La Paz Espiritual
La Paz Espiritual
La Paz Espiritual
«Nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la
justicia. Por lo tanto, queridísimos, a la espera de estos acontecimientos, esmeraos para que él os
encuentre en paz, inmaculados e intachables» (2 P 3, 13-14).
Al concluir un pasaje que alude a la llegada del Día del Señor al fin de los tiempos,
utilizando imágenes de la apocalíptica tradicional, es notable que san Pedro nos exhorte
a que este Día «nos encuentre en paz». No angustiados o asustados, sino en paz.
Evidentemente, no debemos especular sobre el fin de los tiempos, solo el Padre
conoce el día y la hora; pero me parece que hay aquí una enseñanza fundamental para el
día de hoy: cuanto más caminan hacia el final la Iglesia y el mundo, y más gime la
creación con dolores de parto, más debe el cristiano estar en paz. Cuantas más crisis
atraviesa el mundo, y más marcada está la sociedad por tensiones e inseguridades, más
necesario es encontrar la paz verdadera, dejarse pacificar en profundidad por Cristo.
Me parece que hay una urgencia espiritual. Cuanto más avanza la Iglesia en su
marcha en la historia, más llamada está a vivir cada una de las Bienaventuranzas, y muy
especialmente la séptima: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos
de Dios».
Se encuentra ahí una llamada muy fuerte a dejarnos pacificar por Cristo, a acoger
en nuestro corazón la paz de Dios. Llegaré a decir que el primer deber de un cristiano no
es ser perfecto, ni resolver todos sus problemas, es estar en paz. Vuelvo a Etty Hillesum
cuando se expresaba así en 1942:
«Nuestra única obligación moral, es desbrozar en nosotros mismos amplios claros de paz y abrirlos cada
vez más, hasta que esta paz irradie a los demás. Cuanta más paz haya en los seres, más habrá también en
este mundo en ebullición72».
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al demonio, a las fuerzas de disociación por las que él quiere arrastrar el mundo a su
pérdida. Eso se verifica muy a menudo en la historia del siglo XX: se ha visto a muchas
personas, ya sea en Europa o en Ruanda, arrastradas a cometer cosas, actos de violencia
o cobardía, de las que no hubieran pensado nunca ser capaces. La razón profunda está en
que, cuando el corazón del hombre no está verdaderamente pacificado por Dios, cuando
está aún habitado por los miedos, mecanismos de defensa, y se encuentra sumergido en
un contexto en que el mal se desencadena, o la violencia, el odio, las actitudes sectarias
se difunden, donde la presión social se muestra cada vez más fuerte, el hombre se vuelve
incapaz de resistir y se deja arrastrar a cometer el mal. En algunos momentos de la
historia, la buena moralidad no basta...
Debemos, por tanto, estar preparados, como dice Jesús en el Evangelio, pues no
sabemos el día ni la hora. Para mí, un aspecto esencial de esta vigilancia espiritual es
velar sobre nuestro corazón y educarlo para que permanezca, pase lo que pase, en la paz
de Dios.
Es notable que, entre las Bienaventuranzas presentadas por el evangelio de san
Mateo, la de los pacíficos sea la séptima. El número siete indica un cumplimiento, una
plenitud, una coronación. El hombre de las Bienaventuranzas irradia la paz. En la liturgia
eucarística latina, la palabra «paz» se encuentra siete veces en el Padre Nuestro y la
comunión. La Eucaristía es por excelencia un lugar de pacificación del corazón, de
descanso en Dios.
Si emprendemos el camino de las Bienaventuranzas, el de la pobreza de espíritu y
de todas sus expresiones (mansedumbre, aflicción, hambre y sed de justicia,
misericordia, pureza de corazón), el fruto es la paz del corazón, que nos permite
convertirnos en artífices de la paz alrededor de nosotros y merecer el hermoso título de
«hijos de Dios». Y solo la adquisición de esta paz permite vivir la octava
bienaventuranza, dicho de otro modo, recibir la persecución como una dicha y no una
desgracia.
Adquirir la paz, aunque eso exija un largo esfuerzo, es más la acogida de una
promesa que un ejercicio ascético. El largo discurso de Jesús después de la Cena, en el
evangelio de san Juan, es muy significativo a este respecto. Comienza así, en el capítulo
14: «No se turbe vuestro corazón». Un poco más adelante, en el versículo 27, se
encuentran estas palabras:
«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se
acobarde».
La paz prometida por Jesús no es la del mundo (la tranquilidad de aquel a quien
todo le va bien, sus problemas se resuelven y sus deseos son satisfechos, una paz en todo
caso bastante rara...); la paz de Jesús puede recibirse y experimentarse incluso en
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situaciones humanamente catastróficas, pues tiene su fuente y su fundamento en Dios.
Al final del capítulo 16, justo antes de la oración sacerdotal, dirigida al Padre, las últimas
palabras de Jesús a los discípulos son las siguientes:
«Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he
vencido al mundo».
«El Señor está cerca. No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a
Dios vuestras peticiones con acción de gracias. Y la paz de Dios que supera todo entendimiento
custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús73».
«El demonio pone todos sus esfuerzos en quitar la paz de nuestro corazón, porque sabe que Dios
descansa en la paz y es en la paz cuando obra grandes cosas74».
«Porque el amor no habita más que en la paz, sed siempre cuidadosa en conservar la santa tranquilidad
de corazón que os recomiendo tan a menudo75».
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Esforzarnos en conservar la paz de nuestro corazón, luchar contra la inquietud, la
confusión, la agitación de espíritu, son condiciones indispensables para dejar que Dios
actúe, y así crecer en el amor y dar a nuestra vida la fecundidad a la que somos llamados.
San Serafín de Sarov no dudaba en decir: «Adquiere la paz interior y una multitud
encontrará a tu lado la salvación».
Hay que añadir que solo en la paz tenemos un buen discernimiento. Cuando no
estamos en paz, cuando estamos confusos, inquietos, agitados, somos entonces juguete
de nuestras emociones y no tenemos una visión objetiva de la realidad, estamos tentados
de verlo todo negro y de poner todo en cuestión en nuestra vida. Por el contrario, cuando
estamos en paz, vemos claro. San Ignacio de Loyola lo había comprendido bien,
distinguía en la vida espiritual los periodos de «consolación» y los de «desolación», y
aconsejaba no tomar decisiones comprometidas sobre nuestra vida en este último caso,
sino seguir fiel a lo que se había decidido en el anterior periodo de paz.
Deberíamos deducir esta regla de conducta: cuando un problema cualquiera nos
hace perder la paz, lo urgente no es resolverlo esperando así recuperar la paz. Lo urgente
es recuperar antes un mínimo de paz y ver luego lo que podemos hacer con ese
problema. Evitaremos decisiones rápidas y precipitadas, gobernadas por el miedo, y no
buscaremos resolver a toda costa problemas ante los que somos impotentes, cosa que
ocurre con frecuencia. ¿Cómo recuperar ese mínimo de paz? Esencialmente por la
oración, la escucha de la Palabra, los actos de fe y de confianza en Dios que nunca nos
abandona.
Para adquirir la paz interior, además de los actos «puntuales» en los momentos de
lucha, que acabo de mencionar, es necesario también entregarse a un trabajo más en
profundidad que resume, a fin de cuentas, toda la vida cristiana. Este trabajo implica una
toma de conciencia de todo lo que no está pacificado en nosotros y una apertura a la
gracia, un esfuerzo simultáneo de curación y conversión, que nos permita ser cada vez
menos el juguete de las circunstancias exteriores o de nuestras heridas, y encontrar en
Dios una mayor estabilidad. Hay aquí una gran obra, de la que no podemos dar más que
algunas pistas en este breve capítulo.
Es interesante destacar que la palabra «paz» en la tradición hebraica, aunque
designa en primer lugar lo que se opone a la guerra, tiene también el sentido de
cumplimiento, de plenitud, de abundancia. Está en paz quien puede decir como el
salmista : «El Señor es mi pastor, nada me falta76». Lo contrario de la paz es entonces
la carencia, la frustración, el vacío, la insatisfacción. Los dos significados se unen: son
casi siempre nuestras carencias, nuestras frustraciones, las que alimentan nuestros
conflictos con los demás. No soportamos a los demás porque no nos soportamos a
nosotros mismos.
Nada se opone tanto a la paz bíblica como el vacío interior, la insatisfacción
engendrada por una vida privada de sentido. El hombre está llamado a la felicidad,
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destinado a una plenitud, hecho para ser colmado, y no soporta el vacío. En el mundo de
hoy se ve bien lo destructor que puede ser el vacío espiritual: engendra violencia, o bien
actitudes depresivas, o incluso búsquedas frenéticas de compensación. El hombre
moderno está amenazado más que nunca por toda una serie de comportamientos
adictivos (sexo, alcohol, droga, Internet, glotonería...), que tienen a menudo como punto
de partida el intento ilusorio de llenar una carencia.
Observemos también que, aunque la paz se opone al conflicto, todas las guerras no
son guerras abiertas, manifestaciones de violencia o agresividad; además de las guerras
ofensivas, hay también guerras defensivas: los comportamientos por miedo, el repliegue
sobre sí mismo, los intentos de controlarlo todo, las barreras que se levantan para
protegerse de sí mismo, de los demás, de la vida. Eso también se opone a la paz bíblica.
Todo esto quiere decir que la adquisición de la verdadera paz interior no puede
prescindir de una toma de conciencia y de una apertura a la gracia divina en todas las
actitudes y comportamientos (más o menos conscientes) que acabo de mencionar.
Identificar nuestras actitudes agresivas, cóleras, odios, amarguras, pero también nuestras
frustraciones, insatisfacciones, miedos, mecanismos de negación o de defensa, rechazo a
vivir, que son la expresión de una falta de paz y alimentan los conflictos en los que nos
enredamos con tanta frecuencia.
Para clasificar la materia, se podrían distinguir fácilmente cuatro campos en los que
se manifiestan nuestras faltas de paz:
—La relación con Dios: estar en paz con Dios significa una actitud de
disponibilidad, de confianza, de gratitud. Mientras que, a veces, se puede huir de él,
cerrarse, desconfiar de él. Se le puede reprochar por un sufrimiento que hemos padecido,
una espectativa no atendida, una fidelidad aparentemente estéril. Uno se puede sentir
indigno o culpable delante de él.
—La relación con uno mismo: no aceptarse tal como se es, cosa muy frecuente.
Despreciarse, juzgarse, estar perpetuamente descontento de sí...
—La relación con otro: miedos, cerrazones, pero también amarguras, rencores,
perdones rechazados...
—Y añadiría: la falta de paz en la relación con la existencia, con la vida. Lamentos
por el pasado, inquietudes ante el porvenir, incapacidad de asumir la vida presente,
pérdida del sentido y del gusto de lo que vivimos...
Todo eso quiere decir, para terminar, que la adquisición de la paz interior supone un
largo trabajo de reconciliación: con Dios, con uno mismo y nuestra flaqueza, con el
prójimo, con la vida. Tarea laboriosa que requiere paciencia y perseverancia, pero con
todo posible, pues para esta obra de reconciliación se nos dio justamente Cristo, él que
vino a hacer la paz por la sangre de su Cruz. Reconciliando al hombre con Dios,
manifestándole el verdadero rostro del Padre, reconcilia progresivamente al hombre
consigo mismo, con su prójimo, con la vida. Solo Cristo es nuestra paz, como afirma san
Pablo en la Carta a los Efesios, pues por él «tenemos acceso al Padre77».
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[72] Une vie bouleversée, Seuil, p.169.
[73] Flp 4, 5-7.
[74] Lorenzo Scupoli, El combate espiritual. Autor del s. XVI que tuvo gran influencia en san Francisco de Sales.
[75] Carta a la abadesa del Puy
d’Orbe. [76] Ps 23, 1.
[77] Ef 2, 14-18.
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