El Año de Popularidad Vida de Jesus

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Capítulo 4

EL AÑO DE POPULARIDAD

Galilea, la escena del trabajo de este año

Después de pasar un año en el Sur, Jesús cambió la esfera de su actividad al


Norte del país. En Galilea podría él dirigirse a mentes que no estaban ofuscadas por las
preocupaciones y el arrogante orgullo de Judea, donde tenían su centro las clases
sacerdotales e instruidas y cabía esperar que si su doctrina e influencia se arraigaban
profundamente en una parte del país, aunque remota del centro de autoridad, podría
volver al Sur sostenido por un irresistible reconocimiento nacional y ganar de un asalto
la ciudadela misma de la preocupación.

Su extensión y población El campo en donde desplegó su actividad durante los


siguientes dieciocho meses era bastante reducido. Aun toda la Palestina era un país muy
limitado: bastante menor que la república de El Salvador, y apenas un tercio del área de
Costa Rica. Es importante que se tenga esto presente, porque hace inteligible la rapidez
con que el movimiento que inició Jesús se extendió por todo el país, y cómo las
multitudes le siguieron de todas partes. Es de interés recordar esto como una
demostración del hecho de que las naciones que más han contribuido a la civilización
del mundo han sido limitadas, durante el período de su grandeza, a territorios muy
pequeños, Roma no era más que una sola ciudad, y Grecia era un país muy pequeño.

Galilea era la más septentrional de las cuatro provincias en las que Palestina
estaba dividida. Tenía casi 100 kilómetros de largo por 50 de ancho. Estaba constituida,
en su mayor parte, por una elevada meseta, cuya superficie estaba interrumpida por
irregulares masas montañosas. Cerca de su lindero oriental, remataba súbitamente en un
gran barranco por el cual corría el Jordán, y en medio del cual, a 150 metros bajo el
nivel del Mediterráneo, estaba el hermoso Mar de Galilea, de forma de arpa.

Toda la provincia era muy fértil, y su superficie estaba densamente cubierta de


grandes aldeas y pueblos. Pero el centro de actividad era la cuenca del lago, extensión
de agua de 20 kilómetros de largo por 10 de ancho. A su margen oriental, alrededor del
cual corría un listón de verdor de unos 400 metros de ancho, se elevaban colinas altas y
desnudas, surcadas por lechos de torrentes. Por el lado occidental las montañas
descendían lentamente y sus faldas estaban ricamente cultivadas, produciendo
espléndidas cosechas de todas clases, mientras que a su pie, la ribera estaba verde con
vigorosos bosques de olivos, naranjos, higueras y todos los productos de un clima casi
tropical.

Al extremo septentrional del lago, el espacio entre el agua y las montañas estaba
ensanchado por la boca del río, y regado por muchas corrientes de las colinas, de tal
manera que era un perfecto paraíso de fertilidad y hermosura. Se llamaba la llanura de
Genesaret, y aún en la actualidad, cuando toda la cuenca del lago casi no es más que una
ardiente soledad, se cubre todavía de mieses, dondequiera que lo toca la mano del
agricultor; y en donde la pereza lo ha dejado desatendido, está cubierto de espesos
matorrales de espinos y adelfas. En el tiempo de nuestro Señor contenía las principales
ciudades de aquella región, tales como Capernaún, Betsaida y Corazín. Pero toda la
ribera estaba tachonada de pueblos y aldeas y formaba una verdadera colmena de
bulliciosa vida humana.

Los medios de subsistencia eran abundantes, gracias a las cosechas y frutas de


toda clase que los campos producían tan ricamente; y las aguas del lago hervían de
peces, dando empleo a miles de pescadores. Además, pasaban por aquí los grandes
caminos reales de Damasco a Egipto y de Fenicia al Eufrates, y lo hacían un vasto
centro de tráfico. Miles de naves para la pesca, el transporte, o la diversión se movían de
aquí para allá sobre la superficie del lago, de tal manera que toda la región era un foco
de energía y prosperidad.

Vuelta de Jesús del Sur

La noticia de los milagros que Jesús había hecho en Jerusalén, ocho meses antes,
había sido llevada a Galilea por los peregrinos que habían estado al Sur en la fiesta. Sin
duda también las noticias de su predicación y su bautismo en Judea habían dado origen
a mucha conversación y admiración antes de que él llegara. Por consiguiente, cuando
volvió entre ellos, los galileos estaban algo preparados para recibirlo.

Visita a Nazaret

Uno de los primeros lugares que visitó fue Nazaret, el hogar de su niñez y
juventud. Apareció allí en la sinagoga un sábado, y siendo ahora conocido como predi-
cador, fue invitado a leer la Escritura y a hablar a la congregación. Leyó un pasaje de
Isaías en el cual se da una descripción fervorosa de la venida y de la obra del Mesías:
"El Espíritu del Señor Jehová está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a
predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a
publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año
de la buena voluntad de Jehová...".

Mientras hacía comentarios sobre el texto, pintando los rasgos característicos del
tiempo del Mesías—la emancipación del esclavo, el enriquecimiento del pobre, la
curación de los enfermos—la curiosidad del auditorio al oír por primera vez, a un joven
predicador que se había educado entre ellos, pasó a un encantado asombro, y
prorrumpieron en los aplausos que era costumbre permitir en las sinagogas judaicas.

Pero pronto vino la reacción. Comenzaron a murmurar: ¿No era éste el


carpintero que había trabajado entre ellos? ¿No eran sus padres vecinos suyos? ¿No
estaban sus hermanas casadas en la población? Su envidia se despertó. Y cuando
prosiguió diciéndoles que la profecía que acababa de leer se cumplía en él mismo, mani-
festaron un colérico desdén. Le exigieron una señal, como aquellas que se decía que
había hecho en Jerusalén; y cuando les hizo ver que no podía actuar milagros entre los
incrédulos, se arrojaron sobre él en una tempestad de envidia e ira. Arrastrándolo de la
sinagoga a una peña detrás de la población, si no se hubiera librado de una manera
milagrosa, lo habrían despeñado, coronando así su iniquidad proverbial con un hecho
que habría despojado a Jerusalén de su mala preeminencia de matar al Mesías.

Cambio de su morada a Capernaum

Desde aquel día Nazaret no fue más su hogar. Es cierto que en otra ocasión,
movido de su amor profundo para con sus antiguos vecinos, la visitó, pero sin mejor
resultado. Desde entonces estableció su residencia en Capernaum, en la ribera noroeste
del Mar de Galilea. Esta población ha dejado de existir por completo. No es posible
descubrir con certeza ni aun su sitio. Puede ser que ésta sea una razón para que, en la
mente del cristiano, no se relacione con la vida de Jesús, con "la misma prominencia que
tiene Belén, en donde nació, Nazaret, en donde fue criado, y Jerusalén, en donde murió.
Pero debemos fijar aquella población en nuestra memoria al lado de éstas, porque fue su
residencia durante dieciocho de los meses más importantes de su vida. Se le llama su
propia ciudad, y en ella se le pidió el tributo como ciudadano de la localidad. Estaba
perfectamente adaptada para ser el centro de sus trabajos en Galilea, porque era el foco
de la actividad en la cuenca del lago, y estaba cómodamente situada para excursiones a
todas partes de la provincia. Todo cuanto sucedía allí se sabía pronto en todas las
regiones situadas alrededor.

Su vida en Capernaum

En Capernaum, pues, comenzó su ministerio en Galilea; y por muchos meses fue


su costumbre estar allí con frecuencia, como centro de sus operaciones, haciendo viajes
en todas direcciones y visitando los pueblos y aldeas de Galilea. Unas veces su viaje era
tierra adentro, hacia el Poniente. Otras veces era una vuelta, siguiendo las poblaciones
situadas a la ribera del lago, o una visita a la tierra del lado oriental. Tenía una nave que
le servía para llevarlo donde quisiera. Volvía a Capernaum a veces sólo por un día, a
veces por una semana o dos.

Su popularidad

A las pocas semanas, en toda la provincia resonaba su nombre. Era el tema de


conversación en toda nave del lago y en cada casa de toda la región; las mentes de todos
estaban movidas con una profunda excitación, y todos deseaban verlo. Las multitudes
comenzaron a juntarse alrededor de él. Se hacían cada vez más grandes. Aumentaban
hasta contarse por miles y por docenas de miles. Lo acompañaban dondequiera que iba.
La noticia corrió por todas partes más allá de Galilea y traía multitudes de Jerusalén,
Judea, y Perea, y aun de Idumea en el extremo Sur, y de Tiro y Sidón en el lejano Norte.
A veces no podía quedarse en ninguna población, por cuanto las multitudes impedían el
tránsito de las calles y se atropellaban unos a otros. Se veía obligado a sacarlos fuera, a
los campos y desiertos. El país estaba conmovido del uno al otro extremo, y encendido
con grande excitación respecto de él.
Los medios que empleaba

¿Cómo fue que Jesús produjo tan grande y tan extendido movimiento? No fue
por declararse el Mesías. Es cierto que el haberlo hecho así hubiera despertado en todo
pecho judaico la más profunda sensación de que era capaz. Pero por lo general, Jesús
ocultaba su verdadero carácter, aunque se reveló de vez en cuando, como lo hizo en
Nazaret. Sin duda el motivo de esto fue que entre las excitables multitudes de los
incultos galileos con sus groseras esperanzas materialistas, semejante declaración
hubiera causado un levantamiento revolucionario contra el gobierno, que hubiera
distraído la atención del pueblo del verdadero objeto de Jesús y hubiera hecho caer
sobre la cabeza de éste la espada romana, de la misma manera que en Judea esta
declaración le hubiera traído un ataque fatal de parte de las autoridades judaicas. Para
evitar interrupciones de una y otra clase, mantenía en reserva la revelación plena de sí
mismo, esforzándose en preparar el espíritu público para recibirle en su verdadero
significado interior y espiritual cuando llegara el debido momento para divulgarla y
dejando entre tanto, que su identidad se comprendiera por su carácter y su obra.

Los dos grandes medios que Jesús empleaba, en su obra, y que excitaron tanta
atención y entusiasmo, eran sus milagros y su predicación.

Milagros

Tal vez sus milagros movieron más hondamente la atención. Se nos refiere cómo
se extendió por dondequiera con la rapidez de un incendio la noticia del primer milagro
que hizo en Capernaum, hecho que atrajo multitudes a la casa en donde estaba; y
siempre que hacía un nuevo milagro de carácter extraordinario, la excitación se hacía
mayor y el rumor de él se extendía por todos lados. Cuando, por ejemplo, curó por
primera vez la lepra, la enfermedad más maligna que se conocía en Palestina, el
asombro del pueblo no tuvo límites. Lo mismo sucedió I la primera vez que venció un
caso de posesión demo-• níaca; y cuando restauró al hijo de la viuda de Naín, I resultó
una especie de temor abrumador, seguido de una I deliciosa admiración y del hablar de
miles de lenguas. Toda Galilea estuvo por algún tiempo en movimiento, por lo
numeroso de los enfermos de todas clases que andando o arrastrándose, llegaban hasta
cerca de él, y de los grupos de solícitos amigos que llevaban sobre lechos y camillas a
los que no podían andar. A uno y otro lado de las calles de las aldeas y ciudades estaban
alineados los enfermos, al tiempo que pasaba el médico divino. Algunas veces tenía que
atender a tantos que no tenía tiempo ni para comer, y en una época estaba tan absorto en
sus benévolos trabajos y tan arrebatado de la santa excitación que le causaban, que sus
parientes con indecorosa premura trataron de interrumpirlo, diciéndose unos a otros que
estaba fuera de sí.

Los milagros de Jesús en su conjunto, eran de dos clases— milagros que se


hacían sobre el hombre, y milagros hechos en la esfera de la naturaleza externa, tales
como cambiar el agua en vino, calmar la tempestad, y multiplicar los panes. Aquéllos
eran, por mucho, los más numerosos. Consistían principalmente en curar a los que
tenían enfermedades más o menos malignas, tales como los cojos, ciegos, sordos,
paralíticos, leprosos, etc. Parece haber variado mucho su modo de hacerlos por motivos
que no podemos explicar. Algunas veces empleó medios materiales tales como el tacto,
barro mojado puesto en la parte afectada, o haciendo que el paciente se bañara. En otras
ocasiones los sanó sin el uso de medios, y aún a veces a distancia.

A más de estas curaciones físicas, curaba también las enfermedades mentales.


Estas parecen haber prevalecido de una manera especial en Palestina en esa época, y
haber excitado el temor más extremo. Se creía que eran acompañadas de la entrada de
demonios en las pobres víctimas locas o rabiosas, y esta idea no era sino muy verdadera.
El hombre a quien sanó Jesús entre los sepulcros de la tierra de los gadarenos fue
ejemplo horroroso de esta clase de enfermedad, y el cuadro de él sentado a los pies de
Jesús, vestido y en su juicio, demuestra el efecto que su presencia tan cariñosa, calmante
y autoritativa, tenía en las mentes distraídas por estas enfermedades.

Pero los más extraordinarios de los milagros de Jesús sobre el hombre fueron los
casos en que restauró los muertos a la vida. No eran frecuentes, pero como era natural,
produjeron una impresión extraordinaria siempre que sucedían.

Los milagros de la otra clase—los que hizo sobre la naturaleza—eran del mismo
carácter indescriptible. Algunas de sus curaciones de la enfermedad mental, si
estuvieran solas, podrían ser explicadas por la influencia de una naturaleza poderosa
sobre un alma perturbada; y de la misma manera algunas de sus curaciones corporales
podrían ser explicadas por la influencia que ejercía sobre el cuerpo por medio de la
mente. Pero un milagro como el andar sobre el tempestuoso mar está completamente
fuera del alcance de toda explicación natural.

¿Por qué empleaba Jesús estos medios? Pueden darse a esta pregunta varias
respuestas.

Primero, hizo milagros porque su Padre le dio estas señales como prueba de que
él lo había enviado. Muchos de los profetas del Antiguo Testamento habían recibido la
misma prueba de la autenticidad de su misión, y aunque como los Evangelios nos
informan en su sencilla veracidad, Juan que revivió el oficio de profeta no hizo
milagros, era de esperarse que Aquél que era un profeta mucho mayor que el más
grande de los que habían venido antes de él, mostrara aun mayores señales de su misión
divina que cualquier otro. Era una demanda estupenda la que él hacía sobre la fe de los
hombres anunciándose como el Mesías, y habría sido injusto esperar que fuera admitida
por una nación acostumbrada a los milagros como señales de una misión divina, si él no
hubiera hecho ninguno.

En segundo lugar, los milagros de Cristo eran la manifestación natural de la


plenitud divina que moraba en él. Dios estaba en él y su naturaleza humana estaba llena
de los dones del Espíritu Santo sin medida. Era natural que un ser como él en el mundo,
también manifestara prodigios en él. El mismo era el gran milagro, del cual sus milagros
particulares no eran más que chispas o emanaciones. El era la interrupción máxima del
orden natural, o más bien un nuevo elemento que había entrado en el orden natural para
enriquecerlo y ennoblecerlo, y sus milagros entraron con él, no para perturbar sino para
restaurar la armonía de la naturaleza. Por consiguiente todos sus milagros llevaban el
sello de su carácter. No eran simples manifestaciones de poder, sino también de
santidad, sabiduría y amor.
Los judíos a menudo le pedían simples prodigios gigantescos, para satisfacer su
manía de maravillas. Pero él siempre los rechazaba, haciendo solamente los milagros
que fueran auxilio para la fe. El exigía fe por parte de todas las personas a quienes
curaba, y nunca respondía ni a la curiosidad ni a los desafíos incrédulos que se le hacían
para que exhibiera maravillas. Esto distingue sus milagros de los prodigios fabulosos de
los antiguos nigromantes y de los "santos" de la Edad Media. Estaban caracterizados por
una sabiduría y benevolencia invariables, porque eran la expresión de su carácter en su
plenitud.

En tercer lugar, sus milagros eran símbolos de su obra espiritual y salvadora. No


se necesita más que considerarlos por un momento para ver que todos eran triunfos
sobre la miseria de este mundo. La humanidad es presa de mil males, y aun la naturaleza
externa lleva señales de alguna catástrofe del pasado. "Toda la creación gime a una, y a
una está con dolores de parto hasta ahora". Este vasto conjunto de males físicos en la
suerte de la raza humana es la consecuencia del pecado. Esto no quiere decir que se
puede hallar la relación entre cada enfermedad o desgracia y algún pecado especial,
aunque puede hacerse en muchos casos. Las consecuencias de los pecados pasados
recaen sobre toda la raza. La miseria del mundo es la sombra causada por el pecado. El
mal físico y el mal moral, estando tan íntimamente relacionados, se explican uno al otro.
Cuando él curaba la ceguera corporal, era un tipo de curación del ojo interior; cuando
levantaba a los muertos, quería indicar que él era la resurrección y la vida en el mundo
espiritual también; cuando sanó al leproso, su triunfo hablaba de otro triunfo sobre el
pecado; cuando multiplicó los panes, siguió con el discurso sobre el pan de vida; cuando
calmó la tempestad, era una seguridad de que podía hablar de paz a la conciencia
perturbada.

De esta manera sus milagros eran una parte natural y esencial de su obra
mesiánica. Eran un excelente medio de darse a conocer a la nación. Así los que eran
curados se unían a él por las fuertes ligas de la gratitud, y sin duda, en muchos casos, la
fe en él como hacedor de milagros conducía a una fe más elevada. Así fue en el caso de
su devota seguidora María Magdalena, de quien echó siete demonios.

A él mismo, esta obra debe de haber traído gran pesar y gran gozo a la vez. Para
su corazón tan tierno y exquisitamente simpático, que nunca se hizo insensible ni en el
menor grado, debe de haber sido desgarrador tener contacto con tanta enfermedad, y ver
los efectos espantosos del pecado. Pero él estaba en su lugar debido, pues convenía a su
amor supremo estar en donde había necesidad de socorro. Y qué gozo debe de haberle
causado distribuir bendiciones por todas partes y borrar las huellas del pecado; ver
volver bajo su tacto la salud; recibir las miradas alegres y llenas de gratitud de los ojos
que se abrían; oír las bendiciones de madres y hermanas, mientras restauraba sus
amados a sus brazos; ver la luz de amor y bienvenida en los rostros de los pobres, al
entrar en sus pueblos y aldeas. Bebía profundamente la bienaventuranza de hacer el bien
del pozo del cual quería que sus discípulos estuvieran bebiendo siempre.

Predicación

El otro gran instrumento de que Jesús se servía para su obra era su enseñanza.
Era, por mucho, el más importante de los dos. Sus milagros no eran más que la campana
que llamaba al pueblo a oír sus palabras. Impresionaban a aquéllos que tal vez no
hubieran sido susceptibles a la otra influencia más sutil, y los conducían hasta estar al
alcance de ella.

Es probable que los milagros hicieran más ruido, pero su predicación también
extendía su fama por todos lados. No hay otro poder cuya atracción sea más segura que
el de la palabra elocuente. Los bárbaros que escuchaban a sus poetas y narradores de
leyendas, los griegos que escuchaban la refrenada pasión de sus oradores, y las naciones
prácticas como los romanos, todos igualmente han confesado que el poder de la
elocuencia es irresistible. Los judíos la apreciaban sobre casi todo otro atractivo, y entre
las figuras de sus afamados antepasados, a ninguno reverenciaban más que a los
profetas— aquellos elocuentes anunciadores de la verdad que el cielo les enviaba de
edad en edad. Aunque el Bautista no hacía milagros, las multitudes acudían a él en
tropel, porque reconocían en sus acentos el trueno de este poder, el cual ningún oído
judío había escuchado por tantas generaciones. Jesús también fue reconocido como pro-
feta, y por consiguiente su predicación causaba excitación intensa: "Hablaba en las
sinagogas de ellos, siendo glorificado de todos". Sus palabras eran escuchadas con
admiración y asombro. Algunas veces la multitud en la playa del lago le oprimía tanto
para oírle, que él tenía que entrar en un navío y dirigirse a ellos desde la cubierta,
mientras se extendían en semicírculo sobre la ascendente ribera. Sus mismos enemigos
dieron testimonio de que "jamás habló hombre alguno como este hombre", y a pesar de
ser poco lo que nos queda de su predicación, es muy suficiente para que nos hagamos
eco del mismo sentimiento y comprendamos la impresión que producía. Todas sus
palabras juntas que nos han sido conservadas no ocuparían más lugar, impresas, que una
media docena de sermones ordinarios; pero no es exageración el afirmar que forman la
herencia literaria más preciosa de la raza humana. Sus palabras, como sus milagros, eran
expresiones de él mismo, y cada una de ellas tiene en sí algo de la grandeza de su
carácter.

La forma de la predicación de Jesús era esencialmente judaica. La mente


oriental no funciona de la misma manera que la occidental. El modo nuestro de pensar y
hablar, en su mejor estado, es fluido, expansivo, y estrictamente lógico. La clase de
discurso que más nos agrada es aquel que toma un asunto importante, lo divide en sus
diferentes partes, lo trata ampliamente bajo cada una de sus divisiones, relaciona
estrechamente una parte a otra, y concluye con una apelación conmovedora a los
sentimientos, con el fin de influir en la voluntad, conduciéndola a algún resultado
práctico.

La mente oriental, al contrario, suele meditar por mucho tiempo sobre un solo
punto, verlo por todos lados, concentrar toda la verdad acerca de él, y emitiría en unas
pocas palabras penetrantes y fáciles de grabarse en la memoria. El estilo es conciso,
epigramático, magistral. El discurso del orador del Occidente es una estructura
sistemática, o como una cadena en la cual cada eslabón está firmemente unido con los
demás; el oriental es como el cielo en la noche, lleno de innumerables puntos ardientes,
que brillan sobre un fondo oscuro.

Tal era la forma de la enseñanza de Jesús. Estaba constituida por muchas


sentencias, cada una de las cuales contenía la mayor cantidad posible de verdades en la
menor extensión posible, expresada en lenguaje tan conciso y penetrante que se fija en
la memoria como una flecha. Leedlas y hallareis que cada una de ellas mientras las
meditáis, absorbe la mente más y más como un vórtice, hasta que se pierde en sus
profundidades. Hallaréis también que hay muy pocas de ellas que no sepáis de memoria.
Se han arraigado en la memoria del cristianismo como ninguna otra palabra lo ha hecho.
Aún antes de que se comprenda su sentido, la expresión, tan perfecta y sentenciosa, se
fija con firmeza en la mente.

Pero había otro rasgo característico en la forma de la enseñanza de Jesús: estaba


llena de figuras retóricas. Pensaba en imágenes. Había sido siempre un observador
amante y exacto de la naturaleza eme le rodeaba —de los colores de las flores, las
costumbres de las aves, el crecimiento de los árboles, los cambios de estaciones- y un
observador igualmente perspicaz de las costumbres de los hombres en todos los niveles
de la vida: en la religión, en los negocios, y en el hogar. El resultado fue que no podía ni
pensar ni hablar sin que su pensamiento se vertiera en el molde de alguna figura natural.
Su predicación era vivificada con alusiones de esta naturaleza, y por consiguiente estaba
llena de color, movimiento, y variadas formas. No eran afirmaciones abstractas; se
transformaban en verdaderos cuadros.

De esta manera, en sus dichos podemos ver, como en un panorama, los aspectos
del campo y de la vida de aquel tiempo: Los lirios movidos del viento, cuya hermosura
vistosa deleitaba los ojos; las ovejas siguiendo al pastor; las puertas anchas y angostas
de la ciudad; las vírgenes con sus lámparas, aguardando en la oscuridad la venida de la
procesión nupcial; el fariseo con sus anchas filacterias y el publicano con la cabeza
inclinada, orando juntos en el templo; el rico sentado en su palacio en banquete, y el
mendigo echado a su puerta con los perros lamiendo sus llagas; y centenares de otros
cuadros que descubren la vida íntima y minuciosa de aquella época sobre la cual la
historia en general marcha descuidadamente con paso majestuoso.

Pero la forma más característica que empleaba era la parábola. Era una
combinación de las dos cualidades ya mencionadas: la expresión concisa y fácil de
grabarse en la memoria, y el estilo figurado. Usaba un incidente tomado de la vida
común y lo transformaba en un cuadro hermoso, para expresar la correspondiente
verdad en la región más elevada y espiritual.

Era entre los judíos un modo favorito de presentar la verdad, pero Jesús le
impartió su más rico y perfecto desarrollo. Cerca de la tercera parte de todos los dichos
suyos que nos han sido conservados son en forma de parábolas. Esto demuestra como se
fijaban en la memoria de los discípulos. De la misma manera, es probable que los
oyentes de los sermones de cualquier predicador, después de algunos años, se acordarán
de los ejemplos mucho mejor que de cualquier otra parte de ellos ¡Cómo han quedado
estas parábolas en la memoria de todas las generaciones desde entonces! El hijo
pródigo, El sembrador, Las diez vírgenes, y otras muchas, son otros tantos cuadros
colgados en millones de espíritus. ¿Cuáles pasajes de los grandes maestros de expresión
—de Hornero, de Virgilio, de Dante, de Shakespeare— han conseguido para sí un poder
tan universal sobre los hombres o se han conservado tan perennemente nuevos y
verdaderos?

Nunca tuvo que ir lejos para buscar ejemplos. Como un maestro pintor hará, con
un pedacito de yeso o de carbón, una cara que os hará reír, llorar, o maravillaros, así
Jesús tomaba los objetos e incidentes más comunes alrededor de él —el coser un pedazo
de género sobre un vestido viejo, la rotura de un odre viejo, los muchachos en la plaza
jugando a matrimonios o a funerales, o la caída de una choza en una tempestad— y los
transformaba en cuadros perfectos, haciéndolos, para el mundo, los vehículos de la
verdad inmortal. ¡No era extraño que las multitudes le siguieran! Aun el más ignorante
tendría gusto en semejantes cuadros y llevaría, como un tesoro para toda su vida, al
menos la expresión de las ideas de Jesús, aunque podría necesitarse el pensamiento de
generaciones para penetrar las cristalinas profundidades de ellas. Nunca hubo discursos
tan sencillos y sin embargo tan profundos, tan pintorescos y sin embargo tan
absolutamente verdaderos.

Tales eran las cualidades de su estilo. Las cualidades del predicador mismo han
sido conservadas para nosotros en las críticas de sus oyentes y se manifiestan en sus
discursos contenidos en los Evangelios.

La más prominente de estas cualidades parece haber sido su autoridad: "Las


gentes se admiraban de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y
no como los escribas".

La primera cosa que notaron sus oyentes fue el contraste entre sus palabras y la
predicación que acostumbraban oír de los escribas en las sinagogas. Estos eran los
representantes del sistema más muerto y más árido de teología que haya sido
considerado como religión en cualquier siglo. En vez de explicar las Escrituras, que es-
taban en sus manos y que hubieran prestado a sus palabras un poder vivo, no hacían más
que referir las opiniones de los comentadores, y tenían miedo de presentar cualquiera
afirmación que no estuviera sostenida por la autoridad de algún maestro. En lugar de
ocuparse de los grandes temas de la justicia y la misericordia, del amor y de Dios,
torturaban el texto sagrado para hacer de él un manual de ceremonias, y predicaban
sobre la debida anchura de las filacterias, las debidas posturas en la oración, la debida
duración de los ayunos, la distancia que era permitido andar el sábado, y otras cosas por
el estilo; porque en estas cosas consistía la religión de aquel tiempo.

Para ver en los tiempos modernos, alguna cosa un poco parecida a la predicación
que prevalecía entonces, tenemos que volver para atrás hasta el período de la Reforma,
cuando según nos dice el biógrafo de Knox, las arengas pronunciadas por los monjes
eran vacías, ridículas y miserables en extremo. "Cuentos fabulosos tocantes al fundador
de alguna orden religiosa, los milagros que hacía, sus combates con el demonio, sus
veladas, ayunos y flagelaciones; las virtudes del agua bendita, el crisma, el persignarse,
y el exorcismo; los horrores del purgatorio, y el número de individuos libertados de él
por la intercesión de algún santo poderoso. Estos, con groseras bromas, charlas y
chismes de viejas formaban los temas favoritos de los predicadores, y eran presentados
al pueblo en lugar de las puras, saludables y sublimes doctrinas de la Biblia "

Tal vez el contraste que el pueblo escocés, tres siglos y medio ha, sintió entre
semejantes arengas y las elevadas palabras de Wishart y Knox, nos dé la mejor idea que
podemos formarnos del efecto que la predicación de Jesús producía en sus
contemporáneos. Nada sabía él de la autoridad de los maestros y escuelas de
interpretación, pero hablaba como uno que había visto con sus propios ojos los objetos
del mundo eterno. No necesitaba que nadie le hablara de Dios ni del hombre, porque
conocía a ambos perfectamente. Estaba posesionado del conocimiento de su misión, el
cual lo llevaba adelante e impartía vehemencia a toda palabra y acción. Se conocía a sí
mismo como enviado de Dios, y sus palabras como las de Dios y no suyas propias. No
vacilaba en decir a los que desatendían sus palabras que en el día del juicio serían ellos
condenados por los de Nínive y por la reina de Saba, quienes habían escuchado a Jonás
y a Salomón, porque ellos estaban oyendo a uno mayor que todo profeta o rey de la
antigüedad. Los amonestaba que de la aceptación o rechazamiento del mensaje que él
traía, dependía su eterna felicidad o miseria. Tal era el tono de solicitud, de majestad y
de autoridad que hirió con asombro a sus oyentes.

Otra cualidad que el pueblo notaba en él era su intrepidez: "Pues, mirad, habla
intrépidamente" (Valera "públicamente", Juan 7:26). Esto les parecía más asombroso
porque él era hombre indocto, que ni había cursado las escuelas de Jerusalén, ni recibido
licencia de ninguna autoridad terrenal. Pero esta cualidad provenía de la misma causa
que su autoridad. La timidez nace generalmente de la conciencia de sí mismo. El
predicador que teme a sus oyentes y respeta la persona de los grandes y sabios, está
pensando en sí mismo y en lo que se dirá de lo que hace. Pero aquel que se siente
impulsado a una misión divina se olvida de sí mismo. Para él toda congregación es igual
a cualquiera otra, sean nobles o plebeyos; piensa sólo en el mensaje que tiene que dar.

Jesús siempre miraba directamente a las realidades espirituales y eternas. El


encanto de la grandeza de ellas se había apoderado de ¿y todas las distinciones humanas
desaparecían en presencia de ellas; los hombres de todas clases no eran mis que
hombres para él. Era llevado adelante por el torrente de su misión, y ninguna cosa que
pudiera sucederle podía detenerle en temores o dudas.

Manifestó su valor principalmente atacando los abusos e ideales de su tiempo.


Sería una equivocación completa pensar en él como todo dulzura y humildad. Casi no
hay otro elemento más saliente en sus palabras que una vena de ardiente indignación.
Era una edad de imposturas más que cualquiera otra que haya habido. Ellas ocupaban
todo alto puesto. Se ostentaban en la vida social, ocupaban las cátedras de la enseñanza
y sobre todo, degradaban la religión en todas sus partes. La hipocresía había llegado a
ser tan universal que ya había dejado de desconfiar de sí misma. Los ideales del pueblo
eran completamente mezquinos y erróneos. Se siente, pulsando en todas las palabras de
Jesús desde el principio hasta el fin, una indignación contra todo esto, que había
comenzado con su primera observación en Nazaret y se maduraba a medida que crecía
en su conocimiento de la época. Según él afirmaba terminantemente, las cosas más
apreciadas entre los hombres eran una ofensa a la vista de Dios. Nunca hubo en la
historia del lenguaje una polémica tan asolado», tan aniquiladora, como la de él contra
las figuras a quienes, antes de que sus ardientes palabras fueran descargadas sobre ellos,
la multitud rendía honores: el escriba, el fariseo, el sacerdote y el levita.

Una tercera cualidad que sus oyentes notaban era su poder: "Su palabra era con
potestad". Esto fue el resultado de aquella unción del Espíritu Santo sin la cual aun las
verdades más solemnes caen en el oído sin efecto. Estaba lleno del Espíritu sin medida.
Por consiguiente la verdad se apoderó de él. Ardía y se henchía en su pecho, y él la
hablaba ae corazón a corazón. Tenía el Espíritu no sólo en tal grado que le llenaba a él
mismo, sino que lo podía impartir a otros. Se derramaba con sus palabras y se
apoderaba de las almas de sus oyentes, llenando de entusiasmo la mente y el corazón.

Una cuarta cualidad que se observaba en su predicación, y que de seguro fue


muy prominente era su gracia: "Estaban maravillados de las palabras de gracia que
salían de su boca". A pesar de su tono de autoridad y sus ataques severos y denodados
contra la época, se difundía sobre todo lo que decía un brillo de gracia y de amor. En
esto especialmente se manifestaba su carácter. ¿Cómo podía Aquél que era la
encarnación del amor hacer menos que dejar que el brillo y el calor del fuego celestial
que moraba en él se difundieran sobre sus palabras? Los escribas de aquel tiempo eran
duros, orgullosos y sin amor. Lisonjeaban a los ricos y honraban a los sabios, pero de
las grandes masas de sus oyentes decían: "Esta gente no sabe la ley, malditos son". Pero
para Jesús toda alma era infinitamente preciosa. No importaba bajo qué humilde vestido
o deformidad social estaba escondida la perla; no importaba aun bajo qué basura e
inmundicia de pecado estaba sepultado; nunca la perdía de vista, ni por un instante. Por
consiguiente, hablaba con el mismo respeto a sus oyentes de todos los grados sociales.
Verdaderamente las parábolas del capítulo 15 de San Lucas eran el amor divino mismo
manifestándose desde lo más íntimo del ser divino.

Tales eran algunas de las cualidades del predicador. Cabe mencionar una más,
que quizás incluya a todas las demás, y es tal vez la cualidad más elevada de todo
discurso público. Se dirigía a los hombres como hombres, no como miembros de alguna
clase o como poseedores de alguna cultura peculiar. Las diferencias que dividen a los
hombres, tales como riquezas, rango, y educación, son todas superficiales. Los
elementos en que todos son iguales —el extenso sentido del entendimiento, las grandes
pasiones del corazón, los instintos primarios de la conciencia— son profundos. No
quiero decir que sean los mismos en todos los hombres. En algunos son más profundos,
en otros menos; pero en todos son más profundos que otra cosa cualquiera. Aquel que se
dirige a estos sentimientos apela a lo más profundo de sus oyentes. Será inteligible para
todos igualmente. Todo oyente recibirá de él su propia porción; la mente estrecha y de
poca profundidad recibirá todo lo que puede tomar, y la más grande y profunda se
llenará en el mismo banquete. Es por eso que las palabras de Jesús son perennes en su
frescura. Son para todas las generaciones, y para todas igualmente. Apelan a los
elementos más profundos de la naturaleza humana hoy, en Inglaterra o en China, tanto
como lo hacían en Palestina cuando fueron pronunciadas.

Cuando llegamos ahora a investigar cuál era la materia de la predicación de


Jesús, esperamos tal vez encontrarle explicando el sistema de doctrina que conocemos,
tal como viene expuesto en un catecismo o en una confesión de fe. Pero lo que hallamos
es muy diferente. No hizo uso de ningún sistema de doctrina. Es verdad que no
podemos dudar de que todas las numerosas y variadas ideas de su predicación, así como
aquellas a que no dio expresión, coexistían en su mente como un sistema perfectamente
desarrollado de verdad. Pero no coexistieron así en su predicación. No empleaba la fra-
seología teológica, hablando de la Trinidad, de la predestinación o del llamamiento
eficaz, aunque las ideas que estos términos abarcan formaban la base de sus palabras, no
hay que dudar de que sea el deber de la ciencia descubrirlas. Pero él hablaba el lenguaje
de la vida ordinaria y concentraba su predicación en unos cuantos puntos luminosos que
afectaban el corazón, la conciencia y la época.

La idea central y la frase más común de su predicación era el reino de Dios.


Todos recordarán cuántas de sus parábolas comienzan con "El reino de los cielos es
semejante" a esto o a aquello. El dijo: es menester que también a las otras ciudades
predique yo el reino de Dios", caracterizando así el asunto de su predicación; y de la
misma manera se dice que envió a sus apóstoles "a predicar el reino de Dios". El no
inventó la frase. Era una expresión histórica, traída del pasado, y muy común en la boca
de sus contemporáneos. El Bautista había hecho gran uso de ella, siendo la sustancia de
su mensaje: "El reino de Dios se acerca".

¿Qué significa esta expresión? Se refería a una nueva era que los profetas habían
predicho y los santos habían esperado. El tiempo de espera estaba cumplido. Muchos
profetas y justos, decía Jesús a sus contemporáneos, habían deseado ver lo que ellos
veían, pero no lo habían visto. Afirmaba que tan grandes eran los privilegios y las
glorias de la nueva época, que el que menos participaba de ellas era mayor que el
Bautista, aunque éste había sido el mayor representante del tiempo antiguo.

Todo esto no era más que lo que sus contemporáneos habrían esperado oír, si
hubieran comprendido que el reino de Dios realmente había venido. Pero miraban en
todas direcciones y preguntaban en dónde estaba la nueva era que Jesús decía que había
traído.

En este punto, él y ellos estaban en completo desacuerdo. Ellos se fijaban más en


la primera parte de la frase, "el reino", él en la segunda, "de Dios". Ellos esperaban que
la nueva era apareciera bajo magníficas formas materiales; en un reino del que Dios
sería en verdad el gobernador, pero que mostraría, en sí mismo, esplendor mundanal,
fuerza de armas, y un imperio universal. Jesús veía la nueva era en un imperio de Dios
sobre el corazón amante y la voluntad obediente. Ellos lo buscaban afuera. El decía:
"Está dentro de vosotros". Ellos esperaban una era de gloría y felicidad externas. El
basaba la gloría y la bienaventuranza del nuevo tiempo en el carácter. Y era un carácter
totalmente diferente de aquel que se consideraba entonces como el que impartía gloría y
bienaventuranza al individuo que lo poseía: el del orgulloso fariseo, del rico saduceo o
del sabio escriba. Bienaventurados -decía él- son los pobres en espíritu, los que lloran,
los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de
corazón, los pacificadores, los que son perseguidos a causa de la justicia.

La tendencia principal de su predicación era exponer esta idea del reino de Dios,
el carácter de sus miembros, su felicidad en poseer el amor y comunión de su Padre en
los cielos, sus expectativas en el mundo venidero. Ponía de relieve el contraste entre
este reino y la religión de exterioridades de la época, con su carencia de espiritualidad y
su sustitución de observancias ceremoniales en lugar del carácter. Invitaba a su reino a
todas las clases sociales. Invitaba a los ricos, demostrando, como en la parábola del rico
y Lázaro, la vanidad y el peligro de buscar la felicidad en las riquezas; y a los pobres,
infundiéndoles un sentimiento de su propia dignidad, persuadiéndoles con el afecto más
exuberante y las palabras más convincentes que la única riqueza verdadera consiste en
el carácter, y asegurándoles que si buscaban primero el reino de Dios, su Padre celestial,
que alimentaba a las aves y vestía los lirios, no los dejaría sufrir.

Pero el centro y el alma de su predicación era él mismo. En él estaba la nueva


era. El nuevo carácter que hacía a los hombres súbditos del reino y participantes en los
privilegios de ese reino, podía conseguirse sólo en él. Por esto el resultado práctico de
cada uno de los discursos de Cristo era el mandato de venir a él, aprender de él, seguirle
a él. "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados" era la palabra principal, la
más profunda, y la final de todos sus discursos.

Es imposible leer los discursos de Jesús sin notar que maravillosos como son,
sin embargo, algunas de las doctrinas más características del cristianismo tal como
están expuestas en las epístolas de San Pablo, ahora conservadas con aprecio en las
almas de los cristianos más devotos y más sabios, ocupan en ellos un lugar insig-
nificante.

Especialmente esto se echa de ver respecto a las grandes doctrinas del


Evangelio, tales como la manera en que el pecador se reconcilia con Dios, y cómo en su
alma perdonada se produce gradualmente el carácter que lo hace parecido a Cristo y
aceptable al Padre. La falta de referencia a tales doctrinas puede haberse exagerado
mucho, siendo el hecho que no hay una sola doctrina prominente del gran apóstol cuyos
gérmenes no se encuentren en la enseñanza de Cristo mismo. Sin embargo, el contraste
es lo suficiente marcado para dar cierta excusa a los que niegan que las doctrinas
distintivas de San Pablo sean elementos legítimos del cristianismo.

Pero la verdadera explicación del fenómeno es muy diferente. Jesús no era sólo
un instructor. Su carácter era más grande que sus palabras, y así lo era también su obra.
La parte principal de esa obra era hacer expiación por los pecados del mundo con su
muerte en la cruz. Pero sus discípulos más íntimos nunca quisieron creer que él había de
morir, y hasta que se verificara su muerte, era imposible explicar su significado más
profundo. Las doctrinas más distintivas de San Pablo no son más que explicaciones de
dos grandes hechos: la muerte de Cristo y el Espíritu enviado por el Redentor
glorificado. Es obvio que estos hechos no podían ser bien explicados en las palabras de
Jesús mismo, cuando todavía no se habían verificado; pero suprimir la explicación
inspirada de ellos sería apagar la luz del evangelio y robarle a Cristo su gloría más
elevada.

El auditorio de Jesús variaba en diferentes ocasiones, tanto en su número como


en su carácter. Muchas veces era una gran multitud. Se dirigía a éstas en todas partes:
sobre la montaña, en la orilla del mar, en el camino, en las sinagogas, en los atrios del
templo. Pero estaba igualmente pronto a hablar con un solo individuo, por humilde que
fuera. Se aprovechaba de toda oportunidad para hacerlo así. A pesar de estar rendido de
cansancio, habló con la mujer junto al pozo de Jacob. Recibió a Nicodemo a solas y
enseñó a María en su casa. Se dice que en los Evangelios se mencionan diecinueve de
estas entrevistas privadas. Dan a sus discípulos un ejemplo notable. Esta es tal vez la
más eficaz de todas las formas de instrucción, y de todos modos, constituye la mejor
prueba de solicitud en enseñar. El hombre que predica con entusiasmo a miles de
personas puede ser un simple orador; pero aquel que busca oportunidad para hablar
directamente al individuo sobre la condición de su alma, debe de tener el verdadero
fuego celestial ardiendo en su corazón.

Frecuentemente su auditorio se componía del círculo de sus discípulos. Su


predicación hacía división entre sus oyentes. El mismo, en sus parábolas, tales como el
sembrador, la cizaña y el trigo, la fiesta de bodas, etc., describía con una vividez sin
igual, los efectos de su predicación sobre las diferentes clases. A algunos su predicación
los repelía totalmente. Otros la escuchaban con asombro, sin que les tocara el corazón;
otros eran afectados por algún tiempo, pero pronto volvían a sus antiguos intereses. Es
terrible pensar cuan pocos eran, aun cuando era el Hijo de Dios quien predicaba, los que
oían para la salvación. Los que lo hicieron así gradualmente formaron a su alrededor un
cuerpo de discípulos. Le seguían, escuchando todos sus discursos, y con frecuencia les
hablaba a solas. Tales eran los quinientos a quienes apareció en Galilea después de su
resurrección. Algunos de ellos eran mujeres, tales como María Magdalena, Susana y
Juana la esposa del mayordomo de Heredes, quien como era rica, suplía con gusto sus
pocas y sencillas necesidades.

A estos discípulos les daba una instrucción más perfecta que a las multitudes.
Les explicaba en privado cualquiera cosa que fuera oscura en su enseñanza pública. Más
de una vez hizo la extraña aseveración de que hablaba en parábolas a la multitud, para
que oyendo no entendiesen. Esto no podía sino significar que a aquellos que realmente
no tenían interés en la verdad no se les daba más que la hermosa corteza, pero que el fin
de la falta de claridad era incitar a una investigación más profunda, así como un velo
que medio cubre un bello rostro hace más intenso el deseo de verlo; y que a aquellos
que tenían una ansiedad espiritual de saber más, gustosamente les comunicaría el
secreto. Estos últimos, cuando se hizo evidente que la nación en general no era digna de
ser el instrumento de la obra del Mesías, llegaron a formar el núcleo de aquella sociedad
espiritual, elevada por encima de todas las limitaciones locales y las distinciones de
rango y nacionalidad, por medio de la cual el espíritu y la doctrina de Cristo habían de
ser diseminados y perpetuados en el mundo.

El apostolado

Llamamiento y educación de los doce. Quizá la formación del apostolado debe


colocarse a la par de los milagros y la predicación como un tercer medio por el cual él
efectuaba su obra. Los hombres que llegaron a ser los doce apóstoles no eran más, al
principio, que discípulos ordinarios como otros muchos. Esta, al menos, era la posición
de los que ya eran sus seguidores durante el primer año de su ministerio. Al comenzar
su actividad en Galilea, sus relaciones con él pasaron a un grado más alto. Los llamó
para que abandonaran sus empleos ordinarios y estuviesen constantemente con el, y es
probable que no pasaron muchas semanas antes de que los ascendiese al tercero y final
grado de intimidad con él, ordenándolos como apóstoles.

Fue cuando su obra había llegado a ser tan extensa y apremiante que le era
completamente imposible abarcarla toda, que por decirlo así, se multiplicó a sí mismo,
nombrándoles a ellos como sus ayudantes. Los comisionó a enseñar los elementos más
sencillos de su doctrina, y les confirió poderes milagrosos semejantes a los suyos
propios. De esta manera fueron evangelizadas muchas poblaciones que él no tenía
tiempo para visitar, y muchas personas que no pudieron llegar a tener contacto personal
con él, fueron curadas.

Pero, como lo demostraron los sucesos futuros, sus fines al nombrarlos tenían un
alcance mucho mayor. Su obra era para todo tiempo y para todo el mundo. No era
posible que fuese terminada durante la vida de una sola persona. Previo esto, e hizo
provisión para ello, haciendo una temprana elección de agentes que pudieran llevar
adelante sus planes después de su partida y por medio de los cuales pudiera extender su
influencia sobre la humanidad. El mismo no escribió nada. Pudiera pensarse que escribir
hubiera sido el mejor modo de perpetuar su influencia, y de dar al mundo una idea
perfecta de sí mismo; y no podemos menos que imaginarnos, animados de un
vehemente deseo, lo que sería un volumen escrito por sus propias manos. Pero por
razones sabias él se abstuvo de esta clase de trabajo y se resolvió a vivir, después de su
muerte, en la vida de hombres escogidos.
Es sorprendente ver qué clase de personas escogió él para tan grande destino. No
pertenecían a las clases instruidas y de más influencia. Sin dudas los cabecillas y
caudillos de la nación debían haber sido los instrumentos de su Mesías, pero ellos
mismos se mostraron totalmente indignos de tan alta vocación. El no los necesitaba; no
le hacía falta la influencia de poder y sabiduría carnales. Siendo su costumbre hacer uso
de aquellos elementos de carácter que no se limitan a ninguna condición de vida o grado
de cultura, no vaciló en confiar su causa a doce hombres sencillos que carecían de
instrucción y que pertenecían al pueblo común.

Hizo la elección después de una noche de oración, y sin duda después de muchos
días de deliberación. El resultado demostró con qué penetración de carácter él había
actuado. Resultaron ser instrumentos perfectamente adecuados para el gran designio;
cuando menos dos de ellos eran hombres de dones supremos; y aunque uno de los doce
resultó ser traidor, y es probable que aun después de hechas todas las explicaciones la
elección de él seguirá siendo un misterio explicado apenas en parte; sin embargo, la
elección de agentes que al principio daban tan poca esperanza, pero que al fin
alcanzaron tan grande éxito, será siempre uno de los principales momentos de la
incomparable originalidad de Jesús.

Sería sin embargo una explicación muy inadecuada de la relación que existía
entre Jesús y los doce, señalar solamente la penetración con que descubrió en ellos los
gérmenes de aptitud para su grande porvenir. Llegaron a ser hombres muy notables, y al
fundar la iglesia ejecutaron una obra de importancia inconmensurable. Se puede decir,
en un sentido, que ellos ni soñaron que estarían sentados en tronos, gobernando al
mundo moderno. Ellos se levantan como una hilera de columnas majestuosas al través
de las llanuras de la historia. Pero la luz que los baña y los hace visibles proviene sólo
de Cristo. El les dio toda su grandeza; y la de ellos es una notable prueba de la de él.

¡Qué no debe de haber sido Aquél cuya influencia les daba tanta magnitud de
carácter, y los hizo aptos para tan gigantesca tarea! Al principio eran rudos y carnales en
extremo. ¿Qué esperanza había de que alguna vez pudieran apreciar los designios de
una mente como la de él, heredar su obra, poseer en grado alguno un espíritu tan
exquisito, y transmitir a generaciones futuras una representación fiel de su carácter?
Pero los educaba con la paciencia más cariñosa, soportando sus vulgares esperanzas y
sus torpes interpretaciones de lo que él quería decir. No olvidándose ni por un momento
del papel que ellos iban a hacer en el futuro, se dedicó a enseñarles, como su obra
principal.

Estaban en compañía con él más constantemente aun que el cuerpo general de


los discípulos, viendo todo lo que él hacía en público y escuchando todo lo que decía.
Muchas veces ellos formaban el auditorio, y en tales ocasiones él les descubría las
glorias y los misterios de su doctrina, sembrando en sus mentes la semilla de la verdad
que después con el tiempo y la experiencia debía fructificar.

Pero la parte más importante de su educación era algo que quizás notaron poco
entonces, a pesar de que estaba produciendo tan magníficos resultados: la influencia
silenciosa y constante del carácter de Jesús sobre ellos. Los atraía a sí mismo e imprimía
en ellos su propia imagen. Esto fue lo que los hizo llegar a ser lo que fueron. Por medio
de esto, más que por otra cosa alguna, las generaciones de los que lo aman dirigen sus
miradas a ellos con envidia. Admiramos y adoramos aun a tan grande distancia las
cualidades de su carácter, pero iQué sería haberlas visto en la unidad de su vida, y sentir
durante años enteros su influencia transformadora! ¿Podemos conocer con alguna
exactitud los rasgos distintivos de ese carácter, cuya gloría ellos veían y bajo cuya
potencia vivían?

£7 carácter humano de Jesús. Tal vez el rasgo que notarían primero los
discípulos en Jesús sería su concentración en su propósito. Es indudable que esta
cualidad marca el tono fundamental que se oye en todos sus dichos que nos han sido
conservados, y es el pulso que sentimos latir en todas sus acciones cuyo recuerdo
tenemos. Estaba posesionado de un propósito que lo guiaba y lo impulsaba hacia
adelante.

La mayor parte de las vidas no se dirigen hacia ningún fin particular, sino que se
dejan llevar adelante, bajo la influencia de variados sentimientos e instintos o por las
corrientes de la sociedad, y nada terminan. Pero es evidente que Jesús tenía por delante
un objetivo definido, que absorbía sus pensamientos y desarrollaba toda su energía. A
menudo daba como motivo para no hacer algo: "Mi hora no ha llegado", como si su
designio absorbiera cada momento y como si cada hora tuviera designada su parte
propia en la tarea. Esto impartía a su vida un celo y rapidez de ejecución de que la
mayor parte de las vidas carecen. Esto le salvó también de perder su energía en detalles,
y del cuidado por las cosas pequeñas en que se disipan las vidas de los que no tienen
una vocación definida; y esto hizo que su vida, a pesar de ser tan variadas sus
actividades, fuera una perfecta unidad.

Muy íntimamente relacionada con esta cualidad había otra muy saliente, que
puede llamarse su fe. por la cual se quiere decir su asombrosa confianza en la
realización de su propósito, y una aparente desatención a los medios y a la oposición. Si
se considera, aun de la manera más general, cuan vasto era su propósito —reformar su
nación y emprender un movimiento religioso que debía ser eterno y universal—; si se
toma en consideración la oposición que encontraba y que él preveía que su causa tendría
que encontrar a cada paso; y si se recuerda lo que él, como hombre, era —un indocto
campesino de Galilea— su tranquila e intrépida confianza en su buen éxito aparecerá
tan sólo menos notable que el buen éxito mismo.

Después de leer los Evangelios, una persona se pregunta con asombro qué hizo
él para producir una impresión tan tremenda en el mundo. No creó ninguna maquinaría
complicada para asegurar el efecto. No puso su mano sobre los centros de influencia:
educación, riquezas, gobierno, etc. Es cierto que instituyó la iglesia. Pero no dejó
ninguna explicación detallada de la naturaleza de ella ni reglas para su constitución. Era
la sencillez de una fe que no busca medios, ni hace preparativos, sino que sencillamente
sigue adelante y ejecuta su obra. Era la misma cualidad que según él, podía traspasar
montañas, y la que más deseaba ver en sus discípulos. Era la insensatez del evangelio,
de que se jactaba Pablo, saliendo con el denuedo que da el poder, pero con una escasez
ridícula de equipo, para conquistar al mundo griego y romano.

Una tercera cualidad saliente de su carácter era su originalidad. La mayor parte


de las vidas se explican fácilmente. No son más que productos de las circunstancias y
copia de miles de otras vidas semejantes que coexisten con ellas o las han precedido.
Nos modelan los hábitos y costumbres del país a que pertenecemos, la moda, y el gusto
de nuestra generación, las tradiciones de nuestra educación, las preocupaciones de
nuestra escuela o secta. La obra que ejecutamos nos es determinada por un concurso
fortuito de circunstancias; en lugar de crecer nuestras convicciones naturalmente desde
adentro, las ñja una autoridad que viene de afuera; nuestras opiniones no son traídas en
fragmentos por cada viento que sopla.

Pero, ¿cuáles circunstancias formaron al Hombre Cristo Jesús? Nunca hubo otra
edad más árida y estéril que aquella en que él nació. Era como una alta y vigorosa
palmera nacida en un desierto. ¿Qué había en la vida estrecha de Nazaret para producir
un carácter tan gigantesco? ¿Cómo era posible que la aldea notoriamente pecadora
produjera una pureza tan viviente? Quizás algún escriba le haya enseñado las letras y los
rudimentos del saber, pero su doctrina era una contradicción completa de todo lo que los
escribas enseñaban. Nunca se apoderaron de su espíritu libre, las modas de las sectas.
¡Cuan claramente, en medio de los sonidos que llenaban el oído de su época, oía él la
desatendida voz de la verdad, tan diferente de aquéllos! ¡Cuan claramente, detrás de las
pretensiones y las formas aceptadas de la piedad, veía la hermosa y desatendida figura
de la santidad verdadera! Crecía desde adentro. Dirigía sus ojos directamente a los
hechos de la naturaleza y de la vida, y creía lo que veía, en vez de permitir que su vista
fuese modificada por lo que otros decían haber visto.

Era igualmente fiel a la verdad en sus palabras. Se presentaba y hablaba sin


vacilación lo que creía, aunque sacudía hasta sus cimientos las instituciones, los credos,
y las costumbres de su país, y desataba las opiniones del pueblo en centenares de los
puntos en que habían sido educados.

Puede decirse en verdad, que a pesar de que la nación judaica de su tiempo era
un terreno totalmente árido, del que no era posible esperar que creciera cosa alguna que
fuera vigorosa o grande, él se volvió a la primitiva historia de su nación y nutría su
espíritu con las ideas de Moisés y de los profetas. Hay algo de verdad en esto. Pero, a
pesar de su cariñosa y constante familiaridad con ellos, los trataba con mano libre e
intrépida. Los libró de sí mismos y exhibió en su perfección las ideas que ellos
enseñaban sólo en germen. ¡Qué contraste entre el Dios del pacto con Israel y el Padre
en los cielos que él revelaba; entre el templo con sus sacerdotes y sacrificios cruentos, y
el culto en espíritu y verdad; entre la moralidad nacional y ceremonial de la ley y la
moralidad de la conciencia y del corazón! Aun en comparación con las figuras de
Moisés Elías, e Isaías, él se eleva sobre ellos en solitaria originalidad.

Una cuarta y muy gloriosa cualidad de su carácter era su amor a ¡os hombres.
Ya se ha dicho que estaba posesionado de un propósito que dominaba todo. Pero en el
fondo de un gran propósito es necesario que haya una gran pasión que le dé forma y lo
sostenga. El amor al hombre era la pasión que dirigía e inspiraba a Jesús.

No se nos dice de manera explícita, cómo nació y crecía este amor en el retiro de
Nazaret, y de qué elementos se nutría. Sólo sabemos que cuando apareció en público
ésta era una pasión dominante que sofocaba todo amor propio, le llenaba de una
compasión ilimitada hacia la miseria humana, y le hacía capaz de seguir adelante, sin
vacilar, en la empresa a que se había consagrado. Sólo sabemos en general que este
amor se nutría del concepto que tenía del valor infinito del alma humana. Sobrepasaba
todos los límites que otros hombres han puesto a su benevolencia.

Generalmente las diferencias de clase y de nacionalidad enfrían el interés de los


hombres unos por otros. En casi todo país se ha considerado como una virtud aborrecer
a los enemigos; y hay acuerdo general en aborrecer y evitar a aquellos que hayan
violado las leyes de la respetabilidad. Pero Jesús no hacía caso de estas convenciones,
teniendo en contra de ellas el concepto dominante del valor que percibía igualmente en
el enemigo, el extranjero y el proscrito de la sociedad.

Este amor dio forma al propósito de su vida. Le dio la simpatía más tierna e
intensa hacia toda especie de dolor y de miseria. Era su motivo más profundo para
adoptar la vocación de sanar. En donde más necesidad había de socorro, hacia allá lo
impulsaba su compasivo corazón. Pero era especialmente a salvar el alma a lo que su
amor le impelía. Sabía que ésta era la verdadera joya, para rescatar la cual debía
emprenderse todo, y que las angustias y los peligros de ella eran los mayores de todos.
Ha habido a veces un amor a otros sin este designio vital. Pero la sabiduría dirigía su
amor hacia el verdadero bienestar de aquellos a quienes amaba. Comprendía que estaba
haciendo lo mejor posible para ellos cuando los salvaba de sus pecados.

Pero el atributo más prominente de su carácter era su amor hacia Dios. Es el


supremo honor y privilegio del hombre ser uno con Dios en sentimiento, pensamiento, y
propósito. Jesús tenía esta cualidad en grado perfecto.

Para nosotros es muy difícil formarnos en nuestro interior un concepto adecuado


de Dios. La mayoría de los hombres apenas piensan en él alguna vez, y aun los más
piadosos tienen que confesar que les cuesta un esfuerzo supremo disciplinar su mente
hasta formar el hábito de tenerlo siempre presente. Cuando pensamos en él, es con un
sentimiento penoso de la falta de armonía entre lo que hay en nosotros y lo que hay en
él. No podemos quedarnos ni por pocos momentos en su presencia, sin sentir en cierto
grado que sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni sus caminos nuestros
caminos.

Con Jesús no fue así. Siempre estaba consciente de la presencia de Dios. Nunca
pasó una hora, nunca efectuó una acción, sin referencia directa a Dios. Dios lo rodeaba
como el aire que respiraba o la luz del sol en que andaba. Sus pensamientos eran los
pensamientos de Dios; sus deseos nunca fueron, en lo mínimo, diferentes de los de
Dios; su propósito, según su más plena convicción, era el propósito de Dios para él.

¿Cómo llegó a tener esta armonía absoluta con Dios? En gran parte debe
atribuirse a la perfecta armonía de su naturaleza en sí, pero en cierta medida la adquirió
por los mismos medios por los cuales nosotros la procuramos con tanto trabajo; por el
estudio de los pensamientos y propósitos de Dios, revelados en su Palabra, la cual desde
su niñez era su gozo constante; cultivando en toda su vida la costumbre de orar, para la
cual hallaba tiempo aun cuando no tenía tiempo para comer; y resistiendo con paciencia
la tentación de dar lugar a sus propios pensamientos y propósitos que fueran diferentes
de los de Dios.

Esto fue lo que le dio tanta fe e intrepidez en su obra; sabía que el llamamiento
para ejecutarla venía de Dios, y que él no debía morir hasta que fuese concluida. Esto
fue lo que hizo de él, con toda su conciencia de sí mismo y su originalidad, un modelo
de humildad y sumisión; porque siempre reducía todo pensamiento y deseo a la
obediencia a la voluntad de su Padre. Este fue el secreto de la paz y la majestuosa calma
que impartían tanta grandeza a su conducta en las horas más aflictivas de su vida. Sabía
que lo peor que pudiera sucederle sería contrariar la voluntad de su Padre acerca de él.
Tenía siempre a mano un retiro de perfecto descanso, silencio y luz, en el cual podía
refugiarse del clamor y la confusión que le rodeaba. Este era el gran secreto que legó a
sus discípulos cuando les dijo al partir: "La paz os dejo, mi paz os doy".

La impecabilidad de Jesús ha sido indicada con frecuencia como el atributo


culminante de su carácter. Las Escrituras, que refieren con tanta franqueza los errores de
sus héroes más grandes, tales como Abraham y Moisés no tuvieron que registrar ningún
pecado de él.

No hay otro rasgo de los santos de la antigüedad más notable que su penitencia.
Cuanto más perfectamente santos fueron, tanto más abundantes y amargas fueron sus
lágrimas y lamentaciones por su naturaleza pecadora. Pero aunque es admitido de todos
que Jesús era la suprema figura religiosa en la historia, él nunca manifestó este
distintivo de la santidad; nunca hizo confesión de pecado alguno. ¿No debe ser esto
porque no tenía pecado que confesar?

Sin embargo, la idea de la impecabilidad es demasiado negativa para expresar la


perfección de su carácter. El era sin pecado; pero lo era porque estaba completamente
lleno de amor. El pecado contra Dios no es más que la expresión de la falta de amor
hacia Dios, y el pecado contra el hombre es falta de amor al hombre. Un ser
completamente lleno de amor tanto a Dios como al hombre, no puede, de ninguna
manera, pecar contra el uno o el otro. Esta plenitud de amor a su Padre y a la
humanidad, dominando toda manifestación de su ser, constituía la perfección de su
carácter.

A la impresión producida en ellos por su prolongado contacto con su Maestro,


debían los doce todo lo que llegaron a ser. No podemos indicar con exactitud en qué
tiempo comenzaron a comprender la verdad central del cristianismo, que tenían que
publicar al mundo después, es a saber que detrás de la ternura y majestad de este
carácter humano, había en él algo más augusto; ni por qué grados sus impresiones se
maduraron hasta llegar a la plena convicción de que en él la humanidad perfecta estaba
en unión con la divinidad perfecta. Este era el término de todas las revelaciones que les
hacía de sí mismo. Pero el quebrantamiento de su fe al tiempo de la muerte de él
muestra cuan poco maduras deben haber estado hasta entonces sus convicciones con
respecto a su personalidad, por más dignamente que hayan podido, en ciertas horas
felices, expresar su fe en él. Fue la experiencia de la Resurrección y Ascensión la que
dio a las impresiones inestables que por largo tiempo habían estado acumulándose en su
mente, el toque que las hizo cristalizarse en la convicción inconmovible de que en
Aquél con el cual les fue concedido asociarse tan íntimamente, Dios estaba manifestado
en la carne.

***

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