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Holocausto

¿Mito o Realidad?
Joaquín Bochaca

Holocausto
¿Mito o Realidad?

Ediciones Ojeda
2006
PRÓLOGO

Según el Honorable Winston Churchill, la primera víctima de


la guerra es la verdad. Difícil resulta discutir la justeza de esta
afirmación del viejo león británico. A partir de la guerra franco-
prusiana de 1870, y en el curso de todos los conflictos bélicos
de nuestro siglo, la propaganda basada en atrocidades, reales o
supuestas, del adversario, ha entrado a formar parte del arsenal
ideológico, cada vez más indispensable para la obtención de la
victoria final.
En el curso de la Primera Guerra Mundial, los Aliados, que
monopolizaban casi por entero las agencias de noticias en todo
el mundo, acusaron a Alemania de las mayores barbaridades. La
propaganda sobre las atrocidades se convirtió en manos de hombres
inteligentes pero desprovistos de escrúpulos, en una ciencia exacta.
Increíbles historias de la barbarie germánica en Francia y Bélgica
crearon el fraude de una excepcional bestialidad de los alemanes;
fraude que continúa coloreando la mente de muchas personas en
la actualidad. Los ulanos —se informó gravemente al mundo— se
divertían arrojando al aire a los bebés belgas y ensartándoles con sus
bayonetas al caer; también cortaban las manos de las enfermeras
de la Cruz Roja. La prensa y la radio anglosajonas anunciaron la
crucifixión de prisioneros canadienses. Aunque tal vez, la “noticia”
más repulsiva y ampliamente puesta en circulación se refería a
una fábrica para el aprovechamiento de cadáveres, en la cual, los
cuerpos de los soldados, tanto alemanes como aliados, muertos en
combate, eran “fundidos” para aprovechar la grasa y otros productos
útiles al esfuerzo de la guerra de los Imperios Centrales. El hecho
de que Arthur Ponsonby, eminente historiador y político británico,
demoliera la fábula, no impidió al Fiscal soviético en el Proceso de

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Nuremberg de acusar otra vez a Alemania de haber montado una
fábrica de jabón hecho con grasa humana, en Danzig, en 1942.
Aun cuando numerosos escritores de la escuela revisionista
histórica, tanto en Francia como sobre todo en Estados Unidos,
desmitificaron la imagen maniquea de vencedores y vencidos, los
que se llevaron la palma del “fair play” fueron, dicho sea en su honor,
los ingleses, y su Ministro de Asuntos Exteriores, ante la Cámara de
los Comunes, presentó públicamente excusas por todos los ataques
al honor de Alemania, reconociendo explícitamente que se trataba
de propaganda de guerra.
En realidad, esto era normal. En tiempo de guerra la necesidad
determina la ley y preciso es reconocer que el coktail de sinceridad,
nobleza y cinismo servido por el Secretario del Foreign Office resulta
impar en la Historia. Ahora bien, una confesión de ese talento
no se ha hecho tras la Segunda Guerra Mundial. Al contrario, en
vez de difuminarse con el paso del tiempo, la propaganda sobre
las atrocidades alemanas y, de manera especial, la manera como
fueron tratados los judíos europeos durante la ocupación de buena
parte del Continente por las tropas de la Wehrmacht, ha ido en
aumento. Hoy en día, en la Televisión australiana y en la noruega,
en la soviética y en la norteamericana aparecen docenas de films
sobre los campos de concentración. La literatura concentracionaria,
a los treinta y tres años de finalizada la tragedia, continúa lanzando
nuevas ediciones al mercado. Martilleando retinas y cerebros de las
gentes, una cifra horrorosa: Seis millones de judíos asesinados por
los alemanes. El mayor genocidio de la Historia, perpetrado con
increíble brutalidad en la tierra que vio nacer a Kant y a Beethoven,
a Goethe y a Schiller.
La misma magnitud de tan horrendo crimen colectivo ha mo-
vido a centenares de historiadores a ocuparse del tema. Desde las
ediciones de lujo, encuadernadas en piel y gravemente recomendadas
por los titulares de cátedras universitarias, hasta las ediciones de
bolsillo con cubiertas alucinantes han llegado a imponer como
axiomática la tesis de que, efectivamente, seis millones de personas,
sin otro motivo que su pertenencia a un grupo racial determinado,

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fueron exterminadas por diversos procedimientos, destacando
entre ellos, los gaseamientos y las incineraciones, en vivo, en los
hornos crematorios. Pero muchos otros escritores e historiadores
han puesto en duda, o han negado resueltamente, la realidad del
holocausto. En las páginas que siguen creemos haber demostrado,
de manera irrefutable, que éstos tienen razón y que el hecho de
pretender sostener, hoy en día, que entre 1939 y 1945 seis millones
de judíos fueron exterminados, a consecuencia de una política
oficial de las autoridades alemanas es una acusación cuyo único
fundamento son sus móviles políticos.
El Autor se da perfecta cuenta de que, como toda afirmación
que no sigue la corriente de las verdades oficiales, la conclusión
establecida en el párrafo precedente será mal acogida por los
más. No obstante es el resultado de una investigación iniciada sin
ideas preconcebidas, varios años ha, y basada en la lectura de casi
tres centenares de obras versando sobre este tema, así como más
de un millar de artículos periodísticos. Es también resultado de
innumerables conversaciones con supervivientes de la persecución
nazi, todos ellos milagrosamente salvos. Y es, finalmente, conse-
cuencia del sencillo manejo de la Aritmética y del sentido común.
Tal como el lector podrá comprobar por la lectura de las páginas
que siguen y por la bibliografía de la presente obra, se excluyen
deliberadamente los testimonios exculpatorios de los acusados
o de personas que hubieran desempeñado un cargo público en
Alemania o en Austria entre 1933 a 1945. Únicamente citamos, en
apoyo a nuestra demostración, a testimonios de parte contraria, a
enemigos de Alemania o del régimen nacionalsocialista y a diversos
autores políticos judíos.
En las páginas que siguen se revela, no solo la falsedad de la
imputación de que seis millones de judíos fueron exterminados
por los nazis, sino los motivos que hay para que poderosas
Fuerzas Internacionales estén desesperadamente interesadas en la
persistencia de ese fraude.

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ANTECEDENTES HISTÓRICOS

Por los motivos, razones, excusas o pretextos que fueran, la Alema-


nia Nacionalsocialista, considerando a su comunidad judía como un
elemento halógeno y hostil a la nación, tomó una serie de medidas
administrativas y políticas, destinadas a limitar progresivamente,
hasta llegar a la eliminación de su influencia social y política dentro
de los límites territoriales del III Reich.
No es propósito de esta obra elucidar el fundamento o la im-
procedencia de los reproches formulados por el gobierno alemán
contra los judíos de nacionalidad alemana. No obstante, preciso
es dar un salto atrás para examinar los antecedentes históricos que
determinaron la hostilidad del Pueblo Alemán contra su comunidad
judía. Si la expresión “Pueblo Alemán” parece desenfocada y excesiva
en este caso, puede sustituirse por “Movimiento Nazi”, pero no debe
olvidarse que los nazis, llegados al poder a consecuencia de una
victoria electoral, no disimularon nunca sus tendencias antijudías,
perfectamente plasmadas en su programa, conocido desde 1923
y reiteradamente proclamado en múltiples ocasiones, y que una
mayoría de electores dieron su voto a este programa.
A mediados del Verano de 1916, el Gabinete de Guerra Británico,
obligado por las circunstancias adversas, empezó a considerar
seriamente la posibilidad de aceptar la oferta alemana de una paz
negociada sobre la base de un statu quo ante. La situación era
desesperada para Inglaterra. Las tropas alemanas ocupaban gran
parte de Bélgica y Francia; Italia se tambaleaba ante los rudos golpes
del Ejército Austro-Húngaro; el gigante ruso se desmoronaba. La
campaña submarina alemana había logrado un efectivo bloqueo de
Inglaterra, cuyas reservas de alimentos apenas alcanzaban para tres
semanas; el Ejército Francés se amotinaba...
Desde el principio de la guerra, la Gran Bretaña había prodigado
sus aperturas hacia prominentes financieros norteamericanos, de
origen judío-alemán con objeto de enrolar a los Estados Unidos al
servicio del esfuerzo de guerra británico. Esas aperturas no se vieron

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en principio, coronadas por el éxito, debido especialmente al hecho
de figurar en el bando Aliado la Rusia Zarista, cuya actitud hacia los
judíos fue, tradicionalmente hostil. Ello trajo como consecuencia
un fuerte sentimiento de hostilidad a Inglaterra por parte de la
Finanza norteamericana. Además, Alemania estaba demostrando
una dosis de consideración y benevolencia para con los judíos del
Este de Europa, particularmente en la ocupada Polonia, donde eran
muy numerosos. La diplomacia inglesa fue incapaz de contrarrestar,
desde 1914 hasta 1916, los fuertes sentimientos pro-alemanes de los
financieros norteamericanos.
Los sionistas se enteraron pronto de la oferta de paz hecha por
Alemania a Inglaterra. También se enteraron de que el Gabinete de
Guerra británico estaba considerando seriamente la posibilidad de
aceptar la oferta germánica. Los sionistas, encabezados por Lord
Rothschild y Lord Melchett, de Londres, propusieron un acuerdo
entre el Gobierno Británico y la Organización Sionista Mundial,
según la cual, a cambio del reconocimiento de un Hogar Nacional
Judío en Palestina, se comprometían a usar su influencia para
conseguir la entrada de los Estados Unidos en la guerra, al lado de
Inglaterra y sus Aliados.
Con objeto de lograr mantener su liderazgo mundial, la Gran
Bretaña optó por seguir luchando, con los Estados Unidos como
Aliado, rechazando las ofertas alemanas. La sagacidad tradicional
de los políticos ingleses falló en esta ocasión. Olvidaron que los que
buscan protectores, sólo encuentran amos, y sólo vieron que con la
ayuda norteamericana y el desangre de Francia podrían derrotar a
Alemania e impedir la construcción de la vía férrea Berlín-Bagdad
que, evidentemente, ponía en peligro la hegemonía mundial in-
glesa.
Los hombres de Westminster y del Foreign Office, aparen-
temente, sólo veían un aspecto de la situación. Creían que la
aceptación de la oferta de paz alemana, una paz-empate, dejaría
al Reich las manos libres para proceder a la puesta en marcha del
proyectado ferrocarril, que, en sólo ocho días permitiría trasladar
un ejército desde Hamburgo, en el Mar del Norte, hasta Bassorah,

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en el Golfo Pérsico, por la concesión otorgada al Kaiser Guillermo II
por su amigo personal y aliado, el Sultán del Imperio Otomano.
En el momento de estallar la I Guerra Mundial, el Imperio Oto-
mano incluía los territorios conocidos desde las Conferencias de
Paz de Versalles, en 1919, como Turquía, Líbano, Siria, Irak, Arabia
Saudita, Yemen, Kuwait, Palestina y Jordania. Según la concesión
otorgada por el Imperio Otomano al Reich Alemán, la vía férrea
enlazaría, en territorio otomano, las ciudades de Constantinopla y
Bassorah. Alemania tendría un rápido, eficaz y seguro acceso a los
mercados y a los recursos naturales del Lejano Oriente, sin estar a
la merced de la “Home Fleet”. Hasta entonces, el tráfico alemán sólo
podía hacerse por vía marítima, a través del Mediterráneo, con la
aún inexpugnable fortaleza de Gibraltar en un lado y en el Canal de
Suez, controlado por Inglaterra, en el otro. Sólo quedaba la ruta del
Cabo de Buena Esperanza, igualmente dominada por Inglaterra.
La ruta más corta entre Hamburgo y Bombay requería, entonces,
cuatro semanas, que los ingleses podían convertir en seis o siete
con sólo crear problemas burocráticos en Port-Said o en Suez, y la
más larga de nueve o diez semanas. El mismo viaje requeriría de
seis a ocho días, a un costo mucho más reducido, por la vía férrea
Berlín-Baghdad.
Salta a la vista que la realización de esa vía férrea era un peligro
para la hegemonía militar y comercial, y, en definitiva, política,
de Inglaterra. El joven Imperio Alemán era, potencialmente, un
contrincante peligroso. Además el Sultán del Imperio Otomano,
tras ser derrotado por la Rusia Zarista poco después de la Guerra
Franco-Prusiana de 1870, concertó un acuerdo con Guillermo II
para la reorganización de su ejército por instructores militares
alemanes. Una gran amistad personal surgió entre el Kaiser y el
Sultán, lo que evidentemente facilitó la concesión de la vía férrea
Berlín-Baghdad. La diplomacia británica apeló sin éxito a toda fase
de halagos y presiones para que la concesión fuera cancelada, pero
fracasó en sus propósitos. En vista de ello, Inglaterra ofreció costear
la construcción de la vía férrea, a cambio de la mitad de los derechos
de la concesión. La propuesta inglesa se completaba con la oferta

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de dividir, prácticamente, el mundo, en dos esferas de influencia,
esperando con ello monopolizar el comercio mundial entre la Gran
Bretaña y el Reich, lo cual prometía inmensos beneficios mutuos,
aun cuando Inglaterra seguiría siendo, en ese caso, el “primus inter
pares”, políticamente hablado.
Alemania era una joven nación que aún no podía financiar, sola,
la realización de aquella inmensa obra, Pero la oferta inglesa fue
rechazada. Alemania entonces, podía solo financiar la construcción
de tramos limitados, y aún ello con la asistencia de los banqueros
alemanes, muchos de ellos —y los más prominentes— de raza ju-
día, y deseosos de prestar dinero a su gobierno.
Los políticos ingleses, cada vez más preocupados por el creciente
prestigio del “Made in Germany” y por el inmenso aumento de
poder militar, comercial y político que concedería a Alemania la
construcción del ferrocarril Berlín-Baghdad, decidieron que la única
solución que les quedaba era aplastar a Alemania en una guerra
que eliminara para siempre la amenaza de la tan temida vía férrea.
Estaba claro que si el Reich era derrotado, en su caída arrastraría a
su aliado otomano, cuyo territorio se convertiría en botín de guerra
en la posterior conferencia de paz dictada por Londres, cortando
así el paso terrestre de Alemania, Austria-Hungría o Rusia hacia la
India, la clave de bóveda de todo el Imperio Británico.
Con tal propósito Inglaterra premeditó, provocó y precipitó la I
Guerra Mundial para aplastar a Alemania.
En 1904, la Gran Bretaña hizo aperturas diplomáticas a Francia,
en busca de una “alianza defensiva conjunta” contra Alemania. Los
franceses, humillados por el recuerdo de la severa derrota en 1870,
aceptaron inmediatamente la propuesta. El recuerdo de Sedán no
fue el único motivo, ni siquiera el principal. Más importantes fueron
el temor francés ante la fenomenal expansión militar e industrial
de Alemania, y la dependencia política de París con respecto a
Londres, después del bofetón diplomático de Fashoda. Francia no
estaba en posición de rehusar la oferta.

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Inglaterra propuso luego a la Rusia Zarista una alianza similar,
también “defensiva” y también contra Alemania. A cambio de la
participación rusa en la Entente, Gran Bretaña se comprometía a
hacer posible la realización del viejo sueño moscovita del control
de los Dardanelos, como paso a los “puertos de aguas calientes”.
Rusia sería recompensada con los despojos del Imperio Otomano,
el aliado de Alemania.
La activa y admirable diplomacia inglesa logró enrolar aún
nuevos miembros en la Entente, como Italia —apartándola de
la alianza alemana—, el Japón, Portugal, Serbia y Montenegro.
Habiendo completado el cerco estratégico de Alemania, los diplo-
máticos británicos esparcidos por todo el mundo, hicieron cuanto
estuvo en su mano para provocar a Alemania con objeto de que ésta
cometiera un “acto de agresión” calificado. La oportunidad codiciada
por Inglaterra se produjo en Julio de 1914, con motivo del asesinato
del Príncipe heredero de la Corona Austríaca, Francisco Fernando.
Ninguna persona en su sano juicio, puede aceptar que ese asesinato
fue la “razón” o la “causa” de la I Guerra Mundial. Ello fue sólo la
excusa para la puesta en marcha del plan británico para aplastar a
Alemania. No importa establecer si fue Alemania, o si fue la Rusia
Zarista quien movilizó primero a sus tropas, o si fue un ejército o
el otro quien primero se internó, en unos centenares de metros, en
territorio enemigo. La confusión, intencionadamente creada, por
el retraso en las comunicaciones, hizo la guerra inevitable.
No obstante, en el transcurso de los dos primeros años, la suerte
de las armas fue totalmente adversa a Inglaterra y sus Aliados. Pero
la entrada en guerra de los Estados Unidos como nuevo y decisivo
aliado de Inglaterra transformó las victorias alemanas de 1914 hasta
1917 en la ignominiosa derrota de 1918. Es innegable que el Acuerdo
de Londres, del que saldría la posterior Declaración Balfour para la
creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina fue el causante
de la entrada de los Estados Unidos en la contienda y la posterior
derrota de Alemania.
Los alemanes han estado siempre convencidos de que si
los sionistas no hubieran propuesto los Acuerdos de Londres al

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Gabinete de Guerra Británico, el Gobierno Inglés hubiera aceptado
la propuesta alemana de paz y la guerra hubiera terminado en 1916
y no en 1918.
Siempre existieron relaciones sumamente cordiales entre Ale-
mania y la Organización Sionista Mundial, cuya sede central, hasta
el año 1915, se hallaba en Berlín. Durante siglos Alemania había sido
el refugio de los judíos procedentes de Rusia y Polonia, de donde
huían por la frecuencia de los “pogroms” que allí sufrían. El Edicto
de Emancipación, dictado en 1812, dio a los judíos la igualdad de
los derechos civiles con los alemanes, en la mayor parte de los
territorios de la actual Alemania. Ningún otro país, ni siquiera la
Francia Republicana, había concedido aún la total igualdad a los
judíos. El Edicto de Emancipación atrajo a los judíos a Alemania
con preferencia a otros países.
El Kaiser apeló en numerosas ocasiones, entre 1895 y 1915,
al Sultán, en favor de los sionistas. Guillermo II deseaba que el
Imperio Otomano garantizara una concesión territorial a los
sionistas para la creación de un “Estado Judío” en Palestina; incluso
se desplazó personalmente a visitar al Sultán con este propósito.
Los esfuerzos del Kaiser en pro de la causa sionista continuaron
hasta 1916, cuando se produjo el Acuerdo de Londres, calificado por
un judío norteamericano, Benjamín Freedman, de “puñalada por la
espalda”(1). La mala disposición del Sultán hacia el proyecto, el hecho
de que Alemania ofreciera a Inglaterra una “paz tablas”, sin cambios
territoriales y con retomo a las fronteras de 1914; la situación en
que se encontraba Inglaterra, que la obligaría a aceptar cualquier
condición a cambio de la ansiada participación norteamericana en
la contienda, movieron a los prohombres del Sionismo a proponer
su ayuda a la Gran Bretaña.
Numerosos escritores norteamericanos(2) han narrado detalla-
damente las medidas tomadas por el movimiento sionista para

(1) Benjamín H. Freedman: “Common Sense”, Unión, N,J, 15-$-1976.


(2) Elizabeth Dillings: “Plot against Christianity”; William Guy Carr “Paws in the Game”;
Olivia Marie O'Grady: “Beast of the Apocalypse”; Michael F. Connors: “The Development
of Germanophobia”, etc...)

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hacer entrar en la guerra a los Estados Unidos. Curioso es el cambio,
que, en unos meses, se hace dar al Presidente Woodrow Wilson, un
auténtico “détraqué” sujeto a deficiencias psico-sexuales. Cuando, al
principio de 1916, el Sionismo todavía espera que el Kaiser obtendrá
para los judíos el territorio de Palestina y Wilson hace tentativas
para obtener la paz (una “pax germanica”) y Londres y París ni
siquiera se dignan responder a sus propuestas, Wilson exclamará
que “ingleses y franceses hacen gala de una exasperante mala fé”(1).
Por otra parte, la Gran Prensa americana cambió bruscamente
de orientación a partir del Acuerdo de Londres; la propaganda
aliadófila alcanzó grados de delirante apología y las provocaciones
antialemanas se multiplicaron al mismo tiempo que se organizaba
la masiva ayuda norteamericana a Inglaterra. Finalmente, en Abril
de 1917, y tomando como pretexto el hundimiento del transatlántico
“Lusitania”, que iba armado y cargado de municiones con destino
a Inglaterra, el Gobierno de los Estados Unidos declaró la guerra
a Alemania. En realidad, no era más que un burdo pretexto pues,
al fin y al cabo, el Lusitania fue hundido en febrero de 1915 y los
Estados Unidos declararon la guerra en Abril de 1917, veintiséis
meses más tarde.(2)
El pueblo alemán no tuvo conocimiento de esa traición de
quien se suponía un viejo y fiel aliado hasta el año 1919, en plena
Conferencia de Paz de Versalles —el tratado que los alemanes
de todos los matices políticos calificaron “Diktat”— cuando 117
dirigentes sionistas, casi todos ellos nacidos en Alemania u oriun-
dos de la misma, le reclamaron a Inglaterra el pago de su “libra de
carne”, es decir, la entrega de Palestina.

* * *

Hemos considerado necesario extendernos tal vez excesivamen-


te en los antecedentes históricos que marcan la ruptura de la
vieja alianza, al menos en términos de Política entre Alemania

(1) Georges Bonnet: “Miracle de la France”.


(2) O. Garrison Willards: “The true story of the Lusitania”.

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y el Movimiento Sionista, y transforman la amistad tradicional
en profunda aversión. Dicha aversión iría en aumento a medida
que se hacían patentes las duras cláusulas de paz impuestas
a Alemania: pérdida de todas sus colonias; incautación de su
Marina; amputaciones territoriales en la metrópoli y una tre-
menda contribución de guerra.
Es evidente que no se podía hacer cargar a los judíos alemanes
con las culpas del Movimiento Sionista, a pesar de la represen-
tatividad que éste quisiera irrogarse. Pero también es evidente y
comprensible que, en la post-guerra, y en la crisis que siguió, se
desarrollara en Alemania una corriente anti-judía. Los pueblos se
mueven por sentimientos, por corrientes de simpatías y antipatías,
y no por silogismos más o menos bien construidos.
Además, ciertos prohombres sionistas, en vez de guardar
prudente silencio consideraron necesario estallar una absurda
arrogancia. Así, por ejemplo, cuando Lord Melchett (a) Alfred
Mond (a) Moritz, judío oriundo de Alemania y presidente del trust
“Imperial Chemical Industries” declaró ante el Congreso Sionista,
reunido en New York:
“Si yo os hubiese dicho en 1913 que discutiéramos sobre la
reconstrucción de un Hogar Nacional Judío en Palestina, me hu-
bieseis tomado por un ocioso soñador; si os hubiese asegurado
entonces que el archiduque austríaco sería asesinado y que, de
todo lo que se derivaría de tal crimen surgiría la posibilidad, la
oportunidad y la ocasión de crear un Hogar Nacional Judío en
Palestina me hubierais tomado por loco. ¿Se os ha ocurrido alguna
vez pensar cuán extraordinario es que de toda aquella confusión y
de toda aquella sangre haya nacido nuestra oportunidad? ¿Creéis
de veras que sólo es una casualidad todo esto que nos ha llevado
otra vez a Israel?”.(1)
O la frase lapidaria del israelita francés, oriundo de Alemania,
Simon Klotz, cuando se discutía la cuantía de la contribución de

(1) Jewish Chronicle, “diario judío” (9-11-28).

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