La Ética Docente
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La Ética Docente
hospitalidad y el acontecimiento
CARLos A. CULLEN
A
clararía, en primer lugar, que no entiendo ética docente en
el sentido, muchas veces usado, de entenderla como un
campo de aplicación de supuestos principios éticos
universales, que
configurarían lo que algunos llaman la “ética profesional del
docen- te”, incluso intentando codificarla. Más allá de entender que
muchas veces este enfoque se desliza a la cuestión jurídica de poder
distinguir una mala praxis, me convoca una razón más decisiva: mi
hipótesis de trabajo es sostener que la docencia misma es, por
definición, una práctica ético-política.
En otras ocasiones he intentado definir la docencia como
“virtud ciudadana”, insistiendo en dos aspectos:
• Por un lado, porque la praxis docente implica en el agente,
una disposición de carácter, un “hábito”, de saber elegir,
delibe- rando y con razones en cada caso, parafraseando la
definición aristotélica de virtud, el buen enseñar,
• Y, por otro lado, en la responsabilidad pública, que la hace
virtud ciudadana, en el sentido del derecho universal a la
educación, sin discriminaciones, ocultas muchs veces con el
nombre de la “educabilidad”, y en el sentido también del
saber que se enseña, que ha de ser contrastable y siempre
abierto a nuevas preguntas, y ,pública, todavía, en la
intención misma
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de generar lo común desde las diferencias y no a costa de las
diferencia1.
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El cuidado de sí
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blo- quear la experiencia, es decir, ser capaces de abrir grietas en el
orden
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del discurso, tantear el habla en la lengua codificada (siendo
infantes), es decir saberse sujetos históricos y capaces de “dar la
palabra y tomar la que los alumnos nos dan” .
No es fácil la tarea, porque la comunicación pone en juego un
interés “práctico” del conocimiento (y no meramente instrumental
(Habermas)) y por lo mismo busca “comprensión de sentidos” y no
manipulación de objetos. Incluso en este contexto comunicativo se
libera la posibilidad de intentar consensos “argumentados” sobre
las mismas normas que afectan a los involucrados en la acción de
enseñar y aprender.
La participación, por otro lado, supone saber discernir qué es
lo “participable”, y eventualmente reclamarlo como delegable, y,
por otro lado, saber respaldar las decisiones que se delegan.
Ambas cosas, la comunicación y la participación, hacen de la
ética docente un acto también político, no sólo en la enseñanza,
sino tam- bién en la vida institucional de la escuela y en relación a
las políticas educativas.
Quiero ser claro: este “cuidado de sí”, las formas de libertad y
los juegos de poder, se pone en juego en la doble dirección en que
se mueve la tarea docente: en la relación con las políticas
educativas y la normativa curricular, por un lado, y en relación a
las prácticas institu- cionales y áulicas, por el otro.
Es que, en el fondo, insisto, el cuidado de sí, como libertad y
for- mas de la subjetividad, se traduce en el derecho a ser sujetos
históricos, a la comunicación y a la participación, que hacen de la
docencia una tarea estrictamente ética y política.
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lidad”4, es decir, el estar siempre expuestos a la interpelación
ética del otro en cuanto otro, incluso como algo previo a la
experiencia y a las prácticas de la libertad. Es que la iniciativa de
esta interpelación la tiene el otro, y no el sujeto. Como se expresa
E.Levinas: “es una pasividad más pasiva que toda pasividad”.
Sin duda que es importante resistir a toda forma de dominación
que pretenda impedir u obstaculizar el sabernos sujetos: con
potencia de actuar, con libertad de crear, pudiendo tener
experiencia y hacer historia, pero lo que hace justa la
resistencia a todo intento de “bo- rradura de la subjetividad”, al
cuidado de sí, y le da su sentido más radical es la hospitalidad, es
decir, la acogida de la alteridad, el cuidado del otro en cuanto otro5,
que siempre es exterior a nuestra totalidad. Sólo desde el cuidado
del otro en cuanto otro, sabiéndonos en este sentido “vulnerables”,
podemos entender el sentido más genuino de la justicia, el amor, la
amistad, el respeto, y desde esta base entender el sentido ético
político de la educación, en general, y de la docencia,
en particular.
Detrás de estos planteos que buscan hoy definir la ética docente
es importante detenernos en algunos interrogantes contemporáneos,
que, desde una cierta radicalidad filosófica, pueden ayudar a
plantear desafíos, tanto para la formación docente, como para el
trabajo del aula.
4 Esta categoría la acuña Levinas en su , De otro modo que ser o más allá
de la esencia, en especial en el capítulo 3: “Sensibilidad y Proximidad”.
5 El tema de la hospitalidad es parte central del diálogo de E. Levinas con
J..Derrida. Cfr. Derrida, J.: Adiós -a Levinas, Madrid 1998 y La
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hospitalidad (con Dufourmantelle), Bs.As., Ediciones de La Flor, 2000,
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Y entonces supusimos un ideal atemporal de “buena
enseñanza”, valores supuestamente “inamovibles” que debían regir
las acciones docentes, y desde ahí nos resultaba relativamente fácil
distinguir lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, incluso lo
justo y lo injusto. Es la ilusión de poder caminar en el camino de la
ética docente por el “seguro y ciertos camino” de un protocolo
modelizado del buen proceder docente, sin sospechar que nos
movemos, en realidad, en “un jardín de senderos que siempre se
bifurcan”.
Es que la realidad misma de enseñar (como toda realidad) acon-
tece, es siempre lo que escapa a la mera repetición de lo mismo
igual a sí mismo, porque lo mismo, enseñar, no es lo igual, y en
este sentido “re-petir” el gesto, no tiene que ver con la nostalgia,
sino, como lo dice el verbo latino de donde viene la palabra, con
volver a andar el camino, cada vez de nuevo y sin poder ni prever
ni controlar todo, sabiendo que en lo dicho y hecho hay algo no
dicho ni hecho.
De aquí el primer polo de la tensión que estamos planteando: la
ética docente es el espacio que se abre a partir de lo que acontece,
es decir, de lo no previsible, de lo nuevo, de lo que desorienta
nuestras certezas previas.
¿Tenemos la actitud de estar abiertos a lo que acontece? ¿O
acaso tendemos a leerlo siempre como lo que se acerca o aleja de
un supues- to modelo arquetípico ideal o de un supuesto buen y
maduro uso de la razón práctica?
Esto implica que nuestro saber ético no puede ahorrarse el
trabajo hermenéutico, es decir, la interpretación, que puede
exigirnos en más de un caso una verdadera genealogía de la moral,
porque puede ser que detrás de determinadas valoraciones
simplemente se ponga en jugo una voluntad de dominio o de
hegemonía de ciertas formas históricas de comprender la libertad y
la verdad, que siempre arrastran juegos de poder. Es en este
contexto que importa el “cuidado de sí”, es decir, no quedar fijados
a un modelo atemporal y a-histórico de subjetividad ética,
manteniendo siempre la “inquietud” de sí.
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¿Qué pasa conmigo cuando enseño?
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justamente, no ser violentado, es decir, no reducido a la totalidad o
la mismidad.
Y entonces aparece la categoría ética más básica: la
hospitalidad, es decir, la acogida del otro en cuanto otro, sin
pretensión de reducirlo a la totalidad de la subjetividad o a
cualquiera otra, precisamente la hospitalidad como respuesta a esa
interpelación ética: “héme aquí, no me violentes”.
Si pensar es estar abiertos a lo que acontece, y esto borra con
agua orillas y fronteras y mueve con viento huracanado troncos y
raíces, imágenes naturalizadas de la ética docente, previo a esto, y
sin ninguna excusa (desde siempre) somos radicalmente
vulnerables, en el sentido de poder ser “tocados” por la
interpelación ética del otro en cuanto otro, y por lo mismo
responsables, es decir: capaces de responder. El poder ser
interpelados por la alteridad en cuanto tal enciende en no- sotros la
chispa trascendente de la responsabilidad ética.
La ética docente, entonces, es el espacio entre la hospitalidad o
acogida incondicional del otro en cuanto otro, y el acontecer como
la diferencia de lo mismo.
Desde estos supuestos podemos re-significar las tareas éticas
como las ha reflexionado nuestra memoria histórica.:
Es necesario deliberar, y con argumentos que puedan ser
públicos, en torno al buen enseñar, en cada caso. Y esto se llama
“prudencia pedagógica”
Es necesario también aprender a actuar autónomamente, por
de- ber, es decir, siguiendo el imperativo incondicionado que
proviene de la razón misma y no de las meras costumbres o
presiones sociales. Y esto se llama “obligación moral del docente”.
Es necesario también cuidar de sí, trayendo al presente las mo-
tivaciones de poder que determinan los valores, y esto se llama “in-
quietud pedagógica de sí”.
Pero ni la virtud, ni el deber, ni la voluntad de poder, pueden
ser excusas para que nos creamos invulnerables, en el sentido
preciso de no estar expuestos a la interpelación ética del otro en
cuanto otro, es decir, a la justicia en su sentido más pleno. Por eso,
a la prudencia, a la obligación moral, a la inquietud de sí, es
necesario leerlas siempre
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desde lo que las precede: la responsabilidad como cuidado del
otro, es decir, en nuestro caso, lo que podemos llamar la “hospitalidad
pedagógica”.
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cuidado del otro, la libertad y la justicia, y, desde esa tensión entre la hospitalidad y el
acontecimiento, el cuidado del otro y el cuidado de sí, tratemos de juntar con alegría la
memoria geocultural,
• Porque el acto de enseñar no se ve ni se toca “pero pesa”, está gravitado por el
suelo que se habita con un horizonte emancipador.
• Porque el acto de enseñar, que no se ve ni se toca pero pesa, abre la
responsabilidad por un mundo donde todos podamos respirar la libertad y la
justicia.
Bibliografía
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