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Tom Wolfe El Nuevo Periodismo ePubLibre - 1973

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En los ensayos que forman la primera parte de este libro, Tom Wolfe realiza

un provocativo análisis de un fenómeno surgido hacia la mitad de la década


de los sesenta que convulsionó el panorama literario norteamericano: la
aparición del llamado Nuevo Periodismo, que según Wolfe arrebata el
centro a la esterilizada y agonizante Novela y se convierte en el género
literario más rico de la época. Para los Nuevos Periodistas, que se
sumergían donde «pasaban las cosas», había que «tomar contacto con
completos desconocidos, meterse en sus vidas de alguna manera, hacer
preguntas a las que no tenías derecho natural a tener respuesta, pretender
ver cosas que no se tenían por qué ver, etc.» y, ante la incapacidad de los
novelistas para enfrentarse al cambio vertiginoso experimentado por la
sociedad norteamericana, «tuvieron, para ellos solos, los locos años sesenta,
obscenos, tumultuosos, mau-mau, empapados en droga, rezumantes de
concupiscencia».
Y de este modo el Nuevo Periodismo retornó la tradición de la gran novela
realista de siglos precedentes, dice Wolfe, aunque «lo único que pretendía
decir al empezar era que el Nuevo Periodismo no puede ser ignorado por
más tiempo en un sentido artístico. Del resto me retracto… Al diablo con
eso… Dejemos que el caos reine… Más alta la música, más vino… Al
diablo con las categorías…».
La antología de textos de Rex Reed, Terry Southern, Nicholas Tomalin,
Barbara L. Goldsmith, Norman Mailer, Joe McGinnis, John Gregory Dunne
y el propio Tom Wolfe, en la segunda parte del libro, ilustra
espléndidamente las tesis del autor.
«Una cosa que tenemos que leer todos los periodistas, en especial los
llamados columnistas, que es como se nos dice ahora a los articulistas de
toda la vida». (Francisco Umbral).
Tom Wolfe

El Nuevo Periodismo
ePub r1.1
Titivillus 15.10.2020
Título original: The New Journalism
Tom Wolfe, 1973
Traducción: José Luis Guarner

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Índice de contenido

Cubierta

El Nuevo Periodismo

Primera parte: Tom Wolfe. El Nuevo Periodismo


1. El juego del reportaje
2. Igual que una novela
3. Tomando el poder
Apéndice

Segunda parte: Antología del Nuevo Periodismo


Rex Reed: de «¿Duerme usted desnuda?»
Terry Southern: de «A la rica marihuana y otros sabores»
Norman Mailer: de «Los ejércitos de la noche»
Nicholas Tomalin: El general sale a exterminar a Charlie Cong
Barbara L. Goldsmith: La Dolce Viva
Joe McGinnis: de «Cómo se vende un presidente»
Robert Christgau: Beth Ann y la macrobiótica
John Gregory Dunne: de «El Estudio»
Tom Wolfe: de «La Izquierda Exquisita» & «Maumauando al
parachoques»
Nota sobre la antología

Sobre el autor

Notas
Primera parte:

Tom Wolfe
El Nuevo Periodismo
1. EL JUEGO DEL REPORTAJE

Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan
acercado al periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo»
periodismo, un periodismo «mejor», o una variedad ligeramente
evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir
para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mundo literario… a
provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los
géneros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera
orientación nueva en medio siglo… Sin embargo, esto es lo qué ocurrió.
Bellow, Barth, Updike —incluso el mejor del lote, Philip Roth— están
ahora repasando las historias de la literatura y sudan tinta, preguntándose
dónde han ido a parar. Malditos sean todos, Saul, han llegado los
Bárbaros…
Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y mucho menos en
cuestiones literarias, cuando conseguí mi primer empleo en un periódico.
Me impulsaba un ansia desatada y artificial hacia algo completamente
distinto. Chicago, 1928, y todo lo que eso significaba… Reporteros
borrachos huidos de los pupitres del News meando en el río al amanecer…
Noches enteras en el bar escuchando cómo cantaba «Back of the Yards» un
barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos
de leche en vez de ojos… Noches enteras en la oficina de los detectives…
Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística. Los
reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película entera, sin que le
faltase una escena…
Yo era consciente de que aquello había reducido mi ánimo a esta
estúpida condición de Príncipe Estudiante. Daba lo mismo, yo no podía
evitarlo. Acababa de cursar cinco años de estudios superiores, una
aclaración que tal vez nada signifique para quien nunca se haya sometido a
tan bárbaro tratamiento; lo explica todo, sin embargo. No estoy seguro de
que pueda darles a ustedes la más remota idea de lo que son los estudios
superiores. Millones de norteamericanos cursan ahora estudios superiores,
pero al pronunciar la frase —«estudios superiores»— ¿cuál es la imagen
que se forma en nuestro cerebro? Ninguna, ni siquiera borrosa. La mitad de
los compañeros de estudios superiores que he conocido iban a escribir una
novela sobre el tema. Yo mismo tuve tal intención. Nadie ha escrito ese
libro, que yo sepa. Todos olían bastante bien la atmósfera. ¡Qué mórbida!
¡Qué ponzoñosa! ¡Sin equivalente en el mundo! Pero el tema acabó siempre
por derrotarles. Desafía la estilización literaria. Una novela semejante sería
un estudio de la frustración, pero una clase de frustración tan exquisita, tan
inefable, que nadie sería capaz de describirla. Intenten imaginar la peor
escena de la peor película de Antonioni que hayan visto, o leer El planeta
de Mr. Sammler[1] de un tirón, o simplemente intenten leerlo, o imagínense
que están encerrados en un vagón de ferrocarril de la Seaboard, a dieciséis
millas de Gainesville, Florida, en dirección norte hacia la línea Miami-
Nueva York, sin agua y con el radiador que se pone al rojo, enloquecido por
el amok, y mientras George McGovern, sentado junto a ustedes, explica su
filosofía de gobierno. Eso les dará una idea general de la atmósfera.
En cualquier caso, al conseguir mi doctorado en literatura
norteamericana en 1957, yo me hallaba en las garras crispadas de una
enfermedad de nuestro tiempo cuyos pacientes experimentan un arrollador
deseo de incorporarse al «mundo real». Así empecé a trabajar en los
periódicos. En 1962, después de unas tazas de café aquí y allá, llegué al
New York Herald Tribune… ¡Ese debía ser el lugar!… Contemplaba la
oficina del Herald Tribune, a cien polvorientas yardas al sur de Times
Square, con una especie de atónito embeleso bohemio… O eso es el mundo
real, Tom, o no hay mundo real… El lugar parecía el cepillo de limosnas de
la iglesia de la Buena Voluntad… un confuso montón de desperdicios…
Escombros y fatiga por doquier… Si el redactor-jefe de noticias locales, por
ejemplo, disponía de una silla giratoria, la articulación estaba rota, de tal
modo que al levantarse, se desplomaba cada vez como si hubiera recibido
un golpe lateral. Todos los intestinos del edificio aparecían a la vista en
anillos y líneas diverticulares: conductos eléctricos, tuberías de agua, tubos
de calefacción, conductos de ventilación, mangueras contra incendios, todo
ello bamboleándose y chirriando por entre el techo, las paredes y las
columnas. Todo ese desbarajuste, había sido pintado, de pies a cabeza, con
algún légamo industrial, gris plomo, verde metro, o ese increíble rojo
mortecino, esa mezcla siniestra de pigmento y suciedad, con que se pintan
suelos en los trabajos de ornamentación. En el techo había abrasadores
tubos fluorescentes, que hacían la atmósfera azul como el radio y quemaban
las zonas sin cabello en la cabeza de los correctores, quienes nunca se
movían. Era una gran fábrica de pasteles… El Sueño del Propietario… No
había paredes interiores. La jerarquía social no aparecía delimitada por
zonas de oficina. El redactor ejecutivo trabajaba en un espacio tan
miserable y astroso como el del último reportero. La mayoría de los
periódicos era así. Tal disposición se instituyó décadas atrás por razones
prácticas. Pero se ha perpetuado a causa de un hecho curioso. En los
periódicos, muy pocos empleados editoriales al final de la escala —esto es,
los reporteros— abrigaban en absoluto ambiciones de ascenso, de
convertirse en redactores locales, redactores ejecutivos, redactores en jefe, o
cualquier otra cosa del resto. Los directores no temían amenazas de abajo.
No necesitaban paredes. Los reporteros no exigían demasiado…
¡únicamente convertirse en estrellas! ¡Y de tan inmediato fulgor!
Esa era una de las cosas que nunca se han contado en los libros sobre
periodismo o en esas fraternales, descomedidas, resbaladizas, bañadas-en-
alcohol recopilaciones de recuerdos sobre los días del periodismo y los
hijos del siglo… esto es, las fantásticas sinuosidades de la competencia por
situarse en el periodismo… Por ejemplo, en la mesa detrás de la mía en la
oficina del Herald Tribune se sentaba Charles Portis. Portis era el prototipo
del impertinente lacónico. En una ocasión, le llamaron para que tomase
parte en un programa de televisión al estilo de Meet the Press con Malcolm
X, y Malcolm X cometió el error de largarles a los reporteros una pequeña
conferencia sobre el tema de que no quería que nadie le llamase
«Malcolm», porque no era el camarero de un vagón-restaurante: ocurría que
su nombre era «Malcolm X». Hacia el final del programa Malcolm X estaba
furioso. Se subía por las dichosas paredes insonorizadas. El prototipo del
impertinente lacónico, Portis, le había estado llamando invariable y
continuamente «Mr. X»… «Ahora, Mr. X, permítame preguntarle…». El
caso es que Portis tenía la mesa detrás de la mía. Más abajo, confinado en
otro extremo de la sala en algo así como una celda de castigo, estaba Jimmy
Breslin. Encima, a un lado, se sentaba Dick Schaap. Todos nos hallábamos
empeñados en una forma de competición periodística de la que nadie, que
yo sepa, ha hablado jamás en público. Y sin embargo, Schaap había dejado
de ser redactor-jefe local del New York Herald Tribune, que era uno de los
puestos legendarios en periodismo —en otras palabras, había descendido en
su categoría profesional—, con el exclusivo fin de entrar en este juego
secreto.
Todo el mundo conoce esa peculiar forma de competencia entre los
reporteros, el llamado pisotón. Los especialistas del pisotón luchan con sus
colegas de otros periódicos, o servicios informativos, para ver quién
consigue una noticia primero y la redacta más deprisa; cuanto «mayor» sea
la noticia —id est, más relación tenga con temas de poder o de catástrofe—,
mejor. En suma, les atañe lo que constituye la materia principal de un
periódico. Pero había también esa otra categoría de periodistas… Tendían a
ser lo que se llama «especialistas en reportajes». Lo que les confería un
rasgo común es que todos ellos consideraban el periódico como un motel
donde se pasa la noche en su ruta hacia el triunfo final. El objetivo era
conseguir empleo en un periódico, permanecer íntegro, pagar el alquiler,
conocer «el mundo», acumular «experiencia», tal vez pulir algo del
amaneramiento de tu estilo… luego, en un momento, dejar el empleo sin
vacilar, decir adiós al periodismo, mudarse a una cabaña en cualquier parte,
trabajar día y noche durante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo
final. El triunfo final se solía llamar La Novela.
Eso sería Algún Día, ¿comprenden?… Mientras tanto, esos seres ideales
continuaban allí batiéndose, en cualquier lugar de los Estados Unidos donde
hubiera un periódico, luchando por una diminuta corona que el resto de los
mortales ni siquiera conocía: el Mejor Especialista en Reportajes de la
Ciudad. El «reportaje» era el término periodístico que denominaba un
artículo que cayese fuera de la categoría de noticia propiamente dicha. Lo
incluía todo, desde los llamados «brillantes», breves y regocijantes sueltos,
cuya fuente era con frecuencia la policía —por ejemplo, ese provinciano
que tomó una habitación en un hotel de San Francisco la noche pasada,
resuelto a suicidarse, y se tiró por la ventana de un quinto piso… para
romperse la cadera tres metros más abajo. Lo que no sabía es… ¡que el
hotel se hallaba emplazado sobre una colina en declive!— hasta «anécdotas
de interés humano», relaciones largas y con frecuencia repugnantemente
sentimentales de almas hasta entonces desconocidas acosadas por la
tragedia o de aficiones fuera de lo común dentro de la esfera de circulación
del periódico… En cualquier caso, los temas de reportaje proporcionaban
un cierto margen para escribir.
Al contrario de los periodistas de pisotón, quienes trabajaban en el
reportaje no reconocían abiertamente que existiese competencia entre ellos,
ni a sus propios colegas. Ni existía tampoco marcador de ninguna clase.
Aun así, cada uno de los que tomaban parte en el juego sabía con exactitud
cuanto pasaba y dejaba de pasar a través de los más mortificantes asedios de
la envidia, incluso el resentimiento, o bien a través de oleadas de euforia,
según evolucionase el curso del juego. Nadie admitiría jamás tal cosa, y sin
embargo todos experimentaban las consecuencias, casi a diario. El ruedo en
que lidiaban los expertos del reportaje difería del de los periodistas de
escuela también en otro sentido. La competencia no consistía
necesariamente en que trabajaras para otra publicación. Podría resultar
igualmente probable tener que competir con gente de tu propio periódico, lo
que hacía aún menos probable que sintieras deseos de hablar sobre el
asunto.
Así que allí me encontraba frente a la mitad de la competencia de Nueva
York, justo en la misma oficina que yo, porque el Herald Tribune era como
la plaza de toros principal de Tijuana para los especialistas del reportaje…
Portis, Breslin, Schaap… Schaap y Breslin tenían su columna, lo que les
permitía mayor libertad, pero yo imaginé que podía vencerles a los dos.
Había que ser valiente. Encima, en el Times, estaban Gay Talese y Robert
Lipsyte. En el Daily News estaba Michael Mok. (Había otros competidores
también en todos los demás periódicos, incluyendo el Herald Tribune.
Menciono únicamente a los que recuerdo con mayor claridad). Mok y yo
habíamos sido rivales antes, cuando yo trabajaba en el Washington Post y él
en el Washington Star. Mok era un duro competidor, porque, por cualquier
cosa, no vacilaba en arriesgar su pellejo con el mismo valor insensato que
más tarde mostró en sus reportajes sobre el Vietnam y la guerra árabe-
israelí para Life. Mok era capaz… de cosas fantásticas. Por ejemplo, el
News mandó a Mok y a un fotógrafo para hacer un reportaje sobre un
hombre gordo que intentaba perder peso encerrándose en una barca de vela
anclada en Long Island Sound («Soy uno de esos tíos que pasan delante de
una charcutería, respiran hondo y engordan inmediatamente cuatro kilos»).
La lancha que alquilaron se jorobó a un kilómetro y medio de la balandra
del gordo, solo cuatro o cinco minutos antes de la hora del cierre de la
redacción. Era marzo, pero Mok se tiró al agua y empezó a nadar. El agua
estaba a poco más de un grado sobre cero. Estuvo nadando hasta que se
quedó medio muerto, y el gordo tuvo que pescarlo con un remo. Así
consigue Mok el reportaje. Él marca la hora de cierre. El News publicó
fotos de Mok nadando para hacer llegar esta saga de la dieta del gordinflón
a dos millones de lectores. Por el contrario, de haberse ahogado, de
convertirse en pasto de los peces en el hepatítico estercolero del Sound,
nadie habría solicitado una medalla para él. Los directores guardan sus
lágrimas para los corresponsales de guerra. En cuanto a los que escriben
reportajes… cuanto menos se hable, mejor. (Precisamente el otro día vi
cómo uno de los grandes sursuncordas del New York Times reaccionaba con
sorpresa ante el elogio superlativo a uno de los redactores más populares de
su periódico, Israel Shenker, en estos términos: «Pero ¡si escribe
reportajes!»). No, si Mok llega a incrustarse en el banco de ostras aquella
tarde, no hubiera conseguido siquiera la más modesta recompensa del
periodismo, que consiste en medio minuto de silencio en la cena del Club
de Prensa Extranjera. Y sin embargo, ¡se arrojó al Long Island Sound en
marzo! ¡Tal era la furiosa competencia en nuestro extraño y diminuto cubil!
Al mismo tiempo todos quienes tomaban parte en el juego pasaban por
momentos terriblemente amargos, durante los cuales se les encogía el
corazón y se decían: «No haces más que engañarte a ti mismo, chico. Esta
no es más que otra de tus tortuosas excusas para postergar la decisión de
poner toda la carne en el asador… irte a la cabaña… y escribir tu novela».
¡Tu Novela! A estas alturas —en parte por causa del propio Nuevo
Periodismo— resulta difícil explicar lo que significaba para el Sueño
Americano la idea de escribir una novela en los años cuarenta, los
cincuenta, hasta principios de los sesenta. La Novela no era una simple
forma literaria. Era un fenómeno psicológico. Era una fiebre cerebral.
Figuraba en el glosario de Introducción General al Psicoanálisis, por algún
sitio entre Narcisismo y Obsesiones Neuróticas. En 1969 Seymour Krim
escribió para Playboy una extraña confesión que empezaba así: «La novela
realista norteamericana de mitad a final de los años treinta literalmente me
creó, conformó, talló y me proporcionó un mundo con un objetivo. Desde
los catorce a los diecisiete años me atiborré de obras de Thomas Wolfe
(empezando con Of Time and the River, entusiasmándome con Angel y
manteniendo el ritmo hasta el pasmoso final de Big Tom), Ernest
Hemingway, William Faulkner, James T. Farrell, John Steinbeck, John
O’Hara, James Cain, Richard Wright, John Dos Passos, Erskine Caldwell,
Jerome Weidman y William Saroyan, y los latidos de mi corazón me
hicieron comprender que quería ser novelista». El artículo se convertía en
una confesión, porque Krim empezaba por admitir que la idea de ser
novelista había sido la irresistible pasión de su vida, su llamada espiritual,
en fin, el motor que había mantenido el tictac de su ego a través de las
desdichadas humillaciones sufridas por su flamante condición de hombre,
para luego enfrentarse con el hecho de que ahora, ya cuarentón, aún no
había escrito una novela y era más que probable que jamás la escribiría.
Personalmente me fascinó el artículo, pero no comprendía por qué Playboy
lo había publicado, a menos que se tratara de los 10 cc mensuales de
penicilina literaria de la revista… para mantener a raya a gonococos y
espiroquetas… No podía imaginar que nadie que no fuese escritor se
sintiera interesado por el Complejo de Krim. Ahí, sin embargo, es donde me
equivocaba.
Después de pensarlo más despacio, comprendí que la palabra escritor
implica solo una parte de los norteamericanos que han experimentado la
peculiar obsesión de Krim. Estoy ansioso por apostar a que, no hace tanto
tiempo, la mitad de las personas que iban a trabajar en editoriales, lo hacían
en la creencia de que su destino real era el de ser novelistas. Entre la gente
que forma lo que llaman el sector creativo de la publicidad, aquellos que
realmente conciben los anuncios, el porcentaje ha debido de llegar al 90 por
ciento. En 1950, en The Exurbanites, el fallecido A. P. Spectorsky pintaba
al espléndidamente remunerado genio publicitario de Madison Avenue
como individuo que no empezaba un libro sin examinar el texto de las
solapas y la foto del autor en la contraportada… y si ese cabrito de ego
inflamado con camisa desabrochada y cabellos ondeando al viento era más
joven que él, no soportaba la idea de abrir el maldito libro. Tal era el influjo
de la abominable Novela. Lo mismo entre los que trabajaban en televisión,
relaciones públicas, cine, en las facultades de literatura de universidades y
escuelas superiores, entre empleados, administrativos, hijos solteros que
viven con Mamá… todo un enjambre de fantaseadores que se cocían y
proliferaban en los acolchados egos de América…
La Novela parecía el último de uno de aquellos fenomenales golpes de
suerte, como encontrar oro o extraer petróleo, gracias a los cuales un
norteamericano, de la noche a la mañana, en un abrir y cerrar de ojos, podía
transformar completamente su destino. Había muchos ejemplos con que
alimentar a la fantasía. En los años treinta todos los novelistas parecían
saltar a los resplandores de la fama desde la más absoluta oscuridad. Eso
parecía acreditar la autenticidad del ejemplar. Las notas biográficas en las
solapas de las novelas eran tremendas. El autor, podías tener la completa
seguridad, había trabajado antes como albañil (Steinbeck), despachante de
transportes (Cain), botones (Wright), repartidor de la Western Union
(Saroyan), lavaplatos de un restaurante griego en Nueva York (Faulkner),
chófer de camión, leñador, cosechador de fresas, mecánico, piloto
agrícola… Era interminable… Algunos novelistas podían exhibir ristras
enteras de credenciales por el estilo… De esta manera podías cerciorarte de
que el género era auténtico…
Hacia los años cincuenta La Novela se había convertido en un torneo de
amplitud nacional. Existía la mágica suposición de que el fin de la Segunda
Guerra Mundial en 1945 significaba el amanecer de una nueva edad de oro
en la Novela Norteamericana, comparable a la era Hemingway-Dos Passos-
Fitzgerald que siguió a la Primera Guerra Mundial. Existía incluso una
especie de Club Olímpico donde los nuevos niños prodigio se encontraban
cara a cara todos los domingos por la tarde en Nueva York, por ejemplo, la
White Horse Tavern en Hudson Street… ¡Ah! ¡Ahí está Jones! ¡Ahí está
Mailer! ¡Ahí está Styron! ¡Ahí está Baldwin! ¡Ahí está Willingham! ¡En
carne y hueso… precisamente aquí en esta sala! El escenario estaba
estrictamente reservado a los novelistas, gente que escribía novelas, y gente
que rendía pleitesía a La Novela. No había sitio para el periodista, a menos
que asumiese el papel de aspirante-a-escritor o de simple cortesano de los
grandes. No existía el periodista literario que trabajase para revistas
populares o diarios. Si un periodista aspiraba al rango literario… mejor que
tuviese el sentido común y el valor de abandonar la prensa popular e
intentar subir a primera división.
En lo que concierne a la división pequeña de especialistas del reportaje,
dos de los contendientes, Portis y Breslin, lograron convertir en realidad la
fantasía. Los dos escribieron sus novelas. Portis lo consiguió de un modo
muy parecido a como ocurre en el sueño, fue increíble. Un día abandonó de
repente su corresponsalía en Londres del Herald Tribune. Algo que se
consideraba como un empleo de excepción en el negocio periodístico.
Portis se fue un día de improviso; así, tranquilamente, sin avisar. Regresó a
los Estados Unidos y se mudó a una cabaña de pescadores en Arkansas. En
seis meses escribió una hermosa y pequeña novela titulada Norwood, Luego
escribió True Grit, que fue un bestseller. Las críticas fueron fenomenales…
Vendió los derechos cinematográficos de ambos libros[2]… Ganó una
fortuna… ¡Una cabaña de pescadores! ¡En Arkansas! Era demasiado
puñeteramente perfecto para ser verdad, y aun así lo era. Lo que equivale a
decir que el viejo sueño, La Novela, jamás había muerto.
El caso es que al comenzar los años sesenta un nuevo y curioso
concepto, lo bastante vivo como para inflamar los egos, había empezado a
invadir los diminutos confines de la esfera profesional del reportaje. Este
descubrimiento, modesto al principio, humilde, de hecho respetuoso,
podríamos decir, consistiría en hacer posible un periodismo que… se leyera
igual que una novela. Igual que una novela, a ver si ustedes me entienden.
Era la más sincera fórmula de homenaje a La Novela y a esos gigantes, los
novelistas, desde luego. Ni siquiera los periodistas que se aventuraron
primero en esta dirección dudaban por un momento que el escritor era el
artista soberano en literatura, ahora y siempre. Todo cuanto pedían era el
privilegio de revestir su mismo ropaje ceremonial… hasta el día en que se
armaran de valor, se mudaran a la cabaña y lo intentaran de veras… Eran
soñadores, es cierto, pero no soñaron jamás una cosa. No soñaron jamás la
ironía que se aproximaba. Ni por un momento adivinaron que la tarea que
llevarían a cabo en los próximos diez años, como periodistas, iba a
destronar a la novela como máximo exponente literario.
2. IGUAL QUE UNA NOVELA

¿Qué es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger


un ejemplar de Esquire y leí un artículo que se titulaba «Joe Louis: el Rey
hecho Hombre de Edad Madura». El trabajo no comenzaba en absoluto
como el típico artículo periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de
un relato breve, con una escena más bien íntima; íntima al menos según las
normas periodísticas vigentes en 1962, en todo caso:
«—¡Hola, querida! —gritó Joe Louis a su mujer, al verla esperándole en
el aeropuerto de Los Ángeles.
Ella sonrió, acercándose a él, y cuando estaba a punto de empinarse
sobre sus tacones para darle un beso, se detuvo de pronto.
—Joe, ¿dónde está tu corbata? —preguntó.
—Ay, queridita —se excusó él, encogiéndose de hombros—. Estuve
fuera toda la noche en Nueva York y no tuve tiempo…
—¡Toda la noche! —cortó la mujer—. Cuando estás ahí, lo que tienes
que hacer es dormir, dormir y dormir.
—Queridita —repuso Joe Louis con una sonrisa fatigada—. Soy un
hombre viejo.
—Sí —concedió ella—. Pero cuando vas a Nueva York, quieres ser
joven otra vez».
El artículo destacaba varias escenas como esta, mostrando la vida
privada de un héroe del deporte que se hace cada vez más viejo, más calvo,
más triste. Enlaza con una escena en el domicilio de la segunda mujer de
Louis, Rose Morgan. En esta escena Rose Morgan exhibe una película del
primer combate entre Joe Louis y Billy Conn en un salón lleno de gente,
entre la cual se halla su actual marido.
«Rose parecía excitada al ver a Joe en su mejor forma, y cada vez que
un puñetazo de Louis hacía tambalear a Conn, mascullaba “Mummm”
(golpe). “Mummm” (golpe). “Mummm”.
Billy Conn estaba grandioso en los asaltos intermedios, pero cuando en
la pantalla centelleó el rótulo “13 Asalto”, alguien comentó:
—Ahora es cuando Conn va a cometer su error; intentar atacar a Joe
Louis.
El marido de Rose permaneció silencioso, sorbiendo su whisky.
Cuando las combinaciones de Louis comenzaron a surtir efecto, Rose
repitió “Mummmmm, mummmmm”, y luego el pálido cuerpo de Conn
empezó a derrumbarse contra la pantalla.
Billy Conn comenzó a incorporarse lentamente. El árbitro contaba sobre
él. Conn alzó una pierna, luego la otra, luego se puso de pie; pero el árbitro
le hizo retroceder. Era demasiado tarde.
… y entonces, por primera vez, al fondo del salón, desde las blancas
profundidades del sofá, resonó la voz del actual marido —otra vez esa
mierda de Joe Louis.
—Yo creo que Conn se levantó a tiempo —proclamó—, pero ese arbitro
no le dejó continuar.
Rose Morgan no dijo nada; simplemente engulló el resto de su bebida».
¿Qué demonios pasa? Con unos cuantos retoques todo el artículo podía
leerse como un relato breve. Los pasajes de ilación de escenas, los pasajes
explicativos, pertenecían al estilo convencional de periodismo de los años
cincuenta, pero se podían refundir fácilmente. El artículo se podía
transformar en un cuento con muy poco trabajo. Su carácter realmente
único, sin embargo, era el tipo de información que manejaba el reportero.
Al principio no conseguí entenderlo, francamente. De veras, no comprendía
que alguien tuviera acceso a cosas como la pequeña digresión personal
entre un hombre y su cuarta esposa en un aeropuerto, para luego seguir con
ese sorprendente cakewalk por el armario de los recuerdos en el salón de su
segunda esposa. Mi reacción instintiva, de defensa, fue pensar que el
hombre había cargado la suerte, como suele decirse… lo había adornado,
inventado el diálogo… Dios mío, tal vez había inventado escenas enteras, el
mentiroso sin escrúpulos… Lo gracioso del caso es que fue esa
precisamente la reacción que incontables periodistas e intelectuales
literarios experimentaron durante los nueve años siguientes en los que el
Nuevo Periodismo adquirió impulso. ¡Los cabritos se lo están inventando!
(Se lo digo yo, árbitro, esa jugada es ilegal…). La resolución elegante de un
reportaje era algo que nadie sabía cómo tomar, ya que nadie estaba
habituado a considerar que el reportaje tuviera una dimensión estética.
Por aquel tiempo yo leía revistas como Esquire raras veces. No habría
leído el artículo de Joe Louis de no estar escrito por Gay Talese. Después de
todo, Talese era un periodista del Times. Era uno de los que tomaban parte
en mi juego del reportaje. Lo que había escrito para Esquire se hallaba tan
por encima de lo que hacía (o le dejaban hacer) para el Times, que yo tenía
que descubrir lo que estaba pasando.
No mucho tiempo después, Jimmy Breslin empezó a escribir una
columna local extraordinaria para mi propio periódico, el Herald Tribune.
Breslin llegó al Herald Tribune de la nada, lo que quiere decir que había
escrito un centenar de artículos o así para revistas como True, Life y Sports
Illustrated. Como es natural, era virtualmente desconocido. En aquella
época, calentarse la cabeza como colaborador independiente de revistas
populares era un sistema garantizado de permanecer anónimo. Breslin
despertó la atención del editor del Herald Tribune, Jock Whitney, gracias a
su libro sobre los New York Mets[3], titulado Can’t Anybody Here Play This
Game? El Herald Tribune contrató a Breslin para escribir una columna
local «brillante», que pudiese contrarrestar algo de la balumba de la página
editorial, moderar los efectos anestésicos de expertos tales como Walter
Lippman y Joseph Alsop. Las columnas de los periódicos se han convertido
en una ilustración clásica de la teoría de que las organizaciones tienden a
elevar a la gente a sus niveles de incompetencia. La práctica usual consistía
en otorgarle a un hombre una columna como recompensa por sus servicios
distinguidos como reportero. De esta manera se perdía un buen reportero y
se ganaba un mal escritor. El arquetipo de los columnistas periodísticos era
Lippman. Durante 35 años Lippman no hizo en apariencia otra cosa que
ingerir el Times todas las mañanas, fagocitarlo en su ponderativo cacumen
durante unos cuantos días, para luego eyectarlo metódicamente bajo la
forma de una gota de papilla sobre la frente de varios cientos de miles de
lectores de otros periódicos en los días sucesivos. El único reportaje de
verdad que recuerdo que Lippman hiciera fue la visita protocolaria a un jefe
de estado, durante la cual tuvo la oportunidad de sentarse en mullidas
butacas de lujosos despachos y tragarse personalmente las mentiras
oficiales del homenajeado, en vez de leerlas en el Times. Y no pretendo
ridiculizar a Lippman, sin embargo. Solo hacía lo que se esperaba de él…
En cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento revolucionario. Hizo
el descubrimiento de que era realmente factible que un columnista
abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie con
su propio y genuino esfuerzo personal. Breslin iba a ver al redactor-jefe
local para preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se
marchaba de la casa, cubría la información a la manera de un reportero, y la
desarrollaba luego en su columna. Si la noticia era lo bastante significada,
su columna empezaba en primera página en vez de en el interior. Por obvio
que pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los
columnistas de periódico, fuesen locales o nacionales. Los columnistas
locales resultan aún más patéticos, si tal cosa es posible. Arrancan por lo
general con el depósito lleno, dándose a conocer como tremendos
boulevardiers y raconteurs, vendiendo al por menor en letra impresa todos
los maravillosos mots y anécdotas que han recogido a la hora del almuerzo
unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas, sin embargo,
empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan
boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el
tema. Empiezan a escribir sobre las cosas graciosas que ocurrieron cerca de
su casa el otro día, sobre chistes caseros como que la Querida Costilla o la
Dama del Avon se han largado, o sobre algún libro o artículo fascinante que
hayan estimulado su imaginación, o sobre cualquier cosa que han visto en la
televisión. ¡Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que
canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente
catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible
casi a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada
vez que ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida
doméstica, artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus
manos un alma hambrienta… Deberían de mandarle una cesta…
Pero Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el día
recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse
ante una mesa en la sala de la redacción local. Todo un espectáculo. Breslin
era un irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera negra y
las agallas de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se
encorvaba hasta adquirir la forma de una bola de bowling. Se ponía a beber
café y a fumar cigarrillos hasta que el vapor empezaba a impulsar su
cuerpo. Parecía una bola de bowling alimentada con oxígeno líquido. Al
entrar en ignición, comenzaba a teclear. Nunca he visto un hombre capaz de
escribir tan bien sobre la base de una hora de cierre fija. Recuerdo
particularmente un artículo suyo sobre la condena, por el delito de
extorsión, de un jefazo del Sindicato de Camioneros llamado Anthony
Provenzano. Al principio del artículo, Breslin presenta la imagen del sol
que entra a través de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y
que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique de Provenzano:
«La mañana no estaba nada mal. El patrón, Tony Provenzano, que es
uno de los capitostes de la Unión de Camioneros, recorría arriba y abajo el
pasillo que da paso a este tribunal federal de Newark, con una pequeña
sonrisa en el rostro mientras sacudía por todas partes la ceniza de una
boquilla blanca.
—Hoy hace un día estupendo para pescar —decía Provenzano—.
Tendríamos que salir y hacernos con unas truchas.
Luego separó las piernas un poco para abordar a un tipo gordo que se
llamaba Jack, que vestía un traje gris. Tony sacó la mano izquierda como si
lanzara el anzuelo sobre ese Jack. El diamante que Tony llevaba en el
meñique centelleó a la luz que entraba por las altas ventanas del pasillo.
Luego Tony se ladeó y le pegó a Jack una palmada en el hombro con la
mano derecha.
—Siempre en el hombro —rio uno de los individuos que estaban en el
pasillo—. Tony siempre le sacude a Jack en el hombro».
El artículo continúa por el estilo con los cortesanos de Jersey rodeando
y adulando a Provenzano, mientras el sol hace resplandecer el anillo de su
meñique. Dentro de la sala del tribunal, sin embargo, Provenzano empieza a
recibir su merecido. El juez empieza a reprenderle, y el sudor brota en el
labio superior de Provenzano. Luego el juez le condena a siete años, y
Provenzano empieza a retorcerse el anillo en el dedo meñique con la mano
derecha. Finalmente Breslin remata su trabajo con una escena en la
cafetería donde el joven fiscal que trabajó el caso está comiendo escalope y
ensalada de frutas puestos en una bandeja.
«—No llevaba nada que brillase en la mano. El tipo que ha hundido a
Tony Pro no tiene un anillo de diamantes en el meñique».
¡Bien! ¡Muy bien! ¡Decid lo que queráis! Ahí estaba, un relato breve,
completo con su simbolismo y todo, y encima sacado de la vida misma,
como suele decirse, sobre algo que ha ocurrido hoy, y que se puede comprar
en el quiosco a las once de esta noche por diez centavos…
El trabajo de Breslin suscitó un indefinido resentimiento tanto entre
periodistas como literatos durante el primer año o dos. Digo indefinido
porque nunca entendieron del todo lo que estaba haciendo… como no fuese
que de algún modo ruin y vulgar la producción del hombre era literaria.
Entre los intelectuales de la literatura se hablaba de Breslin como de «un
poli que escribe» o «un Runyon que hace asistencia social»[4]. No eran
insultos inteligentes siquiera, sin embargo, porque se basaban en la actitud
de Breslin, que parecía ser la del taxista con la gorra ladeada sobre un ojo.
Parecían no ser conscientes en absoluto de una parte crucial del trabajo de
Breslin: esto es, su labor como reportero. Breslin convirtió en una
costumbre el llegar al escenario mucho antes del acontecimiento con el fin
de recoger material ambiental, el ensayo en el cuarto de maquillaje, que le
permitieran crear un personaje. De su modus operandi formaba parte el
recoger los detalles «novelísticos», los anillos, la transpiración, las
palmadas en el hombro, y lo hacía con más habilidad que muchos
novelistas.
Los profesionales de la literatura no captaron este aspecto del Nuevo
Periodismo, a causa del supuesto inconsciente por parte de la crítica
moderna de que la materia prima está sencillamente «ahí». Es lo que está
«dado». La idea es: Dado tal y tal cuerpo de material, ¿qué ha hecho el
artista con él? El papel crucial que ese trabajo de reportero juega en
cualquier tipo de narración, ya sea en novelas, películas, o ensayos, es algo
que no es que haya sido ignorado, sino sencillamente que no se ha
comprendido. La noción moderna del arte es una esencialmente religiosa o
mágica, según la cual se considera al artista como una bestia sagrada que,
de algún modo, grande o pequeño, recibe fogonazos provenientes de la
cabeza del dios, proceso que se denomina creatividad. El material es
meramente su arcilla, su paleta… Hasta la obvia relación entre la crónica y
las grandes novelas —basta con pensar en Balzac, Dickens, Gógol, Tolstói,
Dostoievski, y, de hecho, Joyce— es algo que los historiadores literarios
han considerado únicamente en un sentido biográfico. Le ha tocado al
Nuevo Periodismo llevar esta extraña cuestión de la crónica a primer plano.

Pero eso son cuestiones sobre las que volveremos más tarde. No recuerdo
que nadie hablase de ellas por aquel entonces. Yo no, desde luego. En la
primavera de 1963 hice mi presentación personal en este nuevo ruedo,
aunque sin proponérmelo. He descrito ya (en la introducción de El
Embellecido Cochecito Aerodinámico Fluorescente) las extrañas
circunstancias en las que escribí mi primer artículo para una revista —«ahí
viene (¡Vruum! ¡Vruum!) ese Embellecido Cochecito Aerodinámico
(¡Rahghhh!). Fluorescente (¡Thphhhhhh!). Doblando la Curva
(Brummmmmmmmmmmmmmmmm)…»— en forma de lo que creía un
simple memorándum al director gerente de Esquire. Este artículo no era por
ningún concepto un relato corto, pese al empleo de escenas y de diálogo. Yo
no pretendía tal cosa en absoluto. Es difícil de explicar cómo era. Era una
subasta de cosas usadas, aquel artículo… bosquejos, retales de erudición,
fragmentos de notas, breves ráfagas de sociología, apostrofes, epítetos,
lamentos, cháchara, todo lo que me venía a la cabeza, cosido en su mayor
parte de forma tosca y torpe. En eso residía su virtud. Me descubrió la
posibilidad de que había algo «nuevo» en periodismo. Lo que me interesó
no fue solo el descubrimiento de que era posible escribir artículos muy
fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente propias de la novela y
el cuento. Era eso… y más. Era el descubrimiento de que en un artículo, en
periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, desde los
tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear
muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un espacio
relativamente breve… para provocar al lector de forma a la vez intelectual y
emotiva. No estoy echándole gladiolos a ese más bien pintoresco primer
trabajo mío, entiéndanme. Hablo únicamente de lo que me sugirió.
Pronto tuve oportunidad de explorar cada una de las posibilidades que
se me ocurrían. El Herald Tribune me asignó servicios simultáneos, como si
fuera un defensa escoba. Dos días por semana trabajada oficialmente en la
redacción local como reportero a cargo de asuntos generales, como de
costumbre. Los otros tres días me dedicaba oficialmente a preparar un
artículo semanal de 1500 palabras para el nuevo suplemento dominical del
Herald Tribune, que se llamaba New York. Al mismo tiempo, a partir del
éxito de «Ahí Viene (¡Vruum! ¡Vruum!). Ese Embellecido Cochecito
Aerodinámico (¡Rahghh!). Fluorescente (¡Thphhhhh!). Doblando la Curva
(¡Brummmmmmmmmmmmmmrnmm!)…», fabricaba también artículos
para Esquire. Esta distribución laboral era lo bastante insensata para
empezar. Recuerdo haber hecho una escapada en avión a Las Vegas en mis
dos días de trabajo oficial en el Herald Tribune para escribir un artículo
encargado por Esquire —«¡¡¡¡Las Vegas!!!!»—, sentarme luego dándome
vueltas la cabeza en el borde de una cama de raso blanco en una suite Hog-
Stomping Baroque en un hotel del Strip —en el decorado que llaman Hog-
Stomping Baroque hay candelabros de cristal de 400 libras en los cuartos de
baño— y coger el teléfono para dictar al equipo taquigráfico de la redacción
local del Tribune el último tercio de un artículo sobre las carreras de
demolición de coches en Long Island para New York —«Sana diversión en
Riverhead»—, esperando terminar a tiempo para mi cita con un psiquiatra
vestido con traje de seda negra de moaré con botones de metal y cuello
vuelto sobre los hombros, sin solapas, uno de los dos únicos psiquiatras de
Las Vegas County por aquel entonces, que me acompañaría a visitar a las
víctimas del Strip en el pabellón estatal de enfermos mentales que se
hallaba más allá de Charleston Boulevard. Lo más insensato del asunto es
que el artículo sobre las carreras de demolición de coches fue el último que
escribí que se acercara más o menos a las 1500 palabras. En lo sucesivo
empezaron a aumentar hasta 3000, 4000, 5000, 5000 palabras. Igual que
Pascal, lo lamentaba, pero no tenía tiempo de escribirlos más cortos. En los
nueve meses que quedaban de 1963 y la primera mitad de 1964 escribí tres
largos artículos más para Esquire y veinte para New York. Todo eso sin
contar lo que estaba escribiendo como reportero para la redacción local del
Herald Tribune dos días por semana. La idea de un día libre perdió toda
significación. Recuerdo que me puse furioso el lunes 25 de noviembre de
1963, porque necesitaba desesperadamente ponerme en contacto con ciertas
personas para terminar algún que otro artículo y todas las oficinas de Nueva
York parecían estar cerradas, una tras otra. Era el día del funeral del
Presidente Kennedy. Recuerdo que me puse a mirar la televisión…
malhumorado, pero no por nobles motivos.
Puesto a experimentar en este terreno, las condiciones por las que
trabajaba entonces no podían ser más ideales. Escribía principalmente para
New York, que, como ya he dicho, era un suplemento dominical. En aquella
época, 1963, los suplementos dominicales estaban cerca de ser la forma más
humilde de publicación periódica. Su jerarquía andaba muy por debajo del
periódico diario normal, y solo ligeramente por encima de la prensa
sensacionalista, de papeles como el National Enquirer en su época
«Abandoné a Mis Niños en la Puerta del Orfanato». Como resultado, los
suplementos dominicales no tenían tradiciones, ni pretensiones, ni
esperanzas de sobrevivir, ni siquiera reglas de cómo había que expresarse.
Eran como un caramelo para el intelecto, eso es todo. Los lectores no se
sentían culpables si los ponían a un lado, los tiraban o no los miraban
siquiera. No experimenté nunca la menor vacilación ante cualquier artificio
que razonablemente atrajese la atención del lector unos cuantos segundos
más. Traté de gritarle justo al oído: ¡Quieto ahí!… En los suplementos
dominicales no había sitio para las almas apocadas. Así fue como empecé a
jugar con el artificio del punto-de-vista.
Por ejemplo, una vez escribí un artículo sobre las chicas detenidas en la
Prevención de Mujeres de Greenwich Village[5], en el cruce de la Avenida
Greenwich y la Avenida de las Américas, un cruce que se conocía como el
Paraíso de las Chaladas. Las chicas solían gritarles a los chicos de la calle, a
todos los simpáticos, libres, pusilánimes y satisfechos viandantes del
Village que veían andar por allá abajo. Le gritaban a cada varón el primer
nombre que se les ocurría —«¡Bob!». «¡Bill!». «¡Joe!». «¡Jack!».
«¡Jimmy!». «¡Willie!». «¡Benny!»— hasta que acertaban con el correcto, y
algún pobre bobo se detenía para mirar hacia arriba y contestarles. Ellas le
sugerían entonces un montón de singulares imposibilidades anatómicas para
que el chico se distrajese probándolas consigo mismo y se echaban a reír
como locas. Yo estaba allí una noche, cuando pescaron a un chico de unos
veintiún años llamado Harry. Así que empecé el artículo con las chicas
gritándole:
«—¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-
ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ryyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!».
Miré lo que había escrito. Me gustó. Decidí que me divertiría gritarle yo
mismo a aquel cabrito. Así que empecé a increparle, yo también, en la frase
siguiente:
«Oh, querido y amable Harry, con tu peinado de gánster de película
francesa, con tu camiseta de cuello alto de la Ski Shop y encima tu camisa
de algodón azul del economato del Ejército y la Armada, con tus pantalones
de pana de Bloomsbury que viste anunciados en la edición aérea del
Manchester Guardian y que te mandaron por encargo, y con tu agazapada y
plana libido intelectual errante por Greenwich Village… ¿te ha invocado a
ti realmente esa sirena?».
Entonces hice que las chicas le gritasen otra vez:
«¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-airyyyyyyyyyy!».
Entonces volvía a empezar de nuevo, y así sucesivamente. No había
nada sutil en semejante procedimiento, que podría denominarse el Narrador
Insolente. Todo lo contrario. Por eso precisamente me gustó. Me gustó la
idea de arrancar un artículo haciendo que el lector, a través del narrador,
hablase con los personajes, se insolentase con ellos, les insultase, les
hostigase con ironía o superioridad, o lo que fuera. ¿Por qué pretender que
el lector se quede tumbado y deje que los personajes vayan llegando de uno
en uno, como si su mente fuera una barra giratoria de entrada al metro?
Pero yo era democrático acerca de eso, de veras que lo era. A veces me
metía yo en el artículo y jugaba conmigo mismo. Podía convertirme en «el
hombre del Borsalino marrón», un enorme y algo policial sombrero italiano
que usaba entonces, o «el hombre de la corbata Big Lunch». Escribía sobre
mí en tercera persona, por lo general como si fuera un espectador perplejo o
alguien que pasa por la calle, lo que era con frecuencia el caso. Una vez
incluso comencé un artículo[6] sobre un vicio al que yo también me sentía
inclinado, los trajes hechos a medida, como si el narrador insolente fuese
otra persona… que me trataba a mí con impertinencia: «Ojales de verdad.
¡Eso es! Un hombre se puede desabrochar la manga en la muñeca con el
pulgar y el índice, porque esa clase de trajes llevan ojales de verdad ahí.
Tom, chico, es terrible. En cuanto lo descubres, ya no te puedes pasar sin
eso. ¡De ninguna manera!»… así por el estilo cualquier cosa con tal de
evitar mi entrada en materia como el narrador periodístico habitual, con un
susurro en la voz, como el locutor de radio en un partido de tenis.
La voz del narrador, de hecho, era uno de los grandes problemas en la
literatura de no-ficción. La mayoría de los escritores de no-ficción sin
saberlo, lo hacían en una tradición británica vieja de un siglo, según la cual
se daba por entendido que el narrador debe asumir una voz tranquila,
cultivada y, de hecho, distinguida. La idea era que la voz del narrador debía
ser como las paredes blanquecinas o amarillentas que Syrie Maugham
popularizó en la decoración de interiores… un «fondo neutral» sobre el cual
pudieran destacar pequeños toques de color. La elipsis era la cuestión. No
pueden imaginar lo categórica que era la palabra «elipsis» entre los
periodistas y los literatos hace diez años. Algo hay que decir en favor del
concepto, naturalmente, pero el problema residía en que al principio de los
años sesenta la elipsis se había convertido en un auténtico tapiz mortuorio.
Los lectores se aburrían hasta las lágrimas sin comprender el porqué.
Cuando se topaban con ese tono beige pálido, esto empezaba a señalarles,
inconscientemente, que aparecía otra vez un pelmazo familiar, «el
periodista», una mente pedestre, un espíritu flemático, una personalidad
apagada, y no había forma de desembarazarse de esa rutina desvaída, como
no fuera abandonar la lectura. Eso no tenía nada que ver con la objetividad
y la subjetividad, o asumir una postura o un «compromiso»: era una
cuestión de personalidad, energía, empuje, brillantez… La voz del
periodista medio tenía que ser como la voz del locutor medio… un
ronroneo, un zumbido…
Para evitar esto yo no vacilaba en recurrir a cualquier Cosa. Escribí un
artículo[7] sobre Junior Johnson, un corredor automovilístico de Ingle
Hollow, Carolina del Norte, que había aprendido a conducir transportando
whisky de contrabando a Charlotte y otros puntos de distribución. «No
existe un trabajo más duro en el mundo que contrabandear whisky»,
explicaba Johnson. «No conozco ningún otro negocio que te obligue a
levantarte a cualquier hora de la noche y salir a andar por la nieve y todo
eso y trabajar. Es el modo más difícil del mundo de ganarse la vida, y no
creo que nadie lo haga sin que le hayan obligado». En este caso, mientras
Junior Johnson explicaba la industria del whisky americano de maíz, no
había problema, porque a) el diálogo tiende a ser de natural atractivo, o
fascinante, para el lector; y b) la jerga de Ingle Hollow que emplea resultaba
insólita. Pero luego tenía que hacerme cargo yo de la explicación, con el fin
de resumir en unos cuantos párrafos la información que había reunido en
varias entrevistas. Así que… decidí adoptar yo también el lenguaje de Ingle
Hollow, desde el momento en que le venía bien al tema. No hay ninguna ley
sobre que el narrador tenga que hablar en beige o en el dialecto de los malos
periodistas de Nueva York. Así que continué la explicación yo mismo,
como sigue:
«La mezcla que fermenta no le espera a uno. Empieza a soltar espuma
cuando está a punto y uno tiene que estar allí para quitársela, esté en los
bosques, en la maleza, en los zarzales, en el estercolero, en la nieve. Sería
una gran cosa que uno lo tuviera todo a mano dentro de un viejo y cómodo
cobertizo con techo de metal ondulado y ordenara esas piezas como a uno le
dé la gana y no tuviera que contrabandear todo ese cobre y todo ese azúcar
y todo lo demás y fuera calderero y plomero y tonelero y carpintero y
caballo de tiro y todo eso que Dios nunca ha visto, todo de una pieza.
Y vivir de una manera decente… Junior y sus hermanos, sobre las dos
de la madrugada, salen a hurtadillas hacia el escondrijo, el lugar donde se
ha ocultado el licor una vez hecho…».
Yo imitaba el acento de un contrabandista de whisky de Ingle Hollow,
con el fin de crear la ilusión de ver la acción a través de la mirada de
alguien que se halla realmente en el escenario y forma parte de él, más que
hablar como un narrador beige. Empecé a considerar este procedimiento
como la voz de proscenio, como si los personajes que se hallan en primer
término del protagonista estuvieran hablando.
Con las descripciones hacía la misma cosa. En vez de presentarme
como el locutor radiofónico que describe la gran parada, me deslizaba lo
más rápidamente en las cuencas del ojo, como si dijéramos, de los
personajes del artículo. Con frecuencia cambiaba el punto de vista en mitad
de un párrafo o incluso de una frase. Empecé un artículo sobre Baby Jane
Holzer, titulada «La Chica del Año», de la manera siguiente:
«Flequillos melenas bouffants peinados campana gorras Beatle caras
mantecosas pestañas postizas ojos pintados jerseys rellenos puntiagudos
sostenes franceses chaquetas de cuero con flecos pantalones tejanos
pantalones ceñidos tejanos ceñidos culos golosos botas altas con cremallera
botas cortas zapatillas Knight de bailarina, cientos de ellas, esas llamativas
pollitas, agitándose y gritando, corriendo de un lado para otro dentro del
teatro de la Academy of Music bajo aquella vasta y vieja y polvorienta
cúpula con querubines allá arriba —¿no son supermaravillosas?
—¿No son supermaravillosas? —exclama Baby Jane, y añade—: ¡Hola,
Isabel! ¡Isabel! ¿No quieres sentarte entre bastidores… con los Stones?
El espectáculo no ha comenzado aún. Los Rolling Stones no han salido
siquiera a escena, el local está repleto de una gran penumbra negruzca y
mugrienta, y de esas llamativas pollitas.
Las chicas se retuercen de esta manera y de aquella otra en el pasillo y a
través de ojos fuertemente pintados, balanceándose con sus pestañas
postizas Lengua de Tigre Lámeme y sus appliqués negros, balanceándose
como árboles de Navidad de escaparate, no dejan de mirarla a ella —Baby
Jane— sobre el pasillo».
El párrafo inicial es un torrente de ropa Groovy[8], que termina con la
frase «¿No son supermaravillosas?». Con esta frase el punto de vista pasa a
Baby Jane, y es a través de sus ojos que miramos a las chicas, «las
llamativas pollitas», que se agolpan en el teatro. La descripción continúa a
través de la mirada de Jane hasta la frase «no dejan de mirarla —a ella—
Baby Jane», a partir de la cual el punto de vista bascula a las chicas, y el
lector se encuentra de improviso mirando a Baby Jane a través de los ojos
de ellas: «¿Qué diablos es esto? Ella es vistosa hasta el más desaforado de
los extremos. Su cabello se yergue sobre su cabeza en una enorme corona
hirsuta, un bronceado intenso florece en una cara angosta con dos ojos
abiertos —¡swock!— como paraguas, con todo ese pelo que flota sobre una
casaca hecha de… ¡cebra! ¡Esas pobres franjas huérfanas! ¡Oh, maldita sea!
Ahí está con sus amigas, algo así como una especie de abeja reina para
todas las llamativas pollitas que hay por doquier».
De hecho, tres puntos de vista se emplean en este pasaje bastante breve,
el punto de vista del personaje principal (Baby Jane), el punto de vista de
las personas que la están mirando (las «llamativas pollitas»), y el mío
propio. Yo cambiaba continuamente de punto de vista en un sentido o en
otro, a menudo con brusquedad, en muchos de los artículos que escribí en
1963, 1964 y 1965. Con el tiempo un crítico me calificó de «camaleón» que
instantáneamente asumía la coloración de aquello sobre lo que estaba
escribiendo. Para él era un defecto. Yo lo tomé como un cumplido. Un
camaleón… ¡pero si se trataba de eso!
A veces utilicé el punto de vista en el sentido jamesiano con que lo
entienden los novelistas, para entrar en seguida en la mente de un personaje,
para vivir el mundo a través de su sistema nervioso central a lo largo de una
escena determinada. Al escribir sobre Phil Spector («El Primer Magnate
Adolescente»), comencé el artículo no solo dentro de su mente sino con un
virtual monólogo interior. Una de las revistas de información consideró
aparentemente mi artículo sobre Spector como una proeza inverosímil,
porque le entrevistaron y le preguntaron si no creía que este pasaje era una
simple ficción que se apropiaba su nombre. Spector respondió que, de
hecho, le parecía muy exacto. Esto no tenía nada de sorprendente, en cuanto
cada detalle de este pasaje estaba tomado de una larga entrevista con
Spector sobre cómo se había sentido exactamente en aquella ocasión:
«Todas esas gotas de lluvia deben de estar drogadas o algo. No bajan
resbalando por la ventanilla, van hacia atrás, hacia la cola, como carcamales
que caminasen sobre un colchón. El aeroplano se desliza sobre el cemento
hacia la pista, para despegar, y esa estúpida agua infartada resbala,
oblicuamente, de un lado a otro de la ventanilla. Phil Spector, 23 años, el
magnate del rock and roll, productor de Philles Records, el primer nabab
adolescente de Norteamérica, observa… esa patología acuosa… es
enfermiza, fatal. Aprieta el cinturón del asiento sobre sus entrañas… Un
zumbido brota del interior del avión, un chorro de aire sale disparado por el
orificio de ventilación sobre el asiento de alguien, algún bobo enciende un
cono de luz, hay un letrero que se alza junto a la pista, una absurda, crítica,
demente instrucción al piloto —Pista 4, ¿Están Las Fundas Superiores del
Cilindro BAJADAS?— y más allá una confusa hilera de luces de un color
azul sulfuroso, igual que las luces del techo de una fábrica de pasta
dentífrica de Nueva Jersey, solo que desparramadas sin parar en hileras azul
sulfuroso sobre el condado de Los Ángeles. Todo es… confuso. Gotas de
lluvia esquizoides. El aeroplano se parte en dos durante el despegue y todos
los pasajeros de la mitad delantera se abalanzan sobre Phil Spector en un
torrente de cuerpos entre una espesa y anaranjada… ¡napalm! No, ocurre en
lo alto; hay un gran desgarrón en el costado del aparato, sencillamente se
desgarra, ve rasgarse el techo, combarse en perversos goterones, como un
huevo enfermizo de Dalí, y Phil Spector sale volando por la hendidura,
sombrío, glacial. Y el aeroplano, es de caña…
—¡Señorita!
Una azafata se dirige hacia el fondo con el fin de abrocharse el cinturón
para despegar. El avión se mueve, los reactores truenan. Bajo una falda azul
Lifebuoy, sus piernas a prueba de incendios se oyen rítmicamente, saliendo
de unas incitantes-rosadas braguitas Fantasy…».
Tenía la sensación, con razón o sin ella, de hacer cosas que nadie nunca
había hecho antes en periodismo. Solía intentar imaginarme lo que
experimentaban los lectores al encontrarse con toda esa desenvoltura y
fragmentación en un suplemento dominical. Me gustaba esa idea. No me
sentía parte integrante de ningún medio periodístico o literario normal. Más
tarde leí la nostalgia del crítico inglés John Bailey de una época en la que
los escritores tenían el sentido de Pushkin de «mirar a todas las cosas de
nuevo», como si fuera por primera vez, sin la constante intimidación de ser
consciente de lo que otros escritores habían hecho ya. Esa era exactamente
la sensación que yo tenía a mediados de los años sesenta.
Estoy seguro de que otros que hacían experiencias en los artículos de
revista, empezaban a sentir lo mismo, como Talese. Estaban traspasando los
límites convencionales del periodismo, pero no simplemente en lo que se
refiere a técnica. La forma de recoger material que estaban desarrollando se
les aparecía también como mucho más ambiciosa. Era más intensa, más
detallada, y ciertamente consumía más tiempo del que los reporteros de
periódico o de revista, incluyendo los reporteros de investigación,
empleaban habitualmente. Fomentaron la costumbre de pasarse días enteros
con la gente sobre la que estaban escribiendo, semanas en algunos casos.
Tenían que reunir todo el material que un periodista persigue… y luego ir
más allá todavía. Parecía primordial estar allí cuando tenían lugar escenas
dramáticas, para captar el diálogo, los gestos, las expresiones faciales, los
detalles del ambiente. La idea consistía en ofrecer una descripción objetiva
completa, más algo que los lectores siempre tenían que buscar en las
novelas o los relatos breves: esto es, la vida subjetiva o emocional de los
personajes. Por eso es por lo que resultó tan irónico que la vieja guardia del
periodismo y la literatura empezase a tachar a este nuevo periodismo de
«impresionista». Las facetas más importantes que se experimentaban en lo
que a técnica se refiere, dependían de una profundidad de información que
jamás se había exigido en la labor periodística. Solo a través del trabajo de
preparación más minucioso era posible, fuera de la ficción, utilizar escenas
completas, diálogo prolongado, punto de vista y monólogo interior. Con el
tiempo, yo y otros fuimos acusados de «meternos en la mente de los
personajes»… ¡Pero si de eso se trataba! Para mí esto era un timbre más
que el reportero tenía que pulsar.

La mayoría de la gente que con el tiempo ha escrito sobre mi estilo, sin


embargo, tiende a centrarse en ciertos manierismos: el uso abundante de
puntos, guiones, signos de exclamación, cursivas y ocasionalmente figuras
de puntuación que no se habían empleado nunca : : : : : : : : : : y de
interjecciones, gritos, palabras sin sentido, onomatopeyas, mimesis,
pleonasmos, empleo continuo del presente histórico, etcétera. Esto me
parecía bastante natural, por cuanto muchos de estos artificios resultaban
perceptibles incluso antes de leer una sola palabra. La tipografía realmente
parecía distinta. Con referencia a mi empleo de cursivas y signos de
exclamación, un crítico observó, con desdén, que mi trabajo parecía sacado
en cierto modo del diario de infancia de la reina Victoria. Los diarios de
infancia de la reina Victoria son, de hecho, muy entretenidos, incluso
encantadores. Basta compararlos con los kilómetros de prosa oficial que
derramó sobre Palmerston, Wellington, Gladstone en cartas y comunicados,
y sobre el pueblo inglés en sus proclamaciones, para comprender lo que
quiero decir. Descubrí una gran cantidad de signos de puntuación y
tipografía que yacían durmientes cuando yo empecé… y debo confesar que
me divertí mucho empleándolos. Imaginé que ya era hora de que alguien
violase lo que Orwell llamaba «las convenciones de Ginebra del
pensamiento»… un protocolo que había encerrado al periodismo y más
generalmente la no-ficción (y las novelas) en una tan tediosa cárcel durante
tanto tiempo. Descubrí que cosas como los signos de exclamación, las
cursivas, y los cambios bruscos (guiones) y las síncopas (puntos)
contribuían a crear la ilusión de que una persona no solo hablaba sino
también de que una persona pensaba. Solía divertirme poniendo puntos
suspensivos donde menos se esperaba, no al final de una frase sino en la
mitad, para crear el efecto… de un ritmo discontinuo. Me parecía que la
mente reaccionaba ¡ante todo!… en puntos, guiones, y signos de
exclamación, racionalizados luego, reforzados fugazmente, por medio de
comas.
Pronto descubrí que a la gente le gustaba parodiar mi estilo. Hacia 1966
las parodias comenzaron a llegar en tromba. He de confesar que las leía
todas. Supongo que era porque en el fondo de toda parodia se esconde la
bola de oro de un homenaje. Hasta las parodias hostiles admiten desde el
principio que el blanco posee una voz distinta.
No ocurre muy a menudo que uno se tope con un nuevo estilo, punto. Y
si un estilo nuevo se creaba no a través de la novela, ni del cuento, ni del
poema, sino a través del periodismo… supongo que eso resultaría
extraordinario. Fue probablemente esa idea —más que cualquier artificio
determinado, como emplear escenas y diálogo en un estilo «novelístico»—
lo que hizo concebir grandes ideas acerca de un periodismo nuevo. A mi
modo de ver, si un estilo literario nuevo podía nacer del periodismo,
resultaba entonces razonable que el periodismo pudiese aspirar a algo más
que una simple emulación de esos envejecidos gigantes, los novelistas.
3. TOMANDO EL PODER

No tengo ni idea de quién concibió la etiqueta de «El Nuevo Periodismo» ni


de cuándo fue concebida. Seymour Krim me dijo que la oyó por primera
vez en 1965, cuando era redactor-jefe de Nuggel y Peter Hamill le llamó
para encargarle un artículo titulado «El Nuevo Periodismo» sobre gente
como Jimmy Breslin y Gay Talese. Fue a finales de 1966 cuando se oyó
hablar por primera vez a la gente del «Nuevo Periodismo» en las tertulias,
que yo recuerde. No estoy seguro… A decir verdad, jamás me ha gustado
esa etiqueta. Todo movimiento, grupo, partido, programa, filosofía o teoría
que pretenda ser «Nuevo» no hace más que pedir guerra. El carro de la
basura de la historia está lleno de ejemplos: el Nuevo Humanismo, la Nueva
Poesía, la Nueva Crítica, el Nuevo Conservadurismo, la Nueva Frontera, il
Stilo Novo… El Mundo de Mañana… Sin embargo, la etiqueta de «Nuevo
Periodismo» acabó por pegar. No era un «movimiento». Carecía de
manifiestos, clubs, salones, camarillas; ni siquiera disponía de un café
donde se reunieran los fieles, desde el momento en que no existía credo ni
fe. En la época, mediados los años sesenta, uno solo se daba cuenta de que
por arte de magia existía una cierta agitación artística en el periodismo, y de
que este hecho resultaba nuevo en sí mismo.
Ignoro cuál podía ser la historia de aquello, si es que la había. Entonces
la perspectiva histórica no me interesaba. Lo único que sabía es lo que unos
cuantos escritores estaban consiguiendo en Esquire, Thomas B. Morgan,
Brock Brower, Terry Southern y, sobre todo, Gay Talese… incluso un par
de novelistas estaban metidos en aquello, Norman Mailer y James Baldwin,
que escribían artículos para Esquire… y, naturalmente, los colaboradores de
mi suplemento dominical, New York, principalmente Breslin, pero también
Robert Christgau, Doon Arbus, Gail Sheehy, Tom Gallagher, Robert Benton
y David Newman. Yo fabricaba artículos tan deprisa como podía y estaba
pendiente de los hallazgos que esta gente conseguía hacer. Yo me hallaba
completamente envuelto por esa pequeña agitación que se estaba
produciendo. Era un pequeño grupo muy compacto.
Como resultado, jamás tuve la más mínima idea de que eso pudiese
tener algún impacto en el mundo literario o, en cuanto a eso, cualquier otra
esfera más allá del pequeño mundo del periodismo de reportaje. Debí tener
un poco más de vista, sin embargo. Hacia 1966 el Nuevo Periodismo había
cobrado ya su tributo literario y al contado: esto es, amargura, envidia y
resentimiento.
Tal estado de espíritu estalló durante un curioso episodio conocido
como «el caso del New Yorker». En abril de 1965, en New York, el
suplemento dominical del Herald Tribune, yo había hecho lo que creí una
alegre burla de la revista The New Yorker en un artículo de dos partes
titulado: «¡Pequeñas Momias! La Verdadera Historia del Soberano de la
Tierra de los Muertos Vivientes de la Calle 43». Un gran número cómico y
sportif, ustedes ya me entienden. El caso es que provocó un cabreo de mil
demonios. En lo más recio del mismo los «coroneles» tanto del Periodismo
como de la Literatura lanzaron su primer ataque contra esa execrable
chusma vulgar infiltrada en sus filas, esos escritores de revistas que
practicaban esa abominable fórmula nueva…
Los ataques más insistentes vinieron de dos publicaciones relativamente
nuevas pero eminentemente conservadoras. Uno fue montado por el que era
ya el más importante órgano del periodismo tradicional en los Estados
Unidos, el Columbia Journalism Review, y el otro por el órgano principal
de los ensayistas literarios veteranos y «hombres de letras»
norteamericanos, The New York Review of Books. Ambos ofrecían listas de
«errores» de mi artículo sobre The New Yorker, listas[9] maravillosas, tan
misteriosas y desconcertantes como la factura de una operación de cirugía
estética, a través de las cuales concluían que ahí estaba ese abominable
género nuevo, esa «forma bastarda», ese «Paraperiodismo», una
condecoración que no solo me colgaron a mí y a New York y a todos sus
trabajos, sino también a Breslin, Talese, Dick Schaap y, por lo que ellos
imaginaban, Esquire[10]. Acéptense las listas o no, la estrategia en sí era
reveladora. Mi artículo sobre The New Yorker no era siquiera un ejemplo
del nuevo género; no usaba ni técnicas de reportaje ni técnicas literarias;
bajo unas cuantas gotas de sangre al estilo Police Gazette, no era más que
una crítica tradicional, un alfilerazo, un ataque, un «ensayo» de la vieja
escuela. Poco o nada tenía que ver con lo que yo había escrito antes. Y
desde luego no tenía nada que ver con la obra de ningún escritor. Aun así,
creo que el furor de aquellos periodistas y literatos era sincero. Creo que
tras considerar el trabajo que una docena de escritores o así, Breslin, Talese,
y yo mismo entre ellos, estaban haciendo para New York y Esquire, se
sentían confundidos, ofuscados… Esto no puede estar bien… Esa gente
hacía trampas, adornaba las cosas, inventaba el diálogo… Dios mío, tal vez
habían inventado escenas enteras, los mentirosos sin escrúpulos (Se lo digo
yo, arbitro, esa jugada es ilegal). Necesitaban creer, en suma, que esta
nueva forma no era legítima… era una «forma bastarda».
El trastorno de los profesionales del periodismo no constituía ningún
misterio. Eran poco más que simples practicones que se resistían a la
innovación. Para el director medio de un periódico un concurso de acertijos
con premio significaba el colmo de la novedad. La oposición literaria, no
obstante, era más compleja. Mirando ahora hacia atrás, está claro que lo que
sucedió fue lo siguiente: la repentina aparición de este nuevo estilo de
periodismo, sin raíces ni tradiciones, había provocado un pánico en el
escalafón de la comunidad literaria. Durante todo el siglo veinte los literatos
se habían habituado a un escalafón de estructura muy estable y
aparentemente eterna. Era algo así como una estructura de clase según el
modelo del siglo dieciocho, en la cual uno podía competir únicamente con
gente de su misma categoría. La clase literaria más elevada la constituían
los novelistas; el comediógrafo ocasional o el poeta podían pertenecer a
ella, pero antes que nada estaban los novelistas. Se les consideraba como
los únicos escritores «creativos», los únicos artistas de la literatura. Tenían
el acceso exclusivo al alma del hombre, las emociones profundas, los
misterios eternos, y así sucesivamente y etcétera… La clase media la
constituían los «hombres de letras», los ensayistas literarios, los críticos
más autorizados; también podían pertenecer a ella el biógrafo ocasional, el
historiador o el científico con aficiones cosmológicas, pero antes que nada
estaban los hombres de letras. Su provincia era el análisis, la «intuición», el
ejercicio del intelecto. No se hallaban al mismo nivel que los novelistas,
cosa que sabían muy bien, pero eran los prácticos que imperaban en la
navegación de la literatura de no-ficción… La clase inferior la constituían
los periodistas, y se hallaban a un nivel tan bajo de la estructura que apenas
si se percibía su existencia. Se les consideraba principalmente como
operarios pagados al día que extraían pedazos de información bruta para
mejor uso de escritores de mayor «sensibilidad». En cuanto a los que
escribían para las revistas populares y los suplementos dominicales, los
llamados escritores independientes… a excepción de unos pocos
colaboradores del The New Yorker, ni siquiera formaban parte del escalafón.
Eran el lumpenproletariado.
Y de improviso, mediados los años sesenta, he aquí que surge una horda
de miembros de ese lumpenproletariado, nada menos, una horda de
escritores de revistas baratas y suplementos dominicales, sin credenciales
literarios de ninguna clase en la mayoría de los casos —solo que emplean
todas las técnicas de los novelistas, hasta las más sofisticadas— y por si
esto fuera poco se nutren de las intuiciones de los hombres de letras
mientras están en ello… y al mismo tiempo continúan practicando su
sórdido trabajo errante de cada día, «escarbando», atropellando, recogiendo
abominable material de ese que solo se divulga en los vestuarios de
caballeros —y asumen todos estos papeles al mismo tiempo—; en otras
palabras, se permiten ignorar las categorías literarias que han estado
forjándose durante casi un siglo.
El pánico se propagó primero entre los hombres de letras. Si las hordas
de lumpenproletarios se salían con la suya, si su nueva forma conquistaba
algún tipo de respetabilidad literaria, si de algún modo se les aceptaba como
«creadores», los hombres de letras se verían despojados hasta de su puesto
de prácticos imperantes en la navegación de la literatura de no-ficción.
Darían con sus huesos en la Clase Media Baja (Apéndice 4). Esto empezaba
a suceder ya. La primera indicación que tuve me llegó por un artículo del
número de junio de 1966 de Atlantic, escrito por Dan Wakefield, titulado
«La Voz Personal y el Ojo Impersonal». El quid del artículo radicaba en que
este era el primer período que se recordaba, en el que los componentes del
mundo literario empezaban a hablar de la no-ficción como de una forma
literaria seria. Norman Podhoretz ya había publicado otro trabajo en
Harper’s, en 1958, reclamando una categoría similar para la «prosa
discursiva» de finales de los años cincuenta, para los ensayos de gente
como James Baldwin e Isaac Rosenfeld. Pero la conmoción a que
Wakefield se refería no tenía nada que ver con el ensayo ni con ninguna otra
forma tradicional de no-ficción. Todo lo contrario; Wakefield atribuía el
flamante fulgor de la no-ficción a dos libros de especie enteramente
distinta: A sangre fría, de Truman Capote, y a una recopilación de artículos
de revista con un título hecho de un pentámetro trocaico aliterado, del que
de seguro me acordaría a poco que me empeñase[11].
La historia contada por Capote de la vida y la muerte de dos
vagabundos que exterminaron a una acomodada familia de granjeros de
Kansas apareció en forma seriada en The New Yorker en otoño de 1965 y se
publicó como libro en febrero de 1966. Causó sensación… y fue un golpe
terrible para todos aquellos que confiaban en que el execrable Nuevo
Periodismo o Paraperiodismo se extinguiese por sí solo como una bengala.
No se trataba, a fin de cuentas, de algún oscuro periodista, de algún escritor
independiente, sino de un novelista de larga reputación… cuya carrera
había caído en el marasmo… y que de repente, con este golpe certero, con
este giro hacia la abominable nueva forma de periodismo, no solo había
resucitado su prestigio sino que lo había hecho aún mayor que antes… y se
había convertido en una celebridad de la más sorprendente magnitud en el
negocio. Gente de todas clases leía A sangre fría, gente cuyo gusto era de
todos los niveles. Todos se quedaban absortos con el libro. El propio Capote
no lo llamó periodismo; muy al contrario; afirmó que había inventado un
nuevo género literario, «la novela de no-ficción». A pesar de eso, su éxito
dio al Nuevo Periodismo, como pronto se le llamaría, un impulso arrollador.
Capote se pasó cinco años reconstruyendo la historia y entrevistándose
con los asesinos en la prisión y todo eso, un trabajo muy meticuloso e
impresionante. Pero en 1966 empezaron a verse proezas en el campo del
reportaje que resultaban extraordinarias, espectaculares (Apéndice 6.) Había
surgido una casta de periodistas que de un modo u otro poseían el coraje de
hablar a su manera metidos en cualquier ambiente, incluso sociedades
cerradas, y salir con vida del empeño. Un maniático maravilloso llamado
John Sack convenció al Ejército de que le permitiesen incorporarse a una
compañía de infantería en Fort Dix, la Compañía M, de la Primera Brigada
de Entrenamiento Acelerado de Infantería —no en calidad de recluta sino
de reportero— y pasar el entrenamiento con ella, para luego seguirla al
Vietnam y a la primera línea de combate. El resultado fue un libro titulado
M (que apareció en Esquire), un Catch-22 de no-ficción y que, para mí,
sigue siendo el mejor libro de cualquier género publicado sobre la guerra.
George Plimpton acompañó en sus entrenamientos a un equipo profesional
de fútbol americano, los Detroit Lions, en calidad de reportero que jugaba
como aprendiz de cuarta base, vivía con los jugadores, y compartía los
ejercicios, para finalmente jugar con ellos como cuarta base en un partido
antes de temporada… con el objeto de escribir Paper Lion. Al igual que el
libro de Capote, Paper Lion fue leído por personas cuyo gusto era de todos
los niveles y resultó el trabajo sobre el deporte de mayor impacto literario
desde los relatos de Ring Lardner. Pero el Premio Cojones de Hierro para
escritores independientes a jornada completa correspondió aquel año a un
oscuro periodista de California llamado Hunter Thompson, que «rodó» con
los Ángeles del Infierno durante dieciocho meses —como reportero y no
como miembro, lo que habría resultado más seguro— con el objeto de
escribir Los Ángeles del Infierno: la Extraña y Terrible Saga de la Banda
de los Motociclistas Proscritos. Los Ángeles escribieron el último capítulo
por él al dejarle medio muerto a golpes en un parador a cincuenta millas de
Santa Rosa. A lo largo de todo el libro Thompson había estado buscando el
ángulo psicológico o sociológico simple que le permitiese resumir todo lo
que había visto, el simple y áureo aperçu; y mientras estaba allí tumbado en
el suelo escupiendo sangre y dientes, la frase que perseguía le llegó como
un relámpago desde el corazón de las tinieblas: «¡Exterminad a todos los
brutos!».
Por la misma época, 1966 y 1967, Joan Didion estaba escribiendo
aquellos extraños artículos góticos suyos, que finalmente se recopilaron en
Tambaleándose hacia Bethlehem. Rex Reed estaba escribiendo sus
entrevistas con celebridades… constituían un viejo ejercicio periodístico,
desde luego, pero nadie se había planteado nunca con tanta aplicación la
pregunta de «¿Cómo es Eso-y-Aquello realmente?». (Simone Signoret, por
lo que recuerdo, resultaba que tenía el cuello, los hombros y la parte
superior de la espalda como los de un beisbolista). James Mills estaba
llevando a cabo algunas hazañas periodísticas por su cuenta para Life en
artículos como «El Pánico en Needle Park», «El Detective» y «El Fiscal».
El equipo escritor-reportero formado por Garry Wills y Ovid Demaris
estaba realizando una serie de brillantes artículos para Esquire, que
culminaron con «Todos me conocen —¡soy Jack Ruby!».
Y después, en los comienzos de 1968, otro novelista se pasó a la no-
ficción, y con un éxito que a su manera fue tan espectacular como dos años
antes el de Capote. Se trataba de Norman Mailer y de su relato de una
demostración antibélica en la que se había visto envuelto, «Los Peldaños
del Pentágono». Las memorias, o autobiografía (Apéndice 3), son un viejo
género de no-ficción, desde luego, pero este trabajo se escribió estando lo
bastante cerca del acontecimiento como para poseer un impacto
periodístico. Ocupó un número entero de Harper’s Magazine, y apareció
unos meses más tarde como libro bajo el título de Los Ejércitos de la
Noche. Al contrario que el libro de Capote, el de Mailer no consiguió el
éxito popular; pero dentro de la comunidad literaria y entre los intelectuales
en general no pudo ser un más tremendo succès d’estime. Por aquella época
la reputación de Mailer se había ido deteriorando a merced de dos novelas
ineptas tituladas Un sueño americano (1965) y ¿Porqué estamos en el
Vietnam? (1967). Se le empezaba a considerar con cierta condescendencia
como periodista, en cuanto que sus escritos de no-ficción, principalmente
para Esquire, eran evidentemente lo mejor que hacía. Los Ejércitos de la
Noche puso fin a esto en un abrir y cerrar de ojos. Igual que Capote, Mailer
estaba aterrado por la etiqueta que le habían puesto —«periodista»— y
había subtitulado su libro «La Novela como Historia; Historia como la
Novela». Pero en el mundo literario nadie pasaría por alto la lección. Ahí
estaba otro novelista que se había pasado a una forma execrable de
periodismo, no importa el nombre que quiera dársele, y que no solo había
reavivado su reputación, sino que la había aumentado hasta un punto como
nunca en su vida.
Hacia 1969 no existía nadie en el mundo literario que se permitiese
desechar llanamente el Nuevo Periodismo como un género literario inferior.
La situación era similar en cierto modo a la situación de la novela en
Inglaterra a partir de 1850. Aún no se lo había canonizado, santificado, ni
dado una teología, pero los propios escritores experimentaban ya las
emanaciones del nuevo Poder.
La semejanza entre los primeros tiempos de la novela y los primeros
tiempos del Nuevo Periodismo no es una simple coincidencia (Apéndice 1).
En ambos casos nos hallamos ante el mismo proceso. Nos hallamos ante un
grupo de escritores que se dan a conocer, que trabajan un género
considerado como Clase Baja (la novela antes de 1850, el periodismo en
revistas populares antes de 1960), que descubren las alegrías del realismo
detallado y sus extraños poderes. Algunos de ellos parecen haberse
enamorado del realismo por el realismo mismo; y no se preocupan del
«llamamiento sagrado» de la literatura. Parecen estar diciendo: «¡Eh!
¡Venid aquí! ¡Así es como vive ahora la gente —justo de la manera que os
voy a mostrar! Os podrá sorprender, disgustar, complacer, provocar vuestro
desprecio o haceros reír… No obstante, ¡así es como es! ¡Somos buena
gente nosotros! ¡No os aburriréis! ¡Echad un vistazo!».
No hace falta decir que esta no es exactamente la forma en que los
novelistas serios contemplan hoy la función de la novela. En esta década de
los setenta, La Novela celebrará el cien aniversario de su canonización
como el género eclesiástico. Los novelistas actuales continúan empleando
términos como «mito», «fábula» y «magia». (Apéndice 2.) Ese concepto
peculiar conocido como «el sagrado ministerio del novelista» tuvo su
origen en Europa a partir de 1870 y no se asentó en el mundo literario
norteamericano hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Pero no tardó
en recuperar el tiempo perdido. ¿Qué tipo de novela debe escribir un
ministro sagrado? En 1948, Lionel Trilling apuntó la teoría de que la novela
de realismo social (que había florecido en Norteamérica a lo largo de los
años treinta) estaba acabada porque el tren de carga de la historia la había
pasado de largo. El argumento consistía en que tales novelas eran un
producto de la ascensión de la burguesía en el siglo XIX a la cumbre del
capitalismo. Pero ahora la sociedad burguesa se estaba fragmentando,
desintegrando. Un novelista ya no puede retratar una parte de esa sociedad
en la confianza de captar el Zeitgeist; todo lo que le quedaría es una de las
piezas rotas. La única esperanza radicaba en una nueva clase de novela (la
novela de ideas era su candidata). Esta teoría prendió entre los jóvenes
novelistas con una fuerza sorprendente. Carreras enteras resultaron
alteradas. Todos aquellos escritores cobijados en los pubs literarios de
Nueva York, como la White Horse Tavern, se precipitaron a escribir novelas
de todas las clases que quepa imaginar, con tal de que no fuese la llamada
«gran novela» de costumbres y sociedad. Lo siguiente que se supo es que se
metieron en novelas de ideas, novelas freudianas, novelas surrealistas
(«comedia negra»), novelas kafkianas y, más recientemente, la novela
catatónica o novela de la inmovilidad, del tipo que arranca así: «Con el fin
de tomar la delantera, se fue a vivir solo a una isla y se pegó un tiro». (Frase
inicial de un relato de Robert Coover).
Como resultado, en los años sesenta, por la época en que fui a Nueva
York, los novelistas más serios, ambiciosos y, presumiblemente, de mayor
talento habían abandonado el campo más fértil de la novela: esto es, la
sociedad, el fresco social, las costumbres y las éticas, todo el conjunto de
«cómo vivimos ahora», según la frase de Trollope. (Apéndice 2.) No existe
el novelista que será recordado como el novelista que captó el espíritu de
los años sesenta en Norteamérica, o siquiera en Nueva York, en el mismo
sentido que Thackeray fue el cronista del Londres de 1840 y Balzac el
cronista de París y de Francia entera tras la caída del Imperio. Balzac se
enorgullecía de ser «el secretario de la sociedad francesa». Los novelistas
norteamericanos más serios se abrirían las venas antes que ser conocidos
como «el secretario de la sociedad norteamericana», y no simplemente por
causa de consideraciones ideológicas. Con fábulas, mitos y ministerios
sagrados en qué pensar —¿quién desearía un papel tan servil?
Eso resultó maravilloso para los periodistas… se lo puedo asegurar. Los
años sesenta constituyeron una de las más extraordinarias décadas en la
historia de Norteamérica en lo que a costumbres y éticas se refiere. Las
costumbres y las éticas hicieron la historia de los sesenta. Dentro de un
siglo, cuando los historiadores escriban sobre los años sesenta en
Norteamérica (suponiendo siempre, si parafraseamos a Céline, que a los
chinos les importe algo la historia norteamericana), no escribirán sobre ellos
como la década de la guerra del Vietnam, o de la exploración del espacio, o
del asesinato político… sino como la década en que las costumbres y las
éticas, las maneras de vivir, las actitudes hacia el mundo, cambiaron el país
de modo más crucial que ninguno de los acontecimientos políticos… todos
los cambios que se clasificaron, y tan tontamente, con etiquetas como «el
hueco generacional», «la contracultura», «la conciencia negra», «la
permisividad sexual», «la muerte de Dios»… El abandono de normas,
creencias, apariencias supuestas como «capital sólido», «dinero rápido», la
revolución swinger groovy hippie marginado pop Beatles Andy Baby Jane
Bernie Huey Eldridge LSD concierto-monstruo droga underground… A
todo este lado de la vida norteamericana que se manifestó impetuosamente
cuando a la opulencia norteamericana de la posguerra le saltó la válvula de
seguridad —a todo ello los novelistas sencillamente le volvieron la espalda,
renunciaron por negligencia—. Esto dejó un inmenso hueco en las letras
americanas, un hueco lo bastante grande como para cobijar a un juguete tan
desgarbado como el Nuevo Periodismo.
Cuando llegué a Nueva York a principios de los años sesenta, no pude
dar crédito al espectáculo que se abría ante mí. Nueva York era un
pandemónium con una sonrisa burlona puesta. Para los tipos con dinero —y
parecían multiplicarse como conejos— era la época más desatada, más
insensata que se había conocido desde los años veinte… Un universo de
gordinflones y gordinflonas peripuestos y melosos de-cuarenta-y-cinco-
años con ojos como cáscaras de nuez que se les iban delante de los pasteles
de menudillos, que llevaban fajas y minifaldas y pestañas Little Egypt y
patillas y botas y campanitas y pulseras del amor, que bailaban el Watusi y
el Funky Broadway y se agitaban y hacían muecas y sudaban y sudaban y
hacían muecas y se agitaban hasta las primeras luces del alba o la completa
deshidratación, lo que llegase primero… Era un carnaval abrumador. Pero
lo que realmente me maravilló es que, como escritor, lo tenía prácticamente
todo para mí. Tan deprisa como permitían mis posibilidades, yo iba
fabricando artículos sobre este pasmoso espectáculo que yo veía burbujear
y vociferar ante mis ojos maravillados —¡Nueva York!— y todo este
tiempo yo sabía que algún novelista emprendedor no tardaría en aparecer
para pintar toda esta maravillosa escena de un solo trazo gigantesco,
atrevido, definitivo. Estaba tan preparado, tan maduro, como si hiciera
señas… pero nunca llegó a ocurrir. Para mi gran asombro Nueva York
permaneció sencillamente como la mina de oro del periodista. El caso es
que los novelistas parecían retroceder ante la vida de las grandes ciudades
en su totalidad. El pensamiento de tener que habérselas con semejante tema
parecía aterrarles, confundirles, hacerles dudar de sus propias facultades. Y
además, esto habría significado tener que medírselas con el realismo social,
por añadidura.
Para mi todavía mayor asombro, tuve la misma experiencia cuando
descubrí la California de los años sesenta. Era la auténtica incubadora de los
nuevos estilos de vivir, y esos estilos estaban justo allí para que todos los
vieran, al alcance de cada globo ocular… y una vez más unos cuantos
periodistas sorprendidos que cultivaban la nueva fórmula lo tenían todo
para ellos, hasta el movimiento psicodélico, cuyas ondas se perciben aún en
todos los confines del país, como el latido intergaláctico. Escribí The
Electric Kool-Aid Test y aguardé luego las novelas que estaba convencido
caerían de la experiencia psicodélica… pero tampoco llegaron nunca. Supe
más tarde que los editores las habían estado esperando también. De hecho
habían estado pidiendo a gritos novelas de los nuevos escritores que debían
de andar por alguna parte, los nuevos escritores que harían las grandes
novelas de la vida de los hippies o la vida en los campus o los movimientos
radicales o la guerra del Vietnam o la droga o el sexo o los militantes negros
o los grupos de encuentro[12] o toda esa vorágine a la vez. Esperaron, pero
todo lo que obtuvieron fue el Príncipe de la Alienación… haciéndose a la
mar con rumbo a Isla de la Soledad en su buque Tarot vuelto de espaldas
con su capa de Eternidad puesta, apestando a bolas de alcanfor.
Pasmoso, como ya digo. Ya que nada más se había hecho, esto quedaría.
Los Nuevos Periodistas —Paraperiodistas— tenían todos los años sesenta
locos de Norteamérica, obscenos, tumultuosos, mau-mau, empapados en
droga, rezumantes de concupiscencia, para ellos solos.
De esta forma fueron tan amables como para abandonar a nuestros
muchachos un pequeño y bonito cuerpo de material: el conjunto de la
sociedad norteamericana, en realidad. Solo quedaba por ver si los escritores
de revistas eran capaces de dominar las técnicas, en no-ficción, que habían
dado a la novela de realismo social tanta fuerza. Y aquí nos encontramos
con un excelente ejemplo de ironía. Al abandonar el realismo social los
escritores abandonaron ciertas cuestiones vitales de técnica. Como
resultado, hacia 1969 era obvio que esos escritores de revista —¡esos
mismos, los del lumpenproletariado!— habían alcanzado también una
ventaja técnica sobre los novelistas. Era prodigioso. Que los periodistas le
arrebatasen la Técnica a los novelistas… en cierto modo me recordaba la
vieja exhortación de Edmund Wilson a principios de los años treinta:
Arrebatemos el comunismo a los comunistas.
Si se sigue de cerca el progreso del Nuevo Periodismo a lo largo de los
años sesenta, se observará un hecho interesante. Se observará que los
periodistas aprenden las técnicas del realismo —particularmente las que se
encuentran en Fielding, Smollett, Balzac, Dickens y Gógol— a base de
improvisación. A base de tanteo, de «instinto» más que de teoría, los
periodistas comenzaron a descubrir los procedimientos que conferían a la
novela realista su fuerza única, variadamente conocida como «inmediatez»,
como «realidad concreta», como «comunicación emotiva», así como su
capacidad para «apasionar» o «absorber».
Esta fuerza extraordinaria se derivaba principalmente de solo cuatro
procedimientos, según descubrieron. El fundamental era la construcción
escena-por-escena, contando la historia saltando de una escena a otra y
recurriendo lo menos posible a la mera narración histórica. De aquí parten
las proezas a veces extraordinarias para conseguir su material que
emprendieron los nuevos periodistas: para ser efectivamente testigos de
escenas de la vida de otras personas a medida que se producían… y
registrar el diálogo en su totalidad, lo que constituía el procedimiento N.º 2.
Los escritores de revistas, como los primeros novelistas, aprendieron a base
de tanteo algo que desde entonces ha sido demostrado en los estudios
académicos: esto es, que el diálogo realista capta al lector de forma más
completa que cualquier otro procedimiento individual. Al mismo tiempo
afirma y sitúa al personaje con mayor rapidez y eficacia que cualquier otro
procedimiento individual. (Dickens sabe fijar un personaje en tu mente de
tal modo que tienes la sensación que ha descrito cada pulgada de su
apariencia… solo que al volver atrás descubres que de hecho se ha ocupado
de la descripción física en dos o tres frases; el resto lo ha conseguido con
diálogo). Los periodistas estaban trabajando con el diálogo como totalidad,
del carácter más definitivamente revelador, en el preciso instante en que los
novelistas resumían, empleando el diálogo de las maneras más crípticas,
mortecinas y curiosamente abstractas.
El tercer procedimiento era el, por llamarlo así, «punto de vista en
tercera persona», la técnica de presentar cada escena al lector a través de los
ojos de un personaje particular, para dar al lector la sensación de estar
metido en la piel del personaje y de experimentar la realidad emotiva de la
escena tal como él la está experimentando. Los periodistas habían empleado
con frecuencia el punto de vista en primera persona —«Yo estaba allí»—
igual que habían hecho autobiógrafos, memorialistas y novelistas.
(Apéndice 3.) Esto significa una grave limitación para el periodista, sin
embargo, ya que solo puede meter al lector en la piel de un único personaje
—él mismo— un punto de vista que a menudo se revela ajeno a la
narración e irritante para el lector. Según esto, ¿cómo puede un periodista,
que escribe no-ficción, penetrar con exactitud en los pensamientos de otra
persona?
La respuesta se reveló maravillosamente simple: entrevistarle sobre sus
pensamientos y emociones junto con todo lo demás. Esto es lo que yo había
hecho en The Electric Kool-Aid Test, lo que John Sack hizo en M y lo que
Gay Talese hizo en Honor Thy Father.
El cuarto procedimiento ha sido siempre el que menos se ha
comprendido. Consiste en la relación de gestos cotidianos, hábitos,
modales, costumbres, estilos de mobiliario, de vestir, de decoración, estilos
de viajar, de comer, de llevar la casa, modos de comportamiento frente a
niños, criados, superiores, inferiores, iguales, además de las diversas
apariencias, miradas, pases, estilos de andar y otros detalles simbólicos que
pueden existir en el interior de una escena. ¿Simbólicos de qué?
Simbólicos, en términos generales, del status de la vida de las personas,
empleando este término en el sentido amplio del esquema completo de
comportamiento y bienes, a través del cual las personas expresan su
posición en el mundo, o la que creen ocupar, o la que confían en alcanzar.
La relación de tales detalles no es meramente un modo de adornar la prosa.
Se halla tan cerca del núcleo de la fuerza del realismo como cualquier otro
procedimiento en la literatura. En él radica la esencia misma de la
capacidad para «absorber» de Balzac, por ejemplo. Balzac apenas recurría
al punto de vista en el sentido de refinamiento con que Henry James lo
empleó más tarde. Y sin embargo el lector termina con la sensación de que
ha estado aún más completamente «dentro» de los personajes de Balzac que
de los de James. ¿Por qué? Esto es lo que Balzac hacía continuamente.
Antes de presentarte personalmente a Monsieur y Madame Marneffe (en La
prima Bette), te hace entrar en su gabinete de dibujo y lleva a cabo una
autopsia social: «En el salón, los muebles recubiertos de pana marchita, las
estatuillas de yeso imitando al bronce florentino, la araña de cristal mal
tallado, con arandelas de vidrio fundido; la alfombra cuyo bajo precio se
explicaba tardíamente por la cantidad de algodón introducida por el
fabricante, ahora perceptible a simple vista, todo hasta las cortinas os
hubiesen revelado que el damasco de lana apenas tiene tres años de
esplendor…». Todo lo que hay en el gabinete transparenta las vidas de un
par de mezquinos trepadores sociales, Monsieur y Madame Marneffe.
Balzac acumula estos detalles tan implacablemente y al mismo tiempo con
tanta meticulosidad —difícilmente habrá un detalle en el Balzac de la
última época que no arroje luz sobre peculiaridades de status— que dispara
los recuerdos del lector sobre su propio status, sus propias ambiciones,
inseguridades, deleites, desastres, además de las mil y una humillaciones y
golpes que su condición recibe en la vida cotidiana, y los dispara una y otra
vez hasta que crea una atmósfera tan rica y absorbente como el punto de
vista que emplea Joyce.
Me fascina el hecho de que los experimentos de la fisiología cerebral,
hasta ahora la gran terra incognita de las ciencias, parezcan tender a la
teoría de que la mente humana o psique no posee una existencia interna,
discreta. No es una propiedad que está cerrada en el cráneo de uno. Durante
cada momento de la conciencia está ligada tanto a claves externas como al
status de uno en un sentido social y no meramente físico y no se puede
desarrollar ni sobrevivir sin ellas. Si esto resulta cierto, puede explicar por
qué novelistas tales como Balzac, Gógol, Dickens y Dostoievski eran
capaces de ser tan «envolventes» sin emplear el punto de vista con la
sofisticación de Flaubert, o James, o Joyce. (Apéndice 5.)
Nunca he oído a un periodista que hablase de exponer el status de
alguna forma indicativa de que hubiera pensado siquiera en ella como
procedimiento aparte. Es sencillamente algo hacia lo que han gravitado los
periodistas que cultivan la nueva forma. Esa ambición más bien elemental y
gozosa de mostrar al lector la vida real —¡Venid aquí! ¡Mirad! ¡Así es
como vive la gente en estos días! ¡Estas son las cosas que hacen!— tiende a
ello de forma espontánea. En cualquier caso, el resultado es el mismo.
Mientras tantos novelistas abandonan la tarea enteramente —y al mismo
tiempo renuncian a dos terceras partes de la fuerza del diálogo— los
periodistas continúan experimentando con todos los procedimientos del
realismo, renovándolos, intentando emplearlos de forma más ambiciosa,
con la pasión total de los inocentes y los descubridores.
Su inocencia les ha conservado libres. Hasta los novelistas que han
experimentado la nueva forma… se han relajado de improviso para
entregarse a prohibidos deleites. Si quieren permitirse el placer de una
retórica victoriana o un humphreyclinkerismo del género «En este punto el
lector atento se preguntará cómo nuestro héroe podría posiblemente…»,
pues prosiguen y lo hacen, como Mailer lo hace en Los Ejércitos de la
Noche con considerable encanto. En este nuevo periodismo no existen
reglas sacerdotales; en cualquier caso todavía no… Si el periodista quiere
saltar del punto de vista en tercera persona a otro en primera persona dentro
de la misma escena, o dentro y fuera del punto de vista de diferentes
personajes, o incluso de la voz omnisciente del narrador al monólogo
interior de otra persona —como ocurre en The Electric Kool-Aid Test— lo
hace. Para los bárbaros glotones solo existe con relación a la técnica la ley
del proscrito: arrebatar, usar, improvisar. El resultado es una forma que no
es simplemente igual que una novela. Consume procedimientos que da la
casualidad que se han originado con la novela y los mezcla con todo otro
procedimiento conocido a la prosa. Y constantemente, más allá por
completo de las cuestiones de técnica, se beneficia de una ventaja tan obvia,
tan firme, que uno casi olvida la fuerza que posee: el simple hecho de que el
lector sabe que todo esto ha sucedido realmente. Las contradicciones han
sido borradas. La pantalla ha desaparecido. El escritor se halla un paso más
cerca del total envolvimiento del lector, que Henry James y James Joyce
soñaron pero nunca consumaron.
Llegado a este punto, como he comprobado ya, el estudioso en literatura
tiende a objetar: Suponiendo que le acepte esto, ¿qué ocurre con los logros
más altos de los grandes escritores de ficción? No ha hablado siquiera de la
creación de personajes, mucho menos de materias tales como la
profundidad psicológica, el sentido de la historia, la lucha de ideas, la
conciencia moral del hombre, los grandes temas de la Literatura Inglesa, en
una palabra. A lo cual yo respondería: Estoy hablando de técnica; en cuanto
a lo demás, de los personajes a la conciencia moral (o todo lo que pueda
ser), depende de la experiencia y el intelecto del escritor, sus intuiciones, la
calidad de sus emociones, su habilidad para ver dentro de los demás, su
«genio», por emplear el término de costumbre… y así continúa siendo tanto
si cultiva la ficción como el periodismo. Mi argumento es que el genio de
todo escritor —tanto en ficción como en no-ficción, otra vez— se verá
gravemente coartado si no puede dominar, o si abandona, las técnicas del
realismo. La fuerza psicológica, moral, filosófica, emotiva, poética,
visionaria (se puede suplir el adjetivo según sea menester) de Dickens,
Dostoievski, Joyce, Mann, Faulkner, se ha hecho posible únicamente por el
hecho de que primero conectaron su obra al circuito principal, que es el
realismo.
Los novelistas han cometido un desastroso error de cálculo en lo que se
refiere a la naturaleza del realismo durante los pasados veinte años. Su
punto de vista sobre la cuestión lo ha resumido bastante bien el redactor-
jefe de Partisan Review, William Phillips: «De hecho, el realismo es solo
un procedimiento formal más, no un método permanente de considerar la
experiencia». Sospecho que lo cierto es precisamente lo contrario. Si
nuestros amigos los psicólogos del conocimiento llegan alguna vez a
saberlo de fijo, pienso que nos dirán algo parecido a esto: la introducción
del realismo en literatura por gente como Richardson, Fielding y Smollett
fue como la introducción de la electricidad en la tecnología de la máquina.
No fue solo otro procedimiento. Elevó la condición del arte a una nueva
magnitud. Nadie se sintió jamás impulsado a derramar lágrimas ante el
infeliz destino de los héroes y heroínas de Homero, Sófocles, Molière,
Racine, Sydney, Spenser o Shakespeare. Pero hasta el impecable Lord
Jeffrey, director de la Edinburgh Review, lloró —de hecho sollozó, hipó,
plañó y suspiró— con la muerte de la pequeña Nell de Dickens en Almacén
de antigüedades.
No es preciso admirar a Dickens ni a ninguno de los escritores que
primero demostraron esta fuerza para valorar este punto. Para los escritores
renunciar a esta fuerza única en pos de una categoría más sofisticada de
ficción… es como si un ingeniero tratara de desarrollar una tecnología
mecánica más sofisticada empezando por descartar el principio de la
electricidad. En todo caso, los periodistas disfrutan ahora de una tremenda
ventaja técnica. Poseen todo el combustible. Esto no significa que le hayan
sacado el máximo partido posible. La obra realizada en periodismo en los
últimos diez años supera fácilmente a la obra realizada en ficción, pero eso
es decir muy poco. Todo cuanto se puede decir es que el material y las
técnicas están al alcance, y que el momento es oportuno.
La crisis de escalafón que primero afectó a la clase media de la
literatura, los ensayistas u «hombres de letras», afecta ahora a los propios
novelistas. Algunos se han pasado inmediatamente a la no-ficción. Otros,
tales como Gore Vidal, Herbert Gold, William Styron y Ronald Sukenick,
han experimentado formas que se sustentan en un curioso terreno
intermedio, en parte ficción y en parte no-ficción. Y otros han empezado a
rendir homenaje al poder del Nuevo Periodismo poniendo a personas reales,
con sus nombres reales, en situaciones ficticias… Todos las están pasando
moradas… Con esto no pretendo decir que la novela ha muerto. Es la clase
de comentario que nunca quiere decir gran cosa. Son únicamente las modas
que prevalecían entre los novelistas lo que se ha extinguido. Creo que existe
un tremendo futuro para un tipo de novela que se llamará la novela
periodística o tal vez la novela documento, novelas de intenso realismo
social que se sustentarán en el concienzudo esfuerzo de información que
forma parte del Nuevo Periodismo. No veo motivo para que los novelistas
que desprecian la obra de Arthur Hailey no puedan llevar a cabo el mismo
trabajo de información e investigación que él hace… y escribirlo mejor, si
son capaces. Existen ciertas zonas de la vida dentro de las que el
periodismo no puede moverse con soltura, particularmente por razones de
invasión de la intimidad, y es dentro de este margen que la novela podrá
desarrollarse en el futuro.
Cuando hablamos de «ascensión» o «muerte» de géneros literarios, nos
estamos refiriendo principalmente a categorías. La novela ya no posee la
categoría suprema que disfrutó durante noventa años (1875-1965), pero
tampoco el Nuevo Periodismo la ha conquistado para sí. La posición del
Nuevo Periodismo no está asegurada por ningún concepto. En algunos
terrenos el desprecio que inspira carece de límites… hasta quita el aliento…
Si no hay suerte, el nuevo género jamás será santificado, jamás será
exaltado, jamás tendrá una teología. Probablemente yo no debería estar
hablando como lo hago en este artículo. Lo único que pretendía decir al
empezar era que el Nuevo Periodismo no puede ser ignorado por más
tiempo en un sentido artístico. Del resto me retracto… Al diablo con eso…
Dejemos que el caos reine… Más alta la música, más vino… Al diablo con
las categorías… El travesaño superior es del primero que se agarre a él.
Todas las viejas tradiciones han quedado exhaustas, y ninguna nueva se ha
afirmado todavía. ¡Se anulan todas las apuestas! ¡Desaparecen las
desigualdades! ¡El baile está abierto a todos!… ¡Todos los caballos están
dopados! ¡La pista es de vidrio!… Y de tan glorioso caos puede surgir, de la
fuente más inesperada, de la forma más inesperada, algunos nuevos y
gruesos y bonitos Cohetes Titulares Periodísticos que inflamarán el cielo.
APÉNDICE

1. La primitiva condición de la novela

Cuando Truman Capote insistió en que A sangre fría no era periodismo,


sino un nuevo género literario que había inventado, «la novela de no-
ficción», un relámpago surcó mi mente. Era el familiar relámpago «¡Ajá!».
En este caso: «¡Ajá! ¡El siempre hábil regate de Fielding!». Cuando Henry
Fielding publicó su primera novela, Joseph Andrews, en 1742, estuvo
alegando que su libro no era una novela: era un nuevo género literario que
había inventado, «el poema épico cómico en prosa». Hizo la misma
reivindicación con Tom Jones. Comparó su libro al Margites, que se
suponía una epopeya cómica perdida de la antigua Grecia (obra de Hornero,
según algunos). Lo que estaba haciendo, naturalmente —y que haría Capote
223 años más tarde— era intentar darle a su obra el sello del género
literario imperante en su época, para que los profesionales de la literatura la
tomasen en serio. El género imperante en la época de Fielding era la poesía
épica y el drama en verso al modo clásico. La condición de la novela era tan
baja… bueno, era tan baja como la condición del periodismo de revista en
1965 cuando Capote empezó a publicar A sangre fría en The New Yorker.
Gracias a ese «¡Ajá!» inicial, empecé a advertir un detalle curioso. Los
primeros días de este nuevo periodismo empezaban a parecer un completo
reprís de los primeros días de la novela realista en Inglaterra. Una rebanada
de historia literaria se estaba repitiendo a sí misma. Y no hablo de
repetición en el sentido vago de «nada nuevo hay bajo el sol». Hablo
exactamente de repetición, déjà vu, meticulosos detalles… Justo las mismas
objeciones que saludaron a la novela en los siglos XVIII y XIX empezaban a
saludar al Nuevo Periodismo. En ambos casos la nueva forma es
considerada como «superficial», «efímera», «simple diversión»,
«moralmente irresponsable». Algunos de los argumentos eran tan similares
que resultaba fantástico. Por ejemplo, un día tomo parte en un coloquio con
un crítico, Pauline Kael, que afirma que uno de los peores defectos del
Nuevo Periodismo radica en que «no es crítico». La mujer explica luego
que simplemente «excita» a la gente y que «no se sabe qué actitud tomar
como no sea sentirse excitado», lo cual considera moralmente enervante
para los jóvenes, «porque de la misma manera que buscan películas que
tengan intensidad y excitación, les gustan los textos que tienen intensidad y
excitación. Pero eso no les ofrece ninguna base para evaluar la materia
prima, y en último término significa sencillamente que los textos han de
responder a todas las exigencias». Escucho esto y… de repente estoy
oyendo a un crítico de hace más de un siglo, John Ruskin en persona, y que
formula la objeción de que las novelas son moralmente enervantes, en
especial para los jóvenes, a causa de su necia «excitación»: «No es la
maldad de una novela lo que hemos de temer», está diciendo, «sino su
sobrecargado interés… su excitación», que sencillamente, «aumentan una
sed mórbida» por más y más excitación.
Para reforzar tal actitud está el supuesto de que el deber de la literatura
seria es el de proporcionar instrucción moral. Este concepto había florecido
en el siglo XVII, cuando la literatura estaba considerada no como una mera
forma artística sino como una rama de la religión o la ética, la rama que
enseñaba mediante ejemplos en lugar de preceptos. La literatura debía
«requerir el ejercicio del pensamiento», como declaró Coleridge más tarde
en sus objeciones a la novela. Debía ser profunda, moralmente seria,
cósmica, y no demasiado fácil de leer. Debía tratar sobre verdades eternas y
personajes con grandeza y talla cuyas vidas le llevaran a uno más cerca de
los fines serios, el alma del hombre y el significado íntimo de la vida. Igual
que hoy el Nuevo Periodismo, las novelas —y en particular las novelas
realistas de hombres como Fielding, Sterne y Smollett (y más tarde Dickens
y Balzac)— parecían fracasar en todos los test decisivos. Sus miras eran
bajas («simple diversión»). Se interesaban por las costumbres
(«superficial») más que por las verdades y por el alma. Y resultaban tan
abominablemente Vulgares… toda esa curiosidad mórbida por las vidas de
lacayos, mozas de granja, posaderos, directores de music-hall,
galanteadores y queridas y otras gentes que no tenían talla ni grandeza. El
Dr. Johnson desechó las novelas de Fielding afirmando que sus personajes
eran tan de la «vida vulgar», que se pensaría que el propio Fielding debe de
ser un «palafrenero». Palafreneros eran los que limpiaban los establos, el
máximo de vulgaridad de lo Vulgar.
No pude por menos de recordar esa afectada queja de dos siglos antes
cuando empecé a oír que se tachaba al Nuevo Periodismo de «prosa
chillona». (John Leonard, redactor-jefe del The New York Times Book
Review) y «prosa apresurada sobre gentes ilógicas». (Renata Adler), gentes
tales como pequeños burócratas, mafiosos, soldados en activo en el
Vietnam, chulos, tramposos, porteros, tipos de la «alta», abogados
trapisondistas, surfistas, motociclistas, hippies y otros execrados
representantes de la Juventud, evangelistas, atletas, «judíos arribistas».
(Renata Adler otra vez), gentes que, en otras palabras, carecen de talla y de
grandeza.
No tengo nada que objetar a que llamen «apresurado» o «chillón» al
estilo de Nuevo Periodismo. Si estas parecen cualidades negativas, basta
solo con que se intente imaginar sus contrarias. Pero no creo que nadie
pueda apoyar la acusación de que el Nuevo Periodismo haya eludido la
responsabilidad de «evaluar la materia prima». Todos los Nuevos
Periodistas que he mencionado en este artículo dedican habitualmente una
gran extensión (incluso excesiva en algunos casos) al análisis y la
evaluación de su materia prima, aunque raras veces asumen un tono
moralizante. Ninguno de ellos se limita a servir sencillamente
«documentales». Ni puede pretenderse que han escrito únicamente sobre
personajes o temas «ilógicos». La acusación es absurda, en cualquier caso;
pero a fin de rebatirla en su propio terreno, basta únicamente con mencionar
el libro de Talese sobre el The New York Times (The Kingdom and the
Power), los libros de Mailer sobre las convenciones presidenciales y el
vuelo a la Luna, el libro de Joe McGinniss sobre la campaña de Nixon de
1968 (The Selling of a President), el libro de Adam Smith[13] sobre Wall
Street (The Money Game), los textos de Sack, Breslin y Michael Herr
(Khesanh) sobre la guerra del Vietnam, el libro de Gail Sheehy sobre los
Black Panthers (Panthermania), un libro sobre los enfrentamientos entre
negros y blancos titulado La Izquierda Exquisita & Maumauando al
parachoques,[14] los trabajos de Garry Wills sobre la Conferencia de
Líderes Cristianos del Sur… de hecho, no recuerdo un tema o principio
«lógico» (excepto posiblemente de carácter científico) que no haya sido
tratado en el nuevo género.

2. Mito versus realismo en la novela

El concepto de que la novela posee una función espiritual al proporcionar


una conciencia mítica al pueblo es hoy tan popular entre la comunidad
literaria como lo fue la misma idea con relación a la poesía durante los
siglos XVIII y XIX en Inglaterra. En 1972 el novelista Chandler Brossard
escribe que «la ficción auténtica y original es visión, y los escritores de
ficción son visionarios. Es mito y magia, y sus escritores son magos y
chamanes, hacedores de mitos y mitologistas». Mark J. Mirsky escribe un
manifiesto para una nueva publicación llamada Fiction, consagrada a
resucitar el arte en los años setenta, y afirma: «Sencillamente no podemos
creer que la gente se haya cansado de historias, que el oído de América se
haya atrofiado de forma permanente y que sea ahora sorda al mito, la
fábula, el acertijo, la paradoja». «En el mithos», continúa, citando a
Thoreau, «una inteligencia sobrehumana emplea los pensamientos
inconscientes del hombre como jeroglíficos que se dirigen a los hombres
futuros».
Nada más lejos de la mente de los realistas que consolidaron la novela
como género imperante hace un centenar de años. A decir verdad, le
estaban volviendo la espalda, con una cierta euforia irreverente, al concepto
de mito y de fábula, que había sido la venerada tradición del verso clásico y
de la literatura de corte al estilo francés e italiano. Es difícil darse plena
cuenta hoy de hasta qué punto estaba la novela empapada de realismo en
sus principios —réalisme pour le réalisme!— ¡todo es real como la vida
misma! Defoe presenta Robinson Crusoe como las memorias auténticas de
un marino naufragado. Richardson presenta Pamela como la
correspondencia auténtica de una joven damisela en las garras de un
hombre que quiere convertirla en su amante y no en su esposa. En la
localidad de Slough los pueblerinos se congregan en torno al herrero
mientras este lee en voz alta los episodios de Pamela… y el día que llega al
pasaje en que ella gana por fin su batalla e induce a su perseguidor a
desposarla, todos prorrumpen en vítores y repican las campanas de la
iglesia. A mitad del siglo XIX los críticos tenían por obligación verificar la
exactitud literal de las novelas, como si se diera por entendido que esto era
una de las promesas publicitarias del producto, y le convenía al novelista
cumplirla. Resultaba muy parecido a como los aficionados al cine
controlaban (y quizá lo siguen haciendo aún) los anacronismos de las
películas y escribían a los estudios cartas diciendo: «Si esta película se
supone que trata de gánsteres en los años treinta, cómo es que cuando al
hombre le vuelan la cabeza con una escopeta de cañones recortados delante
del Nightfisch Aquarium, en la acera hay aparcado un Plymouth 1941, que
se reconoce por el embellecedor en forma de mariposa y…». Los novelistas
habían aceptado como obligación la desagradable tarea de documentarse, de
ir de un lado para otro, de «escarbar», con el fin de explicarlo como es
debido. Esto formaba parte del proceso de escribir novelas. Dickens viajó a
tres ciudades de Yorkshire con nombre supuesto y fingió buscar un colegio
para el hijo de una amiga viuda… con el fin de infiltrarse en los notorios
internados de Yorkshire y recoger material para Nicolás Nickleby.
Los realistas sociales como Dickens y Balzac parecían complacerse con
tal frecuencia en el realismo puro y simple que se les reprochó a todo lo
largo de su carrera. Ninguno de los dos fue considerado como un artista en
vida (Balzac ni siquiera fue llamado a la Academia Francesa). A partir de
1860, los profesionales de la literatura —tanto novelistas como críticos,
debo añadir— comenzaron a desarrollar la siguiente teoría: El realismo es
un procedimiento de gran fuerza pero resulta de interés trivial a menos que
se emplee para arrojar luz sobre una realidad más alta… la dimensión
cósmica… valores eternos… la conciencia moral… Una senda que pronto
les devolvió a la tradición clásica, al concepto de que la literatura tiene una
misión espiritual, que «habla a los hombres futuros», que es magia, fábula,
mito, el mithos. A partir de 1920, tanto en Francia como en Inglaterra, la
novela de realismo social parecía ya torpe.
Gracias en parte a la Depresión, que estimuló la gran etapa de realismo
social en la novela norteamericana, la moda «mítica» europea no llegó a la
literatura norteamericana hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Por
ahora, sin embargo, se mantiene con fuerza. Casi todos los novelistas
norteamericanos «serios» de hoy proceden de las universidades, y en ellas
aprenden a fijarse en modelos tales como Beckett, Pinter, Kafka, Hesse,
Borges y, más recientemente, Zamyatin (el Zamyatin de We, en cualquier
caso). El resultado final ha sido un desconcertante género de ficción —
desconcertante para aquellos que no pertenecen a la cofradía— en el cual
los personajes carecen de entorno, de historia personal, no se identifican
con ninguna clase social, y consuman sus sinos en un lugar que no tiene
nombre, con frecuencia un terreno elemental y sin tiempo como un bosque,
un pantano, un desierto, una montaña o el mar. Suelen hablar, si es que
hablan, con frases cortas y más bien mecánicas que, nuevamente, no
traicionan ningún entorno específico, o bien emplean una dicción
inexplicablemente arcaica. Responden a fuerzas inexplicables, están
obsesionados por temores inexplicables, y muchas veces llevan a cabo
fantásticas proezas físicas. ¿Qué tipifican esos procedimientos narrativos?
¡Toma!… mito, fábula, parábola, leyenda.
Creo que inconscientemente la estrategia de estos Neo-Fabulistas se
plantea como sigue: «El realismo ha caído en manos de los nuevos
periodistas, con los cuales no estoy en capacidad de competir. Además, el
realismo está pasado de moda. Así, ¿qué es lo que me queda para hacer?
Bueno, volver a esas formas más puras y elementales de contar historias, las
formas de las que nació la propia literatura; esto es, ¡mito, fábula, parábola
y leyenda!».
Algunos de los Nuevos Fabulistas han descendido justo a eso. Escriben
abiertamente en las formas y los ritmos de la fábula, el cuento de hadas y
las viejas narraciones épicas: John Barth («Dunyazadiad»), Borges, John
Gardner, James Purdy, James Reinbold («Family Portrait»), Alan V. Hewat
y Gabriel García Márquez. El resto rinde tributo al Neo-Fabulismo, aunque
solo sea observando convenciones tales como No Entorno, No Nombre
Geográfico, No Diálogo y los Inexplicables.
Se han producido ciertos problemas peculiarmente modernos con la
neofábula, no obstante. Por una razón, en sus mejores ejemplos la fábula no
es una historia impresa sino una historia que se narra en voz alta. La fábula
es «primordial» solo en el sentido de que antecede a la imprenta. La fábula
nunca fue capaz de competir con la fuerza de la historia realista impresa, ni
lo es ahora. Al renunciar a los procedimientos del realismo —tales como
diálogo realista, descripción de condición social y punto de vista— el Neo-
Fabulista se vuelve como el ingeniero que decide prescindir de la
electricidad porque ya «está inventada».
Aunque mito, fábula, etc., hayan surgido primero, nunca tuvieron nada
que hacer, en cuanto fueron descubiertas técnicas más sofisticadas como
una literatura impresa en desarrollo.

3. ¿Es el Nuevo Periodismo realmente nuevo?

Esta por lo general no es más que una pregunta retórica que se contesta:
Claro que no. Nunca he visto a nadie que esperase una respuesta. De todas
formas, intentaré proporcionar una:
La pregunta se parece mucho a la pregunta que los eruditos se
plantearon una vez acerca de si se puede decir o no que la novela realista
tiene su origen en el siglo XVIII con Richardson y Fielding (o Defoe,
Richardson y Fielding). Existen varias demostraciones convincentes de su
deuda para con Cervantes, Rabelais, el roman francés, The Unfortunate
Traveller de Thomas Nashe, e incluso con una serie de novelistas poco
conocidos tales como Thomas Deloney, Francis Kirkman, Mary de la
Rivière Manley y Eliza Haywood. Aun así, en cuanto se lee a estos
prenovelistas, se puede apreciar que sencillamente no han hecho lo que
Richardson y Fielding hicieron. No han reflejado personajes, lenguaje,
ambiente y costumbre con un realismo detallado y «cotidiano».
Igualmente en el caso del Nuevo Periodismo. La persona que pregunta
si el Nuevo Periodismo es realmente nuevo suele dar nombres de escritores
que a su juicio ya lo hicieron todo años atrás, décadas atrás, incluso siglos
atrás. La debida inspección descubre que estos escritores acostumbran a
pertenecer a una de esas cuatro categorías: 1) no escribían no-ficción en
absoluto —como en el caso de Defoe; y de Addison y Steele en los «Sir
Roger de Coverley Papers»—; 2) eran ensayistas tradicionales, que apenas
recogían material «vivo» y empleaban pocas, si es que lo hacían, de las
técnicas del Nuevo Periodismo: tales como Murray Kempton, I. F. Stone y
Baldwin, en el caso frecuentemente citado de The Fire Next Time; 3)
autobiógrafos; 4) Caballeros Literatos con un Asiento en la Tribuna. Las
dos últimas categorías merecen alguna ampliación:

AUTOBIOGRAFÍA. La palabra «autobiografía» data de fines del siglo XVII. Es


la única forma de no-ficción que ha tenido siempre en mayor grado los
poderes de la novela. El problema técnico del punto de vista está resuelto
desde el principio, porque el autobiógrafo presenta cada escena desde el
mismo punto de vista, id est, el suyo propio. En las mejores autobiografías
esto funciona perfectamente, porque el protagonista —el propio autor— se
hallaba en el centro de la acción. No ha actuado como un reportero; ha
vivido sencillamente su historia y presumiblemente la conoce al detalle; al
autobiógrafo, por convención, se le permite presentar diálogos del pasado
con extenso detalle sobre la base de que estaba allí y puede recordarlo. La
línea va desde las Confesions of an English Opium-Eater de De Quincey
hasta Life on the Mississippi de Mark Twain, Hommage to Catalonia de
Orwell, o Manchild in the Promised Land de Claude Brown, y como forma
permanece hoy tan poderosa como lo fue siempre.
Muchos reporteros que practican el Nuevo Periodismo emplean un
marco autobiográfico —«Yo estaba allí y así es como influyó en mí»—
precisamente porque esto parece resolver tantos problemas técnicos. El
Nuevo Periodismo se ha definido muchas veces como un «periodismo
subjetivo» por esa precisa razón; verbigracia, Richard Schickel, en
Commentary, lo definió como «una fórmula en la cual se entiende que el
escritor se mantiene en todo momento en primer término». El caso es que la
mayoría de los mejores logros en la materia se han conseguido con
narración en tercera persona, en la que el autor se mantiene completamente
invisible, tales como las obras de Capote, Talese, el Breslin de la primera
época, Sack, John Gregory Dunne, Joe McGinniss.
A finales de los sesenta la noción de «subjetividad» reapareció de otro
modo muy distinto. El término de Nuevo Periodismo empezó a ser
confundido con el «periodismo de tendencia». Con el auge de la Nueva
Izquierda se empezaron a ver con mayor frecuencia periodistas de la
especie más pasada de moda técnicamente, como Jack Newfield de The
Village Voice, que se titulaban a sí mismos Nuevos Periodistas. Creo que la
atracción residía en la palabra nuevo. «Si soy un periodista de la Nueva
Izquierda… entonces tengo que ser un Nuevo Periodista». Por fortuna esta
fase parece ya superada; hasta Newfield ha abandonado la posición. Pero
creo que cuando terminó de veras fue la tercera vez que Newfield se agrupó
a sí mismo con Jimmy Breslin como Nosotros Dos Nuevos Periodistas.
Esto debe de haberle hecho temblar las carnes a Breslin.

LOS CABALLEROS LITERATOS CON UN ASIENTO EN LA TRIBUNA. Este es un


anciano y honorable tipo de ensayista cuyo trabajo difiere del Nuevo
Periodismo en la cuestión crucial de cómo recoge su información. Por lo
general no trabaja lo bastante de cerca, ni del modo adecuado, como para
emplear los procedimientos en los que se basa el nuevo género.
William Hazlitt es citado con frecuencia como «alguien que estaba
practicando vuestro “nuevo” periodismo hace 150 años», y la Prueba
Número Uno es su famoso trabajo «The Fight», concerniente a un combate
de boxeo sin guantes entre Bill Neates y el Hombre del Gas. Lo que se
encuentra en este artículo son unos cuantos pasajes gráficos sobre los
golpes que se intercambiaron, las muecas del rostro de los boxeadores,
etcétera… y eso es todo. No hay nada que no hubiese podido observar
fácilmente (aunque tal vez no tan bien descrito) cualquier otro Caballero en
la Tribuna, o entre la gente al lado del ring en este caso. Estoy convencido
de que Hazlitt debió de sentirse demasiado caballero, o demasiado tímido,
para acercarse más al tema, lo que le habría permitido meter al lector no
simplemente dentro del ring, sino dentro del punto de vista de los propios
boxeadores, que es como decir dentro de sus vidas… a base de seguirles a
lo largo de su entrenamiento, de ir a sus casas, de hablar con sus hijos, sus
mujeres, sus amigos, como hizo, por ejemplo, Gay Talese en un artículo
sobre Floyd Patterson.
Algún estudioso emprendedor podría escribir una bonita monografía
sobre el tema de «El Código del Caballero del Siglo XVII tal como se ha
Conservado en los Mundos Literarios de Inglaterra y los Estados Unidos».
La hipótesis sería la de que la experiencia del literato como (en sentido
completamente literal) huésped personal de la aristocracia en el siglo XVII
ha creado ciertas actitudes sociales con relación al comportamiento
literario, y que estas actitudes han permanecido hasta la actualidad, se han
conservado a través de revoluciones, guerras, depresiones, bohemias,
pantalones acampanados y camisetas cortas, y convulsiones de todas clases,
de modo que un cierto protocolo social sigue aún en activo.
La tradición caballeresca en la no-ficción se resume en la frase «el
ensayo refinado». Utilizar las piernas, «escarbar», recoger material, sobre
todo el que se airea en los vestuarios de caballeros, está… bueno, por
debajo de la dignidad de uno. Coloca al escritor en una postura tan
embarazosa… No solo ha de introducirse en la mayordomía de las personas
sobre las que escribe, se convierte también en un esclavo de sus horarios.
Recoger ese material puede ser tedioso, embrollado, sucio físicamente,
fastidioso, peligroso incluso. Pero lo peor de todo, desde el punto de vista
caballeresco, es la continua postura de humillación. El reportero parte sobre
la base de hacer suposiciones acerca de la intimidad de alguien, formulando
preguntas a las que no tiene derecho de esperar respuesta… y apenas se ha
rebajado a este extremo se ha convertido en un pedigüeño que levanta su
tapa, que espera información o que algo ocurra, que confía en ser tolerado
el tiempo suficiente para conseguir lo que necesita, que adapta su
personalidad a la situación, que es obsequioso, complaciente, encantador,
cualquier cosa que parezca exigírsele, que soporta sarcasmos, insultos,
hasta violencias ocasionales en el eterno afán por «la noticia»… Un
comportamiento que se acerca al servilismo e incluso a la mezquindad.
El Caballero Literato en la Tribuna ni hace suposiciones ni mendiga; ni,
en muchos casos, saca siquiera el cuenco del mendigo, que es la agenda.
Asume una postura caballeresca en la tribuna… igual que muchos de los
novelistas que escribieron no-ficción dotada de «conciencia social» en los
años treinta (exempli gratia, «The Anacostia Flats», de John Dos Passos).
Raras veces emplean punto de vista o diálogo como no sea del modo más
superficial. En su mayor parte proporcionan «descripción gráfica» más
sentimiento. La descripción que hace D. H. Lawrence de una danza de la
serpiente de los indios hopi en Nuevo México es poco más que eso, a pesar
de la iniciativa mostrada al trasladarse allí en primer lugar. Resulta evidente
que consideraba lo que estaba haciendo como una forma secundaria de
literatura y no recurrió a ninguno de los sofisticados procedimientos que
hubiera empleado en una escena de alguno de sus relatos.
Tras todo el entusiasmo con que vi recibir a los críticos Let Us Now
Praise Famous Men, de James Agee —un libro sobre las pobres gentes de
los Apalaches durante la Depresión—, su lectura significó una gran
decepción. Agee demostró un espíritu bastante emprendedor, al ir a las
montañas y vivir por corto tiempo con una familia de montañeses. Leyendo
entre líneas, yo diría que su problema fue una extrema timidez personal. Su
relación abunda en descripciones «poéticas» y es muy parca en diálogo. No
emplea otro punto de vista que el suyo propio. Leyendo entre líneas se
obtiene la imagen de un hombre cultivado y extremadamente retraído…
demasiado cortés, demasiado tímido para hacerle preguntas a esas gentes
humildes o siquiera inducirles a hablar. Hasta la obra de Mailer peca de ese
mismo curioso defecto, la misma repugnancia a sacar el cuaderno de notas
y franquear la línea refinada y atravesar las puertas donde pone Prohibido el
Paso. Hay muy poco tanto en Miami and the Siege of Chicago y Of a Fire
in the Moon que no pudiese haber observado cualquier otro Caballero
Literato en la Tribuna. Tal vez el más retraído de todos haya sido Murray
Kempton. Kempton nunca ha sido capaz de bajarse de la tribuna. Sigue ahí
arriba hasta el momento, tejiendo su fantástica imitación de los Ensayos
Británicos en la que reinan pasmosas y elegantes tautologías tales como «La
señora Jessie McNab Dennis, conservadora adjunta del Departamento de
Artes Europeas Occidentales, asistió a la audiencia en calidad de
observadora, ya que no solo sus sentimientos hacia el plan sino su expresión
de los mismos no eran del grado de docilidad que su Director consideraría
provechoso en un testigo».
CANDIDATOS NO DEL TODO MALOS. A pesar de esto, se puede retroceder en la
historia de la literatura y hallar ejemplos de no-ficción escritos por
reporteros, y no autobiógrafos o caballeros literatos en la tribuna, que
muestran muchas características del Nuevo Periodismo. Para empezar,
Boswell[15]. Una cosa que me gusta de Boswell es la forma con que intentó
realmente empujar a Johnson a situaciones de las que podía dar parte,
conseguir el diálogo, ridiculizar las costumbres; como la vez que engañó a
Johnson haciéndole ir a cenar a casa de su enemigo literario, John Wilkes.
… Sketches by Boz de Dickens; descripciones de las rondas cotidianas
de típicas siluetas londinenses, acreedores, alguaciles, cocheros, etc.,
escritas para el Morning Chronicle y otros periódicos, una fórmula que
emplean muy a menudo Nuevos Periodistas de hoy… London Labour and
the London Poor, de Henry Mayhew, notable fundamentalmente por el
interés, de Mayhew en descubrir a las clases más bajas del East End
londinense y por la habilidad con que captó su lenguaje… Innocents
Abroad, de Mark Twain; al contrario de la autobiográfica Life in the
Mississippi, en este caso adoptó la actitud de un reportero dispuesto a
recoger escenas y diálogos… El curioso libro de Chejov Un viaje a Sajalín;
el gran dramaturgo y autor de cuentos visita, en la cúspide de su fama, una
colonia penal en una isla de la costa rusa del Pacífico con el fin de poner al
descubierto sus condiciones de vida; desigual, didáctico, lleno de
disquisiciones y estadísticas, pero incluye algunas escenas notables (en
especial «Los cerdos»)… Los bosquejos de Stephen Crane sobre el Bowery
para Press de Nueva York; en su mayor parte «descripciones gráficas», no
obstante, y muy poca penetración de las vidas de sus personajes; simples
ejercicios de calentamiento para novelas… Diez días que sacudieron el
mundo, de John Reed; algunos fragmentos en cualquier caso, en especial la
escena donde los proletarios desafían la autoridad del oficial de navío…
Down and Out in Paris and London, de Orwell, un caso en el cual, si no me
equivoco, Orwell pasó por la experiencia expresamente para escribir sobre
ella (id est, se la planteó como reportero)… La escuela de «reportaje» de los
años treinta, que se centró en la revista New Masses; teóricos tales como
Joseph North tenían en mente un nuevo periodismo tan compacto como al
que me he estado refiriendo, pero buena parte de su trabajo degeneró en
propaganda de no muy elaborada especie; me divierte que North se quejara
de que los profesionales literarios tacharan el nuevo periodismo de sus
chicos de «forma bastarda»… Algo (pero no mucho) de los «reportajes» de
Hemingway por la misma época… Varios de los artículos de John Hersey a
comienzos de los años cuarenta, tales como un apunte titulado «Joe ya está
ahora en casa». (Life, 3 julio 1944); aquí empezamos a encontrarnos ya con
el antecedente directo del Nuevo Periodismo de nuestros días… Hiroshima,
de Hersey; muy novelístico, llenó un número entero de The New Yorker en
1946, influyó de modo considerable en otros escritores de la revista, tales
como Truman Capote y Lillian Ross… El perfil de Capote sobre Marlon
Brando y su relación del viaje de intercambio cultural norteamericano a
Rusia de una compañía; el perfil de A. J. Liebling de un viejo columnista
del National Enquirer titulado «Colonel Stingo»; el famoso destripamiento
de Ernest Hemingway llevado a cabo por Lillian Ross («¿Cómo lo quieren
ahora, caballeros?»)… Varios colaboradores de True, en particular Al
Stump, autor de una extraordinaria crónica sobre los últimos días de Ty
Cobb… (Y, tal como John F. Szwed y Carol Ann Parssinen, de la
Universidad de Pensilvania, me han señalado, algunos de los artículos de
Lafcadio Hearn para periódicos de Cincinnati a partir de 1870; exempli
gratia, «Inanición lenta», Enquirer de Cincinnati, 15 febrero 1874).
Un nuevo periodismo estaba fraguándose en los años cincuenta, y puede
haber nacido de la labor de The New Yorker o True, si se exceptúa un
detalle: durante los cincuenta la novela lanzaba sus últimas llamaradas
como sancta sanctorum. El culto de la novela como forma sagrada alcanza
su límite en esa década para de improviso empezar a extinguirse cuando se
hace evidente que no va a producirse un Período de Oro de la Posguerra en
la novela. A comienzos de los sesenta una forma más espectacular de nuevo
periodismo —más espectacular en términos de estilo— había arrancado en
Esquire, y, poco después, en New York. Pero si alguien desea sostener que la
actual tradición se inicia con The New Yorker y True, yo no me opondré.
Hubo también unos cuantos escritores independientes tales como el
fallecido Richard Gehman que, durante los años cincuenta, recubrieron en
una ocasión u otra a muchas de las técnicas a que me he referido.
4. El hombre de letras

Muchos hombres de letras norteamericanos a mitad de los años sesenta


abrigaban de hecho esperanzas de acceder a la clase alta de la literatura, o
por lo menos situarse a la par con los novelistas, una idea que
probablemente desconcertaría hasta al sofisticado público lector de la
época. Su apreciación de la frase «hombre de letras» se acercaba
probablemente a la de T. S. Eliot, quien les llamó en una ocasión «mentes
de segundo orden» (y lo puso peor al explicar que necesitamos mentes de
segundo orden para llevar los libros y contribuir a la circulación de las ideas
de los demás) o a la de Balzac, quien declaró una vez que «la designación
“hombre de letras” es el insulto más cruel que se le puede dirigir a un
autor» (por cuanto indica que su categoría se deriva más de sus
asociaciones literarias que de su talento como escritor). El hombre de letras
suele ser un crítico, a veces un teórico o historiador literario, e
invariablemente un doctor homeópata que aprovecha sus ensayos literarios
como ocasión de efectuar comentarios sobre moral y sociedad. A pesar de
esto, el hombre de letras ha sido en otro tiempo, durante unos veinte años,
la figura literaria imperante.
Esto ocurrió en Inglaterra durante el período comprendido entre 1820 y
1840 que siguió a la decadencia de la poesía, una decadencia en categoría
muy similar a la actual «muerte de la novela». Esto se produjo en el preciso
momento en que las grandes revistas literarias británicas se hallaban en
auge, empezando por la Edinburgh Review en 1802. Las críticas
establecieron muchas convenciones literarias que persisten invariables hasta
hoy, tales como la función del hombre de letras como disidente y oponente
atrincherado en su poder y el empleo de la forma denominada «crítica-
artículo», en la cual el hombre de letras emplea el libro que reseña como
pretexto para una excursión de recreo por un tema más general. Las revistas
de crítica gozaban de poderosa influencia política, y sus directores eran
celebridades. En 1831 Thomas Carlyle afirmó que el poeta reinante del
período, Byron, le dijo que el poeta no era ya el rey indiscutido de la
literatura; tenía que compartir ahora su trono con el hombre de letras. Hacia
1840 Carlyle se convenció de que el hombre de letras se había ya adueñado
de todo. Llevó a cabo una famosa serie de conferencias sobre el Héroe; la
conferencia número cinco versó sobre «nuestro más importante personaje»,
el Héroe como Hombre de Letras. Irónicamente, fue durante esa misma
década, 1840-1850, que una banda de Bárbaros literarios salieron de la nada
para destronar al hombre de letras tan pronto como había surgido: videlicet,
los novelistas realistas.
En Nueva York al iniciarse los años sesenta, donde no se hablaba más
que de «la muerte de la novela», el hombre de letras parecía resurgir otra
vez. Se hablaba mucho de crear una «élite cultural», basada sobre lo que los
literatos locales imaginaban que existía en Londres. Tales esperanzas fueron
destruidas, naturalmente, por la repentina aparición de otra horda de
Bárbaros, los Nuevos Periodistas.

5. La fisiología del realismo (Una predicción).

Esta nota no atañe a la historia sino al futuro próximo. Me he referido ya a


los actuales estudios de fisiología del cerebro. Durante las próximas
décadas las experiencias en este campo se concentrarán en el proceso aún
misterioso que sirve como principio divino para muchos escritores y
artistas: creatividad. Parte de lo que descubrirán sobre los poderes de la
palabra escrita será (predigo) lo siguiente:
La imprenta (por oposición al cine o al teatro) es un medio indirecto que
tiende más a estimular los recuerdos del lector que a «crear» imágenes o
emociones. Por ejemplo, los escritores que describen borrachos raras veces
intentan describir precisamente el estado de borrachera. Cuentan con que el
lector se habrá emborrachado alguna vez en su vida. Es tanto como decir:
«Estaba borracho así-y-así… y, bueno, ya saben como es eso». (En lo que
respecta a tipos más arcanos de embriaguez, tales como LSD o metedrina,
los escritores no pueden establecer semejante supuesto… y esto ha
desconcertado a muchos de ellos). Por esta razón, los escritores pasan
apuros hasta para crear la imagen de un rostro humano. Las descripciones
tienden a desbaratar este preciso propósito, porque desintegran el rostro más
que crean una imagen. Los escritores resultan mucho más creíbles cuando
no presentan más que una simple silueta. En Un día en la vida de Iván
Denisovich, Aleksandr Soljenitsin habla de «Iván, un sargento alto y flaco
de ojos negros. La primera vez que le veías, te llevabas un susto de
muerte…». O: «Había una expresión inerte en el rugoso rostro afeitado del
tártaro»… y hasta ahí llega la amplitud de la descripción facial. El recuerdo
que guarde el lector (suponiendo que lo tenga) de estos individuos es
inducido a completar lo que falta.
Aun así, esta operación fundamental —estimular la memoria del lector
— ofrece algunas ventajas únicas y casi maravillosas. Si los estudiosos del
cerebro están en lo cierto hasta el momento, la memoria humana parece
constituida por grupos de datos significantes —al contrario de lo que
presumía la vieja teoría mecanicista: videlicet, que está constituida por
fragmentos fortuitos de datos casuales y sin sentido que son luego
combinados y dotados de significación por la mente—. Estos grupos de
memoria combinan a menudo una imagen completa y una emoción. La
fuerza de una simple imagen en un relato o una canción para evocar un
sentimiento complejo es bien conocida. Siempre me encantaron los versos
iniciales de una canción country de Roger Miller titulada «Rey del
Camino». «Remolques en venta o alquiler», comienza, «Se Alquila
Habitación Cincuenta Centavos». No es tanto la mención de los remolques
lo que me encanta sino la «Se Alquila Habitación». Pertenece a esa clase de
estilo arcaico que, según mi experiencia, se encuentra solo en ventanas o en
marcos de puerta en la zona más vieja y más estropeada de una ciudad.
Inmediatamente me trae a la memoria una imagen particular de una calle
particular cerca de Worcester Square en New Haven, Connecticut. La
emoción que conjura es de soledad y privación, pero de un carácter más
bien romántico (bohemia). Nuestra memoria está aparentemente constituida
por millones de estos grupos, que se combinan entre sí según el principio
del Identikit[16]. Los escritores más dotados son aquellos que manipulan los
grupos de memoria del lector de forma tan exquisita que recrean dentro de
la mente de este todo un mundo que vibra con las propias emociones reales
del lector. Los acontecimientos únicamente se producen en la página, en la
letra impresa, pero las emociones son reales. De ahí esa sensación única
cuando uno es «absorbido» por un cierto libro, se «pierde» en él.
Solo ciertos procedimientos específicos pueden estimular o disparar la
memoria de esta forma exquisita, sin embargo; los mismos cuatro
procedimientos que ya he mencionado: construcción escena-por-escena,
diálogo, punto de vista y relación de la categoría social de la vida. Dos de
estos procedimientos, escenas y diálogo, se pueden gobernar mejor en
película que en letra impresa. Pero los otros dos, punto de vista y relación
de la categoría social de vida, funcionan mucho mejor en letra impresa que
en película. Ningún cineasta ha conseguido con éxito meter al público en la
mente o sistema nervioso central de un personaje —algo que hasta los
malos novelistas son capaces de llevar a cabo rutinariamente—. Los
cineastas lo han probado todo. Han probado la narración con voz en off.
Han probado convertir la cámara en los «ojos» del protagonista, de forma
que solo podemos verle cuando se pone delante de un espejo. La moda
actual son los «relámpagos de memoria», cortes rápidos, a veces en tonos
monocromos, a recuerdos del pasado. Nada de eso consigue meter
eficazmente a nadie en la cabeza de un personaje de película. (Lo que está
más cerca de conseguirlo, para mí, son los apartes a la cámara que hace
Michael Caine en Alfie[17]; comienzan como momentos cómicos, à la
[película]. Tom Jones[18], pero terminan siendo intermedios más bien
patéticos, mucho más eficaces, singularmente, que los apartes en una obra
de teatro). Ciertas novelas realistas resultan logradas porque se detienen con
tal realismo, tal eficacia, en la vida mental y atmósfera emotiva de un
personaje determinado. Esas novelas se convierten casi siempre en
desastres al ser llevadas a la pantalla; exempli gratia, Tropic of Cancer[19] y
Portnoy's Complaint[20]. Los fabricantes de tales películas suelen izar
bandera blanca a base de terminar poniendo a alguien, ya sea en off o ya sea
en pantalla, que declame grandes cachos de la propia novela, como si
confiaran que eso restituirá la fuerza del dichoso libro. Esa fuerza, por
desgracia para ellos, se halla completamente envuelta en la relación
fisiológica única que existe entre el lenguaje escrito y la memoria.
Las películas resultan casi tan falsas en lo que se refiere a la condición
social de vida. En letra impresa un escritor puede presentar un detalle de
vida social y luego darle un codazo al lector para asegurarse de que conoce
su significación, y todo ello parece muy natural. En la escena inicial de
Madame Bovary Flaubert presenta a Charles Bovary como un chico de
quince años en su primer día de internado: «Llevaba el cabello cortado en
flequillo, igual que un chantre de iglesia de pueblo…». El subrayado es
mío; aquí y durante todo el pasaje Flaubert le da codazos al lector para
asegurarse de que la imagen que describe se encarna en un muchacho
campesino, un rustaud, que resulta ridículo para sus compañeros de escuela.
Las películas pueden presentar idénticos detalles, naturalmente, pero no
subrayar su significación como no sea a través del diálogo, que se vuelve
pronto muy forzado. Como resultado la traducción cinematográfica de la
condición social es como un gran brochazo… la mansión, los criados, el
Rolls, el vagabundo, la telefonista con acento del «Bronx»… Desde el
momento en que el cineasta no puede darle codazos al público, suele acabar
dándole a sus detalles sociales un énfasis desmedido… la mansión que es
demasiado vasta, los criados que son demasiado ceremoniosos…
El primer cineasta que consiga trabajar inspiradamente con punto de
vista y categoría social será el primer gigante en ese campo. Es triste
decirlo, pero los estudiosos de la cognición pueden descubrir que técnica y
fisiológicamente sea un problema imposible de resolver para el cine.

6. Trabajo de preparación

No existe una historia de cómo ha evolucionado el trabajo de preparación


de un reportaje, que yo sepa. Dudo que se le haya ocurrido siquiera a
alguien, incluso en las escuelas de periodismo, que el tema pudiese tener
fases históricas. El modo de recoger el material que ahora se da en el Nuevo
Periodismo arranca probablemente con la literatura de viajes de fines del
siglo XVIII y comienzos del XIX (y, como ya digo, con la figura singular de
Boswell). Muchos de los escritores de viajes parecen haber sido inspirados
por el éxito de las autobiografías. Su idea era de crear una autobiografía
ellos mismos a base de dirigirse a países extranjeros en busca de color y de
aventura. Melville, por ejemplo, inició su carrera en el filón del viaje y la
aventura como Omoo y Typee.
Desde un punto de vista histórico el rasgo interesante es cuán pocas
veces se les ocurrió a los escritores de no-ficción que podían conseguir ese
material de otras maneras que no fuesen la autobiografía. Me refiero al tipo
de preparación amplia que permite recoger escenas, diálogo extenso, vida
social y vida emotiva además de los datos usuales del ensayo-narración. En
el siglo XIX los novelistas hacían mucho más uso de esa preparación que los
periodistas. He citado ya los ejemplos de Balzac y Dickens. El tipo de
investigación que Dostoievski llevó a cabo para Los endemoniados es otro
ejemplo. Un motivo de que los escritores de no-ficción tardaran en ver las
posibilidades de este planteo fue el de que la no-ficción, exceptuando la
autobiografía, se consideraba como un género didáctico, al menos en su
expresión más elevada. Un escritor que buscase enseñar una lección no
solía perseguir otro contenido que el necesario para dar solidez a sus
argumentos. En Un viaje a Sajalín se puede apreciar cómo Chejov lucha
contra la convención y se libera de ella aquí y allá.
Uno de los mayores cambios traídos por la nueva casta de periodistas ha
sido el de una inversión de esta actitud… de forma que la demostración de
su dominio técnico se hace capital, mientras que la demostración de los
puntos morales resulta secundaria. Esta pasión por la brillantez técnica les
ha prestado una extraña especie de objetividad, una objetividad egoísta pero
objetividad en cualquier caso.
Cuando se pasa del reportaje de periódico a esta nueva forma de
periodismo, como yo y muchos otros hicimos, se descubre que la unidad
fundamental de trabajo no es ya el dato, la pieza de información, sino la
escena, desde el momento en que muchas de las estrategias sofisticadas en
prosa se basan en las escenas. Por consiguiente, tu problema principal como
reportero es, sencillamente, que consigas permanecer con la persona sobre
la que vas a escribir el tiempo suficiente para que las escenas tengan lugar
ante tus propios ojos. No existen reglas ni secretos artesanales de
preparación que le permitan a uno llevar esto a cabo; es definitivamente un
test de tu personalidad. Ese trabajo previo no resulta más fácil
sencillamente porque lo hayas hecho muchas veces. El problema inicial
radica siempre en tomar contacto con completos desconocidos, meterse en
sus vidas de alguna manera, hacer preguntas a las que no tengas derecho
natural de esperar respuesta, pretender ver cosas que tú no tienes por qué
ver, etcétera. Muchos periodistas lo consideran tan incorrecto, tan
embarazoso, tan aterrador a veces, que jamás son capaces de dominar este
primer paso. Murray Kempton y Jack Newfield son ejemplos de dos
reporteros paralizados por este pánico. Los únicos desconocidos con cuyo
contacto Newfield se siente aparentemente cómodo son gente como el
Macho Revolucionario del Siglo de este mes, a quien previamente le hayan
asegurado que el reportero es amigable.
Los propios reporteros tienden a sobrestimar groseramente la dificultad
de aproximarse a la gente sobre la que pretenden escribir y permanecer con
ella. El sociólogo Ned Polsky acostumbra a quejarse de que los
criminologistas estudian a los criminales únicamente en la cárcel —donde
ponen su cabeza en el tajo con la esperanza de obtener la libertad
condicional— basándose en el supuesto de que, naturalmente, no pueden
tomar contacto con el criminal en su propio hábitat. Polsky sostenía, y lo
demostró con su propio trabajo, que los criminales no se consideran a sí
mismos como tales sino sencillamente como gente que lucha para abrirse
paso en la vida y con la que, por tanto, puede ser muy fácil tomar contacto.
Además, son gente que suele pensar que sus hazañas merecen ser
perpetuadas en literatura. Gay Talese demostró esta teoría con mayor
amplitud al introducirse en una familia de la Mafia y escribir Honor Thy
Father (aunque no se acercó a un área clave, sus actividades criminales en
sí mismas).
Muchos buenos periodistas que confían en penetrar en un mundo ajeno
y permanecer en él por algún tiempo, lo hacen muy suavemente y sin
bombardear con preguntas a sus sujetos. En su extraordinaria hazaña
periodística sobre el mundo del deporte George Plimpton adoptó la
estrategia de mantenerse en la sombra con tal timidez y humildad que ellos
acabaron pidiéndole por el amor de Dios que saliese y jugara. Pero, una vez
más, es ante todo cuestión de la personalidad de cada cual. Si un reportero
permanece con una persona o un grupo el tiempo suficiente, ambos —
reportero y sujeto— desarrollarán una relación personal de algún tipo. Para
muchos reporteros esto significa un problema más terrible que introducirse
en la escena concreta en primer lugar. Se sienten castigados por un
sentimiento de culpabilidad, responsabilidad, deuda. «Tengo la reputación
de ese hombre, su futuro, en mis manos»: esto acaba siendo estado de
ánimo. Tal vez empiezan a sentirse igual que mirones: «He hecho presa en
la vida de ese hombre, la he devorado con los ojos, no me he comprometido
yo mismo, etc.». Las personas que se vuelvan excesivamente sensibles en
esta consideración, nunca podrán asumir el nuevo estilo de periodismo.
Inevitablemente harán un trabajo de segunda categoría, predispuesto de
manera tan banal que confundirá hasta a los sujetos que cree «proteger». Un
escritor necesita cuanto menos el ego suficiente como para convencerse de
que lo que está haciendo como escritor es tan importante como lo que haga
cualquiera sobre quien escriba y que por consiguiente no debe comprometer
su propio trabajo. Si no cree que lo que está escribiendo es una de las
actividades más importantes que se desarrollan en la civilización
contemporánea, le conviene cambiarse a otra que crea que lo sea… que se
haga aspirante a asistente social, consejero de inversiones para la Iglesia
Unitaria, o inspector de supresión de ruidos…
En el supuesto de que esta faceta no resulte demasiado abrumadora, este
trabajo llevado a nivel de saturación, tal como yo lo concibo, puede ser uno
de los más estimulantes «viajes», tal como dicen ellos, del mundo. Muchas
veces sientes como si en tu sistema nervioso central se encendiera una luz
roja de alerta y te convirtieses en un aparato receptor y tu cabeza barriera la
pantalla oscura como un rayo de radar, y tú dices «Pasa, mundo», ya que
solo quieres… atraparlo todo entero… Algunos de los momentos mejores
se producen cuando Mr. Peligro asoma, y la adrenalina corre, y todo el
tumulto se abalanza, y el fuego llueve de lo alto —¡y tú descubres que tu
aparato aún funciona! ¡Estás escarbando el caos en busca de detalles! ¡Vaya
material que puedes emplear!… Bueno, ese horrible monstruo que acaba de
arrojar la bomba submarina al regazo del maestro de ballet— ¿era un collar
de cuero o un pañuelo de seda lo que llevaba en el cuello? ¿Y dónde anda
ese pequeño as que estaba justo a su lado, ese que no tiene barbilla?
Probablemente pueda conseguir a través suyo el nombre de ese asqueroso
tártaro —y… «¡Abajo los blancos! ¡Abajo los blancos! ¡Abajo los
blancos!»— ya han empezado con esa basura otra vez y se dirigen justo
hacia aquí —pero ¿te has dado cuenta de que esas mujeres mongólicas son
más ruidosas que los hombres, y más grandes?— enormes, gordas y
horribles, igual que los Green Bay Packers[21], esos asquerosos
rinocerontes… y esa viene precisamente hacia mí —¡Abajo los blancos!—
escupiendo fuego por los ojos —una tártara mongólica de cien kilos repleta
de cerdo— qué cojones es eso que lleva clavado en el pelo —bueno, es un
maldito cuchillo de cortar pasteles… y mientras todo esto cae, mientras el
mundo llega a su fin, con un cuchillo de cortar pasteles que rebana la fosa
temporal de mi propio melón— se han cruzado los hilos… pero de qué
forma tan deleitosa… uno viene directamente de la terminal Terror Pánico,
pero el otro lleva el mensaje a un mundo jadeante: ¡Amigos! ¡Ciudadanos!
¡Lectores de revistas! ¡Menuda escena va a ser esta! ¡Ayudadme, así es
como vive ahora la gente! ¡Así es como — (gork)))))))))).
Segunda parte:

Antología del Nuevo Periodismo


REX REED: de
¿DUERME USTED DESNUDA?

Rex Reed elevó la entrevista con celebridades a un nuevo nivel, gracias a


su sinceridad y su visión para el detalle social También ha sido un maestro
en la captación de un hilo anecdótico en la propia situación de la entrevista
—en este caso describiendo a Ava Gardner como la estrella madura que
exige ser tratada como una estrella—. Reed utiliza en ocasiones la primera
persona, pero nunca de forma importuna, sino más bien en el sentido de
Nick Carraway en El Gran Gatsby, aun cuando, como en este caso, el
propio entrevistador se convierta en un elemento de la historia. Reed es
excelente en la transcripción y uso del diálogo. T. W.

Ava: Vida al anochecer

Ella está ahí, de pie, sin ayuda de filtros contra una habitación que se derrite
bajo el calor de sofás anaranjados, paredes color lavanda y sillas de estrella
de cine a rayas crema y menta, perdida en medio de este hotel de cupidos y
cúpulas, con tantos dorados como un pastel de cumpleaños, que se llama
Regency. No hay guión, ni un Minnelli que ajuste los objetivos del
Cinemascope. La lluvia helada golpea las ventanas y acribilla Park Avenue
mientras Ava Gardner anda majestuosamente en su rosada jaula leche-malta
cual elegante leopardo. Lleva un suéter azul de cachemir de cuello alto,
arremangado hasta sus codos de Ava, y una minifalda de tartán y enormes
gafas de montura negra y está gloriosa, divinamente descalza.
Abriéndose paso a codazos entre un tumulto de cazadores de autógrafos
y ávidos de emociones arracimados en el vestíbulo, durante el trayecto en el
ascensor de incrustaciones doradas, el agente de prensa de la Twentieth
Century-Fox no ha parado de repetirme entre murmullos: —Ella no ve a
nadie, ¿sabe? y —Es usted muy afortunado, es el único por quien ha
preguntado—. Recordando, quizás, la última vez que vino a Nueva York
desde su escondite en España para el lanzamiento de La noche de la
iguana[22] y le trastornó tanto la prensa que se fue de la fiesta y terminó en
el Birdland. Y, nerviosamente, moviéndome bajo mi chaqueta de polo a lo
Brooks Brothers, recuerdo también a los fotógrafos, contra los que —según
se dice— ella arrojó copas de champán (¡corre incluso el rumor de que
precipitó a un periodista por la barandilla!), y —¿quién podría olvidarlo,
Charlie?— la marimorena que se armó al presentarse Joe Hyams con un
casete oculto en la manga.
Ahora, dentro de la jaula de leopardo, sin un látigo y temblando como
un pájaro nervioso, el agente de prensa dice algo en castellano a la criada
española. —Diablos, he pasado diez años allí y aún no soy capaz de hablar
ese dichoso idioma— gruñe Ava, despidiéndole con un movimiento de los
largos brazos de porcelana de Ava—. ¡Fuera! No necesito agentes de
prensa. Las cejas dibujan bajo las gafas dos deslumbrantes, acequinados
interrogantes—. ¿Puedo confiar en él? —pregunta, sonriendo
manifiestamente con esa irresistible sonrisa de Ava y señalándome. El
agente hace un gesto afirmativo con la cabeza mientras se dirige hacia la
puerta:
—¿Podemos hacer algo más por usted mientras permanece en la
ciudad?
—Solo sacarme de la ciudad, pequeño. Solo sacarme de aquí.
El agente se aleja silenciosamente, caminando por la alfombra como si
pisara rosas de cristal con zapatos de claque. La criada española (Ava
insiste en que es una perla, —Me sigue por doquier porque me adora—)
cierra la puerta y se larga hacia otra habitación.
—Bebes, ¿verdad, pequeño? El último maricón que vino a verme tenía
gota y no quiso probar trago. —Suelta un rugido de leopardo que suena
sospechosamente igual que Geraldine Page en el papel de Alexandra del
Lago[23] y mezcla bebidas de su bar portátil: scotch y soda para mí y para
ella una copa de champán llena de coñac y otra de Dom Pérignon, que bebe
sucesivamente, vuelve a llenar y sorbe despacio como jarabe a través de una
paja. Las piernas de Ava cuelgan blandamente de una silla color lavanda
mientras su cuello, pálido y largo como un vaso de leche, se alza sobre la
habitación como un terrateniente sudista inspeccionando una plantación de
algodón. A sus cuarenta y cuatro años, aún es una de las mujeres más
hermosas del mundo.
—No me mires. Estuve despierta hasta las cuatro de la madrugada en
ese maldito estreno de La Biblia. ¡Estrenos! ¡Mataré personalmente a ese
John Huston si vuelve a meterme en otro lío como ese! Debía de haber diez
mil personas agarrándome. La multitud me produce claustrofobia y no
podía respirar. Por Dios, empezaron apuntándome con una cámara de TV,
gritando «¡Di algo, Ava!». En el intermedio me perdí y después de apagarse
las luces no pude encontrar mi maldita butaca y no paré de decir a aquellas
chiquillas de rizados cabellos y linternas, «Voy con John Huston», y ellas
no pararon de responderme, «No conocemos a ningún Mr. Huston, ¿es de la
Fox?». Iba a tientas por los pasillos a oscuras y cuando finalmente encontré
mi butaca, estaba ocupada y hubo una gran escena para conseguir que ese
tipo me dejara sentar. Déjame decírtelo, pequeño, la Metro solía montar los
circos mucho mejor. Para colmo, perdí mi maldita mantilla en la limousine.
Diablos, no era un souvenir, esa mantilla. Nunca encontraré otra igual.
Entonces John Huston me lleva a esta fiesta donde teníamos que ir de un
lado para otro y sonreír a Artie Shaw, con quien estuve casada, pequeño,
por el amor de Dios, y su esposa, Evelyn Keyes, con quien John Huston
estuvo casado hace tiempo, por el amor de Dios. Y cuando todo ha
terminado, ¿qué es lo que has conseguido? El mayor dolor de cabeza de la
ciudad. A nadie le importa quién diablos estaba allí. ¿Piensas por un
momento que Ava Gardner expuesta en ese circo venderá la película? Por
Dios, ¿lo viste? Tomé parte en todo aquel infierno solo para que esta
mañana Bosley Crowther pudiera escribir que parecía como si posara para
un monumento. Todo el tiempo estuve pellizcando a Johnny en el brazo y
diciéndole, «Por Dios, ¿cómo puedes dejarme hacer esto?». De todas
formas, a nadie le importa lo que llevaba puesto o lo que dije. Todo lo que
querían saber es si estaba bebida y si me mantenía derecha. Este es el
último circo. ¡No soy una puta! ¡No soy temperamental! Estoy asustada,
pequeño. Asustada. ¿Es posible que puedas entender lo que es sentirse
asustada?
Se subió las mangas por encima de los codos y se sirvió otras dos copas.
De cerca, nada en su aspecto sugiere la vida que ha llevado: conferencias de
prensa con acompañamiento de luces opacas y orquesta; toreros publicando
en la prensa poemas sobre ella; fricciones de vaselina entre sus pechos para
realzar el escote; recorriendo incansablemente toda Europa como una mujer
sin patria, una Pandora con sus maletas llenas de coñac y bares Hershey
(«para rápida reposición de energías»). Ninguno de los asolados, ruinosos
rasgos color de uva sugieren los amoríos o las reyertas que atraen a la
policía en medio de la noche o los bailes en tablados de Madrid hasta el
amanecer.
Suena el timbre de la puerta y un chico de cara granujienta y peinado a
lo Beatle entrega una docena de perros calientes traídos de Coney Island en
limousine.
—Come —dice Ava, sentándose con las piernas cruzadas en el suelo,
mordiendo una cebolla cruda.
—¡Me estás mirando otra vez! —dice tímidamente, echándose cortos
mechones juveniles de pelo detrás de los lóbulos de sus orejas de Ava.
Señalo el hecho de que parece un estudiante de Vassar con su minifalda—.
¿Vassar? —pregunta con suspicacia—. ¿No son las que se meten en todos
los líos?
—Eso es Radcliffe.
Ruge. De nuevo Alexandra del Lago. —Me vi en La Biblia y salí esta
mañana y me hice cortar el pelo. Esta es la forma en que solía llevarlo en la
Metro. Quita años. ¿Qué es eso? Los ojos se encogen, partiendo a su
huésped por la mitad, perforando mi cuaderno de notas—. No me digas que
eres una de esas personas que siempre van por ahí garabateándolo todo en
pequeños pedazos de papel. Líbrate de eso. No tomes notas. Tampoco hagas
preguntas porque probablemente no contestaré ninguna. Deja que Mamá lo
diga todo. Mamá conoce mejor al tinglado. Tú quieres preguntar algo, yo
puedo responder. Pregunta.
Pregunto si odia todas sus películas tanto como La Biblia.
—Por Dios, ¿qué conseguí nunca hablando? Cada vez que intenté
interpretar, se echaron sobre mí. Es una completa vergüenza, he sido
estrella de cine durante veinticinco años y no he logrado nada, nada
tangible a cambio. Todo lo que he conseguido son tres asquerosos
exmaridos, lo cual me recuerda que tengo que llamar a Artie y preguntarle
cuándo es su cumpleaños. No puedo recordar los cumpleaños de mi propia
familia. La única razón de saber el mío es porque nací el mismo día que
Cristo. Bueno, casi. Nochebuena, 1922. Soy Capricornio, lo que significa
una vida de infierno, pequeño. De todas formas, necesito saber la fecha de
nacimiento de Artie porque estoy tratando de conseguir un pasaporte nuevo.
Vagabundeo por Europa, pero no voy a abandonar mi ciudadanía, pequeño,
por nadie. ¿Intentaste alguna vez vivir en Europa y renovar tu pasaporte? Te
tratan como si fueras una maldita comunista o algo así. Diablos, esa es la
razón por la que me largo del infierno de España, porque «le» odio y odio
también a los comunistas. Ahora quieren una lista de todos mis divorcios,
así que les dije diablos, llamad al New York Times: ¡saben de mí más que yo
misma!
—Pero todos esos años en la Metro, ¿no fueron nada divertidos?
—Por Dios, después de diecisiete años de esclavitud, ¿puedes hacerme
esta pregunta? Lo odié, cariño. Quiero decir que no soy precisamente
estúpida ni me falta sensibilidad, y ellos trataron de venderme como una
bestia premiada en una feria de ganado. También trataron de convertirme en
algo que no era y nunca hubiera podido ser. El estudio solía escribir en mis
biografías que yo era hija de un plantador de algodón en Grabtown. ¿Qué
tal te suena? Grabtown, Carolina del Norte. Y parece exactamente tal como
suena. Debí haberme quedado allí. Los que nunca se van de casa no tienen
dónde caerse muertos, pero son felices. Yo, mírame. ¿Qué me ha reportado?
—Apura otra ronda de coñac y se sirve una nueva—. Solo soy feliz cuando
no hago absolutamente nada. Cuando trabajo no paro de vomitar. No sé
nada sobre interpretación, así que tengo una regla: confiar en el director y
entregarme con el alma y la vida. Y nada más. (Otro rugido leopardino).
Tengo la mar de dinero, así que puedo permitirme gandulear mucho. No
confío en mucha gente, así que ahora solo trabajo con Huston. Solía confiar
en Joe Mankiewicz, pero un día en el plato de The Barefoot Contessa[24]
hizo lo imperdonable. Me insultó. Dijo «Eres la actriz más condenadamente
afectada», y desde entonces nunca me gustó. Lo que realmente quiero hacer
es volverme a casar. Adelante, ríete, todo el mundo se ríe, pero qué
maravilloso debe ser trajinar descalza y cocinar para un grandioso y maldito
hijo de puta que te quiera por el resto de tu vida. Nunca he tenido un buen
marido.
¿Y Mickey Rooney? (Un grito magnífico). —Andrés Harvey se
enamora[25].
¿Sinatra? —Sin comentarios— le dice a su copa.
Cuento lentamente hasta diez, mientras sorbe su bebida. Entonces, —¿Y
Mia Farrow?—. Los ojos de Ava se avivan hasta un suave verde césped. La
respuesta llega como si cantidad de gatos lamiesen muchos platillos de
crema—. ¡Ah! Siempre supe que Frank acabaría en la cama con un chico.
Como un tocadiscos automático que deja caer un nuevo LP, cambia de
tema:
—Solo quiero hacer aquellas cosas que no me hacen sufrir. Mis amigos
son más importantes para mí que cualquier otra cosa. Conozco a toda clase
de personas —holgazanes, gorrones, intelectuales, unos cuantos estafadores
—. Mañana iré a ver a un estudiante de Princeton y asistiremos a un match
deportivo. Escritores. Me gustan los escritores. Henry Miller me envía
libros para que me cultive. Diablos, ¿leíste Plexus? Fui incapaz de
terminarlo. No soy una intelectual, aunque cuando estaba casada con Artie
Shaw hice muchos cursos en la Universidad de Los Ángeles y saqué las
notas más altas en psicología y literatura. Tengo cabeza, pero nunca tuve la
oportunidad de usarla haciendo todos esos malditos papeles repugnantes de
todas esas malditas películas repugnantes que la Metro produjo. Sin
embargo, soy muy sensible. Dios, me apena mucho pensar que malgasté
estos veinticinco años. Mi hermana Dee Dee no consigue entender que
después de todos estos años no pueda soportar estar delante de una cámara.
Pero yo nunca aporté nada a este negocio y no tengo ningún respeto por la
interpretación. Quizá si hubiera aprendido algo sería distinto. Pero nunca
hice nada de lo que pueda estar orgullosa. Aparte de todas esas películas,
¿qué más puedo decir que he hecho?
—Mogambo[26], The Hucksters[27]…
—Diablos, pequeño, si después de veinticinco años en este negocio todo
lo que has conseguido hacer es Mogambo y The Hucksters, mejor que
abandones. Cítame una actriz que haya sobrevivido a toda esa porquería de
MGM. Quizá Lana Turner. Seguramente Liz Taylor. Pero todas ellas odian
la interpretación tanto como yo. Excepto Elizabeth. Solía venir a verme al
plato y me decía: «si solamente pudiera aprender a ser buena actriz», y
pardiez que lo consiguió. No he visto Virginia Woolf[28] —diablos, nunca
voy al cine—, pero me han dicho que Liz está bien. Nunca me preocupé
mucho de mí misma. No tuve el carácter emocional para interpretar y de
todos modos odio a los exhibicionistas. ¿Y quién diablos estaba allí para
ayudarme y enseñarme, que interpretar era algo más? En realidad lo intenté
en Show Boat[29], pero eso fue una porquería MGM. Típico de lo que me
hicieron allí. Quería cantar aquellas canciones —diablos, aún conservo un
acento sureño— y de veras creí que el personaje de Julie debía sonar a
negro, ya que se supone que tiene sangre negra. Por Dios, aquellas
canciones, como «Bill», no podían parecer ópera. Entonces, ¿qué dijeron?
«Ava, pequeña, no puedes cantar, te equivocarás de tono, en este film te
codeas con verdaderos profesionales, así que no hagas una locura».
¡Profesionales! ¿Howard Keel? ¿Y Kathryn Grayson, que tiene las tetas
más grandes de Hollywood? Quiero decir que Graysie me gusta, es
encantadora, ¡pero con ella ni siquiera necesitaban rodar en 3-D! Lena
Home me dijo que fuera a ver a Phil Moore, que era su pianista y había
formado a Dorothy Dandridge, y me dio lecciones. Hice una grabación
condenadamente buena de las canciones y dijeron: «Ava, ¿estás loca?».
Entonces llamaron a Eileen Wilson, esa chica que solía cantar muchas de
mis canciones en la pantalla, y ella grabó una banda sonora con la misma
orquestación, tomada de la mía. Sustituyeron mi voz por la suya, y ahora en
la película cuando mi deje sureño termina de hablar, su voz de soprano
empieza a cantar —diablos, qué lío—. Gastaron Dios sabe cuántos miles de
dólares y terminó en una porquería. Todavía gano derechos de autor de los
malditos discos que hice.
Suena el timbre de la puerta y aparece de un salto un hombre llamado
Larry. Larry tiene el pelo plateado, las cejas plateadas y sonríe mucho.
Trabaja para una tienda de cámaras de Nueva York.
—Larry estaba casado con mi hermana Bea. Si piensas que soy algo
debes ver a Bea. Cuando yo tenía dieciocho años, vine a Nueva York a
visitarles y Larry me hizo aquella foto con que empezó todo este fregado.
Es un hijoputa, pero me gusta.
—A va, te aseguro que me gustaste mucho anoche en La Biblia. Estabas
realmente formidable, querida.
—¡Asqueroso! —Ava se sirve otro coñac—. No quiero oír otra palabra
sobre esa maldita Biblia. No me creí nada y ni por un momento me creí ese
pequeño papel mío de Sara. ¿Cómo pudo nadie estar casado cientos de años
con Abraham, que fue uno de los mayores bastardos de toda la historia?
—Oh, querida, era una mujer maravillosa aquella Sara.
—¡Estaba cargada de puñetas!
—Oh, querida, no debes hablar así. Dios te oirá. ¿No crees en Dios? —
Larry se nos une en el suelo y mordisquea un perro caliente, manchándose
la corbata con mostaza.
—Diablos, no. —Los ojos de Ava brillan.
—Yo le rezo cada noche, querida. A veces incluso me contesta.
—A mí nunca me contestó, pequeño. Nunca estuvo cerca cuando le
necesité. No hizo nada, pero retorció toda mi vida desde el día que nací.
¡No me hables de Dios! ¡Lo sé todo de ese chico!
De nuevo el timbre de la puerta. Esta vez entra un tipo intrigante; lleva
una gabardina bien planchada, tiene siete kilos de pelo, y parece que haya
estado viviendo de verduras de plástico. Dice que es estudiante de Derecho
en la Universidad de Nueva York. También dice que tiene veintiséis años.
—¿Qué? —Ava se quita las gafas para verle mejor—. Tu padre me dijo que
tenías veintisiete. ¡Alguien miente! —Los estrechos ojos de Ava y las
palmas de sus manos están húmedos.
—Vamos a tomar un poco el aire, amigos. —Ava va de un salto a su
habitación y vuelve llevando una chaqueta verde guisante de la Marina, con
un pañuelo de Woolworth en la cabeza. De nuevo la estudiante de Vassar.
—Creía que ibas a cocinar esta noche, querida —dice Larry, poniéndose
una manga de su chaqueta.
—Quiero espaguetis. Vamos a la Supreme Macaroni Company. Allí me
dejan entrar por la puerta de atrás y nadie reconoce nunca a nadie.
Espaguetis, pequeño. Estoy muerta de hambre.
Ava cierra de un portazo, dejando todas las luces encendidas. —Paga la
Fox, pequeño. —Nos cogemos todos del brazo y seguimos al líder. Ava
salta delante nuestro, como Dorothy camino de Oz. ¡Leones y tigres y osos,
caramba! Moviéndose como un tigre a través de los salones del Regency,
derritiéndose en un color rosa cálido, como el interior de un útero.
—¿Aún está abajo el hormiguero? —preguntó—. Seguidme.
Conoce todas las salidas. Bajamos en el ascensor del servicio. Cerca de
veinte cazadores de autógrafos pueblan el vestíbulo. Celia, reina de los
sablistas de autógrafos, que solo en ocasiones especiales abandona su
puesto en la puerta de Sardi, ha desertado hoy. Ava está en la ciudad esta
semana. Celia está sentada tras una palmera plantada en un tiesto, lleva un
abrigo púrpura y una boina verde, los brazos repletos de postales dirigidas a
sí misma.
Hace fresco.
Ava se abriga, coloca las gafas aplastadas contra su nariz y tira de
nosotros a través del vestíbulo. Nadie la reconoce. —¡La hora de beber,
pequeño! —susurra, empujándome hacia una escalera lateral que desciende
al bar del Regency.
—¿Sabes quién fue eso? —pregunta una figura al estilo de Iris Adrián,
con una piel de zorro teñida de visón en su brazo, al dirigirse Ava hacia el
bar. Nos deshacemos de abrigos y paraguas y de repente oímos la voz de la
banda sonora, desafinando en mi bemol.
—¡Hijoputa! Podría comprarte y venderte. ¿Cómo te atreves a insultar a
mis amigos? ¡Traedme al director!
Larry está a su lado. Dos camareros sosiegan a Ava y nos conducen a
todos a un reservado situado en un rincón. Oculto. Más oscuro que el Polo
Lounge. Esconded a la estrella. Esto es Nueva York, no Beverly Hills.
—La culpa es de ese suéter de cuello alto que llevas —me susurra Larry
cuando el camarero me hace sentar de espaldas a la estancia.
—Aquí no me quieren, los hijos de perra. Nunca vengo a este hotel,
pero paga la Fox, luego ¿qué diablos? De otro modo no vendría. Ni siquiera
tienen un jukebox por el amor de Dios. —Ava luce una sonrisa en
Metrocolor y se hace servir un gran vaso de té con hielo lleno de tequila—.
Sin sal en los bordes. No hace falta.
—Siento lo del suéter —empiezo a decir.
—Eres guapo, ¡gr-r-r! —Se ríe con su risa de Ava, echando hacia atrás
la cabeza, y una pequeña vena azul se le dibuja en el cuello, cual delicado
trazo de lápiz.
Dos tequilas más tarde («dije sin sal») mueve la cabeza
majestuosamente, supervisando el bar como la Emperatriz viuda en la
Escena del Reconocimiento. A su alrededor la conversación zumba como
aleteo de colibrí, y ella no oye nada. Larry habla de cuando estuvo detenido
en Madrid y Ava tuvo que sacarle de la cárcel, el estudiante me habla sobre
la Facultad de Derecho de Nueva York y Ava le dice a él que no se cree que
tenga solo veintiséis años y pueda demostrarlo, y de repente este mira su
reloj y dice que Sandy Koufax está jugando en San Luis.
—¡Estás bromeando! —Los ojos de Ava se encienden cual cerezas en
un pastel—. ¡Vamos! ¡Maldición, vamos a San Luis!
—Ava, querida, mañana tengo que ir a trabajar. —Larry pega un largo
sorbo a su grasshopper.
—Cállate, chico. ¡Si pago para ir todos a San Luis, vamos a San Luis!
¿Podría traerme un teléfono a esta mesa? Que alguien llame al aeropuerto
Kennedy y averigüe a qué hora sale el próximo avión. ¡Me gusta Sandy
Koufax! ¡Me gustan los judíos! Dios, a veces pienso que yo misma soy
judía. Una judía española de Carolina del Norte: ¡Camarero!
El estudiante le convence de que para cuando llegáramos a San Louis ya
estarían a mitad del séptimo juego. La cara de Ava decae y vuelve a su
tequila puro.
—Míralos, Larry —dice—. Son como niños. Por favor, no vayáis a
Vietnam. —Su cara se vuelve cenicienta. Julie al abandonar el buque fluvial
con William Warfield, cantando «Ol’ Man River» entre la niebla del
malecón—. Tenemos que hacerlo…
—¿De qué estás hablando, querida? —Larry lanza una mirada al
estudiante de Derecho, que asegura a Ava no tener intención de ir a
Vietnam.
—… no pedimos este mundo, esos tipos nos obligan a hacerlo… —Una
diminuta gota de sudor brota de su frente y ella se levanta de la mesa
impetuosamente—. ¡Dios mío, me asfixio! ¡Salgamos a tomar un poco de
aire! Vuelca el vaso de tequila y tres camareros vuelan hacia nosotros como
murciélagos, naciendo gran ruido con pies y manos y resoplando.
¡Acción!
El estudiante neoyorquino de derecho, haciendo de Chance Wayne para
su Alexandra del Lago, se comporta como una adiestrada Nurse. Los
abrigos salen volando del guardarropa. Cuentas y monedas ruedan sobre el
mojado mantel. Ava está al otro lado del bar y pasada la puerta. En cola, los
demás clientes, que han estado buscando excusas al pasar por nuestra mesa
para ir al lavabo, de repente profieren a coro grandes trémolos de «Ava» y
nosotros salimos a la calle por la puerta lateral, bajo la lluvia.
Entonces todo termina tan rápidamente como empezó. Ava está en
medio de Park Avenue, el pañuelo cae alrededor de su cuello y su pelo flota
alborotadamente sobre sus ojos de Ava. Lady Brett[30] entre el tráfico, con
un autobús urbano a guisa de toro. Tres coches se paran en un semáforo
verde y todos los taxistas de Park Avenue se ponen a tocar el claxon. Los
cazadores de autógrafos salen con ímpetu por las lustrosas puertas del
Regency y empiezan a chillar. En el interior, aguardando aún
tranquilamente tras la palmera, está Celia, abstraída del ruido, mirando
hacia los ascensores, agarrando firmemente sus postales. Ninguna
necesidad de arriesgarse a perder a Ava por causa de una pequeña
conmoción en la calle. Probablemente Jack E. Leonard o Edie Adams. Los
pescaremos la semana que viene en Danny’s.
Fuera, Ava está dentro de un taxi, escoltada por el estudiante de derecho
y Larry, dando sonoros besos al nuevo compañero, que nunca llegará a ser
un compañero viejo. Ya están doblando la esquina de la calle Cincuenta y
siete, desvaneciéndose en esa clase de noche, ese color de zumo de tomate
en los faros delanteros, que solo existe en Nueva York cuando llueve.
—¿Quién era? —pregunta una mujer que pasea un perro de aguas.
—Jackie Kennedy —contesta un hombre desde la ventanilla de su
autobús.
TERRY SOUTHERN: de
A LA RICA MARIHUANA Y OTROS SABORES

Terry Southern era uno de los redactores de Esquire, y aún no se le conocía


como novelista cuando escribió «Bastoneando en Ole Miss». Fue el primer
ejemplo que yo descubrí de una forma de periodismo en la que el reportero
empieza preparando un artículo de encargo («Ve a Mississippi y entérate de
lo que ocurre cuando quinientas bastoneras púberes se enfrentan en
competencia formal») y acaba escribiendo una curiosa forma de
autobiografía. No se trata de autobiografía en el sentido usual, porque el
escritor se ha puesto en situación sin otro motivo que el de escribir algo. El
presunto tema (verbigracia, las majorettes) acaba por ser puramente
casual, y cuando el escritor se las ingenia para hacer tan fascinantes sus
reacciones, al lector se le olvida. Hunter Thompson es el maestro de esta
forma, a la que denomina Periodismo Gonzo. T. W.

Bastoneando en Ole Miss

En una época que transcurre a través del complejo de interdependencias


burocráticas, con su tedioso laberinto de especializaciones técnicas, cada
contingente tras el siguiente, y todos pretendiendo converger en una única
totalidad de sentido, sin duda es un momento de respiro cuando se da con
un área del comportamiento humano absolutamente autosuficiente, pura y
libre, sin compromiso alguno: el apreciado y casi olvidado l’art pour l’art.
Tal es el trabajo que se viene desarrollando en estos momentos en el Dixie
National Baton Twirling Institute[31], en el campus de Ole Miss, una visita
que bien merece la pena de realizar en estos días, si uno es capaz de
mantener su presencia de ánimo.
En mi caso era el primer viaje al Sur en muchos años, y me sentía
debidamente receloso. En primer lugar, el Instituto está situado justo a las
afueras de Oxford, Mississippi, y por una grotesca coincidencia, el funeral
de Faulkner había tenido lugar tan solo el día anterior a mi llegada,
añadiendo una siniestra aura surrealista a la naturaleza de mi cometido… a
saber, realizar un reportaje en el Baton Twirling Institute. ¿Bastaría con
recurrir al gangueo de Texas y a la impasibilidad de mi juventud para salir
del paso?
Al llegar a Oxford, en un caluroso mediodía de julio, después de las tres
horas de viaje en autobús desde Memphis, descendí delante del viejo Hotel
Colonial y anduve sin rumbo fijo a través de la dormida plaza hacia el único
signo de vida a mano: la proverbial fila de hombres en mangas de camisa
sentados en unos bancos delante del juzgado del condado, una especie de
jurado permanente.
—Buenas —dije, adoptando un aire natural, sonriendo amigablemente
—. ¿Dónde está el Instituto?
El más próximo me miró estrechamente: aquí son rápidos para
reconocer al forastero, pero algo lentos para entenderlo. Uno se vuelve al
otro:
—¿Qué es lo que dice, Ed?
Big Ed abandona su modorra, lanza un chorro largo de saliva en el
polvo, lo mira reflexivamente antes de fijarse de nuevo en mí con fríos ojos
de color azul metálico.
—Creo que quiere decir. ¿En dónde está el Instituto? ¿No, forastero?
Al lado de los bancos y aproximadamente a tres pies de distancia, hay
dos fuentes públicas, y me doy cuenta de que la que está descaradamente
marcada «Para gente de color» se alza directamente bajo la sombra del
símbolo de la Justicia de la fachada del juzgado; para ser introducido más
tarde desde luego, en mi cuaderno de escritor, bajo «metáforas,
socioclaroscuros, despreciable».
Tras recibir instrucciones (bastante tortuosas, pensé, más bien siendo
alejado por lo que creí entender como una fugaz referencia al «caso Till»)
decidí tomar un taxi, habiendo visto precisamente a uno aparcado en el lado
opuesto de la plaza.
—¿Qué está más cerca —pregunté al conductor— la casa de Faulkner o
su tumba?
—Pues —dijo sin levantar la mirada— en este momento, si fuese a
llevar a alguien allí, tendría que estudiarlo un poco, pero a primera vista le
puedo decir que ambas están puñeteramente igual de cerca, alrededor de
diez minutos de donde estamos sentados y a cincuenta centavos cada una.
Están en direcciones opuestas.
Percibí la dudosa ironía de ir desde cualquiera de ellas al Baton Twirling
Institute y por eso decidí ir al Instituto primero y comenzar el reportaje.
—A propósito —pregunté después de que hubiésemos arrancado—.
¿Dónde se puede conseguir un trago de whisky por aquí? —Me había
acordado de pronto que Mississippi es un Estado seco.
—En un sitio en el límite del condado —dijo el conductor— a unas
dieciocho millas; le cuesta cuatro dólares por el viaje, ocho por la botella.
—Ya veo.
Giró la cabeza, echándome una mirada curiosa.
—A menos, claro, que quiera probar un poco de nigger-pot.
—¿Nigger-pot? ¡Santo Dios, sí, hombre! —dije equivocándome
tremendamente, ¡vamos![32].
Pronto se reveló, por supuesto, que estaba hablando del incoloro whisky
de maíz elaborado clandestinamente en la región, también conocido como
el «relámpago blanco». Empecé a poner pegas, pero como estábamos ya en
medio del barrio de color, creí mejor continuar con ello. ¿Por qué no
empezar la estancia con una genuina experiencia Dixieland, el tradicional
jarro de licor de maíz?
Tal como sucedió, el destilador y su mujer estaban en el campo cuando
llegamos a la casa, o mejor dicho cabaña, en donde fuimos atendidos por un
niño negro de alrededor de nueve años.
—Aquí hay un lote muy bueno —dijo, revolviendo dentro de un cajón
lleno de leña y sacando garrafas sin etiqueta.
El taxista, que había entrado conmigo, ladeó su cabeza y soltó una risa
corta, como para demostrar que no nos impresionábamos fácilmente.
—¡Cómo, niño! —dijo—. No creí que fueras un bebedor.
—No señor, no soy un bebedor, pero seguro que sé cómo se supone que
sabe; esto es porque a veces no hay nadie aquí al que tenga que vigilar, y
tengo que probarlo también, para ver si funciona correctamente.
Probablemente perderíamos el lote completo si yo no supiese cómo sabe.
Todos deben probarlo —añadió, sujetando una de las botellas y agitándola
en mi rostro feliz—. ¡Ya verá cómo es un buen lote!
Bueno, tenía un sabor bastante agradable, un poco indefinido quizá,
pero lleno de calor y con cuerpo. Y no pude dejar de admirar la dignidad
que el joven muchacho puso en su oficio. No es frecuente en estos tiempos,
especialmente en los niños de nueve años. De modo que compré un par de
botellas y el taxista compró una, y partimos finalmente hacia el Instituto.

El Dixie National Baton Twirling Institute imparte sus clases en una


inmensa, inclinada y mágica arboleda en el campus de Ole Miss, y parece
algo de otra época. Las clases habían comenzado ya cuando descendí del
taxi, y el panorama silvestre que se extendía ante mí, alrededor de
setecientas chicas, todas ninfas y ninfitas, divirtiéndose ruidosamente con
sus bastones e indumentaria reducida bajo el follaje de los olmos, era una
visión que hacía perder los sentidos y acelerar la sangre. ¡No había más que
vestirse de sátiro y lanzarse salvajemente sobre ellas! Pero no, tenía que
continuar con este trabajo, reportaje objetivo, seco, de hecho un simple
trabajo de burro. Decidí que el procedimiento correcto era conseguir
primero algún material de fondo, y para ello fui en busca de Don Sartell,
«Mister Baton» en persona, Director del Instituto. Mr. Sartell es un elegante
y atractivo hombre joven del norte de la línea Mason-Dixie, en armonía
perfecta con las necesidades de los jóvenes y, aunque no sea imprescindible
mencionarlo, extremadamente hábil avec les doigts. (A modo de
demostración de esto último superó un curso de mecanografía de un año de
duración en seis días escasos o, puede que hayan sido seis horas, creo
recordar que era una realización impresionante y bien documentada).
—El Baton Twirling —me dice sin vacilar— es el segundo movimiento
en extensión de chicas jóvenes en América, siendo el primero, por supuesto,
las Girls Scouts —(viejo zorro, comprobé eso más tarde. Correcto)—. La
popularidad del Baton Twirling tiene una triple justificación: 1) es un
deporte que puede ser practicado en solitario, 2) no requiere, como otros
deportes solitarios (vela, esquí, caza, etc.) equipos caros, y 3) tampoco
requiere, como los mencionados anteriormente, desplazamientos, sino que,
por el contrario, puede practicarse en el propio salón o patio.
—De acuerdo —dije— hasta aquí todo claro Mister Baton, pero ¿qué
me dice de las razones intrínsecas? ¿Quiero decir, cuál es la finalidad de
todo ello?
—El objeto, aparte de la simple satisfacción de dominar una disciplina
compleja y altamente elaborada, es el desarrollo de la autoconfianza,
equilibrio, ambidextridad, coordinación disciplinada, etc.
Le pregunté si gustaría de un trago de nigger-pot. Declinó
graciosamente; no bebe ni fuma. Mi lugar, decidí, está en la arboleda, con
las fabulosas chicas, así que preparándome mi ejemplar de seiscientas
páginas y ocho dólares del Quién es Quién en el Baton Twirling, abandoné
al excelente sujeto y me dirigí hacia la escena silvestre de abajo, preparado
para todo.

El desarrollo del Baton Twirling americano es paralelo a la historia de la


emancipación de nuestras mujeres. Una versión más grande de este bastón
(de metal con un puño en el extremo) se utilizó al principio, claro, para
dirigir bandas de marchas militares, o, antes que esto, cuerpos de tambores,
siendo manipulado con un recto, sencillo, dum-di-dum, arriba y abajo. La
idea de girarlo, y posteriormente incluso lanzarlo, es una deliciosa idea de
las chicas.
Hoy en día, entre las más vivamente interesadas en dominar esta
habilidad se encuentran las majorettes de los Institutos y Universidades del
Sur y del Medio Oeste, todas las cuales tienen grandes bandas y grupos de
majorettes que compiten durante los descansos en los partidos de fútbol. En
el Sur, a nivel de enseñanza superior, se destina casi tanto presupuesto y
entrenamiento a estos grupos como al propio equipo de fútbol, y a las
promesas y a las que demuestran talento en el campo se les conceden becas
similares. Las chicas que aspiran a convertirse en majorettes, y este es el
estatus más distinguido que puede conseguir una chica en un campus del
Sur, vienen al Instituto para un entrenamiento preescolar. O, si son ya
majorettes, vienen a perfeccionar su técnica. Muchas envían a una chica, o a
un pequeño grupo de ellas, al Instituto para aprender las últimas
realizaciones de modo que puedan regresar y enseñar al resto del grupo lo
que han aprendido. Otras continúan entrenándose para ser profesionales y
profesoras de Baton Twirling. Muchas de estas chicas vienen cada año;
hablé con una de Honey Pass, Arkansas, una verdadera monada que había
estado aquí ocho años consecutivos desde que tenía nueve años. Cuando le
pregunté si le gustaría un trago de pot, replicó de modo impertinente: «¡N…
O… que se escribe NO!». Las chicas así son generalmente material de
campeonato, lanzadas hacia los Nacionales.
Las pruebas para determinar el grado de excelencia se celebran
regularmente bajo los auspicios de la National Baton Twirling Association,
y son de las siguientes miríadas de categorías: Solo Avanzado, Solo
Intermedio, Solo Principiantes, Pavoneo, Pavoneo Principiantes, Marcha
Militar, Bandera, Dos Bastones, Bastón de Fuego, Dúo, Trío, Equipo,
Cuerpo, Muchachos, Fuera de Serie y otros. Cada división está además
subdividida por edades: 0-6, 7-8, 9-10, 11-12, 13-14, 15-16, 17 y más. El
vencedor de cada categoría recibe un trofeo, y los primeros cinco
clasificados reciben medallas. Esto contribuye bastante al reparto de
quincalla en una sesión, tal que una persona en el juego del Baton Twirling
no puede ir muy lejos sin al menos un reconocimiento simbólico, y la
carrera general para acceder al Quién es Quién (ocho trofeos, setenta y tres
medallas) haría parecer a alguien como Audie Murphy groseramente
descuidado.
Las reglas de la competición, sin embargo, están determinadas
exactamente. Cada participante aparece en solitario ante un Juez y un
Calificador, la chica realiza sus movimientos durante un tiempo
minuciosamente detallado. En Solo Avanzado, por ejemplo, la intervención
debe tener una duración de no menos de dos minutos y veinte segundos y
no más de dos y treinta. Se puntúa sobre las cualidades generales referentes
a su grado de habilidad, incluyendo sus facultades de showman, la
velocidad y las caídas, estas últimas, por supuesto, puntuando en contra,
aunque no tanto como cabría suponer. Las tarifas de inscripción son de
cerca de dos dólares por participante. Algunas chicas utilizan su pensión
para pagarlas.
En la arboleda del Instituto, no muy distinta de la fabulosa Arcadia, los
grupos están dispuestos entre los árboles según los varios grados de
aprendizaje y con ligeros vestidos. El más grande, más al centro, y más vivo
de estos grupos es el dedicado a la maestría del Pavoneo. La instrucción y
práctica del Pavoneo se ejecuta con discos reproducidos por un sistema de
altavoces y a un volumen más alto de lo normal, una especie de ritmo de
rock con armonías de boogie-woogie. Los tres discos más empleados para
esta clase son Dixie, The Stripper y Potato Peel, reproducidos primero a
media velocidad, para aprender los movimientos, luego tocados a gran
volumen en su tempo completo. El Pavoneo es, desde luego, uno de los
movimientos corporales más fantásticos que pueda verse. La deliberada
intensidad narcisista que requiere debe superar incluso a la de los bailaores
de flamenco español. El Pavoneo de Alto Estilo (o todo-fuera) debe verse
principalmente en el Sur, y a lo que más se parece es a un número de revista
muy moderno, con las nalgas para adentro y las tetas para afuera. Es la
clase de baile que uno asocia con las rubias teñidas cansadas y cubiertas de
lentejuelas en sus tardíos treinta, pero Ole Miss, como es quizá muy sabido,
está en el «terruño de las chicas bonitas», habiendo producido dos Miss
América y varias aspirantes, y contemplar a cien de sus ninfitas practicar el
Pavoneo, en trajes de baño, pantalones cortos y otras pequeñeces, es un
desafío visual que supera todo lo que el twist puede ofrecer al espectador.
La instructora del Pavoneo está de pie sobre una plataforma ligeramente
elevada, frente a su clase, flanqueada por sus dos asistentas. Lleva gafas
oscuras, pantalones cortos muy ceñidos, y aparenta ser de alrededor de 34-
22-34. Es una «swinger» de Pensacola, Florida, antigua campeona Nacional
Junior y Miss Majorette de América, ahora pasada al campo profesional.
Cuando no está en el Dixie Institute en la Universidad de Mississippi, o
algún sitio similar, da clases particulares en su propio estudio, a seis dólares
la hora y conduce un Cadillac descapotable.
En cuanto a otros aspectos, más académicos, del Baton Twirling, tuvo
lugar una exhibición la primera noche por miembros del cuadro de
profesores, todos campeones y sin duda alguna muy habilidosos.
La instrucción en velocidad y manipulación es un proceso largo y para
romper los nervios. Hay algo casi demencial sobre la cantidad de
dedicación absoluta y perseverancia que se debe emplear en conseguir tan
solo un grado nominal de excelencia, y la práctica de cuatro horas al día no
es infrecuente. En el sentido existencial, puede considerarse muy bien como
el epítome final del absurdo, quiero decir, la gente muñéndose de hambre en
la India y esa clase de cosas, y estas otras empleando cuatro horas al día en
lanzar hábilmente una barra de metal, ça alors! En cualquier caso, ahora ya
se ha convertido en un arte altamente desarrollado y en un movimiento muy
organizado, lo que no significa que haya alcanzado su plena madurez. Por
una razón: no ha sido formalizada completamente una nomenclatura,
aquello que denota la madurez de un arte. Teóricamente, por último, habría
un límite al posible número de manipulaciones, cada una de las cuales
podría ser diferenciada completamente de las demás, es decir, un repertorio
que permanecería uniforme y sin cambios durante un período de tiempo. El
arte del Baton Twirling no ha llegado aún a ese nivel, y las innovaciones
surgen con tal frecuencia que hasta el presente no existe un sencillo manual,
ni ningún cuerpo de doctrina sobre el tema. Sin duda esto es debido en gran
parte a la relativa novedad de este arte sin un pasado grande e intenso en
actividad; el Dixie National Baton Twirling Institute, por ejemplo, fue
fundado en una fecha tan reciente como 1951. La continua evolución de
este arte como un todo se refleja en los nombres de varias de las
manipulaciones. Al lado de designaciones normales (o clásicas), como
arabesco, tour-jeté, balanceo, etc., existen otras de sabor más exótico o
moderno: murciélago, walk-over, pretzel y similares… y todo, viejo o
nuevo, requiriendo incontables horas de práctica.

Durante la exhibición de Baton Twirling entablé conversación con una


pareja de estudiantes graduados en Derecho, y más tarde fui con ellos a la
cafetería del campus, el «Diablo Rebelde» —aquí casi todos los
establecimientos ostentan la palabra «rebelde»— y mantuvimos una
interesante charla. Ole Miss se enorgullece, entre otras cosas, de tener la
única facultad de Derecho en el Estado que esté acreditada por la
Asociación Americana de Abogados, de modo que estos estudiantes
graduados en Derecho no dejaban de representar sin pretensión alguna, un
cierto nivel más avanzado en relación al resto de la comunidad de
colegiales. Eran jóvenes elegantes de veintitantos años, vestidos con trajes
de verano de corte distinguido. Como respuesta a una pregunta mía
hablamos sobre Derecho Constitucional durante diez minutos antes de
apercibirme de que estaban hablando sobre Derecho Constitucional del
Estado. Cuando quedó claro a lo que me dirigía, sin embargo, fueron
rápidos en afrontar el problema de lleno.
—Nosotros nunca tuvimos aquí problema negro —dijo uno de ellos,
meneando la cabeza tristemente. Era un joven serio que llevaba gafas y
tenía el aspecto de un estudiante de Teología de Harvard—. Simplemente
no eran un problema; no lo eran hasta que esos a-gi-ta-do-res llegaron aquí
y comenzó todo este jaleo de los disturbios.
Estaban particularmente molestos sobre los posibles «conflictos, y
quiero decir conflictos reales» que se ocasionarían por la tentativa de
inscripción de un estudiante negro (James Meredith) que estaba tratando de
conseguir plaza bastante pronto, de hecho durante esa misma temporada
veraniega. Como es lógico, las autoridades se encargaron de retrasarla; sin
embargo, conseguí un preestreno de los sucesos posteriores.
—Como que la primera noche que pase aquí encontrarán droga en su
cuarto —dijo el otro estudiante—. Droga, una pistola, algo, cualquier cosa,
¡simplemente dejada y encontrada allí! ¡Y será expulsado!
Me aseguraron que ellos estaban muy por encima de esta clase de cosas
y, de hecho, estaban hablando como personas maduras y no-violentas.
—Pero ahora estos jóvenes in graduados están muy exaltados. Porque
¿sabe cómo se sienten? ¿Lo que dicen?
En ese momento, con la melodía John Brown’s Body los dos estudiantes
graduados en Derecho empezaron a cantar, casi simultáneamente: «Oh,
enterraremos a todos los negros en el barro del Mississippi…», y aunque
cantaban en voz alta tuve la sensación de que estaban hablando así, quiero
decir, como si estuvieran argumentando simplemente un punto de una
conversación determinada, o quizá estaban extasiados momentáneamente.
En cualquier caso y a pesar de un terrible esfuerzo de resistente objetividad
Zen, el incidente me dejó en cierto modo deprimido, así que me retiré
pronto a mi acogedora habitación de la Residencia de Graduados en donde
sorbí el blanco licor de maíz y vi la televisión. Pero no estaba destinado a
escapar tan fácilmente, ya que de repente, ¿quién no podría aparecer en la
pantalla sino el viejo gobernador Faubus en persona?, en una emisión de
campaña gubernamental, con alrededor de seis tics faciales en marcha, y
tragando agua convulsivamente tras cada pausa, tosiendo, escupiendo, y en
general pareciendo tan loco como una cabra. Al principio lo confundí con
una burda parodia de mal gusto. No podía, pensé, ser Faubus realmente,
porque ¿por qué la televisión transmitiría una campaña por las primarias de
Arkansas en Mississippi? Seguramente no solo para reírse. Más tarde
averigüé que así como hay en televisión unas emisiones de alcance nacional
para cubrir acontecimientos de importancia nacional, también existe una
cosa tal como una emisión para el Sur.

* * *

El horario mimeografiado del Instituto, del que había recibido una copia,
indicaba para el día siguiente, así:

7: 30 Arriba y a ellos.
8-9 Desayuno — Cafetería de la Universidad.
9-9:30 Reunión, Entrenamiento, Revista — Arboleda.
9:30-10:45 Clase n.º 4.
10:45-11: 30 Relax — Tomar notas.
11:30-12:45 Clase n.º 5.
1-2:30 Almuerzo — Cafetería de la Universidad.
2:30-4 Clase n.º 6.
4-5:30 Natación.
6:30-7:30 Cena — Cafetería de la Universidad.
7:30 Baile — Campo de Tenis.
11 Inspección de las habitaciones.
11:30 Apagar las luces (SIN EXCEPCIONES).
El «Arriba y a ellos» parecía bastante enérgico, así como el «SIN
EXCEPCIONES» en pesadas mayúsculas, pero el resto no era muy
prometedor, de modo que tras una taza de café por la mañana, me dirigí a la
biblioteca, tan solo para ver si realmente tenían algún libro allí, quiero decir,
otros libros aparte de los de Derecho Constitucional. Los tenían, por
supuesto, y estaban en un edificio bastante moderno y confortable, también
con aire acondicionado, (como tenía, incidentalmente, mi habitación en la
Residencia de Graduados) y bien iluminado. Tras echar un vistazo, abrí
cuidadosamente un ejemplar nuevo de la primera edición de Light in August
y encontré garrapateado en la portada «amante de los negros». Decidí que
debía tener una racha de mala suerte, ya que pocos minutos más tarde, volví
a sufrir otro trauma menor en las escaleras de la biblioteca. Tuve uno de
estos toques de ironía que a veces ocurren en la vida real, pero que no
pueden utilizarse nunca en la ficción; había borrado de mi mente el
incidente de la portada y estaba sentado en las escaleras de la biblioteca,
fumando un cigarrillo, cuando un caballero muy amable de mediana edad se
detuvo al pasar para hacer una observación sobre el tiempo (102° F.) y para
inquirir de una manera oblicua y cortés sobre la naturaleza de mi visita. Era
un hombre inmaculado, de cara sonrosada, con quevedos sujetos con una
cadena de plata a su solapa, con las uñas pulidas hasta brillar, que llevaba
una elegante cartera de piel y un par de textos de literatura inglesa que
descansó momentáneamente en la balaustrada mientras continuaba
sonriéndome con lo que parecía una extraordinaria felicidad.
—Vaya, que digan que miento si no es un día muy caluroso —dijo,
agitando un resplandeciente pañuelo de lino blanco y tocándose
cuidadosamente la frente—… ¡e imagino que todos ustedes los del Norte —
añadió con un guiño— lo encontrarán más caluroso aún! Entonces empezó
a hablar bastante abruptamente de la «tolerancia natural» de la gente de
Mississippi, expresándose en alegres tonos objetivos de lo que estaba
convencido que era, incluso para él, una fuente inagotable de misterio y
delectación.
—No se meta en los asuntos de nadie sino en los suyos propios —dijo,
sonriendo y asistiendo con la cabeza; y se me ocurrió que del modo como
sonreía, podía ser una especie de extraña amenaza oscura; pero no, era
evidentemente en tono amistoso—. ¡Vive y deja vivir! ¡Así es como siente
la gente de Mississippi… así ha sido siempre! Porque, mire a William
Faulkner, con todas sus ideas y viviendo todo el tiempo precisamente aquí
en Oxford y sin que nadie lo molestase, simplemente dejándole ir por su
camino, porque ¡incluso le dejaron enseñar aquí en la Universidad un curso!
¡Es cierto! ¡Lo sé! ¡Vive y deja vivir, está claro! ¡Ya lo comprobará usted
ahora! —Y su rostro continuaba siendo una brillante máscara de jovialidad,
cuando levantó a medias su mano en señal de despedida y se alejó
apresuradamente, ¿quién era este extraño educador feliz? ¿Era él quien
había desfigurado la portada? Su concepto de la tolerancia y su general
hilaridad merecían una pausa. Me dirigí de vuelta a la arboleda, esperando
recuperar algo de equilibrio. Allí las cosas parecían seguir un proceso
bastante similar al de siempre.
—¿Crees que tu vestido te facilita el trabajo? —pregunté al primer
guisante de Georgia de diecisiete años que me crucé, que llevaba puesto
algo así como una bandera confederada del tamaño de un pañuelo.
—Claro que sí —asintió, con amigable énfasis, estirándose la blusa y
ajustándosela un poco más, y siguiendo hablando con esa extraña inflexión
creciente peculiar de las chicas del Sur, que hace que las partes de una
respuesta suenen como una pregunta—: Porque en casa, cerca de Macon…
¿Macon, Georgia? ¿En la escuela Robert E. Lee? ¡Tenemos estos equipos
con borlas! ¿Y una pequeña falda roja y oro?… esas, ya sabes, ¿especie de
acampanadas? Bueno, ahora son terriblemente bonitas, y desde luego son
cortas y todo eso, pero ¡te aseguro que estas borlas y esta falda me las he
encontrado sobre la marcha!
El resto del día lo pasé sin incidentes fatales, observando durante un
rato la plataforma de Pavoneo y retirándome luego a descansar hasta la hora
del baile, y quizás atrapar a Faub otra vez en la tele.

El baile tenía lugar en una pista de tenis enmaderada al aire libre, y era una
cuestión de ritmo. El estilo popular de baile en el Sur blanco está siempre
más avanzado que el del resto de la América blanca; y en cualquier
momento parece más próximo a lo que está ocurriendo al mismo tiempo en
Harlem, que es invariablemente el que va en cabeza de lo que luego será la
moda nacional. Me divertí con ello, de pie cerca de la línea de fondo de la
pista y (en vista de los sucesos del día) llegué hasta una interesante
generalización: quizás todas las virtudes, o, digamos, rasgos positivos, que
permanecen en el blanco sureño, folk song, habla poética, afecto ocasional
y la simplicidad de las relaciones humanas, parecían derivar con mayor
claridad de la cultura de color de aquí. Debido a mi tarea en la revista, no
podía revelar mis hallazgos por el sistema de altavoces del baile —y, de
hecho, creí mejor retenerlos completamente en mi mente y seguir con el
reportaje— y, con este fin, realicé unos pocos bailes y más preguntas a las
chicas. Su punto de vista sobre el mundo era bastante extraordinario. Para la
mayoría, Nueva York era como otro país, sospechoso, remoto y de poca
importancia en su amplio esquema de las cosas. Varias chicas hablaron
animadamente de querer «salir en la televisión», pero siempre aclaraban
que estaban hablando sobre programas producidos en Memphis. De hecho,
Memphis era definitivamente la Meca, norma y summum bonum. A medida
que transcurría la velada, cada vez encontré más difícil, a pesar de la
abundancia de monadas a mano, de soportar esta escala de valores, y
finalmente me decidí a cortar por lo sano. Hay que hacer constar también
que las chicas en el Dixie National están bajo una vigilancia
extremadamente cerrada tanto en la arboleda como fuera de ella. Al día
siguiente di una última vuelta, esta vez fijándome especialmente en los
métodos de instrucción de las técnicas avanzadas del giro: 1-2-3 gira el
dedo, gira la muñeca, gira la cintura, gira el cuello, etc. Una preciosa niña
de alrededor de doce años estaba lanzando un bastón a sesenta pies de
altura, un remolino de plata bajo el sol de Mississippi, y ella debajo dando
vueltas como una patinadora de hielo, y atrapándolo por detrás sin haberse
movido ni una sola pulgada. Dijo que lo había practicado una hora al día
durante seis años. Su esperanza era convertirse en «la mejor que hay en el
lanzamiento hacia arriba y vueltas» y ahora realizaba hasta siete vueltas
completas antes de efectuar la recogida. ¿Había un límite en la altura y el
número de vueltas que se podían realizar? No, ella creía que no.
Después del almuerzo hice el equipaje, me despedí del Dixie National y
aborde el autobús de Memphis. Mientras atravesábamos la plaza de Oxford
y pasábamos por delante del juzgado, vi que la fuente continuaba sombría, a
pesar de que ahora era un par de horas más tarde que la vez que pasé
anteriormente. Quizá esté siempre en la sombra, fría e invitadora, solo el
verla haría que una persona tuviese sed.
NORMAN MAILER: de
LOS EJÉRCITOS DE LA NOCHE

Cada vez que un escritor de no ficción utiliza un punto de vista


autobiográfico, se convierte a sí mismo en un personaje de la historia. Las
posibilidades de que esto funcione aumentan cuando el escritor es,
realmente protagonista de los acontecimientos que describe. Cuando no lo
es, el enfoque autobiográfico fracasa muchas veces. Los escritos de no
ficción de Norman Mailer, que invariablemente asumen una postura
autobiográfica, constituyen una buena ilustración de ambas partes de la
regla.
Los ejércitos de la noche es una auténtica autobiografía (y el único
ejemplo de autobiografía que se incluye en este libro por las razones
antedichas). Mailer no tomó parte en la marcha sobre el Pentágono de
1967 en calidad de reportero. Era uno de los principales participantes en la
demostración y tal como suele ocurrir con las autobiografías solo después
decidió escribir sobre ella (a instancias de Willie Morris, quien era
entonces redactor-jefe de Harper’s). Desde el momento en que,
efectivamente, era uno de los principales personajes del acontecimiento, su
punto de vista autobiográfico lo es desde dentro, y sus emociones y
reacciones contribuyen a sugerir la realidad emotiva del acontecimiento
mismo.
Mailer intentó emplear la misma técnica al escribir sobre el primer
paseo lunar (Of a Fire in the Moon). ¿Por qué le dio tan pobre resultado?
Porque esta vez no era, de hecho, un protagonista del acontecimiento, y su
empleo de un punto de vista autobiográfico simplemente llevó a primer
término digresión torpe y tediosa, videlicet, él mismo. Los personajes
principales del paseo lunar eran los tres astronautas en la cápsula espacial.
La técnica autobiográfica de Mailer nunca consigue meter al lector dentro
de la cápsula, ni mucho menos dentro del punto de vista o del sistema
nervioso central de los propios astronautas. No solo es un fracaso como
técnica, sino como reportaje. Mailer tiende a ser un reportero muy tímido,
que no se decide a abandonar la segundad del Caballero Literario en la
Tribuna.
Los ejércitos de la noche, por otra parte, es un libro lleno de charme. Su
subtítulo es La Novela como Historia; Historia como la Novela y en las
páginas que siguen se puede apreciar con qué premeditación Mailer, como
hiciera Capote, ha tratado de crear el efecto de «igual que una novela». Su
empleo del omnisciente aparte del narrador al lector crea un clima
afectado, nostálgico y en conjunto agradable. Otro aspecto de la solidez del
libro radica en su empleo de la forma autobiográfica en tercera persona,
que por primera vez popularizó Henry Adams en The Education of Henry
Adams. El protagonista ya no es «yo» sino «Mailer», un procedimiento que
anula lo que no sería otra cosa que un molesto egocentrismo. En vez de
eso, uno se identifica muy bien con el personaje «Mailer». Este
procedimiento no funciona, sin embargo, a menos que el escritor se tome el
trabajo de describir y desarrollar su propio personaje con, por lo menos, el
cuidado que dedicaría a cualquier otro personaje principal.
Por pura casualidad, la marcha sobre el Pentágono ofreció a Mailer
una curiosa compensación. Nunca fue capaz de escribir diálogos
convincentes, un hecho que le ha limitado seriamente en tanto que
novelista. En Los ejércitos de la noche, sin embargo, pudo utilizar un
material tomado de cintas magnetofónicas y películas, hecho de su propia
participación en el acontecimiento. T. W.

Una confrontación junto al río

La situación no tenía mucho que estudiar. La Policía Militar estaba formada


en dos filas muy espaciadas. La primera fila estaba a diez yardas de la soga,
y los intervalos entre hombre y hombre eran, en aquella fila, de unos veinte
pies. La segunda fila, similarmente espaciada, estaba diez yardas detrás de
la primera, y, aproximadamente treinta yardas más allá, había, de cincuenta
en cincuenta yardas, grupos de dos o tres soldados con cascos blancos y
uniformes azul oscuro. Dos talantes distintos se enfrentaban, dos
independientes silencios privados.
La situación venía a ser como la de un muchacho a punto de saltar de un
tejado a otro. Lo único que no debía hacerse era esperar. Mailer miró a
Macdonald y a Lowell. —Vamos—, dijo. Sin volverse a mirarles, sin
detenerse a hacer acopio de resolución, o a perderla, decidió que era cosa de
saltar ostensible y decididamente la soga. A continuación, atajó sobre la
hierba hacia el policía militar que vio más cerca.
Era como si el aire hubiera cambiado, o la luz se hubiera alterado; se
sintió inmediatamente mucho más vivo —sí, bañado en el aire—, y, al
mismo tiempo, como desencarnado de sí mismo, como si realmente
estuviera viéndose en una película en la que tuviera lugar su propia acción.
Podía sentir los ojos de las personas del otro lado de la soga
contemplándole, podía sentir la intensidad de su existencia como
espectadores. Y, mientras él avanzaba, él y el policía militar se miraban
mutuamente con la lucidez desnuda y sorprendida que se da cuando
absolutos extraños se encuentran por un momento absolutamente
vinculados el uno al otro.
El policía militar levantó la porra ante su pecho como para impedir el
paso. Para gran sorpresa de Mailer (este había esperado secretamente que el
enemigo sería tranquilo y fuerte. ¿Por qué no habían de serlo? Tenían todo
el poder, todas las armas), para gran sorpresa suya, el policía militar estaba
temblando. Era un joven negro, no muy negro, que parecía proceder de
alguna ciudad pequeña en la que quizás no había otros muchos negros; en
todo caso, no tenía el aire de Harlem, ni nada demoníaco, nada del poder
negro, solamente el aspecto de un pobre muchacho en los ojos. «¿Por qué,
por qué tenía que ocurrirme a mí?», era el mensaje de los mármoles
petrificados de su cara.
—Atrás, dijo roncamente a Mailer.
—Si no me detiene, voy a ir al Pentágono.
—No. Atrás.
La idea de regresar —«puesto que no me detienen, ¿qué puede
hacer?»— por aquellas mismas diez yardas, no podía tomarse en
consideración.
Al hablar el policía militar, la porra alzada temblaba. Mailer no sabía si
aquel temblor era originado por el deseo que el policía militar sentía de
golpearle o porque (¡secreta maravilla militar!) él poseía ahora una fuerza
moral que ponía el terror en los brazos de los jóvenes soldados. Alguna
corriente inusitada, unas veces giroscópica, otras en remolino fijo, emanaba
de aquel temblor de la porra, y el policía militar parecía girar lentamente
apartándose de su posición de cara a la soga, y el novelista giraba con él, sin
dejar de mirarse el uno al otro frente a frente, hasta que el eje de sus
hombros se hizo perpendicular a la soga, y aún siguieron girando en aquel
campo psíquico, sin tocarse, con la porra temblando, y entonces Mailer se
encontró detrás del policía militar, libre de este, y giró sobre sus talones y
corrió hacia la siguiente línea de policía militar, y luego, en un impulso de
instinto repentino, aceleró bruscamente para rodear al más próximo de los
policías de la segunda línea, como si fuese la espalda de este —eso fue,
realmente, lo que pensó— y tuvo una fugaz percepción de lo sencillo que
era pasar a aquellos policías militares. Estos parecían petrificados. Al pasar
él, sus caras estaban afligidas. No sabían qué hacer. Debió dejarles
perplejos su traje oscuro rayado, su chaleco, su corbata marrón y azul de
estilo militar, su pelo peinado a raya, su barriga incipiente: también él debía
tener el aire de un banquero, ¡un banquero pasado a mono! Y entonces vio
el Pentágono a su derecha, a través del campo, a no más de cien yardas, y
un poco a su izquierda a los retenes de la última línea de defensa, y corrió
hacia estos en un trote corto, y llegó, y los guardias le miraron y gritaron
«¡atrás!».
Mailer tuvo la rápida impresión de unos hombres de cara hosca y ojos
lúgubres en los que ardía una llama transparente, y dijo: —No quiero ir
atrás. Si no me detienen, voy a entrar en el Pentágono—, y supo que estaba
dispuesto a hacerlo, una certeza absoluta se había apoderado de él, y
entonces dos de ellos saltaron sobre él al mismo tiempo, con la fría furia
homicida de todos los polizontes en el momento existencial de dar el golpe
—todos los polizontes que secretamente esperan ser fulminados en ese
instante por sus pecados— y una fuerza sorprendente acudió a la voz de
Mailer, y este rugió, satisfecho de su nuevo logro y su nueva autoridad: —
¡Fuera de mí las manos! ¿Es que no ven? Estoy siendo arrestado sin
resistencia—. Y entonces uno se alejó de él, y el otro trató de apresar el
brazo de Mailer con una llave, y se conformó con meterle la mano bajo el
sobaco, y caminaron a través del campo a un paso rápido y rabioso,
marchando paralelamente al muro del Pentágono, por fin plenamente
visible a su derecha. Y Mailer fue arrestado, lo había conseguido con éxito,
y sin recibir una porra en la cabeza, con el aire de la montaña en sus
pulmones, tan tenue y estimulante como el humo, sí, el aire lívido de la
tensión ante aquella lívida fachada prometía algunos acontecimientos de
mayor interés que la rutinaria espera para ser puesto en libertad, sí, él era
algo más que un visitante, estaba ahora en la tierra del enemigo, e iba a ver
la cara de este.

1. Arresto 80, fuera de la ley

Uno de los más antiguos artificios del novelista —algunos preferirían


llamarle vicio[33]— consiste en conducir su narración (después de muchas
excursiones) a un grado de excitación en el que el lector, cualquiera que sea
su cultura, queda reducido al estado de un bruto jadeante al que solo le
queda aliento para preguntar, «y, entonces, ¿qué?, ¿qué ocurre entonces?».
Y en ese momento el novelista, amante consumadamente cruel, introduce
una digresión, consciente de que la demora en ese momento ayuda a hacer
más profundo el enviciamiento de sus lectores.
Esa era, en efecto, la costumbre de los escritores de la época victoriana.
Los lectores de hoy, acostumbrados a las carreteras elevadas, sin atascos ni
barreras de paso a nivel, echan a un lado su lectura al primer atasco y se
vuelven hacia el aparato de televisión. En consecuencia, los novelistas
modernos tienen que justificarse y presentar sus excusas, y hacerlo así
profundamente, porque, si osan dejar en suspenso su narración, tienen que
absolverse a sí mismos de la acusación de emplear un artificio. Tienen que
alegar que lo hacen por necesidad.
Así, el novelista alega ahora que tiene esa necesidad. Suspenderá por un
momento su acta —porque, en verdad, tiene que hacerlo— para introducir
en nuestra historia un nuevo elemento, que nos acompañará
intermitentemente hasta el final. Hay que admitir ahora —el lector hace
bien en esperar una sacudida directa— que el participante no era solamente
un testigo y actor de aquellas actas, sino que ¡además estaba siendo
fotografiado! Mailer (en lo que él consideraba un inexcusable momento de
debilidad) había accedido a la solicitud de un joven peliculero inglés
llamado Dick Fontaine de que se le hiciera un documental para la televisión
británica. Ya una vez le habían hecho uno de esos documentales, y la
experiencia no resultó muy agradable, porque parecía consistir en estar
sentado en un sillón y hacer confidencias cerebrales a la cámara. Mailer,
una vez dicho todo, no era ningún Arnold Toynbee, ningún Bertrand
Russell (quizás ni siquiera un Eric Goldman), no, hechas todas las
concesiones necesarias, Mailer, como intelectual, tenía siempre algo de
usurpador, había algo en su voz que revelaba que probablemente sabía
menos de lo que pretendía. Viéndose a sí mismo hablar ante la cámara para
aquel primer documental, no se había gustado como tema para la pantalla.
Para tratarse de un guerrero, de un supuesto general, excandidato político,
curtido enfant terrible maduro del mundo literario, juicioso padre de seis
hijos, intelectual radical, filósofo existencial, autor laborioso, campeón de la
obscenidad, marido de cuatro dulces esposas batallonas, amable bebedor de
bar, luchador callejero, invitador a fiestas, insultador de anfitrionas, tenía en
la pantalla, en aquel primer documental, una fatal mácula, un último
remanente de una salpicadura de la única personalidad que encontraba
absolutamente insoportable, la del delicado muchacho judío de Brooklyn, la
suavidad del hombre habituado al amor maternal. Así pues, Mailer se
mantuvo alejado de nuevos documentales de sí mismo. Talentudos hombres
de cine como los hermanos Maysles se habían dirigido a él sin conseguir
despertar su interés. Fontaine, que se había presentado con la mejor de las
credenciales —la que le proporcionaba su presentadora, una joven inglesa
cuya personalidad el novelista encontraba deliciosa— consiguió, mediante
su británica perseverancia de toro, la promesa de que podría estar presente,
con su equipo en alguno de los proyectos más activos del novelista. Sin
discursos.
Veamos, pues, el primer cumplimiento de aquella promesa. Fue en la
primera noche del rodaje de la segunda película de Mailer (titulada
primeramente, de modo muy provisional, Arresto 80, y llamada más tarde
Fuera de la ley), un estudio de policías y sospechosos en una comisaría.
Mailer tenía unas teorías sobre cómo hacer películas. Le gustaba tomar a
personas capaces de hablar por sí mismas estando o no en apuros, y
ponerlas en situaciones que él procuraba hacer suficientemente intensas
para que no tuviesen demasiada consciencia de encontrarse ante la cámara.
El que tuviesen o no una anterior experiencia de actores no solía interesarle.
Su teoría era —una hipótesis no demasiado nueva— que muchas personas
que nunca han sido actores, y que nunca podrían empezar a actuar en un
escenario sin entrenamiento, podían ofrecer, sin embargo, algunas
extraordinarias caracterizaciones para una película, con solo que hablasen
con sus propias palabras y no tuviesen que recordar ningún papel escrito.
Puede considerarse que esa es una teoría viva que deja mucho en manos del
director y hace a la vez que también mucho escape a las mismas; Mailer
envidó fuerte en la primera noche de rodaje: dispuso tres equipos de
cámaras, y puso en marcha varias interrogaciones en varias piezas a la vez,
de modo que los gritos o voces de una interrogación afectaban al tranquilo
diálogo de la otra. La intensidad de ese proceso, cámaras, actores, y escenas
desarrollándose simultáneamente sobre el mismo suelo (que viene a ser el
modo en que se desarrollan las cosas en una comisaría) podía ejercer una
magia sobre los actores. La opinión de Mailer sobre la película, cuando
empezaron a estar listos los primeros rollos, era que posiblemente había
adivinado y/o acertado por casualidad la realización de la mejor película
norteamericana sobre la policía que nunca había visto. Era ciertamente la
primera película que se había desviado por completo de la moralidad formal
hollywoodense de crimen y castigo. La película de Mailer ponía de
manifiesto la vida increíble —lo que es decir, existencial— que se esconde
en las relaciones entre los criminales y la bofia; la policía de Mailer era la
más interesante de las policías jamás aparecidas en el cine, y sus malos eran
tan reales como los mejores tipos que pueden verse en una callejuela
barriobajera.
Pero el rodaje de la primera noche fue un caos, y prometía un desastre.
El director había escogido a algunos de sus amigos de cabeza más dura para
representar los papeles de policías; y a algunos de sus jóvenes más
sofisticados para representar los papeles de hampones; por todas partes
había acción, y en ninguna le iba a la zaga la confusión: cámaras,
instrumentos para el sonido, e incluso fotógrafos chocaban a menudo. Y a
aquel desorden venía a añadirse una cuarta cámara, él equipo de televisión
de la BBC que trabajaba para Fontaine. Más de una vez el director estuvo
aquella noche a punto de echar de allí al cuarto equipo, porque
inevitablemente este constituía una parte activa en la confusión. En un
momento dado, cuando una excitante escena estaba en plena acción, a la
primera cámara se le acabó la cinta. «¡Venga otra cámara!», gritó Mailer;
pero la segunda cámara estaba en aquel momento siendo cargada, y también
la tercera. «Bueno, ¿quién hay allí?», rugió el director, «¿quién es aquel que
tiene una cámara que funciona?». —¡Oh, es la BBC!
Hay pocas cosas que puedan impresionar a los equipos tecnológicos,
mientras se encuentran en proceso de trabajo, pero aquel «¡Oh, es la BBC!»
fue todo un acontecimiento y Mailer conservó la impresión de aquel
cameraman que cargaba su máquina tan de prisa que parecía no acabársele
nunca la cinta. La siguiente vez que vio a aquel cameraman fue en el
camarín de un pequeño estudio de televisión en Nueva York. Mailer, al que
iba a hacerse una entrevista a propósito de la próxima Marcha sobre el
Pentágono, estaba recibiendo en la cara el maquillaje para ser televisado, y,
al mirar al espejo, vio las lentes de la cámara sobre él. Ordenó al hombre de
la cámara y al del sonido que salieran de allí. —¿Creen ustedes que he
llegado a la edad de cuarenta y cuatro años para que se me tomen películas
mientras me arreglo?
La siguiente vez que les vio fue en Washington. Cuando Mailer salía del
escenario del Teatro Ambassador, Fontaine y el cameraman, Leiterman,
estaban radiantes. «Hemos conseguido un estupendo material de usted esta
noche», dijo Fontaine. También se les encontró al día siguiente, frente al
Departamento de Justicia, y Mailer tuvo la oportunidad de ver la obra de
Leiterman. Había extensos períodos en los que nada ocurría que le
pareciese digno de ser fotografiado, pero Leiterman no depuso nunca su
cámara, aunque debía pesar sus buenas veinte libras. Durante toda aquella
larga tarde el cameraman la sostuvo amorosamente en sus brazos, dispuesto
a fotografiar el primer objetivo que le brindase la oportunidad. AI día
siguiente, ya en la Marcha, caminando hacia atrás sobre el puente de
Arlington en el centro del cuadrado hueco, Leiterman estuvo fotografiando
la línea de notables. Siempre que veía a Mailer, sonreía. Aquello parecía
formar parte de su técnica fotográfica: siempre dirigía una sonrisa de ánimo
a la figura que tenía ante su objetivo. Al cabo de un rato, uno se sentía
alegre de verle. Incluso cuando escuchaba a los Fugs, Mailer había sentido
sobre sí la cámara de Leiterman. Cuando Lowell, Macdonald y Mailer se
habían aproximado a la soga que iban a saltar para ser detenidos, Leiterman
y Fontaine les habían acompañado.
Pero ahora, mientras caminaba ante el Pentágono durante los diez
primeros segundos de su arresto, con la mano del marshal todavía
temblorosa en su brazo, qué agradable emoción ver a Leiterman precipitarse
súbitamente ante ellos, dedicar a Mailer su gran sonrisa de ánimo —en la
que había ahora una chispa de algo muy especial—, y, con el ojo aplicado al
visor, comenzar a filmar el avance del guardia y del detenido desde cinco
pasos delante de ellos. Leiterman caminaba hacia atrás al mismo rápido
paso con el que ellos marchaban hacia adelante, de modo que estaba
realizando un pequeño prodigio atlético, porque el camino que recorrían no
era liso, ascendían ligeros declives, los bajaban, cruzaban un camino
asfaltado, pisaban sobre hierba, trepaban por una rampa sin disminuir el
paso, y el cameraman siempre cinco pies por delante, diez por delante, sin
preocuparse de lo que tenía detrás, caminando de espaldas con gran rapidez,
tropezando ocasionalmente y recuperando el equilibrio con su pesada
cámara al hombro, sin que pareciera perder por un momento el contacto de
sus lentes con sus personajes, y sin perder su beatífica sonrisa de ánimo,
como si estuviese diciendo: «vamos, hombre, que te voy a sacar haciendo
un gol».
El brazo de Mailer seguía apresado por la zarpa temblorosa del marshal.
Aquel temblor era una reacción física característica de la policía siempre
que ponía sus manos sobre un detenido, o al menos Mailer podía
pretenderlo así, después de haber reconocido a la policía en ese preciso
estado tres de las cuatro veces que había sido detenido en su vida; sí, habían
temblado casi incontrolablemente. Que aquello fuese debido a una súbita
arremetida —para decirlo con palabras de Freud— de «homosexualidad
latente ingobernable», o a un temor de Dios por juzgar a otros hombres
dignos de ser detenidos, o simplemente a que eran unos cobardes, o que,
por el contrario, temblasen por el esfuerzo que les costaba abstenerse de
atacar al prisionero, Mailer no se veía con fuerzas para decidirlo, y a veces
incluso se había preguntado si no sería que aquello tenía algo que ver con
las incongruencias de su propia persona, que posiblemente ofendía algunas
profundidades en la policía. Fuera como fuese, el hecho, incontrovertible,
era que el policía temblaba incontrolablemente en cuanto ponía las manos
en él. Hecha y confirmada esa observación en los primeros pasos que dio en
compañía del marshal después de su feliz arresto, le produjo una gran
sorpresa y placer ver ante ellos a Leiterman, porque siempre,
indefectiblemente, hay una cierta soledad en esos primeros pasos.
Y ahora un periodista aparecía en el flanco de aquella procesión, para
hacer a Mailer una pregunta con la atención solícita, íntima, amistosa, que
ponen los reporteros en su labor dramática de conseguir unas palabras que
citar, con la idea de que sus personajes se sientan lo bastante importantes
para creer que sus inmortales iniciales están siendo grabadas en los lomos
de la historia. «¿Por qué ha sido usted detenido, señor Mailer?».
El personaje no estaba absolutamente tranquilo. A su propia excitación
se añadía el tenso apretón trémulo de la mano del marshal, y el aire de la
montaña, que introducía un filo de oxígeno en sus pulmones y le quemaba
la garganta. Pero, para sorpresa suya, su voz estuvo más serena que él
mismo. —He sido arrestado por violar una línea de policía. (—Desde luego,
esa cita es inexacta—, comentó más tarde la hermana de Mailer. —Norman
no habría empleado una palabra como «violar». Ella no podía figurarse la
solemnidad que ponen los hombres en tales materias). «Soy culpable»,
continuó Mailer. «Lo hice como un acto de protesta contra la guerra del
Vietnam».
—¿Ha recibido usted algún daño? —preguntó el periodista.
—No. La detención ha sido correcta.
Se sentía como si estuviera recibiendo la Confirmación. Después de
veinte años de opiniones radicales, finalmente había sido detenido por una
verdadera causa. Mailer suponía siempre que ya se había sentido importante
y sin importancia de casi todas las maneras en que un hombre puede
sentirse así; pero ahora se sentía importante de una manera nueva. Sentía su
propia edad, cuarenta y cuatro años, la sentía como si finalmente fuera una
edad, una sola, y no siete. Se sentía a sí mismo como una sólida
encarnación de huesos, músculos, carne y substancia, más bien que como la
voluntad, el corazón, la mente y el sentimiento de ser un hombre, como si al
fin hubiese «llegado», como si aquel arresto de poca monta hubiera sido su
Rubicón. Estaba, en secreto, completamente contento consigo mismo y con
lo bien que se las había arreglado, sin golpes en la cabeza, sin escenas
tontas. No iba a estropearlo ahora con un discurso excesivamente intenso,
no, solamente la enunciación seca y expresiva de los hechos. (Desde luego,
él no sabía que uno de los primeros reportajes que aparecieron le hizo decir:
—Soy culpable, he traspasado una línea de policía—, lo que se convirtió en
informes de segunda mano, en la noticia de que había sido detenido por
accidente. Pero, de todas formas, él mismo había sido poco exacto: lo que él
había cruzado había sido una línea de policía militar).
Ahora caminaban a lo largo de un sendero aproximadamente paralelo a
un lado del Pentágono que más tarde supo Mailer que era la Entrada del
Río, y a su izquierda podía ver unas aguas que suponía que serían del
Potomac: En efecto, era una dársena del Potomac, llamada Boundary
Channel, en la que estaban ancladas unas embarcaciones de recreo.
La presa de la mano del marshal se había aflojado. Quizás se debía a la
atención que ponían en él los periodistas, pero los rasgos del marshal
habían experimentado una pequeña metamorfosis. Su rabia y agitación se
habían apaciguado, y su cara volvía a ser una cara americana inteligente y
acusada de rasgos, más o menos semejante a la modesta apariencia de un
destacado jugador de rugby. Mailer y el marshal empezaban a descender a
ras de tierra. Entonces, un hombre en traje de paisano dio el alto a
Leiterman. —Usted no puede venir con nosotros —dijo. Leiterman puso,
pues, fin al rodaje, con un ligero saludo de mano y una sonrisa, y Mailer,
otra vez solo con sus pensamientos, cruzó una rampa que salvaba una
carretera, y entró en un área de recepción del Pentágono, viendo ahora los
objetos con esa especie de visión filtrada que tiene a veces un hombre
drogado, vislumbres de las cosas cotidianas en sus aspectos negativos, con
la verdad del objeto (hasta la amada es un objeto en esas condiciones)
desprovista de todo amor, sentimiento o libido. Entraban en un área de
recepción adyacente a la pared; pavimentada con asfalto gris, hasta el aire
mismo parecía gris en aquellas sombras, y los soldados y marshals que allí
se encontraban exhibían una estudiada fría indiferencia profesional que
Mailer no había visto en veintitrés años, desde que había ido a Leyte como
relevo, y había sido aparentemente invisible para los veteranos. Los
soldados de ahora tenían un aspecto parecido. Incluso la indiferencia que se
ve en las caras en el metro de Nueva York da muestras de una mayor
capacidad de reacción, como si el aire contiguo a aquel muro del Pentágono
estuviese inyectado de novocaína. Un paño mortuorio recubría la tensión.
NICHOLAS TOMALIN
EL GENERAL SALE A EXTERMINAR A CHARLIE CONG

A los directores de periódico les gusta argüir que el Nuevo Periodismo no


puede adaptarse a la prensa diaria, basándose tanto en que funciona solo a
nivel de temas triviales («pop»), como en que no satisface las exigencias de
la hora de cierre. En 1966 Nicholas Tomalin era uno de los principales
reporteros de Inglaterra, un periodista «duro» de mucho prestigio, cuando
usó las técnicas del Nuevo Periodismo para escribir este trabajo.
Acompañó al general Hollingsworth en su «Misión Exterminio» y escribió
el artículo en un solo día. Tuvo un impacto asombroso en Inglaterra,
recreando para los lectores británicos la realidad emocional de la guerra…
y una cierta aterrada fascinación hacia ella. De hecho, Tomalin estaba
trabajando para un semanario, el Sunday Times, lo cual resta algo de
mérito a su hazaña; sin embargo, los escritores de artículos diarios podrían
lograr cosas parecidas mucho más a menudo, estoy convencido, si se les
ejercitase y animase a hacerlo así. Jimmy Breslin lo conseguía con
regularidad. No muchos periodistas tienen el talento o las agallas de
Tomalin y Breslin. Pero hay un problema peor: no hay muchos directores de
periódico que quieran enterarse siquiera de que tal cosa es factible. T. W.

El pasado viernes, después de un almuerzo ligero, el general James F.


Hollingsworth, del Halcón Rojo, despegó en su helicóptero personal y mató
más vietnamitas que todas las tropas bajo su mando.
La historia de la hazaña del general empieza en la oficina de la división,
en Ki-Na, a 32 kilómetros al norte de Saigón, donde un coronel del cuerpo
médico me explica que cuando recogen las bajas enemigas se encuentran
con más de cuatro heridos civiles por cada vietcong… algo inevitable en
este tipo de guerra.
El general entra a zancadas, cuelga dos medallas al mérito militar del
pecho de uno de los médicos de campaña del coronel. Entonces sale de
nuevo a zancadas hacia su helicóptero y extiende un mapa plastificado para
explicar nuestra expedición vespertina.
El general tiene un rostro grande, genuinamente americano, que
recuerda a todos los generales de las películas. Es de Texas y tiene 48 años.
Su rango actual es general de brigada, subjefe de División, 1.ª División de
Infantería, Ejército de los Estados Unidos (esto es lo que significa el gran
dibujo rojo de la divisa de su hombro).
—Nuestra misión de hoy —gruñe el general— es alejar a esos malditos
vietcongs de las carreteras 13 y 16. Estas son las carreteras 13 y 16, que van
del norte de Saigón a la ciudad de Phuoc Vinh, donde tenemos la artillería.
Cuando llegamos aquí por primera vez, limpiamos estas carreteras y
expulsamos a Charlie Cong, y así pudimos transportar nuestros
aprovisionamientos. Creo que desde entonces hemos ido en misión de acá
para allá y el Vietcong ha creído que podría volver a infiltrarse. Ha hecho
propaganda de que iba a interrumpir nuestro derecho a circular por esas
carreteras. Por eso el objetivo de hoy es exterminarlo, exterminarlo y
volverlo a exterminar, hasta que no quede ni uno solo. Sí, señor. Vamos.
El helicóptero UH 18 del general lleva dos pilotos, dos artilleros a cargo
de las ametralladoras de calibre 60, y su ayudante, Dennis Gillman, un
subalterno de California con mejillas de manzana. También lleva la
carabina personal M16 del general (colgada de un tirante), dos docenas de
bombas de humo, y un par de bombas de gas CS, cada una del tamaño de
un pequeño cubo de basura. Casi tocando al general hay una radio que le
permite sintonizar las órdenes dadas por los jefes de batallón en los
helicópteros que vuelan debajo del suyo y por los jefes de compañía que
vuelan a su vez en helicópteros debajo de aquellos.
Bajo esta formación de helicópteros se extiende el paisaje
aparentemente pacífico junto a las carreteras 13 y 16, lleno de granjas y
campesinos que plantan semillas y arrozales.
Por hoy, las cosas no han ido demasiado bien. Las compañías Alpha,
Bravo y Charlie han asaltado un supuesto cuartel general vietcong, para
encontrar unos pocos túneles pero ningún enemigo.
El general se sienta en el hueco de la puerta del helicóptero, con las
rodillas separadas, y con sus lustrosas punteras negras colgando en el
espacio, balancea sin cesar un cigarrillo con filtro entre sus dientes, y
piensa.
—Bájeme al cuartel general del batallón —le dice al piloto.
—Según los informes, en este área hay tiradores ocultos, general.
—Al diablo los tiradores, limítese a bajarme.
El cuartel general del batallón es en este momento un área defoliada de
cuatro acres, equipada con tiendas de campaña, transportes para la tropa,
helicópteros y atareados infantes. Tocamos tierra entre olor de hierba
aplastada. El general desciende de un salto y a grandes zancadas cruza por
entre sus tropas.
—Vaya, general, debe excusarnos, no le esperábamos aquí —dice un
sudoroso mayor.
—¿Mataron a algún cong, ya?
—Bueno, no, general, supongo que hoy nos tienen mucho miedo.
Carretera abajo tuvimos dificultades, una excavadora se cayó por un puente,
y camiones que atravesaban un pueblo chocaron contra el pabellón de una
pagoda budista. Saigón nos ordenó por radio que reparásemos ese templo
antes de continuar… como acción cívica, general. Eso nos retrasó una
hora…
—Ya. Bueno, mayor, amplíe un poco su perímetro, y luego póngase a
matar vietcongs, ¿quiere?
Vuelta al helicóptero por la aplastada hierba.
—No sé qué pensará usted de la guerra. Tal como lo veo, soy como un
jefe de empresa cualquiera, que hace moverse a la gente, solo que no gano
dinero. Solo que mato a unos, y salvo la vida de otros.
En el aire, el general mastica otras dos puntas de filtro y parece cada vez
más triste. Ninguna acción en la carretera 16, y otro general del Halcón
Rojo ha ido con su helicóptero para inspeccionar el colapsado puente, antes
que nosotros.
—Demos otra vuelta, ordena el general.
—Fuego de metralletas ahí delante, señor. Bengalas de humo cerca. Van
a atacar.
—Busque ese humo.
Un penacho blanco se eleva entre la densa selva tropical en presencia de
un avión de reconocimiento Bird Dog. La carretera 16 está a la derecha;
más allá, un extenso poblado de casas con tejados rojos.
—Nos estamos acercando, señor.
Dos jets F105 aparecen en formación en el horizonte, se separan,
entonces uno pasa sobre el humo, soltando un rastro plateado, como de latas
de sardina. Después de cuatro segundos de silencio, un fuego naranja pálido
explota en pedazos a lo largo de un área de 45 metros de ancho por un
kilómetro de largo. Napalm.
Los árboles y arbustos arden, vertiendo un espeso y negro humo en el
cielo. El segundo avión se lanza en picado y el fuego cubre toda la faja de
bosque denso.
—Aaaaah —exclama el general—. Bien. Bien. Muy limpio. Baje,
vamos a ver quién ha quedado ahí.
—¿Cómo saben que los guerrilleros vietcong estaban en esa faja
incendiada?
—No lo sabemos. La posición del humo fue una conjetura. Por eso
arrasamos el bosque entero.
—Pero ¿y si había alguien, un civil, caminando por allí?
—Vamos, hijo, ¿cree que hay gente husmeando flores en una vegetación
tropical como esta? ¿Con una gran operación por los alrededores? Todo el
que ande por ahí abajo, seguro que es Charlie Cong.
Señalo un arrozal lleno de campesinos, a menos de un kilómetro.
—Eso es diferente, hijo. Sabemos que son de verdad.
El piloto grita:
—General, vista a la derecha, dos que corren por ese matorral.
—Los veo. Baje, baje, maldita sea.
En un solo movimiento, coge con un tirón su M16, introduce de golpe
un cargador y se asoma a la puerta, colgándose de su cinturón de seguridad
para disparar una prolongada descarga en dirección indeterminada al
matorral.
—General, hay una abertura, quizás un búnker, ahí abajo.
—Bomba de humo, rodéelo, desvíese.
—Pero general, ¿cómo sabe que no son campesinos asustados?
—¿Corriendo? ¿De ese modo? No me haga llorar. Los cargadores, los
cargadores, ¿dónde diablos están los cartuchos en este cacharro?
El ayudante suelta un bote de humo, el general encuentra su munición y
el artillero de la ametralladora de estribor dispara rápidamente sobre el
matorral, mientras rebotan sus proyectiles por el suelo circundante.
Volamos en el sentido de las agujas del reloj, en círculos cada vez más
estrechos y bajos, todos disparan. Una ducha de fundas de cartucho usadas
brota de la carabina del general para caer, tibia, sobre mi brazo.
—QUIERO… QUE… DISPAREN… DIRECTAMENTE… AL…
CULO… DE… ESE… REFUGIO.
A la cuarta vuelta los proyectiles penetran directamente por la diminuta
abertura de sacos de arena, perforando los sacos, llenándolo todo de arena y
humo.
El general retrocede de su cinturón de seguridad a su asiento,
súbitamente relajado, y suelta una risa afable, singularmente femenina.
—Eso es —dice, y se vuelve hacia mí, apretando índice contra pulgar
según el signo de complacencia de un chef francés.
Volamos ahora sobre un edificio de una planta, hecho de cañas secas. La
primera descarga hace saltar el techo, destruye una pared y la granja llena
de pollos, que se convierten en fragmentos de paja desparramada y plumas
que vuelan al viento.
—Exterminar, exterminar, exterminar —exclama el general. Ahora
utiliza el dispositivo de disparo semiautomático, la carabina tiembla entre
sus manos.
Pum, pum, pum, suena el fusil. Todos los ruidos de esta guerra tienen un
sonido extrañamente tejano.
—Bomba de gas.
El teniente Gillman asoma el bote por la puerta. A la señal del piloto, lo
suelta. Una explosión de vapor blanco se extiende por el bosque, unos
buenos 90 metros en la dirección del viento.
—Por los clavos de Cristo, teniente, eso no sirve.
Inmediatamente el teniente Gillman se encarama por encima mío para
coger la segunda bomba de gas, empujándome a un lado, hacia su propio
asiento. Con notable pánico me enredo con un cinturón de seguridad
desconocido, al girar y ladearse el helicóptero un ángulo de cincuenta
grados. La segunda bomba de gas explota perfectamente, junto a la casa,
cubriéndola de vapor.
—Ahí no queda nada con vida —dice el general—. O habrían salido. Sí,
ahí está, diablos.
Por primera vez veo la figura que corre, a través de la granja,
deteniéndose y acelerando hacia una arboleda, vestido con un pijama negro.
Ni sombrero, ni zapatos.
—Ahora dele al árbol.
Damos cinco vueltas. Las ramas caen del árbol, las hojas vuelan, su
tronco está envuelto en polvo y destellos de proyectiles. Gillman y el
general disparan ahora sus carabinas desde la puerta, uno junto a otro.
Gillman me ofrece su fusil: —No, gracias.
Entonces, un hombre sale corriendo del árbol, en cada mano una
flamante bandera roja que agita desesperadamente por encima de su cabeza.
—Alto, alto, se rinde —grita el general, golpeando la ametralladora de
modo que los disparos salen despedidos hacia el cielo.
—Voy a bajar a cogerlo. Ahora todos atentos, mantengan el fuego
indirecto, puede tratarse de una emboscada.
Rápidamente nos clavamos en el campo, delante del árbol, disparando
cada tirador ráfagas preventivas entre los arbustos. La figura se nos acerca.
—Seguro que es un cong —exclama triunfalmente el general, y con
hábil movimiento agarra al hombre por el corto pelo negro y de un tirón lo
sube a bordo. El prisionero choca con el teniente Gillman y cae sobre el
asiento, a mi lado.
Las banderas rojas que divisé desde el aire son sus manos, enteramente
bañadas en sangre. Bajo su camisa brota más sangre, que se derrama sobre
sus pantalones.
Ahora volvemos a estar a salvo en el aire. Nuestro prisionero no debe
tener más de dieciséis años, su cabeza apenas llega a sobrepasar el nombre
bordado en blanco —Hollingsworth— sobre el pecho del general. Está
aturdido, conmocionado. Sus ojos miran despacio, primero al general,
después al teniente, después a mí. Parece un animal salvaje, minúsculo y
hermoso. Tengo que mantener mi mano firmemente apretada contra su
hombro para mantenerle derecho. Está temblando. A veces su pie izquierdo,
por algún impulso nervioso, golpea con fuerza contra la pared del
helicóptero. El teniente aplica un torniquete a su brazo derecho.
—Pida una ambulancia a la base. Que venga el oficial de información
con una cámara. A este maldito comunista le quiero vivo hasta que
lleguemos… quédate con nosotros solo hasta que te lo digamos, pequeño.
El general hurga con su carabina, primero en la mejilla del prisionero
para mantenerle la cabeza levantada, después en la parte inferior de su
camisa.
—Mire esto —dice, volviéndose hacia mí—. ¿Aún cree que son
inocentes campesinos? Mire el arsenal.
El prisionero lleva un cinturón de tela con cuatro cartucheras de
munición, una cantimplora (sin tapón), un diminuto rollo de vendas y un
panfleto propagandístico, que luego resulta ser una colección de canciones
vietcongs, con un billete doblado de veinte piastras (unas cuarenta pesetas).
El teniente Gillman parece intranquilo. «Okey, estás bien», le vocifera
al prisionero, que en ese momento se vuelve hacia mí y con un gesto
sorprendentemente vigoroso mueve su brazo hacia mi asiento. Quiere
tumbarse.
Cuando me he sujetado a un nuevo asiento ya volvemos a estar en el
campo de aterrizaje. Los sanitarios suben a bordo, le ponen morfina, le
desgarran la camisa. Es evidente que una llamarada de fuego le ha
destrozado el brazo cerca del hombro. Por la camisa rota emerge una gran
protuberancia colgante de tejido rojo-azul, salpicada su superficie de fibras
nerviosas blancas y astillas de hueso (¿cómo se las arregló para mover este
brazo en señal de rendición?).
Cuando la ambulancia se ha marchado, el general nos hace posar a
todos alrededor del guerrillero para una fotografía de grupo, cual pandilla
de pescadores afortunados, después sube de nuevo a la cabina, a mi
requerimiento, para una foto ilustrativa de cómo exterminó a esos
vietcongs. Está eufórico.
—Jesús, estoy satisfecho por su presencia, ha sido todo de primera. Han
escrito mucho sobre mí en los Estados Unidos sobre cómo cazo los
vietcongs, pero ningún periodista me había acompañado hasta hoy.
Hasta encontramos un agujero de bala en una de las aspas del rotor del
helicóptero.
—Prueba evidente de que no dejaban de dispararnos. Y de dispararnos
primero, muchacho. Demasiado para esos chicos que llevan flores.
Me da la cantimplora del vietcong, como recuerdo y como prueba. Es
una cantimplora de la China comunista. Pekín por todas partes.
Más tarde el general me llama a su despacho para decirme que al
prisionero habían tenido que amputarle el brazo, y ahora está en manos de
las autoridades vietnamitas, tal como dictan las leyes. Antes de que se lo
llevaran confesó a los intérpretes del general que formaba parte del núcleo
de una compañía regular vietcong, cuya misión era minar la carretera 16,
cortarla y disparar a los helicópteros.
El general es magnánimo en su victoria sobre mis escrupulosas
precauciones civiles.
—Mire, hijo, vi que ese primer par de hombres que corrían llevaban
rifles. No se lo dije entonces. Y a propósito, no crea que en aquella casa
hubiese campesinos de verdad, cuando sea tan veterano como yo sabrá eso
por instinto. Admito que de un poste había colgados pollos para comer. No
vio nada más grande, como un cerdo o una vaca ¿verdad? Entonces bien.
El general no estaba seguro de si aquella noche otras tropas irían a la
granja para comprobar quién murió, aunque por allí cerca debía haber
patrullas.
Andar de noche por la carretera 16 no era seguro, al día siguiente había
otra gran operación en otra parte. El Halcón Rojo siempre está en
movimiento.
—Pero cuando los vietcongs vuelvan a hostigar la carretera 16, los
exterminaremos de nuevo. Y cuando más tarde regresen, volveremos a
exterminarlos.
—¿No sería más fácil quedarse allí todo el tiempo?
—Vaya, hijo, no tenemos las tropas suficientes.
—Los coreanos lo consiguen.
—Sí, pero ellos tienen que proteger un área menor. Porque el Halcón
Rojo se extiende por doquier… quiero decir hacia la frontera de Camboya.
No hay lugar en este mapa que no hayamos pisado.
»Añadiré que sus generales ingleses quizá no crean que mi modo de
hacer la guerra sea del todo convencional, ¿verdad? Bueno, esta es una
nueva clase de guerra, flexible, de movimientos rápidos. Nosotros los
generales tenemos que dirigir nuestras tropas sobre el terreno. El
helicóptero añade una nueva dimensión al combate.
»No hay mejor modo de luchar que salir a cazar vietcongs. Y no hay
nada que me guste más que matar congs. No, señor.
BARBARA L. GOLDSMITH
LA DOLCE VIVA

«La Dolce Viva» es una entrevista-artículo sorprendente por su franqueza,


incluso para las normas actuales, hasta el punto de que casi acaba con la
revista en que apareció. Se publicó en la primavera de 1968, en el cuarto
número de la revista New York, junto con fotografías de la silueta desnuda
de Viva («una gallina desplumada» según su propia expresión) reclinada en
un desvencijado sofá de odalisca con cartones de leche rancia y colillas de
pitillos de marihuana en primer término. Creyendo que la nueva revista
adoptaba un repugnante giro hacia la excentricidad, los anunciantes la
desertaron a manadas. El incidente me produjo una impresión muy diversa,
sin embargo.
El redactor-jefe de New York, Clay Felker, era consciente del riesgo
comercial que corrían al publicar este trabajo —su departamento de
publicidad lo leyó y puso el grito en el cielo—, pero «La Dolce Viva» era
un texto demasiado bueno como para despreciarlo. Felker siguió adelante y
lo publicó… y los misiles termotrópicos se pusieron en órbita… A partir de
aquel momento supe que New York iba a triunfar.
«La Dolce Viva» no solo era una lectura apasionante sino que puso de
relieve toda una faceta del mundo artístico —personificada en Andy Warhol
y sus amigos— por primera vez. El artículo de Barbara Goldsmith
constituyó el prefacio del incidente en el que, dos meses después, Valerie
Solanas disparó contra Andy Warhol en La Factoría y casi le mató.
La aportación del Nuevo Periodismo a la entrevista-artículo ha sido la
de contestar con franqueza mayor que nunca la pregunta que suelen
plantear la mayoría de tales trabajos —«Sí, pero ¿cómo es esa persona en
realidad?»— y describir todo el entorno social al que pertenece el sujeto. Y,
mientras sea posible, dar a la entrevista la forma de un relato. En este caso
concreto, el relato se desarrolla a través de momentos tales como la
conversación de Viva con la compañía Edison y de su confrontación con el
propio Andy Warhol.
Para preparar este texto, Barbara Goldsmith recurrió a la técnica
ahora normal en el Nuevo Periodismo de un contacto continuo con su tema,
hasta desvelar escenas que tuvieron lugar en su presencia. T. W.

En el nuevo estudio de Andy Warhol, «La Factoría», Viva se apoyaba en la


blanca pared encalada, mientras su ensortijado cabello rubio refulgía bajo
los focos. Su cara angulosa y su delgado cuerpo hacían pensar en las viejas
fotografías sepia, halladas en el arcón de una buhardilla, de las actrices de
los primeros años treinta. Llevaba una chaqueta eduardiana de terciopelo,
una blusa blanca acolchada y afilados pantalones negros.
—¿Estoy bien? —preguntó a Paul Morrissey, director técnico de
Warhol.
—Igual que una estrella —respondió él con solemnidad.
El cine underground había surgido de los áticos del Village para
afincarse en las salas elegantes de la parte alta de la ciudad; como
consecuencia, las estrellas cinematográficas del underground se habían
revelado también. Viva, que había actuado en Bike Boys, The Nude
Restaurant y Tub Girl, era objeto de numerosas entrevistas y artículos en las
revistas de actualidad, en los que aparecía descocada, hip y fascinante.
Women’s Wear Daily proclamaba: «Viva encarna a la moda… es la clase
de persona que influye en la moda de hoy… Es una presencia. Los
conceptos de Viva sobre la vida… los vestidos… son ante todo muy
personales». Se la comparaba con la Garbo y la Dietrich (The Village
Voice), con Lucille Ball (Vogue), era una Rita Tushingham o una Lynn
Redgrave americana (The New York Times).
El ascensor de La Factoría se abrió, dejando paso a un cargamento de
miembros de la prensa y amigos, que habían sido invitados a una
proyección de la última película de Viva, The Lonesome Cowboys. Casi de
pronto Viva se vio rodeada de gente. Una chica bajita de pelo negro
exclamó:
—Te vi hoy en la TV, Viva. Estuviste genial.
—Gracias, gracias —contestó Viva, tirando besos como una reina del
cine—. Ahora sentaos y ved la película.
La película (que duraba alrededor de 200 minutos) era una
demostración de la fórmula cinematográfica de Warhol. Resultaba ser una
mezcla de homosexualidad, conversaciones, violación, conversaciones,
travestismo, conversaciones, incesto homosexual, conversaciones,
masturbación, conversaciones, seducción heterosexual, palabras, palabras,
palabras y una orgía. Viva, la única mujer de la película, se encargaba, con
toda naturalidad, del sexo heterosexual y servía de blanco a la violación.
Durante la violación, Viva tocó con el codo a un amigo y observó:
—Durante esta escena había unos cuarenta niños mirando. Todos los
estudiantes de arte de las universidades vecinas vinieron y trajeron a sus
chicos. Yo grité: «Estos niños se van a escandalizar de una manera terrible».
No me hubieras oído decir nada un minuto después —Viva se arqueó en un
desorientado encogimiento de hombros—. Todos eran artistas y creyeron
que se trataba de arte.
Andy Warhol es un hombre de negocios que es por categoría un artista.
A causa de esta etiqueta, el espectador o se siente intimidado ante lo que
considera Arte, o —lo que suele ser más frecuente— da gusto al voyeur que
duerme en él en nombre de la experiencia artística. El estudio Warhol es
adecuadamente llamado «La Factoría», porque en él manufactura un
compuesto de voyerismo y ennui para el consumo público. El prototipo de
sus productos es The Chelsea Girls, la primera película underground que se
exhibió en un cine elegante. Costó hacerla unos 10 000 dólares y la
recaudación de sus proyecciones pasa ahora del medio millón, lo que hizo
comentar al taciturno Andy: «El Nuevo Arte es Negocio».
—Estoy realmente hecha polvo —gimió Viva al terminar la película,
mientras se metía una píldora en la boca y se la tragaba con el auxilio de un
vaso de vino—. Andy y Paul me están matando con todas estas entrevistas.
¿Por qué no vienes a verme mañana cuando me levante, digamos sobre la
una?
Al tercer timbrazo Viva abrió la puerta de su apartamento de baldosas de
piedra marrón en la calle 83 Este. La mujer que se erguía en el umbral iba
sin maquillar y sus ojos eran una mancha de color verde intenso en un
rostro de cejas finísimas y pestañas inexistentes. Llevaba pantalones rojos y
una blusa roja de algodón desabrochada. Tenía el pelo recogido en un
moño. En cuanto entré, de su boca salió un torrente de palabras.
—Oh, por Dios, no mires cómo está la casa. No he limpiado ni he
recogido nada en meses. Todas las noches pienso que moriré asfixiada con
el olor del polvo y ese DDT para las cucarachas. Mira lo sucias que están
las ventanas. Tendría que hacer algo, pero no tengo aspirador y no puedo
comprar uno. Estoy sin un centavo, absolutamente sin nada. Me paga el
alquiler un hombre que conozco.
Viva dio unos pasos con elegancia por entre un amasijo de ropa interior,
vestidos, bolsas de tintorería, una plancha, algunos platos, revistas y
periódicos. Se inclinó para extraer, de bajo de una bolsa de tintorería, la
chaqueta de terciopelo que llevaba la noche anterior. Tenía grandes
quemaduras.
—Fíjate en esto… destrozada. Con todas las horas que me pasé en
aviones cosiendo los forros. Alguien dejó caer encima una cerilla encendida
y no me di cuenta hasta que estuvo toda quemada. Estaba tan cansada que
me tomé dos Midols y un tranquilizante y bebí un poco de vino que hice yo
misma la Semana Santa pasada. Luego le di dos pipadas a un currito y se
me subió tanto que no me enteré de nada. Era mi favorito. El único otro
vestido que me gusta es un vestido de 1920 que compró Andy, pero huele
tanto a sudor que no puedo llevarlo. Oh, qué más da.
Viva esquivó el relleno que se escurría fuera de una silla dorada,
pasando luego ante una pared donde había garrapateados muchos números
de teléfono. Me guio entonces hasta el dormitorio. Contenía una cama de
matrimonio sin sábanas que ocupaba casi la habitación entera. Sobre ella
había restos de tortas en un plato de papel de estaño, un recipiente con
zumo de naranja, unos suéteres, un espejo para maquillarse, diversos tipos
de maquillaje, un ejemplar de El principito y algunas fotografías. Viva
extrajo las fotografías.
—Las busqué para que las vieras. Son de mi familia.
La primera fotografía mostraba una catedral llena de flores.
—Esta es la foto de la boda de mi hermana Jeannie. Tiene 24 años…
uno menos que yo. Somos nueve hermanos. Mi verdadero nombre es Susan
Hoffmann. Aquí está mi padre tocando el violín. Tiene 74 violines. Tiene
también cuatro barcos, dos casas, una en Siracusa y otra en Wellesley Island
en la ruta de Saint Lawrence, y una granja en Goose Bay. Lo consiguió todo
él solo. Es abogado en Siracusa.
—Mi padre tenía un genio incontrolable y acostumbraba a descargarlo
sobre mí. Luego estaba siempre la diferencia entre lo que parecían las cosas
y lo que eran. Criaba caballos porque decía que hacían bonito en la hierba
de su finca de verano, pero nunca estaban domados y ninguno de sus hijos
podía montarlos.
Viva cogió otra fotografía.
—Esta es la foto de mi primera comunión. Todo el ambiente en el que
fui educada era absurdo. Por una parte mis padres fueron siempre
extremadamente hospitalarios, todo el verano teníamos treinta personas en
casa, pero al mismo tiempo eran realmente rígidos. Mi madre era una gran
defensora de Joe McCarthy. Tenía dos miradas… una que significaba
«Cállate» y otra que significaba «Cruza las piernas».
»Dormía con un crucifijo sobre la cama, y toda la pesca. Mi padre tenía
una imagen de un metro de la Virgen María. En Navidad le ponía un halo y
dos focos. Estuve con las monjas hasta los 20 años. Fui virgen hasta los 21.
Luego me pasé los dos años siguientes tratando de enmendarme. Ahora no
puedo soportar al clero, Papas, obispos, curas y monjas, ni soporto toda esa
cosa autoritaria y antisexo de la Iglesia Católica. Pero creo que es probable
que Cristo fuera un tío realmente groovy.
»Después de la escuela superior pasé a la universidad de Marymount, en
Tarrytown, donde las hermanas dijeron que era la mejor estudiante de la
escuela de arte. Quería ser ilustradora de modas. Luego fui a la Sorbona y la
Académie Julian, en París, y todo aquel tiempo viví en un convento de
Neuilly. El último trimestre en la Sorbona estaba tan deprimida que no iba a
clase. Andaba paseando por ahí y me sentaba en el Deux Magots para tomar
vermut caliente.
Viva se distendió, frotándose los ojos y bostezando.
—Estoy cansada por el viaje a Tucson para buscar localizaciones para la
película. No dormí nada. Las dos primeras noches dormí con John
Chamberlain, que es un antiguo amante mío. Dormí con él por razones de
seguridad. Bueno, luego tuve uno distinto cada noche. Una noche Allen
Midgette y, cómo se llama ese, Tom Hompertz, se acostaron conmigo.
Andy se asomó por la ventana y me riñó: «¿Qué estás haciendo ahí? Te dije
que no lo hicieras. Tienes que reservarte para cuando rodemos». Luego le
tocó a Little Joe (Joe D’Alessandro) que es muy dulce, y a Eric (Eric
Emerson), que es siempre tan rudo —Viva alzó la vista y me dijo—: No me
mires tan escéptica. Es la verdad. Yo siempre digo la verdad. La gente cree
a veces que les estoy tomando el pelo, pero yo realmente no sé lo que es
eso. Soy como cualquier otra persona. Lo único es que soy demasiado
franca.
»Lo principal es que no me importa, de veras… bueno, eso creo. Paul
Morrissey opina que soy una ninfómana, pero eso no es verdad.
Simplemente me gusta dormir con alguien, porque detesto dormir sola.
Tengo pesadillas y me gusta tener a alguien en la cama a quien abrazarme.
La mayor parte de los hombres no sabe de qué va, en cualquier caso, son
tan insensibles y se concentran tan poco. Pienso que he pedido demasiado a
los hombres. Los hombres ya no influyen en mí, sencillamente. Hace seis
meses que no me hace perder la cabeza ningún hombre.
»En las películas de Andy son las mujeres las que tienen carácter, las
que tienen belleza, las que controlan todo. Los hombres no son más que
esos animales vacíos. Tal vez los homosexuales sean los únicos que no son
realmente culpables. Me tratan mejor que todos los hombres normales que
he conocido. Quise mucho a una chica y seguimos siendo amigas, pero me
gustan de veras los hombres. Incluso cuando me acostaba con aquella chica,
queríamos siempre tener un hombre cerca, solo para mirar y esas cosas.
Sabes, si alguien es guapo de verdad, realmente me chifla.
»Mi opinión acerca de los hombres es que son patéticos, son criaturas
que necesitan auxilio. La única clase de hombres que me gusta ahora son
los hombres que son fantásticamente ingenuos y no demasiado inteligentes,
como Marco, mi amante. [Para este artículo Viva se hizo fotografiar
manteniendo relaciones sexuales con Marco St. John y su esposa Barbara].
Preferí más bien alguien que me instruyese, pero jamás encontré a nadie
que fuera capaz. De todos modos, me da igual no hacerlo mucho ya, porque
siento que no tiene objeto. Como toda esa tonta filosofía-del-sexo-Playboy-
Hugh Hefner, que el sexo sin amor es mejor que la ausencia de sexo. Creo
que eso es un montón de tonterías. Te arreglas mejor masturbándote.
Cuando estás con alguien que no está realmente contigo, te sientes en
ridículo.
»Cuando era joven, sin embargo, realmente podía llegar a obsesionarme
un hombre. Justo al terminar la escuela tuve una pelea con mi padre. Me
peleaba con él cada dos meses. Así que conseguí un trabajo en Boston y
luego me largué a Nueva York. Me instalé con un fotógrafo. Fue mi primer
amante. Me doblaba la edad, una situación bastante clásica. Yo buscaba un
padre. Él fue la primera persona con la que pude hablar y contarle las cosas
que jamás había contado a nadie. Era mi único amigo. Estaba casado, pero
separado. La cuestión es que jamás me dejaba ir a ninguna parte. Era
absurdamente celoso. Llegó a quemarme toda la ropa. Cenábamos y
comprábamos revistas y veíamos la TV y leíamos en la cama. Me
maquillaba la cara todas las noches. Le dejé después de un año.
»No tenía un centavo y mi padre no me daba nada, así que conseguí
trabajo como modelo. Trabajé para tres agencias, pero era demasiado
desorganizada y de algún modo corrió la voz de que yo era informal. Me
temo que era cierto. Volví con aquel fotógrafo y nos peleamos porque no
quería que trabajase como modelo para nadie más. Un desastre.
Probablemente la peor época de mi vida.
»No tenía energías y quedé tremendamente deprimida. No es que nadie
se preocupe por ti; eso es lo de menos. Te sientes deprimida sin ninguna
razón y eso da mucho miedo. Sabía que estaba al borde del desequilibrio
nervioso, así que hice que mi hermana me acompañase a Millbrook, Nueva
York, para ver a Timothy Leary.
»Tim Leary fue el primero que me inició en la droga. Me dijo que
tomase psilocibina, el hongo alucinógeno, y lo hice por curiosidad. Lo he
probado todo excepto la heroína y el opio. He tomado LSD solo dos veces y
no creo que vuelva a probarlo otra vez por el riesgo para la salud. No sé
nada acerca de esos cambios de cromosoma. La primera vez que lo tomé,
me pareció una broma pesada porque creías que habías conseguido la
CLAVE del universo entero, soló que no podías recordar en qué consistía.
Comprendo que haya personas que se drogan cada día buscando la CLAVE.
La última vez que tomé LSD tuve una mala experiencia. Estaba con un tipo
que no quería hacer el amor conmigo, así que le di un golpe a su TV y se la
estropeé y me pegó.
»Prefiero la mescalina y el peyote a las drogas sintéticas. No veo que
haya nada de malo en tomar algo que brota realmente de la tierra. Pero el
peyote resulta tan nauseabundo cuando lo tragas, no sé si podré hacerlo otra
vez. Nunca he tomado nada con regularidad. Y no estoy lo bastante
organizada como para tener un proveedor. La mitad por lo menos de los
chicos de La Factoría se drogan. Les hacemos salir en las películas porque
resultan con frecuencia los más interesantes.
»Bajo las drogas creo que se obtiene una respuesta de amor y de
orgasmo constante. Lo sientes continuamente. Eso te conduce al Reino de
los Cielos. Imagino que la religión no es más que una completa sublimación
sexual. Me meto de ello en esta cosa religiosa… veo películas en blanco y
negro de Egipto que se proyectan en las paredes. No consigo entender si
esto me viene de una influencia excesiva de las monjas, o de leer demasiado
sobre psiquiatría, o qué.
Sonó el teléfono. Viva descolgó y dijo:
—Está bien, está bien, mandé el cheque por correo. No puede cortarme
la corriente. Ya le dije que estuve fuera. Está todo en regla. —Después de
colgar, añadió—: Tengo que llamar a Andy para que pague mi cuenta de la
Edison. Andy me da 100 dólares por aquí y 100 dólares por allí cuando
necesito dinero. Nunca pido mucho. Todos hemos de cobrar pronto un
sueldo regular, pero Andy dice que la compañía es insolvente.
Luego recuperó el hilo.
—Te estaba hablando de Tim Leary. Estuve con él alrededor de una
semana, pero no me dejó tomar nada fuera de oler un poco de metedrina, así
que pinté un mural, paseé por los bosques y me acosté con unos cuantos
tipos. Luego volví a casa con mi familia al comprender que no iba a
mejorar.
»Le dije a mi madre que quería internarme en una institución, así que
me llevó a un sitio en Auburn, Nueva York, pero cuando estuvimos dentro,
el internista cerró la puerta detrás de nosotras y luego me ató una etiqueta
con mi nombre en la muñeca. Me puse histérica e imploré a mi madre que
me llevara a casa, y ella lo hizo. La semana que siguió me la pasé en cama
con escalofríos, sin dejar que mi madre se alejase de mi lado. Entonces me
dije: “Estoy volviendo al útero materno. Tengo que salir de aquí”. Así que
tomé un avión de vuelta a Nueva York y me fui a casa de mi hermana
Jeannie.
»Encontré un empleo en Parsons y trabajaba como modelo de modas
por la mañana y como modelo artística por la tarde. Me ahorraba así el
dinero de los taxis que hubiese tenido que pagar yendo de un trabajo a otro.
Después de ocho meses la depresión pasó. Una noche fui a ver la película
de Andy I, A Man y me pareció fabulosa. De haber visto una película así
cuando era joven, no me habría sentido tan tímida y diferente. Era tan
honrada. Los personajes vacilaban, una chica se cubría los pechos porque le
daba vergüenza que la gente los viera. En las películas de Andy todos son
honrados, y francos, y abiertos. La mayor parte de la gente no es así en
absoluto. Como mis padres, cuya vida se ha estructurado por completo
sobre su religión, su política y sus relaciones sociales, y todo lo que no está
de acuerdo con eso, creen ellos que es malo. De todas formas, todo este
ambiente puritano tiene una ventaja… cuando rompes con él hace que todo
parezca más excitante.
»No quiero despreciar a mis padres tampoco. Han tenido nueve hijos, y
todos ellos en contra de todo lo que mis padres defendían, así que no les ha
podido salir todo tan mal. Si no, los chicos no habrían sido más que una
copia al carbón de ellos mismos.
Viva se levantó, tropezó con un vaso al que dio un puntapié, y dijo,
furiosa:
—No soporto este lugar. ¿Crees que debería irme al campo, verdad?
Verdad. Pero no lo haré. ¿Con quién voy a hablar entonces? Casi todos mis
amigos andan por La Factoría. Me resulta más fácil vivir aquí y salgo
mucho fuera con Andy, dando conferencias por las universidades. Hemos
conocido a unos cuantos de los chicos en esas conferencias. Así es como
encontramos a Tom Hompertz. Les enseñamos a los chicos una parte de
nuestra película de 25 horas y hablamos con ellos. Les decimos que no
creemos en metas, ni en metas, ni en objetivos. No creemos en el arte. Todo
es arte. Lo único importante es hacer una película que divierta.
Salgo desnuda porque Andy dice que por verme desnuda se venden
entradas. Se me hace difícil de creer. Creo que parezco una sátira, una
parodia de una mujer desnuda, parezco una gallina desplumada. Desde que
me puse una IUD [aparato intrauterino] y dejé de tomar píldoras
anticonceptivas, no tengo ni siquiera pechos. Pero últimamente me han
dedicado mucha atención y publicidad. Una periodista tonta escribió: «Viva
se ha retirado de la carrera de obstáculos». Pues sí que está enterada. Acabo
precisamente de entrar en la carrera de obstáculos, quiero dinero y supongo
que triunfos. Tratar de hacer planes con anticipación me pone en un estado
terrible. Puedo decirte lo que estoy haciendo en el momento, pero si pienso
en el futuro me pongo neurótica.
»Ahora tengo a Andy para que haga planes y tome decisiones. Yo me
limito simplemente a lo que él me dice. Andy tiene algo místico que te
obliga a desear hacer algo para él —Viva levantó la vista, con los ojos en
blanco, y añadió lentamente—: A veces, sin embargo, cuando pienso en
Andy, creo que es igual que Satanás. Te aprisiona y no puedes escapar.
Antes iba a todas partes yo sola. Ahora parece que no puedo ir a ninguna
parte ni tomar la decisión más sencilla sin Andy. Tiene tanta influencia
sobre todos nosotros. Pero me siento feliz cuando hablan de Andy y Viva.
Emparejar así los nombres me recordó otra época en la que se hablaba
de Andy y Edie, así que pregunté:
—¿Qué fue de «Superstar» Edie Sedgwick?
—Oh —repuso Viva, rodeando con los labios la punta de la lengua en
un nervioso amaneramiento—. Edie está estupenda. La visité en el hospital.
Lleva ahí mucho tiempo. Le regalé un tiesto con un cactus por su forma.
Pusieron una enfermera en la habitación con nosotros todo el tiempo,
porque antes de mi visita alguien le había dado una anfetamina.
Viva se levantó y se quitó los pantalones. Se arrodilló ante mí, desnuda
de cintura para abajo, y empezó a hurgar en una pila de ropa que había en el
suelo.
—Tengo que irme en cuanto encuentre algo que ponerme —explicó—.
La revista Eye va a hacer una fotografía oficial del grupo y me necesitan.
En el restaurante Max de Kansas City, después de la sesión de
fotografías, Viva, Warhol e Ingrid Superstar y Brigid Polk, que actúan
ambas en películas de Warhol, se hallaban sentados ante una amplia mesa
redonda en un ángulo. El restaurante les trata como a celebridades; Viva
devolvió el pescado, luego un filete, mientras aspiraba metedrina en una
cuchara.
—Yo la tomo cada tres horas —explicó Brigid—. No dejes que nadie te
diga que la rapidez mata. Llevo años tomándola.
—Yo acabo de salir del hospital —anunció Ingrid Superstar—, y estoy a
punto para entrar en acción.
Y exhibió un paquete de condones.
—Disculpadme un momento, es hora de despertarme —dijo Brigid, y se
dirigió al servicio de señoras.
Viva apoyó la cabeza sobre la mesa.
—Estoy muy cansada y este lugar me deprime.
Cogió el bolso y se fue.
Más tarde, Viva volvió a La Factoría, un piso alto en un edificio
comercial. La puerta de abajo estaba cerrada. Viva buscó un teléfono para
requerir a alguien que le abriera la puerta. Las primeras cinco cabinas
habían sido deterioradas y no funcionaban. Desde la sexta rechinó:
—Escucha, cabrito, soy Viva. Baja inmediatamente y abre esa maldita
puerta.
Se quedó mirando, incrédula, el teléfono.
—Me ha colgado —murmuró.
Viva marcó entonces el número privado de Warhol y le respondió el
contestador telefónico. La voz le preguntó si deseaba dejar un mensaje. Ella
contestó que sí, y procedió a especificarlo El contestador cortó la
comunicación.
Viva tiró el auricular y volvió a la puerta cerrada en espera de que
alguien entrase o saliese.
—Yo les enseñaré —tronó—. Me han dejado encerrada fuera y yo les
encerraré dentro.
Con una moneda de diez centavos y una horquilla intentó destornillar el
tirador de la puerta.
Durante esta operación llegó Warhol.
—¿Por qué no tengo una llave? —aulló Viva—. No se me trata con
respeto.
Warhol la miró, blando como un flan, mientras ella le tiraba el bolso,
que le alcanzó en una mejilla.
—Estás loca, Viva —observó fríamente—. ¿Qué crees que estás
haciendo?
JOE MCGINNIS: de
CÓMO SE VENDE UN PRESIDENTE

Este es el capítulo inicial de Cómo se vende un Presidente. McGinnis


recurre aquí a una estrategia que exige un nervio considerable. Presenta al
lector la imagen de Richard Nixon a través de cinco tomas completas de un
filmet político, verbatim, cinco tomas completas de un segundo filmet, y
dos tomas completas de un tercero. Creo que muchos escritores se habrían
contentado con describir dos o tres tomas y luego añadir sencillamente que
Nixon repitió este tedioso proceso nueve o diez veces más… por miedo de
que el lector desertase ante la monotonía. La táctica de McGinnis de
insistir en la descripción una y otra vez, desde la primera palabra hasta la
última, me recuerda un poco una estrategia similar de Mark Twain en sus
conferencias. Si contaba un chiste que no hacía gracia, simplemente lo
volvía a contar otra vez… y otra vez… y otra vez… y otra vez… hasta
media docena de veces… hasta que el público soltaba la carcajada, no ya
por el chiste, desde luego, sino por lo absurdo de la repetición. Algo
parecido ocurre aquí. McGinnis se arriesgó a perder todos sus lectores en
el primer capítulo, pero el envite fue un éxito: se gana al lector de fijo. El
proceso mismo de la realización de filméis políticos, el sentido de cálculo
implícito en las repeticiones, devienen el eje de la historia, y no
simplemente una anécdota o una ilustración.
Cómo se vende un Presidente es modélico como reportaje,
particularmente en cuanto a captación de diálogo. McGinnis consiguió
introducirse en los equipos de relaciones públicas y publicidad de Nixon —
como reportero, no como infiltrado— y permanecer dentro de la campaña
durante su largo periplo, para recoger personalmente estas escenas
extraordinarias. Cómo se vende un Presidente es un libro desigual, como
muchos han apuntado, pero eso no me preocupa cuando el reportaje se
efectúa de la forma en que se ve aquí. T. W.

Richard Nixon grabó, en el Hotel Pierre, una serie de spots de uno a cinco
minutos de duración, el lunes por la mañana, 21 de octubre de 1968. Frank
Shakespeare no se sentía demasiado satisfecho de cómo se habían realizado
estos spots. «El candidato estaba enojado —afirmó—, enojado y fatigado».
Shakespeare consiguió que le reservaran, al fondo del escenario del
teatro de la calle Cuarenta y Cuatro, en el cual se representaba el show de
Merv Griffin, un espacio, para la mañana del viernes, 25 de octubre;
Richard Nixon se prestó, de buen grado, a grabar otra serie.
Se delegó a Mike Stanislavsky, uno de los directores de Teletape, el
estudio cinematográfico, para que diseñara el marco más idóneo para la
ocasión. Habilitó el de rigor: estanterías repletas de libros, recio escritorio
de color caoba… si bien introdujo una novedad. Una ventana. Su diseño
exigía una ventana entre dos librerías situada detrás de la mesa del
despacho. «Imparte agilidad —dijo—, no una agilidad física, sino más bien
psicológica».
Harry Treleaven acudió al teatro a las 10 horas y 10 minutos del viernes
por la mañana. El servicio secreto estaba ya presente. El día era gris y
desapacible, y no desentonaba de los que le precedieron. Treleaven se
dirigió a una mesa, colocada en el extremo del espacio reservado, sobre la
que se amontonaban tacitas de papel al lado de una cafetera. A las 10 h 40
el servicio secreto recibió una llamada: el candidato estaba en camino.
Richard Nixon entró en el estudio a las 10 h 50. Se dirigió,
inmediatamente, a un camerino contiguo conocido por Cuarto Verde, donde
aguardaba Ray Voege, el rubio y flemático maquillador, con los polvos y
los afeites.
A las once en punto reapareció Nixon del Cuarto Verde. Entre la puerta
del camerino y el piso del escenario había un desnivel de tres o cuatro
pulgadas. Nixon no lo advirtió y, al franquear la puerta, tropezó. Esbozó
una sonrisa, un acto reflejo, y Frank Shakespeare le condujo a escena.
Ocupó su puesto ante la recia mesa de color caoba. Le gustaba apoyarse
en la mesa, sentarse despreocupadamente al borde del escritorio, mientras
graba los spots, pues esta postura daba al ambiente, en su opinión, un tono
desprovisto de protocolo.
Se hallaban reunidas, formando un semicírculo alrededor de las
cámaras, por lo menos veinte personas, entre técnicos y asesores.
Richard Nixon reparó en el grupo y frunció el ceño.
—Cuando comencemos —dijo— procuren que todos aquellos que no
estén directamente relacionados con este trabajo se encuentren fuera del
campo de mi visión. De este modo no tendré que estar desviando la mirada.
—Comprendido, señor. Muy bien. Despejen el escenario. Todo aquel
que no tenga que hacer en este lugar, haga el favor de abandonar el
escenario. Salgan, por favor.
Había un individuo en un rincón disparando, incansablemente, su
cámara fotográfica. Su flash relampagueó varias veces consecutivas.
Richard Nixon miró en aquella dirección. El individuo en cuestión había
sido contratado por la plana mayor de Nixon para tomar fotos oficiosas
durante la campaña electoral, a efectos históricos.
—¿Sigue usted con las fotos? —inquirió Richard Nixon—, ¿se trata de
las que encargamos? Bien, suspéndalas por el momento —le conminó
acompañando las palabras con un ademán del brazo. Añadió—: Guárdelas.
Tenemos más que suficiente de estas malditas fotos.
Richard Nixon giró sobre sus talones para ponerse de cara a las
cámaras.
—Cuando me den ahora la señal de los quince segundos, me la dan
precisamente desde debajo de la misma cámara. De este modo no tengo que
estar moviendo constantemente los ojos.
—Comprendido, señor.
Entró entonces Len Garment con unas cuantas cifras anotadas referentes
a la creciente tasa de criminalidad registrada en la zona de Buffalo, que era,
precisamente, una zona en la que Nixon temía rezagarse. Se sospechaba, en
aquellas fechas, que el margen de ventaja de Humphrey en Buffalo podría
ser lo bastante amplio como para comprometer el triunfo de Nixon en el
Estado de Nueva York. Len Garment dijo que les gustaría grabar un
programa de un minuto dedicado a Buffalo, centrándose en el aumento de la
criminalidad. Mostró a Nixon sus apuntes repletos de estadísticas.
—¿Son las cifras, en esta zona, superiores a las demás? —preguntó
Nixon.
Len Garment respondió enfáticamente que, en efecto, lo eran. Nixon
examinó breves instantes los apuntes y los devolvió.
—Muy bien —dijo.
Terminado esto, estuvieron dispuestos para empezar. Richard Nixon se
sentó al borde de la mesa, con los brazos cruzados, los ojos fijos en el
objetivo de la cámara.
—Avisen cuando se dispongan a comenzar, con un segundo o dos de
anticipación —dijo—, de lo contrario me pillan ustedes en frío —hizo una
mueca— y salgo luego con semejante expresión.
—Sí, señor, comprendido. Estamos ya preparados.
—¿Van a empezar ahora?
—Sí, señor, inmediatamente. Sonido.
La luz roja de la cámara número uno comenzó a resplandecer; la cámara
emitió un rumor apagado, más bien un silbido, y el registro sonoro emitió
tres zumbidos indicando que estaba actuando.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña —dijo Richard
Nixon—, una cuestión que suscita grandes discrepancias entre los dos
candidatos es la de la ley y el orden en los Estados Unidos. El señor
Humphrey defiende la actuación de los cuatro años últimos. Defiende al
fiscal del Supremo y su política. Discrepo completamente en esta cuestión.
Digo que, cuando el crimen aumenta a un ritmo nueve veces superior al de
la población, cuando hemos tenido disturbios en trescientas ciudades que
nos han costado doscientos muertos y siete mil heridos, cuando el cuarenta
y tres por ciento del pueblo americano teme andar de noche por las calles de
sus ciudades, entonces es que ha llegado la hora de hacer limpieza, es que
ha llegado la hora de nombrar un nuevo fiscal del Tribunal Supremo, es que
ha llegado la hora de desencadenar la guerra a ultranza contra el crimen en
Estados Unidos. Yo me comprometo a desempeñar esta misión. Y me
comprometo, ante ustedes, a volver a tener, nuevamente, la libertad de
alejar el miedo de las ciudades y calles de toda América.
Se volvió, inmediatamente, hacia un técnico.
—Vamos a probar otra vez —dijo—. Esto peca de largo.
Frank Shakespeare murmuró algo desde el extremo del escenario.
—Bueno, este no sirve —dijo Richard Nixon—, pues he cambiado de
parecer. Tengo que abreviar un poco al comienzo.
Frank Shakespeare murmuró algo más. El registro sonoro zumbó tres
veces.
—Sí, ya lo sé, pensándolo mejor le daremos otro matiz al final —dijo
Richard Nixon.
Mike Stanislavsky salió por detrás de una cámara.
—Cuando levanta la cabeza y se dispone a comenzar, levántela a la
cámara por un instante…
—Comprendido —asintió Richard Nixon…
—… y entonces comience a hablar para que podamos…
—¿Todo marcha, Mike? —preguntó un ayudante.
Mike Stanislavsky se volvió.
—Procura que todo el mundo guarde silencio aquí, por favor. Se filtró
un pequeño ruido durante la última toma. Apártense, por favor. Vamos —
miró a Nixon—. Cuando usted guste —añadió.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña —comenzó
Richard Nixon— hay una cuestión en que la discrepancia entre los
candidatos es más clara que el agua. Y esta es la cuestión de la ley y el
orden en los Estados Unidos. El señor Humphrey defiende la actuación de
los cuatro años últimos, defiende al fiscal del Supremo y su política. —
Nixon sacudió enérgicamente la cabeza, para reafirmar su desaprobación—.
Estoy en completo desacuerdo con él —dijo—. Afirmo que, cuando el
crimen crece a un ritmo nueve veces superior al de la población, y cuando
el cuarenta y tres por ciento del pueblo americano no se recata de decir que
tiene miedo de andar por las calles de sus ciudades por la noche, es que ha
llegado la hora de hacer limpieza a fondo. Abogo por un nuevo fiscal del
Supremo. Y me comprometo… —se confundió ostensiblemente al llegar
aquí, como si compromisos y alegatos acabasen de colisionar,
violentamente, en su cerebro.
—¡Oh!, volvamos a empezar —dijo—. ¿Pueden seguir rodando, no?
Se oyeron los tres zumbidos de rigor en el registro sonoro.
—Silencio, por favor, vamos —dijo Mike Stanislavsky—. Cuando usted
diga.
Al Scott y Harry Treleaven vigilaban desde una sala de control situada,
justamente, debajo del escenario y separada de este por un tramo de
escaleras.
—Hubiese preferido que empleara el teletranspunte —dijo Treleaven.
—Me estuvo rondando la idea por la cabeza durante un año —dijo Scott
—. De todos modos el público cree que les…
Pero Nixon rechazó el teletranspunte desde el comienzo. Retenía todas
las cifras —el crimen aumenta a un ritmo nueve veces superior… 300
poblaciones… 200 muertos… 7000 heridos… el 43 por ciento del pueblo
americano tiene miedo a… Lo almacena todo en la cabeza, como la fecha
de la Batalla de Hastings.
Nixon recomenzó:
—Al entrar en los últimos días de la campaña electoral de mil
novecientos sesenta y ocho, surge una cuestión sobre la que hay una crítica
diferencia de opinión entre los dos candidatos y esta es la cuestión del orden
y la ley en los Estados Unidos. El señor Humphrey promete proseguir la
política del último…
Se paró de repente.
—Tampoco me gusta esto —dijo—. Vamos a… Pondremos otra cosa
aquí.
Otra vez los tres zumbidos del registro. Richard Nixon continuaba
sentado al borde de la mesa, mirando pensativamente al suelo. Apoyaba la
barbilla en el puño.
—Reflexiono sobre la forma exacta de este spot y en seguida estoy
preparado —hizo una pausa; luego hizo un gesto de asentimiento con la
cabeza.
—Muy bien —dijo.
—¿Preparados? —preguntó Mike Stanislavsky—. Perfectamente.
Apártense. En marcha nuevamente. Silencio, por favor.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña de mil
novecientos sesenta y ocho, surge una cuestión en la que hay una completa
discrepancia de criterio entre los dos candidatos. Esta es la cuestión de la
ley y el orden en los Estados Unidos. El señor Humphrey defiende la
actuación de los últimos cuatro años, defiende al fiscal del Supremo y su
política. Pero yo estoy en completo desacuerdo. Afirmo que, cuando la
criminalidad aumenta a un ritmo nueve veces superior al de la población, y
cuando el cuarenta y tres por ciento del pueblo americano teme andar por
las calles de sus ciudades durante la noche, es que ha llegado el momento
de una política nueva. Abogo por un nuevo fiscal del Supremo. Voy a
empeñarme en una guerra a ultranza contra el crimen organizado que
impera en este país. Os prometo que vamos a contar con fuerzas de
seguridad que restablecerán la libertad y que alejarán el terror de las calles
de las ciudades americanas, y en todo el ámbito de nuestro gran país.
Pararon las cámaras.
—Más breve queda todo mejor —dijo Richard Nixon.
—Completamente de acuerdo.
—Probaremos una vez más —dijo Nixon— únicamente para
facilitarles… —Hizo un ademán con la mano, dando a entender que
aguardaba a que continuasen las cámaras—. Cuando gusten, y cuando
terminemos con este les daré un spot sobre Buffalo.
De nuevo los tres zumbidos clásicos del registro sonoro. Frank
Shakespeare se adelantó ignorante de lo que ocurría.
—Sí, vamos a probar una vez más —le dijo Nixon.
—Cuando usted disponga, Mike —anunció un ayudante.
—De acuerdo, silencio, por favor. En marcha. Preparados, señor.
Cuando usted mande.
Nixon tenía atados, esta vez, todos los cabos; las parrafadas habían
quedado adecuadamente ordenadas en su mente. Aquello era ahora el
producto acabado. En esta definitiva versión el ritmo daría el contrapunto a
las estadísticas.
—Al entrar en los últimos días de esta crítica campaña electoral de mil
novecientos sesenta y ocho, surge una cuestión sobre la que reina una total
discrepancia de criterio entre los dos candidatos a la Presidencia. Y esta es
la cuestión del orden y la ley en los Estados Unidos. El señor Humphrey
defiende la actuación de los cuatro años últimos, justifica la gestión del
fiscal del Supremo y su política. Discrepo por completo —esta vez sacudió
la cabeza con más vigor aún—. Afirmo que, cuando la criminalidad crece a
un ritmo nueve veces más rápido que el de la población, cuando el cuarenta
y tres por ciento del pueblo americano indica, en una reciente encuesta, que
siente miedo de andar por las calles de sus ciudades durante la noche, es
señal de que nos hace falta una limpieza a fondo en Washington. Abogo por
un nuevo fiscal del Supremo. Me comprometo a emprender una guerra a
ultranza contra el crimen organizado. Os prometo que el primer derecho
civil de todo americano, el derecho a vivir libre de la violencia en su
territorio, será nuevamente respetado y protegido en nuestra gran nación.
Había terminado.
—Muy bien —dijo—. Con este hacen dos para que se vayan
entreteniendo. Ahora probaremos Buffalo.
Tres zumbidos.
—Este spot, ¿es también de un minuto? —inquirió Nixon.
—¿Listo, Mike? —preguntó un ayudante.
—Sí, señor, de un minuto. Silencio, silencio. Adelante, por favor.
Cuando usted diga, señor.
Richard Nixon clavó su mirada en la cámara con una expresión de
honda preocupación en su rostro. «¿Son las cifras, en esta zona, superiores a
las demás?» recordaba haber preguntado.
—Al leer unas recientes estadísticas del FBI me entero de que Buffalo y
el Condado de Erie pueden exhibir una aterradora alza de la tasa del crimen.
Juzgo que está en nuestras manos evitarlo. Pero no podremos hacer nada
para impedirlo si continúa el gobierno anterior. El señor Humphrey se
muestra partidario de una continuidad de este gobierno. Defiende al fiscal
del Supremo y su gestión. Yo, en cambio, me pronuncio por un fiscal
nuevo. Desataremos una guerra a ultranza contra el crimen organizado por
todo el ámbito de nuestra nación. Vamos a conseguir que en las ciudades de
nuestro país, y en las calles de nuestras ciudades cese de imperar el miedo.
Con vuestra ayuda, el primer derecho civil de todo americano, el sagrado
derecho a desterrar la violencia de nuestro territorio, volverá a ser un
derecho del que todos podremos disfrutar.
Estas palabras de «el primer derecho civil», no se le habían ocurrido
hasta la última versión del primer spot. Pero le gustaban hasta tal punto,
saboreaba tan exquisitamente la modulación con que las emitía, que por
nada del mundo iba a suprimirlas. Era, exactamente, como si un viejo y
querido amigo le hubiese hecho una visita por sorpresa aquella desapacible
mañana.
—Ensayemos una vez más —dijo Richard Nixon.
—Pero si está extraordinariamente bien —aseveró Frank Shakespeare.
Se escucharon los tres zumbidos del registro sonoro.
—Bueno, siempre nos quedará el recurso de utilizar este, pero
probaremos otra vez por si acaso —dijo Richard Nixon.
Shakespeare intervino.
—Si va a repetirlo y al llegar al final insiste en lo mismo, diga: «… será
un derecho del que disfrutaremos todos en Buffalo»; hay que velar por lo de
Buffalo…
Richard Nixon asintió.
—Ya, ya, estoy de acuerdo.
—Cuando usted mande, Mike —dijo el ayudante.
—¿Preparados todos? Por favor, silencio. Venga, otra vez —Mike
Stanislavsky miró a Nixon—. Preparados, cuando usted disponga.
—Al leer unas recientes estadísticas del FBI me entero de que el área
del Condado de Erie y Buffalo es una de las áreas que presenta un
terrorífico aumento de la criminalidad en el curso de los últimos años.
Sostengo que tenemos que acabar con esto. Y para acabarlo hará falta un
nuevo liderato en la cumbre de los Estados Unidos. Humphrey aboga para
que prosiga el anterior liderato. Defiende al fiscal del Supremo. Y defiende
la gestión de dicho fiscal. Disiento en absoluto. Afirmo que nos hace falta
un fiscal nuevo, que es absolutamente indispensable desencadenar una
guerra a ultranza contra el crimen organizado en Estados Unidos de
América. Y os prometo que con un nuevo gobierno tendremos otra vez
libertad para desterrar el miedo de América. Todo el pueblo americano
disfrutará, nuevamente, del amparo de este derecho civil primordial, que es
el derecho a alejar la violencia, de una vez para siempre, de nuestro
territorio.
Pararon las cámaras.
—Creo que ha quedado bien —dijo Nixon—. ¿Cuánto tiempo ha
durado este spot?
—Cuarenta y ocho segundos.
Pero, en el intervalo, se había producido un problema técnico. La sirena
de un vehículo de la Policía que porfiaba por abrirse paso en una calle
contigua, había sido captada por la cinta sonora.
—Cinéma vérité —comentó alguien.
No obstante Harry Treleaven lo consideró, sencillamente, como una
verdadera pifia. Se recibió aviso del cuarto de control, la grabación debía
repetirse.
—Pregunten la razón —dijo Richard Nixon.
—Díganle que tuvimos un problema técnico —replicó Garment.
Pero esto no bastaba como toda justificación.
—No deseamos repetirla a menos que sea absolutamente indispensable
—dijo Frank Shakespeare. Podía percatarse de que el talante de Nixon, que
cabía considerar excepcionalmente halagüeño hasta el momento, se estaba
ensombreciendo por instantes.
—Es absolutamente necesario —aseguró Garment desde el cuarto de
control.
—¿Por qué? —inquirió Shakespeare.
—Será mejor que vaya usted y se lo explique, Len —aconsejó Harry
Treleaven.
Len Garment subió los peldaños. Mientras estaba en camino, Nixon dijo
a Shakespeare:
—No se olvide preguntar el porqué, así sabré qué cambios hay que
hacer; si desea un tono distinto o lo que sea.
—No voy a preocuparme —dijo Shakespeare.
—No; lo repetimos y en paz —dijo Nixon.
Len Garment explicó lo de la sirena, aseguró a Richard Nixon que su
tono había sido magnífico, y se encaminó nuevamente al cuarto de control
mientras Nixon ocupaba otra vez su puesto en el borde del escritorio. El
registro sonoro zumbó tres veces.
—Muy bien, Mike, estamos preparados.
—De acuerdo, silencio, por favor, vamos otra vez. Cuando usted guste,
señor.
—Los últimos datos del FBI indican que el Condado de Erie y Buffalo
son una de las áreas en que se pone de manifiesto el mayor aumento de la
criminalidad… No, comencemos de nuevo. Sigamos sin más.
Tres zumbidos.
—Preparados —dijo el enlace.
—Preparados —corroboró Richard Nixon.
—Cuando usted guste —dijo Mike Stanislavsky.
—Leyendo… —comenzó Nixon. Cerró los ojos y frunció el ceño.
—No —dijo.
Tres zumbidos del registro sonoro.
—Muy bien —dijo Nixon—. Leyendo los últimos datos del FBI
averiguo que el más pasmoso aumento de la criminalidad… ¡Oh, no, no…!
Sacudió la cabeza negativamente. El registro sonoro zumbó tres veces.
Nixon miraba otra vez al suelo, concentrándose.
—Una vez más, y quedará redondo —dijo.
—Entendido. Silencio, por favor. Sonido. Cuando usted guste.
—Leyendo los recientes datos del FBI, uno de los más aterradores
aumentos de la criminalidad, en todo el país, se registró en el Condado de
Erie y Buffalo —Nixon estaba impaciente ahora y se lanzó a fondo, sin
importarle gran cosa la sintaxis—. Pienso que podemos hacer algo para
arreglarlo. Hubert Humphrey aboga por la continuación del liderato de los
últimos cuatro años. Defiende al fiscal del Supremo y la actuación del
Departamento de Justicia. Pero yo discrepo completamente. Afirmo que nos
hace falta un nuevo fiscal del Supremo. Que es indispensable desencadenar
una guerra a ultranza contra el crimen organizado en este país; necesitamos
garantizar el primer derecho civil de todos los americanos, que es el
derecho a estar protegidos de la violencia. Y les digo a todos mis amigos de
Buffalo, que pueden ayudar a afianzar este derecho, en beneficio de todos
sus vecinos, con sus votos del cinco de noviembre. Voten por un nuevo
Gobierno. Voten para arrojar de sus cargos a aquellos que no han sabido
defender este derecho, el derecho a eliminar, para siempre, la violencia de
nuestro territorio.
Terminó, satisfecho de poder desembarazarse definitivamente de las
estadísticas del FBI, del pueblo de Buffalo, del Condado de Erie y de su
terrorífico aumento de la criminalidad.
—Conforme —dijo—. No tiene tanta importancia como para repetirlo
tantas veces, pero ahora está bien. Ya está hecho y no se hable más. El
último era… —Pero sus ideas se desviaron repentinamente.
—Ahora haremos el del Sur.
—Dígame cuando esté preparado —dijo Mike Stanislavsky.
Tres zumbidos del registro sonoro.
—Este es otro de un minuto —dijo Nixon. Hurgaba en los bolsillos de
su chaqueta. Comenzó a inspeccionar la mesa sobre la que se hallaba
sentado.
—¿Los ha retirado usted, Dwight? —preguntó a su ayudante—. ¿Estos
apuntes que guardaba aquí?
Dwight Chapin dijo que no.
—Hace un instante estaban sobre esta mesa.
Hubo una pausa de sesenta segundos mientras se buscaban los apuntes y
se daba con su paradero. En seguida se oyeron los tres zumbidos.
—¿Preparados?
—Muy bien —dijo Richard Nixon—. Probablemente tendremos que
grabar más de una vez… a causa de la precisión… ya les consta a ustedes
que en esto soy meticuloso… Presten atención. ¿De acuerdo?
—Apártense, por favor. Silencio. Preparados para cuando usted guste,
señor.
—Hay no poca ambigüedad en el Sur en cuanto a lo que realmente nos
jugamos en esta elección de mil novecientos sesenta y ocho, y creo que ya
es hora de poner las cosas en claro. Si fuera a darse un voto franco y abierto
respecto a si el pueblo del Sur desea que continúen, durante cuatro años
más, los hombres que les gobernaron estos últimos años, a si quieren que
Hubert Humphrey se instale en la Casa Blanca, la votación sería de tres a
uno en contra suya. Solamente si la votación se divide es posible que
Hubert Humphrey sea elegido presidente de los Estados Unidos. Y es por
esto que os pido que no dividáis vuestro voto el cinco de noviembre.
Procúrense la nueva jefatura que América merece votando a nuestro equipo,
una jefatura que restablezca la ley y el orden, que imponga la paz fuera, y
que la mantenga, una jefatura que otorgue a América nuevamente el
progreso sin inflación y la prosperidad sin la guerra. Haced que vuestro
voto cuente.
Richard Nixon se volvió hacia Stanislavsky.
—¿Cuánto tardamos con este? ¿Cincuenta y dos segundos?
—Exactamente.
En el cuarto de control, Al Scott dio un suspiro de admiración.
—¿Qué le parece? —dijo—. Sabe exactamente hasta dónde puede
llegar. Sin reloj. ¡Qué sentido del tiempo!
—Bien, pueden probar este como uno más —decía Richard Nixon—. Y
llegada la ocasión, lo utilizan… Vamos ahora a barajarlo un poco.
Shakespeare se adelantó.
—Desde luego —dijo—, ¿lo ensayamos otra vez?
—Sí, voy a repetirlo.
Otra vez los tres zumbidos.
—Este es muy importante que salga bien —dijo Richard Nixon.
—Sí, señor.
—Y en caso de necesidad, ustedes mismos… Bueno, estoy preparado.
—Silencio, por favor —dijo Stanislavsky—. En marcha. Cuando usted
guste.
—Hubo no pocas ambigüedades acerca del papel del Sur en la campaña
de mil novecientos sesenta y ocho, y creo que ha llegado la hora de poner
las cosas en claro. Si fuera a darse una votación franca y abierta respecto a
si el pueblo del Sur desea que prosigan en el cargo aquellos que han
contribuido a formular la política de los últimos cuatro años, en otras
palabras, si abogan por Hubert Humphrey como presidente, el voto sería de
tres a una en contra suya. Solamente si este voto se divide, cabe una
posibilidad de que Hubert Humphrey cuente con una oportunidad de ser
elegido presidente de los Estados Unidos. Y yo les digo, no hagan su juego.
No dividan su voto. Voten por el equipo, el único equipo que puede
depararles la nueva jefatura que América necesita, el equipo Nixon-Agnew.
Y me comprometo ante ustedes a restablecer la ley y el orden en este país,
les prometo que impondremos la paz fuera y restableceremos el respeto que
se le debe a América en todo el mundo. Y proporcionaremos esta
prosperidad sin guerra, y el progreso sin la inflación, tal y como todos los
americanos anhelan.
—Esto está todavía mejor —dijo Frank Shakespeare—, muy bien
expuesto.
—Sí, que sirvan los dos —dijo Nixon—. Emplearemos ambos.
Se puso de pie.
—Voy a ponerme a un lado y alejarme de la luz durante un minuto antes
de la siguiente grabación.
Se dirigió a un extremo del escenario.
—Sudo lo indecible —dijo.
Cuando regresó, fue para anunciar que deseaba hacer un spot especial,
de un minuto, sobre la huelga de profesores de Nueva York.
Esto no había sido programado. Era una idea del propio Nixon, y a
Harry Treleaven y Len Garment, que se hallaban en el cuarto de control, les
pareció alarmantemente inoportuna. Nixon acababa de regresar la noche
anterior a la ciudad, tras su gira electoral. Hablar así, de pronto, sobre un
problema local —tan delicado como este, por añadidura— a solo dos
semanas de la jornada electoral parecía poco propicio para mejorar, o bien
la situación, o bien la imagen de un Nixon como jefe ejecutivo en el exilio,
desapasionado y dueño de sí mismo.
Ocupó, de nuevo, su puesto sobre la mesa.
—Voy a grabar otro de un minuto… esta vez para Nueva York.
—¿Lo graba ahora? —preguntó Frank Shakespeare.
—Sí, ahora mismo.
Shakespeare dijo algo más.
—Para Nueva York —reiteró Nixon.
Mike Stanislavsky anunció:
—Vamos a tener otro de un minuto para Nueva York.
—De acuerdo, ya dirá cuándo, Mike —dijo el enlace.
—Muy bien, apártense. Silencio todos, por favor, estamos grabando. —
Hizo un gesto con la cabeza a Nixon—. Cuando usted guste.
Nixon asintió con un gruñido. Se encendió la luz de la cámara.
—Mientras viajaba por el país pude advertir un inmenso interés y
preocupación por la huelga de profesores de Nueva York. Por supuesto, no
pienso tomar partido… —No, no era esta, indudablemente, la mejor manera
de exponerlo.
—No, supriman esto —dijo Nixon—. Vamos a recomenzar.
Esta vez sonaron únicamente dos zumbidos.
—Muy bien, cuando usted guste, señor.
—Mientras proseguía mi campaña por toda América estos últimos días,
advertí una inmensa preocupación por la huelga de profesores de Nueva
York. Ahora bien, sin querer entrar de lleno en los pormenores de esta
polémica, entiendo que un punto sobre el que conviene hacer hincapié, y
que no ha sido destacado lo bastante, es que la causa principal del problema
es la ley y el orden en nuestras escuelas. No creo que podamos pedir que los
profesores acudan a sus aulas cuando no hay disciplina y cuando no cuentan
con el apoyo de sus respectivas juntas escolares. Creo que cuando pedimos
a alguien que enseñe a nuestros hijos debemos dar a nuestros profesores el
respaldo que merecen. La disciplina en las aulas es esencial si queremos
que nuestros hijos aprendan. Es esencial si nuestros profesores asumen la
obligación de enseñar. Procuremos que reine el orden y el respecto a la ley
en las aulas de América, en el mejor sentido de la palabra. Esta es la única
manera de conseguir una educación mejor para los hijos de América.
Se escucharon dos zumbidos de la máquina grabadora. Abajo, en el
cuarto de control, Len Garment y Harry Treleaven se miraban estupefactos.
Ninguno sonreía. Garment no paraba de agitar la cabeza con un movimiento
vivo y nervioso.
—No hay que apurarse, Len —dijo Treleaven—. Jamás surcará el
espacio.
Arriba, Frank Shakespeare se adelantó para hablar con Nixon.
Nixon lo miró.
—Ya está bien —dijo Richard Nixon—, esto sí que es dar en la misma
diana, todo este fregado de los profesores… Siempre vamos a parar a lo
mismo, la ley y el orden y los malditos grupos negroportorriqueños de estos
contornos.
Shakespeare se quedó contemplando a Richard Nixon.
—No me importa si son blancos o qué diablos son —dijo Nixon—, pero
cuando le dan a un profesor en la cabeza, maldita sea, pierden todo derecho
a asistir a la escuela. Es así de simple. Bueno, ahora haremos uno de cinco
minutos.
Era bastante después del mediodía cuando Richard Nixon abandonaba
el teatro. Su amigo, Paul Keyes, el del programa «Ríase con nosotros»,
estaba a su lado. Dwight Chapin y todos los demás —que no le dejaban ni a
sol ni a sombra— estaban, naturalmente, allí; con los cabellos bien
recortados y sus impecables ternos oscuros.
En el instante de atravesar el vestíbulo delantero, un componente del
show Merv Griffin, un individuo que conocía a Nixon de los días en que
este fue un invitado del programa, se le acercó para desearle buena suerte.
Richard Nixon se detuvo, aceptó el apretón de manos y sonrió. Un
empleado mantenía abierta la puerta del automóvil de Richard Nixon. La
policía había abierto, a duras penas, un pasillo a través del reducido grupo
que se había congregado junto a la entrada.
—Salude de mi parte a todos los del show —dijo Richard Nixon.
El individuo dijo que no se olvidaría de hacerlo.
—Oiga. ¿Sigue todavía con ustedes aquella señorita tan chistosa?
El individuo del show aseguró que no sabía a qué señorita chistosa se
refería Nixon.
—¿No comprende? Aquella de la voz tan graciosa.
El individuo hizo un ademán dando a entender que no comprendía en
absoluto. No sabía qué decir. Richard Nixon era el único que sonreía. Todos
los demás empezaban a sentirse un tanto incómodos.
—¿No acierta? —insistía Nixon—, ¿aquella dama tan cómica?
El individuo miraba más allá de Nixon, a sus acompañantes. Buscaba,
evidentemente, ayuda.
Intervino Paul Keyes, el del programa «Ríase con nosotros». Era un
hombre grueso, de pelo gris y anteojos. El clásico tipo de republicano que
se imagina que John Wayne representa una positiva ayuda para el partido.
—¡Ah! Se refiere usted a Tiny Tim —dijo Paul Keyes a Richard Nixon.
Y mientras todos se reían, Nixon más que ninguno, Paul Keyes empujó al
hombre hacia la puerta que acabó de abrirse y Richard Nixon franqueó el
umbral y ganó la calle donde aguardaban los automóviles.
ROBERT CHRISTGAU
BETH ANN Y LA MACROBIÓTICA

Este fue el primer artículo de revista escrito por Robert Christgau. Enseña
una valiosa lección: esto es, con frecuencia le resulta más fácil a un
reportero penetrar una situación delicada de lo que él mismo u otra
persona pudiera imaginar. En la época (1965) tenía Christgau veintitrés
años y trabajaba como reportero para la Dorf Feature Service, una agencia
más o menos parecida al viejo Chicago City News Bureau, que
proporcionaba noticias y artículos locales a los periódicos. Christgau era
el único reportero de servicio una noche en la que el Herald Tribune de
Nueva York pidió un artículo sobre la muerte de Beth Ann Simon, una chica
que aparentemente había muerto de hambre por su fanática adhesión a la
dieta macrobiótica Zen n.º 7. La tarea inmediata de Christgau consistía en
telefonear al padre de la muchacha y ver qué tenía que decir sobre la
cuestión.
—Esto me hizo realmente polvo —observa Christgau—, porque
realmente nada me revienta tanto como ese tipo de trabajo en el que tienes
que llamar al padre de la chica muerta y todo eso. Es asqueroso. Cuando
reuní ánimos y le telefoneé, para mi sorpresa me estuvo hablando cuarenta
minutos. Creo que fue porque yo sabía lo que era la macrobiótica.
No le resultó tan fácil con el marido de Beth Ann, Charlie, pero al fin se
le confió aún más completamente que el padre de la muchacha. «Charlie
dijo que me sentía revoloteando a su alrededor como una mariposa
nocturna», explicó Christgau. Ambas partes —Charlie y el padre—
acabaron por preferir que se contase detalladamente esta historia, en vez
de dejarla como el sensacionalista «Caso de la Dieta Zen», como fue
conocida en muchos periódicos.
«Beth Ann y la Macrobiótica» parece escrito con tal facilidad que
podría pasarse por alto la perfección de su estructura, cuyo acabado tiene
una calidad de clásico del relato norteamericano. Es como si Christgau se
concentrase sobre la imagen final de la historia —la gota de jugo de
zanahoria—, descartando todos los detalles que no contribuyen a aumentar
su nitidez. Lo único que le falta a este trabajo es diálogo… una limitación
que, como digo, se da en todas las historias en las que el periodista ha de
reconstruir las escenas en lugar de presenciarlas personalmente. T. W.

Una tarde del pasado mes de febrero, Charlie Simon y su mujer, Beth Ann,
paseaban por el parque de Washington Square. Los Simon no salían a
menudo, pero cuando lo hacían la gente se fijaba en ellos. Charlie, delgado
y moreno, llevaba una frondosa barba y cabello largo hasta los hombros,
llamativo incluso en el Village. Beth Ann, pequeña de busto y grande de
caderas, de resplandeciente pelo negro, cara aceitunada y ojos inmensos,
resultaba más que llamativa… era hermosa.
Beth Ann y Charlie estaban volados. Lo estaban por el tiempo, que era
claro y tibio. También lo estaban por la marihuana, lo cual no era nada
nuevo. La habían probado muy a menudo desde su regreso de México a
finales de 1963. Durante ese tiempo también habían estado volados gracias
al hachís, la cocaína, la heroína, las anfetaminas, el LSD, y el DMT
(dimetiltriptamina), por no hablar del sexo, la comida, el arte y las infinitas
posibilidades del espíritu humano.
Por desgracia, se habían sentido también desdichados precisamente a
causa de las mismas cosas, y la desdicha parecía tomar la supremacía. La
libertad sexual de su matrimonio tendía a empequeñecerse un poco.
Pensaban en hacerse vegetarianos, sin saber exactamente el porqué. Hacían
objetos artísticos en un chorro impulsivo, aunque sospechaban que el arte
era únicamente una defensa egoísta, una fortificación erigida por el yo
contra sus más amplias posibilidades. Aún así, eran esas más amplias
posibilidades, que desvelaban las drogas, las que les hacían más
desdichados, por cuanto habían descubierto que la experiencia religiosa
instigada por los alucinógenos tenía sus aspectos diabólicos, y el Diablo les
había arrastrado en viajes que ellos realmente no deseaban hacer.
Los Simon atravesaban una depresión, y sabían que iba a aumentar
todavía más. La adicción física no constituía problema; la adicción era
psíquica y social. Rechazar la droga habría significado el rechazo de todo
un estilo de vida. No obstante, aunque parecía imposible, lo intentaban.
Habían conseguido dejar el café y el tabaco, y soñaban con instalarse en el
campo y tener el niño que casi les llegó dos años antes, hasta que Beth Ann
tuvo un aborto. Es probable que al saborear una pizca de Naturaleza en el
parque, con el sol irradiando sus rayos por entre los árboles pelados,
estuvieran soñando con aquel sueño… los dos lejos, en una granja, libres de
toda la fealdad y la complicación del escenario urbano de la droga, con
tiempo para meditar, para trabajar, para desarrollarse. El sueño debió de
hacerse casi palpable en el frescor del aire. Luego la Naturaleza les volvió
la espalda y golpeó a Charlie en la cabeza.
Porque la desdicha no era únicamente espiritual, se manifestaba de
forma física. Beth Ann padecía dolores intermitentes en las piernas, Charlie
sufría fuertes jaquecas. Las jaquecas le atormentaban casi diariamente
desde años, con frecuencia hasta cuatro o cinco veces al día. Muchas
duraban un par de horas, y una le asedió durante dos días. Los médicos no
podían hacer nada; los psicoanalistas eran inútiles. De vez en cuando había
un respiro —el LSD le proporcionó alivio durante un mes— pero siempre
volvían. Y así, inevitablemente, en aquel hermoso día de Washington
Square, un dardo doloroso cauterizaba la cabeza de Charlie Simon.

Los Simon vivían en el 246 de Grand Street, entre Chrystie y el Bowery,


donde alquilaron los dos pisos que había sobre un pequeño snack por 100
dólares. Pero Charlie, con los bolsillos llenos de pastillas Florinal y
Cafergot, decidió buscar alivio en la casa de un amigo en Bedford Street, en
la parte oeste del Village, y al llegar se encontró con que su amigo le había
encontrado algo nuevo que probar.
Su mujer había estado tonteando con la dieta macrobiótica, un régimen
ampliamente vegetariano basado en semillas desarrolladas orgánicamente y
la supresión del azúcar, que se explica en un libro titulado Macrobiótica
Zen, escrito por el sedicente filósofo-científico Georges Ohsawa. El libro
contiene una prolija sección en la que se prescriben remedios para
prácticamente todos los achaques humanos, desde la caspa hasta la lepra,
por ejemplo: «JAQUECA: Dieta n.º 7 con un poco de gomasio. Quedarás
curado en pocos días».
Charlie se mostró escéptico. Había comido en el restaurante
macrobiótico, el Paradox, seis meses atrás, y no le impresionó ni la clientela
ni la comida. Pero aceptó una cucharada de gomasio, una mezcla de sal
marina y semillas de sésamo, el condimento base de la dieta macrobiótica.
Se la tragó. Y la jaqueca se esfumó al instante. Fue el fin de toda una vida
pasada para Charlie. Para Beth Ann, fue el principio de muchísimo más.
Charlie y Beth Ann —los amigos se referían invariablemente a ellos
como una unidad— eran algo especial en el barrio. Ambos tenían 23 años,
vivían principalmente del cheque semanal del padre de Charlie, un próspero
aunque no opulento dentista de Clifton, Nueva Jersey. Aunque el asiduo
medio de los cafés podría codiciar semejante arreglo, vivir de los padres
está raramente bien visto entre los artistas en funciones. No obstante, los
artistas en funciones del círculo de los Simon jamás hicieron preguntas. El
carácter místico de la relación de los Simon con la droga resultaba también
fuera de lo corriente. Para la mayor parte de sus amigos de más edad, la
marihuana era un juego, no un estilo de vida, y las demás drogas debían
usarse con una cautela extrema.
Pero Charlie y Beth Ann no eran personas cautelosas, y era eso, más
que sus considerables dotes artísticas e intelectuales, lo que les hacía
carismáticamente atractivos para un buen número de artistas jóvenes
sinceros y de moderado éxito. Charlie y Beth Ann eran los entusiastas, los
extremistas, los evangelistas. Si había que probar algo —ya fuese el jazz o
los automóviles Morgan, o las drogas psicodélicas (que expanden la
conciencia) o una nueva receta de cocina—, lo ponían a prueba hasta el
límite. Su compromiso era siempre absoluto. Y siempre volvían para
predicar la palabra.

De pronto, la macrobiótica se convirtió en el nuevo evangelio, mientras la


vida de los Simon se transformaba completamente en unas pocas semanas.
Abandonaron la droga, y con cortesía pero con firmeza informaron a los
adictos itinerantes que acostumbraban a pegarse a ellos, que deberían
recurrir a otra persona. Renunciaron al sexo, no permanentemente, se
dijeron, sino hasta que llegaran a adaptarse a la nueva vida. Beth Ann dejó
de tomar píldoras anticonceptivas. Charlie se afeitó la barba y se cortó el
pelo. Vendieron libros, discos y el equipo de alta fidelidad para conseguir
un poco de dinero extra y dejaron de pintar. Y su nuevo tiempo libre se
empleó en estudiar, discutir y meditar la filosofía de la macrobiótica.
La macrobiótica no tiene nada casi que ver con el Zen. Su concepto
fundamental, el yin y el yang, está tomado del taoísmo. Ohsawa sostiene
que todas las enfermedades físicas y espirituales del hombre moderno
resultan de su excesivo consumo de yin (principalmente, potasio, aunque
existen docenas de productos paralelos) o de yang (sodio), pero
básicamente de yin. El grano es el alimento esencial porque contiene la
misma proporción cinco-uno de potasio-sodio que se da en la sangre sana.
Quienes practican la dieta aumentan su consumo de (yang) sal y beben tan
poco (yin) líquido como sea posible.
La mayor parte de la fruta (excesivo yin) y toda la carne sangrante
(excesivo yang) deben ser rehuidos, lo mismo que los productos químicos
(aditivos y drogas, casi todos yin, además de «no naturales») y la medicina
occidental. Según Ohsawa, la dieta no consiste simplemente en un medio
seguro de perfeccionar la salud física. Unida a la fe religiosa y la humildad,
es también la senda que conduce a la clarividencia y la salud espiritual. Y,
cosa importante para los Simon, cuyos viajes psicodélicos se habían
convertido en pesadillas, la fuente de la salud no radica en lo profundo del
yo, sino en «la justicia absoluta e infinita sabiduría del Orden del
Universo».
Numerosos especialistas en alimentación consideran esta dieta como
peligrosamente defectuosa. Incluso en su modalidad más liberal no
suministra virtualmente calcio ni vitamina C, y la versión que seguían los
Simon, la Dieta n.º 7, era cualquier cosa menos liberal, al consistir
exclusivamente en grano y té. La razón por la que eligieron la n.º 7 fue,
desde luego, porque no era liberal; Ohsawa la proclama como el camino
más extremo y más directo hacia la salud. Como de costumbre, Charlie fue
el primero en aventurarse, pero Beth Ann, tras cierto escepticismo inicial,
pronto le sobrepasó en entusiasmo.

El entusiasmo era necesario, porque la Dieta n.º 7 es difícil. El tercer día


significó para Charlie la prueba más dura, al pasar por un período de
«abstención de azúcar», que según él fue de todo punto tan violenta como
una anterior abstención de heroína. Después de esto resultó algo rigurosa
por un tiempo, y luego se convirtió en un estilo de vida. Aunque Ohsawa no
señala límite de cantidad, los Simon comían relativamente poco —es
complicado hartarse cuando se exige masticar cada bocado 50 veces— y
cada uno perdió 8 kilos en un mes, con lo que el peso de Beth Ann quedó
en unos 44 kilos y el de Charlie en unos 48. Pero esta pérdida no les
preocupó; de hecho, la tomaron como un signo saludable.
¿Y por qué no? Se sentían como nunca se habían sentido en su vida. No
es que hubiesen desaparecido únicamente las jaquecas y los dolores en las
piernas, sino que todas las pequeñas fatigas y dolencias, las molestias
físicas que toda persona experimenta, parecían haberse esfumado. Dormían
menos de seis horas cada noche. Se sentían incluso animados con la dieta,
con relámpagos espontáneos que parecían más puros e iluminadores que
todo cuanto habían experimentado a través de las drogas. Siempre ama de
casa, Beth Ann se convirtió en una excelente cocinera macrobiótica. Charlie
y ella pasaban la mayor parte del tiempo al aire libre, aunque
ocasionalmente veían a sus viejos amigos y convertían a muchos de ellos a
versiones modificadas de la dieta. Un día gozoso, tiraron a la basura todos
los específicos inútiles del botiquín casero, y luego transformaron su nevera
vacía —una hermosa Gibson Deluxe de 250 dólares— en una obra de
escultura pop, con conchas marinas en el compartimento para los huevos y
accesorios artísticos y diversos objetos de fantasía que llenaban las repisas.
Pero una persona al menos no se dejó impresionar en absoluto: Sess
Wiener, el padre de Beth Ann. Un vigoroso pragmático que había luchado
en su juventud contra la pobreza y la tuberculosis, hasta convertirse en un
prominente abogado de Paterson. Lo único que Sess veía era que su
hermosa hija estaba demasiado flaca. Al contrario de las drogas, que
estaban más o menos fuera de su órbita, la dieta contradecía de modo
directo su propia experiencia, y se opuso a ella terminantemente. Era un
paso en falso más en el camino hacia ninguna parte que su hija había
emprendido el día en que insistió en casarse con uno de los vagos más
conspicuos del Estado de Nueva Jersey, cuatro años antes. Los efectos
saludables de la dieta no consistían, según él, más que en una combinación
de autohipnosis y medicina casera. Y, sin duda, nada tenían que ver con la
justicia absoluta e infinita sabiduría del Orden del Universo.
El propio Charlie experimentaba ocasionalmente sospechas similares,
pero la fe de Beth Ann en la dieta era invariablemente firme. Sus únicas
dudas se centraban en ella misma. Creía estar peligrosamente sanpaku, lo
cual significa (en japonés) que el blanco de los ojos se hace visible bajo el
iris, lo cual significa (en macrobiótica) que se hallaba gravemente enferma
y predestinada a un trágico fin. Se sentía avergonzada de lo yang de sus
piernas, aún musculadas (la fuerza es masculina, yang) y cubiertas de vello
suave («Si un japonés descubre vello en las piernas de una mujer, siente
hormigueos en su carne», escribe Ohsawa). Beth Ann atribuía las molestias
yang de sus piernas a la carne, un alimento que siempre había comido pero
no a gusto, y consideraba que la curación completa para ella y para su
marido significaría un largo, muy largo proceso por culpa de las drogas
venenosas que sus sistemas habían acumulado. Su pecado había sido muy
grave. No se sentía preparada para volver a la práctica del sexo.
Pero, al cabo de unos cuantos meses, los Simon se sintieron preparados
para el arte. Antes de la dieta, habían equilibrado sus impulsos mesiánicos
con una sensibilidad pop que se complacía en la trivialidad de una cultura
afluente. Esta sensibilidad se atrofió lentamente. La obra de Beth Ann, cuya
tonalidad romántica siempre se vio moderada por una cierta dureza, se hizo
más suave y elusiva. Beth Ann se sentía feliz por ello: todos sus «aspectos
diabólicos», decía, habían desaparecido.

Durante los meses sucesivos, los Simon estudiaron filosofía oriental, teorías
de la reencarnación, hara, ejercicios respiratorios, astrología, alquimia,
espiritualismo y hermetismo, sintiéndose cada vez más insatisfechos del
pensamiento occidental. Hicieron excursiones por el campo, o fueron a
nadar con Irma Paule, directora de la Fundación Ohsawa en la Segunda
Avenida, donde la mayoría de los adeptos a la macrobiótica de Nueva York
compran sus alimentos. A petición de Irma, proporcionaron alojamiento a
un monje Zen llamado Oki. Beth Ann le consideró un impostor: en un mes
no le vieron consumir otra cosa que té y cerveza, y se burlaba de la
macrobiótica. A principios de agosto, llevaron a Oki de visita a Paradox
Lost, un campo macrobiótico de Nueva Jersey. La casa de verano de los
Wiener estaba en las cercanías, y los Simon decidieron ir a verles. Fue un
error.
Sess Wiener no había visto a su hija desde tres semanas atrás, pero lo
que vio entonces le dejó aterrado. Beth Ann había perdido peso otra vez. Su
piel mostraba manchas rojas. Se quejaba de dolores en las caderas y en la
espalda, y que sentía dificultades al andar. Charlie tenía, según él, piedras
en los riñones, y a veces sus ataques renales iban acompañados de jaqueca.
Los Simon se dieron un baño, y luego se miraron. Las vibraciones que de
Sess les llegaban eran muy desfavorables. Y se marcharon.
Pero Beth Ann estaba enferma, y empeoró a ojos vistas. Empezaron a
hinchársele las piernas, y el remedio macrobiótico que tomó contra ello,
190 centímetros cúbicos de jugo de rábano durante tres días seguidos, no
dio el menor resultado. (Más tarde, al ocurrirle lo mismo a Charlie, este
siguió su instinto en vez del manual, y tomó tres veces esa medida
diariamente, una cantidad del todo antimacrobiótica. Y mejoró). Irma Paule,
que afirmaba haberse curado, gracias a la macrobiótica, de una artritis cinco
años antes, le dijo a Beth Ann que también había pasado por un mal período
similar. Podía haberle dicho también otras cosas a Beth Ann. Podía haberle
hablado de Monty Scheier, que murió a su lado en Union City el 18 de abril
de 1961. O podía haberle contado la historia de Rose Cohen, que murió en
el hospital de Knickerbocker, a principios de 1961, por causa de un
envenenamiento de sal y desnutrición, tras iniciar una dieta macrobiótica
unos pocos meses antes. También podía haberle dicho a Beth Ann que
mostraba todos los síntomas del escorbuto. En vez de eso, le aconsejó a
Beth Ann que alternase la Dieta n.º 7, con vegetales crudos.
Hasta donde llegó, fue un buen consejo. La aprobación que Ohsawa
hace de la Dieta n.º 7, en sus obras publicadas en inglés, resulta un tanto
ambigua; aunque la prescribe casi para todos los enfermos, da a entender
también que no es un régimen que se pueda seguir toda la vida. Wendy, la
hermana de Beth Ann, y Paul Klein, su cuñado, que seguían ambos una
dieta macrobiótica más liberal, intentaron hacérselo comprender, igual que
Charlie. Pero Beth Ann no se dejó conmover[34]. Irma, arguyó, un poco
farisaicamente, que era una cobarde, incapaz de «luchar con el cambio
profundo» que una adhesión continua a la Dieta n.º 7 entrañaba. Y en vez
de suavizar su dieta, la endureció aún más… cuatro veces en total de
catorce días, en septiembre. Con cada uno de los saltos parecía mejorar,
pero una vez consumada la fase caía en barrena. A fines de septiembre se
vio obligada a guardar cama, y fue Charlie quien se encargó de hacer la
comida y las faenas domésticas. Nunca intentó realmente convencer a Beth
Ann de que abandonase la dieta, o de que viese al menos a un médico,
aunque tocó el tema varias veces. En ocasiones su voluntad de continuar la
experiencia era aún más fuerte que la de ella. Pero tampoco él se sentía
demasiado bien. El sexo había dejado de ser una posibilidad.
La tarde del 13 de octubre, Sess y Min Wiener fueron a visitar a su hija
en Nueva York. Al verla yacente en un colchón, en una esquina del cuarto,
Sess quedó boquiabierto y se puso lívido. Beth Ann era un esqueleto
viviente. Sus piernas ya no eran yang, eran piel y huesos. Sus ojos, todavía
sanpaku, aparecían hundidos en sus órbitas. Apenas si podía sentarse. No
pesaría más allá de 32 kilos.
—Beth Ann, vas a morir —exclamó Sess—. ¿Quieres morir?
Con lentitud, Beth Ann se explicó una vez más:
—Papá, no me voy a morir. Me voy a poner bien, y cuando haya
eliminado todo el veneno que hay en mi cuerpo, estaré bien el resto de mi
vida.
Durante las dos horas siguientes, Sess Wiener recurrió a toda su fuerza
de persuasión para convencer a Beth Ann de que viese a un médico, pero
fue inútil. Para Beth Ann, esto no era más que otra variante de la disputa
entablada entre su padre y ella desde su matrimonio, e incluso antes. Ahora
le iba a demostrar de una vez para todas que ella podía hacer las cosas de un
modo diferente, y tener razón. Nunca pudo entender lo que su padre
consideraba como valores, basados en el mundo cotidiano que él había
superado con tanto esfuerzo. El mundo cotidiano jamás había constituido
ningún problema para ella, y ahora se creía preparada para conquistar un
mundo mucho más amplio, el mundo interior. Beth Ann había llegado a la
antítesis perfecta. ¿Qué medio mejor para combatir el materialismo que
destruir la sustancia misma de tu propio cuerpo? Mientras aumentaba la
vehemencia de su padre, Beth se hacía cada vez más inconmovible. La
escena fue penosa, y no terminó sin que antes Min Wiener amenazase a
Charlie con matarle si dejaba morir a su hija, y que Charlie amenazase con
llamar a la policía por haber amenazado Min con matarle, y que Sess le
conminase a hacerlo si se atrevía, y que Beth Ann decidiese que no quería
volver a ver a sus padres nunca más. Las vibraciones eran excesivas,
sencillamente.
Pero Sess Wiener no podía abandonar a su hija. Al día siguiente
consiguió la ayuda de Paul Klein, quien, junto con Charlie, convenció a
Beth Ann de que se instalase en casa de los padres de Charlie, en Clifton.
Ella puso dos condiciones: que bajo ninguna circunstancia se llamaría a un
médico, y que bajo ninguna circunstancia se permitiría que sus padres la
visitaran.
Charlie sintió un gran alivio. Llevaba tiempo pensando que la haría bien
a Beth Ann alejarse de la ciudad, y especialmente de Grand Street cuyas
connotaciones eran tan malas para ambos. Y aunque Beth Ann despotricó y
se quejó durante todo el trayecto en ambulancia hasta Clifton, su ánimo se
hizo mejor desde el momento de llegar, y pintó unas cuantas acuarelas —en
posición supina, pues ya no era capaz de sentarse— del jardín que divisaba
por la ventana. Sus padres trataron de verla, pero los Simon insistieron en
su promesa.
Beth Ann continuaba con la Dieta n.º 7, con un suplemento de sal para
neutralizar lo que ella creía un exceso de yin. Había escrito a Ohsawa para
hacerle una descripción de su caso y pedirle ayuda. Unos días después de su
llegada a Clifton obtuvo respuesta: Eres una chica valiente; sigue con la
Dieta n.º 7. Charlie, mientras tanto, hizo un descubrimiento alarmante: en
uno de los innumerables libros en francés de Ohsawa, se especificaba
terminantemente que nadie debía practicar por más de dos meses la Dieta
n.º 7 sin su supervisión personal.
Pero Beth Ann continuó con la Dieta n.º 7. Pero no mejoró. Hablaba con
sus padres por teléfono casi cada día, pero insistía en que sus ondas
negativas hacían su curación cada vez más difícil. Y notaba constantemente
las ondas negativas de Dorothy Simon por toda la casa. Así que escribió a
Ohsawa de nuevo.
Unas dos semanas después de instalarse en Clifton, Charlie recibió un
telegrama de Oki, pidiéndole que le fuese a buscar en su coche al
aeropuerto Kennedy. Durante el trayecto, Charlie tuvo la repentina
premonición de que Beth Ann no saldría con bien de la experiencia. Nunca
había tenido antes tal sensación, por lo que en el aeropuerto le pidió a Oki,
cuya reputación como curandero era reconocida, que le echase un vistazo a
Beth Ann. Oki respondió que trataría de encontrar un momento. No lo hizo.
Dos días más tarde, Beth Ann se sentó en la cama… no sola, sino con la
ayuda de Dorothy Simon. Charlie, demasiado débil para echarle una mano,
la veía sufrir. Era espantoso. Siempre hubo algo en Beth Ann que nadie
podía captar, y ese aspecto etéreo había aumentado con la evolución de la
dieta. Ni siquiera Charlie se sentía ya en completo contacto con ella. Pero
ahora miraba el rostro de su mujer y abrigaba dudas sobre lo que veía:
horror, horror ante la constatación de la propia debilidad y ante el torrente
de voluntad que sería preciso para superarla. Luego el horror dejó paso a la
resignación, y la premonición de Charlie se hizo sentir otra vez. Durante los
cinco días sucesivos su temperatura osciló entre los 39 y 40 grados.

La mañana del 6 de noviembre Charlie se despertó a las seis con fiebre alta.
Al otro lado de la habitación, los señores Simon se hallaban sentados junto
a Beth Ann. No consiguió enterarse de si algo iba mal, y se volvió a dormir.
Cuando se despertó otra vez, sus padres se habían marchado, pero Beth le
dijo lo que según ella iba mal: se había envenenado con un exceso de sal.
Pese a la repugnancia de Irma Paule a tratar el tema, casi todos los
adictos a la macrobiótica habían oído hablar de la historia del joven de 24
años de Boston que murió de una sobredosis de sal, que se trataba de
contrarrestar haciéndole beber zumo de zanahoria. Charlie telefoneó a Paul
Klein, y luego preparó unas cuantas zanahorias para su mujer. Llegó Paul.
Decidieron que había que requerir a Irma. Paul volvió a Nueva York en
busca de Irma.
Charlie se sentó a la cabecera de la cama de su mujer. En el correo de
aquella mañana había llegado otra carta de Ohsawa, en la que explicaba a
Beth Ann que su interpretación de la dieta era completamente errónea y que
tenía que volver a empezar desde el principio. La recomendaba muy
especialmente que evitase la sal. Pero ahora Charlie no podía hacer otra
cosa que darle el zumo de zanahoria. Le levantó la cabeza y le hizo tragar
una cucharada. Una gota de color naranja quedó en la comisura de los
labios de Beth Ann.
—Es bueno —murmuró.
Luego su cabeza dio la vuelta en las manos de Charlie, sus ojos se
pusieron muy sanpaku, y expiró. Charlie seguía administrándole respiración
boca a boca cuando la policía llegó media hora después.
JOHN GREGORY DUNNE: de
EL ESTUDIO

El libro de John Dunne sobre la Twentieth Century-Fox es una de las cosas


más extraordinarias que se han escrito sobre el mundo del cine, y más
interesante aún porque se publicó en el crepúsculo de esa institución
conocida como «el Estudio». El Estudio es una pieza maestra como
reportaje, y Dunne consiguió de entrada, uno de sus mayores tantos, al
ganarse el acceso a las interioridades operativas de la Twentieth Century-
Fox. Tenía ya una cierta entrée, en cuanto él y su esposa, Joan Didion, eran
ya bien conocidos en Hollywood, y su hermano, Dominick Dunne, era un
productor de películas. Dunne se mostró intransigente desde el principio, al
declarar que no le interesaba escribir el libro, a menos que se le concediese
carte blanche para ver lo que le interesara ver en el estudio, y su punto de
vista prevaleció.
Durante cuatro meses, Dunne actuó como un reportero, siguiendo el
horario del estudio, llegando a la Fox por la mañana y volviendo a casa al
cerrarse el establecimiento. El proyecto principal de la Fox era una
película infantil de dieciocho millones de dólares. El extraordinario Dr.
Dolittle, puesta en órbita justo en el momento en que el estudio no podía
permitirse un desastre de dieciocho millones de dólares. Pero iba a ser un
desastre, cosa que los ejecutivos del estudio empezaron a comprender desde
la primera exhibición pública de la película en Minneapolis. La frase clave
del fragmento que sigue —«Este es un típico público sofisticado de
Minneapolis de un viernes por la noche»— se convierte en la frase clave
del libro, y es característica del brillante diálogo recogido por Dunne. Y
consiguió semejante material solo porque se hallaba presente cuando
escenas clave de las peripecias del estudio tuvieron lugar. Como narrador,
Dunne se esfuma en la invisibilidad, basándose en el supuesto, muy
acertado en mi opinión, de que convertir al periodista en personaje habría
constituido una distracción en el presente caso. T. W.

Para eso hemos venido a Minneapolis, Stan Hough

No cabía la menor duda de que el Estudio efectuaría la primera preview


de Dr. Dolittle en Minneapolis. La Fox consideraba que Minneapolis era
una ciudad que le traía suerte; la producción de Robert Wise The Sound of
Music fue exhibida allí por vez primera, y ante el enorme éxito de esta
película, el Estudio continuaba haciendo supersticiosamente las previews de
sus producciones importantes en Minneapolis. Con tan fuerte suma en juego
—el presupuesto de Dr. Dolittle había sido de 18 millones de dólares—, el
Estudio no deseaba hacer ninguna preview en Los Ángeles, por entender
que se obtendría un público de reacción más natural en el interior del país,
en vez de los espectadores sofisticados y exigentes que perseguían previews
por todo Hollywood. El plan primitivo era de trasladarse a Minneapolis el
viernes, 8 de septiembre, y a Tulsa el día siguiente, pero a principios de
semana se canceló la proyección de Tulsa.
—Si la película funciona, no tenemos por qué ir a Tulsa —explicó
Richard Zanuck—. Y en el caso contrario, ¿para qué ir a Tulsa la noche
siguiente y que nos peguen otro puntapié en el trasero? Se hacen unos
arreglos y luego se va a Tulsa.
A causa de la importancia del Dr. Dolittle, la preview de Minneapolis
concentró veintiocho ejecutivos de Nueva York y Los Ángeles. El
contingente principal de Los Ángeles efectuaba el viaje por Western
Airlines, vuelo 502 con salida a las 8. 30 del 8 de septiembre. Arthur
Jacobs, acompañado por Natalie Trundy, llegó al International Airport casi
una hora antes de la salida del vuelo. Vestía una chaqueta negra de sport,
sin corbata, y se demoraba en la escalera mecánica procedente del control
automático de billetes situado en los bajos, para saludar a los componentes
de la expedición Fox conforme iban llegando. Su frase de saludo era
invariablemente la misma.
—No estoy nervioso —afirmaba Jacobs—. No quiero ir a Minneapolis.
Estoy aquí únicamente para deciros adiós.
—Oh, Arthur —repetía Natalie Trundy—. Cálmate.
—Cálmate —gruñía Jacobs—. Cálmate. Me tratas como si fuera uno de
los perros.
Se volvió hacia Fleischer.
—Tenemos perros de lanas. Y ella me trata como si fuera un perro de
lanas.
—Eres un perro de lanas con excelente aspecto —aseguró Fleischer.
Dieron una vuelta, mientras aguardaban la llamada para el vuelo 502. Se
hallaban reunidos Jacobs; Natalie Trundy; Fleischer; Mort Abrahams;
Herbert Ross, el coreógrafo de Dr. Dolittle; Warren Cowan, que fue socio
de Jacobs en una firma de relaciones públicas y cuya compañía, Rogers,
Cowan & Brenner, llevaba la promoción y la publicidad de Dr. Dolittle. Por
fin oyeron la llamada. Al dirigirse Jacobs y Natalie Trundy hacia la rampa,
el primero se volvió hacia Fleischer y exclamó:
—No quiero ir a Minneapolis. Vayamos a Las Vegas.
—Ya no sería un juego —repuso Fleischer.
Jacobs y Natalie Trundy ocuparon dos asientos al fondo del
compartimento de primera clase. Cowan, un hombre bajo y rechoncho de
ojos saltones y voz que sonaba como la del Pato Donald, se sentó frente a
ellos, llevando los periódicos de Nueva York y Los Ángeles. Jacobs no
podía estarse quieto.
—Aterrizaremos al mediodía —gritó por el pasillo—. A las doce y
media, visita a la biblioteca pública. A la una, el museo.
Nadie rio, a excepción de Fleischer, quien intentó animar a Jacobs.
—A la una y media, la fábrica textil —añadió Fleischer.
—Y luego un rato de descanso entre las ocho y las once de la noche —
concluyó Jacobs.
Se refería al tiempo en el que tendría lugar la proyección.
—Lo que me gusta de ti, Arthur, es tu calma —comentó Fleischer.
—¿Por qué tendría que estar nervioso? —replicó Jacobs—. No son más
que dieciocho millones de dólares.
El viaje a Minneapolis no tuvo historia. La mayoría de los expedicionarios
de la Fox durmieron, excepto Jacobs, que merodeaba por el pasillo en busca
de alguien con quien charlar. Los periódicos corporativos acababan de
anunciar aquella misma semana que Rex Harrison no protagonizaría la
versión musical de Goodbye, Mr. Chips, que debía dirigir Gower Champion
y producir Jacobs.
—Estaba todo a punto —explicó Jacobs tristemente—, Gower y yo
hicimos incluso un viaje a París para entrevistarnos con Rex. Fuimos en
coche hasta su casa de campo y salió a la puerta para recibirnos.
«Maravilloso día», dijo. Ya sabe cómo habla.
Jacobs empezó a imitar la voz de Harrison.
—«Maravilloso día. ¿Un Bloody-Mary? ¿Quién quiere un Bloody-
Mary?». Nos trae un Bloody-Mary y entonces nos dice a bocajarro: «Y
ahora voy a explicaros por qué no voy a hacer Mr. Chips». Era la primera
vez que oíamos hablar de ello. Estaba todo a punto. Bueno, Gower me mira,
recogió su cartera y dijo: «Lo siento, me voy al aeropuerto, vuelvo a casa».
Jacobs atisbo las nubes desde la ventanilla.
—Estaba todo a punto —gimió—. Todo a punto.
La expedición Fox fue recibida en el aeropuerto de Minneapolis por
Perry Lieber, del departamento de publicidad, llegado de Los Ángeles el día
anterior para supervisar los preparativos de la preview. Lieber había
enfocado su tarea como si se trata —y efectivamente parecía considerarlo
así— del peregrinaje anual de la familia real inglesa del palacio de
Buckingham a Balmoral. No se produjo ninguno de los contratiempos que
suelen sufrir los viajeros con el equipaje, el alojamiento, o el transporte.
Lieber había alojado al grupo completo de veintiocho personas del Estudio
en el Hotel Radisson, alquilado una flota de limousines que condujera a su
alojamiento a cada ejecutivo de la Fox que llegase, y dispuesto que todos
los equipajes fueran recogidos en el aeropuerto y enviados inmediatamente
a las habitaciones y suites correspondientes. Lieber se hizo cargo de las
contraseñas del equipaje, las entregó a funcionarios que las estaban
aguardando, y proporcionó a cada recién llegado un sobre que contenía la
llave de su habitación y una tarjeta que especificaba los horarios de sus
vuelos de regreso a Nueva York o Los Ángeles, así como la hora en que una
limousine pasaría a recogerle por el hotel y llevarle al aeropuerto.
Jacobs tomó su sobre y se lo confió a Natalie Trundy. Escrutó
detenidamente el alfiler de la corbata de Lieber, un pentagrama donde las
palabras «The Sound of Music» estaban escritas en sostenidos y bemoles.
—Te has equivocado de película —gruñó.
—¿Estás bromeando? —replicó estruendosamente Lieber—. Este es mi
alfiler de la suerte. Ya sabes cómo funcionó Sound of Music y que hicimos
la preview aquí.
Warren Cowan meneó la cabeza lentamente.
—Este se ha convertido en el Estudio más supersticioso del mundo —
comentó.
—Si son tan supersticiosos —intervino Fleischer—, ¿por qué no le
encargaron a Bob Wise que dirigiera la película?
En la entrada del aeropuerto, junto a una limousine, Natalie Trundy sacó
una Kodak Instamatic y empezó a tomar fotografías de la expedición Fox.
Iba vestida enteramente de blanco y llevaba gafas de sol amarillo pálido.
Apuntó su cámara hacia Cowan, pero al no funcionar el flash, pidió que
siguieran quietos un momento.
—Oh, por el amor de Dios, Natalie —protestó Jacobs—. Vámonos.
Cowan se instaló en el coche y abrió un ejemplar del Minneapolis
Tribune por la sección de espectáculos, donde el Estudio había hecho
insertar un anuncio, sin mencionar el título de la película. El anuncio
llevaba el titular «Presentación Alfombra Roja de Hollywood».
—Han puesto las entradas a 2 dólares 60 —gimió Cowan—. Es un
error. Se lleva a los niños a la preview de una película como esta, y 2
dólares 60 por cabeza es excesivo.
—Tenían que haberlas puesto a dos dólares por pareja —asintió Jacobs
lastimeramente—. Para atraer a las parejas que salen los viernes por la
noche.
A partir de aquel momento Jacobs empezó a ver presagios de desastre
en cualquier cosa.
—Es un error —repitió Cowan suavemente.
Mientras la limousine se encaminaba hacia Minneapolis, el chófer
empezó a recitar estadísticas sobre la ciudad.
—Hay cincuenta y ocho lagos dentro de los límites de la ciudad —
explicó.
Nadie le prestaba atención. Jacobs tiró un cigarrillo negro y encendió
otro.
—¿Estarás esta noche en el cine sentado o de pie? —preguntó a
Fleischer.
El director contemplaba por la ventanilla el follaje otoñal.
—Voy a acostarme —respondió, dando una palmadita en la rodilla de
Jacobs—. Es solo un preview, Arthur.
—De una película de 18 millones de dólares —dijo Jacobs.

El almuerzo fue servido en el Flame Room del Hotel Radisson. Eran las tres
pasadas y el comedor estaba vacío, pero la cocina seguía abierta para la
expedición Fox. Muchos no habían llegado y otros se hallaban descansando
en sus habitaciones. Jacobs se había puesto un traje oscuro y pasaba de
mesa en mesa.
—No lo olvidéis, hay que estar en el museo de arte a las tres y media —
decía.
—Ya empieza Arthur con sus chistes —comentó Lionel Newman.
Como jefe del departamento musical del Estudio, Newman había
llevado a cabo los arreglos instrumentales de la partitura y dirigido la
grabación. Había llegado a Minneapolis el día anterior con un ingeniero de
sonido del Estudio para poner a punto la acústica de la proyección.
—Arthur, como cómico eres una calamidad.
Jacobs pareció apenado.
—¿Sabes cómo llamo a este hotel? «Villa Menopausia» —exclamó
Newman. Sonrió a la camarera—. Va todo bien, guapa. No me refería a ti.
Tienes que admitirlo, Arthur, hay uno o dos ancianos por aquí. Quiero decir
que este hotel presume de pertenecer a los alegres sesenta, pero no se
refieren al año, sino a las pastillas de Geritol.
Súbitamente Jacobs levantó el brazo y gritó:
—¡Los Brinkmans!
En el umbral del comedor, junto a su esposa Yvonne, se hallaba Leslie
Bricusse, el joven escritor inglés —alto y con gafas—, autor del guión, la
música y la letra de Dr. Dolittle. Jacobs parecía fuera de sí.
—¡Los Brinkmans están aquí! ¿Lo ves? —gritó a Fleischer.
«Brinkmans» era el apodo que les había puesto a los Bricusse.
—Sería difícil que le pasaran inadvertidos —comentó Newman—. Los
presentas como si fueran el comienzo de la tercera guerra mundial.
—Siéntate aquí, Leslie —indicó Jacobs, chasqueando los dedos para
avisar a la camarera, que se hallaba de pie a su espalda—. Necesitamos
sillas. Leslie, ¿quieres un sándwich, café, una copa?
Los Bricusse fueron cariñosamente zarandeados por el grupo Fox e
hicieron con desconfianza sus pedidos a la camarera. Yvonne Bricusse, una
atractiva y morena actriz inglesa, se instaló en una banqueta al lado de
Natalie Trundy, que la besó en las mejillas. Se sirvió una taza de café.
—¿Qué vas a ponerte para el estreno? —preguntó Natalie Trundy.
—¿Nueva York? —repuso Yvonne Bricusse.
—Mmmmm —susurró Natalie Trundy.
—Una cosa celestial —afirmó Yvonne Bricusse—. Leslie me la
compró. Colores otoñales, algo así. Naranja quemado, con un lazo aquí.
Se dio unas palmaditas en el pecho.
—Divino —comentó Natalie Trundy—. ¿Y en Los Ángeles?
—Nada decidido todavía —dijo Yvonne Bricusse, mientras sorbía su
café—. Creo que tendré que llevar algo ya hecho. ¿Qué opinas de Don
Feld?
Don Feld es un figurinista cinematográfico.
—Celestial —aseguró Natalie Trundy, inclinándose para coger con su
tenedor un pedazo de bistec del plato de Jacobs—. Muchas plumas,
supongo.
Yvonne Bricusse vaciló un momento.
—Mmmmm —contestó—. Sé lo que quieres decir. Parecen plumas.
Removió perezosamente el café con la cucharilla.
—¿Y tú?
—Los están preparando. Los modelos están todos dibujados, Nueva
York, Los Ángeles, Londres, todos los estrenos —respondió Natalie
Trundy, aleteando con los brazos como una bailarina—. Voy a flotar. Aún
no hemos decidido lo colores. Quiero ver el aspecto que tienen en los
bocetos.

Aquella noche, antes de la preview, Richard Zanuck dio una fiesta a la


expedición Fox en el Club de Prensa de Minneapolis, instalado en el
segundo piso del Radisson. Zanuck acababa de llegar de Europa aquel
mismo día, tras un viaje de negocios y de placer a Londres y París, y una
semana de vacaciones en el sur de Francia en compañía de David y Helen
Gurley Brown. Su aspecto era bronceado y saludable.
—Llevo todavía la hora de París —explicó mientras echaba mostaza
sobre un canapé—. Me detuve en Nueva York esta mañana para visionar un
primer montaje de The Incident[35], luego vine en avión hasta aquí.
—Vas a dormir esta noche —comentó Arthur Jacobs.
Zanuck sacudió la cabeza negativamente.
—Vuelvo a Los Ángeles a las seis y media de la mañana.
—¿Por qué? —preguntó Jacobs.
—Quiero ir al partido de Rams mañana por la noche —repuso Zanuck.
Jacobs le miró con incredulidad. Recorrió la sala, murmurando en cada
grupo.
—Dick vuelve a Los Ángeles a las seis y media. De la mañana. ¿Sabéis
por qué? Quiere ir al partido de Rams.
A las ocho menos cuarto Perry Lieber empezó a dar golpes en una copa
con un tenedor. Anunció a los asistentes que la preview iba a comenzar a las
ocho y que después de la película se serviría una cena en la suite de Richard
Zanuck en el duodécimo piso. La película iba a proyectarse justamente al
lado del hotel, en el Mann Theater, perteneciente a un circuito cuyo
propietario era un magnate de la exhibición en Minnesota llamado Ted
Mann. La Fox había alquilado el local para aquella noche, indemnizando a
la Universal Pictures, una de cuyas superproducciones, Thoroughly Modern
Millie[36], se exhibía entonces. Tres filas de asientos estaban reservadas para
los expedicionarios de la Fox, al igual que tres butacas en la última fila,
destinadas a Jacobs, Mort Abrahams y Natalie Trundy. Jacobs había hecho
reservar expresamente aquellas butacas, porque le gustaba caminar durante
las proyecciones y quería libertad de desplazamiento por el local sin
molestar a nadie. Al entrar Jacobs en el vestíbulo del cine, se topó con un
inmenso cartel de Camelot[37], el musical de Warner Brothers-Seven Arts
que iba a estrenarse en Navidad en otra sala de Mann.
—Oh, Dios mío —murmuró, viendo cómo la gente entraba en el local
—. Oh, Dios mío, Camelot. Eso es lo que creen que van a ver. Oh, Dios
mío.
Las luces de la sala se extinguieron a las 8.13. El público se componía
en su mayor parte de matrimonios jóvenes y personas de media edad. No
había casi niños. Zanuck ocupó una butaca de pasillo, acompañado por
Barbara McLean, la jefe del departamento de montaje del Estudio, que
llevaba un bloc en el regazo, dispuesta para tomar notas. Sonó la apertura y
luego un rótulo centelleó sobre la pantalla: «África Ecuatorial, 1845». Tras
un fundido, comienza el prólogo, en el que Rex Harrison, vestido con levita
y sombrero de copa, aparecía en la pantalla montado en una jirafa. No se
produjo ningún murmullo de aprobación entre el público. Los
expedicionarios de la Fox comenzaron a revolverse inquietos en sus
butacas. El prólogo duraba solamente unos instantes. Harrison, como Dr.
Dolittle, el hombre que puede hablar con los animales, bajaba de la jirafa
para atender a un cocodrilo aquejado de dolor de muelas. Ataba un pedazo
de cuerda al diente enfermo y el otro extremo a la cola de un elefante. A
una señal del Dr. Dolittle, el elefante tiraba de la cuerda y el diente saltaba
de la boca del cocodrilo. Harrison le daba unas palmaditas al cocodrilo en el
hocico, se metía el pesado molar en el bolsillo del chaleco, se montaba en
un rinoceronte llegado casualmente y desaparecía en la jungla. No hubo
murmullos entre el público al comenzar los títulos animados. Al aparecer el
rótulo Dr. Dolittle, se produjo un conato de aplauso por parte de los
representantes del Estudio, pero sus palmas no fueron coreadas por los
espectadores que habían pagado 2 dólares 60 por su localidad.
Durante la primera mitad de la película, el público se mostró igualmente
indiferente. Apenas si hubo algún murmullo de aprobación al terminar los
números musicales. Al llegar el intermedio, David Brown corrió al
vestíbulo.
—Quiero oír los comentarios —explicó.
En el vestíbulo los rumores eran apagados. La mayoría de los asistentes
tomaban tranquilamente un refresco o hablaban entre sí. Varios de los
miembros de la Fox se pusieron a espiar descaradamente sus
conversaciones. Jacobs se hallaba en una de las puertas, con una expresión
alucinada en la mirada. Natalie Trundy se apoyaba en él, con lágrimas en
los ojos, arrugando un Kleenex entre sus dedos. En el centro del vestíbulo,
varios ejecutivos del Estudio formaron corro en torno a Richard Zanuck.
—El público está realmente inerte —confesó Zanuck—. Pero hay que
recordar que esto no es Sound of Music o My Fair Lady. El público no está
oyendo canciones que conoce desde hace cinco años, como le ocurre con un
éxito musical.
—Esta es una partitura original —apuntó Stan Hough.
Zanuck asintió vigorosamente.
—Y un guión original —añadió, mientras su mandíbula se contraía y
relajaba febrilmente—. Dios mío, esa gente no sabía lo que iba a ver cuando
entraron en el cine. Lo primero que han visto es un tipo montado en una
jirafa.
—No es como Sound of Music —repitió Hough.
—O My Fair Lady —agregó Zanuck—. Aquellas canciones eran
famosas ya antes de que se empezara a rodar la película.
La segunda mitad de la película no fue acogida mucho mejor que la
primera. Los números musicales provocaron solo risas esporádicas e
intermitentes aplausos. Al encenderse las luces, los únicos aplausos
prolongados procedían de las tres filas ocupadas por el personal del
Estudio. Los porteros distribuyeron las tarjetas de preview. Se habían
colocado mesas provistas de lápices para aquellos espectadores que
desearan formular sus opiniones. Las tarjetas en cuestión eran más
detalladas que los cuestionarios normalmente empleados. POR FAVOR,
CALIFIQUE LA PELÍCULA, rezaban las tarjetas. «Excelente, Buena.
Regular». En otra sección, el cuestionario solicitaba:

¿Cómo calificaría la actuación de

Rex Harrison
Samantha Eggar
Anthony Newley
Richard Attenborough?

¿Qué escenas le gustaron más?


¿Qué escenas no le gustaron, si las hay?

NO DESEAMOS QUE NOS DIGA SU NOMBRE, PERO


NOS GUSTARÍA CONOCER LOS SIGUIENTES DATOS
SOBRE USTED:

A) Varón — Hembra
B) Indique Grupo al que pertenece:

Entre 12 y 17
Entre 18 y 30
Entre 31 y 45
Más de 45

MUCHAS GRACIAS POR SU CORTESÍA Y


COOPERACIÓN

Jacobs vagabundeaba por el vestíbulo. Sus ojos aparecían inyectados en


sangre. Natalie Trundy le seguía como un perrito. Había dejado de llorar,
pero tenía los ojos enrojecidos.
—Me han dicho que las tarjetas dan un setenta y cinco por ciento
excelente —declaró Jacobs, sin dirigirse a nadie en particular.
Observó a una mujer que masticaba un pequeño lápiz amarillo mientras
rellenaba su tarjeta. La mujer escribió algo, lo borró, y volvió a escribir.
Jacobs intentó atisbar por encima de su hombro, pero la mujer, al advertirlo,
ocultó sus respuestas con la mano.
Ted Ashley, el presidente de Ashley-Famous Artists, la agencia de Rex
Harrison, dio unas palmaditas en la espalda de Jacobs.
—Arthur, hay película —afirmó Ashley.
Jacobs aguardó a que dijera algo más, pero Ashley le dio unas
palmaditas nuevamente y se volvió para hablar con Zanuck.
Ted Mann, el propietario del cine, un hombre tallado en un bloque, y
que debía estrenar Dr. Dolittle en otra de sus salas de Minneapolis, se abrió
paso hasta Zanuck.
—Quiero que lo sepas, Dick, un año en cartel —aseguró—. Un año
como mínimo.
—Creo que el público estaba un poco callado —repitió Zanuck.
—Sí, lo estaba, Dick —replicó Mann—. Pero esta película la van a
levantar los niños, y no había aquí muchos niños esta noche.
Se detuvo, como buscando las palabras apropiadas.
—Tienes que comprender —prosiguió—, que lo que teníamos aquí esta
noche era un típico público sofisticado de Minneapolis en un viernes por la
noche.
Zanuck parecía no escucharle.
—No estaban preparados como cuando Sound of Music —insistió.
—Eso es precisamente lo que estoy diciendo —repuso Mann—. Pero
van a escuchar esta música durante los próximos cuatro meses hasta que se
estrene la película. Cuando llegue diciembre, sabrán ya lo que van a ver, no
te preocupes por ello, no te preocupes en absoluto.
Jacobs dirigió la vista a Zanuck.
—Más del cincuenta por ciento «excelentes» —afirmó.
El cine quedó vacío y los expedicionarios de la Fox caminaron
lentamente hacia el Radisson, media manzana más allá. Mostraban escaso
entusiasmo mientras subían en el ascensor para dirigirse a la fiesta de
Zanuck en su Suite Villa. La suite era enorme, sobre dos niveles, con un
amplio living y dos dormitorios sobre la galería exterior. Un bar y un bufete
estaban dispuestos en la galería. Solo había dos grandes bandejas de
palomitas de maíz, que fueron vorazmente consumidas. La sala aparecía
tranquila, con apenas un ligero murmullo de conversaciones. Jacobs,
Abrahams, Bricusse, Natalie Trundy y Barbara McLean se hallaban
sentados en torno a una mesita de café clasificando las tarjetas, poniéndolas
en pilas de «Excelente», «Buena» y «Regular». Había 175 tarjetas en total:
101 «Excelentes», 47 «Buena» y 27 «Regular». Un espectador había escrito
«Lamentable», y otro hecho la observación de que Rex Harrison
interpretaba al Dr. Dolittle «como un Mary Poppins masculino». Dos
mujeres formulaban objeciones contra una escena de ratones blancos y
cinco contra otra escena en la que Anthony Newley bebía whisky
directamente de la botella.
—Esas fulanas tendrán más de cuarenta y cinco, ¿verdad? —masculló
Jacobs.
—Las «Regular» son todas más de cuarenta y cinco —contestó
Abrahams.
Ted Mann echó un vistazo a las tarjetas.
—Tenéis que comprender que este es un típico público sofisticado de
Minneapolis de un viernes por la noche —repitió.
—Lo que necesitábamos era un montón de niños —gimió Natalie
Trundy, enjugándose los ojos con un pañuelo y pidiendo que alguien les
trajera un whisky con hielo.
Era evidente que el Estudio se sentía angustiado por los resultados de la
preview. No es que las tarjetas fueran desfavorables (aunque con 18
millones de dólares invertidos en la película resultaban considerablemente
menos favorables de lo que el Estudio hubiera deseado). Lo que les
molestaba más a los expedicionarios era la fría acogida del público durante
la proyección de la película.
—Me parece una maldita estupidez haber venido a Minneapolis sin
explicar a la gente lo que iba a ver —exclamó Zanuck—. Está bien hacer
una preview en Los Ángeles. Pero ir al otro maldito extremo del mundo
para toparse con ese público tan cerrado… Hay que decirles lo que van a
ver. Que lleven a los críos.
Richard Fleischer acariciaba su vaso, recorriéndolo con un dedo.
—Eso es, Dick. Hay que decírselo en los anuncios —asintió, haciendo
un gesto con la mano como si leyera un anuncio—. «Dr. Dolittle… La
historia de un hombre que amaba a los animales».
—Exacto —afirmó Zanuck—. Si saben de lo que se trata, echarán las
puertas abajo para verlo.
Le dio su vaso a Linda Harrison, y le pidió que le trajera otro.
—En la siguiente proyección, en San Francisco quizá, les diremos lo
que van a ver. Ya basta de malditos anuncios divertidos que no dicen nada.
—Yo mismo me sentiría confundido —prosiguió Fleischer—, si entrara
en un cine sin saber lo que es la película y la primera escena fuese un tipo
montado en una jirafa.
Jonas Rosenfield, el vicepresidente del Estudio a cargo de publicidad,
llegado de Nueva York para la proyección, logró situarse junto a Zanuck.
—Todo eso es verdad —declaró—. Pero todos debemos admitir que
esta ha sido una preview de incalculable valor. Ahora sabemos cómo hay
que promocionar esta película, para que sea el éxito que todos sabemos que
tiene que ser.
—Para eso están las previews —terció Owen McLean.
—Correcto. Para eso hemos venido a Minneapolis, para descubrir cosas
como esta —añadió Stan Hough.
Los camareros hicieron su aparición con la cena, consistente en filets
mignon y hamburguesas. Se pidieron conferencias con Harrison en Francia,
donde rodaba otra película del Estudio, A Flea in Her Ear[38], y con Darryl
Zanuck en Nueva York. Cuando dieron la conferencia con Darryl Zanuck,
Richard Zanuck y David Brown se metieron en un dormitorio y cerraron la
puerta. La fiesta pareció cobrar energías.
Jacobs seguía repasando las tarjetas, una por una.
—Ningún chico —comentó—. Todos mayores de treinta.
—Son los niños los que deben convertir esta película en un éxito —
aseguró Harry Sokolov.
En una esquina del salón, Owen McLean se sentó en un sofá junto a
David Raphel, vicepresidente del Estudio responsable de las ventas al
extranjero.
—Bueno, David —dijo McLean—. ¿Qué opinas?
Raphel, un hombre distinguido, de media edad y con un ligero acento
extranjero, se quitó de los labios unas migas del pan de la hamburguesa.
—Una preview muy útil —declaró cautelosamente—. Esta película
exige un tratamiento muy especial para convertirla en el éxito que todos
sabemos va a ser. No debemos olvidarnos de las personas de edad. Son los
que ven una película más de una vez. Los niños no van a menos que les
lleven sus abuelos. Los abuelos repiten las películas. Recuerda The Sound
of Music.
—Hay personas que han visto Sound of Music un centenar de veces.
—Este es mi punto de vista —repuso Raphel—. Exactamente mi punto
de vista.
La fiesta empezó a disolverse poco a poco. Era más de la una de la
noche, y algunos miembros de la Fox debían salir hacia Los Ángeles a las
6.30 de la mañana siguiente. Ted Ashley estrechó la mano de Jacobs en la
puerta de la suite de Zanuck.
—Arthur, hay película —repitió Ashley—. Ahí está, toda en la pantalla.
—Funcionará —replicó Jacobs—. Cortaremos unas pocas cosas,
cambiaremos otras.
—Será algo grande, Arthur —intervino Jonas Rosenfield, dándole a
Jacobs unas palmaditas en el brazo—. Ninguno de nosotros tiene la menor
duda sobre ello.
La suite de Zanuck quedó despejada hacia la una y media de la
madrugada. A las cuatro. Zanuck telefoneó a Harry Sokolov, para pedirle
que viniera acompañado de Hough, McLean y David Brown para celebrar
una reunión en su cuarto. Todos se presentaron en la suite de Zanuck a las
4.45 de la madrugada, y durante la hora que siguió, Zanuck desmenuzó la
película rollo por rollo. Antes de que la reunión llegase a su término, poco
antes de las seis, se acordó en principio suprimir el prólogo. Se aplazó la
decisión de si se cortaría alguno de los números musicales. Arthur Jacobs
no tomó parte en esta reunión.
TOM WOLFE: de
LA IZQUIERDA EXQUISITA & MAUMAUANDO AL
PARACHOQUES

He puesto juntos estos dos fragmentos de la Izquierda Exquisita y


Maumauando al parachoques en un intento de ilustrar el empleo de un
procedimiento al que llamo «la voz de proscenio». En el primero de ellos,
de La Izquierda Exquisita, el milieu es La Avenida Park en el clásico
sentido social, y al contar la historia intenté captar el tono afectado que,
aún inconscientemente, prevalece en ese mundo. En el segundo, de
Maumauando al parachoques, el milieu se halla en el extremo opuesto de la
escala social, en la vida de los suburbios de San Francisco, y ahí he
narrado deliberadamente la historia en el tono callejero de los militantes
negros. Para llevar esto a cabo, descubrí que debía renunciar a ciertas
expresiones obvias del slang, para evitar que mi trabajo se diluyera en el
tipismo.
En ambos textos me apoyé fundamentalmente en detalles de la vida
social, con el fin de introducir al lector en la vida emotiva de los
personajes. Me divirtió trabajar con estos detalles desde la cima de la
escala social en La Izquierda Exquisita hasta el fondo de dicha escala en
Maumauando al parachoques. La posibilidad de emplear el punto de vista
en su sentido convencional era escasa en los dos trabajos, con la excepción
del comienzo de La Izquierda Exquisita. Aparentemente ciertos críticos
creyeron que yo me inventé las visiones del insomnio de Leonard Bernstein.
De hecho, hasta el último detalle de su fantasía «Negro junto al piano»,
incluyendo las palabras del negro, está tomado de palabras textuales de
Bernstein, recogidas por su amigo John Gruen en un libro titulado El
mundo privado de Leonard Bernstein.
Una nota final: Se me acusó igualmente de introducir clandestinamente
un magnetofón en casa de Bernstein para obtener el dialogo que utilizo en
La Izquierda Exquisita (hasta el exceso, quizá). Considero esto como un
estupendo cumplido involuntario a mi exactitud, que conseguí del modo
más tradicional y ortodoxo posible: fui a la fiesta de los Bernstein con la
intención expresa de escribir sobre ella, saqué bloc y bolígrafo delante de
todo el mundo y tomé notas en mitad del living durante los acontecimientos
que describo. A decir verdad, dudo que nadie hubiese podido recoger el
diálogo con tanta exactitud por medio de un magnetofón convencional, en
cuanto la voz de cada cual, grabada en cinta, es tan difícil de identificar en
las escenas donde toman parte muchas personas. (Entiendo que hay ahí
una nueva y maravillosa máquina que te clasifica las voces en una especie
de mecanismo susceptible de imprimir la voz humana). T. W.

De «La Izquierda Exquisita».

A las dos, o las tres, o las cuatro de la madrugada, o en algún momento


entre esas horas, el 25 de agosto de 1966, día precisamente de su cuarenta y
ocho aniversario, Leonard Bernstein despertó en la oscuridad en un estado
de gran excitación. Eso ya había ocurrido antes. Era una de las formas que
adoptaba su insomnio. Así que hizo lo que solía hacer en tales casos. Se
levantó y paseó durante un rato. Se sentía atontado. Repentinamente tuvo
una visión, una inspiración. Podía verse a sí mismo, Leonard Bernstein, el
egregio maestro, en el escenario, con pajarita y frac, frente a una orquesta
completa. A un lado del pódium del director, está al piano. Al otro lado, una
silla, y apoyada sobre ella una guitarra. Se sienta en la silla y toma la
guitarra. ¡Una guitarra! ¡Uno de esos instrumentos medio estúpidos, como
el acordeón, para que los chavales de catorce años de Levittown, de
coeficiente mental 110 sigan el método Aprenda-a-Tocar-en-Ocho-Días!
Pero existe una razón. Bernstein va a comunicar un mensaje antibélico a
este gran público de cuello blanco-almidonado que llena el local. Les
anuncia:
—Yo amo.
Solo eso. El efecto es humillante. De repente, de la curva del
majestuoso piano de cola surge un negro que empieza a decir cosas como:
—El público está extrañamente desconcertado.
Lenny intenta empezar de nuevo. Interpreta al piano algunas piezas
breves, dice:
—Yo amo. Amo ergo sum.
El negro se alza de nuevo y dice:
—El público cree que él debiera levantarse y marcharse. El público
piensa: «Estoy avergonzado hasta de rozar a mi vecino».
Finalmente, Lenny suelta un sentido discurso antibélico y sale.
Por un momento, allí sentado, solo en su casa, a altas horas de la
madrugada, Lenny pensó que podría valer y apuntó la idea. Piensa en los
titulares: BERNSTEIN CONMUEVE AL PÚBLICO CON UN MENSAJE ANTIBÉLICO.
Pero entonces su entusiasmo languidece. Se desanima. ¿Quién diablos era
ese negro que surgía del piano y explicaba al mundo lo majadero que estaba
siendo Leonard Bernstein? No tenía ningún sentido, ese superego negro
junto al piano de cola.

Mmmmmmmmmmmmmm. Deliciosos. Bocaditos de Roquefort rebozados


con nuez molida. Muy sabrosos. Muy ingenioso. El contraste entre la
sequedad de la nuez molida y el sabor del queso es lo que produce este
efecto tan delicioso, tan sutil. ¿Imagináis los que comen los Panteras Negras
aquí como aperitivo? A los Panteras les gustan los bocaditos de Roquefort
rebozados con nuez molida de esta forma, y las puntas de espárragos con
mayonesa y las albondiguillas au Coq Hardi, todo lo cual les es ofrecido en
este preciso instante, en bandejas de plata labrada, por camareras de
uniformes negros y delantales blancos planchados a mano… El camarero
les ofrecerá las bebidas… ¡Desmentidlo si deseáis hacerlo, pero tales son
los pensées metaphysiques que se le ocurren a uno en estas veladas de la
Izquierda Exquisita de Nueva York! Por ejemplo, ese gigantesco Pantera
Negra del vestíbulo, el que estrecha la mano de la misma Felicia Bernstein,
el de abrigo de cuero negro y gafas oscuras, y el absolutamente increíble
pelo afro, es él, un Pantera Negra, el que toma un bocadito de queso
rebozado con nuez molida de la bandeja que porta una doncella uniformada
y lo engulle sin perder un matiz de la perfecta voz Mary Astor de Felicia…
Felicia es notable. Es hermosa, con esa rara belleza bruñida que perdura
a través de los años. Su cabello es rubio claro, y su peinado simple. Posee
una voz «teatral», por usar un término de su juventud. Da la bienvenida a
los Panteras Negras con el mismo movimiento de la muñeca, la misma
inclinación de la cabeza, la misma perfecta voz Mary Astor con que recibe
a personas como Jason, John y D. D., Adolph, Betty, Gian Carlo, Schuyler
o Goddard, en esas cenas après-concierto por las que tan famosos son ella y
Lenny. ¡Qué noches! Ella enciende las velas de la mesa del comedor y en el
ocaso neoyorquino las trémulas puntitas de las llamas se reflejan en la
superficie cristalina de la mesa, una insondable blancura llena de miles de
estrellas; ese es el momento que Lenny adora. Parece haber mil estrellas
sobre la mesa y mil estrellas debajo, una habitación llena de estrellas, una
casa de dos plantas llena de estrellas, una torre de Manhattan llena de
estrellas, con gente maravillosa flotando por los cielos, Jason Robards, Gian
Carlo Menotti, John y D. D. Ryan, Schuyler Chapin, Goddard Lieberson,
Mike Nichols, Lillian Hellman, Larry Rivers, Aaron Copland, Richard
Avedon, Milton y Amy Greene, Lukas Foss, Jennie Tourel, Samuel Barber,
Jerome Robbins, Steve Sondheim, Adolph y Phyllis Green, Betty Comden,
y los Patrick O’Neals…
… y ahora, en la época de la Izquierda Exquisita, los Panteras Negras.
Aquel Pantera gigante, al que Felicia ofrece su sonrisa de tango, es Robert
Bay, que hace solo cuarenta y una horas fue detenido en un altercado con la
policía, al parecer por un revólver calibre 38 que alguien tenía en un coche
aparcado en Queens en Northern Boulevard y la calle Ciento cuatro, o
cualquier otro lugar igualmente increíble, y encarcelado bajo la poco
corriente acusación denominada «facilitación de actos criminales». Y ahora
está en libertad bajo fianza y camina por el dúplex de trece habitaciones de
Lenny y Felicia Bernstein en Park Avenue. Persecución & Luchas, Armas
& Cerdos, Cárcel & Fianza… estos Panteras Negras son auténticos. La
misma idea de ellos, de estos auténticos revolucionarios que arriesgan
realmente sus vidas, pasa por el dúplex de Lenny como una hormona
maligna. Todos lanzan una mirada, o clavan la vista, o ensayan una sonrisa,
y luego miden la casa estableciendo una comparación en cierto modo
deliciosa… ¡Desmentidlo si deseáis hacerlo! Pero en esta época de la
Izquierda Exquisita uno acaba haciendo tales comparaciones dulcemente
furtivas… Otto Preminger está en la biblioteca y Jean vanden Heuvel en el
vestíbulo, y Peter y Cheray Duchin en el salón, también se hallan presentes
Frank y Donna Stanton, Gail Lumet, Sheldon Harnick, Cynthia Phipps,
Burton Lane, la Sra. de August Heckscher, Roger Wilkins, Barbara Walters,
Bob Silvers, la Sra. de Richard Avedon, la Sra. de Arthur Penn, Julie
Belafonte, Harold Taylor y otros ejemplares, incluyendo a Charlotte Curtis,
que se encarga de las páginas femeninas de The New York Times, y es la
principal cronista social de América, una flaca mujer de negro, con su bloc
en ristre, de pie cerca de Felicia y el gran Robert Bay, y hablando con
Cheray Duchin.
Cheray le dice: «¡Nunca he conocido a un Pantera… Para mí, este es el
primero!»… sin poder imaginar siquiera que en cuarenta y ocho horas sus
palabras llegarán a la mesa del presidente de los Estados Unidos…
Para mí, este es el primero. Pero no solo ella se siente emocionada
cuando las Panteras Negras van apareciendo en casa de Lenny; Robert Bay;
el Mariscal de Campo de los Panteras de Oakland, Don Cox; el Ministro de
Defensa de los Panteras de Harlem, Henry Miller; las mujeres Panteras…
Dios mío, cómo compaginarán los Panteras todo eso, los pantalones
ajustados, los ajustados jerseys de cuello alto, los abrigos de cuero, las gafas
de sol cubanas, los peinados afros. Pero afros auténticos, no los que se
recortan y riegan como un seto hasta adquirir un lustre de alfombra
acrílica… sino verdaderos afros, afros naturales, al desgaire… salvajes…
Estos no son negros de derechos civiles con trajes grises tres tallas más
grandes…
… no más interminables banquetes de la Liga Urbana en salones de
baile de hoteles, en los que tratan de alternar a negros y blancos alrededor
de las mesas como cuentas de un collar arapajó…
… ¡estos son hombres auténticos!
Tiroteos, revoluciones, fotografías en Life de policías atrapando
Panteras Negras como si fueran vietcongs… de algún modo todo se
confunde mentalmente con el asunto de lo bellos que son. Como el filo de
un cuchillo. Las mujeres Panteras —hay tres o cuatro de ellas cerca,
esposas de los 21 Panteras encausados— son tan delgadas, tan flexibles, con
pantalones ajustados y tocados estilo-yoruba, casi como turbantes, como si
hubieran saltado de las páginas de Vogue, aunque, sin duda Vogue se inspira
en ellas. De pronto, todas las mujeres de la habitación comprenden lo que
Amanda Burdon quería expresar cuando dijo que ahora era antimoda
porque «la sofisticación de las niñas negras me hizo reconsiderar mis
actitudes». Dios sabe bien que las mujeres Panteras no pasan media hora
cada mañana frente al espejo componiendo sus ojos con lentillas,
delineador, sombreador, lápiz de cejas, pestañas postizas, máscaras,
Shadow-San para el párpado inferior y Eterna Creme para las comisuras…
y aquí están, justo frente a ti, en la casa amarillo chinesco de los Bernstein,
entre candelabros, cuencos de plata con anémonas blancas y perfumadas y
sirvientes uniformados que ofrecen bebidas y bocadillos de queso
Roquefort rebozados con nuez molida.
Pero todo es correcto. Se trata de criados blancos, no los tradicionales
criados negros, sino blancos sudamericanos. Lenny y Felicia son genios. En
definitiva, los sirvientes, tienen suma importancia. Son una obsesión para la
Izquierda Exquisita. Evidentemente, si das una fiesta en honor de los
Panteras Negras, como lo hacen Lenny y Felicia hoy o como Sidney y Gail
Lumet la semana pasada, o como John Simon, de Random House, y
Richard Barón, el editor, anteriormente; o en honor de los Ocho de Chicago,
como la fiesta que dio Jean vanden Heuvel; o para los recolectores de la uva
o para Bernadette Devlin, como las que dio Andrew Stein; o para los Young
Lords, como la que va a dar Ellie Guggenheimer la próxima semana en su
dúplex de Park Avenue; o para los indios, o los SDS[39], o incluso para los
Amigos de la Tierra… bueno, entonces, evidentemente no puedes tener un
camarero y una doncella negros. Los tradicionales criados negros,
uniformados, circulando por el salón, la biblioteca y el vestíbulo, sirviendo
bebidas y canapés. Mucha gente ha intentado imaginarlo. Tratan de
imaginar a los Panteras, o a quien sea, con el pelo encrespado y gafas de sol
cubanas y prendas de cuero y todo lo demás, e intentan imaginar a los
sirvientes negros con sus uniformes negros, acercándose y diciendo:
«¿Quiere tomar algo, señor?». Cierran los ojos e intentan imaginarlo de
algún modo. Pero no existe ninguno. Es simplemente inimaginable. Debido
a eso, la ola de la Izquierda Exquisita ha provocado la más desesperada
búsqueda de criados blancos. Carter y Amanda Burden tienen sirvientes
blancos. Sidney Lumet y su esposa Gail, que es hija de Lena Home, tienen
sirvientes blancos, incluida una niñera escocesa. Todos tienen sirvientes
blancos. Y Lenny y Felicia… bueno, ellos lo habían logrado incluso antes
de que naciera la Izquierda Exquisita. Felicia se crio en Chile. Su padre,
Roy Elwood Cohn, un ingeniero de San Francisco, trabajaba para la
American Smelting and Refining Co. de Santiago. Como Felicia
Montealegre (nombre de soltera de su madre), se convirtió en actriz en
Nueva York y obtuvo el premio de la crítica Motion Picture Daily a la
mejor actriz novel de televisión en 1949. Su servicio se compone de tres
criados sudamericanos blancos, incluido un cocinero chileno, el chófer y
ayuda de cámara inglés, de Lenny, que por supuesto también es blanco.
¿Puede comprenderse cuán perfecto es esto, dados… los tiempos que
corren? Bueno, muchos de sus amigos sí que lo comprenden, y llaman a los
Bernstein y les piden que les consigan sirvientes sudamericanos, y los
Bernstein son tan generosos al respecto, tan complacientes, que la gente,
agradecida y sin mala intención, les llama «Agencia de Colocación Spic &
Span»[40], una ingenua ironía étnica, por supuesto.
La otra salida posible es la que va a adoptar Ellie Guggenheimer en la
fiesta que dará la próxima semana por los Young Lords en su dúplex de
Park Avenue, en la calle Ochenta y nueve, justo a diez manzanas de la de
Lenny y Felicia. Dará su fiesta un domingo, el día libre de la doncella y de
la mujer de la limpieza. «Dos amigos míos», confía ella al teléfono, «dos
amigos míos, que da la casualidad de que son… no blancos… eso es lo que
odio de los tiempos en que vivimos, la importancia de los términos…
bueno, han aceptado hacer de camarero y de doncella… ¡y yo misma tendré
que hacer de doncella también!».
Precisamente en este punto, algún alma bienintencionada preguntará:
«¿Por qué no prescindir totalmente de los sirvientes, si el asunto crea una
tensión tan intolerable y se cree realmente en la igualdad?». Bueno, el solo
hecho de plantear la cuestión revela la más absoluta ignorancia de la vida en
las grandes residencias y mansiones del East Side en la era de la Izquierda
Exquisita. Porque, Dios mío, los criados no son una mera conveniencia, son
una absoluta necesidad psicológica. Cuando uno ha entrado en esa vida,
cuando está realmente dentro de ella, con los ejercicios matinales en
Kounovsky’s, y las llamadas telefónicas a mediodía, y el almuerzo en el
Running Footman, que ahora se considera realmente mejor que La
Grenouille, Lutèce, Lafayette, La Caravelle y el resto, menos fastuosos, más
a lo David Hicks, de una riqueza menos ostentosa que Parish-Hadley, pues
entonces… bueno, entonces, la idea de no tener sirvientes es inconcebible.
Pero ni siquiera eso lo explica todo. Sigue pareciendo como si se tratara de
conveniencia solo, cuando en realidad existe una profunda y fundamental
necesidad de… tener sirvientes. ¿Está claro?
Dios, qué alud de ideas tabú cruzan la mente de uno en estos
acontecimientos… Pero es tan delicioso. Es como si las terminaciones
nerviosas estuvieran en permanente alerta ante las más íntimas diferencias
de estatus. ¡Negadlo si queréis! Pero eso es exactamente lo que les ocurre a
todos. Se dan maravillosas contradicciones por todas partes. Es como el
delicioso temblor que obtienes al unir las puntas de dos imanes… ellos y
nosotros…
Por ejemplo, los sirvientes propios, aunque blancos, generalmente no
significan problema alguno. Una palabra discreta, un astuto eufemismo
sobre el tipo de fiesta que va a celebrarse, y serán un modelo de corrección.
Los eufemismos, sin embargo, no siempre resultan fáciles. Cuando
hablamos con nuestros sirvientes blancos, no sabemos si referirnos a los
negros como negros, morenos o gente de color. Cuando hablamos con
otros, bueno, con… personas cultivadas, decimos negros, por supuesto. Es
la sola palabra, en general, lo que implícitamente muestra la conciencia que
uno tiene de la dignidad de la raza negra. Pero por alguna razón, cuando
uno empieza a pronunciar la palabra para los propios sirvientes blancos,
vacila. No puede lograr que la palabra salga de la garganta. ¿Por qué?
¡Contraculpabilidad! Uno comprueba que está a punto de pronunciar uno
de esos términos hirientes que dividen a los cultivados de los que no lo son,
a los refinados de los no refinados, a los hip de los vulgares. Tan pronto
como la palabra ha sido pronunciada (uno lo sabe antes de que brote el
primer sonido), tu sirviente te calificará como a uno de esos liberales de
limousine, o cualquier otro epíteto que usen, que se dedican a entregar su
alma blanca al movimiento negro; pero ¿haría usted otro tanto por la clase
blanca baja, por los domésticos del East Side, por ejemplo? Difícilmente,
sahib. ¡Negadlo si queréis! Pero tales son los deliciosos pequeños calvarios
de la Izquierda Exquisita. Y uno se decide por Negro con la esperanza de
que el gran dios Culturatus haya dejado a un lado el libro de registro por el
momento… En cualquier caso, si uno está dispuesto a aceptar ese pequeño
compromiso, los sirvientes propios no son problemas. Pero el ascensorista y
el portero… ¡los rayos mortíferos que empiezan a lanzar, sus secas
respuestas, tan pronto como se enteran de que va a celebrarse una de esas
fiestas! Por supuesto, todos ellos son de Queens, y demás, y uno tiene que
pasar por eso. Por alguna razón, el ascensorista suele ser incluso peor que el
portero, un menor sentido de la politesse quizás.
O ¿qué indumentaria llevar a esas fiestas en honor de los Panteras o de
los Young Lords, o de los recolectores de la uva? ¿Qué puede ponerse una
mujer? Obviamente uno no desea llevar algo frívolo y pomposamente caro,
como sería un traje de fiesta de Gerard Pipart. Por otro lado, tampoco desea
llevar «vestido a lo pobre» con un conjunto de jersey de cuello alto raído y
pantalones anchos, como si quisiera parecer «auténtico» y «del pueblo».
Francamente, Jean vanden Heuvel (la misma Jean que está ahora en el
vestíbulo ofreciendo a todos su famosa sonrisa en la que sus ojos se
estrechan hasta un diafragma f/16), francamente, Jean tiende demasiado a
esa falacia de lo «auténtico». Jean, que es hija de Jules Stein, uno de los
hombres más ricos del país, lleva una especie de falda de cuero raída, de un
rojo herrumbroso, el tipo de falda que las jóvenes trabajadoras inglesas
descubren los sábados por la tarde en esas boutiques londinenses
absolutamente frenéticas, tales como Bus Stop o Biba, en las que todo
parece chic y sin embargo, roñoso, usado y vital. Felicia Bernstein parece
entender mejor todo el asunto. Contemplad a Felicia. Lleva el vestido negro
más sencillo que pueda imaginarse, sin un solo adorno, excepto un sencillo
collar de oro. Resulta perfecto. Tiene dignidad, pero ningún claro
simbolismo de clase.
¿Y Lenny? Lenny ha estado en el salón todo el rato, hablando con
viejos amigos como los Duchin y los Stanton y los Lane. Lenny lleva un
jersey negro de cuello alto, guerrera azul marino, pantalones de cuadros y
un collar con un colgante que pende sobre su esternón. Su sastre vino aquí,
al apartamento, para tomar las medidas y hacer las pruebas. Lenny es un
hombre bajo, proporcionado, y sin embargo siempre parece alto. Se debe a
su cabeza. Posee una noble cabeza, con un rostro a la vez delicado y tosco,
con abundante cabello gris oscuro, con patillas, todo bellamente realzado
por el amarillo chinesco de la habitación. Su éxito irradia de sus ojos y de
su sonrisa con un encanto que ilustra el adagio de Lord Jersey:
«Contrariamente a lo que nos dicen los metodistas, el dinero y el éxito son
buenos para el espíritu». Lenny anda por los cincuenta, pero es aún el niño
prodigio de la música americana. Así lo dicen todos. No es solo uno de los
mejores directores del mundo, sino también uno de los compositores y
pianistas más competentes. Es el hombre que ha roto más que ningún otro
la barrera entre la música de élite y los gustos populares, con West Side
Story y sus conciertos para niños en la televisión. ¡Cuán natural que esté en
su propia casa irradiando el encanto y la gracia que le muestran como cortés
anfitrión de los líderes de los oprimidos! ¡Qué irónico que la hora siguiente
vaya a resultar tan fatal para este egregio maestro! ¡Qué curioso que el
negro del piano vaya a aparecer esta noche!

Sonó una campanilla, la de la mesa del comedor, por el sonido, el tipo de


llamada que se utiliza para hacer salir de la cocina a la doncella, y la fiesta
se desplazó del vestíbulo al salón. Felicia encabezaba la comitiva, Felicia y
un hombrecito gris, con cabello gris, rostro gris, traje gris, y un par de
magníficas patillas grises. Ese hombrecito gris, en suma, que surge de
pronto en momentos decisivos… para mantener el mercancías de la historia
en el carril, por así decirlo…
Felicia estaba en el fondo del salón intentando acomodar a todos.
—Lenny —dijo—. Di a los rezagados que entren.
Lenny estaba aún junto a la entrada del salón, cerca del vestíbulo.
—Rezagados, vamos, vamos, pasad —dijo Lenny—. Pasad.
En el salón, casi todo el mobiliario, canapés, sillones, mesitas, sillas,
etc. había sido arrimado a las paredes y se habían colocado en el centro de
la habitación treinta o cuarenta sillas plegables. Era una habitación grande,
amplia, con paredes amarillo chinesco y blancos frisos, anaqueles, grandes
espejos, un retrato de Felicia reclinada en una hamaca, y al fondo, donde
estaba Felicia, un par de pianos de cola. Un par; los dos pianos estaban
colocados espalda contra espalda. En la parte superior de ambos, una flotilla
de fotografías familiares en marcos de plata, el tipo de retratos que se
mantienen erguidos gracias a contrafuertes de terciopelo o moaré, de la
clase que los decoradores de Nueva York recomiendan para dar a la sala de
estar un aire hogareño. Le llaman «el aire chatchka de un millón de
dólares». Resulta, en cierta forma, perfecto para la Izquierda Exquisita. Lo
agradable era que en Lenny resultaba instintivo; en Felicia también. Todo el
lugar producía la impresión de que se habían gastado doscientos mil para
que el interior no resultara pretencioso, aunque esa no era en verdad una
gran suma para una residencia de trece habitaciones, por supuesto…
Imaginaos explicando todo eso a los Panteras Negras… Era otro delicioso
pensamiento… Los sofás, por ejemplo, estaba tapizados con esas telas de
moda, llamativos estampados de fondo blanco, y anchos y suaves cojines,
en la tradición de Billy Baldwin o de Margaret Owen —sin que se note que
Billy y Margaret han tenido sus problemas con las mesitas de té y las sillas
lacadas. Gemütlich… La Viena de antaño, cuando vivía el abuelo… Ese era
el tono.
En cuanto Lenny puso en movimiento a «los rezagados», la habitación
se llenó rápidamente. De hecho, pronto quedó atestada. La gente se sentaba
en los sofás y sillones arrimados a las paredes, en las sillas plegables, o se
quedaba de pie a la entrada, donde estaba Lenny. Otto Preminger se sentó
en un sofá junto a los pianos, donde iban a colocarse los oradores. Las
esposas de los Panteras estaban sentadas en las dos primeras filas, con sus
tocados yorubas junto a Henry Mitchell y Julie Belafonte, esposa de Harry
Belafonte. Julie es blanca, pero todos la tratan cariñosamente como
«Hermana». Detrás de ella estaba sentada Barbara Walters, presentadora del
Today Show de televisión, que vestía un traje pantalón de cuadros con un
gran cuello de vaporosa piel. Harold Taylor, el antiguo «Boy President» de
la universidad. Sarah Lawrence, que ahora tiene cincuenta y cinco años y el
pelo plateado, pero aún conserva su aspecto juvenil, llegó hasta la primera
fila de invitados y dio un abrazo y un gran beso social a Gail Lumet. Robert
Bay se sentó en el centro de las sillas plegables. Jean vanden Heuvel de pie
en la entrada intentaba enfocar… apertura de diafragma f/16… los pianos…
Charlotte Curtis de pie junto a la puerta, tomando notas.
Y entonces Felicia se levantó junto a los pianos y dijo:
—Quiero agradeceros mucho, muchísimo, que hayáis venido. Estoy
muy, muy contenta de veros aquí.
Todo era perfecto. Su voz, rica en tonos como un oboe. Presentó a un
hombre llamado Leon Quat, un abogado dedicado a recaudar fondos para
los 21 Panteras Negras que habían sido arrestados bajo la acusación de
conspiración para volar cinco tiendas de Nueva York, el ferrocarril de New
Haven, una estación de policía y los Jardines Botánicos del Bronx.
Leon Quat tenía el aspecto general de esos hombres de cincuenta y dos
años que combinan la dirección de un gabinete jurídico, una agencia
inmobiliaria y una empresa de seguros en un mismo despacho situado en un
segundo piso de dos habitaciones en Queens Boulevard, donde todos los
inquilinos pagan los impuestos. Sin embargo, Leon Quat realmente no era
ese tipo de hombre. Llevaba patillas. Todo un par de patillas. No llegaban
hasta la mitad de la oreja que es hasta donde llegan las patillas de muchos
tipos. No, a pesar de su completo aspecto de agente de seguros de Queens
Boulevard, él tenía patillas auténticas, hasta la parte interior del lóbulo, las
auténticas patillas que se han convertido, en cierta forma, en distintivo del
Movimiento.
Leon Quat se levantó sonriendo:
—Estamos muy agradecidos a la Sra. Bernstein —Solo que él
pronunciaba «Steen».
—¡STEIN! —Una gran voz curada por el humo tronó desde el fondo de
la sala. ¡Lenny! Leon Quat y los Panteras Negras tendrán oportunidad de oír
a Lenny. Eso es absolutamente seguro. Lenny hablará. Leon Quat debe ser
el único de los presentes que no sabe lo de Lenny y el Apunte Mental de las
tres de la madrugada… Durante años, veinte al menos, Lenny ha insistido
en -stein no -steen, como indicando, yo no soy uno de esos judíos de 1921
que intentan borrar su judaísmo disolviendo sus nombres en una suave
pronunciación inglesa. Lenny ha establecido tan claramente su criterio
respecto al -stein y no -steen que de hecho algunas de las personas presentes
creen en esa historia de que alguien se acercó a Larry Rivers, el artista, y le
dijo, «Oye, he oído que Leonard Bernstein y tú» —pronunciándolo -steen—
«ya no os habláis». Y Rivers contestó: «¡STEIN!».
—Estamos muy agradecidos… Por su maravillosa hospitalidad —dice
Quat, que no parecía dispuesto a tratar de repetir el nombre correctamente.
Luego, lanza a la multitud:
—Supongo que los que estamos aquí no somos más que una pandilla de
esnobs intelectuales fatigados… me refiero a las palabras del vicepresidente
Agnew, por supuesto, que no puede estar con nosotros hoy porque se halla
en el sur del Pacífico explicando la doctrina Nixon a los australianos. Todos
los vicepresidentes padecen complejo de Avis —al ocupar por definición un
segundo puesto, tienen que exagerar, como el general Ky o Hubert
Humphrey…
Espera las sonrisas y las risas ahogadas tras cada una de estas ironías,
pero las celebridades y los intelectuales están un poco perplejos. Le
conceden una especie de muda atención. Habían venido aquí por los
Panteras y la Izquierda Exquisita, y aquí está este director de agencia
inmobiliaria de Queens Boulevard con patillas contándoles chistes de
Agnew. Pero Quat está demasiado sumergido en su extraño agujero para
poder salir.
—Todo el respeto que pudiera haber sentido por Lester Maddox,
desapareció al ver a Humphrey ponerle el brazo por encima del hombro…
Y de algún modo, Quat empieza a desaparecer en el agujero, sepultando
a Hubert Humphrey con montones de viejo material al estilo de Shelley
Berman. Lentamente; va trepando hacia el exterior. Empieza a hablar sobre
la persecución de los 21 Panteras. Han estado en la cárcel desde el 2 de
febrero de 1969 esperando ser juzgados por ridículas acusaciones, tales
como conspirar para volar los Jardines Botánicos del Bronx. Su fianza se ha
fijado en la descabellada cifra de 100 000 dólares por persona, lo cual en
realidad significa negarles el derecho a la fianza. Han estado aislados y se
les ha trasladado de una cárcel a otra. A todos los efectos y propósitos, les
ha sido negado el derecho a hablar con sus abogados para preparar su
defensa. Han estado sometidos a un tratamiento inhumano en la cárcel —
por ejemplo, a Lee Berry, epiléptico, se le arrancó de su cama del hospital
para arrojarlo a la cárcel y tenerlo en confinamiento solitario con una
bombilla encendida sobre la cabeza día y noche. Los Panteras que no han
sido encarcelados, o asesinados, como Fred Hampton, son acechados y
perseguidos en todos los lugares adonde van. «Uno de los pocos altos
funcionarios que se hallan aún… en libertad». —Quat sonríe— «está hoy
aquí. Don Cox, Mariscal de Campo del Partido de los Panteras Negras».
—Exactamente —dice una voz, un tanto suave, a Leon Quant. Y un
negrazo surge detrás de uno de los pianos de cola de Lenny… el Negro del
piano…

De «Maumauando al parachoques».

De cuando en cuando, después de que todo el aparato de la pobreza se


puso en marcha, y los enfrentamientos se convirtieron en algo regular, los
blancos se topaban con grupos étnicos distintos, como los indios o los
samoanos. Bueno, con los samoanos dejaron pronto de parecer distintos, ni
una sola vez se volvieron realmente contra ellos. Los samoanos en el
escenario de la pobreza estaban de parte del enfrentamiento directo. Ellos
no perdían el tiempo. Eran como los terrores originales desconocidos. De
hecho, eran terrores desconocidos elevados al cuadrado.
El porqué tan poca gente de San Francisco sabe algo sobre los
samoanos es un misterio. Todo lo que uno ha de hacer es ver a una pareja de
esos tipos polinesios paseando por La Misión, pensando en sus propios
asuntos, y tardará en olvidarlo. ¿Has visto alguna vez por casualidad a
algún jugador de rugby profesional de cerca, en la calle por ejemplo? Uno
diría que no es solo que sean grandes, sino que son tan grandes que no
parecen naturales. Todo en ellos es gigantesco, incluso sus cabezas. Tienen
un cráneo del tamaño de una sandía, con dos ojillos bizcos y una boquita y
un par de agujeros de nariz que parecen grabados, y absolutamente nada de
cuello. De las orejas para abajo, los grandes yoyós de los músculos son solo
un armazón soldado, homogéneo, del tamaño de un bidón de aceite. Uno
tiene la sensación de que los jugadores de rugby proceden de una especie
humana totalmente distinta, tan grandes son. Bueno, eso os dará una idea
sobre los samoanos, porque estos son aún mayores. El samoano medio hace
que Bubba Smith, el hombre de los Colts, parezca un enano. Empiezan a
partir de unos 140 kilos y, a partir de ahí sencillamente se hacen mayores.
Son enormes gigantes. Todo en ellos es ancho y liso. Tienen grandes rostros
amplios, y rasgos lisos. Son marrón oscuro, con un tono liso.
En cualquier caso, se propaló la noticia entre los grupos de La Misión
de que el programa contra la pobreza iba a reducir los trabajos de verano, y
que el barrio iba a pasarlo mal. Así que una serie de grupos de La Misión se
unieron y decidieron ir al centro hasta la oficina del programa contra la
pobreza y hacer un poco de maumauancia en beneficio del barrio antes de
que los burócratas tomaran ninguna decisión. Había negros, chícanos,
filipinos y unos diez samoanos.
La oficina del programa contra la pobreza se hallaba en una primera
planta y tenía una gran antesala casi desnuda, amueblada tan solo con un
montón de sillas de madera. Parecía el vestíbulo de un sindicato, solo que
sin escupideras, o uno de esos lugares donde se toma juramento a los
nuevos ciudadanos. Como si quisiera indicar al pobre que ellos no poseían
mesas forradas de cuero… Todo nuestro dinero es para vosotros…
Así que los jóvenes ases de La Misión llegaron en tropel y pidieron ver
al jefe. Llega la noticia de que el Hombre Número 1 está fuera de la ciudad,
pero que el Hombre Número 2 saldrá para hablar con ellos.
El tipo sale y tiene el mismo astroso aire irlandés de Ed McMahon en la
televisión, solo que con la nariz más larga. En el caso de que os interese la
opinión local, los blancos realmente tienen unas narices… Enormes es la
palabra exacta… Verdaderos sacos llenos de… Largos y puntiagudos como
zanahorias, como pimientos verdes, arqueadas como calabacines, colgando
de sus rostros como pepinos. Este hombre tiene una nariz que está a punto
de tocar su mentón, pero que no acaba de conseguirlo.
—Tomen asiento, caballeros —dice señalando las sillas de madera.
Pero no necesita abrir la boca. Todo lo que tenéis que hacer es mirarlo,
imaginaros la escena. El hombre está condenado a cadena perpetua. Lleva
el servicio civil en la sangre. Lo encarna de pies a cabeza, desde esos
zapatos color crema hasta la camisa blanca de manga corta. Esos zapatos
color crema deben ser una especie de prenda distintiva de los funcionarios
del servicio civil, porque todos los llevan. Cuestan unos 4, 99 dólares y la
segunda vez que uno mueve los dedos de los pies las costuras se abren y las
puntas salen de las plantillas. Pero todos los llevan. Parece como si hubiera
comprado la camisa en la venta fin de temporada de alguno de estos
almacenes White Front. Es una de esas camisas con bolsillos a ambos lados.
Saliendo de los bolsillos y cruzando todo su pecho lleva una serie de
bolígrafos, rotuladores, lápices, algo casi increíble, Paper-Mates, Pentels,
Scriptos, Eberhard Faber Mongol 482’5, Dri-Marks, Bic PM-29, todas las
marcas. Están alineados cruzando su pecho como condecoraciones.
Toma una de las sillas y se sienta en ella. Pero se sienta al revés,
apoyando las manos y la barbilla en el respaldo, como hace el jefe de un
gang. Es como decir «no hay nada formalista en todo esto. Es una
operación en mangas de camisa».
—Siento que el Sr. Johnson no esté hoy aquí —dice— pero no está en la
ciudad. Está en Washington para presentar un importante proyecto. Tendría
mucho interés, y mucho gusto en veros si estuviera aquí, pero estoy seguro
que comprenderéis que lo más importante que puede hacer por vosotros es
batallar por esos proyectos un Washington.
El hombre sigue con los brazos y la cabeza sobre el respaldo de la silla,
pero mueve las manos en el aire de vez en cuando para reforzar una frase,
primero una mano y después la otra. Parece como si estuviera haciendo
señales con banderas a todo el equipo. La forma en que se apoya en el
respaldo de la silla es un punto decisivo de la operación «en mangas de
camisa». Y mover sus manos en el aire es dinamismo… significa: «Estamos
haciendo todo lo posible por eliminar el papeleo».
—Pero aquí estoy yo para responder cualquier pregunta que pueda —
dice— aunque tenéis que comprender que estoy solo hablando como
individuo, y por tanto, naturalmente, ninguna de mis opiniones es válida,
pero responderé a todas las preguntas que pueda responder, y si yo no
puedo responderlas, haré todo lo posible para conseguir las respuestas.
Y entonces se os ocurre, y os preguntáis por qué tardasteis tanto en
entenderlo. Este hombre es el parachoques. Su trabajo consiste en recibir
los cañoneros dirigidos contra el Número 1. Es igual que las plañideras
profesionales que uno puede alquilar en Chinatown. En Chinatown tienen
plañideras tituladas, profesionales y cuando se te muere un querido, puedes
alquilar plañideras profesionales que lloran en el funeral y demuestran la
gran pérdida que ha significado la desaparición del difunto para la
comunidad. De la misma forma, ese esbirro está presto a detener todos los
golpes que lancéis. No importa en qué despacho le coloquen. Da igual.
Programa contra la pobreza, importaciones japonesas, control de la cosecha
de tomates, incapacidad parcial, préstamos para viviendas, estudios sobre
las desviaciones de la autopista interestatal número 90, cierres de fábricas,
huelgas, pensiones alimenticias para esposas separadas de GI, ayuda al
Pakistán, epidemia Loa loa, servicios médicos de los veteranos, accidentes
de trabajo, exenciones provisionales de impuestos, cualquier cosa que te
disguste, no importa cuál, él está allí para parar la artillería. Es un esbirro.
Todo el mundo sabe que la escena es una comedia. Pero, sencillamente,
uno no puede dar la vuelta y marcharse. Uno no puede llevar treinta y cinco
personas haciendo todo el recorrido desde La Misión hasta el número 100
de la calle McAllister y después darse tranquilamente la vuelta y volverse.
Por tanto… hay que hacer el número.
Uno de los chícanos pone todo en marcha haciendo la pregunta exacta:
cuántos trabajos de verano van a obtener los grupos de La Misión. Esta es la
frase de apertura, la frase del enfrentamiento directo, en el arte de
maumauar.
—Bueno —dice el Parachoques, y gira la cabeza y mueve la mano y
sonríe de forma conciliadora— me resulta difícil responder en la forma en
que me agradaría responder a esta pregunta, y en la forma que sé que os
agradaría que os contestara, porque eso es precisamente lo que estamos
activando en Washington. Pero puedo deciros esto: en este punto no veo
razón alguna por la que el número de trabajos vaya a disminuir, si todo lo
que tenemos en cuenta es el número de elementos urbanos de la zona, y este
debe ser el mismo. Por supuesto, si ha habido alguna disposición previa
sustancial en Washington con respeto a la parte fija de nuestro programa,
como las escuelas maternales o los centros, hospitalarios de la comunidad,
eso podría cambiar la situación. Pero tenemos grandes esperanzas, y tan
pronto como tengamos las cifras, os aseguro que vuestra gente será la
primera en saberlo.
Todo sigue más o menos igual durante un rato. Sigue diciendo cosas
como: «No conozco la respuesta a eso en este momento, pero haré todo lo
que pueda por dar con ella». Por la forma en que habla, uno puede pensar
que se cree que va a impresionar por su honestidad respecto a lo que no
sabe. O dice: «Qué más querría yo que pudiéramos dar trabajo a todos.
Creedme, nada me agradaría más, tanto personalmente como en
representación de esta oficina».
Y entonces uno de los valientes dice:
—Bueno, amigo, ¿y qué haces tú ahí sentado deslumbrándonos con toda
esa retórica burocrática si tú mismo has confesado que lo que nos digas no
vale para nada?
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram, un grupo de ases empieza a golpear el
suelo al unísono. Suena igual que si tuvieran herraduras.
—Ja-aaaaaaj —dice el Parachoques.
Es una de esas carcajadas que se inician como risa y que concluyen
como si el tipo hubiera sido golpeado en el estómago a medio camino. Es el
primer asalto a su dignidad. Entonces inicia su mueca de comemierda, que
es siempre la fase número dos. ¿Por qué tantos burócratas, decanos,
predicadores, directores de colegios, intentan sonreír cuando se inicia el
mau-mau? Esta sonrisa es fatal. Cuando algún mal tipo está desafiando tu
virilidad, tu sonrisa sencillamente prueba que tiene razón y que eres un
gallina, a menos que tú mismo seas un duro con tanto valor que puedas
lograr que esas sonrisa diga: «Solo sigue hablando, pelele, porque voy a
contar hasta diez y entonces te aplastaré».
—Bueno —dice el Parachoques— no puedo prometeros trabajos si los
trabajos aún no están disponibles.
Y entonces alza la mirada como si por primera vez se estuviera fijando
realmente en los treinta y cinco lobos del gueto que están ahora frente a él,
como si midiese la amenaza, ahora que ha empezado el jaleo. Sin duda ha
visto antes a los negros y a los chicanos, o a tipos parecidos, pero entonces
se fija en los filipinos. Son unos ocho, todos con su amarillo aceitunado y
sus jerseys verde-brillante y pantalones color limón y calcetines estilo
italiano. Pero es el tocado lo que impresiona más. Todos llevan gafas de sol
a lo Rap Brown y sombreros a lo cosaco ruso. Tienen un aspecto terrible.
Entonces el hombre se fija en los samoanos, y su aspecto es aún peor. Hay
unos diez samoanos, pero ocupan media habitación. Llevan camisas isleñas
con dibujos a rayas, y flores rojas, pero de un rojo realmente rojo sangre,
como ese rojo con que se pintan los suelos en talleres y tintorerías.
Están mirándole fijamente desde sus grandes y amplios rostros marrón
oscuro. Los monstruos tienen espeso cabello rizado, pero les crece en largas
guedejas, y se lo peinan liso hacia atrás, en largas hebras rizadas, que
parecen trabajadas con fijador, y sus pies son enormes y calzan sandalias.
Las correas de las sandalias parecen bridas de un caballo de tiro. Pero lo
que realmente impresiona al Parachoques, aparte del gran tamaño de las
bestias, son los bastones tiki. Son igual que cetros polinesios. Tienen el
tamaño de tacos de billar, solo que están totalmente grabados con dibujos
polinesios. Cuando rodean con sus puños estos bastones, cada nudillo de
sus manos adquiere el tamaño de una nuez. Cuando algo de lo que oyen les
gusta, como la parte sobre «la retórica burócrata» golpean el suelo al
unísono con la punta de los bastones polinésicos, ba-ram-ba-ram-ba-ram-
ba-ram, aunque algunos de ellos apoyan un extremo del bastón sobre la
suela de sus sandalias entre los dos primeros dedos del pie y acompañan
con el pie el movimiento del bastón, para amortiguar el golpe sobre el
suelo. No desean estropear sus bastones.
El Parachoques está aún mirándoles, y su rictus de comemierda se
acentúa. Es como si supiera que lo peor está aún por llegar… maldita sea…
aquel de enfrente… aquel Salvaje Cabeza-de-Piña…
—Bueno, macho —dice el cabecilla. Tiene un acento realmente molesto
—. Bueno, macho, ¿cuánto sacas?
—¿Yo? —dice el Parachoques—. ¿Que cuánto saco yo?
—Sí, compadre, tú. ¿Cuánto dinero sacas?
Ahora el hombre trata de pensar, en ocho direcciones a la vez. Fuerza
una nueva sonrisa. Intenta sonreír a negros, chícanos y filipinos, como si les
dijera: «De persona inteligente a persona inteligente, ¿qué es lo que
conseguís con machacar así a la gente?». Pero todo lo que obtiene son
miradas, y su boca retrocede a esa terrible mueca enfermiza, y entonces
puedes observar que existe todo un conjunto de pequeños músculos
alrededor de la boca humana, y que los suyos están empezando a retorcerse
y a estremecerse… está luchando por conservar el control… Pero es una
batalla perdida…
—¿Cuánto, macho?
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram, siguen golpeando el suelo.
—Bueno —dice el Parachoques—, salgo por mil cien al mes.
—¿Cómo es que ganas tanto?
—Buenoooo —la mueca, la última súplica de clemencia… y ahora los
ojos del pobre hombre están convirtiéndose en bolitas de hielo, y su boca se
está quedando seca.
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—¿Cómo es que sacas tanto? Mi padre y mi madre, trabajando los dos,
solo llegan a seiscientos cincuenta.
Oh, mierda, ha hablado demasiado. Esta suma está muy por encima del
nivel de pobreza, casi el doble en realidad. Supera incluso lo estipulado
para una familia de doce. Uno puede entender lo que pasa por la cabeza del
Parachoques, que intenta sobreponerse para dar con una respuesta
demoledora. Pero no es capaz de responder a aquellos gigantes.
—Escucha, hermano. ¿Por qué no renuncias a tu sueldo en favor de los
que estamos sin trabajo? En realidad no haces puta cosa.
—Buenooooo —gesticula, suda, deja colgar las manos sobre el respaldo
de la silla.
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—Venga, compadre, danos tu paga.
Ahí está… el horror final… Puede verlo ahora… puede oírlo… Quince
toneladas de horror… Es horrible… es posible… es tan obsceno,
sencillamente puede ocurrir… Los gigantescos Monstruos Polinesios
llegando hasta su oficina cada día de paga… Entrégalo, macho…
arrancándolo de entre sus mismos dedos… eternamente… Se retuerce las
manos… los pequeños músculos de alrededor de su boca se crispan. Intenta
recuperar su mueca, pero aquellos malditos músculos transforman sus
labios en una O, como si fueran un muelle.
—Renunciaría gustoso a mi sueldo —dice el Parachoques—. Estaría
encantado de hacerlo, si eso sirviera de algo. Pero no podéis entenderlo,
caballeros, eso sería solo una gota de agua en el mar… solo una gota en el
mar. —Esta frase, una gota de agua en el mar, parece darle aliento… es
algo a lo que agarrarse… una respuesta… una salida…—. Piensen solo en
lo que hemos conseguido únicamente en esta ciudad, caballeros. ¡Todos
nosotros! ¡Es solo una gota de agua en el mar!
Los samoanos no parecen hallar respuesta alguna a esto, así que el
Parachoques sigue.
—Bueno, caballeros —dice— decidme lo que tengo que hacer y lo haré.
Por supuesto vosotros queréis más trabajo de verano, y nosotros queremos
que los tengáis. Eso es lo que buscamos. Yo desearía poder dar trabajo a
todos. Decidme cómo conseguir más trabajos, y nosotros los
conseguiremos. Estamos haciendo todo lo que podemos. Si podemos hacer
más, decidme cómo y estaré encantado de hacerlo.
Uno de los valientes dice:
—Hombre, si tú no sabes cómo, entonces no te necesitamos.
—¡Eso está bien macho! ¡Para qué te necesitamos!
Podéis apostar a que los samoanos desearían haber ideado ellos mismos
aquel golpe bajo —ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram— con sus bastones
arman un estrépito infernal.
—Amigo —dice el valiente— tú no haces más que ocupar sitio,
matando el tiempo y te pagan por eso.
—¡Eso mismo, hermano! ¡Estás chupando del bote!
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—Oye amigo —dice el valiente— si tú no sabes nada y no puedes hacer
nada, y no puedes decir nada, ¿por qué no explicas a tu jefe lo que
queremos?
—¡Eso mismo, macho! ¡Díselo al Hombre!
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—Como ya os he dicho, está en Washington intentando que aprueben
vuestros proyectos.
—Tú hablas con el Hombre, ¿no es así? Te permitirá hablarle, ¿no?
—Sí…
—Envíale un telegrama, hombre.
—Bueno, de acuerdo…
—Mierda, coge el teléfono, hombre.
—Eso mismo, macho. Coge el teléfono.
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—Por favor, caballeros. Es absurdo. Ya son más de las seis en
Washington. La oficina está cerrada.
—Entonces llámale por la mañana, hombre —dice el valiente—.
Volveremos aquí por la mañana para ver cómo llamas al Hombre.
Estaremos encima de ti para que no te olvides de hacer esa llamada.
—Eso mismo, macho. Estaremos encima de ti.
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—De acuerdo, caballeros… de acuerdo —dice el Parachoques. Se
palmea los muslos y se levanta—. Os diré lo que… —Por la forma como lo
dice parece que el tipo está intentando escudarse en un rinconcito de su
virilidad. Intenta adoptar un tono que significa: «Realmente no habéis
estado aquí durante quince minutos intimidándome, pisándome los huevos
y humillándome… en realidad hemos tenido una discusión sobre cuestiones
de procedimiento, y estoy dispuesto a admitir que me habéis convencido».
—Si eso es realmente lo que queréis —dice— estoy dispuesto desde
luego a hacer la llamada telefónica.
—¡Si nosotros queremos! ¡Si tú estás dispuesto! Esto no es cuestión de
querer o no querer, hombre. Tú vas a hacer esa llamada. Nosotros estaremos
aquí y veremos cómo la haces.
—Eso mismo, macho. Estaremos vigilándote.
Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram.
—Volveremos.
Y el Parachoques está allí de pie y su boca de nuevo le juega malas
pasadas. Y los samoanos alzan sus bastones y salen. Todos los ases, todos
van pensando… lo hemos hecho otra vez… hemos maumauado al maldito
blanco, le hemos asustado hasta que se ha puesto a cantar un dúo con el
esfínter, y la gente se ha convencido de tener el poder. ¿Viste la cara que
ponía? ¿Viste cómo temblaba este pelele? ¿Viste cómo se mordía los
labios? Estaba asustado, eh. Esta es la última vez que ese maldito ensaya su
factor humano y sus partes fijas y demás mandangas con nosotros. Volverá
a su casa en Diamond Hights y le dirá a su mujer: «Cariño, prepárame un
trago. Esos cabrones estuvieron a punto de asesinarme». El pelele había
quedado casi petrificado… Debía de tener muy fijos en su mente aquellos
bastones polinesios…
Por supuesto, al día siguiente nadie aparece por la oficina del programa
contra la pobreza para asegurarse de que el esbirro hace la llamada
telefónica. En realidad, siempre pasa igual. Nadie lleva la cosa hasta el
final. Puedes prepararlo todo una vez, para una manifestación, para un
enfrentamiento, para ir al centro y maumauar, por diversión, por armar una
juerga, por cachondearse un rato, por ver un espectáculo, por ver a la gente
pisarle los huevos a un cagatintas y hacerle arrastrarse y gemir y sumirse en
su mueca de terror. Pero nadie sigue el juego hasta el final. Sencillamente,
te olvidas hasta que alguien dice que va a haber otra gran función.
Y después piensas en el asunto, y te dices: «¿Y qué pasó realmente el
otro día? Sí, otro esbirro perdió su hombría, eso fue lo que pasó».
Hummmmm… Quizás en el fondo la burocracia no sea tan estúpida como
parece… Todo lo que hicieron fue sacrificar a un esbirro, y al fin y al cabo
disponen de cientos, de miles… tienen piezas de recambio. Te entregan esta
víctima, y te vas de allí satisfecho. Y ni siquiera el Parachoques perdía gran
cosa. No ha perdido su hombría. Ya la perdió hace mucho tiempo, el día en
que se convirtió en un esbirro… ¿Quién está jodiendo a quién?… tú hiciste
tu número y él el suyo, y ni siquiera tuvieron que parar la música… La
banda siguió tocando y… sin embargo… ¿Viste la cara que ponía? Aquel
pelele…
NOTA SOBRE LA ANTOLOGÍA

Los textos de esta antología son la selección de otra más amplia, de


veintitrés textos, realizada por Tom Wolfe y E. W. Johnson, para la edición
original.
Las fuentes son las siguientes:

Rex Reed: Do you Sleep in the Nude?, 1968. Traducción de Ramón Font.
Terry Southern, Red Dirt Marijuana and Other Tastes, 1968. Edición
castellana, A la rica marihuana y otros sabores, Anagrama, Barcelona.
Traducción de Kosián Masoliver.
Norman Mailer: Armies of the Night, 1968. Edición castellana, Los ejércitos
de la noche, Grijalbo, Barcelona-México. Traducción de Juan-Carlos
García-Borrón.
Nicholas Tomalin: «The General Goes Zapping Charlie Gong», The Times,
1966. Traducción de Ramón Font.
Barbara L. Goldsmith: «La Dolce Viva», New York Magazine, 1968.
Traducción de José Luis Guarner.
Joe McGinnis: The Selling of the President, 1969. Edición castellana, Cómo
se vende un presidente, Península, Barcelona. Traducción de Josep
Rovira.
Robert Christgau: «Beth Ann and Macrobioticism», New York Herald
Tribune, 1966. Traducción de José Luis Guarner.
John Gregory Dunne: The Studio, 1969. Edición castellana, El estudio,
Anagrama, Barcelona. Traducción de José Luis Guarner.
Tom Wolfe: Radical Chic & Mau-Mauing the Flack Catchers, 1970.
Edición castellana, La Izquierda Exquisita & Maumauando al
parachoques, Anagrama, Barcelona. Traducción de José Manuel
Álvarez y Ángela Pérez.
TOM WOLFE (Richmond, Virginia, 1931-Nueva York, 2018) se reveló en
los años sesenta como un genial reportero y agudísimo cronista. Fue el
impulsor y teórico del llamado «Nuevo Periodismo», que definió como el
género literario masivo de su época. En Anagrama se ha publicado
prácticamente toda su obra: Ponche de ácido lisérgico, La banda de la casa
de la bomba y otras crónicas de la era pop, La Izquierda Exquisita y Mau-
mauando al parachoques, El Nuevo Periodismo, La palabra pintada, Los
años del desmadre, Lo que hay que tener (Elegidos para la gloria), En
nuestro tiempo, ¿Quién teme al Bauhaus feroz?, Las Décadas Púrpura, El
reino del lenguaje y las novelas La hoguera de las vanidades, que tuvo un
éxito descomunal, Todo un hombre y Bloody Miami.
Notas
[1] Novela de Saul Bellow. <<
[2]El segundo fue filmado por Henry Hathaway en 1969 (Valor de ley), el
primero por Jack Haley Jr. en 1970. <<
[3] Popular equipo de béisbol. <<
[4]Damon Runyon (1884-1946), humorista y escritor norteamericano
especializado en la observación de peculiares personajes de la fauna de
Nueva York. <<
[5] «Voces de Village Square». <<
[6] «El vicio secreto». <<
[7] «El último héroe norteamericano». <<
[8]Expresión de slang que, entre otras varias acepciones, se aplica desde
1955 a lo que está de moda, el «último grito». <<
[9]
Preparadas, en ambos casos, por elementos del cuerpo de redacción de
The New Yorker, si es que hace falta decirlo. (N. del A.). <<
[10]El primero de los dos artículos de The New York Review of Books sobre
el «Paraperiodismo» (agosto, 1965) afirmaba: «El género se inició en
Esquire, pero ahora se manifiesta de una forma más conspicua en el
suplemento New York del Herald Tribune»… «Dick Schaap es uno de los
paraperiodistas del Tribune»… «Otro es Jimmy Breslin… el bardo de
temple-de-hierro-y-corazón-de-latón que canta al hombre de la calle y a la
gran celebridad»… Más adelante el artículo hablaba de «Gay Talese, un
discípulo de Esquire que ahora practica el paraperiodismo en The Times, de
una manera más digna, naturalmente»… «Pero el rey de la nueva moda es,
naturalmente, Tom Wolfe, un discípulo de Esquire que colabora
principalmente en el suplemento dominical del Tribune, New York, que está
a cargo de un exdirector de Esquire, Clay Felker…». (N. del T.). <<
[11] Modesta alusión al primer libro de T. W. <<
[12] Denominación que se aplica a sesiones de terapia de grupo, cuya
particularidad reside en que son intensivas y recurren a las más variadas
técnicas: masaje, psicodrama, etc. <<
[13] Seudónimo del novelista y guionista George Goodman. <<
[14] Casualmente obra de T. W. <<
[15]James Boswell (1740-1795), abogado y escritor, autor de una famosa
biografía de Samuel Johnson (1791). <<
[16] Un dispositivo que permite realizar retratos compuestos por la
combinación de un gran número de rasgos faciales en láminas
transparentes. <<
[17] Lewis Gilbert, 1966. <<
[18] Tony Richardson, 1963. <<
[19] Joseph Strick, 1970. <<
[20] Ernest Lehman, 1972. <<
[21] Equipo de fútbol americano. <<
[22] John Huston, 1964. <<
[23]
En Sweet Bird of Youth (Dulce pájaro de juventud, Richard Brooks,
1962). <<
[24] La condesa descalza (1954). <<
[25] Película protagonizada por Mickey Rooney en 1938. <<
[26] John Ford, 1953. <<
[27] Jack Conway, 1947. <<
[28] Mike Nichols, 1968. <<
[29] Magnolia (George Sidney, 1951). <<
[30]Protagonista de la novela de Hemingway The Sun Also Rises, cuya
versión cinematográfica protagonizó A. G. en 1957. <<
[31]
Con el término «Baton Twirling» se designan los diversos movimientos
que realizan con su bastón las majorettes. <<
[32]
El término «pot» se emplea también para designar a la marihuana.
«Nigger-pot» podría significar «marihuana del negro» o «hierba del negro».
<<
[33]Hay un juego de palabras inglés entre «artificio» (device) y vicio (vice).
(N. del T.). <<
[34]Es muy posible también que padeciera de anorexia neurosa, una
incapacidad irresistible de comer. (N. del A.). <<
[35] El incidente (Larry Peerce, 1967). <<
[36] Millie, una chica moderna (George Roy Hill, 1966). <<
[37] Joshua Logan, 1966. <<
[38] La pulga en la oreja (Jacques Charon, 1968). <<
[39] Students for a Democratic Society. <<
[40]Spic & Span: expresión que significa «muy limpio»; equivalente al
eslogan «más blanco» de los detergentes. <<

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