David y Jonatan
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Abiatar consulta al Señor. Los hombres alrededor miran y se codean diciendo: Saúl está
muy lejos y tiene muchas cosas más importantes que hacer que estar buscando a su
yerno. El levita responde: “Jehová dijo: Sí descenderá”.
David se da cuenta de que la respuesta no incluye la primera parte de la pregunta así que
insiste.
— Señor, ¿me entregarán los vecinos de Keila en las manos del rey Saúl?
Los hombres alrededor escuchan con mucha atención:
— ¡Por supuesto que no! ― se dice uno al otro ― Cuando los filisteos la tenían rodeada,
nadie los fue a ayudar. Saúl no se preocupó en socorrerlos. Estamos seguros que estas
gentes van a estar agradecidas con nosotros porque les salvamos la vida y sus
posesiones. ¿Cómo nos van a traicionar después que les libramos de esa terrible
situación?
Se hace de nuevo un silencio. Se escucha la voz del sacerdote informando la respuesta
dada por el efod: “Jehová ha dicho que os entregarán” (1 S 23:12).
Los que están escuchando ponen cara de sorpresa. ¿Será posible que sean tan
desagradecidos?
Mientras tanto un grupo de ciudadanos se ha reunido en un lugar secreto. Se discute la
situación. Los habitantes de Keila están muy nerviosos porque saben que viene el rey con
el propósito de sitiar y destruir la ciudad. Uno de los más ancianos se levanta y dice:
— Yo personalmente le tengo mucha simpatía a David, pero él tiene solo 600 hombres y
el rey viene con muchos miles. No hay posibilidad que David pueda ganar. Está perdido.
Se aclara la garganta con una pequeña tos, tal como hacen los políticos profesionales y
agrega:
— Por lo tanto, aconsejo que sigamos la ley del “sálvese quien pueda” y la única manera
de salvarnos es informar al rey que cuando lleguen sus tropas les abriremos las puertas y
no haremos nada para defenderlo.
El hombre se sienta. Hay un largo silencio y uno a uno los ancianos dicen con un gesto
“estoy de acuerdo” (esta reunión no está en el texto bíblico).
Ese día David y sus hombres abandonan la ciudad con una profunda tristeza mientras se
dicen a sí mismos: ¡Qué pronto se olvidan las gentes de aquellos que les han ayudado en
el momento de gran necesidad! David huye a un monte en la zona del desierto de Zif.
Saúl envía numerosas patrullas bien equipadas pero no lo encuentran porque “Dios no lo
entregó en sus manos” (1 S 23:14).
Es allí en Hores que recibe una visita inusual.
— Capitán ― dice uno de los sargentos ― el hijo del rey quiere verlo. Nosotros no
sabíamos qué hacer porque pensamos que era una treta de Saúl, pero él insiste en que
quiere hablar con usted. Jonatán, al hacerlo, está poniendo en peligro su propia vida.
El encuentro es emocionante. El príncipe viste ropas de guerra pero de inmediato se
puede percibir que no es un soldado común sino que es una persona de la nobleza.
Tan pronto como divisa a David se dirige a él y los dos se confunden en un fuerte abrazo.
Los guerreros de David miran como si no pudieran comprender. ¡Cómo es posible que
aquel que todos estaban seguros de que iba a ser heredero y sucesor del monarca de
Israel está abrazando al enemigo principal de su padre!
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Los dos hombres entran en una tienda de campaña y hablan por largas horas. Jonatán lo
alienta e insiste en las verdades profundas de la soberanía y la misericordia divina. El
príncipe le pide al Señor que fortalezca la mano de su amigo, que le dé fuerzas para
cumplir la misión que el Eterno le ha encomendado. Luego viene la conmovedora
despedida. Jonatán va a volver al palacio real y David retorna a los escondites por las
montañas y los bosques.
Jonatán se aleja lentamente. Siente en su corazón una opresión. Cada paso que da le
hace sentir que la distancia de su amigo se alarga cada vez más. David por un momento
se emociona. Pero es un militar que no puede llorar en frente de sus soldados. Presiente
que es la última vez que verá a su camarada de muchos años.
Pasan los meses y David sigue huyendo. Uno a uno se suceden nombres de desiertos y
montañas casi desconocidos para nosotros. Mientras tanto los moradores de Zif quieren
obtener algún provecho de esta situación. Ellos saben exactamente dónde se esconde
David y sus hombres. Los principales se han reunido y están de acuerdo de que en esta
lucha Saúl va a ser el ganador. Hoy dirían algunos en ciertas partes: “en una carrera
hípica hay que apostar al caballo del comisario”. Se envía entonces un mensaje al rey
delatando el lugar donde se encuentra el fugitivo. Le informan al monarca no solamente
dónde está, sino que agregan: “nosotros lo entregaremos en manos del rey”. Se felicitan
entre sí diciendo que “así al final vamos a salir bien”. Sin duda que su majestad nos va a
dar una buena recompensa.
El futuro regente una vez más se apresura a levantar el campamento y esta vez huyen en
dirección al desierto de Maón en el sur de Arabá. Allí se levanta esa montaña tras la cual
esperaban encontrar refugio, pero se dan cuenta de que se están aproximando las tropas
del rey. Huir al desierto, sin las provisiones, es la muerte segura. Subir a la cumbre es
colocarse en un lugar donde al final no pueden esconderse más. No hay mucha agua en
una elevación en el desierto. Saúl ordena que sus regimientos se dividan: unos que
rodeen el monte en una dirección y los otros en la trayectoria opuesta. Es una maniobra
“en pinza” como si un alacrán gigante los fueran a “triturar”. Esas tenazas venenosas y
crueles se van a cerrar sobre el fugitivo y sus tropas que están extenuados. Los animales
cansados y sedientos aflojan la velocidad.
David y los suyos saben que los destacamentos del rey están bien armados, tienen
alimentos en abundancia y están avanzando rápidamente. Llegan así a una montaña.
Tratar de subirla es cometer suicidio. Los guerreros divisan detrás de ellos una nube de
polvo que indica la proximidad del enemigo. Los sargentos se dirigen a su jefe: Capitán,
¿qué hacemos? El rostro de David muestra que la situación es realmente muy seria, pero
a su vez revela la paz que solo Dios puede dar.
Del otro lado, delante de ellos en la distancia, se ve otra nube de polvo que va
aumentando de tamaño. Se dan cuenta de que el enemigo ha dividido sus brigadas: una
hacia un lado de la montaña y la otra hacia el otro. Van a atacar a David por la vanguardia
y por la retaguardia. Todo parece estar perdido. La nube va creciendo más y más sin duda
por el gran ejército que se aproxima. Ya se ve más cerca el nubarrón de polvo de las
tropas realistas.
Pero el odio y maldad contenido en ese destacamento y en su jefe es mayor que la nube
que han levantado.
¡Vamos a pelear hasta que el último hombre que quede en pie y no se olviden: contigo
desbarataré ejércitos y con mi Dios asaltaré muros! (Sal 18:29).
Parecería que la velocidad de los acontecimientos se enlentece como si fuera una
“película de cine”. David se acuerda de esas palabras que ha cantado tantas veces desde
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su juventud “Jehová es mi luz y mi fortaleza ¿de quién temeré? Jehová es la fortaleza de
mi vida” (Sal 27:1).
David, ante el estupor de sus lugartenientes, da la orden de detenerse. Los soldados se
maravillan al notar que el “nubarrón” que estaba adelante y se iba alargando, deja de
crecer. La otra también ha quedado como paralizada. En los minutos que siguen las dos
“nubes” empiezan a hacerse cada vez más pequeñas hasta que desaparecen sobre el
horizonte.
¡Están huyendo! ¡Están huyendo!, gritan los soldados. Risas nerviosas y gritos de triunfo
se repiten entre los soldados. El capitán dice entonces: “He aquí, Dios es el que me
ayuda; el Señor está con los que sostienen mi vida” (Sal 54:4).
Ya cuando faltan pocos minutos para alcanzar y destruir a David y a sus hombres, el rey
recibe la noticia urgente de que los filisteos han invadido el país y avanzan sin que nadie
los detenga. La persecución se detiene y Saúl da la orden de volver para luchar contra los
invasores.
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La doctrina de la soberanía de Dios se percibe aquí de una manera muy especial. El
Todopoderoso no sólo sabe y permite lo que va a suceder, sino también conoce lo que
podría suceder con todas sus variantes. El Omnisciente no se lleva sorpresas con las
decisiones y actuaciones de los seres humanos. Por supuesto que si los hombres de
Keila hubiesen entregado a David esto no significaría que Dios tiene sus manos atadas y
que no puede hacer nada más. El Señor siempre va a cumplir su propósito.
Al considerar la visita de Jonatán pensamos cuánto bien nos hace cuando un buen amigo
se acerca a nosotros en tiempo de dificultad.
¿Qué hubiera pasado si Jonatán se hubiera quedado con David en vez de volver con su
padre? Muy probablemente hubiera llegado a ser el segundo en el reino. La promesa de
David de darle el segundo lugar en el mando era una proposición verdadera que el futuro
rey sin duda la hubiera cumplido (1 S 23:17-18).
Creemos que Jonatán perdió la oportunidad de ser el segundo en el reino al volver al
palacio real. El lugar que en aquel momento parecía más peligroso junto al fugitivo David,
era en realidad más seguro que la fortaleza de Saúl.
Quizás nosotros a veces tenemos que hacer una decisión como Jonatán y no nos damos
cuenta de que el lugar más inamovible para estar exactamente es en el lugar que Dios
quiere que estemos.
Su padre era un hombre con crisis agresivas, incontrolables y en cierto momento trató de
matar a su propio hijo.
Al pensar en la decisión que tuvo que hacer Jonatán nos acordamos de las palabras del
Señor Jesús cuando invitó a un hombre a seguirle y él le respondió: “Señor, déjame
primero que vaya y entierre a mi padre”. Jesús le contestó: “deja a los muertos que
entierren a sus muertos y tu ve y anuncia el reino de Dios” (Lc 9:59-60).
¡Cuánto bien le hace a David escuchar de Jonatán que él estaba convencido que el
fugitivo de hoy va a ser el próximo rey de Israel! Jonatán aparece en el momento
apropiado para confortar a David. Lo hace sin duda en base a los atributos de Dios y a las
promesas fieles del Señor.
Entendemos bien algunas de las razones por la cuales le sería muy difícil a Jonatán
abandonar a su padre. En este momento la vida de David no ofrece más que penurias,
persecución y dificultades.
Hay cierta relación y semejanza de lo que se llama tipo entre David y el Señor Jesucristo.
También entre Jonatán y nosotros. Nuestro Salvador enseñó: “Y cualquiera que haya
dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por
mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mt 20:29).
En cuanto a los moradores de Zif que estaban prontos a delatar dónde estaba David
escondido, Matthew Henry con su habitual lucidez declara: “Miserables son las gentes
cuyo príncipe es un tirano, porque, mientras que algunos sufren por su tiranía, otros (lo
cual es peor) son hechos siervos e instrumentos de ella”.
La manera en que David es librado es increíble. Cuando todo parece perdido y en
cuestión de pocas horas o menos va a ser apresado, el Eterno actúa de una manera
providencial y el Salmista y sus hombres se salvan. La Escritura nos transmite la angustia
del momento: “más Saúl y sus hombres habían encerrado a David y a su gente para
capturarlos”. Pero ese momento no llegó porque el plan de Dios era preservar a su siervo.
No nos cabe duda de que David oró al Señor pidiendo su ayuda.
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La personalidad doble y maliciosa de Saúl se ve en la frase: “Id, pues, ahora, aseguraos
más, conoced y ved el lugar de su escondite, y quién lo haya visto allí; porque se me ha
dicho que él es astuto en gran manera” (1 S 23:22). Por supuesto el rey conocía muy bien
a David, quien había sido su yerno y no necesitaba decir que alguien le había dicho. Este
tipo de lenguaje es típico del malévolo que “tira la piedra y esconde la mano”.
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optado por quedarse con David, lo que permite la cadena de hechos que incluye una
batalla que termina en su muerte.
David utiliza el sacerdote Abiatar para conocer la voluntad divina. Nosotros tenemos todo
el canon de las Escrituras que no poseía David y la guía del Espíritu Santo.
Los líderes de Keila hicieron la decisión equivocada. Su determinación la efectuaron en
base a la sabiduría humana y no en la búsqueda de cuál era la voluntad divina. Ellos
llegaron a la conclusión de que David en algún momento iba a caer. No son tan sabios
como Abigail quien dijo: “yo te ruego que perdones a tu sierva esta ofensa, pues Jehová
de cierto hará casa estable a mi señor, por cuanto mi señor pelea las batallas de Jehová y
mal no se ha hallado en tus días” (1 S 25:28).
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