Tom Wolfe El Nuevo Periodismo ePubLibre - 1973
Tom Wolfe El Nuevo Periodismo ePubLibre - 1973
Tom Wolfe El Nuevo Periodismo ePubLibre - 1973
El Nuevo Periodismo
ePub r1.1
Titivillus 15.10.2020
Título original: The New Journalism
Tom Wolfe, 1973
Traducción: José Luis Guarner
Cubierta
El Nuevo Periodismo
Sobre el autor
Notas
Primera parte:
Tom Wolfe
El Nuevo Periodismo
1. EL JUEGO DEL REPORTAJE
Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan
acercado al periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo»
periodismo, un periodismo «mejor», o una variedad ligeramente
evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir
para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mundo literario… a
provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los
géneros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera
orientación nueva en medio siglo… Sin embargo, esto es lo qué ocurrió.
Bellow, Barth, Updike —incluso el mejor del lote, Philip Roth— están
ahora repasando las historias de la literatura y sudan tinta, preguntándose
dónde han ido a parar. Malditos sean todos, Saul, han llegado los
Bárbaros…
Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y mucho menos en
cuestiones literarias, cuando conseguí mi primer empleo en un periódico.
Me impulsaba un ansia desatada y artificial hacia algo completamente
distinto. Chicago, 1928, y todo lo que eso significaba… Reporteros
borrachos huidos de los pupitres del News meando en el río al amanecer…
Noches enteras en el bar escuchando cómo cantaba «Back of the Yards» un
barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos
de leche en vez de ojos… Noches enteras en la oficina de los detectives…
Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística. Los
reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película entera, sin que le
faltase una escena…
Yo era consciente de que aquello había reducido mi ánimo a esta
estúpida condición de Príncipe Estudiante. Daba lo mismo, yo no podía
evitarlo. Acababa de cursar cinco años de estudios superiores, una
aclaración que tal vez nada signifique para quien nunca se haya sometido a
tan bárbaro tratamiento; lo explica todo, sin embargo. No estoy seguro de
que pueda darles a ustedes la más remota idea de lo que son los estudios
superiores. Millones de norteamericanos cursan ahora estudios superiores,
pero al pronunciar la frase —«estudios superiores»— ¿cuál es la imagen
que se forma en nuestro cerebro? Ninguna, ni siquiera borrosa. La mitad de
los compañeros de estudios superiores que he conocido iban a escribir una
novela sobre el tema. Yo mismo tuve tal intención. Nadie ha escrito ese
libro, que yo sepa. Todos olían bastante bien la atmósfera. ¡Qué mórbida!
¡Qué ponzoñosa! ¡Sin equivalente en el mundo! Pero el tema acabó siempre
por derrotarles. Desafía la estilización literaria. Una novela semejante sería
un estudio de la frustración, pero una clase de frustración tan exquisita, tan
inefable, que nadie sería capaz de describirla. Intenten imaginar la peor
escena de la peor película de Antonioni que hayan visto, o leer El planeta
de Mr. Sammler[1] de un tirón, o simplemente intenten leerlo, o imagínense
que están encerrados en un vagón de ferrocarril de la Seaboard, a dieciséis
millas de Gainesville, Florida, en dirección norte hacia la línea Miami-
Nueva York, sin agua y con el radiador que se pone al rojo, enloquecido por
el amok, y mientras George McGovern, sentado junto a ustedes, explica su
filosofía de gobierno. Eso les dará una idea general de la atmósfera.
En cualquier caso, al conseguir mi doctorado en literatura
norteamericana en 1957, yo me hallaba en las garras crispadas de una
enfermedad de nuestro tiempo cuyos pacientes experimentan un arrollador
deseo de incorporarse al «mundo real». Así empecé a trabajar en los
periódicos. En 1962, después de unas tazas de café aquí y allá, llegué al
New York Herald Tribune… ¡Ese debía ser el lugar!… Contemplaba la
oficina del Herald Tribune, a cien polvorientas yardas al sur de Times
Square, con una especie de atónito embeleso bohemio… O eso es el mundo
real, Tom, o no hay mundo real… El lugar parecía el cepillo de limosnas de
la iglesia de la Buena Voluntad… un confuso montón de desperdicios…
Escombros y fatiga por doquier… Si el redactor-jefe de noticias locales, por
ejemplo, disponía de una silla giratoria, la articulación estaba rota, de tal
modo que al levantarse, se desplomaba cada vez como si hubiera recibido
un golpe lateral. Todos los intestinos del edificio aparecían a la vista en
anillos y líneas diverticulares: conductos eléctricos, tuberías de agua, tubos
de calefacción, conductos de ventilación, mangueras contra incendios, todo
ello bamboleándose y chirriando por entre el techo, las paredes y las
columnas. Todo ese desbarajuste, había sido pintado, de pies a cabeza, con
algún légamo industrial, gris plomo, verde metro, o ese increíble rojo
mortecino, esa mezcla siniestra de pigmento y suciedad, con que se pintan
suelos en los trabajos de ornamentación. En el techo había abrasadores
tubos fluorescentes, que hacían la atmósfera azul como el radio y quemaban
las zonas sin cabello en la cabeza de los correctores, quienes nunca se
movían. Era una gran fábrica de pasteles… El Sueño del Propietario… No
había paredes interiores. La jerarquía social no aparecía delimitada por
zonas de oficina. El redactor ejecutivo trabajaba en un espacio tan
miserable y astroso como el del último reportero. La mayoría de los
periódicos era así. Tal disposición se instituyó décadas atrás por razones
prácticas. Pero se ha perpetuado a causa de un hecho curioso. En los
periódicos, muy pocos empleados editoriales al final de la escala —esto es,
los reporteros— abrigaban en absoluto ambiciones de ascenso, de
convertirse en redactores locales, redactores ejecutivos, redactores en jefe, o
cualquier otra cosa del resto. Los directores no temían amenazas de abajo.
No necesitaban paredes. Los reporteros no exigían demasiado…
¡únicamente convertirse en estrellas! ¡Y de tan inmediato fulgor!
Esa era una de las cosas que nunca se han contado en los libros sobre
periodismo o en esas fraternales, descomedidas, resbaladizas, bañadas-en-
alcohol recopilaciones de recuerdos sobre los días del periodismo y los
hijos del siglo… esto es, las fantásticas sinuosidades de la competencia por
situarse en el periodismo… Por ejemplo, en la mesa detrás de la mía en la
oficina del Herald Tribune se sentaba Charles Portis. Portis era el prototipo
del impertinente lacónico. En una ocasión, le llamaron para que tomase
parte en un programa de televisión al estilo de Meet the Press con Malcolm
X, y Malcolm X cometió el error de largarles a los reporteros una pequeña
conferencia sobre el tema de que no quería que nadie le llamase
«Malcolm», porque no era el camarero de un vagón-restaurante: ocurría que
su nombre era «Malcolm X». Hacia el final del programa Malcolm X estaba
furioso. Se subía por las dichosas paredes insonorizadas. El prototipo del
impertinente lacónico, Portis, le había estado llamando invariable y
continuamente «Mr. X»… «Ahora, Mr. X, permítame preguntarle…». El
caso es que Portis tenía la mesa detrás de la mía. Más abajo, confinado en
otro extremo de la sala en algo así como una celda de castigo, estaba Jimmy
Breslin. Encima, a un lado, se sentaba Dick Schaap. Todos nos hallábamos
empeñados en una forma de competición periodística de la que nadie, que
yo sepa, ha hablado jamás en público. Y sin embargo, Schaap había dejado
de ser redactor-jefe local del New York Herald Tribune, que era uno de los
puestos legendarios en periodismo —en otras palabras, había descendido en
su categoría profesional—, con el exclusivo fin de entrar en este juego
secreto.
Todo el mundo conoce esa peculiar forma de competencia entre los
reporteros, el llamado pisotón. Los especialistas del pisotón luchan con sus
colegas de otros periódicos, o servicios informativos, para ver quién
consigue una noticia primero y la redacta más deprisa; cuanto «mayor» sea
la noticia —id est, más relación tenga con temas de poder o de catástrofe—,
mejor. En suma, les atañe lo que constituye la materia principal de un
periódico. Pero había también esa otra categoría de periodistas… Tendían a
ser lo que se llama «especialistas en reportajes». Lo que les confería un
rasgo común es que todos ellos consideraban el periódico como un motel
donde se pasa la noche en su ruta hacia el triunfo final. El objetivo era
conseguir empleo en un periódico, permanecer íntegro, pagar el alquiler,
conocer «el mundo», acumular «experiencia», tal vez pulir algo del
amaneramiento de tu estilo… luego, en un momento, dejar el empleo sin
vacilar, decir adiós al periodismo, mudarse a una cabaña en cualquier parte,
trabajar día y noche durante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo
final. El triunfo final se solía llamar La Novela.
Eso sería Algún Día, ¿comprenden?… Mientras tanto, esos seres ideales
continuaban allí batiéndose, en cualquier lugar de los Estados Unidos donde
hubiera un periódico, luchando por una diminuta corona que el resto de los
mortales ni siquiera conocía: el Mejor Especialista en Reportajes de la
Ciudad. El «reportaje» era el término periodístico que denominaba un
artículo que cayese fuera de la categoría de noticia propiamente dicha. Lo
incluía todo, desde los llamados «brillantes», breves y regocijantes sueltos,
cuya fuente era con frecuencia la policía —por ejemplo, ese provinciano
que tomó una habitación en un hotel de San Francisco la noche pasada,
resuelto a suicidarse, y se tiró por la ventana de un quinto piso… para
romperse la cadera tres metros más abajo. Lo que no sabía es… ¡que el
hotel se hallaba emplazado sobre una colina en declive!— hasta «anécdotas
de interés humano», relaciones largas y con frecuencia repugnantemente
sentimentales de almas hasta entonces desconocidas acosadas por la
tragedia o de aficiones fuera de lo común dentro de la esfera de circulación
del periódico… En cualquier caso, los temas de reportaje proporcionaban
un cierto margen para escribir.
Al contrario de los periodistas de pisotón, quienes trabajaban en el
reportaje no reconocían abiertamente que existiese competencia entre ellos,
ni a sus propios colegas. Ni existía tampoco marcador de ninguna clase.
Aun así, cada uno de los que tomaban parte en el juego sabía con exactitud
cuanto pasaba y dejaba de pasar a través de los más mortificantes asedios de
la envidia, incluso el resentimiento, o bien a través de oleadas de euforia,
según evolucionase el curso del juego. Nadie admitiría jamás tal cosa, y sin
embargo todos experimentaban las consecuencias, casi a diario. El ruedo en
que lidiaban los expertos del reportaje difería del de los periodistas de
escuela también en otro sentido. La competencia no consistía
necesariamente en que trabajaras para otra publicación. Podría resultar
igualmente probable tener que competir con gente de tu propio periódico, lo
que hacía aún menos probable que sintieras deseos de hablar sobre el
asunto.
Así que allí me encontraba frente a la mitad de la competencia de Nueva
York, justo en la misma oficina que yo, porque el Herald Tribune era como
la plaza de toros principal de Tijuana para los especialistas del reportaje…
Portis, Breslin, Schaap… Schaap y Breslin tenían su columna, lo que les
permitía mayor libertad, pero yo imaginé que podía vencerles a los dos.
Había que ser valiente. Encima, en el Times, estaban Gay Talese y Robert
Lipsyte. En el Daily News estaba Michael Mok. (Había otros competidores
también en todos los demás periódicos, incluyendo el Herald Tribune.
Menciono únicamente a los que recuerdo con mayor claridad). Mok y yo
habíamos sido rivales antes, cuando yo trabajaba en el Washington Post y él
en el Washington Star. Mok era un duro competidor, porque, por cualquier
cosa, no vacilaba en arriesgar su pellejo con el mismo valor insensato que
más tarde mostró en sus reportajes sobre el Vietnam y la guerra árabe-
israelí para Life. Mok era capaz… de cosas fantásticas. Por ejemplo, el
News mandó a Mok y a un fotógrafo para hacer un reportaje sobre un
hombre gordo que intentaba perder peso encerrándose en una barca de vela
anclada en Long Island Sound («Soy uno de esos tíos que pasan delante de
una charcutería, respiran hondo y engordan inmediatamente cuatro kilos»).
La lancha que alquilaron se jorobó a un kilómetro y medio de la balandra
del gordo, solo cuatro o cinco minutos antes de la hora del cierre de la
redacción. Era marzo, pero Mok se tiró al agua y empezó a nadar. El agua
estaba a poco más de un grado sobre cero. Estuvo nadando hasta que se
quedó medio muerto, y el gordo tuvo que pescarlo con un remo. Así
consigue Mok el reportaje. Él marca la hora de cierre. El News publicó
fotos de Mok nadando para hacer llegar esta saga de la dieta del gordinflón
a dos millones de lectores. Por el contrario, de haberse ahogado, de
convertirse en pasto de los peces en el hepatítico estercolero del Sound,
nadie habría solicitado una medalla para él. Los directores guardan sus
lágrimas para los corresponsales de guerra. En cuanto a los que escriben
reportajes… cuanto menos se hable, mejor. (Precisamente el otro día vi
cómo uno de los grandes sursuncordas del New York Times reaccionaba con
sorpresa ante el elogio superlativo a uno de los redactores más populares de
su periódico, Israel Shenker, en estos términos: «Pero ¡si escribe
reportajes!»). No, si Mok llega a incrustarse en el banco de ostras aquella
tarde, no hubiera conseguido siquiera la más modesta recompensa del
periodismo, que consiste en medio minuto de silencio en la cena del Club
de Prensa Extranjera. Y sin embargo, ¡se arrojó al Long Island Sound en
marzo! ¡Tal era la furiosa competencia en nuestro extraño y diminuto cubil!
Al mismo tiempo todos quienes tomaban parte en el juego pasaban por
momentos terriblemente amargos, durante los cuales se les encogía el
corazón y se decían: «No haces más que engañarte a ti mismo, chico. Esta
no es más que otra de tus tortuosas excusas para postergar la decisión de
poner toda la carne en el asador… irte a la cabaña… y escribir tu novela».
¡Tu Novela! A estas alturas —en parte por causa del propio Nuevo
Periodismo— resulta difícil explicar lo que significaba para el Sueño
Americano la idea de escribir una novela en los años cuarenta, los
cincuenta, hasta principios de los sesenta. La Novela no era una simple
forma literaria. Era un fenómeno psicológico. Era una fiebre cerebral.
Figuraba en el glosario de Introducción General al Psicoanálisis, por algún
sitio entre Narcisismo y Obsesiones Neuróticas. En 1969 Seymour Krim
escribió para Playboy una extraña confesión que empezaba así: «La novela
realista norteamericana de mitad a final de los años treinta literalmente me
creó, conformó, talló y me proporcionó un mundo con un objetivo. Desde
los catorce a los diecisiete años me atiborré de obras de Thomas Wolfe
(empezando con Of Time and the River, entusiasmándome con Angel y
manteniendo el ritmo hasta el pasmoso final de Big Tom), Ernest
Hemingway, William Faulkner, James T. Farrell, John Steinbeck, John
O’Hara, James Cain, Richard Wright, John Dos Passos, Erskine Caldwell,
Jerome Weidman y William Saroyan, y los latidos de mi corazón me
hicieron comprender que quería ser novelista». El artículo se convertía en
una confesión, porque Krim empezaba por admitir que la idea de ser
novelista había sido la irresistible pasión de su vida, su llamada espiritual,
en fin, el motor que había mantenido el tictac de su ego a través de las
desdichadas humillaciones sufridas por su flamante condición de hombre,
para luego enfrentarse con el hecho de que ahora, ya cuarentón, aún no
había escrito una novela y era más que probable que jamás la escribiría.
Personalmente me fascinó el artículo, pero no comprendía por qué Playboy
lo había publicado, a menos que se tratara de los 10 cc mensuales de
penicilina literaria de la revista… para mantener a raya a gonococos y
espiroquetas… No podía imaginar que nadie que no fuese escritor se
sintiera interesado por el Complejo de Krim. Ahí, sin embargo, es donde me
equivocaba.
Después de pensarlo más despacio, comprendí que la palabra escritor
implica solo una parte de los norteamericanos que han experimentado la
peculiar obsesión de Krim. Estoy ansioso por apostar a que, no hace tanto
tiempo, la mitad de las personas que iban a trabajar en editoriales, lo hacían
en la creencia de que su destino real era el de ser novelistas. Entre la gente
que forma lo que llaman el sector creativo de la publicidad, aquellos que
realmente conciben los anuncios, el porcentaje ha debido de llegar al 90 por
ciento. En 1950, en The Exurbanites, el fallecido A. P. Spectorsky pintaba
al espléndidamente remunerado genio publicitario de Madison Avenue
como individuo que no empezaba un libro sin examinar el texto de las
solapas y la foto del autor en la contraportada… y si ese cabrito de ego
inflamado con camisa desabrochada y cabellos ondeando al viento era más
joven que él, no soportaba la idea de abrir el maldito libro. Tal era el influjo
de la abominable Novela. Lo mismo entre los que trabajaban en televisión,
relaciones públicas, cine, en las facultades de literatura de universidades y
escuelas superiores, entre empleados, administrativos, hijos solteros que
viven con Mamá… todo un enjambre de fantaseadores que se cocían y
proliferaban en los acolchados egos de América…
La Novela parecía el último de uno de aquellos fenomenales golpes de
suerte, como encontrar oro o extraer petróleo, gracias a los cuales un
norteamericano, de la noche a la mañana, en un abrir y cerrar de ojos, podía
transformar completamente su destino. Había muchos ejemplos con que
alimentar a la fantasía. En los años treinta todos los novelistas parecían
saltar a los resplandores de la fama desde la más absoluta oscuridad. Eso
parecía acreditar la autenticidad del ejemplar. Las notas biográficas en las
solapas de las novelas eran tremendas. El autor, podías tener la completa
seguridad, había trabajado antes como albañil (Steinbeck), despachante de
transportes (Cain), botones (Wright), repartidor de la Western Union
(Saroyan), lavaplatos de un restaurante griego en Nueva York (Faulkner),
chófer de camión, leñador, cosechador de fresas, mecánico, piloto
agrícola… Era interminable… Algunos novelistas podían exhibir ristras
enteras de credenciales por el estilo… De esta manera podías cerciorarte de
que el género era auténtico…
Hacia los años cincuenta La Novela se había convertido en un torneo de
amplitud nacional. Existía la mágica suposición de que el fin de la Segunda
Guerra Mundial en 1945 significaba el amanecer de una nueva edad de oro
en la Novela Norteamericana, comparable a la era Hemingway-Dos Passos-
Fitzgerald que siguió a la Primera Guerra Mundial. Existía incluso una
especie de Club Olímpico donde los nuevos niños prodigio se encontraban
cara a cara todos los domingos por la tarde en Nueva York, por ejemplo, la
White Horse Tavern en Hudson Street… ¡Ah! ¡Ahí está Jones! ¡Ahí está
Mailer! ¡Ahí está Styron! ¡Ahí está Baldwin! ¡Ahí está Willingham! ¡En
carne y hueso… precisamente aquí en esta sala! El escenario estaba
estrictamente reservado a los novelistas, gente que escribía novelas, y gente
que rendía pleitesía a La Novela. No había sitio para el periodista, a menos
que asumiese el papel de aspirante-a-escritor o de simple cortesano de los
grandes. No existía el periodista literario que trabajase para revistas
populares o diarios. Si un periodista aspiraba al rango literario… mejor que
tuviese el sentido común y el valor de abandonar la prensa popular e
intentar subir a primera división.
En lo que concierne a la división pequeña de especialistas del reportaje,
dos de los contendientes, Portis y Breslin, lograron convertir en realidad la
fantasía. Los dos escribieron sus novelas. Portis lo consiguió de un modo
muy parecido a como ocurre en el sueño, fue increíble. Un día abandonó de
repente su corresponsalía en Londres del Herald Tribune. Algo que se
consideraba como un empleo de excepción en el negocio periodístico.
Portis se fue un día de improviso; así, tranquilamente, sin avisar. Regresó a
los Estados Unidos y se mudó a una cabaña de pescadores en Arkansas. En
seis meses escribió una hermosa y pequeña novela titulada Norwood, Luego
escribió True Grit, que fue un bestseller. Las críticas fueron fenomenales…
Vendió los derechos cinematográficos de ambos libros[2]… Ganó una
fortuna… ¡Una cabaña de pescadores! ¡En Arkansas! Era demasiado
puñeteramente perfecto para ser verdad, y aun así lo era. Lo que equivale a
decir que el viejo sueño, La Novela, jamás había muerto.
El caso es que al comenzar los años sesenta un nuevo y curioso
concepto, lo bastante vivo como para inflamar los egos, había empezado a
invadir los diminutos confines de la esfera profesional del reportaje. Este
descubrimiento, modesto al principio, humilde, de hecho respetuoso,
podríamos decir, consistiría en hacer posible un periodismo que… se leyera
igual que una novela. Igual que una novela, a ver si ustedes me entienden.
Era la más sincera fórmula de homenaje a La Novela y a esos gigantes, los
novelistas, desde luego. Ni siquiera los periodistas que se aventuraron
primero en esta dirección dudaban por un momento que el escritor era el
artista soberano en literatura, ahora y siempre. Todo cuanto pedían era el
privilegio de revestir su mismo ropaje ceremonial… hasta el día en que se
armaran de valor, se mudaran a la cabaña y lo intentaran de veras… Eran
soñadores, es cierto, pero no soñaron jamás una cosa. No soñaron jamás la
ironía que se aproximaba. Ni por un momento adivinaron que la tarea que
llevarían a cabo en los próximos diez años, como periodistas, iba a
destronar a la novela como máximo exponente literario.
2. IGUAL QUE UNA NOVELA
Pero eso son cuestiones sobre las que volveremos más tarde. No recuerdo
que nadie hablase de ellas por aquel entonces. Yo no, desde luego. En la
primavera de 1963 hice mi presentación personal en este nuevo ruedo,
aunque sin proponérmelo. He descrito ya (en la introducción de El
Embellecido Cochecito Aerodinámico Fluorescente) las extrañas
circunstancias en las que escribí mi primer artículo para una revista —«ahí
viene (¡Vruum! ¡Vruum!) ese Embellecido Cochecito Aerodinámico
(¡Rahghhh!). Fluorescente (¡Thphhhhhh!). Doblando la Curva
(Brummmmmmmmmmmmmmmmm)…»— en forma de lo que creía un
simple memorándum al director gerente de Esquire. Este artículo no era por
ningún concepto un relato corto, pese al empleo de escenas y de diálogo. Yo
no pretendía tal cosa en absoluto. Es difícil de explicar cómo era. Era una
subasta de cosas usadas, aquel artículo… bosquejos, retales de erudición,
fragmentos de notas, breves ráfagas de sociología, apostrofes, epítetos,
lamentos, cháchara, todo lo que me venía a la cabeza, cosido en su mayor
parte de forma tosca y torpe. En eso residía su virtud. Me descubrió la
posibilidad de que había algo «nuevo» en periodismo. Lo que me interesó
no fue solo el descubrimiento de que era posible escribir artículos muy
fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente propias de la novela y
el cuento. Era eso… y más. Era el descubrimiento de que en un artículo, en
periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, desde los
tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear
muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un espacio
relativamente breve… para provocar al lector de forma a la vez intelectual y
emotiva. No estoy echándole gladiolos a ese más bien pintoresco primer
trabajo mío, entiéndanme. Hablo únicamente de lo que me sugirió.
Pronto tuve oportunidad de explorar cada una de las posibilidades que
se me ocurrían. El Herald Tribune me asignó servicios simultáneos, como si
fuera un defensa escoba. Dos días por semana trabajada oficialmente en la
redacción local como reportero a cargo de asuntos generales, como de
costumbre. Los otros tres días me dedicaba oficialmente a preparar un
artículo semanal de 1500 palabras para el nuevo suplemento dominical del
Herald Tribune, que se llamaba New York. Al mismo tiempo, a partir del
éxito de «Ahí Viene (¡Vruum! ¡Vruum!). Ese Embellecido Cochecito
Aerodinámico (¡Rahghh!). Fluorescente (¡Thphhhhh!). Doblando la Curva
(¡Brummmmmmmmmmmmmmrnmm!)…», fabricaba también artículos
para Esquire. Esta distribución laboral era lo bastante insensata para
empezar. Recuerdo haber hecho una escapada en avión a Las Vegas en mis
dos días de trabajo oficial en el Herald Tribune para escribir un artículo
encargado por Esquire —«¡¡¡¡Las Vegas!!!!»—, sentarme luego dándome
vueltas la cabeza en el borde de una cama de raso blanco en una suite Hog-
Stomping Baroque en un hotel del Strip —en el decorado que llaman Hog-
Stomping Baroque hay candelabros de cristal de 400 libras en los cuartos de
baño— y coger el teléfono para dictar al equipo taquigráfico de la redacción
local del Tribune el último tercio de un artículo sobre las carreras de
demolición de coches en Long Island para New York —«Sana diversión en
Riverhead»—, esperando terminar a tiempo para mi cita con un psiquiatra
vestido con traje de seda negra de moaré con botones de metal y cuello
vuelto sobre los hombros, sin solapas, uno de los dos únicos psiquiatras de
Las Vegas County por aquel entonces, que me acompañaría a visitar a las
víctimas del Strip en el pabellón estatal de enfermos mentales que se
hallaba más allá de Charleston Boulevard. Lo más insensato del asunto es
que el artículo sobre las carreras de demolición de coches fue el último que
escribí que se acercara más o menos a las 1500 palabras. En lo sucesivo
empezaron a aumentar hasta 3000, 4000, 5000, 5000 palabras. Igual que
Pascal, lo lamentaba, pero no tenía tiempo de escribirlos más cortos. En los
nueve meses que quedaban de 1963 y la primera mitad de 1964 escribí tres
largos artículos más para Esquire y veinte para New York. Todo eso sin
contar lo que estaba escribiendo como reportero para la redacción local del
Herald Tribune dos días por semana. La idea de un día libre perdió toda
significación. Recuerdo que me puse furioso el lunes 25 de noviembre de
1963, porque necesitaba desesperadamente ponerme en contacto con ciertas
personas para terminar algún que otro artículo y todas las oficinas de Nueva
York parecían estar cerradas, una tras otra. Era el día del funeral del
Presidente Kennedy. Recuerdo que me puse a mirar la televisión…
malhumorado, pero no por nobles motivos.
Puesto a experimentar en este terreno, las condiciones por las que
trabajaba entonces no podían ser más ideales. Escribía principalmente para
New York, que, como ya he dicho, era un suplemento dominical. En aquella
época, 1963, los suplementos dominicales estaban cerca de ser la forma más
humilde de publicación periódica. Su jerarquía andaba muy por debajo del
periódico diario normal, y solo ligeramente por encima de la prensa
sensacionalista, de papeles como el National Enquirer en su época
«Abandoné a Mis Niños en la Puerta del Orfanato». Como resultado, los
suplementos dominicales no tenían tradiciones, ni pretensiones, ni
esperanzas de sobrevivir, ni siquiera reglas de cómo había que expresarse.
Eran como un caramelo para el intelecto, eso es todo. Los lectores no se
sentían culpables si los ponían a un lado, los tiraban o no los miraban
siquiera. No experimenté nunca la menor vacilación ante cualquier artificio
que razonablemente atrajese la atención del lector unos cuantos segundos
más. Traté de gritarle justo al oído: ¡Quieto ahí!… En los suplementos
dominicales no había sitio para las almas apocadas. Así fue como empecé a
jugar con el artificio del punto-de-vista.
Por ejemplo, una vez escribí un artículo sobre las chicas detenidas en la
Prevención de Mujeres de Greenwich Village[5], en el cruce de la Avenida
Greenwich y la Avenida de las Américas, un cruce que se conocía como el
Paraíso de las Chaladas. Las chicas solían gritarles a los chicos de la calle, a
todos los simpáticos, libres, pusilánimes y satisfechos viandantes del
Village que veían andar por allá abajo. Le gritaban a cada varón el primer
nombre que se les ocurría —«¡Bob!». «¡Bill!». «¡Joe!». «¡Jack!».
«¡Jimmy!». «¡Willie!». «¡Benny!»— hasta que acertaban con el correcto, y
algún pobre bobo se detenía para mirar hacia arriba y contestarles. Ellas le
sugerían entonces un montón de singulares imposibilidades anatómicas para
que el chico se distrajese probándolas consigo mismo y se echaban a reír
como locas. Yo estaba allí una noche, cuando pescaron a un chico de unos
veintiún años llamado Harry. Así que empecé el artículo con las chicas
gritándole:
«—¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-
ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ryyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!».
Miré lo que había escrito. Me gustó. Decidí que me divertiría gritarle yo
mismo a aquel cabrito. Así que empecé a increparle, yo también, en la frase
siguiente:
«Oh, querido y amable Harry, con tu peinado de gánster de película
francesa, con tu camiseta de cuello alto de la Ski Shop y encima tu camisa
de algodón azul del economato del Ejército y la Armada, con tus pantalones
de pana de Bloomsbury que viste anunciados en la edición aérea del
Manchester Guardian y que te mandaron por encargo, y con tu agazapada y
plana libido intelectual errante por Greenwich Village… ¿te ha invocado a
ti realmente esa sirena?».
Entonces hice que las chicas le gritasen otra vez:
«¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-airyyyyyyyyyy!».
Entonces volvía a empezar de nuevo, y así sucesivamente. No había
nada sutil en semejante procedimiento, que podría denominarse el Narrador
Insolente. Todo lo contrario. Por eso precisamente me gustó. Me gustó la
idea de arrancar un artículo haciendo que el lector, a través del narrador,
hablase con los personajes, se insolentase con ellos, les insultase, les
hostigase con ironía o superioridad, o lo que fuera. ¿Por qué pretender que
el lector se quede tumbado y deje que los personajes vayan llegando de uno
en uno, como si su mente fuera una barra giratoria de entrada al metro?
Pero yo era democrático acerca de eso, de veras que lo era. A veces me
metía yo en el artículo y jugaba conmigo mismo. Podía convertirme en «el
hombre del Borsalino marrón», un enorme y algo policial sombrero italiano
que usaba entonces, o «el hombre de la corbata Big Lunch». Escribía sobre
mí en tercera persona, por lo general como si fuera un espectador perplejo o
alguien que pasa por la calle, lo que era con frecuencia el caso. Una vez
incluso comencé un artículo[6] sobre un vicio al que yo también me sentía
inclinado, los trajes hechos a medida, como si el narrador insolente fuese
otra persona… que me trataba a mí con impertinencia: «Ojales de verdad.
¡Eso es! Un hombre se puede desabrochar la manga en la muñeca con el
pulgar y el índice, porque esa clase de trajes llevan ojales de verdad ahí.
Tom, chico, es terrible. En cuanto lo descubres, ya no te puedes pasar sin
eso. ¡De ninguna manera!»… así por el estilo cualquier cosa con tal de
evitar mi entrada en materia como el narrador periodístico habitual, con un
susurro en la voz, como el locutor de radio en un partido de tenis.
La voz del narrador, de hecho, era uno de los grandes problemas en la
literatura de no-ficción. La mayoría de los escritores de no-ficción sin
saberlo, lo hacían en una tradición británica vieja de un siglo, según la cual
se daba por entendido que el narrador debe asumir una voz tranquila,
cultivada y, de hecho, distinguida. La idea era que la voz del narrador debía
ser como las paredes blanquecinas o amarillentas que Syrie Maugham
popularizó en la decoración de interiores… un «fondo neutral» sobre el cual
pudieran destacar pequeños toques de color. La elipsis era la cuestión. No
pueden imaginar lo categórica que era la palabra «elipsis» entre los
periodistas y los literatos hace diez años. Algo hay que decir en favor del
concepto, naturalmente, pero el problema residía en que al principio de los
años sesenta la elipsis se había convertido en un auténtico tapiz mortuorio.
Los lectores se aburrían hasta las lágrimas sin comprender el porqué.
Cuando se topaban con ese tono beige pálido, esto empezaba a señalarles,
inconscientemente, que aparecía otra vez un pelmazo familiar, «el
periodista», una mente pedestre, un espíritu flemático, una personalidad
apagada, y no había forma de desembarazarse de esa rutina desvaída, como
no fuera abandonar la lectura. Eso no tenía nada que ver con la objetividad
y la subjetividad, o asumir una postura o un «compromiso»: era una
cuestión de personalidad, energía, empuje, brillantez… La voz del
periodista medio tenía que ser como la voz del locutor medio… un
ronroneo, un zumbido…
Para evitar esto yo no vacilaba en recurrir a cualquier Cosa. Escribí un
artículo[7] sobre Junior Johnson, un corredor automovilístico de Ingle
Hollow, Carolina del Norte, que había aprendido a conducir transportando
whisky de contrabando a Charlotte y otros puntos de distribución. «No
existe un trabajo más duro en el mundo que contrabandear whisky»,
explicaba Johnson. «No conozco ningún otro negocio que te obligue a
levantarte a cualquier hora de la noche y salir a andar por la nieve y todo
eso y trabajar. Es el modo más difícil del mundo de ganarse la vida, y no
creo que nadie lo haga sin que le hayan obligado». En este caso, mientras
Junior Johnson explicaba la industria del whisky americano de maíz, no
había problema, porque a) el diálogo tiende a ser de natural atractivo, o
fascinante, para el lector; y b) la jerga de Ingle Hollow que emplea resultaba
insólita. Pero luego tenía que hacerme cargo yo de la explicación, con el fin
de resumir en unos cuantos párrafos la información que había reunido en
varias entrevistas. Así que… decidí adoptar yo también el lenguaje de Ingle
Hollow, desde el momento en que le venía bien al tema. No hay ninguna ley
sobre que el narrador tenga que hablar en beige o en el dialecto de los malos
periodistas de Nueva York. Así que continué la explicación yo mismo,
como sigue:
«La mezcla que fermenta no le espera a uno. Empieza a soltar espuma
cuando está a punto y uno tiene que estar allí para quitársela, esté en los
bosques, en la maleza, en los zarzales, en el estercolero, en la nieve. Sería
una gran cosa que uno lo tuviera todo a mano dentro de un viejo y cómodo
cobertizo con techo de metal ondulado y ordenara esas piezas como a uno le
dé la gana y no tuviera que contrabandear todo ese cobre y todo ese azúcar
y todo lo demás y fuera calderero y plomero y tonelero y carpintero y
caballo de tiro y todo eso que Dios nunca ha visto, todo de una pieza.
Y vivir de una manera decente… Junior y sus hermanos, sobre las dos
de la madrugada, salen a hurtadillas hacia el escondrijo, el lugar donde se
ha ocultado el licor una vez hecho…».
Yo imitaba el acento de un contrabandista de whisky de Ingle Hollow,
con el fin de crear la ilusión de ver la acción a través de la mirada de
alguien que se halla realmente en el escenario y forma parte de él, más que
hablar como un narrador beige. Empecé a considerar este procedimiento
como la voz de proscenio, como si los personajes que se hallan en primer
término del protagonista estuvieran hablando.
Con las descripciones hacía la misma cosa. En vez de presentarme
como el locutor radiofónico que describe la gran parada, me deslizaba lo
más rápidamente en las cuencas del ojo, como si dijéramos, de los
personajes del artículo. Con frecuencia cambiaba el punto de vista en mitad
de un párrafo o incluso de una frase. Empecé un artículo sobre Baby Jane
Holzer, titulada «La Chica del Año», de la manera siguiente:
«Flequillos melenas bouffants peinados campana gorras Beatle caras
mantecosas pestañas postizas ojos pintados jerseys rellenos puntiagudos
sostenes franceses chaquetas de cuero con flecos pantalones tejanos
pantalones ceñidos tejanos ceñidos culos golosos botas altas con cremallera
botas cortas zapatillas Knight de bailarina, cientos de ellas, esas llamativas
pollitas, agitándose y gritando, corriendo de un lado para otro dentro del
teatro de la Academy of Music bajo aquella vasta y vieja y polvorienta
cúpula con querubines allá arriba —¿no son supermaravillosas?
—¿No son supermaravillosas? —exclama Baby Jane, y añade—: ¡Hola,
Isabel! ¡Isabel! ¿No quieres sentarte entre bastidores… con los Stones?
El espectáculo no ha comenzado aún. Los Rolling Stones no han salido
siquiera a escena, el local está repleto de una gran penumbra negruzca y
mugrienta, y de esas llamativas pollitas.
Las chicas se retuercen de esta manera y de aquella otra en el pasillo y a
través de ojos fuertemente pintados, balanceándose con sus pestañas
postizas Lengua de Tigre Lámeme y sus appliqués negros, balanceándose
como árboles de Navidad de escaparate, no dejan de mirarla a ella —Baby
Jane— sobre el pasillo».
El párrafo inicial es un torrente de ropa Groovy[8], que termina con la
frase «¿No son supermaravillosas?». Con esta frase el punto de vista pasa a
Baby Jane, y es a través de sus ojos que miramos a las chicas, «las
llamativas pollitas», que se agolpan en el teatro. La descripción continúa a
través de la mirada de Jane hasta la frase «no dejan de mirarla —a ella—
Baby Jane», a partir de la cual el punto de vista bascula a las chicas, y el
lector se encuentra de improviso mirando a Baby Jane a través de los ojos
de ellas: «¿Qué diablos es esto? Ella es vistosa hasta el más desaforado de
los extremos. Su cabello se yergue sobre su cabeza en una enorme corona
hirsuta, un bronceado intenso florece en una cara angosta con dos ojos
abiertos —¡swock!— como paraguas, con todo ese pelo que flota sobre una
casaca hecha de… ¡cebra! ¡Esas pobres franjas huérfanas! ¡Oh, maldita sea!
Ahí está con sus amigas, algo así como una especie de abeja reina para
todas las llamativas pollitas que hay por doquier».
De hecho, tres puntos de vista se emplean en este pasaje bastante breve,
el punto de vista del personaje principal (Baby Jane), el punto de vista de
las personas que la están mirando (las «llamativas pollitas»), y el mío
propio. Yo cambiaba continuamente de punto de vista en un sentido o en
otro, a menudo con brusquedad, en muchos de los artículos que escribí en
1963, 1964 y 1965. Con el tiempo un crítico me calificó de «camaleón» que
instantáneamente asumía la coloración de aquello sobre lo que estaba
escribiendo. Para él era un defecto. Yo lo tomé como un cumplido. Un
camaleón… ¡pero si se trataba de eso!
A veces utilicé el punto de vista en el sentido jamesiano con que lo
entienden los novelistas, para entrar en seguida en la mente de un personaje,
para vivir el mundo a través de su sistema nervioso central a lo largo de una
escena determinada. Al escribir sobre Phil Spector («El Primer Magnate
Adolescente»), comencé el artículo no solo dentro de su mente sino con un
virtual monólogo interior. Una de las revistas de información consideró
aparentemente mi artículo sobre Spector como una proeza inverosímil,
porque le entrevistaron y le preguntaron si no creía que este pasaje era una
simple ficción que se apropiaba su nombre. Spector respondió que, de
hecho, le parecía muy exacto. Esto no tenía nada de sorprendente, en cuanto
cada detalle de este pasaje estaba tomado de una larga entrevista con
Spector sobre cómo se había sentido exactamente en aquella ocasión:
«Todas esas gotas de lluvia deben de estar drogadas o algo. No bajan
resbalando por la ventanilla, van hacia atrás, hacia la cola, como carcamales
que caminasen sobre un colchón. El aeroplano se desliza sobre el cemento
hacia la pista, para despegar, y esa estúpida agua infartada resbala,
oblicuamente, de un lado a otro de la ventanilla. Phil Spector, 23 años, el
magnate del rock and roll, productor de Philles Records, el primer nabab
adolescente de Norteamérica, observa… esa patología acuosa… es
enfermiza, fatal. Aprieta el cinturón del asiento sobre sus entrañas… Un
zumbido brota del interior del avión, un chorro de aire sale disparado por el
orificio de ventilación sobre el asiento de alguien, algún bobo enciende un
cono de luz, hay un letrero que se alza junto a la pista, una absurda, crítica,
demente instrucción al piloto —Pista 4, ¿Están Las Fundas Superiores del
Cilindro BAJADAS?— y más allá una confusa hilera de luces de un color
azul sulfuroso, igual que las luces del techo de una fábrica de pasta
dentífrica de Nueva Jersey, solo que desparramadas sin parar en hileras azul
sulfuroso sobre el condado de Los Ángeles. Todo es… confuso. Gotas de
lluvia esquizoides. El aeroplano se parte en dos durante el despegue y todos
los pasajeros de la mitad delantera se abalanzan sobre Phil Spector en un
torrente de cuerpos entre una espesa y anaranjada… ¡napalm! No, ocurre en
lo alto; hay un gran desgarrón en el costado del aparato, sencillamente se
desgarra, ve rasgarse el techo, combarse en perversos goterones, como un
huevo enfermizo de Dalí, y Phil Spector sale volando por la hendidura,
sombrío, glacial. Y el aeroplano, es de caña…
—¡Señorita!
Una azafata se dirige hacia el fondo con el fin de abrocharse el cinturón
para despegar. El avión se mueve, los reactores truenan. Bajo una falda azul
Lifebuoy, sus piernas a prueba de incendios se oyen rítmicamente, saliendo
de unas incitantes-rosadas braguitas Fantasy…».
Tenía la sensación, con razón o sin ella, de hacer cosas que nadie nunca
había hecho antes en periodismo. Solía intentar imaginarme lo que
experimentaban los lectores al encontrarse con toda esa desenvoltura y
fragmentación en un suplemento dominical. Me gustaba esa idea. No me
sentía parte integrante de ningún medio periodístico o literario normal. Más
tarde leí la nostalgia del crítico inglés John Bailey de una época en la que
los escritores tenían el sentido de Pushkin de «mirar a todas las cosas de
nuevo», como si fuera por primera vez, sin la constante intimidación de ser
consciente de lo que otros escritores habían hecho ya. Esa era exactamente
la sensación que yo tenía a mediados de los años sesenta.
Estoy seguro de que otros que hacían experiencias en los artículos de
revista, empezaban a sentir lo mismo, como Talese. Estaban traspasando los
límites convencionales del periodismo, pero no simplemente en lo que se
refiere a técnica. La forma de recoger material que estaban desarrollando se
les aparecía también como mucho más ambiciosa. Era más intensa, más
detallada, y ciertamente consumía más tiempo del que los reporteros de
periódico o de revista, incluyendo los reporteros de investigación,
empleaban habitualmente. Fomentaron la costumbre de pasarse días enteros
con la gente sobre la que estaban escribiendo, semanas en algunos casos.
Tenían que reunir todo el material que un periodista persigue… y luego ir
más allá todavía. Parecía primordial estar allí cuando tenían lugar escenas
dramáticas, para captar el diálogo, los gestos, las expresiones faciales, los
detalles del ambiente. La idea consistía en ofrecer una descripción objetiva
completa, más algo que los lectores siempre tenían que buscar en las
novelas o los relatos breves: esto es, la vida subjetiva o emocional de los
personajes. Por eso es por lo que resultó tan irónico que la vieja guardia del
periodismo y la literatura empezase a tachar a este nuevo periodismo de
«impresionista». Las facetas más importantes que se experimentaban en lo
que a técnica se refiere, dependían de una profundidad de información que
jamás se había exigido en la labor periodística. Solo a través del trabajo de
preparación más minucioso era posible, fuera de la ficción, utilizar escenas
completas, diálogo prolongado, punto de vista y monólogo interior. Con el
tiempo, yo y otros fuimos acusados de «meternos en la mente de los
personajes»… ¡Pero si de eso se trataba! Para mí esto era un timbre más
que el reportero tenía que pulsar.
Esta por lo general no es más que una pregunta retórica que se contesta:
Claro que no. Nunca he visto a nadie que esperase una respuesta. De todas
formas, intentaré proporcionar una:
La pregunta se parece mucho a la pregunta que los eruditos se
plantearon una vez acerca de si se puede decir o no que la novela realista
tiene su origen en el siglo XVIII con Richardson y Fielding (o Defoe,
Richardson y Fielding). Existen varias demostraciones convincentes de su
deuda para con Cervantes, Rabelais, el roman francés, The Unfortunate
Traveller de Thomas Nashe, e incluso con una serie de novelistas poco
conocidos tales como Thomas Deloney, Francis Kirkman, Mary de la
Rivière Manley y Eliza Haywood. Aun así, en cuanto se lee a estos
prenovelistas, se puede apreciar que sencillamente no han hecho lo que
Richardson y Fielding hicieron. No han reflejado personajes, lenguaje,
ambiente y costumbre con un realismo detallado y «cotidiano».
Igualmente en el caso del Nuevo Periodismo. La persona que pregunta
si el Nuevo Periodismo es realmente nuevo suele dar nombres de escritores
que a su juicio ya lo hicieron todo años atrás, décadas atrás, incluso siglos
atrás. La debida inspección descubre que estos escritores acostumbran a
pertenecer a una de esas cuatro categorías: 1) no escribían no-ficción en
absoluto —como en el caso de Defoe; y de Addison y Steele en los «Sir
Roger de Coverley Papers»—; 2) eran ensayistas tradicionales, que apenas
recogían material «vivo» y empleaban pocas, si es que lo hacían, de las
técnicas del Nuevo Periodismo: tales como Murray Kempton, I. F. Stone y
Baldwin, en el caso frecuentemente citado de The Fire Next Time; 3)
autobiógrafos; 4) Caballeros Literatos con un Asiento en la Tribuna. Las
dos últimas categorías merecen alguna ampliación:
6. Trabajo de preparación
Ella está ahí, de pie, sin ayuda de filtros contra una habitación que se derrite
bajo el calor de sofás anaranjados, paredes color lavanda y sillas de estrella
de cine a rayas crema y menta, perdida en medio de este hotel de cupidos y
cúpulas, con tantos dorados como un pastel de cumpleaños, que se llama
Regency. No hay guión, ni un Minnelli que ajuste los objetivos del
Cinemascope. La lluvia helada golpea las ventanas y acribilla Park Avenue
mientras Ava Gardner anda majestuosamente en su rosada jaula leche-malta
cual elegante leopardo. Lleva un suéter azul de cachemir de cuello alto,
arremangado hasta sus codos de Ava, y una minifalda de tartán y enormes
gafas de montura negra y está gloriosa, divinamente descalza.
Abriéndose paso a codazos entre un tumulto de cazadores de autógrafos
y ávidos de emociones arracimados en el vestíbulo, durante el trayecto en el
ascensor de incrustaciones doradas, el agente de prensa de la Twentieth
Century-Fox no ha parado de repetirme entre murmullos: —Ella no ve a
nadie, ¿sabe? y —Es usted muy afortunado, es el único por quien ha
preguntado—. Recordando, quizás, la última vez que vino a Nueva York
desde su escondite en España para el lanzamiento de La noche de la
iguana[22] y le trastornó tanto la prensa que se fue de la fiesta y terminó en
el Birdland. Y, nerviosamente, moviéndome bajo mi chaqueta de polo a lo
Brooks Brothers, recuerdo también a los fotógrafos, contra los que —según
se dice— ella arrojó copas de champán (¡corre incluso el rumor de que
precipitó a un periodista por la barandilla!), y —¿quién podría olvidarlo,
Charlie?— la marimorena que se armó al presentarse Joe Hyams con un
casete oculto en la manga.
Ahora, dentro de la jaula de leopardo, sin un látigo y temblando como
un pájaro nervioso, el agente de prensa dice algo en castellano a la criada
española. —Diablos, he pasado diez años allí y aún no soy capaz de hablar
ese dichoso idioma— gruñe Ava, despidiéndole con un movimiento de los
largos brazos de porcelana de Ava—. ¡Fuera! No necesito agentes de
prensa. Las cejas dibujan bajo las gafas dos deslumbrantes, acequinados
interrogantes—. ¿Puedo confiar en él? —pregunta, sonriendo
manifiestamente con esa irresistible sonrisa de Ava y señalándome. El
agente hace un gesto afirmativo con la cabeza mientras se dirige hacia la
puerta:
—¿Podemos hacer algo más por usted mientras permanece en la
ciudad?
—Solo sacarme de la ciudad, pequeño. Solo sacarme de aquí.
El agente se aleja silenciosamente, caminando por la alfombra como si
pisara rosas de cristal con zapatos de claque. La criada española (Ava
insiste en que es una perla, —Me sigue por doquier porque me adora—)
cierra la puerta y se larga hacia otra habitación.
—Bebes, ¿verdad, pequeño? El último maricón que vino a verme tenía
gota y no quiso probar trago. —Suelta un rugido de leopardo que suena
sospechosamente igual que Geraldine Page en el papel de Alexandra del
Lago[23] y mezcla bebidas de su bar portátil: scotch y soda para mí y para
ella una copa de champán llena de coñac y otra de Dom Pérignon, que bebe
sucesivamente, vuelve a llenar y sorbe despacio como jarabe a través de una
paja. Las piernas de Ava cuelgan blandamente de una silla color lavanda
mientras su cuello, pálido y largo como un vaso de leche, se alza sobre la
habitación como un terrateniente sudista inspeccionando una plantación de
algodón. A sus cuarenta y cuatro años, aún es una de las mujeres más
hermosas del mundo.
—No me mires. Estuve despierta hasta las cuatro de la madrugada en
ese maldito estreno de La Biblia. ¡Estrenos! ¡Mataré personalmente a ese
John Huston si vuelve a meterme en otro lío como ese! Debía de haber diez
mil personas agarrándome. La multitud me produce claustrofobia y no
podía respirar. Por Dios, empezaron apuntándome con una cámara de TV,
gritando «¡Di algo, Ava!». En el intermedio me perdí y después de apagarse
las luces no pude encontrar mi maldita butaca y no paré de decir a aquellas
chiquillas de rizados cabellos y linternas, «Voy con John Huston», y ellas
no pararon de responderme, «No conocemos a ningún Mr. Huston, ¿es de la
Fox?». Iba a tientas por los pasillos a oscuras y cuando finalmente encontré
mi butaca, estaba ocupada y hubo una gran escena para conseguir que ese
tipo me dejara sentar. Déjame decírtelo, pequeño, la Metro solía montar los
circos mucho mejor. Para colmo, perdí mi maldita mantilla en la limousine.
Diablos, no era un souvenir, esa mantilla. Nunca encontraré otra igual.
Entonces John Huston me lleva a esta fiesta donde teníamos que ir de un
lado para otro y sonreír a Artie Shaw, con quien estuve casada, pequeño,
por el amor de Dios, y su esposa, Evelyn Keyes, con quien John Huston
estuvo casado hace tiempo, por el amor de Dios. Y cuando todo ha
terminado, ¿qué es lo que has conseguido? El mayor dolor de cabeza de la
ciudad. A nadie le importa quién diablos estaba allí. ¿Piensas por un
momento que Ava Gardner expuesta en ese circo venderá la película? Por
Dios, ¿lo viste? Tomé parte en todo aquel infierno solo para que esta
mañana Bosley Crowther pudiera escribir que parecía como si posara para
un monumento. Todo el tiempo estuve pellizcando a Johnny en el brazo y
diciéndole, «Por Dios, ¿cómo puedes dejarme hacer esto?». De todas
formas, a nadie le importa lo que llevaba puesto o lo que dije. Todo lo que
querían saber es si estaba bebida y si me mantenía derecha. Este es el
último circo. ¡No soy una puta! ¡No soy temperamental! Estoy asustada,
pequeño. Asustada. ¿Es posible que puedas entender lo que es sentirse
asustada?
Se subió las mangas por encima de los codos y se sirvió otras dos copas.
De cerca, nada en su aspecto sugiere la vida que ha llevado: conferencias de
prensa con acompañamiento de luces opacas y orquesta; toreros publicando
en la prensa poemas sobre ella; fricciones de vaselina entre sus pechos para
realzar el escote; recorriendo incansablemente toda Europa como una mujer
sin patria, una Pandora con sus maletas llenas de coñac y bares Hershey
(«para rápida reposición de energías»). Ninguno de los asolados, ruinosos
rasgos color de uva sugieren los amoríos o las reyertas que atraen a la
policía en medio de la noche o los bailes en tablados de Madrid hasta el
amanecer.
Suena el timbre de la puerta y un chico de cara granujienta y peinado a
lo Beatle entrega una docena de perros calientes traídos de Coney Island en
limousine.
—Come —dice Ava, sentándose con las piernas cruzadas en el suelo,
mordiendo una cebolla cruda.
—¡Me estás mirando otra vez! —dice tímidamente, echándose cortos
mechones juveniles de pelo detrás de los lóbulos de sus orejas de Ava.
Señalo el hecho de que parece un estudiante de Vassar con su minifalda—.
¿Vassar? —pregunta con suspicacia—. ¿No son las que se meten en todos
los líos?
—Eso es Radcliffe.
Ruge. De nuevo Alexandra del Lago. —Me vi en La Biblia y salí esta
mañana y me hice cortar el pelo. Esta es la forma en que solía llevarlo en la
Metro. Quita años. ¿Qué es eso? Los ojos se encogen, partiendo a su
huésped por la mitad, perforando mi cuaderno de notas—. No me digas que
eres una de esas personas que siempre van por ahí garabateándolo todo en
pequeños pedazos de papel. Líbrate de eso. No tomes notas. Tampoco hagas
preguntas porque probablemente no contestaré ninguna. Deja que Mamá lo
diga todo. Mamá conoce mejor al tinglado. Tú quieres preguntar algo, yo
puedo responder. Pregunta.
Pregunto si odia todas sus películas tanto como La Biblia.
—Por Dios, ¿qué conseguí nunca hablando? Cada vez que intenté
interpretar, se echaron sobre mí. Es una completa vergüenza, he sido
estrella de cine durante veinticinco años y no he logrado nada, nada
tangible a cambio. Todo lo que he conseguido son tres asquerosos
exmaridos, lo cual me recuerda que tengo que llamar a Artie y preguntarle
cuándo es su cumpleaños. No puedo recordar los cumpleaños de mi propia
familia. La única razón de saber el mío es porque nací el mismo día que
Cristo. Bueno, casi. Nochebuena, 1922. Soy Capricornio, lo que significa
una vida de infierno, pequeño. De todas formas, necesito saber la fecha de
nacimiento de Artie porque estoy tratando de conseguir un pasaporte nuevo.
Vagabundeo por Europa, pero no voy a abandonar mi ciudadanía, pequeño,
por nadie. ¿Intentaste alguna vez vivir en Europa y renovar tu pasaporte? Te
tratan como si fueras una maldita comunista o algo así. Diablos, esa es la
razón por la que me largo del infierno de España, porque «le» odio y odio
también a los comunistas. Ahora quieren una lista de todos mis divorcios,
así que les dije diablos, llamad al New York Times: ¡saben de mí más que yo
misma!
—Pero todos esos años en la Metro, ¿no fueron nada divertidos?
—Por Dios, después de diecisiete años de esclavitud, ¿puedes hacerme
esta pregunta? Lo odié, cariño. Quiero decir que no soy precisamente
estúpida ni me falta sensibilidad, y ellos trataron de venderme como una
bestia premiada en una feria de ganado. También trataron de convertirme en
algo que no era y nunca hubiera podido ser. El estudio solía escribir en mis
biografías que yo era hija de un plantador de algodón en Grabtown. ¿Qué
tal te suena? Grabtown, Carolina del Norte. Y parece exactamente tal como
suena. Debí haberme quedado allí. Los que nunca se van de casa no tienen
dónde caerse muertos, pero son felices. Yo, mírame. ¿Qué me ha reportado?
—Apura otra ronda de coñac y se sirve una nueva—. Solo soy feliz cuando
no hago absolutamente nada. Cuando trabajo no paro de vomitar. No sé
nada sobre interpretación, así que tengo una regla: confiar en el director y
entregarme con el alma y la vida. Y nada más. (Otro rugido leopardino).
Tengo la mar de dinero, así que puedo permitirme gandulear mucho. No
confío en mucha gente, así que ahora solo trabajo con Huston. Solía confiar
en Joe Mankiewicz, pero un día en el plato de The Barefoot Contessa[24]
hizo lo imperdonable. Me insultó. Dijo «Eres la actriz más condenadamente
afectada», y desde entonces nunca me gustó. Lo que realmente quiero hacer
es volverme a casar. Adelante, ríete, todo el mundo se ríe, pero qué
maravilloso debe ser trajinar descalza y cocinar para un grandioso y maldito
hijo de puta que te quiera por el resto de tu vida. Nunca he tenido un buen
marido.
¿Y Mickey Rooney? (Un grito magnífico). —Andrés Harvey se
enamora[25].
¿Sinatra? —Sin comentarios— le dice a su copa.
Cuento lentamente hasta diez, mientras sorbe su bebida. Entonces, —¿Y
Mia Farrow?—. Los ojos de Ava se avivan hasta un suave verde césped. La
respuesta llega como si cantidad de gatos lamiesen muchos platillos de
crema—. ¡Ah! Siempre supe que Frank acabaría en la cama con un chico.
Como un tocadiscos automático que deja caer un nuevo LP, cambia de
tema:
—Solo quiero hacer aquellas cosas que no me hacen sufrir. Mis amigos
son más importantes para mí que cualquier otra cosa. Conozco a toda clase
de personas —holgazanes, gorrones, intelectuales, unos cuantos estafadores
—. Mañana iré a ver a un estudiante de Princeton y asistiremos a un match
deportivo. Escritores. Me gustan los escritores. Henry Miller me envía
libros para que me cultive. Diablos, ¿leíste Plexus? Fui incapaz de
terminarlo. No soy una intelectual, aunque cuando estaba casada con Artie
Shaw hice muchos cursos en la Universidad de Los Ángeles y saqué las
notas más altas en psicología y literatura. Tengo cabeza, pero nunca tuve la
oportunidad de usarla haciendo todos esos malditos papeles repugnantes de
todas esas malditas películas repugnantes que la Metro produjo. Sin
embargo, soy muy sensible. Dios, me apena mucho pensar que malgasté
estos veinticinco años. Mi hermana Dee Dee no consigue entender que
después de todos estos años no pueda soportar estar delante de una cámara.
Pero yo nunca aporté nada a este negocio y no tengo ningún respeto por la
interpretación. Quizá si hubiera aprendido algo sería distinto. Pero nunca
hice nada de lo que pueda estar orgullosa. Aparte de todas esas películas,
¿qué más puedo decir que he hecho?
—Mogambo[26], The Hucksters[27]…
—Diablos, pequeño, si después de veinticinco años en este negocio todo
lo que has conseguido hacer es Mogambo y The Hucksters, mejor que
abandones. Cítame una actriz que haya sobrevivido a toda esa porquería de
MGM. Quizá Lana Turner. Seguramente Liz Taylor. Pero todas ellas odian
la interpretación tanto como yo. Excepto Elizabeth. Solía venir a verme al
plato y me decía: «si solamente pudiera aprender a ser buena actriz», y
pardiez que lo consiguió. No he visto Virginia Woolf[28] —diablos, nunca
voy al cine—, pero me han dicho que Liz está bien. Nunca me preocupé
mucho de mí misma. No tuve el carácter emocional para interpretar y de
todos modos odio a los exhibicionistas. ¿Y quién diablos estaba allí para
ayudarme y enseñarme, que interpretar era algo más? En realidad lo intenté
en Show Boat[29], pero eso fue una porquería MGM. Típico de lo que me
hicieron allí. Quería cantar aquellas canciones —diablos, aún conservo un
acento sureño— y de veras creí que el personaje de Julie debía sonar a
negro, ya que se supone que tiene sangre negra. Por Dios, aquellas
canciones, como «Bill», no podían parecer ópera. Entonces, ¿qué dijeron?
«Ava, pequeña, no puedes cantar, te equivocarás de tono, en este film te
codeas con verdaderos profesionales, así que no hagas una locura».
¡Profesionales! ¿Howard Keel? ¿Y Kathryn Grayson, que tiene las tetas
más grandes de Hollywood? Quiero decir que Graysie me gusta, es
encantadora, ¡pero con ella ni siquiera necesitaban rodar en 3-D! Lena
Home me dijo que fuera a ver a Phil Moore, que era su pianista y había
formado a Dorothy Dandridge, y me dio lecciones. Hice una grabación
condenadamente buena de las canciones y dijeron: «Ava, ¿estás loca?».
Entonces llamaron a Eileen Wilson, esa chica que solía cantar muchas de
mis canciones en la pantalla, y ella grabó una banda sonora con la misma
orquestación, tomada de la mía. Sustituyeron mi voz por la suya, y ahora en
la película cuando mi deje sureño termina de hablar, su voz de soprano
empieza a cantar —diablos, qué lío—. Gastaron Dios sabe cuántos miles de
dólares y terminó en una porquería. Todavía gano derechos de autor de los
malditos discos que hice.
Suena el timbre de la puerta y aparece de un salto un hombre llamado
Larry. Larry tiene el pelo plateado, las cejas plateadas y sonríe mucho.
Trabaja para una tienda de cámaras de Nueva York.
—Larry estaba casado con mi hermana Bea. Si piensas que soy algo
debes ver a Bea. Cuando yo tenía dieciocho años, vine a Nueva York a
visitarles y Larry me hizo aquella foto con que empezó todo este fregado.
Es un hijoputa, pero me gusta.
—A va, te aseguro que me gustaste mucho anoche en La Biblia. Estabas
realmente formidable, querida.
—¡Asqueroso! —Ava se sirve otro coñac—. No quiero oír otra palabra
sobre esa maldita Biblia. No me creí nada y ni por un momento me creí ese
pequeño papel mío de Sara. ¿Cómo pudo nadie estar casado cientos de años
con Abraham, que fue uno de los mayores bastardos de toda la historia?
—Oh, querida, era una mujer maravillosa aquella Sara.
—¡Estaba cargada de puñetas!
—Oh, querida, no debes hablar así. Dios te oirá. ¿No crees en Dios? —
Larry se nos une en el suelo y mordisquea un perro caliente, manchándose
la corbata con mostaza.
—Diablos, no. —Los ojos de Ava brillan.
—Yo le rezo cada noche, querida. A veces incluso me contesta.
—A mí nunca me contestó, pequeño. Nunca estuvo cerca cuando le
necesité. No hizo nada, pero retorció toda mi vida desde el día que nací.
¡No me hables de Dios! ¡Lo sé todo de ese chico!
De nuevo el timbre de la puerta. Esta vez entra un tipo intrigante; lleva
una gabardina bien planchada, tiene siete kilos de pelo, y parece que haya
estado viviendo de verduras de plástico. Dice que es estudiante de Derecho
en la Universidad de Nueva York. También dice que tiene veintiséis años.
—¿Qué? —Ava se quita las gafas para verle mejor—. Tu padre me dijo que
tenías veintisiete. ¡Alguien miente! —Los estrechos ojos de Ava y las
palmas de sus manos están húmedos.
—Vamos a tomar un poco el aire, amigos. —Ava va de un salto a su
habitación y vuelve llevando una chaqueta verde guisante de la Marina, con
un pañuelo de Woolworth en la cabeza. De nuevo la estudiante de Vassar.
—Creía que ibas a cocinar esta noche, querida —dice Larry, poniéndose
una manga de su chaqueta.
—Quiero espaguetis. Vamos a la Supreme Macaroni Company. Allí me
dejan entrar por la puerta de atrás y nadie reconoce nunca a nadie.
Espaguetis, pequeño. Estoy muerta de hambre.
Ava cierra de un portazo, dejando todas las luces encendidas. —Paga la
Fox, pequeño. —Nos cogemos todos del brazo y seguimos al líder. Ava
salta delante nuestro, como Dorothy camino de Oz. ¡Leones y tigres y osos,
caramba! Moviéndose como un tigre a través de los salones del Regency,
derritiéndose en un color rosa cálido, como el interior de un útero.
—¿Aún está abajo el hormiguero? —preguntó—. Seguidme.
Conoce todas las salidas. Bajamos en el ascensor del servicio. Cerca de
veinte cazadores de autógrafos pueblan el vestíbulo. Celia, reina de los
sablistas de autógrafos, que solo en ocasiones especiales abandona su
puesto en la puerta de Sardi, ha desertado hoy. Ava está en la ciudad esta
semana. Celia está sentada tras una palmera plantada en un tiesto, lleva un
abrigo púrpura y una boina verde, los brazos repletos de postales dirigidas a
sí misma.
Hace fresco.
Ava se abriga, coloca las gafas aplastadas contra su nariz y tira de
nosotros a través del vestíbulo. Nadie la reconoce. —¡La hora de beber,
pequeño! —susurra, empujándome hacia una escalera lateral que desciende
al bar del Regency.
—¿Sabes quién fue eso? —pregunta una figura al estilo de Iris Adrián,
con una piel de zorro teñida de visón en su brazo, al dirigirse Ava hacia el
bar. Nos deshacemos de abrigos y paraguas y de repente oímos la voz de la
banda sonora, desafinando en mi bemol.
—¡Hijoputa! Podría comprarte y venderte. ¿Cómo te atreves a insultar a
mis amigos? ¡Traedme al director!
Larry está a su lado. Dos camareros sosiegan a Ava y nos conducen a
todos a un reservado situado en un rincón. Oculto. Más oscuro que el Polo
Lounge. Esconded a la estrella. Esto es Nueva York, no Beverly Hills.
—La culpa es de ese suéter de cuello alto que llevas —me susurra Larry
cuando el camarero me hace sentar de espaldas a la estancia.
—Aquí no me quieren, los hijos de perra. Nunca vengo a este hotel,
pero paga la Fox, luego ¿qué diablos? De otro modo no vendría. Ni siquiera
tienen un jukebox por el amor de Dios. —Ava luce una sonrisa en
Metrocolor y se hace servir un gran vaso de té con hielo lleno de tequila—.
Sin sal en los bordes. No hace falta.
—Siento lo del suéter —empiezo a decir.
—Eres guapo, ¡gr-r-r! —Se ríe con su risa de Ava, echando hacia atrás
la cabeza, y una pequeña vena azul se le dibuja en el cuello, cual delicado
trazo de lápiz.
Dos tequilas más tarde («dije sin sal») mueve la cabeza
majestuosamente, supervisando el bar como la Emperatriz viuda en la
Escena del Reconocimiento. A su alrededor la conversación zumba como
aleteo de colibrí, y ella no oye nada. Larry habla de cuando estuvo detenido
en Madrid y Ava tuvo que sacarle de la cárcel, el estudiante me habla sobre
la Facultad de Derecho de Nueva York y Ava le dice a él que no se cree que
tenga solo veintiséis años y pueda demostrarlo, y de repente este mira su
reloj y dice que Sandy Koufax está jugando en San Luis.
—¡Estás bromeando! —Los ojos de Ava se encienden cual cerezas en
un pastel—. ¡Vamos! ¡Maldición, vamos a San Luis!
—Ava, querida, mañana tengo que ir a trabajar. —Larry pega un largo
sorbo a su grasshopper.
—Cállate, chico. ¡Si pago para ir todos a San Luis, vamos a San Luis!
¿Podría traerme un teléfono a esta mesa? Que alguien llame al aeropuerto
Kennedy y averigüe a qué hora sale el próximo avión. ¡Me gusta Sandy
Koufax! ¡Me gustan los judíos! Dios, a veces pienso que yo misma soy
judía. Una judía española de Carolina del Norte: ¡Camarero!
El estudiante le convence de que para cuando llegáramos a San Louis ya
estarían a mitad del séptimo juego. La cara de Ava decae y vuelve a su
tequila puro.
—Míralos, Larry —dice—. Son como niños. Por favor, no vayáis a
Vietnam. —Su cara se vuelve cenicienta. Julie al abandonar el buque fluvial
con William Warfield, cantando «Ol’ Man River» entre la niebla del
malecón—. Tenemos que hacerlo…
—¿De qué estás hablando, querida? —Larry lanza una mirada al
estudiante de Derecho, que asegura a Ava no tener intención de ir a
Vietnam.
—… no pedimos este mundo, esos tipos nos obligan a hacerlo… —Una
diminuta gota de sudor brota de su frente y ella se levanta de la mesa
impetuosamente—. ¡Dios mío, me asfixio! ¡Salgamos a tomar un poco de
aire! Vuelca el vaso de tequila y tres camareros vuelan hacia nosotros como
murciélagos, naciendo gran ruido con pies y manos y resoplando.
¡Acción!
El estudiante neoyorquino de derecho, haciendo de Chance Wayne para
su Alexandra del Lago, se comporta como una adiestrada Nurse. Los
abrigos salen volando del guardarropa. Cuentas y monedas ruedan sobre el
mojado mantel. Ava está al otro lado del bar y pasada la puerta. En cola, los
demás clientes, que han estado buscando excusas al pasar por nuestra mesa
para ir al lavabo, de repente profieren a coro grandes trémolos de «Ava» y
nosotros salimos a la calle por la puerta lateral, bajo la lluvia.
Entonces todo termina tan rápidamente como empezó. Ava está en
medio de Park Avenue, el pañuelo cae alrededor de su cuello y su pelo flota
alborotadamente sobre sus ojos de Ava. Lady Brett[30] entre el tráfico, con
un autobús urbano a guisa de toro. Tres coches se paran en un semáforo
verde y todos los taxistas de Park Avenue se ponen a tocar el claxon. Los
cazadores de autógrafos salen con ímpetu por las lustrosas puertas del
Regency y empiezan a chillar. En el interior, aguardando aún
tranquilamente tras la palmera, está Celia, abstraída del ruido, mirando
hacia los ascensores, agarrando firmemente sus postales. Ninguna
necesidad de arriesgarse a perder a Ava por causa de una pequeña
conmoción en la calle. Probablemente Jack E. Leonard o Edie Adams. Los
pescaremos la semana que viene en Danny’s.
Fuera, Ava está dentro de un taxi, escoltada por el estudiante de derecho
y Larry, dando sonoros besos al nuevo compañero, que nunca llegará a ser
un compañero viejo. Ya están doblando la esquina de la calle Cincuenta y
siete, desvaneciéndose en esa clase de noche, ese color de zumo de tomate
en los faros delanteros, que solo existe en Nueva York cuando llueve.
—¿Quién era? —pregunta una mujer que pasea un perro de aguas.
—Jackie Kennedy —contesta un hombre desde la ventanilla de su
autobús.
TERRY SOUTHERN: de
A LA RICA MARIHUANA Y OTROS SABORES
* * *
El horario mimeografiado del Instituto, del que había recibido una copia,
indicaba para el día siguiente, así:
7: 30 Arriba y a ellos.
8-9 Desayuno — Cafetería de la Universidad.
9-9:30 Reunión, Entrenamiento, Revista — Arboleda.
9:30-10:45 Clase n.º 4.
10:45-11: 30 Relax — Tomar notas.
11:30-12:45 Clase n.º 5.
1-2:30 Almuerzo — Cafetería de la Universidad.
2:30-4 Clase n.º 6.
4-5:30 Natación.
6:30-7:30 Cena — Cafetería de la Universidad.
7:30 Baile — Campo de Tenis.
11 Inspección de las habitaciones.
11:30 Apagar las luces (SIN EXCEPCIONES).
El «Arriba y a ellos» parecía bastante enérgico, así como el «SIN
EXCEPCIONES» en pesadas mayúsculas, pero el resto no era muy
prometedor, de modo que tras una taza de café por la mañana, me dirigí a la
biblioteca, tan solo para ver si realmente tenían algún libro allí, quiero decir,
otros libros aparte de los de Derecho Constitucional. Los tenían, por
supuesto, y estaban en un edificio bastante moderno y confortable, también
con aire acondicionado, (como tenía, incidentalmente, mi habitación en la
Residencia de Graduados) y bien iluminado. Tras echar un vistazo, abrí
cuidadosamente un ejemplar nuevo de la primera edición de Light in August
y encontré garrapateado en la portada «amante de los negros». Decidí que
debía tener una racha de mala suerte, ya que pocos minutos más tarde, volví
a sufrir otro trauma menor en las escaleras de la biblioteca. Tuve uno de
estos toques de ironía que a veces ocurren en la vida real, pero que no
pueden utilizarse nunca en la ficción; había borrado de mi mente el
incidente de la portada y estaba sentado en las escaleras de la biblioteca,
fumando un cigarrillo, cuando un caballero muy amable de mediana edad se
detuvo al pasar para hacer una observación sobre el tiempo (102° F.) y para
inquirir de una manera oblicua y cortés sobre la naturaleza de mi visita. Era
un hombre inmaculado, de cara sonrosada, con quevedos sujetos con una
cadena de plata a su solapa, con las uñas pulidas hasta brillar, que llevaba
una elegante cartera de piel y un par de textos de literatura inglesa que
descansó momentáneamente en la balaustrada mientras continuaba
sonriéndome con lo que parecía una extraordinaria felicidad.
—Vaya, que digan que miento si no es un día muy caluroso —dijo,
agitando un resplandeciente pañuelo de lino blanco y tocándose
cuidadosamente la frente—… ¡e imagino que todos ustedes los del Norte —
añadió con un guiño— lo encontrarán más caluroso aún! Entonces empezó
a hablar bastante abruptamente de la «tolerancia natural» de la gente de
Mississippi, expresándose en alegres tonos objetivos de lo que estaba
convencido que era, incluso para él, una fuente inagotable de misterio y
delectación.
—No se meta en los asuntos de nadie sino en los suyos propios —dijo,
sonriendo y asistiendo con la cabeza; y se me ocurrió que del modo como
sonreía, podía ser una especie de extraña amenaza oscura; pero no, era
evidentemente en tono amistoso—. ¡Vive y deja vivir! ¡Así es como siente
la gente de Mississippi… así ha sido siempre! Porque, mire a William
Faulkner, con todas sus ideas y viviendo todo el tiempo precisamente aquí
en Oxford y sin que nadie lo molestase, simplemente dejándole ir por su
camino, porque ¡incluso le dejaron enseñar aquí en la Universidad un curso!
¡Es cierto! ¡Lo sé! ¡Vive y deja vivir, está claro! ¡Ya lo comprobará usted
ahora! —Y su rostro continuaba siendo una brillante máscara de jovialidad,
cuando levantó a medias su mano en señal de despedida y se alejó
apresuradamente, ¿quién era este extraño educador feliz? ¿Era él quien
había desfigurado la portada? Su concepto de la tolerancia y su general
hilaridad merecían una pausa. Me dirigí de vuelta a la arboleda, esperando
recuperar algo de equilibrio. Allí las cosas parecían seguir un proceso
bastante similar al de siempre.
—¿Crees que tu vestido te facilita el trabajo? —pregunté al primer
guisante de Georgia de diecisiete años que me crucé, que llevaba puesto
algo así como una bandera confederada del tamaño de un pañuelo.
—Claro que sí —asintió, con amigable énfasis, estirándose la blusa y
ajustándosela un poco más, y siguiendo hablando con esa extraña inflexión
creciente peculiar de las chicas del Sur, que hace que las partes de una
respuesta suenen como una pregunta—: Porque en casa, cerca de Macon…
¿Macon, Georgia? ¿En la escuela Robert E. Lee? ¡Tenemos estos equipos
con borlas! ¿Y una pequeña falda roja y oro?… esas, ya sabes, ¿especie de
acampanadas? Bueno, ahora son terriblemente bonitas, y desde luego son
cortas y todo eso, pero ¡te aseguro que estas borlas y esta falda me las he
encontrado sobre la marcha!
El resto del día lo pasé sin incidentes fatales, observando durante un
rato la plataforma de Pavoneo y retirándome luego a descansar hasta la hora
del baile, y quizás atrapar a Faub otra vez en la tele.
El baile tenía lugar en una pista de tenis enmaderada al aire libre, y era una
cuestión de ritmo. El estilo popular de baile en el Sur blanco está siempre
más avanzado que el del resto de la América blanca; y en cualquier
momento parece más próximo a lo que está ocurriendo al mismo tiempo en
Harlem, que es invariablemente el que va en cabeza de lo que luego será la
moda nacional. Me divertí con ello, de pie cerca de la línea de fondo de la
pista y (en vista de los sucesos del día) llegué hasta una interesante
generalización: quizás todas las virtudes, o, digamos, rasgos positivos, que
permanecen en el blanco sureño, folk song, habla poética, afecto ocasional
y la simplicidad de las relaciones humanas, parecían derivar con mayor
claridad de la cultura de color de aquí. Debido a mi tarea en la revista, no
podía revelar mis hallazgos por el sistema de altavoces del baile —y, de
hecho, creí mejor retenerlos completamente en mi mente y seguir con el
reportaje— y, con este fin, realicé unos pocos bailes y más preguntas a las
chicas. Su punto de vista sobre el mundo era bastante extraordinario. Para la
mayoría, Nueva York era como otro país, sospechoso, remoto y de poca
importancia en su amplio esquema de las cosas. Varias chicas hablaron
animadamente de querer «salir en la televisión», pero siempre aclaraban
que estaban hablando sobre programas producidos en Memphis. De hecho,
Memphis era definitivamente la Meca, norma y summum bonum. A medida
que transcurría la velada, cada vez encontré más difícil, a pesar de la
abundancia de monadas a mano, de soportar esta escala de valores, y
finalmente me decidí a cortar por lo sano. Hay que hacer constar también
que las chicas en el Dixie National están bajo una vigilancia
extremadamente cerrada tanto en la arboleda como fuera de ella. Al día
siguiente di una última vuelta, esta vez fijándome especialmente en los
métodos de instrucción de las técnicas avanzadas del giro: 1-2-3 gira el
dedo, gira la muñeca, gira la cintura, gira el cuello, etc. Una preciosa niña
de alrededor de doce años estaba lanzando un bastón a sesenta pies de
altura, un remolino de plata bajo el sol de Mississippi, y ella debajo dando
vueltas como una patinadora de hielo, y atrapándolo por detrás sin haberse
movido ni una sola pulgada. Dijo que lo había practicado una hora al día
durante seis años. Su esperanza era convertirse en «la mejor que hay en el
lanzamiento hacia arriba y vueltas» y ahora realizaba hasta siete vueltas
completas antes de efectuar la recogida. ¿Había un límite en la altura y el
número de vueltas que se podían realizar? No, ella creía que no.
Después del almuerzo hice el equipaje, me despedí del Dixie National y
aborde el autobús de Memphis. Mientras atravesábamos la plaza de Oxford
y pasábamos por delante del juzgado, vi que la fuente continuaba sombría, a
pesar de que ahora era un par de horas más tarde que la vez que pasé
anteriormente. Quizá esté siempre en la sombra, fría e invitadora, solo el
verla haría que una persona tuviese sed.
NORMAN MAILER: de
LOS EJÉRCITOS DE LA NOCHE
Richard Nixon grabó, en el Hotel Pierre, una serie de spots de uno a cinco
minutos de duración, el lunes por la mañana, 21 de octubre de 1968. Frank
Shakespeare no se sentía demasiado satisfecho de cómo se habían realizado
estos spots. «El candidato estaba enojado —afirmó—, enojado y fatigado».
Shakespeare consiguió que le reservaran, al fondo del escenario del
teatro de la calle Cuarenta y Cuatro, en el cual se representaba el show de
Merv Griffin, un espacio, para la mañana del viernes, 25 de octubre;
Richard Nixon se prestó, de buen grado, a grabar otra serie.
Se delegó a Mike Stanislavsky, uno de los directores de Teletape, el
estudio cinematográfico, para que diseñara el marco más idóneo para la
ocasión. Habilitó el de rigor: estanterías repletas de libros, recio escritorio
de color caoba… si bien introdujo una novedad. Una ventana. Su diseño
exigía una ventana entre dos librerías situada detrás de la mesa del
despacho. «Imparte agilidad —dijo—, no una agilidad física, sino más bien
psicológica».
Harry Treleaven acudió al teatro a las 10 horas y 10 minutos del viernes
por la mañana. El servicio secreto estaba ya presente. El día era gris y
desapacible, y no desentonaba de los que le precedieron. Treleaven se
dirigió a una mesa, colocada en el extremo del espacio reservado, sobre la
que se amontonaban tacitas de papel al lado de una cafetera. A las 10 h 40
el servicio secreto recibió una llamada: el candidato estaba en camino.
Richard Nixon entró en el estudio a las 10 h 50. Se dirigió,
inmediatamente, a un camerino contiguo conocido por Cuarto Verde, donde
aguardaba Ray Voege, el rubio y flemático maquillador, con los polvos y
los afeites.
A las once en punto reapareció Nixon del Cuarto Verde. Entre la puerta
del camerino y el piso del escenario había un desnivel de tres o cuatro
pulgadas. Nixon no lo advirtió y, al franquear la puerta, tropezó. Esbozó
una sonrisa, un acto reflejo, y Frank Shakespeare le condujo a escena.
Ocupó su puesto ante la recia mesa de color caoba. Le gustaba apoyarse
en la mesa, sentarse despreocupadamente al borde del escritorio, mientras
graba los spots, pues esta postura daba al ambiente, en su opinión, un tono
desprovisto de protocolo.
Se hallaban reunidas, formando un semicírculo alrededor de las
cámaras, por lo menos veinte personas, entre técnicos y asesores.
Richard Nixon reparó en el grupo y frunció el ceño.
—Cuando comencemos —dijo— procuren que todos aquellos que no
estén directamente relacionados con este trabajo se encuentren fuera del
campo de mi visión. De este modo no tendré que estar desviando la mirada.
—Comprendido, señor. Muy bien. Despejen el escenario. Todo aquel
que no tenga que hacer en este lugar, haga el favor de abandonar el
escenario. Salgan, por favor.
Había un individuo en un rincón disparando, incansablemente, su
cámara fotográfica. Su flash relampagueó varias veces consecutivas.
Richard Nixon miró en aquella dirección. El individuo en cuestión había
sido contratado por la plana mayor de Nixon para tomar fotos oficiosas
durante la campaña electoral, a efectos históricos.
—¿Sigue usted con las fotos? —inquirió Richard Nixon—, ¿se trata de
las que encargamos? Bien, suspéndalas por el momento —le conminó
acompañando las palabras con un ademán del brazo. Añadió—: Guárdelas.
Tenemos más que suficiente de estas malditas fotos.
Richard Nixon giró sobre sus talones para ponerse de cara a las
cámaras.
—Cuando me den ahora la señal de los quince segundos, me la dan
precisamente desde debajo de la misma cámara. De este modo no tengo que
estar moviendo constantemente los ojos.
—Comprendido, señor.
Entró entonces Len Garment con unas cuantas cifras anotadas referentes
a la creciente tasa de criminalidad registrada en la zona de Buffalo, que era,
precisamente, una zona en la que Nixon temía rezagarse. Se sospechaba, en
aquellas fechas, que el margen de ventaja de Humphrey en Buffalo podría
ser lo bastante amplio como para comprometer el triunfo de Nixon en el
Estado de Nueva York. Len Garment dijo que les gustaría grabar un
programa de un minuto dedicado a Buffalo, centrándose en el aumento de la
criminalidad. Mostró a Nixon sus apuntes repletos de estadísticas.
—¿Son las cifras, en esta zona, superiores a las demás? —preguntó
Nixon.
Len Garment respondió enfáticamente que, en efecto, lo eran. Nixon
examinó breves instantes los apuntes y los devolvió.
—Muy bien —dijo.
Terminado esto, estuvieron dispuestos para empezar. Richard Nixon se
sentó al borde de la mesa, con los brazos cruzados, los ojos fijos en el
objetivo de la cámara.
—Avisen cuando se dispongan a comenzar, con un segundo o dos de
anticipación —dijo—, de lo contrario me pillan ustedes en frío —hizo una
mueca— y salgo luego con semejante expresión.
—Sí, señor, comprendido. Estamos ya preparados.
—¿Van a empezar ahora?
—Sí, señor, inmediatamente. Sonido.
La luz roja de la cámara número uno comenzó a resplandecer; la cámara
emitió un rumor apagado, más bien un silbido, y el registro sonoro emitió
tres zumbidos indicando que estaba actuando.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña —dijo Richard
Nixon—, una cuestión que suscita grandes discrepancias entre los dos
candidatos es la de la ley y el orden en los Estados Unidos. El señor
Humphrey defiende la actuación de los cuatro años últimos. Defiende al
fiscal del Supremo y su política. Discrepo completamente en esta cuestión.
Digo que, cuando el crimen aumenta a un ritmo nueve veces superior al de
la población, cuando hemos tenido disturbios en trescientas ciudades que
nos han costado doscientos muertos y siete mil heridos, cuando el cuarenta
y tres por ciento del pueblo americano teme andar de noche por las calles de
sus ciudades, entonces es que ha llegado la hora de hacer limpieza, es que
ha llegado la hora de nombrar un nuevo fiscal del Tribunal Supremo, es que
ha llegado la hora de desencadenar la guerra a ultranza contra el crimen en
Estados Unidos. Yo me comprometo a desempeñar esta misión. Y me
comprometo, ante ustedes, a volver a tener, nuevamente, la libertad de
alejar el miedo de las ciudades y calles de toda América.
Se volvió, inmediatamente, hacia un técnico.
—Vamos a probar otra vez —dijo—. Esto peca de largo.
Frank Shakespeare murmuró algo desde el extremo del escenario.
—Bueno, este no sirve —dijo Richard Nixon—, pues he cambiado de
parecer. Tengo que abreviar un poco al comienzo.
Frank Shakespeare murmuró algo más. El registro sonoro zumbó tres
veces.
—Sí, ya lo sé, pensándolo mejor le daremos otro matiz al final —dijo
Richard Nixon.
Mike Stanislavsky salió por detrás de una cámara.
—Cuando levanta la cabeza y se dispone a comenzar, levántela a la
cámara por un instante…
—Comprendido —asintió Richard Nixon…
—… y entonces comience a hablar para que podamos…
—¿Todo marcha, Mike? —preguntó un ayudante.
Mike Stanislavsky se volvió.
—Procura que todo el mundo guarde silencio aquí, por favor. Se filtró
un pequeño ruido durante la última toma. Apártense, por favor. Vamos —
miró a Nixon—. Cuando usted guste —añadió.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña —comenzó
Richard Nixon— hay una cuestión en que la discrepancia entre los
candidatos es más clara que el agua. Y esta es la cuestión de la ley y el
orden en los Estados Unidos. El señor Humphrey defiende la actuación de
los cuatro años últimos, defiende al fiscal del Supremo y su política. —
Nixon sacudió enérgicamente la cabeza, para reafirmar su desaprobación—.
Estoy en completo desacuerdo con él —dijo—. Afirmo que, cuando el
crimen crece a un ritmo nueve veces superior al de la población, y cuando
el cuarenta y tres por ciento del pueblo americano no se recata de decir que
tiene miedo de andar por las calles de sus ciudades por la noche, es que ha
llegado la hora de hacer limpieza a fondo. Abogo por un nuevo fiscal del
Supremo. Y me comprometo… —se confundió ostensiblemente al llegar
aquí, como si compromisos y alegatos acabasen de colisionar,
violentamente, en su cerebro.
—¡Oh!, volvamos a empezar —dijo—. ¿Pueden seguir rodando, no?
Se oyeron los tres zumbidos de rigor en el registro sonoro.
—Silencio, por favor, vamos —dijo Mike Stanislavsky—. Cuando usted
diga.
Al Scott y Harry Treleaven vigilaban desde una sala de control situada,
justamente, debajo del escenario y separada de este por un tramo de
escaleras.
—Hubiese preferido que empleara el teletranspunte —dijo Treleaven.
—Me estuvo rondando la idea por la cabeza durante un año —dijo Scott
—. De todos modos el público cree que les…
Pero Nixon rechazó el teletranspunte desde el comienzo. Retenía todas
las cifras —el crimen aumenta a un ritmo nueve veces superior… 300
poblaciones… 200 muertos… 7000 heridos… el 43 por ciento del pueblo
americano tiene miedo a… Lo almacena todo en la cabeza, como la fecha
de la Batalla de Hastings.
Nixon recomenzó:
—Al entrar en los últimos días de la campaña electoral de mil
novecientos sesenta y ocho, surge una cuestión sobre la que hay una crítica
diferencia de opinión entre los dos candidatos y esta es la cuestión del orden
y la ley en los Estados Unidos. El señor Humphrey promete proseguir la
política del último…
Se paró de repente.
—Tampoco me gusta esto —dijo—. Vamos a… Pondremos otra cosa
aquí.
Otra vez los tres zumbidos del registro. Richard Nixon continuaba
sentado al borde de la mesa, mirando pensativamente al suelo. Apoyaba la
barbilla en el puño.
—Reflexiono sobre la forma exacta de este spot y en seguida estoy
preparado —hizo una pausa; luego hizo un gesto de asentimiento con la
cabeza.
—Muy bien —dijo.
—¿Preparados? —preguntó Mike Stanislavsky—. Perfectamente.
Apártense. En marcha nuevamente. Silencio, por favor.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña de mil
novecientos sesenta y ocho, surge una cuestión en la que hay una completa
discrepancia de criterio entre los dos candidatos. Esta es la cuestión de la
ley y el orden en los Estados Unidos. El señor Humphrey defiende la
actuación de los últimos cuatro años, defiende al fiscal del Supremo y su
política. Pero yo estoy en completo desacuerdo. Afirmo que, cuando la
criminalidad aumenta a un ritmo nueve veces superior al de la población, y
cuando el cuarenta y tres por ciento del pueblo americano teme andar por
las calles de sus ciudades durante la noche, es que ha llegado el momento
de una política nueva. Abogo por un nuevo fiscal del Supremo. Voy a
empeñarme en una guerra a ultranza contra el crimen organizado que
impera en este país. Os prometo que vamos a contar con fuerzas de
seguridad que restablecerán la libertad y que alejarán el terror de las calles
de las ciudades americanas, y en todo el ámbito de nuestro gran país.
Pararon las cámaras.
—Más breve queda todo mejor —dijo Richard Nixon.
—Completamente de acuerdo.
—Probaremos una vez más —dijo Nixon— únicamente para
facilitarles… —Hizo un ademán con la mano, dando a entender que
aguardaba a que continuasen las cámaras—. Cuando gusten, y cuando
terminemos con este les daré un spot sobre Buffalo.
De nuevo los tres zumbidos clásicos del registro sonoro. Frank
Shakespeare se adelantó ignorante de lo que ocurría.
—Sí, vamos a probar una vez más —le dijo Nixon.
—Cuando usted disponga, Mike —anunció un ayudante.
—De acuerdo, silencio, por favor. En marcha. Preparados, señor.
Cuando usted mande.
Nixon tenía atados, esta vez, todos los cabos; las parrafadas habían
quedado adecuadamente ordenadas en su mente. Aquello era ahora el
producto acabado. En esta definitiva versión el ritmo daría el contrapunto a
las estadísticas.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña electoral de mil
novecientos sesenta y ocho, surge una cuestión sobre la que reina una total
discrepancia de criterio entre los dos candidatos a la Presidencia. Y esta es
la cuestión del orden y la ley en los Estados Unidos. El señor Humphrey
defiende la actuación de los cuatro años últimos, justifica la gestión del
fiscal del Supremo y su política. Discrepo por completo —esta vez sacudió
la cabeza con más vigor aún—. Afirmo que, cuando la criminalidad crece a
un ritmo nueve veces más rápido que el de la población, cuando el cuarenta
y tres por ciento del pueblo americano indica, en una reciente encuesta, que
siente miedo de andar por las calles de sus ciudades durante la noche, es
señal de que nos hace falta una limpieza a fondo en Washington. Abogo por
un nuevo fiscal del Supremo. Me comprometo a emprender una guerra a
ultranza contra el crimen organizado. Os prometo que el primer derecho
civil de todo americano, el derecho a vivir libre de la violencia en su
territorio, será nuevamente respetado y protegido en nuestra gran nación.
Había terminado.
—Muy bien —dijo—. Con este hacen dos para que se vayan
entreteniendo. Ahora probaremos Buffalo.
Tres zumbidos.
—Este spot, ¿es también de un minuto? —inquirió Nixon.
—¿Listo, Mike? —preguntó un ayudante.
—Sí, señor, de un minuto. Silencio, silencio. Adelante, por favor.
Cuando usted diga, señor.
Richard Nixon clavó su mirada en la cámara con una expresión de
honda preocupación en su rostro. «¿Son las cifras, en esta zona, superiores a
las demás?» recordaba haber preguntado.
—Al leer unas recientes estadísticas del FBI me entero de que Buffalo y
el Condado de Erie pueden exhibir una aterradora alza de la tasa del crimen.
Juzgo que está en nuestras manos evitarlo. Pero no podremos hacer nada
para impedirlo si continúa el gobierno anterior. El señor Humphrey se
muestra partidario de una continuidad de este gobierno. Defiende al fiscal
del Supremo y su gestión. Yo, en cambio, me pronuncio por un fiscal
nuevo. Desataremos una guerra a ultranza contra el crimen organizado por
todo el ámbito de nuestra nación. Vamos a conseguir que en las ciudades de
nuestro país, y en las calles de nuestras ciudades cese de imperar el miedo.
Con vuestra ayuda, el primer derecho civil de todo americano, el sagrado
derecho a desterrar la violencia de nuestro territorio, volverá a ser un
derecho del que todos podremos disfrutar.
Estas palabras de «el primer derecho civil», no se le habían ocurrido
hasta la última versión del primer spot. Pero le gustaban hasta tal punto,
saboreaba tan exquisitamente la modulación con que las emitía, que por
nada del mundo iba a suprimirlas. Era, exactamente, como si un viejo y
querido amigo le hubiese hecho una visita por sorpresa aquella desapacible
mañana.
—Ensayemos una vez más —dijo Richard Nixon.
—Pero si está extraordinariamente bien —aseveró Frank Shakespeare.
Se escucharon los tres zumbidos del registro sonoro.
—Bueno, siempre nos quedará el recurso de utilizar este, pero
probaremos otra vez por si acaso —dijo Richard Nixon.
Shakespeare intervino.
—Si va a repetirlo y al llegar al final insiste en lo mismo, diga: «… será
un derecho del que disfrutaremos todos en Buffalo»; hay que velar por lo de
Buffalo…
Richard Nixon asintió.
—Ya, ya, estoy de acuerdo.
—Cuando usted mande, Mike —dijo el ayudante.
—¿Preparados todos? Por favor, silencio. Venga, otra vez —Mike
Stanislavsky miró a Nixon—. Preparados, cuando usted disponga.
—Al leer unas recientes estadísticas del FBI me entero de que el área
del Condado de Erie y Buffalo es una de las áreas que presenta un
terrorífico aumento de la criminalidad en el curso de los últimos años.
Sostengo que tenemos que acabar con esto. Y para acabarlo hará falta un
nuevo liderato en la cumbre de los Estados Unidos. Humphrey aboga para
que prosiga el anterior liderato. Defiende al fiscal del Supremo. Y defiende
la gestión de dicho fiscal. Disiento en absoluto. Afirmo que nos hace falta
un fiscal nuevo, que es absolutamente indispensable desencadenar una
guerra a ultranza contra el crimen organizado en Estados Unidos de
América. Y os prometo que con un nuevo gobierno tendremos otra vez
libertad para desterrar el miedo de América. Todo el pueblo americano
disfrutará, nuevamente, del amparo de este derecho civil primordial, que es
el derecho a alejar la violencia, de una vez para siempre, de nuestro
territorio.
Pararon las cámaras.
—Creo que ha quedado bien —dijo Nixon—. ¿Cuánto tiempo ha
durado este spot?
—Cuarenta y ocho segundos.
Pero, en el intervalo, se había producido un problema técnico. La sirena
de un vehículo de la Policía que porfiaba por abrirse paso en una calle
contigua, había sido captada por la cinta sonora.
—Cinéma vérité —comentó alguien.
No obstante Harry Treleaven lo consideró, sencillamente, como una
verdadera pifia. Se recibió aviso del cuarto de control, la grabación debía
repetirse.
—Pregunten la razón —dijo Richard Nixon.
—Díganle que tuvimos un problema técnico —replicó Garment.
Pero esto no bastaba como toda justificación.
—No deseamos repetirla a menos que sea absolutamente indispensable
—dijo Frank Shakespeare. Podía percatarse de que el talante de Nixon, que
cabía considerar excepcionalmente halagüeño hasta el momento, se estaba
ensombreciendo por instantes.
—Es absolutamente necesario —aseguró Garment desde el cuarto de
control.
—¿Por qué? —inquirió Shakespeare.
—Será mejor que vaya usted y se lo explique, Len —aconsejó Harry
Treleaven.
Len Garment subió los peldaños. Mientras estaba en camino, Nixon dijo
a Shakespeare:
—No se olvide preguntar el porqué, así sabré qué cambios hay que
hacer; si desea un tono distinto o lo que sea.
—No voy a preocuparme —dijo Shakespeare.
—No; lo repetimos y en paz —dijo Nixon.
Len Garment explicó lo de la sirena, aseguró a Richard Nixon que su
tono había sido magnífico, y se encaminó nuevamente al cuarto de control
mientras Nixon ocupaba otra vez su puesto en el borde del escritorio. El
registro sonoro zumbó tres veces.
—Muy bien, Mike, estamos preparados.
—De acuerdo, silencio, por favor, vamos otra vez. Cuando usted guste,
señor.
—Los últimos datos del FBI indican que el Condado de Erie y Buffalo
son una de las áreas en que se pone de manifiesto el mayor aumento de la
criminalidad… No, comencemos de nuevo. Sigamos sin más.
Tres zumbidos.
—Preparados —dijo el enlace.
—Preparados —corroboró Richard Nixon.
—Cuando usted guste —dijo Mike Stanislavsky.
—Leyendo… —comenzó Nixon. Cerró los ojos y frunció el ceño.
—No —dijo.
Tres zumbidos del registro sonoro.
—Muy bien —dijo Nixon—. Leyendo los últimos datos del FBI
averiguo que el más pasmoso aumento de la criminalidad… ¡Oh, no, no…!
Sacudió la cabeza negativamente. El registro sonoro zumbó tres veces.
Nixon miraba otra vez al suelo, concentrándose.
—Una vez más, y quedará redondo —dijo.
—Entendido. Silencio, por favor. Sonido. Cuando usted guste.
—Leyendo los recientes datos del FBI, uno de los más aterradores
aumentos de la criminalidad, en todo el país, se registró en el Condado de
Erie y Buffalo —Nixon estaba impaciente ahora y se lanzó a fondo, sin
importarle gran cosa la sintaxis—. Pienso que podemos hacer algo para
arreglarlo. Hubert Humphrey aboga por la continuación del liderato de los
últimos cuatro años. Defiende al fiscal del Supremo y la actuación del
Departamento de Justicia. Pero yo discrepo completamente. Afirmo que nos
hace falta un nuevo fiscal del Supremo. Que es indispensable desencadenar
una guerra a ultranza contra el crimen organizado en este país; necesitamos
garantizar el primer derecho civil de todos los americanos, que es el
derecho a estar protegidos de la violencia. Y les digo a todos mis amigos de
Buffalo, que pueden ayudar a afianzar este derecho, en beneficio de todos
sus vecinos, con sus votos del cinco de noviembre. Voten por un nuevo
Gobierno. Voten para arrojar de sus cargos a aquellos que no han sabido
defender este derecho, el derecho a eliminar, para siempre, la violencia de
nuestro territorio.
Terminó, satisfecho de poder desembarazarse definitivamente de las
estadísticas del FBI, del pueblo de Buffalo, del Condado de Erie y de su
terrorífico aumento de la criminalidad.
—Conforme —dijo—. No tiene tanta importancia como para repetirlo
tantas veces, pero ahora está bien. Ya está hecho y no se hable más. El
último era… —Pero sus ideas se desviaron repentinamente.
—Ahora haremos el del Sur.
—Dígame cuando esté preparado —dijo Mike Stanislavsky.
Tres zumbidos del registro sonoro.
—Este es otro de un minuto —dijo Nixon. Hurgaba en los bolsillos de
su chaqueta. Comenzó a inspeccionar la mesa sobre la que se hallaba
sentado.
—¿Los ha retirado usted, Dwight? —preguntó a su ayudante—. ¿Estos
apuntes que guardaba aquí?
Dwight Chapin dijo que no.
—Hace un instante estaban sobre esta mesa.
Hubo una pausa de sesenta segundos mientras se buscaban los apuntes y
se daba con su paradero. En seguida se oyeron los tres zumbidos.
—¿Preparados?
—Muy bien —dijo Richard Nixon—. Probablemente tendremos que
grabar más de una vez… a causa de la precisión… ya les consta a ustedes
que en esto soy meticuloso… Presten atención. ¿De acuerdo?
—Apártense, por favor. Silencio. Preparados para cuando usted guste,
señor.
—Hay no poca ambigüedad en el Sur en cuanto a lo que realmente nos
jugamos en esta elección de mil novecientos sesenta y ocho, y creo que ya
es hora de poner las cosas en claro. Si fuera a darse un voto franco y abierto
respecto a si el pueblo del Sur desea que continúen, durante cuatro años
más, los hombres que les gobernaron estos últimos años, a si quieren que
Hubert Humphrey se instale en la Casa Blanca, la votación sería de tres a
uno en contra suya. Solamente si la votación se divide es posible que
Hubert Humphrey sea elegido presidente de los Estados Unidos. Y es por
esto que os pido que no dividáis vuestro voto el cinco de noviembre.
Procúrense la nueva jefatura que América merece votando a nuestro equipo,
una jefatura que restablezca la ley y el orden, que imponga la paz fuera, y
que la mantenga, una jefatura que otorgue a América nuevamente el
progreso sin inflación y la prosperidad sin la guerra. Haced que vuestro
voto cuente.
Richard Nixon se volvió hacia Stanislavsky.
—¿Cuánto tardamos con este? ¿Cincuenta y dos segundos?
—Exactamente.
En el cuarto de control, Al Scott dio un suspiro de admiración.
—¿Qué le parece? —dijo—. Sabe exactamente hasta dónde puede
llegar. Sin reloj. ¡Qué sentido del tiempo!
—Bien, pueden probar este como uno más —decía Richard Nixon—. Y
llegada la ocasión, lo utilizan… Vamos ahora a barajarlo un poco.
Shakespeare se adelantó.
—Desde luego —dijo—, ¿lo ensayamos otra vez?
—Sí, voy a repetirlo.
Otra vez los tres zumbidos.
—Este es muy importante que salga bien —dijo Richard Nixon.
—Sí, señor.
—Y en caso de necesidad, ustedes mismos… Bueno, estoy preparado.
—Silencio, por favor —dijo Stanislavsky—. En marcha. Cuando usted
guste.
—Hubo no pocas ambigüedades acerca del papel del Sur en la campaña
de mil novecientos sesenta y ocho, y creo que ha llegado la hora de poner
las cosas en claro. Si fuera a darse una votación franca y abierta respecto a
si el pueblo del Sur desea que prosigan en el cargo aquellos que han
contribuido a formular la política de los últimos cuatro años, en otras
palabras, si abogan por Hubert Humphrey como presidente, el voto sería de
tres a una en contra suya. Solamente si este voto se divide, cabe una
posibilidad de que Hubert Humphrey cuente con una oportunidad de ser
elegido presidente de los Estados Unidos. Y yo les digo, no hagan su juego.
No dividan su voto. Voten por el equipo, el único equipo que puede
depararles la nueva jefatura que América necesita, el equipo Nixon-Agnew.
Y me comprometo ante ustedes a restablecer la ley y el orden en este país,
les prometo que impondremos la paz fuera y restableceremos el respeto que
se le debe a América en todo el mundo. Y proporcionaremos esta
prosperidad sin guerra, y el progreso sin la inflación, tal y como todos los
americanos anhelan.
—Esto está todavía mejor —dijo Frank Shakespeare—, muy bien
expuesto.
—Sí, que sirvan los dos —dijo Nixon—. Emplearemos ambos.
Se puso de pie.
—Voy a ponerme a un lado y alejarme de la luz durante un minuto antes
de la siguiente grabación.
Se dirigió a un extremo del escenario.
—Sudo lo indecible —dijo.
Cuando regresó, fue para anunciar que deseaba hacer un spot especial,
de un minuto, sobre la huelga de profesores de Nueva York.
Esto no había sido programado. Era una idea del propio Nixon, y a
Harry Treleaven y Len Garment, que se hallaban en el cuarto de control, les
pareció alarmantemente inoportuna. Nixon acababa de regresar la noche
anterior a la ciudad, tras su gira electoral. Hablar así, de pronto, sobre un
problema local —tan delicado como este, por añadidura— a solo dos
semanas de la jornada electoral parecía poco propicio para mejorar, o bien
la situación, o bien la imagen de un Nixon como jefe ejecutivo en el exilio,
desapasionado y dueño de sí mismo.
Ocupó, de nuevo, su puesto sobre la mesa.
—Voy a grabar otro de un minuto… esta vez para Nueva York.
—¿Lo graba ahora? —preguntó Frank Shakespeare.
—Sí, ahora mismo.
Shakespeare dijo algo más.
—Para Nueva York —reiteró Nixon.
Mike Stanislavsky anunció:
—Vamos a tener otro de un minuto para Nueva York.
—De acuerdo, ya dirá cuándo, Mike —dijo el enlace.
—Muy bien, apártense. Silencio todos, por favor, estamos grabando. —
Hizo un gesto con la cabeza a Nixon—. Cuando usted guste.
Nixon asintió con un gruñido. Se encendió la luz de la cámara.
—Mientras viajaba por el país pude advertir un inmenso interés y
preocupación por la huelga de profesores de Nueva York. Por supuesto, no
pienso tomar partido… —No, no era esta, indudablemente, la mejor manera
de exponerlo.
—No, supriman esto —dijo Nixon—. Vamos a recomenzar.
Esta vez sonaron únicamente dos zumbidos.
—Muy bien, cuando usted guste, señor.
—Mientras proseguía mi campaña por toda América estos últimos días,
advertí una inmensa preocupación por la huelga de profesores de Nueva
York. Ahora bien, sin querer entrar de lleno en los pormenores de esta
polémica, entiendo que un punto sobre el que conviene hacer hincapié, y
que no ha sido destacado lo bastante, es que la causa principal del problema
es la ley y el orden en nuestras escuelas. No creo que podamos pedir que los
profesores acudan a sus aulas cuando no hay disciplina y cuando no cuentan
con el apoyo de sus respectivas juntas escolares. Creo que cuando pedimos
a alguien que enseñe a nuestros hijos debemos dar a nuestros profesores el
respaldo que merecen. La disciplina en las aulas es esencial si queremos
que nuestros hijos aprendan. Es esencial si nuestros profesores asumen la
obligación de enseñar. Procuremos que reine el orden y el respecto a la ley
en las aulas de América, en el mejor sentido de la palabra. Esta es la única
manera de conseguir una educación mejor para los hijos de América.
Se escucharon dos zumbidos de la máquina grabadora. Abajo, en el
cuarto de control, Len Garment y Harry Treleaven se miraban estupefactos.
Ninguno sonreía. Garment no paraba de agitar la cabeza con un movimiento
vivo y nervioso.
—No hay que apurarse, Len —dijo Treleaven—. Jamás surcará el
espacio.
Arriba, Frank Shakespeare se adelantó para hablar con Nixon.
Nixon lo miró.
—Ya está bien —dijo Richard Nixon—, esto sí que es dar en la misma
diana, todo este fregado de los profesores… Siempre vamos a parar a lo
mismo, la ley y el orden y los malditos grupos negroportorriqueños de estos
contornos.
Shakespeare se quedó contemplando a Richard Nixon.
—No me importa si son blancos o qué diablos son —dijo Nixon—, pero
cuando le dan a un profesor en la cabeza, maldita sea, pierden todo derecho
a asistir a la escuela. Es así de simple. Bueno, ahora haremos uno de cinco
minutos.
Era bastante después del mediodía cuando Richard Nixon abandonaba
el teatro. Su amigo, Paul Keyes, el del programa «Ríase con nosotros»,
estaba a su lado. Dwight Chapin y todos los demás —que no le dejaban ni a
sol ni a sombra— estaban, naturalmente, allí; con los cabellos bien
recortados y sus impecables ternos oscuros.
En el instante de atravesar el vestíbulo delantero, un componente del
show Merv Griffin, un individuo que conocía a Nixon de los días en que
este fue un invitado del programa, se le acercó para desearle buena suerte.
Richard Nixon se detuvo, aceptó el apretón de manos y sonrió. Un
empleado mantenía abierta la puerta del automóvil de Richard Nixon. La
policía había abierto, a duras penas, un pasillo a través del reducido grupo
que se había congregado junto a la entrada.
—Salude de mi parte a todos los del show —dijo Richard Nixon.
El individuo dijo que no se olvidaría de hacerlo.
—Oiga. ¿Sigue todavía con ustedes aquella señorita tan chistosa?
El individuo del show aseguró que no sabía a qué señorita chistosa se
refería Nixon.
—¿No comprende? Aquella de la voz tan graciosa.
El individuo hizo un ademán dando a entender que no comprendía en
absoluto. No sabía qué decir. Richard Nixon era el único que sonreía. Todos
los demás empezaban a sentirse un tanto incómodos.
—¿No acierta? —insistía Nixon—, ¿aquella dama tan cómica?
El individuo miraba más allá de Nixon, a sus acompañantes. Buscaba,
evidentemente, ayuda.
Intervino Paul Keyes, el del programa «Ríase con nosotros». Era un
hombre grueso, de pelo gris y anteojos. El clásico tipo de republicano que
se imagina que John Wayne representa una positiva ayuda para el partido.
—¡Ah! Se refiere usted a Tiny Tim —dijo Paul Keyes a Richard Nixon.
Y mientras todos se reían, Nixon más que ninguno, Paul Keyes empujó al
hombre hacia la puerta que acabó de abrirse y Richard Nixon franqueó el
umbral y ganó la calle donde aguardaban los automóviles.
ROBERT CHRISTGAU
BETH ANN Y LA MACROBIÓTICA
Este fue el primer artículo de revista escrito por Robert Christgau. Enseña
una valiosa lección: esto es, con frecuencia le resulta más fácil a un
reportero penetrar una situación delicada de lo que él mismo u otra
persona pudiera imaginar. En la época (1965) tenía Christgau veintitrés
años y trabajaba como reportero para la Dorf Feature Service, una agencia
más o menos parecida al viejo Chicago City News Bureau, que
proporcionaba noticias y artículos locales a los periódicos. Christgau era
el único reportero de servicio una noche en la que el Herald Tribune de
Nueva York pidió un artículo sobre la muerte de Beth Ann Simon, una chica
que aparentemente había muerto de hambre por su fanática adhesión a la
dieta macrobiótica Zen n.º 7. La tarea inmediata de Christgau consistía en
telefonear al padre de la muchacha y ver qué tenía que decir sobre la
cuestión.
—Esto me hizo realmente polvo —observa Christgau—, porque
realmente nada me revienta tanto como ese tipo de trabajo en el que tienes
que llamar al padre de la chica muerta y todo eso. Es asqueroso. Cuando
reuní ánimos y le telefoneé, para mi sorpresa me estuvo hablando cuarenta
minutos. Creo que fue porque yo sabía lo que era la macrobiótica.
No le resultó tan fácil con el marido de Beth Ann, Charlie, pero al fin se
le confió aún más completamente que el padre de la muchacha. «Charlie
dijo que me sentía revoloteando a su alrededor como una mariposa
nocturna», explicó Christgau. Ambas partes —Charlie y el padre—
acabaron por preferir que se contase detalladamente esta historia, en vez
de dejarla como el sensacionalista «Caso de la Dieta Zen», como fue
conocida en muchos periódicos.
«Beth Ann y la Macrobiótica» parece escrito con tal facilidad que
podría pasarse por alto la perfección de su estructura, cuyo acabado tiene
una calidad de clásico del relato norteamericano. Es como si Christgau se
concentrase sobre la imagen final de la historia —la gota de jugo de
zanahoria—, descartando todos los detalles que no contribuyen a aumentar
su nitidez. Lo único que le falta a este trabajo es diálogo… una limitación
que, como digo, se da en todas las historias en las que el periodista ha de
reconstruir las escenas en lugar de presenciarlas personalmente. T. W.
Una tarde del pasado mes de febrero, Charlie Simon y su mujer, Beth Ann,
paseaban por el parque de Washington Square. Los Simon no salían a
menudo, pero cuando lo hacían la gente se fijaba en ellos. Charlie, delgado
y moreno, llevaba una frondosa barba y cabello largo hasta los hombros,
llamativo incluso en el Village. Beth Ann, pequeña de busto y grande de
caderas, de resplandeciente pelo negro, cara aceitunada y ojos inmensos,
resultaba más que llamativa… era hermosa.
Beth Ann y Charlie estaban volados. Lo estaban por el tiempo, que era
claro y tibio. También lo estaban por la marihuana, lo cual no era nada
nuevo. La habían probado muy a menudo desde su regreso de México a
finales de 1963. Durante ese tiempo también habían estado volados gracias
al hachís, la cocaína, la heroína, las anfetaminas, el LSD, y el DMT
(dimetiltriptamina), por no hablar del sexo, la comida, el arte y las infinitas
posibilidades del espíritu humano.
Por desgracia, se habían sentido también desdichados precisamente a
causa de las mismas cosas, y la desdicha parecía tomar la supremacía. La
libertad sexual de su matrimonio tendía a empequeñecerse un poco.
Pensaban en hacerse vegetarianos, sin saber exactamente el porqué. Hacían
objetos artísticos en un chorro impulsivo, aunque sospechaban que el arte
era únicamente una defensa egoísta, una fortificación erigida por el yo
contra sus más amplias posibilidades. Aún así, eran esas más amplias
posibilidades, que desvelaban las drogas, las que les hacían más
desdichados, por cuanto habían descubierto que la experiencia religiosa
instigada por los alucinógenos tenía sus aspectos diabólicos, y el Diablo les
había arrastrado en viajes que ellos realmente no deseaban hacer.
Los Simon atravesaban una depresión, y sabían que iba a aumentar
todavía más. La adicción física no constituía problema; la adicción era
psíquica y social. Rechazar la droga habría significado el rechazo de todo
un estilo de vida. No obstante, aunque parecía imposible, lo intentaban.
Habían conseguido dejar el café y el tabaco, y soñaban con instalarse en el
campo y tener el niño que casi les llegó dos años antes, hasta que Beth Ann
tuvo un aborto. Es probable que al saborear una pizca de Naturaleza en el
parque, con el sol irradiando sus rayos por entre los árboles pelados,
estuvieran soñando con aquel sueño… los dos lejos, en una granja, libres de
toda la fealdad y la complicación del escenario urbano de la droga, con
tiempo para meditar, para trabajar, para desarrollarse. El sueño debió de
hacerse casi palpable en el frescor del aire. Luego la Naturaleza les volvió
la espalda y golpeó a Charlie en la cabeza.
Porque la desdicha no era únicamente espiritual, se manifestaba de
forma física. Beth Ann padecía dolores intermitentes en las piernas, Charlie
sufría fuertes jaquecas. Las jaquecas le atormentaban casi diariamente
desde años, con frecuencia hasta cuatro o cinco veces al día. Muchas
duraban un par de horas, y una le asedió durante dos días. Los médicos no
podían hacer nada; los psicoanalistas eran inútiles. De vez en cuando había
un respiro —el LSD le proporcionó alivio durante un mes— pero siempre
volvían. Y así, inevitablemente, en aquel hermoso día de Washington
Square, un dardo doloroso cauterizaba la cabeza de Charlie Simon.
Durante los meses sucesivos, los Simon estudiaron filosofía oriental, teorías
de la reencarnación, hara, ejercicios respiratorios, astrología, alquimia,
espiritualismo y hermetismo, sintiéndose cada vez más insatisfechos del
pensamiento occidental. Hicieron excursiones por el campo, o fueron a
nadar con Irma Paule, directora de la Fundación Ohsawa en la Segunda
Avenida, donde la mayoría de los adeptos a la macrobiótica de Nueva York
compran sus alimentos. A petición de Irma, proporcionaron alojamiento a
un monje Zen llamado Oki. Beth Ann le consideró un impostor: en un mes
no le vieron consumir otra cosa que té y cerveza, y se burlaba de la
macrobiótica. A principios de agosto, llevaron a Oki de visita a Paradox
Lost, un campo macrobiótico de Nueva Jersey. La casa de verano de los
Wiener estaba en las cercanías, y los Simon decidieron ir a verles. Fue un
error.
Sess Wiener no había visto a su hija desde tres semanas atrás, pero lo
que vio entonces le dejó aterrado. Beth Ann había perdido peso otra vez. Su
piel mostraba manchas rojas. Se quejaba de dolores en las caderas y en la
espalda, y que sentía dificultades al andar. Charlie tenía, según él, piedras
en los riñones, y a veces sus ataques renales iban acompañados de jaqueca.
Los Simon se dieron un baño, y luego se miraron. Las vibraciones que de
Sess les llegaban eran muy desfavorables. Y se marcharon.
Pero Beth Ann estaba enferma, y empeoró a ojos vistas. Empezaron a
hinchársele las piernas, y el remedio macrobiótico que tomó contra ello,
190 centímetros cúbicos de jugo de rábano durante tres días seguidos, no
dio el menor resultado. (Más tarde, al ocurrirle lo mismo a Charlie, este
siguió su instinto en vez del manual, y tomó tres veces esa medida
diariamente, una cantidad del todo antimacrobiótica. Y mejoró). Irma Paule,
que afirmaba haberse curado, gracias a la macrobiótica, de una artritis cinco
años antes, le dijo a Beth Ann que también había pasado por un mal período
similar. Podía haberle dicho también otras cosas a Beth Ann. Podía haberle
hablado de Monty Scheier, que murió a su lado en Union City el 18 de abril
de 1961. O podía haberle contado la historia de Rose Cohen, que murió en
el hospital de Knickerbocker, a principios de 1961, por causa de un
envenenamiento de sal y desnutrición, tras iniciar una dieta macrobiótica
unos pocos meses antes. También podía haberle dicho a Beth Ann que
mostraba todos los síntomas del escorbuto. En vez de eso, le aconsejó a
Beth Ann que alternase la Dieta n.º 7, con vegetales crudos.
Hasta donde llegó, fue un buen consejo. La aprobación que Ohsawa
hace de la Dieta n.º 7, en sus obras publicadas en inglés, resulta un tanto
ambigua; aunque la prescribe casi para todos los enfermos, da a entender
también que no es un régimen que se pueda seguir toda la vida. Wendy, la
hermana de Beth Ann, y Paul Klein, su cuñado, que seguían ambos una
dieta macrobiótica más liberal, intentaron hacérselo comprender, igual que
Charlie. Pero Beth Ann no se dejó conmover[34]. Irma, arguyó, un poco
farisaicamente, que era una cobarde, incapaz de «luchar con el cambio
profundo» que una adhesión continua a la Dieta n.º 7 entrañaba. Y en vez
de suavizar su dieta, la endureció aún más… cuatro veces en total de
catorce días, en septiembre. Con cada uno de los saltos parecía mejorar,
pero una vez consumada la fase caía en barrena. A fines de septiembre se
vio obligada a guardar cama, y fue Charlie quien se encargó de hacer la
comida y las faenas domésticas. Nunca intentó realmente convencer a Beth
Ann de que abandonase la dieta, o de que viese al menos a un médico,
aunque tocó el tema varias veces. En ocasiones su voluntad de continuar la
experiencia era aún más fuerte que la de ella. Pero tampoco él se sentía
demasiado bien. El sexo había dejado de ser una posibilidad.
La tarde del 13 de octubre, Sess y Min Wiener fueron a visitar a su hija
en Nueva York. Al verla yacente en un colchón, en una esquina del cuarto,
Sess quedó boquiabierto y se puso lívido. Beth Ann era un esqueleto
viviente. Sus piernas ya no eran yang, eran piel y huesos. Sus ojos, todavía
sanpaku, aparecían hundidos en sus órbitas. Apenas si podía sentarse. No
pesaría más allá de 32 kilos.
—Beth Ann, vas a morir —exclamó Sess—. ¿Quieres morir?
Con lentitud, Beth Ann se explicó una vez más:
—Papá, no me voy a morir. Me voy a poner bien, y cuando haya
eliminado todo el veneno que hay en mi cuerpo, estaré bien el resto de mi
vida.
Durante las dos horas siguientes, Sess Wiener recurrió a toda su fuerza
de persuasión para convencer a Beth Ann de que viese a un médico, pero
fue inútil. Para Beth Ann, esto no era más que otra variante de la disputa
entablada entre su padre y ella desde su matrimonio, e incluso antes. Ahora
le iba a demostrar de una vez para todas que ella podía hacer las cosas de un
modo diferente, y tener razón. Nunca pudo entender lo que su padre
consideraba como valores, basados en el mundo cotidiano que él había
superado con tanto esfuerzo. El mundo cotidiano jamás había constituido
ningún problema para ella, y ahora se creía preparada para conquistar un
mundo mucho más amplio, el mundo interior. Beth Ann había llegado a la
antítesis perfecta. ¿Qué medio mejor para combatir el materialismo que
destruir la sustancia misma de tu propio cuerpo? Mientras aumentaba la
vehemencia de su padre, Beth se hacía cada vez más inconmovible. La
escena fue penosa, y no terminó sin que antes Min Wiener amenazase a
Charlie con matarle si dejaba morir a su hija, y que Charlie amenazase con
llamar a la policía por haber amenazado Min con matarle, y que Sess le
conminase a hacerlo si se atrevía, y que Beth Ann decidiese que no quería
volver a ver a sus padres nunca más. Las vibraciones eran excesivas,
sencillamente.
Pero Sess Wiener no podía abandonar a su hija. Al día siguiente
consiguió la ayuda de Paul Klein, quien, junto con Charlie, convenció a
Beth Ann de que se instalase en casa de los padres de Charlie, en Clifton.
Ella puso dos condiciones: que bajo ninguna circunstancia se llamaría a un
médico, y que bajo ninguna circunstancia se permitiría que sus padres la
visitaran.
Charlie sintió un gran alivio. Llevaba tiempo pensando que la haría bien
a Beth Ann alejarse de la ciudad, y especialmente de Grand Street cuyas
connotaciones eran tan malas para ambos. Y aunque Beth Ann despotricó y
se quejó durante todo el trayecto en ambulancia hasta Clifton, su ánimo se
hizo mejor desde el momento de llegar, y pintó unas cuantas acuarelas —en
posición supina, pues ya no era capaz de sentarse— del jardín que divisaba
por la ventana. Sus padres trataron de verla, pero los Simon insistieron en
su promesa.
Beth Ann continuaba con la Dieta n.º 7, con un suplemento de sal para
neutralizar lo que ella creía un exceso de yin. Había escrito a Ohsawa para
hacerle una descripción de su caso y pedirle ayuda. Unos días después de su
llegada a Clifton obtuvo respuesta: Eres una chica valiente; sigue con la
Dieta n.º 7. Charlie, mientras tanto, hizo un descubrimiento alarmante: en
uno de los innumerables libros en francés de Ohsawa, se especificaba
terminantemente que nadie debía practicar por más de dos meses la Dieta
n.º 7 sin su supervisión personal.
Pero Beth Ann continuó con la Dieta n.º 7. Pero no mejoró. Hablaba con
sus padres por teléfono casi cada día, pero insistía en que sus ondas
negativas hacían su curación cada vez más difícil. Y notaba constantemente
las ondas negativas de Dorothy Simon por toda la casa. Así que escribió a
Ohsawa de nuevo.
Unas dos semanas después de instalarse en Clifton, Charlie recibió un
telegrama de Oki, pidiéndole que le fuese a buscar en su coche al
aeropuerto Kennedy. Durante el trayecto, Charlie tuvo la repentina
premonición de que Beth Ann no saldría con bien de la experiencia. Nunca
había tenido antes tal sensación, por lo que en el aeropuerto le pidió a Oki,
cuya reputación como curandero era reconocida, que le echase un vistazo a
Beth Ann. Oki respondió que trataría de encontrar un momento. No lo hizo.
Dos días más tarde, Beth Ann se sentó en la cama… no sola, sino con la
ayuda de Dorothy Simon. Charlie, demasiado débil para echarle una mano,
la veía sufrir. Era espantoso. Siempre hubo algo en Beth Ann que nadie
podía captar, y ese aspecto etéreo había aumentado con la evolución de la
dieta. Ni siquiera Charlie se sentía ya en completo contacto con ella. Pero
ahora miraba el rostro de su mujer y abrigaba dudas sobre lo que veía:
horror, horror ante la constatación de la propia debilidad y ante el torrente
de voluntad que sería preciso para superarla. Luego el horror dejó paso a la
resignación, y la premonición de Charlie se hizo sentir otra vez. Durante los
cinco días sucesivos su temperatura osciló entre los 39 y 40 grados.
La mañana del 6 de noviembre Charlie se despertó a las seis con fiebre alta.
Al otro lado de la habitación, los señores Simon se hallaban sentados junto
a Beth Ann. No consiguió enterarse de si algo iba mal, y se volvió a dormir.
Cuando se despertó otra vez, sus padres se habían marchado, pero Beth le
dijo lo que según ella iba mal: se había envenenado con un exceso de sal.
Pese a la repugnancia de Irma Paule a tratar el tema, casi todos los
adictos a la macrobiótica habían oído hablar de la historia del joven de 24
años de Boston que murió de una sobredosis de sal, que se trataba de
contrarrestar haciéndole beber zumo de zanahoria. Charlie telefoneó a Paul
Klein, y luego preparó unas cuantas zanahorias para su mujer. Llegó Paul.
Decidieron que había que requerir a Irma. Paul volvió a Nueva York en
busca de Irma.
Charlie se sentó a la cabecera de la cama de su mujer. En el correo de
aquella mañana había llegado otra carta de Ohsawa, en la que explicaba a
Beth Ann que su interpretación de la dieta era completamente errónea y que
tenía que volver a empezar desde el principio. La recomendaba muy
especialmente que evitase la sal. Pero ahora Charlie no podía hacer otra
cosa que darle el zumo de zanahoria. Le levantó la cabeza y le hizo tragar
una cucharada. Una gota de color naranja quedó en la comisura de los
labios de Beth Ann.
—Es bueno —murmuró.
Luego su cabeza dio la vuelta en las manos de Charlie, sus ojos se
pusieron muy sanpaku, y expiró. Charlie seguía administrándole respiración
boca a boca cuando la policía llegó media hora después.
JOHN GREGORY DUNNE: de
EL ESTUDIO
El almuerzo fue servido en el Flame Room del Hotel Radisson. Eran las tres
pasadas y el comedor estaba vacío, pero la cocina seguía abierta para la
expedición Fox. Muchos no habían llegado y otros se hallaban descansando
en sus habitaciones. Jacobs se había puesto un traje oscuro y pasaba de
mesa en mesa.
—No lo olvidéis, hay que estar en el museo de arte a las tres y media —
decía.
—Ya empieza Arthur con sus chistes —comentó Lionel Newman.
Como jefe del departamento musical del Estudio, Newman había
llevado a cabo los arreglos instrumentales de la partitura y dirigido la
grabación. Había llegado a Minneapolis el día anterior con un ingeniero de
sonido del Estudio para poner a punto la acústica de la proyección.
—Arthur, como cómico eres una calamidad.
Jacobs pareció apenado.
—¿Sabes cómo llamo a este hotel? «Villa Menopausia» —exclamó
Newman. Sonrió a la camarera—. Va todo bien, guapa. No me refería a ti.
Tienes que admitirlo, Arthur, hay uno o dos ancianos por aquí. Quiero decir
que este hotel presume de pertenecer a los alegres sesenta, pero no se
refieren al año, sino a las pastillas de Geritol.
Súbitamente Jacobs levantó el brazo y gritó:
—¡Los Brinkmans!
En el umbral del comedor, junto a su esposa Yvonne, se hallaba Leslie
Bricusse, el joven escritor inglés —alto y con gafas—, autor del guión, la
música y la letra de Dr. Dolittle. Jacobs parecía fuera de sí.
—¡Los Brinkmans están aquí! ¿Lo ves? —gritó a Fleischer.
«Brinkmans» era el apodo que les había puesto a los Bricusse.
—Sería difícil que le pasaran inadvertidos —comentó Newman—. Los
presentas como si fueran el comienzo de la tercera guerra mundial.
—Siéntate aquí, Leslie —indicó Jacobs, chasqueando los dedos para
avisar a la camarera, que se hallaba de pie a su espalda—. Necesitamos
sillas. Leslie, ¿quieres un sándwich, café, una copa?
Los Bricusse fueron cariñosamente zarandeados por el grupo Fox e
hicieron con desconfianza sus pedidos a la camarera. Yvonne Bricusse, una
atractiva y morena actriz inglesa, se instaló en una banqueta al lado de
Natalie Trundy, que la besó en las mejillas. Se sirvió una taza de café.
—¿Qué vas a ponerte para el estreno? —preguntó Natalie Trundy.
—¿Nueva York? —repuso Yvonne Bricusse.
—Mmmmm —susurró Natalie Trundy.
—Una cosa celestial —afirmó Yvonne Bricusse—. Leslie me la
compró. Colores otoñales, algo así. Naranja quemado, con un lazo aquí.
Se dio unas palmaditas en el pecho.
—Divino —comentó Natalie Trundy—. ¿Y en Los Ángeles?
—Nada decidido todavía —dijo Yvonne Bricusse, mientras sorbía su
café—. Creo que tendré que llevar algo ya hecho. ¿Qué opinas de Don
Feld?
Don Feld es un figurinista cinematográfico.
—Celestial —aseguró Natalie Trundy, inclinándose para coger con su
tenedor un pedazo de bistec del plato de Jacobs—. Muchas plumas,
supongo.
Yvonne Bricusse vaciló un momento.
—Mmmmm —contestó—. Sé lo que quieres decir. Parecen plumas.
Removió perezosamente el café con la cucharilla.
—¿Y tú?
—Los están preparando. Los modelos están todos dibujados, Nueva
York, Los Ángeles, Londres, todos los estrenos —respondió Natalie
Trundy, aleteando con los brazos como una bailarina—. Voy a flotar. Aún
no hemos decidido lo colores. Quiero ver el aspecto que tienen en los
bocetos.
Rex Harrison
Samantha Eggar
Anthony Newley
Richard Attenborough?
A) Varón — Hembra
B) Indique Grupo al que pertenece:
Entre 12 y 17
Entre 18 y 30
Entre 31 y 45
Más de 45
De «Maumauando al parachoques».
Rex Reed: Do you Sleep in the Nude?, 1968. Traducción de Ramón Font.
Terry Southern, Red Dirt Marijuana and Other Tastes, 1968. Edición
castellana, A la rica marihuana y otros sabores, Anagrama, Barcelona.
Traducción de Kosián Masoliver.
Norman Mailer: Armies of the Night, 1968. Edición castellana, Los ejércitos
de la noche, Grijalbo, Barcelona-México. Traducción de Juan-Carlos
García-Borrón.
Nicholas Tomalin: «The General Goes Zapping Charlie Gong», The Times,
1966. Traducción de Ramón Font.
Barbara L. Goldsmith: «La Dolce Viva», New York Magazine, 1968.
Traducción de José Luis Guarner.
Joe McGinnis: The Selling of the President, 1969. Edición castellana, Cómo
se vende un presidente, Península, Barcelona. Traducción de Josep
Rovira.
Robert Christgau: «Beth Ann and Macrobioticism», New York Herald
Tribune, 1966. Traducción de José Luis Guarner.
John Gregory Dunne: The Studio, 1969. Edición castellana, El estudio,
Anagrama, Barcelona. Traducción de José Luis Guarner.
Tom Wolfe: Radical Chic & Mau-Mauing the Flack Catchers, 1970.
Edición castellana, La Izquierda Exquisita & Maumauando al
parachoques, Anagrama, Barcelona. Traducción de José Manuel
Álvarez y Ángela Pérez.
TOM WOLFE (Richmond, Virginia, 1931-Nueva York, 2018) se reveló en
los años sesenta como un genial reportero y agudísimo cronista. Fue el
impulsor y teórico del llamado «Nuevo Periodismo», que definió como el
género literario masivo de su época. En Anagrama se ha publicado
prácticamente toda su obra: Ponche de ácido lisérgico, La banda de la casa
de la bomba y otras crónicas de la era pop, La Izquierda Exquisita y Mau-
mauando al parachoques, El Nuevo Periodismo, La palabra pintada, Los
años del desmadre, Lo que hay que tener (Elegidos para la gloria), En
nuestro tiempo, ¿Quién teme al Bauhaus feroz?, Las Décadas Púrpura, El
reino del lenguaje y las novelas La hoguera de las vanidades, que tuvo un
éxito descomunal, Todo un hombre y Bloody Miami.
Notas
[1] Novela de Saul Bellow. <<
[2]El segundo fue filmado por Henry Hathaway en 1969 (Valor de ley), el
primero por Jack Haley Jr. en 1970. <<
[3] Popular equipo de béisbol. <<
[4]Damon Runyon (1884-1946), humorista y escritor norteamericano
especializado en la observación de peculiares personajes de la fauna de
Nueva York. <<
[5] «Voces de Village Square». <<
[6] «El vicio secreto». <<
[7] «El último héroe norteamericano». <<
[8]Expresión de slang que, entre otras varias acepciones, se aplica desde
1955 a lo que está de moda, el «último grito». <<
[9]
Preparadas, en ambos casos, por elementos del cuerpo de redacción de
The New Yorker, si es que hace falta decirlo. (N. del A.). <<
[10]El primero de los dos artículos de The New York Review of Books sobre
el «Paraperiodismo» (agosto, 1965) afirmaba: «El género se inició en
Esquire, pero ahora se manifiesta de una forma más conspicua en el
suplemento New York del Herald Tribune»… «Dick Schaap es uno de los
paraperiodistas del Tribune»… «Otro es Jimmy Breslin… el bardo de
temple-de-hierro-y-corazón-de-latón que canta al hombre de la calle y a la
gran celebridad»… Más adelante el artículo hablaba de «Gay Talese, un
discípulo de Esquire que ahora practica el paraperiodismo en The Times, de
una manera más digna, naturalmente»… «Pero el rey de la nueva moda es,
naturalmente, Tom Wolfe, un discípulo de Esquire que colabora
principalmente en el suplemento dominical del Tribune, New York, que está
a cargo de un exdirector de Esquire, Clay Felker…». (N. del T.). <<
[11] Modesta alusión al primer libro de T. W. <<
[12] Denominación que se aplica a sesiones de terapia de grupo, cuya
particularidad reside en que son intensivas y recurren a las más variadas
técnicas: masaje, psicodrama, etc. <<
[13] Seudónimo del novelista y guionista George Goodman. <<
[14] Casualmente obra de T. W. <<
[15]James Boswell (1740-1795), abogado y escritor, autor de una famosa
biografía de Samuel Johnson (1791). <<
[16] Un dispositivo que permite realizar retratos compuestos por la
combinación de un gran número de rasgos faciales en láminas
transparentes. <<
[17] Lewis Gilbert, 1966. <<
[18] Tony Richardson, 1963. <<
[19] Joseph Strick, 1970. <<
[20] Ernest Lehman, 1972. <<
[21] Equipo de fútbol americano. <<
[22] John Huston, 1964. <<
[23]
En Sweet Bird of Youth (Dulce pájaro de juventud, Richard Brooks,
1962). <<
[24] La condesa descalza (1954). <<
[25] Película protagonizada por Mickey Rooney en 1938. <<
[26] John Ford, 1953. <<
[27] Jack Conway, 1947. <<
[28] Mike Nichols, 1968. <<
[29] Magnolia (George Sidney, 1951). <<
[30]Protagonista de la novela de Hemingway The Sun Also Rises, cuya
versión cinematográfica protagonizó A. G. en 1957. <<
[31]
Con el término «Baton Twirling» se designan los diversos movimientos
que realizan con su bastón las majorettes. <<
[32]
El término «pot» se emplea también para designar a la marihuana.
«Nigger-pot» podría significar «marihuana del negro» o «hierba del negro».
<<
[33]Hay un juego de palabras inglés entre «artificio» (device) y vicio (vice).
(N. del T.). <<
[34]Es muy posible también que padeciera de anorexia neurosa, una
incapacidad irresistible de comer. (N. del A.). <<
[35] El incidente (Larry Peerce, 1967). <<
[36] Millie, una chica moderna (George Roy Hill, 1966). <<
[37] Joshua Logan, 1966. <<
[38] La pulga en la oreja (Jacques Charon, 1968). <<
[39] Students for a Democratic Society. <<
[40]Spic & Span: expresión que significa «muy limpio»; equivalente al
eslogan «más blanco» de los detergentes. <<