Pecado e Infierno y Reconciliacion
Pecado e Infierno y Reconciliacion
Pecado e Infierno y Reconciliacion
Hoy existe una gran tendencia a negar el infierno o a reducirlo únicamente al dolor de esta
tierra. Si cultivamos las semillas del egoísmo, del odio, de la pobreza, de la opresión, de la
injusticia y de todas esas realidades de las que hemos hablado, nuestro hogar, colegio u
oficina se convertirán en un infierno invivible. Hagamos la prueba. Pero el infierno no es
sólo una posibilidad de acá. Es la alternativa, eterna que tiene el hombre si su vida la
organiza de espaldas a Dios y a sus semejantes. Si la muerte nos coge en esa posición de
negación de Dios y de nuestros hermanos, nos condenaremos eternamente. Hemos sido
creados para la felicidad y para el disfrute del bien temporal y eterno, pero con nuestra
libertad podemos frustrar ese destino. El dolor del infierno será la ausencia fatal y total de
Dios, para quien estamos hechos con más afinidad que el oxígeno para nuestros pulmones.
Pero la malicia y la gravedad del pecado no se miden únicamente por el castigo que
merece, sino también por el daño que produce, a nosotros mismos y a los demás. Solamente
podremos comprender totalmente su gravedad contemplando un crucifijo: el pecado mata al
Hijo de Dios, Jesucristo, y a los hijos de Dios, cada uno de nosotros. En la perspectiva de
elaborar nuestro propio proyecto de vida, es muy conveniente considerar esta realidad tan
cercana: existe la fuerza del mal en nosotros y en nuestro alrededor, la cual nos tienta y
amenaza nuestra existencia de fracaso y destrucción. Por tanto, es necesario estar
advertidos para incluir en nuestro proyecto los elementos necesarios para evitar semejante
desastre.
El sacramento de la Reconciliación
Hoy hemos empleado la mayor parte del día en reflexionar sobre el pecado personal y
social. Hemos visto que el pecado es una ofensa a Dios, a nosotros mismos y a los demás
hombres. A Dios, en cuanto que rechazamos su ley manifestada en el “manual de
instrucciones”; a nosotros mismos, en cuanto que fracasamos en nuestra realización o
amenazamos nuestra existencia de infelicidad; a los demás, en cuanto que nuestras malas
acciones destruyen las relaciones fraternas y en cuanto que nuestras omisiones y malos
ejemplos privan a los demás de bienes que les podríamos proporcionar. El pecado es el
imperio del desamor y el germen de todos los males. Su gravedad solamente se puede
medir contemplando un crucifijo: el pecado mata al Hijo de Dios y a los hijos de Dios y
convierte a esta tierra en un infierno. La conversión, expresada en perdón y reconciliación,
es el primer paso para poner remedio a los daños del pecado. Si se anda a veces tan mal es
porque pocos están dispuestos a dar el paso fundamental de golpearse el pecho para
reconocer su culpa y convertirse a una vida más conforme a los deseos de Dios.
Jesucristo y la Iglesia salen al paso del pecador para ofrecerle el perdón y la vuelta al
camino del bien con un sacramento que expresa una práctica muy común en la vida de
Jesús: El sacramento de la Reconciliación, también llamado sacramento de la Penitencia o
de la Confesión. Hoy la palabra “reconciliación” recoge mejor el sentido del sacramento,
pues los términos “penitencia” y “confesión” sólo manifiestan aspectos limitados de esta
realidad sacramental. El verbo “reconciliar” expresa una disposición positiva y total de
perdón, acogida y acercamiento a nosotros mismos, a los demás y a Dios.
Todo pecado, por íntimo y personal que sea, además de afectar al individuo que lo comete,
se constituye en una ofensa a Dios y en una ofensa al prójimo. Y esto se da, porque la
Iglesia es una comunidad de hermanos, hijos de Dios. La ofensa al hermano afecta a los
demás y al Padre de todos. Por eso en una sana lógica, el pecador debería pedir perdón no
sólo al Padre, sino también a todos y cada uno de sus hermanos. Ante esta imposibilidad y
la incomodidad de la pública confesión de los pecados, Jesucristo constituyó en
administradores del sacramento a los Apóstoles, de quienes son sucesores los obispos.
Estos a su vez, confieren este ministerio a los sacerdotes. De esta manera, el obispo y el
sacerdote tienen la facultad de dispensar el perdón y reconciliar a nombre de Dios, de
quienes son delegados, y a nombre de la comunidad que presiden. En ellos, a su vez, el
cristiano debe encontrar a Dios y a la comunidad.
Esta realidad tan humana, y precisamente por eso, adquiere para el cristiano una dimensión
salvífica. A través del perdón Dios se acerca al hombre y los hombres se acercan a Dios y
entre sí.
Conclusiones
De lo dicho hasta ahora, podemos sacar algunas conclusiones que nos ayudarán a resolver
las dudas que tengamos sobre este sacramento y a encontrar razones para acercarnos a él.
Primera.- Jesús vino a llamar y a perdonar a los pecadores. Fue esta una práctica
continua de su vida, la cual más tarde encomendó a los Apóstoles (Cf. Mt. 16, 19;18,
18; Jn. 20 23) El sacramento de la Reconciliación es, pues, de institución divina y no
humana. Esto hace más razonable su validez y más comprensible su aceptación.