Reino A

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8.

EL REINO

a) Instauración de la monarquía
Desde la entrada en la Tierra prometida Israel comienza un proceso que le
lleva a establecerse en Canaán como “pueblo de Dios” en medio de otros
pueblos. La experiencia del largo camino por el desierto, bajo la guía directa de
Dios, le ha enseñado a reconocer la absoluta soberanía de Dios sobre ellos. Dios
es su Dios y Señor. Durante el período de los Jueces no entra en discusión esta
presencia y señorío de Dios. Pero, pasando de nómadas a sedentarios, al poseer
campos y ciudades, su vida y fe comienza a cambiar. Las tiendas se sustituyen
por casas, el maná por los frutos de la tierra, la confianza en Dios, que cada día
manda su alimento, en confianza en el trabajo de los propios campos. Al pedir
un rey, “como tienen los otros pueblos”, Israel está cambiando sus relaciones
con Dios. En Ramá Samuel y los representantes del pueblo se enfrentan en una
dura discusión: “Mira, tú eres ya viejo. Nómbranos un rey que nos gobierne,
como se hace en todas las naciones” (1S 8,5; Hch 3,21- 23). Samuel, persuadido
por el Señor, cede a sus pretensiones y, como verdadero profeta del Señor,
descifra el designio divino de salvación incluso en medio del pecado del pueblo.
Samuel lee al pueblo toda su historia, jalonada de abandonos de Dios y de gritos
de angustia, a los que Dios responde fielmente con el perdón y la salvación. Pero
el pueblo se olvida de la salvación gratuita de Dios y cae continuamente en la
opresión. El pecado de Israel hace vana la salvación de Dios siempre que quiere
ser como los demás pueblos. Entonces experimenta su pequeñez y queda a
merced de los otros pueblos más fuertes que él (1S 12,6-11). Esta historia, que
Samuel recuerda e interpreta al pueblo, se repite constantemente, hasta el
momento presente (1S 12,12-15).

Samuel califica a la monarquía de idolatría. Pero Dios, en su fidelidad a la


elección de Israel, mantiene su alianza y transforma el pecado del pueblo en
bendición. El rey, reclamado por el pueblo con pretensiones idolátricas, es
transformado en don de Dios al pueblo: “Dios ha constituido un rey sobre
vosotros” (1S 12,13). Dios saca el bien incluso del mal, cambia lo que es
expresión de abandono en signo de su presencia amorosa en medio del pueblo
(Rm 5,20-21). Samuel unge como rey, primero, a Saúl y, después, a David.

Samuel se retira a Ramá, donde muere y es enterrado con la asistencia de


todo Israel a sus funerales. Así le recuerda el Eclesiástico: “Amado del pueblo y
de Dios. Ofrecido a Dios desde el seno de su madre, Samuel fue juez y profeta
del Señor. Por la palabra de Dios fundó la realeza y ungió príncipes sobre el
pueblo. Según la ley del Señor gobernó al pueblo, visitando los campamentos de
Israel. Por su fidelidad se acreditó como profeta; por sus oráculos fue reconocido
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como fiel vidente. Invocó al Señor cuando los enemigos le acosaban por todas
partes, ofreciendo un cordero lechal. Y el Señor tronó desde el cielo, se oyó el eco
de su voz y derrotó a los jefes enemigos y a todos los príncipes filisteos. Antes de
la hora de su sueño eterno, dio testimonio ante el Señor y su ungido: ¿De quién
he recibido un par de sandalias? y nadie reclamó nada de él. Y después de
dormido todavía profetizó y anunció al rey (Saúl) su fin; del seno de la tierra
alzó su voz en profecía para borrar la culpa del pueblo” (Si 46,13-20). Samuel, el
confidente de Dios desde su infancia, es su profeta, que no deja caer por tierra
ni una de sus palabras. Con su fidelidad a Dios salva al pueblo de los enemigos
y de sí. Es la figura del hombre de fe, que acoge la palabra de Dios, y deja que
esta se encarne en él y en la historia. Es la figura de Cristo, el siervo de Dios,
que vive y se nutre de la voluntad del Padre, aunque pase por la muerte en
cruz.
Saúl es el primer rey de Israel. Con él se instaura la monarquía, deseada por el
pueblo, contradiciendo la elección de Dios, que separó a Israel de en medio de
los pueblos, uniéndose a él de un modo particular: “Tú serás mi pueblo y yo seré
tu Dios”. Samuel encuentra a Saúl en el campo, buscando unas asnas perdidas,
toma el cuerno de aceite y lo derrama sobre su cabeza, diciendo: “El Señor te
unge como jefe de su pueblo Israel; tú gobernarás al pueblo del Señor, tú lo
salvarás de sus enemigos” (1S 9-10). El espíritu de Dios invade a Saúl, que
reúne un potente ejército y salva a sus hermanos de Yabés de Galaad de la
amenaza de los ammonitas. El pueblo, tras esta primera victoria, le corona
solemnemente como rey en Guilgal (1S 11). Reconocido como rey, Saúl comienza
sus campañas victoriosas contra los filisteos. Pero la historia de Saúl es
dramática. Ante la amenaza de los filisteos, concentrados para combatir a Israel
con un ejército inmenso como la arena de la orilla del mar, los hombres de Israel
se ven en peligro y comienzan a esconderse en las cavernas. En medio de esta
desbandada, Saúl se siente solo, esperando en Dios que no le responde y
aguardando al profeta que no llega. En su miedo a ser completamente
abandonado por el pueblo llega a ejercer hasta la función sacerdotal, ofreciendo
holocaustos y sacrificios, lo que provoca el primer reproche airado de Samuel:
“¿Qué has hecho?”.

Saúl mismo se condena a sí mismo, tratando de dar las razones de su


actuación. Ha buscado la salvación en Dios, pero actuando por su cuenta, sin
obedecer a Dios y a su profeta. Se arroga, para defender su poder, el ministerio
sacerdotal: “Como vi que el ejército me abandonaba y se desbandaba y que tú no
venías en el plazo fijado y que los filisteos estaban ya concentrados, me dije:
Ahora los filisteos van a bajar contra mí a Guilgal y no he apaciguado a Yahveh.
Entonces me he visto obligado a ofrecer el holocausto”. Samuel le replica: “Te
has portado como un necio. Si te hubieras mantenido fiel a Yahveh, El habría
afianzado tu reino para siempre sobre Israel. Pero ahora tu reino no se
mantendrá. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te
reemplazará” (1S 13).

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