El Año de Popularidad Vida de Jesus
El Año de Popularidad Vida de Jesus
El Año de Popularidad Vida de Jesus
EL AÑO DE POPULARIDAD
Galilea era la más septentrional de las cuatro provincias en las que Palestina
estaba dividida. Tenía casi 100 kilómetros de largo por 50 de ancho. Estaba constituida,
en su mayor parte, por una elevada meseta, cuya superficie estaba interrumpida por
irregulares masas montañosas. Cerca de su lindero oriental, remataba súbitamente en un
gran barranco por el cual corría el Jordán, y en medio del cual, a 150 metros bajo el
nivel del Mediterráneo, estaba el hermoso Mar de Galilea, de forma de arpa.
Al extremo septentrional del lago, el espacio entre el agua y las montañas estaba
ensanchado por la boca del río, y regado por muchas corrientes de las colinas, de tal
manera que era un perfecto paraíso de fertilidad y hermosura. Se llamaba la llanura de
Genesaret, y aún en la actualidad, cuando toda la cuenca del lago casi no es más que una
ardiente soledad, se cubre todavía de mieses, dondequiera que lo toca la mano del
agricultor; y en donde la pereza lo ha dejado desatendido, está cubierto de espesos
matorrales de espinos y adelfas. En el tiempo de nuestro Señor contenía las principales
ciudades de aquella región, tales como Capernaún, Betsaida y Corazín. Pero toda la
ribera estaba tachonada de pueblos y aldeas y formaba una verdadera colmena de
bulliciosa vida humana.
La noticia de los milagros que Jesús había hecho en Jerusalén, ocho meses antes,
había sido llevada a Galilea por los peregrinos que habían estado al Sur en la fiesta. Sin
duda también las noticias de su predicación y su bautismo en Judea habían dado origen
a mucha conversación y admiración antes de que él llegara. Por consiguiente, cuando
volvió entre ellos, los galileos estaban algo preparados para recibirlo.
Visita a Nazaret
Uno de los primeros lugares que visitó fue Nazaret, el hogar de su niñez y
juventud. Apareció allí en la sinagoga un sábado, y siendo ahora conocido como predi-
cador, fue invitado a leer la Escritura y a hablar a la congregación. Leyó un pasaje de
Isaías en el cual se da una descripción fervorosa de la venida y de la obra del Mesías:
"El Espíritu del Señor Jehová está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a
predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a
publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año
de la buena voluntad de Jehová...".
Mientras hacía comentarios sobre el texto, pintando los rasgos característicos del
tiempo del Mesías—la emancipación del esclavo, el enriquecimiento del pobre, la
curación de los enfermos—la curiosidad del auditorio al oír por primera vez, a un joven
predicador que se había educado entre ellos, pasó a un encantado asombro, y
prorrumpieron en los aplausos que era costumbre permitir en las sinagogas judaicas.
Desde aquel día Nazaret no fue más su hogar. Es cierto que en otra ocasión,
movido de su amor profundo para con sus antiguos vecinos, la visitó, pero sin mejor
resultado. Desde entonces estableció su residencia en Capernaum, en la ribera noroeste
del Mar de Galilea. Esta población ha dejado de existir por completo. No es posible
descubrir con certeza ni aun su sitio. Puede ser que ésta sea una razón para que, en la
mente del cristiano, no se relacione con la vida de Jesús, con "la misma prominencia que
tiene Belén, en donde nació, Nazaret, en donde fue criado, y Jerusalén, en donde murió.
Pero debemos fijar aquella población en nuestra memoria al lado de éstas, porque fue su
residencia durante dieciocho de los meses más importantes de su vida. Se le llama su
propia ciudad, y en ella se le pidió el tributo como ciudadano de la localidad. Estaba
perfectamente adaptada para ser el centro de sus trabajos en Galilea, porque era el foco
de la actividad en la cuenca del lago, y estaba cómodamente situada para excursiones a
todas partes de la provincia. Todo cuanto sucedía allí se sabía pronto en todas las
regiones situadas alrededor.
Su vida en Capernaum
Su popularidad
¿Cómo fue que Jesús produjo tan grande y tan extendido movimiento? No fue
por declararse el Mesías. Es cierto que el haberlo hecho así hubiera despertado en todo
pecho judaico la más profunda sensación de que era capaz. Pero por lo general, Jesús
ocultaba su verdadero carácter, aunque se reveló de vez en cuando, como lo hizo en
Nazaret. Sin duda el motivo de esto fue que entre las excitables multitudes de los
incultos galileos con sus groseras esperanzas materialistas, semejante declaración
hubiera causado un levantamiento revolucionario contra el gobierno, que hubiera
distraído la atención del pueblo del verdadero objeto de Jesús y hubiera hecho caer
sobre la cabeza de éste la espada romana, de la misma manera que en Judea esta
declaración le hubiera traído un ataque fatal de parte de las autoridades judaicas. Para
evitar interrupciones de una y otra clase, mantenía en reserva la revelación plena de sí
mismo, esforzándose en preparar el espíritu público para recibirle en su verdadero
significado interior y espiritual cuando llegara el debido momento para divulgarla y
dejando entre tanto, que su identidad se comprendiera por su carácter y su obra.
Los dos grandes medios que Jesús empleaba, en su obra, y que excitaron tanta
atención y entusiasmo, eran sus milagros y su predicación.
Milagros
Tal vez sus milagros movieron más hondamente la atención. Se nos refiere cómo
se extendió por dondequiera con la rapidez de un incendio la noticia del primer milagro
que hizo en Capernaum, hecho que atrajo multitudes a la casa en donde estaba; y
siempre que hacía un nuevo milagro de carácter extraordinario, la excitación se hacía
mayor y el rumor de él se extendía por todos lados. Cuando, por ejemplo, curó por
primera vez la lepra, la enfermedad más maligna que se conocía en Palestina, el
asombro del pueblo no tuvo límites. Lo mismo sucedió I la primera vez que venció un
caso de posesión demo-• níaca; y cuando restauró al hijo de la viuda de Naín, I resultó
una especie de temor abrumador, seguido de una I deliciosa admiración y del hablar de
miles de lenguas. Toda Galilea estuvo por algún tiempo en movimiento, por lo
numeroso de los enfermos de todas clases que andando o arrastrándose, llegaban hasta
cerca de él, y de los grupos de solícitos amigos que llevaban sobre lechos y camillas a
los que no podían andar. A uno y otro lado de las calles de las aldeas y ciudades estaban
alineados los enfermos, al tiempo que pasaba el médico divino. Algunas veces tenía que
atender a tantos que no tenía tiempo ni para comer, y en una época estaba tan absorto en
sus benévolos trabajos y tan arrebatado de la santa excitación que le causaban, que sus
parientes con indecorosa premura trataron de interrumpirlo, diciéndose unos a otros que
estaba fuera de sí.
Pero los más extraordinarios de los milagros de Jesús sobre el hombre fueron los
casos en que restauró los muertos a la vida. No eran frecuentes, pero como era natural,
produjeron una impresión extraordinaria siempre que sucedían.
Los milagros de la otra clase—los que hizo sobre la naturaleza—eran del mismo
carácter indescriptible. Algunas de sus curaciones de la enfermedad mental, si
estuvieran solas, podrían ser explicadas por la influencia de una naturaleza poderosa
sobre un alma perturbada; y de la misma manera algunas de sus curaciones corporales
podrían ser explicadas por la influencia que ejercía sobre el cuerpo por medio de la
mente. Pero un milagro como el andar sobre el tempestuoso mar está completamente
fuera del alcance de toda explicación natural.
¿Por qué empleaba Jesús estos medios? Pueden darse a esta pregunta varias
respuestas.
Primero, hizo milagros porque su Padre le dio estas señales como prueba de que
él lo había enviado. Muchos de los profetas del Antiguo Testamento habían recibido la
misma prueba de la autenticidad de su misión, y aunque como los Evangelios nos
informan en su sencilla veracidad, Juan que revivió el oficio de profeta no hizo
milagros, era de esperarse que Aquél que era un profeta mucho mayor que el más
grande de los que habían venido antes de él, mostrara aun mayores señales de su misión
divina que cualquier otro. Era una demanda estupenda la que él hacía sobre la fe de los
hombres anunciándose como el Mesías, y habría sido injusto esperar que fuera admitida
por una nación acostumbrada a los milagros como señales de una misión divina, si él no
hubiera hecho ninguno.
De esta manera sus milagros eran una parte natural y esencial de su obra
mesiánica. Eran un excelente medio de darse a conocer a la nación. Así los que eran
curados se unían a él por las fuertes ligas de la gratitud, y sin duda, en muchos casos, la
fe en él como hacedor de milagros conducía a una fe más elevada. Así fue en el caso de
su devota seguidora María Magdalena, de quien echó siete demonios.
A él mismo, esta obra debe de haber traído gran pesar y gran gozo a la vez. Para
su corazón tan tierno y exquisitamente simpático, que nunca se hizo insensible ni en el
menor grado, debe de haber sido desgarrador tener contacto con tanta enfermedad, y ver
los efectos espantosos del pecado. Pero él estaba en su lugar debido, pues convenía a su
amor supremo estar en donde había necesidad de socorro. Y qué gozo debe de haberle
causado distribuir bendiciones por todas partes y borrar las huellas del pecado; ver
volver bajo su tacto la salud; recibir las miradas alegres y llenas de gratitud de los ojos
que se abrían; oír las bendiciones de madres y hermanas, mientras restauraba sus
amados a sus brazos; ver la luz de amor y bienvenida en los rostros de los pobres, al
entrar en sus pueblos y aldeas. Bebía profundamente la bienaventuranza de hacer el bien
del pozo del cual quería que sus discípulos estuvieran bebiendo siempre.
Predicación
El otro gran instrumento de que Jesús se servía para su obra era su enseñanza.
Era, por mucho, el más importante de los dos. Sus milagros no eran más que la campana
que llamaba al pueblo a oír sus palabras. Impresionaban a aquéllos que tal vez no
hubieran sido susceptibles a la otra influencia más sutil, y los conducían hasta estar al
alcance de ella.
Es probable que los milagros hicieran más ruido, pero su predicación también
extendía su fama por todos lados. No hay otro poder cuya atracción sea más segura que
el de la palabra elocuente. Los bárbaros que escuchaban a sus poetas y narradores de
leyendas, los griegos que escuchaban la refrenada pasión de sus oradores, y las naciones
prácticas como los romanos, todos igualmente han confesado que el poder de la
elocuencia es irresistible. Los judíos la apreciaban sobre casi todo otro atractivo, y entre
las figuras de sus afamados antepasados, a ninguno reverenciaban más que a los
profetas— aquellos elocuentes anunciadores de la verdad que el cielo les enviaba de
edad en edad. Aunque el Bautista no hacía milagros, las multitudes acudían a él en
tropel, porque reconocían en sus acentos el trueno de este poder, el cual ningún oído
judío había escuchado por tantas generaciones. Jesús también fue reconocido como pro-
feta, y por consiguiente su predicación causaba excitación intensa: "Hablaba en las
sinagogas de ellos, siendo glorificado de todos". Sus palabras eran escuchadas con
admiración y asombro. Algunas veces la multitud en la playa del lago le oprimía tanto
para oírle, que él tenía que entrar en un navío y dirigirse a ellos desde la cubierta,
mientras se extendían en semicírculo sobre la ascendente ribera. Sus mismos enemigos
dieron testimonio de que "jamás habló hombre alguno como este hombre", y a pesar de
ser poco lo que nos queda de su predicación, es muy suficiente para que nos hagamos
eco del mismo sentimiento y comprendamos la impresión que producía. Todas sus
palabras juntas que nos han sido conservadas no ocuparían más lugar, impresas, que una
media docena de sermones ordinarios; pero no es exageración el afirmar que forman la
herencia literaria más preciosa de la raza humana. Sus palabras, como sus milagros, eran
expresiones de él mismo, y cada una de ellas tiene en sí algo de la grandeza de su
carácter.
La mente oriental, al contrario, suele meditar por mucho tiempo sobre un solo
punto, verlo por todos lados, concentrar toda la verdad acerca de él, y emitiría en unas
pocas palabras penetrantes y fáciles de grabarse en la memoria. El estilo es conciso,
epigramático, magistral. El discurso del orador del Occidente es una estructura
sistemática, o como una cadena en la cual cada eslabón está firmemente unido con los
demás; el oriental es como el cielo en la noche, lleno de innumerables puntos ardientes,
que brillan sobre un fondo oscuro.
De esta manera, en sus dichos podemos ver, como en un panorama, los aspectos
del campo y de la vida de aquel tiempo: Los lirios movidos del viento, cuya hermosura
vistosa deleitaba los ojos; las ovejas siguiendo al pastor; las puertas anchas y angostas
de la ciudad; las vírgenes con sus lámparas, aguardando en la oscuridad la venida de la
procesión nupcial; el fariseo con sus anchas filacterias y el publicano con la cabeza
inclinada, orando juntos en el templo; el rico sentado en su palacio en banquete, y el
mendigo echado a su puerta con los perros lamiendo sus llagas; y centenares de otros
cuadros que descubren la vida íntima y minuciosa de aquella época sobre la cual la
historia en general marcha descuidadamente con paso majestuoso.
Pero la forma más característica que empleaba era la parábola. Era una
combinación de las dos cualidades ya mencionadas: la expresión concisa y fácil de
grabarse en la memoria, y el estilo figurado. Usaba un incidente tomado de la vida
común y lo transformaba en un cuadro hermoso, para expresar la correspondiente
verdad en la región más elevada y espiritual.
Era entre los judíos un modo favorito de presentar la verdad, pero Jesús le
impartió su más rico y perfecto desarrollo. Cerca de la tercera parte de todos los dichos
suyos que nos han sido conservados son en forma de parábolas. Esto demuestra como se
fijaban en la memoria de los discípulos. De la misma manera, es probable que los
oyentes de los sermones de cualquier predicador, después de algunos años, se acordarán
de los ejemplos mucho mejor que de cualquier otra parte de ellos ¡Cómo han quedado
estas parábolas en la memoria de todas las generaciones desde entonces! El hijo
pródigo, El sembrador, Las diez vírgenes, y otras muchas, son otros tantos cuadros
colgados en millones de espíritus. ¿Cuáles pasajes de los grandes maestros de expresión
—de Hornero, de Virgilio, de Dante, de Shakespeare— han conseguido para sí un poder
tan universal sobre los hombres o se han conservado tan perennemente nuevos y
verdaderos?
Nunca tuvo que ir lejos para buscar ejemplos. Como un maestro pintor hará, con
un pedacito de yeso o de carbón, una cara que os hará reír, llorar, o maravillaros, así
Jesús tomaba los objetos e incidentes más comunes alrededor de él —el coser un pedazo
de género sobre un vestido viejo, la rotura de un odre viejo, los muchachos en la plaza
jugando a matrimonios o a funerales, o la caída de una choza en una tempestad— y los
transformaba en cuadros perfectos, haciéndolos, para el mundo, los vehículos de la
verdad inmortal. ¡No era extraño que las multitudes le siguieran! Aun el más ignorante
tendría gusto en semejantes cuadros y llevaría, como un tesoro para toda su vida, al
menos la expresión de las ideas de Jesús, aunque podría necesitarse el pensamiento de
generaciones para penetrar las cristalinas profundidades de ellas. Nunca hubo discursos
tan sencillos y sin embargo tan profundos, tan pintorescos y sin embargo tan
absolutamente verdaderos.
Tales eran las cualidades de su estilo. Las cualidades del predicador mismo han
sido conservadas para nosotros en las críticas de sus oyentes y se manifiestan en sus
discursos contenidos en los Evangelios.
La primera cosa que notaron sus oyentes fue el contraste entre sus palabras y la
predicación que acostumbraban oír de los escribas en las sinagogas. Estos eran los
representantes del sistema más muerto y más árido de teología que haya sido
considerado como religión en cualquier siglo. En vez de explicar las Escrituras, que es-
taban en sus manos y que hubieran prestado a sus palabras un poder vivo, no hacían más
que referir las opiniones de los comentadores, y tenían miedo de presentar cualquiera
afirmación que no estuviera sostenida por la autoridad de algún maestro. En lugar de
ocuparse de los grandes temas de la justicia y la misericordia, del amor y de Dios,
torturaban el texto sagrado para hacer de él un manual de ceremonias, y predicaban
sobre la debida anchura de las filacterias, las debidas posturas en la oración, la debida
duración de los ayunos, la distancia que era permitido andar el sábado, y otras cosas por
el estilo; porque en estas cosas consistía la religión de aquel tiempo.
Para ver en los tiempos modernos, alguna cosa un poco parecida a la predicación
que prevalecía entonces, tenemos que volver para atrás hasta el período de la Reforma,
cuando según nos dice el biógrafo de Knox, las arengas pronunciadas por los monjes
eran vacías, ridículas y miserables en extremo. "Cuentos fabulosos tocantes al fundador
de alguna orden religiosa, los milagros que hacía, sus combates con el demonio, sus
veladas, ayunos y flagelaciones; las virtudes del agua bendita, el crisma, el persignarse,
y el exorcismo; los horrores del purgatorio, y el número de individuos libertados de él
por la intercesión de algún santo poderoso. Estos, con groseras bromas, charlas y
chismes de viejas formaban los temas favoritos de los predicadores, y eran presentados
al pueblo en lugar de las puras, saludables y sublimes doctrinas de la Biblia "
Tal vez el contraste que el pueblo escocés, tres siglos y medio ha, sintió entre
semejantes arengas y las elevadas palabras de Wishart y Knox, nos dé la mejor idea que
podemos formarnos del efecto que la predicación de Jesús producía en sus
contemporáneos. Nada sabía él de la autoridad de los maestros y escuelas de
interpretación, pero hablaba como uno que había visto con sus propios ojos los objetos
del mundo eterno. No necesitaba que nadie le hablara de Dios ni del hombre, porque
conocía a ambos perfectamente. Estaba posesionado del conocimiento de su misión, el
cual lo llevaba adelante e impartía vehemencia a toda palabra y acción. Se conocía a sí
mismo como enviado de Dios, y sus palabras como las de Dios y no suyas propias. No
vacilaba en decir a los que desatendían sus palabras que en el día del juicio serían ellos
condenados por los de Nínive y por la reina de Saba, quienes habían escuchado a Jonás
y a Salomón, porque ellos estaban oyendo a uno mayor que todo profeta o rey de la
antigüedad. Los amonestaba que de la aceptación o rechazamiento del mensaje que él
traía, dependía su eterna felicidad o miseria. Tal era el tono de solicitud, de majestad y
de autoridad que hirió con asombro a sus oyentes.
Otra cualidad que el pueblo notaba en él era su intrepidez: "Pues, mirad, habla
intrépidamente" (Valera "públicamente", Juan 7:26). Esto les parecía más asombroso
porque él era hombre indocto, que ni había cursado las escuelas de Jerusalén, ni recibido
licencia de ninguna autoridad terrenal. Pero esta cualidad provenía de la misma causa
que su autoridad. La timidez nace generalmente de la conciencia de sí mismo. El
predicador que teme a sus oyentes y respeta la persona de los grandes y sabios, está
pensando en sí mismo y en lo que se dirá de lo que hace. Pero aquel que se siente
impulsado a una misión divina se olvida de sí mismo. Para él toda congregación es igual
a cualquiera otra, sean nobles o plebeyos; piensa sólo en el mensaje que tiene que dar.
Una tercera cualidad que sus oyentes notaban era su poder: "Su palabra era con
potestad". Esto fue el resultado de aquella unción del Espíritu Santo sin la cual aun las
verdades más solemnes caen en el oído sin efecto. Estaba lleno del Espíritu sin medida.
Por consiguiente la verdad se apoderó de él. Ardía y se henchía en su pecho, y él la
hablaba ae corazón a corazón. Tenía el Espíritu no sólo en tal grado que le llenaba a él
mismo, sino que lo podía impartir a otros. Se derramaba con sus palabras y se
apoderaba de las almas de sus oyentes, llenando de entusiasmo la mente y el corazón.
Tales eran algunas de las cualidades del predicador. Cabe mencionar una más,
que quizás incluya a todas las demás, y es tal vez la cualidad más elevada de todo
discurso público. Se dirigía a los hombres como hombres, no como miembros de alguna
clase o como poseedores de alguna cultura peculiar. Las diferencias que dividen a los
hombres, tales como riquezas, rango, y educación, son todas superficiales. Los
elementos en que todos son iguales —el extenso sentido del entendimiento, las grandes
pasiones del corazón, los instintos primarios de la conciencia— son profundos. No
quiero decir que sean los mismos en todos los hombres. En algunos son más profundos,
en otros menos; pero en todos son más profundos que otra cosa cualquiera. Aquel que se
dirige a estos sentimientos apela a lo más profundo de sus oyentes. Será inteligible para
todos igualmente. Todo oyente recibirá de él su propia porción; la mente estrecha y de
poca profundidad recibirá todo lo que puede tomar, y la más grande y profunda se
llenará en el mismo banquete. Es por eso que las palabras de Jesús son perennes en su
frescura. Son para todas las generaciones, y para todas igualmente. Apelan a los
elementos más profundos de la naturaleza humana hoy, en Inglaterra o en China, tanto
como lo hacían en Palestina cuando fueron pronunciadas.
¿Qué significa esta expresión? Se refería a una nueva era que los profetas habían
predicho y los santos habían esperado. El tiempo de espera estaba cumplido. Muchos
profetas y justos, decía Jesús a sus contemporáneos, habían deseado ver lo que ellos
veían, pero no lo habían visto. Afirmaba que tan grandes eran los privilegios y las
glorias de la nueva época, que el que menos participaba de ellas era mayor que el
Bautista, aunque éste había sido el mayor representante del tiempo antiguo.
Todo esto no era más que lo que sus contemporáneos habrían esperado oír, si
hubieran comprendido que el reino de Dios realmente había venido. Pero miraban en
todas direcciones y preguntaban en dónde estaba la nueva era que Jesús decía que había
traído.
La tendencia principal de su predicación era exponer esta idea del reino de Dios,
el carácter de sus miembros, su felicidad en poseer el amor y comunión de su Padre en
los cielos, sus expectativas en el mundo venidero. Ponía de relieve el contraste entre
este reino y la religión de exterioridades de la época, con su carencia de espiritualidad y
su sustitución de observancias ceremoniales en lugar del carácter. Invitaba a su reino a
todas las clases sociales. Invitaba a los ricos, demostrando, como en la parábola del rico
y Lázaro, la vanidad y el peligro de buscar la felicidad en las riquezas; y a los pobres,
infundiéndoles un sentimiento de su propia dignidad, persuadiéndoles con el afecto más
exuberante y las palabras más convincentes que la única riqueza verdadera consiste en
el carácter, y asegurándoles que si buscaban primero el reino de Dios, su Padre celestial,
que alimentaba a las aves y vestía los lirios, no los dejaría sufrir.
Es imposible leer los discursos de Jesús sin notar que maravillosos como son,
sin embargo, algunas de las doctrinas más características del cristianismo tal como
están expuestas en las epístolas de San Pablo, ahora conservadas con aprecio en las
almas de los cristianos más devotos y más sabios, ocupan en ellos un lugar insig-
nificante.
Pero la verdadera explicación del fenómeno es muy diferente. Jesús no era sólo
un instructor. Su carácter era más grande que sus palabras, y así lo era también su obra.
La parte principal de esa obra era hacer expiación por los pecados del mundo con su
muerte en la cruz. Pero sus discípulos más íntimos nunca quisieron creer que él había de
morir, y hasta que se verificara su muerte, era imposible explicar su significado más
profundo. Las doctrinas más distintivas de San Pablo no son más que explicaciones de
dos grandes hechos: la muerte de Cristo y el Espíritu enviado por el Redentor
glorificado. Es obvio que estos hechos no podían ser bien explicados en las palabras de
Jesús mismo, cuando todavía no se habían verificado; pero suprimir la explicación
inspirada de ellos sería apagar la luz del evangelio y robarle a Cristo su gloría más
elevada.
A estos discípulos les daba una instrucción más perfecta que a las multitudes.
Les explicaba en privado cualquiera cosa que fuera oscura en su enseñanza pública. Más
de una vez hizo la extraña aseveración de que hablaba en parábolas a la multitud, para
que oyendo no entendiesen. Esto no podía sino significar que a aquellos que realmente
no tenían interés en la verdad no se les daba más que la hermosa corteza, pero que el fin
de la falta de claridad era incitar a una investigación más profunda, así como un velo
que medio cubre un bello rostro hace más intenso el deseo de verlo; y que a aquellos
que tenían una ansiedad espiritual de saber más, gustosamente les comunicaría el
secreto. Estos últimos, cuando se hizo evidente que la nación en general no era digna de
ser el instrumento de la obra del Mesías, llegaron a formar el núcleo de aquella sociedad
espiritual, elevada por encima de todas las limitaciones locales y las distinciones de
rango y nacionalidad, por medio de la cual el espíritu y la doctrina de Cristo habían de
ser diseminados y perpetuados en el mundo.
El apostolado
Fue cuando su obra había llegado a ser tan extensa y apremiante que le era
completamente imposible abarcarla toda, que por decirlo así, se multiplicó a sí mismo,
nombrándoles a ellos como sus ayudantes. Los comisionó a enseñar los elementos más
sencillos de su doctrina, y les confirió poderes milagrosos semejantes a los suyos
propios. De esta manera fueron evangelizadas muchas poblaciones que él no tenía
tiempo para visitar, y muchas personas que no pudieron llegar a tener contacto personal
con él, fueron curadas.
Pero, como lo demostraron los sucesos futuros, sus fines al nombrarlos tenían un
alcance mucho mayor. Su obra era para todo tiempo y para todo el mundo. No era
posible que fuese terminada durante la vida de una sola persona. Previo esto, e hizo
provisión para ello, haciendo una temprana elección de agentes que pudieran llevar
adelante sus planes después de su partida y por medio de los cuales pudiera extender su
influencia sobre la humanidad. El mismo no escribió nada. Pudiera pensarse que escribir
hubiera sido el mejor modo de perpetuar su influencia, y de dar al mundo una idea
perfecta de sí mismo; y no podemos menos que imaginarnos, animados de un
vehemente deseo, lo que sería un volumen escrito por sus propias manos. Pero por
razones sabias él se abstuvo de esta clase de trabajo y se resolvió a vivir, después de su
muerte, en la vida de hombres escogidos.
Es sorprendente ver qué clase de personas escogió él para tan grande destino. No
pertenecían a las clases instruidas y de más influencia. Sin dudas los cabecillas y
caudillos de la nación debían haber sido los instrumentos de su Mesías, pero ellos
mismos se mostraron totalmente indignos de tan alta vocación. El no los necesitaba; no
le hacía falta la influencia de poder y sabiduría carnales. Siendo su costumbre hacer uso
de aquellos elementos de carácter que no se limitan a ninguna condición de vida o grado
de cultura, no vaciló en confiar su causa a doce hombres sencillos que carecían de
instrucción y que pertenecían al pueblo común.
Hizo la elección después de una noche de oración, y sin duda después de muchos
días de deliberación. El resultado demostró con qué penetración de carácter él había
actuado. Resultaron ser instrumentos perfectamente adecuados para el gran designio;
cuando menos dos de ellos eran hombres de dones supremos; y aunque uno de los doce
resultó ser traidor, y es probable que aun después de hechas todas las explicaciones la
elección de él seguirá siendo un misterio explicado apenas en parte; sin embargo, la
elección de agentes que al principio daban tan poca esperanza, pero que al fin
alcanzaron tan grande éxito, será siempre uno de los principales momentos de la
incomparable originalidad de Jesús.
Sería sin embargo una explicación muy inadecuada de la relación que existía
entre Jesús y los doce, señalar solamente la penetración con que descubrió en ellos los
gérmenes de aptitud para su grande porvenir. Llegaron a ser hombres muy notables, y al
fundar la iglesia ejecutaron una obra de importancia inconmensurable. Se puede decir,
en un sentido, que ellos ni soñaron que estarían sentados en tronos, gobernando al
mundo moderno. Ellos se levantan como una hilera de columnas majestuosas al través
de las llanuras de la historia. Pero la luz que los baña y los hace visibles proviene sólo
de Cristo. El les dio toda su grandeza; y la de ellos es una notable prueba de la de él.
¡Qué no debe de haber sido Aquél cuya influencia les daba tanta magnitud de
carácter, y los hizo aptos para tan gigantesca tarea! Al principio eran rudos y carnales en
extremo. ¿Qué esperanza había de que alguna vez pudieran apreciar los designios de
una mente como la de él, heredar su obra, poseer en grado alguno un espíritu tan
exquisito, y transmitir a generaciones futuras una representación fiel de su carácter?
Pero los educaba con la paciencia más cariñosa, soportando sus vulgares esperanzas y
sus torpes interpretaciones de lo que él quería decir. No olvidándose ni por un momento
del papel que ellos iban a hacer en el futuro, se dedicó a enseñarles, como su obra
principal.
Pero la parte más importante de su educación era algo que quizás notaron poco
entonces, a pesar de que estaba produciendo tan magníficos resultados: la influencia
silenciosa y constante del carácter de Jesús sobre ellos. Los atraía a sí mismo e imprimía
en ellos su propia imagen. Esto fue lo que los hizo llegar a ser lo que fueron. Por medio
de esto, más que por otra cosa alguna, las generaciones de los que lo aman dirigen sus
miradas a ellos con envidia. Admiramos y adoramos aun a tan grande distancia las
cualidades de su carácter, pero iQué sería haberlas visto en la unidad de su vida, y sentir
durante años enteros su influencia transformadora! ¿Podemos conocer con alguna
exactitud los rasgos distintivos de ese carácter, cuya gloría ellos veían y bajo cuya
potencia vivían?
£7 carácter humano de Jesús. Tal vez el rasgo que notarían primero los
discípulos en Jesús sería su concentración en su propósito. Es indudable que esta
cualidad marca el tono fundamental que se oye en todos sus dichos que nos han sido
conservados, y es el pulso que sentimos latir en todas sus acciones cuyo recuerdo
tenemos. Estaba posesionado de un propósito que lo guiaba y lo impulsaba hacia
adelante.
La mayor parte de las vidas no se dirigen hacia ningún fin particular, sino que se
dejan llevar adelante, bajo la influencia de variados sentimientos e instintos o por las
corrientes de la sociedad, y nada terminan. Pero es evidente que Jesús tenía por delante
un objetivo definido, que absorbía sus pensamientos y desarrollaba toda su energía. A
menudo daba como motivo para no hacer algo: "Mi hora no ha llegado", como si su
designio absorbiera cada momento y como si cada hora tuviera designada su parte
propia en la tarea. Esto impartía a su vida un celo y rapidez de ejecución de que la
mayor parte de las vidas carecen. Esto le salvó también de perder su energía en detalles,
y del cuidado por las cosas pequeñas en que se disipan las vidas de los que no tienen
una vocación definida; y esto hizo que su vida, a pesar de ser tan variadas sus
actividades, fuera una perfecta unidad.
Muy íntimamente relacionada con esta cualidad había otra muy saliente, que
puede llamarse su fe. por la cual se quiere decir su asombrosa confianza en la
realización de su propósito, y una aparente desatención a los medios y a la oposición. Si
se considera, aun de la manera más general, cuan vasto era su propósito —reformar su
nación y emprender un movimiento religioso que debía ser eterno y universal—; si se
toma en consideración la oposición que encontraba y que él preveía que su causa tendría
que encontrar a cada paso; y si se recuerda lo que él, como hombre, era —un indocto
campesino de Galilea— su tranquila e intrépida confianza en su buen éxito aparecerá
tan sólo menos notable que el buen éxito mismo.
Después de leer los Evangelios, una persona se pregunta con asombro qué hizo
él para producir una impresión tan tremenda en el mundo. No creó ninguna maquinaría
complicada para asegurar el efecto. No puso su mano sobre los centros de influencia:
educación, riquezas, gobierno, etc. Es cierto que instituyó la iglesia. Pero no dejó
ninguna explicación detallada de la naturaleza de ella ni reglas para su constitución. Era
la sencillez de una fe que no busca medios, ni hace preparativos, sino que sencillamente
sigue adelante y ejecuta su obra. Era la misma cualidad que según él, podía traspasar
montañas, y la que más deseaba ver en sus discípulos. Era la insensatez del evangelio,
de que se jactaba Pablo, saliendo con el denuedo que da el poder, pero con una escasez
ridícula de equipo, para conquistar al mundo griego y romano.
Pero, ¿cuáles circunstancias formaron al Hombre Cristo Jesús? Nunca hubo otra
edad más árida y estéril que aquella en que él nació. Era como una alta y vigorosa
palmera nacida en un desierto. ¿Qué había en la vida estrecha de Nazaret para producir
un carácter tan gigantesco? ¿Cómo era posible que la aldea notoriamente pecadora
produjera una pureza tan viviente? Quizás algún escriba le haya enseñado las letras y los
rudimentos del saber, pero su doctrina era una contradicción completa de todo lo que los
escribas enseñaban. Nunca se apoderaron de su espíritu libre, las modas de las sectas.
¡Cuan claramente, en medio de los sonidos que llenaban el oído de su época, oía él la
desatendida voz de la verdad, tan diferente de aquéllos! ¡Cuan claramente, detrás de las
pretensiones y las formas aceptadas de la piedad, veía la hermosa y desatendida figura
de la santidad verdadera! Crecía desde adentro. Dirigía sus ojos directamente a los
hechos de la naturaleza y de la vida, y creía lo que veía, en vez de permitir que su vista
fuese modificada por lo que otros decían haber visto.
Puede decirse en verdad, que a pesar de que la nación judaica de su tiempo era
un terreno totalmente árido, del que no era posible esperar que creciera cosa alguna que
fuera vigorosa o grande, él se volvió a la primitiva historia de su nación y nutría su
espíritu con las ideas de Moisés y de los profetas. Hay algo de verdad en esto. Pero, a
pesar de su cariñosa y constante familiaridad con ellos, los trataba con mano libre e
intrépida. Los libró de sí mismos y exhibió en su perfección las ideas que ellos
enseñaban sólo en germen. ¡Qué contraste entre el Dios del pacto con Israel y el Padre
en los cielos que él revelaba; entre el templo con sus sacerdotes y sacrificios cruentos, y
el culto en espíritu y verdad; entre la moralidad nacional y ceremonial de la ley y la
moralidad de la conciencia y del corazón! Aun en comparación con las figuras de
Moisés Elías, e Isaías, él se eleva sobre ellos en solitaria originalidad.
Una cuarta y muy gloriosa cualidad de su carácter era su amor a ¡os hombres.
Ya se ha dicho que estaba posesionado de un propósito que dominaba todo. Pero en el
fondo de un gran propósito es necesario que haya una gran pasión que le dé forma y lo
sostenga. El amor al hombre era la pasión que dirigía e inspiraba a Jesús.
No se nos dice de manera explícita, cómo nació y crecía este amor en el retiro de
Nazaret, y de qué elementos se nutría. Sólo sabemos que cuando apareció en público
ésta era una pasión dominante que sofocaba todo amor propio, le llenaba de una
compasión ilimitada hacia la miseria humana, y le hacía capaz de seguir adelante, sin
vacilar, en la empresa a que se había consagrado. Sólo sabemos en general que este
amor se nutría del concepto que tenía del valor infinito del alma humana. Sobrepasaba
todos los límites que otros hombres han puesto a su benevolencia.
Este amor dio forma al propósito de su vida. Le dio la simpatía más tierna e
intensa hacia toda especie de dolor y de miseria. Era su motivo más profundo para
adoptar la vocación de sanar. En donde más necesidad había de socorro, hacia allá lo
impulsaba su compasivo corazón. Pero era especialmente a salvar el alma a lo que su
amor le impelía. Sabía que ésta era la verdadera joya, para rescatar la cual debía
emprenderse todo, y que las angustias y los peligros de ella eran los mayores de todos.
Ha habido a veces un amor a otros sin este designio vital. Pero la sabiduría dirigía su
amor hacia el verdadero bienestar de aquellos a quienes amaba. Comprendía que estaba
haciendo lo mejor posible para ellos cuando los salvaba de sus pecados.
Con Jesús no fue así. Siempre estaba consciente de la presencia de Dios. Nunca
pasó una hora, nunca efectuó una acción, sin referencia directa a Dios. Dios lo rodeaba
como el aire que respiraba o la luz del sol en que andaba. Sus pensamientos eran los
pensamientos de Dios; sus deseos nunca fueron, en lo mínimo, diferentes de los de
Dios; su propósito, según su más plena convicción, era el propósito de Dios para él.
¿Cómo llegó a tener esta armonía absoluta con Dios? En gran parte debe
atribuirse a la perfecta armonía de su naturaleza en sí, pero en cierta medida la adquirió
por los mismos medios por los cuales nosotros la procuramos con tanto trabajo; por el
estudio de los pensamientos y propósitos de Dios, revelados en su Palabra, la cual desde
su niñez era su gozo constante; cultivando en toda su vida la costumbre de orar, para la
cual hallaba tiempo aun cuando no tenía tiempo para comer; y resistiendo con paciencia
la tentación de dar lugar a sus propios pensamientos y propósitos que fueran diferentes
de los de Dios.
Esto fue lo que le dio tanta fe e intrepidez en su obra; sabía que el llamamiento
para ejecutarla venía de Dios, y que él no debía morir hasta que fuese concluida. Esto
fue lo que hizo de él, con toda su conciencia de sí mismo y su originalidad, un modelo
de humildad y sumisión; porque siempre reducía todo pensamiento y deseo a la
obediencia a la voluntad de su Padre. Este fue el secreto de la paz y la majestuosa calma
que impartían tanta grandeza a su conducta en las horas más aflictivas de su vida. Sabía
que lo peor que pudiera sucederle sería contrariar la voluntad de su Padre acerca de él.
Tenía siempre a mano un retiro de perfecto descanso, silencio y luz, en el cual podía
refugiarse del clamor y la confusión que le rodeaba. Este era el gran secreto que legó a
sus discípulos cuando les dijo al partir: "La paz os dejo, mi paz os doy".
No hay otro rasgo de los santos de la antigüedad más notable que su penitencia.
Cuanto más perfectamente santos fueron, tanto más abundantes y amargas fueron sus
lágrimas y lamentaciones por su naturaleza pecadora. Pero aunque es admitido de todos
que Jesús era la suprema figura religiosa en la historia, él nunca manifestó este
distintivo de la santidad; nunca hizo confesión de pecado alguno. ¿No debe ser esto
porque no tenía pecado que confesar?
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