Verdad: La Justicia
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Decreto 3155/1977 (fragmento)
Visto las facultades conferidas al Poder Ejecu- tivo por el art. 23 de la Constitución
nacional, durante la vigencia del estado de sitio, y Considerando: [...] Que del análisis de
las publicaciones tituladas "Un elefante ocupa mucho espacio" de Elsa Isabel
Bornemann, y "El nacimiento, los niños y el amor" de Agnés Rosenstiehl, ambos de "Ediciones
surge una posición que agravia a la moral, a la familia, al ser humano y a la
Librerías Fausto",
socie- dad que este compone.
Que en ambos casos, se trata de cuentos des- tinados al público infantil, con una finalidad de
adoctrinamiento resulta preparatoria a la tarea de captación ideológica del accionar
subversivo.
que
Decreto emitido por el Poder Ejecutivo Nacional el 13 de octu- bre de 1977 y publicado en el Boletín Oficial
del 19 de octubre de 1977 - ADLA 1977-D, 3865.
3155 o El número de la tristeza
LILIANA BODOC
MIL NOVECIENTOS setenta y seis. Se apagó el vera- no. Se escuchó la tos seca del otoño.
La ciudad se llenó de carretas negras,
conducidas porsombras. Los relojes tomaron la costumbre de dete- nerse muy temprano porque la
calle y la noche eran una combinación impensable. Los gritos de las almas que
intentaban escapar de sus perseguidores se escuchaban con claridad, pero nadie tenía
atención para prestarles. Ni amor suficiente para salir en su ayuda.
Las ventanas perdieron su propósito principal: mirar la vida. Y los susurros se transformaron en
una manera de pensar. Sin embargo, había gente que leía cuentos.
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Hubo un padre...
El mío. Se llamaba Andrés, y no entiendo cómo me pare- cía grande si solamente tenía
23 años.
Me quedaron su pensamiento, el color de los ojos y su fotografía. Pero las fotografías
tienen un tremendo proble- ma: no cambian, no envejecen. Por eso, hoy tengo más años
de los que él tenía cuando me leyó el cuento de Víctor, el elefante.
-¿Te has vuelto loco, Víctor?-le preguntó el león, asomando el hocico por entre los
barrotes de su jaula-. ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme
consultado? ¡El rey de los animales soy yo!
La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche.
Después escuché los zuecos de mamá cuando lo acom- pañó hasta la puerta. Y
escuché el silencio inconfundible de un beso...
La mía. Ella era asustadiza. Mala, no. Asustadiza. Esa tarde entró a mi dormitorio y se
puso a revolver los estantes.
-¿Dónde se metió? -decía para sí misma. -¿Qué buscás? -pregunté.
-Ese libro que te regalaron para el cumpleaños. ¡El del elefante!
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Sabía que mi mamá no podía estar buscando el libro para leerlo, porque siempre
tenía cosas mucho más importantes que hacer. ¡A ver si iba a perder tiempo con
tonterías!
-Es lindo -dije-. Hay muchos animales que quieren volver a ser libres...
-¡Ni me hables!
Mamá buscó los fósforos, en los que tres patitos se alineaban en formación estricta, y caminó
hacia el patio. Yo fui detrás. Era tan evidente su determi- nación que ni siquiera me
atrevía a pedirle que no lo hiciera. ¿Por qué prohibían un libro? A lo mejor
contagiaba alguna enfermedad. Me pasé las manos por la pollera.
Mientras tanto, mi mamá había puesto el libro en un fuentón de aluminio. Me
gustaría decir que le tem- blaron las manos, pero la verdad es que no fue así. Ni
las manos ni los ojos. Más bien me pareció que se sentía importante. Miró su obra
durante un rato, y se fue. Una frase del cuento me vino de pronto a la cabeza.
-¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon
amenazadoramente.
Que a un bloque de mármol blanco le den forma de jovencita no es algo sin consecuencias,
porque de tanto cincel y martillo la piedra se despierta. Alguien la sacó de su sueño
para darle cintura,
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cabello retorcido a un lado. Y unas manos del-
gadas y larguísimas donde pudieran posarse los pájaros del parque.
Mi prima y yo teníamos la costumbre de pasear cada tarde por el parque. Y casi
siempre llevábamos un libro. Nos gustaba sentarnos en la fuente para que mi prima, tres
años mayor que yo, leyera en voz alta.
A veces, muy de tanto en tanto, yo tenía la sensación de que la estatua, a nuestras
espaldas, prestaba atención a la lectura. Y hasta llegué a pensar que algunos
cuentos le gustaban más que otros. Claro, nunca le dije eso a mi prima porque los
pensamientos suelen dar vergüenza.
Esa tarde leíamos el cuento de un elefante que quería hacer huelga general en el circo.
Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabe- mos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se
decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su
cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento.
Hubiésemos terminado el cuento de no ser por una de esas lluvias repentinas que solamente sir-
ven a los enamorados, pero no a los niños que jue- gan en los parques.
Una gota en medio de la página y mi prima, cuya misión era velar por mi integridad,
dispuso que debíamos volver a casa. Antes de separarnos me prometió que al día
siguiente traería el mismo libro.
Me alegré por mí y por la estatua. Estaba segura de que no le gustaba dejar un
cuento sin terminar.
Sin embargo, aquella vez no fue posible darle el gusto.
Al otro día mi prima llegó sin libros.
-Dice mi mamá que no puedo sacar a la calle
el libro del elefante.
-¿Por qué?
-Porque está prohibido leerlo.
-¿Lo prohibió tu mamá?
-No. Los militares.
-¿Qué tienen que ver los militares con los libros de cuentos?
-No sé muy bien... Parece que el cuento habla de una huelga general, y eso ahora
no se puede hacer.
-¿Todos los cuentos están prohibidos? -Todos no.
-¿Por qué no trajiste otro?
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-Mi mamá dijo que mejor no andar con libros. Por las dudas...
Miré de lejos a la estatua de la fuente y alcé los
hombros.
Fueron años en los que la ciudad se tragó a sí misma, se metió los puños en la boca para
no cantar. Los días eran como un pizarrón mal borrado, donde se adivinaban palabras
sueltas: la n de no, un signo menos. En esos años sucedieron cosas extrañas.
El elefante giró la cabeza para mirarme, movió las orejas y se alejó. Ni tan alto ni tan bajo,
hacia el horizonte. ◆
Por consejo materno mi prima no llevaba libros esa tarde. Pero sí dos sogas para saltar. Y con ellas nos
fuimos al parque.
foro de la
Cuando las cosas deben estar ahí, demoramos en notar su ausencia. Como si se tratara del semá-
esquina, del edificio de enfrente, del ropero... Cosas que siempre estuvieron allí,
jallí deben seguir estando!
Una estatua, por ejemplo.
No fue sino hasta varios minutos después, cuando ya me había tropezado varias veces con
la cuerda de saltar, que advertí su ausencia. Me detuve en mitad de un salto.
-No está dije.
Mi prima saltaba para atrás. -¿Quién?
-La estatua.
Ella también detuvo el juego y miró hacia la fuente. Las dos cuerdas cayeron al piso,
sin ruido. Y nosotras corrimos a ver qué había pasado.
Nada, en apariencia. El pedestal donde se alzaba la joven de cintura pequeña y manos lar- gas
para que se posaran los pájaros del parque no estaba roto ni desgajado.
Detenidos junto a la fuente, un matrimonio de ancianos comentaba el hecho.
con poca
-Vándalos dijo el hombre, con convicción.
Por lo bajo, mi prima me dio una definición de aquella palabra: que rompen todo.
-¿Vos creés? la mujer no estaba confor- me. No hay ningún destrozo. Y una estatua no
desaparece así como así.
El anciano no tenía mejor respuesta.
-Vaya uno a saber-dijo-. ¡En estos tiempos! Marido y mujer se alejaron con lentitud. Segu-
ro que durante mucho tiempo no iban a volver a pasar por el parque, por la fuente, por
el misterio. El pedestal quedó vacío. Y el caso de la estatua se perdió entre asuntos mucho más sombríos.
Eso sí... Los pájaros se mudaron de barrio.
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Dicen que el tiempo cambia las cosas. Pero yo, que nunca pude olvidar a aquella joven
estatua de mármol, creo que eso no es cierto del todo.
Con los años aprendí que al tiempo hay que darle cuerda porque, si no, se detiene
como un juguete cansado.