5.nancy Jean-Luc La Comunidad Inoperante-85-95

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TERCERA PARTE

« EL COMUNISMO LITERARIO »

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«La literaura no puede asumir la tarea de ordenar


la necesidad colectiva.» (Bataille)

La comunidad del mito interrumpido, es decir la comunidad que en cierto


sentido está sin comunidad, o bien el comunismo sin comunidad, es nuestra
destinación. Es decir, ella (o él) es aquello a lo que estamos llamados, o enviados,
como a nuestro porvenir más propio. Mas no es «un porve nir», no es una realidad
final en instancia de realización según la demora y la dirección de una
aproximación, de un maduramiento o de una conquista. Pues si tal fuera el caso,
su realidad sería mítica —al igual que la eficacia de su idea.
La comunidad sin comunidad es un por venir, en el sentido en que siempre está
viniendo, sin parar, al seno de una colectividad (es porque no deja de venir que
resiste sin fin a la propia colectividad y al individuo). Sólo es eso: llegar al límite
de la comparecencia, a este límite al que estamos en efecto convocados, llamados
y enviados —y desde donde somos convocados, llamados y enviados. El llamado
que nos convoca, así como el que nos dirigimos, en el límite, unos a otros (es sin
duda, de uno a otro, el mismo llamado, y no es el mismo) puede denominarse, a
falta de otro nombre mejor, la escritura, o la literatura. Pero ante todo, su esencia
no consiste en ser la «cosa literaria» —la comprendamos como la comprendamos
(como arte o como estilo, como producción de textos, como comercio o
comunicación del pensamiento y del imaginario, etc.)—, y tampoco consiste en
aquello que el vocabulario del «llamado» hace escuchar como la invocación, la
proclamación, también la declamación, y la efusión de una subjetividad solemne.
Esta esencia no está hecha sino del gesto que interrumpe, de un trazo —de una
incisión y/o de una inscripción—, la hechura y la escena del mito87 .
Sin duda la interrupción del mito es tan antigua como su exhibición o como su
designación en cuanto «mito». Esto significa que «la literatura» comienza… con
la literatura (épica, trágica, lírica, filosófica: estas distinciones poco importan

87
De manera general: la interrupción, la suspensión y la «diferencia» del sentido en el origen
mismo del sentido, o aun el ser-trazo (siempre-ya trazado) del «presente vivo» en su estructura
más propia (es decir nunca estructura de propiedad), constituyen, si es menester recordarlo, los
rasgos fundamentales de lo que Jacques Derrida pensó con los nombres de «escritura» o de «archi-
escritura».

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aquí). Si la escena realizada del mito —la escena de la experiencia vivida y de la


performance del mito— es un montaje en cierto sentido tan tardío en nuestra
historia, se debe a que esta escena, en definitiva, es la escena del mito de la
literatura, una escena que la literatura (re)constituyó como para borrar el trazo de
escritura con el cual había incidido al mito.
Pero quizás, a fin de cuentas, todo ello apenas significa esto: el mito sería tan
sólo el invento de la literatura. Ésta, que interrumpe al mito, no dejaría de
restablecer una continuidad más allá de esta interrupción.
Ella no sabe qué interrumpió: sólo sabe que se inaugura con un trazo, con una
incisión, y llama «mito» lo que ella se representa como habiendo estado presente
más acá de este trazo. Desde entonces, su propio mito es reanudarse con el
«mito», refundarse en el «mito» (en su poder poiético y performativo), es decir en
sí misma… Pero en la medida en que este mito la fascine, el trazo de escritura —
que desafía a esta fascinación— no debe dejar nunca de interrumpirla otra vez.
La literatura se interrumpe: es en ello que, esencialmente, es literatura
(escritura) y no mito. O mejor dicho: lo que se interrumpe —discurso o canto,
gesto o voz, relato o peripecia—, eso es la literatura (o la escritura). Lo mismo
que interrumpe o suspende su propio mýthos (es decir su lógos).
*
* *

Aquí, en esta suspensión, tiene lugar el comunismo sin comunión de los seres
singulares. Aquí tiene lugar el tener-lugar de la comunidad, él mismo sin lugar,
sin espacio reservado ni consagrado para su presencia: no en una obra que la
realizaría, y menos aún en sí misma en cuanto obra (Familia, Pueblo, Iglesia,
Nación, Partido, Literatura, Filosofía), sino en y como la inoperancia de todas sus
obras.
Hay la inoperancia de las obras de los individuos en la comunidad (de los
«escritores», sea cual sea el modo de su escritura), y hay la inoperancia de las
obras que la comunidad opera por sí misma y como tal: sus pueblos, sus ciudades,
sus tesoros, sus patrimonios, sus tradiciones, su capital y su propiedad colectiva
de saber y de producción. Se trata de la misma inoperancia: la obra en la
comunidad y la obra de la comunidad (cada una, por lo demás, perteneciendo a la
otra, cada una pudiendo, o bien ser reapropiada, o bien despojada de su obra, en la
otra) no poseen su verdad en el acabamiento de su operación, ni en la sustancia y
unidad de su opus. Mas lo que se expone en la obra, o a través de las obras,
comienza y termina infinitamente más acá y más allá de la obra —más acá y más
allá de la concentración operatoria de la obra: allí donde quienes hasta ahora han
sido llamados los hombres, los dioses y los animales, están ellos mismos
expuestos los unos a los otros por esta exposición que yace en el corazón de la
obra, que nos da la obra y que, al mismo tiempo, disuelve su concentración, y por
la cual la obra está ofrecida a la comunicación infinita de la comunidad.

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La obra — ya sea lo que se designa como «una obra», o ya sea la comunidad


que se presenta como obra (y siempre una está en la otra y puede ser por la otra
rentabilizada, capitalizada, o bien expuesta otra vez)— la obra debe estar ofrecida
a la comunicación.
Esto no quiere decir que ella deba ser «comunicable»; esto no exige de ella
ningún tipo de transmisibilidad. No se trata de mensaje: ni un libro, ni una música,
ni un pueblo son, como tales, los portadores o los mediadores de un mensaje. La
función del mensaje concierne a la sociedad, y no tiene lugar en la comunidad.
(Por ello la gran mayoría de las críticas dirigidas al carácter «elitista» de las obras
no tiene pertinencia alguna: del escritor a aquel que, por falta de información y
formación, no puede ser su lector, la comunicación no es la de un mensaje —sino
que tiene lugar.88 )
Que la obra esté ofrecida a la comunicación quiere decir que está
efectivamente ofrecida, vale decir presentada, propuesta y abandonada en el límite
común donde se reparten los seres singulares. La obra, desde el momento en que
opera, al instante de su acabamiento —vale decir, igualmente, desde su proyecto,
y en su textura misma—, la obra debe estar abandonada a este límite. Y ello sólo
puede suceder si la obra no hace otra cosa, por sí misma y para sí misma, que
trazar y retrazar este límite: dicho de otro modo, si no hace otra cosa que inscribir
la singularidad/la comunidad, o inscribirse ella misma como singular/común,
como infinitamente singular/común.
(Digo: la obra «debe…» —y esto no puede ser ordenado por ninguna voluntad,
a ninguna voluntad. Esto no puede ser el objeto, ni de una moral, ni de una
política de la comunidad. Con todo, está prescrito… Y una política puede en todo
caso proponerse que esta prescripción pueda siempre abrirse un acceso libre.)
Cuando la obra está así ofrecida a la comunicación, en absoluto transita en un
espacio común. Lo repito: sólo el límite es común, y el límite no es un lugar, sino
el reparto de los lugares, su espaciamiento. No hay lugar común. La obra en
cuanto obra bien puede ser una obra común (y siempre lo es bajo algún título:
nunca se opera solo, nunca se escribe solo, y el «ser singular» no es representado,
todo lo contrario, por el individuo aislado): ofrecida, en su inoperancia, no entra
en una sustancia común, no circula en un intercambio común. No se funda en la
comunidad misma como obra, y no se pone a funcionar en el comercio de la
sociedad. El carácter de la comunicación, que la obra sólo adopta bajo la
condición de estar abandonada en cuanto obra, no consiste ni en una interioridad
unitaria, ni en la circulación general. Pero ocurre con este carácter lo mismo que
ocurre, para Marx, con el carácter «social» de los trabajos en las «comunas»
primitivas:

«En la industria patriarcal de los campos (…) donde el hilandero y el tejedor compartían
el mismo techo, donde las mujeres hilaban y los hombres tejían para las puras

88
Sólo en la medida en que lleguemos a pensar esto podremos liberarnos del concepto sociológico
de la «cultura».

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necesidades de sus familias, hilo y tela eran productos sociales, hilar y tejer eran trabajos
sociales en los propios límites de la familia. Mas su carácter social no consistía en el
hecho de que el hilo se intercambiaba como equivalente general con la tela, otro
equivalente general, o que ambos se intercambiaran en cuanto expresiones equivalentes
del mismo tiempo de trabajo general. Es al contrario la organización de la familia, con su
división natural del trabajo, la que imprimía al producto del trabajo su carácter social
particular. (…) Los trabajos determinados del individuo producidos en naturaleza
constituyen aquí el lazo social; la particularidad y no la generalidad del trabajo (…) Es
sencillamente la comunidad, establecida antes de la producción, la que impide que el
trabajo de los individuos sea trabajo privado y su producto un producto privado; es ella la
que hace aparecer el trabajo in dividual como una función directa de un miembro del
organismo social.» 89

Poco importa, por el momento, que se aprecie lo que hay de ilusión


retrospectiva en esta interpretación, que para Marx representa la verdad «del
trabajo en común bajo su forma primitiva, tal como la encontramos en el umbral
de la historia de todos los pueblos civilizados». Sólo importa —allende la
ideología nostálgica que le es c omún con no pocas otras— el pensamiento de la
comunidad que a pesar de todo se propone —pues es un pensamiento, y no
solamente un relato idílico, listo para convertirse en prospectiva utópica. La
comunidad significa aquí la particularidad socialmente expuesta, y se opone a la
generalidad socialmente implosionada propia del capitalismo. Si hubo un
acontecimiento del pensamiento marxista, y si no lo hemos finiquitado, éste tiene
lugar en la apertura de este pensamiento 90 .
El capital niega la comunidad porque coloca la identidad y la generalidad de la
producción y de los productos antes que ella: la comunión operatoria y la
comunicación general de las obras. (Y cuando juega el juego de la multiplicación
de las diferencias, nadie se equivoca: la diferencia no pertenece a la obra o al
producto como tal.) Lo dije: es una obra mortal. Es l a obra mortal del comunismo
capitalista (también cuando se llama «sociedad liberal avanzada»), e igualmente
del capitalismo comunista (llamado «comunismo real»). Enfrente, o aparte de uno
y de otro —y resistiendo a uno y a otro, en cada sociedad—, está lo que Marx
designa en la comunidad: la división de las tareas que no divide una generalidad
previa (como si una tarea general de la sociedad, de la humanidad, pudiera ser
dada y conocida de antemano… —sólo la acumulación del capital pudo querer
representar t al tarea general), sino que articula singularidades unas sobre otras. Es
la «socialidad» como un reparto, y no como una fusión; como una exposición, y
no como una inmanencia91 .

89
Œuvres, Pléiade, t. I, pp. 284-285. Traducimos del francés. (N. del T.)
90
De él dependen las reinterrogaciones del comunismo recordadas más arriba (cfr. Primera Parte,
nota 2).
91
Pero no se deje de recordar que la uniformidad y la generalidad que regulan el capitalismo
tienen por corolarios la atomización de las tareas en la división industrial del trabajo —distinguida
de su división social—, y la dispersión solitaria de los individuos que de ella emana y que no ha
terminado de emanar. De ahí una confusión posible de la singularidad y del individuo, de la
articulación diferencial y de la compartimentación «privada», confusión sobre cuyo fondo se

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Lo que Marx designa aquí, o aquello cuyo pensamiento por lo menos suscitó
—y de modo tal que «no podemos sino ir más lejos»—, al igual que lo que indica
cada vez que propone —como en el límite de su pensamiento, más allá de la
propiedad privada y de su socialista abolición— la idea de la «propiedad
individual» (por ejemplo: «propiedad realmente común de los propietarios
individuales, no de la unión de estos propietarios que tienen en la ciudad una
existencia diferente a la suya individual 92 »); lo que Marx designa aquí es la
comunidad en tanto que formada por una articulación de «particularidades», y no
en tanto que fundada en una esencia autónoma que subsistiría por sí misma y que
reabsorbería o asumiría en ella a los seres singulares. Si la comunidad «se
establece antes de la producción», no es como un ser común que preexistiría a las
obras, y que tendría que ser puesto en operación, sino que es en cuanto estar en
común del ser singular.
Esto significa que la articulación cuya comunidad se forma y se reparte no es
una articulación orgánica (aunque Marx no sepa designarla de otro modo). Sin
duda, esta articulación es esencial a los seres singulares: éstos son lo que son en la
medida en que están articulados unos sobre otros, en la medida en que están
distribuidos y r epartidos a lo largo de las líneas de fuerza, de escisión, de torsión,
de chance, etc., líneas cuya urdimbre conforma su estar-en-común. Y esta
condición significa además que estos seres singulares son, unos para otros, fines.
Esto, conforme a una implicancia necesaria, llega a significar incluso que se
remiten juntos, en algún aspecto y de algún modo, desde el seno de sus
singularidades y en el juego de su articulación, a una totalidad que representa su
fin común —o el fin común (la comunidad) de todas las finalidades que
representan unos para otros y unos contra otros. Esto se asemejaría entonces a un
organismo. Sin embargo, la totalidad o el todo de la comunidad no es un todo
orgánico.
La totalidad orgánica es la totalidad en la cual se piensa la articulación
recíproca de las partes bajo la ley general de una instrumentación cuya co-
operación produce y sostiene el todo en cuanto forma y razón final del conjunto
(es al menos lo que desde Kant se piensa como el «organismo»: no es seguro que
un cuerpo viviente se piense sólo bajo este modelo). La totalidad orgánica es la
totalidad de la operación como medio y de la obra como fin. Pero la totalidad de
la comunidad —con ello entiendo: de la comunidad que resiste a su propia puesta
en obra— es un todo de singularidades articuladas. La articulación no es la
organización. No remite ni al motivo del instrumento, ni al motivo de la operación
y de la obra. La articulación como tal no tiene que ver con un sistema operatorio
de finalidades —aunque siempre pueda, sin duda alguna, estar relacionada a un tal
sistema o integrársele. Por sí misma, la articulación apenas es la juntura, o, más

tomaron los sueños, los ideales o los mitos de la sociedad comunitaria, comunista o comulgante —
incluidos, naturalmente, los que Marx compartió o suscitó. Deshacer esta confusión, interrumpir el
mito, es volverse disponible para una relación de los semejantes.
92
Grundrisse, V, Berlin: Dietz, 1953, pág. 348.

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exactamente, el juego de la juntura: lo que tiene lugar allí donde piezas diferentes
se tocan sin confundirse, donde se deslizan, giran o vuelcan una sobre otra, una en
el límite de la otra —exactamente en su límite—, allí donde estas piezas
singulares y distintas pliegan o se enderezan, doblan o se estiran juntas y una a
través de la otra, una en la otra misma, sin que este juego mutuo —que sigue
siendo, al mismo tiempo, un juego entre ellas— forme la sustancia o el poder
superior de un Todo. Pero aquí, el juego de las articulaciones es la totalidad
misma. Por ello un todo de singularidades, que por cierto es un todo, no se vuelve
a cerrar sobre ellas para elevarlas a su poder: este todo es esencialmente la
apertura de las singularidades en sus articulaciones, el trazado y el pulso de sus
límites.
Esta totalidad es la totalidad de un diálogo. Hay un mito del diálogo: es el mito
de una fundación «intersubjetiva» e intrapolítica del lógos y de su verdad unitaria.
Hay la interrupción de este mito: el diálogo ya sólo se da a escuchar como la
comunicación de la incomunicable singularidad/comunidad. Ya no escucho (ya no
esencialmente) lo que el otro quiere decir(me), sino que en ello escucho que el
otro, o que algo otro habla, y que hay una archi-articulación esencial de la voz y
de las voces, que produce el ser en común mismo: la voz es siempre en sí misma
articulada (diferente de sí misma, difiriéndose ella misma), y por ello no hay la
voz, sino las voces plurales de los seres singulares. El diálogo, en este sentido, ya
no es «la animación de la Idea en los sujetos» (Hegel), sólo está hecho de las
articulaciones de las bocas: cada una sobre sí misma o en sí misma articulada, y
frente a la otra, en el límite de sí misma y de la otra, en este lugar que no es un
lugar sino por ser el espaciamiento de un ser singular —el espaciante de sí-mismo
y de los otros—, y que lo constituye de entrada en ser de comunidad.
Esta articulación del habla, el diálogo, o más bien el reparto de las voces —que
es también el estar-articulado del habla misma (o su estar-escrito)—, es, en el
sentido que intento comunicar, «la literatura» (después de todo, el propio arte
debe su nombre al mismo etymon de la juntura y de la dis-posición de la juntura).
Nada habría de exagerado en decir que la comunidad de Marx es una
comunidad, en este sentido, de la literatura —o al menos que abre sobre tal
comunidad. Una c omunidad de la articulación, y no de la organización, y por este
mismo hecho una c omunidad que s e sitúa «más allá de la esfera de la producción
material propiamente dicha», allí donde «comienza la expansión del poder
humano que es su propio fin, el verdadero reino de la libertad»93 .
En referencia a tal formación, lo único exagerado, mirándolo más de cerca,
sería la confianza aparentemente puesta en el epíteto «humano»: pues la
comunidad inoperante, la comunidad de la articulación no podría ser simplemente
humana. Y esto, por una razón de extrema simplicidad, pero decisiva: en el
movimiento ve rdadero de la comunidad, en la flexión (en la conjugación, en la
dicción…) que la articula, nunca se trata del hombre, siempre se trata del fin del
hombre. El fin del hombre, esto no significa ni el objetivo del hombre, ni su
93
Capítulo LII de El Capital (edición de Engels), Werke, XXV, Berlin: Dietz, 1964.

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acabamiento. Esto significa algo completamente distinto: el límite al que sólo el


hombre puede llegar, y, alcanzándolo, dejar de ser simplemente humano,
demasiado humano.
El hombre no se transfigura ni en dios, ni en animal. No se transfigura en
absoluto. Permanece hombre, falto de naturaleza, f alto tanto de inmanencia como
de trascendencia. Pero al seguir siendo el hombre —en el límite (¿acaso el
hombre es algo distinto de un límite?)— no provoca el advenimiento de una
esencia humana. Al contrario, deja aparecer una extremidad, y sobre ella ninguna
esencia humana puede tener lugar. Ese límite es el hombre: su exposición —a su
muerte, al otro, a su estar-en-común. Vale decir siempre, finalmente, a su
singularidad: su exposición singular a su singularidad.
El ser singular no es ni el ser común, ni el individuo. Hay un concepto del ser
común y del individuo; hay una generalidad de lo común y de lo individual. No
hay uno para el ser singular. No hay ser singular; sino que hay —lo que es
diferente— una esencial singularidad del ser mismo (su finitud, en el léxico de
Heidegger). Vale decir que el «ser singular» no es una especie de ente entre los
entes. En cierto sentido, todo ente es absolutamente singular: nunca una piedra
ocupa el lugar de otra piedra. Pero la singularidad del ser (esto es que el ser se da
uno por uno —lo que nada tiene que ver con la idea de indivisibilidad con que se
fabrica al individuo; todo lo contrario, la singularidad del ser singular divide sin
fin el ser y los entes, o mejor divide el ser de los entes, que no es sino por esta
división y como ella: singular/común)— la singularidad del ser es singular a partir
del límite que la expone: el hombre, el animal o el dios fueron hasta ahora los
nombres diversos de este límite, él mismo diverso. Por definición, el hecho de
estar expuesto a este límite condena al riesgo —o a la oportunidad— de cambiar
en él de identidad. Ni los dioses, ni los hombres ni los animales, están seguros de
su identidad. En ello comparten un límite común —sobre el cual siempre están
expuestos a su fin, como lo muestra, por ejemplo, el fin de los dioses.
El reparto de este límite se asemeja, hasta confundirse casi, a ese enlace donde
el mito mantiene juntos y estructura a los hombres, a los dioses, a los animales y a
la totalidad del mundo. Pero el mito enuncia sin cansancio el tránsito del límite, la
comunión, la inmanencia, o la confusión. La escritura, en cambio, o la
«literatura», inscribe el reparto: en el límite, la singularidad adviene, y se retira (es
decir nunca advi ene como indivisible: no obra). El ser singular adviene en el
límite: esto significa que sólo adviene en cuanto repartido. Un ser singular
(«usted» o «yo») posee muy exactamente la estructura y la naturaleza de un ser de
escritura, de un ser «literario»: sólo está en la comunicación —que no comulga—
de su trazo y su retiro. Se ofrece, se mantiene en suspenso.
*
* *

¿Qué deviene, en la comunicación de escritura, el ser singular? No deviene


nada que no sea ya: deviene su propia verdad, deviene simplemente la verdad.

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Tal es lo inaccesible para el pensamiento mítico, para el cual «el problema ya


no se plantea», como lo escribía Benjamin94 . En el mito, o en la literatura mítica,
las existencias no están ofrecidas en su singularidad: sino que los trazos de la
particularidad contribuyen al sistema de una «vida ejemplar», de la cual nada se
retira, donde nada permanece más acá de un límite singular, donde todo se
comunica, y se impone a la identificación (esto puede tener lugar, lo recuerdo,
tanto en la lectura como en la escritura: es cuestión del modo de inscripción, de
operación o de inoperancia de la obra en la comunidad).
Lo cual no conduce a decir que la literatura mítica es simplemente la del héroe,
y que la literatura de la verdad sería esa de quién sabe qué antihéroe… Se trata de
algo diferente a los modelos, a los géneros, literarios. Todo puede jugarse en
todos los géneros. Se trata antes bien de una existencia comunitaria de la obra —
sea cual sea su género o su héroe: Áyax, Sócrates, Bloom, teogonía, discurso del
método, confesiones, comedia humana o divina, locura del día, recuerdos de una
muchacha del pueblo, correspondencia, odio de la poesía— de tal suerte que su
comunicación, en lugar de acabarla, la inacaba, y suspende la realización de la
figura heroico-mítica que no puede dejar de proponer (figura de un héroe en
sentido e stricto, figura del autor, figura de la propia literatura, o del pensamiento,
o de la comunicación, figura de la ficción o figura de la verdad…). Pues la
inoperancia está ofrecida allí donde la escritura no acaba una figura, o una
figuración, y por consiguiente no propone una, o no impone su contenido o su
mensaje ejemplar (que de inmediato significa legendario: mítico).
No que la obra renuncie a presentar algún ejemplo: en tal caso nunca sería una
obra, cesaría antes de existir 95 . Ella obra, es obra, si por lo menos se propone, ella
misma (o al mismo tiempo su héroe, su autor, etc.), como un trazado que
justamente debe ser, bajo el título que sea y por poco que sea, ejemplar. Pero a fin
de cuentas, lo que en la obra responde a la escritura y a la comunidad, es aquello
por lo cual tal trazado ejemplifica (si todavía se trata de un ejemplo…) el límite
—la suspensión, la interrupción— de su propia ejemplaridad. Da a escuchar (a
leer) el retiro de su singularidad, y comunica eso: que los seres sinulares nunca
son, unos para otros, figuras fundadoras, originarias, de los lugares o de las
potencias de identificación sin más. La inoperancia tiene lugar en la comunicación
del retiro de la singularidad sobre el mismo límite en que ésta se comunica
ejemplar, sobre el límite en que hace y deshace su propia figura y su propio
ejemplo. Naturalmente que eso no tiene lugar en ninguna obra: nunca tiene lugar
de manera ejemplar, ni al borrarse, ni al exhibirse, sino que eso puede ser
compartido por todas las obras: está ofrecido a la comunidad, ya que se trata de
eso por lo cual la comunidad, desde ya, estaba expuesta en la obra como su
inoperancia.

94
Op. cit.
95
La función constitutiva de la ejemplaridad en la literatura ha sido analizada y desconstruida —
en el sentido estricto de la palabra— por Philippe Lacoue-Labarthe, particularmente en
«Typographies» (Mimesis des articulations, París: Flammarion, 1975).

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Aquí, el héroe mítico —y el mito heroico— interrumpe su pose y su epopeya.


Dice la verdad: que no e s un héroe, que ni siquiera y sobre todo no es el héroe de
la escritura o de la literatura. Que no hay héroe, vale decir que no hay ninguna
figura que asuma y presente sola el heroísmo de la vida y de la muerte de los seres
comúnmente singulares. Dice la verdad de la interrupción de su mito, la verdad de
la interrupción de todas las hablas fundadoras, de las hablas creadoras y poiéticas,
del habla que esquematiza un mundo y que ficciona un origen y un fin. Dice así
que la fundación, la poiesía, el esquema, siempre están ofrecidos, sin fin, a todos y
a cada uno, a la comunidad, a la ausencia de comunión que nos hace comunicar y
que hace que nos comuniquemos, no el sentido de la comunidad, sino más bien
una reserva infinita de sentidos comunes y singulares.
Si el héroe, en la escritura de la comunidad, traza la interrupción del mito
heroico, no es en virtud de que su gesto esté desprovisto de algo que acaso ya no
debe ser llamado propiamente heroísmo, sino que es, sin duda, al menos, coraje.
La voz singular de la interrupción no es una voz sin coraje. Con todo ese coraje no
es —así como de primera estaríase presto a creer— el coraje de decir algo que
sería peligroso atreverse a proclamar. Ciertamente tal coraje existe; mas el coraje
de la interrupción consiste más bien en atreverse a callar, o bien, para decirlo de
un modo más escueto, en atreverse a dejar que se diga algo que nadie —ningún
individuo, ningún vocero— podría decir: voz que no sabría ser la voz de ningún
sujeto, habla que no sabría ser la sentencia de ninguna inteligencia, y que apenas
es la voz y el pensamiento de la comunidad en la interrupción del mito. A la vez
una voz interrumpida y la interrupción, sin voz, de toda voz general o particular.
*
* *

En eso consiste lo que he llamado provisionalmente el «comunismo literario».


Lo que allí debe escucharse definitivamente no concede nada a las ideas, tal como
disponemos de ellas, de «comunismo» ni de «la literatura». El «comunismo
literario» es así designado sólo por provocación —bien que al propio t iempo esta
denominación no renuncie a rendir un homenaje necesario a eso que, por una
parte el comunismo y los comunistas, y por otra la literatura y los escritores,
habrán significado para una época de nuestra historia.
Se trata de hecho de una articulación de la comunidad. «Articulación»
significa, en cierta forma, «escritura», vale decir: inscripción de un sentido cuya
trascendencia o presencia está indefinida y constitutivamente diferida.
«Comunidad» significa, en cierta forma, presencia de un estar-juntos cuya
inmanencia es imposible a menos de ser su obra mortal. Esto supone que ni el arte
literario, ni la comunicación, pueden responder a la doble exigencia del
«comunismo literario»: a saber, desafiar tanto la inmanencia sin habla como la
trascendencia de un Verbo.
Es porque hay comunidad —inoperante, siempre, y que resiste en el seno de
toda colectividad y en el corazón de todo individuo—, y es porque el mito se

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interrumpe —suspendido, siempre, y dividido por su propia enunciación—, que


hay esta exigencia: el «comunismo literario». Vale decir: el pensamiento, la
práctica de un reparto de las voces, de una articulación en virtud de la cual hay
singularidad sólo si está e xpuesta en común, y comunidad sólo si está ofrecida en
el límite de las singularidades.
Esto no determina un modo particular de socialidad, y esto no funda una
política —si acaso puede alguna vez «fundarse» una política. Sino que esto define
al menos un límite, en el cual toda política comienza y se detiene. La
comunicación que tiene lugar en este límite, y que, en verdad, lo constituye, exige
esta manera de destinarse en común que llamamos una política, esta manera de
abrir la comunidad a sí misma y no tanto a un destino o a un porvenir. El
«comunismo literario» por lo menos indica esto: que la comunidad, en su infinita
resistencia a todo lo que quiere acabarla (en todos los sentidos de la palabra),
significa una exigencia política irreprimible, y que esta exigencia política exige a
su vez algo de la «literatura»: a saber, la inscripción de nuestra resistencia infinita.
Esto no define ni una política, ni una escritura; pues remite en cambio a lo que
resiste a la definición y al programa, sean ya políticos, ya estéticos, ya filosóficos.
Pero esto no se aviene con toda «política» ni con toda «escritura». Esto designa un
parti pris por esta resistencia «comunista literaria», que no inventamos, sino que
antes bien nos antecede —nos antecede desde el fondo de la comunidad. Una
política que no quiere saber nada de esto es una mitología, o una economía. Una
literatura que no quiere decir nada de esto es un divertimento, o una mentira.
Aquí, debo interrumpirme: a ti de permitir que se diga lo que nadie, ningún
sujeto, podría decir, y que nos expone en común.

95

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