municipales, se erradica la presencia de
bailarines, de pandillas y otros actos considerados extravagantes y chocantes 30. El mundo señorial fue
30
Por ejemplo, la Ordenanza Municipal de 10/12/1886, prohibía “la exhibición de bailes en la procesión y fiestas
religiosas” bajo pena de sancionar con multas pecuniarias a los infractores (Digesto Municipal, Tomo 1, 1895,
citado por Rodríguez Ostria, 1993).
51
reconquistando a paso firme el espacio perdido, tras el derrumbe del régimen colonial. Fue emergiendo sin
aspavientos la ciudad de la gente decente, la ciudad letrada, la ciudad donde reinaba un aparentemente rígido
orden moral, un devoto temor a Dios, un escrupuloso respeto a las jerarquías y a las distinciones, una ciudad
llena de miramientos y proclive a “alzar el grito al cielo” ante cualquier infracción de la plebe. Finalmente la
frágil élite que contemplo risueño D’Orbigny, ha quedado atrás. Los respetables ciudadanos que ocupan, lo
que consideran la verdadera ciudad, se sienten portaestandartes de la civilización occidental y han trazado
una línea divisoria con los incivilizados.
No cabe duda de que se ha producido una ruptura entre los valores populares, que otrora hicieron suyos las
propias élites, y los barnices de modernidad con que se han recubierto las llamadas clases pudientes,
reprimiendo con rigor, no solo estas reprochables debilidades del pasado, sino a los otros, el mundo plebeyo
y sus ahora execrables gustos y costumbres. Los sentido bailecitos, las licencias báquicas, las añoranzas
vallunas, ahora toman tintes de bacanales y actos repugnantes.
Hacia 1890, las fiestas religiosas se van disciplinando, la procesión recobra su orden y lugar, acompañada
por distinguidos caballeros, damas y señoritas guardando santa devoción. Solo en la víspera se permiten
fuegos de artificio y juegos populares. Se impone el severo resonar de los rezos y las letanías sobre el
bullicio de zampoñas, bombos y requiebros. La solemnidad pertenece ya al mundo urbano, los excesos son
recluidos en la zona rural y en los barrios bajos de gente descalificada por los guardianes de las buenas
costumbres.
En suma el carnaval, las fiestas de santos y los festejos cívicos, siguen el curso evolutivo de la sociedad
señorial y del proceso en que se va apropiando del espacio público para fortalecer su hegemonía. Si se
reconocían estas fiestas como populares y dominadas por la cultura andino-criolla de los vallunos, a inicios
de la República; desde la segunda mitad del siglo XIX, se revelan síntomas de diferenciación. Lo folclórico,
los ritos paganos, las costumbres tradicionales, comienzan a ser vistas como extravagancias de gente bárbara,
despliegues atentatorios a la moral y las buenas costumbres, excesos de incivilizados y desplantes de la plebe
que no se pueden tolerar. En consecuencia ganan espacio las imitaciones que llegan de Europa, las fiestas
pretenden desarrollarse “a la europea”, las gentes de bien se identifican y hacen suyas estas nuevas formas
de festejo, por que ellas les proporcionan distinción. Prontamente las celebraciones tienen dos versiones: la
forma civilizada y decente de celebrar, ya sea en el desfile, el corzo, el baile social o la procesión; y la forma
popular, que debe quedar escondida y proscrita en el mundo rural, donde se vuelve invisible para los
celadores del orden, la seguridad y el bienestar de la ciudadanía, la misma que comienza a respirar con
mayor intensidad los aires modernistas y a alejarse cada vez más de sus raíces populares.
Finalmente, un otro aspecto que resulta de interés verificar, es el sentido de construcción del espacio público,
bajo el tenor de esta revalorización de los imaginarios de distinción respecto a las permisiones y tolerancias
de otros tiempos. Se trata en todo caso, de construir identidades reales, no solo virtuales. Las élites, cuando
se apropian de un espacio urbano, no se conforman con establecer su propiedad y su dominio sobre los
52
objetos inmuebles, sino se empeñan en construir un sistema de signos y símbolos que transmitan a los otros,
mensajes claros de jerarquía y poder sobre ese espacio y el resto de la ciudad. Es por ello, que la Plaza 14 de
Septiembre deja de ser el “el gran patio” de la comunidad urbana de los primeros tiempos republicanos, para
convertirse, bajo la influencia del paisajismo señorial francés del siglo XVIII, en un parque con paseos y
avenidas peatonales organizadas en torno a un punto de tensión: el obelisco representativo de los ideales
cívicos de la República, coronado por el cóndor que alegóricamente va a levantar vuelo rumbo al futuro, que
significa el progreso, aspiración que conceptualmente envuelve a la totalidad de la sociedad urbana, aunque
sea una pequeña élite la que razona de esa manera. Lo mismo ocurrirá con el Prado, la antigua portada que
simboliza los fastos republicanos vinculados a la memoria de Ingavi y al General Ballivián, merced a un
problema constructivo tuvo que ser derribada en 1888, sin embargo, ello no impide que el imaginario
modernista de la época no imprima sus signos y valores: hacia 1900, ya se habla del “paseo” del Prado con
seriedad, las finas ironías que se tejían en otros tiempos respecto a la calidad de este ámbito han cesado.
Ahora su trazado invita a imaginar un bulevar parisino, un notable espacio donde la sociedad cochabambina
puede desplegar sus aires de linaje y exhibir sus atuendos directamente encomendados a las grandes tiendas
de Londres o París.
Al respecto señala García Canclini:
Los monumentos presentan la colección de héroes, escenas y objetos fundadores. se colocan en una
plaza, en un territorio público que no es de nadie en particular pero de ‘todos’, de un conjunto social
claramente delimitado, los que habitan el barrio, la ciudad o la nación. El territorio de la plaza o el
museo se vuelve ceremonial por el hecho de contener los símbolos de la identidad, objetos y recuerdos
de los mejores héroes y batallas, algo que ya no existe pero es guardado porque alude al origen y a la
esencia. Allí se conserva el modelo de la identidad, la versión auténtica (1989:178).
Esta construcción de identidad en el espacio público es fundamental para que una élite consolide su
condición de tal, o incluso para que un estrato popular haga valer su presencia en la ciudad. Demarcar
simbólicamente el territorio, era tan urgente como desplegar mensajes de prestigio, prestancia y distinción.
En suma, el posicionamiento de las élites urbanas y de la oligarquía en el espacio urbano supuso no solo el
afianzamiento de la zona central y Norte de la ciudad como representativa de sus valores y despliegues, sino
la lucha en torno a la inclusión de sus valores simbólicos en el espacio público, es decir, como anotamos
anteriormente, la demarcación de ámbitos donde en forma irrefutable, los iconos de los valores considerados
civilizatorios, se impusieran y desplazaran a la cultura y a la economía popular. Por tanto dichas élites, no
solo trataron de suprimir o desfigurar las fiestas populares, acomodándolas a los gustos europeizantes de la
época, o promover fiestas cívicas con las cuales intentaron solemnizar su condición de predestinados para
conducir la sociedad hacia los ideales del progreso, sino trataron de convertir los espacio públicos, en
espacio de irradiación de los valores cívicos, culturales e históricos con que se pretendía legitimar la
continuidad de un orden que segmentaba la sociedad de manera rígida.
53
CAPÍTULO II
Espacio público y modernismo en la primera mitad del siglo XX
Al despuntar el siglo XX, Bolivia había experimentado finalmente cambios importantes en la fisonomía de
su estructura estatal. El acelerado derrumbe de la economía de la plata, trajo consigo en la década final del
siglo XIX, igual deterioro en la estabilidad de las élites mineras del sur del país. Su expresión política, el
Partido Conservador que había elegido presidente a Severo Fernández Alonso en 1896, exhibió muestras de
incapacidad para confrontar a la oposición liberal y no pudo impedir, que el movimiento federalista, ropaje
con el que se revistió momentáneamente el liberalismo, desatara la guerra civil de 1899 y encumbrara al
General José Manuel Pando en la cima del poder. El liberalismo victorioso, inició su hegemonía de dos
décadas, con la transferencia de la sede de gobierno a la ciudad de La Paz, dejando a Sucre como la capital
nominal de la república.
Estos acontecimientos estuvieron signados por dos hechos económicos de trascendencia: el fugaz auge de la
economía de la goma (1898-1911) que culminó con la Guerra del Acre y una nueva pérdida territorial, esta
vez a favor el Brasil, y el despuntar de la explotación del estaño que logró consolidar en el poder a una élite
empresarial, que potenció la hegemonía de la región minera y la ciudad de La Paz, sobre el resto del país,
introduciendo un modelo de desarrollo que gira exclusivamente alrededor de la explotación estañífera 31 Sin
embargo, en el plano de la vida política, no hubo mayores transformaciones respecto a los gobiernos
conservadores. Se siguió practicando una democracia restringida que favoreció solo a los letrados y a los
propietarios. Se reforzaron los aires señoriales, las odiosas separaciones de castas y la ideología del
darwinismo social de moda en ese tiempo, se convirtió en la vara con que fueron medidos y evaluados los
excluidos, además del instrumento con el que se justificaron las segregaciones y represiones más explícitas.
De acuerdo a René Zabaleta (1986), en las dos últimas décadas del siglo XIX, la riqueza que las élites
mineras adquirieron de un modo capitalista, fueron despilfarradas de un modo señorial. La obsesión de
latifundistas, mineros ricos y comerciantes de fortuna por adquirir tierras, no respondía a una lógica de
31
El liberalismo boliviano, dirigido férreamente por su principal ideólogo, el General Ismael Montes, a la inversa del
liberalismo triunfante en otros países, sacrificó la posibilidad de diversificar la economía ampliando el mercado
interno a través de reformas urgentes en la estructura agraria cobijadora de fuertes resabios feudales. Al contrario de
ello, estableció una firme alianza con los sectores gamonales del país, dejando intacto el régimen de colonato y
otras formas de vasallaje a las que estaban sometidos los campesinos del país.
54
diversificación y expansión de la empresa capitalista, sino a una razón más próxima a los valores feudales
del estatus, de concebir la propiedad como fuente de prestigio y poder. Aquí reposaría la razón por la cual
existía un marcado desinterés por la planificación productiva de la hacienda. Las riquezas acumuladas no se
dirigían a reproducir el capital industrial o agrícola, dentro de una lógica de diversificación y ampliación de
la empresa capitalista, sino a afianzar, una persistente adhesión a los valores feudales citados. En lugar de
desarrollar alternativas para maximizar la eficiencia productiva y alentar la formación de un mercado libre de
trabajo, el empresariado minero y de sus aliados hacendados, se consideraban como la cúspide de un eje de
dominación, ejercida sin vacilaciones sobre un conjunto de entidades subordinadas: peones de hacienda,
piqueros, pequeños comerciantes, artesanos y trabajadores mineros, incluso profesionales liberales, políticos
que representaban sus intereses y el propio aparato estatal. La sed de riqueza y poder, no se dirigía a
potenciar un proyecto real de desarrollo capitalista, sino a recrear un imaginario de modernidad, donde se
combinaba la ansiedad de proyectarse formalmente como parte de un mundo capitalista en plena marcha con
la terquedad autoritaria de proteger la inmovilidad de los pesados cimientos coloniales.
Si bien las élites de Cochabamba no participaron de la Revolución Federal en forma activa, no escondieron
sus simpatías por la causa federalista 32, aunque en realidad, les atingían más sus propias penurias recurrentes
de la crisis económica que vivió la región a causa de la pérdida del Litoral en 1879 y el libre tránsito del
comercio chileno que hacía fuerte competencia a la producción de los valles cochabambinos. En efecto, las
décadas finales del siglo XIX encontraron a Cochabamba sumergida en una profunda crisis. El contraste
sufrido en la guerra del Pacífico, significó para la región la pérdida casi total de los mercados tradicionales
para su producción agrícola y artesanal33.
Sin embargo, pese a que la contracción económica tuvo un alcance universal, en los valles las consecuencias
no fueron similares para las diferentes clases sociales. Inmediatamente después de concluida la guerra con
Chile, no tardaron en dejarse escuchar voces que alertaban sobre las duras consecuencias para la economía
valluna, particularmente para los pequeños agricultores y artesanos que habían logrado desarrollar a lo largo
de muchos años extensas redes comerciales que alcanzaban casi la totalidad de los principales centros
mineros y urbanos del altiplano, la costa del antiguo litoral boliviano y el Sur del Perú. La reacción de las
élites regionales fue reclamar por la modernización de las vías de comunicación a fin de alcanzar lejanos
mercados en el olvidado Oriente del país o recapturar los mercados perdidos, pero en realidad, para ampliar
los flujos del comercio de importación de los codiciados efectos de ultramar que se consideraban más
asequibles para reflotar la alicaída empresa comercial. Sin embargo los artesanos y los pequeños agricultores
parcelarios cifraban sus esperanzas una vez más, en las potencialidades del propio mercado regional que se
consideraba a cubierto de los tentáculos comerciales de chilenos y británicos, en tanto no hubiera ferrocarril
y el macizo andino continuara constituyendo un desafío demasiado desalentador para los emprendimientos
32
En la cámara de representantes de 1899, Nataniel Aguirre y Lucas Mendoza de la Tapia, diputados por Cochabamba
fueron férreos defensores del federalismo.
33
Estas pérdidas no solo abarcaban los mercados del litoral boliviano ocupado por Chile, sino importantes mercados
del Altiplano como La Paz y Oruro.
55
foráneos. Lo evidente es que hacia 1900, en tanto muchas haciendas eran rematadas al declararse insolventes
para honrar deudas bancarias, en el Valle Alto, el mercado de tierras agrícolas estaba dominado por una
demanda constituida por pequeños agricultores parcelarios y no pocos artesanos (Rodríguez, 1991).
El impacto sobre los valles, que pudo tener la emergencia de grandes centros mineros como Huanchaca y
Colquechaca en la era del último apogeo de la plata, en comparación con el gran centro comercial potosino,
fue en realidad bastante modesto. Mitre (1981) corroborando esta impresión estimaba que la minería de la
plata solo proporcionó empleo a unos 20.000 trabajadores. Por otra parte Larson (1982) añade que los
productos de Cochabamba, sobre todo las cosechas de granos, tuvieron que competir con similares
provenientes de Chayanta en Potosí, o de los valles de Chuquisaca, pero sobre todo, con las importaciones de
trigo chileno. Esta situación se acentuó una vez que el gran centro minero de Huanchaca, luego Oruro y La
Paz se unieran con los puertos de Antofagasta, Mollendo y Arica a través del ferrocarril. El precio del trigo
importado de Chile a través de esta ruta marítimo-ferroviaria resultaba más competitivo que los granos
transportados por arrias desde los valles cochabambinos u otras regiones. Estos hechos no abonan por una
supuesta mejoría de las condiciones en que se encontraba la economía de Cochabamba hacia fines del siglo
XIX e inicios del XX, pues persistían las causas que habían provocado la crisis de su comercio de
exportación a partir de 1880.
¿Cual era la actitud de las élites y del mundo mestizo en relación a la crisis que agobiaba a Cochabamba en
las últimas décadas del siglo XIX? Desde el punto de vista de los hacendados y grandes comerciantes, la
expresión palpable de dicha crisis residía, no solo en la pérdida de los mercados tradicionales, sino sobre
todo, en la irrupción de mercaderías y productos agrícolas (harinas, cereales, azúcar, etc.), en volúmenes
considerables y a bajo costo, favorecidos por el ferrocarril Antofagasta-Oruro, como por las franquicias
aduaneras que beneficiaban a las mercaderías extranjeras en desmedro de la producción nacional. En 1900,
en oposición al librecambismo liberal dominante, en Cochabamba surgen corrientes proteccionistas que
reclaman por la extrema desigualdad de las condiciones de comercialización de la producción valluna frente
a similares extranjeros, una vez que los primeros eran elaborados a mayor costo y estaban sometidos a cargas
fiscales. Se reconocía francamente que la producción agrícola y artesanal valluna, donde todavía eran
vigentes técnicas incaicas y coloniales, no podía competir con la industria capitalista moderna.
Sin embargo, el centro de preocupación de las élites no era la aspiración a una modernización radical de los
medios y procesos de producción, sino la alternativa de ampliar el comercio de importación de los
prestigiados efectos de ultramar, aun a costa de desplazar la industria artesanal, que finalmente se
consideraba como apropiada para "los de abajo". Por ello el énfasis, más allá de los reclamos proteccionistas
aislados, era en la modernización de las comunicaciones. La palabra de orden dominante era: “¡ Ferrocarril
para Cochabamba!”
La presencia del ferrocarril en la meseta andina, no solo era un imán irresistible para el desarrollo comercial
sino, además un portentoso mensajero de poderosas influencias modernizantes. En algunas esferas de las
56
élites regionales existía una comprensión clara, de que la nueva realidad imponía a Cochabamba dos
enormes tareas al despuntar siglo XX. La primera, romper con su enclaustramiento geográfico, revirtiendo a
su favor su emplazamiento central, a partir del cual pudiera proyectarse al mismo tiempo, tanto sobre las
llanuras amazónicas, y a través de ellas, acceder al Atlántico, como alcanzar la meseta andina y los puertos
del Pacífico en forma más fluida. La otra tarea, no era menos ambiciosa, se trataba de romper con el atraso
agrícola superando los tradicionales límites tecnológicos, es decir las arcaicas relaciones y modos de
producción. Como era de suponer, la oligarquía regional muestra pleno acuerdo con el primer punto de vista,
en tanto naturalmente, cubre con un velo de silencio total la segunda cuestión, que obviamente resultaba
subversiva para sus intereses y su condición señorial. De esta manera la cuestión de caminos y ferrocarriles
se convierte en el tema de debate por parte de la ciudadanía letrada, pero temas como modernizar las
haciendas e introducir reformas en la estructura agraria eran temas del ideario anarquista que lindaba con
posturas subversivas.
A fines del siglo XIX y primeros del XX, se multiplican los esfuerzos por explorar nuevos territorios como
los yungas del Chapare, se realizan estudios para definir el trazo de una vía carretera o ferrocarrilera hacia
Santa Cruz, se realizan esfuerzos similares para mejorar la vinculación carretera con Oruro y el Sur de la
República. Sin embargo la cuestión fundamental, es el reclamo por el ferrocarril, tema en torno al cual, se
producen las primeras movilizaciones regionales opuestas al gobierno central. Los intereses que se tejen en
torno a estas movilizaciones y demandas, no se orientaban hacia el desarrollo capitalista de la agricultura,
sino hacia una alternativa más factible y menos comprometedora: el fortalecimiento y desarrollo de la
empresa comercial de importación de efectos de ultramar. De esta forma, desde fines del siglo XIX, se
establece una estrecha alianza entre el gran comercio importador que se ve reforzado por muchas sucursales
de casas importadores paceñas, la banca e importantes sectores de latifundistas. Los hacendados comienzan a
desplazarse hacia la ciudad de Cochabamba y a diversificar sus ingresos. Participan con mayor intensidad en
la captación de rentas inmobiliarias urbanas, forman sociedades comerciales y compran acciones de la banca.
Paulatinamente, - aunque no en términos generales y absolutos -, la hacienda dejó de ser un medio de
producción, y se convirtió en una opción para respaldar negocios bursátiles en calidad de garantía
hipotecaria. Incluso se puede inferir, que muchas operaciones de parcelamiento de tierras de hacienda que
ingresan al mercado dominado por mestizos, son apenas operaciones calculadas para convertir dicha tierra en
circulante, a fin de realizar negocios de importación. Esta impresión se ve reforzada por la situación de
falencia económica de muchas haciendas hacia 1900. Sin embargo muchas de estas quiebras podrían resultar
normales dentro del juego de las operaciones comerciales. Lo evidente es que el aparato comercial urbano
importador comienza a surgir con fuerza en la década de 1880, al mismo tiempo que se multiplican los
establecimientos bancarios, dando lugar a la configuración de una “zona comercial”, cuya consolidación se
realiza en base a la drástica expulsión de chicherías del centro urbano, en lo que viene a ser la primera
operación seria de modernización de la antigua aldea rural (Solares, 1990)
57
En contraposición a lo anterior las clases populares conformadas mayoritariamente por piqueros y artesanos,
es decir el abigarrado mundo valluno, se mueve bajo otros ritmos. En realidad éstos nunca perdieron la
perspectiva de basar su estrategia económica, apoyándose en dos alternativas esenciales: por una parte,
dirigiendo una fracción de su producción agropecuaria o artesanal al potente sistema de intercambio ferial
regional, es decir al “mercado interno” menos vulnerable a las fluctuaciones de los mercados externos, y por
otra, orientando lo restante de sus productos hacia un comercio de larga distancia. Para este desempeño,
dichos productores, particularmente sus mujeres, las briosas vallunas, eran eximias comerciantes, tanto
atendiendo puestos o asientos en las ferias como en los mercados de abasto, al mismo tiempo que los varones
solían desempeñarse como comerciantes a larga distancia, conduciendo arrias o asociándose a arrieros,
llevando regularmente sus productos a los asientos mineros y a las ciudades del altiplano. En estos “negocios
de pueblo llano” no tenían rival, ni se amedrentaban si tenían que regatear precios frente al temible
competidor, las harinas chilenas, que tanta alarma provocaba entre los hacendados.
El eje de este comercio popular giraba en torno a la articulación: pequeña parcela-maíz-chicha. Varios
indicios demuestran el enorme vigor de esta economía. Así lo demuestran situaciones que podrían haber
llevado a la quiebra a otro tipo de emprendimientos: por ejemplo, el constante incremento de chicherías en la
ciudad capital y el Cercado, a contrapelo de la escalada de impuestos con que, desde 1910, comenzó a
gravarse el maíz, el muko y la chicha, o la sañuda persecución de que fueron objeto para dejar lugar a los
establecimientos bancarios y a las casas importadoras, que a fines del XIX, eran los portaestandartes de los
“tiempos modernos”; ó la capacidad de estos sectores, sobre todo las chicheras, de convertirse en
propietarias de inmuebles urbanos o de parcelas rurales 34.
Desde la perspectiva de los cambios que va experimentando la ciudad, estos ya no se explican a partir de la
bonanza del tradicional eje de desarrollo: agricultura de exportación-minería, como otrora; sino por la
transformación de la antigua aldea en un mercado consumidor de bienes industriales, merced a otro tipo de
bonanza: la fortaleza de su mercado interno y la diversificación de los negocios de la clase terrateniente,
ahora muy involucrada con el comercio urbano importador, la renta inmobiliaria y la banca. La idea de
“modernidad” aparece vinculada desde las últimas dos décadas del siglo XIX, a las alternativas de resolver la
crisis regional, como ya se puso de manifiesto, a través de la ruptura del continuo aislamiento geográfico
regional mediante la sustancial mejora de las vías de transporte y comunicación, así como introducir
innovaciones tecnológicas en las prácticas agrícolas hacendales e incentivar la industria manufacturera local.
Sin embargo todo esto, se ubicaba en el plano de las aspiraciones a largo plazo, aunque, el solo hecho de que
tales cuestiones fueran temas de tratamiento por la opinión pública, ya significaba, en forma ostensible, un
importante avance.
Dichas cuestiones que eran arduamente discutidas en los círculos intelectuales, enriquecieron y dieron realce
34
Un indicador importante de la potencia de esta economía, eran los enormes volúmenes de producción de chicha
que se registraban: por ejemplo, el término medio de producción anual entre 1919 y 1928 no bajó de 12.600.000
botellas en el departamento, alcanzando volúmenes que sobrepasaron los quince millones en años de crisis como
1924 y 1925. En la ciudad y el Cercado, este promedio alcanzó a casi 2,5 millones de botella anuales.
58
a las tertulias de las clases acomodadas y aun de las clases medias y, permitieron el surgimiento de un
“espíritu de modernidad”, una suerte de atmósfera que comenzaron ávidamente a respirar los círculos que
aglutinaban a la inteligencia regional y a los sectores liberales que comenzaron a calificarse, a si mismos
como “progresistas” en oposición a las posturas “tradicionalistas” de los viejos conservadores y los sectores
clericales.
Esta coyuntura permite que en el ámbito cultural, finalmente se logre fracturar el prolongado oscurantismo
colonial. Ahora se discuten con gran desenfado las últimas novedades literarias que vienen desde París,
Madrid o Londres. Ciertamente, llegan hasta Cochabamba los ecos del rampante “arte moderno” que
escandaliza a los círculos académicos europeos, pero que permite a los jóvenes de ambos continentes
revestirse de ese aire de “avant-garde” tan propio de la “Belle Epoque”. Sobre todo tienen buena acogida los
nuevos gustos en la esfera del consumo, en lo que hace a las innovadoras y atrevidas modas en el arte del
vestir, del ostentar, del presumir, por una parte; y por otra, en la construcción de poderosos imaginarios que
estimulan el progreso urbano dentro de estrictos cánones neoclásicos “a la francesa”. No obstante, muchas
de estas corrientes, todavía se sitúan en un mundo lejano y casi onírico. La enloquecedora dinámica que
comienza a apoderarse de ciudades como Buenos Aires, Río de Janeiro, Montevideo, La Habana, México,
Caracas, Lima, Santiago y otras, que se transforman definitivamente en grandes urbes de varios cientos de
miles, e incluso millones de habitantes; en el caso de nuestra ciudad se reduce apenas a un eco lejano. Los
chuquisaqueños se contentan con afrancesar la capitalina Sucre sin romper con su fisonomía colonial, lo
mismo ocurre con La Paz, en tanto en Cochabamba, se refuerza el sentido elitario de los principales paseos
públicos y se sueña con convertir el Prado en un bulevar parisino.
Sin embargo, observando el universo de los estratos ajenos a estos afanes modernistas, se podía verificar, que
la inexistencia del ferrocarril proporcionaba grandes ventajas y utilidades en favor de los arrieros, un negocio
sin duda muy satisfactorio, al punto de que este gremio se multiplicó en grandes proporciones, como lo
harían los camioneros en la década de 1950. Estos operadores de la economía popular, llegaron a articularse
perfectamente en un doble rol que revela el grado de la extrema habilidad de los vallunos, para sacarle
partido a cuanta alternativa se les presentara: por una parte, llevaban sus productos -agrícolas, pecuarios y
artesanales- a los cuatro puntos cardinales del país, particularmente al altiplano, realizando excelentes
transacciones gracias a una tupida red de “caseros” que habían sabido organizar. Pero por si fuera poco, al
retorno volvían a hacer buenos negocios prestando servicios de transporte al “comercio organizado” o
importador de Cochabamba, al que incluso le colaboraban en sus especulaciones con los asientos mineros.
Pero su horizonte era más amplio, llevaban a Santa Cruz mercaderías importadas y, al retorno traían
productos como el arroz, el alcohol, la chancaca, las suelas, el azúcar, los dátiles, etc. que revendían en
Cochabamba a negocios especializados en “productos del Oriente”. Luego no resulta extraordinario, que se
hicieran con una parte significativa del excedente económico que generaba la región, al punto que, como ya
se sugirió, los estratos de chicheras, artesanos y arrieros, fueran adquiriendo casas en los barrios populares de
59
Problemas que hasta ese entonces eran llevaderos y eran parte de la vida cotidiana, por tanto no merecedores
de convertirse en noticia u ocupar un espacio en la prensa, comienzan a cobrar relieve: la estrechez de las
calles, su molestosa sinuosidad, la carencia de parques y paseos, la imperfecta pavimentación de las calles, el
embaldosado colonial de las aceras, la falta de energía eléctrica, los basurales frecuentes en el centro urbano,
las lagunas y barriales en que se convertían muchas calles y plazas en época de lluvia, y un sin fin de
molestias parecidas, merecían severos reclamos y agudos comentarios. Sin embargo, las soluciones se
situaban en el campo de las fantasías y especulaciones, y aun cuando las propuestas tenían una
argumentación técnica sólida y eran perfectamente factibles, chocaban con el muro de las más terca
incredulidad. Los grandes avances científicos y tecnológicos del siglo XIX, como los inventos de Tomás
Alba Edison, Samuel Morse, Marconi, los primeros tranvías eléctricos alemanes de 1884, el empleo del
hormigón armado en Europa en 1877, o el primer “carruaje” a motor de explosión de Benz en 1885, solo en
contadas ocasiones aparecen como una noticia curiosa y perdida en las páginas internas de prensa de la
época, sin merecer mayores comentarios, como una suerte de exotismos de una realidad extra planetaria.
Un acontecimiento temprano, aunque con escaso impacto en la conciencia ciudadana, fue el telégrafo que se
constituyó en una respuesta efectiva a la aspiración de superar el aislamiento geográfico de la región.
Rápidamente se convirtió en un factor que ayudó a dinamizar y modernizar el comercio y la actividad
financiera, pues mediante esta innovación tecnológica en materia de comunicación, era posible definir
precios, costos y beneficios con referentes de mercados lejanos, y lo más importante, tomar previsiones
oportunas en relación a las fluctuaciones de los costos de importación de las manufacturas europeas y de
otros países, o del valor de los productos exportables de la región -granos, harinas, artículos de cuero, etc.- a
los mercados del altiplano.
Sin embargo, lo que realmente sacudió la pesadez de la vida cotidiana, esa adormeciente atmósfera monacal,
de la que se lamentaban los ciudadanos impacientes de respirar aires modernos en la década de 1880 y 90, se
produjo bajo una forma alegórica: la violación de las tinieblas seculares por un nuevo milagro científico. El
servicio de energía eléctrica fue una reivindicación que venció por primera vez los gruesos muros del
escepticismo, ante la noticia de que las ciudades del altiplano y las minas gozaban de este moderno servicio,
en 1888 se sugirió crear una “Empresa de Alumbrado Eléctrico y Aguas Potables” para resolver estas dos
sentidas necesidades. A partir de este momento, la ciudadanía tomó conciencia de que las tinieblas que le
envolvían eran un evidente signo de atraso y postergación.
La prensa se hizo eco de esta toma de conciencia y ayudó a incrementarla. Un periodista en 1890 hacía esta
descripción: “Durante la noche presenta Cochabamba un aspecto de pavorosa lobreguez. No se concibe
cómo sus activos habitantes con tendencias tan marcadas a la sociabilidad, entregados a las faenas
cotidianas de múltiples negocios, se entreguen a estas tinieblas a la hora de descansar”. Por fin, todos caían
en cuenta del primitivismo de la vida cotidiana imperante y la necesidad de ir erradicando viejas y obsoletas
costumbres y actitudes, comenzando por los antiquísimos sistemas de alumbrado público en base a “luz de
61
cebo” que era el único recurso lumínico que tenía la Plaza de Armas y unas dos o tres cuadras a la redonda,
todo ello a cargo de la policía que cotidianamente se ocupaba de encender mecheros de faroles empotrados
en las paredes de las casas. Por esa época, se introdujo la variante de obligar a cada dueño de casa a encender
en las puertas o ventanas de su domicilio “una pequeña vela que arroja luz incierta y melancólica, y que se
apaga en las primeras horas de la noche, apenas la falange de los rondines municipales concluye de hacer
su ruidoso recorrido. Sólo en las galerías de la plaza y algunas calles adyacentes se cuelgan faroles a
kerosén” (El Heraldo, 19/11/1902).
Bajo estas condiciones de extremo atraso, la ciudad atravesó los umbrales de un nuevo siglo, conservando
aún pesados resabios de la antigua aldea colonial, en contraposición a los escasos medios que la aproximaban
a una condición propiamente urbana, sobre todo en lo que hace a su escasa capacidad de proveer
comodidades mínimas a sus habitantes. Hacia 1900 se extiende el uso de faroles a kerosén y ya en 1902 se
contabilizan 258 unidades en uso a cargo de un concesionario, extendiéndose este servicio a un perímetro de
60 cuadras. A fines del mismo año, el Concejo Municipal intenta adquirir un motor y todos los implementos
para producir energía eléctrica de la Compañía Heller, empresa que instaló el primer “biógrafo” en
Cochabamba35. Con este motivo se hizo la primera prueba de alumbrado eléctrico con gran éxito. En 1905, se
oferta al Municipio mejorar el sistema de alumbrado con la inclusión de 600 lámparas incandescentes 36.
Finalmente, a fines de 1906, el Concejo Municipal convoca a propuestas para la instalación de un sistema de
alumbrado eléctrico y un servicio de tranvías a tracción eléctrica. Luego de diferentes avatares, a inicios de
1908, como ya se mencionó, se organiza la Empresa de Luz y Fuerza Eléctrica Cochabamba con el concurso
de empresarios capitalistas del valle, comerciantes, hacendados y mineros de Oruro. La empresa desde un
primer momento intentó diversificar su accionar, abarcando proyectos de alumbrado público, una red de
tranvías a motor eléctrico, una red de ferrocarril regional, instalación de molinos movidos por la misma
energía e incluso una fábrica de ladrillos y tejas 37. Bajo estos auspicios, el 14 de Septiembre de 1908 se libró
al servicio público la primera instalación de alumbrado que benefició a la Plaza de Armas y a unas 20
manzanas, o sea, alrededor de 60 cuadras que abarcan prácticamente la totalidad del centro comercial. Hacia
fines del mismo año, el nuevo sistema de alumbrado se extendió al resto de la zona urbana consolidada. Sin
embargo, recién en 1917, el servicio de alumbrado público y domiciliario fue ampliado a las campiñas de
Cala Cala y Queru Queru.
Otro gran aporte de la Empresa de Luz y Fuerza, sumada a los esfuerzos por modernizar la ciudad, fue la
introducción del servicio de tranvías, una verdadera revolución en el transporte público por sus profundas
35
Los biógrafos fueron los antecesores de las empresas de cine. Se trataba de salas con telones en los que se
proyectaban las primeras películas. Muchas empresas llegaron a la ciudad a comienzos de siglo, dotadas de su
propio equipo.
36
Un rasgo notable de los afanes que ocasionaba el alumbrado y de los cuidados que se tenían al respecto, es que el
Municipio solo disponía el encendido de los faroles en las “noches sin luna”. En las noches de “luna llena”, esta se
encargaba de alumbrar la ciudad.
37
Los principales accionistas fueron: Simón I. Patiño, Gustavo Hinke, Francisco Argandoña, Rafael Urquidi,
Benjamín Blanco, José de la Reza, Rodolfo Kruger y otros.
62
consecuencias sobre el crecimiento de la ciudad. En 1908 se inició el estudio del primer tramo de la línea de
tranvías que debía unir Cochabamba con Quillacollo. Finalmente, en diciembre de 1910 se inauguró dicho
servicio. La extensión del mismo al Valle Alto y el empalme con esta primera red plantearon problemas
urbanos inéditos, al ser necesario dar cabida a curvas de ferrocarril dentro del perímetro urbano, que el
damero colonial preexistente hacía muy dificultoso. Un primer trazo para el empalme sugerido involucraba a
la Plaza de San Sebastián, la avenida Aroma y la plaza de Caracota (El Ferrocarril, 14/03/1911), quedando
establecido que dicha línea férrea no solo atravesaría la ciudad, sino que imprimiría transformaciones en la
antigua estructura física38.
El uso intenso a que fueron sometidos los tranvías y la escasa renovación del material rodante, ocasionó su
rápido deterioro, a lo que se sumó el paulatino incremento de usuarios que demandaban un servicio más
efectivo, creándose así una amplia brecha entre una demanda creciente y las limitadas posibilidades para
incrementar y mejorar el material rodante, agravadas por las dificultades que atravesaba la Empresa para
amortizar el empréstito de 1910. Una crónica que data de 1935, hacia mención al aporte de los tranvías para
impulsar el desarrollo urbano, pero en realidad los resultados concretos no eran muy satisfactorios, pues las
penosas condiciones en que se debatía este servicio tendían a frenar el crecimiento de la ciudad, en lugar de
estimularlo. Factores como “el estado decadente del tranvía a Cala Cala”, y el excesivo costo de los pasajes
cobrados por la empresa, que no distinguían entre pasajeros que residían en la campiña de aquéllos que
realizaban excursiones de placer, determinaban que “nadie piense en vivir permanentemente en la campiña,
ni nadie trate de construir allá edificios modernos”. La apreciación parece discutible, pues por estas mismas
fechas, como veremos más adelante, se inició una verdadera fiebre de adquisición de tierras en la campiña
con fines residenciales y de urbanización.
De todas maneras, “los reclamos por el pésimo servicio” que ofertaban los tranvías fueron una constante
hasta su definitivo retiro. Es decir que dicho sistema de transporte, pese a haber demostrado su eficacia, al no
lograr la mencionada renovación de su quebrantado material rodante, cayó en obsolescencia desde fines de la
década de 1920.
Una nueva alternativa comenzó a perfilarse desde 1938 con el inicio de las obras de pavimentación en el
centro de la ciudad. Esto dio lugar a la necesidad de retirar los rieles que atravesaban las principales arterias
de ésta, originando un conflicto entre la Empresa de Luz y Fuerza y el Municipio. Sin embargo, el retiro se
hizo efectivo en 1939, luego de una manifestación popular que procedió a iniciar este retiro a nombre del
38
En 1912, la Empresa de Luz y Fuerza adquirió los derechos para la instalación de líneas de tranvías, quedando
establecidas cuatro rutas que unían el centro urbano con Cala Cala, Queru Queru, San Sebastián y la Muyurina, es decir,
prácticamente con los principales centros de la extensa campiña que rodeaba a la ciudad. En 1925, la ciudad estaba
atravesada por dos líneas troncales: una de Este a Oeste, que partiendo de la Estación de Luz y Fuerza, termina al frente
del Colegio de Artes y Oficios (Muyurina), con recorrido por las calles Perú, Achá, Plaza 14 de Septiembre, Sucre,
Oquendo y Aniceto Arce; y la otra, que parte del bonito pueblo de Cala Cala y termina frente a la Estación de The
Bolivian Railway, después de haber recorrido los extensos y poblados barrios de Cala Cala, Queru Queru, la Avenida
Ballivián y las calles España, Esteban Arze y Aroma.(“La Empresa de Luz y Fuerza Eléctrica Cochabamba”, en
Centenario de la República de Bolivia, 1925).
63
progreso. Con ello se paralizó el servicio de tranvías, lo que dio lugar a su vez, a que surgieran nuevas ideas
y propuestas en torno al tema del transporte público urbano. La opinión ciudadana se dividió entre quienes
eran partidarios de un retorno de los tranvías, y quienes se oponían tajantemente a esta idea, argumentando:
“los tranvías ya no son necesarios y si lo fueran tendríamos que atenernos a un servicio absolutamente
nuevo (...) Ahora necesitamos autobuses, automóviles colectivos, los famosos 'troley' y toda movilidad que
alivie la penuria de la población”(El País, 20/06/1939). El citado año, se estableció el primer servicio de
“góndolas-buses” que acabaron transformando la plaza 14 de Septiembre en una terminal de transporte, de
donde diversas líneas se dirigían a diferentes lugares de la campiña (Solares, 1990 y 2011).
La irrupción de los buses superó la inoperancia de los antiguos tranvías, pero al mismo tiempo planteó
nuevos problemas para la ciudad. Por primera vez, quedó en evidencia la incompatibilidad entre las antiguas
callejuelas coloniales, apenas apropiadas para carruajes y diligencias a tracción animal, pero no para permitir
las maniobras de los motorizados. Las esquinas de ángulo recto o insuficientemente ochavadas se
transformaron en escenario de frecuentes colisiones y accidentes diversos, muchas veces con consecuencias
fatales. Esta situación llegó al extremo de que surgieron corrientes de opinión que preconizaban el ensanche
general de las calles o el retorno a los tranvías. Luego de marchas y contramarcha sobre este particular, en
1941, se decidió reponer los tranvías, pero ante la imposibilidad de un significativo mejoramiento del
servicio, su retiro definitivo se produjo en 1947, siendo remplazados por el servicio motorizado de transporte
público, es decir las líneas de “colectivos”.
Toda esta polémica en torno al transporte urbano tuvo la virtud de poner sobre el tapete un conjunto de
problemas que planteaba la ciudad, generando una amplia preocupación sobre los rumbos que debía seguir el
desarrollo urbano. Se evidenció que la vinculación vial era vital para incorporar a la ciudad “zonas alejadas”
como los nuevos barrios residenciales de Cala Cala y Queru Queru. Además quedó en evidencia que lo
urbano real, se reducía a la vieja estructura colonial, la que estaba rodeada por un denso mar de huertos,
maizales, ranchos campesinos e islotes de urbanización embrionaria en torno a la antigua Plaza del Regocijo
(Cala Cala) o a la plazuela de la Recoleta. El debilitamiento de los nexos entre la ciudad y la campiña tendía
a provocar la desvalorización de la tierra y las inversiones inmobiliarias realizadas, las que todavía en la
época de los tranvías gozaban de “una cotización apreciable por las perspectivas halagadoras que ofrecía la
vinculación segura con el centro de la población” (El País 17/03/1940).
Por otra parte, el debate sobre el transporte público, permite percibir un cambio fundamental en la forma
como la ciudadanía comenzó a concebir la ciudad. Es decir, se fue debilitando la vieja apatía de la aldea rural
inmóvil, y esa imagen fatalista de inmovilidad secular, fue paulatinamente sustituida por la emergencia de
nuevos fenómenos como la masificación del transporte público y privado. La ciudad en el imaginario de sus
habitantes, aun de los más conservadores y reacios a aceptar los nuevos aires modernizantes, dejó de ser la
plaza de armas y sus alrededores, que ahora pasaron a ser mejor conocidos como el “ centro de negocios”,
“centro comercial” o incluso el denominativo anglosajón modernizante de “city”, en tanto la campiña
64
tradicional comenzó a ser considerada como un espacio de residencias, edificaciones nuevas y modernas y el
lugar ideal para materializar el sueño de “ciudad-jardín”. Bajo esta óptica, resultaba esencial que las arterias
de circulación del dinámico organismo urbano intensificarán su flujo vital para consolidar la deseada
ampliación de la frontera urbana, evitando que las tierras que otrora producían voluminosas cosechas de
maíz, cereal poco valorizado ya en el mundo hacendal, perdieran el creciente valor que les asignaba la
perspectiva de un promisorio cambio de uso, como futuras áreas residenciales. Para ello, resultaba esencial
resolver la cuestión del transporte en términos de un servicio permanente, seguro y económico.
En realidad, la presencia de vehículos motorizados se remonta a 1905, cuando la casa comercial de Jesús
Aguayo, importó las primeras unidades destinadas a establecer un servicio de “automotores” que vinculara
Cochabamba con Oruro y La Paz. En el citado año, se libraron al servicio público estos vehículos,
organizándose, a manera de prueba, una primera excursión al valle de Cliza. Sin embargo, demostraciones
previas desarrolladas en el Prado, causaron gran conmoción y asombro, quedando totalmente demostrada la
superioridad de los “monstruos mecanizados” como los llamó algún periodista, sobre las antiguas carrozas,
berlinas, tílburis y carretas. Lo que causó mayores signos de admiración, fue la capacidad “ ascendente” de
estos vehículos para escalar la Coronilla de “un solo tirón” y para alcanzar sitios donde los medios de
transporte tradicionales no podían alcanzar, gracias a su enorme fuerza de empuje. Sin embargo, este nuevo
medio de transporte durante muchos años no pasó de una simple curiosidad o un “pasatiempo de señoritos”.
Incluso, todavía en la década de 1880, los viejos carruajes de dos y cuatro ruedas eran poco numerosos 39.
Dentro la ciudad los/as cochabambinos/as se desplazaban a pie. El volumen de estos medios de transporte se
fue incrementando hacia fines del siglo XIX y primeros años del siglo pasado.
En cuanto al transporte público urbano y regional, las empresas pioneras fueron las de “carruajes” y las
“empresas carreteras” que prestaban servicios regulares entre la Plaza de Armas y la campiña, extendiendo
su radio de acción incluso hasta Quillacollo y el Valle Alto. Se trataba de unidades que transportaban entre
seis y diez pasajeros40. Esta era la época en que los hacendados y comerciantes gustaban ostentar el lujo de
sus coches “Victoria” o “Landeau” impulsados por briosos corceles e importados directamente de Francia e
Inglaterra, y que llegaron a hacerse familiares en la vida cotidiana de la ciudad. Su uso no cubría
necesariamente demandas utilitarias, sino sobre todo, funciones de distinción y lucimiento. Se convirtieron
en medios muy estimados para ostentar riqueza y presumir el elevado rango social de sus propietarios en las
festividades cívicas, festividades religiosas y diversos actos de la agitada vida social de aquellos tiempos.
Los automóviles, que eran verdaderas piezas curiosas, comenzaron a transitar regularmente por las calles de
39
En 1881, estaban registrados en el Municipio apenas 32 coches y tílburis de 2 y 4 ruedas. En 1909, este número
alcanzó a 217. (Patentes municipales de los años citados).
40
Entre las más antiguas se pueden mencionar a la Empresa Hispano-Americana y a la Empresa Soruco que datan de
fines de la década de 1870. En 1889-1890, aparecen nuevas empresas como la de Ismael Tardío y Unzueta y Cia. En
1900 se organizan las empresas Suarez Solíz y Cia y de Mariano Tardío y Cia. En 1905 se inaugura la Empresa
Carretera Tunari que cubre tramos interprovinciales y luego interdepartamentales. En 1907 entra en servicio la Empresa
Oriental, con características similares a la anterior. En 1917 aparece la Empresa “La Limeña” que incorpora por primera
vez automóviles.
65
la ciudad en muy pequeño número después de la llegada del ferrocarril en 1917. Sin embargo la apertura de
talleres para su mantenimiento y la venta regular de carburantes aceleró su proliferación en la década de
1920. En fin, desde 1930 en delante, el parque motorizado comenzó a incrementarse sin pausa, desplazando
definitivamente a los antiguos carruajes y convirtiendo a los finos y tradicionales conductores de sombrero y
librea en rudos “chofeurs”41. Una crónica, testimoniaba este proceso de la siguiente manera:
La invención de algunas máquinas han venido a perturbar de modo profundo la tranquilidad de la
vida urbana (...) a la voz chillona de los vendedores ambulantes se agrega el estridente ruido de los
autos, autocamiones y motocicletas(...) es la voz del progreso que ataca al sistema nervioso, molesta a
los viandantes y quita el sueño en las horas destinadas al reposo(...) sitios como la Plaza Colón, la
Plaza Calatayud y la Plaza Guzmán Quitón han sido convertidas en estaciones de autos y de
camiones, que a todas horas del día y de la noche, meten un ruido insoportable(...) Las motocicletas
son aparatos infernales. (Revista Industria y Comercio nº 312, 7/11/1931).
Es evidente que la vida monacal y el silencio aldeano se fueron convirtiendo en valores perdidos y en
referentes añorados solo por los abuelos. La “voz del progreso” -como señalaba el cronista-, había
interrumpido la paz de los siglos y evidentemente, marcaba el paso de la transición de la aldea y su mundo
rural, al de la ciudad y su vertiginosa economía de mercado. Sin embargo todo cambio tiene alguna
compensación. Al lado de los estruendosos motorizados que conmovían a los ciudadanos y perturbaban la
existencia de una densa población canina, hicieron su aparición las silenciosas bicicletas, que prontamente se
convirtieron en el medio de transporte privado de los sectores populares.
Otra innovación de gran significación en materia de acortar distancias e incrementar comunicaciones, fue el
desarrollo de la red telefónica. Este sistema entró en servicio en la ciudad en 1900, aunque el hecho pasó
desapercibido, incluso para la prensa. Ese año se instalaron unas pocas decenas de líneas, a cargo de la
Empresa de Teléfonos Peña y Cia. Este primer intento no fructificó. Sin embargo, la misma compañía volvió
a reinstalar el servicio en 1908 con material mejorado, alcanzando un volumen de 200 teléfonos instalados
dentro y fuera de la ciudad. (El Heraldo, 14/09/1908). En 1915 se instalaron centrales telefónicas en capitales
provinciales como Quillacollo, Sacaba, Cliza, Punta, Arani y Tarata, con lo que quedaron interconectados los
principales centros feriales. En 1920, la Empresa Peña transfirió sus instalaciones a la Empresa Reza y Cia.
Este primer servicio telefónico era a magneto y con frecuencia sufría cortes y deficiencias, al depender el
usuario de la buena voluntad del empleado que realizaba las interconexiones. Sin embargo, el teléfono, de ser
considerado como un objeto raro y entretenido, se convirtió rápidamente en un instrumento útil para las
comunicaciones urbanas, agilizando las actividades comerciales e industriales y, permitiendo al lado de la
mejora de los sistemas de transporte, la expansión de los flujos de comunicación, esenciales para la
modernización de la vida urbana42.
41
En 1931, el parque automotor con vehículos de diverso tipo alcanzaba a 520 unidades (Galindo, 1974). En 1940, este
volumen alcanzaba a 1.880 vehículos. (El País, 25/01/1969). En 1950 esta cifra alcanzaba a 3.800 y, en 1952, a 4.445
motorizados.(Guzmán, 1972)
42
A fines de la década de 1920, la empresa telefónica pasa a manos de la Bolivian Power Co., hasta la constitución de
la actual Empresa de Teléfonos Automáticos S. A. En 1940, en efecto, se organiza la Empresa Municipal de
Teléfonos, que en 1944, inaugura una central telefónica Ericsson con capacidad para 1.000 líneas, sufriendo
ampliaciones periódicas a partir de esa fecha. En el citado año, la mencionada empresa pasó a denominarse
66
Los dos primeros signos de progreso urbano dignos de mención, fueron sin lugar a dudas, el alumbrado
público y domiciliario y, el transporte público urbano. Ambos cambiaron profundamente los hábitos de vida
aldeanos imperantes. El primero, arrancó a sus habitantes de las tinieblas seculares en que vivieron desde la
fundación de la villa. Cochabamba dejó de ser una aldea silenciosa y con aspecto de abandono apenas caían
las sombras de la noche, posibilitando una ampliación de las actividades cotidianas. Pese a las deficiencias
del servicio, las horas útiles se ampliaron para hacer más llevadera la pesada rutina diaria, pues el primer
efecto de este beneficio fue el raudo surgimiento de las actividades recreativas. Los salones de te, los clubes,
los restaurantes y en general todos los sitios de reunión pública, ampliaron sus horarios de atención y se
esmeraron en sus servicios para hacer más atractiva la novedosa “vida nocturna”. En forma irresistible,
merced a algo tan simple como la luz de las bombillas incandescentes, la ciudad comenzó a experimentar
algo del ritmo abrumador de la civilización industrial de la “belle epoque”: por fin, las nuevas generaciones,
a través de los inventos más populares, la radio y el fonógrafo, pudieron introducir en la intimidad de sus
añejos hogares y, para escándalo de papás y abuelos, los nuevos y disonantes gustos musicales, las
alborotadas contorsiones y los bamboleos del fox trot y el can can que sustituyeron a los conservadores
valses vieneses de fines del XIX, las nuevas modas comenzaron a resaltar la bella, y hasta entonces,
escondida anatomía femenina y, sobre todo, las nuevas libertades que por derecho propio asumía la juventud
en general.
El segundo, complementó esta suerte de “revolución” de la vida cotidiana fue la introducción del tranvía y
luego del transporte automotor, al modificar la percepción aldeana de la aglomeración y ampliarla a un real
horizonte urbano. Las distancias que separaban lugares como Cala Cala o la Recoleta, dejaron de ser
significativas. Los “viajes” hacia la campiña, como lo eran, desde la perspectiva de la aldea inmóvil
decimonónica, dejaron de considerarse como tales. Los raudos nuevos medios de transporte colectivo
comparados con las parsimoniosas carrozas, tílburis y berlinas que se movían al paso cansino de los animales
de tiro, transformaron en ridícula la idea de “lejanía” que otrora evocaban los sitios más populares de los
alrededores de la ciudad, al punto que, quién se disponía a “viajar a Cala Cala” solía ser solemnemente
despedido por amigos y familiares desde el antiguo arco del triunfo de la Plaza Colón, que servía de portada
a la Alameda y de hecho se constituía en el limite a la ciudad. Llegar a la Plaza del Regocijo, al Rosal, al
Templo de la Recoleta, a Aranjuez, a los balnearios de la Chaima, Muyurina y otros, en menos de una hora,
merced a los nuevos medios de transporte, resultó sensacional. Sin anuncios previos, sin mucha ceremonia,
de pronto la vieja aldea rural dejó de ser lo que era, las relaciones entre vivienda, trabajo, recreo, vecindario,
comercio, abastecimiento, paseo, etc. dejaron de “estar a la mano”, dejaron de ser relaciones simples y
lineales, o como añoraba un viejo cochabambino refugiado en el recuerdo de viejos tiempo: “La ciudad dejó
de pasar por bajo mi balcón, ahora todo es difícil y para todo es necesario desplazarse”. En realidad, la
Servicio Municipal de Teléfonos Automáticos S.A (SMTA)., organizándose como una sociedad mixta con capitales
aportados por la Municipalidad, el Estado y los abonados particulares. Finalmente hacia 1980 se organizará la
Cooperativa Mixta de Teléfonos Automáticos Cochabamba (COMTECO). Una relación detallada de la historia de
la telefoníaen la ciudad puede ser consultada en; “Historia de COMTECO” (Rodriguez y Solares, 2010).
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aldea al transformarse en ciudad abarcó mayores horizontes, el sentido de distancia, acceso, lugar y tiempo,
fue profundamente modificado por tranvías, buses y automóviles. (Solares, 1990).
Un nuevo sentido de disposición y ordenamiento de los componentes urbanos comenzó a ganar cuerpo y
conciencia. Si bien, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX las nociones de planificación urbana eran algo
desconocido, no cabe duda, de que los ecos de las grandes transformaciones de la mayoría de las capitales
latinoamericanas y los planteos técnicos que las orientan, inspiran los primeros vuelos intelectuales de
autoridades visionarias que comienzan a dar una forma material a los ideales abstractos del progreso. La
expansión de la ciudad que comenzaba a quebrantar siglos de casi total inmovilidad y la paulatina
transformación de la campiña en barrios residenciales, implicaba dar un nuevo sentido a la localización de
las funciones urbanas. Ramón Rivero en 1898, planteó por primera vez la idea de un “ plano regulador”. Si
bien, esta propuesta pionera hacía más énfasis en el sentido de “embellecer y modernizar” la ciudad
realzando sus paseos y la calidad de los edificios públicos, en lugar de proponer un drástico reordenamiento
de las funciones urbanas, de todas maneras, fijó las pautas de una nueva forma de ciudad al sugerir
audazmente la idea de “avenidas de circunvalación” que separaran la vieja ciudad, de las nuevas inserciones
residenciales. En todo caso, a partir de estas iniciativas puntuales, en muchos casos, sin ordenanzas
municipales muy elaboradas, la ciudad se “zonifica” consolidando un sector comercial, sede del aparato
estatal y del gobierno municipal, unas zonas residenciales, otras de abastecimiento y actividad ferial, otras,
donde es natural que se asienten las actividades artesanales y sea el lugar de residencia de las clases
populares. Todos estos componentes dentro de esta nueva forma de concebir la ciudad, lejos ya de la visión
aldeana unitaria, giran en torno, y esto es lo más importante, a un sentido de interrelación y dependencia de
vínculos que dejan de establecerse a escala peatonal o de quien acostumbraba contemplar la vida urbana
desde su balcón, para pasar a tener una escala más amplia y compleja, donde los factores de localización,
desplazamiento, accesibilidad y relación, comiencen a constituirse en el nuevo patrón que organiza y domina
la vida cotidiana. Ahora la tierra urbana, no solo se valoriza desde el punto de vista de su vocación agrícola,
sino desde la perspectiva de su ubicación y relación respecto al centro comercial, a la actividad ferial o a los
grandes equipamientos, y a la potencialidad de cada zona para convertirse en “barrio de casitas modernas”,
alternativa poco factible con el antiguo carruaje, pero perfectamente realizable con la alternativa del tranvía,
el automóvil y el teléfono.
La prensa de la época, si bien resumía la problemática urbana con tonos e ingredientes similares a los que se
utilizaba para describir la miseria de la aldea del siglo XIX, ahogada en su perenne y rutinario transcurrir,
comenzó a alimentar una nueva figura alegórica de cambios, sobre todo vinculados a la reivindicación del
“ferrocarril para Cochabamba” que se convirtió en el grito de guerra de la región contra el poder central que
se resistía a priorizar la ejecución del tramo Oruro-Cochabamba. Esta aspiración se convirtió en el brioso
símbolo del progreso que prometía, a su sola convocatoria, raudales de abundancia y pronta solución a todos
los problemas, a la manera de las evocaciones de las abuelas en torno al fogón o de los cuentos de hadas y
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varitas mágicas. Sin embargo, estos ideales de cambio que inspiraron las grandes movilizaciones ciudadanas
pro-ferrocarril en 1906, no consolidaron la imagen urbana moderna a la que se aspiraba, por lo menos con el
ritmo vertiginoso deseado.
Las obras publicas que comenzaron a ejecutarse en la década de 1900, complementados por los
emprendimientos de ELFEC, trataron de generar respuestas a viejos problemas como la permanente escasez
de agua que se remontaban a tiempos coloniales, así como los problemas sanitarios y de higiene pública,
igualmente añejos. La cuestión de las aguas potables ocupó amplios espacios en la prensa de la época y
dieron lugar a un voluminoso material bibliográfico dedicado a la compleja cuestión de los acuíferos y los
sistemas de distribución que constituyeran una alternativa mejor a las obsoletas piletas públicas. La red
domiciliaria de agua potable fue ejecutada, para la zona central en 1926, sin embargo la crónica insuficiencia
del caudal persistió. Hacia la misma fecha, 1925-1926, fueron ejecutados los trabajos de instalación de la
primera red de alcantarillado con conexiones domiciliarias y la red de desagües pluviales. Otras obras como
la pavimentación de las calles céntricas y la plaza principal se iniciaron en 1938, en tanto la canalización del
río Rocha, que castigaba la ciudad con periódicas y a veces catastróficas inundaciones, se verificó con
posterioridad a los años 50, además de los grandes equipamientos urbanos 43.
Sin embargo, la serie de problemas que padecía la ciudad y los adelantos que gradualmente experimentaba,
como señalaron varios cronistas con motivo de la llegada del ferrocarril y sus efectos posteriores, no
arrojaron beneficios generales. Tempranamente, las diferencias en la calidad de producción del espacio
urbano, marcharon a la par con las diferencias sociales. Por ejemplo, con respecto a la penuria del agua
potable, sus efectos no afectaban a todos por igual 44. Sobre el particular se observaba: “Los ricos tienen en su
vivienda este elemento primordial, imprescindible para la vida, mientras que los pobres no pueden
conseguirlo en las fuentes públicas que solo sirven de adorno en muchas calles” (El Ferrocarril,
21/08/1911). Este síntoma marcaba el sentido segregativo de la forma como se enfrentaban y resolvían los
problemas urbanos, pero también, como veremos más adelante, como se consolidaba y ganaba fuerza la
segmentación social y la diferenciación entre élites y pueblo llano.
Por ello, no fue casual que la campiña Norte, rica en recursos hídricos, abasteciera con bastante holgura los
pozos artesianos que se permitían las familias acomodadas, e incluso, que se convirtieran numerosas
vertientes en propiedad privada, estimulando su conversión en “zona residencial” y futuro escenario del
desarrollo urbano. Este sentido de apropiación de los recursos naturales, el paisaje, el suelo y el medio
ambiente más apropiados para la vida humana, convertidos en objetos de deseo, tomaron paulatinamente la
forma de un privilegio de características segregativas, reforzando un rasgo, ya presente desde los primeros
43
Para una relación detallada del proceso que siguió la ejecución de las obras de infraestructura urbana, ver Solares,
1990.
44
En 1919, se reconocía que el servicio de agua potable era absolutamente insuficiente para cubrir los requerimientos
de la población y que las aguas de Arocagua, solo distribuían 300 m3 diarios, para el servicio privilegiado de
apenas 180 viviendas de gente acomodada, de las 2.000 existentes, que estaban condenadas al ínfimo servicio
prestado por 32 piletas públicas (Anuario Geográfico y Estadístico de la República de Bolivia, 1919).
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tiempos de la Villa de Oropesa, y que se profundiza en el primer periodo republicano, cuando la campiña, se
convierte en recinto privativo de hacendados y comerciantes que establecen en ella numerosos huertos y
“casas-quinta”. Luego el posterior fraccionamiento de estas propiedades valorizadas en extremo, no solo por
sus virtudes agrícolas, sino especialmente, por sus atributos naturales, se convierte en el referente de
asignación del valor inmobiliario que se atribuye a los lotes en la perspectiva de su consumo urbano,
definiendo las condiciones en que dicha campiña se transforma en la residencia de las élites regionales, las
mismas que terminan apropiándose del discurso de la “ciudad-jardín” que se pretende materializar en Cala
Cala y Queru Queru.
En el polo opuesto se sitúa el árido territorio del Sur, carente de cualquier atributo, y por ello tipificado como
zona “poco interesante” para el desarrollo urbano, es decir para propiciar buenos negocios en torno a la tierra
y menos para realizar inversiones que mejoren su atractivo, por ello la infraestructura básica urbana, los
espacios públicos y los equipamientos colectivos serán carencias irresueltas que se proyectan todavía hasta
nuestros días. Sin embargo desde la postura del racionalismo técnico, sin duda cargado de oscuros tintes
ideológicos, resultara “funcionalmente” adecuado, que las tierras menos valoradas y con menor aptitud para
dar cabida a condiciones de vida urbana dignas, sean las más propicias para apiñar a los pobres de la ciudad.
En síntesis, la ciudad que emerge en las primeras décadas del siglo XX, definitivamente, ya es muy diferente
a la que describiera Viedma a fines del siglo XVIII o D’Orbigny en los primeros años republicanos. No
necesariamente por que resultara irreconocible respecto a los relatos que nos dejaron estas personalidades,
sino por que los valores de uso del espacio urbano se han modificado drásticamente. La estructura física de la
ciudad compacta se va fracturando paulatinamente con el avance de la frontera urbana más allá de los
márgenes del Río Rocha. Cala Cala, Queru Queru, la Recoleta por el Norte, Muyurina y las Cuadras por el
Este, zonas como la Chimba por el Oeste, además de Jaihuayco y otras zonas por el Sur, gradual pero
sostenidamente, van adquiriendo fisonomía urbana dando curso a un modelo de ciudad extendida, con
barrios residenciales dispersos y poco densos. Las preciadas tierras de exuberantes cosechas de maíz,
legumbres y frutas, se van valorizando para otros usos a mediados de la década de 1930. Oleadas de
demandantes de tierras con fines de urbanización, trastocan el delicado equilibrio entre frontera urbana y
agrícola e inauguran una nueva tendencia que no cesa hasta la actualidad: la expansión irrefrenable de la
mancha urbana.
No obstante, lo más significativo no son necesariamente las transformaciones físicas que tienen lugar en la
ciudad, sino cambios menos visibles, pero sin duda más poderosos, que se operan en el imaginario de los
ciudadanos. Se refuerza la identidad de unos, los que se sienten parte del mundo moderno y sus valores,
frente a los otros, los que no renuncian a su condición de portadores de la tradición y continúan inmersos en
las prácticas que se reconocen como propias de la cultura popular o más específicamente, de la cultura
valluna. Ya no se ve bien que los quechua parlantes se codeen con los que se empeñan en desplegar la lengua
castellana; que los amantes de la buena chicha, el mote criollo y los suculentos chicharrones compartan el
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mismo ambiente con los que gustan de la rubia cerveza y consumen bistec a la inglesa o a la Chateubriand.
Causa horror, en la pacata clase alta, que un caballero de buena familia frecuente una chichería o que una
damita de sociedad sea cortejada por un valluno de la plebe, aunque tuviera mucho dinero 45.
Estas fronteras invisibles pero plenamente eficaces, son las que enmarcan la ciudad que se moderniza. En
este orden se distingue una frontera interior: el centro comercial y la zona Norte, que se consideran los
espacios donde se materializa “la verdadera ciudad” y la zona Sur de “barriadas de cholos vallunos” donde
se refugian artesanos, feriantes, chicheras, pequeños agricultores, que sin embargo mueven la economía
regional y permiten, a través de pesadas cargas tributarias, alimentos y servicios baratos, que los ciudadanos
“modernos” disfruten de su modernidad. La antigua Pampa de las Carreras rebautizada como Avenida
Aroma es la frontera simbólica que separa estos dos mundos: al norte de la misma se sitúa el universo de la
gente decente, al sur el populacho.
Pero, también se distingue una frontera externa que carece de hitos físicos visibles, simplemente se alimenta
de referencias imaginarias que afianzan la hegemonía de la ciudad de Cochabamba, sede del progreso y de
todos los poderes regionales y nacionales, sobre un vasto ámbito provincial, pueblerino y rural donde habitan
los ladinos cholos que dominan el comercio de las ferias, los colonos y los piqueros indios, en fin los
peligrosos vallunos, que son la otra cara de la medalla de la modernidad: la barbarie que se cierne
amenazante sobre el mundo señorial, y que en 1952 conseguirá hacer realidad las peores pesadillas de la
sociedad oligárquica.
La ciudad en 1900 con sus casi 22.000 habitantes, según el primer censo nacional de ese año, en términos
demográficos no muestra nada excepcional. El desarrollo comercial, la próspera economía de la chicha, la
creciente dinámica de las ferias vallunas, no han influido en su lenta evolución demográfica. No cabe duda
de que la ciudad y los pequeños centros urbanos provinciales son pequeñísimos islotes en medio de un
océano de ruralidad. De igual manera su dimensión física correspondía a una pequeña ciudad con apenas 142
manzanas de acuerdo al plano de la ciudad que se mando a levantar en 1899 46.
Sin embargo, ya es posible percibir rasgos distintivos entre las zonas Norte y Sur de la ciudad. El modelo
urbano multifunciónal y compacto de los tiempos de Viedma, todavía visible en las primeras décadas
republicanas, ha cedido paso a la expresión de roles marcadamente distintos entre ambas zonas. Es posible
afirmar, y cualquier observador de ese tiempo lo hubiera corroborado, que en el Norte se aspiraba a
materializar un modelo occidental de ciudad, con el despliegue de sus paseos, edificios públicos, casas quinta
y villas con aires señoriales, lo más distinguido del comercio, la actividad bancaria y financiera, y la
45
Las distancias son tan rígidas que ni el millonario plebeyo Simón I. Patiño, reconocido mundialmente por su
enorme fortuna y su condición de potentado minero, nunca pudo ser miembro del exclusivo Club Social de
Cochabamba.
46
Este plano fue reproducido por El Heraldo, el 14 de septiembre de 1908.
71
concentración de los modestos servicios urbanos; en contraposición al Sur, cuya imagen urbana, es más el
resultado de ritmos y emergencias diferentes, de imaginarios que no siguen las pautas de ningún modelo
urbano, pero sí, recrean instintos prácticos para resolver cuestiones urgentes, como albergar la feria
bisemanal, dar cobijo al taller del artesano, dar espacio al quehacer lúdico que ofrece la buena chicha,
quedando como saldo un ámbito urbano menos elaborado, pero más genuino e integrado con el quehacer y
saber popular (Solares, 1990).
Una descripción de la ciudad en 1910, con motivo de la celebración del Centenario del 14 de Septiembre,
apenas repite escenas similares a las registradas a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, un cronista es capaz
de intuir que se están articulando las bases de una transformación que no tardará en llegar. Un párrafo de
contornos proféticos de lo que vendría a ser la expansión urbana que tendría lugar algunas décadas más
tarde, expresa lo siguiente:
“los alrededores de la ciudad son muy amenos por las quintas en las que se mantiene una perpetua
primavera. Las campiñas de 1as Cuadras, Muyurina, Recoleta, Cala Cala, etc., son tan vistosas y de
ambiente tan puro, que es de asegurar que una vez establecidos los tranvías, serán preferidos por
los habitantes, que conservarán en la ciudad sólo sus casas de negocios” (El Ferrocarril, número
extraordinario, 14/09/1910, citado por Solares, 1990).
En 1912, el Dr. José M. Sierra, un influyente personaje de la sociedad cochabambina que retornaba de
Europa, no disimulaba su impaciencia modernizante, al afirmar que Cochabamba era todavía un
conglomerado urbano que guardaba muchas semejanzas con la aldea rural del siglo XIX, cuya realidad era
todavía mucho más poderosa que los tenues destellos de progreso y cambio. Al respecto anotaba:
Luís Felipe Guzmán ese mismo año, brindaba testimonio de otra faceta de la ciudad, la referida a las
penurias de la vida cotidiana recurrente de la crisis regional: “de algunos años a esta parte y sin que medien
poderosos motivos de secas prolongadas, despejos atmosféricos devastadores y otras irremediables eventos;
Cochabamba viene afirmando el ser merecedora de tan ingrato calificativo (‘ciudad desprovista y cara’),
renunciando a su vieja fama de próspera, abundosa y retozante, que le acordaban las crónicas de otros
tiempos”. A juicio del autor, esta situación se debía, a la continua crisis agrícola en que se debatía la región,
esto es, a la persistencia de una producción poco renovada, técnicamente atrasada y carente de riego
adecuado, agravada por pesadas cargas impositivas, como el tributo territorial, los gravámenes que en el
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mercado se imponían a los productores, los derechos de importación, los impuestos a las pesas y medidas,
etc., que gravaban onerosamente al pequeño productor campesino, quién se veía obligado a transferir estos
sobreprecios a los consumidores, de tal manera, que el vecindario de Cochabamba, iba menguando su
concurrencia al mercado ferial de las comarcas rurales más importantes y productivas. (El Ferrocarril, 17/11/
1912).
Finalmente en 1917 llego el ferrocarril tan esperado por décadas. Para celebrar tan trascendental
acontecimiento, se organizaron con mucha pompa las “Fiestas del Progreso” que desnudaron el choque entre
la aldea soñolienta y el progreso arrollador que comenzaba a galopar por sus calles, bajo la forma de tranvías
y automóviles. Con la llegada del ferrocarril, Cochabamba se había integrado a la vecindad del mundo. Al
lado de esta atmósfera bullente de innovaciones novedosas, del paso apabullante del lento devenir aldeano al
ritmo acelerado de la ciudad, también se hacían presentes los contrastes que relativizan la imagen idílica y
bienhechora del “progreso” y de las consiguientes transformaciones urbanas que en su nombre se acometen.
Cochabamba no es una excepción, su transformación material no escapa a las leyes y contradicciones del
desarrollo capitalista y, ello nos muestra el testimonio de otro agudo observador, Leónidas Espada, quién se
atreve a mostrar la cara escondida de la ciudad que vive el torbellino de la modernidad. Dicho cronista
expresaba que al lado de quienes festejaban el progreso hecho ferrocarril y se felicitaban de que la monotonía
aldeana finalmente hubiera sido quebrantada, se ponía en evidencia el irritante: "espectáculo que ofrecen los
tugurios de Cochabamba, donde masas apiñadas de holgazanes se entorpecen con libaciones hidrópicas y
zarabandas báquicas", y que la miseria, con sus efectos de prostitución, mortalidad infantil, analfabetismo y
degradación del hábitat, lejos de recibir la benéfica influencia del progreso, parecía incrementarse con su
presencia.. (El Heraldo, 02/06/ 1918, citado por Solares, 1990).
A estos hechos se refería un otro cronista de ese tiempo cuando manifestaba: "se piensa que la llegada del
primer tren produce la abundancia, que todas las manos con solo abrirse reciben pródigos beneficios. Se
sumergen en esta bella perspectiva esperando el ensalmo que nunca llega”. En efecto, las nuevas fuerzas del
mercado, la adopción de nuevos estilos en la comercialización de las mercancías, la exigencia de un criterio
más empresarial en las transacciones, pronto hace que queden rezagados: “una buena parte de los elementos
que conocimos en los primeros puestos de la sociedad, en cambio, otros actores que laboraban con mejor
orientación, perdidos entre la multitud, han salido a la superficie y han ganado los puestos de preferencia.
Es natural, la. 1ey de selección cumple sus incontrastables fines”. Por todo ello, se anotaba, muchos “llegan
hasta a maldecir el momento en que se estableció la funesta máquina” (El Heraldo, 06/07/1918).
Interpretando y reflexionando sobre estas preocupaciones, se podía inferir lo siguiente:
El ferrocarril trastrocó un delicado equilibrio mercantil entre economía hacendal y urbana: las plazas de
Oruro y La Paz recibieron grandes cantidades de productos de Cochabamba, hasta el punto de producir alza
y escasez en el mercado local. Este es el efecto que provocan unos personajes nuevos: los especuladores o
intermediarios paceños y orureños que comenzaron a comprar las cosechas a los pequeños productores que
abastecían la ciudad, para llenar con ellos, convoyes íntegros del ferrocarril con destino al altiplano.
El paso de la aldea a ciudad no fue un desfile glorioso rumbo a la modernidad, apenas fue el inicio de un
proceso que se remontaría de las viejas a las nuevas servidumbres. Los contrastes característicos de progreso
y miseria que exhibía Cochabamba no eran diferentes, e incluso tal vez más atenuados, que los que exhibían
otras regiones “modernas” mejor integradas a la economía capitalista. En todo caso los cuadros de
abundancia y miseria, establecieron las nuevas diferencias entre zonas y barrios urbanos, y tuvieron la virtud
de desentrañar el significado real de la ideología del progreso y del desarrollo, aspiración que lejos de
articular una metodología para el cambio y la modernización de la sociedad hacendal, además de propiciar la
rectificación de las viejas injusticias, apenas operaba sobre la superficie del orden social vigente, una vez
más, a la manera de un tenue barniz de fanfarria, estruendo y ropajes llamativos, para cubrir y esconder las
antiguas instituciones, costumbres e ideologías segregativas que constituían el cimiento sobre el que se erigía
esta ilusoria modernidad.
Desde un ángulo diferente, un colaborador de la “Revista de Bolivia”, completaba la imagen urbana
imperante en la década de 1910, al hacer referencia a los ajetreos veraniegos de los cochabambinos, viejo
ritual anual, que ahora era matizado por el ritmo y la moda de los nuevos tiempos:
La población se va. El cauce principal está cubierto hacia las vertientes de la
cordillera y por ahí se desborda la corriente, cada vez mayor, que como una
inundación va empujando a los indígenas hacia el Norte. No son pocas las familias
que van a las haciendas más o menos lejanas ‘a pasar el verano’. Lo esencial es salir,
la ciudad se hace pesada, las ruedas del engranaje social funcionan torpemente, y
parece que está próximo e1 momento en que todo su mecanismo se quedará en
suspenso. En cambio, allá en la otra margen de1 Rocha, se encuentra toda una
74
población que ha sentado sus reales en pleno territorio indígena, y los sufridos y
laboriosos labriegos que van dejando la planicie libre a los invasores; ahora como en
los años pasados, con carácter provisional, pero un 50% de la población indígena ha
sido ya definitivamente expulsada de las campiñas, y allí donde se hacía el cultivo
intensivo de legumbres y cereales, se construyen casuchas y chalets que lentamente
van diseñando la nueva ciudad (...) los indios con inquietud y tristeza ven turbado el
reposo de sus campos (...) no es un espectáculo consolador para ellos el trajín
cotidiano de automóviles, ciclistas y jinetes (...) El sport es ahora la pasión
dominante. E1 lawn tenis está en boga y hay verdadero entusiasmo por los caballos,
las raquetas y los fuetes (...) Es de prever que después de pocos años, Cala Cala,
Queru Queru, Muyurina y todos los ‘lugares de veraneo’, serán la monarquía
absoluta del placer. Y aquéllos que buscan rincones solitarios para adormecer sus
pesares, tendrán que ir a buscarlos un poco más lejos... (Quiroga, 1918).
La trama urbana invade el campo y la urbanización ocupa los antiguos sembradíos. Las valiosas maicas que
resistieron la expansión urbana en el siglo XIX, van sucumbiendo ante el ímpetu de los nuevos medios de
locomoción y la masificación de los veraneantes, que ahora ya no están compuestas sólo de selectas familias
de hacendados y comerciantes, sino de una numerosa clase media comercial, que paulatinamente, sin prisa
pero sin pausa, va fijando residencia en los sitios de veraneo, convertidos en villas y luego en barrios. Es
difícil datar el momento en que Cala Cala comienza urbanizarse. Hacia 1915, ya se menciona de que en
medio de la exuberante vegetación, tal como existía en el siglo XIX, se notan transformaciones: “ de trecho
en trecho se levantan edificios de arquitectura nueva en medio de las frondas o al borde de callejuelas
torcidas”(El Ferrocarril, 04/03/1915) El cronista reflexiona que a pesar de que se percibe un lento proceso de
urbanización persisten las callejuelas llenas de polvo y abandono y que a nadie se le ocurre pensar en
avenidas y menos en sufragar los costos de la futura urbanización 47.
Todavía, las descripciones que se hacen de la ciudad en 1925 y años posteriores permiten reconocer paisajes
similares, tercas persistencias, lentas transformaciones. Sin duda, los vuelos intelectuales van muy por
delante de las pesadas estructuras físicas de la ciudad que se resisten a dar paso a giros urbanísticos y
arquitectónicos más audaces. Incluso, los que se adhieren francamente a las ideas modernas, a la hora de
cambiar la fisonomía de la ciudad muestran dudas y permiten que la autoridad de los abuelos se imponga
sobre los presuntos excesos: una cosa es vestir a la moda y cubrir el cuerpo con adornos extravagantes, y otra
muy distinta querer hacer lo mismo con la ciudad. Sin embargo, las nuevas generaciones van marcando su
presencia y con el peso de sus aportes van modelando una sociedad más abierta a las ideas que circulan por
el mundo.
En efecto, la voluminosa obra de homenaje a los primeros cien años de vida republicana: “ Bolivia en el
Primer Centenario de su Independencia”, anotaba que Cochabamba, haciendo honor a una larga tradición, se
constituía en un importante centro de la vida intelectual del país, cuyo núcleo más destacado se agrupaba en
47
El mismo cronista del Ferrocarril revela: “Cuando un diputado nacional –Alcocer Irigoyen- se preocupó de esto
último, proyectando para el efecto un empréstito de 200.000 pesos, sino todos, los más rieron de esa extravagancia
de lujo. No debía hacerse nada en ese lugar” (04/03/1915).
75
el Círculo de Bellas Artes fundado en 1923, y en cuyo seno se encontraban poetisas de la talla de Adela
Zamudio, hombres de letras como Félix del Granado y pintores como Avelino Nogales, que seguían las
huellas dejadas por otros prohombres como Nataniel Aguirre, Nestor Galindo, Benjamín Blanco, Mariano
Ricardo Terrazas, José Aguirre Acha y otros.
Como se señaló con anterioridad, el recurso que financiaba la transición de la aldea colonial en ciudad
moderna, no era otro, que el que emanaba de la potente economía del maíz y su derivado más a preciado, la
chicha. A partir del Empréstito Erlanguer, que hizo posible la viabilidad de los proyectos de ELFEC: energía
eléctrica, tranvías y ferrocarril; los impuestos a la producción de muko y al expendio de chicha, que ya
habían mostrado su potencialidad en el rendimiento de las patentes municipales de fines del siglo anterior, se
convirtieron en una base sólida para hacer viable la serie de obras públicas que transformaron la antigua
aldea en una ciudad emergente, obviamente guardando mucha distancia con la urbe paceña y similares
latinoamericanas.
Sin embargo Cochabamba pudo sobresalir en el contexto regional, como el centro urbano más dinámico, al
punto que hacia 1950 casi había cuadruplicado su población con relación a 1900, ocurriendo otro tanto con
su dimensión física48. Esto fue posible no solo merced a la concurrencia de factores externos que estimularon
las corrientes migratorias, sino también, y no en menor medida, al nivel de mejoramiento de las condiciones
de vida urbana que viabilizaron las distintas obras públicas ejecutadas en la primera mitad del siglo XX, así
como la sostenida expansión del comercio e incluso la emergencia de un modesto pero significativo
desarrollo industrial. En este contexto, la ciudad de la posguerra del Chaco trazaba un nuevo rumbo hacia el
porvenir en términos mucho más sustentables que los tímidos inicios de comienzos del siglo pasado. La
pavimentación de las calles y avenidas, la ampliación de la infraestructura básica, el encauzamiento del río
Rocha, ya no eran aspiraciones utópicas e inalcanzables por sus elevados costos.
Las obras de desarrollo postergadas con motivo de la guerra con el Paraguay, volvieron a ocupar un lugar de
privilegio en las aspiraciones de ciudadanos y autoridades, pero esta vez, en lugar de las penosas
negociaciones con el gobierno central, las miradas y esperanzas se dirigieron a evaluar los recursos que
creciente y oportunamente generaba la industria del maíz. La metodología era simple y cómoda: anualmente
se hacían listas de obras públicas, desde aquéllas de gran alcance, juiciosamente divididas en etapas, hasta las
realizaciones menudas como reposición de aceras, cordones, embellecimiento de plazuelas, arborizaciones,
etc., luego se calculaba el ingreso por impuestos diversos al maíz, al muko y a la chicha, y según el caso, se
disponía el destino de dichos recursos o, se los incrementaba con el simple expediente de incrementar
algunos centavos a los diferentes rubros, usualmente al quintal de muko y a la botella de chicha y, todo
quedaba resuelto.
En las décadas de 1930 y 1940 se fortaleció el mercado del maíz y los precios de este cereal se mostraron
48
En 1900, la ciudad, según datos censales de aquél año tenía una población de 21.886 habitantes ocupando 142
manzanas. En 1950, según datos similares, la población era de 80.795 habitantes ocupando aproximadamente unas
360 manzanas.
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con tendencia alcista. Con este motivo, el método de incrementos anuales a los impuestos siguió un rumbo
cada vez más desmedido. De esta forma, pese a la continúa ampliación en la demanda del licor, la escalada
impositiva comenzó a mermar las utilidades, provocando airados reclamos del gremio de chicheras, al
extremo de que tales exageraciones provocaron la alarma en la administración de dichos ingresos. Un
informe a este respecto sostenía:
Cochabamba pide y quiere que su pavimentación se halle conclusa en toda la ciudad, que se
calme de una vez la sed del pueblo, que sus obras públicas sean una realidad en todo orden,
que su Universidad tenga eco sagrado y siga el ejemplo de la Docta y bien mentada
Charcas, que aumenten los colegios y escuelas, que no exista el analfabetismo, que se
proteja al huérfano, que los desvalidos tengan hogar y después ya dar paso a los
stadiums...No por construir palacios y conservar un stadium se va a matar ala industria
chichera, la única a la que debe Cochabamba su progreso.(El Imparcial, 29/05/1940, citado
por Rodríguez y Solares,1990)
La fortaleza de la economía del maíz y su potente mercado de consumo, sin embargo, eran tan solventes, que
pese a los continuos reclamos de que las exageraciones en materia impositiva matarían a la “ gallina de los
huevos de oro”, ésta no experimento síntoma recesivo alguno pese a las enormes presiones fiscales. De esta
manera las obras públicas continuaron haciéndose realidad en base a empréstitos que se amortizaban con
recursos que generaban los impuestos al maíz y sus derivados. A lo largo de los años 40, problemas como,
una vez más la cuestión del agua potable, la amortización de la deuda pública adquirida para las obras de
pavimentación, la construcción del Stadium, etc. se resolvían bajo los criterio de la metodología
anteriormente citada. De esta manera, dichos impuestos se convirtieron en una cantera inagotable de recursos
saneados y abundantes. La gran proporción de los mismos se invirtieron en obras públicas o en la
amortización de empréstitos.
Ciertamente esta inusitada dinámica para cambiarle la cara a la ciudad era algo inédito: en medio siglo casi
había cuadruplicado su población y había triplicado su dimensión física. ¿Cómo se puede explicar este súbito
afán por expandir la ciudad y esta ruptura del lento crecimiento demográfico?
No todo se puede justificar a partir de la bonanza de la economía del maíz. Otros factores concurrentes
vinieron a estimular el final del secular inmovilismo urbano. Por una parte, el impacto de los nuevos medios
de transporte, sobre todo la organización de un transporte público de bajo costo a cargo de las líneas de
tranvía y posteriormente su reemplazo por ómnibuses, que no solo acortaron distancias, sino incorporaron la
campiña a la vecindad urbana; este fenómeno valorizó la tierra urbana, particularmente la de la zona Norte,
que a partir de la década de 1920 más o menos, comenzó o mutar, de lugar de balneario y residencia
temporal de veraneantes a zona residencial permanente, de quienes apostaban por la vida campestre, pero
sin renunciar a su actividad citadina, lo que hacía posible el servicio del tranvía. Por otra parte, no cabe duda,
que un factor nada desdeñable, fue el remezón económico que produjo el costo económico de la guerra del
Chaco. En el caso de Cochabamba, la decadente economía de las haciendas, merced al monopolio obtenido
para abastecer al ejército en campaña, pudo revivir y retornar fugazmente a sus antiguas épocas doradas. Se
77
amasaron buenas fortunas que estimularon los negocios bancarios y comerciales; sin embargo, al final de la
guerra, lejos del alivio por el final del sangriento conflicto, llegó la zozobra bajo la forma de amenazantes
nubarrones por la manifiesta insolvencia del Estado para atender la pesada deuda externa que ocasionó el
conflicto bélico y que debía traducirse en una necesaria revisión de las políticas monetarias, incluyendo
devaluaciones de la moneda nacional. Al respecto, un influyente órgano de prensa de la época realizaba el
siguiente balance:
La inflación de la moneda de post guerra, que creó una intensa actividad inversionista
de los capitalistas que negociaron durante la guerra, que tuvieron dinero depositado en
los bancos o que negociaron en minas. Había que salvar el dinero adquiriendo bienes
rústicos y urbanos. Había que dar consistencia a la fortuna privada amenazada
seriamente por la inestabilidad del billete. Del altiplano y de otras ciudades del
interior llegaron refuerzos económicos fuertes sobre Cochabamba. Y bajo este influjo
casi loco, el valor de las propiedades fue subiendo y subiendo. Mineros, comerciantes,
e industriales, empleados de gobierno, etc., empezaron a adquirir lotes urbanos y
fundos rústicos, pagando precios enormísimos, impropios a la calidad y condición de
los terrenos. Así comenzaron también a construir edificios, sin importarles el costo. El
afán constructivo requirió obreros y peones. Hubo que buscarlos en los campos ya que
los elementos propios de la ciudad fueron totalmente ocupados. La escasez de brazos
para edificaciones sobrevino la competencia del salario. Los salarios comenzaron a
subir en crescendo hasta hace poco... Los campos fueron despoblados de sus mejores
elementos. La vida rural perdió a sus elementos jóvenes que se vinieron hacia la ciudad
alucinados por mejores condiciones de vida. Así progresó Cochabamba en forma
material y demográfica desde 1937 (El Imparcial, 25/04/1944).
Bajo este “influjo casi loco” como anotaba el cronista, se inició una corrida sin precedente en pos de adquirir
tierras. Comerciantes y mineros del altiplano, hacendados de provincias e incluso propietarios de inmuebles
de la zona central, se lanzaron ávidos, particularmente hacia la zona Norte, para convertir la moneda
amenazada de transformarse en papel sin valor, en tierras a cualquier precio. Así emerge con igual prontitud
un mercado especulativo de tierras urbanas y suburbanas. Si bien no existen datos específicos sobre los
volúmenes de tierras transferidas, para muestra basta un botón: si en 1945, el Censo Municipal de ese año
revelaba que la ciudad se desplegaba en forma no compacta sobre 360 manzanas, en 1952, el Plano Guía de
la Ciudad, en conformidad con el nuevo plano regulador, exhibía 720 manzanas, es decir un incremento del
100% en siete años! Por tanto, no es exagerado afirmar que hacia 1940 gran parte de las campiñas de Cala
Cala y Queru Queru, así como zonas agrícolas en Muyurina y Las Cuadras habían sufrido arbitrarios
fraccionamientos y habían sido transferidos a operadores que no tenían otro interés que medrar con el alza
del precio de la tierra tan intensamente demandada.
Ahora la tierra ya no producía frutos, legumbres o cereales, sino billetes, bajo la forma de suculentas
plusvalías. Para que ello se materializara, sin embargo era necesario urbanizar y construir. De esta manera,
también por la misma época (1935-1936), se inició otro “influjo casi loco” para planificar la ciudad, crear
nuevos barrios, trazar nuevas calles, en fin, proporcionar las garantías que los inversores reclamaban para
78
hacer buenos negocios ofertando nuevas urbanizaciones que debían ser legitimadas por el Municipio. Así
describía “el progreso cochabambino” un editorial de prensa:
Cochabamba está progresando: en el aspecto material, llamaremos urbano, la ciudad
se extiende por los cuatro puntos cardinales, y sin embargo de que, ni la fuerza
eléctrica es suficiente ni el agua potable puede llegar a las regiones urbanizadas y
menos todavía la pavimentación; sin embargo la ciudad crece en forma considerable y
el valor de las propiedades va ubicando en beneficio de los terratenientes que en las
afueras disponen de extensos latifundios, de donde resulta que las clásicas huertas van
desapareciendo y en su lugar se levantan viviendas (...)Apenas pasan 10 años de
cuando el aspecto de nuestra ciudad era casi provinciano, los propietarios de casas
preferían mantener sus balcones señoriales y sus techumbres semiderruidas, y 1os
interiores, casi siempre eran galpones o canchones, donde podía descansar el ganado
que llegaba desde las propiedades: grandes caravanas de acémilas recorrían las
principales arterias de la ciudad, trayendo desde las provincias y las estancias, los
productos de las inconmensurables fincas... hoy en este pequeño lapso todo ha
cambiado (...) Los huertos, los jardines y los patios soleados van desapareciendo,
porque hay que dar paso al comercio y a la industria que requiere cuanto espacio sea
posible para dar cabida a los almacenes y a las pequeñas fábricas. La población está
desplazándose hacia los alrededores en busca de aire puro y de sol, de donde resulta
que inclusive empleados de reducido emolumento van haciendo economías para
comprar reducidos terrenos donde lentamente van construyendo su casa (El Progreso
Cochabambino, editorial de El País, 17/05/1949).
El Censo Municipal de 1945 antes mencionado, se refería a la existencia de 360 manzanas, las mismas que
no establecían una aglomeración continua y homogénea, sino apenas un tejido urbano expandido,
conformando un núcleo central denso (zonas centrales del Norte y Sur), compuesto por 225 manzanas, donde
habitaban 54.432 habitantes, o sea, el 76% de la población censada en 1945. En tanto las restantes 135
manzanas conformaban aglomeraciones menores, dispersas y rodeadas por huertos y maizales, es decir,
apenas conglomerados suburbanos como era el caso de Queru Queru (con una mancha más o menos
compacta en torno a la Recoleta), Muyurina y más débilmente Tupuraya. Cala Cala no alcanzaba ni siquiera
este rango, salvo el pequeño conglomerado en torno a la Plazuela del Regocijo (hoy plaza de Cala Cala).
En forma simultánea, la vida cotidiana en la ciudad fue cambiando, particularmente en la esfera de la vida
privada. La vieja casona del terrateniente con varios patios y una familia extensa servida por una
servidumbre no menos numerosa, se fue transformando al igual que la ciudad. El modelo de casona colonial,
cada vez más tipificada como insalubre, cedió el paso a nuevas tipologías de vivienda de distinción como la
villa familiar con pretensiones de “art noveau” que se erigieron en torno al Prado, las casas de silueta y
volumen geométrico que siguen las pautas del naciente racionalismo arquitectónico que se erigen en
diferentes zonas de la ciudad y por último el chalet inspirado en el cottage inglés, que se populariza entre las
familias ricas a partir de la década de 1940, cuando se van a vivir a la campiña. La antigua casona señorial no
solo se devalúa en términos sociales, sino es sometida sin miramientos a masivas readaptaciones para
79
desempeñarse como “casa de vecindad” y ser ofertada a las clases medias e incluso a los artesanos 49.
Así, la aparición y popularización de “cuartos a la calle” se origina en la conversión de los venerables
salones de otrora, en cuartos para cobijar pequeños negocios a costas de destruir los amplio salones donde
tenían lugar los bailes señoriales del siglo XIX, los mismos que son subdivididos, en tanto sus agradables
ventanas y enrejados de gusto neoclásico y colonial son sustituidos por vanos de ángulo recto protegidos por
cortinas enrolladas de pésimo gusto. No obstante, estas “tiendas” eran muy codiciadas por comerciantes
árabes, semitas y vallunos. En el primer patio se realizaron divisiones arbitrarias para organizar
“departamentos” de 2 y 3 habitaciones en planta baja y alta, donde habitaban en franco hacinamiento
familias de clase media. Las habitaciones del segundo patio e incluso del tercero eran alquiladas sueltas o por
departamentos menos presuntuosos a artesanos y gentes de clase media de escasos recursos. Finalmente los
canchones de la parte posterior de la propiedad se convirtieron en una suerte de letrina democrática. En
general, el baño era privilegio de las familias del primer patio, e incluso algunos servicios como la energía
eléctrica, el agua potable y el alcantarillado. Es difícil imaginar como sobre este escenario muchas veces se
agregaban las chicherías, los pequeños talleres de zapateros remendones, sastres, cerrajeros, etc.
En suma, la casona se convirtió en el famoso “conventillo”. Aun así se conservaba el sentido de segregación
social y racial: como se mencionó líneas arriba, en el primer patio habitaban las “familias bien” de mestizos
blancos, que por este hecho gozaban de las ventajas relativas del desarrollo urbano, en cambio en los “patios
de atrás” vivían las “familias pobres” de mestizos indios, todavía sumergidos en las penurias de la vida
colonial. Finalmente sobre este abigarrado universo se cernía la omnipotente presencia del “dueño de casa”
siempre atento al calendario de sus cobranzas, aunque por norma, ciego y sordo a las necesidades
constructivas, sanitarias y funcionales de su indiscutido reino.
En contraste, Cala Cala mostraba una realidad preponderante de casas-quinta y chalets al igual que Queru
Queru. El censo de 1945 revelaba en estas zonas, el predominio de viviendas unifamiliares en base a
edificaciones modernas, como correspondía a los barrios de familias de ingresos altos, es decir grandes
comerciantes, terratenientes y no pocos casatenientes.
La estructura urbana de Cochabamba en la década de 1940 presenta una combinación poco elaborada del
viejo casco urbano cada vez más denso y menos habitable y, un conglomerado aun difuso, heterogéneo y
disperso de modestos caseríos y tímidos asomos de “urbanizaciones para casas modernas”, débilmente
vinculados por avenidas, que en muchos casos apenas son precarios caminos vecinales. Todo este conjunto
estaba fuertemente penetrado por el paisaje rural, que pese a los afanes modernistas, era todavía una realidad
dominante, más allá del casco viejo. Los nuevos “barrios residenciales” eran aun una mezcla de casas-quinta
y huertos, que aun conservan mucho de la antigua campiña, con inserciones puntuales de atisbos de “ciudad-
jardín”, es decir, viviendas tipo chalet, con jardines frontales y calles arborizadas, como expresión modesta
de las tendencias modernizantes. En suma, los deseos de innovaciones espectaculares están todavía muy
49
Esta tendencia esta presente desde las décadas finales del siglo XIX. cuando muchos terratenientes en quiebra
optan por acceder a rentas saneadas por la vía del alquiler de sus casonas convertidas en conventillos.
80
lejos de esta realidad, que se asemeja más a un confuso período de transición y el caer de un telón que sin
mayor aspaviento expresa la conclusión silenciosa de la aldea inmóvil y señorial.
El tiempo de transición que caracteriza la realidad urbana de inicios de los años 50, todavía conserva muchos
componentes y recuerdos de la antigua aldea, pero ese predominio ya no es gravitante. Los nuevos símbolos
del urbanismo moderno con sus casas aisladas y rodeadas de primorosos jardines, sus amplias avenidas, sus
vías pavimentadas, su sentido de orden y pulcritud, pese a que apenas son minúsculos segmentos y hasta casi
escenas imaginarias y surrealistas, tienen la fuerza del porvenir y representan el ideal de una sociedad que no
solo comienza a transformar su apariencia externa, sino su utillaje ideológico, planteando su viabilidad más
allá de las antiguas obsesiones coloniales. Lo objetivo era que la economía de la popular y tradicional chicha
hacía posible el despegue parsimonioso, vacilante pero irreversible de la modernidad cochabambina.
En el marco del contexto trazado, los primeros atisbos de “planificar la ciudad” fueron igualmente modestos.
La primera referencia data del siglo anterior. Concretamente de una ordenanza del Concejo Municipal de
1889, que expresaba su preocupación por el porvenir de la ciudad y priorizaba la urgencia de “ evitar,
especialmente en la campiña, a donde tiende a extenderse la ciudad, que se continúen construyendo
edificios, paredes y cercas, en las mismas condiciones actuales de estrechez e irregularidad ”, en
consecuencia se definía la necesidad de aplicar normas para lograr “la conveniente alineación de los
márgenes de los caminos y las calles”, disponiéndose que toda construcción nueva o reconstrucción con
frente a la vía pública, solo podría iniciarse “previa licencia y verificación de la alineación del nuevo
predio”, disponiéndose que el ancho de las calles sea de 8,00 metros.(Soruco, 1899). La cuestión del trazado
y el perfil de las calles, fue el antecedente primario que estimuló el pensamiento urbano desde el siglo
anterior
Sin embargo, dicho antecedente fue el preámbulo de una intensa actividad prepositiva para encausar el
deseado desarrollo urbano de la ciudad, y cuyo detalle sistemático excede los alcances de este ensayo 50, por
lo que simplemente esbozaremos los aspectos más significativos.
En todo caso, la cuestión de “transformar la aldea en ciudad”, era el pensamiento unánime de los
representantes de las élites que comenzaron a reflexionar seriamente sobre este tema, proporcionando a los
abstractos imaginarios de modernidad un referente concreto, es decir, una imagen urbana que fuera el
resultado de un “modelo” o “plan” de la ciudad moderna que se deseaba, superando la vieja práctica
municipal de rectificación, ensanche y apertura de calles, sin un criterio de visión urbana integral.
Un primer hito de estas aspiraciones fue la propuesta pionera de 1909 que tuvo la virtud de delinear una
imagen de modernidad que no solo aspiraba a “remodelar la aldea”, sino construir sobre sus escombros una
nueva ciudad, de amplias avenidas, calles arborizadas y hasta un visionario bulevar parisino que suponía un
cambio radical de la antigua estructura física colonial. Pero, algo todavía más significativo, fue que por
primera vez se decidió la elaboración de un plano de la ciudad, que dejara de ser ilustrativo de su crecimiento
50
Una relación detallada de lo que fue la planificación urbana en la primera mitad del siglo XX, se puede encontrar
en Solares, 1990.
81
espontáneo, para pasar a ser “demostrativo” de proyecciones y aspiraciones más específicas respecto al
desarrollo urbano51.
Estos primeros planteos fácilmente podrían haber pasado al olvido bajo las condiciones imperantes en el
siglo XIX. No obstante, de pronto se descubrió que las tierras de veraneo y los huertos y quintas que
generaban discretos ingresos económicos, podrían ser fuente de inmejorables negocios inmobiliarios si se
vinculaban a los proyectos de desarrollo urbano, que planteaban la necesidad de fijar las normas y
condiciones a que debía sujetarse el proceso de expansión de la ciudad hacia nuevas zonas suburbanas,
obviamente Cala Cala y Queru Queru, para hacer frente a la creciente demanda de vivienda que la modesta
capacidad de alojamiento existente no podía resolver.
Los planteos de Ramón Rivero fueron una respuesta a las tendencias, hasta ese momento peligrosamente
espontáneas, de ampliar la urbanización a tierras colindantes con el perímetro del casco viejo, que en
realidad era el limite urbano oficialmente reconocido. Por tanto la idea de un “Plan Modelo” obedecía a la
necesidad de encausar las tendencias de expansión urbana en forma ordenada, ante la preocupación
modernista frente al riesgo de una ampliación indefinida de la aldea colonial. Por ello, una década más tarde,
el propio Ramón Rivero, cuando desempeña las funciones de Presidente del H. Concejo Municipal, volvió a
plantear la temática del “Plano Regulador”. No cabe duda que sus ideas a este respecto eran realmente de
avanzada, si se considera que fueron emitidas en un medio donde todavía el espíritu conservador del siglo
XIX y los prejuicios señoriales eran fuertemente dominantes e influyentes. Rivero (1909) señalaba en un
informe oficial:
No es posible concebir una comunidad, ni aun una simple asociación de personas, sin
suponer que tengan un plan dentro del cual se desenvuelve su acción progresiva y su
marcha normal hacia los objetivos que no se obtienen de una sola vez, ni en poco
tiempo, sino que demandaron esfuerzos y tiempo largo para su realización(...) Esto es
lo que hemos buscado, sino para hoy, para mañana, con la formación del plano
regulador que consulta el desenvolvimiento de la ciudad dentro de sus condiciones
peculiares de topografía, clima y situación(...) -este plano- Levantado en 1909 ha
sido completado en el año actual -1919-, siendo de desear que sus indicaciones se
cumplan poco a poco, a medida de las construcciones o reconstrucciones que se
presenten.
En concreto la propuesta de Rivero se dirigía a dar forma técnica viable a las ideas sobre la ciudad deseada
por las élites vallunas. Indudablemente la llegada del ferrocarril impulsó tales afanes y pronto, el antiguo
territorio aldeano sirvió de escenario e inspiración para inéditas audacias urbanísticas, sin embargo, el tono
sobrio y objetivo de la propuesta que comentamos, tenía la virtud de introducir un sentido de consistencia en
el discurso sobre la nueva ciudad, al enunciar una propuesta concreta y clara 52.
51
Bajo estas premisas, se instruyó al Ingeniero Municipal “que faccionara el plano de la ciudad en escala 1: 5.000
que serviría de base para la adopción de un Plan Modelo o Plano Regulador, al que deben adaptarse o
subordinarse las construcciones futuras y las nuevas calles que han de abrirse o prolongarse ”(El Ferrocarril,
22/11/1909).
52
Al respecto se anotaba: “Prácticamente los ejes de la ciudad de Cochabamba son: Avenida Ballivián, calle España,
82
Estas aspiraciones, hasta cierto punto románticas, dejaron de serlo cuando comenzaron a gravitar factores
sociales y económicos inéditos: la penuria de vivienda que se insinuó desde fines de la década de 1910, se
agudizó al concluir la Guerra del Chaco, bajo el impulso de un incremento de población sin precedentes, es
decir, la confluencia sobre Cochabamba de ex soldados y ex colonos, comerciantes, profesionales y capas
medias de otros centros urbanos, de áreas rurales y del ejercito desmovilizado que confían alcanzar un mejor
porvenir en la ciudad, atraídos por las tradicionales bondades climáticas, pero sobre todo por esa suerte de
intuición que guía a las clases medias hacia centros que consideran dinámicos y “de progreso”. En este
movimiento migratorio que se inicia a mediados de los años 30, participan igualmente mineros ricos y
comerciantes acomodados de La Paz y otras ciudades, que llegan a Cochabamba con la idea fija de “comprar
casa”. A ello se suman las migraciones de palestinos, judíos y de otras nacionalidades atraídas por razones
similares. De esta manera se agota la escasa capacidad de alojamiento que tenía la ciudad, surgiendo por
primera vez la crisis de vivienda en forma franca y aguda. Pero, tal vez el factor determinante, para el
estimulo del crecimiento urbano fue, como ya mencionamos, la amenaza de devaluación de la moneda que
provenía de la agotada economía nacional al termino de la Guerra del Chaco y que, puso en peligro las
fortunas acumuladas por terratenientes y comerciantes durante el conflicto, situación que provocó una
intempestiva “corrida” hacia inversiones de urgencia en bienes inmobiliarios en la ciudad y el Cercado.
A partir de 1935 crece la urgencia de abrir calles, rectificarlas, convertirlas en avenidas, crear plazas, que
sugieren y demandan multitud de propietarios, dando rienda suelta a todo tipo de vuelos urbanísticos, ante la
ausencia de una propuesta municipal para definir el trazado urbano de diversas zonas como Muyurina,
Mosojllacta, Noroeste, además Queru Queru, Portales, el Rosal, Cala Cala, etc. Se convierte en algo
impostergable la necesidad de actualizar la propuesta de Ramón Rivero y adaptarla en lo posible a las nuevas
necesidades y requerimientos urbanos, de esta manera menudean las ideas y los aportes para “urbanizar la
ciudad”53. La dinámica que va adquiriendo el proceso urbano, su violento cambio de ritmo, de una casi
imperceptible marcha intrascendente, a un proceso que amenaza con volverse ingobernable, exigía una
respuesta perentoria a esta cuestión central que envolvía no pocos intereses, no siempre coincidentes, de
Plaza 14 de Septiembre, calle Esteban Arze de Norte a Sur, calle Santivañez, Plaza 14 de Septiembre, calle Sucre, de
Este a Oeste. El primer eje divide la ciudad en secciones Oriental y Occidental; el segundo la parte en dos, la del
Norte y la del Sur (...) En cuanto a plazas, el plano regulador las consulta y localiza en lugares adecuados tratando de
multiplicarlas a fin de corregir con su implementación, el gran defecto de la estrechez de nuestras calles. Algunas de
ellas ya han sido dibujadas sobre el terreno, como la de Queru Queru que con el nombre de Plaza de La Paz, se
inauguró en noviembre de 1918, celebrando la conclusión de la guerra europea, y la de Muyurina que se ha trazado a
la salida de la carretera a Sacaba, en la que se erigirá la fuente regalada por la familia Torrez, y que no es otra que la
del Convento de la Recoleta” ("Resumen de la Memoria del Presidente del H. Concejo Municipal de Cochabamba", El
Heraldo, 22/01/1919).
53
En 1937, el Cnl. Capriles, Prefecto del Departamento, invita al Ing. Miguel Rodríguez para ocupar el cargo de
"Ingeniero Urbanista Municipal", con la misión concreta de elaborar “un plan de urbanismo que rectifique el
trazado de las actuales calles y avenidas y, al mismo tiempo, señale nuevas líneas de nuevos barrios que deben
erigirse” -y no continuar- “como hasta ahora, siguiendo la línea que más se acomode a los propietarios”. A su vez,
el Consejo Consultivo Municipal, conformado por ciudadanos notables y presidido por Carlos La Torre, también se
ocupaba de la cuestión urbana. La Torre resumía la problemática de orientar la evolución de la ciudad a partir de la
siguiente interrogante: “¿Se moderniza la población actual ensanchando sus calles o se atiende a la formación de
nuevos barrios, extendiendo el radio urbano?” (Solares, 2011).
83
dueños de casa en el casco viejo, que deseaban remodelar sus casonas para maximizar su capacidad de renta
y, hacendados y otros sectores que con la misma urgencia y finalidad, deseaban fraccionar sus tierras en la
periferia de la ciudad. La Gaceta Municipal de 1937, sintetizaba la cuestión de la siguiente manera:
El fenómeno que actualmente se registra en la República, es una afluencia de gente
hacia las ciudades. Las singulares condiciones climáticas de Cochabamba, hacen que
la afluencia beneficie más a ésta, que a ningún otro departamento -además- hay una
natural tendencia a dar acomodo seguro a la moneda abundante y depreciada,
mediante la adquisición de bienes raíces rústicos y urbanos. Se edifica febrilmente pero
no se da abasto a esta fiebre, porque el radio urbano es limitado y lo que es peor, se
permite la construcción extrarradio, sin que exista un plan de nueva urbanización
La Torre que se inclinaba por la urgente ampliación del radio urbano para atender la expansión demográfica,
en lugar de ensanchar las calles existentes para plasmar la tan demandada ciudad jardín, junto a otras
opiniones afines u opuestas, como los criterios del alcalde Luís Castel Quiroga que en 1937 dispuso el
ensanche general de vías en toda la ciudad. Disposiciones como esta última, pusieron a prueba la
predisposición real de los propietarios a aportar con el sacrificio de parte de sus heredades para satisfacer sus
afanes de transformar la aldea en ciudad. Obviamente estos afanes modernistas no llegaban a tanto. Pronto
cundió la alarma y la disposición municipal no tardó en ser calificada de “perjudicial”. En realidad, lo que se
deseaba era un grado de libertad para tugurizar el centro urbano en el afán de extraerle el máximo de renta
con el mínimo de inversión y sacrificio. En contraposición, se deseaban además, definiciones rápidas
respecto a la urbanización del resto de la campiña ya considerada como territorio urbano. En el fondo se
debatían dos visiones de desarrollo urbano contrapuestos:
Por una parte, Carlos La Torre, en cierta forma interprete de estos intereses, se mostraba partidario de
planificar con prioridad la expansión de la ciudad antes que pensar en la renovación urbana de la zona central
consolidada, haciéndose eco de los propietarios de tierras que deseaban edificar en diferentes sitios de la
campiña, e incluso los más, fraccionar tierras que ingresaran al promisorio mercado inmobiliario de fines de
la década de 1930, y que lógicamente efectuaban airados reclamos al Municipio para definir el diseño de las
nuevas zonas residenciales ampliando los límites urbanos fijados por Rivero en 1910. Sin duda toda tardanza
a esta demanda era atentatoria a estos intereses. Por otra, el punto de vista de Castel Quiroga que sugería que
en el casco viejo no existían edificios muy valiosos, “siendo así posible llevar a efecto el propósito de dotar
a la ciudad de calles amplias, cómodas y estables, en forma gradual y paulatina, tomando como mira no el
presente, sino el futuro de la ciudad” (Gaceta Municipal citada). En este debate se enfrentaron dos
concepciones de urbanización: ampliar el radio urbano e incorporar nuevas tierras agrícolas a la ciudad en un
procedimiento típico de valorización y ampliación del mercado de tierras urbano; o modernizar el centro con
afectaciones generalizadas a la propiedad particular que de todos modos quedaba compensada con una fuerte
valorización al mejorar su capacidad de densidad edificada y constituirse en el eje referencial de la ciudad
moderna. La cuestión quedaría zanjada con la combinación de ambos puntos de vista en los estudios
84
se le asignaban a esta labor, quedaron expresados en las palabras del Alcalde Carlos D’Avis:
Queremos abrir el horizonte de Cochabamba y divisar en el futuro una ciudad próspera y
científicamente estructurada. Para ello no podemos abandonarnos al empirismo que en
nuestros días ya ha sido desterrado de todas las actividades; seguiremos las normas de las
ciencias urbanísticas, que son a no dudar una de las disciplinas que mas se han beneficiado
de la tecnificación actual y, a la que han recurrido los grandes centros del mundo para
aplicar su desarrollo (Los Tiempos, 08/09/1946).
Los estudios finales del Proyecto de Plano Regulador para la ciudad de Cochabamba 54 fueron realizados
entre 1947 y 1950. En esta etapa, la labor desplegada por el Arq. Jorge Urquidi Z. fue fundamental. Los
estudios realizados en una primera etapa se centraron en la regularización del centro urbano y el proyecto de
su configuración urbana futura, es decir, la definición final del ancho de sus vías, el régimen de edificación y
el sistema viario correspondiente. La propuesta fue discutida en torno a la viabilidad de dos posibilidades: el
ensanche general de vías del llamado “casco viejo” o el ensanche selectivo de algunas de ellas. Lo urgente
era contar con un cuerpo normativo general que orientara la continua renovación y transformación que se
operaba en el centro de la ciudad. La cuestión esencial giraba en torno a la fijación del perfil de las vías de la
zona comercial. Los criterios que fundamentaban las decisiones a adoptarse eran de contenido funcional, de
salubridad, densidad poblacional y estéticos55.
Finalmente se recomendó la primera opción -ensanche general de las vías secundarias-. En cuanto al impacto
de esta medida, se realizó una interesante estimación con respecto “al tiempo que demandará la ciudad en
transformarse y adoptar una nueva fisonomía” El objetivo, sin duda primordial, era modificar la imagen de
aldea ruinosa que presentaba el centro urbano, despectivamente rebautizado como casco viejo. Esta
finalidad, sumada a razones funcionales y económicas, constituía la plataforma que movía y justificaba todo
este procedimiento. Sin embargo, como reconocía el propio Arq. Knaudt, internamente se movían intereses
contrapuestos: por una parte, un sector de latifundistas dueños de predios en la zona central y otras zonas
presionadas por la demanda habitacional, quienes habían respondido parcialmente a esta demanda
convirtiendo sus viejas casonas en “conventillos”, se oponían tenazmente al ensanche de calles, porque ello
afectaba a sus cómodas rentas inmobiliarias obtenidas con inversiones mínimas. Por otro lado, estaban
acomodados comerciantes, mineros, empresarios industriales y de otras ramas, e incluso algunos
hacendados, que habían adquirido inmuebles durante o al termino de la Guerra del Chaco, estos era
partidarios de sacrificar algo de su patrimonio a cambio de que la “nueva fisonomía” urbana significaría la
54
Para conocer en detalle la propuesta del Anteproyecto del Plano Regulador de la Ciudad de Cochabamba consultar:
Urquidi, 1967 y 1987.
55
La idea dominante quedaba expresada de la siguiente manera: “Para el centro urbano que crecientemente
incrementaba sus actividades comerciales, administrativas, incluso residenciales, hay solamente una solución factible
que permitiría que tales funciones sean realizadas en debida forma: tal es la remodelación del sector, es decir la
adaptación a las nuevas solicitudes(..) Es aun posible realizar la transformación del sector, porque la enorme mayoría
de los edificios ubicados en él, carecen de valor, son de barro de uno o dos pisos y de una data de 100 años o más, es
decir, que han pagado varias veces su valor” (Knaudt, 1947).
86
de los edificios existentes y erigiendo otros de tipo aislado y de varios pisos rodeados
de amplios espacios libres comunes a todos los habitantes (...) desapareciendo de esta
manera las típicas calles 'corredor' de las ciudades construidas bajo conceptos
antiguos (Urquidi, 1967: 69).
Probablemente, esta visión del cambio radical que se proponía para el centro de la ciudad, es el documento
modernista más importante que produce Cochabamba en la primera mitad del siglo XX. Se trata, sin
concesiones, de demoler la vetusta aldea y edificar sobre sus restos una moderna city al mejor estilo de las
propuestas lecorbusierianas de aquélla época, es decir, torres multifamiliares rodeadas de verde y donde se
practica disciplinadamente la separación entre peatones y raudos motorizados. Sin lugar a dudas, una
reproducción en pequeño del dogma de Le Corbusier: habitar, circular, trabajar, recrearse. Un verdadero salto
desde el adormilado campanario lleno de telarañas coloniales a la fantasiosa ciudad funcional, el grito último
de la avant garde del modernismo post Segunda Guerra Mundial.
El otro escenario, el de la romántica campiña evocadora de plácidos huertos, arroyos, verdores y retozos
veraniegos da paso a una propuesta cuyo punto de partida era el principio de “organización celular" del
conjunto urbano, con un centro nucleador, que no es otro que el remendado y modernizado casco viejo. En
torno a dicho centro se disponían “células” o “unidades vecinales” dispuestas concéntricamente en radios
que podían ampliarse según fuera creciendo la ciudad. Cada unidad vecinal debía tener entre 15.000 y 20.000
habitantes las mayores y, entre 5.000 y 10.000 las menores. Se consideraba al centro urbano como el "centro
de trabajo de las unidades vecinales del primer anillo". Las unidades vecinales más distantes debían tener
sus propias zonas de trabajo consistentes en “unidades industriales” que debían desarrollarse en torno a las
mismas (Urquidi, obra citada). Al tenor de estos principios, la campiña fue fragmentada y convertida en
asiento de las mencionadas unidades vecinales. La implacable cuadricula que comenzó a tragarse el paisaje
que dio fama al Valle, encontró en el eufemismo "ciudad jardín" una fórmula para aplacar las voces de
protesta. La idea era sustituir un paisaje de maizales, arboledas y "khochas" que se juzgaba anacrónico, por
calles rectilíneas, arborizadas y pavimentadas, bordeadas de coquetas casitas unifamiliares que a su vez,
estaban rodeadas de graciosos jardines e impecable césped, al mejor gusto anglosajón. No cabe duda, que
este singular imaginario de “ciudad moderna” era fuertemente promovido por una casta de nuevos y
emprendedores negociantes, los corredores de bienes raíces, los grandes propietarios de tierras suburbanas y
los loteadores, esta última, una nueva y prometedora profesión (Solares, 1985).
Por último, una otra pieza notable de las aspiraciones de modernidad, fue el Anteproyecto de Plan Regional,
el primero en su género en el país, y cuyo alcance implicaba una transformación productiva radical del valle
Central. Por primera vez, se planteó la problemática campo-ciudad-región. Se retomó un viejo ideal de la
planificación: el desarrollo armónico de las fuerzas productivas, capaz de promover, con un sentido de
equilibrio y equidad, el desarrollo social. Para tal propósito, se adoptó la idea central de Le Corbusier:
alcanzar el mencionado desarrollo armónico de la sociedad a través de la organización racional del espacio
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urbano y regional. Con estas premisas, se propuso la identificación de "una región de influencia inmediata"
subordinada a la ciudad de Cochabamba y que involucraba el Valle Central, el Valle de Sacaba y el Valle
Alto. En concreto, la propuesta apuntaba a incrementar la producción dentro de este ámbito regional,
partiendo de la hipótesis de que el mejoramiento del rendimiento agrícola por hectárea permitiría un ingreso
o renta per capita para este sector equivalente a 500 dólares por persona, índice que no solo superaba
ampliamente el promedio de la renta inmobiliaria urbana, sino suponía una verdadera revolución tecnológica
y por supuesto, una transformación profunda de las anacrónicas relaciones sociales de producción. Se
sugería, nada menos que una radical modernización del agro, donde la agricultura debía "saltar" de las
formas precapitalistas de producción a formas intensivas, permanentes y que reposaran en la transformación
de la fuerza de trabajo campesina servil en un avanzado proletariado agroindustrial (Urquidi, 1967).
Todos estos estudios y planteamientos rinden tributo al límite académico y científico de su tiempo, es decir,
cometen el error de sustituir el análisis de la formación social valluna y el proceso de producción espacial y
ambiental que le corresponde, por imágenes y perspectivas idealizadas y que se nutren de las teorías urbanas
en boga en los países industriales. En este orden, por ejemplo, el Plan Regional se apoya en un supuesto
histórico utópico: el desarrollo armónico de las fuerzas productivas, el equilibrio entre una agricultura
capitalista moderna, destructiva de las viejas formas de vasallaje y la factibilidad de un desarrollo urbano que
se apoye en una estructura social igualmente armónica, justa y racional.
Obviamente, esta perspectiva, que sin duda fue discutida por los urbanistas de la época, era inviable, y
desfasada del curso histórico de los acontecimientos que eclosionarían poco tiempo después. La propuesta
desarrollada no se apoyaba en una reflexión sobre las contradicciones del modernismo valluno, que aspiraba
a una utilería de carácter distinguido, indiscutiblemente moderno, pero escondiendo bajo el tapete los viejos
privilegios y servidumbres a las cuales no estaba dispuesto a renunciar. En realidad, la estrategia poco
imaginativa de recubrir con nuevas vestiduras las miserias del statu quo oligárquico, resultó dominando la
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escena. Así del plan se aprobaron con entusiasmo los aspectos vistosos y estéticos, pero se guardo un cerrado
silencio sobre las audacias de cambio económico y social que implicaba una real aplicación del mismo.
En fin, lo que resultó utópico, no fue el planteo de ciudad moderna, sino el tipo de sociedad a la podría
corresponder esta pretensión. La lección fue clara: no era suficiente proyectar estructuras físicas y artefactos
urbano-arquitectónicos modernos, idealizando una sociedad plenamente abierta a la modernidad, cuando en
realidad, lo que existían eran élites que se contentaban con respirar aires modernos en la ciudad, pero que se
mostraban férreamente conservadores si se planteaba reformar la base material que sustentaba su pretendida
distinción y su ostensible habitus moderno.
Hacia 1950, persisten las viejas formas urbanas, la campiña no se ha extinguido, los antiguos escenarios que
cobijaron a los gentlemens de fines del siglo XIX y a los diligentes vallunos que construían con persistencia
una alternativa económica diferente, estaban en pie. Lo que sufrió un cambio, si se quiere radical, fue el
imaginario de los modernistas, la inteligencia local, ya no se contenta con ostentar la velocidad de sus
flamantes motorizados en sus paseos a Cala Cala o exhibir las últimas modas masculinas y femeninas en los
tradicionales paseos por el Prado. Los viejos patriarcas ceden el paso a una joven generación de letrados que
han cursado las aulas universitarias. Por tanto, sus vuelos son más amplios, ya no se trata de improvisar la
modernidad con retoques, adornos y maquillajes, ya no se trata de expulsar chicherías y recluir a los
impertinentes vallunos en la zona Sur; sino de añadirle razón técnica y científica al proyecto modernista. El
proyecto de modernidad ahora se traduce en documentos de alta erudición: los planos reguladores que
expresan en un lenguaje poco discursivo pero altamente simbólico, los lineamientos de la ciudad deseable, la
ciudad del futuro para una sociedad moderna que sin remilgos se ha despojado de toda identificación con el
pasado. Sin embargo, bien podría haber expresado un escéptico valluno, parafraseando un viejo adagio
popular: del dicho al hecho hay mucho trecho.
Los espacios públicos en la encrucijada: lugares de distinción o lugares de fiesta popular y feria
Analizados los rasgos que caracterizan a la sociedad regional en los albores del siglo XX, los impactos de las
innovaciones técnicas que tienen lugar en la década de 1910 y años siguientes y la emergencia de factores
inéditos que presionan para que se operen cambios en la estructura física de la ciudad tradicional; el amplio
debate que se abre a continuación para establecer los lineamientos del desarrollo urbano y, finalmente, la
elaboración de propuestas técnicas que permitan hacer visible el modelo de ciudad deseada, con todas las
connotaciones de radicales cambios en la imagen de la misma, pero también, en los fundamentos del poder
de las élites terratenientes conminadas a modernizarse; constituye un entramado de antecedentes que definen
el rumbo que sigue la formación social regional en su proyección urbana.
Dicho rumbo, como se anotó una y otra vez, esta signado por numerosas contradicciones, que a momentos
convierten el tono serio de los esfuerzos para alcanzar el desarrollo y la modernidad, en una comedia. Por
una parte, desde los primeros años del novecientos, la ciudad se ilumina, las noticias del mundo ya no llegan
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a través de arcaicos postillones, sino por las modernas ondas de la radio y por las imágenes que ofrece el
cinematógrafo; los añejos rincones conventuales se estremecen con el ruido de los cláxones y los motores de
los primeros vehículos que corren raudos por las calles de la ciudad; los tranvías hacen posible pensar que la
campiña puede ser parte de la ciudad; el ferrocarril del valle permite desplazamientos de comerciantes de las
ferias antes impensables; el añorado ferrocarril de la red central, permite unir Cochabamba con las ciudades
del altiplano en cuestión de horas y no mediante agotadoras jornadas que abarcaban días y semanas; en fin,
por si fuera poco, hacia 1930, los primeros aviones surcan los cielos de la ciudad.
Por otra parte, los patriarcas vallunos acogen con cautela, reserva y dosis medidas de beneplácito, estos
impensables adelantos del progreso en contraposición, como es natural, con las nuevas generaciones que no
sienten temor en abandonar las viejas costumbres y adherirse a los nuevos valores culturales que traen
consigo esta suma de innovaciones. Las élites presienten que no pueden permitirse poses de escándalo
clerical frente a los nuevos demonios que trae consigo la modernidad. Su vieja sabiduría (sino puedes con el
enemigo, únete a él) les aconseja que la preservación de sus rangos, de sus prestancias, de sus privilegios, de
su invalorable distinción, pasa por ser parte del mundo moderno, por adaptarse a sus estilos, a sus poses, al
nuevo habitus que corresponde a un gentlemen que debe convertir en cerradamente clandestina su debilidad
por la antigua chichería y acostumbrarse a degustar the tea of the four o'clock londinense o el café
siguiendo el gusto parisino, en el Club Social 56, o en alguno de los varios locales abiertos para el efecto, en
alguna de las galerías de la plaza de armas. Debe presumir un amplio conocimiento sobre lo que pasa en la
vecindad del mundo y someterse a gimnásticas financieras para obtener un automotor de la Casa
Importadora Aguayo, pues su otrora fina berlina se ha vuelto obsoleta y atenta a su buen nombre. Sin
embargo, existe un terreno donde no puede dar brazo a torcer: el dominio intacto sobre su hacienda y sus
pongos. Todo lo moderno es tolerable en tanto no se toque su reino feudal. En fin, El viejo lema dividir para
vencer de las astutas élites liberales y conservadoras, se convierte en dividir para vender cuando se trata de
urbanizar sus antiguos huertos en la campiña en vías de convertirse en parte de la ciudad, pero dejando
siempre intocables sus improductivas haciendas.
Aquí radica la contradicción principal de este camino al desarrollo: la modernidad y sus despliegues
infinitos, son el resultado de la liquidación de las formas feudales y precapitalistas en la vieja Europa, sin
embargo el modernismo a la valluna descubre otros modos: estimular la tradicional economía del maíz y la
chicha, para extraer el excedente económico campesino, vía un frondoso aparato impositivo, con destino a
financiar los ropajes modernistas con los que se trata de convertir la aldea en ciudad, y descubrir que la tierra
de la campiña convertida en mercancía puede rendir suculentos frutos bajo la forma de urbanizaciones y
56
El Club Social de Cochabamba fue fundado en 1890, se trata de un club exclusivo de las elites locales y su acceso
estaba limitado a las familias de renombre consideradas hidalgas. “La afiliación al Club Social era básicamente un
mecanismo de ascenso social que facilitaba a sus miembros la oportunidad de acceder a relaciones sociales y a
vínculos matrimoniales de iguales, como símbolo de poderío social y político en la estructura piramidal de la
sociedad regional” (Gordillo y Rivera, 2007:30).
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lotes. Son estos dos componentes: impuesto al maíz y sus derivados y especulación de tierras y alquileres, los
pilares que sustentan la sociedad oligárquica de la primera mitad del siglo XX. De esta manera se profundiza
la segmentación de clases sociales que emergía como una tendencia en la segunda mitad del siglo XIX y se
afianza el sentido de segregación social y espacial de la ciudad que reemplaza a la aldea colonial. Por ello, el
propio Plano Regulador que hace reposar su perspectiva en una profunda y real modernización de la
sociedad urbana, y que se constituye por ello, en el manifiesto más lúcido de las aspiraciones modernizantes
de la época, como ya se evidenció, es tomado a la ligera, se jerarquizan sus aspectos de ornato, pero se
guarda silencio sobre sus connotaciones de cambio estructural.
Bajo las condiciones descritas, la ciudad y sus espacios públicos, ven transcurrir esta dinámica de
apariencias, cambios formales y no pocas resistencias, confirmando los roles de distinción para unos y los
más modestos papeles de sumisión para otros. Ahora sí podría D’Orbigny y el propio Viedma reconocer que
la ciudad es distinta a la que inmortalizaron con sus descripciones. Pero veamos más objetivamente cuáles
son estos cambios:
María Robinson Wright, que visitó Cochabamba en los primeros años del siglo XX, revela, entre otras
impresiones: “Es verdad que el automóvil ha invadido Cochabamba y que se le puede ver todas las tardes
llevando partidas a la Alameda y a Cala Cala ó a la colina de San Sebastián, pero no hay ninguna tendencia
a quebrantar el límite de marcha y la motomanía es todavía enfermedad desconocida”. En esos primeros
años, los primeros autos eran vistos como objetos extravagantes y ruidosos; solo paulatinamente, a medida
que se comprende que tienen la virtud de romper con los imaginarios de tiempo y espacio que envuelve la
rutina de la vida cotidiana, su utilidad se va incrementando, al extremo de que su raudo desplazamiento que
convierte el lento trotar de los caballos cocheros desplazándose hacia la campiña, en un reconfortante paseo
de pocos minutos para llegar al mismo destino, permite pensar la ciudad en otros términos: las viejas barreras
de la distancia y el tiempo largo para llegar a la plazuela del Regocijo o a la Recoleta, se tornan
intrascendentes, por tanto tales sitios pueden pasar a formar parte de la ciudad. Esta percepción dejara de ser
tal, para transformarse en realidad, con la irrupción de los tranvías.
La citada cronista, nos deja una estampa muy completa de la ciudad y sus espacios públicos a inicios del
siglo XX, veamos algunos pasajes:
Cochabamba tiene ocho plazas adornadas con árboles y flores y arregladas para comodidad
de los paseantes: la 14 de Septiembre, Colón, San Sebastián, San Antonio, González Velez,
Santa Teresa, Jerónimo de Osorio y Matadero (...) La plaza Colón situada en la parte
superior de la Alameda, es uno de los parques más lindos de la ciudad. La Alameda llamada
popularmente el Prado, se extiende de la plaza Colón al río y es el camino favorito a Cala
Cala (...) En todas las estaciones del año el Prado presenta un aspecto animado en la tarde y
en la noche, cuando está lleno de gente, especialmente en los días de fiesta (...) La Alameda
estás dividida en cinco hermosas avenidas, separadas, una tras otra, por filas de sauces,
rosales y arbustos. La avenida central está siendo embellecida con fuentes, monumentos y
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macizos de flores. Las calles laterales son para pedestres y las exteriores para paseos en
coche y a caballo. En el lado opuesto de la ciudad está situada la plaza de San Sebastián, al
pie de la colina del mismo nombre, pero se diferencia del Prado en que casi siempre está
desierta, excepto el 20 de enero y el 6 de agosto, cuando se verifican carreras de caballos (...)
San Sebastián o la colina de San Sebastián, es un talud de la montaña donde el aire es tan
fresco y puro y el panorama tan bello, que todo el mundo lo encuentra un delicioso lugar (...)
La plaza González Vélez, generalmente conocida como Plaza de Toros, está situada en la
parte más baja de la colina y es notable por el imponente edificio que es su adorno principal,
que se usa como circo para la corrida de toros. Como esta fiesta no es popular en
Cochabamba, la plaza es frecuentada raramente.
A través de esta descripción, es posible deducir rasgos del paisaje urbano y social de la ciudad: los espacios
públicos de la zona Norte: el Prado y la Plaza Colón, además naturalmente de la plaza de armas, son los
espacios cotidianamente animados y donde resaltan los valores del lucimiento y la efervescencia de la
ciudad. El Prado y la Plaza Colón son visitados por paseantes en horas vespertinas y nocturnas, es fácil
imaginar a grupos de adolescentes románticos, hijos de familias distinguidas, en pos de recibir la gratificante
mirada de alguna de las tantas jovencitas casaderas que también pasean con un grupo de amigas, en tanto, en
los bancos, vigilan discretamente las mamás que a su modo organizan animadas tertulias entre ellas, donde
se desmenuzan los hechos, los dichos y los milagros de la vida diaria. En contraste, la otrora bulliciosa plaza
de San Sebastián luce casi desierta, ocurre que la actividad ferial ha sido desplazada hacia Caracota y San
Antonio y desde la perspectiva del vecindario de artesanos y pequeños comerciantes, este espacio público, al
no concitar una actividad comercial, deja de ser atractivo.
Es decir, aquí se insinúan dos maneras de usar el espacio urbano y concebir la ciudad: por una parte, hacia el
Norte, el espacio público asociado al despliegue de la distinción, el buen gusto en el vestir, el flirteo y el
tijereteo como parte de un ritual cotidiano muy valorado por las élites urbanas; por el otro, el espacio público
vacío, solo valorizado en ocasiones festivas, reducido a esa condición, por que su atractivo principal, desde
la óptica pragmática de artesanos y otros estratos de modesta economía, ha sido desplazada. Luego la idea
del paseo y otras formas de uso del espacio, no tienen cabida en el imaginario de los estratos inferiores, por
el simple hecho de que la jornada laboral para garantizar el diario vivir no permite tales formas de malgastar
el tiempo. Pero veamos entonces, como se mueve esta dinámica del mundo del trabajo y de los negocios:
Cochabamba ofrece una apariencia de mucho más movimiento cuando llegan las cargas, estos
productos de las granjas y bosques del interior (los productos agrícolas de los valles próximos)
y no es raro que estas caravanas interrumpan el tráfico de una calle. Grandes casas
importadoras y exportadoras reciben comúnmente los productos y dirigen su embarque. Las
provincias vecinas no solo abastecen el mercado con los más importantes artículos alimenticios
y con productos medicinales, sino que de sus colinas se saca el mármol, la piedra, la arcilla, la
cal, la arena y otros materiales que se usan en la construcción de los edificios más modernos
de la ciudad (...) Cochabamba está aumentando anualmente el número e importancia de estos
establecimientos manufactureros. Arneses y monturas excelentes son fabricados aquí, se curten
las pieles, se fabrica el calzado; el tejido de ponchos de seda y lana es un arte especial de
fabricación y la mantequilla de las comarcas rurales es una industria. Cierto número de
fábricas producen en reducida escala los artículos más necesarios de uso diario, tales como el
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jabón, la vela, productos de vidrio, etc. Las cervecerías de la ciudad producen un millón de
botellas de cerveza anualmente y hay fábricas de sombreros, talleres de algodón y lana y
establecimientos de sedería (...) Cochabamba es muy celebre por sus manufacturas de encajes
y los visitantes a la ciudad comúnmente pasan mucho tiempo examinando los bellos dibujos de
los artículos que se venden en el mercado. Muchos adornos se fabrican con algodón del más
ordinario, pero la obra de mano es maravillosa. No es raro ver a las pobres vendedoras
llevando una falda orillada con encajes de media vara hecho por ellas mismas. Los días de
fiesta las ‘cholas’ se ponen docenas de estas faldas, tan tiesamente almidonadas que la saya se
abomba como un globo, y en Cochabamba, aunque menos compiscuamente que en La Paz, las
enaguas de las cholas representan su principal riqueza (Robinson Wright, 1907).
Se puede afirmar que el intercambio campo-ciudad es intenso, el abastecimiento urbano es factible gracias al
concurso de huertistas y pequeños productores que invaden la ciudad con caravanas de acémilas, disputando
la vía publica a grandes importadores y exportadores que tienen sus negocios en la plaza de armas y sus
alrededores. Podemos imaginar este bullicio cotidiano de tenderos, artesanos y comerciantes, cada cual
preocupado por desplazarse hacia su centro de negocios esquivando a los otros. El mundo laboral de eximios
artesanos exhibe la sorprendente calidad de sus productos y despliega la proverbial destreza de su mano de
obra, ya se trate de calzados, encajes, monturas, sombreros y otros tantos objetos de uso diario. Si bien la
cronista no establece la diferencia, se puede inferir la dinámica de dos núcleos de comercio intenso pero
diferenciado: por una parte, el comercio de las grandes casas de firmas de prestigio, los importadores de
efectos de ultramar, es decir, de todo lo que nutre el imaginario modernista de una parte de la población, esto
es, el mundo de la distinción, que se estructura en torno a la plaza 14 de Septiembre y que incluye en su
espacio los edificios públicos y religiosos más importantes, las casas bancarias, los estudios profesionales,
las boticas, los cafés, restaurantes y hoteles; por otra, el mundillo de Caracota, la famosa salida al valle, la
antigua Pampa de las Carreras, ahora convertida en Avenida Aroma y aledaños, con sucursales más
adelantadas, como el Mercado 27 de Mayo o Mercado Central y la famosa Carbonería en otros tiempos
abastecedora de combustible para los fogones y ahora convertida en mercado de hortalizas y frutas, además
de otros menores ocupando las plazuelas Guzmán Quitón, Barba de Padilla, y Gerónimo de Osorio, donde se
despliegan artesanos y dinámicas mujeres del pueblo, apropiándose y disfrutando de manera práctica estos
otros, muy concurridos espacios públicos. En otra obra, describíamos esta impresión de la siguiente manera:
de comercio como las calles España, Sucre, Nataniel Aguirre (ex calle Comercio),
Bolívar, donde se asienta la banca y el comercio importador más prestigioso y
respetable, y donde es posible encontrar artículos más acordes con el último gusto
europeo o norteamericano. Para otros, el centro gravitatorio es Caracota, donde
converge la popular Av. Aroma, la San Martín Sur, las calles Brasil, López, Guatemala,
etc. Ambos centros parecen ignorarse, pero en realidad establecen un espacio de
transición, donde lo popular se combina con lo elegante. En cierta forma, los
comerciantes palestinos y judíos de la calle Esteban Arze (ex San Juan de Dios),
parecen jugar este rol: organizan sólidas firmas comerciales donde finas telas de
procedencia europea, comparten su sitio con modestos tocuyos y rasos, compartiendo
también el espacio de sus almacenes, elegantes clientes y modestos artesanos y aún
comerciantes de origen campesino. Esta suerte de "democracia" comercial, permite
que ambos mundos, convivan y compartan este escenario urbano. De esta forma no
sólo la citada calle, sino la 25 de Mayo, la Jordán (ex Argentina) y otras combinan lo
señorial con lo popular y preparan las condiciones para la fisonomía urbana actual.
De esta forma, no resulta contradictorio que una vía típica como la citada calle
Esteban Arze, en su extremo Sur, contenga el ámbito de la buena chicha y de la
exaltación de la perenne tradición popular; que en su sector medio, combine este sabor
tradicional, con el gusto occidental y que en su primera cuadra próxima a la Plaza,
reciba a importantes casas importadoras. De esta forma en la ciudad, la cultura
valluna y la cultura europea no se dan precisamente la mano, pero se toleran y
materializan un espacio urbano lleno de originalidad y creatividad, que el afán
modernista posterior, lamentablemente destruirá. (Solares,1990:293-294).
Este ignorarse y tolerarse de los dos centros gravitatorios de la economía urbana, solo es posible, cuando el
gran comercio, la banca, la administración pública, las empresas privadas, la iglesia y los espacios lúdicos de
distinción han consolidado su espacio en términos urbanos e ideológicos; pero paralelamente, el comercio de
las clases bajas, es decir, el despliegue de los artesanos, de los pequeños agricultores que acuden a los
mercados, de los obreros de la modesta industria local, de los comerciantes al menudeo y el infaltable
universo lúdico de las chicherías, también han logrado consolidar un espacio dentro de la ciudad: Caracota
con el mercado Calatayud que se consolida en la década de 1940, la populosa Avenida Aroma y San Antonio,
definen un ámbito abigarrado de barrios populares que no requieren para su desarrollo ningún servicio de la
elegante zona Norte.
No obstante las adineradas familias que viven en las vecindades del Prado y aledaños, así como las que han
invadido con sus residencias la campiña o aun permanecen en las zonas centrales, no gozan de igual
autonomía. Su centro de abastecimiento natural debiera ser el mercado 27 de Mayo en las vecindades de la
plaza de armas, sin embargo, viejos resabios de la cultura criolla: el gusto por ahorrarse unos centavos, el rito
del regateo con la caserita semicampesina a la cual se cree engañar, la idea de que en la feria y el mercado de
abasto de la Calatayud todo es más fresco y barato, aunque no necesariamente más higiénico, son razones
para que la interculturalidad se mantenga en este ámbito, sobre el cual volveremos más adelante.
Lo significativo es que el sentido de fronteras urbanas interiores sólidas y rígidas no se ajusta a esta realidad.
Como ya se sugirió, calles como la Esteban Arze mencionada en la anterior cita, donde los primeros
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inmigrantes árabes y judíos realizan sus primeras armas comerciales, captando con suma agudeza la
posibilidad de atraer clientes de la esfera de consumo alto, pero sin desechar la numerosa clientela valluna,
define una zona de transición y proporciona a estas vías, entre otras, la 25 de Mayo y la San Martín, ese
peculiar paisaje de negocios dentro de la mejor tradición popular: en su extremo Sur –tiendas de abarrotes
desplegando sus cereales en la acera, puestos de venta diversos y no pocas llantuchas57 matizadas por los
banderines blancos de las infaltables chicherías-; en tanto en su extremo Norte, en las cuadras que
desembocan a la plaza de armas o pasan por su proximidad, los negocios se hacen más formales, desaparece
la venta en las aceras o los artículos de los almacenes expuestos en vía pública, en lugar de ello, se
encuentran “tiendas modernas”, es decir, locales comerciales que exhalan distinción, buen gusto y ofertas de
artículos exclusivos para clientelas con capacidad de gastos altos, las mercaderías fina se exhiben en vitrinas
e incluso se van introduciendo los primeros letreros luminosos para anunciar su impecable presencia. En las
zonas intermedias se ubican ferreterías, pequeñas boticas, panaderías, almacenes más modestos que venden
rasos y tocuyos de procedencia local o nacional, son las llamadas tiendas de trapos, además zapaterías con
mercancía artesanal, abarrotes, tiendas de efectos de Santa Cruz (azúcar, chancaca, etc.), distribuidoras de
cerveza y refrescos embasados, en fin el comercio necesario pero poco estético para situarse en las cuadras
de mayor jerarquía.
Es evidente que la ciudad en la década de 1940 ha cambiado notoriamente su tradicional fisonomía y esta
mutación era asumida como un signo evidente de progreso. No cabe duda de que las fuerzas del mercado
otrora adormecidas por la insignificancia de la ciudad provinciana se habían despertado. El comercio y la
industria asomaban como los nuevos paradigmas que sacudían la modorra de la ciudad. No se exageraba
cuando se admitía, con un dejo de nostalgia, que solo en diez años todo había cambiado y que la ciudad
crecía en todas direcciones pese a las carencias de servicios urbanos básicos. Se perdían los huertos y los
sembradíos y eran reemplazados por casas, la gente pudiente salía del centro de la ciudad convertido en
centro comercial y se dirigía a Cala Cala y Queru Queru, donde aun antes de cualquier previsión técnica, se
afianzaban con celeridad los futuros barrios residenciales. Respecto a esta dinámica complementaba un
órgano de prensa:
La ciudad en su origen es un organismo excéntrico que crece por yuxtaposición de
células de orígenes distintos sobre un núcleo central. Estas células, son grupos,
pequeños caseríos o poblados que poco a poco se unen entre si y se suman al núcleo
central mediante calles y avenidas, a cuya vera se levantan nuevos edificios
particulares y aparecen establecimientos públicos que constituyen nuevos focos de
atracción urbana. Así en Cochabamba, hace algunos años solamente Cala Cala era un
balneario distante, matizado por unas cuantas casas de residencia veraniega. Ir a
pasar vacaciones en Cala Cala era como trasladarse al campo o a otro distrito rural;
su paz bucólica, su tranquilidad y reposo hacían de Cala Cala un barrio rural. Hoy
está incorporado al radio urbano. Cochabamba se ha expandido hacia el Norte. Para
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Especie de toldo improvisado con un palo vertical y una precaria estructura del mismo material que sustenta un
tocuyo blanco, utilizado para proteger del ardiente sol a la vendedora, y cuya presencia es una suerte de símbolo del
comercio popular en las ferias.
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Cala Cala fue un factor decisivo la apertura de la Avenida Libertador, y ese barrio
adquiere hoy una fisonomía especial, desplazando la ocupación rural para asentar
chalets y residencias, confirmando el surgimiento de un barrio elegante, de tipo inglés,
como parte importante de la ciudad-jardín. (El Imparcial, 15/04/1944).
Cala Cala al cabo de pocos años abandona su secular vocación de lugar placentero, balneario, sitio de
veraneo, una verdadera sucursal del paraíso terrenal con que se gratificaba a la ciudad. Todo ello va
quedando en el recuerdo para dar paso a un barrio “de tipo inglés” como parte trascendental de la deseada
ciudad-jardín. Sin lugar a dudas, la modernidad finalmente arribó a Cochabamba, no tanto bajo la forma de
su progreso material, ciertamente discreto en comparación con otras ciudades, sino en el cambio realmente
significativo que se produce en el imaginario urbano de las élites y de los ciudadanos en general. Ahora la
ciudad ha quedado fragmentada en un Sur que representa lo tradicional-popular, cuyas barriadas poco
estéticas no se desea exhibir, un centro urbano que se bautiza como centro comercial o centro de negocios
despejado de chicherías y donde se despliega una edilicia bancaria cargada de gustos eclécticos y neoclásicos
y donde se practican las primeras remodelaciones de las vetustas casonas de los primeros tiempos
republicanos para dar paso al comercio de prestigio y a las nuevos estilos de marketing que introducen los
emigrantes alemanes, españoles y judíos que controlan el gran comercio de la ciudad. Por último emergen
los barrios residenciales del Norte, donde los antiguos huertos y deliciosos parajes son implacablemente
sustituidos por calles rectilíneas arborizadas y chalets que evidentemente le proporcionan ese aire
countryside típico del barrio de inglés que celebra el cronista del Imparcial.
En definitiva, la modernidad, una vez más, no es tanto el arribo de las novedades de ultramar, ni los
automóviles que comienzan a proliferar, tampoco los tranvías que introducen el servicio de transporte
público o la pavimentación de las calles. La marca y el símbolo de la modernidad se concentran en tres
aspectos principales: en primer lugar, la ruptura del modelo de ciudad compacta multifuncional para
favorecer una ciudad que se va segmentando y haciendo de cada parte un espacio monofuncional, a tono con
las corrientes que se reclaman representativas del urbanismo moderno: ya es posible distinguir un orden
funcional espontáneo, incluso anterior a su reforzamiento a través de las propuestas de planificación, ya se
puede hablar de una zona comercial, otra residencial de clase alta y una última destinada a los barrios
obreros y de sectores populares, utilizando el lenguaje que los técnicos gustan emplear para describir la
ciudad industrial. Sin embargo justamente, el único componente faltante es la zona industrial que en el
plano de lo imaginario correspondería al corredor urbano Cochabamba-Quillacollo.
En segundo lugar, la dramática transformación del hábitat y sin duda del habitus, como diría Bourdieu, de los
antiguos dueños de casa. El chalet inglés es lo opuesto a la casa de patios heredada de la colonia, no solo eso,
es su negación. Pero también el chalet implica la negación de la familia patriarcal, la negación del patriarca
terrateniente que ha dejado de considerar su feudo como fuente de ingresos, pero con el prestigio que esta
heredad le proporciona, se suele mover con holgura en el mundo de los negocios y las finanzas que le
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obligan a fijar residencia en la ciudad. El microcosmos despótico que encerraba la vieja casona, donde la
familia extensa del patriarca era servida por una corte densa corte de sirvientes, servidores diversos y pongos
se va derrumbando y es sustituido por una tipología de vivienda donde ya no tiene cabida esta institución de
la sociedad tradicional. En lugar de ello, y en forma más o menos abrupta, el chalet moderno es ocupado por
una familia nuclear, apenas asistida por la servidumbre imprescindible. Los patios y canchones son
reemplazados por jardines frontales, laterales y posteriores, se trata de la casa moderna rodeada de verde, al
mejor estilo howardiano de ciudad-jardín. Los grandes salones o cuadras de la casa colonial ceden paso al
living room que además se prolonga en un sobrio comedor de donde ha desaparecido el sillón frailuno que
solía usar el patrón de la casa, en fin, las galerías de la planta baja y el corredor con baranda que permitía el
acceso a los ambientes de la planta alta han sido sustituidos por el hall distribuidor y cortos corredores
internos vinculados a una grada sencilla también interna. Se trata de la casa funcional, que igual que en el
contexto urbano, se organiza por zonas funcionales, en este caso una zona pública o de recepción, otra
privada con los dormitorios y una de servicios con la cocina. No cabe duda, que esta transformación no solo
es material sino que se proyecta al universo ideológico. La modernidad exige vivir en tiempos modernos,
despojándose drásticamente de la utilería señorial A ello contribuye la emergencia del cine y la radio que
neutralizan nostalgias del pasado y proyectan día a día ejemplos y paradigmas de comportamientos
civilizados para afianzar los modos de vida modernos. El argumento más poderoso es, sin duda, la idea de
que la distinción, ahora se adquiere con dichos comportamientos.
Por último, en tercer lugar, el espacio público que en definitiva ha sido socialmente jerarquizado. La plaza de
armas se ha convertido en la sede de los poderes del Estado y el poder eclesiástico. Su aspecto corresponde a
un parque con corredores internos vinculando al espacio central y a espacios laterales. Su sentido es más de
paseo que de reunión. Allí ya no son bien vistas las clases populares que instintivamente evitan concurrir a
este sitio, donde suelen reposar elegantemente vestidos los notables de la ciudad. En las calzadas dan vueltas
numerosos automóviles en una suerte de paseo mecanizado que ha sustituido a tílburis y jinetes; en las
galerías aparecen cafés y salones de té desde donde la fina clientela contempla el transcurrir de la ciudad.
En el Prado y la Plaza Colón ocurre otro tanto. La antigua portada de la Alameda ha sido demolida y ahora
plaza y paseo se fusionan en un solo y distinguido paisaje, la costumbre del paseo vespertino y dominical se
refuerza; los jóvenes y jovencitas de buena familia concurren a este lugar para ejercitar medidos galanteos,
en tanto las mamás –las futuras suegras- califican cómodamente sentadas a los o las pretendientes. Las
antiguas casas-quinta que rodeaban este paseo van cediendo paso a cafés-restaurante, lugares de consumo de
cerveza, donde destaca la quinta Palazzi. Surgen gradualmente otros espacios públicos como las plazas
Bolívar, Sucre, Cobija, Barba de Padilla, Corazonistas, Recoleta, incluso la antigua Plaza del Estanco en
Cala Cala se convierte en un sitio más convencional; sin embargo, casi todas ellos son espacios apenas
apropiados por la vida urbana, pensados más como áreas verdes o pulmones de la ciudad-jardín.
98
En contraste, los espacio públicos populares son los mercados o las plazas-mercado, incluyendo el Mercado
27 de Mayo enclavado en plena zona comercial, vinculado a través de la avenida San Martín con la Plaza
Calatayud donde se despliega el mercado ferial, a su vez vinculado con la populosa Avenida Aroma, y más al
Sur, con la no menos concurrida plaza de San Antonio, sitios donde se han refugiado las fiestas populares
que otrora invadían el resto de la ciudad. Aquí el consumo del espacio público es diferente, está atravesado
por el pragmatismo de los vallunos que ven en todo espacio abierto un lugar apropiado para convertirlo en
cancha, es decir un sitio de intercambio, trueque y ahora comercio monetario, persistiendo en ancestrales
prácticas culturales prehispánicas. Lo notable es que estos son espacios de interculturalidad, por que a ellos
concurren todos: mujeres humildes y damas encopetadas, pues el novísimo modelo de ciudad-jardín ha
remarcado las dependencias de las zonas residenciales en relación a las zonas de comercio y abastecimiento.
Sin embargo, no deja de ser curiosa esta interacción entre khateras o caseritas ofertantes y damas respetables
que demandan tratos especiales o preferenciales, para ello, estás últimas no dudan de retornar a sus raíces y
regatear en el idioma de Atahuallpa. El regateo es toda una institución, para las eximias comerciantes que se
revisten de ingenuidad para la ocasión, se trata de una estratagema comercial para captar una demanda
segura -la clientela de la caserita-, en tanto para las compradoras, se trata de captar los favores de una
vendedora que le hace precio, es decir que aparentemente le vende unos centavos más barato.
Reproduzcamos, a través del testimonio de un cronista, algunos episodios de este microcosmos:
Caracota tiene pinta de un barrio oriental, sólo faltan los encantadores de serpientes.
Aquí hacen su ‘agosto’ los comerciantes los sábados y los miércoles desde los tiempos
de antaño. Tiene policromía de locotos verdes y rojos, de lechugas y zanahorias.
Huele a chorizos paisanos por sus cuatro costados Hay tómbola, agua de orejones,
maní. Aquí se venden zapatos impares. Sin embargo, es también la plaza del agio, de
la compra-venta en gran escala, la plaza de las cotizaciones, la plaza de los
sombreros de chola y de la sombrilla decente. Es la plaza de la economía y de la
riqueza” (Álbum Veloz de Cochabamba, El País 14/09/ 1939).
Singular escenario donde los vallunos y vallunas, como peces en el agua, despliegan su innatas habilidades
mercantiles y donde el alma popular se mantiene incólume a los embates del modernismo criollo. Se
estimaba que a Caracota concurrían, en día de feria unas 15.000 personas para regatear intensamente las
mercancías ofertadas por unos 2.000 comerciantes. Tales prácticas estaban matizadas por situaciones como
las siguientes:
He notado en el mercado Calatayud, vulgo ‘Cancha’ que es al que va toda la gente que
cree comprar lo que precisa para su subsistencia a un precio más módico y, donde
concurren también los eslavos y los sirios-palestinos comúnmente llamados turcos,
éstos últimos a comprar pavos, gallinas o pichones, toda vez que ellos son los únicos
que pueden tener el lujo de comprarlos a cualquier precio, que vendiendo media
docena de baratijas se darán el lujo de adquirir dichos artículos (...) Se debe evitar que
los artículos imprescindibles pasen por intermediarios antes de llegar al consumidor.
La gente de la campiña que lleva al mercado legumbres, hortalizas o frutas, prefiere
vender en cualquier precio, por irrisorio que sea, a las revendedoras vulgo ‘kateras’,
99
pues de otro modo corren el riesgo de ser asaltadas –esa es la frase cabal- por gente
que se aprovecha de la confusión que provocan infinidad de manos, que como se ha
dicho asaltan su mercadería, por esta razón prefieren vender por cuatro reales a una
sola persona. Por otro lado no es raro ver, que esa que compró, revende por el doble de
lo que le costó, y así el consumidor tiene que pagar un precio dos veces recargado (...)
Los días miércoles y sábados, en el mencionado mercado hay una gran afluencia de
gente y se ven muchas curiosidades, así las arvejas y las habas se venden en
montoncitos verdaderamente risibles y a precios cada vez más subidos (El Imparcial,
1º/06/1940).
Esta crónica desentraña algunos aspectos del regateo y las oportunidades: por una parte, todos acuden a la
feria con la idea de hacer alguna transacción interesante, allí están los emigrantes extranjeros haciendo
buenos negocios con la kateras, pero además, por otra, es reveladora la emergencia de los intermediarios.
Esto último significa, que la feria ha experimentado un cambio sustancial; ya no es la feria de los arrenderos
y piqueros ofertando sus productos, como solía ocurrir en San Antonio y la plaza de San Sebastián en el siglo
XIX y todavía en las primeras décadas del siglo XX; ahora aparentemente el pequeño productor campesino
ha sido desalojado de la feria de Caracota (plaza Calatayud) y su lugar a sido ocupado por la katera que ya
no es la esposa del campesino, sino una comerciante urbana vinculada a otros personajes –los intermediarios-
que se ocupan de comprar productos agrícolas baratos y revenderlos percibiendo fuertes ganancias. Este
fenómeno que en este momento apenas es un síntoma, al afianzarse y expandirse en los años siguientes,
particularmente con posterioridad a 1952, delineará uno de los rasgos esenciales de la sociedad
cochabambina en los años de la Revolución Nacional, como veremos en el siguiente capítulo.
Por último, el afianzamiento de una estructura social urbana jerarquizada que reposa sobre la combinación de
despliegues de poder económico y poder simbólico que ejercitan sus élites, impone al conjunto urbano, a
través del uso de sus espacios públicos y del nuevo ordenamiento urbano impregnado por los ideales de la
ciudad jardín y la diferenciación de los espacios por vocaciones de uso definido, cargados de implicaciones
culturales y de distinción social; el imaginario de una concepción de modernidad, que segmenta la ciudad en
un centro y un Norte que se reclaman como la city o ciudad moderna y un Sur donde se arrinconan los
componentes antiestéticos y cuestionadores a este orden moderno de las cosas, y como tales, son reducidos
en lo posible a una condición de invisibilidad. Una excepción a esta forma de ver la ciudad, es el espacio del
abastecimiento, ámbito no dominado por las huestes modernizantes. Por tanto la pervivencia de la Cancha
como un baluarte de lo tradicional-popular y la ausencia de alternativas viables de orden moderno, obligan a
hacer de este espacio, uno singular de interculturalidad, de dialogo entre unos y otros en condiciones de no
subordinación, sino de negociación entre oferta y demanda como ordenan las leyes del mercado.
Sin embargo, esto no ocurre en otros recintos como la Coronilla y la Plaza de San Sebastián, donde la razón
simbólica de las elites no desea ceder un espacio cargado de historia, que además se contrapone a la versión
de héroes mestizos para aludir a la memoria de las luchas populares. En efecto, la plaza San Sebastián,
enclavada en plena zona Sur, fue otrora uno de los sitios emblemáticos de los despliegues populares, pero
100
ahora ha sido convertida en una plaza-parque al igual que las otras, pero con la diferencia de que está cargada
de memoria histórica y por tanto, de significados cívicos, sobre todo por su inmediata proximidad con la
colina del mismo nombre. Es decir, es un lugar con significados para la sociedad tradicional que adquiere
aires modernos, como para los sectores populares que escribieron páginas de heroísmo en este lugar durante
las luchas por la independencia. Se trata, por tanto, de un escenario singular de disputa de valores
tradicionales y modernos contrapuestos. Un sitio ciertamente emblemático en la memoria histórica de los
cochabambinos y cuyos hechos de indiscutido heroísmo fueron inmortalizados por la pluma de Nataniel
Aguirre. Su singular novela Juan de la Rosa, al evocar el sacrificio de las mujeres, concluía el relato de la
gesta señalando, mediante la voz del narrador:
Estas cosas deben ser recordadas de todos modos: en los libros, en el bronce, en el
mármol y en el granito. ¿Por qué no erigirían mis paisanos un sencillo monumento en
lo alto de su graciosa e histórica colina? Una columna de piedra truncada en signo de
duelo, con un arcabuz y un cañón de estaño –precisamente de estaño y tales como
fueron- y con la inscripción en el basamento ‘27 de Mayo de 1812’, serviría de mucho
para enseñar a las nuevas generaciones el santo amor de la patria que ¡vive Dios!
parece ya muy amortiguado (1978: 295).
Este hecho histórico que puso en relieve el rol de las mujeres, fue raramente tratado por la prensa de la
época. Sin embargo, el recuerdo de las Heroínas en el contexto de las luchas por los derechos de las mujeres,
donde tuvo un lugar descollante la interpelación que realizó Adela Zamudio a la sociedad señorial,
terminaron “feminizando” el acontecimiento histórico. Hacia 1910, se levantó un Obelisco Escolar para
conmemorar el papel de Cochabamba en las guerras por la independencia, que incluyó a las Heroínas. Este
modesto monumento cedió paso en 1926 al definitivo Monumento a las Heroínas de la Coronilla, en
homenaje específicamente a las mujeres cochabambinas y en 1927, se declaró un día específico de homenaje
a las madres bolivianas, a ser celebrado con actos cívicos en las escuelas y colegios, recordando la batalla del
27 de mayo de 1812. De acuerdo a Laura Gotkowitz (1997), al materializar el monumento, las mujeres de la
oligarquía dieron vida a las mestizas que murieron en la heroica gesta con el objeto de representar y fomentar
símbolos nacionales y sentimientos patrióticos:
Más que sus propias hazañas, la imagen de las aguerridas mestizas era una figura para
hacer el honor nacional y para los orígenes históricos de la nación y por ende
constituía un sitio de disputa sobre la cultura y la identidad nacional. El proceso de
establecer el monumento revela también que la construcción del estado-nación
implicaba la reorganización del espacio urbano, generando conflictos sobre la cultura
pública, mientras que las diferencias políticas se profundizaban y las mestizas se
convertían en una fuerza contenciosa (1997:703).
En efecto, el monumento esculpido en Italia y previsto para ser inaugurado para las fiestas del Centenario de
la República, representando a las heroínas en bronce, suscito un acalorado debate respecto al espacio que la
representación escultórica de las mujeres debía ocupar dentro del espacio cívico preparado para el efecto e
101
incluso, sobre la mejor manera de representar las luchas por la independencia. En suma, se debatía cual de
las dos obras, si el antiguo obelisco escolar o el proyectado monumento representaban mejor el espíritu
regional y nacional. El Heraldo reflejo el carácter de este debate, que subió de tono cuando se propuso
sustituir el obelisco escolar por el monumento en la cúspide de la colina, publicando crónicas que criticaban
por una parte, el énfasis que se hacía sobre el sacrificio de las Heroínas, “como si el pueblo viril en masa” no
hubiera realizado el mismo sacrificio (27/12/1924). Por otra, se observaba que representara a todas las
mujeres que murieron en la colina, como “indias y cholas”. También se objetaba que el monumento solo
aludía a la batalla de 1812, en tanto el primer monumento (el obelisco) conmemoraba “las acciones bélicas y
múltiples tradiciones de gloria de Cochabamba”. Lo que se discutía en el fondo era el traslado del citado
obelisco y el emplazamiento del nuevo monumento 58. El Concejo Municipal recomendaba que el monumento
ocupara el sitio de la antigua plaza de toros (El Acho), que fácilmente se identificaba como un espacio
popular e incluso marginal, en contraposición a la cima de la Coronilla que se le atribuía un gran sentido
histórico por ser el lugar donde se libró la batalla, de esta forma, el criterio de las élites era vincular la
representación escultórica de las hijas del pueblo con la plaza taurina de fuerte gusto plebeyo, relativizando
la intención cívica de la obra. Finalmente el monumento ocupó el lugar que le correspondía: la cima de la
colina y fue inaugurado en 1926 con gran pompa59.
En cierta forma, el espacio cívico de la Coronilla, además de hacer referencia a las raíces históricas del
Estado-nación, introdujo la cuestión del lugar de las mujeres y de los sectores populares en la historia
nacional. Lo que se debatió, siguiendo con la idea de Gotkowitz, fue la interpretación de los hechos
históricos y la identidad que de ellos emergen. Intranquilizaba a las elites de ese tiempo, el significado de la
resistencia anticolonial de las mestizas que emergía como un símbolo de la verdadera nación. Tal vez, lo que
causaba mayor preocupación era la representación de las mártires, porque los rostros forjados en el bronce se
asemejaban demasiado con las fisonomías de las hijas del pueblo.
Ciertamente la imagen en bronce de las mestizas como símbolos de la nación y de la identidad regional,
causaron enorme conmoción. Nataniel Aguirre, un liberal militante, no quiso llegar tan lejos con su idea de
un monumento, simplemente reivindicó la necesidad de honrar a los héroes y heroínas del pasado para
recrear un espíritu patriótico en el presente, es decir, al igual que la novela, su límite no debía trascender el
esfuerzo, desde una visión oligárquica, de crear sentimientos patrióticos como un medio para fortalecer el
civismo. Sin embargo, el mensaje que se desprende de la firme imagen de la ciega Gandarillas y sus
compañeras, afirma identidades nacidas de un episodio histórico que pertenece a los de abajo,
particularmente a las mujeres; recupera un momento del pasado donde las élites no está favorecidas; demarca
58
La Sra. Sara Salamanca que encabezaba la Sociedad 27 de Mayo que auspició el monumento de las mestizas,
asociaba al proyecto sobre todo a las razones del patriotismo y la religión. Se señalaba, que el monumento “será sin
disputa el mejor que tenga la ciudad, y acaso la República” y que era un esfuerzo “exclusivo de las señoras”.
Sugiere Gotkowitz que la promotora del emprendimiento consideraba que las hijas del pueblo habían sido las
protagonistas de la batalla, especialmente el gremio de chifleras.
59
La inauguración del monumento coincidió con la entrega oficial del Mercado 25 de Mayo y la coronación de la
poetisa Adela Zamudio, con la asistencia del presidente Hernando Siles.
102
un territorio, y lo más significativo, erige un hito urbano que no simboliza la versión histórica que suelen
reconstruir dichas élites para justificarse como tales. Sin duda todo esto causó gran conmoción, pero
finalmente, la fuerza de la memoria histórica no pudo ser desdibujada ni reinterpretada. Solo se intentó
mediatizar el impacto: la Coronilla se convirtió en lugar de paseo turístico, la plaza de San Sebastián fue
convertida en parque desplazando la feria campesina hacia San Antonio y Caracota y anualmente la colina se
convierte en escenario cívico de celebración del acontecimiento histórico. Por último, la homologación de la
fecha histórica con el Día de la Madre Boliviana, logró en cierta medida, suavizar los otros significados
alusivos al monumento.
103
Capítulo III
Cochabamba y sus espacios públicos en tiempos de Revolución Nacional60
A mediados del siglo XX, de acuerdo a los datos del Censo Nacional de Población de 1950, Bolivia, a
diferencia de la mayoría de los países sudamericanos, permanece como un país eminentemente rural, es
decir, con el 70% de su población habitando áreas rurales y dedicada a faenas agrícolas o pecuarias. Su
sistema urbano es débil, y a excepción de la ciudad de La Paz, cuyo rango de primera ciudad del país es
indiscutible, las otras ciudades, en el contexto latinoamericano no pasan de modestos centros intermedios.
Dicho sistema concentra su dinámica en tres núcleos: La Paz, Cochabamba y Oruro que presentaban tasas de
crecimiento demográfico superiores a la media nacional. Sin duda, este hecho en el caso de las ciudades del
altiplano se vinculaba a la economía del estaño, no obstante, en el caso de Cochabamba, la influencia de la
minería era indirecta y moderada, en realidad, como vimos en el capítulo anterior, el verdadero motor de su
dinámica era la economía del maíz.
Enfocando con mayor precisión la situación de la ciudad de Cochabamba, se puede señalar que la misma,
hacia 1950, comenzaba a dar muestras consistentes de recuperación después de la pérdida de sus mercados
de exportación en el Altiplano y el Pacífico como consecuencia de la guerra con Chile. El panorama que
ofrece el citado censo, nos permite identificar algunos rasgos de la economía urbana con relación a las ramas
de actividad económica y la estructura ocupacional de la población económicamente activa. Si hacia 1900, el
aparato productivo urbano tenía dimensiones muy modestas y estaba dominado por artesanos y productores
por cuenta propia, configurando el predominio de medios y relaciones de producción tradicionales y bastante
distantes de la racionalidad industrial capitalista; hacia 1950, Cochabamba presentaba una fisonomía
diferente, una vez que el artesanado había cedido paso a un claro predominio de obreros y trabajadores
asalariados. Tal fenómeno, podría ser expresión de un significativo cambio cualitativo en la economía urbana
y expresaría la dinámica del crecimiento industrial a partir de la posguerra del Chaco con el surgimiento de
multitud de pequeños y medianos establecimientos industriales, que pese a sus limitaciones tecnológicas y
reducidos volúmenes de capital fijo, ya constituían unidades de producción de tipo empresarial capitalista, lo
que implica un progreso en relación a las formas artesanales tradicionales.
60
Una análisis mas profundo de Cochabamba en tiempos de Revolución Nacional se puede encontrar en Solares
(2021)
104
El sector primario en el interior de la ciudad, ampliamente extendido en las primeras décadas del siglo XX,
era poco significativo hacia 1950 y con tendencia a mermar, exceptuando en las nuevas zonas residenciales,
donde disputaba al avance efectivo de la urbanización, permitiendo que algunas tierras en el interior del radio
urbano, por su fertilidad y recursos de riego, continuaran siendo ocupadas por actividades agrícolas en
pequeña escala, aunque en realidad configurando “tierras de engorde” a espera de una buena oferta
monetaria, para proceder a su urbanización.
El sector terciario que en 1900 ocupaba al 44% de la población económicamente activa (PEA), en 1950
había pasado a situarse como la actividad dominante involucrando al 51% de la población activa. Este
indicador resulta significativo pues expresa, por una parte, un importante crecimiento del sector comercial y
de servicios, y por otra, el crecimiento del aparato estatal que se convierte en una fuente de empleo
significativa, una vez que proporcionaba empleo a un 24,6% de dicha PEA. Este último rasgo revela un
reforzamiento importante de dicho aparato estatal que se complejiza e incrementa la esfera de su influencia.
Otro sector que crece significativamente es el ramo de transporte y comunicaciones, el mismo que si bien,
hacia 1900 es insignificante, en 1950 involucra a un 7,8% de la PEA, resaltando el hecho de que casi un 8%
de trabajadores de este sector encuentran empleo en tareas de transporte, indudablemente participando en la
actividad ferial, donde los camiones comienzan a competir exitosamente con el Ferrocarril del Valle.
En suma, si Cochabamba a inicios de siglo XX era todavía en propiedad, una típica aldea rural dominada por
formas económicas tradicionales, con un fuerte predominio de las actividades terciarias, que dada la modesta
dimensión del comercio en ese momento, sin duda encontraban asidero en la comercialización de productos
agrícolas en la Feria de Cochabamba, así como en el creciente comercio de los derivados del maíz; en 1950,
la ciudad ya muestra un dinamismo económico diversificado. Si bien siguen predominando las actividades
terciarias, dentro de estas cobra significado el crecimiento del aparato estatal. Además el sector secundario
se moderniza y gana terreno la pequeña y mediana empresa industrial con relación al artesanado tradicional.
En la misma forma, como corresponde a una ciudad en expansión, crecen el sector transporte y las
comunicaciones, y en suma, cobra un mayor grado de nitidez y complejización la división social y técnica
del trabajo, constituyendo tal vez esto último, el rasgo fundamental que contribuye, hacia 1950, a neutralizar
en definitiva los resabios aldeanos que hasta ese momento predominaron en la organización y el
comportamiento de los estratos sociales urbanos y en la propia producción de su dimensión espacial. Estas
son, a grandes rasgos, las características de la ciudad antes de 1952.
En el entorno regional, la gravitación económica de las haciendas era poco perceptible. El Censo
Agropecuario de 1950 había mostrado algunos contrastes: en tanto en las provincias de altura o puna, la
hacienda y la estancia eran todavía la forma dominante de tenencia de la tierra, en los valles centrales, la
frontera hacendal estaba en pleno repliegue, en tanto la pequeña propiedad campesina, la chacra y el huerto,
es decir, la propiedad de “un solo operador”, utilizando el léxico del censo, resultaban predominantes.
Lejos de la idea de homogeneidad en la estructura rural de Cochabamba, los resultados del censo citado
105
apuntan hacia la realidad de una estructura agrícola departamental heterogénea, cuyos rasgos principales
parecen hacer incidencia en dos factores: el condicionamiento ecológico y el condicionamiento económico,
es decir, por una parte, las variables ambientales y altitudinales, las condicionantes climáticas, la
disponibilidad de riego, etc., y por otra, la mayor o menor relación de cada zona con el mercado interno
regional y su sistema de ferias y mercados. A partir de lo anterior, es posible afirmar que la parcelación
intensiva de la propiedad rural hacendal antes de 1950 era parcial y se concentraba en los valles.
En suma, la realidad urbana y regional del departamento de Cochabamba en los últimos años del poder
oligárquico, mostraba no solo la fragilidad de su base de sustentación, es decir la posesión hegemónica de la
tierra y sus labradores sometidos a servidumbre, como la única fuente de poder y vigencia como élite social,
sino además el carácter realmente utópico de sus aspiraciones modernistas empeñadas en proveer una
“nueva imagen” a algunos soportes materiales de su esfera superestructural -el caso de la planificación de la
“ciudad-jardín”-, en tanto languidecían los proyectos de desarrollo industrial y se contemplaban como
hechos exóticos obras capitales para el desarrollo agrícola como el embalse y el sistema de riegos de La
Angostura, que finalmente solo sirvió para irrigar tierras de piquería. En suma, la cuestión de modernizar las
haciendas era algo anecdótico y solo un potentado como Simón I. Patiño podía darse el lujo de exhibir
Pairumani como una curiosidad que hasta ofendía a los conservadores terratenientes, que no le perdonaban
su oscuro origen cholo.
Finalmente, surge la pregunta: ¿si el panorama trazado muestra el paisaje decadente del “ ancien regime” y su
total ausencia de perspectiva y viabilidad, porque no fue posible un tránsito pacífico hacia una reforma
agraria que en los hechos se estaba produciendo espontáneamente? ¿Que era lo que finalmente defendían las
élites locales si gran parte de su base económica estaba tan profundamente carcomida? La cuestión no es tan
lineal. Sin embargo de todo ello se puede inferir que el empeño en la cerrada defensa de los valores de la
sociedad tradicional, parecen no referirse tanto a la calidad de la riqueza material en juego, es decir, no se
luchaba necesariamente por el 80 % del total de tierras laborables, equivalentes a 2.891.407 Ha -según datos
del citado Censo Agropecuario de 1950, que estaban formalmente en poder de 2.357 haciendas, de las cuales
solo se aprovechaban un insignificante 2,6% en cultivos comerciales; si no a la dimensión ideológica de la
cuestión, es decir, lo que se deseaba preservar era un estatus histórico, una vieja cadena de privilegios
señoriales: si bien el dominio sobre la tierra había proveído renombre, apellido y respeto; agotado este
cordón umbilical, se luchaba arduamente por la preservación de las apariencias, pues este era un componente
esencial de los valores vigentes. Por ello, dentro de este orden ilusorio, las instituciones colaterales del
gamonalismo terminaron volviéndose importantes. Entre ellas, la más valorada era el derecho a mandar
sobre los colonos, cuya sumisión a falta de otros símbolos, se convirtió en el recurso que proporcionaba
vigencia, distinción y sobre todo prestigio, y lo más añorado, un retazo de poder real que evocaba las glorias
de antaño. Por ello no era casual que muchos hacendados desde la década de 1930 abandonara sus haciendas
y se dedicara a otros negocios como la especulación inmobiliaria incluyendo el fraccionamiento de terrenos
106
rústicos en las inmediaciones de la capital departamental y los valles y se insertara en la actividad comercial
urbana, o que incluso en algún grado extremo se convirtieran en pobres de solemnidad, obsesionados de
todas maneras en cuidar sus apariencias. A esta situación se refería Octavio Salamanca, cuando proclamaba
que ya no existían haciendas en Cochabamba. Por ello, como mostraremos más adelante, la Revolución
Nacional, antes que destruir una estructura latifundiaria férrea, propinó un golpe piadoso a un mundo que se
desplomaba lentamente víctima de su propia inviabilidad. También por ello, no resultó casual que la ira de
las masas de Abril se dirigiera más a promover la sañuda destrucción de este universo ideológico de
figuración, opresión social y vasallaje (Solares, 2011 y 2021).
Los eventos que se producen en el país a partir de abril de 1952, significaron para Cochabamba,
particularmente con la aplicación de la Reforma Agraria de 1953, una suerte de un curioso “ terremoto
social” que derrumbó los restos del antiguo orden, sin embargo, tales hechos de hondo significado histórico
no tuvieron el realce de las gestas heroicas que caracterizaron otros acontecimientos, incluso menos
trascendentes, ni siquiera se levantó una mínima polvareda provocada por masivas movilizaciones sociales
de las clases subalternas que se sentían liberadas, apenas discretas manifestaciones de júbilo de los
partidarios del nuevo régimen. No obstante, este colapso tampoco puede ser caracterizado como un
acontecimiento armonioso. Si bien, la toma del poder por el MNR, a contrapelo de los luctuosos
acontecimientos que tienen lugar en La Paz, transcurrieron con asombrosa pasividad en los valles, no es
menos cierto, que las élites terratenientes, ahora formando parte importante de las élites urbanas, tuvieron
una sensación angustiosa de vulnerabilidad y sin duda en sus imaginarios se dibujaron los presagios más
oscuros para su porvenir. No cabe duda que la ciudad se cubrió de rumores ante la inminente invasión del
mundo rural bárbaro, es decir “la indiada” que vendría a cobrarse antiguas y recientes afrentas.
Sin embargo, los libretistas de estos argumentos cinematográficos dignos de películas de terror, debieron
sentirse defraudados frente al desarrollo real de los hechos. Más allá de los rasgos del escenario rural que se
desprenden del tantas veces citado Censo Agropecuario de 1950, en los valles cochabambinos, desde
mediados de la década de 1930 fue emergiendo con fuerza la reivindicación de la lucha individual por la
tierra, bajo el lema: “la tierra es de quién la trabaja”, enarbolada por piqueros y pegujaleros que deseaban
disfrutar del beneficio de los pequeños arrenderos que habían logrado convertirse, a lo largo de muchas
décadas, en propietarios de pequeñas parcelas productivas, una vez más, a contrapelo de las comunidades
que reivindicaban la devolución de las tierras de comunidad usurpadas por los terratenientes en el altiplano
(Soliz, 2022).
El sindicato rural fue el instrumento de movilización social en la década de 1950. Su aparición en los valles
de Cochabamba se remonta a la posguerra del Chaco. Dicho sindicato se inspiró en los modelos fabriles y
mineros que se estructuraron en las décadas de 1930 y 40, además de convertirse en el núcleo armado (las
milicias) que defendían el nuevo orden en sustitución del viejo ejercito derrotado de la oligarquía, también se
constituyó en una forma de aglutinamiento del campesinado para mejorar su relación con el Estado, pero al
107
mismo tiempo, fue objeto de un sistema de prebendalismo y de alianzas manipuladas que favorecieron más a
distintas fracciones de la burguesía gobernante que a los propios campesinos. A nivel local, el sindicato
agrario, transitoriamente se convirtió en el eje del poder, con capacidad de auto-gobierno. (Calderón y
Dandler, 1984: 45-46).
En las semanas posteriores al 9 de abril, una tensa calma reinó en la ciudad y el departamento. La gran
incógnita era si el régimen gobernante pasadas las primeras euforias del triunfo procedería a efectivizar sus
promesas de reformas y justicia social. La posición del MNR en relación al tema agrario era ambigua:
“Nunca figuró en ningún programa del partido antes de 1953 una reforma agraria en cuanto tal y se
discutía únicamente en términos más generales” (Dunkerley, 1985). El discurso dominante se dirigía más
bien a abolir el régimen de servidumbre, a imponer el salario justo para el trabajo agrícola y a enunciar
vagamente “la incorporación” del campesino a la nación boliviana. El término “indio” debía quedar abolido
por el sentido peyorativo que le asignaba la oligarquía.
Sin embargo, no eran vanos ni demasiado exagerados los temores que se esparcían por la ciudad. Los valles
eran tierras muy abonadas para que el germen de las reivindicaciones campesinas prendiera muy velozmente.
No obstante, los primeros meses posteriores a la toma del poder por el MNR y la consolidación del
cogobierno con la flamante Central Obrera Boliviana (COB), fueron dedicados, en las zonas rurales, a una
extensa tarea de organización y masiva sindicalización.
De todas maneras, este panorama estaba lejos de un final pacífico: pronto las noticias de excesos en los
valles en contra de los antiguos patrones, es decir el desarrollo de la denominada “Revolución Agraria” lleno
de angustia real a las clases poseedoras de la ciudad. Las movilizaciones campesinas y sus expresiones más
radicales se dieron en las provincias del Valle Alto, donde incluso se atacaron varios centros poblados. Por
otra parte, en los últimos meses anteriores a la Reforma Agraria arreciaron las ocupaciones de haciendas y
las distribuciones de tierras e incluso la recolección de cosechas y su distribución entre los colonos.
El derrumbe del poder oligárquico en las áreas rurales abrió las compuertas a los componentes que diseñarán
la fisonomía de la Cochabamba actual. Veamos, dada la importancia de este proceso, algunos rasgos del
mismo, que se proyectarán desde los valles y otras regiones del agro, sobre la ciudad: el predominio del
sindicato campesino como una nueva estructura de poder, significó en los hechos, la promoción de una
aristocracia de dirigentes que, cumplida la gran tarea de dotar de tierras a sus bases y saciar eficazmente su
vieja sed de tenencia individual del pegujal o parcela, se preocupó de medrar del poder y cobijarse a su
sombra, para saciar a su manera, su sed de riqueza y de acceso a alguna fracción de dicho poder, lejos ya de
una relación orgánica con las masas campesinas a las que formalmente representaban. En realidad esta
temprana corrupción de la dirigencia sindical campesina, este irresistible apego a las prácticas clientelares y
de incondicional apoyo a la clase política gobernante, pronto se convirtió en una estrategia eficaz de
acumulación de poder y capital, en medio de un verdadero torbellino de expansión de la economía de
mercado, vertiginosamente incrementado por la concurrencia de miles de nuevos ofertantes y demandantes, y
108
cuyo efecto más significativo fue el raudo crecimiento del sistema ferial que alcanzó los sitios más
recónditos de la geografía departamental. Los ex colonos dueños, por fin, de una parcela de tierra, dejaron
de depender del patrón de la hacienda para su subsistencia, pero no disfrutaron mucho de esa libertad formal,
pues pasaron a depender de un patrón más omnímodo y abstracto, el mercado y sus férreas leyes, que les
obligó, en unos casos a desdoblar su vocación campesina con un aprendizaje forzoso de las artes comerciales
del feriante, y en los más, a enrolarse en las complejas redes de comercialización de alimentos, espacio en el
que se acomodaron casi masivamente los lideres sindicales de escalones medios y superiores, que en un
pasado todavía muy próximo protagonizaron heroicas jornadas de lucha contra los k'aras, ahora pasaron a
desempeñarse como rescatiris prósperos o en vías de serlo, a costa de apropiarse en parte del excedente
agrícola generado por los compañeros campesinos. (Solares, 2021).
En los valles, esta acelerada recomposición y decantación de los estratos sociales despojados de sus antiguos
roles, una vez derrumbado el viejo tronco hacendal, permitió una nueva articulación en torno a un renovado
tronco: el sistema ferial y sus sinuosos mecanismos de funcionamiento. La constitución de redes
especializadas en el comercio de granos, verduras, tubérculos y chicha, pronto definió la ubicación de los
actores, unos en vías de acceder como iguales al mundo de la otrora élite regional, otros sepultados en su
vieja pobreza, pero alimentando la esperanza de recorrer este promisorio camino. En este contexto no resulta
extraño que finalmente todos: los nuevos ricos y los esperanzados pobres desearan defender el mundo que
habían conquistado, es decir no sólo el pedazo de tierra, sino el derecho a inscribir en la constitución de la
nueva superestructura, los valores mestizos tan cerradamente combatidos por las élites oligárquicas. Por ello
resultaba natural ver en el MNR la imagen del Estado benefactor y patriarcal y aportar a su defensa y
perdurabilidad, era contribuir a conservar los derechos conquistados (Solares, obra citada).
Pero además de esta actitud política, para los miles de nuevos pequeños propietarios, se abría una perspectiva
totalmente nueva y relativamente desconocida. Desaparecido el patrón y la institución de la hacienda, que hasta
ese momento habían sido el referente concreto de unas relaciones de producción y de unas modalidades
específicas de reproducción de la fuerza de trabajo, los excolonos comenzaron a comprender la nueva realidad,
donde ellos eran los patrones de si mismos, y donde, de la racionalidad mayor o menor de sus actos económicos
dependía su propia subsistencia. Sin duda, la base de constitución de la nueva fisonomía del poder regional, se
materializó a partir de la forma en que estos nuevos pequeños productores y consumidores se articularon a la
economía de mercado.
Es en este contexto, resulta conveniente examinar y comprender el proceso de constitución del nuevo bloque de
poder regional. Más allá de la retórica política, de las sordas, y luego, francas y violentas luchas de fracciones
campesinas rivales, conducidas por “dirigentes campesinos convertidos en caciques regionales”, las mismas que
objetivamente no agotan su explicación en el hecho de que dichos conflictos tuvieran “una estrecha relación con
la rivalidad interna y la crisis institucional del MNR”. En realidad, el comportamiento del campesinado valluno
no se reducía a acomodarse “dentro del contexto del proyecto económico-político del MNR” sino a la inversa: en
109
líneas generales dicho proyecto se adaptaba a las tendencias que evidenciaba el desarrollo regional. El temprano
surgimiento de un mercado interno que se fortalecía con la expansión de la economía mercantil y un
campesinado libre muy anterior a 1952, eran realidades compatibles con la evolución de la política emenerrista.
Por tanto las rivalidades entre caciques campesinos sólo tomaban el ropaje de las contradicciones partidarias,
pero en el fondo se trataba de luchas por el control de esferas de influencia y dominio en el marco de la
constitución del nuevo bloque de poder regional (Dandler, 1984).
Fue sobre esta contradicción básica: la permanencia intacta de un aparato productivo agrícola tradicional, reacio
a la innovación tecnológica y huérfano de recursos financieros, en contraste con una esfera del intercambio
dinámica y actuando bajo patrones capitalistas; que se operó la constitución y consolidación del nuevo bloque de
poder regional. En este sentido, frente a los planteos modernizantes del MNR no dejó de ser igualmente
caricaturesca la rauda prosperidad de estratos de las robustas clases medias urbanas (transportistas y
comerciantes) simultáneamente a la persistencia de la pobreza y la franca pauperización de la fuerza de trabajo
rural. En lugar del florecimiento de la empresa capitalista rural o de la pequeña finca dotada con tecnología
apropiada61, lo que floreció fue el sistema ferial y la consiguiente multiplicación, no de los productores, sino de
los comerciantes, fenómeno que incluso se convirtió en un factor decisivo en la expansión urbana que
experimentó Cochabamba desde la década de 1950.
En lugar de un crecimiento del sector industrial basado en la producción agrícola regional, la única industria que
persistió y aun se potenció en los pueblos y ferias provinciales, fue la tradicional elaboración de chicha, ahora
con tendencia a desplazarse a las áreas rurales, una vez que la cerveza ganó el gusto y el mercado de las clases
medias en ascenso. Por ello, tampoco resultó casual, que los nuevos actores sociales que articulaban para si el
nuevo bloque de poder, no fueran los capitanes de la industria regional y los grandes empresarios de la empresa
comercial moderna, sino comerciantes de ferias, rescatiris, excolonos convertidos en caciques sindicales,
camioneros, tamberos, cuperos o diviseros62 y no pocos contrabandistas.
En efecto, la nueva configuración del espacio regional propuesta por los actores económicos emergentes, no solo
dejo de lado el discurso modernizante de la planificación urbana y su proyecciones regionales, elaborada en
medio de un intenso debate sobre el desarrollo urbano en la década de 1940; sino que se asentó sobre principios
opuestos. Los nuevos imaginarios están poblados de redes mercantiles convirtiendo en una verdadera maraña la
relación entre espacios productivos que conservan las viejas modalidades de la época prehispánica, y pujantes
rescatiris que armados de modernos camiones, no solo atraviesan los valles en uno u otro sentido, sino que
estimulan las apertura de sin fin de caminos vecinales, para alcanzar con su sistema de acopio sobre ruedas a los
61
El ideal de algunos ideólogos del MNR era llegar a la vía farmer o norteamericana de desarrollo rural con
pequeños empresarios agrícolas desarrollando una agricultura intensiva con tecnología de punta.
62
Alusión a militantes del MNR que se favorecían con cupos de distribución de divisas a precio oficial, es decir a un
1.000% menos que el valor de la divisa norteamericana en el mercado negro, teóricamente para importar artículos
de primera necesidad, pero en la práctica este sistema se convirtió en un medio rápido de enriquecimiento. Según
Dunkerley (1987) en 1954 se creó una célula del MNR que aglutinó a estos importadores en La Paz, quienes al
cabo de dos años cosecharon 6,6 millones de dólares.
110
excolonos productores en los más lejanos recovecos de la geografía valluna. Es más, como quiera, que tal
ejercicio de “rescate de productos del campo” tiende a ser oneroso por la dispersión de los productores, se
estimula la formación de nuevas ferias, sobre todo en las cabeceras de valle y en las zonas altas, para permitir la
concentración de los pequeños productores excolonos y facilitar las operaciones de adquisición (rescate) de
productos por parte de los comerciantes-camioneros. De esta forma se trata de resolver, la férrea oposición de los
piqueros que dominan las ferias tradicionales de los valles, a la incursión de nuevos productores-
comercializadores (los excolonos).
El comerciantado valluno había logrado este sitial no sólo por el despliegue de los recursos y habilidades innatas,
sumadas a formas sutiles de intercambio desigual y el uso de medios coercitivos para eliminar a oponentes y
competidores, sino también merced a su estrecha vinculación con el sistema de transporte, el comercio de
chicha, el servicio de alojamientos o tambos, formas de transacción que operan sobre el pago anticipado de las
cosechas futuras aceptando como garantía la propia parcela, además el sistema de compadrazgo para articular,
consolidar y ejercer dominio estable sobre redes de producción-intercambio de determinados productos y
determinadas zonas geográficas. El progresivo dominio del rescatista sobre esta constelación de poder, lo
condujo a acumular para sí, varias funciones y recursos. Al respecto se afirmaba lo siguiente: “Muchas veces un
comerciante no es solamente un rescatista, sino también es dueño de uno o más camiones, tiene una casa en el
pueblo que sirve de chichería y de alojamiento a sus clientes, -compadres- campesinos”(Barnes y Torrico,
1971).
El fugaz reinado del poder campesino, se fue debilitando en los años posteriores a la Reforma Agraria. Las
grandes movilizaciones y la marea social que derribó el poder hacendal parecieron aplacarse con la deseada
posesión de la tierra. Un síntoma de este creciente reflujo fue la frecuente manifestación de posiciones
conservadoras y acomodaticias entre el campesinado. Una confirmación de esta tendencia, fue el acelerado
divorcio de las dirigencias agrarias con relación a sus mandantes y la conversión de estos dirigentes en
“caciques” que pasaron a disponer políticamente de unas bases extrañamente pasivas, aun frente a groseras
componendas clientelares o a formas tiránicas y corruptas de conducción sindical.
Estos y otros mecanismos de expoliación del trabajo campesino y de apropiación del excedente agrícola,
permitieron que los procesos de acumulación de riqueza provenientes de la renta agrícola, que otrora era
rígidamente monopolizado por la clase gamonal, pasara a favorecer a una clase media urbana de intermediarios
entre el productor rural y el consumidor urbano, gracias a la cual, se amasaron no pocas fortunas, que sumados a
los negocios de los cupos y las divisas, y a la especulación de tierras en los bordes y el interior de la ciudad,
configuraron la base económica que comenzó a transformar la ciudad, aunque lejos de las previsiones de los
planificadores urbanos de la década de 1940, como pasaremos a observar a continuación.
111
El proceso que acompaño y siguió al desmoronamiento pacífico del régimen oligárquico, confirmó a la ciudad
de Cochabamba como el centro geográfico de la nueva constelación de poder, es decir afianzó aun más su
condición de cabecera regional de un mercado de bienes de capital, fuerza de trabajo y capital financiero,
además de asiento del poder político y del aparato estatal, y por ello mismo, el centro urbano más privilegiado,
para captar en provecho de su propio crecimiento, una fracción significativa de la renta agrícola extraída a la
base campesina. Es decir, la relación espacial y económica entre ámbitos productivos -piquerías y pegujales
(minifundios)-, poblados menores, centros intermedios y ciudad dominante, pasó a reproducir las redes que
organiza la economía mercantil en los valles, de tal suerte que esta organización de la población y el territorio,
también pasó a contener la relación entre dichos espacios productivos, las ferias cantonales, las ferias
provinciales y la gran feria central de Cochabamba.
Al tenor de los nuevos tiempos, el propio concepto de modernidad deja de ser tan europeizante y se impregna de
un cierto sabor mestizo, que se hace patente en la infinidad de edificios en propiedad horizontal de tres y cuatro
plantas que edifican los “nuevos ricos” punateños, cliceños, tarateños, quillacolleños, sacabeños, etc. en su afán
de dar muestras de su nueva condición y prestarle un marco moderno al grandioso escenario de la zona Sur. Se
trata de la arquitectura de la Cancha o arquitectura birlocha63, que intenta proveerle de un entorno moderno a la
Feria de Cochabamba, que allá por las décadas de 1950 y 1960 -y más aun posteriormente- se convierte en el
nervio y motor de la economía de este nuevo bloque de poder regional.
No obstante, la ciudad no fue un componente pasivo de todo el proceso descrito, aun cuando esta necesaria
referencia a la constitución de las nuevas élites locales permitirá comprender la dinámica urbana en el contexto
anotado, pues a partir de 1953, campo y ciudad se convierten en una sola realidad con escalas diferentes, de tal
suerte que los fenómenos urbanos pierden su sentido y coherencia si se los separa de su vínculo estructural con
los escenarios feriales y campesinos (Solares 2021).
Sin embargo, ¿cual era la fisonomía de la ciudad a inicios de la segunda mitad del siglo XX? Los resultados del
Censo Nacional de Población de 1950 confirmaron que la ciudad de Cochabamba ocupaba el segundo lugar -
después de La Paz- entre las ciudades de Bolivia, radicando esta importancia no sólo en su peso poblacional,
sino en su posición central dentro del territorio nacional y su gravitación sobre las comunicaciones entre las
diferentes regiones del país, además de su tradicional importancia agrícola. Al respecto se sostenía: “A la par
que centro del sistema de aeronavegación nacional, (Cochabamba) es la puerta de entrada a las extensas áreas
inexplotadas del Oriente y el Noroeste bolivianos”. (El País, 14/09/1952).
La calificación de ciudad-jardín que le atribuyeron cochabambinos querendones de su terruño a fines del siglo
XIX, se puso en boga en la década de 1940, cuando los estudios de urbanización de la ciudad, introdujeron este
63
Alusión a la joven campesina que llega a la ciudad desechando su vestimenta tradicional y adoptando ropa de corte
occidental. “La arquitectura de la Cancha o arquitectura birlocha” hace alusión a esta metamorfosis, donde los
propietarios de inmuebles de raíces andinas abandonan las tradiciones constructivas propias de su identidad cultural
en favor de las modas arquitectónicas occidentales que se juzgan acordes con sus aspiraciones de modernidad.
112
término para describir un modelo de desarrollo urbano que concitaba la expectativa de los habitantes de la
ciudad, y que formalmente respetaba los valores de la rica naturaleza circundante, en estricta aplicación a las
doctrinas urbanas imperantes. No obstante, aún antes de la plena aplicación de estos preceptos, la ciudad ya
presentaba un bello ejemplo de integración con el marco natural de su hermoso valle y los macizos andinos
circundantes, equilibrio todavía no alterado por los excesos “modernistas” en materia de arquitectura y
urbanismo que décadas más tarde se cometieron. Pero sigamos con la descripción que hacia el periódico El País,
en ocasión de una nueva efemérides departamental en 1952:
Vista desde un avión Cochabamba presenta el aspecto de una ciudad semitropical con
calles bien trazadas y casas espaciosas de dos pisos construidas junto a patios y jardines
resplandecientes de sol -una ordenanza dispone que no se autorizaba la construcción de
ningún edificio sin su correspondiente jardín-. Hermosos floreros adornan los pórticos y
balcones de las casas. Ricos y pobres colaboran en el cuidado de los parques y jardines
públicos, en el noble afán de que ellos superen en belleza a los jardines privados (...) La
ciudad esta rodeada de pintorescos paseos y lugares de recreo como ‘El Cortijo’ que
cuenta con una buena piscina de natación y un buen restaurante; ‘Berbeley’, ‘Cala Cala’,
‘Queru Queru’, ‘La Pascana’ y muchos otros que también disponen de piscinas y baños
públicos (...) Cochabamba se enorgullece de tener el aeropuerto más grande de la
República. Cuenta además con un excelente hotel situado en los suburbios de la ciudad -
el gran Hotel Cochabamba-que en nada desmerece a los mejores del continente.
A inicios de los años 50 muchos de los afanes modernistas esbozados en la década anterior parecieron plasmarse,
incluyendo significativas obras de vinculación vial y de reforzamiento del modestísimo parque industrial, de tal
suerte que el porvenir de la ciudad era visto con gran optimismo, en el marco de la imagen de una futura pujante
urbe sustentada por sólidas bases económicas:
Al lado de esta acelerada marcha hacia el progreso, el mercado interno regional no cedía paso en su pujanza y
vitalidad, constituyendo un componente esencial de la dinámica de cambio que experimentaba la propia ciudad,
dinámica que en el decir de la crónica periodística que comentamos no dejaba de maravillar a los “turistas del
Altiplano”:
Otra crónica de la época, proporciona una idea de esta realidad urbana, muy diferente al paisaje que
caracterizaba la antigua aldea decimonónica que todavía sobrevivía intacta pocos años antes de la guerra del
Chaco, arrastrando pesadamente detrás de sí, siglos de inmovilidad y tradición. Ahora, la ciudad se ve sacudida
por la fiebre de la urbanización y el afán de los nuevos ropajes modernos con que tardíamente intentó cubrirse la
antigua clase hacendal. Veamos algunos rasgos de esta nueva realidad desde la perspectiva de un perspicaz
viajero que a bordo de un motorizado paseaba por la ciudad:
Un Chrysler deteriorado por el tiempo y el trabajo de muchos años nos lleva al amplio
puente de la Avenida Libertador Bolívar (...) Un hormiguero de automóviles y peatones
sale del Estadio Departamental después de una emocionante justa deportiva (...) En
medio del estrépito de las bocinas y del torbellino del tránsito, el auto se desliza por la
Avenida Ballivián frente a la estatua de Bolívar (...) Atravesamos plazas y calles. La
Coronilla [...] Más allá el Aeropuerto del Lloyd Aéreo Boliviano: construcciones, pistas
asfaltadas, hangares, cuadrimotores [...] avalancha de pasajeros de todas partes (...)
113
Al lado de este despliegue de la urbanización expandiéndose por los cuatro puntos cardinales, de acuerdo a los
alcances del Plano Regulador de la ciudad, e incluso en algunos casos, vulnerando algunos de sus preceptos, se
desarrollaba una otra realidad no menos dinámica y sugerente, la expansión y auge del que futuramente se
denominaría comercio informal:
Combinar negocios y modernismo era una formula no solo pertinente sino irresistible para todos los estratos
64
Eran frecuentes las apelaciones a las bondades climáticas y a la cuestión del ventajoso emplazamiento central de
Cochabamba, tanto en relación al territorio nacional como al propio continente, para refrendar las aspiraciones de
que “la nueva capital de la República de Bolivia será Cochabamba, porque así lo quieren los cochabambinos”
(Alvestegui, Alberto: La capitalía, Prensa Libre, 09/10/1963). Ver ideas similares en Pereira, Diómedes:
Cochabamba: corazón y futura capital de nuestra América federada, Prensa Libre, 02/03/1963; Costas, Humberto:
Cochabamba: centro y síntesis de Bolivia, El Mundo, 14/09/1960; Calvimontes, Leónidas: Cochabamba, capital de
Bolivia, Prensa Libre, 29/09/1963; etc.
114
sociales. En consecuencia, “la urbanización de Cochabamba”, no era una mera operación técnica
comprensible para unos pocos iniciados, sino todo un programa general de renovación de las formas externas
de la sociedad tradicional que ahora involucraba a las clases populares. Desde una u otra óptica, todos se
sentían parte integrante del torbellino del progreso. Si otrora las élites tradicionalistas hicieron suya este
ansia de modernidad, despojándolo del oscuro significado de que su universo de antiguos privilegios
estuviera realmente condenado por esta imparable marcha de la ciencia y la técnica, ahora tal marcha, no
solo los había arrollado, sino que los había desplazado de los escenarios del poder. Sin embargo, el discurso
modernista seguía en pie, pero estaba siendo asimilado, digerido y reinterpretado por nuevos actores.
Esta fue la razón ideológica y política que determinó que las propuestas de crear una ciudad moderna no
fueran rechazadas, ni que surgieran voces fundamentalistas condenando la ciudad de los oligarcas. Por el
contrario, el Municipio que representaba a las fuerzas sociales del nuevo poder urbano, dio continuidad y
vigencia a las propuestas del Plano Regulador elaborado en los años finales de la década de 1940. La
urbanización continuó siendo un tema de primer orden para la opinión pública. Sin duda, resultaba no solo
fascinante sino adecuado debatir sobre el embellecimiento de la ciudad-jardín, imaginar modernas autopistas
y una arquitectura similar a la de los países más avanzados... los nuevos ricos también se permitían esos
sueños. Finalmente edificar casas modernas y lujosas era una parte fundamental de la construcción de la
distinción, ostentación, figuración y presentación del poder adquirido. Para este menester, el Plano
Regulador era un buen referente y hasta una herramienta apropiada, si se la despojaba de sus audacias y
desafíos respecto a la ilusión de un capitalismo industrial valluno como el correlato de una ciudad moderna.
La estructura física que revelaba la ciudad de Cochabamba en los años 50 y 60 expresaba los profundos
cambios que había experimentado en relación a las dos décadas anteriores. Esta nueva fisonomía, si bien en
términos cualitativos no revelaba dramáticas transformaciones, en términos cuantitativos expresaba un
proceso de acumulación de nuevas zonas residenciales y populares que habían establecido una diferencia
sensible con respecto al lento proceso de expansión y consolidación urbana de las épocas anteriores. Es decir,
el centro urbano o casco viejo, antes que una drástica modernización había experimentado un creciente
proceso de adaptación y ajuste de su antigua estructura arquitectónica a las nuevas demandas y
requerimientos de usos comerciales, administrativos y otros diversos, pero básicamente al nuevo sentido
especulativo de búsqueda de rentas y maximización de los beneficios que podían arrojar los viejos soportes
materiales aun a costa de promover hacinamientos y tugurizaciones. En contrapartida, la periferia había
ampliado su frontera incluyendo los primeros atisbos del modelo de urbanización que contenía los conceptos
o patrones de la ciudad jardín, pero además, incluyendo asentamientos más espontáneos, bajo la forma de
villas o barrios marginales como se comenzaron a denominar los campamentos que materializaron los
sectores de menores recursos y sobre todo los inmigrantes pobres que en forma creciente eligieron a
Cochabamba como su nueva residencia.
Estas transformaciones no fueron estimuladas, en forma paralela, por un crecimiento y modernización de la
115
industria urbana y una consiguiente demanda de empleo industrial y todo el efecto multiplicador que esto
suponía, como efectivamente sucedió en el caso de muchas ciudades latinoamericanas hacia la misma época.
Por el contrario, esta nueva dinámica fue provocada, o si se quiere, fue la expresión urbana de los cambios
económicos, políticos y sociales resultantes de la profunda recomposición de fuerzas y clases sociales
afectadas por la revolución de Abril de 1952. Por ello, el hecho más significativo fue el potenciamiento de la
economía de mercado, cuya referencia más notable no fue la modernización de las estructuras comerciales,
sino el acelerado crecimiento del comercio ferial y popular -hoy denominado informal-, mucho más allá de
cualquier previsión, constituyéndose aceleradamente en un componente fundamental de esta nueva estructura
urbana. Lo que a continuación observaremos será el proceso, no siempre libre de conflictos y
contradicciones, en que se produjeron estos cambios, demostrando que la aparentemente idílica paz urbana
de aquélla época, escondía un mar de fondo social en continua agitación.
Bajo tal contexto, no resulta casual que las primeras formas de transgresión contra la ciudad -considerada el
refugio y último baluarte del mundo de los patrones- fuera invadiendo estos santuarios vedados a mestizos,
cholos e indios, transformándolos en escenarios de marchas y concentraciones, para luego convertirlos en
verdaderos campamentos, escenario de fiestas, bailes y francachelas, que tuvieron ese sentido: violar,
transgredir, ridiculizar las odiosas prohibiciones. En todo caso, la “indiada” no practicó la revancha
sangrienta que atormentaba a la “gente decente”, sino apenas se limitó a un ajuste de cuentas más alegórico,
pero no por ello menos efectivo, pues la perspectiva del esperanzado “martirio” que reivindicara
históricamente a estas élites no tuvo lugar. El saldo del asalto de la odiada plebe cuando se “ tomó” la ciudad
tuvo más bien un sabor de humillación y ridículo. Por ello, finalmente hacían menos impacto noticias de
haciendas saqueadas y patrones flagelados, que el trago amargo que tuvieron que apurar dichas desplazadas
élites, ante la profanación de su mundo y sus valores: era doloroso e inconcebible que el magnifico Prado, la
Plaza Colón y la gloriosa Plaza 14 de Septiembre fueran convertidas en campamentos de indios, como
veremos más adelante.
Pasada la etapa festiva de las clases subalternas, con su secuela temporal de movilizaciones, desfiles y
excesos, cuyo saldo fue la paulatina relocalización de la dirigencia campesina en la ciudad, los antiguos
caudillos abandonaron sus poses aterradoras e incluso sus vestimentas tradicionales, para incorporarse a la
vida urbana y sobre todo al mundo de los negocios. Camioneros, rescatistas, grandes comercializadores de
chicha, mayoristas en artículos de primera necesidad, cuperos y diviseros, en fin “nuevos ricos” de toda laya
y, grandes masas de pobres con ilusiones de riqueza, demandaron su “derecho a la ciudad”. Exmineros,
piqueros, viejos obreros, todos ellos curtidos en las luchas sociales de los años 40, también demandaron un
lugar en la ciudad como justa recompensa a su entrega y sacrificio. En fin, las clases medias pobres que
habían padecido desde la década de 1930 la crisis de vivienda, también al igual que los demás aspiraron a un
“lotecito en Cochabamba”. De esta forma se fueron combinando los ingredientes que precipitarán las
transformaciones urbanas.
116
La realidad de la ciudad en la década de 1950, definía la emergencia de un proceso urbano dinámico. Sin
embargo el tono optimista de los relatos que daban la impresión de una Cochabamba en marcha rauda y
placentera por una ancha vía de progreso, contrastaba con el resultado más cuidadoso de un análisis de su
realidad interna, que estaba, por cierto bastante lejos de esa visión idílica de desarrollo.
A más de una década de la Revolución de 1952, la realidad urbana mostraba contradicciones profundas en el
ordenamiento de los espacios urbanos y en la calidad de vida que ofertaban los mismos. En efecto, se podía
constatar la sorprendente realidad de que los denominados “barrios populares” de la zona Sur, que apoyaban
decididamente al MNR, seguían exhibiendo la misma fisonomía de rancherío rural de comienzos de siglo, la
única diferencia sustancial, era que tales asentamientos, ahora era mucho más dilatados. El casco viejo,
rebautizado como centro comercial, en realidad se reducía a un perímetro de 10 cuadras asfaltadas en torno a
la Plaza 14 de Septiembre, en cuyo interior asomaban tímidamente escasos y puntuales ejemplos de
arquitectura moderna, a la manera de un tenue barniz que disimulaba en forma insuficiente la fragilidad de
los despliegues modernistas, más ideológicos que materiales. Los nuevos barrios residenciales del Norte,
Este y Oeste, eran el mayor aporte a los argumentos a los que se podía apelar para demostrar que, aun en
forma contradictoria e irregular, se había producido efectivamente la conversión de la aldea en ciudad. Sin
embargo los viejos problemas que se arrastraban desde el siglo XIX, en materia de servicios básicos,
salubridad y otros, estaban plenamente vigentes e incluso tendían a agudizarse pese a los profundos cambios
sociales que promovió la Revolución Nacional.
La modernidad no llegó a democratizarse, ni menos experimentó una evolución en sentido de socializarse y
hacer de esta aspiración una reivindicación coherente expresada en una renovada política de desarrollo
urbano que tradujera las aspiraciones populares, apenas tomó tintes mestizos. El aire popular que se permitía
el discurso modernizante, era apenas una “cortina de humo”, una concesión a los “tiempos de cambio”, un
membrete que escondía un fuerte apego práctico a homologar la ciudad con el poder económico, político y
social emergente. Los “nuevos ricos” no se plantean modernizar la aldea de donde surgen, sino “escalar”
posiciones sociales, y una de ellas, la de mayor efecto y prestigio: “irse a vivir a la zona Norte”, que ya no
era vista como la ciudad de los otros, sino como el novedoso universo hacia donde se proyectan sus propias
aspiraciones. En todo caso los barrios residenciales que aspiraban a convertirse en espacios de exclusividad
social de las élites extinguidas, se hacen mestizas, de esta forma su arquitectura urbana se vuelve ecléctica,
es decir, siguiendo la pauta del cuerpo social que se consolida, combina el chalet de alto confort con la
popular “media agua” y las “casitas funcionales”, en una suerte de democracia sui generis que todavía hoy
se puede observar en algunas zonas de la ciudad.
Si algo cambió realmente en la fisonomía de la ciudad, fue la rápida transformación de los extensos campos
de labranza que rodeaban la ciudad y que en el siglo XIX causaran la admiración de D’Orbigny, en pampas
yermas frecuentadas por topógrafos, alarifes y loteadores, que huincha en mano, cuadriculaban
meticulosamente las otrora valiosas tierras maiceras. Si de fechas se trata, para poner alguna referencia
117
temporal al inicio de esta franca expansión de la ciudad, debemos hacer mención a la disposición
gubernamental de 1953 que declaró de necesidad y utilidad pública las tierras de connotados latifundistas en
el Cercado, Quillacollo y Sacaba, para dotar con ellas a exmineros que teóricamente se dedicarían a labores
agrícolas, pero que en realidad les dieron usos urbanos. Disposiciones gubernamentales como éstas,
acompañadas de presiones sociales, precipitaron el proceso de ocupación y urbanización no planificada ni
prevista, de la periferia urbana de la ciudad. Los nuevos propietarios, antes mencionados, dueños de tierras
en las proximidades de Cochabamba comenzaron a presionar para ser incorporados en el radio urbano y, en
los hechos no esperaron mayores tramitaciones o condicionamientos técnicos. La Alcaldía de Cochabamba
intentó encausar esta fiebre de loteo mediante una ordenanza de febrero de 1953 suscrita por el Alcalde
Rafael Saavedra, que en sus considerandos anotaba significativamente:
Durante la tiranía del Sexenio la H. Municipalidad de Cochabamba aprobó festinatoriamente
numerosos fraccionamientos de quintas y tierras de labor ubicadas en la periferia de la ciudad,
obrando no con criterio previsor administrativo, sino con el de favorecer a propietarios o empresas
vinculadas con sus personeros(...) estos fraccionamientos o loteos dieron origen a numerosas
fortunas de decenas de millones de bolivianos, (El País, 20/03/1953).
La citada ordenanza disponía que las reparticiones técnicas correspondientes elaboraran un proyecto de
ordenanza que estableciera “una proporcionalidad equitativa entre la H. Municipalidad y los propietarios de
las urbanizaciones”, suspendiendo entre tanto toda aprobación de loteos. Sin embargo, recién en 1954 se dio
cumplimiento a esta ordenanza mediante otra, de mayo de aquél año, que aprobó un Reglamento de
Fraccionamiento de Propiedades Urbanas de Cochabamba. Lo singular de todo este proceso, fue que gracias
a la audacia de un alcalde sin pelos en la lengua y capaz de dejar testimonio escrito de lo que realmente
ocurría por detrás de los afanes de edificar la ciudad-jardín, quedo en descubierto el excelente negocio de
transformar tierras rústicas en urbanas y venderlas a través de operaciones de fraccionamiento bautizadas
como “urbanizaciones”. Lo más significativo de la citada reglamentación era la disposición que obligaba al
loteador a ejecutar por su cuenta todas las obras públicas necesarias (apertura de calles, construcción de
cordones y aceras, ripiado de las calzadas, ejecución de desagües pluviales, las instalaciones de agua potable,
los servicios de alcantarillado y la red de distribución de energía eléctrica), en forma previa a la
comercialización de los lotes; o alternativamente, garantizar a través de una fianza inicial de hasta un 25% de
la superficie total útil del fraccionamiento, consistente en la primera hipoteca en favor de la Alcaldía, para la
ejecución de dichas obras.
Estas disposiciones no dejaban de ser revolucionarias, pues herían profundamente los intereses de los
loteadores, pero estos ya no eran los antiguos hacendados, sino las nuevas élites locales empeñadas en la
carrera por la fortuna, que era la nueva medida del prestigio social. En consecuencia jamás pudieron ser
aplicadas, sobre todo, porque el Municipio convertido en simple apéndice del poder ejecutivo, no tenía la
fuerza que provee la legitimidad democrática y la plena participación popular en sus instancias decisionales.
118
A pesar del elevado contenido social de las citadas medidas, la Alcaldía careció totalmente de la capacidad
de convocatoria y el poder político necesario para imponerlas. Es decir, que la lucidez técnica, sin base
social, terminaba en un simple enunciado inaplicable y anodino. Obviamente el Alcalde Saavedra era un
funcionario impertinente que fue rápidamente removido de su cargo.
Los loteadores, dueños de los instrumentos que proporciona el poder, hicieron gala de su capacidad de atraer
a los sectores populares y se dieron el lujo de recubrir sus apetitos con el manto del “interés social”.
Habilidosamente anularon los esfuerzos normativos, estimulando los enfrentamientos entre organizaciones
sociales y Municipio, batalla de antemano perdida para los intereses municipales, con el simple expediente
de transferir sus tierras o parte de ellas a diferentes sindicatos o gremios. En el curso de 1954 arreció la fiebre
de los loteos, sobre todo con el fuerte estímulo de las adjudicaciones efectuadas por el Estado en favor de los
extrabajadores mineros y, las afectaciones producidas por la aplicación de la Reforma Agraria,
incorporándose al afán de expandir la mancha urbana nuevos contingentes sociales constituidos por piqueros
y excolonos, multiplicándose las ocupaciones irregulares y hasta procedimientos de simple despojo y
vulneración del principio de propiedad privada.
Las tendencias hacia una rápida pérdida de control respecto a la enorme cantidad de reclamos de las víctimas
de usurpación de tierras y a presiones sociales, cada vez más insistentes y radicales reclamando la dotación
de tierras baldías o sin uso social definido ubicadas dentro de la ciudad y en su amplio entorno, que
protagonizaban sectores campesinos, obreros y clases medias identificadas con la Revolución Nacional, se
convirtieron rápidamente, sobre todo en el caso de Cochabamba, en una franca amenaza al ordenamiento
jurídico que se apoyaba en el respeto y reconocimiento por parte del Estado al derecho de propiedad privada
sobre los bienes raíces. Esta situación explosiva obligó al Gobierno de Paz Estenssoro a dictar el Decreto
Ley de 26 de agosto de 1954. De acuerdo a Fernando Calderón (1982), este decreto que más adelante
comenzó a ser conocido como “Reforma Urbana” intentaba dar respuesta a dos cuestiones: por una parte,
resolver la contradicción entre la propiedad privada y la especulación del suelo, así como las necesidades de
socialización de dicho medio de producción por los sectores populares carentes de este recurso y, por otra
parte, satisfacer las necesidades de vivienda de tales sectores. En el caso de Cochabamba, la respuesta que
proporcionaba el citado instrumento legal fue más específica: a partir de mediados de 1954, las clases medias
urbanas, trabajadores mineros y no pocos campesinos migrantes, comenzaron a organizar más o menos
subterráneamente “sindicatos de inquilinos” que amenazaban “tomarse tierras” consideradas baldías y sin
cumplir ninguna función social, las que abundaban dentro de amplio perímetro de la ciudad.
La citada disposición se refería precisamente a la existencia de tierras baldías, que no ingresaban al mercado
inmobiliario a espera de mejoras urbanas que las favorecieran y valorizaran, impidiendo de esta manera
resolver el problema de vivienda en favor de los sectores populares, así como a la producción de exageradas
utilidades no provenientes del trabajo personal o de mayores inversiones de capital, sino como resultado de
la apropiación del plus valor provocado por la realización de obras públicas y la presión demográfica que
119
experimentaban las principales ciudades del país. Dicha presión demográfica, que además se fue
convirtiendo en presión social y política, sin duda, se constituyó en el factor determinante para la adopción
de las medidas contenidas en el decreto de referencia, es decir, la afectación de todas las propiedades
mayores a una hectárea, cuyos excedentes se declararon de necesidad y utilidad pública y consiguientemente
expropiadas, para previa planificación, ser transferidos en venta a cargo de los municipios, en favor de
“obreros y elementos de las clases medias que no poseen bienes inmuebles urbanos, considerados
individualmente o agrupados en federaciones, sindicatos, asociaciones o meras dependencias públicas, en
forma de lotes de extensión suficiente para la construcción de sus viviendas” (El Pueblo, 29/08/1954).
En realidad, estas disposiciones estaban lejos de ser una verdadera reforma urbana que planteara una
modificación significativa de la propiedad del suelo urbano. La ley, se dirigía apenas a limitar el tamaño de
los inmuebles urbanos y rectificar tendencias de acaparamiento de tierras urbanas en manos de un puñado de
grandes propietarios, que en el caso de Cochabamba, se hicieron notorios desde la posguerra del Chaco. En
todo caso, esta medida, constituía un golpe sensible, que arrebataba los restos de poder económico que aun
detentaban los exlatifundistas rurales, los grandes comerciantes y grupos ligados a la antigua oligarquía
minera, y en el caso de nuestra ciudad, a los grandes y medianos negociantes con la licitación para recaudar
el impuesto a la chicha, que participaban activamente en negocios de especulación de tierras y viviendas.
Pese a las previsiones técnicas que planteaba el decreto de Reforma Urbana y, a existir en la Alcaldía de
Cochabamba, condiciones favorables e incluso un instrumento de planificación adecuado para encausar y
dirigir racionalmente el proceso de distribución de la enorme cantidad de tierras que pasaban a dominio
público, no pudo influir mayormente en el rumbo que tomó la fiebre de loteos que se desató a continuación.
De esta manera, se convirtieron en situaciones irremediables, fenómenos como: la dispersión y atomización
de las áreas verdes, la consolidación de un tejido urbano de diseño caprichoso resultado de fraccionamientos
no controlados, las dispersión desmedida de las funciones residenciales y, la expansión horizontal
generalizada de la ciudad, incluso más allá de los límites fijados por el Plano Regulador.
De acuerdo a fuentes municipales publicadas en la prensa, hasta julio de 1956 se habían distribuido en favor
de los sectores populares, unas 264,64 Has. Sí en aplicación al Reglamento de Fraccionamientos vigente, se
restaba el 33% a esta extensión, con destino a la formación de vías y espacios públicos, aun quedaba
suficiente superficie como para dar lugar a 3.500 lotes con un promedio de 500 M2 cada uno, tamaño acorde
con las aspiraciones de los adjudicatarios. Es decir que las expropiaciones ejecutadas permitían hacer
dotaciones en favor de 3.500 familias -unas 17.000 a 18.000 personas-(El Pueblo, 17/07/1956). El Alcalde
Armando Montenegro precisaba: “Calculándose la dotación de lotes con una extensión que fluctúa entre
250 y 500 M2, se produce la cantidad de 18.000 lotes, suficiente para 50.000 personas” Esta información se
basaba en la existencia de 200 predios dentro del radio urbano con extensiones superiores a los 10.000 M2.
Otra fuente municipal estimaba que la aplicación de la Reforma Urbana afecto en la ciudad alrededor de 900
Ha., pero de acuerdo a estas estimaciones globales, hasta julio de 1956 solo se habían adjudicado un 29% del
120
total de terrenos afectables. La impresión resultante de todo lo mencionado es que el volumen de tierras
urbanas que ingresaron al mercado inmobiliario, a través de las afectaciones de la Reforma Urbana, eran
suficientes para dotar de lotes a la masa de inquilinos y resolver en poco tiempo el problema habitacional.
La realidad social, no obstante, siempre se resiste a las simplificaciones estadísticas y a tratamientos
homogenizantes. La composición social de la masa de beneficiarios con la dotación de lotes estaba dominada
por estratos de empleados públicos, exmineros y excombatientes. Todos demandaban lotes, pero en la
medida de lo posible, ubicados lo más cerca posible a su lugar de actividad y trabajo; hecho que no coincidía
necesariamente con la oferta de las tierras afectadas por la Reforma. El fortalecimiento acelerado, al lado del
centro comercial moderno, de una gran actividad de comercio popular y ferial, que transformó en los años
50, los antiguos sitios de las ferias campesinas que tenían lugar en Cochabamba (Caracota, San Antonio y
otros aledaños) en un gigantesco bazar urbano, determinó que en muchos casos, la preferencia de tierras se
inclinara en favor de una vecindad con estos sitios, en desmedro de opciones técnicamente más propicias.
Por tanto, aquí se introdujo un factor distorcionante: ya no se trata solamente de la simple reivindicación
social por techo propio a través de la expropiación de 200 grandes propietarios de tierras urbanas, sino y,
cada vez con mayor énfasis, tener acceso a lotes que pudieran valorizarse rápidamente en términos
comerciales en razón de su favorable ubicación con relación a los centros de actividad comercial.
Esta fue la causa de la fuerte demanda de lotes en las tierras áridas de la zona Sur, próxima al centro de
comercio popular y ferial, en desmedro de tierras disponibles en la periferia Norte. Esta tendencia dominada
por las expectativas de valorización de la tierra, antes que el cumplimiento de su función social, nos lleva a
sospechar, que comenzaron a producirse situaciones más o menos disfrazadas de acaparamiento de lotes en
manos de políticos influyentes que se movían en las esferas decisionales del partido de gobierno y los
propios sindicatos. Es probable, aunque obviamente no existe información clara al respecto, que surgieran
tempranamente negociados entre adjudicatarios de lotes “bien ubicados” y demandantes dispuestos a pagar
por ellos lo que fuera necesario. Bajo esta perspectiva, el argumento de requerir lotes para la casa propia, se
convirtió en un simple disfraz, para cubrir el voraz apetito por realizar pingues negocios especulativos, a
través del procedimiento simple o tortuoso, de hacerse de tierras con alto potencial acumulativo de plus
valor, aun en los parajes menos atractivos y ambientalmente inadecuados para la urbanización.
Por otro lado, muchos inquilinos no deseaban cambiar sus precarios, pero bien ubicados alojamientos, por
lotes y casas de interés social en la lejana periferia del Norte. Por ello, no resultaba extraño que en 1956, por
ejemplo, existieran más de 50 hectáreas de tierras disponibles en zonas como Lacma, La Maica, Chimba y
otros, que no despertaban mayor interés (El Pueblo, 07/07/1956), y que en 1959, surgieran
intempestivamente nuevos demandantes de tierras dirigiendo sus miras hacia las áreas verdes y sitios
municipales próximos a la recién constituida Pampa, es decir, el nuevo centro ferial que había desbordado la
capacidad del sitio tradicional de Caracota.
Síntomas como estos, ponen en descubierto que comienza a producirse un cambio importante en la
121
naturaleza de la demanda de tierras. Como se sugirió líneas arriba, la cuestión del techo propio comienza a
ocupar un lugar secundario o a esconder una nueva aspiración: la posesión de lotes próximos al área de
influencia del comercio popular, que se había convertido rápidamente en el centro de trabajo y empleo de
gruesos sectores de la población, sobre todo de los antiguos campesinos -expiqueros, excolonos, etc.- que se
habían convertido en nuevos ciudadanos, que aceleradamente demandaban no solo techo propio, sino además
buenas opciones para ingresar a la competencia por escalar posiciones sociales, en un mundo urbano, donde
aparentemente “todo era posible”.
Con este antecedente, la Reforma Urbana operó como un estimulante poderoso para reforzar las aspiraciones
de grandes contingentes de clases medias, obreros, artesanos, pequeños agricultores del Cercado, quiénes
vieron la oportunidad, unos, de por fin encontrar una buena alternativa para liberarse del yugo del
inquilinato, otros en cambio, para sacar mayores ventajas y provechos a su condición de inquilinos e incluso
obtener algunos lotes, pero sin renunciar a su condición anterior. Para el logro de estos y otros objetivos,
como hacerse de tierras de alto valor potencial, pronto quedó claro, de acuerdo a los nuevos tiempos, que la
sindicalización era la mejor opción, frente a iniciativas dispersas.
Bajo estas circunstancias, a fines de la década de 1950 e inicios de los años 60, la oferta de tierras afectadas
por la Reforma Urbana se había agotado, sin embargo, la intensidad de la demanda no había cesado.
Particularmente en la zona Sur, el comerciantado había experimentado una verdadera explosión demográfica.
Caracota, la Pampa, San Antonio se habían convertido en verdaderas colmenas humanas, bazares de estilo
asiático donde ya era posible adquirir todo tipo de mercadería. Naturalmente, miles de participantes de este
emporio de comercio de pueblo, sufrían con el problema de la vivienda, pero sobre todo con las distancias
que separaban su alojamiento del centro de actividad cotidiana, frente a un sistema de transporte que todavía
era precario y lento. Estas expectativas no resueltas encontraron respuesta en el simple expediente de
comenzar a ocupar las áreas verdes aledañas que creara el Plano Regulador, y que se mantenían como tierras
baldías en medio de un mar de deseos por afincarse cerca a la Cancha. Obviamente, las disposiciones
técnicas y administrativas del Municipio resultaron inadecuadas para esta presión social. De esta manera, se
produjeron invasiones de territorios municipales, convirtiendo espacios públicos en zonas de vivienda, tal
como observaremos más adelante.
El resultado de la rauda transformación de la ciudad, todavía cargada de fuertes resabios aldeanos, a la vuelta
de pocas décadas, en otra diferente, pero esta vez cargada de contradicciones diversas, no se puede afirmar
que fuera realmente la ciudad de los imaginarios modernistas de comienzo del siglo XX o la ciudad
concebida por los planificadores de los años 40. El producto resultante expresaba las circunstancias
históricas en que se combinaron los ingredientes sociales, económicos y culturales no identificados en los
122
acuciosos análisis que mereció Cochabamba desde la década de 1930. En efecto, la decadencia hacendal; el
agotamiento del despliegue de vanidades y apariencias de modernidad escondiendo los ángulos oscuros del
anacronismo económico, social y político; la emergencia de actores no identificados en forma suficiente con
anterioridad; pero sobre todo, la combinación de estos factores y otros, en la forma creativa e imprevisible en
que la historia suele obrar, burlándose de los profetas y de los cursos de acción previsibles, dieron por
resultado una ciudad que no era en propiedad moderna desde la perspectiva de la teoría urbana, pero que
había dejado atrás su vetusto ropaje tradicional.
¿Como podría clasificarse a la ciudad de Cochabamba, a la luz de los parámetros con que se suelen calificar
los centros urbanos desde la perspectiva del Urbanismo? Una pregunta muy difícil de responder desde la
limitada visión de la ortodoxia tecnocratica y menos desde la perspectiva de la filosofía de la modernidad. Su
nueva estructura física, se ajustaba en general a los lineamientos del damero colonial: la cuadricula de
manzanas y calles ortogonales, más o menos adaptadas a las singularidades topográficas de cada zona,
seguiéndo las pautas del trazado fundacional. Tanto en los planos como en el terreno, se podía observar que
el criterio racional de separar las funciones urbanas creando zonas monofuncionales de vivienda y comercio
en diversas categorías, se había plasmado en gran parte del territorio urbano. Eran nítidos un centro
comercial y de servicios y unas nuevas zonas residenciales en el Norte, parcialmente cubiertas de verdor,
además de otras menos elaboradas cubriendo partes importantes del árido Sur. Se podía afirmar, desde la
óptica de la estructura física, que efectivamente, Cochabamba ya se asemejaba al prototipo de una ciudad
moderna, donde la razón técnica de su geometría dominante era percibible. En estos términos se podía hablar
incluso de una ciudad-jardín emergente en los barrios residenciales del Norte y el Este, incluso parcialmente
el Oeste, donde el nuevo paisaje urbano incluso todavía muy tenue, permitía avizorar un proceso que iba
dejando atrás la imagen de la campiña tradicional. No cabe duda entonces, que el cuerpo físico de la ciudad o
por lo menos, fragmentos significativos de este, podían homologarse con similares de otras ciudades, donde
la condición de modernidad era indiscutible. Incluso, las periferias con sus campamentos y barriadas de
emergencia podían calificarse como el lado oscuro de dicha modernidad, un lugar común en la tipología de la
ciudad capitalista de Tercer Mundo.
Sin embargo, ingresando a otras dimensiones de la realidad urbana, es decir abandonando la referencia de las
ilusiones y apariencias de la armazón física de la ciudad y adentrándonos en sus esencias de naturaleza
económica, social y cultural, la cuestión se vuelve más compleja e incluso difusa. Una primera e inquietante
cuestión era (es): ¿como se desplegaban espacialmente las clases y estratos sociales? Otras cuestiones no
menos trascendentes podrían sintetizarse en preguntas como las siguientes: ¿era posible afirmar que las
zonas Norte y Sur de la ciudad eran tajantemente opuestas en términos de poder económico y clase social?,
¿cual era la base material de la clase dominante?, en fin, ¿era posible verificar, digamos desde una
perspectiva marxista, la realidad de una estructura urbana de segregación espacial y social?
La enorme dificultad para esbozar respuestas a estas cuestiones, no impide una primera pauta: el contraste
123
entre la forma urbana racional que fue adquiriendo la ciudad y la categoría de formación social compleja que
pasó a cobijar. El proceso político y social que culminó con la Revolución de Abril, puso en evidencia el
frágil soporte del ancien regime y abrió paso a una bullente eclosión de fuerzas sociales ansiosas de expresar
sus derechos y sus deseos. A ello se sumó la realidad de otra fragilidad: el barniz modernizante que
construyeron las élites en retroceso en la primera mitad del siglo XX, era apenas eso, una apariencia formal a
que apeló una clase social en declive, para defender su prestancia y su autoridad frente a una realidad
dinámica que amenazaba su sitial hegemónico en el ejercicio del poder. En suma, la Cochabamba anterior a
1952, no era una ciudad burguesa, aunque pretendía serlo, apenas era una ciudad donde se montó el teatro de
la escena moderna. Su tragedia era que los actores principales no vivían sus papeles modernistas a plenitud
porque sus pies reposaban en un escondido barrial de viejas y obsoletas permanencias históricas, en lugar de
sólidas plataformas industriales y empresariales modernas.
Sin embargo, el nuevo orden social resultante de las transformaciones que provocan medidas como la
Reforma Agraria y el derrumbe de la clase gamonal, no modifican mayormente el sentido teatral de la
modernidad cochabambina. Atreviéndonos a responder a la primera pregunta (¿como se desplegaban
espacialmente las clases y estratos sociales?), podríamos sostener que con posterioridad a 1952, el sentido de
separación social y espacial que desearon imprimir los patricios de la élite cochabambina a la fisonomía de la
ciudad, en los años 30 y 40, se mantuvo formalmente, pero el contenido era casi caricaturesco. Veamos por
qué: las pujantes clases medias letradas, los vallunos que dominaban la economía del maíz, los mestizos que
dominaban las artes mercantiles de la Cancha y las ferias regionales, las élites pueblerinas que habían vivido
a la sombra del patrón de hacienda y, naturalmente, los piqueros que se veían así mismos como respetables
propietarios e incluso los colonos que habían aprendido las artes de la lucha social en los moldes del
sindicalismo inspirado por el proletariado minero, dieron curso a una formación social abigarrada, donde
inicialmente no quedó claro quien era quien ni quién mandaba a quién. Los comerciantes rescatistas y
camioneros que se impusieron sobre los colonos en el dominio del mercado; las masas de gentes de clase
media que incursionaron en el promisorio negocio de los mercados negros, el contrabando, los negociados
con divisas y cupos de alimentos, inflando las filas del MNR; los temibles dirigentes campesinos que
adquirieron hábitos y gustos urbanos; en fin, la clase letrada que abandonó el inservible carro del poder
gamonal; y hasta esperanzados excolonos que comenzaron a asomarse en la vecindad de la ciudad;
constituyeron una suerte de muchedumbre variopinta que se lanzó en pos de los lugares privilegiados en el
nuevo orden social que va emergiendo.
La clásica estructura social y espacial, al estilo de la Cuestión Urbana que años más tarde propondría
Manuel Castells para hacer la lectura de la ciudad capitalista no podría aplicarse a este cochabambinísimo
escenario. Efectivamente, a partir de mediados de los años 50, los influyentes comerciantes de la Cancha no
solo cambiaban sus miserables llantuchas por galpones y casetas más sólidas, sino que exhibían sus gustos
de nuevos ricos comprando terrenos y haciendo construir chalets en Cala Cala, Queru-Queru, Muyurina,
124
compartiendo el mismo espacio urbano con antiguos residentes gamonales y respetables empresarios de otros
tiempos, incluso aspirantes de los estratos inferiores de la derrumbada estructura social oligárquica,
participaban de la carrera para cobrar distinción: pequeños comerciantes de las ferias, expiqueros, antiguas
chicheras, excolonos, pueblerinos con alguna fortuna, en fin toda una suerte de mezcolanza social, dirigía su
mirada a los nuevos barrios residenciales y los edificaba en medio de una alegre mixtura de moderno, seudo
moderno, ecléctico y popular. Luego no es posible pensar en una división social y espacial en este momento,
sino apenas en una ciudad donde las nuevas estructuras sociales y espaciales están en recomposición y
construcción.
Respecto a los otros interrogantes que se vinculan al primero, se puede afirmar que la diferenciación que
comenzó a materializarse en la década de 1940, entre la zona Norte moderna y considerada el nuevo hábitat
de las élites locales y regionales; y la zona Sur que comenzó a aglutinar a los estratos sociales premodernos y
al paisaje de desorden urbano opuesto a la racionalidad de la ciudad-jardín, hacia los años 60 se debilita, no
necesariamente en el sentido de una modernización del Sur, sino por el debilitamiento del sentido de
exclusividad del Norte. Los nuevos ricos compran tierras urbanizadas y quintas, sobre las que construyen
casas acordes con el estilo de la arquitectura racionalista que en aquél momento es el icono principal de la
distinción moderna, pero también las clases medias con menores recursos e incluso estratos sociales antes
totalmente excluidos de estos ámbitos por el alto costo de la tierra urbana, incursionan en este territorio,
edificando viviendas más modestas e incluso medias aguas65 , desdibujándose así el imaginario purista de
ciudad-jardín.
Bajo estas características de combinaciones heterodoxas, donde el mismo concepto de clase dominante se
hace opaco y difuso, el producto espacial, no puede tener sino rasgos similares. Las décadas que van desde
1950 hasta mediados de 1970, desde esta perspectiva, expresan un proceso de transición, es decir de
reconfiguración de la formación social regional y de su dimensión espacial, donde las viejas clases
desaparecen más o menos discretamente de la escena, y el vació que dejan es ocupado por una amplia y
abigarrada mixtura de estratos sociales que pugnan por alcanzar el nivel más elevado de la nueva pirámide
social en construcción. Es el tiempo, diríamos, digno de la inspiración de un “escribidor” de libretos de
radionovela mexicana o cubana anterior a Fidel, donde la bella mucama de la mansión aristocrática logra
robar el corazón del hijo de su patrón y consigue junto con su humilde entorno social y familiar, finalmente
alcanzar las cumbres del poder, la riqueza y la felicidad. En efecto, son tiempos de vanidades e ilusiones
alcanzables. Una de ellas: trasladarse de la humilde casita de la zona Sur o de una similar en una olvidada
provincia, a un flamante y distinguido chalet en el Norte, no es algo imposible y a lo largo de las décadas
anotadas, dicho sueño se materializa con intensidad, acompañada de variantes menos afortunadas como el
traspaso de lotes en zonas menos atractivas y periféricas, en favor de las antiguas clases subalternas,
65
Tipología habitacional de habitaciones en hilera ocupando el perímetro del lote y edificado progresivamente. Su
denominación hace alusión a la solución de la cubierta con una única caída o pendiente (media agua), que implica
la mitad de una solución de cubierta con dos caídas o dos aguas.
125
expiqueros, chicheras, comerciantes de la Cancha, antiguos artesanos, que de una u otra forma han adquirido
algún poder económico, al participar del reparto de esa suculenta torta que es la apropiación-expropiación de
los excedentes económicos que genera la agricultura de los excolonos dueños de la tierra hacendal, pero
quienes han quedado excluidos del mercado capitalista de los bienes que producen. El resultado, es una
mezcolanza de ciudad-jardín, campamento y periferia rural-urbana, poco densa, donde maizales y jardines se
disputan los espacios vacíos. Con curiosa coherencia este desorden espacial, expresa alegóricamente lo que
ocurre en la esfera de la sociedad urbana y regional de aquél tiempo.
La relación sociedad-espacio público no quedó al margen de este proceso, y como veremos, también
experimentó importantes recomposiciones. La ciudad de la segunda mita del siglo XX, ha dejado atrás la
inmovilidad secular de la aldea, tanto en relación a su amplitud física como respecto a su peso demográfico.
En relación al primer aspecto se produce un salto dramático: las 142 manzanas que definían el modesto
ámbito urbano a fines del siglo XIX y las 362 manzanas que revelaba el Censo Municipal de 1945, de las
cuales menos de la mitad estaban íntegramente edificadas, revelaban un crecimiento parsimonioso en la
primera mitad del siglo XX. En los años 40, como ya observamos, la ciudad inició un proceso de
transformación en su estructura física que ya no experimentará pausa alguna hasta nuestros días. A los
factores desencadenantes vinculados con los efectos sociales y económicos de la guerra del Chaco ya
mencionados, se añaden los resultantes de la Reforma Agraria y Urbana y la profunda recomposición de sus
estructuras sociales que experimenta la formación social regional. De esta manera, las ampliaciones del
Radio Urbana en 1939 y 1944 y la aplicación del primer Plano Regulador desde 1950 amplían la superficie
urbana a 1.562 manzanas, o sea, la ciudad, por lo menos en el orden jurisdiccional, amplía su tuición sobre
un territorio más de cuatro veces mayor al definido en 1945!
En relación al segundo aspecto, también se experimentan cambios fundamentales: la modesta población
urbana que revelaba el censo de 1900 (alrededor de 22.000 habitantes) alcanzan el 1945 a los 70.000, en
1950 sobrepasan los 80.000, en 1967 llegan a los 137.000 y se estimaba en 1971 de acuerdo a Guzmán
(1972), en 150.000, sin embargo el censo de 1976 reveló la existencia de algo más de 204.000 habitantes. Es
decir que tanto en términos físicos como demográficos la ciudad experimentó un cambio que rompe su
inmovilismo secular.
Bajo estas circunstancias, tanto el concepto de ciudad como de espacio público también se transforman. Lo
urbano, ya no es solo una alusión a un límite físico restringido donde unos y otros viven en vecindad y se
reconocen cotidianamente; tampoco el espacio público se reduce a unos pocos imaginarios de distinción en
unos casos, y de despliegue de labores feriales y ritos populares en otros. La idea de “modelo de ciudad”
introducido en los años 40, le ha dado al término urbano una aureola más técnica y abstracta: ahora se habla
de procesos de urbanización, de conglomerado urbano, de funciones urbanas, en fin, se alude a que lo urbano
es una forma compleja de asentamiento humano donde se combinan dimensiones espaciales, económicas,
sociales, culturales y de gestión técnica. Sin embargo, la razón técnica privilegia sobre todo, la idea de
126
“ciudad funcional”, es decir, la ciudad-artefacto que funciona armonizando sus partes (zonas unifuncionales:
comercio, vivienda, industria, etc.) a través de un fluido sistema vial o de tráfico. Por consiguiente, la ciudad
pasa a ser vista como una suerte de artefacto moldeable donde los antiguos valores culturales, los hábitos de
vida, las convivencias y los imaginarios se convierten en algo irrelevante. Se impone la idea de que la razón
del orden espacial debe imprimir su influencia para recrear el orden racional de la sociedad.
Similar situación tiene lugar con relación al concepto de espacio público. Este ámbito social de la ciudad
pasa a ser considerado en términos más abstractos como el área verde, es decir la mancha verde en el plano
de la ciudad. Se habla con frecuencia en las esferas de técnicos y administradores municipales de espacios
públicos como sinónimos de los espacios abiertos, de áreas libres, de superficies de cesión a la propiedad
pública, en fin, de los famosos pulmones de la ciudad. En suma, la idea de espacio público tiende a
manejarse desde dos niveles: como dato estadístico para ilustrar las bondades o defectos de los nuevos planes
de urbanización, y como tema de diseño: el área verde que debe ser proyectada dentro de los cánones del
diseño urbano, dando paso a la especialidad del paisajismo. Desde esta perspectiva, el espacio público se
convierte en objeto proyectual, es decir, en objeto que se resuelve organizando su estructura interna. El
proyectista modela el espacio: propone diversas cualidades espaciales combinadas con recorridos variados y
matizadas con un coqueto mobiliario urbano. Así, el significado de espacio público se reduce a la categoría
de objeto de diseño urbano y con ello pierde sus antiguas connotaciones: el sentido de encuentro de diversos,
el sentido de interculturalidad y de convivencia entre diferentes social y económicamente, el sentido
simbólico que le asignan los hábitos sociales, en fin, la cualidad de imaginario que construye la identidad de
los habitantes de la ciudad66.
Hacia fines de la década de 1960, la ciudad ya expresa una estructura funcional, ya es percibible, con un
poco de buena voluntad, identificar una zona comercial con rango sobresaliente por contener locales de
respetables empresas comerciales, distinguidos bancos y oficinas de prominentes abogados y otros
profesionales, además de importantes edificios de instituciones estatales; que se distingue de otro centro
similar, pero de menor rango, la Cancha como se comienza a denominar ese continuo de espacios
caprichosos que se extienden desde Caracota a San Antonio, y donde se aglutina en forma densa todo ese
comercio menudo y variopinto del potente universo popular cochabambino. Al lado de ambos centros que
tratan mutuamente de ignorarse, pero que interactúan, se organizan, siguiendo el léxico de los planificadores,
unidades vecinales, en realidad barrios-dormitorio de distinción o de alojamiento menos calificado. Los
primeros se denominan barrios residenciales y ocupan las tierras más húmedas y fértiles de la antigua
campiña (Cala Cala, Queru Queru, Muyurina, Mosoj Lhacta, Las Cuadras, Tupuraya, etc.); los segundo son
los barrios populares e incluso marginales, que luego serán mejor bautizados como los barrios de la Cancha
66
Así como ocurre con los modelos de ciudad funcional que estandarizan el paisaje urbano y lo convierten en ese
paquete anodino llamado “urbanismo internacional” equiparable a la, en general, no menos aburrida “arquitectura
internacional”; también a las áreas verdes urbanas les ocurre otro tanto: el mismo estándar de diseño de parques y
plazas se expanden por todo el mundo. Se habla de tipologías, pero simplemente morfológicas o funcionales, y
estas a manera de una plaga, se posesionan de todas las ciudades.
127
(Jaihuayco, Las Villas, la Chimba, Sarco, etc.), por que allí viven en forma mayoritaria, los comerciantes de
la popular feria.
Naturalmente, por los menos en los planos se produce una explosión de áreas verdes, que acompaña esta
expansión de la ciudad. De acuerdo a las fuentes que utilizó Augusto Guzmán (1972) a fines de la década de
1960, existían en la ciudad 66 “espacios verdes” y parques, además de 32 plazas. Fuera de las existentes
desde el siglo XIX, se añaden muchas más en las nuevas zonas que se integran a la ciudad. Así en la zona
Norte se pueden mencionar la plaza Luís Felipe Guzmán, el Parque Lincoln, y el Parque Franz Tamayo, entre
otros en Cala Cala; en Queru Queru, la Plaza Charles de Gaulle (4 de Noviembre o La Paz), la Plaza Ubaldo
Anze (Recoleta) y el Parque de Queru Queru; en la zona Sur, la Plaza Esteban Arce (San Antonio), el Parque
Canata, el Parque 14 de Noviembre, el Parque Progreso, la Plaza Jerónimo de Osorio (Curtiduría), Parque
Mariscal Santa Cruz, entre otros; en la zona central, la Plaza Cobija, la Plaza Busch y la Plaza Sucre. Sin
embargo, exceptuando las plazas de la zona central y unas pocas más, que realmente se libran al servicio
público, la gran mayoría apenas son terrenos abiertos nominalmente bautizados como plazas o parques en el
plano de la ciudad, pero sitios inhóspitos, cubiertos de maleza y convertidos en basurales. Por otra parte, pese
a la proliferación de plazas y parques, en realidad se trata de espacios pequeños (menos de una hectárea a
una hectárea) o medianos (algo más de una hectárea a tres) dispersos. Son el resultado de las cesiones que
para este cometido logra obtener el municipio, al aprobar los planos de fraccionamientos y urbanizaciones,
antes que el efecto de la aplicación de una política de formación de espacios públicos. Por ello, la ciudad-
jardín carece realmente de parques urbanos dignos de tal nombre.
Al respecto, Anaya (1965) destacaba que las zonas más favorecidas de la ciudad respecto a la vegetación
eran las del Norte, donde la abundancia de agua permitía la existencia de balnearios y huertos, en contraste
con el Sur, donde la densidad de población era mayor, pero era marcada la ausencia de áreas verdes y de
vegetación en general.
¿Que ocurre con los espacio públicos en la década de 1950 y 1960? Brevemente recordamos al lector, que al
filo de la primera mitad del siglo XX, los espacios públicos habían consolidado sus funciones, en unos casos
de exclusividad social y símbolos de modernidad; y en otros, de despliegue de la economía popular y de sus
hábitos culturales. La Revolución Nacional, sin proponérselo, trastrocó este orden urbano de los objetos
simbólicos:
Un síntoma precoz de esta nueva lógica ordenadora del espacio urbano fue sin duda la presencia de aquellos
actores sociales que la sociedad oligárquica había relegado hacia las periferias de la ciudad en su afán de
consolidar un espacio urbano a la medida de su imaginario social: un baluarte de modernidad que imitara en la
medida de lo posible los patrones occidentales de urbanización y que en consecuencia, erradicara o por lo
menos, hiciera invisibles todos los signos, evidencias y referencias de la cultura andina y de sus expresiones
mestizas.
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La intensificación de los conflictos sociales y las luchas políticas que precedieron al derrumbe del antiguo
régimen, que con frecuencia, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, llegaron al extremo de las
confrontaciones bélicas y profusos derramamientos de sangre67, trajeron consigo el fantasma de la temible
perspectiva del avance del mundo andino -sinónimo de barbarie en el referente ideológico señorial- sobre los
santuarios urbanos. Los rumores de motines plebeyos y de la marcha inminente de la “indiada” sobre los
pueblos del valle y la propia ciudad, poblaron de temores, pesadillas y oscuros presagios los días finales del
poder oligárquico. De hecho, no dejaba de ser aterrador como los más afiebrados espantos cobraban
dimensiones de realidad en el largo invierno de 1952, cuando el campo “levantaba la cabeza” y se diluía la
autoridad de la clase gamonal, en medio de asaltos a las haciendas y azotainas a los patrones en la plaza pública
de los pueblos del valle. Sin embargo la primera incursión de las hordas del campo probablemente desilusionó,
como ya observamos, a los portadores de los alarmantes rumores que corrían como reguero de pólvora:
En efecto, con motivo de las fiestas septembrinas de 1952, finalmente, las temibles huestes campesinas se
hicieron presentes en la ciudad para recibir a su líder Víctor Paz E. El recuerdo de los excesos cometidos por los
patrones y las temibles venganzas prometidas, no fueron el marco que guió el ingreso de estos nuevos
protagonistas sociales a la historia de Cochabamba
En realidad, las masas de Abril se contentaron con profanar el universo de modernidad de la clase señorial y
hacer sentir el retumbar de sus pututus y sus hojotas en las asfaltadas calles del centro de la ciudad, hazaña otrora
totalmente impensable. Pronto la ciudad con sus atractivos y novedades, se convirtió en un irresistible imán y en
una gran tentación para miles de campesinos que por fin se liberaban del encierro hacendal a que estuvieron
sometidos por generaciones. De esta forma las concentraciones campesinas en la ciudad por su enorme
frecuencia se hicieron algo rutinario, al punto que la prensa se atrevió a mostrar una postura crítica, y por
primera vez, se observó que los productores abandonaban el campo fascinados por los encantos urbanos.
La ciudad, esa vieja explotadora del campo, en medio del dislocamiento de los antiguos valores, si bien no sufrió
los castigos bíblicos con que fue amenazada, experimentó en 1952-53 un agudo desabastecimiento fruto no sólo
de la intempestiva “invasión” relatada, sino de la propia recomposición del mercado, y efectivamente, el
temporal abandono de los cultivos, la propia dinámica de la expansión mercantil se encargó de subsanar sin
mayores consecuencias. No pasaron de episodios anecdóticos, amenazas como las vertidas por el legendario
líder de Ucureña y diputado nacional José Rojas en 1962: “Tomaremos la ciudad de Cochabamba y pasaremos
al degüello a sus habitantes empezando por las autoridades”(El Mundo, 03/08/1962). Estas siniestras y bárbaras
expresiones, más propias de Atila o Gengis Khan, finalmente no servían para otra cosa que para llenar los
titulares de la prensa y no pasaban de simples bravatas con que se matizaban las luchas intestinas que
caracterizaron los años finales del régimen del MNR.
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La guerra civil de 1949, que confronto al MNR con los partidos de la vieja oligarquía, dio lugar a que Cochabamba
fuera bombardeada. Este hecho, en la década de 1950, todavía estaba fresca en la memoria de sus habitantes.
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Si bien no se produjo la temida invasión campesina a la ciudad, sí se produjo una intensificación de la expansión
mercantil, que no sólo consistió en un rápido crecimiento del comercio popular, sino en la incorporación a la
esfera del consumo de los nuevos protagonistas campesinos, que se convirtieron en pacíficos invasores, primero
en calidad de nuevos consumidores de todo lo que otrora les había sido negado, y más adelante, en calidad de
nuevos ciudadanos urbanos que fueron emigrando del campo a la ciudad. Veamos este primer aspecto que
influye sobre el espacio público: “Nos informan en el comercio, que el campesino ya no se contenta con
‘curiosear’ apegado a las vitrinas de los escaparates, sino que entra en la tienda, averigua el precio y compra
tales artículos como zapatos, camisas -que antes les tejían sus mujeres- y hasta corbatas” (El País, 22/09/53).
Esta incorporación de excolonos y pegujaleros al mundo del consumo determinara significativas consecuencias.
Para satisfacer a estos estratos de nuevos demandantes, pronto el negocio de tocuyos, franelas, casimires y
artículos de plástico bajo la forma de diversos utensilios que tendieron a desplazar a la cerámica tradicional,
entraron en auge e inundaron el mercado local y regional. La transformación de los ‘indios’ en ‘compañeros’ y
‘vallunos’ tuvo esta otra connotación, que como veremos más adelante, también repercutirá en las
transformaciones que experimentará la ciudad, es decir, la mutación que sufre la feria de Cochabamba y las
ferias provinciales, que abandonan su carácter campesino y se transforman en verdaderos campamentos de
comerciantes de clase media que organizan verdaderos bazares con una miscelánea infinita de mercancías.
Esbozando una interpretación y reflexión sobre los hechos relatados se puede anotar que, en tanto las
movilizaciones campesinas de 1952-53 barrían con los últimos resquicios del poder hacendal y subvertían
irreversiblemente la estructura económica y social que dominaba la vida rural, Cochabamba no quedó ajena a
estas masivas movilizaciones sociales. Sin embargo, su sentido no fue de revancha y destrucción, sino de
invasión simbólica de los sitios sagrados para la vieja oligarquía (la plaza de armas, el paseo del Prado, etc.),
pero además de exploración del desconocido mundo urbano, y que finalmente concluyó en una suerte de
encantamiento por las luces, los colores y las maravillas que oferta el universo del consumo. De la ciudad
despótica se pasó a la ciudad-imán que luego atraerá a decenas de miles de emigrantes rurales.
Las luchas populares antioligárquicas, no apuntaban tan solo a derribar el sistema de haciendas coloniales y a
expropiar supuestas acumulaciones de riqueza, que a inicios de la década de 1950, como ya pusimos en
evidencia, eran más alegóricas que reales. En realidad, el énfasis principal de las movilizaciones campesinas que
tomaron la ciudad en los primeros años de las década de 1950, se dirigían, sobre todo, a profanar y desmantelar
el aparato ideológico-cultural que habían erigido en la ciudad los antiguos patrones, que de esta forma
proyectaban la sombra del vasallaje más allá de las relaciones de producción. La ciudad de Cochabamba estaba
cargada de símbolos físicos e ideológicos que representaban el viejo orden. No sólo los tímidos despliegues
modernistas, como la renovación arquitectónica de la vivienda de clase alta, la configuración inicial de los
nuevos barrios bajo el modelo de ciudad-jardín, la delimitación de un perímetro de calles asfaltadas y limpias de
donde se expulsaron las repudiadas chicherías y la cuidadosa separación entre la “ciudad moderna” y la “aldea
de mestizos” de la zona Sur; sino también, las rígidas prácticas sociales impregnadas de prejuicios racistas, que
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apenas admitían la presencia de indios en algunos escenarios urbanos como la Plaza de Armas, el paseo de la
Alameda, etc. como parte de la servidumbre y las obligaciones servidumbrales que les dictaba el antiguo patrón.
Por ello, lo que más alarmó al vecindario no fue la presencia de indios en la zona Sur, sino la osadía de pasearse
y acampar en la plaza 14 de Septiembre, la Plaza Colón y el Prado y deambular por la zona Norte, ensuciando
los lugares públicos y convirtiéndolos en sitios de celebraciones báquicas.
Las formas de transgresión a estos santuarios, considerados los últimos baluartes de la oligarquía, adquieren el
tono simbólico de profanar dichos lugares sagrados vedados a mestizos, cholos e indios, pero no destruirlos. Las
marchas y manifestaciones adquieren este carácter de apropiación simbólica de los espacios públicos por las
antiguas clases subalternas. La transformación de la Plaza 14 de Septiembre, la Plaza Colón y el Prado en
campamentos de indios y escenarios de fiestas y francachelas, como se mencionó, tuvieron ese sentido de violar,
tomar y ridiculizar las odiosas prohibiciones. Por ello, más que las noticias de haciendas saqueadas y patrones
flagelados, el trago más amargo que tuvieron que apurar las desplazadas élites, fue su impotencia ante la
profanación de su mundo y sus valores.
Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo sin que estas formas simbólicas de toma de la ciudad avanzaran hacia
expresiones más radicales. Ciertamente existían necesidades y demandas más apremiantes: los problemas
urbanos eran muy agudos y las distancias materiales entre las zonas urbanas trazaban gruesas diferenciaciones y
francas segregaciones sociales. La pobreza urbana no sólo era estrechez económica, sino además era sinónimo
de extremos padecimientos en materia de vivienda y servicios básicos. Los viejos pleitos entre dueños de casa e
inquilinos tendieron a cobrar nuevo vigor.
Las aspiraciones legítimas para encontrar un sitio digno para vivir en la ciudad, contrastaban agudamente con la
capacidad de ésta para brindarles oportunidades razonables. Al lado de las visiones optimista que veían una
ciudad en plena transformación, miradas menos exaltadas hacían un balance severo sobre lo que realmente había
o no había cambiado en la ciudad. Efectivamente añejos problemas: insuficiente dotación de agua potable y
alcantarillado, un deficiente servicio de energía eléctrica, perenne mal estado de las calles, deficientes
condiciones de salubridad, transporte urbano precario, a lo que se sumaba el incremento de la pobreza urbana y
el álgido tema de la penuria habitacional, delineaban un cuadro de contraste marcado con los pequeños islotes de
ciudad-jardín y el oasis de centro comercial moderno que parecían flotar sobre este mar de necesidades.
La realidad urbana hasta ese momento escondida debajo de los escaparates de la vitrina modernista (el desarrollo
urbano de la zona Norte, los nuevos parques y plazas, los nuevos hoteles, cines, etc.), a los que usualmente la
prensa solía dar gran despliegue, escondía las limitaciones de este esfuerzo modernista y la relatividad del
desarrollo urbano. A más de una década de la Revolución de Abril, dicha realidad urbana mostraba las
profundas contradicciones existentes en el ordenamiento de los espacios urbanos y en la calidad de vida urbana
que propiciaban. Las zonas populares del Sur de la ciudad permanecían con la misma fisonomía de rancherío
rural de comienzos de siglo, el casco viejo como la denominaron los urbanistas de los años 40, se reducía a un
perímetro de diez cuadras asfaltadas en torno a la Plaza de Arma, en cuyo interior tímidamente asomaban
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escasos ejemplos de arquitectura moderna, apenas suficientes para disimular precariamente la fragilidad de los
despliegues modernistas, más ideológicos que materiales. Los nuevos barrios del Norte, Este y Oeste que se
constituían en el principal aporte a la conversión de la gran aldea en ciudad, no estaban totalmente consolidados,
pese a que en ellos se intentaba reproducir la ciudad-jardín. En fin los viejos problemas y miserias de hacia
cincuenta años y más estaban plenamente vigentes e incluso se habían incrementado, pese a los profundos
cambios sociales que introdujo la Revolución Nacional. Sin embargo una evaluación más cuidadosa del proceso
urbano en los años 50 y 60 muestra, como veremos a continuación, movimientos de participación popular que
introducen otras alternativas y otros ingredientes en la visión, tal vez muy tecnocratica y poco apegada a la
realidad, de la planificación urbana, y que tomando como motivación cuestiones concretas como la aguda
demanda de tierras urbanas y la extrema penuria de vivienda, propiciaron formas distintas de producción de
espacio urbano y de concepción del espacio público con relación a los modelos vigentes.
Uno de los factores de mayor gravitación en el nuevo giro que se produce en la ciudad a partir de la segunda
mitad del la década de 1950, es el agravamiento de la crisis habitacional, la escalada especulativa de los
arriendos, pero también la continua elevación de los valores inmobiliarios. Los conflictos que incuban estos
problemas giran en torno a la extrema concentración de la tierra urbana en manos de un sector minoritario de la
población. Según los datos del Censo Municipal de 1945, unas 5.600 viviendas estaban en manos de 3.400
familias, lo que representaba un promedio de 1,64 viviendas por cada familia propietaria. En realidad era
frecuente que un terrateniente, un comerciante próspero y hasta un acaudalado licitador del impuesto a la chicha
poseyeran dos, tres e incluso más casas, tanto en el casco viejo como en las nuevas zonas urbanas, sin contar
extensos terrenos suburbanos que con la ampliación del radio urbano, se convirtieran en verdaderos latifundios
urbanos. En el otro extremo se situaban algo más de 9.000 familias obligadas a resolver el problema de la
residencia a través del régimen de alquiler y otras formas de locación.
La crisis habitacional mencionada. que se manifiesta con tonos agudos en los años 60, tiene este antecedente. La
ausencia de políticas estatales y municipales para enfrentar la aguda demanda de tierra y vivienda terminarán en
francas invasiones a predios municipales. Las víctimas serán los escasos espacios públicos que se preveían para
la zona Sur, concretamente las colinas de San Miguel y Cerro Verde, cuya ocupación por un aguerrido sindicato
pro-vivienda, no solo desatará un prolongado conflicto con el Municipio, sino se convertirá en un típico
movimiento social urbano que introducirá las pautas de la ocupación irregular de suelo urbano y la
autoconstrucción de vivienda que se practicará con amplitud en las décadas siguientes.
Los conflictos desatados en torno al derecho al lote y a la vivienda, permiten establecer una otra faceta de la
relación espacios públicos-sociedad en la segunda mitad del siglo XX. La Revolución Nacional más allá de sus
medidas trascendentales, tuvo la virtud de desnudar las contradicciones urbanas escondidas hasta ese momento.
Echar luz sobre el lado oscuro de la modernidad cochabambina. Por una parte, quedo a descubierto la frágil base
técnico-administrativa sobre la que reposaba el Plano Regulador, pero más aún su inconsistencia respecto a la
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lectura que se hizo y se hacía de la realidad urbana y del impacto que los acontecimientos que derrocaron al
régimen oligárquico, tenían sobre la ciudad. No se renunció a la idea de materializar el modelo de ciudad
moderna, es más, las nuevas élites en proceso de consolidación, rápidamente adoptaron la propuesta de hacer de
la zona Norte, la residencia de quiénes podían pagar el costo de vivir el sueño de la ciudad-jardín.
Simultáneamente, la misma lógica que valoriza las tierras de las zonas residenciales del Norte y el Este, también
valoriza el caótico entorno que rodea la actividad ferial. Pronto las visiones técnicas en las que se apoya ese
conjunto heterogéneo bautizado como los nuevos ricos que aspiran a materializar la ciudad moderna, un espacio
que consideran digno de su condición de herederos de los rancios gamonales, entra en choque frontal, con los
que, a contrapelo de las recetas del urbanismo moderno, proponen que la relación vivienda-trabajo merece toda
la atención, en tanto los ornamentos y los adornos –calificativo con el que, los sindicatos pro-vivienda, aludían a
los espacios públicos- podían esperar.
De esta manera, dichos espacios son interpelados y transformados en espacios de vivienda por la vía de los
hechos consumados. Pero aquí surge una nueva pregunta: ¿Más allá de las razones sociales, del fracaso de las
políticas habitacionales del Estado y de la inoperancia y frustración en la que acaba la Reforma Urbana, que
otros motivos construyeron un imaginario urbano popular opuesto a los valores del urbanismo occidental?
Pregunta complicada que a manera de conclusión de esta parte, intentaremos responder.
No es posible poner una fecha a la vieja tradición popular de la cancha como imaginario de lugar de
intercambio, lugar de encuentro, lugar festivo, finalmente como evocación simultánea de ciudad de mestizos, de
vallunos, de pueblo explotado que encuentra una nueva oportunidad; en oposición a la ciudad planificada, a la
ciudad de la razón moderna que piensa el espacio urbano como un problema geométrico de zonas y vínculos,
pero en el fondo como el escenario donde las nuevas élites deben ser los actores del desarrollo urbano, dejando
bajo el tapete, invisibilizados a los impertinentes migrantes que hacen crecer la actividad ferial. Los iconos que
representan ambas maneras de ver la ciudad giran en torno a dos maneras, nuevamente contrapuestas, de ver el
espacio público: para los primeros, este es el área verde, la plaza, el parque, pleno de pulcritud y colorido, ese
espacio coqueto que realza el valor del suelo urbano de su entorno y que pese a su aire de cementerio, por lo
solemne y vacío, le proporciona jerarquía al barrio residencial.
Para los otros, el ritmo pesado de ganarse la vida diariamente no deja tiempo para devaneos estéticos, por ello, el
espacio público es el lugar de trabajo (la Cancha), aquí sienten que cumplen una función dentro de la ciudad, que
su ejercicio del regateo con sus encumbradas caseras, les hace sentir ciudadanos. Este sentimiento se hace más
fuerte en la medida en que logran ser propietarios de un inmueble “bien ubicado”, imaginan con mayor precisión
que los urbanistas, que los alrededores de la Cancha tienen un enorme futuro y que allí el suelo llegará a ser tan
cotizado como el oro. Bajo esta lógica, San Miguel, Cerro Verde, Huayra Khasa, Alto Cochabamba, etc. no
pueden ser otra cosa que espacios de alojamiento, utilizarlos de otra manera sería un desperdicio, peor aún
cuando a título nominal de respetar áreas verdes, se les pide sacrificar su condición humana viviendo en
condiciones de hacinamiento y precariedad inconcebibles. Pronto esta denominación técnica con la que se alude
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al espacio público, asume significados represivos para los habitantes que rodean el mercado ferial, por ello su
reivindicación, que suena incivilizada: “antes que los ornamentos y las áreas verdes, las viviendas” define la
forma práctica de resolver la crisis urbana de ese momento. En fin, el imaginario de espacio público que
construye el antiguo pegujalero, el excolono, el viejo artesano, el exminero, el exarriero, todos convertidos en
pequeños comerciantes que viven y sobreviven gracias a la feria, no es otro, que aquel espacio bullente de
caseros y oportunidades. Solo gradualmente, algunos de ellos, a medida que la fortuna les va sonriendo, también
van cambiando su percepción sobre la ciudad y dirigen su mirada hacia el Norte, y aunque no terminan de
digerir la cuestión de las áreas verdes, entienden que de alguna manera éstas se vinculan al valor de sus recién
adquiridos lotes.
Otra transformación, a la que ya se aludió en más de un párrafo anteriormente, fue la conversión de la feria
campesina en “mercado central de ferias”, es decir, en un centro comercial popular, al estilo de un bazar árabe o
persa, donde era posible encontrar todo tipo imaginable de mercancías. Pero vayamos en orden, analizando
previamente el contexto en el que se verifica esta transformación y los factores que determinan la misma:
El centro comercial, denominativo que tomó el centro histórico de la ciudad en la década de 1940, distaba
mucho de expresar realmente el poderío comercial de la ciudad. Lejos de dar paso a audaces emprendimientos
de renovación urbana, apenas se había intentado “decorar” el llamado casco viejo, con un tenue manto de
fantasía. Resultaba curioso observar que sólo fracciones de las plantas bajas de los antiguos caserones,
transformados en tiendas, habían sido “disfrazados” con luces y oropeles para crear la ilusión de “gran
comercio”, en tanto las plantas altas continuaban ostentando sus tradicionales balcones, sus vetustos aleros y
toda una densa atmósfera donde todavía eran observables los valores del no muy lejano pasado. En los años 50,
muy puntualmente y con mucha timidez y cautela “asomó” la arquitectura comercial moderna: algunos hoteles,
el edificio de la Cámara de Comercio, el edificio de la H. Municipalidad y unos pocos edificios de renta sobrios
en su intención de adherirse a las corrientes racionalistas de la arquitectura de esos años. Aún así, las grandes
firmas, las importadoras, los negocios modernos de súbditos judíos, palestinos, alemanes, españoles, etc., no
pasaban de ingeniosas adaptaciones de viejas edificaciones no proyectadas para recibir tales actividades.
Junto con este comercio formal que aspiraba representar la alicaída modernidad de inicios de la década de 1950,
surgió, esta vez con plena pujanza, una febril expansión del comercio callejero: en efecto, la Cancha en los años
50 llegó a su apogeo en relación a tiempos pasados. La famosa plaza de Caracota y más adelante, la Plaza del
Ferrocarril (Fidel Aranibar) y la Pampa se convirtieron en escenarios muy semejantes a “mercados persas”,
donde las tradicionales “llantuchas” campesinas fueron paulatinamente reemplazadas por casetas, kioscos y
galpones de calamina; los toldos fueron sustituidos por plásticos, y el “sabor campesino” de la feria dio paso a
una curiosa mezcolanza “mestiza”, donde era posible encontrar desde el tradicional maíz, la chicha y las
exquisiteces vallunas, hasta los objetos más sofisticados producidos en lejanas y modernas factorías industriales.
La crisis económica que acompañó a los primeros años del régimen de la Revolución Nacional, dio curso a un
proceso de especulación con la divisa norteamericana de grandes proporciones, fenómeno que fue
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poderosamente estimulado desde las propias esferas gubernamentales, al permitir la continuación del irracional
sistema de múltiples tipos de cambio implementada desde mediados de la década de 1940, así como el
complicado sistema de distribución y racionalización del consumo de productos básicos. De esta forma floreció
un vigoroso comercio informal promovido por los privilegiados pescadores de este rió revuelto, es decir los
“diviseros” y los “cuperos”, quienes gracias al favor político y al establecimiento de verdaderas redes de
corrupción, provocaron, por una parte un vertiginoso desabastecimiento de artículos de primera necesidad, y por
otro, mediante el contrabando, la implantación de un distorsionado sistema de abastecimiento que terminó
legitimando los famosos “mercados negros” haciendo zozobrar al comercio y la industria legalmente
establecidos El inicio de la expansión comercial en Cochabamba coincide con el panorama antes descrito
(Solares, 2021).
No es necesario apelar a mucha imaginación para suponer que los métodos que permitieron amasar grandes
fortunas y alentaron la expansión de los llamados “mercados negros” que transformaron las ferias tradicionales
en campamentos de ofertantes irregulares de todo tipo de mercaderías imaginables, se vinculan con prácticas
comerciales ilegales como el contrabando y la especulación con divisas. Pero no sólo los “cuperos” y los
contrabandistas fueron los responsables de esta transformación, sino también los “rescatiris” que febrilmente se
dedicaron a rescatar productos agrícolas y pecuarios desarrollando mecanismos que exacerbaron los términos
desiguales del intercambio entre campo y ciudad para a su vez, intensifican la apropiación de mayores niveles
del excedente económico generados por el sector agrícola. Veamos entonces, con mayor detalle, la realidad de
las actividades feriales urbanas, y en general de todo aquel comercio popular que se expandió raudamente en la
década de los años 50.
Las ferias campesinas se constituyeron en la alternativa válida del abastecimiento urbano desde los tiempos
coloniales, cuando semanalmente la propia plaza de armas era parcialmente ocupada por ofertantes de productos
agrícolas. En el siglo XVIII esta actividad que había desbordado la vieja “recoba” fue trasladada a la Plaza de
San Sebastián, donde se mantuvo a lo largo del siglo XIX, expandiéndose hacia la “Pampa de las Carreras”
(hoy Av. Aroma) y San Antonio. De allí fue transferida a fines del XIX e inicios del XX a Caracota, y en parte a
la Plaza Corazonistas o “Plaza del Camal” y a la Recoba de la calle 25 de Mayo o “Mercado de la Carbonería”,
para concentrarse, desde loa década de 1920 más o menos, en el primer lugar citado (Caracota o Plaza
Calatayud), lugar del que finalmente fue trasladado a la Pampa, a mediados de los años 60 68, lugar que comenzó
a ser conocido popularmente como “La Cancha”69, aun cuando la plaza Calatayud mantuvo su carácter de
mercado de abastecimiento y comercio.
68
Con motivo de este traslado, el Municipio propuso construir el Mercado central y de Ferias, en la denominada
Pampa, un espacio abierto situado entre las colinas de San Miguel y Cerro Verde y, la Estación de Ferrocarril,
pretendiendo formar frente a este último el denominado Parque del Sur. Estos planes dieron origen al conflicto de la
invasión de las citadas colinas antes descrito, dejando sin efecto los mencionados proyectos.
69
La palabra "Cancha" era empleada para designar los patios o corrales amplios y cercados con muros de adobe, que
servían para las transacciones comerciales desde tiempos remotos. Contemporáneamente se pasó a designar así cualquier
espacio abierto donde tenía lugar una actividad ferial.
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Hacia 1958-59 se decía que la feria de la Plaza Calatayud era la de mayor importancia para el abastecimiento
urbano, y por ello, los precios de los productos agrícolas que allí se ofertaban, operaban con características
semejantes a una “bolsa de valores agrícolas”, que regulaba los términos del intercambio en el resto del sistema
ferial e influía en el comportamiento de la economía urbana (Anaya, 1965). Se estimaba que a esta feria
concurrían, un promedio de 15.000 personas, lo que representaba un 15% de la población urbana, la misma que
era atendida por unos 2.000 comerciantes:
Un 20% de ellos, constituido por campesinos de las comarcas vecinas. Instalan sus puestos de venta en galpones,
en toldos o sobre el suelo al aire libre. La Feria se asienta sobre una superficie aproximada de 2 Ha. dada la
enorme afluencia de compradores y vendedores, se plantean serios problemas de circulación. El
congestionamiento es enorme (Anaya, Obra citada: 95).
Es difícil establecer el monto de las transacciones que tenían lugar en un día de Feria. En la monografía de
Anaya se sugiere que esta cifra, en 1957, ascendía a Bs. 200 millones (unos 25.800 dólares), que representaba un
movimiento anual de 20.800 millones de bolivianos (unos 2.683.870 $us.) equivalentes a un 18.5% de las ventas
registradas por el comercio legalmente establecido (Anaya, obra Citada). En contraste con este punto de vista, la
opinión de Guillermo Aldunate70, el imponente Jefe de Mercados, es que en un día de feria en 1955, este monto
de transacciones ascendía a 600 millones de bolivianos (unos 200.000 $US.!). (El Pueblo, 18/08/1955).
Evidentemente, si consideramos que la estimación de 1957 era muy conservadora, la de 1955 resultaría
francamente exagerada, pues obviamente este pujante comercio no presentaba altibajos de esta naturaleza. Tal
vez un promedio más prudente sería estimar que la Feria movilizaba montos superiores a los 50.000 dólares y en
algún caso próximo al doble de esta cifra, la misma que no sólo representó un importante porcentaje del volumen
de ventas del comercio legal, sino que era equivalente a este o incluso superior71.
No cabe duda que las viejas ferias de arrenderos y piqueros habían quedado atrás, pero había permanecido la
Cancha como un símbolo andino que había sido adoptado por el espíritu pragmático de los mestizos, que si bien
eran antiguos protagonistas del escenario ferial, ahora reforzaban su vigencia en calidad de actores principales.
Se adoptó la organización espacial del intercambio nativo y se la “urbanizó”, pero al mismo tiempo ese mismo
pragmatismo comenzó a erradicar lo superfluo y a apropiarse de aquello que se juzgaba útil, no ya para la
finalidad del viejo trueque, sino para el funcionamiento adecuado de una original economía de mercado, donde
la paulatina erradicación del toldo campesino (o llantucha) y la galponización de los ámbitos comerciales, así
como la sustitución del tocuyo y la bayeta para preservar las mercancías por plásticos y polietilenos, si bien
cambió formalmente el espectáculo, no modificó su esencia y su despliegue, pues el resultado no fue un intento
de “modernizar” el mercado, y ni siquiera de cubrirlo de ropajes que tuvieran esa intencionalidad: las grises
calaminas, las arcaicas “casetas”, las toscas estructuras metálicas, los callejones ófricos cubiertos con infinidad
70
Este fue el personaje casi legendario, que imponía su respeto y el temor a la autoridad, tan mermada en aquellos
tiempos. Ejerció su cargo por varias décadas.
71
Si se asumiera a título de simple comparación, sin mayores pretensiones, que el promedio de ventas alcanzaba
semanalmente la cifra de 50.000 dólares, es decir unos 2.400.000 $us. anuales y lo comparamos con los 8.760 millones
de Bs. anuales (unos 2.737.500 $us.) que alcanzaron las ventas del comercio mayorista en 1956 (El Pueblo, 1º/01/1956),
podemos percibir que el comercio de la Cancha no era nada desdeñable.
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de vestimentas y telas, a manera de curiosas banderas multicolores, no buscaban un efecto estético, sino apenas
soluciones de emergencia, soluciones prácticas a que apelaban los nuevos estratos emergentes -rescatiris,
cuperos, contrabandistas, etc.- para consolidar algo que en su inicio apenas fue un frágil “mercado negro” o
paralelo, en medio del torbellino de la crisis, para articularlo al viejo modelo ferial, del que toman el concepto
pero no la forma, introduciendo nuevos componentes que establecen un caos formal y hasta chocante por su
aparente irracionalidad, pero que en esencia posee el orden exacto que requería y aun requiere el funcionamiento
de este comercio, formalmente “popular” pero fuertemente regido por las leyes de la economía mercantil
capitalista.
Un hecho que por su importancia y magnitud no puede ser pasado por alto, es la formación del mayor espacio
público de la ciudad y la región: el Parque Tunari, que en su momento se constituyó en una respuesta al impacto
ambiental que significó el acelerado avance de la urbanización hacia la zona Norte afectando los sistemas
naturales de drenaje de las aguas que bajan de la cordillera hacia su colector natural, el río Rocha. El acelerado
crecimiento que experimentó la ciudad, particularmente a partir de los 50, agravó aun más esta situación, no sólo
porque se intensificó la destrucción de la flora natural y los sectores boscosos que abundaban en las campiñas
que rodeaban la ciudad para dar paso a la urbanización, sino que el impulso de esta al invadir los faldeos
cordilleranos del Norte, fue destruyendo la vegetación de soporte y encause de innumerables torrentes. La
destrucción de este manto de vegetación natural abrió curso a un intenso proceso de erosión y al inusitado
avance de los eriales y pedregales en sustitución de la antigua cubierta que adoptaba la forma de monte bajo y
pradera. Los riachuelos mansos que descendían del macizo cordillerano, al encontrar debilitado y desprotegido
de vegetación su cauce natural, tendieron a ensanchar y modificar el mismo, convirtiéndose en peligrosos
torrentes, que comenzaron a poner en peligro el desarrollo de las nuevas zonas urbanas.
En 1948, como una consecuencia de la expansión de la ciudad sobre la campiña de Cala Cala y Queru Queru y la
consecuente afectación de los torrentes que descendían de la cordillera, se produjeron los primeros desbordes de
torrentes que afectaron asentamientos urbanos. Estas situaciones se repitieron en 1958, una vez más, las ahora
denominadas torrenteras de Mayorazgo, Aranjuez y Cala Cala se desbordaron de su cauce natural (El Pueblo,
24/01/1958). Como consecuencia de estos hechos se comprobó que las zonas de Linde, Rosedal, Calampampa,
Taquiña y aledaños se encontraban en inminente peligro por la acción de las aguas y mazamorras que arrastraban
las quebradas de Tirani y Chaquimayu (El Pueblo, 26/01/1958). Dicho peligro en realidad se materializó con el
total anegamiento de la zona de Calampampa por efecto del desborde de la quebrada de Chaquimayu la noche
del 21 de enero de 1958 (El Pueblo, 31/01/1958).
Estos hechos, motivaron no sólo alarma, sino la búsqueda de soluciones que fueran más allá de la simple
limpieza y dragado de las numerosas quebradas que amenazaban la zona Norte de la ciudad. Un antecedente
importante eran los planteos que contenían los estudios del Anteproyecto del Plan Regional del área de
influencia inmediata de la ciudad y el propio Plano Regulador, que contemplaban la forestación del sector
afectado por torrenteras. En función de ello, se planteaba la necesidad de evitar y conciliar el avance de la
137
urbanización hacia zonas de riesgo y definidas como destinadas a formar parte de un Parque Nacional, que pasó
a ser mejor conocido como Parque Tunari. A este respecto el Arq. Jorge Urquidi puntualizaba: “En las zonas
factibles de urbanización solamente se permitiría la formación de huertos agrícolas en una extensión suficiente,
quedando prohibidos los fraccionamientos y una densidad de edificación máxima del 5%” (El Pueblo,
30/04/1959). Sin embargo, la iniciativa de mayor significación y tomando como marco de reflexión las
consecuencias de los desbordes de las torrenteras de enero de 1958, fuer plasmada en un extenso artículo bajo el
título: “Un grave peligro amenaza a la población de Cochabamba”, los autores, los señores Jorge A Ovando,
Eduardo Tardío y Benno Marcus elaboraron una propuesta más específica que pasamos a sintetizar, dada su
importancia:
Inicialmente este estudio realizaba un análisis retrospectivo para mostrar que los valles centrales de Cochabamba
estuvieron sometidos a severas agresiones a su marco natural, prácticamente desde la llegada de los españoles
quienes introdujeron la peligrosa y dañina práctica de las talas indiscriminadas y la “roza a fuego”, es decir la
costumbre de habilitar tierras como zonas de cultivo o pastoreo mediante la destrucción de la flora nativa y el
manto vegetal natural a través de la acción del fuego. A tiempo de hacer un repaso de la insuficiente legislación
existente para preservar los recursos naturales, señalaban a manera de antecedente sobre el agravamiento del
problema de las torrenteras, lo siguiente:
Particularmente grave es el problema que afecta a toda la zona Norte de la ciudad de
Cochabamba, incluidas las zonas del Temporal y de la Cordillera del Tunari. Precisamente
a partir de 1952, como consecuencia de la Reforma Agraria y de la falta de cumplimiento de
su objetivo relativo a la conservación de los recursos naturales, se ha venido practicando a
un ritmo vertiginoso la tala indiscriminada de la vegetación de la zona, así como la
aplicación del sistema de roza a fuego de pajonales y matorrales (...) En la región del
Temporal los grandes propietarios que han seguido los procedimientos de afectación
contemplados por el Decreto-Ley de Reforma Agraria, han procedido a la tala de las
especies forestales existentes en la zona, con un criterio absolutamente contrario a una sana
política de conservación de estos recursos y al parecer, con el fin de obtener ingresos que
ellos estimaban perdidos como consecuencia de la Reforma Agraria. Por otra parte, los
campesinos del lugar y otras personas, vinculadas con algunas actividades artesanales han
procedido a talar los matorrales en forma arbitraria. Como consecuencia de esto, la región
del Temporal que hasta hace algunos años conservaba todavía una capa de vegetación
bastante apreciable ha perdido esta protección vegetal. A ello se añade que los vecinos de
la zona y personas dedicadas a la industria de la construcción han procedido a recolectar
piedras con remoción de tierra, lo cual sumado a la falta de protección vegetal, ha dejado la
zona en condiciones de ser atacada por la erosión (El Pueblo, 20/11/1958).
En suma a manera de un diagnostico se ponía en relieve que la intensa depredación de la flora natural “sometida
durante siglos a la acción del fuego y del hacha”, dado el agudo proceso de erosión y desertificación resultante,
terminaron por convertirse en una amenaza para la ciudad, al transformar los torrentes naturales en corrientes
descontroladas, cargadas de materiales (piedras, tierra, lama, etc.) que la cubierta natural destruida ya no podía
retener, dando lugar a la formación de grandes conos de deyección que inutilizaron extensas zonas cultivables,
además de causar estragos en las nuevas urbanizaciones. En vista de esta situación, los citados autores
138
planteaban concretamente la creación de un parque nacional como la forma más eficaz de evitar una mayor
destrucción de los recursos naturales, un mayor avance de los conos de deyección, un agravamiento de la acción
destructiva de las torrenteras y un necesario freno a la expansión urbana. Al efecto realizaban la siguiente
propuesta (El Pueblo, 21/11/1958 y ediciones siguientes): La extensión del parque abarcaría unos 300 Km2.,
desde la Avenida América al Sur hasta las cabeceras del río Tablas al Norte, desde la primera quebrada de
Tupuraya al Este hasta la quebrada de Alisukhasa al Oeste. A continuación se proponía la existencia de cinco
grandes zonas: zona de las campiñas, zona de temporal, zona de la vertiente Sur, zona de las cumbres y
altiplanos y zona de los bosques naturales.
Respecto a las zonas de urbanización que incluyen los territorios de Sarco, Mayorazgo, Calampampa, Cala Cala,
Queru Queru, Aranjuez y Tupuraya que correspondía a la primera zona (de las campiñas), se sugería que sólo se
permitiera la aplicación de las disposiciones de la Reforma Urbana, evitando una mayor densificación. Al
respecto los proyectistas señalaban que las urbanizaciones intensivas de estas áreas “no correspondían a una
visión adecuada”, en función de la situación topográfica y por encontrarse atravesadas por torrenteras que con
frecuencia se desbordaban. Por todo ello solicitaban: a) Estudios de las urbanizaciones existentes introduciendo
modificaciones convenientes y anulando los permisos de construcción en todas las zonas de riesgo, así como
prohibiendo totalmente la tala de árboles. b) Crear franjas forestales de 10 a 20 mts., a lo largo del curso de los
torrentes72. c) Crear áreas verdes extensas en las zonas citadas.
Pese a la integralidad y consistencia de la propuesta, la misma no encontró mayor eco en las autoridades y
finalmente no fue aplicada en su forma original, sin duda por que se afectaban intereses ligados al mercado
inmobiliario muy sensibles. Por ejemplo, la zonificación planteada alteraba significativamente la dinámica de la
expansión urbana imperante en ese momento. La idea de reducir la urbanización de la campiña a la simple
aplicación de la Reforma Urbana, era algo que no sólo modificaba significativamente lo dispuesto por el Plano
Regulador, sino sobre todo, afectaba profundamente los intereses de grandes y medianos propietarios ansiosos de
captar rentas inmobiliarias en una circunstancia que juzgaban propicia para los negocios de tierras
Finalmente, la creación del Parque Nacional Tunari fue sancionada por el Decreto Supremo No. 06045 de
30/03/1962. El texto original fue autoría del Arq. Jorge Urquidi y gestionado por el Senador Fernando Ayala
Requena y el Dr. Héctor Cossio Salinas. Esta disposición definía en su primer artículo como área afectada por el
Parque: al Norte, la ceja de monte en la región de Tablas, al Sur la Avenida de Circunvalación, al Este la
Quebrada de Arocagua y al Oeste la Quebrada de la Taquiña. El artículo segundo declaraba la utilidad y
necesidad pública los terrenos comprendidos dentro de la jurisdicción del Parque. El artículo tercero fijaba los
alcances de un Plan General de Construcción del Parque. El Artículo Séptimo definía que los fondos necesarios
para este emprendimiento provendrían de las arcas fiscales, del producto de la venta en subasta pública de
especies forestales comerciales, del 2% del presupuesto anual prefectural y del 2% del presupuesto municipal,
así como de partidas que se voten en el Presupuesto Nacional.
72
En realidad el perfil de estas franjas de seguridad resultaba insuficiente, el criterio actual es de un mínimo de 30
mts., existiendo situaciones en que este es ampliado.
139
De esta forma se materializó un gran parque limitando el avance de la urbanización hacia las faldas de la
cordillera por el Norte. Sin embargo, el obstáculo mayor para su consolidación fueron las disposiciones
expropiatorias, que al no ejecutarse con la necesaria oportunidad, propiciaron situaciones de vulneración a la ley
que terminaron por convertir al proyecto en algo que sólo existía en el plano teórico, en tanto la expansión
urbana -incluso estimulada pro el propio Estado- “desbordaba” los hipotéticos espacios destinados a este
ambicioso e incomprendido emprendimiento. Entre tanto, el problema de las torrenteras que dieron lugar a la
formulación de este Parque, no fueron resueltos, y sobre la ciudad aun se cierne este peligro. En realidad a lo
largo de muchas décadas, este espacio fue sometido a continuas agresiones y retaceos que significaron el avance
de sus límites cada vez más hacia el escarpado Norte. En suma, el parque nunca cumplió plenamente su rol de
espacio público con un uso social definido, en lugar de ello, se convirtió en un suculento bocado para las
operaciones de especulación de tierras y loteos73.
Los numerosos nuevos espacios públicos de esa época, dispersos y atomizados, en un mayoritario porcentaje no
pasaron de buenos deseos, disposiciones en ese sentido que emanan del contenido del Plano Regulador y que
permanecerán por muchos años, como terrenos baldíos de diversa magnitud. Apenas algunas plazas como la
Sucre, Cobija y Bush, como mencionaos anteriormente, se libraron al uso público, pero en realidad se trató más
de espacios ornamentales pensados en función del paseo y el reposo individual, por tanto concitaron una
concurrencia de baja intensidad, con muchas horas del día en que se encuentran perfectamente desiertas.
El problema es que todas ellos se ubican en nuevas zonas residenciales con características unifuncionales, lo que
limitó su uso a los fines de semana o días feriados, cuando los usuarios potenciales que trabajan o estudian los
días hábiles, están presentes en estas ocasiones. Respecto a estos espacios, Anaya (1965), realizaba las siguientes
precisiones:
Los jardines de los parques son trazados, generalmente, siguiendo rígidas formas
geométricas. El empleo de especies exóticas hace resaltar aun más, esta burda
artificialidad. Pocos parques se engalanan con especies nativas, cuya belleza no
necesitamos ponderar (...) La actual superficie de parque alcanza aproximadamente a
120 Has. Con los trabajos de regularización de río Rocha se ha ganado una superficie
de cerca de 140 Has. Por Ordenanza Municipal el cerro de la Coronilla ha sido
declarado de reserva municipal. esta colina tiene una superficie de 44 Has (...) En base
a estos datos, la superficie de área verde por habitante alcanza 7 M2. Pero como la
Coronilla no está aun arborizada, en la realidad este porcentaje se reduce a 2,5 M2 por
habitante, que es muy deficiente. (obra citada: 68).
73
Las primeras alteraciones a los límites previstos por el Radio Urbano definido por el Plano Regulador, se dieron con la
presencia de asentamientos en zonas de Temporal, dentro de la jurisdicción del Parque propiamente. Estos asentamientos
lejos de ser tratados como “Unidades Vecinales Especiales” como sugerían los proyectistas, se beneficiaron de una
Ordenanza Municipal dictada en fecha 14/12/1964 por el Alcalde Tcnl. Francisco Baldi, que disponía la “ocupación
temporal de sitios y edificaciones comprendidos dentro del área del Parque Nacional Tunari” mientras se desarrollarán los
trámites y procedimientos legales expropiatorios (Prensa Libre 18/12/1964). Obviamente los trámites expropiatorios nunca
culminaron y, a título de “provisional” o “temporal” los asentamientos proliferaron con posterioridad a esta disposición.
140
Respecto a los balnearios, Anaya informaba que existían ocho unidades, pero de ellas solo tres brindaban
condiciones de higiene adecuadas. Sin embargo, dado el carácter privado de estos balnearios, la alternativa
popular se refería a que “los pobladores de la ciudad convierten el río Rocha, en la época de lluvias, en un
pintoresco balneario y en una gran lavandería. La época de verano no ofrece al pueblo sino esa pequeña
oportunidad de expandirse, asearse y exponerse al sol” (obra citada: 71). Sin duda, en esta época y siguiendo
una larga tradición, el río era un espacio público altamente valorado y accesible para toda la población: los niños
y los jóvenes tenían en este recinto una suerte de tierra de ensueño, lugar de hazañas deportivas e inacabables
juegos, donde la interculturalidad era algo natural y la diferencia entre unos y otros, era algo inexistente. Sin
duda, más de un cochabambino debe asociar su niñez con las alegrías que le proporcionaba el río Rocha 74. Por
otro lado, otra larga tradición era el lavado de ropa, en medio de largas tertulias y amenas jornadas que las
lavanderas protagonizaban día a día. Todo esto ser perderá con la canalización del río que se efectuara una
década más tarde, canalización que se convierte en una barrera que separa al habitante de la ciudad del río como
espacio público, convirtiendo este recinto en un espacio marginal y contaminado.
En realidad, aquí se contraponen dos sentidos de espacio público que deviene de dos maneras diferentes e
inconexas de concebir la ciudad: el espacio público planificado bajo el denominativo de área verde y el espacio
público popular consolidado en forma más espontánea. Los primeros, no dejan de ser concebidos como piezas
ornamentales dentro de un patrón paisajístico vinculado a la filosofía del urbanismo moderno occidental y por
tanto repetitivo en las diferentes ciudades del orbe, se trata del parque o plaza “de familia burguesa” pensado
para usuarios selectivos: los bebés y los infantes y las mamás o las niñeras, los niños mayores con igual
vigilancia, alguno que otro estudiante o universitario que busca un espacio de paz para asimilar el conocimiento
académico. Sin embargo, muchos espacios públicos ni siquiera son proyectados para dar cabida adecuada a estas
funciones simples. Los segundos, una vez más contienen ese sentido pragmático de los vallunos de combinar lo
lúdico con los negocios: por ello, la feria, la cancha, el mercado son sus espacios representativos y, en oposición
de los primeros, están sometidos a un uso extremadamente intenso, continúo e intercultural, como se mencionó
anteriormente.
Un último aspecto relevante a ser tomado en cuenta, es el sentido de territorialidad que van cobrando los
imaginarios urbanos, especialmente de las nuevas generaciones. Si bien el espacio público gana nuevos
significados con la emergencia del sentido político, simbólico, culturalmente reivindicativo que le asignan los
nuevos ciudadanos, que en calidad de hombre libres de las ataduras gamonales, invaden la ciudad en los
primeros años de la Revolución Nacional; son los vecinos de los nuevas y las antiguas áreas urbanas, incluidos
los jóvenes, quienes asignan al espacio público un sentido identitario que va estructurando el sentido de barrio.
Son estos escenarios, donde se libran las cotidianas escaramuzas entre el gamonal, el banquero o el gran
comerciante dueño de casa con los vecinos, de donde emergen las primeras formas de capital social con raíces
populares: los sindicatos de inquilinos que en la década de los años 40 se agrupan en torno a una Federación que
74
Un aporte valioso para la memoria colectiva y la identidad regional vinculada al río Rocha se puede encontrar en
Crespo Flores y Crespo Peñaranda (2021).
141
libra duras batallas contra su oponente la Liga de Propietarios75. Con el advenimiento de la Revolución Nacional,
y particularmente con los efectos que sobre la ciudad, proyecta la Reforma Agraria de 1953, las luchas entre
inquilinos y caseros evolucionan hacia la lucha por el techo propio, consigna enarbolada por aguerridos
sindicatos pro-vivienda que van quitando protagonismo a los sindicatos de inquilinos. Producida la Reforma
Urbana de 1956 y ampliada raudamente la periferia de la ciudad a manos de innumerables sindicatos laborales
que forman barrios de fabriles, ferroviarios, empleados de comercio, mineros, magisterio, etc., incluso al margen
de lo dispuesto por el Plano Regulador y que culminan con los conflictos en torno a la ocupación ilegal de las
colinas de San Miguel y Cerro Verde; surgen, en algún momento de fines de la década de 1950 y mediados de la
década de 1960, las juntas vecinales en muchos casos vinculadas a los comandos zonales del MNR que
comienzan a mediar en las necesidades de los vecindarios, particularmente en los años 50 en relación a la crisis
del abastecimiento urbano que obliga a políticas de control del consumo de la canasta familiar a través del
empleo de las libretas familiares. Estas primeras formas de gestión de las necesidades del vecindario finalmente,
hacia 1960, dan paso a verdaderas organizaciones de vecinos que se aglutinan en las mencionadas juntas
vecinales como mediadoras entre la Alcaldía y la población de los barrios, que ante la ausencia de otros canales
democráticos como el Concejo Municipal, utilizarán la alternativa de las audiencias con el Alcalde para
viabilizar las sentidas necesidades del vecindario, encontrando en esta autoridad un personaje proclive a pactar
obras públicas que incrementen su caudal político (Solares y Vargas, 1997)76.
Estas organizaciones demandaban la atención de la Alcaldía sobre temas como: el ornato público, el arreglo
de calles, la dotación o ampliación de alumbrado público, la dotación de redes de agua potable y
alcantarillado, la erradicación de basurales, la formación de plazas y parques, etc. Sin duda, al tenor de estas
preocupaciones se abrió el debate sobre una forma distinta de gestión urbana que abandonaba la mirada fría y
panorámica del técnico, para adentrarse en las problemática peculiar de las distintas zonas de la ciudad. Es en
este contexto que se va afianzando el concepto de barrio. Los imaginarios de desarrollo urbano abstracto y
general de las décadas de 1930 y 40, se transforman en imaginarios más restringidos y palpables: darle un
sentido de mayor dignidad al espacio de la cotidianeidad, mejorar en el entorno de la vivienda 77. Esta
percepción es la que abre paso al sentido de barrio.
Hacia fines de la década de 1960, prácticamente todos los ámbitos de la ciudad cuentan con una junta vecinal
que los representa. El rápido progreso de los barrios residenciales es gestionado y negociado por las
influyentes juntas vecinales de Cala, Queru Queru, Muyurina, Las Cuadras, y otras más. En la misma forma,
las juntas vecinales de la zona Sur: Jayhuayco, Las Villas, La Chimba, Sarco obtienen beneficios. Lo
75
Un detalle más extenso de estos conflictos se pueden ver en Solares (1999).
76
El peso que lograron las juntas vecinales fue tan importante que incluso existían Alcaldes que promovían la
organización de una junta vecinal para solucionar sus problemas de popularidad y apoyo social para mantenerse en
el cargo.
77
Indudablemente, los vecinos flamantes dueños de elegantes casas o mas modestas habitaciones autoconstruidas,
rápidamente perciben que sus heredades pierden valor, distinción y calidad si no son accesibles, si el entorno
urbano es deprimente, si un mar de carencias ponen en tela de juicio la validez de sus cómodos aposentos. Luego el
concepto de vivienda, se amplía a la calidad del medio ambiente urbano inmediato, es decir, a la calidad del barrio.
142
significativo, desde la perspectiva de este ensayo, no es tanto el detalle de las mejoras urbanas puntuales o
las formas inequitativas de distribuir el desarrollo urbano que se esconden por detrás de la fluida relación
entre juntas vecinales y autoridades municipales, sino como sugiere Martín Barbero (1991):
la construcción de una nueva identidad cultural, de una cultura urbana popular: modo de aglutinar
creencias y comportamientos, modo de resentir los problemas colectivos. Toma forma en el barrio
una cultura cívica que incluye particulares modos de lealtad a los líderes, de respeto a la autoridad
y de desconfianza hacia los de afuera. Una cultura fuertemente marcada y moldeada por las
mujeres, ya que ellas hacen el barrio con sus manos en muchos casos, y con su sentimiento, su
peculiar forma de sentido propio (obra citada: 8, citada por Gravano, 2005)
En los barrios residenciales de las clases altas emergentes, las juntas vecinales están entrelazadas
estrechamente con políticos influyentes que habitan el barrio, con profesionales cuya opinión autorizada es
gravitante, con influyentes personalidades de la política y el mundo de las finanzas cuyo peso es indiscutible,
tales lazos sustituyen la participación militante del vecindario, para obtener los mejores resultados, haciendo
que partes importantes de las finanzas municipales les favorezcan en nombre del desarrollo urbano,
fortaleciendo de esta manera el sentido de distinción, modernidad y jerarquía de las zonas Norte y Este. En
este caso, las juntas vecinales operan como instrumentos de oportunidad para acelerar la valorización de las
inversiones particulares, es decir, ensanchar la captación de plus valor de los bienes inmuebles adquiridos y
edificados. Obviamente, aquí no esta presente el significado que le atribuye al barrio Martín Barbero, pero de
todas maneras, la idea de cohesión y diferencia de los habitantes del Norte y otros barrios residenciales,
respecto a sus homólogos de Sur, esta plenamente vigente en la idea, firmemente enraizada, de que en el
Norte se construye la ciudad del futuro, en tanto en el Sur se concentra el caos urbano del pasado.
De manera distinta gravitan las juntas vecinales de la zona Sur, donde efectivamente se va construyendo una
nueva identidad cultural que se nutre de la capacidad participativa de los vecinos para torcerle el codo al
Alcalde y obtener respuestas positivas, aunque generalmente parciales en materia a la atención a sus necesidades
básicas. Esta permanente movilización social que estimula la junta vecinal para mejorar el barrio, no deja de
operar como un poderoso referente para materializar un imaginario de pertenencia a un terruño urbano que
cuesta sacrificio moldear para darle la forma de barrio digno y erradicar el estigma de barriada. Sin duda las
mujeres, que rápidamente se organizan en clubes de madres, son las que libran en primera línea la batalla por el
progreso del barrio y obtienen la escuela y la posta de salud, se ocupan por hacer llegar al barrio las campañas de
vacunación contra diversas enfermedades endémicas, y lo que es más importante desde la perspectiva de la
formación de identidad, aportan a la formación de una memoria desde el barrio y se ocupan de conservar la
historia popular de cada barrio y de celebrar festivamente los hitos más importantes del calendario barrial.
Unos actores centrales de la construcción barrial y de los nuevos sentidos que va tomando la ciudad a mediados
del siglo XX son los jóvenes78.
78
Un análisis amplio sobre el comportamiento de los jóvenes de clase alta y media en la ciudad en el espacio urbano,
se puede ver en Rodrigez, Solares y Zavala (1999)
143
En resumen, el conjunto de elementos abordados nos muestran una ciudad que ha experimentado cambios
sensibles con respecto a aquella realidad urbana todavía impregnada de valores señoriales, en la década de 1940.
Incluso las visiones de desarrollo que impregnaron los planes urbanísticos elaborados en aquéllas época, han
modificado su contenido y perspectiva. No es exagerado afirmar que Cochabamba sufre una especie de
terremoto que conmueve el cimiento de la vieja formación social regional. El derrumbe poco dramático de la
oligarquía terrateniente, abre paso a un vacío de poder que no termina de ser totalmente resuelto. Las viejas élites
salen de escena, pero los nuevos actores no terminan de acomodarse en sus nuevos papeles. El drama
wagneriano que se pronostica, se convierte en una comedia jocosa o incluso en una picante zarzuela: las
postergadas clases medias se apoderan del aparato de poder regional, pero no terminan de aprender a manejarlo:
muchas manos se estorban mutuamente en la conducción del timón y muchos timoneles no tienen ni siquiera una
remota idea de a donde conducir el barco del desarrollo urbano y regional.
Se trata de un momento, podríamos sugerir fundacional de lo que será la futura sociedad valluna, donde la
cultura oficial: institucional, señorial e incluso modernizante dentro de ciertos límites, se da un encontronazo con
la cultura popular. De este impacto emerge una dualidad, como sugiere Zubieta (2004), por una parte persiste lo
popular como cultura que preserva los valores de la tradición, del humor, de los giros idiomáticos, de las
concesiones culinarias y sensoriales con que se premian los cuerpos vallunos, en fin, la cultura de la plaza
pública desde donde ahora se interpela al pasado oligárquico, la cultura del barrio y de la feria. Por otra parte,
persiste, pero algo maltrecha, la cultura oficial, la que conserva el tono serio de la inteligencia valluna, la que se
expresa en favor del recato y la cordura en estos tiempos de vendaval social, la que exige respeto por los valores
de la santa Iglesia y tímidamente, hacia mediados de los años 60, se reagrupa como opinión cívica en el Comité
Pro IV Centenario, para denunciar la postración departamental frente a la dinámica de desarrollo de otras
regiones.
Si recurrimos a la alegoría satírica de Gargantúa y Pantagruel del inmortal Francois Rebeláis estudiada por
Mijail Bajtin (1998), podemos tipificar este momento histórico como el que permite la vigencia de una suerte de
cultura carnavalesca que expresa la citada dualidad en términos de una realidad donde el orden institucional y
lógico de las cosas ha quedado trastrocado y momentáneamente se acude la invocación del mundo al revés para
calificar esta circunstancia. Su expresión deja de ser el rito y su sustituto es la fiesta en la plaza pública: los
indios danzantes y colmados de excesos báquicos, las masas de Abril vociferantes al grito de la casa es primero,
luego el desarrollo urbano, las pancartas, los discursos, la invasión de ojotas y botines profanando las finas
baldosas del paseo del Prado o devorando en homéricas parrilladas las vacas holandesas de la hacienda de
Pairumani. Su expresión es “la inversión de valores, normas, jerarquías y tabúes religiosos, políticos y morales
establecidos, en tanto oposición al dogmatismo y seriedad de la cultura oficial” (Zubieta, 2004: 27-28). En fin la
cultura popular dueña por momentos de la suma de todos los poderes, se revela transgresiva como lo es la fiesta
del carnaval. Su sello es el orden invertido de los viejos valores, lo respetable se vuelve parodia, lo sagrado se
profana, el orden se cuestiona y se desordena, la verdad incuestionable se ridiculiza y la autoridad secular es
144
79
Un estudio valioso sobre la realidad actual de los espacios públicos en Cochabamba se puede consultar en Loza y
Anaya (2019). La realidad de la ciudad en la primera década del siglo XXI, retomando sus viejas prácticas de convertir
el espacio público en arena de confrontación social, se puede ver en Rodríguez, Solares y Zavala (2009).
145
Reflexión final
El espacio público es un componente fundamental de cualquier ciudad, en realidad no se podría
concebir ninguna aglomeración humana densa sin la existencia de este espacio. Sin embargo, durante
mucho tiempo, el mismo ha sido visto como un objeto pintoresco, un recurso turístico, una oportunidad
de gozar de un retazo de naturaleza en medio de la selva de cemento, en fin, una suerte de osáis de paz
en medio del torbellino de la vida cotidiana de las ciudades, un objeto bendecido para unos y
desechable para otros.
Sin embargo, como se ha visto en el presente ensayo, esta es una envoltura engañosa, puesto que el
espacio público, no solo es partícipe de los dramas urbanos, sino suele ser escenario de
acontecimientos que marcan la historia de las formaciones sociales.
Los espacios públicos pueden generarse como resultado de lógicas de orden espacial preestablecidos,
como es el caso de las ciudades coloniales hispanas estructuradas en torno a la clásica plaza de armas;
como fruto de intencionalidades ambientales y funcionales de los urbanistas o simplemente como
resultado de los “usos y costumbres” de los habitantes de un barrio o vecindario. Sin embargo, estos
espacios son una suerte de semilleros de imaginarios urbanos diversos, ya sea para que unos y otros
evoquen episodios de su infancia, de su primeros amores o de sus amistades entrañables.
Vistas así las cosas, los espacios públicos serían una suerte de taza de leche donde solo pueden tener
lugar episodios color de rosa. No obstante, están asociados a ellos otro tipo de imaginarios: los del
miedo, de la inseguridad, de la soledad. Es decir, que el juego de contrarios que caracteriza la vida
146
urbana, está plenamente presente en estos espacios, donde unos se sienten invadidos por sensibilidades
románticas y otros experimentan sensaciones de incertidumbre y hasta recuerdos de segregación.
Autores como Armando Silva (1994) tienen una mirada de los espacios públicos y las siluetas urbanas
asociados a imaginarios que definen identidades culturales de pertenencia a un lugar, a un barrio, a una
ciudad, a una región, donde elementos simbólicos como graffitis, postales, apego a ciertos sabores y
aromas que son propios de ciertos espacios públicos, entre otros, modelan valores culturales y
sentimientos de pertenencia. Otros autores como Jane Jacobs (1967) se centran en los efectos de las
tendencias racionalistas planteadas por Le Corbusier en la planificación de las ciudades, en especial
sobre la sustitución de la multifuncionalidad de las ciudades tradicionales por espacios
monofuncionales cuidadosamente zonificados donde los espacios públicos se convierten es “áreas
verdes”, vías circulatorias con jerarquías diferenciadas, equipamientos sociales dispersos, etc. que
conducen a lo que la autora llama “la monotonía de las ciudades”, la sensación de vaciamiento,
inseguridad y soledad de los parques y plazas y la estandarización de los perfiles urbanos. Autores
como Kevin Lynch (1998) pasan por alto a los actores urbanos y analizan la realidad del espacio
público como un objeto que posee o carece de virtudes y capacidades funcionales y se reduce a una
sucesión de bordes, sendas, nodos, mojones y barrios que definen la “imagen de la ciudad”.
Los puntos de vista anotados, parten de una idea de espacio público exclusivamente comprometido con
experiencias, emociones y sentimientos de tipo personal, donde la suma de esas expresiones no
necesariamente toman una dimensión social pero se pretende equipararlas a dicha dimensión.
Por último Marc Auge (2005) y Bauman (2007) nos hablan de sus impresiones del espacio público en
la gran urbe capitalista. El primero se refiere “a los no lugares”, sitios de anonimato donde imperan los
flujos y las circulaciones intensas de extraños entre sí y el segundo expresa su punto de vista sobre los
grandes espacios públicos sobredimensionados hasta perder su cualidad humana y donde el vacío y la
soledad son los atributos dominantes.
El presente ensayo, como habrá podido comprobar el lector, guarda cierta distancia con estas posturas
para explorar un punto de vista diferente. Como se expreso en el prologo, consideramos, sin negar el
valor de las concepciones más próximas al dominio de la psicología y la antropología, que el espacio
público, como el conjunto de los espacios urbanos que definen la estructura física de una ciudad, son
productos sociales y sólo son realmente comprensibles desde esa perspectiva, es decir, el tejido urbano
en general no es solo resultado de de la evolución de formalidades geométricas y modas urbanísticas,
sino, es un producto histórico donde imaginarios de organización espacial confrontados y proyectando
147
intereses y apetencias muy terrenales, han modelado las distintas funcionalidades que ha cobijado un
espacio público a lo largo de su tiempo de vida.
Los tres capítulos de este corto ensayo muestran como los espacios públicos más emblemáticos de la
ciudad de Cochabamba han desempeñado en unos momentos, roles significativos de alteridad,
tolerancia, prácticas interculturales y facilitadores de la coexistencia pacífica de unos y otros diferentes;
en contraste con otros momentos marcados por agudas manifestaciones de intolerancia, miradas
racistas, acciones autoritarias de unos que se sienten dueños del poder y otros que se sienten víctimas
de marginaciones injustas y arbitrarias.
La pregunta que guió nuestra investigación fue: ¿qué factores, coyunturas y correlaciones de fuerza y
poder manejan estos diferentes usos y significados que se les asigna a los espacios públicos en unos y
oros momentos de la historia de la ciudad? La conclusión a la que nos conduce el análisis desarrollado
en distintos momentos de la valoración concedida a los espacios públicos, nos induce a considerar que
dicho espacio, en último término, es el ámbito urbano donde se decantan las luchas de clase y las
diferencias sociales, que adquieren la forma de imaginarios de ciudad deseada opuestos y por
momentos irreconciliables. Cuando la correlación de fuerzas favorece al campo popular, como a
inicios de la República y en el curso de la etapa progresista de la Revolución Nacional, el espacio
público es ciertamente un ámbito tolerante y permisivo con los despliegues del alma popular. Sin
embargo, cuando esa correlación de fuerzas es desfavorable a las prácticas democráticas urbanas, el
espacio público, como sucedió en la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX, retorna a
su viejo rol de ícono del conservadurismo, la intolerancia, la segregación y la expulsión pura y simple
de las muestras de cultura popular del territorio de los modernos civilizados. La fiesta, el culto a la
Pachamama, el disfrute de la buena chicha, el gusto por los sabores criollos, el lucimiento de las
coloridas polleras y, por supuesto, la predilección del quechua sobre el español, se convierten en graves
faltas al buen gusto y a la decencia y, por tanto deben ser puestas donde corresponde, bajo la alfombra,
esto es en los suburbios de la zona sur, allá lejos, donde los delicados oídos de los ciudadanos
civilizados no se ofenda con los bombos, las zampoñas, los charangos y el zapatear de las pesadas
ojotas.
De esta manera, como se sugirió inicialmente, el espacio público y sobre todo, el uso social que se le
asigna es una suerte de termómetro que marca la temperatura saludable de una ciudadanía inclusiva o
la fiebre anómala de una sociedad enferma. Los esquemas gráficos y las imágenes que siguen,
expresan bien las oscilaciones de dicho termómetro.
148
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151
152
La Plaza 14 de Septiembre: la columna cívica u obelisco coronad por el cóndor, en la década de 1880
Fuente: Renato Crespo C.
153
Corpus Christi frente a la Catedral, Plaza 14 de Septiembre hacia 1890. Vallunos y caballeros distinguidos
comparten el mismo espacio y la misma devoción – Fuente: Renato Crespo C.
El espacio que posteriormente ocupará la Plaza Colón y el Portal de la Alameda que definía el límite de la
ciudad hacia el Norte , hacia 1890 – Fuente: Renato Crespo C.
154
Día de feria en una localidad del Valle Alto, hacia 1880-1890 – Fuente Renato Crespo C.
Una vista de la ciudad con la Plaza de San Sebastián y los caseríos de un barrio popular, hacia 1890
Fuente; Renato Crespo C.
155
La Plaza 14 de Septiembre remodelada y convertida en una plaza convencional (moderna) con jardines y
paseos a fines del Siglo XIX – Fuente: Renato Crespo
Otra vista de la Plaza 14 de Septiembre a fines del Siglo XIX, dejando atrás su carácter de gran patio
urbano inclusivo – Fuente Renato Crespo C.
156
La Plaza Colón con el Templo del Hospicio en la primera mitad del siglo XX - Fuente: Rodolfo Torrico Z.
La plaza 14 de Septiembre con el cóndor y la fuente de agua en la primera mitad del siglo XX -
Fuente: Rodolfo Torrico Z.
158
Desfile militar y cívico en la Plaza de Armas hacia 1900 – Fuente: http// cochabambabolivia.ne
Espectáculo circense en la Plaza 14 de Septiembre en los años 1930-1940, por un momento vuelve a ser un
espacio inclusivo – Fuente: Rodolfo Torrico Z.
De paseo por la campiña de Cala Cala hacia 1930 antes de su conversión en “ciudad-jardín”
Fuente: Rodolfo Torrico Z.
De paseo por la extinta campiña de Cala Cala hacia 1915-20. Fuente Rodolfo Torrico Z.
Fiesta en la Plaza del Regocijo hacia 1930: un tranvía y un tilburi – Rodolfo Torrico Z.
162
Fuente:: http//cochabambabolivia.net
163
Paseando por la Alameda, al fondo el nuevo portal, hacia 1915-20. - Fuente: Rodolfo Torrico Z.
164
La modernización de la Plaza de Armas hacia fines del siglo XIX: las masas populares se quedan en los
margenes - Fuente: https://www.facebook.com/ Cohabamba de Antaño
166
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