5.nancy Jean-Luc La Comunidad Inoperante-85-95
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TERCERA PARTE
« EL COMUNISMO LITERARIO »
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De manera general: la interrupción, la suspensión y la «diferencia» del sentido en el origen
mismo del sentido, o aun el ser-trazo (siempre-ya trazado) del «presente vivo» en su estructura
más propia (es decir nunca estructura de propiedad), constituyen, si es menester recordarlo, los
rasgos fundamentales de lo que Jacques Derrida pensó con los nombres de «escritura» o de «archi-
escritura».
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Aquí, en esta suspensión, tiene lugar el comunismo sin comunión de los seres
singulares. Aquí tiene lugar el tener-lugar de la comunidad, él mismo sin lugar,
sin espacio reservado ni consagrado para su presencia: no en una obra que la
realizaría, y menos aún en sí misma en cuanto obra (Familia, Pueblo, Iglesia,
Nación, Partido, Literatura, Filosofía), sino en y como la inoperancia de todas sus
obras.
Hay la inoperancia de las obras de los individuos en la comunidad (de los
«escritores», sea cual sea el modo de su escritura), y hay la inoperancia de las
obras que la comunidad opera por sí misma y como tal: sus pueblos, sus ciudades,
sus tesoros, sus patrimonios, sus tradiciones, su capital y su propiedad colectiva
de saber y de producción. Se trata de la misma inoperancia: la obra en la
comunidad y la obra de la comunidad (cada una, por lo demás, perteneciendo a la
otra, cada una pudiendo, o bien ser reapropiada, o bien despojada de su obra, en la
otra) no poseen su verdad en el acabamiento de su operación, ni en la sustancia y
unidad de su opus. Mas lo que se expone en la obra, o a través de las obras,
comienza y termina infinitamente más acá y más allá de la obra —más acá y más
allá de la concentración operatoria de la obra: allí donde quienes hasta ahora han
sido llamados los hombres, los dioses y los animales, están ellos mismos
expuestos los unos a los otros por esta exposición que yace en el corazón de la
obra, que nos da la obra y que, al mismo tiempo, disuelve su concentración, y por
la cual la obra está ofrecida a la comunicación infinita de la comunidad.
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«En la industria patriarcal de los campos (…) donde el hilandero y el tejedor compartían
el mismo techo, donde las mujeres hilaban y los hombres tejían para las puras
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Sólo en la medida en que lleguemos a pensar esto podremos liberarnos del concepto sociológico
de la «cultura».
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necesidades de sus familias, hilo y tela eran productos sociales, hilar y tejer eran trabajos
sociales en los propios límites de la familia. Mas su carácter social no consistía en el
hecho de que el hilo se intercambiaba como equivalente general con la tela, otro
equivalente general, o que ambos se intercambiaran en cuanto expresiones equivalentes
del mismo tiempo de trabajo general. Es al contrario la organización de la familia, con su
división natural del trabajo, la que imprimía al producto del trabajo su carácter social
particular. (…) Los trabajos determinados del individuo producidos en naturaleza
constituyen aquí el lazo social; la particularidad y no la generalidad del trabajo (…) Es
sencillamente la comunidad, establecida antes de la producción, la que impide que el
trabajo de los individuos sea trabajo privado y su producto un producto privado; es ella la
que hace aparecer el trabajo in dividual como una función directa de un miembro del
organismo social.» 89
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Œuvres, Pléiade, t. I, pp. 284-285. Traducimos del francés. (N. del T.)
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De él dependen las reinterrogaciones del comunismo recordadas más arriba (cfr. Primera Parte,
nota 2).
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Pero no se deje de recordar que la uniformidad y la generalidad que regulan el capitalismo
tienen por corolarios la atomización de las tareas en la división industrial del trabajo —distinguida
de su división social—, y la dispersión solitaria de los individuos que de ella emana y que no ha
terminado de emanar. De ahí una confusión posible de la singularidad y del individuo, de la
articulación diferencial y de la compartimentación «privada», confusión sobre cuyo fondo se
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Lo que Marx designa aquí, o aquello cuyo pensamiento por lo menos suscitó
—y de modo tal que «no podemos sino ir más lejos»—, al igual que lo que indica
cada vez que propone —como en el límite de su pensamiento, más allá de la
propiedad privada y de su socialista abolición— la idea de la «propiedad
individual» (por ejemplo: «propiedad realmente común de los propietarios
individuales, no de la unión de estos propietarios que tienen en la ciudad una
existencia diferente a la suya individual 92 »); lo que Marx designa aquí es la
comunidad en tanto que formada por una articulación de «particularidades», y no
en tanto que fundada en una esencia autónoma que subsistiría por sí misma y que
reabsorbería o asumiría en ella a los seres singulares. Si la comunidad «se
establece antes de la producción», no es como un ser común que preexistiría a las
obras, y que tendría que ser puesto en operación, sino que es en cuanto estar en
común del ser singular.
Esto significa que la articulación cuya comunidad se forma y se reparte no es
una articulación orgánica (aunque Marx no sepa designarla de otro modo). Sin
duda, esta articulación es esencial a los seres singulares: éstos son lo que son en la
medida en que están articulados unos sobre otros, en la medida en que están
distribuidos y r epartidos a lo largo de las líneas de fuerza, de escisión, de torsión,
de chance, etc., líneas cuya urdimbre conforma su estar-en-común. Y esta
condición significa además que estos seres singulares son, unos para otros, fines.
Esto, conforme a una implicancia necesaria, llega a significar incluso que se
remiten juntos, en algún aspecto y de algún modo, desde el seno de sus
singularidades y en el juego de su articulación, a una totalidad que representa su
fin común —o el fin común (la comunidad) de todas las finalidades que
representan unos para otros y unos contra otros. Esto se asemejaría entonces a un
organismo. Sin embargo, la totalidad o el todo de la comunidad no es un todo
orgánico.
La totalidad orgánica es la totalidad en la cual se piensa la articulación
recíproca de las partes bajo la ley general de una instrumentación cuya co-
operación produce y sostiene el todo en cuanto forma y razón final del conjunto
(es al menos lo que desde Kant se piensa como el «organismo»: no es seguro que
un cuerpo viviente se piense sólo bajo este modelo). La totalidad orgánica es la
totalidad de la operación como medio y de la obra como fin. Pero la totalidad de
la comunidad —con ello entiendo: de la comunidad que resiste a su propia puesta
en obra— es un todo de singularidades articuladas. La articulación no es la
organización. No remite ni al motivo del instrumento, ni al motivo de la operación
y de la obra. La articulación como tal no tiene que ver con un sistema operatorio
de finalidades —aunque siempre pueda, sin duda alguna, estar relacionada a un tal
sistema o integrársele. Por sí misma, la articulación apenas es la juntura, o, más
tomaron los sueños, los ideales o los mitos de la sociedad comunitaria, comunista o comulgante —
incluidos, naturalmente, los que Marx compartió o suscitó. Deshacer esta confusión, interrumpir el
mito, es volverse disponible para una relación de los semejantes.
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Grundrisse, V, Berlin: Dietz, 1953, pág. 348.
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exactamente, el juego de la juntura: lo que tiene lugar allí donde piezas diferentes
se tocan sin confundirse, donde se deslizan, giran o vuelcan una sobre otra, una en
el límite de la otra —exactamente en su límite—, allí donde estas piezas
singulares y distintas pliegan o se enderezan, doblan o se estiran juntas y una a
través de la otra, una en la otra misma, sin que este juego mutuo —que sigue
siendo, al mismo tiempo, un juego entre ellas— forme la sustancia o el poder
superior de un Todo. Pero aquí, el juego de las articulaciones es la totalidad
misma. Por ello un todo de singularidades, que por cierto es un todo, no se vuelve
a cerrar sobre ellas para elevarlas a su poder: este todo es esencialmente la
apertura de las singularidades en sus articulaciones, el trazado y el pulso de sus
límites.
Esta totalidad es la totalidad de un diálogo. Hay un mito del diálogo: es el mito
de una fundación «intersubjetiva» e intrapolítica del lógos y de su verdad unitaria.
Hay la interrupción de este mito: el diálogo ya sólo se da a escuchar como la
comunicación de la incomunicable singularidad/comunidad. Ya no escucho (ya no
esencialmente) lo que el otro quiere decir(me), sino que en ello escucho que el
otro, o que algo otro habla, y que hay una archi-articulación esencial de la voz y
de las voces, que produce el ser en común mismo: la voz es siempre en sí misma
articulada (diferente de sí misma, difiriéndose ella misma), y por ello no hay la
voz, sino las voces plurales de los seres singulares. El diálogo, en este sentido, ya
no es «la animación de la Idea en los sujetos» (Hegel), sólo está hecho de las
articulaciones de las bocas: cada una sobre sí misma o en sí misma articulada, y
frente a la otra, en el límite de sí misma y de la otra, en este lugar que no es un
lugar sino por ser el espaciamiento de un ser singular —el espaciante de sí-mismo
y de los otros—, y que lo constituye de entrada en ser de comunidad.
Esta articulación del habla, el diálogo, o más bien el reparto de las voces —que
es también el estar-articulado del habla misma (o su estar-escrito)—, es, en el
sentido que intento comunicar, «la literatura» (después de todo, el propio arte
debe su nombre al mismo etymon de la juntura y de la dis-posición de la juntura).
Nada habría de exagerado en decir que la comunidad de Marx es una
comunidad, en este sentido, de la literatura —o al menos que abre sobre tal
comunidad. Una c omunidad de la articulación, y no de la organización, y por este
mismo hecho una c omunidad que s e sitúa «más allá de la esfera de la producción
material propiamente dicha», allí donde «comienza la expansión del poder
humano que es su propio fin, el verdadero reino de la libertad»93 .
En referencia a tal formación, lo único exagerado, mirándolo más de cerca,
sería la confianza aparentemente puesta en el epíteto «humano»: pues la
comunidad inoperante, la comunidad de la articulación no podría ser simplemente
humana. Y esto, por una razón de extrema simplicidad, pero decisiva: en el
movimiento ve rdadero de la comunidad, en la flexión (en la conjugación, en la
dicción…) que la articula, nunca se trata del hombre, siempre se trata del fin del
hombre. El fin del hombre, esto no significa ni el objetivo del hombre, ni su
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Capítulo LII de El Capital (edición de Engels), Werke, XXV, Berlin: Dietz, 1964.
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Op. cit.
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La función constitutiva de la ejemplaridad en la literatura ha sido analizada y desconstruida —
en el sentido estricto de la palabra— por Philippe Lacoue-Labarthe, particularmente en
«Typographies» (Mimesis des articulations, París: Flammarion, 1975).
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