Pecado e Infierno y Reconciliacion

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Pecado e infierno

Esto es el pecado. El pecado no es un


invento de Dios ni de la Iglesia. Es el
acto voluntario por el cual el hombre
se rebela contra su Creador y se
constituye a sí mismo en dueño y señor
absoluto de su existencia. Es la
desobediencia a Dios y el rechazo del
fin para el que fue creado. Por el
pecado el hombre conduce su vida
hacia el fracaso. El pecado es una
realidad que no podemos desconocer
ni mucho menos negar. “Si decimos:
‘Nosotros no tenemos pecado’, nos
engañamos a nosotros mismos y la
Verdad no está en nosotros” (I Jn. 1,
8).

Hoy existe una gran tendencia a negar el infierno o a reducirlo únicamente al dolor de esta
tierra. Si cultivamos las semillas del egoísmo, del odio, de la pobreza, de la opresión, de la
injusticia y de todas esas realidades de las que hemos hablado, nuestro hogar, colegio u
oficina se convertirán en un infierno invivible. Hagamos la prueba. Pero el infierno no es
sólo una posibilidad de acá. Es la alternativa, eterna que tiene el hombre si su vida la
organiza de espaldas a Dios y a sus semejantes. Si la muerte nos coge en esa posición de
negación de Dios y de nuestros hermanos, nos condenaremos eternamente. Hemos sido
creados para la felicidad y para el disfrute del bien temporal y eterno, pero con nuestra
libertad podemos frustrar ese destino. El dolor del infierno será la ausencia fatal y total de
Dios, para quien estamos hechos con más afinidad que el oxígeno para nuestros pulmones.

Pero la malicia y la gravedad del pecado no se miden únicamente por el castigo que
merece, sino también por el daño que produce, a nosotros mismos y a los demás. Solamente
podremos comprender totalmente su gravedad contemplando un crucifijo: el pecado mata al
Hijo de Dios, Jesucristo, y a los hijos de Dios, cada uno de nosotros. En la perspectiva de
elaborar nuestro propio proyecto de vida, es muy conveniente considerar esta realidad tan
cercana: existe la fuerza del mal en nosotros y en nuestro alrededor, la cual nos tienta y
amenaza nuestra existencia de fracaso y destrucción. Por tanto, es necesario estar
advertidos para incluir en nuestro proyecto los elementos necesarios para evitar semejante
desastre.
El sacramento de la Reconciliación

Hoy hemos empleado la mayor parte del día en reflexionar sobre el pecado personal y
social. Hemos visto que el pecado es una ofensa a Dios, a nosotros mismos y a los demás
hombres. A Dios, en cuanto que rechazamos su ley manifestada en el “manual de
instrucciones”; a nosotros mismos, en cuanto que fracasamos en nuestra realización o
amenazamos nuestra existencia de infelicidad; a los demás, en cuanto que nuestras malas
acciones destruyen las relaciones fraternas y en cuanto que nuestras omisiones y malos
ejemplos privan a los demás de bienes que les podríamos proporcionar. El pecado es el
imperio del desamor y el germen de todos los males. Su gravedad solamente se puede
medir contemplando un crucifijo: el pecado mata al Hijo de Dios y a los hijos de Dios y
convierte a esta tierra en un infierno. La conversión, expresada en perdón y reconciliación,
es el primer paso para poner remedio a los daños del pecado. Si se anda a veces tan mal es
porque pocos están dispuestos a dar el paso fundamental de golpearse el pecho para
reconocer su culpa y convertirse a una vida más conforme a los deseos de Dios.

Jesucristo y la Iglesia salen al paso del pecador para ofrecerle el perdón y la vuelta al
camino del bien con un sacramento que expresa una práctica muy común en la vida de
Jesús: El sacramento de la Reconciliación, también llamado sacramento de la Penitencia o
de la Confesión. Hoy la palabra “reconciliación” recoge mejor el sentido del sacramento,
pues los términos “penitencia” y “confesión” sólo manifiestan aspectos limitados de esta
realidad sacramental. El verbo “reconciliar” expresa una disposición positiva y total de
perdón, acogida y acercamiento a nosotros mismos, a los demás y a Dios.

Todo pecado, por íntimo y personal que sea, además de afectar al individuo que lo comete,
se constituye en una ofensa a Dios y en una ofensa al prójimo. Y esto se da, porque la
Iglesia es una comunidad de hermanos, hijos de Dios. La ofensa al hermano afecta a los
demás y al Padre de todos. Por eso en una sana lógica, el pecador debería pedir perdón no
sólo al Padre, sino también a todos y cada uno de sus hermanos. Ante esta imposibilidad y
la incomodidad de la pública confesión de los pecados, Jesucristo constituyó en
administradores del sacramento a los Apóstoles, de quienes son sucesores los obispos.
Estos a su vez, confieren este ministerio a los sacerdotes. De esta manera, el obispo y el
sacerdote tienen la facultad de dispensar el perdón y reconciliar a nombre de Dios, de
quienes son delegados, y a nombre de la comunidad que presiden. En ellos, a su vez, el
cristiano debe encontrar a Dios y a la comunidad.

Decimos que el sacramento de la Reconciliación es el sacramento de perdón. Es


conveniente detenernos aquí un momento para explicar brevemente en qué consiste el
perdón. Para muchos es un signo de debilidad, que humilla y degrada a la persona que lo
pide o lo concede. Para el cristiano el perdón corre en la misma línea del amor y es su
expresión más sublime. Más aún, es el termómetro que mide su temperatura. Quien
perdona, ama mucho; quien no perdona, ama muy poco o realmente no ama. El perdón es la
cara dolorosa del amor y quien desenmascara sus impurezas, provenientes ordinariamente
del orgullo y del amor propio.
Por otro lado, el perdón es una realidad muy humana. ¿Quién de nosotros no ha sentido más
de una vez la necesidad de pedir perdón o de ser perdonado? Cuando amamos de verdad,
lamentamos la ofensa al ser querido, buscamos la manera de reparar la falta y de hallar el
perdón de la persona ofendida. Otro tanto ocurre cuando hemos sido ofendidos y nos piden
disculpas. Somos incapaces de negar el perdón, si es que de verdad amamos a quienes nos
ofendieron. La necesidad de pedir o de dar el perdón llega al punto de exigir el encuentro
para expresar u oír un “sí, te perdono” sincero y profundo. Esta es la mejor manera de
despejar toda duda o de saber que se ha verificado el perdón. El imaginar que se da o se
recibe sin ese encuentro personal es eso, pura imaginación. Y una vez que lo hemos
recibido o dado, se produce un extraño fenómeno aumenta el amor y la cercanía a la
persona amada. Si las faltas y ofensas al ser querido destruyen el amor, el perdón las olvida
y lo acrecienta.

Esta realidad tan humana, y precisamente por eso, adquiere para el cristiano una dimensión
salvífica. A través del perdón Dios se acerca al hombre y los hombres se acercan a Dios y
entre sí.

Conclusiones

De lo dicho hasta ahora, podemos sacar algunas conclusiones que nos ayudarán a resolver
las dudas que tengamos sobre este sacramento y a encontrar razones para acercarnos a él.

 Primera.- Jesús vino a llamar y a perdonar a los pecadores. Fue esta una práctica
continua de su vida, la cual más tarde encomendó a los Apóstoles (Cf. Mt. 16, 19;18,
18; Jn. 20 23) El sacramento de la Reconciliación es, pues, de institución divina y no
humana. Esto hace más razonable su validez y más comprensible su aceptación.

 Segunda.- El obispo o el sacerdote son ministros insustituibles de este sacramento. De


manera que, fuera de los casos en los que como dicen los teólogos, “suple la Iglesia”,
por la concesión o negación del perdón por parte del ministro, se realiza la concesión o
la negación del perdón de Dios y de la comunidad INO olvidemos que el sacerdote
puede negar la absolución al que se acerca al sacramento sin reunir las condiciones
necesarias para recibirlo: “lo que tú ates en este mundo, también quedara atado en el
cielo, y lo que tú desates en este mundo también quedará desatado en el cielo” (Mt. 16,
19).

 Tercera.- De lo anterior se concluye que la validez y la practica de este sacramento no


está condicionada a la virtud edad, ciencia o talento humano de sus ministros.

 Cuarta.- Mientras existan pecados y ofensas al amor, habrá necesidad de perdón. De


aquí podemos deducir la importancia y la actualidad del sacramento de la
Reconciliación. Si muchos cristianos dudan de su validez hoy, es porque han perdido el
sentido del pecado o porque quizá confunden el sacramento con la manera
individualista y poco comunitaria como ordinariamente se celebra.
 Quinta.- El perdón de Dios y de la comunidad están condicionados a la actitud de
perdonar que tengamos. Quien no quiere perdonar a sus enemigos, bloquea el perdón y
por tentó no se encuentra en condiciones de recibir el sacramento Pero hay que tener en
cuenta que perdonar no es un sentimiento, sino una disposición de toda la persona. Si
alguien siente una gran repugnancia a conceder el perdón, pero en el fondo de su ser
mantiene un deseo, una súplica por perdonar se encuentra en el camino del perdón y,
por tanto, en condiciones de recibir el sacramento.

 Sexta.- Lo más importante del sacramento no es la confesión de boca, sino el


arrepentimiento y el propósito sincero de enmienda. La Iglesia, sin embargo, mantiene
la norma de decir los pecados al confesor.

 Séptima.- El sacramento de la Reconciliación no es una vacuna contra el pecado,


aunque fortalece al cristiano en su lucha contra el Es el signo eficaz de la misericordia
de Dios y del propósito del hombre de mantenerse en continua actitud de conversión.

Con estas ideas sobre el sacramento de la Reconciliación vamos a disponernos a celebrarlo,


sabiendo que este signo sensible de nuestra conversión a Dios y al hermano es un paso
decisivo hacia el proyecto de vida que nos hemos propuesto elaborar.

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