Penas Políticas Martín Paredes Oporto
Penas Políticas Martín Paredes Oporto
Penas Políticas Martín Paredes Oporto
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de la vida a salto de mata.
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fue en San Quintín, a los 23 años, en la antigua Prefectura,
ubicada en la avenida España. Lévano y otros presos políticos son
amontonados con ladrones, estafadores, asaltantes. Y cuando
llegó la hora de la paila de comida, a falta de plato y cuchara,
improvisó una hoja de papel como plato y de cuchara una caja de
fósforos. La comida, no es difícil adivinarlo, era asquerosa, pero
era lo único por comer. De allí es derivado a El Sexto, que estaba
dividido como estamentos. En el primer piso estaban los
delincuentes comunes. En el segundo estaba la clase media del
delito: estafadores, violadores, traficantes de droga, delito que
hacía su ingreso en sociedad. Y en el tercer piso, los presos
políticos, apristas y comunistas. Allí los reos podían deambular
doce horas diarias, de 6 de la mañana a 6 de la tarde. Las celdas
eran pequeñas, para 4 o 6 presos. Lévano, entonces miembro del
Partido Comunista, polemizaba con los apristas. «En esa época
estaba en El Sexto Aníbal Quijano, él era aprista, bien aprista, muy
inteligente por cierto». José María Arguedas, cercano al PC,
escribiría luego su novela El Sexto (1961), donde retrata en toda
su complejidad, esas discusiones de apristas y comunistas.
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Como muchos presos políticos de la época, Lévano pasó largas
temporadas en El Frontón. Él la ha calificado como un infierno,
aunque los presos comunes la pasaban peor. Suciedad,
estrechez, miseria no eran extraños. Si bien estaban libres de día
frente al mar, era el mismo mar el que servía de rejas, como el
sector de los remolinos de El Camotal, «ni Tarzán hubiera podido
escapar de allí a nado», afirma Lévano. Amplios galpones hacían
de celdas para apristas y comunistas, en el pabellón de los
políticos. Como caían obreros, instalaron un taller de carpintería y
sus trabajos eran vendidos por los familiares que los visitaban.
«Era una disciplina colectiva del trabajo físico en las mañanas y en
las tardes el trabajo intelectual», recuerda Lévano. Tenían una
hora de conversatorio, inclusive exposiciones y conferencias, una
tradición entre los presos políticos. Lévano fungía de
contrabandista de libros en la isla, gracias a las habilidades de una
tía suya que lograba llevarle a escondidas, por ejemplo, textos de
Mao Tse Tung, en francés y los traducía. El dominio del inglés y el
alemán se lo debe a la prisión. Pero no todo era discusión política
y trabajo; también, llegado el caso, se podían armar verdaderas
jaranas criollas haciendo sonar cucharas, huesos, improvisando
cajones y cuanto artefacto fuera útil para hacer música y divertirse
temporalmente.
La escena más dura en la isla fue durante una noche en que los
presos comunes y políticos se declararon en huelga de hambre
protestando por la porquería de comida que les daban, la falta de
medicinas y el tráfico de alcohol y coca que realizaba la Guardia
Republicana, que custodiaba el penal. Lévano, junto a Isidoro
Gamarra y otros, encabezaban el comité de huelga. En la rebelión
nocturna, los comunes queman colchones, sábanas y cuanto trapo
tuvieran a su alcance. Las llamas se divisaban desde el puerto del
Callao. Y como arrancado de una película hollywoodense, llega el
Prefecto, de madrugada, en un yate blanco y acodera en el muelle
del penal. Luego de demostrarle con cifras la enorme diferencia
entre el dinero asignado en el presupuesto para alimentación y lo
que en realidad comían, firmaron un acuerdo con la autoridad. Al
siguiente día obtuvieron medicinas para la farmacia y la calidad y
cantidad de la comida mejoró. Mejoró tanto que todos los presos
se enfermaron de indigestión porque sus estómagos estaban
acostumbrados a la ración minúscula y pésima, lo que produjo
según Lévano, «una diarrea universal».
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moneda corriente sobre todo en los dirigentes sindicales, obreros
o campesinos. Lévano sufrió golpes en la espalda, en los brazos,
garrotazos. Otros lo pasaban peor, los colgaban.
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donde no lo han querido mucho. A mucha honra.
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a la clase política a cambio de su libertad. No aceptó. Pero hasta
en esas condiciones surge el gesto de la solidaridad. Al ver que
Simon los primeros quince días no probaba comida, un policía lo
despierta a las cuatro de la mañana a ofrecerle un sandwich. Esos
momentos son los que Simon recuerda con especial emoción. O la
generosidad de un guardia que, haciendo de correo del político,
llevaba y traía cartas dirigidas a su esposa y su familia; al ser
interceptada una de las miles de cartas que escribió en prisión, el
policía fue enjuiciado, no pudo ascender durante cinco años y tuvo
que pagar para levantar su juicio. Pero siguen siendo amigos.
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en un asentamiento humano en Chiclayo junto a un gallinazo. Se
le partió el alma y se pregunta qué prisión es más dura, si la que
padeció él donde, aunque de la peor calidad, al menos llegaba
comida o ese niño que no la tiene.