Retrato de Mi Doble

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Georgi Márkov

RETRATO DE MI DOBLE

Traducción del búlgaro de


Viktoria Leftérova y Enrique Gil-Delgado

Libros del Tiempo


El juego es más perfecto que la vida
Empieza la partida. Ocupamos nuestros puestos según
el valor de las cartas que hemos sacado. Ahora estoy
tranquilo porque el primer truco funcionó bien y El-
de-la-Derecha y yo conseguimos justo los sitios que ne-
cesitábamos. A decir verdad, le dimos un empujoncito
al destino de tanto ensayar este momento. Yo cortaré
su baraja; condición primera para asestar nuestro gol-
pe. Por supuesto, nuestro plan contemplaba también
otras variantes, pero acertamos con la más favorable.
Los otros dos observaban atentamente el reparto de
cartas que determinaría los puestos, pero, tal como dijo
El-de-la-Derecha, «Estaban con la mosca tras la oreja».
El ambiente es el habitual. Ese cuartucho de la quin-
ta planta cuenta con su propia entrada independiente,
y allí se puede jugar a las cartas o también se pueden
traer mujeres. Hay una cama, cuatro butacas, una me-
sita baja, una radio y un mueble-bar donde el anfitrión
—El-de-la-Derecha— almacena media docena de bebi-

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das de importación. No son para nosotros, sino para las
chicas que suben hasta la quinta planta y llaman al tim-
bre de una manera determinada. A ello hay que añadir
tres lámparas y algunos ceniceros. Mientras jugamos,
las lámparas permanecen siempre encendidas. Al prin-
cipio me sorprendía la luz tan intensa. Con el tiempo,
le encontraría sentido: la luz incide de tal forma sobre
la superficie de las cartas repartidas que permite, al ob-
servarlas con detenimiento, detectar ciertos arañazos
imperceptibles a simple vista. Por aquel entonces yo
no sabía que algunas cartas siempre estaban marcadas.
¿Y ahora? ¡Bueno...! Ahora podría largar toda una con-
ferencia sobre sistemas para marcar cartas. La forma
en que son marcadas revela el carácter y la destreza
del jugador desconocido. O, como suele decir El-de-la-
Derecha: «¡Dejémosle presentar su currículum!».
Tenemos una norma inquebrantable: nunca jugar
con más de un jugador desconocido ni ante espectado-
res. En general, tenemos un montón de reglas que difi-
cultan de manera muy considerable cualquier intento
de sacarnos la pasta. Son ventajas de las largas noches
que hemos pasado en este cuartucho.
Son las once. Jugaremos hasta las cuatro con opción
a una ronda de consolación para el perdedor. Es decir,
hasta las cuatro y media. Mañana es domingo, así que
no hay que madrugar. Presiento que va a ser el domin-
go más dulce de mi vida. Me gusta exagerar. Para mí
los conceptos solo existen si están en grado superlativo

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o por encima de él. Ello se debe a mi absurdo anhelo
de conseguir algo que nadie jamás haya logrado y así
sentirme especial.
Las partidas importantes tienen lugar siempre en vís-
peras de festivo, por la noche. Según dice mi socio, un
ánimo festivo estimula la frivolidad de la gente predis-
poniéndola a soltar más pasta que en otras ocasiones.
Nos encanta esa generosidad de los sábados; forma par-
te de nuestros planes junto con el cálculo del instante
preciso en que sobreviene el cansancio.
Daremos nuestro golpe a las tres y media. Hasta ese
momento todo serán meros preparativos. Los papeles
están asignados, llevamos estudiándolos quince días, ha-
bremos hecho cien ensayos; lo hemos pulido todo hasta
el último detalle para machacar a ese cabrón de una vez
por todas.
El Hiena. Suele sentarse justo frente a mí. Es uno de
los jugadores de póquer más destacados de mi época.
En la literatura pueden hallarse descripciones de toda
clase de jugadores: ingeniosos, fuertes, nobles, trági-
cos. El Hiena es una especie aparte. Él es simplemente
repugnante. Tiene algo de pegajoso, con esos diminu-
tos ojos grises que solo adoptan dos expresiones: de
insolencia o de suspicacia. Siempre al acecho. Lo más
asqueroso son sus dedos. No puede haber otros dedos
iguales en toda Bulgaria: enclenques, totalmente afe-
minados, con yemas agudas y unas uñitas ridículas. Se
mueven como tentáculos carentes de hueso. Tiene la

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manía de moverlos todo el tiempo, como un titiritero o
un violinista que tratara de mejorar su técnica. Siempre
me ha fascinado su asombrosa agilidad. En un abrir y
cerrar de ojos, ya te la ha jugado. Qué diferentes son
los dedos de El-de-la-Derecha. Él tiene manos de mú-
sico, con recias muñecas viriles y largos y refinados de-
dos. Da gusto verle repartir las cartas; claro que, si uno
no presta la debida atención, ese gusto se tornará sin
duda en disgusto. Mientras que el Hiena se guía por
un mecanismo simple y racional, El-de-la-Derecha —mi
socio por esta noche— lo hace todo con arte. Sus dedos
no se mueven con agilidad, sino con destreza. No roba;
más bien hechiza...
Antes del primer reparto —por pura costumbre—,
se pregunta si ha habido cambios en el reglamento.
Aquí todo debe quedar bien claro; las reglas deben ser
transparentes como el agua para evitarnos incidentes
desagradables. Algunos capullos nos toman por unos
novatos que renegarían de sus principios por cien mí-
seras levas. Cuando está en juego nuestra palabra, nos
comportamos como auténticos caballeros, o como sue-
le decir El-de-la-Derecha: «La fachada debe estar siem-
pre limpia y ser afable». Por cierto, él luce siempre una
perenne sonrisa. No conozco nada más afable que su
cara.
La ficha, como siempre, cuesta una leva. Algunas
cuadrillas se asombran de que juguemos tan fuerte,
porque apostamos un mínimo de diez levas en cada

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mano. Si todos entran, en el bote se juntan no menos
de cincuenta levas. Y, mientras que los de las demás
cuadrillas dicen que juegan simplemente por placer o
para matar el rato, o que participar es más importan-
te que ganar, nosotros —ante tales afirmaciones— nos
limitamos a mirarlos con desprecio. Yo soy el rey del
desprecio; y mientras El-de-la-Derecha no para de re-
petir nuestro lema favorito: «Nosotros jugamos para
sentirnos realizados». ¡Dios santo, qué bien lo ha ex-
presado! Aunque no estés del todo seguro de que esa
sea la razón precisa por la que juegas, la frase te cautiva.
Empezamos. Me toca repartir. Es un momento cru-
cial. El-de-la-Derecha y yo intercambiamos miradas, el
Hiena las intercepta, bien atento al reparto. El muy
cateto sabe que puedo hacer algunos bonitos trucos
con los pulgares, pero en esta ocasión no es calderilla
lo que me estoy jugando, ¡así caiga yo muerto si intento
alguna jugarreta!
¡Suerte!
Eso me transmite la mirada afectuosa de El-de-la-
Derecha, con las gafas empañadas de afecto. ¿Estará
dudando de mí? ¿Se temerá que mis nervios no aguan-
ten o que cometa alguna estupidez que arruine su in-
genioso plan? Le devuelvo la sonrisa. Probablemente,
mi mueca recuerde a un perro enseñando los dientes.
Lo cierto es que estoy nervioso. Es la primera vez
que participo en una estafa organizada. Quiero decir
en el póquer; por otra parte, sí que he hecho algún

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chanchullo, pero, aun así, resulta difícil determinar si
era una estafa o no. Sentí una emoción parecida cuan-
do publicaron aquel artículo mío sobre Draga, una
operaria de máquina troqueladora. Aquel reportaje
supuso el comienzo de mi carrera y tal vez también
marcó el inicio de mi audacia de estafador. Hasta aquel
momento había vivido de manera un tanto primitiva,
encontrándome infinidad de veces en estados de áni-
mo ingenuos y simples, algo muy bochornoso. Mi jefe
me abrió los ojos. Me parece estarle aún oyendo decir:
«Ten esto bien claro: lo que hayas visto no importa en
absoluto; lo verdaderamente importante es lo que ne-
cesitas ver».
Esos han sido mis dos maestros en la vida: el Jefe y
El-de-la-Derecha, dado que soy periodista y jugador de
póquer, un fenómeno del todo atípico en estos tiem-
pos. Según dicen, tengo talento para lo uno y para lo
otro. Desconozco exactamente cómo se distribuyen en
mí dichos talentos, pues con frecuencia he confundido
el uno con el otro y aún más a menudo los he com-
binado. De modo que por entonces escribía artículos
sobre las vidas de la gente eligiendo siempre temas de­
sagradables. Protestaba siempre contra las injusticias,
luchaba por la verdad —principalmente contra los que
mandan— y me encantaba sacar las uñas. Resultaba
de lo más emocionante cuando de repente (en un lu-
gar público) mi conciencia cívica se disparaba como el
chorro de una manguera de bomberos, mi voz retum-

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baba por dentro y por fuera y mi siguiente frase podría
haber sido: «¡A las barricadas!». Aquellos artículos casi
nunca llegaban ni a publicarse y muy a menudo los
retiraban del número en el último momento... En resu-
men, aquello era una pura desgracia. Mi jefe me abrió
los ojos, tras lo cual escribí mi notable artículo «La ha-
zaña de Draga». Ella trabajaba en la troqueladora de
una fábrica metalúrgica. Era una operaria increíble, ca-
paz de realizar veinticuatro mil perforaciones en ocho
horas, siendo cuatro mil lo habitual, es decir, todo un
récord mundial. Me planté frente a ella, observando
horrorizado cómo aquella mujer movía sus manos a un
ritmo imparable, viendo cómo su actividad superaba el
número de circo más elaborado en el que ni siquiera
todos los malabaristas del mundo juntos le llegarían a
la suela de los zapatos. Contemplaba su cara casi pétrea
preguntándome qué quedaría de humano en ella pues-
to que trabajaba como un motor eléctrico.
Los otros operarios me contaron que Draga engen-
draba niños muertos, que se le fue la cabeza, que estuvo
ingresada en distintos hospitales y que, desde entonces,
tenía esa mirada vidriosa y aquellos movimientos total-
mente mecanizados. También me contaron que ella ni
se enteraba de cuándo terminaba la jornada laboral y
que tenían que desconectar el motor de la troquelado-
ra para que entendiera que debía marcharse a casa. La
vi cuando salió de la fábrica; parecía completamente
ida. Fue entonces cuando escribí mi primer artículo

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