Uno Entre Un Millon Adn PDF

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Monica

Wood

UNO ENTRE UN MILLÓN

Traducido del inglés por Carmen Francí Ventosa

Alianza de Novelas
Título original: The One-in-a-Million Boy

Diseño de colección: Estudio Pep Carrió

Reservados todos los derechos. El contenido de esta


obra está protegido por la Ley, que establece penas
de prisión y/o multas, además de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes
reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica, o su transformación, interpretación
o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o
comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva
autorización.

Copyright © 2016 by Monica Wood. Por acuerdo


con el autor. Todos los derechos reservados
© de la traducción: Carmen Francí Ventosa, 2016
© AdN Alianza de Novelas (Alianza Editorial, S. A.)
Madrid, 2016
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.AdNovelas.com

ISBN: 978-84-9104-474-1
Depósito legal: M. 28.457-2016
Printed in Spain
Para Joe Sirois,
que completó nuestra familia,
y para Gail Hochman,
que hizo todo el viaje
Nota de la autora
Esta novela incluye listas de diversos récords mun-
diales, la mayoría tomadas de varias ediciones de
la serie Guinness World Records. Exceptuando las
citas más obvias, los nombres y hechos son reales
y públicos; sin embargo, tanto esos récords como
la marca Guinness World Records se utilizan con
el fin de enmarcar un mundo que solo existe en mi
imaginación. Es posible que algunos de los récords
mencionados hayan sido superados por otros poste-
riores en el lapso de tiempo transcurrido entre la es-
critura y la publicación de este libro. También he
consultado la página web del Gerontology Research
Group, una organización que sigue la pista de las
personas más ancianas del mundo. De la misma
manera, el músico David Crosby aparece en el re-
lato como personaje de ficción.
PRIMERA PARTE
Brolis (Hermano)
***

Aquí tenemos a la señorita Ona Vitkus. Esta es la graba-


ción de la historia de su vida. Esta es la parte Uno.

¿Esto está en marcha?


(…)
No puedo contestar a todas las preguntas. Estaríamos has-
ta el día del juicio final.
(…)
Contestaré a la primera, pero nada más.
(…)
Nací en Lituania. En 1900. No sé dónde. Me acuerdo va-
gamente de algunos animales de granja, de un caballo u otro
animal grande, blanco y con manchas.
(…)
Quizá fuera una vaca.
(…)
No tengo ni idea de qué clase de vacas hay en Lituania,
pero me parece que era una de esas vacas lecheras con man-
chas, como las que se ven en todas partes.
(…)

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Una vaca frisona, gracias. Oh, y también cerezos. Preciosos
cerezos que en primavera parecían espuma de jabón. Gran-
des, llenos de flores, como un montón de burbujas.
(…)
Y después recuerdo un largo viaje, una travesía en barco.
Me acuerdo de trozos sueltos. Tienes un millón de preguntas
en el papel…
(…)
Cincuenta, sí. Vale. Pero no voy a contestar por orden.
(…)
Porque la historia de la vida de una persona nunca empie-
za por el principio, ¿es que no te enseñan nada en el colegio?

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Capítulo 1

La anciana lo estaba esperando —a él o a cualquiera—, aun-


que Quinn no había telefoneado previamente.
—¿Dónde está el chico? —preguntó desde el porche.
—No ha podido venir —contestó él—. ¿Es usted la señora
Vitkus?
Quinn había ido a llenar los comederos para pájaros,
sacar la basura y ocuparse, durante sesenta minutos, de la
casa y del jardín de la mujer. A eso sí llegaba, por lo me-
nos.
La señorita Vitkus lo miró con irritación; su rostro parecía
una manzana encogida de la que hubiera desaparecido todo
el color, con la única excepción de unos ojos inquietos, bri-
llantes como semillas.
—Los pájaros tienen hambre —dijo ella—. Y yo no puedo
cargar con la escalera —añadió con una voz como cristales
triturados.
—¿Es usted la señora Ona Vitkus? ¿Es este el número 42
de la avenida Sibley?
Quinn comprobó de nuevo la dirección; había cruzado la
ciudad en dos autobuses para llegar hasta allí. La casa verde,
de un solo piso, se alzaba en el boscoso límite de una calle sin
salida, a dos manzanas de un almacén Lowe’s y a pocos pasos
de un sendero de excursiones. Quinn, plantado en el camino

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que llevaba a la casa, oía el tráfico y a los pájaros con la mis-
ma intensidad.
—Señorita —corrigió ella con tono altivo. Quinn percibió
un lejano rastro de acento extranjero. El niño no lo había
mencionado. Probablemente, la mujer había sido uno de los
muchos inmigrantes que habían entrado en Estados Unidos
por la isla de Ellis—. El chico tampoco vino la semana pasa-
da —protestó ella—. Estos muchachos son muy poco cons-
tantes.
—Qué le voy a hacer —contestó Quinn, repentinamente
receloso. Había esperado encontrarse con una mujer encan-
tadora de mejillas sonrosadas. La casa parecía la cabaña de
una bruja, con tristes parterres, buhardillas puntiagudas y las
tablillas del tejado de color paja.
—Se supone que enseñan a los chicos a ser obedientes.
Preparados, amables y obedientes… amables y obedientes…
—La mujer se dio unos golpecitos en la frente.
—… en todo momento —completó Quinn.
El chico se había ido. De manera definitiva y para todos
los momentos. Pero Quinn no tuvo fuerzas para decírselo.
—Y respetuosos en todo momento —añadió la señorita
Vitkus—. Eso es lo que prometen. Dan su palabra. Me pare-
ció que este chico era bueno de verdad.
Otro débil eco de acento extranjero: unas consonantes
algo rasposas que pasarían totalmente inadvertidas a un
oyente poco avezado.
—Soy su padre —dijo Quinn.
—Me lo había imaginado. —La mujer se estremeció den-
tro del chaquetón acolchado. Llevaba también un gorrito con
borlas, aunque estaban a 13 grados, era finales de mayo y el
sol brillaba—. ¿Está enfermo?
—No —contestó Quinn—. ¿Dónde están los comederos
de los pájaros?

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La anciana temblaba. Sus piernas, cubiertas con medias,
parecían un par de mangos de rastrillo metidos en unos zapa-
titos negros.
—En el cobertizo —contestó ella—. Junto a la puerta, a
menos que el chico los haya cambiado de sitio. Hace las cosas
a su manera. También hay una escalera. Tú eres alto, quizá no la
necesites.
La mujer examinó la ropa que llevaba Quinn como si le
pareciera inadecuada.
—Si bajo los comederos, podrá llenarlos usted misma —su-
girió él.
La anciana puso los brazos en jarras.
—Todo esto me tiene bastante fastidiada —dijo. De repen-
te, parecía al borde de las lágrimas, y ese cambio de tono ines-
perado hizo que Quinn se apresurara.
—Ahora me ocupo de todo —dijo él.
—Me voy a la casa. —La mujer señaló la puerta con un
dedo nudoso—. Puedo supervisarlo también desde la ven-
tana.
Hablaba con un entusiasmo que no acababa de encajar
con su fragilidad física, y Quinn puso en duda que, como le
había dicho Belle, Ona Vitkus tuviera 104 años. Desde la muer-
te del chico, la visión que tenía Belle de la realidad se había
vuelto algo viscosa. Quinn estaba abrumado por la pena de
Belle, acobardado por el modo en que la alteraba. Quería sal-
varla, pero no tenía talento para ninguna relación personal
que fuera más allá de acatar órdenes como forma de expia-
ción. Por ese motivo estaba allí, obedeciendo a quien era dos
veces su exmujer y para completar las buenas obras del hijo
de ambos.
El cobertizo tenía una puerta de dos hojas desportilladas
que se abrían con facilidad: las bisagras parecían recién en-
grasadas. En el interior encontró una escalera de mano con

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un travesaño roto. Apestaba a animal, pero no a perro o gato,
sino a algo más propio de un granero; tal vez ratones. O qui-
zá ratas: escuálidas, pelonas y dentudas. De la pared más ale-
jada colgaban en diagonal unas herramientas de jardín cu-
biertas de óxido que mostraban puntas, dientes y filos. Quinn
pensó en los diversos modos en que el niño podría haberse
herido en su misión semanal de caridad: sepultado bajo la
leña inestable, roído por las alimañas: una trampa para boy
scouts.
Pero el chico no se había hecho daño. Para decirlo con sus
propias palabras, se «había sentido inspirado».
Quinn encontró el alpiste en un cubo de plástico que re-
conoció: había contenido los 20 litros de masilla con la que
había arreglado las paredes del garaje de Belle; pero eso ha-
bía sido antes de su separación definitiva, antes de que ella
convirtiera el local de ensayo de Quinn en un almacén para
disolventes, venenos para el jardín y neumáticos de repuesto.
Dentro del cubo, Quinn encontró una pala enorme, de un
color rojo brillante, alegre como un accesorio de teatro. En
un estante cercano vio nueve palas más, idénticas. Al chico le
gustaba acumular objetos y guardaba cosas sin motivo. En
la víspera del funeral, Belle abrió la puerta del dormitorio
del chico y le dijo a Quinn que entrara si quería, pero que no
podía tocar ni llevarse nada. Así que Quinn se dedicó a con-
tar. Nidos: 10; copias de la película Fiel amigo: 10; linter-
nas: 10; huchas en forma de cerdito: 10; manuales para boy
scouts: 10. Tenía palitos de polos helados, bellotas, carretes
de hilo como los que se encuentran en los costureros de las
señoras, todo reunido en pulcros grupitos de diez unidades.
Un ordenador, diez ratones. Una mesa, diez estuches para
lápices. Según Belle sostenía, ese deseo de acumular era una
respuesta razonable ante un padre cuya atención manaba
como el agua gotea de un grifo estropeado. «Imagina el mo-

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tivo por el cual un chico de 11 años insistiría en tener todas
estas reservas de los objetos que necesita», le dijo en una
ocasión.
«Porque algo no le funciona bien en la cabeza», respondió
Quinn para sí. Pero aquel día solemne observó la habitación
en silencio. Mientras salía del cuarto, precedido de Belle,
puso la mano sobre el diario del chico —una libreta de espi-
ral de 13 × 18 centímetros, negra y sencilla— y se la metió con
disimulo bajo la cazadora. Ahí quedaron otras nueve, envuel-
tas todavía en plástico transparente.
Mientras Quinn arrastraba el grano fuera de la cabaña en
dirección a los comederos de la señorita Vitkus, se imaginó al
resto del grupo de boy scouts, la Tropa 23, haciendo buenas
obras más atractivas, como, por ejemplo, tejiendo colchas de
color rosa. El jefe de los scouts, Ted Ledbetter, viudo, padre y
profesor de enseñanza media que, según decía, era aficionado
a los paseos por el bosque, probablemente había hecho que
cargara con la señorita Vitkus el chico menos predispuesto a
quejarse. En aquel momento, la anciana estaba dando golpe-
citos en el cristal para que Quinn espabilara.
Entre la casa y un gran abedul, la señorita Vitkus había
tendido una cuerda de 9 metros de la que colgaban comede-
ros para pájaros. Quinn medía 188 cm, de modo que no le
hacía falta la escalera, aunque el chico, que era menudo, de
huesos pequeños y aspecto de duendecillo, sin duda la había
necesitado. A los 11 años Quinn también había sido un niño
pequeño, pero al siguiente verano su estatura se disparó y se
quedó con dolores articulares y sin ropa. Quizá el chico ha-
bría llegado a ser alto. Un hombre alto y aficionado a acumu-
lar objetos. Un hombre alto y aficionado a contar objetos
misteriosos.
Quinn empezó por el extremo más cercano al árbol y,
cuando destapó el primer comedero, los pájaros comenzaron

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a posarse y a poblar las ramas temblorosas. Probablemente
eran carboneros. Todo lo que había aprendido en las dos úl-
timas semanas le había llegado a través de la letra manuscrita
de su hijo: cuidadosa, pulcra, propia de un adulto. Según su
diario, el fruto de las irresponsables entrañas de Quinn, futu-
ro miembro de las águilas exploradoras, había puesto sus mi-
ras en una insignia al mérito en identificación de aves.
La señorita Vitkus abrió la ventana.
—Los pájaros te toman por el chico —dijo, mientras las
aves batían las alas—. Llevas la misma cazadora.
El aire fresco se abrió paso con fuerza en los pulmones de
Quinn, sin piedad. La señorita Vitkus se quedó mirándolo; el
jersey formaba bolsas sobre su escuálido pecho. Quinn no
respondió, y ella cerró la ventana con un chasquido.
Tras rellenar los comederos y pasar el cortacésped, Quinn re-
gresó a la casa, donde la señorita Vitkus lo esperaba, detenida en
la puerta. Prácticamente no tenía pelo, solo unos pocos mecho-
nes blancos que le recordaron la pelusa del diente de león.
—Al chico le daba galletas después de trabajar —dijo ella.
—No, gracias.
—Es parte del trato.
Así que entró, pero se dejó puesta la cazadora; tal como
había señalado la señorita Vitkus, era idéntica a la que lleva-
ba el chico: de cuero y con tachuelas, lo que daba a Quinn un
aire de rockero y, al niño, un aspecto de animalito caído en
una trampa. Belle lo había enterrado con ella.
Quinn esperaba encontrar gatos y tapetitos de encaje,
pero la casa de la señorita Vitkus era agradable y espaciosa.
La encimera de la cocina, aunque en un extremo tenía mon-
tones de periódicos, brillaba en los lugares despejados. Los
grifos del fregadero resplandecían. En otro tiempo, también
el exterior de la casa se habría parecido a las del resto de la
calle —bien cuidada y mantenida, enmarcada por franjas

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precisas de césped—, pero no cabía duda de que la mujer ha-
bía perdido la capacidad de conservarla.
La mesa estaba impoluta, solo había en ella dos platos de
distinta vajilla, una caja con galletas en forma de animalitos,
una baraja y unas feas gafas de lectura compradas en cual-
quier farmacia. Las sillas olían a pulimento de limón. Quinn
entendió por qué al chico le gustaba aquel lugar.
—He oído que tiene usted 104 años —aventuró Quinn,
por decir algo.
—Y 133 días.
La mujer fue repartiendo las galletitas de animales, una
por una, entre los dos platos, como si distribuyera las cartas
de una baraja. Por lo que parecía, no las tomarían con leche.
—Yo tengo 42 —dijo él—, lo que equivale a 84 en la vida
de un músico.
—Pareces mayor.
Los ojos verdosos de la mujer brillaron al mirarlo. El chico
había escrito con ortografía impecable: «¡¡¡La señorita Vitkus
me inspira grandes ideas debido a sus poderes mágicos y a los
acontecimientos EXTRAORDINARIOS de su vida!!!». El
diario tenía 29 páginas, una crónica de listas interrumpida
por breves transcripciones torrenciales del mundo de la seño-
rita Vitkus, su nueva amiga.
—¿Cuenta usted con algún tipo de ayuda —preguntó
Quinn—, además de los scouts?
—Una organización benéfica, Meals on Wheels, me trae co-
mida a domicilio —dijo ella—. Tengo que coger la comida, se-
pararla y recalentarla, pero es un ahorro. —Alzó una galletita en
forma de dinosaurio—. Esta es la idea que tienen de un postre.
Miró de nuevo a Quinn.
—El chico me dijo que eres famoso, ¿es cierto?
Quinn se echó a reír.
—En sueños.

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—¿Qué tipo de música tocas?
—Cualquier cosa menos jazz. El jazz hay que llevarlo en la
sangre.
—¿Elvis?
—Claro.
—¿Canciones de vaqueros?
—Si me lo piden bien.
—Siempre me ha gustado Gene Autry. ¿Y Perry Como?
—Si me pagan, toco piezas de Perry Como, de Gene Autry,
de Led Zeppelin o del anuncio de comida para gatos.
—No he oído hablar nunca de Ed Zeppelin ni de anuncios
para comida de gatos —dijo la señorita Vitkus—. Así que
eres un hombre para todo.
—Un currante —dijo él—. Así es como se consigue tener
siempre trabajo.
La mujer lo examinó de nuevo.
—Entonces, debes de tener bastante talento.
—No toco mal. —¿Qué le habría contado el niño? Se sin-
tió como un insecto atravesado por un alfiler—. Trabajo des-
de los diecisiete años.
A esto no contestó nada.
—Como guitarrista, quiero decir. He trabajado, sobre
todo, como guitarrista. —La anciana siguió callada, así que
Quinn cambió de tema—. Habla usted un inglés excelente.
—¿Y por qué no iba a ser excelente? He vivido en este país
cien años. He sido secretaria del director de una escuela, Les-
ter Academy, ¿has oído hablar de ella?
—No.
—¿Ni del doctor Mason Valentine? Un hombre muy inte-
ligente.
—He estudiado en colegios públicos.
La mujer jugueteó con su jersey, una reliquia de los años
cuarenta con grandes botones de cristal.

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—Los chicos de ahora no saben lo que es la constancia:
teníamos cosas por hacer —protestó la señorita Vitkus, mi-
rando a Quinn.
—Creo que tengo que irme —contestó él.
—Como quieras —dijo la mujer. Tamborileó con los de-
dos sobre la gastada baraja, que parecía algo más pequeña
que las estándar.
—Mi hijo dice que sabe hacer trucos de magia con las car-
tas —dijo, incapaz de resistirlo.
—Pero no actúo gratis.
—¿Le cobra?
—A él no, es un niño. —La señorita Vitkus se puso las ga-
fas, demasiado grandes para su rostro, y examinó la baraja.
El chico había escrito: «La señorita Vitkus tiene MUCHÍ-
SIMO talento. ¡¡¡Hace que las cartas DESAPAREZCAN y
luego vuelvan a APARECER!!! Sonríe bien».
En la vida real hablaba exactamente así.
—¿Cuánto? —preguntó Quinn.
La mujer barajó las cartas y cambió de actitud.
—Voy a agasajarte —dijo, siguiendo la típica táctica de los
magos de distraer al interlocutor. A lo largo de los años,
Quinn se había topado con todo tipo de pícaros, y aquella
vieja era francamente buena.
—Me basta con el truco —dijo él, echando un vistazo al
reloj de la cocina.
—Tienes prisa —dijo ella—. Todo el mundo tiene prisa.
Pasaba las cartas de una mano a otra como si la baraja
fuera un acordeón; sus florituras tal vez resultaran menos im-
presionantes de lo que ella creía, pero, con todo, impresiona-
ban bastante.
—Me escapé con un espectáculo de variedades en el vera-
no de 1914 y aprendí el arte de la prestidigitación. —Alzó los
ojos, como si esa simple palabra tuviera efectos mágicos—.

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Tres meses después volví a casa y, durante el resto de mi exis-
tencia, llevé la vida más convencional que quepa imaginar
—añadió con una expresión intensa, aunque un tanto ambi-
gua—. Hago estos juegos para recordar que una vez fui joven
—y, sonrojándose, añadió—. Le conté a tu chico muchas his-
torias. Posiblemente, demasiadas.
Con razón había temido ir a casa de la anciana: el chico
estaba en todas partes. Quinn nunca había querido tener hi-
jos y había sido un padre descuidado y ausente; en aquel mo-
mento, tras la muerte del niño, no experimentaba ni la paráli-
sis helada de la conmoción ni el foco cristalino de la pena,
sino que sentía el corazón lastrado por una serie de ironías
turbias y miserables.
La señorita Vitkus desplegó las cartas formando un abani-
co y esperó. Tenía los dientes largos, cuadrados, todavía bas-
tante blancos, y sus dedos nudosos eran notablemente ágiles;
las uñas brillaban, muy cortas.
—Cinco pavos —dijo Quinn, sacando la cartera.
—Me has leído el pensamiento.
Cogió el billete y se lo metió por dentro del jersey. Pasado
un momento, Quinn dijo:
—¿Y dónde está el truco?
La mujer se inclinó sobre la mesa y recogió las cartas.
—Cinco pavos es lo que cuesta la entrada —Quinn advir-
tió lo que había en su mirada: enfado—, el espectáculo vale
otros cinco.
—Esto es extorsión.
—No nací ayer —dijo la señorita Vitkus—. La próxima
vez, trae al chico.

24
***

Aquí tenemos a la señorita Ona Vitkus. Esta es la graba-


ción de la historia de su vida. Esta es también la parte Uno.

¿Ochenta y ocho minutos más? ¿Con este chisme tan pe-


queño?
(…)
Si tú lo dices, te creo. Dispara.
(…)
Bueno, la radio. Un buen invento. Y las fotocopiadoras. El
velcro. La batidora. Oh, y mejoras estupendas en la ropa in-
terior femenina. Es difícil elegir uno solo.
(…)
Entonces me quedo con la lavadora. Sin duda, la lavadora
automática. No recuerdo bien en qué momento cambié: pasé
de la dura tarea de frotar las enaguas sobre una tabla de lavar
a encontrarme con dos adolescentes y una lavadora Maytag
nueva. En un abrir y cerrar de ojos.
(…)
Eso es. Eso es todo lo que te cuento hoy.

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Capítulo 2

Quinn salió de la casa de la señorita Vitkus cinco dólares más


pobre y sin ningún tipo de magia. Cogió el autobús para lle-
gar al barrio de Belle, en North Deering, donde la encontró
pasando el rastrillo por un parterre de tulipanes situado tras
una valla vulgar y corriente, llena de estacas como dientes blan-
cos. Siempre había pensado en aquel lugar como la casa de
Belle —y eso era, en términos legales—, a pesar de que había
vivido allí de forma discontinua un total de cinco años y me-
dio. Las ventanas en voladizo le recordaban las comedias de
la televisión de los años sesenta que el chico había seguido
con entusiasmo, una tras otra, en un canal de televisión reple-
to de maridos y padres como Dios manda, que se quedaban
en casa por la noche para anclar el barco del hogar.
—¿Y bien? —preguntó Belle. Incluso su voz se había debi-
litado, habían ido desapareciendo algunas notas.
—Está cerca de Westbrook —dijo él—. Tiene el jardín he-
cho un desastre.
—El chico se comprometió hasta mediados de julio. Le
dije a Ted que nos ocuparíamos nosotros.
—Tendrá unos veinte comederos y están colgados dema-
siado altos. Era un trabajo difícil para él.
Belle miró la calle.
—¿Has venido a pie?

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—He vendido el Honda —sacó un cheque del bolsillo y se
lo dio. Le había enviado un cheque para los gastos del chico
todos los sábados desde el segundo divorcio y nunca había
dejado de pagar.
Belle lo miró con expresión impasible.
—Te lo he dicho, Quinn. Ya no hace… falta.
Quinn se preguntó, y no era la primera vez, si era posible
que una persona se muriera literalmente de pena. Belle lleva-
ba una camiseta rosa tan tremendamente arrugada que pare-
cía robada de una lavandería pública.
—Belle, deja que lo haga —rogó él.
Al principio ella no quiso, pero él se quedó ahí con el cheque
que le ofrecía; la sangre le latía en las sienes, el cheque se agi-
taba en la débil brisa, hasta que quedó claro que tenía inten-
ción de insistir más que ella. Belle se ablandó, cogió el cheque,
no dijo nada y la cabeza de Quinn se calmó.
La casa parecía engañosamente renovada. Las flores de fi-
nales de mayo surgían por todas partes, las ventanas lanza-
ban destellos y había otra serie de objetos preparados para el
basurero.
—¿Otra vez de limpieza?
—Solo las cosas que no puedo soportar.
No quedó claro lo que quería decir. Quinn repasó los ob-
jetos para tirar: una silla tapizada, una batidora, una lámpara
de mesilla, algunos cubiertos. Entonces lo vio, separado del
resto: su primer amplificador, dos vatios, un regalo por su de-
cimotercer cumpleaños.
—¿Ese no es mi Marvel?
Los dos se quedaron mirándolo como si examinaran un
animal muerto. Era un cacharro japonés barato con una caja
tan lacada que parecía mojada a pesar de la capa de mugre
acumulada durante tres décadas.
—Es feo —dijo Belle—. Y no funciona. Nadie lo quiere.

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—Me lo regaló mi madre. —Altavoz de seis pulgadas, tres
botones; una porquería, el único vestigio de su adolescencia.
Y, al mismo tiempo, de su madre. Todavía funciona —protes-
tó él, a la defensiva. Le había gustado muchísimo aquel am-
pli, había sido muy importante para él.
—¿Y si te llevas de una vez para siempre tus trastos de mi
casa? Aquí ya no pintas nada.
—Belle —dijo, herido—, por favor…
Quinn se había saltado las últimas dos visitas y Belle ja-
más se lo perdonaría. Algunas cosas, a la luz helada de los
acontecimientos posteriores, eran imperdonables.
Quinn miró a su alrededor. Durante dos semanas, la fami-
lia de Belle había zumbado por ahí, como las avispas de un
avispero, dirigida por Amy, la hermana de Belle. También ha-
bía estado Ted Ledbetter, pero esa era otra cuestión totalmen-
te distinta. Sin embargo, aquel día la casa estaba silenciosa y
no había coches en el camino de entrada.
—¿Está Ted en casa?
—No, ¿y desde cuándo eso es asunto tuyo?
—Perdona. ¿Dónde están los demás?
—Las tías han vuelto a su casa. Amy está echando al co-
rreo cartas de agradecimiento. Me invento necesidades para
que me dejen en paz unos pocos segundos.
Belle apoyó el rastrillo en un árbol y exhaló un suspiro en-
trecortado que a Quinn le recordó los ejercicios de prepara-
ción al parto. La siguió hasta el interior de la casa, donde ella
pareció sorprenderse al verlo.
—¿Me das un poco de agua? —pidió Quinn.
Belle fue a la cocina y le sirvió un vaso. Era la típica casa
de estilo de Nueva Inglaterra, aunque en realidad se encon-
traban dentro de los límites urbanos de Portland. El césped
tapizaba el paisaje, en otro tiempo irregular. Por todas partes
había columpios, casitas en los árboles, recintos para perros.

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Había sido de los padres de Belle y se la habían dejado en he-
rencia con la condición de que el nombre de Quinn no figu-
rara en los títulos de propiedad.
—¿Ha hablado de él? Me refiero a la anciana.
Quinn negó con la cabeza.
—Me ha timado cinco dólares.
—Tenían conversaciones estupendas; eso decía él textual-
mente.
—No sé cómo podía aguantarla —Quinn intentó hablar
con tono intrascendente, pero últimamente en todo lo que
hacía se le notaba el esfuerzo.
—¿Has hablado del chico?
Quinn vació el vaso. Las galletas de animalitos le habían
dado sed.
—¿Con la anciana?
—Claro, con ella. Con quién iba a ser, Quinn.
—No —añadió—, no he sido capaz.
La superficie helada de la rabia que envolvía a Belle se fue
fundiendo.
—No dice nada malo de su carácter que se llevara bien
con la anciana —dijo Belle por fin—. Es viejísima.
—Ya he pensado en eso.
Belle apoyó los dedos en el brazo de Quinn.
—Es lo único que te he pedido que hicieras. Se comprome-
tió y para él eso era importante. Habría ido yo, pero… —Belle
pareció tomar aire para buscar las palabras adecuadas— es
una tarea que corresponde al padre.
Quinn no dijo nada, ¿qué podía decir? Se había ido de casa
cuando el niño tenía tres años, había vuelto cuando tenía ocho.
Había pasado cinco años deliberadamente separado de la frágil
esencia de la paternidad. Belle podría echárselo ahora en cara,
pero no lo había hecho. Boston, Nueva York y, finalmente,
Chicago, hasta que se dio cuenta de que estaba llevando la

29
misma vida que había dejado, pero más solitaria. Tras ello,
un trayecto largo y humillante en autobús hasta casa. Se ha-
bía ganado la vida decentemente —siempre se había ganado
la vida decentemente, era su único motivo de orgullo—, pero,
con todo, temía enfrentarse a sus antiguos compañeros de gru-
po y a sus superiores laborales con la previsible noticia de que
no, ja, ja, no Lo Había Conseguido y, sí, estaba de vuelta de
modo definitivo.
—No he dicho que no tenga intención de volver. Lo que
digo es que no es la típica vieja loca con delantal de cuadri-
tos.
—Pobrecito —dijo Belle—. ¿Y qué más tienes que hacer
hoy?
—Una boda a las cinco.
—Siempre tienes una boda a las cinco, señor Solicitado.
Aquella era la pelea de siempre, y el hecho de que Belle la
resucitara hizo que se sintiera menos solo. En una ocasión,
Belle había comparado el hábito crónico de los conciertos
con las exigencias continuas de un alcohólico encubierto.
Para Quinn, la comparación con el alcohol resultaba doloro-
sa, y la verdad era la siguiente: cuando tocaba la guitarra era
el único momento en su vida, pequeña y miserable, en que
tenía la capacidad de ofrecer exactamente lo que otro ser hu-
mano deseaba.
La siguió hasta el cuarto de estar, pero Belle no le ofreció
asiento. Quinn miró a su alrededor, como si percibiera una nota
falsa, y finalmente se dio cuenta de lo que pasaba: Belle había
quitado de ahí los libros. Belle, lectora ávida, por lo general
leía cuatro o cinco libros a la vez y los dejaba por todas par-
tes, con el lomo bien arrugado por la pasión. ¿Cuántas no-
ches había pasado narrándole un argumento mientras él le
rogaba que no se lo contara entero? Pero siempre llegaba
hasta el final: cuando le gustaba una historia, no se callaba.

30
Ahora esos mismos volúmenes estaban clasificados por ta-
maño en una librería impoluta.
—Solo quedan unos pocos sábados —dijo ella.
—Siete.
—Pues siete. ¿Qué te toma? ¿Un par de horas de tu ocupa-
dísimo día?
—Sí, pero tengo que comerme las galletitas envenenadas.
Belle soltó una carcajada que sonó como un ladrido y los
sobresaltó a los dos. Quinn le cogió las manos y las sostuvo;
sintió que la comprensión de ella lo colmaba por dentro. Una
comprensión sin límites.
—¿Puedo ver otra vez su habitación? ¿Solo un minuto? —te-
nía la esperanza de devolver el diario antes de que Belle lo
echara de menos. No podía imaginar que no supiera de la
existencia del diario: Belle había observado la vida del chico
como si creyera que algún día necesitaría un biógrafo.
Belle retiró las manos.
—Ahora no.
Lo estaba castigando, aquella mujer tan valiente y queri-
da, su mejor amiga. Se lo tenía merecido; pero la conocía bien
y sabía que no tendría la energía suficiente para seguir enfa-
dada mucho tiempo.
—Tengo que escribir unas cartas —dijo ella—. Tu padre
ha enviado una nota. Y Allan ha llamado desde Hong Kong.
—Belle esperó—. Allan no sabía nada de nuestro divorcio.
Probablemente, ni siquiera tenía noticias de nuestro primer
divorcio.
Él se encogió de hombros.
—Ya nos conoces. —Su padre vivía ahora todo el año en
Florida; su hermano, en el otro extremo del mundo. Casi
nunca hablaba con ellos. Eran las diez. Tenía horas vacías por
delante—. ¿Vas a comer?
La pregunta pareció desconcertarla.

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—Probablemente —contestó ella—. Supongo que debería
comer.
—¿Necesitas algo?
—Quinn —dijo Belle amablemente—, no necesito tu ayuda.
Esta verdad le dolió como una pequeña herida. Belle lo
acompañó al exterior por el camino de entrada, como si tu-
viera ahí el coche esperando.
—Ahora soy otra persona —dijo Belle; y, si en algún mo-
mento de su vida esa información podía haberle sido de algu-
na utilidad, ese momento había pasado hacía tiempo. Se que-
daron mirándose a los ojos hasta que ella movió lentamente
la cabeza.
Quinn cargó con el ampli —no pesaba nada— y se alejó de
su antiguo barrio; tomó por Washington Avenue y por el bu-
levar, siguió por la larga cuesta de State Street hasta la penín-
sula y, finalmente, llegó a Brackett Street y subió los tres oscu-
ros tramos de escaleras hasta su piso, donde tenía equipos de
música bien cuidados, unos pocos muebles de segunda mano
y una foto enmarcada del chico con su uniforme de boy scout,
mostrando los dientes con entusiasmo. Alguien le habría or-
denado que sonriera y lo había hecho lo mejor posible.

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