América Mágica, Mitos y Creencias en Tiempos Del Descubrimient - Nodrm PDF
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JORGE MAGASICH A.
Nace en Valparaíso, 1952. Llega a
Bélgica como refugiado en 1974.
Obtiene la Licenciatura en Historia
en la Universidad Libre de Bruselas
(ULB), en 1980. Autor de numerosos
trabajos sobre la historia de
América Latina y las relaciones
Norte-Sur, colaborador regular de
las revistas especializadas: Demain
le Monde, Vivant UniversyRevue
Nouvelle. Encargado de la emisión
“Historia de América” en la radio
de la Universidad Libre de Bruselas,
Director del libro colectivo Chili,
pays laboratoire (Bruselas, 1998).
Actualmente es profesor en el
Institut des Hautes Etudes des
Communications Sociales (IHECS)
de Bruselas y encargado de la
formación en historia de América
Latina de los candidatos a
cooperantes belgas.
JEAN-MARC DE BEER
Nacido en Bruselas en 1956.
Obtiene la licenciatura en Historia
en la Universidad Libre de Bruselas
(ULB), en 1978. Profesor en el
Institut de Radioélectricité et de
cinématographie (Inraci) de
Bruselas. Presentó durante 6 años
una emisión sobre culturas latinas
en la radio de laUniversidad Libre
de Bruselas. Ha visitado América
Latina en varias ocasiones lo que
le permitió profundizar algunas
investigaciones para este trabajo.
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JORGE MAGASICH
JEAN-MARC DE BEER
América Mágica
Mitos y creencias en tiempos del
descubrimiento del nuevo mundo
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
Un agradecimiento muy especial a Kenneth Wettlin, quien insinuó los mundos imaginarios.
Los protagonistas de este libro son los mitos nacidos del imaginario colectivo de los
pueblos europeos acerca de las características de otras tierras y de los seres que las pobla-
ban. En tiempo de los grandes descubrimientos las creencias milenarias en lugares
mitológicos van a emigrar de las comarcas inaccesibles del Oriente al Nuevo Mundo. Se
produce entonces una situación singular: los europeos creen que esos lugares de ensueño,
-que hoy calificamos como mitológicos, pero que entonces formaban parte de la percep-
ción del mundo- pueden ser descubiertos, explorados y explotados.
El terreno de investigación ha sido circunscrito a los mitos que de forma directa o
indirecta influyeron sobre la conducta de aquellos españoles y portugueses, y en menor
medida, ingleses, franceses y holandeses, que se embarcaron en la primera aventura amerl-
cana. Por esta razón, se han excluido creencias extremadamente importantes en la Europa
medieval que no tuvieron un vínculo patente con el descubrimiento de América. Este es el
caso del fabuloso continente austral llamado Terra Australis Incognita y también del reino
del Preste Juan, un pretendido monarca-sacerdote de un poderoso reino cristiano que la
imaginación situaba en algún lugar de Asia o de Etiopía.
El punto de partida es el Paraíso Terrenal, mito fundamental que articula las creen-
cias geográficas del mundo occidental. Cada capítulo aborda un mito o un conjunto coherente
de creencias, exponiendo sus orígenes, desarrollos e impactos sobre la realidad durante el
período estudiado. Estos son presentados cronológicamente, tomando en cuenta su mo-
mento culminante; así, las viejas creencias que imperaron antes o inmediatamente después
de la primera expedición de Colón, son expuestas en los cuatro primeros capítulos; en
cambio, los mitos europeos que se tiñeron de colores americanos durante la colonización,
se desarrollan en los cuatro últimos. Este método permite subrayar la relación entre la
progresión de los acontecimientos históricos y la mutación, en la mente de los hombres, de
los mundos imaginarios.
Este trabajo comenzó en 1985. La consulta de bibliotecas públicas y privadas per-
mitió constituir un archivo de referencias y de imágenes que es la columna vertebral del
trabajo. La mayor parte fue redactada en castellano y traducida casi simultáneamente al
francés, aunque en algunos casos se hizo el proceso inverso.
En el transcurso de la investigación se hallaron tres estudios especialmente brillan-
tes que merecen ser destacados: se trata de la Historia Crítica de los Mitos del Descubrimiento,
de Enrique de Gandía (argentino), Mitos y utopías del Descubrimiento, de Juan Gil (español)
y L'Amérique espagnole vue et révée, tesis doctoral de Jean-Paul Duviols (francés).
La primera edición data de 1994 bajo el título, América MácicA. Quand l'Europe de la
Renaissance croyait conquérir le Paradis (Autrement, París). En 1999 fue traducida al portu-
gués y publicada en Brasil por la editorial Paz et Terra como América Mácica. Quando a
Europa da Renascenca pensou estar conquistando o Paraíso. Esta es la primera edición de
América Mácica en el idioma en que fue escrito.
HORES
AL
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x Sirena atlántica
VENDRÁN LOS TARDOS AÑOS DEL MUNDO CIERTOS TIEMPOS EN LOS CUALES
EL MAR OCÉANO AFLOJARÁ LOS ATAMIENTOS DE LAS COSAS Y SE ABRIRÁ
UNA GRANDE TIERRA Y UN NUEVO MARINERO COMO AQUEL QUE FUE GUÍA DE
JASÓN QUE HUBO NOMBRE THYPHIS DESCUBRIRÁ NUEVO MUNDO Y ENTONCES
NO SERÁ THULE [ISLANDIA] LA POSTRERA DE SUS TIERRAS.
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Contentémonos con saber que se trata de sentimientos, aspiraciones, deseos colec-
tivos y sueños de un pueblo; en síntesis productos de la imaginación colectiva propios a una
civilización en una época determinada, tomando la forma de imágenes, leyendas, tradicio-
nes, romances, y, con frecuencia, inscribiéndose en los libros sagrados. Nacidos en los albores
de civilizaciones milenarias, atraviesan los siglos y los imperios para llegar hasta la época
de los descubrimientos. La escuela freudiana establece una analogía entre el sueño y el
mito: el primero se sitúa sobre un plano individual y corresponde a reminiscencias sub-
conscientes de la vida psíquica infantil, mientras que el segundo expresa vestigios de la
vida psíquica infantil de un pueblo, correspondientes de los “sueños seculares de la joven
humanidad”*. Por su parte, para el pensador español Ortega y Gasset, los mitos actúan
como hormonas sobre la psiquis, porque son fuerzas que incitan a la acción, desencadenan
mecanismos de conducta, de pensamiento y de sensibilidad”.
Esto fue lo que ocurrió con los hombres que se lanzaron al asalto del Nuevo Mundo,
llamados “descubridores” y “conquistadores”. En realidad, ambos términos designan a la
misma categoría de individuos colocados en circunstancias diferentes; descubrimiento o
conquista eran los resultados de expediciones que partían con la misma meta: Cortés y
Pizarro fueron los conquistadores de México y Perú porque hallaron y capturaron ricos
imperios, en cambio, se califica a Orellana de descubridor del río Amazonas, porque se
transformó en el primer europeo en descenderlo hasta la desembocadura luego de una
fracasada expedición en busca de un reino imaginario. Eran gentes de bajo estrato social:
nobleza empobrecida, hidalgos o simplemente desheredados, todos movidos por la fiebre
del oro y el deseo de ser valorizados por la sociedad, conquistando con la audacia y la
espada el rango que la España les negaba. A menudo procedían de Extremadura o Andalu-
cía, habían comenzado su carrera como marinos o soldados en los ejércitos españoles que
luchaban contra los árabes, y se formaron en la escuela absurda de la limpieza de la sangre
que rechazaba todo derecho a la diferencia a judíos y moros. Una vez concluida la Recon-
quista española se lanzaron al asalto del Nuevo Mundo donde algunos fueron recompensados
con tierras y otros vagaban sin un destino cierto, pero a todos les carcomía la obsesión de
hallar un reino fabulosamente rico que los elevaría a un rango social tal que serían envidia-
dos por los poderosos de la época.
Aunque las expediciones en busca de estos reinos sólo cesaron con posterioridad a
la independencia de las colonias españolas, medio siglo después del descubrimiento mu-
chos “conquistadores” mudaban en colonizadores; en 1556 la Corona prohibió el uso de los
términos conquista y conquistador, que fueron sustituidos por descubrimiento y pobladores.
z ABRAHAM, 1969, 7.
e Cortázar Junio (entrevista a), Document n? 9 de P'Unitié de Didactique du Frangais, rtbf et ucl, 1984, 30,
S Romano, 1972, 69.
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El descubrimiento de las minas de Zacatecas en México y Potosí en Bolivia, y la aparición
de plantaciones de caña de azúcar en Cuba, Santo Domingo y Brasil, demostraron las po-
tencialidades económicas del Nuevo Mundo: las riquezas así como los brazos necesarios
para producirlas, se ofrecían a los colonos como un verdadero don de la naturaleza, sin que
fuera necesario retribuir ni las materias primas ni el trabajo.
Los efectos sobre la población del Nuevo Mundo fueron desastrosos. Las epidemias,
la destrucción de las referencias políticas, religiosas, sociales, el desmantelamiento del
sistema productivo de los imperios Azteca, Inca y otros, que permitía alimentar correcta-
mente al conjunto de sus sujetos, y los trabajos forzados, aniquilaron la población de América.
Las estimaciones de la población del continente antes de la conquista son demasiado im-
precisas; algunas hablan de 40 a 45 millones y otras llegan a 110 millones de habitantes. La
región mejor estudiada es la de México central, que parece haber sido la más poblada del
continente. La Escuela de California examinó minuciosamente documentos fiscales, admi-
nistrativos y religiosos del siglo XVI. Apoyándose en esos estudios, Cook y Borah proponen
la siguiente evolución de la población de México central: 1519 - 25,3 millones; 1523 - 16,8
millones; 1568 - 2,6 millones; 1605 - 1 millón. Las proporciones son similares en el resto del
continente*.
Estas cifras son sin duda imprecisas pero sugieren una tendencia general y demues-
tran que la colonización de América en el siglo XVI, perpetrada por españoles, portugueses,
franceses, ingleses, holandeses y algunos alemanes fue el etnocidio más importante que
conoce la historia. Pese a los intelectuales que alzaron su voz en defensa de los habitantes
del Nuevo Mundo, estos serán tratados como seres inferiores, sus creencias prohibidas, sus
templos arrasados, sus escritos quemados. La tierra y sus habitantes serán atribuidas a los
vencedores. La negación del otro y de su cultura, provocará la destrucción de un pilar de la
civilización humana y será causa de la desaparición de nueve décimos de la población de
un continente.
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que nueve libros para apuntar sus preciosas observaciones. Para él, la Tierra tenía forma de
disco, y en su centro estaban los continentes rodeados por un océano periférico. Más tarde,
Ctesias de Cnide, en el siglo IV antes de J. C., y Megástenes, en el siglo III antes de J.C.,
relataron lo que habían visto y sobre todo escuchado en la India; sus relaciones y las de
otros viajeros estaban compuestas de realidades y leyendas: hablaron, entre otros, de ínsu-
las misteriosas, de seres prodigiosos, de animales extraordinarios y de pueblos de Amazonas.
Estos escritos otorgaron oficialmente al Oriente el estatus de tierra de misterios.
Pero al mismo tiempo los antiguos hicieron descubrimientos científicos notables.
En el siglo VI antes de J.C., Anaximandro, discípulo de Tales, postuló la esfericidad de la
Tierra. Esta idea, aprobada por Platón y Aristóteles, pasó a ser generalmente aceptada en
el mundo heleno. Eratóstenes intentó medir la circunferencia del globo terráqueo; Hiparco
de Rodas, inventor de la trigonometría, lo subdividió en 360 grados, y Marino de Tiro, un
navegante y teórico del primer siglo de nuestra era, estableció una nómina de 8.000 lugares
que figuran en la geografía de Tolomeo. De los escritos de Marino de Tiro surgió la teoría
según la cual el continente Euroasiático se extendía sobre 225” de los 360” de la circunfe-
rencia del globo terráqueo (en realidad ocupa 1319). Por lo tanto, el océano que separa las
costas portuguesas de la China debía ser estrecho, una idea que mil quinientos años más
tarde será el fundamento de los planes de Colón.
Bajo el imperio romano, más que hacer nuevos descubrimientos, se buscó sobre
todo reunir los conocimientos geográficos de aquella época. Aparecen así obras enciclopé-
dicas como las Geografías de Estrabón y sobre todo la Historia Natural de Plinio el Viejo.
Igual que sus colegas griegos, presentaron una visión fabulosa de las tierras distantes de
Roma, llamadas entonces India y Etiopía.
Los siglos siguientes fueron testigos del inexorable ocaso del imperio, extinguién-
dose con él el espíritu racional. El tratado de Solino Colección de cosas memorables, escrito
en el siglo II, prefigura una nueva forma de pensar: la obra de Plinio es reducida de tal
manera que la mitología adquiere un lugar de honor, con enjambres de países maravillosos,
monstruos y seres prodigiosos. Su influencia sobre la geografía fue tan decisiva como nefas-
ta: en él se inspiraron San Agustín y otros Padres de la Iglesia.
En la nueva Europa, ahora cristiana, se accedía a la sabiduría intuyendo los desig-
nios divinos. La Biblia irrumpió en todas las disciplinas del saber, y sus preceptos eran
considerados fuente y expresión máxima del conocimiento. La descripción del orbe y de los
seres que lo pueblan debía hacerse en conformidad con los decires de las Escrituras sobre
el cielo, la tierra, los mares y continentes. A partir de entonces, los escasos conocimientos
geográficos acerca de Asia y África se organizaron en torno a las afirmaciones del Libro, de
forma que, durante un milenio, los europeos creyeron vivir en un mundo coronado en su
cúspide por el Paraíso Terrenal con sus cuatro ríos y mancillado por la presencia de las
hordas del Anticristo.
13
La visión del planeta sufrió un cambio radical. Un ejemplo notable son las teorías
de Cosmas Indicopleustes, un comerciante alejandrino que conoció la India, hacia 548 se
convirtió al cristianismo y se hizo monje. En un monasterio en el monte Sinaí redactó al
menos tres libros, de los que sólo subsiste Topografía Cristiana, donde se insurge contra la
abominable herejía de la redondez de la Tierra y la existencia de regiones antípodas. La
lectura atenta y detenida del Génesis, Éxodo, los Profetas y la Epístola a los Hebreos de
San Pablo, le permitió determinar que la Tierra y el Firmamento tienen la forma del Taber-
náculo*. Los Padres de la Iglesia refrendaron esta línea de pensamiento: San Agustín, San
Basilio, San Ambrosio y San Bonifacio decretaron que la Tierra no era redonda.
Conforme con la tradición romana, los eruditos de la Edad Media buscaban reunir
en una obra la suma de los conocimientos humanos, incluyendo el saber antiguo, pero aho-
ra visto bajo los preceptos cristianos. Las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, escritas
entre 622 y 633, son la “Enciclopedia medieval” más notable; el santo resucitó la visión de
Heródoto: la Tierra es circular como una rueda y está rodeada por un océano externo;
existen tres continentes correspondientes a la descendencia de los tres hijos de Noé: Sem,
Chamet, Jafet, y en la extremidad superior se encuentra el Paraíso Terrenal.
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En la Francia del siglo XTII, Vicente de Beauvais realizó un trabajo del mismo tipo.
Sus Miroirs o Imágenes del Mundo destacan maravillas reales o imaginarias, con fuentes
cálidas, aguas amargas, truenos y tinieblas. Por los mismos años, el monje inglés Juan de
Sacrobosco, que vivió en Oxford y París, redactó el Tratado de la Esfera utilizando algunas
nociones de Tolomeo que había logrado conocer gracias a sus contactos con los árabes en
España. Su libro servirá como manual a viajeros y pilotos durante varias centurias.
Mientras Beauvais y Sacrobosco preparaban sus obras, al otro lado del mundo se
produjeron importantes cambios políticos: en el Extremo Oriente los mongoles, herederos
de Gengis Khan, se apoderaron de toda Asia Central y fundaron la dinastía de los Yuan.
Hasta su reemplazo cien años más tarde por la dinastía china de los Ming, lograron la
unificación política de la mayor parte de Asia, garantizaron alguna seguridad en las rutas y
abrieron su imperio al extranjero, incluyendo al Occidente. En la corte del Khan reinaba
una cierta tolerancia religiosa: el soberano escuchaba disertaciones de teólogos musulma-
nes, budistas, cristianos orientales (nestorianos) y otros que intentaban, infructuosamente
por supuesto, ganarlo a su fe. Los monarcas europeos, sobre todo Luis IX, rey de Francia
(San Luis), aspiraban ni más ni menos que a convertir al cristianismo al Gran Khan y a su
pueblo, y por añadidura a establecer una alianza militar que encerraría a los musulmanes
en una gigantesca tenaza.
Con esa ilusión, reyes y papas enviaron a la corte del Gran Khan sus embajadores,
conocidos como los monjes viajeros: Juan de Pian Carpino (1245), Andrés de Longjumeau
(1250), Guillermo de Rubrouk (1253) y Odorico de Pordenone (1330) atravesaron así mon-
tañas, estepas y desiertos. No lograron su objetivo, pero redactaron valiosas relaciones sobre
los pueblos que vivían al otro lado del mundo. Lo mismo hicieron algunos comerciantes
viajeros como Marco Polo (1298) y Niccolo dei Conti (1419). Todos hicieron fantásticas
descripciones de “la India”, incluyendo la existencia de especies monstruosas, pájaros gi-
gantes, islas de mujeres y palacios con tejas de oro.
Los libros
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Macedonia, escrita en el siglo III de nuestra era, y muy deformada por las ficciones fantás-
ticas generadas durante las seis centurias que separan la epopeya de Alejandro Magno de
la escritura de este compendio. Aunque se trata de un escrito de calidad discutible, su éxito
fue grandioso y duradero. Unos, los más, debían contentarse con escuchar aquellos relatos
alrededor de las iglesias o en las plazas públicas; otros tenían el privilegio de leerlos en
hermosos manuscritos, pero todos quedaban cautivados por las aventuras del gran conquis-
tador.
Asia, llamada “India”, era un universo prácticamente desconocido e inalcanzable
para los habitantes del Viejo Mundo. Era en estas lejanas comarcas donde los mundos ma-
ravillosos imaginados en Occidente encontraban su lugar. Alejandro Magno había sido
paladín de una civilización europea considerada como modelo durante parte de la Edad
Media y en el Renacimiento, y por añadidura era el único monarca occidental que, a la
cabeza de sus ejércitos, se había internado en el Oriente misterioso. La imagen del rey
conquistador constituía un nexo simbólico entre el mundo conocido y las tierras de ensue-
ño. Quienes se deleitaban con sus viajes se impregnaban de extraños paisajes, conocían
pueblos extravagantes y prodigios de la naturaleza.Y así creían, en suma, conocer mejor el
mundo que habitamos.
También los fantásticos Viajes de Sir John de Mandeville se cuentan entre los libros
más leídos de su época. Escritos en la segunda mitad del siglo XIV, en francés, inglés y
latín, se conservan aún 250 manuscritos originales y 180 ediciones en 10 idiomas, incluido
el gaélico, pese a las innumerables pérdidas y destrucciones. Sólo en el año 1530 se cono-
cieron tres ediciones',
El entusiasmo por leer narraciones de viajes suscitó la aparición de ficciones litera-
rias sobre periplos fantásticos. Christiane de Pisan escribió en 1402 un largo poema titulado
Le Chemin de longue estude, en el que la autora realiza un viaje imaginario a Constantinopla,
Tierra Santa y el Cairo; luego emprende la travesía de los desiertos infestados de bestias
feroces, hasta arribar a los dominios del Gran Khan, y de allí parte a Etiopía, la tierra del
misterioso Preste Juan”.
Otro género que tuvo gran audiencia, especialmente en España, fue la literatura de
caballería: combates y duelos alternan con descripciones maravillosas, monstruos, seres
extraños e islas encantadas. Los relatos tenían un gusto a historia verdadera: algún manus-
crito perdido, un héroe que ignoraba su origen noble y lograba restaurar sus prerrogativas
gracias a su valentía y sus esfuerzos desmedidos. Se conoció uno de nombre Palmerín de
Oliva, pero la serie de tres libros de caballería titulados Amadís de Gaula marcaron los
gustos literarios de la época de los descubrimientos. Su origen se pierde en el siglo XVI. La
primera edición conocida data de 1508, al parecer corregida por el Regidor García Rodríguez
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$ DeLuz, 1988, 3.
ll Hrrrs, 1981, 379-380.
16
de Montalvo, autor del cuarto libro, llamado Las Sergas del muy virtuoso y esforzado caballe-
ro Esplandián, hijo de Amadís y de los siguientes. En éste se habla de una isla llamada
California, situada cerca del Paraíso Terrenal, poblada de mujeres negras que vivían casi
como las Amazonas. Pocos años después, Bernal Díaz del Castillo, cronista de la conquista
de México, recuerda cómo el esplendor de la civilización Azteca le recordaba “cosas de
encantamiento” descritas en Amadís,
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A partir del siglo XIV se constituyen valiosas bibliotecas privadas que ilustran las
ansias de conocer el mundo. Una de ellas era propiedad de Jean Duque de Berry, conocido
por sus despilfarros de las arcas reales tanto en gastos de prestigio como en obras de mece-
nazgo. Su colección de libros estaba compuesta de más de trescientos volúmenes, entre
ellos cuarenta recopilaciones históricas y numerosos libros científicos, tratados de astrono-
mía y libros de aventuras, incluyendo la insustituible edición del Libro de Marco Polo que
se encuentra en la Biblioteca Nacional Francesa”.
17
El Renacimiento
18
Salomón utilizó para construir el Templo. Todo parece estar al alcance de los peninsulares,
basta embarcarse y navegar hasta el Nuevo Mundo.
Un nuevo ciclo se prepara. Los misterios se mezclarán con ruidos de guerra, máqui-
nas monstruosas que partirán a devorar pueblos, selvas e incluso las entrañas del planeta.
En los puertos de España se escuchan viejos juglares consolar a los desposeídos anuncian-
do la pronta partida:
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El descubrimiento del Estrecho de Magallanes. Junto a los dioses clásicos (Júpiter y Apolón) se puede apre-
ciar a una ave Roc capaz de transportar un elefante, tal como la describen las Mil y una Noches, Marco Polo y
Antonio Pigafetta (capítulo 7). En el mar se ven sirenas; en tierra un gigante patagón se introduce una flecha
por su garganta para provocarse vómitos, de acuerdo con los relatos de Pigafetta (capítulo 8). En las costas se
divisan las hogueras que dieron su nombre a la Tierra del Fuego. Dibujo de Stradamus (Jean Van der Straet).
Grabado de Théodore de Bry 1594 (Biblioteque Royale de Belgique).
19
CaríTULO I
LA BÚSQUEDA DEL PARAÍSO TERRENAL
2
Los progresos científicos de los Antiguos
Los pensadores clásicos lograron formarse una imagen del planeta próxima a la
realidad. Platón sostuvo que la Tierra era redonda en uno de sus Didlogos** y Aristóteles se
adhirió a esta idea en función de deducciones lógicas: siendo la Tierra el centro del univer-
so la única forma posible es la esférica. Además, afirmaba, la redondez de la Tierra es
visible durante los eclipses de luna.
Eratóstenes, geógrafo y bibliotecario de Alejandría, logró calcular la circunferen-
cia de la Tierra con una precisión extraordinaria: constató que el día 21 de junio al mediodía
la luz inundaba plenamente un pozo situado en Syene (actual Asuán). Un año más tarde,
observó que ese mismo día y a la misma hora, en la ciudad de Alejandría, el sol proyectaba
un fina sombra en otro pozo. En función del ángulo creado por el muro y la sombra y la
distancia entre Alejandría y Syene, calculó el tamaño de la circunferencia del planeta. El
resultado, traducido a nuestras unidades de medición, es aproximadamente de 45.000 kiló-
metros, o sea sólo poco más del 10% superior a la realidad. El punto culminante de la
geografía antigua fueron los trabajos de Claudio Tolomeo, hacia el año 163 de nuestra era;
con una precisión remarcable, logró describir la fisonomía de los continentes entonces
conocidos.
Este capital de saber no logró sobrevivir al derrumbe del imperio romano de Occi-
dente. Extinguidos los grandes focos del saber clásico, surge una nueva cultura alimentada
por los restos de las civilizaciones antiguas, por elementos germanos y por el cristianismo
medieval; la percepción del cosmos se modifica. Europa vive entonces un verdadero fenó-
meno de “amnesia científica”**, en estas circunstancias la geografía perdió sentido como
ciencia pura: gran parte de las adquisiciones greco-romanas fueron suplantadas por las
ilusiones mitológicas y se perdió la frontera entre la realidad y lo imaginario que, desde
entonces, pasó a formar parte de una visión mística, de acuerdo con las enseñanzas de la
nueva fe.
De esta forma, el advenimiento de la Edad Media impuso a la ciencias geográficas
un sueño de mil años. La cultura se convirtió en patrimonio de ciertas órdenes religiosas
que aceptaban, tal cual, sin crítica ni discusión, todo episodio y lugar descrito en las Escri-
turas. En este contexto, la localización del Jardín del Edén pasó a ser un imperativo de la
más grande importancia.
ÁS
Ss PLarón, 153-154 (109 a-b). Se trata de Fedón o del Alma. Fedón era uno de los discípulos predilectos de
Sócrates, quien relató a Equécrates los últimos momentos de su maestro.
de BoorsriN, 1986, 101.
2
El Jardín del Edén
En algún lugar del inconsciente cultural de los hombres reposa el mito del retorno
a un lejano mundo perdido. Los griegos recogieron de la noche de los tiempos la idea de
una Edad de oro donde todo crecía sin trabajo, los animales domésticos y salvajes vivían en
paz, los hombres vivían pacíficamente en la amistad, concordia y total comunidad. Después
de una tormentosa travesía por otras edades la humanidad retornará a la edad primera.
Al mismo tiempo, creían que las almas de los muertos viajaban hasta el “Hades”, definido
por Homero como una vasta caverna regada por cuatro ríos cuyas aguas lo separaban del
mundo de los vivos.
23
En cierto sentido la civilización judeo-cristiana adoptó el mito de la Edad de Oro
transformándolo en el Paraíso Terrenal. Obsesionados por el desierto, los autores de los
primeros libros de la Biblia identificaban el lugar ideal con un jardín bien protegido, con
aguas abundantes, donde todo crecía espontáneamente. Más tarde lo situaron en la cima
de una montaña inalcanzable para el hombre, cuya altura le permitió substraerse a los
estragos del Diluvio universal.
Este anhelo humano se describe maravillosamente en el primer libro de la Biblia:
Había plantado Dios en el Edén, a oriente, un jardín delicioso, en el que colocó al hombre
que había formado. Y Dios había hecho nacer de la tierra toda suerte de árboles hermo-
sos a la vista, y de frutos suaves al paladar; y también el árbol de la vida en medio del
paraíso y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Del Edén salía un río para regar el
paraíso, y desde allí se dividía en cuatro brazos. Uno se llamaba Fisón y es el que circula
por todo el país de Hevilat, donde se halla el oro. Y el oro de aquella tierra es finísimo; allí
se encuentra el bedelio y la cornalina. El nombre del segundo río es Guihón; éste es el que
rodea toda la tierra de Etiopía. El tercer río tiene por nombre Tigris; éste va corriendo a
oriente de los asirios. Y el cuarto río es el Eufrates. (Génesis, 2:8-14)*.
Y desterrado el hombre, colocó Dios delante del Paraíso de delicias un querubín con
espada de fuego fulgurante para guardar el camino que conducía al árbol de la vida.
(Génesis, 3:24)'*,
El profeta Ezequiel lo sitúa en una montaña:
Vivías en medio del paraíso de Dios; en tus vestiduras brillaban toda suerte de piedras
preciosas; el sardio, el topacio, y jaspe, el crisólito, el ónice, el berilo, el zafiro, el carbun-
clo, la esmeralda y el oro, que te daban hermosura y los instrumentos músicos estuvie-
ron preparados para ti el día de tu creación.
Entre querubines protectores te coloqué. Tú estabas en el monte santo de Dios; tú cami-
nabas en medio de las piedras de fuego. (Ezequiel, 28:13-14)",
El Edén bíblico tiene sus orígenes en el vocablo acadiano Edinu, traducido como
valle, y el sumerio Edin, que significa terreno fértil. Las mismas ansias de abundancia exis-
tirán en el mundo musulmán: para los beduinos, nómadas del desierto, el Paraíso es un
djanna (jardín) que ofrece frutos sabrosos, perpetuo frescor, inagotables ríos de leche y
miel", En el mito iraní de Gayomaretan el primer hombre vivió en un jardín cuyo centro es
un círculo de piedras. Más tarde, en la Europa cristiana, se empleará el vocablo paraíso
24
tomado del griego paradeisos y del persa pairi-daeza, que en su sentido original designa un
cerco limitando un jardín”,
Los primeros cristianos vieron en el Paraíso un lugar de compensación de los sufri-
mientos terrestres, sin precisar aún el sitio donde se encontraba. Su acceso, en una segunda
existencia, está vinculado al simbolismo de la ascensión y a un cambio de estado corporal.
Una de las primeras menciones cristianas del Paraíso fue la visión de Santa Perpe-
tua y de su joven compañero Sáturo, quien la había convertido a la fe cristiana. Ambos
fueron martirizados en Cartago en el año 203. Horas antes de su ejecución la Santa tuvo
una célebre visión premonitoria del Paraíso: en sueños vio una escalera ascender hasta el
cielo, tan estrecha que permitía el paso a una sola persona. De sus travesaños sobresalían
espadas, lanzas, ganchos y cuchillos que destrozaban pies y manos, mientras abajo monta-
ba guardia un formidable dragón presto al ataque. Primero subió Sáturo y desde la cima le
tendió la mano, confiada en su Dios la santa comenzó el ascenso; cuando colocó su pie en el
primer peldaño aplastó la cabeza del monstruo y continuó lentamente hasta alcanzar un
inmenso jardín, donde vio un pastor canoso ordeñando sus ovejas, rodeado de “candida-
tos”. Este le tendió la mano para ofrecerle un bocado de queso; cuando Perpetua se lo llevó
a la boca los candidatos dijeron “Amén”.
En una visión paralela, Sáturo contempló un gran jardín adornado de laureles rosa y
todo tipo de flores; los árboles tenían la altura de los cipreses y sus hojas caían sin cesar. En el
DI
25
centro se alzaba un palacio cuyos muros parecían ser de luz, morada de Dios, donde la pareja de
futuros mártires fue acogida según el ceremonial de las audiencias imperiales romanas”.
Ambas visiones anunciaban el inicio de una nueva percepción del mundo.
Durante los siglos que siguieron el derrumbe de Roma, los episodios y lugares des-
critos en las Escrituras cristianas fueron admitidos como verdades indiscutibles. El Jardín
del Edén hizo entonces su entrada en la geografía. El Saber de la Alta Edad Media se
concentró en las Etimologías de San Isidoro de Sevilla (+560-636), una verdadera enciclope-
dia de los conocimientos de aquellos tiempos, cuando esta ciudad era un importante foco
cultural gracias a los contactos ininterrumpidos que mantenía con el norte de África. En el
Libro XIV de las Etimologías, titulado Acerca de la tierra y sus partes, el venerable Obispo
describe las tierras de Adán y Eva situándolas sobre la superficie del planeta.
El paraíso es un lugar situado en tierras orientales, cuya denominación, traducida del
griego al latín, significa “jardín”; en lengua hebrea se denomina Edén, que en nuestro
idioma quiere decir “delicias”. La combinación de ambos nombres nos da “El jardín de las
delicias”. Allí, en efecto, abunda todo tipo de arboladas y de frutales, incluso el “árbol de la
vida”. No existe allí ni frío ni calor, sino una templanza constante. De su centro brota una
fontana que riega todo el bosque, y se divide en cuatro ramales que dan lugar a cuatro ríos
distintos. La entrada a este lugar se cerró después del pecado del hombre. Por doquier se
encuentra rodeado de espadas llameantes, es decir, se halla ceñido de una muralla de fuego
de tal magnitud, que sus llamas casi llegan al cielo. Un querubín, o sea el baluarte de los
ángeles, se encuentra, llameante espada en su mano, para prohibir el paso a los espíritus
malignos: las llamas alejan a los hombres, y los ángeles, a los ángeles malos, para que las
puertas del paraíso estén cerradas a la carne y al espíritu que desobedeció”.
Una vez que el Jardín del Edén encontró su lugar sobre la Tierra, pasó a figurar
sobre las cartas geográficas convertidas en guías de la fe”, Se le atribuye al propio San
Isidoro el modelo de un mapa pirograbado, impreso en Augsburgo en 1472, que resultaría
ser la carta geográfica impresa más antigua del hemisferio occidental. Ella pertenece a un
Van BrEx, 1938 fascículo 43. meslin, 1984, 82-83, 162. La Passio Perpetuae et Felicitatis es uno de los docu-
mentos más valiosos conocidos sobre las persecuciones romanas. Se divide en tres partes: la tradición
atribuye la primera a Perpetua (cap. 3 - 10), la segunda a Sáturo y la última, el preámbulo y epílogo,
corresponde al armonizador de la pieza literaria, verosímilmente Tertuliano. Lo mencionan Tertuliano (De
animo, 55,4) y San Agustín (Sermones 280, 282; De natura et origine animae, 1-10, 12.)
ISIDORO DE SkviLLA (San), 1983. Libro XII (3:2-4), 167.
2 Boorstix, 1986, 102.
26
género particular de cartas denominadas “Mapas TO”, pues los tres continentes conocidos
se representan divididos por dos brazos de mar en forma de “T” y un océano externo en
forma de “O”, y están organizadas en torno a Jerusalén, centro del mundo según la Biblia
(Ezequiel, 5:5). En ellas nuestro Norte está a la izquierda, el continente asiático se sitúa en
la parte superior, muchas veces coronado por el Paraíso. Ese modelo va inspirar una canti-
dad significativa de cartas medievales”,
europa X it
lens
2 Existen o se conservan copias de una cantidad significativa de cartas geográficas donde figura el Jardín
del Edén: el Mapa-TO de San Isidoro (siglo VID), y la mayor parte de los mapamundis que ilustran diferen-
tes manuscritos del Apocalipsis escrito por el monje Beato de Liébana, el de Burgo de Osma (siglo XT), el
de la abadía de Saint-Server (siglo XI) y el de Altamira (siglo XII). En las centurias siguientes las tierras
de Adán y Eva se pueden observar en el mapamundi del monasterio benedictino de Ebstorf (hacia 1235),
en el mapamundi de la catedral de Hereford (hacia 1275), en el planisferio de Ranulphus Hygeden (1350),
en la carta circular del mundo de Hans Rust (hacia 1490) y en una carta de 1492 atribuida al propio
Cristóbal Colón. Sobre cartas geográficas medievales: Kupcik, La Ronciere y Molat du Jardin, Bagrow y
Skelton, Los Beatos, Europalia 85 España, Nassaukapel, Koninklijke Bibliotheek Albert I.
24
Mapamundi del siglo XI que ilustra el Apocalipsis escrito por el monje español Beato de Liébana. El autor
parece haberse inspirado en las Etimologías de San Isidoro: el Paraíso y sus cuatro ríos se sitúan en los confines
del Oriente (representado en la parte superior de la carta). Al Sur (representado a la derecha) aparecen las
antípodas habitadas por un impresionante esciápode. Biblioteca del Vaticano Vat. Lat. 6018,
28
idiomas. El Romance de Alejandro llegó a ser el texto más traducido después de la Biblia
hasta la época del Renacimiento. A lo largo de los siglos se redactan nuevas versiones que
transforman el texto original en función de la mitología cristiana del medievo. Se destaca
una de Albéric de Trois Fontaines escrita en el siglo XII, seguida por los relatos de Lambert
le Tort y Alejandro de París. En ella y en otras, los viajes hacia los confines del Paraíso
ocupan un lugar privilegiado. Estas narraciones fantásticas alimentaron la imaginación
popular hasta los albores de la Época Contemporánea”,
Según estas versiones del Romance, cuando Alejandro Magno culminó la conquista
de la India, consiguió llegar hasta un inmenso río llamado Ganges y se embarcó con quinien-
tos hombres. Un mes más tarde alcanzaron una vasta ciudad rodeada de muros, donde las
almas de los justos esperaban el juicio final. Se trataba, por supuesto, del Paraíso Terrenal.
Según otro episodio, Set, el tercer hijo de Adán y Eva, había conservado las semillas
del Árbol de la Ciencia. Después de la muerte de su padre las colocó en la boca del muerto,
de cuya sepultura brotó luego un árbol y su madera sirvió para hacer la cruz de Cristo. Al
mismo tiempo se creía que el cuerpo de Adán yacía en el monte Calvario, lugar de la cruci-
fixión de Cristo, para establecer una relación mítica entre el redentor y el primer pecador.
No menos sorprendente es el relato de la aventura de tres monjes viajeros; partieron
de su monasterio entre el Tigris y el Eufrates en busca del lugar donde “la tierra se encuen-
tra con el cielo”; atravesaron los desiertos de la India poblados de hombres cabeza de perro,
de pigmeos y terribles serpientes. Allí descubrieron los altares construidos por Alejandro
Magno para demarcar los límites de sus peregrinaciones, encontraron un lago repleto
de almas condenadas y un gigante encadenado a dos montañas, luego atravesaron un
hermosísimo país y, a veinte leguas del Paraíso, encontraron a San Macario acompañado de
dos leones en la gruta que le servía de habitación. El venerable anciano les describió con
pormenores las maravillas del Paraíso, pero les ordenó volver, luego de recordarles que
nadie podía penetrar en el Jardín del Edén”.
Alrededor del año mil cobró fuerzas la antigua tradición de los ciclos milenarios, de
manera que el mundo cristiano vivía angustiado por el inminente fin de los tiempos. El
misticismo alcanzó tales dimensiones que se transformó en una manera de percibir y com-
prender la realidad. En ese ámbito, las imágenes bíblicas sirvieron también de alimento a
las demostraciones filosóficas. Uno de los raros manuscritos aún conservados invoca los
ríos del Paraíso como analogía de vicios y virtudes humanas.
El monje Raoul Glaber escribió en Cluny, poco después del año mil, cinco libros
titulados Historias y una historia del mundo. Apoyándose en analogías, buscó demostrar
que el mundo tangible permite intuir lo divino; el afluente que brota del Jardín del Edén
-afirma Glaber- se divide en cuatro ríos bien conocidos: el primero, el Fisón, cuyo nombre
29
significa abertura de la boca, evoca la prudencia, virtud de los mejores, ya que fue a causa
de su propia inercia que el hombre perdió el Paraíso, y con la sola ayuda de ésta podrá
reconquistarlo. El segundo llamado Gehón, cuyo nombre significa abertura de la tierra,
simboliza la templanza, alimento de la castidad que extirpa los vicios. El tercero, el Tigris,
en cuyas riberas viven los Asirios, es decir, los dirigentes, expresa la fuerza que permite
expulsar los vicios prevaricadores y que orienta a los hombres, con la ayuda de Dios, hacia
el júbilo eterno. En cuanto al cuarto, el Eufrates, cuyo nombre simboliza la abundancia,
designa, sin duda, la justicia que nutre y reconforta todas las almas que la imploran con
ardor.
30
Así como los nombres de estos cuatro ríos nos sugieren las imágenes de las cuatro
virtudes y, al mismo tiempo, la figura de los cuatro evangelios -prosigue el monje-, cada
una de esas virtudes está contenida en una de las cuatro épocas de la historia del mundo?*.
Para la Europa medieval, el Lejano Oriente, tierra del Paraíso, era un mundo tan
asombroso como inalcanzable. Los pocos viajeros que consiguieron aproximarse a las In-
dias misteriosas, no lograron deshacerse del prisma de las fantasías mitológicas. Las
relaciones de viaje describen inevitablemente criaturas y lugares nacidos de la inagotable
imaginación de aquella época mística. El relato de un periplo datado en el siglo XTV, situó
el Paraíso al Sur del continente Africano.
En 1877 el historiador español Marcos Jiménez de la Espada, hombre de una ex-
traordinaria erudición, descubrió y publicó bajo el título de Libro del Conoscimiento de todos
los reynos y tierras y señoríos que son por el mundo [...], la narración del viaje de un hermano
franciscano castellano que en 1304 habría partido de Sevilla para dar la vuelta al mundo.
El fraile viajero -cuenta el Libro- se internó en el continente africano hasta llegar
al imperio de abdeselib. Ese pueblo defendía la Iglesia de Nubia y de Etiopía, y al Preste
Juan, Patriarca de Nubia y de Abisinia. El país, rico en bondades, está dotado de excelente
agua que viene del polo antártico donde se sitúa el Paraíso Terrenal.
Detalie del mapamundi del monasterio benedictino de Ebstorf, hacia 1235. El Paraíso figura en la parte superior,
los pueblos encerrados a la izquierda y Jerusalen al centro. Pintura circular, de 3,5 metros de diámetro, hecha
sobre 30 hojas de pergamino. Lamentablemente, este documento insustituible fue destruido durante el
bombardeo a Hanover en 1943.
ee
31
El franciscano continuó su camino. Llegó a la ciudad de Malsa (Melée), residencia
del Preste Juan. Cuando inquirió sobre el Paraíso, le explicaron que estaba formado por
altísimas montañas, próximas al círculo de la luna, rodeadas por mares extremadamente
profundos, fuentes del Tigris, Eufrates, Gehón y Fisón, los cuatro torrentes más grandes del
mundo. Nadie podía aproximarse. Día y noche el sol las alumbraba. La cima no conocía ni
frío ni oscuridad, ni calor ni sequía, ni tampoco la humedad, sino una temperatura constan-
te. Allí los vegetales no marchitaban y los animales desconocían la muerte. Tal era el ruido
producido por el descenso de los cuatro afluentes, perceptible a dos jornadas de viaje, que
los habitantes de los pueblos vecinos habían perdido la audición. Los griegos -concluye el
fraile- llaman a este lugar Ortodoxis, los judíos Ganheden y los latinos Paraíso Terrenal,
porque goza siempre de una buena temperatura”.
El Libro, se inscribe en la línea de las descripciones medievales, cuyos autores no
sentían la necesidad de establecer una frontera clara entre realidad y fantasía. Los valero-
sos exploradores que lograron alcanzar la misteriosa India observaron el Oriente a través
del cristal de sus creencias. Ni Marco Polo ni los monjes viajeros lograron desprenderse del
imponente imaginario medieval. De retorno a Europa, afirmaron haber visto o escuchado
hablar de monstruos y tierras fabulosas, de modo que sus relatos confirmaron a la Europa
mística la existencia de mundos extravagantes.
La situación comienza a transformarse hacia el siglo XIV. Las especias eran entonces
una gama de productos de lujo originarias del Lejano Oriente y vendidas en Europa a pre-
cios exorbitantes. Después del fracaso de las Cruzadas, las larguísimas rutas recorridas por
las ansiadas mercancías debían atravesar necesariamente los dominios musulmanes, donde
eran gravadas con duros impuestos. Además, la Europa de esos tiempos carecía dramática-
mente de metales preciosos, verdaderos impulsores de la economía en esos siglos.
eN Jiménez DE La EspADa publicó por primera vez este libro en el tomo VII de la Colección de libros españoles
raros o curiosos en Madrid, 1874, Luego fue publicado en el apéndice al tomo Il del Boletín de la Sociedad
Geográfica, Madrid, 1877, con el título Libro del Conosgimiento de todos los reynos y tierra y señoríos que son
por el mondo y de las señales y armas que han cada tierra y señorío porsyy de los reyes y señores que los proveen,
escrito por un franciscano español a mediados del siglo XIV. Traducido al inglés por la Hakluyt Society (The)
Book of the Knowledge of all the kingdoms, lands, and lordships that are in the world, 1912, 36-37,
EZ
Este tesoro de las ciencias clásicas fue despertado de su sueño milenario en 1295,
cuando el monje bizantino Maximus Planudes lo descubrió en una tienda de libros anti-
guos en Constantinopla. Hacia el año 1400 comienza su difusión en Europa. Su eco fue tal
que en 1468 fue editado en Ulm, sólo tres lustros después de la invención de la imprenta.
Este flujo de nuevas informaciones estimula a quienes buscan describir la Tierra.
En este clima, el Cardenal y teólogo francés Pierre d'Ailly escribe en 1410 el Ymago Mundi,
una obra de recopilación de las ideas geográficas medievales, en la que abundaban seres y
países legendarios, pero añade los aportes recientes de Tolomeo. El Cardenal se empeña en
transmitir un mensaje de acuerdo con las evoluciones de su época, busca dar a las afirma-
ciones bíblicas fundamentos de tipo científico, en caso de duda toma precauciones y cita
sus fuentes. Aunque la calidad científica del tratado es relativa, pasará a la historia como
una de las lecturas decisivas del hombre que descubrió América.
Cristóbal Colón, durante su estadía en Portugal, estudia con tal aplicación los escri-
tos del Cardenal que inscribe en su ejemplar cerca de un millar de anotaciones. En él
encuentra la afirmación -errónea- que la distancia entre Europa y Asia, navegando hacia
el poniente sería de poca importancia, aval científico de la factibilidad de su proyecto.
Pierre d'Ailly concibe el mundo dividido en tres zonas climáticas; en los extremos
se situaba la zona fría, ártica y antártica, seguidas de una zona templada y en el medio la
zona cálida ecuatorial. Sin embargo, afirma el Cardenal, podría haber un área templada en
la zona cálida. En ese lugar estaría el Paraíso. Colón, impresionado, toma nota y reemplaza
el tono condicional de D'Ailly por afirmaciones categóricas.
33
pS
Si
Mapamundi de la catedral de Hereford, Inglaterra, hacia 1275. Además del Paraíso situado al Oriente, el mapa
está salpicado de monstruos como los esciápodes, los cinocéfalos, los acéfalos. También figuran las temidas
amazonas.
Un escrito hagiográfico del siglo IX, la Navigatio Sancti Brendani, relata las aventuras del monje irlandés
San Brendán, evangelizador del norte de Inglaterra, muerto hacia el año 580. Durante una fabulosa nave-
gación por el Océano Atlántico, el Santo desembarcó en varias islas desconocidas y en una de ellas identi-
ficó el Paraíso. Las “Islas de San Brendán” figuraron en cartas geográficas hasta el siglo XVIII. Este tema
será desarrollado en el capítulo III “Las legendarias islas de la mar Océano”.
y D'Arzy, 1930, 241.
34
Sin embargo, cuando D'Ailly aborda los ríos del mundo, se inscribe, sin vacilar, en la
tradición que sitúa el Paraíso Terrenal en el Oriente, idea seguida por el futuro Almirante.
En este pasaje, D'Ailly menciona el mismo mito relatado por el monje viajero del Libro del
conoscimiento. Ambos afirman que el estrépito causado por los torrentes que emanan del
Paraíso causan la sordera de los habitantes de las inmediaciones.
Hay una fuente en el Paraíso Terrenal que irriga el Jardín de las Una fuente en el Paraíso
Delicias y que se derrama en cuatro ríos. Terrenal.
El Paraíso Terrenal es el lu-
El Paraíso Terrenal, como dicen Isidoro, José Damasceno, Beda, gar más agradable del
Estrabón y el maestro de las historias [Pedro Comestor*], es un Oriente, lejano por tierra
lugar agradable, situado en ciertas regiones del Oriente, a una y mares de nuestro mundo
larga distancia por mar y tierra de nuestro mundo habitado; es habitable.
tan encumbrado que toca la Esfera Lunar y las aguas del Diluvio
no llegaron hasta allí. No se debe desprender de ésto que en rea-
lidad el Paraíso tocaba el Círculo de la Luna; se trata de una El Paraíso Terrenal.
expresión hiperbólica que significa simplemente que su altura,
en relación al nivel de la tierra baja es incomparable y que ella
alcanzó capas de aire calmo que se imponen sobre la atmósfera
alterada, donde llegan las emanaciones y los vapores que forman,
Lago.
como dice Alejandro, un flujo y un reflujo en dirección del globo
lunar. Las aguas que descienden de esta montaña muy elevada
forman un enorme lago; se dice que la caída de esas aguas hace
un tal ruido que los habitantes de la región nacen sordos ya que
el estrépito es tal que destruye el sentido del oído de los peque-
ños. Al menos así lo dicen Basilio y Ambrosio. De ese lago como
fuente principal fluyen, se cree, los cuatro ríos del Paraíso: el El Ganges, el Nilo el Tigris
Fisón, o sea el Ganges, el Gehón que no es otro que el Nilo, el y el Eufrates”,
Tigris y el Eufrates, aunque sus fuentes parecen encontrarse en
lugares diferentes. 16]
el Canciller de la Universidad de París en el siglo XII. Autor de Scholasticae historia, editado varias veces
después de la invención de la imprenta.
se D'Ary, 1930, 460-461.
35
Durante los años de preparación, Colón examina sistemáticamente toda descrip-
ción de mundos lejanos que estuvo a su alcance. La Biblioteca Colombina de Sevilla conserva
actualmente cuatro obras que pertenecieron al Almirante: el citado Ymago Mundi, del Car
denal Pierre d'Ailly, la Historia rerum ubique gestarum, del papa Pío II Piccolomini editada
en Venecia en 1453, la Historia natural de Plinio traducida al italiano y un ejemplar de los
relatos de Marco Polo.
La imagen del mundo que resultó de estas lecturas, fue una prolongación de la
geografía fantástica medieval en el Renacimiento, época de innovaciones técnicas y con-
vulsiones ideológicas. A decir de su célebre biógrafo, Salvador de Madariaga, Colón era
una “mezcla inextricable de un espíritu de observación empírico y aún verdaderamente cientí-
fico y de una fe medieval en la tradición y en la autoridad.”*. Cuando parte en busca de
nuevas rutas para llegar al Oriente, no duda un instante que se dirigía a la misteriosa India,
lugar en el que el imaginario europeo depositaba la flor y nata de la mitología medieval.
36
mismas latitudes. Por otra parte, si el clima es temperado cuando al Este es tórrido, es
porque los navíos han ascendido hasta una altura donde las temperaturas son más clemen-
tes. Esto se prueba porque sólo descendiendo de montañas pueden fluir aguas tan poderosas.
La Tierra -concluye Colón- no es redonda. Tiene la forma de una pera o mejor, en el
hemisferio occidental, al sur de la línea equinoccial (Ecuador), existe una protuberancia
semejante al pezón de una teta de mujer*. Es precisamente allí, en la cima de aquellas
alturas de Oriente, que la Providencia plantó el Paraíso Terrenal.
En ese instante el mito llega a su clímax. El gran descubridor cree con fervor haber
alcanzado los arrabales del Jardín de las Delicias y así lo escribió:
Yo no tomo qu'el Paraíso Terrenal sea en forma de montaña áspera, como el escrevir
d'ello nos amuestra, salvo qu'él sea en el colmo, allí donde dixe la figura del pecón de la
pera, y que poco a poco andando hazia allí desde muy lexos se va subiendo a él, y creo que
nadie no podría llegar al colmo, como yo dixe, y creo que pueda salir de allí esa agua,
bien que sea lexos y venga a parar allí donde yo vengo, y faga este lago. Grandes indigios
son estos del Paraíso Terrenal, porqu'el sitio es conforme a la opinión d'estos sanctos e
sacros theólogos. Y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que
tanta cantidad de agua dulce fuese así adentro e vezina con la salada; y en ello ayuda
asimismo la suavissima temperangia. Y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor
maravilla, porque no creo que sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo*,
Su visión concentra en el Nuevo Mundo todos los componentes del Paraíso; el clima
temperado, la cumbre de una montaña, la necesidad de ascender y la identificación de uno de
los cuatro ríos míticos, todo esto con las indispensables referencias a las Sagradas Escrituras.
También la situación personal de Colón, después del tercer viaje, lo impulsa a pre-
sentarse como “mensajero”* de la Providencia. Sin duda, merece la promoción a Almirante
de la Mar Océano, pero estuvo por debajo de las calidades políticas necesarias para un
Virrey. Su administración de los conflictos humanos se muestra desastrosa. Por otra parte,
el oro tan ansiado fluye a España en muy pequeñas cantidades, hasta el punto que los
Reyes decidieron convocarlo a la corte. Arrestado por Francisco de Bobadilla en 1500, re-
torna encadenado.
Luego de tal humillación, el Almirante parece querer enrostrar a la cristiandad su
ingratitud: sus colaboradores aparecen involucrados en rencillas por el vil dinero, mientras
que a él, la Divina Providencia le permitió llegar hasta los confines del Jardín del Edén.
Sus reproches junto a otros argumentos, logran su objetivo. Obtiene la autorización para
emprender su cuarto y último viaje, pero esta vez deberá limitarse a explorar y descubrir.
3%
LR SS
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Carta de 1492, atribuida a Cristóbal Colón. El Paraíso está en el Oriente, en la cima de un nudo de montañas.
(an Ge. AA 562).
38
El Paraíso en los primeros descubridores
Del mismo modo que Colón, los primeros descubridores se sienten investidos de la
misión de confirmar los decires de la tradición, aunque sin el fervor propio del Almirante.
Amerigo Vespucci pretende, al menos tres veces, aproximarse al Jardín de la Deli-
cias. En el año 1500, cuando bordeaba las regiones ecuatoriales del continente que recibió
su nombre, anotó:
Los árboles son de tanta belleza y de tanta suavidad que pensábamos estar en el Paraíso
Terrenal y ninguno de aquellos árboles ni sus frutas se parecían a los nuestros en estas
partes”.
$4
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Ascenso de una carabela hacia el Paraíso. La imagen de la navegación ascendente se inspira, probablemente,
en las ideas de Colón cuando afirma que sus navíos navegaban elevándose ligeramente hacia el cielo a causa
de la proximidad del Paraíso. (IMustración de un anónimo alemán titulado “Copia der Newen Zaytung auss
Presillg land”, Ausgburgo, Universidad de Minesota, The James Ford Bell Collection - Harrisse. Bav 99).
39
Dos años más tarde los placenteros paisajes volvieron a evocar en Vespucci el lugar
de ensueño:
Esta tierra es muy amena y llena de una infinitos árboles verdes y muy grandes, y nunca
pierden la hoja, y todos tienen olor suavísimo y aromático, y producen infinitísimas
frutas, y muchas de ellas buenas al gusto y salutíferas al cuerpo. Los campos producen
mucha hierba, flores y raíces muy suaves y buenas, que alguna vez me maravillaba del
suave olor de las hierbas y flores, y del sabor de estas frutas y raíces, tanto que entre mí
pensaba estar cerca del Paraíso Terrenal**.
La misma idea vuelve con más fuerzas en la célebre carta a Lorenzo Pedro de Médici,
en que habla por primera vez del “Nuevo Mundo”:
Y ciertamente si el Paraíso Terrenal en alguna parte de la tierra está, estimo que no
estará lejos de aquellos países. De los cuales el lugar, como te he dicho, está al mediodía,
en tanta templanza de aire que allí nunca se conocen ni los inviernos helados ni los
veranos cálidos”.
Los tripulantes de la flota que da la primera vuelta al mundo (1519-1521), asociaron
la belleza de un ave hasta entonces desconocida con la vecindad del Jardín del Edén. Du-
rante la travesía, Antonio Pigafetta se sobrepuso a la sed, hambre, combates y enfermedades.
Fiel a su papel de cronista apunta regularmente los pormenores de la hazaña. En el Sudes-
te asiático describió los presentes del rey de Bachian (cerca de Malasia) al de España:
Entregó para el rey de España, un siervo, dos bahar de clavo (dábanos diez, pero la
carabelas, por exceso de carga, no los pudieron aceptar), y dos pájaros muertos bellísi-
mos. Esos pájaros tienen el cuerpo de los tordos, cabeza pequeña y pico largo, de a palmo
las piernas y delgadas cual una pluma de escribir. No disponen de alas, sino, en su lugar,
de dos suertes de grandes penachos de plumas largas multicolores. La cola vuelve a ser
como la del tordo, y todas las plumas no mencionadas, de color moreno. Sólo vuelan
cuando sopla el aire.
Dijéronnos que tales pájaros procedían del paraíso Terrenal, por lo que los llamaban
bolon dinata, o sea “pájaros de Dios”*",
Aún en 1575 el célebre viajero francés André Thevet, que ocupa la honrosa función
de cosmographe du roy, menciona el Paraíso sin el ardor de sus antecesores:
Porque sería impiedad muy abominable la de alejarse de la fe en lo contenido en las
Santas Escrituras, como muchos lo han hecho, aunque sea casi imposible, hay que inten-
tar saber dónde estaba el Paraíso [...] Se dice que estaba en Oriente [...] Unos dicen que
EA IAN
40
estaba entre los dos trópicos, bajo el Ecuador, sobre una alta montaña que se eleva más
allá de las nubes, donde las aguas del Diluvio no penetraron jamás [...] Confesamos
entonces que hay un lugar así dispuesto para el placer y el alimento del hombre; pero
dónde está, no se puede decir”.
El afán de localizar el lugar donde está o estuvo el Paraíso perdido atraviesa los
siglos. El licenciado Antonio de León Pinelo, consejero real de España, cronista mayor y
recopilador de las leyes de Indias, gozaba de un indiscutible prestigio en el Virreinato de
Perú, pese a que sus abuelos portugueses conocieron las hogueras del Santo Oficio. El abo-
gado dedicó buena parte de su existencia, entre 1645 y 1650, a redactar nada menos que
ochocientas treinta y ocho hojas manuscritas para demostrar que el Paraíso estuvo en
América. Sólo se conoce una edición completa hecha en Perú el año 1943, muy discreta y
totalmente agotada. El historiador brasileño Sérgio Buarque de Holanda consiguió leer
uno de estos ejemplares después de muchas peripecias.
Pinelo comienza por impugnar diecisiete opiniones a su parecer infundadas sobre
el lugar donde vivían los primeros padres. Para él queda fuera de toda duda que estas
tierras estaban en el centro de América del Sur e intenta probarlo: puesto que la Biblia
dice que el Edén se situaba al Oriente de la tierra en que vivió Adán después de su expul-
sión, y como al oriente de Asia está América, queda claro que el Edén estaba en el Nuevo
Mundo. Los cuatro ríos bíblicos corresponden a ríos americanos: el Fisón es el Río de la
Plata, el Tigris el Magdalena, el Gión el Amazonas y el Eufrates no es otro que el Orinoco.
El árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, generaba no la manzana, como se ha dicho erró-
neamente, sino el maracuyá, la granadilla de los españoles, que por su apariencia, color y
sabor llevó a Eva a la perdición.
Su exégesis le permitió determinar que el hombre nació en América del Sur, ya que
no por azar tiene forma de corazón, y allí vivió hasta el Diluvio. Después de establecer una
complicada equivalencia entre los calendarios hebreo y juliano, logra precisar que Noé
construyó el Arca en la vertiente occidental de los Andes peruanos, justo antes que comen-
zara el Diluvio el día 28 de noviembre de 1656 después de la creación del mundo y se
prolongó hasta el 27 de noviembre de 1657. El arca navegó hasta Asia para poblarla y luego
retornó a su punto de partida”.
El enigma se ha prolongado hasta nuestros días. La Enciclopedia Universal lustra-
da española, editada en 1920, se pregunta:
Pero y ¿qué se hizo el Paraíso? No se sabe. Piensan unos que a él fue trasladado Enoc y
más tarde Elías y que las aguas del diluvio que cubrieron y sumergieron la tierra
prevaricadora respetaron aquella mansión de justicia.
41
Otros, por el contrario piensan que el Paraíso desapareció, ó por efecto de una conmoción
ó trastorno terrestre, ó tal vez anegado por las aguas del diluvio; y esto parece lo más
probable [...].
La Enciclopedia explica que mucho se ha discutido sobre el sitio del Paraíso. Se le
ha situado en Mesopotamia, Armenia, Arabia, India, China, Ceylán, Perú, las Canarias, en
otras regiones de América y de Europa y, en fin, se le ha puesto en el Polo Norte. Sin
embargo, su localización exige encontrar un lugar en el Oriente, como dice la Biblia, del
que surjan cuatro ríos. Calvino en su Traité de la situation du Paradis Terrestre lo puso en
Babilonia, y los cuatro ríos son sólo dos. Esta opinión ha sido aún difundida, en el siglo xx
por distinguidos asiriólogos.
El “hallazgo” de 1881
Héroe del imperio británico, el General Charles George Gordon* efectuó una corta
visita a las islas Seychelles para cerciorarse del estado de sus defensas. Desembarcó en
1881 en las exuberantes colonias británicas del Océano Indico. Acucioso observador y bri-
lante cartógrafo, autor de un mapa de África Central, Gordon, como buen fundamentalista,
creía al pie de la letra en los textos bíblicos. El idílico paisaje isleño lo inspiró a un punto
tal que le dio respuesta al enigma milenario. Para él, la providencia colocó el Jardín del
Edén en estas islas, ¡y encontró las pruebas!
Al clima delicioso se sumaban abundantes cascadas de agua cristalina y en la selva
opulenta observó una curiosa vegetación inexistente en Europa. Existía allí una enorme
palmera llamada Coco de mer. De hecho eran dos: el macho poseía extrañas protuberancias
semejantes a ciertas partes del cuerpo de Adán y el fruto de la palmera hembra era una
enorme nuez de 20 kilos cuya forma recordaba el vientre y las caderas de Eva. Gordon no
dudó que se trataba del Árbol de la Ciencia. Otro árbol tropical, el árbol del pan pasó a ser
el bíblico Árbol de la vida. Aún más, vio con sus propios ojos una serpiente y constató que
un habitante de la región se llamaba Adán, al igual que su familia.
El misterio estaba resuelto. Entusiasmado, Gordon envió a todos sus amigos cartas
y dibujos del Jardín del Edén**.
ChaRLES GORDON fue conocido como Gordon Pachá, después de su intervención a favor de Egipto contra la
rebelión del Cadí sudanés. En 1881 partió hacia las colonias inglesas del Océano Índico como “Commanding
royal engineer”. Llegó a la isla Mauricio en el mes de julio. Allí organizó su corta visita alas islas Seychelles.
Gordon murió en Sudán en 1885.
The world in maps, emisión de “Granada Television”.
42
Aunque sin la intensidad de los primeros descubridores del Nuevo Mundo, su bús-
queda nunca ha cesado enteramente. Si no se encuentra hoy sobre la superficie del planeta
-dicen algunos- pudo haber existido en el pasado o, aún mejor, está situado en las galaxias,
allá donde el hombre no puede llegar.
Sin duda, en algún sitio de su inconsciente, los hombres desean que ese lugar de
eterna dicha exista.
43
CarítuLO II
EN LOS CONFINES DEL PARAÍSO
C. LÉEv1-STRAUSS.
45
Los pueblos de Gog y Magog y las tribus perdidas
Tras las Puertas cercanas al mar Caspio edificadas por Alejandro, quedaron ence-
rrados veintidós pueblos que iban a invadir la Tierra cuando llegaran los tiempos
apocalípticos del Anticristo. Encabezan la lista Gog y Magog, y figuran las bandas de hom-
bres cabeza de perro (cinocéfalos), los Sármatas y los Alanos*,
Esta sorprendente historia es, probablemente, una vaga referencia medieval a la
Gran Muralla China, edificada tres siglos antes de J.C., y a las afirmaciones que figuran en
la Historia Natural del romano Plinio. Este había incorporado en su tratado una vieja tradi-
ción que señalaba la existencia de las “Puertas del Cáucaso, trabajo inmenso de la naturaleza,
por haber hendido de golpe la cordillera [...] donde se añadió un portón de vigas cubiertas de
hierro, fluyendo por medio un río de olor repugnante en cuya orilla de acá se ha fortificado en la
roca un castillo[...] para impedir el paso de pueblos sin cuento””.
46 Los 22 pueblos impuros son los siguientes: Gog y Magog, Anug y Aneg, Aquenaz y Difar,
Fotineos, Libios,
Eunios, Fariseos, Declemos, Sármatas, Tebleos, Sarmatianos, Canonios, Amatarzas,
Garmiados, los antro-
pófagos y los llamados “cabezas de perro” (cinocéfalos), Tarbios, Alanos, Fisolonicios
, Arcneos y Asalterios.
vd Pimio, VI 30,
46
La primera mención de los pueblos que han de transformarse en hordas malditas
está en el Libro del profeta Ezequiel, escrito en el siglo VI antes de J.C. Cuando Ezequiel
profetiza castigos divinos a causa del pecado de los hombres, habla de un rey Gog y de su
pueblo Magog:
Hablóme el Señor diciendo: Hijo del hombre, dirige tu rostro contra Gog, a la tierra de
Magog, al príncipe y cabeza de Mosoc y de Túbal, y profetiza contra él. (Ezequiel, 38:1-2).
También el último libro de la Biblia cristiana vuelve sobre el tema profetizando la
arremetida final de las hordas satánicas:
Mas al cabo de los mil años será suelto Satanás de su prisión. Y saldrá y engañara las
naciones, que hay sobre los cuatro ángulos del mundo, a Gog y Magog, y los juntará para
dar batalla, cuyo número es como la arena del mar. (Apocalipsis, 20:7-8).
Apoyada por referencias bíblicas, la creencia en estos pueblos adquiere una popu-
laridad descomunal, tanto es así que trasciende las fronteras del mundo cristiano. El geógrafo
árabe Al-Idrisi menciona una expedición que debía localizarlos y el propio Mahoma habla
de ellos en el Corán. Tan importante fue el temor del ataque final que sirvió para explicar
el origen de las invasiones que asolaron Europa: los hunos de Atila en el siglo V, seguidos
por los húngaros en los años 900 y los tártaros del siglo XII, eran filtraciones o desbordes de
los pueblos perversos aprisionados por Alejandro que fueron vistos como un anticipo de la
inexorable invasión final.
Hacia 1165, los pueblos de Gog y Magog figuran en una de las piezas maestras del
imaginario europeo: la famosa misiva dirigida por el Preste Juan, el Monarca-Sacerdote mitoló-
gico, al emperador bizantino Manuel l y al rey de Francia. Se desconoce el autor real de la carta
e incluso su lengua original. Aunque se trata sin duda de un documento falso, va a adquirir una
enorme popularidad, lo cual le valdrá su traducción a buena parte de los idiomas europeos. En
ella, el Preste Juan pone en guardia a sus colegas contra los aliados del Anticristo:
Esta nación está maldecida por Dios; se la llama Gog y Magog, y sus habitantes son más
numerosos que los de todos los otros pueblos. Cuando advenga el Anticristo, se multipli-
carán por el mundo entero, ya que son sus aliados”,
Otra fuente de información sobre los pueblos apocalípticos eran las narraciones de
los monjes enviados al Oriente por monarcas europeos. Andrés de Longjumeau, embajador
de Luis IX (San Luis), partió con la misión de buscar una alianza entre cristianos y tártaros
contra los árabes. A su regreso explicó que los tártaros, originarios de un gran desierto de
arena que comenzaba en la extremidad oriental del mundo, habían cruzado el muro de
montaña -la Gran muralla China- que retenía a los pueblos encerrados*.
47
Uno de los pocos viajeros medievales conocidos que presentó una visión más racio-
nal de estos pueblos fue Marco Polo. Para él, Gog y Magog estaban en la provincia de Tenduch
(Georgia), situada en los dominios del Preste Juan, en un territorio rico en lapislázuli, oro,
plata, con sus habitantes que fabricaban armas finísimas. Cuando Cristóbal Colón lee este
párrafo, se limita a apuntar lacónicamente: “Gog Magog”, “Lapislázuli”, “armas” y “minas de
plata”,
En una Europa mística, regida por los preceptos bíblicos, comenzaron a manifestar-
se los primeros asomos de racionalismo. En sus inicios, esta nueva forma de pensar no
pretendía negar los dogmas sino explicarlos. Surge entonces la necesidad de poseer infor-
maciones más precisas sobre los pueblos que amenazaban al Occidente.
El monje franciscano y filósofo inglés Roger Bacon, uno de los primeros defensores
de la ciencia experimental contra la escolástica, se interesa en el problema. Siguiendo la
lógica de su época, preconizaba un serio estudio de la geografía para que los hombres
determinen con exactitud el lugar donde se sitúan los pueblos de Gog y Magog y puedan
armarse convenientemente contra el asalto inminente”.
Los debates sobre los pueblos del fin del mundo continuaron durante varios siglos.
Su localización varió en función del progreso de los conocimientos geográficos y de las
contingencias políticas; del desfiladero de Derbend en el Cáucaso, retrocedieron hasta el
mar Caspio para luego alcanzar la Gran Muralla China que contenía a los tártaros.
Al llegar el siglo XIII, la creencia en Gog y Magog sufre una transformación funda-
mental. En el tercer y cuarto Concilio de Letrán, la Iglesia adopta una actitud resueltamente
hostil a los judíos; los monjes de las órdenes mendicantes pronuncian ardientes sermones
que excitan el antisemitismo latente en buena parte de las poblaciones europeas. Se impo-
ne a los hijos de Judá un signo distintivo y se les obliga a vivir en barrios especiales”?
acusándolos de crímenes rituales, profanación de hostias y envenenamiento de pozos. En
ese clima, la cristiandad cedió fácilmente a la tentación de establecer una asociación entre
las hordas bestiales y las diez tribus perdidas de Israel.
El Libro de los Reyes explica que a la muerte del Rey Salomón sobrevino la división
de su reino en dos: el reino de Judá, fiel a su hijo Roboam, formado por las tribus de Judá
y Benjamín y el reino de Israel, dirigido por Jeroboam, que obtuvo la adhesión de las diez
tribus restantes”, La escisión fue seguida de un largo período de cautiverio en Asiria y
Babilonia, del que sólo las dos tribus de Judá retornaron a la tierra prometida. De las diez
tribus del reino de Israel, deportadas en masa hacia el oriente del imperio, se perdió todo
rastro.
SANTAELLA, 61-63.
Be BoorstiN, 1986, 104-105.
El término “ghetto” (judería) fue empleado por primera vez en Venecia en 1516 (ghetti).
Ruñén, Simeón, Leví, Isacar, Zabulón, José, Dan, Neftalí, Gad y Aser.
48
Para la implacable lógica medieval, las diez tribus perdidas eran los pueblos inmun-
dos. Así lo afirma la Historia escolástica de Pedro Coméstor y el Tractatus contra ludeos de
Pedro Bruto*, Algunos cartógrafos suscriben la nueva versión de la leyenda; en los
mapamundis de Contarini-Roselle (1506), J. Ruysch (1508) y Waldseemiiler (1513), figuran
los “Tudei clausi” cercados por montañas',
es
Detalle de la carta de Giovani Matteo Containi, Florencia, 1506. En el Norte de Asia, al borde de un fabuloso
océano septentrional se encuentran los “Iudei Clausi” encerrados en un círculo de montañas. La “Terra de
Cuba” aparece cerca de la isla de “Zinpangu” (Japón de Marco Polo).
49
Una vez descubierto el Nuevo Mundo, se vincula a los indios americanos con las
tribus perdidas. Existe un parecido morfológico entre una parte de ellos y los mongoles
que no escapa a los primeros cronistas. Miguel de Cúneo anota que tienen “la cabeza chata
y el rostro mongólico”*, y Amerigo Vespucci dice que los naturales “no son muy bellos de
rostro, pues tienen la cara ancha, que quieren parecerse a los tártaros””.
El paso decisivo lo da Fray Diego Durán en su Historia de las Indias de la Nueva
España, donde se lanza a una larga demostración destinada a probar que los indios son los
restos de las diez tribus perdidas. Su idea es seguida por el dominico Gregorio García, para
quien los hebreos pasaron al Nuevo Mundo por el estrecho de Anián. Por eso describe los
indios diciendo que “/[...] tímidos y medrosos son, cuán ceremoniáticos, agudos, mentirosos e
inclinados a la idolatría”, o sea las características que la cristiandad medieval atribuía a los
judíos*,
Por extraña que parezca, la asociación entre amerindios e israelitas corresponde al
ideario de la época colonial. Los conquistadores victoriosos ambicionaban rápidas y opu-
lentas fortunas; organizaron la extracción de minerales y se apropiaron de las tierras; los
indios fueron forzados a vivir en estado servil bajo el régimen de las encomiendas”o a
trabajar en las minas en condiciones inhumanas. En este ámbito, su identificación con los
judíos, considerados entonces grandes enemigos de la Iglesia y expulsados de España el
mismo año del descubrimiento de América, contribuye a disipar eventuales escrúpulos de
quienes se compadecían de su triste suerte.
A O E A E AI IA
ES Gu, 1989, 222.
eta Vespucci, 1986, 106.
do Gr, 1989, 223.
Encomiendas. Tierras e indios que se le entregaban a un conquistador a título de remuneración
.
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Detalle de la carta de Johannes Ruysch, 1553. En el Norte de Asia se encuentran los “Iudei Inclusi” cerca-
dos de montañas: las diez tribus de Israel aparecen claramente identificadas con los pueblos de Gog y
Magog. La “Terre Sancte Crucis” es el primer nombre con el cual fue conocido Brasil. Bibliotheque Royale
de Belgique.
dl
Las prédicas de Santo Tomás en América
52
Dicen que San Thomé, a quien ellos llaman Zomé, pasó por allí, y esto les quedó por
dicho de sus antepasados y que sus pisadas dejaron huella cerca de un río, las cuales fui
a ver para más certeza y vi con los propios ojos cuatro huellas muy señaladas, con sus
dedos, las cuales algunas veces cubre el río cuando crece. Dicen también que cuando dejó
esas pisadas iba huyendo de los indios, que lo querían flechar, y llegando allí se le abrió
el río y pasó por en medio de él a la otra parte sin mojarse. De allí partió para la India.
Asimismo cuenta que cuando los indios lo querían flechar las flechas se volvían en su
contra, y las matas le hacían camino por donde pasare; otros cuentan esto como escar-
nio. Dicen también que les prometió que había de regresar otra vez a verlos”,
Simáo de Vasconcelos, también jesuita, pretendió haber encontrado las huellas del
Santo en cinco sitios diferentes de la costa brasileña: San Vicente, Itapoá, Bahía de Todos
los Santos Itajuru y Toqué-Toqué; en este último lugar habría aparecido milagrosamente
una fuente de aguas medicinales”. Además, cree escuchar referencias a prédicas anterio-
res de hombres blancos sobre Dios y la vida futura; enseñaron a los indios a sembrar y a
cultivar la mandioca, pero debieron retirarse ante la mala acogida: “Uno de ellos se llamaba
Zumé -dice Vasconcelos- lo que equivale a Tomás”*,
Gracias a la captura simbólica de la imagen del Dios Zumé y su transferencia al
universo de referencias cristianas, la religión de los conquistadores comienza a penetrar en
el mundo Tupí-Guaraní. La jerarquía eclesiástica usó su influencia para localizar trazas de
los pasos del Apóstol y crear lugares de peregrinación consagrados al culto cristiano. Tan
grandes esfuerzos por demostrar antiguas predicaciones se explican, no sólo por razones
doctrinales. Había también razones políticas: si los Apóstoles habían llegado a América
antes que los conquistadores, la Iglesia podía pretender sobre las tierras descubiertas ma-
yores derechos que los reyes de España y Portugal.
El misionero y lingúista español Antonio Ruiz de Montoya, autor de La conquista
espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, publicada en 1639, se esfuerza en
aportar la confirmación de una antigua presencia cristiana. El Apóstol había llegado a
América en “embarcaciones romanas que por la costa de África tenían comunicación con Amé-
rica, o por milagro, que se puede tener por más cierto”*. Las “huellas” de las predicaciones
llegaron a ser tan numerosas que se trazó el camino recorrido por el discípulo incrédulo.
Desde la costa de Brasil hasta cerca de Asunción donde abundan las “pruebas” de los ser-
mones del santo; huellas de sus pies calzados de sandalias y de los animales que lo
escuchaban, y también rocas que le sirvieron de púlpito. De allí parte a Perú vía Santa
Cruz, donde se hallaron los mismos indicios con más detalles.
53
Para Montoya, las primeras huellas del periplo se encuentran en la isla de San Vi-
cente, cerca de Sáo Paulo. A doscientas leguas de la costa distinguió un camino de ocho
palmos de ancho, en el que la hierba se hacía menuda y aunque se quemasen los campos la
vegetación volvía a crecer del mismo modo. En Asunción -continúa Montoya- se recono-
cían huellas de sandalias sobre un peñasco; el pie izquierdo estaba más adelante y más
marcado que el derecho, lo que permite entrever la posición de un orador; o sea que desde
allí pronunciaba el santo sus sermones.
También se le atribuyen al Apóstol viajero castigos hacia los naturales hostiles a
sus prédicas. Según el jesuita, los indios lo recordaban con temor, pues, para castigar la
insolencia de sus antecesores, aumentó el tiempo de maduración de la mandioca.
En Perú los milagros proliferan. Más se adentraba el Santo en tierras peruanas y
mayores eran las marcas de su paso, a pesar que allí Santo Tomás se encontraba en compe-
tencia con el Apóstol San Bartolomé, que para algunos autores también había estado en
América'*, En la provincia de Chachapoyas se hallaron rastros tan importantes que las
autoridades eclesiásticas decidieron construir una capilla:
En la provincia de Chachapoyas, que visité, a dos leguas de un pueblo llamado San Anto-
nio, hay una gran losa de más de un estadio de largo y seis pasos de ancho, en cuya super-
ficie están impresos los huecos de dos pies entrelazados[...] Delante de estas huellas hay dos
cavidades en las que entran las rodillas, lo que demuestra que allí se arrodillaba el santo,
cosa que creen muchas gentes[...] El santo Obispo de Los Reyes, D. Toribio Alonso Mongrobejo
fue a cerciorarse personalmente y de rodillas agradeció al Señor. El Arzobispo hizo cons-
truir una capilla sobre la losa, para así conservar con decencia esta reliquia”.
También tuvo un gran éxito la prodigiosa cruz que el Apóstol portaba para recordar
el suplicio de Jesús. Según el sacerdote Nicolás del Techo los habitantes de la región si-
guiendo los consejos del demonio, habían intentado destruirla: la echaron al agua pero no
se hundió, trataron de quemarla sin éxito y finalmente la enterraron a orillas del lago
Titicaca. Se dice que la reliquia fue recuperada y alcanzó una gran veneración por los
múltiples milagros que se le atribuían**,
Las prédicas de Santo Tomás en América son uno de los escasos mitos de origen
luso-brasileño y se puede pensar que su existencia correspondió a las necesidades de la
colonización portuguesa: la esclavitud de los indios Tupinambos y de los africanos, encon-
tró menos resistencias en los intelectuales portugueses que en los españoles. Si
efectivamente, uno de los discípulos de Cristo había predicado los evangelios en América,
los indios ya no pecaban de ignorancia ante la verdad revelada, sino pasaban a ser apóstatas
y su reducción al cautiverio y a la esclavitud se hacía en aras de la fe.
54
Durante algunas centurias, la fábula de Santo Tomás provocó muchos revuelos en
América -y también en Ceilán, donde se hallaron otros vestigios del Apóstol- hasta princi-
pios del siglo XX, cuando una visión menos apasionada del pasado la relegó al anecdotario
de la historia.
La Fuente de la juventud
Cómo Alejandro encontró la Fuente de la juventud. La fuente de la vida, en el centro del jardín, está custodia-
da por leones, dragones y grifos. Sus aguas alimentan una laguna en la que se bañan los habitantes del Paraíso,
símbolo de la regeneración. Miniatura del siglo XV, extraída de La historia del rey Alejandro, manuscrito de la
biblioteca de los duques de Borgoña. (Colección Dutuit, Musée du Petit-Palais, París).
55
Utnapistim, donde el único sobreviviente del Diluvio le indicó la manera de alcanzar su
propósito: debía apoderarse de una planta marina cuyas espinas provocan un dolor inso-
portable. Se zambulló y la arrancó del fondo del océano, pero para su desgracia, cuando
reposaba sobre una playa el alga fue devorada por una serpiente.
Otro héroe de la Antigitedad, el legendario Ulises, resistió las seducciones de la
hermosa ninfa Calipso, quien le ofreció la vida eterna a cambio de su afectuosa compañía.
La aspiración a la perennidad de la vida encontró en el agua su elemento simbólico.
Desde la noche de los tiempos, muchas culturas otorgaron a fuentes o manantiales un valor
casi mágico. El contacto con el agua, sea en forma de bebida, baño o aspersión, se vincula
con ritos que permiten recuperar la salud, purificar cuerpo y espíritu, fecundar la tierra y
reproducir la vida.
La Biblia confirma el agua como símbolo vital cuando menciona una fuente, ante-
rior a la creación del hombre e incluso del Paraíso:
No había aún sobre la tierra arbusto alguno del campo, ni había brotado ninguna hier-
ba del campo, porque el Señor Dios no había aún hecho llover sobre la tierra, ni había
hombre que la cultivase. Salía empero de la tierra una fuente, que iba regando toda la
superficie de la tierra. (Génesis 2, 5:6)
Puesto que esta fuente surte aguas a un lugar donde se desconoce el dolor, el traba-
jo y la muerte, era natural otorgarle propiedades extraordinarias. Siguiendo esa lógica, las
aguas provenientes del Paraíso ocupan un lugar de honor en el imaginario medieval. Ellas
representan la continuidad de la vida y la victoria sobre la muerte.
El Romance de Alejandro relata como el rey se aproximó a la fuente de la vida pero,
para su más grande desgracia, no fue él, sino su cocinero, quien conseguiría beber de sus
aguas. Había penetrado con trescientos sesenta hombres en unas extrañas tierras llamadas
el País de los Bienaventurados, donde no luce el sol. Avanzaba por un terreno llano cubierto
de bruma y de tinieblas, de pronto encontraron un lugar:
en el que había una fuente resplandeciente, cuya agua refulgía como el relámpago, y
había otros muchos manantiales de agua. El aire de aquel lugar era bienoliente y no
demasiado sombrio.
Estaba hambriento y quise tomar mi comida, así que llamé a mi cocinero que se llama-
ba Andreas y le dije:
- ¡Prepárame un bocadillo!
El tomó un pescado seco y fue a lavarlo, para servirlo de comida, en el agua resplande-
ciente del manantial. Y, apenas remojado en el agua, revivió el pez y escapóse de las
56
manos del cocinero. Éste se espantó y con el susto no me contó lo sucedido. Pero él tomó
agua de la fuente bebió y se guardó algo en un recipiente de plata. Como todo el lugar
rebosaba de múltiples manantiales, todos nosotros bebimos agua de otros. ¡Ah, qué des-
gracia la mía, que no me estaba destinado beber de aquella fuente de inmortalidad que
hacía revivir a los muertos, la que había probado mi cocinero!
El cocinero -muy osado- decidió seducir a una hija del propio Alejandro con la pro-
mesa de hacerle beber aguas de la fuente de la inmortalidad, y así lo hizo. El rey, envidioso de
la perennidad adquirida por ambos, desterró a su hija Neraída, y el cocinero fue arrojado al
mar con una piedra de molino atada al cuello. La tradición dice que la pareja eterna erra por
las profundidades marinas. Del afortunado pez resucitado no se ha vuelto a tener noticias'”,
Otra evocación moderna de una fuente milagrosa, se encuentra en los Viajes del
magistral fanfarrón inglés Sir John de Mandeville. Este personaje conoció, al parecer, el
Próximo Oriente. De retorno a Europa, redacta en Lieja entre 1356 y 1390, una relación
bien condimentada con los frutos de su imaginación prodigiosa. Sus narraciones conocie-
ron un éxito extraordinario y llegaron a ser una de las obras más leídas de su tiempo.
Cuando aborda la isla que nombra “Lomba”, encuentra la Fuente de la juventud y, por
supuesto, bebe de sus aguas:
Al cabo de esta foresta, bajo el nombre Polumbo, se halla la ciudad llamada Polimba, y
en la falda del mismo monte se encuentra una fuente denominada Fuente de la juven-
tud [...] Y quien quiera que beba en ella tres veces durante algunos días en ayunas, sana
en poco tiempo de toda enfermedad interna que lo aqueje, excepción hecha del langor de
la muerte. Yo, Juan, bebí de esta agua tres o cuatro veces, por lo que hasta el día de hoy
creo que tengo más vigor corporal. Se piensa que aquella fuente deriva directamente por
canales subterráneos de la fuente del Paraíso terrenal”,
En los años de los descubrimientos, el mito de la fuente atraviesa el océano en la
imaginación de los conquistadores. Los fascina la vegetación lujuriante, los paisajes idílicos
y, extrañamente, la edad y el hermoso físico de sus aborígenes. Colón, inmediatamente
después de tomar posesión de las nuevas tierras en nombre de los Reyes Católicos, anota
en su diario sus primeras impresiones sobre los hombres que las poblaban:
Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mugeres, aunque no
vide más que una farto moca, y todos los que yo ví eran todos mancebos, que ninguno
vide de edad de más de xxx años, muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy
buenas caras, los cabellos gruessos cuasi como sedas de cola de cavallos e cortos”.
SU
En esta erótica Fuente de la juventud, personas decrépitas la alcanzan difícilmente pero al contacto con el
agua recobran vigor. Anónimo, hacia 1630, Castello dei Morra, Monta.
58
Los treinta años eran entonces una edad considerada perfecta. Viejas tradiciones
judaicas heredadas por el cristianismo indican que Dios creó a Adán en la lozanía de los
treinta años: alrededor de esta edad resucitó Cristo y han de resucitar los muertos después
del Juicio Final. Colón, cautivado por el embrujo de una naturaleza generosa, percibe los
nuevos territorios y sus habitantes como un mundo inmaculado que excluye la vejez”.
Aunque la visión inicial de Colón fue abandonada, gran parte de los exploradores de
América creyeron dar con “salvajes” que gozaban de una longevidad descomunal. Les impre-
sionaba la medicina natural de los indios. Según el historiador E. de Gandía, éstos conocían
plantas y árboles que comunican al agua prodigiosas virtudes curativas”, Amerigo Vespucci, en
1502, asocia el clima templado y las plantas medicinales a una esperanza de vida prolongada:
Son gente que viven muchos años, porque, según sus recuerdos, hemos conocido allí muchos
hombres que tienen hasta 4 grados de descendientes. Y no saben contar los días ni cono-
cen los meses ni años, salvo que cuentan el tiempo por meses lunares, y cuando quieren
mostrar alguna cosa, su tiempo lo mostran con piedras, poniendo una piedra por cada
luna; y encontré un hombre de los más viejos que me indicó con piedras haber vivido
1.700 lunarios, que son, me parece, 132 años, contando 13 lunarios por año”.
Un año después vuelve sobre el tema:
Viven 150 años y pocas veces se enferman, y si caen en una mala enfermedad a sí mis-
mos se sanan con ciertas raíces de hierbas. Estas son las cosas más notables que conocí
acerca de aquellos. El aire allí es muy templado y bueno y según pude saber por relación
de ellos mismos, nunca [hubo] allí peste o enfermedad alguna, producida por el aire
corrompido, y si no mueren de muerte violenta, viven una larga vida, [...]”.
En el siglo XVI se multiplicaron las relaciones sobre hombres rústicos y longevos,
viviendo en armonía con la naturaleza. Pigafetta habla de gentes que vivían hasta ciento
treinta años. El capitán francés Jean Ribault cuenta que durante su visita a la efímera
colonia de la Florida, vio ancianos de una agilidad sorprendente; su colega René de
Laudonniére, señor de Ottigny, pretende haber encontrado hombres de doscientos cincuenta
años. Incluso en el siglo XVII, Claude de Abbeville cuenta maravillado que en la misión de
Marañón, en Brasil, hay mujeres de ochenta y cien años que amamantan a sus nietos”,
Estas vidas prodigiosamente largas debían tener su causa. La representación de una
fuente milagrosa, capaz de remendar las energías de los humanos, se asentó sólidamente en
las creencias de los primeros conquistadores. Algunos de ellos emprendieron su búsqueda.
59
Juan Ponce de León nació como bastardo de la casa de Arcos, una familia de la
antigua nobleza; se educó en la corte de Aragón, donde llegó a ser paje del futuro rey
Fernando V. Es probable que haya participado en la segunda expedición de Colón, pero lo
cierto es que se instala en Santo Domingo en 1502; siendo Capitán y cogedor de diezmos,
consigue las autorizaciones para buscar oro en la isla vecina de Borinquén, y allí, en 1508
echa los cimientos de un poblado que el rey llamó cibdad de Puertorrico. A poco andar, debe
enfrentar un alzamiento general de los indios borinqueños, descontentos con el régimen de
las encomiendas, en el que su pequeño ejército salió muy mal parado. Este revés le costó el
puesto de Gobernador.
Durante su breve gobierno, Ponce había hecho buenas amistades con el cacique
Agiteybana, quien probablemente le reveló la existencia de la ínsula de Bímini, un pequeño
archipiélago situado frente a la actual ciudad de Miami, donde emanaría una fuente de
aguas maravillosas que tenía el don de rejuvenecer a las personas. Exaltado por la creencia
en la fuente, consigue una capitulación firmada por el rey Don Fernando que lo autoriza a
descubrir y poblar la isla de Bímini.
El cronista Antonio de Herrera, quien consultó los documentos originales, revela
los verdaderos objetivos de la expedición:
Es cosa cierta, que además del principal propósito de Juan Ponce de León, para la navega-
ción que higo[...] que fué descubrir nuevas tierras [...] fué a buscar la Fuente de Bimini ien
la Florida un Río, dando en ésto crédito a los indios de Cuba, i a otros de la Española, que
decían que bañandose en él, o en la Fuente, los hombres viejos se bolvían mocos [...]”.
En marzo de 1513, Ponce y sus hombres parten de la rada de San Germán, en Puerto
Rico, rumbo al norte. El 27 de ese mes, día de Pascua Florida (Resurrección) avistan tierra
y creyendo que se trata de una isla, la denominaron Florida. Después de algunas semanas
de exploración capturan algunos indios y regresan a Puerto Rico deslumbrados por la her-
mosísima vegetación de aquellas regiones.
De allí se embarca Ponce rumbo a España, donde recibe el título de Adelantado de las
islas de Florida y Bímini, y colmado de honores, retorna a América. Durante esta breve estan-
cia divulga informaciones sobre la fuente de aguas prodigiosas”, las que llegarán hasta los
oidos crédulos de la nobleza española, conmovida por las maravillas del Nuevo Mundo.
La tumultuosa vida de este bastardo terminó en La Habana, en 1521, por obra de un
flechazo lanzado por los indios de las costas floridanas. Sus restos yacen en la catedral de
Puerto Rico, donde se le construyó un imponente monumento.
Entretanto, en España, los rumores propagados por Ponce provocaban debates his-
tóricos y teológicos, la intelectualidad se preguntaba: ¿y si, efectivamente, este osado
60
descubridor había encontrado la fuente que los hombres añoran desde el alba de los
tiempos?
El cronista Pedro Martyr y el doctor Diego Álvarez Chanca, médico del segundo
viaje de Colón, confirmaron los rumores sobre el hallazgo de la fuente, pero no les dan
crédito por razones teológicas; para ellos, renovar la vida es una prerrogativa que Dios se
ha reservado para sí”. Sin embargo, la creencia en la fuente resistió las primeras críticas y
persistió algunas décadas.
Mientras tanto, en 1520, los marinos de dos carabelas dedicadas a la captura de
indios para esclavizarlos, se encuentran al norte de La Florida, donde descubren nuevas
tierras pobladas y un río que bautizan San Juan Bautista.
Las noticias de este descubrimiento llegan a oídos del licenciado Vázquez de
Aillón, uno de los tres primeros jueces de Santo Domingo y traficante de esclavos por
añadidura. De regreso a España, el letrado mercader busca apoyos para proseguir la
exploración de las tierras recientemente descubiertas. Se entrevista con muchos nota-
bles, entre los cuales figura el cronista Pedro Martyr, siempre ávido de noticias del
Nuevo Mundo. En estas tertulias, Aillón reemplaza el nombre del río San Juan Bautista
por el de Jordán, estableciendo así una relación entre las aguas cristalinas descubiertas
en la Florida y el manantial de la vida eterna donde fue bautizado Cristo y se curaban
los leprosos*',
Los rumores de Ponce y las fábulas de Aillón mantuvieron encendido el mito de la
Fuente de la juventud, al menos en las primeras generaciones de conquistadores. El cronis-
ta Herrera explica cómo indios y españoles iban a la Florida en busca de las aguas milagrosas,
tanto que “/...] no quedó Río, ni Arroyo en toda la Florida hasta las lagunas, 1Pantanos, adonde
no se bañasen [...]”%.
Esta ola de crédulos colonizadores fue conmovida por un pintoresco relato de un
joven español que vivió 17 años entre los indios. El Galeón que transportaba a Hernando de
Escalante Fontaneda -un mancebo de 13 años- naufraga en 1551 en las costas de la Florida,
tierras en las que Hernando vivirá hasta los 30 años. Durante todos esos años el muchacho
busca afanosamente el manantial capaz de renovar las energías humanas. Según él, los in-
dios de Cuba realizaban una peregrinación hacia esas tierras para “cumplir con su ley”.
Otro notable, el deán Castro, afirmaba haber conocido al anciano padre de uno de
sus criados; el hombre partió hacia la fuente, se bañó en ella y bebió de su agua durante
varios días. De regreso prodigaba tal energía y vigor que se volvió a casar y tuvo varios
hijos.
61
La fuerza de la tradición fue tal que durante un período de tiempo la eventualidad
de la fuente fue debatida entre los intelectuales de la época. Pedro Martyr había rechazado
las afirmaciones de Ponce en 1514, pero diez años después vacila ante la realidad de
las aguas milagrosas. Basándose en afirmaciones de tratados de zoología medievales se
interroga: ya que el águila se renueva, la serpiente cambia su piel y el ciervo rejuvenece al
tomar el veneno del áspid, ¿no podría la Providencia haber concedido igual posibilidad a
los hombres?*?
62
Aunque las dudas de Pedro Martyr persistieron durante algunas generaciones, el
mito de la fuente de la perenne juventud no perduró en América. La creencia en aguas
maravillosas que podrían, si no hacer inmortal al hombre, al menos renovar su vigor, estaba
en oposición directa con los preceptos teológicos sostenidos por la Iglesia. Esta, que poster-
ga la salud completa del cuerpo y del alma hasta una segunda existencia, no podía tolerar
en este mundo aguas rivales a sus promesas de una gloriosa vida futura.
Pese al avance de los siglos, la añoranza de estas aguas milagrosas aún palpita en
nuestros espíritus. Los muros de nuestras ciudades están cubiertos de imágenes evocadoras
del mito. Hay pomadas maravillosas que borran las arrugas, estiran la piel y esconden el
paso de los años. La fuerza regeneradora de los manantiales de agua purísima, surgidos de
la naturaleza salvaje, se vende encerrada en envases de plástico, como tratamiento casi
milagroso contra todas las agresiones de la vida moderna; permite adelgazar, purificar al
organismo de toxinas y posterga las huellas del paso del tiempo. En el fondo, las imágenes
idílicas que anuncian estos productos, ¿qué son sino una versión moderna del legendario
sueño de Juan Ponce de León?
IS
Facsímil de la firma de Juan fp
Ponce de León.
63
CarítuLO III
LAS LEGENDARIAS ISLAS DE LA “MAR OCÉANO”
65
La “Mar Océano”
Las informaciones sobre los mares desconocidos provienen de los antiguos, de las
tradiciones de los pueblos pescadores y de las primeras exploraciones sistemáticas.
Heródoto atribuye al Faraón Necao (609-564 antes de J.C.) el mérito de haber orga-
nizado una flota tripulada por marinos fenicios, que habría logrado circunnavegar África.
Esta legendaria expedición habría zarpado del mar Rojo para llegar tres años más tarde a
Gibraltar, deteniéndose cada invierno el tiempo necesario para sembrar y cosechar. Tam-
bién relata las travesías del General cartaginés Hannón, quien hacia el año 450 antes de
J.C. alcanzó el Cabo Bojador, de retorno visitó islas de vegetación frondosa que llamó
Fortunadas. Por otra parte, existen referencias de una expedición del navegante greco-
marsellés Pytheas, que en el siglo IV antes de J.C. visitó Gran Bretaña y Tule, probablemente
Islandia.
Estas exploraciones, y sin duda otras, permitieron a los antiguos intuir o conocer la
presencia de islas en el océano. El romano Plinio el Viejo, en su Historia Natural redactada
en el primer siglo de nuestra era, recopiló buena parte de la ciencia de su época. Allí men-
ciona cuatro conjuntos de islas: Atlantis, frente al monte Atlas, que se situaba en el extremo
occidental de Mauritania; las Gorgades, a dos días de navegación del continente, otrora
habitadas por las Gorgonas**, donde Hannón había capturado dos mujeres peludas; las
Hespéridas (islas del poniente), más lejanas, probablemente a 40 días de navegación. Más
allá -dice- la situación es incierta*. Las islas Fortunadas -continúa Plinio- están en la costa
de Mauritania; ellas son: Ombrios, Junonia (donde se ve un pequeño templo), Capraria (le-
na de reptiles), Nivaria, que tomó ese nombre de sus nieves eternas y Canaria, donde hay
vestigios de edificios, llena de enormes perros*. Por esos años, el romano-ibérico Pomponius
Mela señala en su Cartografía la existencia de las Islas Cassitéridas (islas del estaño), situa-
das al Oeste de Gran Bretaña.
Sin embargo, existía una franja de la población europea que, del golfo de Vizcaya
hasta el mar del Norte, vivía desde tiempos remotos frente al vasto océano Atlántico. Aque-
llos pueblos, apartados de los conocimientos librescos de los clásicos grecoromanos, poseían
conocimientos empíricos acumulados por generaciones de humildes pescadores. Tras el
codiciado bacalao, vascos, bretones, irlandeses, ingleses y otros, no titubeaban ante las
inmensidades marinas llegando quizá hasta los ricos bancos de Terranova, descubriendo de
paso una buena cantidad de islas desconocidas para las civilizaciones clásicas.
Las Gorgonas eran: Medusa, Euríale y Esteno, hermanas monstruosas cuya mirada era capaz de petrificar
a los mortales.
ÉS Prinio, XXXVI.
Lo Pino, XXXVII,
66
En Irlanda, después de su rápido paso al cristianismo durante el siglo V, surgió una
corriente mística ávida de tierras solitarias donde se pudieran instalar comunidades de
ermitaños. De estas peregrinaciones marítimas resultó el descubrimiento de islas nórdicas,
entre las que se encuentra Islandia.
Por su parte, los escandinavos, conocidos como normandos o vikingos, para paliar la
escasez de tierras cultivables salieron de sus fronteras hacia el siglo IX, en busca de nuevas
regiones habitables. Durante estas invasiones crearon los primeros reinos en Rusia, descu-
brieron Groenlandia y llegaron hasta América del Norte en la asombrosa aventura de Vinland.
Este término, traducido como Tierra de las viñas, designaba los territorios al Oeste de
Groenlandia, o sea, la actual América del Norte. Allí fundaron colonias hacia el año 1000,
pero a causa de la resistencia de los amerindios y de las dificultades de comunicación, se
extinguieron después de algunas décadas. Durante siglos, Europa del Sur ignoró estas proezas
de la navegación escandinava”,
Ei GRAVIER, 1955.
67
Globo terráqueo de seHam. Este globo, el más antiguo que se conserva, fue confeccionado en Lisboa, en 1492,
el mismo año del descubrimiento de América. Representa los conocimientos geográficos y la percepción del
planeta que debía tener la generación de Cristóbal Colón. Las Columnas de Hércules (Gibraltar) están separa-
das de la isla de Cipango (Japón) por un océano poco extendido, salpicado de islas, muchas de ellas imaginarias.
Al Este de África anota: “Los navegantes de India, donde fue enterrado Santo Tomás, en el país llamado Moabar,
van en sus embarcaciones hasta esta isla de Madagascar”... y luego: “Isla de Ceilán donde fue martirizado Santo
Tomás. Aquí John de Mandeville encontró habitantes que tenían cabezas de perros”... Al centro del Atlántico se lee:
“En 565 San Brendán vino a esta isla a ver innumerables maravillas y después de siete años retornó a su país”... Y
también “Isla Antilia llamada siete ciudades”.
Martín BEHAm, nacido probablemente en Nuremberg, era el médico personal del rey de Portugal Juan II, y
luego miembro de la “Junta dos matemáticos” de Lisboa, título que le permite el acceso a los archivos
cartográficos. El Globo se conserva en el Germanisches Nationalmuseum de Nuremberg.
Fue necesario esperar la llegada del segundo milenio para que los navegantes volvie-
ran al misterioso mar exterior. En 1291 zarparon de Génova dos galeras, comandadas por los
hermanos Vivaldi, con el objetivo de “llegar a las Indias por la Mar Océano”, pero jamás retor-
naron de su aventura*, Mejor suerte corrió su compatriota Lancelloto Maloccello al redescubrir
las Islas Canarias a principios del siglo XIV, dándole su nombre a la isla de Lanzarote.
68
En el siglo xv, los marinos portugueses, dirigidos por el infante Enrique, empren-
den una sistemática exploración del océano y sus islas: en 1420 se instalan en Porto Santo
y Madera, hacia 1427 alcanzan las Azores y en 1455 las islas de Cabo Verde.
A estos conocimientos topográficos se suman las leyendas. Aunque la Atlántida,
mencionada por Platón en el Timeo y en el Critias, no tuvo gran significación durante los
descubrimientos, otras tradiciones que combinaban recuerdos históricos, hagiográficos y
leyendas populares, movilizaron muchos viajeros. Este fue el caso de una antigua saga
irlandesa que canta las peregrinaciones místicas de San Brendán, punto de partida de la
creencia en una fabulosa ínsula. Otra vieja tradición ibérica -posiblemente inspirada por
la isla del monje irlandés- ensalzaba el coraje de siete obispos que en tiempos de las inva-
siones árabes huyeron con sus diócesis hacia la isla Antilia.
Quizá esta legendaria isla volvió a Irlanda bajo la denominación de Brasil, de breasil,
gran isla en gaélico, donde se encontraría polvo de oro, o bien a causa de un palo tintorio
llamado Brasil desde comienzos del primer milenio*. Otra explicación muy convincente
vincula este topónimo al vocablo irlandés Hy Bressail y O'Brasil que significaría isla Afortu-
nada, o sea la isla de San Brendán. La justaposición de la Isla Afortunada de San Brendán
y la isla de O'Brasil se explica porque muchos cartógrafos meridionales desconocían el
idioma irlandés”. La confusión aumenta cuando se recuerda que los Antiguos llamaban
“Islas Afortunadas” a las Canarias.
Armados de nuevas técnicas y motivados por nuevos objetivos, los cartógrafos de
los siglos XIV y XV se ponen a trazar los mapas de la Mar Océano; diseñan islas a partir de
los conocimientos del momento. Con frecuencia se copian mutuamente, cometiendo a
veces errores de traducción; otras veces esbozan ínsulas siguiendo las reseñas de los nave-
gantes que creían o decían haberlas encontrado. Pero, por encima de todo, la tradición
continúa determinando el saber.
Las Fortunadas de los antiguos se identifican rápidamente con las Islas Canarias.
En general, las Hespérides grecorromanas se asimilan a las Azores, y las Gorgades a las del
Cabo Verde.
¿Y las otras? Las islas de San Brendán aparecen por primera vez en la carta de
Hereford (+1275), y a partir de entonces proliferan en los mapas, al igual que Antilia. En
algunas cartas se encuentra Stockafixa, sufrida traducción al italiano del término inglés
stockfisch (bacalao). También se sitúa Frislandia, resultado de una confusión con las Feroés,
y la misteriosa ínsula Brasil.
A partir de 1480, unos comerciantes de Bristol organizan al menos dos expediciones
para “descubrir Brasil”; John Jay afirma en 1480 que estuvo a punto de alcanzar *... la isla de
69
Brasil, al Oeste de Irlanda”. Al año siguiente Thomas Croft parte en su busca. Después del
descubrimiento de América, en 1494, el embajador español en Londres informa a sus reyes
que “cada año, en Bristol arman tres o cuatro carabelas para hallar esta isla [Brasil] y la isla de
las Siete Ciudades a instigación del genovés”... [Juan Caboto]”.
Científicos del calibre de Gerard Mercator, inventor del método de proyección del
globo terrestre sobre un rectángulo, se sienten obligados a colocar en sus mapas islas fabulo-
sas, detallando sus contornos y precisando ciudades. Incluso en el siglo XIX, una buena parte
de las cartas marinas y de los globos terráqueos exhiben un océano Atlántico poblado de
islas imaginarias... que perdurarán hasta 1873 en las cartas del Almirantazgo británico”.
Predominan dos leyendas: la epopeya del eremita irlandés y la mítica isla Antilia.
San Brendán fue un obispo irlandés que participó en la evangelización del Norte de
Inglaterra en el siglo VI. El episodio más destacado de su vida lo relata un texto llamado
Navigatio Sancti Brendani, redactado tres siglos más tarde por monjes irlandeses que vi-
vían en el continente europeo. El original fue el punto de partida de más de 120 manuscritos
gaélicos, sajones, flamencos, franceses y otros, que fueron frecuentemente alterados o adap-
tados a los gustos en boga.
Según Navigatio, San Brendán recibe la visita del ermitaño Barindo, enviado de
Dios, quien le informa de la existencia de una terra repromissionis, tierra de redención,
donde habitan quienes han ganado la vida eterna, es decir, el Paraíso. Con la ayuda de sus
discípulos construye un curragh, embarcación tradicional irlandesa hecha de un armazón
de madera cubierta de cuero de buey engrasado, e inicia una odisea que se prolongará por
siete años.
Durante el primer año alcanzan la isla salvaje, donde la Providencia había dispues-
to una opípara cena. Continúan hasta la isla de las ovejas, en la cual capturan un cordero
para sacrificarlo en Semana Santa. Llegada ésta, desembarcan en una isla desnuda, pero al
encender el fuego esta isla resulta ser un enorme pez que los zambulle en el océano. La
fuga culmina en la hermosa isla de los pájaros en la que millares de aves, mensajeras divi-
nas, les anuncian con sus maravillosos cantos que navegarán seis años más.
La profecía se cumplió. Seis veces volverán sobre el pez para celebrar la misa de Sema-
na Santa, por supuesto, absteniéndose de encender una fogata. Al final del viaje encuentran
varias islas y seres fabulosos, como un grifo maléfico vencido por un providencial dragón y
un gigante que resucitan y bautizan. Durante la travesía de un mar frío dan con una columna
70
RR SEL: A
NES
PMA, EA
Arriba. Grabados de las peregrinaciones de San Brendán. bz sorc Anton, Ausbourg, 1478. Celebran la misa
sobre un gigantesco pez; encuentro con una sirena; ingreso al Paraíso; un demonio se lleva un monje. (Publica-
dos en BRAAK M. De Reis van Sinte Brandaan, Amsterdam, 1978.)
Abajo. Navegación de San Brendán. Ilustración del siglo XV (Universitát bibliothek Heildelberg).
71
de cristal y luego con una isla que desprende humo, olor a azufre y ríos de fuego que desem-
bocan en el mar. Más tarde ven una isla de acantilados negros habitada por los condenados
y una roca donde Judas expía eternamente su traición.
Después de todos estos prodigios, desembarcan en una isla habitada por el ermita-
ño Pablo, cubierto sólo con sus largos cabellos y alimentado exclusivamente por una fuente
de agua purísima. Al verlos, les anuncia que la meta está próxima. Por última vez celebran
la misa de Pascuas sobre el gran pez Jasconius. Terminada la ceremonia, el animal los trans-
porta más allá de la isla de los pájaros. Desde allí navegan 40 días hasta penetrar en una
zona tenebrosa, protectora del Paraíso.
Más allá de las tinieblas, se ofrece a ellos una tierra dorada rodeada de una alta
muralla decorada de piedras preciosas. La puerta estaba protegida por dos dragones y una
espada de oro y diamantes que tornaba sin cesar. El ángel que los guiaba la aparta con su
mano y abre la puerta.
Donde sea que miremos, vemos bosques espesos, árboles frondosos cargados de frutos
resplandecientes, flores sin igual que mezclan sus suaves y penetrantes perfumes, ríos
danzantes de aguas cristalinas, arroyos de leche serpenteante en medio de praderas de
césped tierno. En todas partes multitudes de animales juguetean, el ciervo convive con el
lobo, las tigresas y las leonas amamantan corderos y cabritos, el gato y el perro juegan
sobre el pasto sedoso. Todo es paz y alegría. Una claridad maravillosa inunda todo, sin
que venga del sol, ya que emana de todas partes y por eso la sombra no reina en ningún
lugar. Nunca llega la noche con sus tinieblas ni las tormentas acarrean sus oscuras nu-
bes. Recogimos frutos suculentos, de un tamaño que nos era desconocido, nos refrescamos
en los arroyos de leche y en los manantiales límpidos.
Todos nuestros deseos nos eran inmediatamente satisfechos y siempre y en todo momen-
to suben en los aires límpidos los suaves acentos de las arpas que los ángeles hacen
vibrar. Ninguna palabra humana podría expresar la emoción que sentimos, la dicha que
nos llena, la felicidad en que estamos sumergidos.
El ángel les conduce hasta la cima de una montaña para que contemplen las mara-
villas del Paraíso. Después dice:
Brendán, tú rogaste tan ardientemente a Dios para que te permitiera contemplar el
Paraíso antes de que llegase tu hora. Él te lo permitió. He aquí, delante de ti el lugar de
Delicias eternas, donde, en medio de miles de otros santos, tú residirás cuando te llame el
Señor. No puedes ir más allá, no puedes ver otras maravillas, al lado de las cuales las que
contemplaste no son nada. Debes regresar, por el momento no puedes contemplar la
majestad de Dios; te quemaría los ojos y tu alegría sería tal que destrozaría tu corazón
de hombre viviente. Llegó la hora de abandonar estos lugares de delicias y retornar a la
patria terrestre.
TE
Carta de Pizzigani (1367). Esta carta fue diseñada poco después del descubrimiento de las Islas Canarias en la
Edad Media. Se puede apreciar una isla “Bragir” al SO de Irlanda y otra al SO de Portugal. Las islas de San
Brendán están en las proximidades de las Canarias bajo la protección de una imagen del santo.
El guía les sugiere que recojan frutos y piedras preciosas a fin de que en Hibernia
(Irlanda) todos sepan que “realmente abordaron la tierra prometida a los santos y a los justos”*,
¿Cómo interpretar este maravilloso relato?
Irlanda nunca formó parte del imperio romano. La llegada del cristianismo en el
siglo V, predicado por San Patricio, trajo consigo parte del caudal cultural del mundo
grecolatino, hasta entonces ausente de esas tierras remotas. La nueva fe fue absorbida con
73
más rapidez que en el resto del continente, creando un afán de saber extraordinario. En los
monasterios se compilaron y copiaron los manuscritos antiguos, escribiéndose al mismo
tiempo, y en armonía, las tradiciones orales celtas. Esta extraña mezcla de cristianismo
ferviente, racionalidad antigua y fantasía celta, fue propagada en Occidente por los misio-
neros irlandeses enviados a cristianizar o recristianizar Europa, lo que constituyó uno de
los pilares culturales de la Edad Media. En este ámbito nacieron los viajes de San Brendán.
El relato está impregnado de influencias clásicas. Las descripciones de ciertos lu-
gares como la isla de la redención rodeada de tinieblas o como la isla flotante, están
seguramente inspirados en el inevitable Pseudo Calístenes.
No es casualidad que San Brendán buscara el Paraíso en los confines del océano y
no en el Lejano Oriente. Los irlandeses eran buenos navegantes y conocían el mar, hasta el
punto de convertirlo en elemento predilecto de su imaginario. La Navigatio Sancti Brendani
contiene episodios y descripciones comparables a los que se encuentran en los Immrama
(viajes por mar), relatos heroicos de aventuras marinas escritas en lengua gaélica. Se trataba
de tradiciones de otros tiempos a las que se incorporaron elementos cristianos”,
El dominio de los espacios marinos próximos a la isla queda demostrado en la obra
científica de Dicuil, un monje irlandés que formó parte de la corte carolingia a comienzos
del siglo IX. Este monje redactó el Liber de mensura orbis terrae*, una obra de recopilación
geográfica que demuestra un conocimiento del Atlántico norte muy superior al de sus maes-
tros Plinio, Solino e Isidoro, entre otros. Cuando se refiere a las islas de esta zona, evoca el
testimonio directo de monjes irlandeses que las conocieron:
... estos autores se engañan cuando escriben que el mar es sólido en los alrededores de Tule
[Islandia], y que el día sin noche dura todo el período que va del equinoccio de primavera
al de otoño y que, viceversa, la noche dura ininterrumpidamente del equinoccio de otoño
hasta el de primavera; puesto que estos hombres [los monjes irlandeses] viajaron durante
el período de grandes fríos, se internaron en la isla, se quedaron en ella y tuvieron en todo
momento la alternancia de la noche y el día, salvo en los días del solsticio. Empero, a un
día de navegación al norte de esta isla encontraron el mar congelado.
Hay muchas otras islas en el océano, al norte de Bretaña [Gran Bretaña], que se pueden
alcanzar al cabo de dos días de navegación, en viaje directo y con vientos favorables, a
partir de las islas más septentrionales de la dicha Bretaña. Un devoto presbítero me
contó que en dos días del período estival, más la noche entre ellos, navegando en una
pequeña embarcación a dos bancos, entró en una de esas islas. Hay otro grupo de pequeñas
islas separadas por estrechas franjas de agua, donde unos ermitaños que partieron de
nuestra Irlanda vivieron más de cien años. Pero, como si hubieran sido desiertas desde
74
los inicios del mundo, a causa de los piratas normandos hoy están abandonadas, sin
anacoretas y llenas de innumerables ovejas y de diversas especies de numerosas aves
marinas. Nunca encontré mención de esas islas en los libros de las autoridades”,
El monje Dicuil, usando un estilo extraordinariamente moderno, hace referencias a
testimonios de primera mano de las islas del Atlántico norte. Algunas las conoció personal-
mente; la descripción del sol de medianoche -que sólo brilla algunos días- corresponde al
fenómeno que se puede observar en Islandia. Este es un indicio importante de que monjes
irlandeses vivieron en esta isla antes de las invasiones vikingas del siglo IX.
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Carta de PARETO. La isla Brazil aparece dos veces: al Oeste de Irlanda y en las Azores. El título Insulle Fortunate
Sact Brandany figura entre este archipiélago y las islas de Madera, Porto Santo y Desierta. Más hacia el Oeste
se encuentra la gran Antillia dibujada con su forma tradicional. (Confeccionada por el Preste BARTOLOMEO
PARETO en Génova, 1455).
75
Por otra parte, las islas habitadas por ovejas y aves marinas se pueden asimilar, casi
con certeza, a las islas Feroés, ya que en escandinavo antiguo Faer-eyjar significa isla de las
ovejas. Todo ésto no deja de tener semejanzas con los episodios de la isla de las ovejas y la
isla de los pájaros relatados en la Navigatio sancti Brendani.
Homero, hacia el siglo VIII antes de J.C., situaba los Campos Elíseos más allá del
océano, en las islas Fortunadas, donde iban a parar las almas de los héroes. Los romanos
conocieron las islas Canarias y, evocando esta tradición, las llamaron Fortunadas. Algunos
cartógrafos de finales de la Edad Media combinaron estas tradiciones en una extraña mix-
tura: puesto que los antiguos situaban los Campos Elíseos en las islas Fortunadas y Brendán
encontró el Paraíso sobre una isla atlántica, las islas Canarias y las de San Brendán debían
constituir un mismo archipiélago.
En el mapamundi de Hereford, diseñado hacia 1275, se lee la inscripción Fortunate
Insulae sex sunt Insulae Sct Brandani (seis de las islas Fortunadas son las islas de San Brendán).
Más tarde, en la carta de Pareto (1455) figuran islas bajo la leyenda Insulle Fortunate sancti
Brandany”. Hasta fines del siglo XV figuran entre las Canarias y Madera.
Otros cartógrafos dibujaron simplemente una referencia a las peregrinaciones ma-
rítimas del Santo. En la carta de Mecia de Viladestes (1413), al N.O. figura una embarcación
tripulada por un obispo y un bote que se dirige hacia un cetáceo*, En el célebre globo
terráqueo de Martín Behaim (1492)” aparece la isla de San Borondon, en el centro del
océano que va de las costas de España a la isla de Cipango (Japón), algunos grados al Norte
del Ecuador. En la no menos célebre carta del Almirante otomano Piri Re'is (1513)'%, se
observa al norte del océano dos personajes conversando, instalados sobre el lomo de una
ballena, mientras otros tres los contemplan desde un barco.
En el siglo XVI -por primera vez en la historia- el Hombre logró tener una visión
de la superficie del planeta y de la forma de los continentes; la geografía volvió a ser
considerada una ciencia, mientras destacados cartógrafos se lanzaban a cálculos complejos
para conocer las dimensiones de mares y continentes. Sin embargo, la isla del monje irlan-
dés persistió aún dos siglos en destacados trabajos: Desceliers en 1546, Sebastián Caboto a
comienzos del siglo XVI, Gerard Mercator en 1569 y Ortelius en 1570.
de Kkrerscumer, 1892.
: La RoNcIÉRE, molat du jardin, 1984, 205.
Ea Globo fabricado en 1492.Ver p. 85.
Dibujada por el cartógrafo turco Prr1 Re's. Ver p. 97.
76
La carta de Piri Re'is de 1513 se basa en fuentes portuguesas y árabes. La región del mundo recientemente
descubierta llamada Littoral Antilya parece haber sido copiada de una carta del propio Cristóbal Colón. En
una de las leyendas el cartógrafo turco hace alusión a un esclavo español de su tío Kemal Re'is, que habría
acompañado tres veces a Colón en sus viajes a América. El mapa habría pasado a manos turcas después de la
captura de un navío español en el Mediterráneo, alrededor del año 1501. San Brendán es evocado por dos
personajes instalados sobre el lomo de una ballena mientras otros tres los contemplan desde un barco. LA
RONCIERE Y MOLAT DU JARDIN, 1984, 218.
77
Después del descubrimiento la búsqueda continúa. Según la Historia de las siete
islas de la Gran Canaria, escrita por Juan de Abreu Galindo en 1590, la ínsula más lejana del
archipiélago es la de San Brandon, que Tolomeo llamaba Aprositus (encubierta)'”.
Las islas de San Brendán continuaron figurando en mapas, al menos hasta 1759",
Fue buscada por el Capitán General de las Canarias, Don Juan de Mur y Aguirre en 1721**
y otras expediciones intentaron localizarla a 100 millas al Oeste de Irlanda, en el Caribe e
incluso en el Océano Indico!” (carta de Willem Bleau, 1641). Sólo el predominio del espíritu
científico moderno extinguió este mito que tuvo una vida casi milenaria.
101
Hrers, 1985 139. Para Heers la isla de San Brendán y la Antilia o Siete Ciudades provienen
de una misma
tradición.
nas BoorsriN, 1986, 104,
dd Dr Gannía, 1929, 7.
24 DRAax, y Aarjes 1978, 44-45,
78
En los años 1530, este último, hijo del Almirante y de doña Beatriz Enríquez, se
hallaba envuelto en los engorrosos pleitos colombinos, un complicado proceso por la heren-
cia de Colón, que duró cincuenta años, entablado por sus descendientes contra la propia
corona. Hernando, abrumado por la ingratitud hacia su padre, decidió coger la pluma para
enaltecer su memoria: entre 1537 y 1539 redactó la primera biografía de Colón titulada
Historia del Almirante. En ella explica cómo su progenitor recolectó indicios sobre la pre-
sencia de islas desconocidas en el océano. El capítulo IX comienza así:
La tercera y última causa que motivó al Almirante al descubrimiento de las Indias fue
la esperanza que tenía de encontrar, antes que llegase a aquellas, alguna isla o tierra de
gran utilidad, desde la que pudiera continuar su principal intento”,
Enseguida enumera las numerosas manifestaciones de tierras habitadas en los confi-
nes del Atlántico: aquí un madero ingeniosamente labrado, allá gruesas cañas y pinos
desconocidos. Incluso le habían hecho la confidencia de que unos moradores de las islas Azores
“hallaron en la orilla dos hombres muertos cuya cara y traza era diferente a las de sus costas”.
En el año 1484 -explica Hernando- un vecino de la isla de Madera pidió al Rey de
Portugal una carabela para “descubrir un país [...] que decían haberle visto desde las islas
Azores”; esta tierra es conocida porque Aristóteles, en su libro De las cosas naturales maravi-
llosas, afirma que unos mercaderes cartagineses habían alcanzado en el Atlántico una isla
fertilísima, que algunos portugueses ponen en sus cartas con el nombre de Antilla, sabien-
do que se trata de la isla de las Siete Ciudades, poblada por los portugueses “al tiempo que los
moros quitaron España al Rey D. Rodrigo, esto es, en el año 714 del nacimiento de Cristo”.
En ese momento Hernando relata una antigua leyenda:
Dicen que entonces se embarcaron siete obispos y con su gente y naos fueron a esta isla,
donde cada uno de ellos fundó una ciudad, y a fin de que los suyos no pensaran más en la
vuelta a España, quemaron las naves, las jarcias [cordajes] y todas las otras cosas nece-
sarias para navegar. Razonando algunos portugueses acerca de dicha isla, hubo quien
afirmó que habían ido a ella muchos portugueses que luego no supieron volver. Especial-
mente dicen que viviendo el Infante D. Enrique de Portugal, arribó a esta isla de Antilla
un navío del puerto de Portugal, llevado por una tormenta y, desembarcada la gente,
fueron llevados por los habitantes de la isla a su templo, para ver si eran cristianos y
observaban las ceremonias romanas; y visto que las guardaban, les rogaron que no se
marchasen hasta que viniera su señor, que estaba ausente, el cual los obsequiaría mucho
y daría no pocos regalos, pues muy pronto le harían saber esto. Mas el patrón y los
marineros, temerosos de que los retuvieran, pensando que aquella gente deseaba no ser
conocida y para esto les quemara el navío, dieron la vuelta a Portugal con esperanza de
ser premiados por el Infante, el cual les reprendió severamente y les mandó que pronto
7D
volviesen; mas el patrón, de miedo, huyó con el navío y con su gente fuera de Portugal.
Dícese que mientras en dicha isla estaban los marineros en la iglesia, los grumetes de la
nave cogieron arena para el fogón, y hallaron que la tercera parte era de oro fino*%,
La ínsula Antilia se manifiesta en una atmósfera de reconquista cristiana victorio-
sa, evoca antiguas tradiciones ibéricas de insumisión al moro y, además, instaura huellas de
presencia de la fe en territorios a conquistar. A lo largo del siglo XV figura en gran parte de
las cartas geográficas en el mismo paralelo que el sur de España y diseñada en forma de
rectángulo un poco carcomido orientado de Norte a Sur. La constante referencia al número
siete: siete obispos, siete islas y siete ciudades, es quizás una reminiscencia de antiguos
conocimientos de las siete ínsulas que componen el archipiélago de las Canarias'”. Por
otra parte, el número siete es asociado con símbolos mágicos; siete son los candelabros de
oro del Apocalipsis, siete brazos tiene el candelabro del Tabernáculo, se habla de siete
Iglesias de Asia y siete eran los planetas entonces conocidos...
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Carta de Benincasa (1463). Se ve una isla “Isola de Bracill”, las “Insule fortunati Sancti
Brandani” y la Antilia
con sus siete ciudades.
80
El historiador Armando Cortesáo encontró la primera referencia a la isla en 1424
en la carta veneciana de Pizzigani'*, luego aparece en los mapas de Beccario (1435), Bianco
(1436), Pareto (1455)**, Fra Mauro (1460), Benincasa (1463) y otros. La Antilia suele dibu-
jarse acompañada de tres islas: Roullo a veinte leguas al Oeste en forma de cuadrado,
Satanaxio o San Atanagio sesenta leguas al Norte, y más al Norte completa el grupo Tanmar
o Danmar”. Benincasa, en su mapa terminado en Ancona, inscribió sobre Antilia siete
nombres enigmáticos: Anna, Antioul, Anselli, Anseto, Ansolli, Ansoldi y Cori, que correspon-
den probablemente a los nombres de los siete obispos”.
La presencia de la Antilia en los mapas coincide con el descubrimiento de las islas
Azores en 1427. A partir de esos años se organizaron varias expediciones, autorizadas o
clandestinas, destinadas a descubrir islas al Poniente'?. La más significativa -aunque no se
realizó- fue la del flamenco Fernando Van Olm, conocido también como Fernáo d'Ulmo o
Duolmo, recibe del rey don Juan II en 1486 las letras patentes autorizándolo a partir “en
búsqueda de una gran isla o varias islas o un continente para explorar sus costas, donde se cree
que se encuentra la isla de las siete ciudades, costes y gastos a su cargo”*?, todo esto cuando el
rey de Portugal ya estaba enterado de los planes de Colón. Estos intentos demuestran que
a lo largo del siglo XV, los navegantes europeos tuvieron indicaciones de la presencia de
tierras en la Mar Océano y quizá vagos indicios de la existencia del continente americano.
Para Colón uno de los argumentos fundamentales sobre los que construye su pro-
yecto de llegar a las Indias navegando hacia el poniente es la carta que el astrónomo
florentino Paolo del Pozzo Toscanelli envió al confesor del rey de Portugal en 1474, donde
las islas de Antilia y Cipango (Japón) figuraban a poca distancia. El mapa original ha
desaparecido, pero ha sido reconstituido gracias al texto explicativo que lo acompañaba”.
Después del tercer viaje, el Almirante justifica su decisión de haberse lanzado al
Océano más al sur que en las expediciones precedentes, explicando que deseaba verificar
los decires del rey de Portugal cuando hablaba de tierras al otro lado del océano:
Torna el Almirante a dezir que quiere ir al austro, porque entiende, con la ayuda de la
Sancta Trinidad, hallar islas y tierras, con que Dios sea servido, y su Altezas y la
christiandad ayan plazer, y que quiere ver cuál era la intención del rey don Juan de
Portogal, que dezía que al austro avía tierra firme..."
81
Esta afirmación puede ser un serio indicio de que los portugueses conocían la exis-
tencia de un trozo de Brasil antes de su descubrimiento oficial en 1500, o bien el rey Don
Juan se refiere a la isla Antilia. Es posible también que por esos años se mezclaran ambas
nociones; el hipotético navegante que dio con las costas brasileñas muy probablemente las
identificó con la legendaria ínsula.
Por otra parte, Colón tiene noticias frescas de la isla provenientes de Inglaterra.
Ahí, en 1496, el rey, Enrique VII, otorga al genovés Juan Caboto las letras patentes para
partir rumbo a China navegando hacia el poniente por una ruta septentrional. Caboto des-
cubre comarcas desconocidas, aparentemente Terranova, e inmediatamente después de su
regreso, el narrador John Day envía desde Bristol al Almirante Mayor de Castilla (Colón) un
croquis de las islas de las Siete Ciudades”**,
Entretanto, el humanista italiano Pedro Martyr d'Anghiera, en las Decades de Orbe Novo,
propuso asimilar la isla de la Española a la Antilia*”; su identificación será seguida por merca-
deres italianos e incluso por el propio Amerigo Vespucci, quien declara, al final de su segundo
viaje, haber llegado “a la isla de Antilla que es la que descubrió hace años Cristóbal Colón [...J**,
Luego del descubrimiento se produjo un extraño fenómeno de transposición del
mito: ya que la isla donde la arena se mezcla con el oro no se halla en el océano, bien podría
estar sobre la tierra. Hacia 1526, sólo cinco años después de la derrota del imperio azteca,
México fue sacudido por una nueva: los indios hablaban de siete ciudades riquísimas, hacia
el Norte, en una región llamada Cibola.
Los primeros rumores vienen de los relatos de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y sus
compañeros, quienes se habían embarcado en la desastrosa expedición de Pánfilo de Narváez
a la Florida en 1527. Abandonados por los navíos, se ven forzados a sobrevivir en tierras
desconocidas: a menudo los indios los rechazan o los someten a la esclavitud, y sólo cuatro
sobrevivientes llegarán a la ciudad de México en 1534, entre ellos el esclavo morisco
Estebanico de Orantes. Allí informan que habían visto “casas de asiento”, encontrado gente
vestida de “camisas de algodón” y “calzada con zapatos”, y recibido turquesas y esmeraldas.
Cuando Alvar Núñez les preguntó por su origen repusieron “que las traían de unas sierras
muy altas que están hacia el Norte, y las compraba a truecos de penachos y plumas de papaga-
yos, y decían que había allí pueblos de mucha gente y casas muy grandes”"”,
Los conquistadores de México no pudieron resistir el señuelo de turquesas y esme-
raldas, e inevitablemente establecieron una asociación entre lo visto por Alvar Núñez y la
leyenda de las Siete Ciudades. En 1537, sólo tres años después de recibir la noticia, parte
Sn La RonciéRE, MoLar pu JarbiN 1984, 30 - 31. Las cartas de John Day fueron descubiertas en
1954 por A.
Vigneras en los archivos de Simancas. (Mahn-lot, 1964, 34)
dd Gr, 1989, 81-83.
M8 Vespucc1, 1986, 126.
pS AzvaR Núñez CABEZA DE Vaca, 1987, 118-119.
82
Fray Juan de Olmedo guiado por Estebanico; llegan hasta la “Casa grande”, cerca de los
confines entre Nuevo México y Arizona*?,
Ese año llega a México, proveniente del Perú, Fray Marcos de Niza, sin duda deseo-
so de hallar otra ciudad que igualara el esplendor del Cuzco. Obtiene las autorizaciones
correspondientes y el 7 de marzo de 1539 parte rumbo al norte con el propósito de indagar
sobre las ricas ciudades. Lo acompañan otro fraile, algunos indios, y a la vanguardia mar-
cha el indispensable Estebanico'”. Transcurridas varias semanas, un mensajero les informa
que “en esta primer provincia hay siete ciudades muy grandes, todas debajo de un señor [...)”.
Más al norte, cerca del paralelo 35, Fray Marcos encuentra un indio natural de Cíbola quien
le confirma la existencia de las Siete Ciudades y le habla de la grandeza de la suya que, sin
embargo, es más pequeña que otra de nombre Ahacus.
Informéme particularmente dél, y díjome que Cíbola es una gran ciudad en que hay
mucha gente y calles y plazas, y que en algunas partes de la ciudad hay unas casas muy
grandes, [...] y que en éstas se juntan los principales, ciertos días del año; dicen que son
de piedra y cal [...], y que las portadas y delanteras de las casas principales son de tur-
quesas; díjome que, de la manera de esta ciudad, son las otras siete, y algunas mayores,
y que la más principal dellas es Ahacus; dice que a la parte del Sueste hay un reino, que
se llama Marata [...]'?
Pasadas las siete ciudades —continua- había tres reinos llamados Marata, Acús y
Totonteac. Fray Marcos recibe la triste noticia que los habitantes de Cíbola habían dado
muerte al negro Estebanico, pero prosigue su viaje hasta ver desde lejos aquella ciudad y
confirmar las maravillas que había escuchado; la población de Cíbola -dice- es mayor que
la ciudad de México. Por el Emperador y en nombre del Virrey Don Antonio de Mendoza,
construye una cruz para tomar posesión de las nuevas comarcas; “la cual posesión dije que
tomaba allí de todas las siete ciudades y de los reinos de Totonteac y de Acus y de Marata [...J 4,
pero no los visitará, para informar rápidamente de lo visto.
Noticias de esta expedición llegan a oídos del propio Virrey quien comisiona a Fran-
cisco Vázquez de Coronado, gobernador de México, para partir rumbo a las Siete Ciudades
de Cíbola en 1540, encabezando una expedición de 300 cristianos y 800 indígenas, dispues-
to a repetir, con creces, las conquistas de Cortés y Pizarro. Yerran durante dos años hasta
descubrir la desembocadura del Colorado y remontan el Gran Cañón hasta Quivira (Kansas)
adonde llegan en un estado lamentable. Allí encontraron una pequeña aldea sin importan-
cia. Fray Marcos, que también forma parte de la tercera expedición, huye a México para
salvarse de la soldadesca indignada, donde muere víctima de las secuelas de fríos y penurias
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que pasó durante sus viajes. Vázques de Coronado tampoco termina bien; de regreso será
perseguido por haber emprendido exploraciones no autorizadas'”.
Décadas más tarde, reminiscencias del mito llegaron a los franceses, durante su
frustrado intento de colonizar Florida, también dieron muestras de entusiasmo cuando
escucharon hablar de “...ce royaume et de cette ville de Sebola”, donde abundaban el oro y la
plata, las piedras preciosas y otras grandes riquezas. La gente -decían- arma sus flechas no
con hierro sino con turquesas afiladas!”,
El término Antilia perdió su aura mágica cuando dio su nombre a un archipiélago,
pero las islas Afortunadas, las Siete Ciudades, Cíbola, la isla de San Brendán y otras, evo-
can aún mundos olvidados y son regularmente materia de ficciones modernas. El enigma
PS Marnn.01, 1964, 90. Ver también Page, 1985 125 y De Gandía, 1929, 67.
pe RiauLr, 1958, citado por Duviol, 1985, 122.
84
de las legendarias islas de la Mar Océano fue bien resumido en un maravilloso letrero de
1508 que figura en el mapamundi del holandés Johanes Ruysch:
“Esta isla de Antilia fue descubierta antaño por los portugueses; ahora cuando se la
busca no se encuentra [...J”25,
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Ea “Ista insula Antilia aliquando a lusitáis est inveta modo qn queritur no invenitur invent [...)”.
85
CaríTuLO IV
LAS MINAS DEL REY SALOMÓN EN AMÉRICA
Más que la exploración de nuevas tierras, más que la ruta de las especias, más que
la extensión de los dominios de los reyes católicos y de la cristiandad, más que la evangeli-
zación de los indios paganos y la lucha contra sus idolatrías, los conquistadores buscaban
oro. Este preciado metal fue el móvil de los descubrimientos, un verdadero imán que atrajo
aventureros exaltados por la obsesión de una repentina opulencia. La fiebre del oro avivó
dos antiguas tradiciones: las legendarias minas donde el rey Salomón procuró inmensos
tesoros para construir el primer templo de Jerusalén y el “Aurea Quersoneso”, que el geó-
grafo Claudio Tolomeo había localizado en los confines del Oriente.
Un metal fascinante
87
y relicarios de las iglesias y su utilización en la fabricación de las joyas de la nobleza,
contribuyó a su enrarecimiento. No obstante, la extinción de su papel monetario fue, prin-
cipalmente, causa y efecto de la disminución de los intercambios económicos.
Sólo en el siglo XIII, después de una notable reactivación económica, la vieja Euro-
pa cristiana vuelve a necesitar piezas de oro para responder al incremento de las
transacciones. Los señores y monarcas reinician la producción de monedas, pero tropiezan
con un obstáculo de talla: el viejo mundo carecía dramáticamente de metales preciosos y
las relaciones con los proveedores musulmanes empeoraban de año en año. Las autorida-
des se vieron forzadas a producir piezas en las que el oro se mezcla con la plata y otros
metales. Con el correr del tiempo, la proporción de oro no cesa de disminuir en beneficio
de los otros componentes, dando como resultado monedas depreciadas de baja ley.
Durante estos siglos de escasez llegaron ecos de abundancia de oro en otras regio-
nes del mundo. En Sudán Occidental se extrae de túneles poco profundos un polvo con un
fuerte contenido de oro, vendido o trocado al peso. Los árabes lo llamaban tiberylos comer-
ciantes del mediterráneo auris tiberi. Este vocablo será recogido en un mapa trazado en
1492, atribuido a Colón, donde figura una insula tiberi, o sea una isla de polvo de oro.
Crónicas árabes relatan los fastos del cortejo del rey de Malí en peregrinación a La
Meca el año 1324. Pasó por El Cairo acompañado de 500 esclavos; cada uno de ellos exhibía
un bastón con una magnífica empuñadura de oro puro, que pesaba alrededor de tres kilos.
Además, la caravana transportaba ochenta sacos de polvo de oro. Las mismas fuentes ha-
blan de enormes piedras de oro macizo, “que veinte hombres apenas podían mover”*,
Tales relatos sólo podían exacerbar la imaginación y los apetitos europeos. La
reactivación del comercio no podría continuar sin un instrumento de intercambio, sin una
moneda creíble y universalmente aceptada. El viejo mundo urgía de oro, pero aquel metal
estaba lejos de sus fronteras, en tierras distantes y extrañas, allá donde la ficción había
situado mundos fabulosos.
Los europeos del siglo XV atribuían al bello metal extrañas características. El oro
no se hallaba en cualquier parte. Debía encontrarse en países descomunales, muy distan-
tes, en los que reina un clima paradisíaco. Sus naturales, siempre jóvenes, disfrutan de una
salud incomparable y, probablemente, estos parajes se encuentran en las vecindades del
Jardín del Edén. En esos encantadores lugares, el oro “brota” o “nace” de la tierra, resulta-
do de una extraña alquimia entre la acción del sol y la erosión de las piedras minerales.
EAS
me: Los tres ejemplos han sido extraídos de Heers, 1981, 118 - 126.
88
Pero el acceso a esas lejanas comarcas no es fácil; el oro está custodiado por enor-
mes grifos y gigantescas hormigas que habían sido mencionados por Homero'?, El periplo
hacia el oro se percibe como un viaje místico en el que se obtendrá recompensa sólo des-
pués de mostrar una perseverancia sin límites y vencer los obstáculos y peligros que acechan
en el tormentoso camino.
Colón llega a América con estas representaciones mentales. En las primeras notas
después del descubrimiento, el día sábado 13 de octubre de 1492, apunta: “Y también aquí
nace el oro que traen colgado a la nariz, mas, por no perder tiempo, quiero ir a ver si puedo topar
a la isla di Cipango”*, El Almirante había buscado en textos antiguos toda indicación que
pudiera llevarlo hasta las regiones donde el oro crece de la tierra y encontró dos pistas. Las
Escrituras mencionan “Ofir” y “Tarsis”, riquísimas comarcas donde el rey Salomón envia-
ba su flota en busca de inmensos tesoros. La segunda era la rica península aurífera situada
por el geógrafo Claudio Tolomeo en el Extremo Oriente, llamada “Aurea Quersoneso”.
La comarca de Ofir se menciona doce veces en la Biblia, pero ninguna de ellas
permite localizarla. Las descripciones más detalladas se encuentran en el Libro de los Re-
yes y en el Paralipómenos, donde se habla de la grandeza, la sabiduría y también los pecados
del rey Salomón, quien reinó hacia el año mil antes de Cristo.
El monarca hebreo mantuvo excelentes relaciones con su homólogo fenicio Hiram,
jefe de una de las flotas comerciales más notables de la historia. Cuando decidió construir
el primer Templo de Jerusalén, confió a los marinos fenicios el transporte de las riquezas
necesarias para ejecutar esta magna obra:
Hizo también equipar Salomón una flota en Asiongaber, que cae junto a Elat, sobre la
costa del mar Rojo, en el país de Edom. Envió Hiram en esta flota algunas de sus gentes,
hombres inteligentes en la náutica, y prácticos de mar, con las gentes de Salomón. Y
habiendo navegado a Ofir, tomaron allí cuatrocientos veinte talentos de oro, y trajéronlos
al rey Salomón. (Reyes l, 9:26-28).
Y mientras el rey bíblico cometía alborotados pecados con innumerables bellezas
extranjeras, y según la tradición popular con la propia reina de Sabá, las flotas de Hiram
atracaban en los puertos del mar Rojo cargadas de tesoros:
También la flota de Hiram, que condujo oro de Ofir, trajo de allí muchísima madera de
sándalo y piedras preciosas. (Reyes 1, 10:11).
Pues la flota del rey se hacía a la vela, e iba la flota de Hiram una vez cada tres años a Tarsis
a traer de allí oro y plata y colmillos de elefante, y monas, y pavos reales. Así, el rey Salomón
sobrepujó a todos los reyes de la tierra en riquezas y en sabiduría (Reyes [, 10:22-23)'*.
89
Las discusiones sobre el emplazamiento de las ricas comarcas de Ofir y Tarsis van a
ocupar a los exégetas durante siglos y harán correr litros de tinta, pero tratándose de mate-
rias en las que un acuerdo cabal es difícil, las diferencias persisten. Colón encuentra en el
Ymago Mundi del Cardenal Pierre d'Ailly la afirmación de que Ofir está en los límites
orientales de Catay (China), lo que le permite redactar una de sus más célebres apostillas:
En ese país, [Catay] en un lugar llamado Ofir, Salomón y Josafat enviaban flotas que
traían oro, plata y dientes de elefante. Los navíos venían de Asiongaber, recorrían el mar
Rojo, y en un año y medio iban hasta Ofir y retornaban en un tiempo igual'”.
La duración del trayecto entre el mar Rojo y Ofir fue una información decisiva para
organizar su proyecto. Según las Escrituras la flota del rey iba de tres en tres años a Tarsis,
lo que le permitió concluir que eran necesarios tres años para ir y volver desde el mar Rojo
hasta el fin del Oriente. Pero en el siglo XV el mar Rojo y el Mediterráneo Oriental eran
territorios musulmanes, difícilmente accesibles a los reinos cristianos. Para viajar de Europa
hasta el Extremo Oriente -debía pensar Colón- era necesario agregar al año y medio el
tiempo necesario de contornear África. Tal navegación resultaba imposible. Pero, por el
contrario, las rutas debían ser más cortas poniendo la proa hacia el Poniente.
La Geografía de Claudio Tolomeo confirma, en cierto sentido, la existencia de ricos
parajes auríferos. El bibliotecario de Alejandría había estudiado a Heródoto, Hiparco,
Eratóstenes, Estrabón, Marino de Tiro y diversas relaciones de viajes, y hacia el año 160,
concentró el resultado de sus trabajos en una obra que comprende alrededor de 8.000
indicaciones de lugares geográficos, llamada Introducción a la Geografía, conocida simple-
mente como Geografía mencionada en el capítulo I. Los manuscritos más antiguos datan de
los últimos siglos del imperio bizantino, algunos de ellos comprenden copias del mapamun-
di diseñado por Tolomeo.
Fue un trabajo brillante en su tiempo, pero contiene dos errores de importancia:
África y Asia aparecen ligadas por una Terra Australis, de manera que el océano Índico se
transforma en un gran lago, y en el momento de calcular la circunferencia del Ecuador,
repitió un error cometido siete siglos antes por el matemático Hiparco: estableció el meri-
diano cero en la isla de Hierro de las Canarias y desde allí evaluó en 32.000 kilómetros el
perímetro de la Tierra**, cuando en realidad es de 40.000 kilómetros. En función de este
cálculo erróneo -reeditado por el Cardenal d'Ailly en su Ymago Mundi- , Colón llega a la
conclusión de que la distancia entre las costas de España y las del Oriente se encontraban
a pocos días de navegación.
Pero el valioso mapa contiene otro detalle que no escapó a los descubridores: al Sur
del Extremo Oriente, más o menos en la actual Malasia, se encuentra la inscripción “Aurea
EpY
El mapamundi de Claudio Tolomeo constituye el apogeo de la cartografía antigua. Grabado hacia el año 160 de
nuestra era, es reeditado en Europa durante los siglos XV y XVI y se transforma en un instrumento geográfico
decisivo en la época de los descubrimientos. El mundo conocido se sitúa entre el paralelo 16 de latitud sur y el
paralelo 63 de latitud norte. El océano Índico es un mar interior; África está unida al Oriente por la “Terra
Australis Incognita”, un mítico continente austral. Al Oriente se ve el “Aurea Chersonesus”, la península del oro.
91
Chersonesus”, lo que significa “Península del Oro”. Tolomeo, al igual que la Biblia, cree que
el oro viene de tierras desconocidas, pero él las sitúa en los límites orientales de su mapa.
El cartógrafo Martín Behaim, en su globo terráqueo de 1492, inscribe la leyenda: “En esta
región hay numerosas minas de oro”.
Otra de las lecturas predilectas de Colón, el Libro de Marco Polo, parece refrendar
la idea de que el oro viene de las tierras del sol naciente. Cuando narra las riquezas de la
isla de Cipango (Japón), describe con elocuencia la abundancia de oro y el famoso palacio
cubierto con tejas de oro muy fino. Tales relatos hacían soñar a navegantes y príncipes
sedientos del noble metal.
Las referencias concuerdan: las Escrituras afirman que el oro viene de Ofir y Tarsis,
Tolomeo sitúa la Península del oro en el Extremo Oriente y Marco Polo informa de la
AAA 2 EA
pS
SANTAELLA, 132.
92
“grandísima abundancia” de oro en Cipango. Cristóbal Colón reúne todas estas informacio-
nes y cuando zarpa con sus carabelas hacia el Poniente, no va sólo en busca de una nueva
ruta para llegar hasta las especias. Quiere ser también el primero en alcanzar los míticos
lugares donde el sol y la naturaleza generosa hacen brotar a raudales aquel mágico metal
proveedor de poder, gloria y fortuna.
En 1434 se produjo un hecho sin precedentes: navíos portugueses enfilan proa ha-
cia el sur y franquean el cabo Bojador, límite austral del mundo conocido por los europeos
desde la más remota Antigiiedad. Los marinos, comandados por el Infante Enrique, procu-
ran una nueva ruta hacia los productos de las Indias y ansían encontrar el reino del misterioso
Preste Juan para establecer una alianza contra los moros; pero, en lo inmediato, buscan
acceder directamente al oro sudanés. Este deseo era tan fuerte, que bautizaron a los terri-
torios inmediatamente al Sur del cabo Bojador “Rio de Ouro”**, pese a que en esa región no
existen verdaderos ríos y a que sólo obtuvieron oro en muy pequeña cantidad. Para finan-
ciar la empresa recurren a un antiguo comercio: de allí parte, con destino a Lisboa, el
primer contingente de esclavos africanos para ser vendidos en Europa.
Los navegantes lusitanos continúan hacia el Sur. Antoniotto Usodimare, un marino
genovés al servicio de Portugal, explora en 1445 las costas de Gambia, en las que, -escribe-
“yo sabía que nos encontrábamos en la región del oro y de las perlas”**, Diego Gómez, uno de
los primeros portugueses que se interna en África, afirma en 1444 que los aborígenes “de-
cían que con mucha frecuencia trescientos camellos volvían de Tombuctú cargados de oro. Esta
fue la primera mención que tuvimos del oro y de su lugar de origen””””,
La exploración sistemática de las costas africanas prosigue hasta la llegada de Vasco de
Gama a las Indias en 1498. Dos años más tarde, se le encomienda a Sancho de Tovar, un espía
portugués, la misión de reconocer un rico puerto africano del océano Índico llamado Sofala,
donde se mezclaban negros, árabes, turcos e incluso chinos, y constata que el oro circulaba en
grandes cantidades procedente de una civilización situada al interior. Se trataba del imperio
de Monomopata, que mantenía relaciones comerciales con las ciudades del litoral. La fama
dorada de aquellas tierras era conocida desde tiempos remotos; los moros decían que allí esta-
ba Ofir y que la reina de Sabá era originaria de esas regiones'**, Muchos mapas portugueses
dibujan allí unos misteriosos “montes de la luna” donde sitúan las fuentes del Nilo.
na El “Río de Oro” pasó a ser más tarde el Sahara Español. Hoy está en litigio entre Marruecos y el Frente por
la Liberación de Saguia el Hamra y Río de Oro (Frente Polisario).
ae Heess, 1981, 126.
Y Hess, 1981, 126.
Le MADEIRA Santos, 1988, 71-72.
93
Grabado que ilustra la “Cosmografía Universal” de André Thevet, inspirado en el rico imperio africano de
Monomopata. Bibliotheque Royale de Belgique.
Entretanto, las carabelas de Colón habían topado con tierras al Poniente. Para el
Almirante, esto confirma su opinión sobre las dimensiones de la Tierra. Navegando al Occi-
dente había alcanzado los costas orientales de Asia, o sea las tierras del oro, y no vacila en
identificar la isla Española -actual Santo Domingo- con Tarsis y Ofir de la Biblia y Cipango
de Marco Polo. Uno de sus grandes sueños parecía hacerse realidad: muy pronto podría
depositar los tesoros de Salomón a los pies de los reyes católicos.
En la relación de su tercer viaje comenta:
[...] así como de Salomón, que enbió desde Hierusalen en fin de Oriente a ver el monte
Sopora [Ofir], en que se detovieron los navíos tres años, el cual tienen Vuestras Altezas
agora en la isla Española [...]***
94
En febrero de 1502 redacta una misiva al Papa Alejandro VI, uno de los papas perte-
necientes la familia Borgia, en la que describe sus descubrimientos:
En ella hay mineros de todos metales, en especial de oro y cobre: hay [madera llamada]
brasil, sándalo, lino áloes y otras muchas especias, y hay encenso; el árbol de donde él
sale es de mirabolanos. Esta isla es Tharsis, es Cethia, es Ophir y Ophaz e Cipanga, y nos
le havemos llamado Española””,
Desde el primer viaje, había explorado el Caribe para encontrar la isla del oro. Los
indios le dijeron por señas que en la isla Babeque se cogía el oro en las playas, de noche, al
fulgor de las antorchas, y a martillazos se lo transforma en lingotes. Aunque nunca se logró
dar con Babeque, la isla atormentó a Colón en todos sus viajes. En noviembre de 1492, la
carabela de Martín Alonso Pinzón, abandona la flota con destino desconocido. Horrorizado,
el Almirante supone que uno de los indios capturados por Pinzón lo está guiando hacia
Babeque y que llegará al oro antes que él. Pero nada de eso ocurre, por coincidencia los
navíos de Martín Alonso y Colón se vuelven a encontrar en enero de 1493. Del oro de Babeque
ninguna noticia.
Sólo en 1501, nueve años después del primer viaje de Colón, se descubre una pe-
queña veta de oro en la isla Española, pero la producción es muy inferior a las expectativas
de la corona. Al mismo tiempo Colón había caído en desgracia. Los colonos, decepcionados
por la falta de metales preciosos se rebelan, el Almirante es arrestado y retorna encadena-
do. En España es liberado y se le restituyen sus títulos, salvo el de Gobernador de la Española.
En estas circunstancias se produce un acuerdo tácito: los reyes querían oro y Colón desea-
ba restablecer su honra. La corona le encomienda una cuarta expedición que deberá llegar
hasta las fuentes del oro navegando hacia el Occidente, antes de que los portugueses lo
hicieran por vías orientales. En 1502 zarpa de Cádiz una armada de cuatro navíos hacia un
dorado destino.
Al divisar tierra, nuevamente el Almirante cree navegar por las costas orientales de
Asia. Imaginaba la fisonomía de este continente tal como figura en el Globo de Behaim: el
Extremo Oriente se prolonga hacia el Sur en una península llamada Cittigara, detrás de
estas tierras, un poco hacia el Oeste, se sitúa el Dorado Quersoneso.
La flota explora territorios que el Almirante llama “Veragua”, buscando un pasaje
hacia el Aurea. En realidad, se trataba de las costas de América Central, entre Honduras y
Panamá. En este viaje modifica su visión de las tierras descubiertas; en oposición a las
afirmaciones hechas incluso en una carta dirigida al Papa, ahora las minas salomónicas no
están en la Española sino en Veragua!*.
95
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Indios de América Central depositan objetos preciosos a los pies de los conquistadores. Grabado de Théodore
de Bry. Bibliotheque Royale de Belgique.
En ese lugar cree recibir de los indios noticias del oro de “la provincia de Ciamba”
(nombre dado por Marco Polo a la Indochina), de “oro infinito” en la provincia de “Ciguare”
(probablemente la civilización Maya), y para mayor precisión aclara que “de allí a diez jor-
nadas es el río Gangues”**, El paisaje descrito por Colón está cargado de referencias al
mundo de Marco Polo y de signos de la proximidad del oro. Así lo intuían algunos marinos
que recogían y guardaban a hurtadillas arena de las playas, creyendo que era la arena de
Ofir, y que al fundirla saldría oro puro!*.
96
Para concluir, el Almirante llama en su ayuda al historiador judío Flavio Josefo,
autor de las Antigúedades judaicas en el siglo I de nuestra era, y anuncia con elocuencia lo
que a su parecer son los más grandes frutos de su empresa: las minas del rey Salomón y la
Veragua por él descubierta son la misma cosa, en consecuencia él ha puesto las fuentes del
oro -gratis- al alcance de los Reyes Católicos:
A Salomón llevaron de un camino seiscientos y sesenta y seis quintales de oro, allende lo
que llevaron los mercaderes y marineros y allende lo que se pagó en Arabia. D'este oro
figo doscientas lanzas y trecientos escudos [...] Josepho en su Crónica De antiquitatibus
lo escrive. En el Paralipomenon y en el Libro de los Reyes se cuenta d'esto. Josepho quiere
que este oro se oviese en la Aurea. Si assí fuese, digo que aquellas minas de al Aurea son
unas y se contienen con estas de Beragna [...] Salomón compró todo aquello, oro, piedras
y plata, y V[uestras] A[ltesas] le pueden mandar a cojer si le aplacen**.
La flota había perdido dos naves y las restantes estaban carcomidas. El Almirante,
con la salud muy quebrantada, emprende el regreso. Será la última vez que Colón verá las
tierras por él descubiertas. Las deja con la certeza de haber rozado las comarcas del oro.
Hasta el final de su vida quiso darle a los metales preciosos el mismo uso que el legendario
rey bíblico: reconstruir el Templo de Jerusalén, hecho que en el siglo XVI era considerado
signo de la proximidad del final de los tiempos.
El 20 de mayo de 1506, el Almirante de la Mar Océano se extingue en una posada de
Valladolid. Al año siguiente se imprime el mapamundi de Martín Waldseemúiller, en el que
se puede observar una estrecha franja de tierra separada de Asia, sobre la que figura por
primera vez el término América, en honor al navegante Amerigo Vespucci. Este le había
insinuado que las tierras descubiertas por Colón eran un Cuarto Continente diferente a los
tres entonces conocidos.
Pero el oro de América no se revelaba aún a los conquistadores.
Un ejercicio de exégesis
Hacia 1508 los portugueses tienen por primera vez noticias del imperio inca;
habitantes de la costa brasileña les hablaron de que, hacia el oeste, “tanto ouro e prata
que apenas o poderao carregar seus navios”. Tres años más tarde, en Panamá, un cacique
revela a Vasco Núñez de Balboa que pasando el mar existía un país donde “hallarían
riqueza de Oro, i que tenían grandes Vasos de Oro, en que comían i bebían”**.. Tales rumo-
res no podían dejar indiferentes a los peninsulares; los navegantes Diego García y
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Sabastián Caboto consiguen capitulaciones para ir hasta la Especería, pero ambos las
violan y modifican el rumbo en busca de Tarsis, Ofir, Catay y Cipango. Las armadas
surcan las aguas del Río de la Plata, donde sólo hallaron hambre y penurias. Sin embar-
go, el éxito estaba cercano.
En 1521, las tropas de Hernán Cortés ocupan Tenochtitlán, la capital del imperio
Azteca. De la misma forma, en 1532, un cuerpo expedicionario dirigido por Francisco Pizarro
captura al Emperador Atahualpa y se apodera del legendario imperio de Tahuantinsuyu,
que significa las cuatro direcciones, llamado más tarde imperio Inca. El botín de guerra es
enorme; los conquistadores victoriosos rastrean Tenochtitlán y Cuzco en busca de inagota-
bles tesoros.
Como lo había previsto Colón, no había que pagar los minerales; después del descu-
brimiento de las minas de Zacatecas en México y de Potosí en Bolivia, los indios sometidos a
la servidumbre, son forzados a arrancar los tesoros de la tierra en condiciones insoportables.
Por aquellos años las leyendas parecían hacerse realidad. Galeones con sus bode-
gas repletas de resplandecientes riquezas cruzaban el océano para arrojarlas sobre los
puertos ibéricos. Ahora sí, los peninsulares, que ambicionaban metales preciosos desde
tiempos remotos, contemplan maravillados las cascadas de oro y plata en lingotes, vasos,
piedras, estatuas y en polvo, que caen sobre España y Portugal. Tales circunstancias exacer-
baron el debate teológico acerca del origen de las minas salomónicas, bien salpicado con
los colores del nacionalismo español triunfante.
Un buen número de teólogos parecen concordar sobre Tarsis. Por los general se
inspiran en la exégesis de San Jerónimo, quien conocía la lengua hebrea: Tarsis significa
“mar” y la expresión “naves de Tarsis”, frecuentemente utilizada en la Biblia, debe enten-
derse como “navío de alta mar”**,
La localización de Ofir resulta más compleja. A comienzos del siglo XVI, los dos
estados ibéricos viven un período de formación del sentimiento de identificación nacional.
Por esta razón, los biblistas españoles y portugueses forcejean para situar las comarcas
doradas dentro de los límites de sus nuevos dominios.
Los lusitanos pretenden que Ofir estaba en las costas de África, cerca del puerto de
Sofala, en el actual Mozambique'”, pero más adelante cambian de parecer y afirman que,
en realidad, los descendientes de los habitantes de Ofir llegaron ni más ni menos que a
Braga, en Portugal'*. En el mundo hispánico se desarrollan otras interpretaciones: Benito
Arias Montano (1527-1598), director de la edición de la Biblia Complutense, cree descubrir
la proximidad etimológica entre los términos “Pirú” y “Ofir”; por consiguiente, el oro pe-
99
ruano que afluye a los reinos cristianos era el mismo que había utilizado Salomón para
construir el primer Templo de Jerusalén'*. Una variante a ese punto de vista será introdu-
cida una centuria más tarde por el presbítero Fernando de Montesinos, para quien Ofir es
El Dorado y el Paitití, mientras que Tarsis son los cerros de plata de Potosí'*.
En este ámbito, los escritos de San Hipólito, un obispo griego martirizado en
240, cobraron una nueva vida. El Santo pretende que Tarsis es Tartesos, un antiguo
reino ibérico dominado por los fenicios durante un período. La idea -aún vigente- es
recogida de manera especial por el médico flamenco Joannes van Gorp (1518-1572)
conocido como Goropius Becanus, quien en un voluminoso tratado titulado Origines
Antverpianae (1569), proclama que el idioma flamenco es el más antiguo del mundo y
madre de todos los otros, nacidos luego de la dispersión de las lenguas en tiempos de la
torre de Babel. Por lo tanto, conociendo la fonética flamenca, era posible dar con el
paradero de lugares bíblicos hasta entonces desconocido por los exégetas. Retorciendo
la etimología confirma las afirmaciones de San Hipólito: Tarsis es Tarteso y Ofir viene
de “over” u “ober”, o sea “lo que hay más allá”. En conclusión, las naves salomónicas
navegaban hasta Tarteso y luego continuaban a Ofir en América, lo que explica los tres
años que duraba el periplo!”,
La polémica adquiere dimensiones hiperbólicas y los teólogos se lanzan en sorpren-
dentes precisiones que enaltecen el suelo y la sangre hispana: antes de ser tragado por una
ballena, Jonás navegaba en una nave fletada en Cádiz, los Campos Elíseos estaban en Sevi-
lla, buena parte de las ciudades hispánicas tienen raíces etimológicas bíblicas, los tres
Reyes Magos eran unos españoles instalados en el Oriente Medio, y en Cádiz había nacido
Matatías, uno de los antecesores de Cristo!*,
El espíritu de Tarsis y Ofir atormentó a los conquistadores durante tres siglos y
atravesó las fronteras históricas del imperio español: un tal Onffroy de Thoron publicó
en Génova, en 1876, y más tarde en Manaos, un libro titulado Viaje de los navíos de
Salomón al río Amazonas. Pretendió hallar en las orillas de aquel río inscripciones que
hablan de sobrevivientes de una de las flotas enviadas por Hiram, el rey fenicio socio
de Salomón. Para él Ofir estaba en las selvas Amazónicas. Sus ideas fueron seguidas por
el rico terrateniente brasileño coronel Bernardo da Silva Ramos, quien editó en 1930
una obra gigantesca financiada por el Estado, donde pretende que todas las inscripcio-
nes encontradas en la selva tienen origen griego, hebreo, fenicio, egipcio y, en algunos
casos, chino!*,
100
Mientras en la metrópoli los exégetas redactan gruesos tratados sobre la localiza-
ción de las minas salomónicas, en América los sueños dorados parecen hacerse realidad;
rumores sobre la existencia de reinos tan ricos como legendarios se propagan por el Nuevo
Mundo.
Los sucesores de Cortés y Pizarro organizan expediciones que buscan repetir sus
proezas.
101
CaríTULO V
LAs COMARCAS DEL ORO
103
Comienzan por fundar ciudades al estilo europeo en las costas del mar Caribe, como
Cartagena y Panamá; continúan hacia el Oeste y el Sur, donde se instalan en las grandes
ciudades aztecas de México e incas de Quito, Jauja y Cuzco. Erigen otras como la Ciudad de
los Reyes -futura Lima- y Arequipa, más tarde continúan la progresión austral, levantando
Santiago de la Nueva Extremadura, e inician la penetración del estuario del Río de la
Plata, que culminará con la fundación de Buenos Aires y Asunción. Las implantaciones
hispánicas conforman una especie de franja territorial alrededor del núcleo central del
continente suramericano.
En este lugar se alza la selva majestuosa. Los conquistadores, en su mayoría origi-
narios de las tierras áridas de Andalucía y Extremadura, descubren las exuberantes e
impenetrables espesuras del trópico situadas más allá de la vertiente oriental de la Cordi-
llera de los Andes. Para llegar hasta ella, partiendo de Perú o Colombia, se debe escalar y
luego descender la Cordillera, de Chile hay que atravesar el desierto y del Río de la Plata
el Chaco inhóspito. Luego la vegetación se hace tan densa que bloquea cualquier progre-
sión; abundan los pantanos y los torrentes que con frecuencia se transforman en rápidos y
en cataratas. El calor, la humedad y los insectos constituyen verdaderos flagelos, por su
parte los ríos y lagunas están infectados de caimanes, pirañas y anacondas, cuyo tamaño
puede exceder una decena de metros. Cronistas relatan cómo estas serpientes se enrolla-
ban en la hamaca donde reposaba algún desafortunado conquistador, lo trituraban, lo
ahogaban y enseguida lo engullían.
Adentrados en un medio desconocido los soldados aventureros tenían grandes difi-
cultades para encontrar alimentos. Sobrevivían saqueando aldeas indígenas, lo que
inevitablemente acarreaba la hostilidad de los habitantes de la selva, diestros en la guerra
fluvial sobre sus maniobrables canoas y en el manejo de arcos y cerbatanas que lanzaban
flechas ponzoñosas.
Todos estos peligros, ¿no evocan acaso los obstáculos mitológicos que se interponen
en la senda hacia el oro? Recordemos que, según la tradición, el acceso al oro es difícil y
constituye una recompensa a los sufrimientos expiados durante un viaje místico, donde los
candidatos han de vencer terribles obstáculos que acechan en el camino. Sólo entonces se
ha de llegar a los lugares maravillosos donde el oro se coge con redes o mejor aún, se
siembra y se cosecha!”,
a ; q > . a
Bartolomé de las Casas explica cómo los colonos llegaban a América preguntando “dónde y cómo el oro con
redes se pescaba”. Nuflo de Chaves en una crónica de 1560 sospecha que los metales pudiesen sembrarse.
Dry Ganbía, 1929, 108.
104
Los reinos dorados
El Dorado
Las primeras noticias del más célebre de los reinos dorados vienen de la ciudad de
San Francisco de Quito, en 1534. Hasta allí viaja un indio para solicitar ayuda de los espa-
ñoles en la guerra que su pueblo sostiene contra los Chibchas. Afirma que en su país hay
mucho oro y describe la ceremonia del hombre dorado que hará soñar durante siglos.
Se trata de una triste historia: en la aldea de Guatavitá, en la actual Colombia, vivió
un cacique que fue engañado por su mujer. Cuando descubrió la traición su indignación no
tuvo límites: durante una fiesta la obligó a comerse “las partes de la punidad de su amante”
y ordenó que los indios cantasen el delito durante sus borracheras a vista y oídos de todo el
pueblo. La Cacica, desesperada, no pudo soportar tal humillación; cogió en sus brazos a su
pequeña hija y se arrojó con ella a la laguna de Guatavitá. Los remordimientos invadieron
el espíritu del Cacique; su desgarradora aflicción sólo menguó cuando los sacerdotes le
revelaron que su mujer vivía en un palacio escondido bajo las aguas de la laguna y que se
la podía honrar con ofrendas de oro. Desde entonces, el Cacique arrepentido solía navegar
hasta el centro para arrojar objetos de oro y de esmeraldas; iba desnudo, pero se embetunaba
completamente con un barro pegajoso espolvoreado de oro molido**,
Otra versión dice que los herederos al cacicazgo debían vivir seis años en una cue-
va, sin comer carne, ni sal, ni ají; tampoco podían conocer mujeres ni ver la luz del sol.
Llegado el día de la entronización, el primer acto consistía en entrar a la laguna para ofre-
cer sacrificios a los dioses. Los indios encendían fuegos alrededor de la Laguna, desnudaban
al heredero y lo cubrían con un unto dorado hecho de barro y de polvo de oro. Subía a una
balsa de juncos muy engalanada, cargada con “un gran montón de oro y esmeraldas” y con
un brasero encendido cuyos humos podían verse desde lejos. En el momento de la ofrenda
se hacía silencio total, callaban las músicas y cantos, y el cacique arrojaba el tesoro a las
aguas de la laguna de Guatavitá!”,
La célebre ceremonia de El Dorado narrada por un indio en la ciudad de Quito fue
descrita por el historiador y poeta del siglo XVI Juan de Castellanos, en su Elegías para
Varones Ilustres de las Indias. Cuando elogia al conquistador Sebastián Moyano de Benalcázar
y a su lugarteniente Añasco, escribe:
105
XV.
QVOMODO IMPERATOR
REGNI GVIANA, NOBILES SVOS OR.
naredepramparare foleat, fi quando ad prandi um vel
coenam eos inuitare velit,
Grabado de Theodore de Bry que muestra cómo el cacique desnudo es cubierto de un unto y, con la ayuda de un
tubo, es recubierto de polvo de oro. Contienens descriptionem itinerum, 1599, Bibliotheque Royale de Belgique.
106
Añasco, Benalcázar, inquiría,
Un indio forastero peregrino
Que en la ciudad de Quito residía
Y de Bogotá dijo ser vecino,
Allí venido no sé por qué vía;
El cual habló con él, y certifica
Sé tierra de esmeraldas y oro rica.
Y
entre las cosas que les encamina
Dijo de cierto rey sin vestido
En balsas iba por una piscina
A hacer oblación según él vido
Ungido todo bien de trementina,
y encima cantidad de oro molido,
Desde los bajos pies hasta la frente,
Como rayo del sol resplandeciente.
La ceremonia parece ser históricamente cierta; los indios muiscas eran expertos en
la orfebrería y consideraban las lagunas como lugar de culto especial. Las noticias entrega-
das por el indio forastero estimulan las ya excitadas imaginaciones de los españoles.
Cronistas cuentan que cuando el impulsivo Sebastián de Benalcázar escuchó en
1534 la historia del cacique espolvoreado con oro molido exclamó: “¡Vamos a buscar este
indio dorado!”. Esta voz dio su nombre al más célebre de los mitos americanos y marca la
partida de innumerables expediciones alucinadas por este reino imaginario donde abunda-
ba el subyugante y diabólico metal'”.
107
El Paitití
Algunos años antes, en 1515, una de las naves de Juan Díaz de Solís zozobra en el
Estuario de la Plata, once de sus tripulantes logran ganar la costa a nado. Encandilados por
relatos de los indios Guaraníes, se internan en las selvas de Brasil en busca de un rey
blanco que reinaba sobre La Sierra de la Plata. Tras doce largos años, dos de los náufragos
llegan hasta las naves de Sebastián Caboto. Le hablan con elocuencia de una fabulosa
Sierra de la Plata y afirman que si navegaban río adentro podrían cargar las naos de oro y
plata. Caboto no vacila. Pese a las capitulaciones que le imponían navegar hasta las islas de
las especias en Asia, decide cambiar de rumbo y remontar el río en busca de la Sierra
plateada, que dará su nombre al Río de la Plata'” y a la Argentina. Esta alucinación fue el
primer paso en la creencia en un gran imperio secreto existente en el corazón de la selva.
Nuevas informaciones situaron en el mismo sector, al este del Perú, una Noticia
Rica. Probablemente no se trata de un mito sino simplemente de una mala comprensión de
las informaciones entregadas por indios que hacían alusión al esplendor del imperio inca.
Pero cuando los rumores de oro llegaban a oídos de los conquistadores adquirían la fuerza
de una avalancha: la creencia en regiones fabulosas cobró vida propia y sobrevivió a la
destrucción de la civilización Quechua.
Sin embargo, la Noticia Rica y la Sierra de la Plata, van a pasar a segundo plano ante
el nacimiento de un nuevo reino imaginario, el Paitití. Su construcción comienza en el Perú,
en las alturas de Cajamarca, cuando Francisco Pizarro captura por sorpresa al Emperador
Atahualpa. El cautivo le propone un arreglo: en la habitación que le sirve de prisión traza
una línea, lo más alto que su mano podía alcanzar, y propone canjear su libertad contra esa
pieza llena de oro, desde el suelo hasta la marca que había dibujado. Pizarro acepta. A
partir de ese momento, se ven circular por los 15.200 kilómetros de ruta que unen al impe-
rio, caravanas de llamas cargadas de resplandecientes objetos. El emperador cumplió su
compromiso, no así Pizarro; el tres de agosto de 1533 después de haber sido bautizado y
nombrado “Juan”, Atahualpa fue agarrotado por los conquistadores. Se dice que cuando
los súbditos del Inca se enteraron de su muerte, desviaron las últimas caravanas cargadas
de objetos de oro y plata hacia un lugar desconocido donde ocultaron el resto del rescate.
A la tradición del oro escondido se suma la de un imperio secreto. Los incas llama-
ban Antisuyo a los territorios que se extendían al Oriente de la Cordillera!%. Se dice que
allí se habrían retirado los dignatarios incas llamados orejones, con cuantos tesoros pudie-
ron, y habrían edificado un inmenso imperio, llamado Mojos o Gran Paitití, gobernado por
un joven hermano de Atahualpa y Huáscar, donde existían ciudades riquísimas en las que
el oro resplandecía en todos los rincones'**.
108
Es posible, incluso probable, que hayan existido sobrevivencias del imperio inca
después de la ejecución de Atahualpa; la ciudadela de Machu Picchu, descubierta sola-
mente en 1912, presenta testimonios de actividad posterior a 1533. Por otra parte, los tres
últimos emperadores incas -Manco, su hijo Titu Cusi, suplantado después de su muerte por
su hermano Tupac Amaru- intentaron restaurar el imperio y continuaron la resistencia
hasta la captura y ejecución de este último en 1572. A partir de ese momento las diferentes
informaciones sobre reinos dorados en el Alto Perú se fusionan en el mito del Paitití.
Una hermosa estampa del imperio escondido es dibujada por el sacerdote español
Martín del Barco Centenera, quien llega en 1572 a los territorios del actual Paraguay, don-
de se le nombra Arcediano. Durante 24 años compartirá la suerte de los conquistadores,
vertiendo toda su experiencia en un hermoso escrito poético llamado Argentina y Conquista
del Río de la Plata, Tucumán y Otros Sucesos del Perú. En el Canto V, se explaya sobre el Gran
Moxo, Señor del Paytite quien habitaba en una laguna:
109
informaciones se agregan las de los escritos del sacerdote Diego Felipe de Alcaya, hacia
1635. Para él, el Señor de los incas fugitivos, “Considerando la dispusisión de la tierra, pobló á
las espaldas del cerro llamado Paititi [...] Y assícomo acá fué cavega de este Reyno, el Cuzco, lo es
agora en aquel grandioso Reyno el Paytiti, llamado Mojos”*”. La noticia cruza el océano hasta
llegar a la corte de Felipe II en una misiva del Virrey del Perú informándole de que “en la
provincia del Paititi hay minas de oro y plata y gran cantidad de ambar quajado [...J”*%. Otra
alusión de importancia la hace el sacerdote Andrés Ortiz, en una carta fechada el año 1595,
en la que expresa su deseo de ir hasta el “Paitití, tan famoso y deseado”. Por lo general, los
escritos del siglo XVI concuerdan en localizar la comarca en una isla de una gran laguna.
La explicación más racional sobre la creencia en este fantástico reino la da el histo-
riador argentino Enrique de Gandía, quien pretende que el Paitití fue, por sobre todo, un
espejismo del magnífico Templo de la Isla del Sol del lago Titicaca y de las imponentes
ciudades incas. De Gandía analiza las interpretaciones etimológicas del vocablo; la más
acertada parece ser pai = monarca y titíuna contracción de Titicaca, o sea monarca del lago
Titicaca!*,
ARAS
E ÓN
di6 Moraes, 1944, 47-49,
MY MoraLes, 1944, 58-59 y De Gannía, 1929, 263.
Los parias de la conquista
143
Expediciones hacia El Dorado
Una de las primeras grandes exploraciones del continente Suramericano fue enco-
mendada a Diego de Ordaz, uno de los mejores Capitanes de Cortés en tiempos de la
conquista de México. Se hace a la mar con cuatrocientos hombres en Sevilla, en 1531. Cerca
de la desembocadura del río Orinoco, la mayor parte de la armada es dispersada por una
corriente de agua dulce y se pierde sin dejar rastro. Ordaz remonta el Orinoco hasta uno de
sus afluentes, el río Meta, donde detienen su avance las cataratas de Atures. En esos para-
jes recibe noticias de una provincia riquísima, denominada también Meta, pero su estado
de salud impone el retorno. Decisión tardía. Ordaz deja de existir antes de que los restos de
su armada alcancen algún puerto español. Los trescientos conquistadores desaparecidos
alimentarán leyendas; muchos exploradores creerán percibir algún signo de sobrevida y
pretenderán haber dado con su paradero.
Este primer fracaso no merma en nada las iniciativas descubridoras. En 1538, sin
previo acuerdo, tres ejércitos emprenden la búsqueda del Nuevo país. El alemán Nicolás
Federman desea verificar las noticias sobre la ciudad de Meta; el Adelantado Gonzalo
Jiménez de Quesada busca y encuentra los fabulosos templos chibchas, y Sebastián de
Benalcázar parte tras el célebre cacique dorado*”. Después de saquear los templos de
Sogamoso y de Tunja, Quesada llega hasta la meseta de Bogotá donde funda la ciudad que
ha de ser la capital del Nuevo Reino de Granada. Quiso el azar que en esos momentos conver-
gieran en la flamante ciudad las huestes de Federman y Benalcázar. Hay tensiones y
estuvieron a punto de hacerse la guerra; pero como las fuerzas eran equivalentes -alrede-
dor de 160 hombres cada ejército- decidieron trasladarse juntos a España para debatir sus
diferendos ante el Consejo de Indias.
Pero los conquistadores no podían contentarse con la fundación de nuevas ciudades
y esperan noticias de los reinos fabulosos. Quito, la ciudad más importante de los incas
después de Cuzco, era entonces un punto de encuentro entre la civilización quechua y las
aldeas indígenas del Amazonas; allí resonaban enardecidas controversias acerca de los rei-
nos dorados, nutridas por viejas leyendas americanas, entre ellas la del país de la Canela
situado, se decía, al Este del Ecuador'*, Estas tierras eran así llamadas por la Canela de
Quijos, una flor muy estimada por los Incas. Se cuenta que Atahualpa había obsequiado a
Pizarro un ramo de fragantes canelas.
Impaciente, Francisco Pizarro designa a su hermano Gonzalo como Gobernador de
Quito, con la misión de descubrir en la Tierra de la Canela las fuentes de la riqueza de El
Dorado. Gonzalo emprende la marcha a la cabeza de una impresionante expedición de
a a mt dl a
iS De Ganpía, 1929, 128.
A Díaz, 1986, 14.
centenas de españoles y miles de indios, acompañados de caballos, perros de guerra y ga-
nado. Pero les es imposible avanzar por la cordillera y la selva y, al mismo tiempo, garantizar
la intendencia de tal armada. Sin resultados se ven forzados a dar media vuelta. Sólo el
Teniente General Francisco Orellana continúa la exploración con un pequeño destacamen-
to transformándose en el primer europeo que recorre América desde el Pacífico al Atlántico
navegando por el río Amazonas. Esta expedición proporcionará nuevas noticias del reino
de los Omaguas y del país de las Amazonas.
Pese al fracaso, el espejismo no se desvanece. En 1559 se organiza la célebre expe-
dición de Pedro de Ursua y Lope de Aguirre, una sangrienta epopeya que será llevada al
cine por el alemán Werner Herzog y más tarde por el español Carlos Saura. Las primeras
líneas de la crónica del bachiller Francisco Vázquez recuerdan que el objetivo de la entra-
da era descubrir El Dorado:
En el año de 1559 siendo virrey y presidente del Perú el Marqués de Cañete, tuvo noticia
de ciertas provincias que llaman Amagua y Dorado y con deseo de servir a Dios y a su
Rey, encomendó y dio poderes muy bastantes a un Caballero amigo suyo llamado Pedro de
Ursua, natural navarro, para que fuese a descubrir las dichas provincias, y le nombró por
Gobernador dellas, y le favoreció con dineros de la casa real. Esta noticia que hemos dicho
destas provincias se tuvo y la dieron el capitán Orellana y los que con él vinieron desde el
Perú por el río Marañón abajo, donde decían que estaban las dichas provincias [...]'*
Igual que otros mitos, El Dorado sufre una metamorfosis de importancia: deja de
ser un cacique para transformarse en una nación mítica depositaria de esperanzas e ilusio-
nes. A fines del siglo XVI, se buscará una provincia, o mejor aún un país, dotado de muchas
ciudades y una espléndida capital, Manoa, bañada por las aguas de un lago salado, a los
que la imaginación asignará un lugar en los mapas.
El paso decisivo en la construcción de la nación imaginaria lo da el General Anto-
nio de Berrio en los años 1590, cuando explorando la región del Orinoco, escucha decir a los
naturales que a sólo siete jornadas había “infinita cantidad de oro”. Le precisaron que en
las minas la extracción del metal dorado estaba reservado sólo a los caciques y a sus muje-
res, en cambio, en los ríos podía extraerlo quien quisiese.
En realidad las informaciones de Berrio provienen de una embrollada historia: las
relaciones de su exploración fueron redactadas por su lugarteniente Domingo Vera, quien
habría cargado las tintas para enardecer la codicia de su superior, agregando en su relato
las pretendidas revelaciones de un aventurero llamado Juan Martínez, presunto sobrevi-
viente de la expedición de Diego de Ordaz, que habría vivido en la capital de El Dorado.
Los pormenores abundan. Durante las fiestas de los Guayanos -dice la supuesta relación de
Martínez- “los criados untan los cuerpos de los capitanes con un bálsamo blanco llamado Curcay
115
y los cubren con oro en polvo soplando por cañas huecas hasta que quedan brillantes de pies a
cabeza”. El oro es abundante, se lo ve en la ciudad y en los templos. Las imágenes, planchas,
armaduras y escudos son de oro. Por eso llamó esta región “El Dorado”. Su capital es la
fabulosa ciudad de Manoa, fundada en las orillas del no menos fabuloso lago Parime**.
Walter Raleigh arresta al Gobernador español de Trinidad, Antonio de Berríos, cuyos documentos sobre El Dorado
habrían llegado hasta la corte inglesa. Este será el punto de partida de la creencia en el legendario imperio de
“Guiane” con sus lagos y ciudades riquísimas. Grabado de Théodore de Bry, Bibliotheque Royale de Belgique.
———
La
A PA
ALSV
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a
cvs. $ o
o E
Ú. din?"
e
Ilustración de la edición de Levinus Hulsius de los viajes de Walter Raleigh, publicada en alemán en 1599.
La
ciudad de Manoa, la capital de El Dorado, al borde del fabuloso lago Parime está dibujada con sus murallas,
torres y templos. Sus habitantes acarrean canoas para efectuar la célebre procesión sobre el lago.
184
Razz1cn, 1722, 169-170,
118
garita O e
unta
SERA
120
mal. Sepúlveda obtuvo sólo 12.000 pesos a cambio de las pocas joyas que logró encontrar y
murió de una enfermedad contraída durante los penosos e inútiles trabajos. El mismo pro-
yecto fue intentado por dos sociedades en 1625 y 1677. Ambas se arruinaron.
También el Estado francés estimulaba la búsqueda; hasta 1720 la administración
de la Guayana Francesa patrocinaba vivamente las expediciones que partían hacia la ciu-
dad de oro. Una de ellas la organizó el gobernador Claude Guillouet d'Orvillers; éste envió
un grupo de exploradores financiado por la colonia, quienes dejaron la vida en la tentativa'*,
A comienzos del siglo XIX, el científico prusiano Alexander von Humboldt efectuó
una exploración científica en América durante cinco años. Buscó racionalmente El Dorado:
en una piragua a vela remontó el río Orinoco, pasó la desembocadura del río Meta y llegó
hasta el río Negro para terminar en una aldea llamada Esmeralda. Allí debía encontrarse el
lago Parime y la gran ciudad de Manoa. En realidad el lago Parime era el río Parima, nom-
bre que se le da al río Branco durante las crecidas. Manoa brilló por su ausencia!”, Se
dirigió hacia la laguna de Guatavitá. Encontró las antiguas brechas abiertas por los españo-
les. Racional pero fascinado, Humboldt inauguró una nueva serie de prospecciones
industriales modernas de las lagunas de Guatavitá y de otras lagunas vecinas.
La primera compañía inglesa que se lanzó al asalto de la legendaria laguna terminó
pidiendo una indemnización por daños y perjuicios a Humboldt, fundamentada en los es-
casos resultados de sus exploraciones. En 1870,.dos exploradores murieron asfixiados en
una galería de 180 metros destinada a desaguar la laguna; en 1900, una sociedad franco
inglesa se arruinó buscando tesoros, y finalmente en 1912, otra firma inglesa logra des-
aguar la mayor parte de Guatavitá. Sin suerte: el sol y el aire endurecieron el barro y las
pendientes del cráter se solidificaron. Los ingenieros pudieron arrancar unos pocos obje-
tos de oro, cuya venta permitió cubrir menos de un 10% de los costes. Uno de los pocos
hallazgos interesantes se produjo en 1856, cuando Tovar, París y Chacón consiguieron un
pequeño pero significativo resultado: cerca de Guatavitá, en la laguna de Siecha hallaron,
entre otras joyas, una hermosa pieza de orfebrería muisca que representa una balsa de oro
sobre la que se encuentran diez personajes. Su disposición es tal que evoca la ceremonia
del cacique Dorado. Se trata probablemente de un eco del gramo de verdad que contenía el
más tenaz de los mitos que nacieron en América!*,
Actualmente se ha edificado una represa sobre el cráter de Guatavitá cuyas aguas
han sumergido la antigua aldea; ésta ha sido reconstruida a poca distancia para mantener
viva la evocación del mito y poder así satisfacer la curiosidad de los miles de turistas que
afluyen sobre el legendario sitio.
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Mapa de la región que corresponde al imperio mítico de Guiana (Colombia y Venezuela actuales). Están pre-
sentes el lago Parime, Manoa de El Dorado, el país de los Ewaipanomas (acéfalos) y las amazonas cerca del río
que lleva su nombre. Grabado de Théodore de Bry, Bibliothéque Royale de Belgique.
1522
La primera gran expedición la organiza Domingo de Irala. Remonta el río Paraná y
luego el Paraguay hasta la actual Asunción: en 1547, zarpa de San Fernando en el río Para-
guay, una armada de 350 españoles y 2000 indios en canoas y bergantines. En todo lugar
inquiría sobre el oro. Los indios -quizá con malicia- lo envían en diferentes direcciones.
Explorando, guerreando, contrayendo alianzas y también masacrando, logra llegar al Perú
después de una titánica travesía, pero los reinos dorados no le habían revelado sus misterios.
Lo sigue Nuflo de Chaves. Con 143 españoles y 2.000 indios, leva anclas en 1558 para
fundar un pueblo en la provincia de los Xarayes, hacia el Noroeste del Paraguay. Allí encuen-
tra poblados que poseen importantes fortificaciones y oponen resistencia. Más tarde, algunos
soldados españoles afirmarán que estuvieron a punto de dar con un nuevo imperio. Conven-
cen de ello al propio Virrey del Perú, quien informa al propio rey de España que Nuflo de
Chaves tiene a su cargo la “entrada a los Mojos”, el nombre que se le da al Paitití!*,
El reino oculto de los incas pasa a ser un tema debatido en las esferas oficiales. En
1568, el Gobernador del Perú, Don Lope García de Castro”, concede a Juan Álvarez
Maldonado las autorizaciones para descubrir el Paitití. De tener éxito, se le premiaría con
una Gobernación que englobaría todo el centro de América, desde la Cordillera de los
Andes hasta los territorios portugueses delimitados por el tratado de Tordesillas. Álvarez
escoge la ruta fluvial del Madre de Dios. Los ochenta hombres que componen el grueso del
cuerpo expedicionario salen del puerto de Buenaventura, en Colombia, a bordo de balsas y
canoas. En una región que los indios llaman Toromonas, el cacique Tarano los acoge amisto-
samente. En realidad, se trata de una estratagema para ganar tiempo y organizar sus fuerzas.
Durante una ausencia de Álvarez Maldonado, los indios lanzan un ataque desvastador. Se
salva sólo un herrero gracias a su oficio, quien continúa su vida cautivo de los indios!”,
Las ansias de hallar el Paitití son más fuertes que los reveses. Al poco tiempo, en
1617, Gonzalo de Solís Holguín firma una capitulación con S.M. y el príncipe de Esquilache
para organizar una entrada al Paitití, bautizado como Nuevo Reino de Valencia*”. Otra expe-
dición conocida la organiza Benito Quiroga en las postrimerías del siglo XVII, dejando
energías y fortuna en el camino de aquel reino dorado!”
Un nuevo intento, en 1620, provoca extraños comentarios sobre la demografía de
América. Don Juan Recio de Léon no logra descubrir ninguna urbe, pero basándose en los
relatos de “tres o quatro yndios principales” pretende haber encontrado el Paitití, reino tan
123
importante que “están retirados en dicho descubrimiento la mayor parte de yndios que faltan
del Perú”, y comunica al rey entusiastas noticias. Los indios le informan que:
por tierra o por agua llegavan en quatro días á una grande cocha, que quiere dezir
grande laguna, que todos estos ríos causan en tierras muy llanas, y que hay en ella
muchas yslas muy pobladas de infinita gente; y que al Señor de todas ellas le llaman el
gran Paytiti.
Pero también le envía informaciones inquietantes; sus enemigos ingleses u holan-
deses vendían cuchillos, machetes, lienzos y otros útiles a los habitantes de este reino; “los
más de ellos van al Pavtite dos o tres veces en el año a tratar de contratar, y que esta es la causa
de tener estas herramientas en su poder”*”.
Para Juan Recio de León, la desaparición de una gran parte de los descendientes de
los incas se explica por la fuga hacia el Paitití. Sus escritos son en realidad un testimonio
del derrumbe demográfico de la población de América y confirman las investigaciones
realizadas por la Escuela de California. La población del continente se vio reducida a un
quinto y en algunas regiones a un décimo de su contingente antes de la colonización, a
causa de las epidemias, de la destrucción de las sociedades indígenas, de la esclavitud y de
los atroces trabajos forzados en las minas'*,
La recopilación más completa de las numerosas expediciones hacia el reino furtivo
la hizo el jurisconsulto peruano Víctor Maurtua, en 1906. En un tratado de 18 volúmenes
titulado Juicio de límites entre el Perú y Bolivia. Prueba peruana presentada al gobierno de la
República Argentina, reúne las informaciones conocidas sobre los intentos de descubrir el
Paitití -los que hemos mencionado y otros-, así como los testimonios y las rutas que em-
prendieron vanamente los conquistadores.
Aunque la creencia en el Gran Paitití se debe probablemente a informaciones
distorsionadas sobre la civilización del lago Titicaca, es posible pensar que había al menos
una pequeña parte de verdad en la leyenda. En 1782, cuando comenzaba a declinar el
imperio español en América, el mestizo Tupac Amaru II se puso a la cabeza del alzamiento
contra los conquistadores para restaurar el imperio inca. Se dio por título “Inca, Rey del
Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de los mares del Sur, duque y señor de las
Amazonas y del Gran Paititi”**, ¿Se trataba de una referencia a los incas escondidos o sim-
plemente de un retorno indígena de la leyenda divulgada por los españoles? La pregunta
queda abierta.
El escrito más reciente que hemos hallado, en pos de la existencia del Paitití data
de la década del setenta de nuestro siglo. El historiador argentino Roberto Levillier
124
pretende que el reino oculto existió en el territorio que es hoy la Rondonia, situada en el
Mato Grosso brasileño, y que “sus descendientes se dispersaron entre las tribus vecinas más
sosegadas para ellos que los invasores españoles o portugueses”*”, Un eco más, porque sin duda
habrá otros, de los legendarios incas que habrían continuado viviendo a su modo, aislados
del mundo.
M2
A partir de entonces, se organizarán al menos veinte expediciones para dar con los
Césares. Dotadas a veces de recursos importantes, partirán de Buenos Aires o de ciudades
chilenas.
Expediciones hacia la Ciudad de los Césares
Pese a los resultados inciertos de los primeros intentos la fábula gana terreno. En
noviembre de 1604, el Gobernador de Buenos Aires Hernando Arias de Saavedra, conocido
como Hernandarias, decide organizar una expedición de envergadura para confirmar la
existencia de la Ciudad Encantada o para desengañar a quienes creían en ella. Parte con
200 hombres a caballo “en busca de la noticia que se dice de los Césares”. Marcha dos meses
por tierras estériles e inhabitadas, hasta llegar al Río Negro. Después de tres meses y
dieciocho días, las penurias y enfermedades lo obligan a emprender el regreso”,
199
Esta lista proviene de las informaciones proporcionadas por Braun MenÉNDEz, 1971, 47 y Arnsa, 1992, 38.
200
Moraes, 1944, 68-70; Braun MENÉNDEZ, 1971, 46; De Ganpía, 1929, 262.
126
Veinte años después, según cuentan las crónicas, parte de Córdoba Jerónimo Luis
de Cabrera con cuatrocientos hombres, ganado y abundantes provisiones en carretas
tucumanas. Esta vez el objetivo no son los náufragos del Estrecho sino los sobrevivientes de
las acometidas mapuches contra los establecimientos españoles al sur de Chile. En el cami-
no encuentran un blanco fugitivo, quien les comunica que en el Levante existe una ciudad
llamada “Ciudad de los árboles de los Césares”. Marcharon hacia ella y encontraron los restos
de algunas construcciones y plantaciones de manzanos dejadas por los desafortunados co-
lonos de Villarica y Osorno. Nuevamente el ambiente hostil y los ataques de los aborígenes
impusieron el regreso?”,
El protagonista de un nuevo intento será Nicolás Mascardi, jesuita de nacionalidad
italiana, quien llega a la isla de Chiloé, al sur de Chile, en los años 1660. Al poco andar es
testigo de una entrada contra los indios Puelches organizada por el gobernador de Chiloé
Juan Verdugo. Miles de indios son hechos prisioneros y repartidos entre los notables de la
zona. Mascardi eleva su voz contra aquella esclavitud, y después de cuatro años de insisten-
tes trámites, obtiene la libertad de los cautivos. Este gesto le permite ganarse la confianza
de los indios, dentro de ellos la mujer de un cacique llamada Estrella. En gratitud le reve-
lan la existencia de una ciudad poblada por españoles. El jesuita decide acompañarlos a
sus tierras de origen, con la esperanza de encontrar los cristianos perdidos.
Va guiado por Estrella, ya convertida al cristianismo. En el lago Nahuel Huapí en-
vía mensajeros portadores de cartas escritas en castellano, latín, griego, italiano, mapuche,
puelche y poya, dirigida a “Los Señores Españoles establecidos al Sur de la laguna Nahuel
Huapt”. Mientras esperaba, aparecieron dos indios trayendo un cuchillo, un trozo de espada
y otros objetos pertenecientes a hombres blancos, y además le indicaron que la ciudad tan
buscada se encontraba en una isla. Se trataba probablemente de objetos abandonados por
náufragos recientes. Dos años más tarde, Mascardi regresa a Nahuel Huapi, y desde allí se
interna en las pampas australes hasta alcanzar el Océano Atlántico. El infatigable clérigo
hará un nuevo y último viaje en el que dejará la vida, sin hallar la ciudad encantada?”.
Todas estas expediciones suministran nuevas energías a la imaginación, así como
nuevas descripciones que no escatiman detalles. A principios del siglo XVII, un cierto
Silvestre Antonio Roxas describe la arquitectura, la forma de vida y las costumbres culina-
rias de los habitantes de la ciudad encantada. En 1707, aparece en Madrid presentándose a
la corte como un antiguo cautivo de los indios Pehuenches e inicia los complicados trámites
para que se le encomiende el descubrimiento de la Ciudad de los Césares. Sin éxito. Vuelve
a Chile para insistir en su proyecto, esta vez ante la administración colonial. Repentina-
mente recibe la noticia de que es propietario de una gran herencia en España. Regresa a
la península y destina su fortuna a la organización de una compañía, mientras espera la
127
resolución del Consejo de Indias. Este dispone que Roxas debe presentar su proyecto ante
la Junta de poblaciones chilena. De vuelta en Chile, la Junta termina por emitir una opl-
nión negativa. Así pasaron doce años.
Enfurecido, publica y difunde profusamente en el Virreinato de Perú su Derrotero
de un viaje desde Buenos Aires a los Césares, por el Tandil y el Volcán, rumbo al Sudoeste, comu-
nicado a la corte de Madrid, en 1707, por Silvestre Antonio Roxas que vivió muchos años entre
los indios Peguenches. Según él, la Ciudad misteriosa está en un llano, se elevan hermosos
templos y casas de piedra labrada; los césares tienen muchos sirvientes indios que se han
cristianizado, trabajan el oro, la plata y el cobre que encuentran en la cordillera; además
abundan los granos y hortalizas, pero carecen de vino y aceite porque las viñas y los olivares
no se dan en aquellas latitudes, en cambio comen mucho pescado y marisco””,
Aunque no logra convencer a las autoridades, las afirmaciones son escuchadas; el
trayecto de Roxas será descrito medio siglo después por el clérigo Tomás Falkner en su
Derrotero desde la ciudad de Buenos Aires hasta los Césares que por otro nombre llaman la
Ciudad Encantada?”.
Y las descripciones continúan. El célebre historiador del Río de la Plata, el jesuita
Pedro Lozano publica en 1733 una Descripción del Gran Chaco, Gualamba, y de los ritos y
costumbres de la Naciones bárbaras e infieles que le habitan. Aunque incrédulo, cita con abun-
dancia cartas y documentos sobre los Césares. Una de esas misivas alude a la aparición en
Chiloé de un español desconocido en una época del año que era imposible atravesar la
Cordillera de los Andes. No tardó en saberse -sostiene- que se trataba de un César fugitivo
de la ciudad de Hoyos, la principal y la más populosa de las tres que existen en el reino de
los Césares, las otras dos son la del Muelle y la de los Sauces que se encuentran sólo a diez
leguas de Calbuco, (situado en el continente frente a la isla de Chiloé). En Chile se agrega
la de Santa Mónica del Valle, próxima al estero de Cahuelmo. Estas ciudades -explica Loza-
no- están defendidas y fortificadas contra los indios antropófagos, pero tienen tratos de
comercio con algunas tribus amigas. Los Césares son muy ricos, aunque, contrariamente a
lo que se afirma, carecen de oro. Sólo abunda la plata, “tanto que sus cuchillos, sus ollas, sus
cántaros y hasta sus vasos para los usos más viles son de finísima plata”,
El clímax de la creencia en los Césares se produce pocos años antes de la Revolu-
ción Francesa. Un verdadero especialista en la ciudad encantada fue don Ignacio Pinuer,
gobernador de ciudad chilena de Valdivia, quien la busca afanosamente en las regiones
australes de Chile. Dos siglos después de los primeros naufragios en el estrecho, en 1774,
redacta una Relación de las noticias adquiridas sobre una ciudad grande de españoles, que hay
entre los indios, al sud de Valdivia, e incógnita hasta el presente, que recoge los ruidos que
128
circulaban sobre la ciudad encantada. Las noticias venían siempre de los indios, pero en las
últimas décadas del imperio español lo más probable es que los indios divulgaran con cre-
ces rumores escuchados a los propios españoles. Sea como sea, Pinuer suministra numerosos
pormenores.
La Ciudad de los Césares nos dice- está fortificada, rodeada por un foso, y sólo se
puede entrar por un puente levadizo. Los cañones disparan “a tiempos del año”. En sus
habitaciones, los Césares se “sientan en asientos de oro y plata [...] Usan sombrero, chupa
larga, camisa y calzones bombachos y zapatos muy grandes”. Lo más extraordinario es que
son inmortales, “pues en aquella tierra no morían los españoles”, lo que provoca problemas
demográficos: “no cabiendo ya en la isla el mucho gentío, se habían pasado muchas familias, de
algunos años a esta parte, al otro lado de la laguna, esto es, al Este, donde han formado una
nueva ciudad”.
Pinuer arma una expedición de ochenta soldados. Parte de Valdivia con destino a
los Césares, en 1776. El indio que le sirve de guía los lleva hasta las orillas del lago
Llanquihue; pero en ese lugar, cuando creían estar a poca distancia de su destino, el guía
desaparece. Infatigable, Pinuer organiza dos expediciones más; una explora la laguna de
Puyehue y la otra parte hacia el hermoso volcán Osorno, siguiendo los indicaciones de un
vecino de Valdivia que decía haber escuchado las descargas de artillería de los Césares.
Todo en vano.
La última expedición conocida en busca de la ciudad fantasma la monta un fraile
franciscano originario de Asturias, llamado Francisco Menéndez, en 1792. A orillas del lago
Nahuel Huapí halla las ruinas de una antigua misión. Los indios le explicaron que los Césares
vivían en una ciudad llamada “Chico Buenos Aires”, a orillas de un gran río que se desagua-
ba en un lago más grande que el lago Nahuel Huapí y eran gobernados por el cacique
Basilio. En realidad, los indios le habían informado, con cierta justeza, acerca de la colonia
Carmen de Patagones, fundada por Basilio Villarino en la desembocadura del Río Negro,
en la costa atlántica de la Patagonia Argentina. Pero como por esos tiempos la circulación
de las informaciones entre las administraciones coloniales dejaba mucho que desear, las
equivocaciones de Menéndez no deben sorprender: viniendo de Chile, parte integrante del
Virreinato de Perú, el franciscano no estaba necesariamente al tanto de los progresos de la
colonización en el Virreinato del Río de la Plata, lugar de procedencia de Basilio Villarino.
Bajo la amenaza de un ataque indio, apesadumbrado volvió sin hallar la ciudad encantada
pero continuó soñando con ella?*,
La creencia en la ciudad encantada de los Césares Patagónicos se extinguió junto
con el imperio español, a principios del siglo XIX. Sin embargo, la leyenda subsistirá en el
mundo de las letras inspirando novelas y utopías. En 1764, el inglés James Burgh, basándo-
se en ella creará un cuento filosófico que, como Utopía de Tomás Moro y La ciudad del sol de
429
Tommaso Campanella, concibe un modelo de sociedad ideal. Su obra titulada Un relato de
la Colonización, de las Leyes, Formas de Gobierno y Costumbres de los Césares, un pueblo de
Sudamérica, contenido en nueve Cartas, enviadas por Mr. Vander Neck, uno de los Senadores de
dicha Nación, a un amigo de Holanda, con nota del editor, sitúa a Los Césares cerca de la
Cordillera de los Andes, en la Patagonia. Esta habría sido erigida por náufragos de la Arma-
da del obispo de Plasencia y propone una alternativa a la sociedad inglesa del siglo XVII.
Sus habitantes, de confesión protestante, decidieron edificarla en forma de quadrilátero;
las tierras son repartidas de forma equitativa y nadie puede aumentar sus riquezas; no se
tolera ni la mendicidad, ni ociosidad ni los vicios, cualquiera que estos sean; y se proscribe
la circulación de metales preciosos y las bebidas destiladas?”.
La literatura Suramericana moderna conoce varias novelas consagradas al mito:
Los tesoros del Rey Blanco y Por qué no fue descubierta la Ciudad de los Césares del argentino
Roberto Payró (1935); La Ciudad de los Césares de Manuel Rojas (1935); Pacha Pulai y Fuegana
de Hugo Silva (1938)%%; Tesoro mitológico del archipiélago de Chiloé de Narciso García Barría
(1969); La verdadera historia de la ciudad de los Césares, de Juan Ricardo Muñoz (1983),
chileno al igual que los tres autores precedentes. Todas describen la vida de una urbe sin-
gular, que existía al margen del mundo.
Mientras más inalcanzables, las comarcas del oro se tornaban más fascinantes. Para
Alexander von Humboldt, El Dorado huía constantemente de los españoles pero los llama-
ba a todas horas. Se puede decir lo mismo de las ciudades de Cíbola, del Paitití y de los
Césares.
La atracción irresistible que ejerce la ilusión de acceder a un lugar mágico que
contiene la riqueza y el poder, un concentrado de las ambiciones humanas, cobró muchas
vidas y liquidó numerosas fortunas. La búsqueda de los reinos dorados no concluyó en
montañas de oro, pero sí permitió explorar y conocer mejor el continente americano.
En esas jornadas, los conquistadores creyeron dar con otra nación extraordinaria,
poblada y gobernada exclusivamente por hermosas guerreras. Ese será el tema del próxi-
mo capítulo.
E A ls la
el Arsa, 1992, 67-81.
a Axsa, 1992, 86-102.
130
Suri Binderbare Befchreibung.
IBA ch an Rónia:
ei()8 Guianz in Umnerica/ober neíven QUelt/ pnter der
Ínta CAEquinodhiali gelegen: (So nemwlich Ynno 1594.12 595.
1d 1596, von dem ABolgibormen Derrn, Derrn Pralibero Ra-
tech ednen Englifehen Rito /brfuckt roorden: PErfilich aupibefehl feines
Bnaden ingwenBichlen bejchricben /darauk Jodocas Hondims, sin
[ehóne Eano Saffel/mit cincr Hide lándifehen cr Hdrung acmasht,
Segt aber ino Dochtentfch acbracht/ond auf entero
febictlichon 4ushoribes exbláret.
Dirdy
Levinum Hul/jian,
Portada de la edición alemana del viaje de Walter Raleigh editada por Levinus Hulsius en 1599. Los acéfalos
conviven con las amazonas en el imperio de Guiana.
197
CarítTuLO VI
LAS INDÓMITAS ÁMAZONAS
Cinco siglos antes de Cristo, el historiador griego Heródoto narra una leyenda que
atravesará milenios y penetrará varios continentes: cerca del mar Negro, a orillas del río
Termodonte, vivían unas tribus de mujeres guerreras, llamadas Amazonas, que invadieron
gran parte del Próximo Oriente adueñándose de Efeso, Esmirna, Pafos y otras ciudades.
Desde entonces, la imagen de las feroces doncellas ocupa un lugar privilegiado en la imagi-
nación colectiva de muchos pueblos. El elemento acuático siempre está presente; se
manifiesta en forma de un poderoso río o de un brazo de mar que marca la frontera entre el
territorio femenino y masculino. A lo largo del siglo XVI, cuando los conquistadores se
internan penosamente en la selva americana, creerán combatir contra armadas de Amazo-
nas y darán este nombre a la masa fluvial más importante del planeta.
El origen de las Amazonas se pierde en los albores de la Historia. Quizá la creencia
provenga de los Sármatas (según los últimos descubrimientos se trataría de una rama de
los Sármatas llamada Saurómatas), un pueblo nómada que vivió en las estepas del Volga,
de los Urales y del norte del mar Caspio. Para Heródoto, los Sármatas descendían de las
Amazonas y de jóvenes habitantes de Escitia (más o menos el actual Turkestán). Esto expli-
caría el comportamiento especial de las mujeres de aquella región: una doncella no podía
aspirar al matrimonio sin antes haber dado muerte al menos a un enemigo. Sea como fuera,
la arqueología ha demostrado que la mujer tenía un lugar particular, y quizá dominante, en
la sociedad Sármata: se han hallado sepulturas femeninas que constituyen el centro de un
cementerio; además, algunas mujeres solían ser enterradas con sus joyas y peines, pero
también con sus arreos, arcos y flechas, lo que indica que esta sociedad era al menos par-
cialmente matriarcal?”,
El vocablo Amazonas provendría del nombre de un pueblo iraní ha-mazan que signi-
ficaría “guerreros”?", pero la etimología antigua lo asocia con “A”, privativo y “mazos”,
29 ScmLrz, 169.
zdo CHANTRAINE, 1983.
133
teta, ya que de acuerdo con historiadores clásicos, desde niñas les quemaban o comprimían
el seno derecho para permitirles manejar el arco con mayor facilidad. Otra versión otorga O.
la “A” el valor aumentativo de la a. griega. En este último caso, las Amazonas serían hem-
bras de pechos abundantes. Con o sin seno derecho, lo importante es que la tradición les
atribuye la organización de una sociedad exclusivamente femenina.
Según las descripciones hechas por Hipócrates el siglo V antes de J.C. y por Diodoro
de Sicilia el primer siglo de nuestra era, estas mujeres utilizaban a los hombres únicamente
como un objeto necesario para la reproducción. Los veían una vez al año, durante un corto
período. Si de esta unión nacía un varón, se lo entregaban a su padre; las niñas, en cambio,
se quedaban con su madre y eran adiestradas en el manejo del arco, el hacha, el escudo, la
jabalina y en el arte de cabalgar en pelo o cubriendo el lomo de la bestia con una gualdra-
pa. En los escritos grecorromanos abundan episodios donde intervienen las guerreras del
río Termodonte.
La Eneida de Virgilio, escrita el siglo I antes de J.C., relata cómo las Amazonas se
inmiscuyeron en la guerra de Troya, del lado de los troyanos. Conducidas por la reina
Pentesilea, invadieron Frigia para socorrer a Príamo y marcharon hasta la ciudad sitiada.
En Troya, “a la cabeza de escuadrones de Amazonas, armadas de escudos en forma de luna, la
fogosa Pentesilea, con sus senos descubiertos sostenidos por un tahalí de oro, osó medirse, virgen,
con los guerreros”. Avanzaban resguardadas tras escudos en forma de luna. Pentesilea iba
con sus senos descubiertos sostenidos por un tahalí de oro. Mataron muchos griegos duran-
te la batalla, hasta que la espada de Aquiles propinó una herida mortal a la soberana?”.
Cuando el Héroe retiró la armadura que protegía su hermoso cuerpo, se enamoró de la
reina sin vida.
El combate entre Hércules y las Amazonas figura en un lugar destacado de la mito-
logía griega. El semidiós debió ejecutar una serie de doce trabajos; el noveno consistía en
apoderarse del cinturón que llevaba la reina de la nación femenina llamada Hipólita, sím-
bolo del poder que ejercía sobre su pueblo. La reina accede a la demanda de Hércules sin
oponer ninguna objeción, pero la diosa Hera se indigna ante victoria tan fácil, adopta la
apariencia de una de ellas y subleva a las guerreras contra Hércules. Sorprendido por el
ataque, Hércules toma a Hipólita por una reina sin palabra. Le da muerte, le arranca el
cinturón y emprende el regreso con su trofeo. Más tarde, el héroe griego extermina otra
nación de Amazonas africanas obedientes a la reina Mirina, que habían logrado dominar a
los númidas, etíopes, gorgones y atlantes.
134
Fragmentos del bajo relieve del mausoleo de Halicarnaso, del siglo IV antes de J.C. El escultor Scopas repre-
senta con gran intensidad el combate entre los griegos y las Amazonas. British Museum.
185
También figuran en la Historia Natural de Plinio, escrita en el primer siglo de nues-
tra era. En el Libro VI, Plinio recuerda la existencia de una nación regida por mujeres:
“[...] a continuación vienen las Pandes, la única nación de India gobernada por mujeres: se
cuenta que Hércules tuvo un solo hijo de sexo femenino, y que esta niña, la más querida por esta
razón, recibió el reino principal. Su descendencia gobierna sobre 300 ciudades, 150.000 soldados
y 500 elefantes [...]”.
El mito manifiesta todo su esplendor en la ya citada Vida y Hazañas de Alejandro de
Macedonia. Alejandro conoce a Candaules, un hijo de la reina de Etiopía que iba junto con
su mujer y un pequeño destacamento a celebrar un rito enigmático anual en el País de las
Amazonas??, El macedonio decide marchar con sus hombres hacia la nación femenina.
136
Recorren extraños parajes, donde los montes se erguían hasta las nubes del cielo; los árbo-
les están cargados de frutos, pero no del tipo existente en Grecia, sino de especies peculiares:
hay manzanas brillantes como el oro, enormes racimos de vid y nueces del tamaño de melo-
nes. Admiran monos tan grandes como osos y muchísimos animales exóticos por su color y
forma”*. En estos paisajes singulares se produce un original intercambio epistolar entre
Alejandro y las Amazonas.
Para impresionarlas, el rey presenta una avasalladora lista de las naciones y pue-
blos que ha derrotado, subyugado e incluso esclavizado; aunque en este caso -dice- sólo
desea visitar el país, y las exhorta a recibirlo con regocijo, para evitar así la guerra. La
respuesta es también imponente. Las Amazonas describen su manera de vivir y exaltan su
grandeza en un pasaje extraordinario, verdadero resumen de todos los elementos constitu-
yentes del mito:
Las más poderosas e importantes de las Amazonas saludan a Alejandro.
Te escribimos para que sepas esto antes de atacar nuestros territorios, a fin de que no
fracases luego deshonrosamente. Con estas líneas nuestras, te informaremos de curiosi-
dades de nuestra región y de nuestro estricto régimen de vida. Vivimos al otro lado del río
Amazónico y, en su interior, en una isla en medio de su curso. El perímetro de nuestro
país forma una circunferencia que tardarías en recorrer un año: el río no tiene naci-
miento ni fin. La entrada es única. Las que lo habitamos somos doscientas setenta mil
doncellas armadas. Entre nosotras no se encuentra ni un solo varón. Los hombres habi-
tan al otro lado del río y habitan la tierra. Anualmente celebramos una fiesta colectiva
y sacrificamos caballos a Zeus, Poseidón, Hefesto y Ares durante 30 días. Todas aquellas
de nosotras que desean perder su doncellez se quedan con los hombres. Y a todas las niñas
que dan a luz, nos las traspasan en cuanto cumplen siete años. Cuando unos enemigos se
acercan para atacar nuestro país, salimos en expedición ciento veinte mil a caballo,
mientras las restantes quedan de guardia en la isla. Y vamos al encuentro sobre nuestros
confines, mientras los hombres, en formación de combate, nos siguen [...] Si alguna trae
el cadáver de alguno de los adversarios a la isla, se le da por tal motivo oro, plata y
manutención para toda la vida. De modo que nosotras luchamos por la propia gloria. Si
vencemos a nuestros enemigos o si éstos se retiran en fuga, les queda la marca de una
vergonzosa afrenta para siempre; en cambio, si nos vencen, habrán vencido sólo a unas
mujeres.
Alejandro les responde recordando que ha dominado las tres partes del mundo y
que sólo les pide que hagan un gesto: dejarse ver ante los griegos, pues de esta forma
aceptará el tributo que quieran ofrecerle y solicita que le envíen unas cuantas Amazonas a
caballo para su servicio. Todo terminará bien. Las Amazonas le conceden el privilegio de
ESPA
visitar su país, se comprometen a pagar cada año cien talentos de oro, le envían un destaca-
mento de quinientas de las mejores de entre ellas y aceptan acatar el mando de Alejandro.
Impresionado, éste coge la pluma para relatar su aventura a su madre Olimpíada. Las Ama-
zonas -le informa- viven a orillas del río Termodonte; son mujeres que por su estatura
superan en mucho a las demás, están dotadas de inteligencia y astucia, y son magníficas
por su belleza y valor; se visten de colores floreados, portan armaduras de plata y manejan
hachas de guerra. Pero no tienen ni hierro ni bronce. El río es grande e infranqueable, y
está poblado por una multitud de animales feroces”**,
138
Las Amazonas medievales
SE)
hasta los XIV años, y después los envían a sus padres. Las hembras dan de comer a la prole
y tienen cuidado de algunos frutos de la isla, mientras que los hombres se proveen de
alimento a sí mismos, a sus hijos y a sus mujeres. Son excelentes pescadores y cogen infini-
tos peces, que venden frescos y secos a los negociantes; y obtienen grandes ganancias del
pescado, y eso que reservan gran cantidad para sí. Se sustentan de leche, carne, pescado y
arroz. En este mar hay gran abundancia de ámbar y se pescan en sus aguas muchos y
grandes cetáceos. Los hombres de aquélla no tienen rey, sino que reconocen como señor a su
obispo, pues están sometidos al obispo de Scoiram, y tienen idioma propio”,
Es posible que tales propósitos tengan un lejano asidero en la realidad. Marco Polo
pudo haber encontrado grupos humanos que los antropólogos califican de “sistema de fi-
liación por línea materna”, muy difundidos en Extremo Oriente y en África. En ellos, la
residencia conyugal es la de la familia materna; los maridos viven ahí con sus esposas, pero
es el grupo familiar de la madre quien se ocupa de la educación de los niños y toman las
decisiones que les conciernen. Estas relaciones de parentesco, desconocidas por el veneciano,
bien pudieron despertar en su imaginación reminiscencias del viejo mito de las mujeres
andrófobas.
Este relato perseveró. Casi dos siglos más tarde, en el Globo de Martín Behaim,
confeccionado el año del descubrimiento de América, figura una leyenda repitiendo las
afirmaciones de Marco Polo. Sobre el océano Índico se lee: “Sconia es una isla situada a 300
leguas italianas de las islas Masculina y Femenina. Sus habitantes son cristianos y tienen un
arzobispo. Aquí crece el ámbar y se fabrican buenas telas de seda”.
El descubridor de América leerá atentamente este pasaje del Veneciano apuntando
al margen “dos islas”, “Macho Hembra” y “donde hay abundancia de ámbar”?". Aunque se
sabe que Colón recibirá el Libro de Marco Polo conservado en la biblioteca colombina
después de su primer viaje, no cabe duda de que su visión del mundo, antes de atravesar el
Atlántico, estaba muy influida por los relatos del veneciano. En el Nuevo Mundo, que siem-
pre confundió con Asia, creerá percibir dos islas vecinas, en una moraban las mujeres sin
hombres y de la otra partían los varones que las visitaban regularmente.
El Ymago Mundi del Cardenal D'Ailly menciona a las Amazonas, pero se contenta
con la descripción clásica del mito, situándolas en las proximidades de Armenia:
La Armenia está dividida en dos países diferentes: Armenia Superior yArmenia inferior
[...] La ciudad principal dio su nombre a Capadocia. Esta provincia situada al septen-
trión de Siria, toca Armenia por el Oriente, Asia Menor por el Poniente, el mar Cimerio
y los campos Temisirios por el septentrión. En esos campos viven las Amazonas?*.
SANTAELLA, 156.
SANTAELLA, 156.
das D'ArLty, 1930, 303.
140
Niccolo de Conti, un compatriota de Marco Polo y también comerciante viajero,
repite la leyenda de las islas paralelas, situadas a no más de cinco mil pasos de la isla de
Socotra; allí, algunas veces son las mujeres que visitan a los hombres o a la inversa; pero los
visitantes han de volver a sus moradas antes del plazo de seis meses que el destino les ha
impuesto, pues de otra forma mueren de inmediato?”.
Estas noticias fueron refrendadas por los relatos del bávaro Hans Schiltberger. Cap-
turado por los turcos en la batalla de Nicópolis, librada en 1396, vive durante treinta y dos
años como esclavo del Sultán Bayaseto 1 y de Tamerlán. Aunque sólo conoce el Oriente
hasta Samarcanda, observa atentamente el universo turco y tártaro. De retorno en Europa,
relata sus viajes en el Reisebuch, bien condimentado con episodios fantásticos. Se destaca
una gran victoria militar de las Amazonas Tártaras conducidas por una princesa sedienta
de venganza”,
141
Estas tradiciones están incluidas en la apócrifa carta del Preste Juan, en los relatos
de John de Mandeville e incluso en fuentes portuguesas que pretenden haber escuchado
de los árabes la afirmación de que la isla de Socotra fue antiguamente la ínsula de las
Amazonas.
Para los europeos del Renacimiento, el imponente número de escritos y de tradicio-
nes orales que describían la nación femenina habían colocado su existencia fuera de
discusión. Como los seres portentosos y los grandiosos tesoros, las Amazonas se encontra-
ban en el Lejano Oriente, destino final de las carabelas de Colón.
Apenas toma posesión de las tierras al Poniente, el Almirante interroga a sus habi-
tantes, ansioso de hallar algún indicio que lo conduzca a los tesoros descritos por Pierre
d'Ailly, Marco Polo y las autoridades doctrinales. De esta manera se informa sobre las mu-
jeres sin hombres y no tarda en encontrar la pista; el domingo 6 de enero de 1493, por
primera vez cree tener noticias de que “avía una isla adonde no avía sino solas mujeres, y esto
diz que de muchas personas lo sabía [...J”2.
Una semana más tarde, el 13 de enero, se apresta a salir de la isla Española en
misión de exploración. El desconocimiento total de los idiomas indígenas no era un obstáculo
de envergadura para el impetuoso descubridor; formula preguntas e interpreta las respues-
tas a gusto de sus propios fantasmas. Así confirma la proximidad de Cipango, del oro y de
una isla de las mujeres llamada Matinino: “De la isla Matinino dixo aquel indio que era toda
poblada de mugeres sin hombres, y que en ella ay muy mucho “tuob”, qu'es oro o alambre
[cobre])?...?, En realidad, parece ser que la insula Matinino sea la Martinica y otra denomi-
nada Carib la de Puerto Rico. Colón decide zarpar hacia estas islas, pero el calamitoso
estado de sus embarcaciones impondrá el retorno. El 16 de enero constata que las dos
carabelas hacen agua y “no tenían algún remedio salvo el de Dios”. Entristecido, abandona la
ruta de las mujeres solitarias para emprender el regreso a España, donde se esperaban
noticias de su expedición. Sin embargo, en los últimos días de su primer viaje el Almirante
obtiene precisiones sobre la isla Matinino:
Dixéronle los indios que por aquella vía hallaría la isla de Matinino, que diz que era
poblada de mugeres sin hombres, lo cual el Almirante mucho quisiera por llevar diz que
a los Reyes cinco o seis d'ellas. Pero dudava que los indios supiesen bien la derrota [la
ruta], y él no se podía detener por el peligro del agua que cogían las caravelas, mas diz
142
que era cierto que las avía y que cierto tiempo del año venían los hombres a ellas de la
dicha isla de Carib, que diz qu estava d'ellas diez o doze leguas, y si parían niño enbiávanlo
a la isla de los hombres, y si niña, dexávanla consigo??.
Colón sólo repite lo escrito por Marco Polo, pero sus informes reactualizan la creen-
cia en la isla femenina. En la carta a Luis de Santangel, escrita el 15 de febrero de 1493, el
primer documento oficial donde Colón informa de su descubrimiento, describe la isla
Matinino como la isla más oriental de la India:
Así que mostruos no he hallado ni noticia, salvo de una isla que es Carib, la segunda a la
entrada de las Indias que es poblada por una ¡ente que tienen en todas las islas por muy
jerozes, los cualles comen carne umana... Estos son aquellos que tratan con las mugeres
de Matinino, que es la primera isla partiendo de España para las Indias que se falla, en
la cual no ay hombre ninguno. Ellas no usan exercicio femenil, salvo arcos y flechas,
como los sobredichos de cañas, y se arman y cobigan con launes de arambre [planchas de
cobre], de que tienen mucho?”*,
Tres años más tarde, a finales de su segundo viaje, Colón emprende una ruta dife-
rente de retorno a España. Cuando la flotilla se detiene en la isla de Guadalupe para cargar
víveres, la recibe una lluvia de flechas lanzadas por un grupo de mujeres. Los españoles
hacen desembarcar algunos indios cautivos, para comunicarles que desean pan de mandio-
ca. Las guerreras les indican el otro lado de la isla, donde los hombres labran la tierra.
Desatendiendo la sugestión femenina, el Almirante envía un destacamento de 40 hombres.
Bartolomé de las Casas relata cómo la “señora” (la autoridad de la isla), perseguida por los
marinos de Colón, al sentirse alcanzada: “se vuelve a él como un perro rabiando y abrazalo y
da con él en el suelo, y si no acudieran cristianos, lo ahogara”. Regresan a bordo con cinco
prisioneros. Todos ellos serán puestos en libertad para restablecer las buenas relaciones
con los habitantes de esta isla, ya que estaba situada en la ruta hacia España y podría
servir de escala a los navíos. No obstante hubo una excepción; la “señora” y su hija, deciden
voluntariamente permanecer con los cristianos, aunque Bartolomé de las Casas expresa
dudas acerca de su libertad de escoger”.
Los ecos de estas islas pobladas por colectividades mujeriles no tardan en difundir-
se en la metrópolis. El reportero del descubrimiento, Pedro Martyr d'Anghiera, se dedica a
estudiar estas informaciones e intenta una explicación racional. Para él se trata de “donce-
llas cenobitas que gustan del retiro”. En ciertos tiempos los hombres las visitan “no para usos
maritales, sino movidos por la compasión, para arreglarles los campos y los huertos”. En escri-
tos posteriores desconfía sobre las informaciones de Amazonas guerreras, que defienden a
143
flechazos las costas de su isla y que guardan únicamente las hijas que resultan de su unión
con los caníbales”,
También Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición de Magallanes, informa de
una isla femenina. Cuando la expedición surcaba aguas extremo orientales, uno de los
pilotos locales le habla de las Amazonas. El párrafo parece ser una sobrevivencia de la
antiquísima creencia egipcia de que algunas mujeres podían ser fecundadas por el viento:
Nuestro piloto más viejo nos dijo que hay una isla llamada Occoloro, bajo Java Mayor,
donde sólo viven mujeres. Las fecunda el viento, y después, al parir, si lo que nace es
macho, lo matan; si es hembra, la crían. Si desembarcan en aquella isla hombres, mátanlos
también en cuanto les es posible”,
Los primeros descubridores no se apartan demasiado de las descripciones de Marco
Polo. El libro del veneciano era el indispensable instrumento de estudio del Oriente. Pero
algunos decenios más tarde, cuando las expediciones intentaban internarse en las regiones
selváticas en busca de El Dorado, del Paitití o de algún reino fabulosamente rico, recobrará
vida la leyenda griega en su versión casi original.
Noticias de una nación femenina arriban de diversos lugares del Nuevo Mundo.
Estos ecos fueron recogidos por escritores de categoría. El Cronista de las Indias Gonzalo
Fernández de Oviedo, en la primera obra que intenta entregar una visión conjunta de todo
lo americano, la Historia General y Natural de las Indias, terminada en Sevilla en 1535, seña-
la que existen regiones donde las mujeres son “absolutas señoras e gobiernan sus Estados Ed
y exercitan las armas [...] assi como aquella reina llamada Orocomay”. Más adelante precisa:
€[...] se pueden llamar amagonas (si a mí me han dicho verdad): pero no se cortan la teta
derecha, como lo hacían las que los antiguos llamaron amagonas, porque no les estorbasse el
tirar con el arco”"8,
Entre todos los relatos sobre el señorío femenino existe uno excepcional. Se trata
de un testimonio directo, quizá él único, de un hombre que pretendió ver y combatir las
Amazonas. La batalla entre conquistadores y feroces guerreras fue registrada por el domi-
nico Gaspar de Carvajal, quien perderá un ojo en el combate. Esto aconteció mientras la
expedición de Francisco de Orellana descendía los 6.400 kilómetros del río más caudaloso
del mundo.
144
Este prodigioso periplo comienza en Perú, cuando Gonzalo Pizarro organiza su im-
ponente expedición en busca del País de la Canela y de los tesoros del Rey Dorado. El
cuerpo principal se compone de 220 españoles, 4.000 indios, 2.000 perros, 200 caballos, más
algunas llamas y cerdos. Desde Quito emprenden el penoso camino del río Napo, uno de los
afluentes del Marañón; Francisco de Orellana parte por otra senda con una pequeña avan-
zada de 23 españoles y algunos indios, para reunirse con el grueso de la tropa en Quijos,
donde Orellana recibe el grado de Teniente General. Allí tardan semanas en construir un
bergantín y con el correr de los días el hambre comienza a amenazar. El ejército prosigue
su avance: algunos por agua otros por las riberas, pero es imposible suministrar alimentos
a una armada tan numerosa. Finalmente, deciden que Orellana continuará con un destaca-
mento de sesenta hombres en busca de víveres; Pizarro lo esperará algunos días y de no
tener noticias emprenderá el retorno. No volverán a encontrarse.
Orellana llega hasta los poblados de Aparia, en la convergencia del Napo con el
Marañón. Los indios les proporcionan comida al pequeño destacamento, pero no disponían
ni de reservas ni de medios y quizá tampoco de la voluntad de suministrar alimentos a todo
el ejército. Allí comprende que regresar remontando el río Napo es una empresa que sobre-
pasa sus fuerzas. Además, siempre está presente el anhelo de encontrar el oro de Omagua,
el país Dorado y el señorío de las Amazonas. Optan por descender los ríos y atravesar el
continente suramericano hasta alcanzar el océano Atlántico??,
Fray Gaspar de Carvajal anota día tras día las peripecias vividas por el grupo de
hombres que realizó la primera exploración conocida del río-mar. Construyen un segundo
bergantín, el San Pedro, y en abril de 1542 emprenden la navegación del río Marañón y
luego del que llamarán Río grande de las Amazonas. La escasez de alimentos la palian en-
trando en las aldeas indígenas para exigir comida, no siempre con éxito. En las primeras
semanas, dieciocho españoles son heridos en combates, otros ocho caen enfermos y se cuen-
tan al menos tres muertos. Muchas veces deben contentarse con algún guiso de monos 0
pájaros que logran atrapar o incluso con sopas hechas de suelas viejas y otros objetos de
cuero. La única esperanza de sobrevivir es continuar internándose en las espesuras de la
floresta.
Al aproximarse a la confluencia del Tefé con el Amazonas reciben noticias de la
nación femenina. Carvajal anota que los indios le dijeron que “íbamos a ver los amurianos
que en su lengua llaman coniupuyara, que quiere decir grandes señoras, que mirásemos lo que
hacíamos, que éramos pocos y ellas muchas, que nos matarían; que no estuviésemos en su tierra
[...J”2%, Los amurianos o coniupuyara designan poblados de mujeres guerreras, señal de
que se acercan al señorío de la belicosas señoras.
145
En esos parajes, la vegetación insospechada, la inmensa gama de verdores, los peli-
gros que acechan en todo momento y la anhelada proximidad del oro, ¿no evocaban acaso
los paisajes donde Alejandro encontró a las Amazonas? Muchos conquistadores, durante su
humilde infancia en sus tierras natales, habían probablemente escuchado a curas que en
sus prédicas describían con especial ahínco el Paraíso Terrenal y sus alrededores, no sin
agregar algunos coloridos pormenores en sus vehementes interpretaciones de las Escrituras.
También habían de recordar los tiempos de su niñez en Extremadura o Andalucía,
cuando trovadores y juglares visitaban villorrios y ciudades para contar las hazañas del rey
Alejandro y otras hermosas gestas de tiempos pretéritos.
Ahora ellos imaginaban haber conseguido llegar a las mismas tierras que recorrie-
ron los ejércitos del macedonio; creían contemplar los mismos paisajes, temer las mismas
amenazas y, para completar el cuadro, ¿no vivían las Amazonas a orillas de un inmenso río
infranqueable, poblado por animales feroces, que hacía de frontera entre ellas y el país
masculino? Todo parecía indicar que se internaban en tierras fabulosas, donde la mitología
adquiría vida.
El día de San Juan, mientras navegan cerca de la orilla en busca de un sitio para
detenerse, entran en contacto con mujeres guerreras. Cuando divisan un pueblo, Orellana
ordena que los bergantines se aproximaran a la ribera, para apropiarse de los alimentos.
Los indios resisten con bravura; responden los arcabuces y ballestas españolas, matando a
muchos. Pero los naturales no cejan, y disparan tantas flechas que los hispanos no logran
ampararse y remar al mismo tiempo. Antes de alcanzar tierra ya había cinco heridos, el
cronista Carvajal entre ellos. En la orilla continúa el combate cuerpo a cuerpo durante más
de una hora. Los indios pasan por encima de sus muertos y continúan guerreando. Cuando
Orellana ve aproximarse refuerzos indios, ordena apresuradamente la retirada. Apenas
consiguen eludir la flota de canoas que los persiguen. Tal resistencia —escribe el Fraile-
sólo se explica por la presencia de las Amazonas:
Quiero que sepan cuál fue la cabsa por qué estos indios se defendían de tal manera. Han
de saber que ellos son subjetos y tributarios a las amazonas, y sabida nuestra venida,
vánles a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros, que anda-
ban peleando delante de todos los indios como capitanas, y peleaban ellas tan animosa-
mente que los indios no osaron volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros
le mataban a palos, y ésta es la cabsa por donde los indios se defendían tanto. Estas
mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y en trenzado y revuelto
a la cabeza, y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergiienzas
con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; y en ver-
dad que hubo mujer de éstas que metió un palmo de flechas por uno de los bergantines,
y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín.
146
Tornando a nuestro propósito y pelea, fue Nuestro Señor servido de dar fuerza y ánimo a
nuestros compañeros, que mataron siete u ocho, que estas vimos de las amazonas, a
cabsa de lo cual los indios desmayaron y fueron vencidos y desbaratados con harto daño
de sus personas; y porque venían otros pueblos mucha gente de socorro [...] mandó el
Capitán que a muy gran priesa se embarcase la gente, porque no quería poner arrisco la
vida de todos, así se embarcaron no sin zozobra, porque ya los indios empezaban a pelear,
y más que por el agua venía mucha flota de canoas y así nos hicimos a largo del río y
dejamos la tierra”.
Después del combate, los hispanos impresionados están ávidos de informaciones.
Orellana interroga a un indio prisionero por medio de un vocabulario de términos locales
confeccionado por él mismo. Sus respuestas constituyen una hermosa descripción del mito
de las mujeres sin marido en América.
El indio pretende venir de un dominio que se extendía sobre 150 leguas, pertene-
ciente a un gran señor tributario de las Amazonas, llamado Couynco. Ellas viven tierra
adentro, a siete jornadas de la costa. Él mismo había visitado varias veces el país de las
Amazonas cuando transportaba el tributo que su señor les enviaba. Estas mujeres son mu-
chas; viven en más de 70 pueblos construidos de piedra, con puertas de entrada custodiadas
por guardias y con numerosos caminos entre ellos. Las que vieron los cristianos habían
venido a ayudar a Couynco a proteger la ribera. .
Cuando les viene aquella gana -continúa- hacen la guerra a un señor vecino y traen
indios prisioneros a su país. Los guardan el tiempo que se les antoja. Cuando se sienten
preñadas los envían de vuelta sin hacerles ningún mal. Si paren hijo le matan o le envían
con sus padres, si hija la crían con solemnidad y la imponen en cosas de la guerra. Hay
grandes riquezas en ese país; toda la vasija de las señoras principales es de oro y plata,
mientras que las plebeyas se sirven en vasijas de palo o de barro. Todas ellas están sujetas
a la jurisdicción de una señora llamada Coñori. En la ciudad principal donde reside esta
señora hay cinco adoratorios dedicados al sol llamados caranaín, o sea casas del sol. Por
dentro, sus techos están pintados de diversos colores y se encuentran muchos idolos feme-
ninos de oro y plata y muchos utensilios de los mismos metales para el servicio del Sol. Las
Amazonas se visten de ropa de lana muy fina, ya que en esa tierra hay muchas ovejas del
Perú (llamas o alpacas); llevan mantas ceñidas desde los pechos hasta abajo y otras como
manto abrochadas por delante con muchos cordones. Portan coronas tan anchas como dos
dedos.
Esta tierra -concluye el indio- está poblada por camellos (llamas) que sirven como
bestias de carga y se observan en ella dos lagunas de agua salada. Existe una orden según
la cual a la puesta del sol todo indio macho debe retirarse de estas ciudades. Tienen muchas
147
provincias e indios vasallos que son sus servidores y les pagan tributos. No obstante, con
otros pueblos están en guerra.
¿Entendió Orellana las respuestas del indio prisionero? Se pueden expresar dudas
sobre la calidad del vocabulario que permitió mantener el diálogo, como del libre albedrío
del cautivo, más interesado en responder a gusto de los conquistadores para recuperar su
libertad que de informarlos de las características de su tierra. Pese a esto, las respuestas
poseen cierta coherencia; todo parece indicar que el indio se refiere a la civilización inca.
Los pueblos de piedra bien custodiados, las vasijas de oro y plata, los adoratorios consagra-
dos al Sol, las finas vestimentas de lana, la presencia de llamas y los pueblos tributarios,
todo esto no es más que una descripción de la civilización inca a la que se añade la antiquí-
sima tradición según la cual las Amazonas conservaban sólo sus hijas.
Aunque la narración del combate y el interrogatorio del indio se encuentran a po-
cas páginas de distancia, las descripciones son contradictorias. Por una parte, se presentan
feroces guerreras casi desnudas y por otra refinadas señoras, elegantemente vestidas y
rodeadas de finos objetos. Una corresponde a un testimonio directo, la otra a una interpre-
tación errónea. Tanta era la fuerza del mito que los conquistadores no pensaron un instante
que las descripciones del indio correspondían perfectamente con su lugar de procedencia.
En septiembre de 1542, el destacamento alcanza finalmente el océano Atlántico y
llega a la isla de Cubaguá, donde les hacen una recepción triunfal. Fray Gaspar de Carvajal
regresa a Lima por el río Paraná, mientras que Orellana parte a España para conseguir los
apoyos reales para armar una nueva expedición, esta vez equipada de artillería. En eso
estaba cuando lo sorprende la muerte. Dos años después, Sebastián Caboto diseña en Sevi-
lla el primer mapa en el que aparece todo el río, incluyendo la inscripción Río de las amazonas
que descubrio Francysco de Orellana. En el lugar donde se libró el combate dibuja mujeres
indias disparando con sus arcos contra españoles de casco, escudo, espada y armadura. Las
Amazonas habían dado su nombre al río más extenso del orbe.
Casi veinte años más tarde, en 1559, la armada del navarro Pedro de Ursúa empren-
de navegación del río Marañón, en busca del El Dorado y de las riquezas del país de los
Omaguas. Luego del asesinato de Ursúa, la expedición conducida por el tristemente céle-
bre Lope de Aguirre, se transforma en una sórdida serie de crímenes que concluye con la
muerte de este último en Barquisimeto.
Será necesario esperar más de medio siglo para que algún europeo decida desafiar
nuevamente al ambiente amazónico. Esta vez la motivación era política. A principios del
siglo XVII, cuando los reinos de España y Portugal se hallaban unidos bajo una misma
monarquía, Francia, Holanda e Inglaterra intentaban instalar factorías en el litoral brasileño,
148
Detalle de mapamundi de Sebastián Caboto, Sevilla (1544). Uno de los primeros planisferios que engloban el
estado de los conocimientos geográficos poco después de los descubrimientos. Figura por primera vez el “Río
de las amazonas que descubrio Francysco de Orellana”. Al Norte del río, más o menos en el lugar donde Carvajal
describe el combate contra las Amazonas, aparecen tres ciudades. Al Sur, dos Amazonas se aprestan a disparar
sus flechas contra dos conquistadores armados de espadas y protegidos por armaduras y escudos. Bibliotheque
Royale de Belgique.
149
desafiando así al imperio español-portugués. Por esta razón se reemprende la exploración
del Amazonas. En 1617, desciende el río una pequeña expedición organizada por los frailes
Brieva y Toledo. Buscan explorar las posibilidades de contacto entre los Andes y el litoral
Atlántico. Este viaje, conocido como el de los dos legos franciscanos, no encuentra gran opo-
sición entre los habitantes de las riberas, quizá porque no constituía una amenaza directa.
A su regreso, en compañía del Capitán de origen portugués Pedro Texeira, se transforman
en los primeros europeos en remontar el Amazonas hasta llegar a San Francisco de Quito.
Texeira era un hombre de su tiempo. Había tomado parte en los combates contra
ingleses y holandeses y participado en expediciones que remontaron el río Tapajos para
capturar esclavos entre los habitantes de sus riberas. La llegada de los legos franciscanos al
delta del Amazonas le da la ocasión de organizar el viaje de vuelta para intensificar las
relaciones con las grandes ciudades españolas del Virreinato de Perú. En la crónica anóni-
ma del periplo?” figuran las Amazonas, ligeramente diferentes a las de Carvajal.
Los indios Omaguas —nos dice- dialogaron con un soldado que entendía su lengua.
Le dijeron que ellos iban una vez al año a la banda del Norte a visitar mujeres con las que
vivían dos meses, se traían a los hijos y las hijas se quedaban con sus madres. Sus convivientes
tienen un solo pecho, son muy grandes, y están emparentadas con hombres barbudos. “A
estas indias se les llama comúnmente Amazonas”, concluye el cronista?” .
En Lima, el Virrey dispuso que Texeira retornara acompañado de dos personas cali-
ficadas para dar fe a la corona de todo lo visto y descubierto en los viajes por el río. Fueron
designados el profesor de teología de la Universidad de Quito, Andrés de Artieda, y el
Rector del Colegio de la Compañía de Jesús, Cristóbal de Acuña. La armada salió de Quito
en febrero de 1639, para llegar a la ciudad de Pará en diciembre, en vísperas de la fecha en
que Portugal se emancipó de la monarquía española. Dos años más tarde, el jesuita publicó
el Nuevo descubrimiento del gran río de las Amazonas.
Acuña sitúa en las riberas del río Japurá, un afluente del Amazonas, el país donde
está el mítico lago Parime: “el deseado lago Dorado que tan inquietos tiene los ánimos de toda
la gente en Perú. No lo afirmo de cierto, pero algún día Dios querrá que salgamos desta perpleji-
dad”**, Más adelante, los indios Tupinambos le proporcionaron informaciones sobre las
Amazonas. Aunque nunca las vio, sus entrevistados fueron tan convincentes que despeja-
ron toda duda en el reportero de la corona: “Los fundamentos que hay para asegurar provincia
de Amazonas en este río, son tantos y tan fuertes, que sería faltar a la fe humana no darles
crédito”.
as Díaz, 1986, 32-33. Este texto de la expedición de Texeira fue publicado por primera vez en 1889
por el
erudito español Marcos Jiménez de la Espada, quien lo atribuye al jesuita Alonso de Rojas.
AE Díaz, 1986, 244,
al Dr Acuña, 1716, 157-158.
150
Amazona seduciendo a un indio desde su hamaca,
según el ritual descrito por el jesuita Cristóbal
_Acuña.
Edición holandesa de la relación de De Acuña, 1717.
Un siglo después de Orellana, más o menos en la misma región, Acuña añade nue-
vas informaciones sobre un curioso método de seducción en tiempos de las visitas masculinas:
Son mujeres de gran valor y que siempre se han conservado sin ordinario comercio de
varones y aun cuando éstos por concierto que con ellas tienen, vienen cada año a sus
tierras, los reciben con las armas en la mano, que son arcos y flechas, que juegan durante
algún tiempo, hasta que satisfechas de que vienen de paz los conocidos, y dejando las
armas, acuden todas a las canoas, o embarcaciones de los huéspedes y cogiendo cada una
la hamaca que halla más a mano que son las camas en que ellos duermen, la llevan a su
casa y colgándola en parte donde el dueño la conozca, le reciben por huésped aquellos
pocos días después de los cuales ellos se vuelven a sus tierras, continuando todos los años
este viaje por el mismo tiempo.
El jesuita asegura divulgar informaciones que escuchó y confirmó. Fueron tantas
naciones y tantos los idiomas que le informaron de ellas que no hay riesgo de error. Cuando
Acuña pregunta sobre la localización del señorío de las Amazonas, le responden que está
en una región montañosa: “Tienen esas mujeres varoniles su asiento entre grandes montes y
eminentes cerros”%*, Noventa y siete años antes, el indio interrogado por Orellana había
151
respondido de forma similar; se trata quizá de una nueva referencia india al esplendor del
extinto imperio inca.
Todas las relaciones sobre las cuatro primeras expediciones que descendieron o remon-
taron el Río Grande de las Amazonas pretenden haber visto o al menos haber tenido noticias
ciertas sobre la nación femenina. Habrá muchos otros. Buena parte de las crónicas de los con-
quistadores durante los dos primeros siglos de colonización vendrán a confirmarlas.
El bávaro Ulrico Schmidl también fue seducido por aquellas mujeres inalcanza-
bles. Por razones desconocidas, viaja hasta Sevilla, donde se embarca como soldado en una
flota rumbo al estuario del Plata. Durante veinte años, entre 1534 y 1554, participará
en expediciones que se internaron en el corazón de América en busca de reinos dorados.
Recorrerá la Pampa Argentina, el actual Paraguay y el Gran Chaco hasta los confines del
Perú. De regreso a su pueblo natal, en Baviera, escribe una relación histórica de su
experiencia. El relato es crudo. Figuran las matanzas de innumerables indios y los
padecimientos de los conquistadores.
Cuando habían remontado una buena parte del río Paraguay, los naturales de la
zona les informan de la existencia de las Amazonas:
... y el rey preguntó a nuestro capitán cuál era nuestro deseo e intenciones y a dónde
íbamos. Respondióle nuestro capitán que buscábamos oro y plata, a lo que el rev le dio
una corona de plata que pesaba un marco y medio poco más o menos, además de una
plancha de oro que tenía un palmo de largo y medio de ancho, así como un brazalete, que
es medio arnés, y otras cosas más de plata, diciendo a nuestro capitán que no tenía más,
y que las mencionadas piezas las había ganado y conquistado hacía tiempo en una
guerra contra las amazonas.
Cuando nos habló de las amazonas y de su gran opulencia, tuvimos gran contento, y al
punto nuestro capitán preguntó al rey si podríamos llegar allí por agua y qué lejos
estaban. Este nos dio por respuesta que no podríamos llegar con los barcos, sino que
deberíamos marchar por tierra y que tendríamos que viajar dos meses seguidos. Después
de escuchar la relación del rey quedamos totalmente determinados a marchar a las amazo-
nas, como se dirá más adelante.
La continuación del texto es especialmente esclarecedora sobre la fuerza del mito.
En realidad, Schmidl nunca vio alguien que evocara las Amazonas; sólo escuchó algunos
ecos de la nación femenina. Esto fue suficiente para despertar en su imaginación la fábula
milenaria. Creyó comprender que las Amazonas viven en un lugar rodeado de agua, los
hombres las visitan durante un período, guardan las niñas y se deshacen de los varones, les
152
queman el seno derecho, son guerreras y también ricas, aunque esta vez la fortuna está
custodiada por personas de sexo masculino. Como muchos otros, el bávaro sentía que se
aproximaba a las tierras encantadas donde se desvanecían los límites entre realidad y fan-
tasía:
Estas amazonas son mujeres, y sus maridos vienen a verlas tres o cuatro veces al año. Si
una mujer queda embarazada de un niño varón, lo manda al hombre; pero si es hembra,
se la queda, le quema el pecho derecho para que no pueda crecer. Y la causa por lo que
hacen tal es que utilicen mejor las armas y los arcos, pues son mujeres belicosas que
hacen la guerra contra sus enemigos. Viven estas mujeres en una isla rodeada de agua, y
es una gran isla. Si se quiere llegar a ellas, hay que ir en canoas. Pero en esta isla las
amazonas no tienen oro ni plata, sino en Tierra Firme, que es donde viven los hombres.
Allí tienen grandes riquezas. Son una gran nación y tienen un rey que debe llamarse
Iñis, igual que el lugar que se nos indicó?*,
Marcharon con el agua hasta la rodilla, a veces hasta la cintura -dice Ulrico- y sin
sosiego ya que las moscas diminutas no los dejaban en paz. Llegaron hasta el país de los
orthueses. La región estaba anegada, y plagas de langostas destruían los escasos alimentos.
Los cristianos intercambiaron cuatro planchas de oro y aros de plata contra hachas, cuchi-
llos, rosarios y tijeras, pero como la progresión se hacía cada vez más difícil y les quedaba
poca comida, debieron renunciar a las Amazonas y emprender el retorno.
En 1555 habla de ellas un intelectual de la época, el franciscano francés André
Thevet, “cosmographe du roy” de Francia, después de una estadía de diez semanas en Brasil.
Había desembarcado enfermo y permaneció en cama hasta el retorno. Esto no le impide
recopilar numerosos escritos hechos por otros miembros de la expedición, que más tarde
publicará en Francia con su firma. Un capítulo será consagrado a las Amazonas. Aunque
carece de testimonios directos, los relatos de la expedición de Orellana lo impresionaron a
tal punto que se lanza en grandes elucubraciones para interpretar el origen de las indias
guerreras. Para él las mujeres que combatieron contra los españoles son las Amazonas, “ya
que vivían exactamente como vivieron, según lo que sabemos, las Amazonas de Asia”. Se dice
que después de la guerra de Troya se dispersaron por el mundo, o que emigraron de Grecia
hacia África, donde un rey cruel las expulsó. En América -continúa Thevet- se las encuen-
tra en islas y viven en pequeñas habitaciones o en cavernas. Se alimentan de peces y de
bestias salvajes. Sus enemigos las hostigan continuamente; se defienden con amenazas,
aullidos y gestos horrorosos, parapetadas detrás de caparazones de grandes tortugas. Dan
un trato inhumano a sus prisioneros. Para darles muerte los cuelgan de una pierna a la
rama de un árbol. Al cabo de un tiempo, cuando vuelven, si el desafortunado aún está con
vida le disparan diez mil flechas y encienden una hoguera para reducirlo a cenizas””,
153
El sucesor del cosmógrafo del rey de Francia, Jean Mocquet, volvió a repetir los
tópicos habituales de la fábula, pero reemplazando la mutilación ritual por una simple
extracción de la leche de la mama derecha**,
Las noticias sobre las Amazonas se multiplican. Las informaciones son recurrentes:
para todos eran tan ricas como inalcanzables. Juan de San Martín y Alonso de Lebrija hablan
de ellas en su Relación del descubrimiento y conquista del Nuevo Reino de Granada, entre 1536
y 1539. En el valle de Bogotá tuvieron noticias de una nación de mujeres que viven por sí, sin
LES SINGVLARITEZ
mes bell; neufes de nostre Amerique, retirées et for
tifices en 2 ifles,font comstumierement aJarllves de
lewrs ennemis,quiles Vont chercher par fus Dean anec
barques (7 autres Vas/feanx , o charger 4 comps de
Jefches.Cos femmes an contrarre fe defendent de mef-
me,courareufement,anec menaf]es,hrlemens,etcon-
denances A plus efpomuentables quiil ef pofísble. El-
les fons levers rempars defcaslles de tortmes, grandes en
towte dimenfion . Le toutcomme Voms poruez Vosr a
le:l par laprefente figure. E 3 ponrce quil Vient 4 pro-
Ilustración del libro del franciscano André Thevet, Les Singularités de la France antarctique, editado en
Amberes
en 1558. Las Amazonas armadas de lanzas, arcos y fechas, protegidas por escudos hechos de caparazones
de
tortuga, rechazan a sus enemigos masculinos que desembarcan en su territorio. Dibujo
de Jean Cousin.
Bibliotheque Royale de Belgique.
ATA A CEA AO TES ANA O
SS Duviors, 1985, 49,
154
indios entre ellas. No pudieron llegar hasta ellas a causa de la infinidad de montañas que
había en el camino, pero lograron saber que “es innumerable el oro que tienen”.
Hernando de la Ribera, declara en Asunción del Paraguay, en 1543, que tuvo noti-
cias de mujeres que hacen la guerra con los indios chiquitos y que “en cierta época del año se
juntan con los indios comarcanos”.
Agustín de Zárate, en su Historia del Perú, publicada en Amberes en la segunda
mitad del siglo XVI, dice que adelante de Chile, gobierna un gran señor de nombre
Leuchengorma. Afirma que sus indios vasallos dijeron a los españoles que “cincuenta leguas
más adelante ai entre dos Ríos una gran Provincia toda poblada de Mugeres que no consienten
hombres consigo, más del tiempo conveniente a la generación, i si paren Hijos los embían a sus
Padres, isi Hijas las crían”. Luego añade que “la Reina de ellas se llama Gaboymilla, que en su
lengua quiere decir Cielo de Oro, porque en aquella tierra diz que se cria gran cantidad de oro”...
En la misma época, el cosmógrafo Juan López de Velasco, en su Noticia del Dorado o
Nueva Extremadura, informa que en las proximidades de la laguna de El Dorado, se en-
cuentra *...una provincia de mugeres que llaman las Amazonas, que no tienen hombres”...2,
El corsario inglés Walter Raleigh, famoso por sus descripciones de El Dorado, logró
situar las tierras de las Amazonas “al sur del río, en la provincia de Topango. Sus principales
fuerzas están en islas, a sesenta leguas de la desembocaduru”?",
Y la lista continúa. Ñuño de Guzmán las buscó en México; en Colombia, los hombres
de Jiménez de Quezada las aproximan sin verlas; a los del Capitán Hernando Ribera se les
ocultan en las llanuras inundadas del Paraguay?*.
155
obtuvo informaciones similares a las que un siglo antes había recogido Acuña, pero sus
conclusiones fueron mucho más cuidadosas.
Durante su periplo, el francés, cada vez que la ocasión se presenta, consulta a los
indios sobre las Amazonas y constata que todas las respuestas “tienden a confirmar que
hubo en este continente una República de mujeres que vivían solas, sin hombres entre ellas, y se
retiraron hacia el Norte, tierras adentro, por el río Negro o por uno de estos [ríos] que bajan por
el mismo lado del Marañón [nombre dado al Amazonas peruano]”?*, En Coari, 500 kilóme-
156
tros al Oeste de Manaus, entrevistó a un indio anciano, cuyo abuelo pretendía haber visto a
un grupo de cuatro Amazonas que caminaban hacia el río Negro. En base a otros testimo-
nios, recogidos en diferentes lugares de la cuenca del Amazonas y en la Guayana, concluye
que para los indios esta nación de guerreras se habrían refugiado en una zona montañosa,
en el centro de la Guayana, donde ni franceses ni portugueses habían penetrado.
Los testimonios abundan —continúa La Condamine- pero no las pruebas concretas.
Es improbable que tal nación exista aún, sin que los indios vecinos, que sí están en contacto
con portugueses y franceses, ignoren totalmente su presencia. Quizá emigraron o perdie-
ron sus antiguas costumbres, lo que parecería más probable. Resuelve el problema creando
una hipótesis original que integra la eventual existencia de las Amazonas en la realidad
americana del siglo XVIII.
Yo me conformaría con destacar que si alguna vez pudieron existir Amazonas en el
mundo, es en América, donde la vida errante de las mujeres que siguen a menudo sus
maridos en la guerra sin que por eso sean más felices en la vida conyugal, tuvo que
insinuarles la idea así como proporcionarles oportunidades frecuentes de zafarse del yugo
NEO Poeta,
157
de sus tiranos, buscando establecerse en un lugar donde pudiesen vivir de manera inde-
pendiente, y al menos escapar a su condición de esclavas y bestias de carga. Una tal
decisión, tomada y ejecutada, no sería más extraordinaria ni más difícil que lo que
ocurre cotidianamente en todas las colonia europeas de América, donde con demasiada
frecuencia, esclavos maltratados o descontentos huyen hacia los bosques, en grupos o
solos, si no encuentran con quien asociarse, y allí pasan varios años, cuando no toda su
vida en la soledad?*.
A pocas décadas de la Revolución Francesa, ya no se esperaba encontrar una na-
ción femenina sino saber si alguna vez había existido.
Hasta ahora, la relación de Gaspar de Carvajal constituye el único testimonio direc-
to de alguien que haya visto y luchado contra un grupo de indios entre los que se contaba
una docena de mujeres combatientes. Sin embargo, las noticias sobre las Amazonas son
demasiado numerosas y distantes entre sí para concluir en un puro producto de la imagina-
ción.
Es imposible considerar todas las opiniones e intentos de explicación de historiado-
res, antropólogos y folcloristas que han abordado el problema, pero podemos al menos
exponer las hipótesis más interesantes.
El naturalista prusiano Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América
tropical entre 1799 y 1804, también se interesó en la tradición de la nación femenina.
De retorno a Europa, era interrogado con frecuencia sobre la veracidad de las afir-
maciones de La Condamine, que estableció la residencia de las Amazonas en las riberas del
río Negro. La fascinación de lo maravilloso -dice Humboldt- y el deseo de adornar las
descripciones del Nuevo Continente con algunos rasgos extraidos de la Antigiedad clásica,
contribuyeron a dar una gran importancia a los primeros relatos de Orellana. Muchos escri-
tores creyeron encontrar en los pueblos recientemente descubiertos todo lo que los griegos
nos enseñaron sobre la primera edad del mundo y sobre las costumbres de los bárbaros. Los
viajes por América nos hacen creer que recorremos el pasado, ya que las hordas america-
nas, en su simplicidad primitiva, ofrecen a los europeos una especie de Antigúedad que nos
es contemporánea.
Pese a esto -continúa- los testimonios de La Condamine son admirables. Pero como
no hablaba ninguno de los idiomas hablados en el Orinoco y en el río Negro, no pudo infor-
marme sobre las mujeres sin marido. Sin embargo, recurre al testimonio del Padre Gili, un
158
misionero que habría escuchado relatos de un indio de la nación de Aikeam-benanos que
vivía en las orillas del río Cuchivero. La segunda de estas palabras significa “mujeres que
viven solas”, en el idioma tamanaca: el indio confirmó la observación de Gili y agregó que
fabricaban largas cerbatanas y otros instrumentos de guerra. Admitían una sola vez al año
a los hombres de la nación vecina de Vokearos, y a los niños varones los mataban durante la
primera infancia.
Humboldt llegó a la misma conclusión que cincuenta y cinco años antes formuló La
Condamine:
¿Qué se puede concluir del relato del viejo misionero de la Encaramada?
No que haya Amazonas sobre las riberas del Cuchivero, sino que en diferentes lugares de
América, las mujeres, hartas de la esclavitud al que las someten los hombres, se reunieron
como los negros fugitivos en un palenque; el deseo de conservar su independencia las
transformó en guerreras. Seguramente reciben la visita de alguna horda amiga de las
proximidades, aunque sin tanto método como lo dice la tradición?*.
En los años 1920-1930, el historiador argentino Enrique de Gandía realizó un apor-
te novedoso pero incompleto. Las Amazonas entrevistas por los conquistadores serían el
reflejo deformado por la distancia de las Vírgenes del Sol, de las Casas escogidas y de la
organización social del Perú.
En el imperio inca, funcionarios de gobierno visitaban regularmente las aldeas.
Parte de su misión consistía en seleccionar las acllacuna, jóvenes escogidas que recibirán
durante cuatro años una esmerada educación. Se les enseñaba la religión, el arte del telar
y la administración del hogar. Una vez al año el emperador escogía entre ellas sus esposas
secundarias y atribuía hermosas doncellas a miembros de la nobleza. Las otras se transfor-
maban en mamacuna o vírgenes del sol, destinadas a ejercer funciones religiosas. El
matrimonio les era proscrito. Debían pasar sus vidas en recintos profesos donde fabricaban
tejidos extremadamente finos para la nobleza y para el propio emperador.
Según de Gandía, los testimonios del indio interrogado por Orellana pueden inter-
pretarse así: cuando habla de adoratorios donde se rendía culto al Sol, con ídolos de oro y
techos pintados de diversos colores, en realidad se refieren a las mujeres escogidas. Los
conventos incaicos eran más grandes que muchas aldeas indígenas. Se encontraban disemi-
nados por todo el imperio, incluso en la selva y, como lo dicen los indios, estaban hechos de
piedra y los custodiaban guardias rigurosos. El contacto anual con los hombres no es otra
cosa que los repartimientos de mujeres que se hacían anualmente, y las guerras que libra-
ban las Amazonas corresponden a las incursiones incas al interior de la selva. Por añadidura,
cuando los indios afirman que las Amazonas eran muy ricas, se referían seguramente a la
preciosa vajilla que debían poseer las mamacuna.
159
La explicación es atrayente y, sin duda, arroja luz sobre algunos de los elementos
componentes del mito. Pero ¿cómo aclarar el flechazo que arrancó un ojo a Gaspar de
Carvajal, lanzado por una osada guerrera?
La respuesta se puede entrever en los valiosos estudios sobre los Tupinambos reali-
zados por el historiador brasileño Mário Maestri. Estos indios, señores del litoral brasileño
antes de la conquista, poseían una organización social difundida en buena parte de la cuenca
amazónica. Vivían en aldeas circulares, organizadas alrededor de cuatro a siete residencias
colectivas rectangulares llamadas malokas. Tenían una superficie de unos 150 metros cua-
drados, y podían cobijar más o menos cincuenta habitantes. Una de ellas era la residencia
comunitaria, la “casa grande”, donde los hombres deliberaban sobre los asuntos de la co-
munidad.
La manera en que vivían su sexualidad los Tupinambos, y por extensión numerosas
tribus de la región, sorprendió a los europeos e hizo sonrojar a más de un misionero. Los
adolescentes gozaban de una amplia libertad sexual; una alianza matrimonial podía rom-
perse por simple decisión de uno de los cónyuges, y ciertos incestos no constituían una
grave infracción a las normas de comportamiento social. La homosexualidad masculina y
femenina era tolerada. En este caso, cada tupinambo asumía el rol social que correspondía
a sus inclinaciones sexuales.
Los hombres homosexuales se comportaban como mujeres y la sociedad los trataba
como tales. De la misma forma, las lesbianas eran asimiladas al grupo masculino y se
arrogaban prerrogativas exclusivamente viriles; participaban en las deliberaciones al inte-
rior de la “casa grande”, tenían una mujer y manejaban las armas en la caza y en la guerra?*,
Estas precisiones permiten explicar, con poco riesgo de error, el origen de las gue-
rreras. Se trataba de mujeres asimiladas a los hombres a causa de sus preferencias sexuales,
y libraban batalla como cualquier otro guerrero.
Hasta el siglo pasado, al menos, circulaban fábulas sobre una maloka exclusivamen-
te femenina, probablemente una versión deformada por la imaginación popular. El agente
francés Henri Coudreau, que visitó el río en los años 1880, transcribe una leyenda muy
difundida en la cuenca amazónica. Cerca de la frontera de Brasil con Guayana, donde se
encuentran las fuentes del Anauá o del Jauapiry, existe una tribu de mujeres gobernada
por sus propias malokas. El origen de esta pequeña nación sería una asociación de hetairas
sumamente bellas, apasionadas, provocadoras, y que por añadidura practicaban el lesbia-
nismo. La Maloka femenina -explica Coudreau- constituye una asociación por el placer, un
convento de gozadoras expertas, voluptuosas. Los hombres les interesaban poco, quizá como
una variante en sus juegos eróticos y como una forma de obtener hijas, ya que inmolaban a
los varones en ceremonias rituales. Cogen a los hombres haciendo prisioneros en tribus
160
vecinas y aceptan algunos voluntarios. En los días ordinarios van desnudas, pero para las
fiestas se visten a la moda de los Tupinambos. El uso de afrodisíacos es frecuente. Hacia la
cuarentena, los hombres que han prestado tan intensos servicios caen en un estado de
impotencia incurable. Aunque los continúan utilizando para algunos placeres secretos, les
asignan pequeños trabajos de jardinería y pesca. Sólo las mujeres practican la caza y la
guerra, con una habilidad extraordinaria. Conocen sutiles venenos con los que untan sus
flechas. Durante las reiteradas orgías -concluye el francés- entran en trances histéricos,
pero éstos no provocan enfermedades nerviosas, riñas o violencias. Tienen un excelente
humor.
Pese a que esta leyenda de la Maloka femenina circulaba más como una anécdota
que como una creencia, el funcionario francés piensa, o quizá espera, que puede tener un
fondo de verdad?*,
Aún en nuestros días, continúan las investigaciones para encontrar alguna huella
de las Amazonas americanas. El enfrentamiento entre Orellana y las mujeres puede situar-
se en las proximidades de la confluencia entre el Nhamundá (llamado también lamundá o
Jamundá) y el Amazonas. Por otra parte, conforme a los datos recogidos en el siglo pasado
por el naturalista alemán Koch-Grumberg, los indios del Bajo Amazonas llamaban
Uridxaniana al Nhamundá, lo que en lengua tupi significa tribu o familia de mujeres. Una
tradición local pretende que cerca de la desembocadura, en un lago Laciuaruá (Espejo de
la luna), donde aquellas mujeres realizaban una fiesta anual que coincidía con la visita de
sus maridos momentáneos reclutados entre las tribus de la región, en una noche de luna
llena, se bañaban en el lago y recibían de los espíritus acuáticos un barro especial que el
calor del sol transformaba en magníficos talismanes: los muiraquitas tallados en piedras
verdes. Las Amazonas obsequiaban uno de ellos a los hombres que el año anterior les ha-
bían engendrado una criatura de sexo femenino.
Aunque fracasaron los intentos de varios hechiceros aficionados que sometieron
montoncitos de barro a largas exposiciones solares, los muiraquitás son perfectamente rea-
les. Trabajados sobre jade verde, una piedra casi tan dura como el diamante, representan
pequeños animales. Se les atribuyen facultades protectoras contra muchos males y propie-
dades curativas?”, Humboldt vio algunos en manos de los habitantes de las riberas del río
Negro”*, La Condamine, cuando se hallaba en la ribera derecha del Amazonas, frente al
Nhamundá, interrogó a sus habitantes sobre la procedencia de estas extrañas alhajas. Le
respondieron que ellos no sabían fabricarlas. Los padres de sus padres las habían recibido
de las mujeres sin marido?*.
161
Conviene terminar este capítulo relatando un hermoso mito indio recopilado por el
fotógrafo y viajero portugués Luis Torres Fontes. Luego de remontar el Nhamundá unos
300 kilómetros, encuentra a un jefe indio de los Kaxuianas, quien les relata la creación del
mundo: su tribu desciende de un grupo de mujeres que se apartaron de sus familias para
vivir solas en la sierra, allí fundaron la tribu de los Kaxuianas, quienes se dispersaron para
dar origen a todas las tribus de la cuenca del Amazonas y por extensión a la Humanidad””.
La vitalidad del mito de las Amazonas es asombrosa. Viajó por el tiempo desde
varios siglos antes de Cristo hasta los albores de la Revolución Francesa, y aún en nuestros
días constituye con frecuencia un tema de ficción. No figura en las Escrituras ni es parte de
las creencias de los mundos Cristiano, Judio o Musulmán, desprendidos de la Biblia. Sin
embargo, ha estado presente en casi todos los continentes bajo diversas formas y en dife-
rentes épocas.
Su éxito se debe posiblemente a que las Amazonas representan el contrapeso ima-
ginario a la preponderancia masculina en la organización social y familiar, la inversión de
roles, las antípodas de la normalidad. En esta sociedad utópica, las mujeres rechazan la
subordinación a los hombres y se apoderan del atributo viril por excelencia: hacer la guerra
y dar muerte al enemigo.
En América colonial la suerte de las indias, caídas en manos de los conquistadores,
distaba mucho de ser envidiable. En el mejor de los casos eran forzadas a ser, al mismo
tiempo, sirvientes, bestias de carga y convivientes. Las menos afortunadas eran obsequia-
das como prostitutas a la soldadesca o a los numerosos colonos sin mujer europea. En este
mundo sórdido, la irrupción de una sociedad de guerreras orgullosas y libres, ¿no represen-
taba acaso una venganza, atrayente para las víctimas y temida por los verdugos, al menos
en el mundo de los sueños?
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162
Amazona en sereno reposo, a orillas de un exótico río, sin apartarse de sus armas. Grabado de Jean-Baptiste
Corneille, en la edición francesa del libro de Cristóbal de Acuña, Relation de la riviere des Amazones, (1682).
163
CarítuLo VII
SERES PRODIGIOSOS
Tanto los escritores clásicos como las autoridades doctrinales del medievo situaron
en India y en Etiopía seres prodigiosos que la ficción podía crear pero la experiencia esta-
ba impedida de comprobar. Las relaciones escritas por los escasos viajeros que habían
visitado el Lejano Oriente, confirman la existencia de portentos que se transformaron en
deleite y pavor del imaginario europeo.
El propio Cristóbal Colón había tomado abundantes notas sobre seres prodigiosos
que poblaban el Oriente, a tal punto que durante sus cuatro viajes al Nuevo Mundo preten-
dió haber divisado o al menos tener noticias directas de seis de ellos: sirenas, serpientes
marinas, grifos, cinocéfalos, cíclopes y hombres con rabo. Sin embargo, el descubrimiento
de América frustró las expectativas de los conquistadores; no se encontraron monstruos
terribles, ni siquiera muchos animales de gran tamaño. Sin asidero en la realidad, la creen-
cia en seres extraordinarios se desvaneció durante los primeros años de la colonización.
La clasificación de la fauna y la flora según criterios objetivos sobrevino sólo en el
siglo de las luces. En 1735, Carl von Linneo publicó Systema naturae, una obra que, basán-
dose en tratados sobre la anatomía, describe y da nombre científico a 4.730 especies animales.
Tomó en cuenta las características internas y externas de los animales para dividirlos en
seis clases: Cuadrúpedos, Pájaros, Anfibios, Peces, Insectos y Gusanos. Antes de Linneo no
se contaba con una visión verdaderamente racional del reino animal.
En la Antigúedad, Aristóteles había repertoriado cuatrocientas especies en su His-
toria de los Animales, distinguiendo dos grandes categorías: los animales que tienen sangre
roja (vertebrados) y los que no la tienen (invertebrados). La Historia Natural de Plinio nada
aportó a la clasificación de las especies, pero proporciona una lista de pueblos monstruosos
situados más allá de los desiertos africanos. Se lee que los Atlantes que habían perdido sus
características humanas; miraban al sol lanzando terribles imprecaciones. Los Trogloditas
vivían en cavernas, se alimentaban de serpientes y carecían de voz, mientras que los
Garamantes practicaban la comunidad de mujeres. Se dice, -continúa Plinio- que los
blemmyas, desprovistos de cabeza, tenían la boca y los ojos fijados al pecho. Los
Himantópodes en el lugar de los pies tenían unas especies de correas con las que avanzan
165
serpenteando?*. En el otro extremo de África se encontraban pueblos que comían carne
humana y los Cinocéfalos dotados de cabezas de perro?””.
Miniatura de Charles d'Angouléme inspirada en Los secretos de la Historia Natural que Contiene las Maravillas
y
las Cosas Memorables de este Mundo de Solino, hecha hacia 1480. Se aprecian un dragón, un unicornio,
una
serpiente con cabeza humana, un encantador de serpientes, un perro con cabeza de elefante, grullas y
acéfalos.
Bibliotheque Nationale de France
166
al quinto día creó los peces en las aguas del mar y las aves sobre la tierra y al sexto anima-
les vivientes en cada género: domésticos, reptiles y bestias salvajes. Finalmente, antes del
anochecer, Dios creó al hombre “para que domine a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a
los ganados y a todas las bestias de la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra”.
(Génesis, 1:26). Pero las Escrituras entregan otra clasificación elemental, imponiendo una
compleja división de los animales entre puros e impuros, fundamento de las interdicciones
alimenticias del islam y del judaísmo. (Deuteronomio, 14:3-21).
Tales precisiones aportaban algunos conocimientos muy rudimentarios así como
complicados dogmas dietéticos, pero no eliminaban las interrogantes sobre las especies
vivientes. Los intelectuales del medievo debían preguntarse; ¿existían en otras regiones
animales u hombres diferentes a los conocidos?
La respuesta es positiva; se sabía que en África y en “India” vivían animales dife-
rentes a los de Europa; el propio San Agustín en la Ciudad de Dios menciona varios. Cuando
declinó la civilización romana, bestias como el cocodrilo, el elefante e incluso el propio
león, se conocían sobre todo a través de relatos y de imágenes bastante aproximativas,
dibujadas por lectores de las relaciones de viajes. De igual manera habían llegado informa-
ciones de grupos humanos de rasgos exóticos; algunos europeos que visitaron continentes
lejanos habían vistos hombres de piel negra y otros de ojos oblicuos, y al mismo tiempo
circulaban noticias sobre pueblos extraordinarios por su enorme o diminuta estatura: gi-
gantes y pigmeos.
Puesto que existía otro tipo de hombres y animales, ¿qué aspecto tenían estos seres
extraordinarios? Los tratados grecoromanos y muchas relaciones de viajes mencionan se-
res prodigiosos: cíclopes, acéfalos, orejudos, opistodáctilos (con los dedos de los pies al
revés), así como animales extraordinarios: grifos, unicornios, la gigantesca ave roc y terri-
bles monstruos marinos.
Pese alos siglos transcurridos entre los compendios de la Antigúedad y los bestiarios
medievales, las informaciones sobre tierras remotas provienen del mismo tipo de fuentes:
relatos de embajadores, viajeros, comerciantes, que algo vieron, pero más que nada escu-
charon hablar de seres extraños. Salvo escasas excepciones, los escritores no los observaron
directamente. Para ellos, la descripción del grifo eran tan creíble como la del gorila, puesto
que ambos pertenecían a la misma categoría de seres lejanos e ignotos. Un documento de
origen portugués relata cómo la población de Roma en 1514, se agolpaba boca abierta para
presenciar un elefante de India, cabeza de un cortejo de objetos exóticos ofrecidos al Papa
por el rey de Portugal?*. Por su parte, el propio rey de Francia Francisco I decidió cambiar
el itinerario de uno de sus viajes para llegar hasta Marsella y contemplar allí un rinoceron-
te que era transportado de Portugal a Roma?”.
167
Monstruos de Siberia (un acéfalo un esciápode y un cíclope), iluminación del Libro de las Maravillas de Marco
Polo, 1375, Bibliotheque Nationale de France.
168
El primer tratado conocido que intenta asociar episodios del Antiguo y Nuevo Tes-
tamento con alegorías animales es el Physiologus, obra de alejandrino anónimo de los
primeros siglos de nuestra era. En las copias que se conservan, se encuentran afirmaciones
sorprendentes, como que el pelícano resucita a sus crías y esto invoca la resurrección de
Cristo, y el acoplamiento de los elefantes “como veremos- recuerda la historia de los pri-
meros padres.
Las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, escritas el siglo VII, dedican numerosas
páginas a describir los animales. El obispo logró establecer una nomenclatura más ingenio-
sa que las precedentes. No se contentó con reiterar las analogías del Physiologus. Consultó
otras fuentes; Varrón, Virgilio, Ovidio y la Historia Natural de Plinio para establecer un
esquema más perfeccionado. Los animales son catalogados en ocho categorías.
La primera está conformada por los animales domésticos; ganado y bestias de carga
conocidos (caballos, bueyes, conejos...). Los siguen los animales salvajes, quienes muestran
su crueldad con la boca o las uñas, categoría en que el león, el zorro y el lobo se confunden
con el grifo, el unicornio, la esfinge, el cinocéfalo y el sátiro. A continuación se encuentran
los animales pequeños (ratón, hormiga, tarántula...). El cuarto grupo lo componen las ser-
pientes que pueden plegarse o retorcerse: se destaca el dragón; el mayor animal que habita
Animales imaginarios en una miniatura ilustrando los relatos del viaje a China del franciscano Odorico de
Pordenone, realizado hacia 1327. Se ve un unicornio, un extraño plantígrado con cabeza de camello, un caballo
cuya cola termina en cabeza de hombre y un perro cabeza de elefante. Bibliotheque Nationale de France.
169
en la tierra, y el basilisco, rey de las serpientes, capaz de dar muerte con su aliento. Ense-
guida vienen los gusanos, nacen sin necesidad de apareamiento o de huevos, como la
sanguijuela, el gusano de la seda, los piojos, las pulgas y los chinches. Los peces son anima-
les que nadan reptando, como los delfines, sardinas, ballenas, arañas de mar, pulpos,
caracoles, ranas y también anfibios como la foca, el cocodrilo y el hipopótamo. Los siguen
las aves: águila, buitre, grulla, cigúeña, y murciélago, pero también la mítica ave fénix. La
última categoría son los volátiles más pequeños; abejas, avispas, mariposas y mosquitos...
Pero antes de describir las especies, San Isidoro se plantea una pregunta decisiva. ¿Pue-
den existir portentos, ostentos, monstruos y prodigios que parecen nacer contra la ley de la
naturaleza? Se conocían seres alterados, nacidos con más o menos miembros que lo normal, o
aún prodigios más importantes como animales con dos cabezas o seres completamente monstruo-
sos. La respuesta es afirmativa: “En realidad, no acontecen contra la naturaleza, puesto que suceden
por voluntad divina, y voluntad del Creador es la naturaleza de todo lo creado”?*,
Una vez salvado el obstáculo teológico el santo entra en materia. Comienza su re-
pertorio de portentos hablando de enanos y gigantes:
Existen, por tanto, portentos y cosas portentosas; unos, a causa de la enormidad de su
cuerpo, que sobrepasa la talla común de los hombres, como el caso de Titón, cuyo cuerpo
extendido, al decir de Homero, ocupaba nueve yugadas; otros, por la pequeñez general de
su cuerpo, como los enanos, o los que los griegos llaman pigmeos, porque su estatura no
sobrepasa la de un codo**,
Tal como en cada pueblo aparecen algunos seres monstruosos, continúa San Isidoro-
el conjunto del género humano alberga pueblos completos de entes prodigiosos. Existen
los gigantes, aunque sólo los inexpertos en las Sagradas Escrituras pueden sostener que
estos nacieron de un pretendido acoplamiento entre ángeles prevaricadores y mujeres
ocurrido antes del Diluvio. Los cinocéfalos, nacidos en la India, deben su nombre a sus
cabezas de perro, pero sus ladridos insinúan que son más bestias que hombres. En las
mismas tierras nacen los cíclopes que ostentan un solo ojo en la frente y se alimentan con
carne de fieras. Los blemmyas nacen en Libia, presentan un tronco sin cabeza y tienen en el
pecho la boca y los ojos. En Escitia viven los panotios cuyas enormes orejas les cubren todo
el cuerpo. En Etiopía existe un pueblo de esciapodas dotados de un único pie tan extenso,
que durante el verano se recuestan y lo alzan, proyectando así sombra sobre todo su cuerpo.
Pero no todo lo que se dice se puede dar por cierto. La historia de que las sirenas
eran mitad cuerpo de una hermosa doncella y mitad pájaro (más tarde se dirá mitad pez) y
músicas virtuosas dotadas de una voz sin igual, son pamplinas, dice el santo. “Lo cierto es
que fueron unas meretrices que llevaban a la ruina a quienes pasaban, y estos se veían después
170
en la necesidad de simular que habían naufragado”. Igual las Gorgonas: lo de cabellos de
serpientes y miradas petrificadoras que se lo cuenten a otro. Se trataba de tres rameras de
extraordinaria hermosura, tanto que se podía pensar que sus admiradores, “se quedaban
convertidos en piedras”,
Las Etimologías de San Isidoro, la Biblia, el Physiologus y otros escritos de la autori-
dades doctrinales van a dar origen a los bestiarios, un nuevo género de catálogo zoológico.
Se trataba de obras concebidas con el objetivo de aproximarse a Dios a través de la contem-
plación de la vida animal, presentadas como repertorios ilustrados y comentados de animales
reales e imaginarios. Su lectura ayuda a comprender como percibían el mundo los hombres
del medievo.
Los bestiarios
El antecesor de los bestiarios fue el propio Physiologus. Se sabe que el original fue
redactado en griego, en Alejandría, el siglo II de nuestra era. Con el transcurso de los siglos
el texto fue seguramente alterado por las copias y traducciones sucesivas. Desafortunada-
mente las primeras versiones han desaparecido y se ignora si contenían imágenes. Los
primeros manuscritos ilustrados que se conservan, datan de la época carolingia, el siglo IX.
Uno de ellos añade al texto clásico pasajes extraídos de las Etimologías de San Isidoro.
Este hecho manifiesta el deseo de completar con nuevas informaciones al Physiologus, lo
que anuncia su evolución hacia el bestiario.
En esa época sólo una ínfima parte de la población europea tenía acceso a la lectura;
recordemos que el propio Carlomagno era analfabeto. En ese ámbito, todo libro era de por sí
un objeto de gran lujo, y dentro de ellos, los bestiarios representaban el sumum del arte del
libro. Estos manuscritos eran confeccionados con esmero en los mejores scriptoria monacales,
donde se les ornaba de delicados dibujos hechos de colores vivos llamadas miniaturas.
A lo largo de los siglos XII y XIII este nuevo estilo se desarrolla sobre todo en
Inglaterra, en la región de York; se cuentan más de una decena de ejemplares de bestiarios
manufacturados en ese periodo, ilustrados con miniaturas imaginadas especialmente para
ellos. Las informaciones provienen casi siempre de las mismas fuentes: el Physiologus, Isidoro
de Sevilla, Plinio, Solino, el Antiguo y el Nuevo Testamento, San Ambrosio y Hugues de
Fouilloy. Más que algo semejante a una enciclopedia del mundo animal, los bestiarios de
los siglos XI y XII constituían un tratado de ejemplos moralizadores. Las realidades de la
vida animal fueron acomodadas a exigencias de la fe. Concebidos como libros de educación
cristiana se esfuerzan en encontrar en el comportamiento animal, real o inventado, la ar-
monía entre el Creador y el Universo.
174
Entre los bestiarios ingleses sobresale el Ms Ashmole-1511. Este término poco su-
gestivo sirve para designar uno de los manuscritos más célebres y más hermosos de la Edad
Media, conservado en la Bodleian Library de Oxford. Representa la suma de las tradiciones
zoológicas de la época, detallando alrededor de 150 animales, más algunas plantas y mine-
rales. Comienza con la descripción de la creación del mundo según la Biblia, sigue el cuerpo
central compuesto por las noticias sobre los animales, y cierra el tratado una copia del libro
XI de las Etimologías: “Del Hombre y sus Partes”.
Se ha resumido la descripción y la interpretación simbólica (cuando existe), de diez
animales conforme al texto del Ashmole?*, Los dos primeros son un claro ejemplo de cómo
dos descripciones del rinoceronte, por esos años desconocido en Europa, indujeron a ima-
ginar dos animales fantásticos: el unicornio y el monoceros. Las otras descripciones muestran
cómo, por aquellos tiempos, las deducciones sobre la vida animal eran condimentadas de
edificantes y tortuosas conclusiones. Así los describe el bestiario.
El Unicornio, llamado por los griegos rhinoceros, se parece a un cabrito pero es especial-
mente salvaje; posee un cuerno £
en el medio de la frente ylaúni- 5. "e 2
ca forma de capturarlo es a q
través de la siguiente estratage-
ma: el cazador debe conducir
una joven virgen al bosque don-
de habita la bestia y dejarla sola.
Cuando el unicornio la ve, brin-
ca hacia ella y se acurruca
contra su seno. “Nuestro Señor Je-
sucristo es un unicornio celestial
del que se dice: Él fue amado como
el hijo de los unicornios”. Él he-
cho que el unicornio tenga un
solo cuerno ilustra las palabras
de Cristo: “Mi Padre y yo somos
uno solo”.
El Monoceros es un verdadero Cómo cazar al unicornio (Ashmole).
monstruo que emite mugidos terribles.
Es del tamaño de un caballo, tiene pies de elefante y cola de ciervo. En su frente luce un
cuerno de doce pies. Se lo puede matar pero no capturar.
cd AsumoLe-1511 (Le BEStAIRE). Texto integral traducido al francés moderno por Marrs-FRANCE Dupuis
Y SYLVAIN
Lours. Presentación y comentarios de Xénia Muratova y DanteL PorrioN. Ed. PunippE LeBaun, Francia,
1988.
172
Un catálogo de seres fabulosos 3 según la Liber Chronicarum (Weltchronik) de H. Schedel, 1493.
173
El Grifo es un cuadrúpedo alado. Vive en las regiones hiperbóreas o en las monta-
ñas. Tiene cuerpo de león, cabeza y alas de águila; es francamente hostil a los caballos y
despedaza a los hombres que encuentra.
El Elefante desconoce los deseos carnales. Se alimenta con una trompa semejante
a una serpiente, defendida por murallas de marfil. Es imposible hallar una bestia de mayor
tamaño. Los persas e indios instalan torres de madera sobre su espalda y desde ellas dispa-
ran contra sus enemigos. Los elefantes viven trescientos años, poseen una gran inteligencia
y memoria, se desplazan en manadas, huyen de las ratas y se acoplan grupa contra grupa.
La hembra porta a la cría dos años y pare una sola vez. Cuando el macho desea procrear,
parte con la hembra hacia el Oriente, cerca del Paraíso. Allí crece un árbol llamado
mandrágora. La hembra come de él y después lo ofrece a su macho con apremio, éste come
también y enseguida fecunda a la hembra. Llegado el momento del parto, la hembra se
instala en una laguna, mientras el padre vigila y la protege de los dragones y si encuentra
una serpiente la pisa hasta que muera. Cuando un elefante cae, no puede volver a levantar-
se ya que carece de articulaciones en las rodillas. Un gran elefante intenta socorrerlo sin
éxito, luego dos, enseguida doce juntos tampoco pueden levantarlo, llega entonces un pe-
queño elefante que con su trompa pone de pie al caído. Los elefantes son como Adán y Eva;
después de comer el fruto del Árbol de la Ciencia -la Mandrágora-, como dicen las Escritu-
ras “Eva concibió y engendró Caín en las aguas de la laguna de las miserias”, entonces
arriba el dragón que los indujo a la subversión contra Dios. Para salvarlos aparece el gran
elefante, es decir la ley de los hebreos, luego sobrevienen los doce elefantes, o sea los
profetas, y finalmente el pequeño elefante quien evidentemente es Nuestro Señor Jesu-
cristo.
El Castor está dotado de testículos que tienen virtudes eficaces contra muchas en-
fermedades. Cuando un cazador lo persigue, se los arranca él mismo y los arroja contra el
rostro del cazador. Más tarde si el mismo castor es acosado, levanta sus pies y muestra su
cuerpo mutilado para que lo dejen en paz. De la misma manera, cada hombre que desea
vivir puro debe deshacerse de los vicios y malas acciones y arrojarlas contra el rostro del
diablo. El animal se llama castor a causa de la castración que se inflige.
El Pelícano es un pájaro de Egipto que vive en el desierto del Nilo. Sus crías, cuan-
do han crecido, picotean a sus padres en el rostro; estos replican y los matan. Al tercer día
su madre se abre el flanco a picotazos y se recuesta sobre los pajarillos muertos, les esparce
su sangre y así los resucita. El pelícano es Cristo desde un punto de vista místico y Egipto
el mundo. Vive en el desierto porque sólo Cristo fue juzgado digno de nacer de una virgen,
sin contacto con un hombre. Está en el desierto porque está exento de pecado. Mata sus
crías con su pico porque convierte los incrédulos a través de su prédica. Llora a sus avecitas
porque Cristo lloró de compasión resucitando a Lázaro y les da la vida de su sangre al cabo
de tres días, porque Cristo salva a los hombres redimiéndolos con su propia sangre.
174
Las Sirenas son animales funestos, que de la cabeza al ombligo tienen el aspecto de
una mujer y en la parte inferior del cuerpo la de un pájaro. Su canto es tan dulce y armo-
nioso que encantan a los navegantes, los atraen hasta adormecerlos y entonces los
despedazan. Igualmente se engañan quienes saborean los placeres, la pompa, la voluptuo-
sidad, se dejan corromper por comediantes, actores y músicos; como en un sueño profundo
pierden sus energías y se transforman en presa fácil de sus enemigos.
El Fénix es un pájaro de Arabia, de color púrpura, sólo existe uno en el mundo. Vive
quinientos años. Cuando siente la vejez junta ramillas perfumadas y construye una hogue-
ra; mirando hacia el sol bate sus alas para encenderla y se quema. Un día después renace
de sus cenizas. Esta ave simboliza Nuestro Señor Jesucristo que dice: “tengo el poder de
dar mi alma y tengo el poder de recuperarla”. Nuestro Salvador descendió del Cielo hen-
chiendo sus alas (o sea el Antiguo y Nuevo Testamento) de dulces olores, y por nosotros se
ofreció a Dios Padre sobre el altar de la Cruz; pero al tercer día resucitó.
El Basilisco es el rey de las serpientes. Vive en terrenos secos, mide medio pie y
tiene manchas blancas. Todo ser viviente que lo ve huye de su aliento fétido y venenoso.
Mata a los hombres y a los pájaros con su mirada. Nada se puede contra su veneno. Sólo la
comadreja puede acabarlo; por esto los hombres las llevan a las cavernas en que se esconde
el basilisco, éstas lo persiguen y lo matan.
El Dragón es la mayor de las serpientes e incluso la mayor bestia de toda la tierra
(se dice lo mismo del elefante). Surca el espacio con tal violencia que el éter se agita. Posee
una cresta, una pequeña boca dotada de un orificio que le permite respirar y sacar la len-
gua, pero su fuerza no reside en la boca sino en su cola. Su veneno es inofensivo pero los
golpes de su cola provocan grandes destrozos. Todo lo que alcanza su cola está destinado a
morir, incluso el elefante. Vive en Etiopía y en India en regiones calurosas. El dragón que al
salir de su caverna recorre el espacio con tanta impetuosidad que a su paso el aire chisporotea
como fuego ardiente. Simboliza al diablo quien desde el fondo de los infiernos se levanta
tomando la apariencia de un ángel de luz, para engañar a los ignorantes haciendo relucir la
esperanza en una gloria y en una felicidad humana. Esta no es más que una vana ilusión.
¡ES
La persistencia de los seres fabulosos
Pierre d'Ailly, el eminente canciller de la Sorbona y autor del Ymago Mundi dio una
gran importancia a la descripción de las bestias que vivían en lejanas comarcas. Su trabajo
consistió en reunir en un solo tratado informaciones que figuraban en obras consideradas
como la cumbre del saber. El resultado no es un grosera exaltación de lo divino, como los
bestiarios, sino un resumen de las informaciones sociales, geográficas botánicas y zoológi-
cas disponibles.
Para Colón este libro fue una ayuda inestimable. Sus planes le exigían informarse
sobre mares y continentes, pero era demasiado leer a los autores que proporcionaban infor-
maciones sobre el planeta, como Estrabón, Ctesias, Plinio, Pomponio, Marino de Tiro,
Alfraganus, Aristóteles, Séneca, Solino, Plutarco, Eratóstenes, Marco Polo, Mandeville,
Tolomeo, más los santos Agustín, Ambrosio, Isidoro y Tomás de Aquino. Se sabe que estudió
algunos de ellos, pero sobre todo los conoció gracias a recopilaciones como las de D'Ailly y
del Papa Pío II. En estas obras halló noticias sobre seres prodigiosos que debían encontrar-
se en el Oriente.
126
extremas, a causa del gran frío o el calor excesivo, viven monstruos humanos dotados de
rostros horribles, que se nutren de carne humana, los que, en fin de cuenta, es difícil discer-
nir si se trata de hombres o de bestias. De todo esto tomó nota el Almirante.
En este y otros trabajos, subsisten los viejos mitos casi universales como el Fénix y
el Dragón, antiguas representaciones divinas de seres semianimales y semihumanos como
la arpía y las sirenas, otros son compuestos de diferentes animales como el grifo, o seres con
algún rasgo deformado como el unicornio y los cíclopes. Los basiliscos y los cinocéfalos
parecen ser la interpretación de descripciones de animales reales pero casi desconocidos,
como algunos reptiles y los monos.
En América estos mitos fueron de corta vida. Los conquistadores atraviesan el océano
Atlántico sobrecogidos por la eventual aparición de alguna criatura fenomenal, pero con la
excepción de las grandes sierpes de la cuenca amazónica, no dan con ningún animal que exce-
diera de forma significativa el tamaño de lo conocido. Hallan novedades en el agua: los lobos
marinos y los manatís. En la tierra: las llamas, vicuñas, alpacas (llamadas camellos u ovejas del
Perú), el armadillo, el tapir y la iguana. Y en el aire: el quetzal, el picaflor y los papagayos, que
se transforman en un verdadero objeto publicitario con el que Colón procura vender su descu-
brimiento. Pero nada de esto era horroroso ni mortífero. La mansa iguana, a causa de su aspecto
fue tomada por un dragón, pero al poco tiempo formará parte de la cocina criolla.
No obstante, el europeo asimila con una cierta frustración la ausencia de seres en
los que había creído durante siglos. Los relatos de quienes retornan de las Indias Occiden-
tales debían incluir reseñas acerca de portentos, de lo contrario tenían poca audiencia.
Esta tendencia es constatada y criticada por un singular personaje llamado Francisco de
Encinas conocido también como Dryander, protestante español, amigo de Melánchton y
notable helenista. En una carta fechada en 1556 escribe que “los vagabundos con sus dispa-
rates y manifestaciones de falsas e inventadas cosas, han originado que también a las gentes
honradas y verídicas que llegan desde tierras extrañas, se les preste poca fe”?*,
La imaginación suplantó la falta de monstruos. En una obra de pretensiones cientí-
fica del Francés Louis Feuillée publicada en 1714, fue grabado el “Monstruo de Buenos
Aires”; un robusto toro de gran estatura dotado de orejas puntiagudas, un pequeño cuerno,
labios casi femeninos, y con rasgos de cíclope pues dispone de un ojo único. Basta leer la
leyenda que acompaña la imagen para percatarse de la exageración. Se trataba del feto de
un ternero muerto antes de nacer?*”,
17
La época de los descubrimientos permitió conocer las faces desconocidas de la su-
perficie del planeta, lugar donde la imaginación situaba los seres prodigiosos. Algunos de
ellos tuvieron una prolongación en las entonces llamadas “Indias Occidentales”, mientras
que otros fueron percibidos cerca de la verdadera India. Pero en definitiva ¿cuáles eran los
principales seres fabulosos que habitaban el espíritu de los conquistadores? Al menos par-
te de la respuesta se encuentra en la siguiente descripción de seres imaginarios -tal un
catálogo- y su eventual relación con América.
El Grifo
El grifo es un pájaro león. Sir John de Mandeville en el capítulo 85 de sus fantásti-
cos viajes informa que:
En esa tierra [Bactria] hay muchos Grifos, más que en otros lugares, y algunos dicen que
tienen el cuerpo delantero de águila, y el trasero de león, y tal es la verdad, porque así están
hechos; pero el Grifo tiene el cuerpo mayor que ocho leones y es más robusto que cien
águilas. Porque sin duda llevará volando a su nido un caballo con el jinete, o dos bueves
uncidos cuando salen a arar, porque tiene grandes uñas en los pies del grandor de cuernos
de bueyes, y con éstas hacen copas para beber, y con sus costillas, arcos para tirar”.
Su forma se conservó invariable en la tradición figurativa mesopotámica, egipcia,
clásica y europea. Figuran en algunas versiones del Romance de Alejandro. Los grifos apare-
cen como animales custodios de las regiones ricas en oro y piedras preciosas; patrullaban
el cielo y se lanzaban contra quienes osaban perturbar la paz de aquellas tierras de miste-
rio. Para el Cardenal D'Ailly, gran parte de la rica tierra de los Escitas está inhabitada,
Dos grifos con cresta atacan a un caballo. Detalle de una gargantilla escita en oro labrado del siglo IV antes de J.C.
178
“ya que, aunque abunda el oro y las piedras preciosas, ellas son inaccesibles a los hombres a
causa de los grifos. Se encuentra esmeralda en grandes cantidades y cristales de los más puros”.
Colón tomó nota de la abundancia de oro, gemas, esmeraldas y piedras de cristal puro, pero
mantiene silencio sobre los grifos?,
Era lógico que el guardián de tesoros deambulara por las tierras donde se esperaba
hallar oro en abundancia. En 1494, una cuadrilla partida a explorar el interior de Cuba,
retrocedió despavorida al encontrar algo así como huellas de grifo?*, Ocho años después,
durante el último viaje de Colón, su hijo observó cómo la expedición se detuvo en Cuba, en
un puerto llamado Huiva. Allí: “Saltando a tierra, vimos a los moradores habitar en las copas
de los árboles, como pájaros, atravesados algunos palos de un ramo a otro, y fabricadas allí sus
cabañas, que así pueden llamarse, mejor que casas; aunque no sabíamos el motivo de esta nove-
dad, juzgamos que procediese de miedo a los grifos que hay en aquel país, o a los enemigos,
porque en toda aquella costa, de una legua a otra, hay enemistades””*. Medio siglo más tarde,
en México, Fray Toribio Motolinia informa que se han tenido noticias de grifos que vivían
en una sierra situada a cuatro o cinco leguas de Tehuacan y descendían a un valle llamado
Auacatlan, que terminó por despoblarse a causa de sus ataques. Pero Fray Toribio sólo logró
ver un gato montés, ya que “de los grifos ha más de ochenta años que no parecen ni hay memo-
ria de ellos”?**,
Oviedo, el primer cronista de las Indias, cuenta que vio un especie de grifo en el Perú,
aunque desprovisto de sus características terroríficas. Desde la cabeza hasta la mitad del
cuerpo estaba cubierto de plumas pardas y de otros colores, la otra mitad la cubrían pelos
rasos y llanos color bermejo. Es muy mansito y doméstico -afirmá-, y es un poco mayor que
un palomo; debía nacer de adulterio o ayuntamiento de algún ave con algún gato o gata,
aunque es más probable que sea una especie natural como lo son los grifos?”. ¡Modesto epílo-
go americano para las atroces fieras que custodiaban los tesoros vecinos al Paraiso!
El Ave Roc
Este pájaro de gigantescas proporciones está emparentado con los grifos griegos,
los Simurgh iraníes y el Garuda indio. Debe su fama a un episodio de Las Mil y Una Noches:
Simbad el Marino se ató con su turbante a la enorme pata del Roc; éste alzó el vuelo hasta
dejarlo en un desfiladero tan lleno de diamantes y de serpientes como inaccesible a los
hombres. Los mercaderes se apropiaban de las joyas con la siguiente astucia: desde los bor-
des lanzaban grandes trozos de carne de cordero, los rocs y una águilas blancas descendían,
ZO
los asían con sus garras y volaban con ellos hasta montañas cercanas. Allí los hombres los
espantaban a pedradas y recuperaban algunos diamantes incrustados en los restos de la
Carne.
Los mismos elementos de esta historia se encuentran en el Libro de Marco Polo.
Afirma que en la isla de Madagascar,
[...] a la que las naves van muy a pesar suyo, según dije, por la rapidísima corriente de
agua, aparece en determinada época del año una especie maravillosa de ave que se llama
ruch. Se asemeja al águila en la forma de su cuerpo, pero es de enorme envergadura. Los
que la han visto aseguran que las plumas de un ala miden XII pasos de longitud; la
anchura de las plumas y de su cuerpo guarda la proporción debida a tan desmesurada
longitud. Este ave tiene tanta fortaleza y valor que una de ellas, sin auxilio de otra,
apresa un elefante y lo eleva a lo alto del aire, desde donde lo suelta para que se desplome
y reviente; después se posa sobre su cadáver y devora su carne. Yo, Marco, cuando oí
contar esto por primera vez, pensé que aquellas aves eran grifos, de los que se dice que en
parte tienen figura de pájaro y en parte de bestias; pero los que las han visto afirman sin
vacilar que en ningún miembro se asemejan a bestia alguna, sino que tienen sólo dos
patas como las aves.
180
Las semejanzas entre el Libro de Marco Polo y las Mil y Una Noches no terminan
allí. El capítulo XXIX del mismo Libro, se titula Del Reino de Murfili y de cómo se encuentran
en él los diamantes. En este país -explica el veneciano- se extienden unos valles circunda-
dos de riscos intransitables e inaccesibles a los hombres donde abundan los diamantes.
Quienes desean apropiarse de ellos arrojan trozos de carne desde los cerros al fondo, y por
lo general caen sobre las piedras preciosas. Unas águilas blancas que habitan la región se
las llevan para comerlas en las cumbres rocosas o devoran los despojos en los valles. En el
primer caso los hombres ahuyentan las rapaces y suelen encontrar diamantes adheridos a
las piltrafas, en el segundo los extraen de los excrementos de las águilas.
Este pasaje prueba que Marco Polo escuchó y dio crédito a la leyenda que inspiró
una de las aventuras de Simbad; ambos relatos son casi idénticos, salvo que Simbad no solo
habló de águilas blancas, sino también de rocs. Dos siglos más tarde, cuando Cristóbal
Colón indagaba sobre las riquezas del Oriente apuntó en su ejemplar del libro de Marco
Polo extrañas frases que resumen su creencia en territorios poblados por aves gigantescas
donde abundan los diamantes: “aves”; “la pluma de una .XII. pasos”; “apresa a un elefan-
te”; “donde se encuentran los diamantes” y “águilas blancas”,
Simbad el Marino no fue el único ser humano que tuvo el privilegio de emprender
un vuelo aferrado a las patas de un ave gigantesca; igual cosa hizo un pequeño habitante
del Extremo Oriente, si dice cierto Antonio Pigafetta. Le dijeron que en Java Mayor o por
el golfo de China se encuentra un árbol enorme, donde anidan pájaros de nombre Garuda,
tan grandes que cargan un búfalo y un elefante hasta él. El lugar se llama Puzathaer; el
árbol cam pangaghi, su fruto buapangaghi, que supera el tamaño de una sandía:
Los moros de Burne que teníamos en las naves nos habían ya dicho que vieron tales frutos,
pues su rey guardaba dos, regalo del de Siam. Ningún junco ni cualquier otra embarcación
puede aproximarse al sitio del árbol, por los tremendos remolinos de agua que lo circun-
dan; la primera noticia que del gigante se tuvo fué a través de un junco, que el viento
sumió en los remolinos tales. Quedó destrozado, muertos sus hombres todos, salvo un niño
chico, que, agarrado a un tablón, por milagro fue a parar junto al increíble tronco. Trepan-
do a él acurrucóse, sin darse cuenta, bajo el ala de uno de aquellos pájaros. Al día siguiente,
bajando el ave a tierra para secuestrar un búfalo, el niño se acomodó entre plumas lo
mejor posible [...], y por él se supo el lance. Con lo que los pueblos próximos diéronse cuenta
de que eran del árbol los frutos que hallaban sobre el mar”.
El Ave Fénix
El Fénix es ante todo un animal simbólico, reflejo de una visión cíclica de la histo-
ria del mundo. Respondiendo a relojes cósmicos, el pájaro se inmola y renace cuando los
181
astros retornan al punto de partida
para reiniciar su movimiento perpe-
tuo. Para Heródoto era un ave sagrada
que rara vez se dejaba ver. Según
Plinio vive un año platónico o año
magno, tiempo que requieren el sol,
la luna y los cinco planetas para vol-
ver a su posición inicial. Los antiguos
creyeron que una vez cumplido aquel
ciclo astronómico volverá a reprodu-
cirse la historia ya que se repetirían
los influjos de los planetas. El Carde-
nal D'Ailly explica que el Fénix nace
en Arabia, donde crece la mirra y el
cinamomo, y cuando el Almirante de
la Mar Océano lee estas líneas, apunta
que el ave nace en Arabia. Sin embar-
go la creencia en el Fénix fue tenue. El Fénix inmolándose y mirando hacia el sol, para
Plinio habla de él pero pone en duda luego renacer de sus cenizas según el bestiario
ASHMOLE.
la realidad de su existencia; un “Fé-
nix” fue llevado a Roma y exhibido ante los Comicios en tiempos del emperador Claudio; al
menos así quedó registrado en las actas, pero ninguno de los presentes se dejó embaucar
por esta historia?”,
El Dragón
Así como el león es el rey de los animales existentes el dragón es el rey de los
animales fantásticos. Su nombre proviene del término latino Draco (derivado del griego
drakwn) y se aplica a las serpientes de gran tamaño. Se utilizó para designar bestias imagi-
narias tan terribles como implacables, combatidas por héroes legendarios o dioses, presentes
en casi todo el mundo, desde la civilización china donde se les llama Lung, hasta las ser-
pientes Fafnir y Midgard de la mitología germánica, pasando por el Leviatán del Antiguo
Testamento. Por lo general se les representa como una serpiente alada, pero su significado
no es siempre el mismo; el lung chino invoca el yang, las fuerzas masculinas de la naturale-
za y se le asocia a la autoridad y a la sabiduría, en cambio el Leviatán sirve de imagen a las
fuerzas del mal opuestas al orden de Dios.
El Libro de Job entrega una elocuente descripción del Leviatán que servirá de pro-
totipo a la imagen del dragón en Occidente:
182
Su cuerpo es como los escudos fundidos de bronce, y está apiñado de escamas entre sí
apretadas [...] Sus estornudos relampaguean luz, y sus ojos como arreboles de la aurora.
De su boca salen llamas como de tizones encendidos. Sus narices arrojan humo como la
olla hirviente entre llamas. Su aliento enciende los carbones, y su boca despide llamara-
das. En su cerviz reside la fortaleza: y va delante de él el terror. Los miembros de su
cuerpo están perfectamente unidos entre sí; caerán rayos sobre él, mas no se moverá de
su sitio. Tiene el corazón duro como piedra, y apretado como yunque de herrero. Cuando
él se levanta tienen miedo los fuertes, y, amedrentados, procuran purificarse. Si alguno
quiere embestirlo, no sirve contra él ni la espada, ni lanza ni coraza: Pues el hierro es
para él como paja, y el bronce como leño podrido. La flecha no le hará huir, para él las
piedras de la honda son hojarasca. Reputará el martillo como una arista; y se reirá de la
lanza enristrada. Debajo de él quedarán los rayos del sol, y andará por encima del oro
como sobre lodo. Hará hervir el mar profundo como una olla, y hará que se parezca al
caldero de ungúento cuando hierve a borbollones. Deja en pos de sí un sendero relucien-
te, y hace que el mar tome el color canoso de la vejez. No hay poder sobre la tierra que
pueda comparársele, pues fue creado para no tener temor de nadie. Mira de frente cuan-
do hay de grande; es rey de todas las bestias feroces. (Job, 41:6,25).
El Basilisco
El rey de las serpientes nace de un huevo de serpiente o gallina encubado por un
sapo. Pese a que su forma cambió con el tiempo, se le representa, en general, con patas de
183
gallo, cola de serpiente y una cabeza de gallo terminada en una corona.
Lo inalterable en él fueron su mortífero aliento y su mirada matadora. La
comadreja y el canto del gallo son sus enemigos mortales. Los cazadores >
utilizan la misma estratagema que Perseo contra la Medusa: con un espe- »
jo retornan al reptil su propia mirada. La tradición
enseña que Plotino de Antioquía, ciego de naci-
miento, hizo buenas amistades con un basilisco
en el desierto de Nubia, y le vendó los
ojos para amansarlo, pero cuando
entró en la ciudad, el animal mu-
rió al escuchar el canto del gallo?”.
Monstruos marinos
Los navegantes que se internaban en mares desconocidos, vivían bajo el pavor de ver
emerger del océano monstruos gigantescos capaces de devorar navíos y tripulaciones enteras.
En la Antigijedad, los griegos temían las embestidas de Caribdis y Escila, que atacaban los
navíos que surcaban por el estrecho de Mesina. Escila había sido una hermosa mujer que a
causa de los caprichos de los dioses fue mudada en un monstruo de doce pies y seis cabezas,
cada una con tres corridas de dientes. Caribdis creaba torbellinos tres veces al día.
Durante la Edad Media es difícil encontrar monstruos marinos singulares, poseedo-
res de una tradición y de un nombre propio, pero la iconografía fue extraordinariamente
rica en imágenes terroríficas. Una excepción a esta regla la constituye el Fastitocalón; un
bestiario anglosajón lo describe como una poderosa ballena en forma de piedra rugosa,
como si estuviera cubierta de arena. Era muy peligrosa ya que los navegantes amarraban
sus navíos y encendían fuego, tomándola por una isla; entonces el Fastitocalón se sumerge,
arrastrando a las profundidades todos los moradores ocasionales de su lomo. Este ser se
encuentra en Las Mil y Una Noches y se asemeja al gran pez Jasconius en la leyenda de San
Brendán””. El cardenal D'Ailly asegura que existían serpientes tan grandes que podían
atravesar el océano, así como anguilas de trescientos pies de largo (+100 metros), y crustá-
ceos con brazos tan largos que podían encerrar un elefante”*, Estos ejemplos, y otros, se
encuentran contenidos en la obra de un patriota sueco Olaiis Magnus “Historia de gentibus
septentrionalibus” (1555); en ella se pueden observar imágenes pirograbadas donde una
enorme serpiente coge en su hocico a un infortunado marino, y otra, en que un pez, no
menos grande, devora un navío de una sola zampada. Un impresionante surtido de bestias
que quitaban el sueño a los navegantes figura en la Cosmografía Universal de Munster (1675);
allí ballenas y crustáceos gigantes aterrorizan a los pobres marinos.
dle Monx, 1977, 136. Ashmole-1511, 1988, 147. Page, 1985, 52.
tE Borces, 1986, 90-91.
dla D'Ary, 1930, 269.
184
ÓN
En
aia
38
Terribles monstruos marinos atacan embarcaciones de dos mástiles en las costas escandinavas.
Mapa pirograbado de Olaús Magnus, 1539. British Museum.
185
Arpías y Sirenas
Ambas parecen ser una sobrevivencia de la representación del alma en el antiguo
Egipto: un pájaro con cabeza de mujer. Las arpías, consideradas diosas de la tempestad; su
nombre proviene de “garfio” o de “ave quebrantahuesos”. Aparecen en la leyenda de los
Argonautas como pájaros con cabeza de mujer tan devastadores, que el rey de Tracia pide
a Jasón que libere su país de las arpías a cambio de importantes informaciones; persegul-
das por dos argonautas, los monstruos debieron replegarse hasta el mar Jónico para instalarse
en Creta, en una caverna donde ellas y sus perseguidores terminaron por morir de inani-
ción. La memoria de las diosas de la tempestad subsiste en viejos poemas españoles que
describen el hallazgo de la última Arpía en América.
El novelista e historiador, Alejo Carpentier, da a conocer en su cuento El Camino de
Santiago un poema que canta el fin de la última Arpía. En la resplandeciente Sevilla, en
tiempos que regresaban los galeones hinchados de oro, los juglares acompañándose de
vihuelas cantaban la portentosa historia de la Arpía Americana, monstruo pavoroso que
retornó a su tierra de origen, para morir como sus antecesoras:
Las sirenas en su origen se asemejaban a las arpías. De acuerdo con tradiciones grie-
gas, las sirenas eran dos, tres o cuatro seres, mitad mujer y mitad pájaro, pero a lo largo del
tiempo mudaron de aspecto. Vivían en la isla de Antémoesa, donde entonaban cantos tan
melodiosos que los navegantes se aproximaban para escucharlos mejor, hasta que sus
navíos
se estrellaban contra los arrecifes. El suelo de la isla estaba cubierto de los huesos blanquea-
dos de los infortunados marinos. Según las tradiciones griegas, sólo dos tripulaciones lograron
escapar al fatídico destino: Ulises hizo que los remeros se taparan los oídos
con cera,
ETE IAE 2 INEA ER a AMÓ E
aa CARPENTIER, 1971, 36.
186
Olaf mata una sirena. Miniatura del Flateyjarbok, una saga irlandesa sobre San Olaf.
mientras que él fue atado al mástil, para escuchar el canto de las sirenas sin riesgos. Por su
parte, Jasón y los argonautas no conocían el mortífero poder de las sirenas; cuando los tripu-
lantes hechizados por las melodías
maravillosas pusieron rumbo hacia la perdi-
ción, Orfeo cogió su lira y entonó canciones
aún más dulces, salvando así a la tripulación.
Cuando Homero describe en la Odi-
sea el episodio de las sirenas, no dice si la
mitad de su cuerpo era pájaro o pez. Los
bestiarios medievales las describen como
mujeres pájaros, pero también como muje-
res peces, o mujeres serpientes. Esta
metamorfosis puede explicarse por una con-
fusión entre las sirenas y las nereidas
griegas representadas a menudo como una
mujer pez. En Europa se impuso este mo-
delo, a causa de las creencias populares Melusina de Amberes, 1491.
locales. En el mundo germano existían va-
rios términos que designaban mujeres marinas: Meerwe1f, Meerfrau, Meermin, Seewalf,
Wasserjungfer, etc, consideradas de gran belleza y dotadas de senos generosos. Los romances
187
de caballería exaltan la imagen de la bella Mélusine, mitad mujer y mitad serpiente, madre
de los grandes linajes campesinos y nobles, y custodia de los bosques”.
En su primer viaje a América, Cristóbal Colón pretendió haber visto las tres sire-
nas, pero quedó un tanto decepcionado de su aspecto: “El día passado, cuando el Almirante
iva al río del Oro, dixo que vido tres serenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan
hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara; dixo otras
vezes vido algunas en Guinea en la Costa Manegueta”””. Se trataba probablemente de manatís
o vacas marinas, especie de mamíferos marinos algo parecidos a los humanos, cuyas hem-
bras poseen dos mamas en el pecho.
El Unicornio
Plinio lo definió como una fiera, con
cuerpo de caballo, cabeza de ciervo, patas Son Der atur /artonnd enaen
de elefante y cola de jabalí. Un largo cuer- (aftber Tóies/welber namen anfabetmn
no negro se eleva en medio de su frente. hr bayo Lerida
Marco Polo asegura haberlos visto en el rei-
Snicornis
en Embom,
no de Bosman y nos entrega una descripción
bastante precisa del rinoceronte de Asia:
“Hay allí unicornios muy grandes, que son a
poco menores que elefantes. El unicornio : 7 ES
tiene pelo de búfalo, pata parecida a la del ele- E 14
fante y cabeza como el jabalí, que siempre lleva DN — SE
inclinada hacia el suelo; hace su cubil con AS 5 Po or er dad sl
preferencia en lodazales y es animal muy CIR y A ca a ir odo a or
sucio. En medio de su frente sobresale un ts rl tir lerptr e
único cuerno, muy grueso y negro; tiene la 2.0 se
lengua espinosa, erizada de grandes y gruesas
púas, con las que causa muchas heridas al Unicormio. Ilustración de la Historia animalium
hombre y a los animales”?”, El unicornio se 4e Gesner, Zurich 1551.
transformó en un animal heráldico, sobre todo en Inglaterra. El Physiologus exalta las virtu-
des purificadoras del cuerno del unicornio; los animales de un bosque solían beber en una
laguna, pero la serpiente arrojó su ponzoña en las aguas. Los animales sedientos esperaron
al unicornio quien entró en las aguas y con la punta de su cuerno hizo la señal de la cruz,
el
gesto transformó la pócima en inofensiva?”, El cuerno del unicornio era considerado
un
188
poderoso antídoto contra el veneno. Es difícil precisar como alquimistas o curanderos obte-
nían aquellos cuernos, probablemente rinocerontes o narvales que pagaban con su vida su
semejanza con el animal imaginario. Aún en nuestros días el cuerno del rinoceronte es
objeto de un tráfico muy lucrativo, ya que civilizaciones asiáticas le atribuyen virtudes
afrodisíacas o al menos vigorizantes, lo que suscita su caza furtiva a gran escala que pone
en peligro la supervivencia de la especie.
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190
Este pueblo extraordinario se llama Ewaipanomas, y todos los niños de Arromaia atesti-
guan lo que yo escribo en mi Relación; que los ojos se encuentra en los hombros y la boca
en el pecho. El hijo de Topiawari, que traje conmigo a Inglaterra, afirmó que eran el
pueblo más poderoso del país, que tienen flechas y arcos tres veces mayores que los Oronoco-
ponis. Un Irawaqueri, hace un año, tomó a un prisionero y lo llevó a Aromaija. Como el
indio comprendió que yo ponía en duda sus afirmaciones, replicó que nadie ignoraba
este asunto, y que este pueblo monstruoso provocaba muchos estragos en las aldeas veci-
nas, sobre todo en los últimos años. [...] Cuando regresaba a Cumana, conversé con un
español de mucha experiencia; cuando supo que estuve en Guaiana hasta el río Charles,
me preguntó si vi los Ewaipanomas. El español, un hombre de buena fe, me aseguró
haber visto acéfalos en varias ocasiones.
Casi tan curiosas como las descripciones de Raleigh, son los comentarios de su editor
francés, en 1722, más de un siglo después de los viajes del corsario. No pone en duda la existen-
cia de la nación de hombres sin cabeza, pero se esfuerza por encontrar explicaciones racionales
al mito. En una nota al margen se lee: “Aparentemente estos pueblos tienen el cuello extremada-
mente corto, quizá tengan también los hombros extremadamente largos. O bien la naturaleza los
hizo así o el arte y la industria intervinieron. El gusto de estas naciones lejanas es bastante insólito
en relación al nuestro; ellos suelen considerar bello lo que nos parece espantoso””*,
Ewaipanomas de Guiana descritos por W. Raleigh, según la edición de Levinus Hulsius, Núremberg, 1599.
191
Aún a principios del siglo XIX, la creencia en los descabezados no se había extingui-
do totalmente. Alexander von Humboldt, reúne testimonios sobre la existencia de un pueblo
de acéfalos. Algunos misioneros le aseguraron que existía una nación de hombres que tienen
“la boca en el ombligo”, llamada Rayas, quienes vivían en los bosques adyacentes al río Sinapo,
un afluente del Orinoco en la región donde este marca la frontera entre Colombia y Venezue-
la. Por su parte, un indio tan caníbal como
viejo, dijo haber contemplado con sus ojos
aquellos acéfalos; asombrado, Humboldt cons-
tata que en aquella región es imposible poner
en duda estas fábulas. En realidad -dice- las
producciones más curiosas de la imaginación
expresan ciertas analogías de aspecto y de
forma con las creaciones de la naturaleza. Se
podría decir -concluye- que las ficciones de
los antiguos geógrafos pasaron de un hemis-
ferio a otro*?%,
Su comentario es acertado. Los
acéfalos nacieron antes de nuestra era, confir-
maron su existencia las eminencias
greco-romanas y, más tarde, las autoridades
doctrinales de la Edad Media; llegaron a Amé-
rica para instalarse en las proximidades de El
Dorado y hasta el siglo pasado se presentaban
pruebas de su existencia. Vivieron más de dos
milenios en la imaginación humana.
Los Esciápodes
Llamados también unípedos son hom-
bres que tienen una sola pierna y un pie tan
desmesurado que les puede servir de som-
brilla cuando se recuestan. Saltan tanto y tan
rápido, sobre tierra y agua, que nadie logra
alcanzarlos. Plinio parece haberlos encontra- Un esciápode, cuyo único pie lo protege de la lluvia y
del sol, y un opistodáctilo (los pies al revés). Konrad
do en los relatos de Ctesias, un historiador von Megenberg, Libro de la naturaleza, tomado de las
griego del siglo IV antes de J. C.San Agustín Crónicas de Nuremberg de Schedel (1493).
certifica su existencia y San Isidoro los sitúa
éá
_—___—
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IZ
en Etiopía*””. Un curioso unípedo, quizá el único que alguien haya pretendido divisar en
América, intervino durante la estancia de los Vikingos en Terranova. La saga de Eric el Rojo,
relata cómo una mañana el unípedo disparó una flecha contra Thorvald, hijo de Eric, quien
tenía el timón de la nave; Thorvald se arrancó la flecha y dijo: “Tengo grasa en mis entrañas.
Hemos ocupado buenas tierras para establecernos pero no podremos disfrutarlas”. Poco más tarde
Thorvald murió a causa de su herida. Sus compañeros persiguieron al unípedo y lograron
verlo por última vez cuando caminaba por una bahía. Luego emprendieron el regreso”*,
193
Cuba “todas las gentes tenían rabo”*, Un siglo y medio más tarde, en una imagen publicada
en la “Historia del Reyno de Chile” del jesuita Alonso de Ovalle, se divisan hombres con rabo
en las regiones australes.
Los Panotti
Los hombres de grandes orejas o Panotti figuran
en escritos clásicos sobre la India. Para Scylax, un nave-
gante griego del siglo TV antes de J. C. que proporcionó
muchas informaciones sobre el Oriente, tienen ore-
jas como palas. En cambio para Ctesias, las orejas
les permiten cubrirse sus hombros y sus brazos.
Megástenes, un historiador griego del III siglo
antes de J. C., pretende que dormían sobre sus
orejas. Durante la Edad Media se llegó a pen-
sar que medían cinco metros y podían envolver
todo su cuerpo con sus enormes orejas*”*,
La creencia en los fabulosos panotti,
llegó hasta el Extremo Oriente, aunque en el
trayecto hayan perdido tanta substancia que
pasaron de gigantes a duendes. En enero de
1522, cuando la expedición que dio la primera
vuelta al mundo, se detuvo para capear un temporal
en un grupo de islas de Indonesia, tuvo noticias pre-
cisas sobre una isla de diminutos seres humanos
dotados de grandes orejas. Antonio Pigafetta relata:
Explicónos nuestro viejo piloto de Maluco que existe cerca de aquí una isla llamada
Arucheto. Los hombres y las mujeres de la cual no son más altos que un cubo, y tienen la
orejas tan grandes como ellos mismos, pues en la una hacen su lecho, y con la otra se
cubren. Van afeitados y desnudos del todo; corren mucho, tienen la voz muy fina, habi-
tan en cavernas subterráneas y devoran peces y una sustancia que se oculta entre las
cortezas y los troncos, que es blanca y redonda como confites, y la llaman ambulon. Por
las fortísimas corrientes y los bajos no fuimos hasta all?'*,
194
Los Pigmeos
Esta vez no se trata de un mito sino de poblaciones humanas perfectamente reales,
pero como eran desconocidos en Europa del Renacimiento, eran asimilados a las extrañas
y lejanas poblaciones descritas por los escasos europeos que habían conocido el Lejano
Oriente. El autor del Ymago Mundi sitúa los Pigmeos en la India, en el país donde brota la
pimienta blanca. Colón resumió el párrafo sobre los hombres diminutos de esta manera:
“son hombres que miden dos codos que luchan contra las grullas. Dan a luz al tercer año de vida
y mueren en el octavo””",
El mismo Pigafetta que describió los pequeños orejones, también tuvo noticias de
los pigmeos cerca de los islas donde se encontraban las especias: “Continuando nuestro
camino, pasamos entre estas islas: Caioan, Laigoma, Sico, Giogi, Caphi (en esta de Caphi nacen
homúnculos, como los enanos, los cuales son los pigmeos y están sometidos por la fuerza a nues-
tro rey de Tadore) [...]”?”.
Cinocéfalos y Cíclopes
Según los últimos descubrimientos arqueológicos, la primera representación cono-
cida de un cíclope se encuentra en un sello hallado en la Antigua Mesopotamia. Para los
griegos, los ciclopes se encargaban de forjar los rayos de Zeus; el más conocido de ellos fue
el desdichado Polifemo quien fue enceguecido por Ulises. Como se sabe, tenían un sólo ojo
en medio de la frente y a menudo se les representaba con orejas de perro y muchos vellos
en el pecho.
Por su parte, los hombres con cabeza de perro fueron seres imaginarios de primer
orden. Igual que los acéfalos, comenzaron a vivir en un mundo prodigioso desde la Antigúe-
dad, formaron parte de bestiarios medievales, y tras el descubrimiento, se les divisó en
América. Los cinocéfalos eran presentados, en algunas ocasiones, con dos grandes caracte-
rísticas de los cíclopes: eran gigantes dotados de un solo ojo. Así serán vistos en América.
Este mito proviene probablemente del apelativo de una de las castas más despre-
ciadas de la India, que habita al borde del río Indo. Practicaban la caza haciéndose ayudar
de muchos perros. A causa de esto, los brahmanes los llamaban despectivamente
“perreros”?”, También es posible que los cinocéfalos sean la imagen europea que resultó
de la descripción de algún mono.
Claudius Elianus, filósofo del siglo II de nuestra era, autor de De natura alimantium,
nos ofrece quizá la primera descripción acabada. Los cinocéfalos son justos e inofensivos:
195
En el mismo paraje de la India donde se crían los escarabajos se encuentran los llamados
“cinocéfalos”, a los que dio nombre el aspecto y la naturaleza de su cabeza, pues en el
resto de los miembros tienen figura humana. Andan cubiertos con pieles de animales y
son justos y no agravian a ningún hombre. No hablan, sino que emiten sonidos gutura-
les, aunque entienden la lengua india. Se alimentan de fieras salvajes, que cazan con
gran facilidad, pues son velocísimos, y las matan cuando les dan alcance. No asan su
carne al fuego, sino al calor del sol, partiéndola en pedazos. Crían cabras y ovejas. Su
sustento es la carne de las alimañas, su bebida la leche del ganado que apacientan?”.
Plinio los sitúa en Etiopía sin más comentarios**, Los tres monjes viajeros que se
acercaron a los confines del Paraíso, dieron con un pueblo de cinocéfalos y otro de pigmeos
(ver capítulo 1)%*, Sin embargo, la percepción de los cinocéfalos como gentes amables duró
poco. Su fiero aspecto sugería la antropofagia. El Romance de Alejandro los alinea junto a
los acéfalos, entre los veintidós pueblos impuros encerrados en el famoso circo de monta-
ñas, cuya única salida fue bloqueada por la puerta de hierro**. El mismo rey Alejandro,
tras haber conocido el país de las Amazonas, se retiró hacia el mar Rojo, donde halló “a los
hombres cabeza de perro y a los descabezados [...]”*”. En clasificación de San Isidoro, forman
parte de los “animales salvajes”. El Bestiario de AsHmoLE los cataloga como una especie de
simios: “Los cinocéfalos pertenecen también a la raza de los simios, se los encuentra en Etiopía,
son violentos en sus saltos y feroces en sus mordidas”*,
Tal era la fama de los cabeza de perro que se ganaron un lugar en buena parte de
las relaciones de los viajeros que visitaron el Lejano Oriente. Asi la afirmó el misionero
franciscano Juan de Pian de Carpino, tras haber visitado la corte del Gran Khan en 1246. El
geógrafo árabe Ibn Batuta declaró en 1356 haberlos divisado en el país de los Barahnakar.
Marco Polo los localizó en las islas Andaman. Otro franciscano viajero, Odorico de Pordenone
los sitúa en 1327, en la isla de Nicuneman. Para el fantasioso John de Mandeville habitaban
la isla de Necumeran, donde formaban parte del entorno del rey de Ceilán propietario de
un fabuloso rubí””, El Cardenal D'Ailly informa que en India existen hombres que “tienen
cabeza de perro y piel de bestias. Aúllan como perros”, y otros que “tienen un solo ojo, llamados
Carismaspi”*", incluso en el Globo de Behaim, coetáneo de Colón, se lee: “Isla de Cevlán [....]
Aquí John de Mandeville encontró una isla cuyos habitantes tenían cabezas de perros [...]”.
196
Arriba. Cinocéfalos de la isla de Agaman en el golfo de Bengala, según una antigua edición del Libro de Marco
Polo. Bibliotheque Nationale de France.
Abajo. Cinocéfalo elegante; acuarela de un bestiario anónimo del siglo XVI, abadía de Saint-Germain-des-
Prés. Bibliotheque Nationale de France.
vO7
Todas estas informaciones no podían escapar al Almirante. Sus fuentes eran forma-
les; en los confines del Oriente existía una nación de faz perruna. Para él no solamente era
posible, sino probable que se topara con ella en las tierras que habría de descubrir.
Menos de un mes después de la llegada al Nuevo Mundo, cuando las tres carabelas
estaban explorando las costas del Noreste de Cuba, Colón interrogando a los indios sobre
las características de esas tierras, cree entender que los cinocéfalos y los temidos caníbales
son la misma cosa; “lexos de allí avía hombres de un ojo y otros con hogicos de perros que
comían hombres, y que tomando uno lo degollaban y le bevían la sangre y le cortaban la
natura 0,
Sin embargo, tres semanas más tarde, en la misma región el Almirante pondrá en
duda sus certezas sobre los cinocéfalos y desarrollará su propia interpretación sobre los
caníbales. “Toda la gente que hasta oy a hallado diz que tiene grandíssimo temor de los de
Caniba o Canina y dizen que biven en esta isla de Bohío, [Haiti] la cual debe ser muy grande
[...J”. Cuando la expedición toma la dirección de Bohío, cundió el terror entre los indios que
los acompañaban, “temiendo que los avían de comer, y no les podía quitar el terror, y dezían que
no tenían sino un ojo y la cara de perro [...]”3”.
Pero el Almirante pensaba que mentían. En realidad -afirma- este relato no es más
que una confirmación de la proximidad del señorío del Gran Khan, objetivo de su viaje.
Seguramente, los navíos de este poderoso imperio vienen de tiempo en tiempo a estas
regiones que están en su periferia y capturan algunos indios. Como no los ven regresar, se
imaginan que los devoran. Por lo demás, la fonética y la etimología estaban de su parte. La
palabra Caniba o Canina que utilizaban los indios ¿qué podía ser sino un derivado de Khan,
el título del gran emperador de la China?
198
Acéfalo con rostro alegre. Miniatura del siglo XIV, extraída de La maniere en les faitures des monstres et des
homme qui sont en Orient et plus en Inde, Bibliotheque Nationale francaise.
199
CarítuLo VII
Los GIGANTES PATAGONES
Para muchos pueblos, en algún lugar remoto de la Tierra vivían hombres de propor-
ciones colosales, quizá vestigios vivientes de los tiempos iniciales en que los dioses hicieron
el mundo. Esta creencia pareció confirmarse cuando los navíos de Magallanes hallaron
individuos de gran estatura en las pampas australes. Durante tres siglos Europa tendrá la
certeza de que en alguna parte de América existía una nación de gigantes.
Según mitos orientales, los primeros hombres fueron gigantes. La misma tradición
figura en los mitos fundadores del mundo heleno y en algunos episodios del Antiguo Testa-
mento.
Los griegos pensaban que en el inicio del universo reinaban los Titanes, una raza de
seres de talla gigantesca nacidos de la unión de Urano y Gea. Aquel reino fue interrumpido
por una terrible guerra entre los Titanes y los dioses del Olimpo; los gigantes fueron derro-
tados y arrojados a profundidades insondables, donde reinan las tinieblas eternas. Sólo
Atlas permaneció en la superficie, pero su castigo consistió en soportar el peso de la bóve-
da celeste. Otro gigante conocido fue Anteo, hijo de Poseidón y Gea, quien atacaba a todos
los que osaban entrar en Libia, hasta que Hércules puso fin a sus días.
Estas tradiciones aparecen también en la Biblia, donde figuran dos pueblos de gi-
gantes: uno que poblaba la tierra antes del Diluvio y otro que moraba en las tierras destinadas
al pueblo de Moisés.
Los gigantes antediluvianos son mencionados en el primer y en el último libro del
Antiguo Testamento: “En aquel tiempo había gigantes sobre la tierra (y también después),
201
cuando los hijos de Dios se juntaron con la hijas de los hombres” (Génesis, 6:4). En el Libro de
la Sabiduría se lee: “al principio, cuando perecieron los soberbios gigantes, una barca fue el
refugio de esperanza de toda la tierra” (Sabiduría, 14:6).
Por su parte, gigantes rivales de los hebreos también figuran con frecuencia en la
Biblia: cuando Moisés vislumbra la tierra prometida, no se decide a tomar posesión pues le
informan que “allí vimos unos hombres descomunales, hijos de Enac, de raza gigantesca, en
cuya comparación nosotros parecíamos langostas”. (Números, 13:34). Todo esto tiene su expli-
cación: poco antes de cruzar el río Jordán, Dios le recuerda que esa tierra le fue dada a los
hijos de Lot, “Tierra que fue considerada como un país de gigantes, pues en ella moraban anti-
guamente unos gigantes que los amonitas llamaban zomzommim, pueblo grande y numeroso, y
de estatura descomunal, a semejanza de los enaceos. El Señor los exterminó por mano de los
ammonitas” (Deuteronomio, 2:20-21). El profeta Baruc confirma su existencia: “Allí [en
Israel] vivieron aquellos famosos gigantes, de grande estatura, diestros en la guerra. No fueron
escogidos por el Señor, no hallaron la senda del conocimiento: por lo tanto perecieron”. (Baruc,
3:26-27). Todo esto, sin olvidar al célebre gigante Goliat, muerto por el joven David.
Esta tradición adquiere un carácter casi universal. Marco Polo sitúa una isla de los
gigantes cerca de la de los cinocéfalos; son grandes -nos dice- pero sobre todo gordos;
pueden llevar la carga de cuatro hombres y comen como cinco. Incluso las poblaciones de
América antes de 1492 tenian mitos análogos. Los cronistas que describieron el imperio de
los incas señalan la existencia de una tradición que hablaba de gigantes llegados en balsas
de cañas, quizá una reminiscencia de antiguas invasiones polinésicas**.
El mito de enormes iniciadores del mundo tiene su lógica. La creación de la Tierra,
del mar, de la bóveda celeste y de los seres que los pueblan, fue sin duda una obra descomu-
nal; por lo tanto, quienes de una u otra forma participaron en ella, o que simplemente
vivieron en los primeros tiempos, debian ser seres igualmente descomunales, dotados de
una gran fuerza, tanto fisica como espiritual, y de una estatura conforme con la grandeza
de la época y de las obras que entonces se realizaron.
Asi lo entendió un tal Henrion, quien presentó ante 1'Académie des Inscriptions et
Belles Lettres, en 1718, una tabla cronológica del tamaño de los hombres a través de la
historia, desde la creación hasta el nacimiento de Jesucristo. Adán medía ni más ni menos
que ciento veintitrés pies, nueve pulgadas y tres cuartos, o sea unos cuarenta metros. Noé
habia perdido veinte pies en relación a su antecesor. Abraham medía sólo veintisiete pies
(8,40 metros), Moisés trece (4,20 metros), Hércules diez (3,25 metros), Alejandro Magno
seis (1,95 metros) y Julio César no llegaba a los cinco (1,62 metros). Afortunadamente
-concluye Henrion- la Providencia suspendió una disminución tan prodigiosa, ya que de lo
contrario deberiamos clasificarnos entre los insectos'*,
Una de las primeras noticias viene de Pedro Martyr, quien en su Década vu habla
del Gigante Datha, su mujer y sus cinco hijos, que reinaban en la provincia de Duhare, en la
región de Florida.
No obstante, el primer contacto con una población compuesta por personas de gran
estatura lo hará el propio Amerigo Vespucci. Igual que Colón, efectuará cuatro viajes; en el
segundo arriba al Nuevo Mundo en las costas de Brasil, y desde allí pone rumbo al Norte. El
encuentro con los “gigantes” ocurre en 1499, en una isla que puede ser la actual Curacao,
en las Antillas holandesas. Cuando se aprestaban a raptar dos grandes mujeres, surgen
hombres armados de estatura elevada. Esta escena revive inmediatamente la imagen de la
reina de las amazonas y de Anteo, el gigante mitológico. En estas condiciones, los conquis-
tadores prefieren retirarse sin ejecutar sus planes:
[...] hallamos una población de obra de 12 casas, en donde no encontramos más que 7
mujeres de tan gran estatura que no había ninguna de ellas que no fuese más alta que yo
palmo y medio. Y como nos vieron, tuvieron gran miedo de nosotros, y la principal de
ellas, que por cierto era una mujer discreta, con señales nos llevó a una casa y nos hizo
dar algo para refrescar; y nosotros, viendo a mujeres tan grandes, acordamos raptar dos
de ellas, que eran jóvenes de 15 años, para hacer un regalo a estos Reyes, pues sin duda
eran criaturas que excedían la estatura de los hombres comunes. Y mientras que estába-
mos en esto, llegaron 36 hombres y entraron en la casa donde estábamos bebiendo, y
eran de estatura tan elevada que cada uno de ellos era de rodillas más alto que yo de pie:
en conclusión eran de estatura gigantes, según el tamaño y proporción del cuerpo, que
correspondía con su altura; cada una de las mujeres perecía Pentesilea, y los hombres
Anteos; y al entrar, algunos de los nuestros tuvieron tanto miedo que aún hoy no se
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Grabado anónimo (hacia 1505), que representaría los navíos de Amerigo Vespucci en el Río de la Plata obser-
vados por indígenas de gran estatura. Una sirena y un extraño pez observan una de las naves. James Ford Bell
Collection, Universidad de Minesota.
sienten seguros. Tenían arcos y flechas y palos grandísimos en forma de espadas, y como
nos vieron de estatura pequeña, comenzaron a hablar con nosotros para saber quiénes
éramos y de dónde veníamos, y nosotros manteniéndonos tranquilos por amor de la paz,
contestábamos por señales que éramos gente de paz y que ibamos a ver el mundo. En
conclusión, estimamos oportuno separarnos de ellos sin querella, y nos acompañaron
hasta el mar, y fuimos a los navios*”,
Este encuentro marca un hecho sin precedentes: la talla prominente de los isleños
impresiona tanto a los conquistadores que deciden olvidar su orgullo, cambiar sus planes y
retirarse transformados en apacibles contempladores del mundo. El próximo contacto con
personas igualmente impresionantes tendrá lugar veinte años después, en el otro extremo
del continente sudamericano.
204
Un pueblo de gigantes en la Patagonia
La flotilla que hará el primer viaje alrededor del mundo debía realizar el proyecto
inicial de Colón: navegar hacia el poniente para llegar hasta las islas de las especias. Pero
sobre este plan pendía una duda de gran importancia: no se sabía si América tenía una
extremidad sur o si se prolongaba en un mítico continente austral, llamado Terra Australis
Incognita. Sebastián Caboto y Díaz de Solís habían buscado un paso interoceánico sin éxito.
Era necesario establecer de manera definitiva si existía o no un punto de encuentro —nave-
gable- entre el Atlántico y el Pacífico. El proyecto estaba en el aire y había varios candidatos.
El emperador Carlos v se decide por el navegante portugués Fernando de Magallanes, quien
estaba dispuesto a descender hasta latitudes australes para sortear la inmensa masa ame-
ricana.
Pese a la transcendencia del viaje, la Corona le otorga un apoyo un tanto mitigado,
consistente en viejos navíos y tripulantes poco experimentados. El monarca tenía sus razo-
nes. Incluso en caso de que Magallanes tuviera éxito y llegara hasta las islas de las especias,
¿cómo saber si estas estaban en zona española o portuguesa según el tratado de Tordesillas?
La misión de registrar todo lo que aconteciera durante el periplo recae sobre el
caballero Antonio Pigafetta. El escritor había venido al mundo en Vicenza, hacia 1490. En
su juventud había combatido contra Solimán el Magnífico en las galeras de la Orden San
Juan de Rodas. Luego se instala en Barcelona, donde la Casa de la Contratación lo enrola
en la expedición de Magallanes. Su relación será preciosa, pues consignará día a día los
pormenores del primer viaje circunterráqueo, describiendo los lugares y proporcionando
informaciones etnográficas y lingúísticas sobre los nativos, entre otros los llamados gigan-
tes de la Patagonia.
El 10 de agosto de 1519, parten 237 hombres a bordo de cinco naves: la San Antonio,
Concepción, Santiago, Victoria y Trinidad, en cuyo mástil Magallanes iza la enseña almiran-
te. Buscando un paso interoceánico, exploran la bahía de Río de Janeiro y la del Río de la
Plata. Continúan hacia el Sur hasta que el invierno los obliga a detenerse en la rada de San
Julián, en la actual patagonia argentina.
En el refugio invernal entran en contacto por primera vez con un “gigante”, un
hombre solo, casi calvo y muy pintado, pero de tal estatura que apenas le pasaban la cintu-
ra. Luego divisan otros acompañados de sus mujeres:
Un día, de pronto, descubrimos a un hombre de gigantesca estatura, el cual, desnudo
sobre la ribera del puerto, bailaba, cantaba y vertía polvo sobre su cabeza. Mandó el
capitán general a uno de los nuestros hacia él para que imitase tales acciones en signo de
paz y lo condujera ante nuestro dicho jefe, sobre una islilla. Cuando se halló en su presen-
cia, y la nuestra, se maravilló mucho, y hacía gestos con un dedo hacia arriba, creyendo
que bajábamos del cielo. Era tan alto él, que no le pasábamos de la cintura, y bien
205
conforme; tenía las facciones grandes, pintadas de rojo, y alrededor de los ojos, de amari-
llo, con un corazón trazado en el centro de cada mejilla. Los pocos cabellos que tenía
aparecían tintos en blanco, vestía piel de animal, [guanaco] cosida sutilmente en las
juntas. [...] Calzaban sus pies abarcas del mismo bicho, que no los cubría peor que zapa-
tos, y empuñaba un arco corto y grueso con la cuerda más recia que las de un laúd -la
tripa del animal-, aparte un puñado de flechas de caña, más bien cortas y emplumadas
como las nuestras. [...]
Hizo el capitán general que le dieran de comer y de beber, y, entre las demás cosas que le
mostró, púsole ante un espejo de acero grande. Cuando se miró allí, asustóse sobre mane-
ra y saltó atrás, derribando por el suelo a tres o cuatro de nuestros hombres. Luego le
entregó campanillas, un espejo, un peine y algunos “paternostri” [rosarios] y enviólo a
tierra en compañía de cuatro hombres armados. Un compañero suyo, que hasta aquel
momento no había querido acercarse a la nao, cuando le vio volver en compañía de los
nuestros, corrió a avisar a donde se encontraban los otros; y alineáronse, así, todos des-
nudos. Cuando llegaron los nuestros, empezaron a bailar y a cantar, siempre con un dedo
en lo alto, y ofreciéndose polvo blanco, de raíces de hierba, en vasijas de barro; no otra
cosa hubiesen podido darles para comer. Indicáronles los nuestros por señas que se acer-
caran a los barcos, que ya les ayudarían a llevar sus cosas. Ante cuya demanda, los
hombres tomaron solamente sus arcos, mientras sus mujeres, cargadas como burros,
traían el resto.
Ellas no eran altas, pero sí mucho más gordas. Cuando las vimos de cerca, nos quedamos
atónitos: tienen las tetas largas hasta mitad del brazo. Van pintadas y desvestidas como
sus maridos, si no es que ante el sexo llevan un pellejín que lo cubre*”,
Seis días despues, conviven con otro hombre de gran estatura, quien permanece
varios días con ellos; lo bautizaron Juan. El encuentro con los “gigantes* provoca en los
navegantes una impresión profunda y duradera. Asombrado por las dimensiones de sus
cuerpos, Magallanes toma la decisión de apresar a dos de estos hombres para exhibirlos en
España. Al poco tiempo aparece un grupo de cuatro patagones. Los españoles ejecutan sus
planes sirviéndose de la ingenuidad de los nativos:
El ardid de que se valió para retenerlos fue éste: les dio muchos cuchillos, tijeras, espejos,
esquilones [campanillas] y cuentas de vidrio. Teniendo los dos las manos rebosantes de
dichas cosas, hizo el capitán general que trajeran un par de grilletes, que los depositaron
a sus pies como tratándose de un regalo; y a ellos, por ser hierro, placíales mucho. Pero no
sabían cómo llevárselos, y les apenaba renunciar: no teniendo dónde guardar las merce-
des, y debiendo sujetar con las manos la piel que las envolvía. Quisieron ayudarles los
otros dos, pero el capitán se opuso. Viendo lo que les preocupaba abandonar aquellos
308
PicAFETtA, 1985, 64-66.
206
grilletes, indicóles por señas que se los haría ceñir a los pies, y que así podrían llevarlos.
Respondieron con la cabeza que sí. Rápidamente, y al mismo tiempo, hizo que los
argollaran a los dos; y, aunque, cuando notaron el hierro transversal, les asaltó la duda,
ante el gesto de seguridad del capitán permanecieron firmes. Sólo después de comprender
el engaño bufaban como toros, pidiendo a grandes gritos a “Setebos” que les ayudara?*”,
207:
Suelen llevar el pelo cortado con una gran coronilla, a la moda de los frailes, aunque algo
más largo, sujeta con un cordón de algodón en torno a la cabeza. Llevan el miembro viril
atado entre las piernas. Encienden fuego frotando dos ramas entre sí, para producir chis-
pas que encienden otra rama puesta entre las dos primeras. No poseen verdaderas casas,
sino cobertizos hechos de piel de guanaco, que transportan de un lugar a otro. Cuando uno
de ellos muere, diez o doce hechiceros muy pintarrajeados danzan alegres en torno al cuerpo,
hasta que aparece uno más grande gritando aún con más energía; los primeros se llaman
Cheleulle y el otro Setebos. Los gigantes se alimentan de carne cruda y de una raíz dulce
llamada chapae. En la nave, engullían las ratas sin que esto les produjera ningún asco”.
Durante el viaje, Pigafetta elaborará un pequeño diccionario correspondiente al
idioma de cada grupo humano que tuvo la ocasión de conocer; brasileño, filipino, las len-
guas habladas en Malaca, en las Molucas e islas periféricas, y también un vocabulario
patagón compuesto de ochenta y tres términos. Este último comprende los vocablos
patagones utilizados para designar numerosas partes del cuerpo: cabeza = her, mano = chene
y corazón = tol. Igualmente tradujo algunos verbos: ir = rei, combatir = Ohomagse y comer =
Mechiere; siguen los colores, los astros y algunos fenómenos naturales?",
Después del encuentro con los hombres de gran estatura, Magallanes decide lla-
marlos “Patagones”. Es poco probable que este nombre provenga -como se ha dicho- de
sus grandes pies calzados de cuero de guanaco, ya que la relación “patagón”-“patas” no
tiene explicación gramatical convincente ni en castellano ni tampoco en portugés, lengua
materna de Magallanes. Parece más acertada la idea que el origen de este nombre proven-
ga de un personaje del romance de caballería Primaleón, derivado de Palmerín de Oliva,
muy en boga a comienzos del siglo XVI.
Según la traducción inglesa de Primaleón de Grecia, hecha en 1596, utilizada por el
escritor británico Bruce Chatwin, el caballero Primaleón viaja hasta una isla remota donde
encuentra un pueblo cruel y miserable que come carne cruda y se viste con pieles de bestias.
Al interior de la isla vive un ser llamado Gran Patagón, engendro de un animal, tan monstruoso
como sabedor: tiene cabeza de perro, las orejas le tocan los hombros, unos dientes puntiagu-
dos que salen de la boca, sus pies se asemejan a los de un ciervo, además corre a gran velocidad,
es muy inteligente y ama a las mujeres. Primaleón hiere al Patagón mientras este emite
atroces rugidos, lo captura y decide llevarlo de regalo al rey de “Polonia”.
Chatwin descubre una cierta simetría entre los personajes de este episodio de
Primaleón y los indígenas descritos por Pigafetta: ambos comen carne cruda, se visten
con
pieles, dan atroces alaridos cuando los arrestan, corren con gran velocidad y tienen
mucha
fuerza; además, los españoles al igual que el héroe del romance deciden capturar
aboríge-
nes para obsequiarlos a sus reyes. A esto se añade otro elemento; en los años 1590,
un grupo
E A AE O A
e PicArETTA, 1985, 68-70, 75.
sil PiGAFETTA, 1985, 165-166.
208
de Tehuelches atacaron a los tripulantes de un barco inglés bajo el mando del Capitán John
Davis; según su descripción, los guerreros lanzaban polvo al aire, saltaban y corrían como
bestias feroces y sus caras estaban cubiertas con máscaras de perro. Todo esto, a ojos de los
Europeos, los aproximaba aún más al personaje del romance de caballería3”?.
Con el paso de las semanas, las condiciones de vida a bordo se deterioran; la falta
de agua y alimentos frescos provocan el temido escorbuto seguido de una muerte atroz. El
segundo “gigante” tampoco sobrevivirá. Pigafetta describe así la primera navegación del
Pacífico y la muerte del Patagón:
Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni
galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido
ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta
ya de muchos días, completando nuestra alimentación de cellos de cuero de buey, que en
la coja del palo mayor, protegían del roce a las jarcias [cuerdas]; pieles más que endure-
cidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y
después un poco sobre las brasas, se comían no mal; que el serrín, que tampoco despre-
cidbamos.
Las ratas se vendían a medio ducado [1 ducado = 3,5 gr. de oro, o 375 maravedís] la
pieza y más que hubieran aparecido. Pero por encima de todas las penalidades, ésta era
la peor: que les crecían a algunos las encías sobre los dientes -así los superiores como los
inferiores de la boca-, hasta que de ningún modo les era posible comer: que morían de
esta enfermedad. Diecinueve hombres murieron, más el gigante y otro indio de la tierra
de Verzin. Otros veinticinco o treinta hombres enfermaron, quién en los brazos, quién en
las piernas o en otra parte; así, que sanos quedaban pocos*”.
En esas condiciones llegan a la isla de Guam y luego a las Filipinas, donde pierde la
vida Fernando de Magallanes. Las bajas eran tales que el nuevo jefe, Juan Sebastián El
Cano, resuelve destruir la Concepción y dividir sus tripulantes entre la Victoria y Trinidad.
El estado de esta última era tan lamentable que su comandante intenía regresar a Panamá
pero los vientos desfavorables se lo impiden. En las Molucas serán arrestados por los
portugueses.
La única nave sobreviviente retorna a España por el Cabo de Buena Esperanza. El
ocho de septiembre de 1522, la Victoria, tripulada por sólo dieciocho hombres, echa anclas
en Sanlúcar de Barrameda. Años más tarde logran regresar algunos cautivos de los portu-
gueses, lo que asciende a treinta y cinco el número de marinos que conservaron la vida
después del primer viaje circunterráqueo. Pese a las desgracias, por primera vez después
Ed Cuarwxn, 1979, 130-141. Duvio1s, 1985, 59. Cabe señalar que Braun MenÉnNDEz, 1971, 37-38, se inclina por la
hipótesis de los grandes pies.
28 PicaAFETTA, 1985, 75-76.
209
de siglos, los codiciados productos llegaban a España por vía directa, exentos de tributos
debidos a los intermediarios. La venta de las especias transportadas en las bodegas de la
Victoria permitieron cubrir todos los gastos de la expedición.
Volvamos a nuestro tema. ¿Qué pensar de los “gigantes patagones”? Igual que las
Amazonas, el mito de los gigantes no se aplica a individuos aislados sino a todo un grupo
humano. Esta vez, la diferencia se fundamenta en la exageración de la diferencia de estatura
entre los Europeos y los Patagones. La media europea en el siglo XVI se debía situar entre
1,50 y 1,60 metros, mientras que la de los Patagones sobrepasaba 1,75 metros. Por lo tanto,
los “gigantes” debían medir 20 o 30 centímetros más que un europeo. Existe una abundante
bibliografía sobre los grupos que poblaron la Patagonia*'*: se trata de los Tehuelches y
Onas, pueblos nómadas conocidos por ser los indios más grandes de América.
Los relatos de Pigafetta serán el punto de partida de una controversia sobre la
veracidad, o no, de la existencia de una nación de gigantes.
a Guvor, m, Les Mythes chez les Selknam, les Yamana de la Terre du Feu, París, 1968. MenchiN,
OsvaLoo, Origen y
desarrollo racial de la especie humana, Ed. Nova, Bs As, 1965. CanaLs-Frau, Salvador,
Poblaciones indígenas de
la Argentina, Ed. Sudamericana, Bs As, 1953.
315
La lista de referencias a los gigantes patagones ha sido extraída de DuvioLs,
1985, 60-69, así como de la
introducción y del texto Sobre los Gigantes Patagones, 1984, 14-20.
316
SARMIENTO DE GAMBOA, 1988, 109-123 (primer viaje), 283-286 (segundo viaje).
210
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Carta del Estrecho de Magallanes de Hulsius (1626). Un gigante patagón practica la extraña terapia de
introducirse una flecha en la garganta. El fuerte denominado “Philippopolis 1582” es una referencia a la Ciu-
dad real de San Felipe, fundada por los náufragos de la expedición de Sarmiento que se transformará en el
“Puerto del Hambre”. La imaginación va a asociar los náufragos desaparecidos con la Ciudad encantada de los
Césares. Al Sur figura el mítico continente austral, la “Terra australis incognita”.
243
Arriba. Gigantes asusta-
dos por los tiros de los
navíos holandeses, salen
de su canoas y arrancan
árboles para cubrirse.
Uno de los árboles es una
palmera, símbolo del exo-
tismo que inspiran esas le-
janas tierras. Théodore de
Bry, Bibliotheque Royale
de Belgique.
Abajo. Ilustración de una
edición holandesa de los
NR
Sy
relatos de Seebald de
Weert, hacia 1600. Los “gi-
gantes”, con rasgos bien
holandeses, encienden
fuego en sus canoas.
212
A esto se agregan los relatos holandeses. Seebald de Weert, en 1599, sostiene haber
visto seis o siete canoas llenas de gigantes de diez a once pies de alto (2,80 a 3,08 metros),
tan forzudos que, asustados por los tiros holandeses, arrancaron árboles para cubrirse. Dos
años después, Olivier de Noort testifica que medían once pies de alto (3,08 metros) y que
tenían una mirada terrible, pelo largo, rostro pintado, aunque había también hombres de
estatura común.
Estos informes, venidos de fuentes tan diversas, eran convincentes. En el siglo XVI,
incluso en parte del siglo XVII, Europa había asimilado la idea de que en las extremidades
australes existía una nación de gigantes. En los decenios siguientes, los testimonios de los
navegantes españoles redujeron el tamaño de los “gigantes” a proporciones más próximas
a la realidad.
En el siglo de las luces, los detractores del gigantismo patagón ganan terreno sobre
los defensores, pues estos últimos no habían logrado probar sus afirmaciones. El debate
pasa a segundo plano, hasta que nuevos testimonios de marinos franceses e ingleses vuel-
ven a lanzar la controversia.
Amédée Frezier, ingeniero del Rey, visita la isla de Chiloé, en el Pacífico austral. El
gobernador español Pedro Molina le dijo que los patagones medían entre nueve y diez pies
(2,52 y 2,80 metros). Frezier publica sus relaciones de viaje en París, en 1716, con tanto
éxito que logra traducirlas al inglés, neerlandés y alemán.
En 1767, también conoce una gran difusión el diario de viaje de un oficial británico,
ilustrado con imágenes sobre los patagones, se trata del Comodoro John Byron, quien habla
de hombres de ocho o nueve pies (2,24 o 2,52 metros). La leyenda recobra vigor durante
algunos decenios, pero a continuación será reducida a su aspecto real.
En 1839, el francés Alcide d'Orbigny, uno de los protagonistas de la gran revolución
científica del siglo XIX, tras una estancia de ocho meses en el extremo sur del continente y
haber medido centenares de individuos, nos informa que no encontró ningún oriundo que
midiera más de 1,92 metros y que la estatura media era de 1,73 metros. Además publica
una larga lista de viajes en la región que incluye una tabla que representa la estatura
atribuida a los patagones a partir de Pigafetta hasta el francés Bougainville en 1766*”.
Lo mismo hace George Musters, quien recorre la Patagonia durante un año; anota
que de regreso en Inglaterra en 1870, lo primero que le preguntaban, invariablemente, era
por la estatura de los Patagones.
El norteamericano Benjamín Franklin Bourne vivió en la zona en 1849, cautivo de
una tribu. Su testimonio está desprovisto de fantasía. En esta situación, el único patrón de
medida que poseía era su propia estatura, que alcanzaba unos 1,65 metros, y, según sus
medidas, todos los patagones eran menos una cabeza más grandes que él.
218
Dos ilustraciones de las crónicas de John
Byron (1767) sobre los encuentros entre
ingleses y patagones.
214
Por su parte, el Conde de la Vaulx, antropólogo francés, mide en 1901 esqueletos
encontrados en antiguas sepulturas de la patagonia; su investigación revela que la altura de
los tehuelches no ha variado en los últimos siglos: en término medio medían 1,75 metros?*,
Igual que la creencia en una nación de gigantes, los Tehuelches y Onas han dejado
de existir. Con el paso del tiempo, las enfermedades los diezmaron. Se sabe que a fines del
siglo XIX los Tehuelches no pasaban de un millar de individuos. Por esos años se instalaron
en la pampas australes poderosas familias, en su mayoría de origen británico, que organiza-
ron la exterminación de sus habitantes para transformar la Patagonia en una región propicia
a la crianza de ovinos.
Pese a su patético final, la leyenda de los gigantes patagones influyó obras litera-
rias de anticipación histórica como La Découverte Australe (1781) de Restif de la Bretonne,
donde la Patagonia es un país utópico poblado por los Megapatagones, “los más sabios y
grandes de los hombres”**”,
Sin embargo, este trabajo no fue el único ni el primero. Inspiró también otro proyec-
to de sociedad ideal, ejemplo del pensamiento de los enciclopedistas del siglo XVII escrito
por Francois Gabriel Coyer*?”. Conviene terminar este capítulo final con un resumen de
país fantástico, que en algunos aspectos evoca problemas que se prolongan hasta nuestros
días.
La utopía patagona
o
El destinatario de la carta es Mathew Maty (1718-1776), médico y escritor, fervien-
te partidario de la variolización antecesora de la vacuna y bibliotecario del British Museum.
Coyer se interroga, “¿Por qué el género humano no puede tener diferencias de tamaños como
algunas especies animales?”; y responde: “nuestros descubrimientos son poca cosa en compara-
ción con los que quedan por hacer”.
En esos días, un navío inglés parte a buscar el rastro de los gigantes. Coyer decide
entonces escribir la historia de los Patagones como él la imagina; y lo hace antes -no
después- de que lleguen las informaciones.
La crianza
Los patagones se acercan a su mujeres con costumbres honestas, en buen estado
físico y con sentimientos inocentes que unían a los corazones en la Edad de Oro. Durante el
embarazo alejan de su mujer todo lo que pueda entristecerla, halagan sus gustos, se esfuer-
zan en que su alma se llene de gozo y la despiertan con los acordes de algún instrumento de
música. Pero la futura madre no debe descuidar la actividad física: las caminatas o algún
trabajo agrícola le sirven de entretenimiento. Cuando el patagoncito viene al mundo, sólo
su madre lo amamanta, pero de manera tal que continúa sus labores sin sujetarlo en sus
brazos.
No quieren estaturas disminuidas ni hombres fallados. Si,a causa de su mal vivir,
una familia empieza a achaparrarse, deberá buscar refugio en el desierto y tal vez fundar
una débil raza de cinco pies (1,40 metros).
Para evitar esto, crían sus bebés con la cabeza desnuda, para fortalecer el cerebro
contra las inflamaciones. Lo visten con ropas ligeras y sueltas, sin ninguna traba ni amarra
que entorpezca la circulación de la sangre. La criatura gatea a su gusto en un cuarto cubierto
de esteras, donde nada puede lastimarla. Allí dejan a su alcance alguna fruta o verdura. No
tratan de mantener al pequeño sentado o acostado: cuando quiere moverse lo ponen de pie.
Cien veces al día lo llevan al medio de un prado para respirar aire puro y correr sin riesgos.
Poco a poco lo acostumbran a tolerar los rayos del sol, la humedad de la lluvia, las asperezas
del frío. El alimento que más le apetece cuelga de un árbol en un canasto; para obtenerlo,
debe derribarlo con una piedra lanzada con la honda, mediante un flechazo, o trepando al
árbol. Su fruto preferido está enterrado y tiene que sacarlo con una pala.
La educación
Toda educación patagona es una gimnasia permanente. Para llegar donde sus com-
pañeros de juego el mozalbete debe saltar un foso lleno de agua, cargar pesos, utilizar
palancas y no hacer diferencia en el empleo de ambos brazos y manos. Los jóvenes compi-
ten en carreras, salto, lucha, manejo del arco y de la honda, levantamiento de pesos y combate
contra bestias feroces.
240
No se conforman con enunciar justos principios, sino que los obligan a practicarlos
diariamente. Si un alumno pide algo en préstamo, debe devolverlo el día pactado; si a otro
le falta algo, es un honor compartir con él lo que necesita. Nadie puede hacerse justicia por
sí mismo, pero si el más fuerte maltrata al débil es castigado con especial severidad. Los
jóvenes eligen sus jueces y un príncipe, réplica del que gobierna la nación.
Los patagones no tienen ninguna tradición de aparecidos, de brujos, de sueños miste-
riosos, de horóscopos, de número fatal, de días nefastos. Los niños no tienen una imaginación
alterada por el temor. Sólo se les habla de peligros reales para enseñarles cómo evitarlos.
El urbanismo
Los patagones tienen una capital más extendida que las mayores ciudades
europeas, pero la población es mucho menor. Todo es cómodo, nada lleva decorados exor-
bitantes. Las calles son anchas, limpias y rectas; hay muchos y amplios mercados, y fuentes
abundantes que embellecen los barrios. Convencidos de que las ciudades donde los hombres
viven como hormigueros son la perdición del género humano, han introducido el campo en la
ciudad. Las casas, aisladas, están hechas de madera y tienen un solo piso, parque y jardín.
El teatro es más amplio que las salas conocidas en Europa: puede reunir treinta mil
gigantes, aproximadamente el número de habitantes de la capital con todas las clases so-
ciales confundidas. La arquitectura es rústica pero tiene aspecto majestuoso.
La medicina
Los patagones sólo conocen la medicina natural. No han intentado adentrarse en la
ciencia, pero de ninguna manera utilizan la sangría. Se consolarían fácilmente de su igno-
rancia si supieran que la medicina casi no ha progresado en los últimos dos mil años. Lo
que más estiman es la higiene, el ejercicio, la temperancia y la alegría.
No se les ocurre poner dos enfermos en la misma cama, mucho menos cinco o seis.
Cuando una enfermedad foránea provocó una gran mortandad, intentaron destruir el ger-
men sin éxito. Entonces decidieron transformarlo en inofensivo inoculándolo después de
haber preparado a los sujetos. Viven más o menos doscientos diez años. Consideran que el
único síntoma indiscutible de la muerte es la putrefacción. El más alto tribunal prohibió
enterrar a los muertos dentro de la ciudad.
Las costumbres
Los patagones son los seres más cercanos al hombre natural. No tienen horas fijas
para las comidas; esperan tener hambre, pues para ellos el agrado de comer se funda en la
necesidad de alimento. Prefieren los vegetales a los cadáveres de animales. Hay una esta-
ción del año en que sólo se alimentan de vegetales y de pescado para permitir la reproducción
de los demás animales.
21%
Les interesa sobre todo la vida doméstica, su mujer, sus hijos, su educación, sus
sirvientes. Sólo existen visitas de negocios, de caridad o de amistad. Desconocen las visitas
de cumplimiento. La familia es una fuente inagotable de agrados. En los entretenimientos
públicos, las doncellas patagonas lucen sus atractivos ingenua y decididamente. Distribuyen
distinciones a los vencedores de las lides deportivas y escogen a sus esposos, que deben tener
al menos veintiocho años. La disparidad de familias no obstaculiza ningún matrimonio.
La ópera es un simple recitado: celebra la naturaleza, el amor, los héroes que han
inventado el arado, el molino, el arte de edificar, el lenguaje, la escritura, la navegación...
En la tragedia, los personajes son antiguos gigantes que intentan -sin éxito- tiranizar a los
otros. La comedia tiene como tema predilecto la incapacidad de hombrecillos pequeños de
cinco pies a valerse por sí mismos.
La categoría de patagones más respetada son los beneméritos de la patria; los que
han sido factor determinante en una victoria, los que han roturado un terreno extenso,
los que han hecho escurrir aguas estancadas, los que han hecho progresar algúna técnica
agrícola, artesanal o algún método terapéutico. El estado los mantiene a sus expensas.
Las leyes
Todo el pueblo trabaja en labores agrícolas u otras artes necesarias; si alguien se
niega a trabajar se le obliga a hacerlo, pero quien ya no puede trabajar recibe alimentación
sin mendigar y sin tener que avergonzarse. Por este motivo no hay mendigos. La poligamia
es rechazada, pero la ley permite el divorcio. El estado se ocupa de los niños. Los tributos se
perciben en especies, en la época de la cosecha, y se calculan en base a la producción.
Sólo participan en guerras defensivas. En tiempo de paz no tienen ejército, pues los
soldados adquieren una vinculación demasiado personal con el jefe. En realidad, cada
patagón es un soldado que sabe defender lo suyo. El Príncipe está obligado a visitar toda la
Patagonia durante tres meses cada año, para comprobar que nada esté fallando. Las leyes
se hacen en las asambleas de la nación.
La organización de la Justicia
Antiguamente, los patagones obedecían a leyes bárbaras. El castigo venía antes
que la convicción, y existía la tortura, la hoguera y el empalamiento. Un viejo patagón
redactó un nuevo código llamado Buen sentido de las leyes, adoptado posteriormente por la
nación.
Antes de la reforma, los juicios debían pasar por varios tribunales, con frecuencia
lejanos. Los gastos judiciales eran tan altos que en muchos casos el juicio carecía de inte-
rés. Los acusados esperaban en prisiones duras, infectas y los procesos eran lentos. Todo
se
hacía en secreto y se arrancaban confesiones bajo la tortura.
218
Con el nuevo código, las leyes son sencillas y claras. Cada ciudad o pueblo tiene su
tribunal con competencia definitiva. Los magistrados son mantenidos a expensas públicas;
las prisiones patagonas sólo privan de la libertad, pero se está tan bien como en su casa; se
establece que todo acusado debe ser juzgado en el curso de un mes lunar, los juicios son
públicos y el acusado tiene derecho a recurrir a un consultor. La tortura fue abolida: la ley
no puede atormentar antes del juicio, pues en ese momento la tortura es un hecho estableci-
do mientras el delito no lo es aún. Los juicios son en única instancia, salvo en caso de pena
capital. La ley establece grados en las penas y éstas consisten en trabajos de utilidad pública.
La pena de muerte se limita al asesinato, y se abolieron las ejecuciones espectáculo.
Un ministro intentó transformar la magistratura en hereditaria y venal. La asam-
blea respondió “de acuerdo, a condición de que los hijos puedan heredar los conocimientos
paternos y que el buen sentido pueda ser puesto en venta”. No se habló más del asunto.
Gabriel-Francois Coyer interrumpe allí su relato. Termina diciendo “cuando vues-
tro barco traiga los documentos, sería muy agradable si no tuviera nada que corregir”.
219
EPÍLOGO
Z 20
figuran en las Escrituras, como el Paraíso, las minas del rey Salomón, o en creencias antl-
guas como el Aurea Quersoneso. En cambio sus sucesores -los conquistadores- se empecinan
en hallar imperios tan o más ricos que el de los Aztecas o el de los Incas, saqueados por
Cortés y Pizarro.
Una vez emprendida la colonización, la mitología se adaptó a los fantasmas de los
conquistadores adquiriendo colores americanos. Durante el siglo XVI y parte del XVII,
centenas de expediciones que soñaban con imperios y ciudades doradas, recorrieron el
continente en busca de El Dorado, Cíbola, El Paitití y los Césares. Estos productos de la
imaginación colectiva motivaron la acción de los conquistadores y constituyen una de las
causas de la exploración y del poblamiento europeo de América.
La búsqueda de las ciudades doradas, durante al menos dos siglos, modeló a los
conquistadores y a sus sucesores. Para ellos, el enriquecimiento no era asunto de trabajo,
ahorro ni acumulación. Era acelerado, impetuoso. Resultaba del desprecio a los peligros
que asechan en el camino de la ciudad oculta, la apropiación de sus tesoros y el inevitable
saqueo final. Las generaciones siguientes no encontraron ciudades doradas pero buscándo-
las se apropiaron de inmensos territorios y de los indios que los poblaban, institucionalizados
como las “encomiendas”. La conversión de aventureros en grandes propietarios de tierras
e indios, generó comportamientos de aversión a una actividad tan vulgar como el trabajo y
un sentimiento de honra medieval, dominante y racista, asociados a la fortuna obtenida a
través del despojo. Este sistema de valores formó la personalidad de los señores de Améri-
ca y en algunos casos permite explicar conductas actuales.
El comportamiento de españoles y portugueses frente a los mitos fue diferente.
Para los españoles, el descubrimiento y la apropiación de las tierras americanas es la con-
tinuación de las guerras que los reinos ibéricos-cristianos libraron contra los reinos
ibéricos-musulmanes y contra la población ibérica-judía. Sin que estuviera en sus planes,
los soldados cristianos llegaron a un nuevo continente donde prosiguieron de cierta mane-
ra la Reconquista. Los movía el espíritu misionero alimentado por los romances de caballería
y la literatura religiosa. También la intolerancia y la negación del otro. Creyeron fácilmente
en seres y tierras fabulosas; la racionalidad interviene sólo en una pequeña parte de sus
motivaciones.
Los portugueses, en cambio, habían terminado la Reconquista dos siglos antes.
Durante el siglo XV exploraron sistemáticamente las costas africanas en busca de la ruta
hacia el Oriente. Sus objetivos eran pragmáticos: comerciar directamente con los producto-
res de especias e instalar colonias productivas que pronto tomarían la forma de plantaciones
esclavistas. Su acción responde a un plan extremadamente racional y rara vez partieron
tras paraísos o imperios dorados.
Los mitos nacieron, vivieron, actuaron y finalmente se han diluido en el olvido.
Aunque no totalmente. El mundo que nos rodea está impregnado de mensajes que insi-
222
núan el retorno a una inocencia primitiva o proponen substancias extraídas de la naturale-
za salvaje capaces de atenuar las huellas de envejecimiento. Se evoca (a veces con intención
discriminante) la horda de seres sin rostro, innumerables, que podría invadir el mundo
desde el Oriente. Tampoco faltan las fábulas sobre lugares inexplorados -en la tierra, las
profundidades del mar o el cosmos- que podrían estar poblados por seres monstruosos,
como tiburones descomunales, la bestia de loch Ness, el Yeti o el Alien de Ridley Scott.
Estos seres contemporáneos no son tan diferentes del terrible grifo o de los ejércitos de
acéfalos ewaipanomas.
Las sociedades humanas conservan temores seculares que no se han desvanecido y,
al mismo tiempo, acarician el viejo sueño de encontrar al fin la Edad de Oro. Este es proba-
blemente el hilo conductor que une el Paraíso que Cristóbal Colón creyó percibir en el
Nuevo Mundo, con los proyectos de sociedades utópicas del Siglo de las Luces y con los
mitos de nuestros días.
223
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230
2
ÍNDICE
Presentación %
Introducción
Capítulo 1
La búsqueda del Paraíso Terrenal 21
Los descubridores del Nuevo Mundo vivieron un momento de la historia en que se
confrontaban dos visiones del universo: predominaba la idea de que el mundo y
sobre todo las vastas extensiones de tierra y de mar entonces inexploradas, podían
ser interpretadas según las afirmaciones de las Santas Escrituras; pero, al mismo
tiempo, se manifestaban los primeros asomos de un espíritu empírico y racional
propio del Renacimiento.
Ambas percepciones se encontraban mezcladas en el intelecto de hombres como Cris-
tóbal Colón, Amerigo Vespucci, André Thevet y el célebre cronista de la expedición de
Magallanes, Antonio Pigafetta. Todos ellos se empeñaron en conocer la faz desconoci-
da del orbe. No obstante, en sus intentos subsistía el ansia secular de localizar el
lugar donde la divina providencia “plantó” el Paraíso Terrenal, mito esencial y fun-
damento doctrinal del mundo judeo-cristiano y musulmán, lugar primigenio donde
el Creador habría decidido inaugurar la especie humana.
Capítulo HI
Las legendarias islas de la “Mar Océano” 65
Cuando los cartógrafos del Renacimiento recopilan informaciones sobre el vasto y
desconocido mar que se extiende entre Europa y las tierras a descubrir, la “Mar
Océano” de los antiguos, reviven viejas creencias en misteriosas ínsulas situadas en
la ruta de las especias. En los nuevos mapas figuran, junto a las islas conocidas como
las Canarias o Madera, otras de fisonomía y nombres extraños, correspondientes a
antiguas creencias llamadas Brasil, Antilia, o San Brendán. Su localización forma
parte de los planes de los descubridores
La “Mar Océano” 66
La navegación de San Brendán 70
San Brendán en la historia 73
Las islas de San Brendán en la cartografía 76
La Antilia o la Isla de las Siete Ciudades 78
Capítulo IV
Las minas del rey Salomón en América 87
Más que la exploración de nuevas tierras, más que la ruta de las especias, más que la
extensión de los dominios de los reyes católicos y de la cristiandad, más que la evan-
gelización de los indios paganos y la lucha contra sus idolatrías, los conquistadores
buscaban oro. Este preciado metal fue el móvil de los descubrimientos, un verdadero
imán que atrajo aventureros exaltados por la obsesión de una repentina opulencia.
La fiebre del oro avivó dos antiguas tradiciones: las legendarias minas donde el rey
Salomón procuró inmensos tesoros para construir el primer templo de Jerusalén y el
“Aurea Quersoneso”, que el geógrafo Claudio Tolomeo había localizado en los confi-
nes del Oriente.
Un metal fascinante 87
Las fuentes del oro 88
Hacia las minas del rey Salomón y el Aurea Quersoneso 09
Un ejercicio de exégesis 97
Capítulo V
Las comarcas del oro 103
Después de la captura de los inmensos tesoros aztecas en 1521 e incas en 1532 se
evidenció que el Nuevo Mundo no era Catay ni Cipango ni el Aurea Quersoneso ni
tampoco Ofir y Tarsis, pero sí que el oro abundaba. Los mitos bíblicos y greco-latinos
pasaron a segundo plano para ceder paso a nuevas leyendas nacidas del desconoci-
miento del terreno, de tradiciones indígenas y sobre todo de la imaginación de
aventureros que vivían para dar con la fortuna. El imaginario se americaniza. Si
Cortés y Pizarro encontraron imperios riquísimos las inmensidades del continente
debían esconder otras comarcas doradas. Se las designaba con apelativos maravillo-
sos: Quivira, Cíbola, la tierra de las Amazonas, Omagua, El País de la Canela, Meta,
El Dorado, Manoa, Parima, Guaypoó, Jungulo, El Paitití o los Moxos, Enim, el gran
Parú, Trapalanda y la Ciudad Encantada de los Césares.
Capítulo VI
Las indómitas Amazonas 133
Cinco siglos antes de Cristo, el historiador griego Heródoto narra una leyenda que
atravesará milenios y penetrará varios continentes: cerca del mar Negro, a orillas
del río Termodonte, vivían unas tribus de mujeres guerreras, llamadas Amazonas,
que invadieron gran parte del Próximo Oriente adueñándose de Efeso, Esmirna, Pafos
y otras ciudades. Desde entonces, la imagen de las feroces doncellas ocupa un lugar
privilegiado en la imaginación colectiva de muchos pueblos. El elemento acuático
siempre está presente; se manifiesta en forma de un poderoso río o de un brazo de
mar que marca la frontera entre el territorio femenino y masculino. A lo largo del
siglo XVI, cuando los conquistadores se internan penosamente en la selva americana,
creerán combatir contra armadas de Amazonas y darán este nombre a la masa flu-
vial más importante del planeta.
Capítulo VII
Seres prodigiosos 165
Tanto los escritores clásicos como las autoridades doctrinales del medievo situaron en
India y en Etiopía seres prodigiosos que la ficción podía crear pero la experiencia
estaba impedida de comprobar. Las relaciones escritas por los escasos viajeros que
habían visitado el Lejano Oriente, confirman la existencia de portentos que se trans-
formaron en deleite y pavor del imaginario europeo. El propio Cristóbal Colón había
tomado abundantes notas sobre seres prodigiosos que poblaban el Oriente, a tal punto
que durante sus cuatro viajes al Nuevo Mundo pretendió haber divisado o al menos
tener noticias directas de seis de ellos: sirenas, serpientes marinas, grifos, cinocéjalos,
cíclopes y hombres con rabo. Sin embargo, el descubrimiento de América frustró las
expectativas de los conquistadores; no se encontraron monstruos terribles, ni siquiera
muchos animales de gran tamaño. Sin asidero en la realidad, la creencia en seres
extraordinarios se desvaneció durante los primeros años de la colonización.
Epílogo 221
Bibliografía 225
TRABAJAN EN LONMI
Editorial Silvia Aguilera, Juan Aguilera, Mauricio
- Ahumada, Alejandra Caballero, Luis Alberto Mansilla,
Tomás Moulian, Paulo Slachevsky Relaciones Públicas
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Canifrú, Gabnel Pérez, Soledad Martínez, Luis Fre, Jaime
Arel, Cristián Pinto, Victoria Valdevenito, Nelson Montoya
Área de Administración Marco Sepúlveda, Diego Chonchol,
Mirtha Ávila, Manuel Madariaga. Se han quedado en nosotros
Adriana Vargas, Anne Duattis y Jorge Gutiérrez.
SERIE HISTORIA
HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE CHILE
VOLUMEN 1
Estado, legitimidad, ciudadanía
Gabriel Salazar - Julio Pinto
HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE CHILE
VOLUMEN II
Actores, identidad y movimientos
Gabriel Salazar - Julio Pinto
LAS-SUAVES CENIZAS DEL OLVIDO
Vía chilena de reconciliación política 1814 - 1932
Brian Loveman - Elizabeth Lira
LAS ACUSACIONES CONSTITUCIONALES
EN CHILE
Una perspectiva histórica
Brian Loveman - Elizabeth Lira
. LAS ARDIENTES CENIZAS DEL OLVIDO
Vía chilena de reconciliación política 1932 - 1994
Brian Loveman - Elizabeth Lira
HISTORIA DEL PUEBLO MAPUCHE
Siglo XIX y XX
José Bengoa
Los protagonistas de este libro son los
mitos que la imaginación colectiva de
los pueblos europeos habían situado en
la faz desconocida del orbe y que
actuaron como un verdadero imán sobre
los expedicionarios del nuevo mundo.
Estos aventureros creen que cerca de
las comarcas lejanas, donde se dan las
especies y donde el oro “brota” a
raudales, se encuentran lugares
maravillosos como el Paraíso Terrenal,
la Fuente de la Juventud, las Minas del
Rey Salomón, los Pueblos Impuros de
Gog y Magog o el fabuloso palacio con
tejas de oro de Cipango. Después del
descubrimiento de América, las
creencias en lugares y seres mitológicos
serán transferidas al nuevo continente,
donde sobre un terreno fértil, van a
>
y
“ld
/ AO
entrañas tras el Dorado, Las Siete
Ciudades de Cíbola, el Paitití, la Ciudad
Encantada de los Césares y del rico
señorío de las amazonas. Aunque no
las encontraron, su búsqueda será una
A
de las causas de la exploración y del
poblamiento europeo de América.
América mágica es el resultado de un 88£-NMO
ADA
acucioso trabajo sobre las fascinantes
creencias de los conquistadores. Nueve
años de investigación permitieron que
se concretara este ensayo que conjuga
una narrativa ágil con el rigor
académico. Escrito en español, América
mágica fue publicado inicialmente en
francés en 1994 y en portugués en 1999,
Esta es la primera edición del libro en
su lengua original.
e) 789562182358
le.