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Corre el año 1932, para ser precisos, el 1º de enero. Plano año nuevo en la prisión militar de Peña
Hermosa. El mes anterior llegó Facundo Medina, dirigente universitario a quien lo llaman el Zurdo
por sus ideas comunistas. Los presos civiles eran seis. Yo, sentado en un rincón observo todo, dejé
la caña después de lo ocurrido en Sapucai.
6 de enero. Encuentro en mis alpargatas un extraño regalo de reyes: una culebra muerta. También
revisaron mi paquete de libros que había recibido un más atrás y que aún no abrí. Hacen esto para
humillarme.
El Zurdo me había dicho el día anterior que no sea un milico encallado, siempre hay en uno mismo
algo viejo que muere y algo nuevo que nace. Le dicen al Zurdo que en vano se acerca a mí, puesto
que yo no iba a colaborar con su revolución.
10 de enero. Día domingo. Hoy desempaqué los libros que me había mandado mi familia, algunos
diarios atrasados de Asunción haciendo alusión al ametrallamiento de unos estudiantes. Hablaban
de que unos estudiantes pretendieron asesinar al presidente y sus ministros y que la guardia del
Palacio se vio forzada a disparar. Puse el diario sobre el catre del Zurdo.
17 de enero. Llovió toda la tarde y no pudimos salir de la cuadra. Tirado en mi catre intento leer
las cínicas y desgarradoras confesiones de Fidel Maíz, hombre sometido a la voluntad del Mariscal
López. López y Maíz son tal para cual, uno llevó a su pueblo al suicidio colectivo con el
consentimiento mudo de Maíz. Me parece escuchar su voz allá en Sapucai, cuando no permitió
entrar al tempo a Gaspar Mora.
18 de enero. Un día como cualquiera. Dos hombres, Miño y Noguera, se tomaron a trompadas
durante el desayuno y fueron al calabozo por diez días.
22 de enero. No me sale de la cabeza la imagen de Fidel Maíz. Trato de recordar una frase de San
Agustín que mi padre siempre repetía pero no me acuerdo. Un fiscal expone los fundamentos de
la justicia humana. Decía que alguien debería escribir la historia de gente como Fidel Maíz, porque
llegaría un día en que otros fiscales se arrogarían el derecho de juzgar y condenar a este pueblo
como si estuviera compuesto enteramente por cretinos y bastardos.
3 de febrero. Llegó la lancha de correo, yo no escribo ni recibo cartas. Le compré una liña de
pescar y un anzuelo al lanchero y escuché que comentaba de nuevos disturbios en Asunción.
7 de febrero. Alguien llevó y usó en el baño la hoja de un diario recién llegado. Puede leerse
alguna parte sobre la aparición de una mujer que dice llamarse la Profetisa de Cerro Verde, en
Sapucai. Predica en guaraní y con los brazos cruzados y al atardecer desaparece y no se la
encuentra por ningún lado. Va gente de todas partes a verla.
8 de febrero. Trato de encontrar quién ha quedado con la foto publicada en diario de la Profetisa.
Sospecho del Zurdo y acierto.
9 de febrero. No sé qué me llevó a escribir esto, no pretendo tener un diario, vieja costumbre esta
de escribir, la del hijo pródigo regresando al hogar que ya no existe.
20 de febrero. Jiménez intentó escapar. Fue en vano, sólo consiguió 30 días de calabozo.
20 de marzo. Llegó el nuevo comandante. Era el capitán Quiñónez. Fue compañero mío en el
Colegio Militar, unos años más adelantado que yo. Luego fuimos oficiales de planta y amigos,
hasta nos tuteábamos. Claro, ahora él se hace el desentendido. Era un hombre respetuoso de los
reglamentos.
23 de marzo. Se reabren las declaraciones, el Zurdo muy excitado expresa que el Teniente Jiménez
es una víctima del régimen penal de nuestro país, esto le valió varios días de calabozo. Ahora los
presos civiles ocupan otro lugar, por orden del Capitán Quiñónez, éste luego me mandó llamar, me
habló como jefe, no como amigo. Me recordó que fui injustamente sentenciado en el Colegio
Militar y quiso saber sobre lo de Sapucai. Callé, luego le dije que asumía la pena.
27 de abril. Quiñónez impuso su sistema. Algunos hablan de un plan para escapar y todos se
cuidan de mí.
14 de mayo. Conmemoración del aniversario de la Independencia. El cura que fue a realizar misa y
confesarnos me recordó al Paí Maíz. Como su antítesis.
13 de junio. Día de mi cumpleaños. Recibo una foto de mis padres con dedicatoria. Me resulta
insoportable la memoria de una infancia feliz.
3 de agosto. Cuando la idea de la fuga empezó a decaer vino la orden de indulto y traslado para
todos. Se decreta movilización general. Cayó Fortín Boquerón. Nos mandan al Chaco. Quiñónez me
trata de nuevo como a camarada.
5 de agosto. Llegó una lancha para trasladarnos. Sentado en popa contemplé cómo se alejaba el
islote.
20 de agosto. Desde hoy tengo al soldado Niño Nacimiento González (Pesebre) como asistente.
Me enteré que era hijo de Lágrima González, Pesebre pudo ser hijo mío, pero él no lo sabe.
1º de setiembre. En el hospital de campaña me atiende una joven médica, era el primer herido de
la doctora Monzón.
4 de setiembre. Después de la fajina y hasta muy tarde todos, desde oficiales hasta el último
soldado se dedican a escribir a sus respectivas madrinas.
5 de setiembre. El comandante en jefe nos quería saludar a todos personalmente y nos reunimos
en el casino. Este estaba repleto. Próximamente iniciaríamos la conquista del Chaco. Oh, utopía.
7 de setiembre. Cinco mil hombres formamos parte de nuestro regimiento cuyo objetivo era
retomar Boquerón. Partiríamos a la mañana siguiente.
9 de setiembre (frente a Boquerón). Nuestra lucha fue sangrienta, no logramos localizar el reducto
que estaba escondido en el monte. No tenemos agua y el anochecer nos ha vencido.
10 de setiembre. El comando nos ordena rodear al enemigo. El enemigo recibe hielo lanzado en
paracaídas. El ejército boliviano cuida a los suyos. Uno de estos hielos cayó cerca de nosotros y nos
dimos un festín.
11 de setiembre. Hace un calor sofocante. La sed (la muerte blanca) trajina entre nosotros. Al
anochecer Pesebre se apareció en la línea, nos anduvo buscando hasta que nos encontró.
15 de setiembre. Los aviones bolivianos lanzan medicamentos y víveres a sus soldados, pero caen
en nuestras líneas.
16 de setiembre. El comando ordena atacar por la espalda. A mi batallón le toca atacar por la
izquierda.
20 de setiembre. Me han construido un refugio al pie de un samuhú. Desde allí disfruto de una
visión de conjunto del polvoriento anfiteatro. Siguen los bombardeos hacia el norte.
22 de setiembre. El sol nos mata, no hay sombra ni agua, algunos mastican la tuna para sorber su
jugo. Nos acecha el hambre.
23 de setiembre. Se olvidaron de nosotros hasta los mismos enemigos. Ya no habrá otra patrulla,
hemos perdido toda esperanza de que llegue un camión aguador.
25 de setiembre. Nuestras armas y cosas se hallan esparcidas en todas partes. Me zumban los
oídos, se me hincha la lengua. Me comienzan las alucinaciones.
26 de setiembre. Ya debe haber poca diferencia entre vivos y muertos. Al principio enterramos los
cadáveres, ahora se encuentran todos esparcidos por ahí. Hoy amanecieron tres más. Las moscas
aparecen a montones.
27 de setiembre. Soy aún el jefe del destacamento, debo velar hasta el fin por la suerte de mis
hombres. Cada vez me resulta más pesado escribir.
28 de setiembre. Esta muerte blanca es una ramera blanca insaciable. No hay castidad que valga
contra ella. Tuve que matar a Pesebre por pedido suyo para no sufrir, estaba agonizando.
29 de setiembre. ¡Qué difícil es morir! Esta es la agonía del infierno, no aguanto más. De repente
escucho el ruido de un camión cada vez más próximo. El camión apareció en la boca de la picada.
La muerte está tentándome una vez más.
Capítulo 8. – Misión.
¿Por qué no vino pronto? preguntó el jefe al caminero Aquino que acababa de llegar. El jefe le
explica que necesita un solo camión de agua con urgencia y un chofer experimentado para mandar
al frente. El hombre le recomienda a Cristóbal jara, compueblano suyo, que no le iba a
decepcionar.
Los camiones estaban alineados cargando agua en sus tanques, eran como diez al borde de la
laguna. Al final de la hilera había un Ford pequeño y maltrecho. En la patente se leía Sapucai –
1931. Un hombre delgado estaba cargando. Se acercó el sargento y le dijo: Cabo Jara, preséntese
al comandante. El hombre bajó y se fue a la comandancia.
El jefe marcaba con un lápiz rojo la zona del cañadón, indicándole al Cabo Jara a dónde debería ir.
¿Se anima a ir? le preguntó el jefe a Jara y éste respondió que sí.
La enfermera Salu’í se ofrecía a acompañar a Jara y él la rechazó. Se llamaba María Encarnación.
Antes de ir a la guerra era muy frecuentada en su humilde choza de pueblo por los hombres, ellos
la bautizaron Salu’í. El se iba y la dejaba sola.
El convoy de aguateros se puso en marcha, Silvestre Aquino iba a la cabeza, costeando la laguna,
buscando la boca de entrada del Camino Viejo. La picada se cerró sobre ellos y la marcha se hizo
más lenta y fatigosa. Acompañaban a Jara Gamarra, Rivas y Argüello, todos compueblanos suyos.
Al entrar en un cañadón liso y ancho como un lago Aquino paró el camión. Hacia él avanzaba una
figura pequeña con los brazos en alto, era Salu’í. Pidió permiso a Aquino para subir y continuaron
la marcha.
A la media mañana los camiones llegaron a otro cañadón, faltaba el camión de Jara. En eso
aparecieron los aviones enemigos que dispararon. Un camión cayó y el de enfermería quedó
estancado en la arena con una bomba sin estalla abajo. Salu’í salió corriendo, recogió todo lo que
podía y trajo al camión de Aquino el hospital. Éste la increpó duramente.
Cada tanto los aviones venían y volaban bajo, de manera que los camiones aguateros no podían
avanzar.
Al atardecer los camiones esperaban la orden de partida. Jara va llegando en el momento en que
querían sacar la bomba de abajo del camión sanitario pero este explotó. Ahí quedaron dos de su
valle: Aquino y Argüello. Salu’í subió con Jara y emprendieron el viaje. Por el camino se toparon
con un camión lleno de heridos y tuvieron que recular para darles paso. Otazú y Rivas deciden
desertar. Cristóbal y los demás llegaron a Isla Samuhú
Los combatientes atropellaban para tomar agua, entonces Jara explica al jefe que no era agua para
las líneas sino para una misión especial. Dio un poco de agua a los hombres y siguieron la marcha,
acompañados por el soldado Mongelós que les mostraba la ruta. Por el camino fueron atacados
por una veintena de soldados sedientos y hambrientos.
El pequeño camión quedó con las cubiertas destrozadas después del ataque. Rellenaron las
cubiertas con espartillos y metieron el camión en el monte pues había caído la noche. Cristóbal y
Salu’í hablaron mucho esa noche.
Al día siguiente emprendieron viaje muy lentamente. Mongelós reconocía el terreno. El camión
tuvo que parar porque el espartillo se quemaba. Todo era silencio por allí. Pensaban que cayó
Boquerón. En eso pasó un avión en vuelo rasante y no se percata de la presencia del camión. Jara
lo pone en marcha y continúan.
Ya estamos cerca del cañadón, grita Mongelós, enseguida llegamos. Un pelotón de soldados bolí
les salió al paso, disparando. Allí murieron Mongelós y Gamarra. Jara atinó a tirarla a Salu’í al
bosque y él mismo se ocultó allí, quiso defender el camión y le quitaron de un tiro la mano.
Cuando los soldados se retiraron, él y Salu’í empezaron a proteger los agujeros del tanque con
palitos. Jara dijo que debían continuar, pero primero pidió a Salu’í que le atara una mano al
volante y la otra al cambio con un alambre. Cuando puso el camión en marcha se dio cuenta que
Salu’í cayó agonizante al lado del camión, no supo qué hacer. Cuando vio que moría, continuó la
marcha. Un rato después entró al cañadón y fu
Hijo de hombre es la primera novela del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, publicada
en 1960. Considerada una obra fundamental de la literatura latinoamericana, forma parte de
una trilogía que se completa con Yo el Supremo (1974) y El fiscal (1993). El autor publicó una
nueva versión en 1983.
La novela repasa un período de la historia de Paraguay (desde principios del siglo XX hasta
la Guerra del Chaco) a través de la forma de vida de los pueblos rurales, rescatando las
tradiciones y la lengua de sus habitantes, que alternan el español con el guaraní. El propio
Roa Bastos pasó sus primeros años en Iturbe, donde adquirió ambos idiomas. La novela se
estructura a partir de dos líneas narrativas: por un lado, el relato de Miguel Vera, protagonista
y narrador principal; por otro, relatos en apariencia independientes entre sí pero que
complementan y explican hechos y personajes aludidos por Vera en su narración.1
Ambientada en diferentes localidades del interior del Paraguay (sobre todo Itapé y Sapukai), el
arco temporal abarca alrededor de treinta años, entre 1905 y 1935, aludiendo a hechos
históricos como la Revolución de 1904,2, la de 1912,3 y la Guerra del Chaco(1932 - 1935).
La novela fue escrita y publicada por Roa Bastos en Buenos Aires, donde residió desde 1947,
perseguido por la dictadura de Alfredo Stroessner, y donde vivió hasta 1976, cuando se exilió
en Toulouse, Francia, también perseguido por la dictadura argentina. Hijo de hombre ganó el
Premio Internacional de Novela otorgado por la editorial Losada en 1959 y tuvo un éxito
inmediato de público y crítica.