Julia y Alphonse

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JULIA Y ALPHONSE

Wajdi Mouawad

VOZ EN LA OSCURIDAD
ALPHONSE: Cuando eres chico

estás muy mal informado.

Entonces imaginas.

Más tarde,

imaginar se vuelve algo complicado

entonces te informas

entonces te vuelves grande. Y no hay nada de malo en eso.

Es el orden de las cosas.

Y las cosas están bien hechas

ya que nos impiden regresar hacia atrás

lo cual está muy bien

porque,

si por alguna remota posibilidad del azar,

un hombre cruzara su camino con el niño que fue y si ambos se reconocieran el uno al
otro, se derrumbarían hasta el suelo, el hombre de desesperación, el niño de pavor.

RABIA
JULIA: Así no fue como pasó.

Nadie puede saber cómo pasó.

Nadie puede ni siquiera imaginar lo que pasó.

En mi corazón, en mi cabeza.
¡Sobre todo en mi cabeza!

Nadie sabe nada.

¡Y ya no les diré nada más!

PSIQUIATRA: Julia.

JULIA: ¿Qué, eh? ¿Qué de qué?

Yo le pregunto a usted.

¿Y? ¿Qué de qué?

¡Usted nada más se queda ahí, mirándome con sus ojos de dinosaurio!

¿Y qué?

PSIQUIATRA: ¡Julia, escucha!

JULIA: ¡NO!

PSIQUIATRA: ¡Julia, escucha!

JULIA: ¡¿Qué?! ¡¿”Escucha”, qué?!

PSIQUIATRA: No es normal.

JULIA: ¿Qué es lo que no es normal?

Ya no le diré nada, nada.

PSIQUIATRA: Quiero saber cómo es que tú…

JULIA: No diga nada, nada, ni una palabra más, ni una, shhhh…

PSIQUIATRA: ¿Cómo fue que te encontraron?

JULIA: ¡No! ¡No!

PSIQUIATRA: Julia, necesitamos hablar,

ayudarnos…

JULIA: Yo no quiero que me ayuden.

Son ustedes los que quieren, yo no quiero nada.

Les escupo en la cara.

A todos, a todos.
¡Chinguen a su madre, todos!

¿Quiénes son ustedes?

¿Qué quieren?

¡Ustedes no saben nada, no entienden nada!

PSIQUIATRA: ¡Exactamente por eso!

Queremos entender, Julia, necesitamos entender.

Necesitamos que nos cuentes.

Tus padres necesitan entender.

Necesitan entender porque te quieren.

Y para seguirte queriendo, necesitan entender.

Pero ellos solos, no pueden

no saben cómo. Están perdidos, ya no entienden nada más,

no saben nada más.

Y es por eso que estoy aquí,

Para eso es que me llamaron.

Como cuando alguien que se está ahogando llama a un salvavidas.

Y tú y yo les podemos ayudar a salir a la superficie,

porque tú no estás enferma, Julia,

al contrario,

y es justo por eso que necesitamos de ti.

Tú y yo somos los mejores salvavidas.

JULIA: ¡Quiero irme!

PSIQUIATRA: ¡No! Hoy nadie se irá de aquí,

¡Ni tú, ni yo!

JULIA: Déjeme…

PSIQUIATRA: Escúchame bien, Julia.


No saldrás de aquí sin que me hayas contado,

simplemente contado,

lo que pasó.

JULIA: No pasó nada.

PSIQUIATRA: No quiero excusas,

no quiero que te pierdas en explicaciones

ni en ninguna justificación, Julia.

Lo único que quiero es que me cuentes tu historia.

JULIA: Ya sabe todo lo que hay que saber.

PSIQUIATRA: No, me falta tu propia historia,

con tus propias palabras.

Tu propia voz,

cuéntame tu historia, Julia,

solo cuéntame

como tú quieras, como a ti te guste,

todo lo que quieras decir

lo único que yo voy a hacer, es escuchar.

JULIA: ¡Pero si usted ya lo sabe todo!

PSIQUIATRA: Te voy a decir lo que yo sé.

Y luego me contarás tu aventura.

Hace exactamente tres meses

tus padres denunciaron tu desaparición.

Una noche te dejaron en la casa de tu abuela.

Tú tenías que dormir en su casa

y regresar a la tuya al día siguiente después de la escuela.

Pero al día siguiente no fuiste a la escuela,


y en la noche no regresaste a tu casa.

Tus padres llamaron a tu abuela pero nadie contestó.

Durante la noche avisaron a la policía.

Tres días más tarde te declararon desaparecida.

Eso duró 19 días más,

hasta que te encontraron

en el sótano del edificio de tu abuela:

Tú estabas dormida con tu perro junto al cadáver de tu abuela,

que estaba en un estado de descomposición muy avanzado.

JULIA: Usted no sabe nada, dice puras tonterías.

PSIQUIATRA: ¡Entonces corrígeme!

¡Hace dos meses que te lo estoy pidiendo!

Dos meses que he aceptado todo, tus excusas,

tus miedos,

respetado tus secretos.

Pero hoy quiero que me cuentes una historia,

tu historia, que me digas qué fue lo que pasó.

JULIA: No pasó nada.

Esa noche…

LA FAMILIA DE ALPHONSE
JULIA: Alphonse es un niño valiente: Los ojos verdes, la mirada recta. En la calle,
cuando camina, no se hace notar. No quiere hacerse notar. No puede hacerse notar.
No es de los que hacen que las cabezas volteen.

Esta noche, Alphonse no ha regresado de la escuela.

Mi madre está sentada en la sala, su tejido al lado.

Mi padre fuma frente a la ventana abierta hacia la noche,


Mi hermana duerme (pero en realidad finge)

Y yo, sentado en la cocina, me inquieto por Alphonse.

¿Dónde estará ese?

Pero si no le hubiera pasado nada, habría llamado, exclamó la mujer de la sala, el


padre se volteó y le escupió en la cara para callarla.

Él, el hombre, el padre, ya se había dado por vencido. Es normal, sufría demasiado.

Haber trabajado toda mi vida, como negro, gastado mi juventud, gastado mi belleza,
mi gran elegancia, por mi familia.

¡Y qué familia!

Una mujer fea que teje todo el tiempo,

una hija que sigue sin casarse, que nadie quiere,

y un hijo ingrato, que se queda de pie frente a mí con la ceja levantada y la boca
torcida.

Y el último, el más chico,

Alphonse,

de quien tanto esperaba,

¡Que se va!

Quién sabe a dónde.

¡¿Pero qué he hecho con mi vida?!

¡¿Por qué no me hice caso desde el principio!? “¡No estás hecho para tener una
familia, y ya”! ¡Y ya! ¡Tu hijo, el más chico, acaba de desaparecer! ¡Lo comprendo, yo
hubiera hecho lo mismo!

La verdad es que Alphonse iba caminando por el campo, pero de eso no deberíamos
enterarnos sino hasta después.

MADRE: A mí me cae bien Alphonse. Me escucha cuando hablo, y cuando hay que
ayudar siempre está ahí. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha vuelto?... Dios mío… Dios mío…
estoy cansada, soy una mujer a la que no le han dado nada.

Mi hija llora en su cama, mi hijo, el mayor, debe de estar leyendo en la cocina (¡a ese le
vale todo!) y mi marido, un hombre antes tan guapo, ahora tan solo en la vida, él, que
era tan fuerte, ahora tiene que estarse agarrando del marco de las puertas para no
caerse. ¡Y además anuncian que mañana va a hacer un día muy frío! ¡Y Alphonse, que
no se llevó su suéter! Que no se me olvide comprar queso para mañana. No habrá que
regañar a Alphonse. Habrá que entender por qué se fue. ¡Eso es!

En su cama, la hermana estaba llorando. Se había echado una o dos oraciones…

JULIA: ¡Era de noche,

y toda esa historia es por culpa de la Luna!

PSIQUIATRA: ¿La Luna?

JULIA: La Luna, porque la Luna es la gran lámpara iluminada en el cielo,

para que aquellos que saben leer el cielo

puedan descubrir el camino que conduce a Pacamambo.

Y Pacamambo es, realmente, el lugar de todas las luces.

Mi abuela me lo dijo,

y juntas nos fuimos a Pacamambo.

La ventana estaba abierta.

Mi perro dormía a mis pies.

LUNA
ALPHONSE: La noche. Todo está oscuro. Se adivina a una mujer vieja acostada en su
cama. La Luna pasa por la ventana e ilumina un cuarto. Muebles de la abuela. Un viejo
reloj. Un fuerte “tic-tac”. La Luna, a su paso, ilumina a un gran perro dormido.

En un sillón cercano, Julia está tumbada y duerme también. La Luna entra al cuarto. La
respiración de María-María se acelera. El Gordo gruñe. El reloj hace su “tic” pero no su
“tac”. Se detiene.

LA LUNA: María-María, María-María, despierta.

MARÍA-MARÍA: ¡La Luna!

LA LUNA: Vine a buscarte.

MARÍA-MARÍA: ¡Tengo miedo!


LA LUNA: Todo el mundo tiene miedo cuando se encuentra solo frente a la Luna.

MARÍA-MARÍA: Sabía que ibas a venir.

Hace ya tres noches

que te veía pasar, dudando frente a mi ventana.

LA LUNA: Quería prevenirte, María-María.

MARÍA-MARÍA: ¿Entonces es ahora?

LA LUNA: Sí. Ahora.

MARÍA-MARÍA: Tengo miedo.

LA LUNA: No tiembles. Te llevaré hacia una luz más grande.

MARÍA-MARÍA: ¡Pacamambo! ¡Julia! ¡Julia, despiértate!

LA LUNA: Julia no te escuchará. Duerme.

MARÍA-MARÍA: ¡No quiero irme sin decirle adiós!

LA LUNA: ¡Nos vamos, María-María, nos vamos!

MARÍA-MARÍA: ¡Julia!

¡Julia, despiértate!

¡Julia!

La ventana se abre. La Luna lleva a María-María hacia la ventana.

LA LUNA: ¡Nos vamos!

MARÍA-MARÍA: ¡Julia, Julia!

ALPHONSE: Los muebles del cuarto empiezan a moverse, a elevarse, a volar. El reloj se
eleva. Julia sigue dormida. El Gordo se despierta. Se sobresalta. Gime, se tapa las
orejas, quiere esconderse bajo un sillón pero el sillón también se eleva.

MARÍA-MARÍA: ¡Gordo! ¡Gordo!

¡Despierta a Julia, despiértala!

La Luna vino por mí.

Envuelta en su largo abrigo de plata. ¡Gordo!

El Gordo ladra.
LA LUNA: María-María tu último suspiro,

da tu último suspiro,

¡suspira!

MARÍA-MARÍA: ¡Despierta a tu dueña, Gordo!

¡Despiértala!

El Gordo ladra, gruñe, avanza, retrocede, ladra. Va hacia Julia y la jala del brazo.
Primero suavemente y después cada vez más fuerte. Cambia de lado. La jala de los
pies. La jala de las manos, le lame la cara y después le ladra fuerte.

EL GORDO: ¡Dios perruno…!

¡No se quiere despertar!

El Gordo sigue con sus esfuerzos mientras María-María le sigue dando ánimos al borde
de la ventana, a punto de elevarse. El Gordo termina por subirse al sillón de Julia que se
voltea y rueda. Julia se despierta sobresaltada.

EL GORDO: ¡Wouf!

JULIA: ¡Qué tienes, Gordo!

¿Qué pasa?

EL GORDO: ¡Pasa que todo está mal!

MARÍA-MARÍA: ¡Julia!

JULIA: ¡María-María!

MARÍA-MARÍA: ¡La Luna! ¡Vino por mí!

JULIA: ¿La Luna?

MARÍA-MARÍA: ¡Cuélgate de mí,

agárrame por los pies antes de que me eleve!

LA LUNA: ¡Llegó el momento de partir, María-María!

¡Momento de que pienses en tu último suspiro!

La Luna repetirá las palabras “Suspiro, suspiro tu último suspiro” hasta el final de la
escena.

EL GORDO: ¡Whooufff!
MARÍA-MARÍA: ¡Julia, escúchame, escúchame!

¡No me queda mucho tiempo para hablarte!

JULIA: ¡Te escucho, abuela, te escucho!

MARÍA-MARÍA: Un muerto tendría tantas cosas qué decirle

a los que se quedan, a los que ha amado.

Pero me queda tan poco tiempo.

¡La Luna me jala de los brazos!

JULIA: ¡Abuela!

MARÍA-MARÍA: Julia, voy a irme. Ahora tendrás que crecer.

JULIA: ¡Ya soy grande, abuela!

MARÍA-MARÍA: Más grande aún.

¡Sujétame, Julia, sujétame!

JULIA: ¡Te tengo, abuela, te tengo!

MARÍA-MARÍA: Tengo tanto miedo.

¡Tengo miedo y tengo frío!

¡La Luna está aquí con su gran capa de vértigo!

¡Voy a morir y tengo miedo!

JULIA: ¡Te tengo, abuela, te tengo!

MARÍA-MARÍA: Julia, tengo que decirte…

JULIA: ¿Qué, abuela, qué?

LA LUNA: ¡Ya es hora, María-María!

MARÍA-MARÍA: Tengo que decirte, existe un lugar donde nos volveremos a encontrar.

Existe un lugar, un país donde todo nos hace iguales.

Un país donde estaremos todos, los unos y los otros.

¡Unos y otros!

JULIA: ¡¡Mi país eres tú, María-María, eres tú!!


MARÍA-MARÍA: ¡Pacamambo!

JULIA: ¡Pacamambo!

¡Llévame contigo!

MARÍA-MARÍA: No puedo.

¡Cada quien tiene su momento para encontrar el camino a Pacamambo!

JULIA: ¿Cómo lo encuentro, María-María?

MARÍA-MARÍA: Todo está ahí…

JULIA: ¡¿Dónde?!

MARÍA-MARÍA: Ahí…

JULIA: ¿Ahí dónde?

MARÍA-MARÍA: ¡Ahí! ¡En el fondo del tercer cajón!

JULIA: ¿Qué?

MARÍA-MARÍA: ¡El tercer cajón…! Pacamambo…

EL GORDO: ¡Se me hace que la viejita está alucinando…!

LA LUNA: ¡Nos vamos, María-María!

María-María empieza a despegarse del suelo.

JULIA: ¡Abuela, abuela, no, quédate, no te vayas, no te vayas, o llévame contigo!

¡Yo también quiero ir contigo, María-María, sobre las alas de la muerte, contigo, lejos,
lejos, lejos, María-María, no me dejes!

¡Abrázame, María-María!

LA LUNA: Los muertos no abrazan, pequeña.

JULIA: ¡María-María!

MARÍA-MARÍA: No llores, Julia.

Nos volveremos a ver pronto, en el país prometido por la Luna.

Nos volveremos a encontrar como buenas amigas para hacer una fiesta,

¡en el país de Pacamambo!


María-María muere. Es decir que la Luna se la lleva con ella. El cuarto se queda en
calma.

PLAN DE ATAQUE
JULIA: Creo que la muerte pasó, Gordo.

¡Creo que la muerte,

con su cara enorme y redonda,

con su cara de calabaza, pasó!

Gordo,

creo que la muerte llegó con sus grandes pezuñas

dejando tras ella ese enorme ruido de galope.

¡Sin decir “uf”, María-María, se fue!

La Muerte ganó,

¡pero no la vamos a dejar que gane!

Ven conmigo, Gordo.

Vamos a jugarle una broma a la Muerte.

Vamos a agarrarla del pescuezo, vas a ver.

Vamos a decirle lo que pensamos.

¿Quieres?

¿Quieres decirle a la Muerte lo que pensamos de esto?

¿Quieres?

EL GORDO: ¡Wouf!

JULIA: A mí me parece que tiene un modo

de quitarnos a la gente que amamos…

¡La Muerte, tiene una manera de dejarnos solos,

completamente solos!
EL GORDO: ¡Wouf!

JULIA: ¡Sí, ya sé que tú estás aquí!

¡Y que no estoy sola!

¡¿Y eso qué?!

Eso no prueba nada,

no significa nada

¡Porque mañana te puedes morir, costal de pulgas!

Y si soy yo la que se muere, si mañana me muero, si mañana

la Luna entrara por la ventana y me dijera:

“Ándale, Julia,

mueve la cola.

Te toca irte por la ventana”

¿Qué harías tú, eh?

¿Puedes decírmelo?

No podrías hacer nada.

Sí, podrías bajar tus orejas de perro gordo,

pero te quedarías ahí, como un imbécil,

esperando a que vinieran a buscarte en un camión,

para llevarte a la perrera,

¡para picarte y matarte a ti también!

¿Tú crees que eso es vida?

¿De verdad piensas que la muerte

tiene el derecho de envenenarnos así la existencia?

¿Lo crees de verdad, Gordo,

que la muerte tiene el derecho de arrebatarnos

a la persona que más queremos en el mundo, eh?


¡Responde, responde, Gordo!

EL GORDO: ¡Responde, responde…!

A mí me gustaría responder,

¡pero qué quieres que te diga…!

JULIA: ¡Responde!

EL GORDO: Y además no entiendes ninguno de mis ladridos.

JULIA: Responde, dime,

¿qué quiere decir esto,

lo que acaba de pasarnos?

Mira,

mira a María-María.

Ya no se mueve.

Ya no respira.

Ya no habla.

Mira con qué nos quedamos.

Mira con lo que uno se topa:

Un estorbo de cadáver tendido,

una cosa tremenda, como un gran traje,

un gran traje.

JULIA (PSIQUIATRA): María-María se fue

con su alma desnuda,

de verdad desnuda,

porque no se llevó su traje.

Su único y verdadero traje,

¡nos lo dejó!
JULIA: ¿Pero sabes qué? Vamos a hacerle una maldad a la muerte.

Vamos a obligarla a que nos venga a ver.

Vamos a obligarla a venir aquí,

y vamos a decirle lo que pensamos de su manera de comportarse.

Vamos a encontrar un modo

para obligarla a venir a sentarse con nosotros.

¡Imagínatelo, Gordo!

¡Vamos a obligar a La Muerte a que venga a explicarse!

Nos vamos a sentar tú y yo,

esperaremos a que toque a la puerta,

y le diremos: “Entre”.

Ella abrirá la puerta suavemente.

Y habrá perdido por completo esa presencia orgullosa,

¿sí ves? Como cuando sabes que te van a regañar.

Le diremos: “Acérquese, Señora Muerte,

mi amigo, El Gordo y yo, tenemos un par de cosas que decirle”.

Se va a querer sentar pero que se vaya al demonio, que se muera La Muerte,

le vamos a decir: “Quédese parada, Señora Muerte, no haga ningún movimiento en


falso,

porque si no, disparamos”.

Es una buena idea, ¿no, Gordo?, es una buena idea.

Y para hacer que venga, no te preocupes,

tengo todo un plan en la cabeza

que va a obligar a nuestra amiga La Muerte

¡A que venga a poner su colota frente a nosotros!

MARÍA-MARÍA: ¡Pssst! ¡Pssst! ¡Oye, Gordo, Gordo!


EL GORDO: ¿¡¡¡MARÍA-MARÍA!!!?

MARÍA-MARÍA: ¡Tengo que decirte algo!

EL GORDO: A ver, pero… ¡¿Estoy soñando?!

MARÍA-MARÍA: ¡No! ¡No estás soñando!

EL GORDO: ¿Qué no estabas muerta?

MARÍA-MARÍA: ¿Y eso qué?

EL GORDO: Pues, nada, solo que… ¡no es normal!

MARÍA-MARÍA: Y tú qué, ¿es normal que me puedas hablar siendo un perro?

EL GORDO: Es verdad, no lo había pensado…

MARÍA-MARÍA: ¡Suficiente, ahora escúchame!

Tienes que ayudar a Julia a amar la vida.

Si Julia quiere conocer a La Muerte,

entonces tiene que amar mucho la vida.

Si no, La Muerte se vuelve muy atractiva.

¡Cuídala!

EL GORDO: ¿Pero cómo?

Solo soy un perro.

MARÍA-MARÍA: No te queda de otra.

II.

JULIA (PSIQUIATRA): Alphonse no regresará. Su hermana estaba acostumbrada a


ocuparse de él, de pequeño lo llevaba de paseo, lo bañaba, le daba pequeños regalos.
Era su hermanito. De noche, cuando él se despertaba ella también se despertaba,
movida por un formidable sentimiento de protección.

HERMANA: Alphonse, ¿adónde vas?

ALPHONSE: Voy a tomarme un vaso de agua.

HERMANA: ¿Quieres que vaya a traértelo?


ALPHONSE: No, gracias hermana, voy a ir yo mismo; para estirar las piernas.

HERMANA: Siempre me decía lo mismo: ¡para estirar las piernas! Pero yo, sé que era
para ir a la alacena y atascarse de galletas de chocolate.

JULIA: De hecho, la verdadera razón que lo hacía levantarse era otra.

LA VERDADERA RAZÓN QUE HACÍA LEVANTARSE A ALPHONSE A LA MITAD DE LA


NOCHE

MARÍA-MARÍA: Alphonse se levantaba cada noche para encontrarse, en el pasillo que


llevaba a la cocina, con Pierre-Paul-René, un personaje dulce, monocorde y que nunca
se sorprendía de nada. Alphonse era el único que lo conocía. Durante el recorrido del
cuarto a la cocina, Alphonse y Pierre-Paul-René, tenían tiempo de vivir mil aventuras
en la oscuridad.

Pierre-Paul-René se le aparecía siempre de noche porque fue en una terrible noche de


tormenta en la que Alphonse se había levantado para ir a tomar un vaso de agua,
cuando se conocieron.

Alphonse se había quedado aquella famosa noche sentado en su cama, con los ojos
abiertos; la oscuridad alrededor de él le sacaba la lengua, su hermano, en la cama
vecina, dormía un sueño profundo y parecía muy preocupado por asuntos misteriosos
a los que nadie tenía acceso.

Las cortinas cerradas pintaban el cuarto de un negro espeso como mermelada. La


tormenta era espléndida. Alphonse tenía mucha sed. A lo lejos, la cocina. Muy lejos la
cocina. Entre ella y Alphonse, el pasillo, y en el pasillo todo podía suceder. Porque
primero tenía que atravesarlo antes de alcanzar el interruptor y prender la luz. El
pasillo. Ese pasillo frío, que daba a una sala sin fondo, un comedor que hacía digestión
con grandes sonidos de madera rechinando. La pijama de Alphonse era demasiado
grande, demasiado larga. Salir de su cama era impensable en tales condiciones. Pero
tenía tanta sed y el agua debía de estar tan fresca en la jarra.

Su hermano en la cama vecina se volteó; despertarlo pondría, sin duda, en peligro sus
asuntos internos.

El pasillo fruncía las cejas. Alphonse estaba aterrorizado. Y Alphonse sabía muy bien
que le era imposible despertar a su madre; sin duda se enojaría y eso sería terrible.
Alphonse, ya no eres un niño le había dicho la última vez. Pero ahora eran tan
inaguantables las ganas que la horrible sed le causaba, que le partían la garganta, hizo
que se olvidara de su miedo por un instante y eso lo empujó fuera de la cama. Cuando
llegó a la orilla del pasillo, era demasiado tarde para retroceder. La tormenta caía cada
vez más estrepitosamente, y el pasillo, durante los rayos, se llenaba de personajes
sórdidos, agachados, en lo bajo de la pared; el piso era inexistente y la caída al vacío,
inevitable. Y es ahí, sí, ahí, durante un rayo, que Alphonse pudo ver, del otro lado del
pasillo, a un niño que lo observaba.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Alphonse!

ALPHONSE: ¿Quién eres?

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Soy Pierre-Paul-René! Un niño dulce, monocorde y nunca me


sorprendo de nada. Vine a vivir en tu cabeza. Alphonse. De ahora en adelante te
levantarás sin miedo a mitad de la noche y sin miedo atravesarás el pasillo para ir a
tomar tu vaso de agua porque siempre estaré ahí.

MARÍA-MARÍA: Esa noche, cuando volvió a acostarse, Alphonse soñó con Pierre-Paul-
René… Sueños extraños, extraños, extraños…

Pierre-Paul-René estaba sentado al pie de un edificio. Unos niños jugaban


tranquilamente a la sombra de los brontosaurios que trotaban alegremente sobre el
pasto. El viento soplaba sobre la lluvia que caía. Pierre-Paul-René estaba feliz. Pero,
poco a poco, la lluvia se calmó ante el viento que se levantaba e hizo que se replegara.
La luz del día se descompuso hasta el silencio, los niños habían desaparecido y los
brontosaurios practicaban la levitación. De repente, succionado por una aspiradora
gigantesca salida de las nubes algodonadas, Pierre-Paul-René se encontró dentro de un
tubo que olía a mariscos y a salchicha seca y que lo jalaba a gran velocidad. Pierre-
Paul-René creyó que se acercaba el fin del mundo y encontró entonces inútil gritar, ya
que era un niño dulce, monocorde y que nunca se asombraba de nada. Guardó el
silencio más absoluto y se dejó llevar al vacío, luego sintió que su velocidad iba
bajando hasta que aterrizó sobre un piso de madera. Ahí había cinco foquitos que
alumbraban la oscuridad, esa vieja princesa venida a menos por tanto asustar a los
niños. Pierre-Paul-René tomó entonces la iniciativa de jugar al tradicional: Hola, ¿hay
alguien aquí?

SABALLÓN IV: Sí, hay alguien. Soy Saballón IV, tu rey, y te he escogido para una misión.

Sí, esta misión es primordial, Pierre-Paul-René, para la supervivencia de los niños de


nuestro país, porque ¡ya no hay pasteles, todos los pasteleros han desaparecido, unos
están muertos, a otros se los comió el enemigo y el resto se han transformado en
palomitas de maíz!

MARÍA-MARÍA: Pierre-Paul-René a pesar de ser un niño dulce, monocorde y que


nunca se asombraba de nada, sí se sorprendió un poco.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿No más pasteles?


SABALLÓN IV: ¡No!

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Chin!

SABALLÓN IV: ¿A dónde vamos a parar? La gente ya no cree en los milagros. ¡Los
pasteleros desaparecidos! La situación es crítica. Pierre-Paul René, debes ir a San
Pastelburgo, ese territorio salvaje poblado de leyendas y de trampas. Allá, debes
encontrar las recetas de los pasteles que se llevaron los pasteleros y traerlos de vuelta
aquí. Ve Pierre-Paul-René, debes ir a San Pastelburgo. Ve. Debes cuidarte mucho del
infame Flupan: El príncipe de los golosos que lo son demasiado. Ve Pierre-Paul-René,
ve, ve, ve te digo, debes ir a San Pastelburgo, debes de llegar allá, ve, ve Pierre-Paul-
René, ve, ve…

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Sí, sí, está bien, ya entendí!

SABALLÓN IV: Ve, corre, vuela y no te olvides de nosotros.

ALPHONSE: Saballón IV abrió entonces la gran aspiradora que era y Pierre-Paul-René


salió. El paisaje en el cual se encontró era de lo más indefinido. El cielo cambiaba del
blanco al azul; como los árboles ya no sabían en qué temporada estaban, perdían sus
hojas para que otras volvieran a nacer en sus ramas, el mar desembocaba en el
desierto y el desierto en el viento y el viento se multiplicaba en los tallos de las flores
que se abrían y se cerraban sin cesar. Pierre-Paul-René ante tanta indecisión, sintió
que ésta lo invadía. Ya no sabía qué pie poner primero para iniciar su viaje ni qué
dirección tomar.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Tengo que tomar una decisión.

BLANCO Y NEGRO
PSIQUIATRA: ¿Qué es Pacamambo?

JULIA: Pacamambo,

es un país cerca del África Precolombina,

es un país que está en el Continente Norte del Trópico Sur Japonés,

no muy lejos de Mississoga,

donde hay un desierto de nieve al que llamamos Arabia.

Es el país donde todos los Unos son los Otros.

PSIQUIATRA: ¿Dónde todos los Unos son los Otros?


JULIA: Es el país de la empatía general.

Es lo que siempre dice mi abuela.

Cada quien lo decide.

Yo, por ejemplo, soy negra.

Es lo que decidí.

De hecho mi abuela decía muy seguido

que les haría muy bien a algunos blancos ser negros.

Los negros que ella respetaba tanto, por el Blues y el Jazz,

y por todas las desgracias de la tierra que han sufrido.

Mi abuela le decía muy seguido a los blancos que ella era negra.

Así que yo también seré como mi abuela.

En Pacamambo tendré una piel profunda y viva, hecha del color de mis deseos.

Usted, por ejemplo, quizás es negra,

quizás es amarilla o roja.

Tendrá que elegir.

Todavía no lo sabe porque no ha encontrado el secreto de su vida.

Y eso se puede ver en la manera en que usted me mira.

¡Usted tiene la mirada de alguien que piensa que es quien es!

Pacamambo es una palabra que hay que pronunciar cuando se sabe que la vida es la
muerte,

que la muerte es la vida.

Cuando se sabe que se puede ser el otro.

Cuando se es de ese modo, la empatía absoluta.

Yo, por ejemplo,

decidí, desde que mi abuela murió,

que no tengo el mismo color de piel.


Es una decisión importante.

PSIQUIATRA: Hay que ver la verdad de frente, Julia.

Tú eres blanca como tus padres, como tu abuela.

JULIA: Si miramos la verdad de frente, usted tiene razón.

Pero si la miramos de reojo, entonces todo cambia.

Y para mí, solo cuenta María-María.

¡Que me decía que mirara de frente, de lado y de reojo,

por arriba y por abajo!

Solo mi abuela.

Solo María-María que me contaba cosas.

Porque María-María sabía que todos regresamos algún día a Pacamambo.

Yo seré negra en Pacamambo.

Porque si nos fijamos bien,

si miramos bajo la piel,

nos podemos dar cuenta

de que todos nosotros somos Negros,

¡También los blancos!

¡Sobre todo los blancos!

Es mi opinión y sé que es discutible.

Pero María-María me lo ha dicho ya, que no hay cosa más negra que los blancos,

pero que lo han olvidado.

Y en Pacamambo,

cada quien podrá elegir ser el otro que quiere ser.

Ya lo verá.

PSIQUIATRA: Dime más de Pacamambo.

JULIA: Pacamambo es el lugar a donde no se llega jamás.


Eso también me lo decía María-María.

¡En la vida no se llega jamás, se sueña!

Pacamambo es el país donde se reconoce a la gente como gente.

María-María me dijo que los hombres son los únicos que se preguntan

si los otros hombres son hombres.

El gato sabe que un gato es un gato.

El perro sabe que el perro es perro.

El pájaro sabe que el pájaro es pájaro.

Pero el hombre no sabe si el otro hombre es hombre.

Duda.

No está seguro.

Y entonces, como no está seguro,

tiene miedo. Avienta su cuchillo

y lo entierra en el cuerpo del otro.

Y cuando el cuerpo del otro ya está en el suelo,

que ya no se mueve,

entonces se toma el tiempo de verificar si el otro hombre es hombre.

María-María decía que muchos de los que tienen el buen color,

como usted,

piensan que las personas que no tiene el buen color,

como Juan que está en mi salón,

y que es todo negro de pies a cabeza,

tan negro que es hermoso por todas partes,

no son humanos.

O que solo sirven para servirnos,

como ir a hacernos las compras,


o hacer la limpieza.

Hay todavía mucha gente que piensa

que las personas como Juan,

que sonríen más blanco que los blancos,

son como perros.

¡A causa del color!

¡A mí, eso me enfurece,

porque para mí, no tienen nada que ver!

¡Y sé de lo que estoy hablando!

¡Yo tengo un perro!

Y no tiene nada que ver con Juan,

se parece más a mi profe de química,

que más que blanco es pálido, y que es tan gordo

¡Que se parece al Gordo, mi perro!

Pacamambo es el lugar de todas las luces,

donde el hombre frente a otro hombre no se pregunta

si es un hombre.

Y eso también me lo dijo María-María.

PSIQUIATRA: ¿No tuviste miedo cuando viste a tu abuela muerta?

JULIA: Yo jamás tengo miedo.

PSIQUIATRA: Sí, pero

¿no tuviste miedo de estar completamente sola?

JULIA: Tenía más miedo de que me encontraran.

PSIQUIATRA: ¿Por qué?

¿Por qué no tomaste el teléfono y llamaste?

¿Por qué no llamaste a la policía?


JULIA: Tenía otros planes en la cabeza,

ya se lo dije.

PSIQUIATRA: ¿Querías conocer a la Muerte?

JULIA: Y conocerla no solo un poco,

conocerla mucho.

PSIQUIATRA: A ver Julia,

tú eres lo suficientemente inteligente para saber que eso era imposible.

La muerte no es nadie.

No es una persona.

Es un hecho,

un acontecimiento.

JULIA: Eso es lo que usted dice.

PSIQUIATRA: ¿Cómo que es lo que yo digo?

JULIA: Sí, es usted quien lo dice.

Y usted es quien me caga con sus historias

de “no es nadie” y “no es persona”

porque si para usted

es imposible encontrarse a La Muerte,

para mí era todavía más imposible, en ese momento,

llamar a la policía o a quien fuera.

PSIQUIATRA: ¿Pero por qué?

JULIA: ¡Porque yo sabía que el mundo entero me iba a joder,

como usted me está jodiendo!

Yo sabía que el mundo entero

iba a estar convencido de que iba a necesitar ayuda.

Y sabía que iba a encontrarme a todos los psiquiatras del mundo.


Que estarían convencidos de que viví un gran trauma.

Y todo eso no me daba la gana,

no me daba la gana hablar,

no me daba la gana de que hablaran,

no me daba la gana para nada.

Yo solo quería estar cerca de mi abuela,

porque mi abuela,

es la persona que más quiero en el mundo.

Y ahora está muerta.

Y yo decidí que eso no se iba a quedar así.

Yo y mi perro gordo,

decidimos que íbamos a hacer algo

que iba a ser tremendo.

Iríamos a buscar a La Muerte.

Íbamos a romperle el hocico a La Muerte,

y punto.

PSIQUIATRA: ¿Y encontraste a La Muerte?

JULIA: Sí. Y no fue nada fácil.

PSIQUIATRA: ¿Y cómo hiciste para encontrarla?

JULIA: Busqué el camino que lleva a ella.

PSIQUIATRA: ¿Y dónde la encontraste?

JULIA: En el tercer cajón de la cómoda.

LA FAMILIA DE ALPHONSE AVISA A LA POLICÍA


HERMANO: Tal vez le pasó algo a Alphonse, y entonces ¡sería terrible! Y si lo raptaron,
secuestraron, sí, llevado por personajes lúgubres, incluso violado, ¡mañana
encontraremos su cuerpo en el río! Llamemos a la policía.
PADRE: Vamos a esperar un poco más.

HERMANO: Ya son las doce y media de la noche, papá.

PADRE: Entonces llama, ¡llama! Ya veremos.

MARÍA-MARÍA: Alphonse seguía caminando por un camino en medio del campo. Era
de noche. Los árboles, de cada lado del camino, le abrían los brazos. Con la historia de
Pierre-Paul-René en la cabeza, dedicaba totalmente su imaginación a sacar a su héroe
de esas situaciones descabelladas. ¡No era fácil inventar una historia así! Se decía
Alphonse.

EL TERCER CAJÓN
De regreso al cuarto de María-María. Su cadáver está en la cama.

EL GORDO: ¡Whouff!

JULIA: ¿Vienes, Gordo?

Vamos a ver qué es lo que hay en el tercer cajón.

EL GORDO: ¿Qué hago?

MARÍA-MARÍA: ¿Cómo que qué hago?

¿Pues qué quieres hacer?

Haz lo que ella te dice.

JULIA: ¿Vienes?

EL GORDO: (A Julia) ¡Whouff! (A María-María) ¡Uyuyuyui!

MARÍA-MARÍA: ¡Deja de quejarte!

EL GORDO: ¿Y qué es lo que hay en el tercer cajón?

El Gordo olfatea con avidez el tercer cajón.

JULIA: ¿Hueles algo, Gordo?

EL GORDO: ¡Nada de nada!

¡Puro barniz!

¡¿Qué clase de barniz tiene este mueble que hasta me pica la nariz?!
JULIA: ¿Pipí?

MARÍA-MARÍA: ¡Respóndele, te preguntó ¿”pipí”?!

EL GORDO: Pipí… pipí… ¡pipí de vaca!

Yo que sé,

se me hace que ni hay nada en el fondo del cajón.

Julia abre el cajón.

JULIA: ¡Perfumes!

Mira, Gordo.

Son frascos de perfume,

¡Los frascos de perfume de María-María!

¡Está lleno!

¡Mira todos esos frascos!

Nunca había visto nada igual

¡Mira qué bien huele!

Jamás había olido olores como estos.

Mira este frasco qué grande es.

Julia saca del cajón una gran cantidad de frascos de todas las formas, tamaños y
colores.

EL GORDO: ¡Whouf!

JULIA: Eso es lo que tú dices.

María-María dice que para ir a Pacamambo,

hay que pasar por el tercer cajón.

Lo que quiere decir que estos perfumes conducen a Pacamambo.

Quizá, Gordo, tenemos que meternos,

y entonces estaremos en otro país.

Tal vez son perfumes mágicos.


¿Lo intentamos?

EL GORDO: ¡Bwhouff!

JULIA: ¿No estás muy seguro, eh?

EL GORDO: ¡Para nada!

MARÍA-MARÍA: ¡Déjate, no la contradigas!

EL GORDO: ¡Qué fácil es decirlo!

Tú porque estás muerta,

y pues qué más te da que te jodan.

Pero yo estoy vivo,

y soy un perro.

Y no quiero que me pongan perfume.

JULIA: Vamos a intentar con este.

EL GORDO: ¡Whouff!

JULIA: Ven acá, Gordo.

EL GORDO: ¡Whouff!

JULIA: ¡Gordo…!

MARÍA-MARÍA: ¡Obedécela, es tu dueña!

EL GORDO: ¡No!

JULIA: ¡Ven acá, a que te ponga perfume!

EL GORDO: ¡Wgrrrrrrrrr! ¡Hrwaffff! ¡GRRRRRRRRRRRRR!

JULIA: Si no te pongo perfume, no irás a Pacamambo,

y te llevarán a la perrera.

Te meterán en una jaula.

Te pondrán una inyección y te vas a morir.

EL GORDO: ¡Me vale!

MARÍA-MARÍA: ¡Ella no te entiende!


EL GORDO: ¡Si me toca, la muerdo!

MARÍA-MARÍA: Si la muerdes, ¡yo te jalaré las patas por el resto de tus días!

¡No podrás dormir!

¡Ni comer!

Y vendré en tus sueños a jalarte las orejas

¡Hasta el final de los tiempos!

JULIA: ¡Quieto, Gordo!

EL GORDO: ¡Whouuuuu!

MARÍA-MARÍA: ¡Quieto, Gordo, quieto!

EL GORDO: ¡Quieto, quieto, ya quisiera verte en mi lugar!

Julia abre el frasco de perfume y se lo echa encima y sobre el Gordo, que gime
lastimosamente. Ella cierra los ojos. No pasa nada.

JULIA: Quizá este no sea el frasco correcto.

EL GORDO: ¡Guácala! ¡Cómo apesta!

JULIA: ¡Hmmmmmmm, este, por ejemplo, huele bien! ¿Intentamos con otro?

EL GORDO: ¡Gniarrrr! ¡Wharfffff! ¡GRRRRRRRRRR! ¡Harffffff! ¡Harfffff!

JULIA: ¡Está bien, está bien, no dije nada!

PSIQUIATRA: ¿Cuánto tiempo te quedaste jugando así?

JULIA (PSIQUIATRA): ¿Hasta que empezó a amanecer?

PSIQUIATRA: ¿Y después?

JULIA (PSIQUIATRA): Después la luz entró por la ventana.

Después la luz hizo estallar el cuarto.

De pronto había sol por todas partes,

y todavía más sobre la cara de María-María.

Y el sol sobre su cara era horrible.

Era verde,
y frío,

y solitario.

Ella tenía el sol completamente solo sobre la cara,

y era la Muerte que quería asustarme.

Entonces dejé de jugar.

Y bajo el color blanco de mi piel blanca

vi la piel negra de mi ira.

Mi piel, de repente, era profundamente negra,

negra de rabia, de furia.

Ahí estaba mi mochila que también se despertó

y se puso a molestar:

“¡Vas a llegar tarde, vas a llegar tarde!”

Pero a mí me parecía que la noche era mejor,

porque la noche era dulce sobre la cara de María-María.

Entonces vacié mi mochila para que cerrara su hocico

y en lugar de mis cuadernos,

metí los frascos de perfume.

Y también metí los maquillajes.

Después jalé a María-María con sus cobijas,

hasta la escalera.

Tomé el elevador,

porque en las escaleras no hubiera podido.

Estaba demasiado pesada.

Bajé hasta el sótano del edificio,

donde María-María tenía un cuartito cerrado para guardar sus maletas de viaje.

Acomodé las maletas,


acosté encima a María-María,

cerré la puerta,

encendí una velita,

y me puse a esperar.

Esperar a que la Muerte viniera a tocar la puerta,

para decirle un par de cosas.

El tiempo pasó,

toda una velita se consumió.

Después el Gordo y yo nos dormimos.

Creo que María-María no cerró los ojos.

La Muerte la obligó a mantenerlos abiertos.

También eso quería decirle, a La Muerte,

decirle que eso de no cerrar los ojos de aquellos a quienes mata,

es como irse de su casa sin cerrar la puerta.

¡Eso no se hace!

II.
VÍCTOR: Claro, un niño que no regresa a casa de noche, ¡es tan poco común! ¡Qué
quieren que se haga! Se espera un poco, y al día siguiente todas las estaciones de
policía de la capital tienen su foto, eso es todo, y luego se sigue esperando. La gente
nos pide milagros. ¿Cómo se llama? ¿Alphonse? Ah, sí… sí… ya veremos. Yo me llamo
Víctor, soy inspector de la policía, mañana voy a ir a hacer una pequeña investigación,
para tratar de entender.

La foto de Alphonse sobre su escritorio, Víctor la miraba distraído. Víctor es un muy


buen policía. Afable y comprensivo.

VÍCTOR: Se lo agradezco. Alphonse… Por una vez que no me tocaba una sabandija…
¡Alphonse! ¡Se trata de encontrarlo ahora!

FRANCINE: Buenos días. Yo me llamo Francine, la vecina de la familia de Alphonse.


¡Escuché a través del muro que Alphonse todavía no regresa! Así es, no duermo mucho
de noche; a veces, cuando mi esposo ya está dormido, las ganas de un cigarro me
hacen salir. Doy vueltas alrededor de la casa. Fumo. La gente duerme. Está bien. Una
vez el cigarro acabado, me vuelvo a meter. En la casa los niños sueñan.

Sí. Soy Francine, la vecina. Nuestros muros son comunes. De noche, cuando vuelvo de
mi pequeño paseo, a veces me meto de nuevo a la cama. Pero es raro. En la sala hay
un sofá cómodo en el cual me es fácil volverme a dormir.

Alphonse, lo conozco un poco, nos cruzamos a veces en el pasillo, frente al elevador.


Hablamos un poco. Buenos días, Alphonse. Buenos días, Francine. Y ya está. Pobre
Alphonse. Cuando lo encuentren, querrán saber por qué se fue, le van a pedir
explicaciones. Pobre muchacho. Las cosas se complican a partir del momento en que
hay que explicarse, porque explicarse es justificarse, y justificarse es el fin. Su
desaparición me deja despavorida. No puedo afirmar nada, pero algo se está tramando
a mis espaldas. Los indicios de esta revolución extraordinaria son muchos y saltan a la
vista. Todavía ayer se vio a un niño sonámbulo que caminaba sobre los techos de las
casas, con un gato en sus brazos. Alphonse ha desaparecido. Todo el mundo de lo
invisible nos habla a través de esa fuga. Pero, ¿quién sabe leer el lenguaje de lo
invisible?

SE INFORMAN EN LA ESCUELA DE ALPHONSE


PSIQUIATRA (A JULIA): Un niño ha desaparecido. Bueno, se puede entender la
inquietud de los padres, pero es una etapa de la adolescencia el querer fugarse.
Algunos lo hacen, otros no, pero todos lo pensaron en un momento u otro.

JULIA (PSIQUIATRA): Sí, sí, si usted lo dice…

MAESTRA: Bueno, entonces yo me presento, ya que hay que presentarse… soy su


maestra de español… la señora Gayaud y acaban de llamarme porque soy su maestra
principal, es decir, la titular de su salón; miren, para nada sé donde está Alphonse… y
además me vale un poco… Saben, el oficio de maestra es muy difícil, hay que contestar
las preguntas de los alumnos, saberlo todo, y luego la presión de los padres, y
entonces, ¡bum, un niño desaparece y me llaman a mí! ¿Qué quieren que les diga…?
Todo esto es a la larga muy cansado. Alphonse… debe de estar haciendo estupideces
con su cuate, si quiere saber mi opinión.

Ambos fumaron en silencio sus cigarros y luego entraron en el salón de clases donde
todos los alumnos estaban sentados.

Yo me llamo León, estoy en el mismo salón que Alphonse. ¡Espera, todavía no


termino!... Yo soy Alberto. Yo también estoy en el mismo salón que Alphonse (¡no solo
está León!). Es que nos dijeron que Alphonse había desaparecido y que querían saber
lo que le había pasado. Lo que nosotros pensábamos, pues. ¡Oye, espera, todavía no
ter… ¡Yo me llamo Arnaud! ¡Yo también estoy en el mismo salón que Alphonse! Al
director, la señora Gayaud y al psicólogo les dije lo que pienso de Alphonse. Que no le
hablaba muy a menudo, pero que no me molestaba cuando no me hablaba. ¡Cierra el
pico, Arnaud! Yo soy Roberto, el más fuerte del salón. En deportes, todo el mundo me
quiere en su equipo, Alphonse era más bien enclenque. A mí me cae bien Alphonse. Es
buenísimo para las canicas y yo para el deporte; teníamos puntos en común. Entonces
mi pregunta, señor director, es ésta: ¿Se murió, el Alphonse?

MAESTRA: No lo creemos. Su compañero seguramente se perdió; pero, ¿quién, aquí,


es el que lo conoce mejor, o lo veía más seguido?

Jules se volteó.

NIÑO: Yo creo que es con Walter con quién Alphonse se llevaba mejor.

VÍCTOR: ¿Dónde está Walter?

WALTER, EL AMIGO DE ALPHONSE


JULIA: Walter y Alphonse se conocieron un día.

Nadie se acuerda dónde ni cómo. Cuentan que ocurrió simplemente. Hola, yo soy
Walter. A mí me dicen Alphonse. Y eso fue todo. Walter le regalaba galletas a
Alphonse, y a Alphonse ganaba a las canicas y compartía todo con Walter.

WALTER: No se sabía de dónde venía Alphonse. Un día lo vi llegar doblando la esquina.


Tenía una mirada muy dulce. No era muy bueno para la gramática, y cuando no sabía
qué contestar se contentaba con levantar la barbilla y mirar hacia lo que parecía ser el
vacío. Yo soy Walter, Alphonse era mi mejor amigo. No sé lo que pasó desde entonces,
pero bueno a Alphonse lo sigo queriendo. ¡Alphonse es tan maravilloso! Juega a las
canicas y, hay que decirlo, es tremendo para las canicas. Una verdadera catástrofe
para los demás niños. Pero a Alphonse no le gusta pelear y cuando la cosa se pone
difícil, no solamente nunca duda en devolver las canicas que acaba de ganar sino
también discretamente da las suyas sonriendo, y siempre levanta la barbilla y mira un
largo rato los techos de las casas donde, de vez en cuando, se puede ver ropa
secándose al sol. Antes, (cuando aún hablaba) durante la mañana, nos juntábamos
para caminar a la escuela; yo cargaba su mochila y Alphonse en un impulso matutino
se lanzaba a contarme los relatos de sus aventuras nocturnas. Sus aventuras
nocturnas, sí, cómo no… y la verdad, yo le creía. Le creí durante mucho tiempo, cuando
me contaba sus historias. ¡Sí, viejo, fue tremendo! Me decía siempre al empezar.

¿¡Ah, sí¡? ¡Cuenta!


Y entonces, se arrancaba. Y hoy que les estoy hablando, incluso sospecho que
inventaba mientras hablaba.

ALPHONSE: Esta noche, viejo, esta noche sucedió una cosa terrible, ¡sí! Perseguido
como lo estaba siendo por tres tipos, tuve que ir a aquel extremo de la ciudad donde
los barcos se guardan durante el invierno.

WALTER: No puede ser.

ALPHONSE: Te lo juro, mi viejo Walter. ¡Sí! ¡Creí reventar! ¡Te lo juro!, ¿sabes?, no soy
tonto, me dije, ¡Alphonse, tienes que perderlos! ¡Entonces entré en un barco y ahí, en
los barcos, había muchos marineros acostados que dormían! Uno se despertó, tatuado
hasta los dientes. Los tipos llegaron, y ahí ¡a pelear! ¡Una pelea tremenda! ¡Yo los dejé
peleándose y me fui, en la noche, me quedé dormido en el metro!

WALTER: ¡No puede ser!

(A Víctor) Y tenía ojeras, yo le creía y me inquietaba. Me había hecho jurar no decir


nada a nadie. Me había compartido su secreto. Y yo le creía.

Hoy día, sé que eran puros cuentos. Pero bueno, así era. No dormía de noche para
encontrar una historia increíble que contarme en la mañana. Y yo le preguntaba
siempre: Alphonse, chin, ¿qué te pasa, por qué te paseas así durante la noche?

ALPHONSE: De noche, Walter, hay luces que solo se apagan al amanecer. Ahí están, de
pie a la mitad de la noche. Ventanas de luz. Del otro lado de la luz, cosas. Gente
también, sin duda. Pero a mí, las cosas y la gente nunca me han interesado realmente;
estaban esas luces, eso era suficiente. Siempre será suficiente. Walter, un día te llevaré
a la noche; vendrás conmigo; y entonces iremos a perdernos, tú y yo nos perderemos
con el placer de saber que todos duermen. Todos. Todos. Nos cruzaremos con el
lechero que entrega su leche. Nos la dará gratis, y la tomaremos. De noche, la leche es
tan rica. Fresca. De noche todo es tan diferente: No hay suficiente luz para ver hasta
dónde terminan los árboles; todo se acopla con la noche: los edificios, la gente, las
grúas mecánicas que se presienten por el olor de su metal, todos suben hacia ella y la
abrazan, la acarician, por eso el amor, Walter, ante todo es de noche. Sí, porque como
ella, todo se pierde en nosotros y nos volvemos más grandes, más bellos, más
generosos que nuestro propio cuerpo. De noche, Walter, solo está la luna anaranjada
que se desliza por los barrotes de la ventana y se esparce suavemente sobre panzas
calientes. La noche te moldea, Walter. Sí, no puedes ver a kilómetros a la redonda
como en pleno día, no, Walter, de noche te apegas, por miedo, a las cosas que tienes a
tu alrededor, y mientras más negra esté la noche, más podrás ver en ti, Walter, porque
quedas como lo único que se puede ver.

Walter, me gusta la noche y la gente que la habita. Un día vendrás conmigo y verás.
EL SÓTANO
JULIA: ¿Ves, Gordo?

Es como si no estuviera muerta.

Y nosotros, nos vamos a quedar con ella para siempre,

y nunca nadie te refundirá en la perrera.

Ni a mí nadie me refundirá en un manicomio,

porque nunca nadie nos encontrará. Jamás.

PSIQUIATRA: Alguien tendría que sospechar.

E irían a buscarte.

JULIA: ¡No te preocupes abuela, yo no te abandonaré jamás!

PSIQUIATRA: El cuerpo de un muerto debe descansar.

Sabes, Julia,

vivir es agotador.

Así que cuando uno muere debe tener la necesidad de descansar.

Mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo.

Tú no podías conservar a tu abuela contigo.

JULIA: Sin embargo la conservé

mucho tiempo.

PSIQUIATRA: ¿No saliste nunca?

JULIA: Para ir a buscar agua.

Y después tuve que salir otras veces,

a causa de…

PSIQUIATRA: ¿A causa de qué, Julia?

JULIA: ¡Del olor!

María-María empezó a oler feo, peor cada día.


Pero yo tenía, dentro de mi mochila, más de una solución.

¡Tenía los perfumes!

EL GORDO: ¡Whouf!

JULIA: No llores, Gordo.

La Muerte no nos engañará.

¿Hueles?

¡Ella piensa que con eso nos va a dar miedo!

Pero nosotros somos más inteligentes que ella.

Y para probárselo,

vas a ver lo que vamos a hacer.

Vamos a revivir a María-María.

EL GORDO: María-María,

creo que Julia se está volviendo loca.

Quiere maquillarte.

MARÍA-MARÍA: ¡Yo no puedo hacer nada, estoy muerta!

JULIA: (Maquillando a María-María) Mira, vamos a comenzar con el rojo en los labios.

Este era su lápiz de labios preferido.

¡Así!

Está mucho mejor, ¿no crees?

¿No?

¿No estás de acuerdo?

Espera, vamos a ponerle rosa en las mejillas,

y un poco de color en los ojos.

Así La Muerte se puede ir para siempre a la chingada.

Te digo, Gordo,

la Muerte va a terminar por venir a vernos,


¡Y entonces le vamos a llenar de vida los ojos!

MARÍA-MARÍA: Julia, Julia, si pudieras escucharme,

mi querida nietecita,

van a terminar por venir.

Van a terminar por sospechar.

¡Y entonces sí, será terrible!

Porque los demás van a venir,

¿entiendes?

Van a terminar por percibir el olor de La Muerte,

entonces van a tirar la puerta a martillazos,

¡y entonces, al fin, te llevarán, Julia!

Julia,

hay tantas y tantas cosas que quisiera decirte:

Regresa a la luz,

recupera tus juegos de niña,

¡recupera tu corazón de niña!

Pero lo único que puedo hacer es seguirte mirando,

incapaz de hablarte.

Pacamambo está en los ojos de cada niño.

Porque solo los niños conocen el camino de Pacamambo.

Quisiera que supieras también cuantos pétalos fueron necesarios

para hacer los perfumes que hoy tienes entre las manos.

Me miras y lloras.

Y es Pacamambo quien escurre por tus ojos.

Y tú me rocías con tu amor.

Es al menos así como nombro tu generosidad.


Para ahogar el olor de La Muerte.

JULIA: ¿Sientes cómo de pronto huele bien, Gordo?

¿Ves?, no te preocupes.

EL GORDO: Si no me preocupo,

lo que pasa es que tengo tan atascada la nariz de este olor,

que lo único que quiero es aullarle a La Muerte.

JULIA: ¿Ves, Gordo?

Yo ya entendí.

Déjame contarte la historia:

Hace mucho tiempo,

todo mundo sabía dónde estaba Pacamambo,

y todo mundo podía llegar ahí.

Debió de haber habido, incluso, una estación de metro,

una parada de autobús para llegar.

Después,

cuando los hombres empezaron a decir quién es hombre y quién no es, todo
Pacamambo tuvo miedo.

Entonces todo Pacamambo se escondió en un rincón,

un rincón donde nadie pudiera encontrarlo. Y aquellos que ya estaban ahí lograron,

gracias a una gran ceremonia mágica,

que los hombres se acordaran del lugar de Pacamambo

el día en que murieran.

Por eso, María-María, quiere ponerse guapa

antes de irse a Pacamambo.

Así que tenemos que ponerle perfume.

¿Entiendes?
EL GORDO: ¡Pero yo soy un perro!

Entiendo lo que quieres que entienda.

Solo que,

me estoy empezando a sentir cada vez peor.

Ya no sé quién está muerto.

¿Quién está muerto?

¿Eh?

María-María,

¿quién está muerto, tú o nosotros?

¡Quizá eres tú quien está viva y nosotros los que estamos muertos!

LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR EN CASA DE ALPHONSE


HERMANO (a la psiquiatra): Alphonse, lo dije al empezar, es mi hermano menor.
Juntos, cuando mis padres ya se habían acostado, nos quedábamos a veces en la
cocina para hablarnos, cuchicheando, y ahí, a pesar de mis exámenes del día siguiente,
nos quedábamos hasta las tres de la mañana.

ALPHONSE: ¿Será necesario, hermano, vivir en culturas diferentes para entender que
uno solo busca ser amado?

HERMANO: ¡Alphonse! ¡Mis exámenes!

ALPHONSE: En cualquier cultura y en cualquier generación, se toman desvíos y


maneras, pone uno torpemente sus pequeñas trampas, e intentamos reír y llorar.

HERMANO: ¡Alphonse, tengo que acostarme!

ALPHONSE: La desesperanza, hermano mío, ¿no será la enfermedad mortal?

HERMANO: (A la psiquiatra) Entonces me callaba y nos quedábamos hablando hasta la


mañana. Hasta la felicidad.

(A Alphonse) Alphonse, mi pequeño hermano, pienso que lo que uno quiere en el


fondo es ser tranquilizado, de cualquier manera.

ALPHONSE: Tienes razón.


HERMANO: (A la psiquiatra) Le gustaba mucho darme la razón.

Caminar todo recto es un combate, le había dicho una noche.

ALPHONSE: ¡Tienes razón, tienes razón! ¡Combate! Sí, caminar todo recto es un
combate. Un combate increíble.

HERMANO: (A la psiquiatra) Alphonse se entusiasmaba fácilmente.

ALPHONSE: ¡Sí! ¡Caminar, hermano, hay que caminar!

VÍCTOR: ¿Tenía novia?

JULIA (como madre): Usted sabe señor Inspector, somos una familia respetable, mi
marido se gana la vida honestamente y mi hijo, del que habla es un niño muy
inteligente… no somos unos desvergonzados.

JULIA (como padre): Ya van tres días que esperamos.

JULIA (como madre): (Llora murmurando) Pero ¿cómo se le ocurrió a Alphonse?

JULIA (a la psiquiatra): Debe de ser el pánico en casa; deben estar muertos de


preocupación. Eso es lo que se decía Alphonse mientras avanzaba en su camino en el
campo, cuando de repente un timbre de teléfono se escuchó.

ALPHONSE: Pierre-Paul-René se volteó bruscamente y buscó por todos lados algún


teléfono, pero estaban en el pleno llano. Ni una hoja, ni una piedra y menos un
enchufe. El timbre continuaba sonando lo suficientemente como para no ser
escuchado. Perdido ante lo absurdo de la situación, gritó por si acaso:

FLUPAN: ¿Bueno?

¿Pierre-Paul-René?

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Sí, soy yo!

FLUPAN: ¡Ve al norte!

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Quién es usted?

FLUPAN: Soy Flupan… Flupan el malo, Flupan el goloso… ¡Flupan!

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Qué es lo que quiere?

FLUPAN: ¿Yo?... yo no quiero nada, hijo, quiero tu bien, te indico el camino a seguir:
San Pastelburgo está al norte.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Y por qué tendría que creerle, ¿eh?


FLUPAN: Porque es mi idea hacerte llegar hasta mí. Me paso el tiempo comiendo
pasteles, un chico como tú como aperitivo, sería suculento.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Cállese!

FLUPAN: ¿Ves? No tienes ninguna oportunidad, mocoso, regresa a tu pueblo, vete


antes de que te caiga encima.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Váyase!

FLUPAN: No puedo irme, ya que no estoy ahí.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡Cuelgue!

FLUPAN: ¡No quiero, me divierto mucho!

PIERRE-PAUL-RENÉ: Entonces soy yo el que va a colgar. “Clic”

¡Enseguida el silencio! Solo una nota de música, el “LA” del teléfono que pronto dejó su
lugar a una voz que repetía con insistencia por favor cuelgue y vuelva a marcar, por
favor cuelgue…

ALPHONSE: Pierre-Paul-René siguió su camino hacia el norte, en dirección de la noche.


Cuando la oscuridad se arrodilló sobre todo el campo, pudo ver una luz cercana al
horizonte. Eran las torres de San Pastelburgo. Aquellas noches, en las que dormía cada
vez más cerca de su meta y cada vez peor, tenía sueños terribles donde un Flupan
terrible lo trasformaba, con una receta de pastel, en palomitas de maíz. Sin hablar de
los olores a natilla, a crema chantilly, a cubierta de chocolate que a veces llegaban a
jugar con sus narices.

LA FOTO DE ALPHONSE EN EL PERIÓDICO (EN CHIQUITO)


JUDITH: Desde hace unos días se podía ver la foto de Alphonse en los periódicos. En
chiquito por el momento, el asunto aún no era lo suficientemente grave.

Yo soy Judith. Acabo de ver la foto. Quería presentarme enseguida, porque pronto se
va a hablar de mí.

PRIMERA SEMANA
PSIQUIATRA: ¿Reconoces que lo que hiciste

no es algo normal?
Es algo que no se hace.

JULIA: ¿Y por qué no se hace?

PSIQUIATRA: Porque los muertos son los muertos,

y los vivos son los vivos,

y alguien vivo que vive con un muerto

no es algo natural.

JULIA: Para usted es fácil hablar.

Decir lo que es normal y lo “no normal”.

¡Como los que dicen “este es un hombre”, “este no es un hombre”!

Pacamambo está en usted,

pero usted dice que todos esos son cuentos,

puros cuentos

y yo lo compadezco porque usted es quien está muerto,

señor,

¡es usted!

PSIQUIATRA: ¿Qué hiciste durante la primera semana?

JULIA: Esperé a que La Muerte viniera.

PSIQUIATRA: ¿Pensaste en tus padres?

¿Pensaste hasta qué punto tus padres estarían preocupados?

¿Pensaste que tu padre

no pudo vivir el duelo de su propia madre

porque tú le impediste llorarle?

¿Te has dado cuenta que preferiste tranquilizar a un muerto

en lugar de preocuparte por los vivos?

JULIA: No es mi culpa si yo estaba mejor con ella, muerta,

que con ustedes, vivos.


PSIQUIATRA: Pero al término de una semana,

te diste cuenta que eso era imposible,

que la naturaleza sigue su curso

y que tu abuela empezaba a ponerse más y más fea.

JULIA: Cuando los colores se borraban,

yo los volvía a poner.

Y cuando los olores volvían,

yo vaciaba sobre su cara otra botella.

PSIQUIATRA: Y cuando ya no te quedó ni otro color

ni otro frasco,

¿qué hiciste?

JULIA: Nada.

Dormí.

Y cada vez que me despertaba,

esperaba encontrarme a La Muerte frente a mí

que me miraba.

Como usted, como usted me mira,

enojada y harta,

la Muerte estaría ahí,

para decirme:

“Bueno, ya basta, es suficiente.

Dime lo que me quieres decir para que terminemos con esto”.

Pero cada vez que me despertaba,

no estaba más que el olor,

y también la oscuridad.

Ya no tenía más velitas.


A veces, en la noche, salía para buscar algo de beber,

de comer.

Después regresaba.

Me volvía a acostar,

y ahí soñaba.

Veía hombres negros enormes que reían.

Pacamambo.

Después me despertaba.

Sabía que ya no estaba en aquel mundo.

De verdad creo que sin mi perro,

yo también me habría muerto.

Pero ahí estaba él,

el Gordo

no me había abandonado ni un segundo

¡Él estaba vivo!

Yo recostaba la cabeza sobre él

para escuchar latir su corazón.

Yo me decía “La Vida”.

Me decía también que ya no tenía edad,

que tenía cien años,

que tenía la edad de mi abuela,

que tenía la edad de la Tierra entera,

que yo era la tierra en la que

habíamos enterrado a mi abuela,

yo era la arena

y la tierra.
Yo era también el ataúd.

Y la gente que iba detrás.

Yo era el cementerio,

era el cielo,

y la lluvia,

y las lágrimas.

Y después, de verdad, ya no había más olor.

Quiero decir que me había convertido también en el olor.

Y dentro de todo ese silencio,

estaba el corazón de mi perro.

Era la única cosa que yo no era,

había una vida a mi lado.

Puede entonces entender el porqué

no pensé en mis padres,

ni en sus preocupaciones,

ni en ninguna otra cosa.

Yo esperaba a La Muerte,

porque tenía un par de cosas que decirle.

PSIQUIATRA: ¿Y durante los últimos cinco días no hiciste más que dormir?

JULIA: No, los últimos cinco días, casi no dormí.

Intenté hacer algo

que no me había atrevido a hacer desde el principio.

PSIQUIATRA: ¿Qué?

Pausa.

JULIA: Cerrar los ojos de mi abuela.


LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR NO AVANZA, PERO SE
EMBELLECE
VÍCTOR: Entonces usted es el vecino. Su hermana me dijo que usted lo quería mucho.

FRANCINE: Sí, a veces hablábamos.

VÍCTOR: ¿Y entonces?

FRANCINE: Señor policía, entienda bien. Usted está tratando con un soñador.

VÍCTOR: ¡Sí, es un niño!

FRANCINE: Probablemente ni él mismo conoce la razón por la cual no regresó a su


casa, y ahora ya no puede retroceder, porque sabe que todos van a querer saber por
qué se fue.

VÍCTOR: En efecto, un joven romántico.

FRANCINE: Mire, señor inspector, yo no lo puedo ayudar.

VÍCTOR: Un consejo, entonces… usted lo conoció bien.

FRANCINE: Ya que me pide un consejo, le diré simplemente que para encontrar a


Alphonse, hay que buscar en lo invisible.

VÍCTOR: ¿Qué es ese invisible del que me habla? ¿Cómo se puede llegar ahí?

FRANCINE: Tal vez le sirva, señor inspector, esta historia que Alphonse me contó una
noche que nos encontramos en el camino. Habíamos regresado juntos,
tranquilamente, y me contó una historia que lo había entusiasmado muchísimo.

VÍCTOR: ¿Cuál?

FRANCINE: La historia de un paseo, la de un hombre extraño que había salido en busca


de un niño salvaje; había una montaña y una tormenta, creo.

VÍCTOR: Cuénteme.

FRANCINE: Un hombre salió desde temprano en la mañana por un camino del campo
que iba a llevarlo al pie de la montaña donde, decían, un niño salvaje, muy dulce,
monocorde y que nunca se asombraba de nada, vivía entre los lobos en una de las
grutas del altiplano donde se elevaban árboles milenarios.

ALPHONSE: El sol que se levantaba hacía que el camino llorara y se llenara de espuma
y de neblina que giraba sobre sí misma para agazaparse mejor contra la tierra. Lo
violeta se escurría hacia las llanuras y atrás la noche iba a perderse, allá del otro lado
del horizonte. El pueblo fue tragado completamente por lo opaco de la humedad, el
viento soplaba ligeramente, una tormenta se preparaba.

JULIA: Cuando el hombre llegó al pie de la montaña, descansó un momento sobre una
gran roca salida de las raíces de un árbol. La oscuridad, ocasionada por las nubes que
perseguían su lenta acumulación, permitía que se adivinara a lo lejos el parpadeo de
una de las ventanas del pueblo.

JULIA (PSIQUIATRA): El hombre siguió su camino. Su ascenso duró toda la mañana y


buena parte de la tarde; sin embargo, como no tenía reloj y no podía remitirse a la
posición del sol, poco a poco perdió el sentido de la realidad; hasta llegó a pensar que
era de noche cuando, en el pueblo donde la neblina se levantaba, el reloj de la iglesia
solo marcaba las ocho.

MARÍA-MARÍA: Como los senderos se volvían cada vez más estrechos y la pendiente
de la montaña se hacía cada vez más pronunciada, el hombre tuvo que subir en zigzag.
El cielo estaba bajo, y pronto el hombre se perdió dentro de una nube. Solo cuando
perdió totalmente el sentido de la orientación, ya no supo si bajaba o subía, y tenía
miedo de caer, de ser sorprendido por un animal, todo eso se mezcló con un pánico
atroz que provenía seguramente de su instinto de supervivencia, instinto idéntico al
que puede habitar en el fondo de un animal cuando siente cercana la muerte, y
finalmente ya no pudo poner un pie frente a otro por culpa de la fatiga y del delirio; se
desplomó en medio de los espinos y se durmió. Al momento se escucharon los aullidos
de los lobos.

Francine detuvo su relato por un instante. Sacó un cigarro y le regaló uno a Víctor.
Durante un largo rato se quedaron así, en silencio, fumando.

VÍCTOR: Eso no hará avanzar mi investigación, pero prosiga. Es tan raro que alguien
me cuente una historia en este maldito trabajo. Prosiga.

JULIA (PSIQUIATRA): El hombre se despertó por el movimiento del cielo que se


relajaba. Unos rayos iluminaban el horizonte relegando el día que intentaba levantarse
a regiones crepusculares en las que se moría a cada trueno. El viento jugaba con la
lluvia lanzándose y bailando con ella en una ronda enloquecida, levantando en el aire
burbujas de agua que tomaban por instantes la apariencia de una sombra furtiva que
explotaba enseguida.

JULIA: ¡Vamos! ¡Valor! Se dijo el hombre. Solo es una tempestad. Terminará por
agotarse. Yo mismo terminaré saliendo de esta. En dos días no quedará nada de ella.
Tengo que seguir, sencillamente, trepándome siempre más alto.

ALPHONSE: Siguió su ascenso. Se sostenía de las ramitas que se le presentaban, y


cuando distinguió hacia lo alto una masa oscura que formaban los árboles que vivían
sobre esta montaña, volvió a tomar valor. Pero fue al pasar una pequeña nube que el
hombre vio a los lobos por primera vez. Eran cuatro y lo esperaban, porque cuando se
puso frente a ellos, avanzaron hacia él, inclinaron la cabeza como para saludarlo y se
dieron la vuelta y luego empezaron a caminar invitándolo a que los siguiera. Lo
llevaron entonces más alto, atravesando las nubes, dando vueltas alrededor de la
lluvia, evitando el viento, hasta la cima de la tempestad de donde salieron para
descubrir el firmamento y su vía láctea que se extendía a lo largo del cielo. Los lobos
fueron a sentarse sobre una roca que dominaba todo el valle y saludaron a la noche
con sus aullidos. El hombre se quedó contemplando la masa nebulosa de la tempestad.
Formaba a sus pies un océano negro que perseguía su atroz catarata.

FRANCINE: Solo fue al llegar el alba húmeda que alcanzaron una gruta con una entrada
estrecha. Los lobos se pusieron de cada lado de la entrada y de nuevo bajaron la
cabeza. El hombre se metió por la estrecha entrada y siguió su viaje hasta no poder
avanzar más que a gatas. De pronto hizo mucho frío. Un olor a hojas marchitas lo
acompañaba y se transformaba al azar de la humedad. Si la gruta sigue estrechándose
así no podré avanzar más, se dijo. Le llegaban sonidos desde lo lejos, desde el otro lado
de la roca. Se arrastró todavía un buen rato y llegó a una cavidad donde pudo ponerse
de pie. ¡Hasta aquí llego! Suspiró, ya estoy completamente perdido.

NIÑO SALVAJE: Hace mucho que te esperaba.

El niño salvaje, dulce, monocorde y que no se sorprende nunca de nada estaba ahí, al
lado suyo, en el fondo de la tierra.

HOMBRE: ¿Estás ahí?

NIÑO SALVAJE: ¡Hace mucho que te esperaba!

HOMBRE: ¿Mucho?

NIÑO SALVAJE: ¡Mucho! ¡Sí!

HOMBRE: ¿Qué edad tienes, tú que tienes esa voz tan lenta, tan vieja, y al que llaman
todavía “el niño salvaje”?

NIÑO SALVAJE: Como todos los niños, la edad varía según el día. A veces me gusta ser
tan viejo como un árbol.

HOMBRE: ¿Me ves?

NIÑO SALVAJE: ¡Te adivino! Es más hermoso.

HOMBRE: ¿Sabes de dónde vengo, niño salvaje, sabes qué mundo es el tuyo?

NIÑO SALVAJE: Cuéntame.


HOMBRE: Escúchame. Vengo de un mundo extraño y perdido. Todo empezó una
mañana cuando me levanté y caminé hacia fuera: vi que todos los que me rodeaban
tenían una terrible desesperanza en el fondo de los ojos. Todos. Sin excepción,
caminaban llorando. Gritando. Había oído hablar de ti. Entonces vine para ver si tus
ojos cargan también con esa terrible desesperanza. Pero no te veo. ¡Está demasiado
oscuro!

NIÑO SALVAJE: Soy un niño dulce, monocorde y no me sorprendo nunca de nada, ya


que no conozco ese mundo que describes.

HOMBRE: ¿Eso te hace infeliz, pequeño niño, el no querer conocer el mundo?

¿O te hace feliz?

NIÑO SALVAJE: ¿Tú qué piensas?

HOMBRE: Por cómo suena tu voz me es difícil juzgar. Pero es posible que no seas más
infeliz o feliz que yo.

NIÑO SALVAJE: Por lo tanto esa duda es suficiente. ¿No crees? Tal vez es eso a lo que
llamas: La esperanza.

HOMBRE: Eres terrible.

NIÑO SALVAJE: Soy el niño salvaje.

HOMBRE: Adiós.

NIÑO SALVAJE: Adiós.

FRANCINE: En la mañana unos pastores encontraron al hombre muerto, congelado al


pie de la montaña. Tenía unos cuarenta años y no se logró identificarlo. Nadie lo
conocía. Algunos lo habían visto cruzar el pueblo por la mañana, antes de que la
tempestad cayera sobre la montaña.

Los cigarros se habían terminado desde hace mucho. Víctor se levantó y los dos
hombres se dieron la mano.

VÍCTOR y LA PSIQUIATRA: Qué lástima que el hombre muera al final.

FRANCINE: Le hice la misma observación a Alphonse, señor inspector. Me dijo


entonces que al contrario, que era mejor así, ya que el hombre al caer en los espinos
ya estaba muerto, y eso significaba que la segunda parte de su relato, la que trataba de
la tormenta, los lobos y la gruta era solo su último sueño. Y un último sueño, según
Alphonse, era una bella historia que contar.

VÍCTOR: ¡Un último sueño!


OJOS
JULIA: María-María, ¡No quiero lastimarte!

EL GORDO: ¡Whouf!

JULIA: María-María.

Solo quiero que te acostumbres a tener los ojos cerrados.

La eternidad, es larga.

Y vas a tener que acostumbrarte.

EL GORDO: María-María,

creo que Julia sufre.

MARÍA-MARÍA: Si pudiera, le diría lo valiente que me parece.

JULIA: María-María,

no me atrevo a tocar tus párpados,

tengo tanto miedo de que se caigan.

EL GORDO: ¡Whouf!

JULIA: No pienses que ya no te quiero, María-María.

No pienses que ya no quiero verte.

Pero ayer escuché ruido afuera,

perros que ladraban,

creo que pronto nos van a encontrar.

Entonces debemos acostumbrarnos a no vernos más.

Por eso quiero cerrarte los ojos.

MARÍA-MARÍA: Si pudiera cerrarlos yo misma, lo haría.

Pero Julia,

¡escúchame!

Que ese gesto que vas a hacer nos sirva de adiós.


JULIA: ¡No me atrevo!

MARÍA-MARÍA: No tiembles, Julia.

JULIA: ¡No me atrevo!

EL GORDO: ¡Whouf!

MARÍA-MARÍA: Me has preparado bien para la muerte, mi pequeña Julia.

Gracias a ti, mi cuerpo está lleno de los olores del amor,

que es el único perfume duradero,

eso que conduce a las almas perdidas por el camino de Pacamambo.

JULIA: Adiós, abuela.

MARÍA-MARÍA: ¡Adiós, Julia!

Julia cierra los ojos de su abuela. Golpean la puerta del sótano, tres golpes secos pero
sobrios.

SIGUE LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR EN LA ESCUELA Y EN LOS


ALREDEDORES
VÍCTOR: Dime Walter, ¿qué hacían juntos en las vacaciones?

WALTER: Los domingos íbamos al museo para burlarnos de la cara de los caballos
embalsamados, señor inspector.

VÍCTOR: ¿Y luego?

WALTER: También nos gustaba correr en los grandes parques y siempre nos
despedíamos tarde en la noche, después de haber encontrado nuestro camino a casa.

VÍCTOR: Entonces se llevaban bien juntos, pues.

WALTER: Este… Alphonse comía muchas galletas. Y yo, perdía en las canicas muy
seguido. Esa era la receta de nuestra amistad.

NIÑOS: Nosotros nos cuidábamos mucho de Alphonse. En clase siempre se sentaba


hasta atrás y nunca hablaba. ¡Solo sonreía!

¡Lo que dice Leopoldo es cierto! ¡Hasta el profesor le tenía miedo! ¡Y además era un
mentiroso!
¡Sí, y mucho! ¡Lo sé! ¡Yo me llamo Julio, y Alphonse un día intentó hacerme creer que
era un agente secreto, contratado por el gobierno para espiar a la gente de su edad en
las escuelas! ¡Me quería envolver! ¡Pero yo no soy tonto!

Yo sí le creí un poco. Me llamo Ahmed. Un día me di cuenta que todo lo de Alphonse


era puro cuento. Entonces yo, Ahmed, se lo dije a Alphonse, y después Alphonse ya no
me quiso hablar.

¡Señor inspector! Yo soy el primero de la clase, o sea, el más serio. Le puede preguntar
a la maestra Gayaud: Humberto es el más serio, le va a decir. Yo rápidamente entendí
que lo de la noche, los marineros y todo lo demás eran tonterías. Se lo dije a Walter y
Walter se dio cuenta de que Alphonse contaba cuentos, entonces nosotros le dijimos a
Walter: de Alphonse hay que cuidarse. No está bien. No es normal. Intentó hacernos
creer que su madre había muerto. Es un mentiroso. Cuenta lo que se le ocurre,
Alphonse, señor inspector, cualquier cosa. ¡Ni siquiera sabemos de dónde viene! Y
nosotros se lo dijimos a Walter: Alphonse va a reprobar, no es un buen alumno. Ya
viste, en el recreo, es pésimo jugando y grita todo el tiempo.

WALTER: No es cierto, Alphonse es buenísimo con las canicas…

NIÑO: Pero nos valen las canicas, nos valen, ¿entiendes?

El inspector apartó a Walter de sus compañeros de clase, a quienes despidió.

VÍCTOR: ¿Te da pena lo que dicen sobre Alphonse?

WALTER: ¡Son una bola de idiotas! Ayer, cuando supieron que Alphonse no había
regresado desde hace una semana, se quedaron todos como estúpidos. Sí. Se dijeron
las peores cosas sobre él, que había muerto por tragar chueco, que se había caído de
lo alto de un puente, y peor aún, pero yo, Walter, yo sé porqué se fue Alphonse,
¡estaba harto!

Sí, entonces si se murió, fue de un terrible golpe en la cabeza. Siempre estará al pie de
mi cama, Alphonse.

De noche lo escucho contar sus fabulosas historias, lo veo en el espejo, sentado en el


sillón, ¡Alphonse está por todos lados! ¡Me contó historias tan bellas, se las creí todas!
¿Cómo tenerle rencor? ¿De qué? Era tan bonito.

Cuando llegó a las puertas de San Pastelburgo llovía a cántaros. Eran nubes enteras
que caían las unas sobre las otras. Pierre-Paul-René se acercó a las dos inmensas
puertas de madera sin saber cómo le iba a hacer para atravesarlas. El hoyo de la
cerradura estaba demasiado alto y estrecho. También había una vieja agachada al pie
de las puertas, con un sombrero tapándole los ojos y una manta sin fin que la envolvía.
Pierre-Paul-René se detuvo.
VIEJA: ¿Quién eres pequeño?

PIERRE-PAUL-RENÉ: Pierre-Paul-René.

VIEJA: ¡¡¡¡Ahhh!!!!... ¿Entonces, eres tú?

PIERRE-PAUL-RENÉ: Sí.

VIEJA: Te lo advierto. Si no respondes correctamente a mi pregunta, te voy a


transformar en palomita de maíz, como a todos los demás; si contestas correctamente
te dejo entrar y puedes pedir dos deseos.

Pierre-Paul-René miró a su alrededor y vio que el suelo estaba repleto de palomitas y


que la vieja, de vez en cuando, se tragaba una.

VIEJA: ¿Entonces, estás listo?

PIERRE-PAUL-RENÉ: Sí.

Un viento violento vino de repente a darles la mano, haciendo volar las palomitas de
maíz por todos lados. El sombrero de la vieja no se había movido, lo que sorprendió a
Pierre-Paul-René, quien sin embargo, es un niño dulce, monocorde y que nunca se
sorprende de nada. La noche empezaba a tragarse al día. Era tan extraño. Ambos
estaban ahí, a las puertas del sueño y de la noche. La lluvia no paraba, el viento parecía
salir de la tierra. La pregunta aún no se había hecho. Pierre-Paul-René empezó a tener
un poco de sueño, se sentó y luego se acostó. Cuando la vieja se levantó y abrió grande
los brazos, la lluvia redobló de intensidad. Tenía el rostro desfigurado por las sombras
de la noche. Eso hizo que Pierre-Paul-René se despertara.

VIEJA: ¿Por qué crece el árbol? ¿Por qué envejece el hombre? ¿Por qué el río
desemboca en el mar? ¿Por qué continúa la Tierra? Mi pregunta, Pierre-Paul-René, es
la siguiente: estas cuatro preguntas pueden hacerse en una sola pregunta. ¿Cuál es esa
pregunta?

Alphonse, mientras caminaba, encontró molesto ese tipo de situación porque no tenía,
él que inventaba la historia, la respuesta. Siguió su camino envuelto en la reflexión.

PIERRE-PAUL-RENÉ: No quiero regresar a casa.

VIEJA: Entonces, ¿qué es lo que quieres?, ¡comer, tal vez, dormir, beber, vivir!

ALPHONSE: El día se empezaba a adivinar. Como la naturaleza sabe muy bien lo que
quiere, no tiene preocupaciones ni pendientes.

PIERRE-PAUL-RENÉ: El día existe porque se necesita el día, la luna porque es bella.


Pero yo, que soy tan pequeño, que no sabe hacer otra cosa que caminar, hacia
adelante, ¿por qué existo? ¿por qué existo?
El grito hizo que la vieja se resbalara, se levantara y se acercara a él titubeando.

VIEJA: ¡Bravo, bravo, contestaste correctamente! ¡Porque existo! Esa es la respuesta…


¡Por fin voy a poder rasurarme! Pequeño, di rápido los dos deseos que quieres.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Quisiera, para empezar, que tranquilizara a mi madre por mi


ausencia.

VIEJA: Ya está.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Sin palabras mágicas?

VIEJA: No se necesitan palabras porque las palabras solo son ruido. Debes saber que
las ramas de los árboles y las cimas de las montañas se elevaban en el silencio de lo
invisible… y sin embargo, ¿qué magia es más grande que la de la naturaleza? Los
abracadabras y demás baratijas solo son los adornos de los hombres sin imaginación.

El hombre que hace ruido es un hombre que tiene miedo. Tu segundo deseo.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Quisiera tener todas las recetas que el malo Flupan se llevó
consigo.

VIEJA: ¡Ah, no! ¡Sería demasiado fácil! Demasiado simple, en verdad. Pierre-Paul-René,
¿ya lo pensaste? ¿Qué les contarás a tu regreso a los niños que estarán ahí, ávidos?
¿Qué les contarás? ¡Los niños quieren aventuras apasionantes donde el peligro es
sinónimo de rosas rojas!

¡Sí! Pierre-Paul-René, si logras encontrar esas recetas tú mismo y si logras salir vivo de
San Pastelburgo, serás entonces el héroe de una generación futura que querrá creer
en ti.

JULIA (PSIQUIATRA): Pierre-Paul-René sintió que la meta de su misión acababa de


tomar un giro distinto.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Puedo pedir otro deseo, entonces?

VIEJA: Sí.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Quisiera un balero, señor, por favor.

VIEJA: Encontrarás uno a la entrada de la ciudad. Y ahora, ve.

JULIA (PSIQUIATRA): Las puertas se abrieron lentamente, tan lentamente que a Pierre-
Paul-René le dio tiempo de crecer y reflexionar.

Cuando el espacio entre las puertas fue lo suficientemente grande para poder pasar,
Pierre-Paul-René se levantó, se despidió de la vieja y atravesó el estrecho paso.
JULIA: Ese día, Pierre-Paul-René acababa de cumplir catorce, pero él no lo sabía.

La campana sonó, los niños se levantaron y dejaron el salón, el día se había acabado.
Cuando Walter salió de la escuela, vio al inspector venir hacia él. Caminaron juntos,
lentamente, mientras hablaban.

VÍCTOR: Dime, ¿tendrías alguna idea de a dónde podría haberse ido?

WALTER: Sí… bueno, no, porque ni siquiera sé si esta persona existe realmente o si son
cuentos que él me contó.

VÍCTOR: ¿Quién es?

WALTER: Una chica. Me decía que estaba viviendo una historia de amor. Sí. ¿Cómo se
llama ella?

Judith. Pero eran puros cuentos. Hoy me doy cuenta. Fue tan increíble lo que me
contó.

JUDITH
JUDITH: Yo me presenté rápidamente hace rato, soy Judith y ahí les va. Todo eso
empezó así. La gente creía que era una historia de amor. Pero por lo general la gente
cree cualquier cosa. Nos habían visto caminar tomados de la mano y desde entonces
un rumor alrededor de nosotros no había dejado de crecer. En las conversaciones, en
las esquinas, tomando un café, en el tren, en la radio y hasta en los periódicos, solo se
hablaba de ese amor que acababa de nacer entre Alphonse y yo.

Sí. Soy Judith. Soy una de las pocas verdades que Alphonse contó a Walter, y es la
única que Walter no se creyó. Hay que entenderlo, empezaba a cuidarse. Es un poco
por eso que ya no se hablaron, en fin…

VÍCTOR: ¿Cómo se conocieron?

JUDITH: Simplemente, señor inspector. Sentados en una banca, en el parque. Hola, yo


soy Judith. Entonces me miró sin que se viera para nada sorprendido. Yo soy Alphonse.
Así fue. Luego, lentamente, las cosas se fueron precipitando. Una mirada y luego una
sonrisa…

Alphonse seguía caminando en el campo.

JUDITH: Le hubiera gustado tanto a Alphonse que un día alguien así lo tomara de la
mano para decirle que la vida, pues la vida es así… así. Nada más. Que no es
importante lograr lo que se emprende, sino más bien emprender lo que se quisiera
lograr.
Para Alphonse las cosas estaban mal hechas. Sí, porque como siempre esas personas,
las que pueden tranquilizarnos, las conoce uno demasiado tarde. Se les conoce cuando
se es adulto. Debe de haber un complot, pensó. Cuando eres adulto frunces la ceja
para que vean que eres muy importante (lo cual está muy bien, por cierto) pero
cuando eres adulto ya no quieres que te tomen de la mano, haces un gran gesto así y
dices: ¡No!, ¡háganse a un lado!, ¡déjenme pasar!, ¿qué no ven que tengo la ceja
fruncida?, ¿no ven lo ocupado que estoy?

ALPHONSE: Como a veces la metamorfosis del sol o los crepúsculos de invierno, el


desierto que Pierre-Paul-René acababa de dejar después de haberse despedido del
viejo se había cristalizado en la crispación inquietante de una mezcla rara de árboles
de fruta. El árbol era un árbol de naranja. El balero estaba colgado de una de sus ramas
y se confundía con las naranjas. Pierre-Paul-René lo agarró. Estaba el bosque.
Incansablemente, el bosque se descaraba con el horizonte. Y ahora qué pasa, se dijo. El
viento vino de repente a animarlo para que diera el primer paso. Pierre-Paul-René
penetró entonces en la esencia misma del bosque. El sol se había apagado y con la
ayuda del bosque Pierre-Paul-René se encontró en una oscuridad intransigente. Tenía
miedo. La soledad se había vuelto contra él, los árboles lo ahogaban, el aire silbaba en
la oscuridad y la oscuridad lo envolvía en una noche sin fondo. Los búhos se habían
ausentado haciendo de la sabiduría del bosque un torbellino de gritos, rechinidos y
tronidos que la imaginación de Pierre-Paul-René amplificaban frente a la realidad. Al
alba, con la humedad golpeándole, se desplomó al pie de un cedro que empezó a
protegerlo.

JUDITH: La neblina se había levantado, Alphonse me besó en la boca, me dijo: Adiós,


Judith. Gracias. Me dio una carta y se fue. Desde ese día no se le volvió a ver.

VÍCTOR: ¿Me puede leer esa carta, señorita?

JUDITH: Claro, pero no debe hablar de esto. Es mejor que quede como una mentira en
la mente de sus padres.

Esta es la carta.

Judith,

No hay secreto, es Alphonse quien le escribe a Judith. Me siento en un sillón y le


escribo. Porque la quiero mucho. Judith, tengo miedo. Sí, porque no creo que la vida
nos acerque más. Le escribo y usted no me contesta, le escribo y usted no sabe que le
escribo. ¿Siquiera piensa en mí? Judith, no soy feliz donde estoy, no soy feliz. Le
escribo para decirle que la quiero… Esto no es una declaración de amor. Vine a decirle
quién soy. No es fácil porque soy joven y a mi edad esas cosas no deben decirse.

ALPHONSE: La amo pero tengo miedo. No quiero darle miedo, espantarla, verla correr
como corren los caballos salvajes. La amo. ¿Cómo? Ah, sí, esa manía de hablarle de
usted a todo lo que me apasiona. Puedo decir “tú”. Sí. Decir “tú” como se lanza una
piedra al mar. Tú. Estoy divagando. ¿Decir quién soy? Me llamo Alphonse y eso es solo
una convención.

La amo, te amo, tus cabellos me recuerdan a ciertas mujeres que me salvaron de una
muerte segura. Ven. Hay un acantilado, un acantilado frente al mar…

Cierra tus ojos. Escucha. Escucha la lluvia sobre mi rostro. Escucha. Me dijiste ayer que
te llamabas Judith. Ven. Hay un acantilado, un acantilado de donde es bueno saltar, de
donde es bueno morir. Quisiera que la tempestad hiciera tres veces más escándalo.

¡Ven! ¡Un simple salto! Veremos, entonces la vida desde un poco más alto, volaremos
como aves de paso, te enseñaré lugares recónditos y frágiles, aprenderás a llorar como
lloran las águilas cuando caen bajo la tormenta, ven, volaremos, y veremos mares, los
veremos confundirse, sus azules, sus rojos, los veremos, a los mares, hacerse el amor
para dar a luz a nuevos continentes, ven conmigo, regresemos a ese acantilado único.
Ven. Sabrás quién soy.

Alphonse.

MUERTE
EL GORDO: ¡Grrrrrrrr! ¡Hwarff! ¡GRRRRRRRRR!

JULIA: ¿Quién es?

UNA VOZ: ¡Es la muerte!

JULIA: ¿La Muerte?

LA VOZ: Sí, claro, ¿quién más?

¡La Muerte!

JULIA: ¡Gordo, Gordo, es La Muerte, es La Muerte!

EL GORDO: ¡Grrwouf!

JULIA: Entre, Señora La Muerte.

Mi amigo, El Gordo, y yo,

tenemos un par de cosas que decirle.

Entra La Muerte. No es malévola.

¿Así que es Usted?


LA MUERTE: Sí, soy yo.

Escuché decir que querías verme.

JULIA: Sí, y es muy urgente por si quiere saberlo.

LA MUERTE: Sí, ya sé.

Pero tenía mucho trabajo.

Pero ya estoy aquí.

¡No es muy prudente ponerse al tú por tú con La Muerte!

JULIA: ¡Deje de presumir!

LA MUERTE: ¡Es bueno hacerlo de vez en cuando!

JULIA: Pues por mí ni lo haga,

y ocúpese de sus asuntos.

LA MUERTE: Al ver lo que has hecho con el cadáver de tu abuela,

es una quien se pregunta,

quién se ocupa de los asuntos de quién…

JULIA: ¿Qué manía es esa que tiene de venir a la casa de la gente, y quitarles a un ser
que aman,

sin un hola ni adiós,

irse como si nada hubiera pasado?

¿Cómo es posible que en algún momento de nuestra vida tengamos, definitivamente,


que toparnos con usted?

¿Cómo es que usted siempre está ahí

como un muro al final del horizonte?

¿Quién es usted?

¿Qué quiere?

¿Por qué llevarse a mi abuela?

Y además,

mire en qué estado deja usted a los que se lleva.


¿Le parece que eso es bonito?

¿Le parece que eso es como para presumir?

LA MUERTE: Evidentemente, visto desde ese ángulo tienes razón.

Pero qué quieres, soy La Muerte.

Y no es un papel fácil de interpretar.

Pero es el mío.

Estoy encargada de venir a decirles a algunos,

y cada uno, a su turno,

que es tiempo de partir.

JULIA: ¿Y también para mí es el momento de partir?

LA MUERTE: Eso depende de ti.

JULIA: Entonces, ¡si de mí depende no nos volveremos a ver jamás!

LA MUERTE: Por el momento, depende de ti.

Pero llegará el día en que dependerá de mí.

Vendré y entonces será tu turno.

JULIA: ¿Pero de qué se trata?

¿Por qué tienes que volver?

¿Por qué no te quedas en tu casa?

LA MUERTE: Julia, un día todas las cosas me seguirán,

una tras otra.

Un día el Universo mismo me conocerá.

Los planetas, las estrellas, la Tierra.

Y todos los animales.

Cada hombre y cada mujer,

uno después del otro me conocerán,

así como tu abuela me conoció.


JULIA: Usted habla como mi profe de Química,

¡y eso me enfurece!

¡Muerte, yo la mando a freír espárragos!

Y no le creo, si quiere saber mi opinión.

LA MUERTE: ¿Y qué es lo que no me crees?

JULIA: ¡Que todas las cosas la seguirán!

¡Hay cosas que jamás la seguirán!

Por más Muerte que sea,

Pacamambo nunca morirá,

porque Pacamambo,

no está en la vida.

Pacamambo es un país donde todo es semejante.

Y por más que crea haberse llevado a mi abuela.

¡No se la llevó totalmente!

¡Ya que hoy yo le estoy hablando de ella!

¡Ya que hoy decido que yo soy ella!

Que soy su cuerpo y su color.

Y qué es Pacamambo sino

¡El país donde uno se convierte en el cuerpo de los que ama!

Entonces no hay olvido,

y no hay muerte.

Soy yo quien decide.

Y sé que Pacamambo no es más que una historia

que mi abuela me contaba a la hora de dormir,

pero es bella,

y es grandiosa,
y contra eso tú no puedes hacer nada,

porque está en mi mente,

en mi corazón,

en mis sueños.

A mi abuela, puedes llevarla contigo también,

pero jamás podrás tocar mi cabeza,

ni todo lo que me pasa al interior.

Y si un día, mañana por la mañana,

me despierto con ganas de pensar en ella,

tú no podrás hacer nada contra eso.

LA MUERTE: Sabes, Julia,

mi objetivo no es hacer daño

ni poner triste a nadie.

Soy una prueba de la existencia,

como la vida.

Si aceptas vivir,

aceptas, sobre todo, morir.

Son las reglas del juego.

Y ahora, creo que te voy a dejar, Julia.

JULIA: ¡¿Ya?!

LA MUERTE: Sí, ya me retrasé bastante.

JULIA: ¡Pero si acabas de llegar!

LA MUERTE: Ves, pequeña Julia,

me desprecian mucho

pero se acostumbran rápidamente a mi presencia.

Voy a dejarte
antes de que te encariñes demasiado conmigo,

y yo contigo

me voy, me despido, Julia,

hasta uno de estos días.

No inmediatamente,

pero un día,

cuando sea tu turno, me verás llegar.

Habrás vivido una larga vida,

conocido alegrías y tristezas.

Habrás amado,

habrás tenido hijos,

nietos a los que tú también les hablarás de Pacamambo,

a quienes les dirás que los blancos son negros,

y que los negros son blancos,

y ellos sentirán una gran tristeza al verte partir conmigo,

y como el tiempo habrá pasado,

quizá estarás un poco contenta de volverme a ver.

Si es así, te felicitaré,

porque, Julia

habrás comprendido tanto como tu abuela,

que hay cosas que yo, La Muerte,

no podré llevarme jamás:

El recuerdo, el amor y la amistad.

Solo los que entienden eso

pueden aún tener la esperanza

de encontrar nuevamente el camino que conduce a Pacamambo.


Hasta entonces, Julia.

Te deseo una buena vida.

La Muerte sale.

II.
VÍCTOR: ¿Judith?

JUDITH: ¿Sí, señor inspector?

VÍCTOR: ¿Dónde podría estar?

JUDITH: No sé, señor inspector.

Alphonse seguía caminando todo recto, decidido a seguir el camino que lo llevaría
hacia el norte. Pero como Alphonse no tenía el sentido de la orientación y como no
sabía que no lo tenía, no podía saber que caminaba derecho hacia el oeste y que, si
continuaba así, estaría completamente perdido, ya lo estaba un poco. A su altura, un
coche se detiene. Se baja el vidrio.

LUNA: ¿A dónde vas así, muchacho?

ALPHONSE: A casa.

LUNA: ¿Y dónde está tu casa?

ALPHONSE: Mi casa… este… (Alphonse hizo una seña vaga con la mano)… Por allá.

LUNA: Y el puesto de policía, ¿quieres saber dónde está? ¡Vamos! ¡Sube! ¡Todo el
mundo te está buscando desde hace dos semanas!

Pierre-Paul-René está ahora a la entrada de la gruta; se mete y se acuesta en su


vientre.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Por qué lloras, gruta?

LA GRUTA: Está lo conocido y lo desconocido.

Pierre-Paul-René no se atrevió a hacer otras preguntas.

LA GRUTA: Soy la gruta, la boca abierta de las montañas y albergo a los seres de la
lluvia. Y desde hace siglos lloro porque envejezco y lloro porque me debilito. Tanto
peso recae en mí. Entonces lloro y mis lágrimas crecen, crecen y, sólidas llegan hasta
mi techo para ayudarme a aguantar tanto peso; pero llegará un día donde todas esas
columnas de lágrimas me llenarán. Entonces, desapareceré.
PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Lloras para desaparecer, gruta? No es una buena idea.

LA GRUTA: Es la única que conozco. Solo soy una gruta.

Desde hace un rato unos monstruos me devoraron el pecho. Lloré tanto que me dolió.

Cambiar no es fácil. Las ideas, las cosas bellas cambian; saben cambiar porque cambiar
es ir más allá del dolor, cambiar es desaparecer un día llenando el espacio de uno
mismo. Ahí está el gran secreto de las grutas.

EN EL PUESTO DE POLICÍA
VÍCTOR: Cuando lo vi entrar, se parecía a todos los que llegan a la estación de policía
después de haber sido arrestados. La mirada baja y preocupada. Todos se ven así
frente al poder. Frente a la autoridad. Pero si hubiera sabido, Alphonse, cómo lo
quería, tal vez entonces me hubiera sonreído. Se ven a tantos canallas desfilar a lo
largo del día, que un muchacho como Alphonse es un verdadero diamante. Alphonse
no me miró. Yo estaba feliz de saber que sus padres vivían tan lejos, se tardarían en
venir por él. Una hora, tal vez. Una hora para que me vea.

Su hermano tomó un taxi para buscar a Alphonse a la estación de policía.

JULIA: ¡Irse! Irse, sí, irse hacia el sol de medianoche y morir de frío…

PIERRE-PAUL-RENÉ: Ella cerró los ojos.

Alphonse abrió los suyos.

VÍCTOR: Su hermano firmó la declaración y los vi irse; se subieron a un taxi y se fueron.


Alphonse, nunca lo volví a ver, pero dicen de él que es feliz, ahora… en otro país.

REGRESO A CASA Y RECUERDOS DE LOS PASEOS


Pierre-Paul-René está ahora en el lugar más escondido, más íntimo, en el lugar más
secreto de la gruta. Piedras por todos lados alrededor de su cuerpo encogido, y en sus
oídos un zumbido terrible.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¡La gruta! Me da miedo ese zumbido que escucho en mis oídos.

LA GRUTA: Lo que escuchas, pequeño, es el ruido del universo que avanza, allá del
otro lado de lo invisible. Ese ruido, origen de toda vida, solo se puede escuchar desde
las profundidades de las grutas. Escúchalo; deja que te arrulle, deja que te duerma, yo
soy la gruta. Aquí no te puede pasar nada.
PIERRE-PAUL-RENÉ: Lo que hay que hacer para comer un pastel de chocolate.

JULIA (PSIQUIATRA): Pierre-Paul-René aún acostado en el vientre de la gruta tuvo un


sueño. Soñó con Alphonse, que avanzaba en su camino del campo. Lo vio treparse a un
árbol y voltearse hacia él.

ALPHONSE: Buenos días, Pierre-Paul-René.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Buenos días, Alphonse.

ALPHONSE: Recítame un poema, Pierre-Paul-René.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Nunca llegaré al castillo de Flupan, Alphonse.

ALPHONSE: Recítame un poema, luego abre tus ojos y verás.

PIERRE-PAUL-RENÉ: ¿Un poema, Alphonse?... bueno.

ALPHONSE: Poema.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Solo nos queda una vela para reconocer el mundo que nos rodea.

ALPHONSE: Ya no hay que esconderse.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Mirar hacia delante.

ALPHONSE: ¿Cómo olvidarlo sin darle la muerte?

PIERRE-PAUL-RENÉ: Y mejor mil veces darle la muerte que olvidarlo en el umbral de mi


memoria.

ALPHONSE: ¿Dónde está la vida?

PIERRE-PAUL-RENÉ: Ella, muy a menudo en otra parte.

ALPHONSE: Más allá de nuestras catástrofes del corazón, quedaremos unidos los unos
a los otros.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Mi amistad por ti es tan fuerte que a pesar tuyo resistiré tu fuerza.

ALPHONSE: Tu amistad es tan clara que solo tengo que abrir la boca para irme de viaje.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Te deseo toda la desgracia que podrá volverte feliz, mi amigo, mi


hermano, nada es más fuerte que nuestras manos que nos unen para siempre.

TAXISTA: Ese al que llaman Alphonse no parece estar muy a gusto, ¿verdad?... yo soy
el chofer del taxi que lo trajo de la estación de policía hasta su casa. Su hermano
estaba sentado al lado mío y me hablaba del tiempo que hacía y del que iba a hacer. Es
extraño… ahora que les cuento todo eso un detalle me acaba de venir a la mente. En
un momento dado hubo en el cielo de la noche un rayo magnífico y la lluvia empezó a
caer.

LA GRUTA: Lo que el chofer del taxi no sabía, es que ese rayo magnífico del que
hablaba, era Pierre-Paul-René que acababa de entrar al castillo de Flupan. Cuando
abrió los ojos, se encontró sentado en el taxi en el asiento trasero al lado de Alphonse,
pero ni el chofer del taxi ni el hermano de Alphonse, sentado adelante, se habían dado
cuenta de nada. Alphonse y Pierre-Paul-René, acurrucados el uno contra el otro, se
hablaron en cuchicheos para no ser escuchados.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Buenos días, Alphonse.

ALPHONSE: Buenos días, Pierre-Paul-René.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Dije el poema, se hizo una gran luz y entré en el castillo de Flupan.

ALPHONSE: ¡Ehh! ¡Ya ves, Pierre-Paul-René! El castillo de Flupan es el mundo en que


yo vivo. El castillo de Flupan es la escuela y los semáforos y las banquetas y los edificios
y las montañas y ese taxi y ese chofer de taxi, todo esto es el castillo de Flupan.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Las recetas pueden estar escondidas en cualquier parte.

ALPHONSE: Sí, Pierre-Paul-René, en cualquier parte.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Ni modo, mírame Alphonse. Prometí traer de regreso esas


recetas, entonces seguiré buscando.

ALPHONSE: Y yo, Pierre-Paul-René, aquí, en este mundo, nunca podré sobrevivir.


Quédate aquí y yo iré a tu mundo, donde los brontosaurios trotan sobre el pasto y
dónde las aspiradoras hablan y son reyes.

PIERRE-PAUL-RENÉ: Tranquilizarás a mi madre por mí.

ALPHONSE Y JULIA: Y tú a la mía.

JULIA: Y Alphonse y Pierre-Paul-René, que se parecían tanto, se dejaron de nuevo. En


un rayo espléndido, Alphonse regresó al mundo de Pierre-Paul-René y Pierre-Paul-
René se quedó en el taxi.

De hecho el taxi acababa de detenerse frente a las casa de la familia de Alphonse.

LUZ
PSIQUIATRA: Cuando te encontraron

te estabas asfixiando.
Pasaste muy cerca de la muerte.

JULIA: Puede ser,

pero hoy, sé que hay una tierra

que lleva el nombre de Pacamambo,

y eso, usted jamás podrá entender lo que es.

Escuché los golpes secos sobre la puerta.

Escuché también cuando la puerta se cayó.

Y después, de pronto, todos los gritos de los hombres.

También escuché su horror cuando me vieron acostada

al lado de mi abuela.

Escuché, sobre todo, gente

que tenía verdaderamente miedo de La Muerte.

Pero hoy, yo,

sé que estoy completamente sola en el camino.

Mi abuela se fue,

y los demás piensan que estoy triste.

Estoy triste, es verdad.

Pero hoy, es otra cosa.

Otra cosa,

algo que se parece más al amor.

Usted me pidió que le contara una historia.

No es fácil cuando una es joven,

pero lo que puedo decirle,

es que amé a una mujer buena

a la que llamaba abuela.

Una mujer que no era bella,


ni rica,

ni nada de nada.

Pero que yo amaba porque me cuidaba.

La amaba,

y yo, tengo ganas de amar hasta la muerte.

Es la única manera de encontrar el camino que conduce a Pacamambo.

No invento nada,

fue La Muerte quien me lo dijo.

Se lo juro.

ALPHONSE
Alphonse, soy yo.

Soy del que han dicho todo tipo de cosas desde el principio. Yo no quería fugarme,
escaparme, no estaba triste ni desdichado y quería mucho a mis padres… de hecho lo
que pasó es mucho más simple. Simplemente me había equivocado de lado cuando
tomé el metro después de la escuela. No bajé en la siguiente estación. Demasiado
cansado. Entonces continué, hasta el final, hasta el final, hasta el final.

Hay que decir que en ciertas situaciones uno no sabe cómo reaccionar. Y cuando lo
invisible se abre ante uno, es aterrador. Y no nos enseña nada sobre lo invisible. Nada.
Cuando se es niño se está muy mal informado. Por ejemplo, cuando era pequeño,
nunca me dijeron que la Tierra se encuentra en una galaxia y que las estrellas nacen
gracias a un cúmulo de polvo estelar que se junta, se junta y crece y al caer sobre sí
mismo crea energía para poder brillar, a veces millares de años. Nunca me dijeron ni
una palabra al respecto. Sin embargo, de haberlo sabido, me parece, sí, que me
hubiera tranquilizado. Sí, para ayudarme a dormir.

Cuando Pierre-Paul-René entró en el departamento, no sé muy bien lo que pasó. Pero


me lo puedo imaginar fácilmente. La puerta de la entrada. El pasillo, mi madre tejiendo
en la sala, mi padre que no habla, mi hermana que duerme (debe de estar fingiendo) y
mi hermano detrás de Pierre-Paul-René hasta mi cama. Se acostó y durmió. Así es
seguramente como las cosas ocurrieron; pero de lo que estoy segurísimo es que nadie
se dio cuenta de nada. Nadie notó la diferencia entre Pierre-Paul-René y yo. Nadie. Y
nadie nunca verá la diferencia, porque nadie cree en Pierre-Paul-René. Todos piensan
que Pierre-Paul-René no existe, que Pierre-Paul-René es el fruto de mi imaginación.
Entonces sonríen, se miran y dicen: ¡Ahh! ¡Este Alphonse! ¡Qué imaginación! La gente
solo cree en lo que puede ver y tocar. De hecho ya no quieren creer. Quieren saber.
Saber. Y la gente se quedó con lo que sabía sobre mí. Lo que sabía sobre mí. Pero el
resto, el resto, que está en mí, alrededor de mí y que me pertenece, esta parte tan
pequeña hecha para que se crea en ella, esta parte de mí que es más real de lo que
podría ser mi piel, mis huesos y mi sangre, esta parte que sus ojos cansados nunca
podrán ver, esta parte no la tendrán, aún está en camino, libre como los colores de la
noche. Esta parte de mí está escondida, escondida, escondida… de mí mismo, es esa
parte la que realmente existe. Al menos quiero creerlo, quiero creerlo… para que la
vida, que empieza para mí, y la muerte, que podría golpearme en cualquier instante,
me sean ambas más bellas, más aceptables y más felices.

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