Lectura 3, BXVI
Lectura 3, BXVI
Lectura 3, BXVI
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA:
Pautas para la comprensión del depósito de la fe
Lectura 3
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 31 de octubre de 2012
Desearía hoy dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo otra vez de algunos
interrogantes: ¿la fe tiene un carácter sólo personal, individual? ¿Interesa sólo a mi
persona? ¿Vivo mi fe solo? Cierto: el acto de fe es un acto eminentemente personal que
sucede en lo íntimo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión
personal: es mi existencia la que da un vuelco, la que recibe una orientación nueva. En la
liturgia del bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide la manifestación
de la fe católica y formula tres preguntas: ¿Creéis en Dios Padre omnipotente? ¿Creéis en
Jesucristo su único Hijo? ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente estas preguntas se
dirigían personalmente a quien iba a recibir el bautismo, antes de que se sumergiera tres
veces en el agua. Y también hoy la respuesta es en singular: «Creo». Pero este creer mío
no es el resultado de una reflexión solitaria propia, no es el producto de un pensamiento
mío, sino que es fruto de una relación, de un diálogo, en el que hay un escuchar, un
recibir y un responder; comunicar con Jesús es lo que me hace salir de mi «yo» encerrado
en mí mismo para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me
descubro unido no sólo a Jesús, sino también a cuantos han caminado y caminan por la
misma senda; y este nuevo nacimiento, que empieza con el bautismo, continúa durante
todo el recorrido de la existencia. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado
con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que
es la Iglesia y me introduce así, en la multitud de los creyentes, en una comunión que no
es sólo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que en Sí mismo es
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es
verdaderamente personal sólo si es también comunitaria: puede ser mi fe sólo si se vive y
se mueve en el «nosotros» de la Iglesia, sólo si es nuestra fe, la fe común de la única
Iglesia.
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Los domingos, en la santa misa, recitando el «Credo», nos expresamos en primera
persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese «creo»
pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio,
donde cada uno contribuye, por así decirlo, a una concorde polifonía en la fe.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza de modo claro así: «“Creer” es un acto eclesial.
La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la
Madre de todos los creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia
por Madre” [san Cipriano]» (n. 181). Por lo tanto la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y
vive en ella. Esto es importante recordarlo.
Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre
los discípulos, el día de Pentecostés —como narran los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 1-
13)—, la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el
Señor resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva
del Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los
Apóstoles superan todo temor al proclamar lo que habían oído, visto y experimentado en
persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo comienzan a hablar lenguas nuevas
anunciando abiertamente el misterio del que habían sido testigos. En los Hechos de los
Apóstoles se nos refiere además el gran discurso que Pedro pronuncia precisamente el día
de Pentecostés. Parte de un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús y
proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquél que había beneficiado a todos, que
había sido acreditado por Dios con prodigios y grandes signos, fue clavado en la cruz y
muerto, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él
hemos entrado en la salvación definitiva anunciada por los profetas, y quien invoque su
nombre será salvo (cf. Hch 2, 17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten
personalmente interpelados, se arrepienten de sus pecados y se bautizan recibiendo el
don del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 37-41). Así inicia el camino de la Iglesia, comunidad que
lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios
fundado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo y cuyos miembros no
pertenecen a un grupo social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres
procedentes de toda nación y cultura. Es un pueblo «católico», que habla lenguas nuevas,
universalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín, abatiendo todas las
barreras. Dice san Pablo: «No hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita,
esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos» ( Col 3, 11).
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la historia. El propio san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma que les ha comunicado
el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf. 1 Co 15,3).