Antropologia Tema IV. Sesión 1 - La Inteligencia

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Borrador Tema IV. Fundamentos de Antropología.

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TEMA IV. LA INTELIGENCIA

1. INTRODUCCIÓN

1. La vida del hombre depende en gran parte de su capacidad racional. Naturalmente, a


diferencia de los animales, el ser humano forma conceptos abstractos, razonamientos,
deducciones… que le permiten una nueva forma significativa de lenguaje, la innovación
técnica, o la investigación progresiva de la ciencia.

Nuestra cultura tiende justificadamente a criticar los excesos de la razón, que


condujeron a una visión fría, intelectualista, abstracta o racionalista de la existencia, y se
inclina hacia el menosprecio de la inteligencia. Con esa tendencia, no son pocas las
perspectivas que postulan que no se puede alcanzar la verdad objetiva 1.

Entre un racionalismo ingenuo y el postracionalismo, la capacidad teórica de la


inteligencia está en la base del progreso científico, y alcanza a otras áreas de la
experiencia humana. La creación artística presupone muchos conceptos inteligentes
sobre lo real y la ficción; la imagen y la representación; el ritmo, la armonía o la
medida, en el lenguaje o la música; lo fantástico y lo posible; las actitudes humanas y el
sentido o sinsentido de la existencia. O, en un campo más amplio, el hombre se pregunta
el porqué de las cosas que le ocurren, o, incluso, porqué tiene él mismo la capacidad de
hacerse esa pregunta.

2. En la vida práctica, la inteligencia permite detectar las oportunidades favorables,


aprovecharlas, buscar formas de modificar las situaciones, encontrar respuestas a los
problemas... Para sacarle partido a la existencia, a las relaciones sociales, a la vida... hay
que ser ‘listo’, saber pensar, actuar de forma inteligente.

Muchas personas desean vivir una vida intensa, plena pero no aciertan en las
decisiones o no saben cuáles deben tomar. Uno de los temores existenciales que a veces
paralizan a algunos es el miedo a empeñarse en algo con todas las fuerzas, con ilusión,
hasta dar lo mejor de sí mismo... y comprobar después que estaba equivocado, o que le
habían engañado, y que -en consecuencia- todo el esfuerzo no ha servido para nada.
Este temor lleva con frecuencia a no creer en los propios sueños, proyectos, objetivos...
para evitar la frustración que surgiría si al fin se viese que eran falsos. Ese
empequeñecimiento de las ilusiones –la pusilanimidad- impide empeñarse a fondo en
las relaciones afectivas, en las tareas profesionales, en las elecciones vitales...

Con todo, a pesar de su importancia, la destreza intelectual no es el único factor


para alcanzar la felicidad, o para vivir una vida de plenitud. En ocasiones nos topamos
con la felicidad por causalidad, acertamos sin saber cómo, o trabajamos con ilusión en
una dirección errónea que termina produciendo efectos imprevistos y favorables. O, en

1 Como, entre otras, en las propuestas del pensamiento débil de Gianni Vattimo, el escepticismo de Thomas Nagel o
Markus Gabriel, el post-estructuralismo de Foucault o de la verdad líquida de Bauman
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muchos casos, los que persiguen ideales no se arrepienten del empeño con que han
trabajado aunque no hayan alcanzado a convertirlos en realidad. Como se verá en su
momento, la buena voluntad es un factor más decisivo que una buena inteligencia.

3. Sin ser la única condición, aún así, vivir bien depende en parte de saber pensar bien,
con exactitud, haciéndose cargo de las situaciones, sin simplificar los problemas
difíciles que la vida plantea, o sin preocuparse obsesivamente con problemas poco
importantes.

2. LA PRESUNCIÓN DE VERDAD

a) La presunción en la capacidad de la inteligencia

1. El punto de partida del conocimiento humano es la confianza en sí mismo. Partimos


de la convicción de que la inteligencia humana funciona bien, es decir, de que es capaz
de comprender aspectos de la realidad. Obviamente no se trata de una confianza ciega
en que cualquier razonamiento sea correcto, o en que todo lo que pensamos sea
absolutamente cierto. Tenemos experiencia del error, o de la ignorancia., pero, a pesar
de éstos, creemos que la razón puede entender, comprender, esquematizar, etc. la
realidad que nos rodea.

a) Inicialmente, confiamos en que conocemos parcial pero verdaderamente cómo


es el mundo, cómo son las personas, las cosas o uno mismo. Si no fuera así, si la
racionalidad fuese un mecanismo estropeado, no se podría pensar en nada, porque todos
los resultados racionales serían falsos, o solamente serían eficaces por mera causalidad.
Al mismo tiempo que contamos con la experiencia de los errores del conocimiento
humano a lo largo de la historia de la humanidad –que han sido muchos-, nos apoyamos
en el conjunto del saber que se ha demostrado como verdadero en la ciencia.

b) Esta premisa de funcionamiento no es –en sentido estricto- demostrable. Se


puede argumentar con lo que se llama reducción al absurdo: mostrar que si se niega una
afirmación, las conclusiones que se siguen son contradictorias. Así, se puede decir que
si no podemos confiar en la capacidad de la inteligencia para comprender la realidad, ni
siquiera podríamos estar seguros de que esa desconfianza sea cierta. Aun así, con ese
tipo de argumentación no se demuestra en rigor que la afirmación inicial esté
correctamente formulada; sirve solamente para mostrar la irracionalidad de la posición
contraria.

La imposibilidad de esa demostración ocurre porque el sujeto de cada acto de


conocimiento nunca deviene simplemente un objeto más de conocimiento, por profunda
que sea la reflexión que se realice sobre él; el yo, la razón, el espíritu, o como quiera
llamársele es siempre una condición de todo acto de conocimiento, y nunca se alcanza
exactamente un concepto comprehensivo sobre él 2. En otros términos, se puede decir
que la duda sobre la capacidad del entendimiento para entender no puede ser
definitivamente resuelta.

2 Para que pueda darse esa comprehensión, es necesario que la inteligencia se identifique con el ser del sujeto, como
sucede solamente en Dios. Cfr. S. Th. I, q. 14, a. 2, 3 y 4; y q. 87, a. 2.
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Si al pulsar las teclas ‘a b c’ en el ordenador, los signos en la pantalla fuesen


aleatorios, y en una ocasión apareciesen -en lugar de aquellas- las letras ‘a x z’, y en el
momento siguiente otras como ‘n k f’, dejaríamos de trabajar con ese teclado.
Confiamos en que quien lo diseñó es capaz de hacerlo correctamente. O en que la
constante de la gravedad puede ser comprobada en condiciones semejantes de presión,
temperatura, masa, etc. La capacidad de la inteligencia para encontrar la verdad –
también con determinadas condiciones- es una premisa, un axioma, una evidencia, un
punto de partida. En este sentido se dice que la presunción en la capacidad de la
inteligencia es un acto de confianza originaria.

c) La hipótesis de la duda metódica, de la desconfianza en nuestra capacidad


racional, es una hipótesis, un supuesto, una posibilidad teórica que se utiliza para
detectar cuáles son los límites de la razón. Podemos plantearnos qué pasaría si el
conjunto de la humanidad se hubiese equivocado en todas sus afirmaciones desde el
inicio, o qué pasa con una persona cuya inteligencia está efectivamente dañada y
confunde lo real con lo irreal, o si todo lo que creemos conocer no fuese realmente nada
más que un engaño o un sueño de nuestra mente. Razonar desde esa posibilidad, ponerlo
todo en tela de juicio, permite adoptar una actitud crítica que distinga entre las
conclusiones auténticas y las falsas que se han dado a lo largo de la historia, o que se
dan en nuestro propio conocimiento. Entre otras, la duda es una de las formas racionales
de comprobar la veracidad de las conclusiones.

Pero esa hipótesis no puede llegar a convertirse en una tesis, en una premisa de
partida, porque –de forma circular- se negaría a sí misma al estar obligados a dudar de
la conveniencia de la duda.

2. Afirmar que la inteligencia humana es capaz de encontrar la verdad del mundo y de


las personas no equivale a afirmar eso mismo en términos absolutos. Es decir,
conocemos verdaderamente aspectos de la realidad, pero no conocemos toda la realidad.
Somos capaces de alcanzar verdades objetivas –en la ciencia, el conocimiento de los
hechos y de las personas, la técnica,…- pero no poseemos ‘la’ verdad absoluta sobre la
ciencia, el conocimiento de los hechos y de las personas, la técnica, etc. Lo contrario
sería un dogmatismo ingenuo y peligroso. La racionalidad humana es –en líneas
generales- correcta, pero parcial, limitada. No conocemos toda la realidad de forma
comprehensiva. Ni conocemos muchas veces la realidad de forma adecuada. Pero
precisamente descubrir las limitaciones de la inteligencia forma también parte de
nuestra capacidad racional. No todo lo que se le ocurre a todo el mundo o a cada uno de
nosotros es siempre verdad, pero la racionalidad no tiene tampoco una actitud ingenua;
ser racionales significa someter objetivamente a crítica lo que pensamos, contrastarlo
con la realidad, y con el pensamiento de otros.

Desde el punto de vista de la actitud subjetiva, el error o la ignorancia o


cualquier limitación racional es compatible con el estado subjetivo de certeza. La
certeza es la seguridad que uno tiene de estar en lo verdadero, aunque eso que pensamos
que es verdadero en realidad sea erróneo o falso. La seguridad con la que uno cree haber
descubierto la verdad no es una condición suficiente para que lo sea. Además de esa
impresión subjetiva, es necesario comprobar con otros criterios objetivos si lo que uno
sabe se ajusta o no a la verdad. Como veremos, el criterio para fundamentar la verdad
no es la certeza subjetiva que provoca en nosotros, sino la evidencia que tenemos de
ella.
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Las limitaciones de nuestra inteligencia no quitan que seamos capaces de


conocer algo del mundo y de las personas. Hay que tenerlas en cuenta para no caer en
falsas seguridades, en dogmatismos o fundamentalismos irracionales, para estar abiertos
a la rectificación de los juicios que nos formamos, para revisar los conocimientos
dudosos que hemos recibido de épocas anteriores, etc.

3. De hecho, la inteligencia humana funciona rigurosamente cuando es consciente de


esas limitaciones. Somos capaces de reconocer lo que ya sabemos y también de
reconocer lo que no sabemos aún, lo que es objeto de duda, o lo que no llegaremos a
saber nunca. La posibilidad del error y la ignorancia son dos límites de nuestro
pensamiento, y podemos pensar bien cuando somos conscientes de ellos.

a) Se evita así, por ejemplo, confundir nuestros conceptos o ideas con la


totalidad de lo real. Tenemos la tendencia a cosificar mentalmente al mundo y a las
personas, a confiar en exceso en nuestra inteligencia y a identificar lo que pensamos con
lo que son las cosas. No es raro formarse un juicio sobre alguien o sobre una situación y
‘cerrarlo’, convencerse de que esa persona es así y no de otra manera, o que esa
situación es inamovible porque no encontramos de momento la forma de modificarla.

b) Se evita así también, por ejemplo, el desacuerdo sobre las valoraciones de la


realidad, que muchas veces son compatibles entre sí. Cada uno apreciamos aspectos
diferentes de las cosas, mientras otros se fijan en otras facetas de la misma persona o del
mismo problema. El relativismo responde mal al problema que plantea el hecho de que
alcancemos verdades parciales, que difieren con las que alcanzan otros; propone que lo
que es verdad para uno, no lo es para el de al lado, como si se tratara de verdades que se
excluyen entre sí. Una respuesta más ajustada es la propuesta de aceptar las verdades
que el otro descubre; si una afirmación es verdadera, y no un juicio caprichoso,
interesado o erróneo, o un gusto personal, todos tenemos la responsabilidad de asumirla
en la medida de nuestras posibilidades. El conocimiento funciona sumando
conocimientos auténticos, verdades parciales que –si lo son- no se contradicen entre sí.

b) La presunción personal en la capacidad de la inteligencia

1. Ni la verdad ni la inteligencia humana existen fuera de los sujetos, de los hombres


concretos. Son siempre una cualidad de personas concretas. Así se puede decir que las
verdades son personales, algo pensado por alguien.

En metafísica, se habla de la verdad ontológica como algo independiente de las


personas, o, con otras palabras, como la identidad que las cosas tienen consigo mismas,
y este es el fundamento de que podamos conocerlas como tales. Así dos y dos son
siempre cuatro en el sistema decimal aunque nadie utilizara ese sistema, o, con otro
ejemplo, hay estrellas desconocidas para el hombre que existen aunque no las
percibamos. Las cosas tienen una existencia, una identidad al margen del conocimiento
humano. En estos apuntes se prescinde de ese sentido de ‘verdad’. Hablamos aquí de la
verdad en nuestro conocimiento, en tanto que ese conocimiento es verdadero o falso,
refleja el estado real de las cosas y del mundo o no.
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En este último sentido, suponemos que la capacidad racional de cada uno de


nosotros funciona bien, que pensamos correctamente y que nuestras conclusiones son
fiables. Tendemos a considerar que nuestros argumentos, razonamientos, intuiciones...
son acertados. Solemos tener la convicción íntima de que nuestras ideas sobre las
personas, las cosas, los problemas, la carrera... corresponden al estado real de cosas:
pensamos así porque esas cosas son así. Si salimos de un examen convencidos de que
nos ha salido bien, luego nos decepciona terriblemente descubrir que nos habíamos
equivocado. Esa convicción, esa seguridad en lo que pensamos se llama certeza: una
situación afectiva de seguridad en que nuestros pensamientos son verdaderos. Cuando
nos equivocamos, nos cuesta reconocerlo y procuramos defender la legitimidad de
nuestra forma de pensar. Cuesta ‘dar el brazo a torcer’ incluso cuando vemos que tienen
razón los que nos llevan la contraria.

Rectificar nuestras opiniones requiere esfuerzo porque, inicialmente, suponemos


que son ciertas. Nos da miedo aceptar que nuestro proceso mental haya sido erróneo
porque eso podría significar que también puede ser erróneo en otros casos, y entonces
no podríamos fiarnos de nosotros mismos, tendríamos que renunciar a nuestros propios
juicios y quedaríamos en manos de los demás. Ocurre así, de forma estable, en los casos
de enfermedades psíquicas, en las que el sujeto pierde parcialmente el contacto con la
realidad y tiene que dejarse guiar por otros que comprenden más objetivamente que él
mismo su propia situación. Como se ha dicho, la sensación de seguridad en nuestros
pensamientos, la certeza subjetiva que tengamos de ellos no es la única condición que
garantiza que los conceptos que manejamos sean verdaderos. Todos hemos visto en
otros o en nosotros mismos la apasionada defensa que se hace a veces de errores
notables.

2. De ahí que, en el universo mental de cada uno, haya que ser cuidadoso a la hora de
distinguir entre las opiniones personales que se apoyan en nuestras inclinaciones, las
convicciones –creencias más o menos fundadas- y los conocimientos verdaderos, que se
pueden dar por evidencia o por demostración.

Las creencias personales nacen del aprendizaje, de lo que otros nos transmiten
sin que exista una experiencia personal de ellas. Esta falta de experiencia –como
veremos- no significa que no sean aceptables o que no sean racionales. Creemos al
médico que diagnostica una enfermedad aunque no veamos personalmente los síntomas,
y no sería racional desconfiar de un médico honesto y suficientemente preparado en su
especialidad. Quizá puede ser oportuno en ese caso pedir un segundo diagnóstico para
eliminar la posibilidad de algún error, o incluso un tercero... pero no sería lógico alargar
ese proceso indefinidamente. El proceso creencial es una forma racional de
conocimiento, aunque haya que distinguir las creencias que tienen un fundamento
racional y aquellas que no lo tienen. Gran parte de lo que sabemos se debe a esa forma
de adquirir conocimientos.

Junto a la creencia, cada uno de nosotros tiene su propio campo de experiencia.


Conocemos otros muchos aspectos de la realidad no porque nos hayan hablado de ellos,
o no sólo porque nos han hablado de ellos, sino porque los hemos comprobado
personalmente, porque los hemos experimentado.

3. Para ser rigurosos en nuestra forma de pensar, es necesario tener en cuenta los límites
de la inteligencia en general y, además, los límites de nuestro conocimiento personal.
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Los primeros son el error, y la ignorancia; los segundos el autoengaño y las


enfermedades psíquicas.

a) El error se da, por diferentes motivos, no solamente a nivel personal sino


también a nivel colectivo. En ocasiones, no se tienen todos los datos suficientes para
extraer una conclusión y sin embargo concluimos, y, normalmente, nos equivocamos.
Que la tierra sea plana –como pensaron en algunas culturas de la antigüedad- es una
deducción equivocada a partir de la experiencia inmediata del mundo. Es una deducción
fácilmente desechable cuando se tienen otros datos de observación. En otras ocasiones,
se toma como verdadero cualquier contenido de la tradición heredada, simplemente
porque ha configurado un determinado esquema social. Sociedades enteras han
intentado justificar la esclavitud, y la inferioridad de algunas personas, con argumentos
aparentemente ‘racionales’. También a nivel personal tenemos experiencia de cometer
errores, por precipitación, por descuido, por falta de datos, etc.

b) La ignorancia. El conocimiento que tenemos de la realidad es un


conocimiento verdadero, pero parcial, tanto objetiva como subjetivamente. En el estado
actual de la física, por ejemplo, sabemos algunas propiedades cuantitativas de la materia
con más precisión que en el pasado, pero sería equivocado creer que no podemos
avanzar en ese conocimiento pensando que ya lo hemos descubierto todo. Los
científicos de dentro de unos cientos o miles de años sabrán más de lo que sabemos
nosotros, y nos estudiarán como estudiamos nosotros la geometría de Euclides o la
mecánica de Newton, que siguen siendo válidas ahora mismo, pero que son solamente
una parte del conocimiento que hemos alcanzado. Y algo similar se puede decir de las
matemáticas, la neurociencia, la música, la técnica, la historia, etc.

Saber que somos parcialmente ignorantes, es decir, ser consciente de los límites
de lo que somos capaces de explicar, nos permite seguir progresando. Nos planteamos
problemas y preguntas para las que carecemos de respuesta por el momento.
Observamos datos que exigen una explicación, que aún no alcanzamos. Esa conciencia
impulsa la investigación, el análisis de los problemas complejos, la experimentación,
etc.

En el plano personal, es importante también ser conscientes de nuestra


ignorancia. Podemos conocer, por ejemplo, a las personas, y a veces conocerlas bien,
pero nunca llegamos a conocerlas del todo, porque ni siquiera somos capaces de
comprendernos así a nosotros mismos. Una sensación común de la gente que sabe
mucho es la aguda conciencia de lo poco que saben. Saben apreciar el valor de lo que
conocen, y, a la vez, tienen presente con nítida claridad lo que no son capaces de
explicar y comprender.

c) El autoengaño. En ocasiones preferimos no ser conscientes de la realidad, de


la verdad, por razones superficiales o, quizá, porque en algunos casos la verdad implica
un compromiso serio, una posición arriesgada, que pone en peligro nuestra situación
social o nuestros intereses. No es infrecuente encontrarse en uno mismo o en otros con
ese tipo de procesos de autojustificación, en los que uno no se atreve a reconocer la
realidad.

d) Las enfermedades psíquicas. Cuando se lesiona el funcionamiento cerebral, se


desdibujan los contornos de la realidad o se alteran. La percepción del entorno, de la
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gente, de uno mismo... se desajusta y no somos capaces entonces de acceder a lo


objetivo, al mundo tal y como es.

c) La presunción social en la capacidad de la inteligencia

1. La organización social, en cualquiera de sus formas, se apoya también en la


presunción de la verdad. Este es un mecanismo básico de la confianza social.
Suponemos que –normalmente- la mayoría de la gente nos dice lo que considera
verdadero. La comunicación entre personas, instituciones, medios de comunicación... se
da porque se presupone la transmisión de la verdad.

Al preguntar una dirección desconocida por la calle, al escuchar una clase, al


leer un periódico, al consultar al médico... corremos el riesgo de que nos dirijan por el
camino equivocado, que nos den los datos equivocados, que manipulen la información
pública, o que el diagnóstico sea erróneo. Pero pensamos que –salvo excepciones- no
pretenden engañarnos.

La transmisión de la verdad, en consecuencia, está en la base de la confianza


entre los hombres. Suponemos constantemente que alcanzamos un conocimiento
verdadero sobre las personas y sobre el mundo. Y suponemos constantemente también
que los demás nos dicen la verdad y que decimos verdades a los otros: cuando hablamos
con cualquiera –aunque nos pueda mentir ocasionalmente- presuponemos que
habitualmente no nos engaña. Edificamos el mundo personal y social sobre el supuesto
de que es cierto el conjunto de conocimientos que compartimos. Los padres, profesores,
amigos, periodistas, comerciantes... con quienes nos relacionamos no nos engañan en
principio.

Nos mienten a veces y mentimos a veces. Pero imaginar un mundo edificado


sobre la mentira como norma habitual, equivaldría a imaginar un mundo de pesadilla, de
perplejidad, desconfianza mutua, necesidad de comprobar constantemente cada dato del
conocimiento, etc. La mentira es un factor de deshumanización. Hace daño quien dice
que quiere a alguien y engaña, quien indica una dirección equivocada al transeúnte
despistado, quien cobra de más al cliente, quien enseña a otros formas de vida que les
conducen a la infelicidad, etc.

2. Esa presunción se rompe, efectivamente, con la mentira y también con la


incomunicación.

a) Quizá el mayor obstáculo para construir la vida personal y el mundo humano


sobre el fundamento de la verdad sea la eficacia, el poder. Normalmente la mentira nace
de esa transposición de valores.

Se entiende aquí la eficacia como un valor que se sitúa por encima de la verdad.
En ocasiones, decir la verdad es algo inútil o aparentemente perjudicial para el interés
personal o colectivo. Confesar algo que uno ha hecho mal puede dañar los propios
intereses. El niño que se excusa, el político que oculta datos, el empresario que altera
sus cuentas, el estudiante que copia, quien finge estar enamorado sin estarlo, etc.
consiguen unos resultados que serían más difíciles de alcanzar por otros medios. Mentir,
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en esos casos, parece eficaz: permite alcanzar los objetivos que uno se ha propuesto y
eliminar los obstáculos que podrían nacer de los errores cometidos.

Como es obvio, la mentira procede también de otras razones. Se miente también


por timidez, por miedo a que otras personas nos juzguen negativamente, o a que
malinterpreten nuestro mundo interior. O se miente por malicia, para hacer daño a
alguien.

En algunas ocasiones parece incluso que la mentira no perjudica a nadie. Se


supedita la verdad sobre algo al interés que tenemos sobre eso mismo. En realidad, esa
aparente inocuidad de la mentira es irreal. Para el ser humano, la verdad ocupa un lugar
privilegiado, por encima de la eficacia, de la producción, de los beneficios, o de otros
intereses que pueda plantearse. Aunque la mentira no provoque alteraciones en el
entorno, altera la estructura personal de la propia identidad. No es infrecuente encontrar
en nuestra cultura personas acostumbradas a fingir que terminan perdiendo la
conciencia de quiénes son realmente, o que viven atormentadas porque las relaciones
que establecen con los demás se apoyan en falsedades, en puntos oscuros.

b) Otra forma de romper el mecanismo social de la transmisión de la verdad es la


desconfianza, que se traduce en incomunicación. Es ya un tópico hablar de la falta de
comunicación que se da en el mundo occidental: en la pareja, en las relaciones
profesionales, entre padres e hijos, etc. Muchas personas se sienten subjetivamente
aisladas de los otros porque no encuentran personas con las que puedan compartir sus
problemas temores, ilusiones, esperanzas o fracasos.

Algunas causas de esa pérdida de confianza social pueden ser:

- la falta de autoestima que tienen muchas personas, que genera en ellas una
fuerte inseguridad a la hora de manifestar sus opiniones, convicciones, deseos, etc. No
es infrecuente que muchas personas tengan un mundo interior propio que no se atreven
a compartir con otros por miedo a ser considerados raros o ingenuos, o a ser objeto de
burla o de desprecio por el entorno inmediato.

- la falta de reconocimiento o de respeto mutuo. El ambiente social tiende en


ocasiones a valorar poco a las personas, mientras estas no demuestren sus capacidades.
Se traduce esa falta de valoración previa en actitudes críticas, en suposiciones negativas
acerca de otros.

- el nivel de conversación convencional tiende a evitar los temas existenciales de


cierta importancia. Aunque casi todo el mundo se plantea preguntas sobre sí mismo y
los otros –‘se come la cabeza’-, existen pocos espacios de diálogo en los que puedan
aflorar ese tipo de preocupaciones. La conversación familiar, con los amigos o
compañeros de trabajo, se plantea en torno a temas convencionales y evita la expresión
de planteamientos más personales o más profundos. Esa actitud externa de
superficialidad –que muchas veces no expresa el mundo interior de quienes hablan-
paraliza la comunicación sobre las cuestiones de verdadera importancia vital.

La incomunicación es una forma incómoda de mantener relaciones sociales;


obliga a reflexionar en solitario sobre la existencia y a fingir ante otros una
despreocupación o una autonomía que nadie tiene. No es difícil encontrar en ensayos
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culturales o en análisis sociológicos la necesidad de recuperar el diálogo social en


diversos niveles: político, profesional, familiar, etc. En el plano de la actuación
personal, si se quiere mantener relaciones sociales satisfactorias, habría que a) atreverse
a ser quien uno es, sin miedo a la hipotética valoración negativa del entorno, b) es decir,
valorar positivamente el propio pensamiento, o, con otras palabras, cultivar la propia
personalidad, y c) decir lo que se piensa, confiando en la capacidad racional de los que
nos rodean.

3. La confianza social no implica que todas las verdades tengan que ser compartidas con
otros. Hay verdades que, por su propia naturaleza, son secretas para una persona, o para
un grupo de personas.

El amigo que cuenta al amigo algo íntimo no lo hace para que éste último lo
comparta con cualquiera, ni siquiera con otras personas cercanas. Se entiende así
aunque esa confidencia no cuente con la protección legal de ser hecha ante notario, con
cláusulas de restricción.

La obligación de transmitir la verdad a otros se refiere a aquellas cuestiones que


deben ser compartidas, y con quienes deben ser compartidas. No hace falta que el jefe
del trabajo conozca el apodo con el que le llaman a uno familiarmente, ni el conductor
de autobús tiene por qué saber donde nos dirigimos exactamente, ni hay por qué dar el
número del móvil al primero que nos lo pregunta.

Ser sincero significa también ser capaz de guardar las verdades que otros
depositan en uno mismo. Tres ámbitos de ese tipo de compromiso con la verdad son a)
la confidencia entre personas singulares; b) el secreto profesional, que obliga a silenciar
lo que se sabe sobre otras personas como efecto del ejercicio profesional: el médico, el
abogado, el administrativo de un banco, etc.; y c) en el catolicismo, el sigilo
sacramental del sacerdote.

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