El Matrimonio

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Índice

Pág.

Introducción------------------------------------------------ 1

El Matrimonio---------------------------------------------- 2

Historia del Matrimonio----------------------------------- 19

Características del Matrimonio---------------------------- 21

Tipos de Matrimonios------------------------------------- 22

Importancia del Matrimonio------------------------------ 23

Divorcio---------------------------------------------------- 24

Conclusión------------------------------------------------- 25

Bibliografía------------------------------------------------- 26
Introducción

Al introducir este tema damos a conocer que el matrimonio es una


figura muy importante en nuestra sociedad, ya que a pesar de que
hay muchas familias formadas por parejas que viven en concubinato,
el matrimonio sigue siendo el medio legal y moral, según nuestra
sociedad y nuestra legislación de vivir en pareja y procrear hijos, es
decir, formar una familia.

En este trabajo, se abordarán las diferentes teorías respecto a la


naturaleza jurídica del matrimonio, una de las más importantes es la
que ve al matrimonio como contrato, la cual nos explica que el
matrimonio es un contrato, es decir un acuerdo de voluntades entre
dos personas que hacen surgir derechos y obligaciones entre ellas.

Veamos;

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El matrimonio
El matrimonio o unión conyugal
es una institución social
fundamental, que involucra a dos
personas físicas y naturales. Es la
forma de oficializar un vínculo de
pareja y someterlo a las
normativas legales, sociales, morales e incluso religiosas dictaminadas por la
sociedad.

El matrimonio es al mismo tiempo una figura legal, una ceremonia social y


religiosa, y una entidad cultural tradicional. Es decir que por matrimonio
podemos entender distintos tipos de conceptos sociales, culturales y legales,
dependiendo de la tradición específica de una sociedad y su imaginario.

Así, el matrimonio es comúnmente regulado por la ley (sobre todo para


prohibir las uniones que culturalmente se consideran inadecuadas, como las
incestuosas), pero tiene una existencia milenaria, con presencia en sociedades
que comprendían la justicia y el Estado de un modo muy distinto al
contemporáneo.

De hecho, la palabra matrimonio proviene del latín matrimonium, derivada de


la unión de los vocablos mater (“madre”) y monia, un término que se usaba
para referirse a situaciones ceremoniales o legales, como en patrimonium
(“patrimonio”, o sea, la herencia que el padre deja al morir).

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Este término se empleaba en la Antigua Roma para referirse al derecho de una
mujer de ser la madre legítima y reconocible de los hijos de un varón, lo cual
le confería el estado de casada (no disponible) y el derecho a heredar los
bienes que dejara su marido al fallecer.

Además, suele considerarse que el matrimonio es la base de la sociedad. Esto


se basa en la idea de que cualquier sociedad humana tiene como fin la
perpetuación de la especie y la protección de las generaciones venideras. Para
lograrlo se propone la unión matrimonial.

En suma, el matrimonio es la unión exclusiva de dos individuos que desean


compartir todos sus bienes y derechos. En principio se trata de hombre y
mujer, dado que se le atribuye al matrimonio el fin de la reproducción
humana, pero este sentido ha cambiado en tiempos modernos.

Desde la antigüedad, las comunidades se suscribían a dos sistemas


matrimoniales: los matrimonios endogámicos y los exogámicos, los cuales se
definían de acuerdo al grado de parentesco, a la posición económica, a la
calidad racial, o a la residencia que hubiese en el grupo. Casey (1989) plantea
que los matrimonios endogámicos son los que se efectúan dentro del grupo de
parientes; y los matrimonios exogámicos, los que se realizan entre grupos o
tribus diferentes, es decir, en donde no hay ningún grado de consanguinidad.

Aparte de hacer la distinción de parentesco, plantea las diferencias en cuanto a


herencia. En este sentido, los matrimonios endogámicos tenderían a mantener
el patrimonio en el grupo de parientes, y los matrimonios exogámicos, a
repartir la heredad fuera del grupo.

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En el siglo IV a.C., San Agustín elabora una doctrina de la conveniencia de no
casarse con parientes próximos, porque así se limitaban los lazos sociales del
clan, e impedía un intercambio social más amplio. En la Ciudad de Dios (cfr.
ed. 1945) defiende la exogamia no sólo para que se multipliquen los lazos de
parentesco, sino también en función del sentido de decencia misterioso e
intrínseco que inhibe la lujuria carnal en los hombres y mujeres cuyos caminos
se cruzan a diario.

Esto nos está indicando la valoración de las uniones exogámicas fuera del
grupo de parientes, y la preocupación por el incesto entre el grupo doméstico.
Tanto es la valoración que la Iglesia otorga a la consanguinidad, que en sus
inicios prohíbe los matrimonios hasta el séptimo grado de parentesco, tanto
por línea paterna como materna, y con el Concilio Lateranense de 1215, se
rebaja al cuarto grado de consanguinidad (Casey, 110).

Se plantea que “el derecho matrimonial cristiano fue más una serie de
adaptaciones al entorno local que una fórmula determinada transmitida por
una clase clerical dirigente”. Fue más bien en el siglo XI, durante la época
Carolingia, en que “comienza a tomar forma el derecho eclesiástico o
canónico y una red de tribunales eclesiásticos” (Casey, 112). A pesar que la
Iglesia recomendó la exogamia, la nobleza no siempre aceptó estas
recomendaciones; fue el propio Carlomagno que se apartó de este
fundamento, al preferir que sus hijas mantuvieran relaciones ilícitas con tal de
que no se casasen, ni tuvieran que irse de su lado.
También cabe la situación personal del propio Carlomagno que se divorció de
su primera esposa y sostuvo relaciones ilícitas con varias concubinas. En

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tiempos de Carlomagno se distinguía claramente el concubinato del
matrimonio, porque en éste último, el marido, al día siguiente de la noche de
bodas, le ofrecía a su mujer un regalo públicamente, lo que se llamó pagar a la
novia, sellando el enlace.

Se cree que esta práctica derivó en el pago que hacía el novio a la familia de la
novia, y que posteriormente se tradujo en la dote indirecta, es decir, en el pago
del novio a la novia. Esta modalidad se entendería como garantía “de la
estabilidad de la nueva familia conyugal, por la que el hombre asume
públicamente la responsabilidad del bienestar de la esposa, especialmente en
su viudez” (114).

En general, se puede decir que, hasta la Edad Media, no existió una legislación
clara acerca del matrimonio, pero fue en la antigüedad, y gracias a los
filósofos griegos, conocidos con el nombre de estoicos, los que comenzaron a
crear un fundamento moral a la relación matrimonial, la cual fue tomada
después por los tratadistas y moralistas cristianos, para elaborar el derecho
eclesiástico o canónico. Uno de los primeros puntos a tomar en consideración
fueron los grados de parentesco en la unión matrimonial.

Al parecer, en algunas sociedades, la dote fue la responsable del


establecimiento de los matrimonios endogámicos, porque de esta forma, el
patrimonio permanecía en la misma familia. Por su parte, la Iglesia fomentó
los matrimonios exogámicos, con el objeto de ampliar los lazos sociales.
Esta situación creó un cierto grado de confusión en las comunidades, porque,
si bien es cierto la Iglesia representó la conciencia espiritual, la dote significó
el sostén terrenal de la familia, ya que al faltar el padre, la familia podía seguir

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manteniéndose gracias a los bienes de la mujer. Es decir, la dote estimuló los
enlaces arreglados por conveniencia, y aquellos que se dieron en el mismo
grupo (endogámicos) como una forma de mantener la heredad en las mismas
familias, tomándose la opción contraria a lo establecido por la Iglesia.

Al respecto, James Casey señala que “con el restablecimiento de la dote a


partir del año 1000 se detecta en Europa una tendencia similar a la del Islam,
hacia cierto tipo de endogamia. El padre muestra más deseos de ofrecer su hija
en matrimonio a conocidos que a extraños” (115). Creemos también que es
interesante tomar en cuenta la limitación que tuvo el mercado matrimonial en
algunas comunidades, especialmente en las zonas de frontera, en donde la
población casadera fue limitada, por lo que también influyó la endogamia,
entendida como hasta ahora, por la unión de parejas con cierto grado de
parentesco.

Podríamos decir que en temas de vital importancia como la familia y el


matrimonio, casi siempre se produce un choque de posiciones entre lo que las
instituciones que ejercen el poder imponen y lo que los individuos consienten
hacer. Este choque de posiciones o de “intereses” es lo que ha provocado los
mayores dramas humanos.

Pero también hay que tomar en cuenta los objetivos o estrategias que se
impone la sociedad en cada tiempo, en materias tan importantes como el
matrimonio; en las sociedades preindustriales, por ejemplo, el matrimonio era
una cuestión de estrategia económica y política, pero también tenía algo que
ver con las emociones.

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Claro que esta aseveración es más válida en estamentos altos de la sociedad,
ya que allí debía concertarse un buen matrimonio, para mantener el patrimonio
y el linaje de las familias, aunque no se puede desconocer el papel que
cumplieron en muchos casos los sentimientos. Casey señala que en Roma el
matrimonio fue un acto privado, que se realizaba dentro de la propia casa y era
compartido además por parientes y espectadores, que servían de testigos,
dándole “validez al acto” (ceremonia privada y pública).

La ceremonia del matrimonio tenía a veces una larga duración, los pasos a
seguir fueron los siguientes: la desponsatio, la promesa de matrimonio; el
foedus o pacto conyugal, y la boda propiamente tal. El matrimonio fue
concebido como un contrato que comprometía la palabra de los contrayentes
de ambas familias: Una familia entregaba a una mujer, la otra la recibía a
cambio de una dote (donatio puellae).

La última etapa del período nupcial era la entronización en el lecho del


matrimonio que tenía lugar en público, rodeado de gran solemnidad, y
sancionado por la aclamación de los asistentes, que daban fe así de la
consumación del hecho.
El padre del joven tenía el papel de oficiante del acto, es él quien solicita la
bendición de Dios para los jóvenes esposos que acaban de desvestirse y
acostarse juntos. Con el correr del tiempo, el sacerdote fue el que ocupó el
papel del padre, quien bendecía el lecho, lo incensaba y rociaba con agua
bendita. Después que se producía la consumación del matrimonio, venía la
fiesta que duraba generalmente tres días (193).

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En el siglo XII, los canonistas Graciano, monje italiano, autor del Decretum
(1140) y Lombardo, maestro de la Escuela Jurídica de Bolonia, obispo de
París y autor de la Sententiae (1152), dejaron establecidos los principales
enfoques del concepto de matrimonio europeo, que en algunos casos perduran
hasta nuestros días.

Para Pedro Lombardo, la palabra de matrimonio (Verba de Futuro), el


compromiso de palabra de los novios no tiene mayor importancia, lo que sí
reviste sentido verdadero es “la promesa hecha en presente (Verba de
Praesenti), cuando los miembros de la pareja se aceptan como marido y
mujer” (Lavrin, 1989: 17).

Esa promesa de presente debe ser hecha con intención de casarse. Para él, “el
matrimonio debe ser un contrato en toda regla”, hecha públicamente y ante
testigos. La palabra de casamiento era primordial para Graciano, definiéndola
como el compromiso entre dos personas para una unión futura, pues se trataba
de un acuerdo irrevocable.

Entre estos dos canónicos se advierte una diferencia en cuanto al compromiso


de matrimonio. Para Lombardo sólo era válida el Verba de Praesenti, es decir,
cuando los miembros de la pareja se aceptan como marido y mujer, lo que se
llama el voto matrimonial, aunque esta promesa podía revocarse en el futuro.
En cambio, para Graciano es la Verba de Futuro irrevocable. Los dos
coinciden en que el matrimonio es un contrato hecho por la pareja.

La Iglesia tuvo que conciliar estas dos tendencias, al tratar de buscar una
postura intermedia, lo que llevó al Papa Alejandro III (1159-1181) a aceptar la

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promesa de futuro, lo cual implicaba que la pareja podía desistirse del
compromiso, siempre y cuando la relación no hubiese sido consumada, ya que
ocurrido lo contrario, antes de la promesa futura, con o sin intervención de la
Iglesia, el matrimonio era consumado y válido.

Como hemos dicho, en la Edad Media comienza a perfilarse una doctrina más
definitiva en cuanto al matrimonio. Un texto del siglo IX de Hincmar,
arzobispo de Reims, deja bien claro el matrimonio cristiano, señalando que: El
vínculo del matrimonio legítimo existe cuando se establece entre personas
libres e iguales y une en públicas nupcias mediante la fusión honesta de los
sexos, con el consentimiento paterno, a un hombre y a una mujer libre,
legítimamente dotada.

A lo largo del siglo XI y XII, la Iglesia se vio obligada a intervenir de una


forma más directa en los matrimonios con el objetivo de controlarlos y de
reconducirlos hacia el modelo sacramental que estaba a punto de definir y
establecer como legítimo (Lavrin, 18). Aunque como lo hemos mencionado,
en la aristocracia fue muy difícil lograr la influencia tan directa que esperaba
la Iglesia y sobre todo en cuanto a la indisolubilidad, porque lo esperado fue
que el matrimonio durara para toda la vida. Las segundas nupcias sólo se
contemplaban por muerte de uno de los cónyuges, no había otro medio. En
cuanto a las Siete Partidas de Alfonso X El Sabio (1221-1284):

Le confería gran importancia a los desposorios y aceptaba el derecho de los


obispos de compeler a quienes se comprometían privadamente sin testigos,
porque de esta manera no había la presión social para formalizar el
matrimonio. Si lo ocultaba, el hombre podía darle la promesa de matrimonio a

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muchas mujeres, o bien mantener una unión indeseada oponiéndose al deseo
de los padres o a los intereses de la familia (Lavrin, 19).

Es a finales de la Edad Media cuando se deja sentir una intervención más


directa del derecho canónico sobre la vida diaria de los seglares, para
radicalizarse con el Concilio de Trento (1545- 1563), quien vino a zanjar la
profunda crisis de la Iglesia católica, y con ello, la institución del matrimonio
cristiano y la familia, debido entre otras cosas, al relajamiento moral de las
costumbres de los religiosos y de los seglares, a la falta de ordenamiento y
cumplimiento en la legislación canónica, a las diversas posturas de los
religiosos y canonistas de la Iglesia católica y a la Reforma Protestante. El
Concilio de Trento fijó la normativa matrimonial, a través de las decretales.

En ellas se reconoció la importancia del matrimonio cristiano, se fijaron las


normas del rito matrimonial, se validó una vez más el carácter sacramental e
indisoluble, se establecieron los aspectos fundamentales que debían
considerarse a la hora de contraer matrimonio, como por ejemplo, la
presentación de las amonestaciones, la aclaración de los impedimentos, y
todos aquellos que podrían invocarse a la hora de solicitar el divorcio o la
nulidad conyugal, en casos de violencia sexual (Cfr. Gaudemet, 1993: 326).

En 1547 el Concilio de Trento reafirmó el carácter sacramental del


matrimonio. En 1573, comenzó el debate propiamente tal, en base a los
siguientes puntos: el sacramento, la indisolubilidad, la solemnidad del
intercambio en el consentimiento y el papel de los padres en el matrimonio,
llegándose a la prohibición de:

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La poligamia; se establecen los impedimentos de parentesco; la afirmación del
derecho de la Iglesia a fallar las separaciones corporales; la reafirmación de la
ley del celibato eclesiástico y de la superioridad de la virginidad y del celibato
sobre el matrimonio, la defensa del calendario litúrgico del matrimonio y de la
jurisdicción eclesiástica en materia matrimonial; además se trató de los
impedimentos de parentesco espiritual, de honra pública, de afinidad, de
relaciones sexuales fuera del matrimonio, y del rapto (327).

El Decreto de Tametsi rigió a la Europa católica hasta fines del Antiguo


Régimen y estableció los lineamientos formales de la ceremonia religiosa,
estipulando que: el matrimonio debía contraerse en una ceremonia pública,
ante un sacerdote y al menos dos testigos, precedido de la publicación de las
amonestaciones en tres festividades anteriores, pero en el tema clave del
consentimiento paterno, se limitó a expresar su “repulsa y sanción” de los
matrimonios incontrolados al tiempo que mantenía su validez (Casey, 143).
Establecía además la diferencia entre esponsales que no requerían de un
sacerdote, y matrimonios que sí requerían. Dicha ceremonia se trasladó a las
puertas de la Iglesia, y en el siglo XVII al interior de ella (Cfr. Aries, 1987:
210).

Se estableció que el decreto de Tametsi entraría en vigencia treinta días


después de publicado en cada parroquia, pero en la práctica no fue así, algunas
se mantuvieron al pie de la letra, otras aplicaron los contenidos a medias, o
simplemente no lo respetaron. El tema que causó mayor polémica fue el
consentimiento de los padres en los matrimonios de los hijos. Por ejemplo en
1556, en Francia, se “promulgó la ley que prohibía al hombre menor de 30
años y a la mujer menor de 25 contraer matrimonio sin el consentimiento

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paterno, a riesgo de ser desheredados”, y en 1579 se estableció la pena de
muerte al novio y al sacerdote que interviniere en un matrimonio clandestino,
es decir, sin el consentimiento paterno (Casey, 143). Aunque directamente, el
derecho tridentino no exigía el consentimiento paterno en el matrimonio de los
hijos menores de edad, igualmente su falta se calificaba de “detestable”.

En el siglo XVI, algunos teólogos consideraban que se cometía pecado mortal


al casarse contra la voluntad de los padres y madres. Era considerado faltar al
honor, irse contra los 10 mandamientos. El matrimonio había de tender “al
honor de la casa” para instaurar alianzas y suavizar viejas amistades. Fue
considerado como parte de la ley de la caridad, es decir, se debía buscar el
bien común, ante el bien o provecho particular. (Cfr. Gaudemet, 403).

Se deja claro el deber de respetar el compromiso de los esponsales,


especialmente por el hombre, quien fue el que más burló la norma. A causa
del incumplimiento de la promesa matrimonial, tenemos un alto número de
querellas presentadas en los tribunales eclesiásticos.

Con el tiempo, la promesa de matrimonio y los esponsales, o el compromiso


matrimonial, según lo establecido por el Papa Lucio III, lo de libre
disposición, no obligaba al hombre a cumplirla, aunque esto no siempre así, ya
que sobre todo aquellas mujeres que formaban parte de las clases altas y sus
familias no permitieron ser deshonradas por un hombre que no quería cumplir
la promesa de matrimonio; aunque también está la situación contraria, en que
el novio perteneciese a una clase inferior, generalmente en estos casos el padre
de la novia fue el que no otorgó el consentimiento matrimonial. En ambas
situaciones de incumplimiento, los afectados podían recurrir a los tribunales

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diocesanos. Al respecto, Matías Sánchez, teólogo jesuita del siglo XVIII, fue
partidario de la excomunión para los incumplidores de la promesa.

Estas situaciones ambiguas trajeron más de algún desconcierto en la propia


Iglesia y en los seglares; ya que el derecho canónico definía el matrimonio
como un compromiso libre entre un joven de 14 años y una chica mayor de
12, y los padres alegaban que los hijos eran demasiado jóvenes para decidir
por sí mismos. Dada esta ambigüedad, durante el siglo XVIII, la mayoría de
los estados católicos, siguiendo el ejemplo de los estadosprotestantes
exigieron el consentimiento paterno en todos los matrimonios de menores de
25 años (Real Pragmática de 1776).

Un aspecto que hasta aquí no ha sido tratado es la indisolubilidad del


matrimonio, que va de la mano con el carácter monógamo que ha
permanecido a lo largo del tiempo. Philippe Ariés señala que: “el hecho
fundamental de la historia de la sexualidad occidental es la persistencia
durante siglos, hasta nuestros días, de un modelo de matrimonio restringido,
restrictivo, es decir, del matrimonio monogámico e indisoluble” que lo
atribuye a la obra del cristianismo, y que la Iglesia sólo se encargó de
imponerlo “en forma coactiva a la sociedad” (Aries, 190).

Entre las clases aristócratas se recomendaba que no todos los hijos se casaran,
por la alta mortalidad, ya que de esta manera, siempre quedarían algunos en
espera, como una forma de compensar las pérdidas. Para aquellos que no
contemplaban el matrimonio, se ofrecían otras formas: la violación o el rapto,
la aventura pasajera con una prostituta o con una campesina, con la hija de un
vasallo o con una ʻbastardaʼ. Otro aspecto discutido y combatido fueron las

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transgresiones sexuales, vistas como un atentado a la estabilidad del
matrimonio cristiano. Tanto los tribunales eclesiásticos como seglares
entendieron y castigaron los delitos sexuales, tales como: el rapto, la
seducción, el estupro, el concubinato, la bigamia, etc. El rapto y el estupro se
castigaban con la muerte y el concubinato con la excomunión.

Como lo hemos mencionado, a pesar de las reformas tridentinas y con ello la


“unificación” de criterios respecto de la valoración e imposición del
matrimonio cristiano, la Iglesia católica igualmente tuvo que ceder parcelas de
poder, gracias al avance de las iglesias reformistas, y por otro lado, a la
aparición de los grandes estados modernos, los cuales se sintieron con el deber
y el derecho de establecer una normativa especial. En cuanto a las iglesias
reformistas establecieron el derecho protestante, y los estados dieron vida al
derecho civil o seglar, originado por la doctrina que filósofos y juristas habían
difundido dos siglos antes, considerando al matrimonio como parte de su
competencia; de allí nació una legislación a veces paralela y a veces diferente
del catolicismo.

El derecho protestante concernía a las comunidades que se habían separado de


la Iglesia romana. El conflicto ante las dos disciplinas, la reformada y la
romana, no se producía más que en el caso de matrimonio mixto. Para lo
demás, cada comunidad religiosa poseía su derecho. Cosa diferente sucede en
el derecho seglar del matrimonio. Se aplica a los súbditos del príncipe, que
son al mismo tiempo fieles de la religión católica (Gaudemet, 353).

Durante la Edad Moderna, la Iglesia y la Monarquía tuvieron competencia


legislativa y jurisdiccional sobre el matrimonio. La Iglesia tuvo por “misión”

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impedir las uniones contrarias al orden divino y reglamentar la unión
matrimonial, y la monarquía fue la garante del cumplimiento de la legislación
canónica, y también la impulsora de algunas iniciativas legales sobre el
matrimonio de los súbditos, sirviendo de complemento o de refuerzo a las
establecidas por la Iglesia, especialmente a partir del siglo XVIII con la Real
Pragmática.

La competencia de poderes que le salió al encuentro a la Iglesia católica


durante la Edad Moderna fue el principio de la pérdida del monopolio
religioso sobre el matrimonio y la familia, que posteriormente se hará patente
en el siglo XIX, cuando deba ceder al derecho civil gran parte de dicha
tuición.

Sin duda, el derecho canónico protestante hizo desestabilizar el poder unívoco


del catolicismo, por un lado, porque la dogmática matrimonial no fue tan
severa. Por ejemplo, Calvino aceptó las relaciones sexuales que no tuvieran
como fin la procreación, dejándolo a criterio de la pareja, cosa que prohibía
estrictamente el catolicismo.

Las grandes diferencias son de forma más que de fondo, porque en definitiva
ambas son concientes de la valoración que representaba el matrimonio para la
estabilidad conyugal y familiar. En relación a esto último, en 1537, Lutero
declaraba que “el divorcio o la separación son siempre pecado, salvo en caso
de adulterio, porque entonces es Dios mismo el que realiza la ruptura del
matrimonio” (cit. en Gaudemet, 321).

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La competencia de poderes entre la Iglesia católica y la monarquía absoluta la
podemos apreciar en América Latina, y muy especialmente en el México
colonial, a partir de 1650, al desatarse una competencia de autoridad que
terminó por entregar mayor influencia a los funcionarios o burócratas reales;
los arzobispos cedieron poder a los virreyes y al Consejo de

Indias, por ejemplo, en la designación de los obispos (derecho de patronato),


los cuales en su mayoría fueron peninsulares. Anteriormente, los funcionarios
eclesiásticos para zanjar los conflictos prenupciales de la comunidad, contaban
con la policía real, ahora debían recurrir a la Audiencia, haciendo más
dificultoso el procedimiento de la iglesia, por ejemplo, en casos de
matrimonios clandestinos, incumplimiento de promesa matrimonial, por
adulterio, etc., siempre se necesitaba de funcionarios encargados de hacer los
procedimientos normales, como citar a los inculpados, testigos, hacer los
depósitos de mujeres, etc. Así,

Estos cambios en el proceder y combatividad de la Iglesia afectaron


inevitablemente su dominio sobre las prácticas y costumbres matrimoniales. A
principios del siglo XVII, los funcionarios eclesiásticos habían logrado casar
a familiares de jueces de los altos tribunales, en contra de los deseos de estos
importantes funcionarios, y unir a miembros de la corte, en contra de los
deseos del virrey (Seed, 1991: 208).

Cuando se inicia la competencia de poderes, la elite mexicana hizo uso de los


tribunales reales para impedir los matrimonios que se consideraban
socialmente indeseables, o bien porque simplemente no se tenía el propósito
de cumplir con la promesa de matrimonio, ya sea por el hombre o bien por los

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padres que se negaban: Los padres presentaban quejas de inmoralidad sexual
(concubinato), desobediencia, pereza y vagancia en contra de sus hijos, ante
los jueces del más alto tribunal criminal. Es el caso por ejemplo de Ignacio de
Rosas, que fue condenado a un servicio militar voluntario en las Filipinas por
“vago”, cuando se descubrió que su principal delito era querer casarse con
Luisa de la Paz.

A pesar de la pérdida de poder de la Iglesia en cuanto al orden matrimonial,


igualmente siguió protegiendo a las jóvenes parejas de la oposición de los
padres, aunque en la primera década del siglo XVIII esa “intromisión” va en
disminución progresiva. La iglesia se tuvo que desentender de la labor cautelar
que siempre cumplió, alproteger el honor de las mujeres en litigios
prenupciales. Al perder esta “función” interviene en la institución del depósito
de mujeres, en cuestiones de querellas matrimoniales.

El depósito fue un medio bastante efectivo de proteger a las parejas en contra


de la interferencia maliciosa de parientes o tutores, pues proporcionaba una
protección temporal cuando la violencia o la persuasión excesiva amenazaban
con impedir el matrimonio. Algunas veces, parientes y tutores obtenían
potestad sobre sus hijos, en contra de las órdenes de la Iglesia y lograban
impedir los matrimonios; estos incidentes fueron en parte responsables de un
incremento inicial de los matrimonios impedidos después de 1690.

En definitiva, se trataba de los conflictos de poder entre la Iglesia y la Corona,


y entre la parcela pública y privada del matrimonio, lo que hicieron más
fuertes los roces. Uno de los principales puntos en conflicto fue que la Corona
atribuyó a los padres la potestad de decidir en las uniones matrimoniales de

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los hijos, es decir, quitaba a la Iglesia la tuición de administrar el sacramento a
su libre arbitrio, ya que como hemos dicho, la Iglesia siempre medió a favor
de la pareja en la voluntad por contraer matrimonio.

La Real Pragmática de 1776 contribuyó a sellar estas diferencias, al entregarle


legalmente a los padres de familia el papel de “cauteladores” en los
matrimonios de los hijos y evitar así los matrimonios desventajosos. Es decir,
la potestad en la institución matrimonial y en las disputas prenupciales fueron
un asunto privado, de las familias, de los padres, de modo que “validó
oficialmente por vez primera los deseos de las familias aristocráticas para
aumentar el control sobre sus hijos y sobre las herencias” (Seed, 1991: 251). A
raíz de esto, la Iglesia quedó totalmente marginada, y con pocos deseos de
contrarrestarle su dominio, quizás porque no había un consenso total entre sus
miembros.

Historia del matrimonio


La historia del matrimonio comenzó con los
modos en que las culturas antiguas celebraban y
formalizaban la unión de sus reyes y nobles. A
menudo se traducía en cambios dinásticos,
uniones estratégicas o cambios en la sucesión
del poder político, según fuera el caso.

En ese entonces los plebeyos no celebraban ningún matrimonio, pues no era


necesario para tener relaciones sexuales o para concebir hijos. En todo caso,
podían hacerlo según ceremonias muy simples.

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Era frecuente de las uniones de los plebeyos involucraran el intercambio
económico: quien recibía la esposa también recibía el control de una dote,
perteneciente a la mujer, que podían ser animales, propiedades o un terreno
para iniciar una familia productiva y sostenerla.

Dependiendo de la cultura y la religión, el matrimonio podía ser monogámico


(una sola mujer y un solo hombre) o poligámico (varias mujeres para un solo
hombre), como en la tradición oriental. Pero tal y como lo entendemos hoy en
Occidente, el matrimonio nació en la Antigua Roma.

Su nombre era matrimonium y estaba sujeto a ciertas leyes y normas. Luego


fue asimilado por la naciente cultura cristiana, en la cual se convirtió en un
vínculo sagrado, celebrado ante Dios y conforme a ciertos ritos provenientes
del Antiguo Testamento, es decir, de la religión judía.

Gracias a la separación de Estado y religión ocurrida en Occidente desde


finales del Medioevo, el matrimonio se fue convirtiendo más en una figura
legal que en un nexo religioso indisoluble. Así surgió el matrimonio civil, que
permitía casarse a personas de religiones distintas o impedidas por ley
eclesiástica. También fue posible el divorcio, que permitía la interrupción del
matrimonio, aunque la Iglesia tardó en reconocerlo, pues sus votos
matrimoniales son “hasta que la muerte los separe”.

Más recientemente aún, surgió la necesidad del matrimonio igualitario o unión


civil igualitaria, dependiendo de la legislación de cada país, que permite a las
parejas homosexuales formalizar su amor y acceder a los mismos derechos
que las heterosexuales.

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El derecho de las personas homosexuales al matrimonio recibió enormes
resistencias de parte de los sectores conservadores, que aún prefieren pensar el
matrimonio en términos religiosos y no en términos legales.

Características del matrimonio


El matrimonio, tal y como lo entendemos hoy en Occidente, se caracteriza
por:
 Ser un vínculo legal voluntario y duradero. Las personas se pueden
casar únicamente por su propia voluntad, y deben hacerlo mediante una
serie de ritos y ceremonias legales (y religiosas, si así lo desea) que
atestiguan la validez y legitimidad del hecho.
 Puede ser civil y/o religioso. Todo depende de las creencias de los
cónyuges, aunque el único valedero ante el Estado es el civil, y el único
valedero ante la Iglesia es el religioso.
 Ser monógamo. Involucra a dos personas únicamente, quienes se
comprometen a tener un vínculo amoroso y sexual exclusivo
(fidelidad).
 Es tradicional y convencional. Se rige por las convenciones y
tradiciones sociales, morales y religiosas de la comunidad y la nación,
por lo que puede tener marcadas diferencias de una región del mundo a
otra.
 Crear una comunidad de bienes. Llamada “comunidad conyugal”,
implica que todas las propiedades y capitales obtenidas desde el inicio
del matrimonio son de ambos cónyuges por igual, lo que implica un
reparto común y la necesidad de arreglos en caso de divorcio..

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Tipos de matrimonio
Existen los siguientes tipos de matrimonio:
 Matrimonio religioso. Involucra un conjunto de ritos y ceremonias con
un fuerte componente simbólico, determinados por el tipo de religión de
la cual se trate: judía, católica, islámica, etc. Generalmente exige que
ambos cónyuges practiquen la misma fe y suele ser mucho más rígida
con sus mandatos y exigencias.

 Matrimonio civil. Se trata de la contrapartida legal, laica y jurídica del


matrimonio religioso, la cual se rige por las leyes del Estado y no por
los mandatos de la religión o la moral. Por ende, es mucho más
permisivo en ciertas ocasiones y es el único valedero ante la justicia.

 Matrimonio igualitario u homosexual. Se trata de la unión entre dos


personas del mismo sexo, bajo los mismos términos del matrimonio
civil heterosexual. En algunas latitudes es más aceptado que en otras, y
en algunas lo es bajo un nombre distinto al de “matrimonio”, como
“unión civil”.

 Matrimonio por conveniencia. Se llama así a los matrimonios que, en


principio, no nacen del amor sino del interés, o sea, de un intercambio
como cualquier otro. El matrimonio por interés no es bien visto
socialmente, a pesar de que en la antigüedad todas las formas de
matrimonio eran, en principio, por interés: un príncipe y una princesa
solían casarse para unificar sus reinos, no porque se amaran, por
ejemplo.

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Importancia del matrimonio
El matrimonio es una figura central en la constitución de las sociedades. De
forma más o menos explícita, todas las sociedades tienen como principio
fundamental la reproducción de la especie y la conformación de nuevas
familias. Por eso, el vínculo matrimonial desde un principio se ha visto
protegido legalmente y amparado por costumbres sociales, morales y
culturales.

Justamente por esa razón, la introducción de nuevas formas de matrimonio son


siempre polémicas: se trata de un pequeño pero significativo cambio en la idea
matriz de la sociedad.

Para algunos implica hacerla más amplia, democrática y abarcadora de los


estilos de vida que ya existen, mientras que para otros significa la pérdida o
alteración de valores antiguos creados en una sociedad muy anterior y muy
distinta a la contemporánea.

Divorcio
El divorcio es el acto legal de interrupción del matrimonio, es decir, la
separación legal que disuelve la comunidad conyugal (la comunidad de bienes
creada por el matrimonio).

Se realiza conforme a términos acordados jurídicamente, dependiendo del


grado de entendimiento de los cónyuges que están por separarse. En algunos

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casos, uno de los dos debe demandar al otro para exigir el fin del matrimonio,
y se establece un juicio.

El divorcio, si bien aceptado por algunas iglesias, no es afín a la religión. En


muchos casos los individuos divorciados no pueden volver a casarse por la
iglesia, hasta que se produzca la muerte de su ex pareja, pues a los ojos de la
religión, sigue casado con ella.

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Conclusión

Al concluir este tema, nos hemos dado cuenta junto a mis


compañeros que el matrimonio conlleva una mejor salud, menos
lesiones y discapacidades, tanto para hombres como para mujeres.
Con todo, las personas casadas parecen llevar mejor la enfermedad,
vigilar más la salud de la pareja, tener mejores sueldos y adoptar
estilos de vida más sanos que los no casados.

Gracias

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Bibliografía
 https://concepto.de/matrimonio/
 http://revistas.uach.cl/pdf/racs/n11/art04.pdf
 Libro de Guía Formación Cívica 2020
 Libro Código Civil Comentado por los 100 Mejores Especialistas

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