Curso 64-Clase02
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02
construcción social de la violencia
Presentación
Para que este diálogo reflexivo nos enriquezca y nos aporte herramientas que nos ayuden a
desandar caminos que nos han llevado a situaciones de desigualdad, es preciso acordar en algunos
conceptos.
Todas las personas estamos inmersas en un orden social con un sistema de creencias que define
roles, atributos y comportamientos diferenciados para las masculinidades y las feminidades, así
como pautas que marcan las relaciones entre ambos.
Las formas de actuar, pensar y sentir en tanto varones y mujeres se constituyen a partir de marcas
culturales definidas social e históricamente, y son aprehendidas a través de los procesos de
socialización que transcurren y vivenciamos en los diferentes entornos de los que formamos parte
tales como la familia, la escuela, el club, las Instituciones de salud, el estado, el lugar de trabajo, y
los medios de comunicación entre otros.
Tal como vimos en la clase anterior, las construcciones de las masculinidades y las feminidades
están atravesadas por relaciones de poder jerárquicas y desiguales. Es así que, frente a las mismas
acciones, existe una valoración social distinta, según quién las protagonice. Por ejemplo, hasta no
hace mucho tiempo la presencia de docentes varones en el nivel inicial era motivo de asombro, una
reacción similar generaba una mujer que planteara que su trabajo era la mecánica del automotor.
Por el contrario, una mujer maestra jardinera o un hombre mecánico no generan ninguna valoración
negativa en particular. El orden social en el que las construcciones de las masculinidades y las
feminidades se caracterizan por la jerarquía y la desigualdad se denomina patriarcado.
El patriarcado designa un sistema social basado en la autoridad y liderazgo del hombre, tanto en la
esfera pública como doméstica, y adquiere distintas formas de expresión según la época. De este
modo, es posible comprender que lo que hoy se considera propio de las masculinidades y de las
feminidades es distinto de lo que se consideraba en la época de nuestras abuelas y nuestros
abuelos. Así como celebramos los avances que hemos ido conquistando como sociedad, también
nos preguntamos sobre las actuales instancias que continúan perpetuando las construcciones
genéricas que conllevan inequidad.
Desde un discurso machista, este tipo de desigualdades son minimizadas o invisibilizadas. El
machismo se expresa en actitudes, conductas, prácticas sociales y creencias destinadas a justificar y
promover el mantenimiento de un orden genérico en el que las masculinidades son consideradas
superiores a las feminidades. El machismo, a su vez, está sostenido por el sexismo, que es un tipo
de discriminación basado en la creencia de la superioridad del hombre sobre las mujeres.
Para el machismo y el sexismo, la diferencia sexual instaura una desigualdad “natural” que es
justificada erróneamente desde la biología o a partir de supuestas esencias masculina o femenina.
Desde estas posturas, no se toma en consideración que el cuerpo humano y sus funciones son
permanente objeto de regulaciones sociales y políticas perfectamente historizables.
Que una persona tenga la capacidad de parir no la convierte “naturalmente” en cuidadora, en
limpiadora, en cocinera, en costurera o en lavandera, todas acciones tradicionalmente asignadas a
las feminidades y con un valor menor que el de las tareas consideradas propias de las
masculinidades. La construcción social del género es lo que determina tareas, acciones y roles para
todas las personas.
Veamos algunas dimensiones de la vida social en las que la desigualdad en términos de relaciones
de género se hace presente: en nuestro país las mujeres destinan el doble de horas que los
varones a las tareas de cuidado, recordemos que las mujeres tradicionalmente han sido pensadas
como responsables de las acciones de cuidado de otras personas dentro del ámbito doméstico.
Según el informe “Las Brechas de Género en la Argentina. Estado de situación y desafíos” (Dirección
Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía Nacional, 2020), las mujeres
realizan más del 75% de las tareas domésticas no remuneradas. El 88,9% de las mujeres participan
de estas tareas y les dedican en promedio 6,4 horas diarias. Mientras tanto, sólo el 57,9% de los
varones participa en estos trabajos, a los que les dedican un promedio de 3,4 horas diarias.
La apertura a las mujeres del mercado laboral en particular y del espacio público en general es algo
relativamente reciente. Y aún en el mercado laboral, las mujeres suelen tener empleos más
precarios e informales que los hombres. Y en empleos formales, el salario de las mujeres es un
27,7% menor que el de los hombres. Esta situación, entre otras, causa que las mujeres se sitúen
mayoritariamente dentro del grupo de menores ingresos de la sociedad.
En otro ejemplo podemos ver que existen carreras, profesiones y empleos que favorecen más a un
género que a otro. Si bien en los tiempos que corren es posible visualizar indicios de cambios a
favor de mayores niveles de participación de las mujeres en espacios extra-domésticos o de
formación educativa, a la par, también nos encontramos con datos e informes que nos muestran
entornos y roles en los cuales aún pareciera no haber ocurrido grandes transformaciones a favor de
mayor equidad e intercambio en las responsabilidades. La siguiente investigación analiza el
ejercicio de la medicina desde una perspectiva de género.
De dicha investigación se concluye que son cada vez más mujeres las que se dedican a
concluir carreras médicas y que, una vez empleadas, las mismas ganan menos que sus
colegas médicos y acceden en menor medida a puestos de decisión en sus ámbitos
laborales. Dicho estudio explica que, en los últimos años, se produjo una feminización de
la profesión de la medicina, a partir de un aumento significativo y constante de la
cantidad de médicas graduadas. Mientras que en 1980, ellas representaban el 20 por
ciento en el sector, en 2016 alcanzaban casi el 52 por ciento. Son mayoría además, en el
total de estudiantes de la carrera, un fenómeno que se extiende, sin excepciones, en las
principales universidades de todo el país. Sin embargo, este cambio no se tradujo en una
mejora en la inserción laboral y en sus condiciones de trabajo. Las médicas enfrentan los
mismos obstáculos que trabajadoras de otros sectores laborales: cobran menos que sus
pares, con una brecha salarial que ronda el 20 por ciento, se concentran en las
especialidades con menor rango de ingresos y asociadas con atributos definidos
culturalmente como femeninos, vinculados con el cuidado materno –infantil– y tienen
menor acceso a puestos de decisión, en instituciones hospitalarias, ministerios,
asociaciones profesionales e incluso, en el ámbito académico.
En otro orden de cosas, el siguiente dato arroja luz sobre otra condición de desigualdad de las
mujeres: durante el año 2016, las mujeres se realizaron más de 12.000 ligaduras tubarias y los
varones 97 vasectomías. Los métodos quirúrgicos de anticoncepción son gratuitos en hospitales
públicos y tienen cobertura total de obras sociales y prepagas. La responsabilidad del uso de los
métodos anticonceptivos pareciera que recae más en las mujeres que en los varones.
Otro dato extremo y dramático vinculado con la desigualdad entre los géneros tiene que ver con
que, en nuestro país, cada 29 horas, una mujer es víctima de femicidio.
Hasta no hace mucho este tipo de imágenes no aparecía en el espacio público, ¿qué habrá
cambiado para que hoy los hombres salgan con estas consignas a mostrar su
posicionamiento frente a la violencia machista?, ¿Piensan que los hombres que ustedes
conocen podrían marchar detrás de esta bandera?
Aunque la reflexión sobre el papel de los hombres ha estado presente de una manera más o menos
implícita desde el mismo momento en que las mujeres comenzaron a cuestionar su lugar de
subordinación, considerar y analizar la masculinidad como campo específico de estudio desde la
perspectiva de género es una tarea relativamente reciente.
Los estudios contemporáneos que ponen el acento en el carácter genérico de la masculinidad
comienzan a sistematizase a partir de los denominados Women’s Studies, llevados a cabo en el
hemisferio norte entre los años 1970 y 1980. Estos estudios fueron impulsados por los cambios
sociales, políticos y culturales producto, entre otros aspectos, del cuestionamiento de la
subordinación femenina por el movimiento amplio de mujeres y la mayor visibilidad del colectivo
LGBTIQ+ (sigla que designa colectivamente a lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersex y queer. Esta sigla
suele ir modificándose en la medida en que diferentes grupos se visibilizan por esa razón finaliza con el signo
+).
Desde el enfoque de género, la masculinidad es una construcción social y cultural que varía según
las sociedades y los diferentes momentos históricos, por lo tanto, existen distintas apropiaciones
de lo que se considera masculino y propio de los varones: existen distintas maneras de vivir la
experiencia masculina; de modo que, desde los estudios, las investigaciones y las propuestas de las
agencias internacionales se comienza a hablar de masculinidades en plural: la idea es tener
presente la variabilidad en el género masculino.
Esta idea no implica desconocer que las vivencias singulares se referencian con un modelo de
masculinidad socialmente aceptado. Desde esta concepción que privilegia el aspecto social y
cultural de la masculinidad, no estamos hablando de personas concretas y tampoco emitiendo
juicios de valor sobre comportamientos individuales. Nuestra propuesta propicia la reflexión crítica
sobre la construcción social del género masculino.
La expresión singular de la masculinidad se referencia, para convalidar o para proponer alternativas,
con un modelo de masculinidad dominante. Este modelo socialmente aceptado presenta una
definición de la masculinidad que enfatiza los aspectos negativos, actualizando algunos estereotipo
como por ejemplo un hombre “verdadero” no tiene que llorar, no demostrar afecto hacia otros
hombres y siempre estar dispuesto para la conquista amorosa.
Para este modelo, el ejercicio de la masculinidad supone poner en juego algún tipo de poder que
termina ubicando a esa masculinidad en un nivel superior de la jerarquía genérica.
Revisar y cuestionar las construcciones tradicionales sobre la masculinidad nos permitirá avanzar en
hacer realidad nuevas formas de convivencia entre hombres, mujeres y disidencias, basadas en la
equidad, sin discriminación de ningún orden ni violencia de género. Para lograrlo, se requieren
modelos de masculinidad más plurales y democráticos. Por lo tanto, es necesario seguir propiciando
que el análisis de las masculinidades, desde una perspectiva de género transformador, forme parte
de las agendas públicas, tanto gubernamentales, como de los distintos espacios de participación
social.
Ser proveedor
Los mandatos que funcionan como demandas sociales para las masculinidades tienen que ver con
lograr ser proveedores, es decir, ser el principal sustento económico de su grupo familiar, sostener
una autosuficiencia económica que le permita adquirir el automóvil más nuevo posible, por
ejemplo; tener una casa propia o modernizar la que tenga, en definitiva, adquirir todas aquellos
bienes que le proponga el mercado y que sirvan para marcar su lugar de principal proveedor
doméstico. Ser la principal fuente de ingresos económicos implica como contrapartida la capacidad
de decidir sobre cómo utilizar ese dinero y para imponer sus reglas en la convivencia. Generar los
ingresos necesarios para mantener el primer lugar como proveedores implica tener que trabajar
muchas horas fuera del ámbito doméstico, y, por lo tanto, delegar acciones, como el trabajo
doméstico o la crianza de los/as hijos/as en otras personas de su familia. Paradójicamente, esta
lógica de delegación del trabajo doméstico y de las tareas de crianza se sostiene incluso cuando
dentro de la pareja o familia las mujeres también trabajan fuera del hogar.
Ser protector
Otro mandato propio de la masculinidad hegemónica tiene que ver con la protección, que, leída en
el contexto de relaciones de género jerárquicas, supone que tanto las mujeres, como las niñeces
necesitan “naturalmente” de la protección masculina. Desde esta visión, las masculinidades sienten
el deber de cuidar y controlar a otras personas. Por lo tanto, en la medida en que los hombres son
vistos como necesarios ante una posible amenaza, las conductas abusivas basadas en control
contribuyen con la consolidación de un lugar de importancia.
Ser procreador
Otra demanda que se encuentra arraigada en la concepción de la masculinidad hegemónica tiene
que ver con la procreación, es decir, con la capacidad de fecundar. Este mandato demanda que los
hombres deban estar siempre preparados para la conquista y mostrarse siempre dispuestos a las
relaciones sexuales. Si analizamos este requerimiento en términos del desarrollo social vemos que
los hombres históricamente han tenido más permisos sociales y libertad para sostener relaciones
sexuales, ya sea dentro o fuera del espacio privado.
Si pensamos en los mandatos culturales que se juegan durante la etapa de la adolescencia parece
tener vigencia aún el imperativo social hacia los varones en cuanto a ser quienes deben asumir la
responsabilidad de tomar la iniciativa sexual, jugando en ello, muchas veces, las presiones de pares
y de familiares para dar respuesta al mandato de tener que demostrar la sexualidad activa. En este
orden de expectativas se espera que los varones demuestran un papel activo de pedir, insistir y
convencer a las mujeres, como “buenos conquistadores”, ya sea de iniciar una relación o en el
terreno de las prácticas sexuales . La dinámica se inscribe en una lógica sexual en la que los varones
deben ser capaces de demostrar su virilidad como bandera de su masculinidad y garantía de ser
sujetos así posicionado. En este sentido se espera que “estén continuamente deseosos de tener
relaciones sexuales y de “conquistar” o “levantarse” a las mujeres, cuantas más son las “conquistas”
mejor consideración reciben de sus pares. La vida sexual se evalúa en términos de hazañas,
privilegiando la cantidad y frecuencia de las relaciones por sobre la calidad afectiva”
(Masculinidades sin violencia. Ministerio Nacional de las Mujeres, Géneros y Diversidad).
Ser autosuficiente
La autosuficiencia también aparece como otro de los mandatos propios del modelo de la
masculinidad hegemónica, esto implica que desde niños son más estimulados para tomar
decisiones por sí mismos y tener mayores márgenes de libertad. A su vez deben estar dispuestos a
aceptar los desafíos que se les impongan, asumir lugares de liderazgos como clave para alcanzar el
éxito personal.
Es importante tener presente que estos mandatos no estipulan lo que hay que hacer de manera
precisa en cada circunstancia, sino que indican hacia dónde se tienen que dirigir las acciones
concretas en los diferentes ámbitos sociales, familiares, afectivos, laborales, etcétera. El ejercicio
de la masculinidad hegemónica implica alejarse lo más posible de lo que para este modelo es
evaluado como cobardía, (sabiendo que tomar este camino implica el peligro de ser expulsado de la
masculinidad) y acercarse todo lo que se pueda a situaciones o acciones que están asociadas con
valores como valentía (es decir, resolver cada situación como lo haría un “verdadero” hombre).
Actuar de este modo es una manera de demostrar que se pertenece al grupo y, por lo tanto, de
evitar sanciones o estigmas por no cumplir con lo que socialmente se espera de un varón.
El machismo puede ser definido como el conjunto de prácticas, actitudes, discursos, usos y
costumbres que justifican la desvalorización de las mujeres, ya sean niñas, adolescente o adultas
y la violencia física es una de sus expresiones más extremas.
Resulta necesario hacer visibles, en cada ámbito, estas expresiones más solapadas y naturalizadas
de las inequidades cotidianas entre los géneros. La vigencia de estas actitudes colabora a sostener
un modelo de masculinidad que reproduce privilegios en lugar de poner en cuestión. Aunque
sostener esas ideas y maneras implica también, un alto costo en términos de salud y de calidad de
vida para los propios hombres.
Esta mirada compleja señala que cualquier sistema social conforma una totalidad articulada de
entornos que se relacionan y condicionan recíprocamente y que cada hecho social adopta sus
características en función de los componentes que incorpora de cada uno de los subsistemas
involucrados. Es así que, para comprender la problemática de la violencia, es necesario considerar y
discriminar los componentes en cada uno de los entornos, que contribuyen a su ocurrencia.
Desde este marco de referencia podemos comprender que la situación de una persona se
encuentra condicionada por los diferentes entornos con los cuales esa persona se relaciona: su
entorno familiar y social, las instituciones de las que forma parte, la cultura a la cual pertenece, los
marcos jurídicos y las políticas públicas vigentes, etc.
Las formas de organización, las concepciones, nuestras prácticas o comportamientos y las relaciones
sociales incorporan, reproducen y resignifican componentes culturales que le inscriben socialmente
a los distintos ámbitos patrones de características comunes. Así por ejemplo, las actitudes sociales
hacia la violencia, las creencias estereotipadas con respecto a los roles y lugares sociales del
hombre y de la mujer, las expectativas de los grupos acerca de los métodos de disciplina y de toma
de decisiones en el hogar y en las instituciones, y el nivel general de violencia en el país y en la
propia comunidad conforman matrices sociales que sostienen y perpetuán modelos jerárquicos y
abusivos de vinculación. (Cantón Duarte y Cortés Arboleda, 1997).
Los valores, los sistemas de creencias e ideologías conforman matrices simbólicas que moldean los
distintos contextos de la vida social hasta llegar al nivel más cercano y concreto para un niño o una
niña como lo es el ámbito de su medio familiar. Es así que, mediante los procesos de socialización
durante la infancia logran articularse el nivel de lo intrafamiliar con el contexto más amplio
macrosistémico o sociocultural. (Misuti, Ochoa y Molpeceres, citados por Bringiotti, 1999).
Estas cifras son conmocionantes y al mismo tiempo disonantes desde un registro más racional.
Descolocan y perturban arraigadas imágenes culturales instaladas, que asocian fuerte e
indefectiblemente a la familia con un entorno de afecto, sostén y de cuidado. Sin embargo, la
realidad nos muestra que, en los grupos familiares en los que se viven situaciones de violencia, es
posible encontrar patrones de comportamiento, modos de relación y creencias que perpetúan su
naturalización, reproducción y justificación.
En los grupos familiares en los que se viven situaciones de violencia, es posible encontrar patrones
de comportamiento, modos de relación y creencias que perpetúan su naturalización y
justificación. Estos patrones, en muchos casos, son aprendidos e incorporados fuertemente por la
significación y la dependencia de las relaciones más cercanas. Las historias de vida de los miembros
de la familia, constituyen así un determinante importante en esta problemática. Estos antecedentes
de quienes están involucrados en relaciones violentas muestran un alto porcentaje de contextos
violentos en las familias de origen.
Podemos señalar hasta aquí que una de las formas que adopta la violencia de género es la que tiene
lugar en el ámbito doméstico. La Ley 26.485 tipifica esta modalidad de violencia entendiéndola
como aquella ejercida contra las mujeres por un integrante del grupo familiar, independientemente
del espacio físico donde ésta ocurra, que dañe la dignidad, el bienestar, la integridad física,
psicológica, sexual, económica o patrimonial, la libertad, comprendiendo la libertad reproductiva y
el derecho al pleno desarrollo de las mujeres. Se entiende por grupo familiar el originado en el
parentesco sea por consanguinidad o por afinidad, el matrimonio, las uniones de hecho y las parejas
o noviazgos. Incluye las relaciones vigentes o finalizadas, no siendo requisito la convivencia.
Por último creemos importante remarcar que las incidencias de los mandatos culturales y familiares
tienen una impronta importante en la problemática pero sin determinar inexorablemente el futuro
en la construcción de los vínculos sexo-afectivos. En diversos trabajos académicos sobre la
problemática que abordamos, existen coincidencias en cuanto a que mientras que
retrospectivamente en los estudios de investigación las historias de quienes ejercen maltrato
conducen de forma aparentemente inevitable al maltrato padecido en la niñez, prospectivamente el
padecer maltrato no lleva necesariamente a la reproducción del mismo. En este sentido se hacen
evidentes las múltiples posibles trayectorias en el desarrollo. Así por ejemplo la disponibilidad de
vínculos de apoyo emocional en la infancia, una experiencia terapéutica profesional en un período
determinado de la vida y la formación de una relación estable donde se construya el respeto en la
adultez, pueden ser factores importantes en la discontinuidad del ciclo del maltrato. (Gracias Fuster,
1995). En este sentido el papel de la escuela también es clave en estos procesos de
desnaturalización y deconstrucción de los soportes que sostienen cualquier expresión de las
violencias.
A modo de cierre
El recorrido de esta clase buscó comprender algunos rasgos de la socialización masculina y la
incidencia que tiene la masculinidad hegemónica y los mandatos sociales en ese proceso. La
vigencia de este modelo de masculinidad colabora en la reproducción de un lugar de privilegio,
aunque sostener esas ideas y actitudes implica también, un alto costo en términos de salud y de
calidad de vida para los propios hombres.
Tenemos que trabajar para problematizar en la sociedad, en las escuelas y en las aulas esas
concepciones machistas de la masculinidad y sus mandatos, aunque sabemos que no es algo
sencillo, porque responden a procesos sociales fuertemente arraigados que se expresan en
numerosos dispositivos culturales y personales.
No obstante, tenemos que empezar a cuestionar esas concepciones, teniendo en claro que el
problema no son los hombres, sino el machismo. El problema está en pensar que la reproducción
de la desigualdad y la violencia, de la competencia y la rivalidad, y del avasallamiento de otras
personas es un destino inevitable para las masculinidades.
Esto no es así, los hombres no nacen machistas. Es posible desaprender comportamientos propios
de la masculinidad hegemónica e incorporar nuevas maneras de vivir la masculinidad, es decir,
nuevas formas de pensar, de manejar los sentimientos, nuevas maneras de comportarse. Este es el
camino hacia la equidad de género.
Sin dudas tenemos grandes desafíos por delante vinculados con las masculinidades, como por
ejemplo:
− llevar la perspectiva de género al análisis y al abordaje de las distintas formas de ejercicio de
violencia por parte de los hombres;
− avanzar hacia la corresponsabilidad en la distribución del trabajo de cuidado y del trabajo
doméstico;
− modificar patrones socioculturales que están basado en la desigualdad o en funciones
estereotipadas de hombres y mujeres y entre distintos tipos de masculinidades;
− incorporar políticas e intervenciones con hombres, que tengan un enfoque transformador de
género.
Estos desafíos implican acuerdos sociales que van más allá de lo personal. Sin embargo, es probable
que nos preguntemos ¿qué podemos hacer para construir masculinidades más igualitarias?
Seguramente, algo siempre podemos hacer para propiciar masculinidades más positivas.
Grandes pasos se han logrado en la visibilización social de la problemática y en los marcos jurídicos
de resguardo de derechos. Sin embargo mucho queda aún por avanzar en su deconstrucción más
estructural y capilar. Nos incumbe a los distintos sectores sociales, ya sean del ámbito estatal como
a las organizaciones de la sociedad civil profundizar el compromiso y la generación de respuestas
más abarcativas y accesibles.
Actividades
Material de lectura
Bibliografía de referencia
Cuaderno de Educación Sexual Integral para la Educación secundaria II (2012): Taller Vínculos
violentos en parejas adolescentes. Programa Nacional de Educación Sexual Integral. Ministerio de
Educación y Deportes de la Nación.
Faur, E. (Comp.) (2017): Mujeres y varones en la Argentina de hoy. Géneros en movimiento. Buenos
Aires, Siglo XXI Editores y Fundación OSDE, pág. 10
[Gracia Fuster, E. (1995): ¨Maltrato emocional ¨, en Maltrato infantil: prevención, diagnóstico e
intervención desde el ámbito sanitario. Documento Técnico nº 22, Capítulo 7. Dirección General de
Prevención y Promoción de la Salud. Comunidad de Madrid.
Kaufman, M. (1995). Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre
los hombres (pp. 123- 146). En ARANGO, L. G., LEÚN, M. y VIVEROS, M. (compiladoras). Género e
identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino. Bogotá:Tercer Mundo.
Créditos