Fragmento Del Libro Política de Aristóteles
Fragmento Del Libro Política de Aristóteles
Fragmento Del Libro Política de Aristóteles
LIBRO CUARTO1
TEORÍA GENERAL DE LA CIUDAD PERFECTA
CAPÍTULO I
DE LA VIDA PERFECTA
Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que
reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra
preferencia. Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el gobierno por
excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los ciudadanos a él sometidos, en
el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su condición. Y
así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida preferible para todos los hombres en
general, y después veremos si es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. Como
creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más
perfecta, aquí no haremos más que aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie
puede negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el hombre puede gozar se
dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma;
consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un
hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una
mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto,
por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en
punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Cuando se
presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay
esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se considera uno
siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder,
reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles,
cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos.
A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, convencerse en esta
ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y conservarse las virtudes
mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos mediante
aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a
la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones más puros y de las más distinguidas
inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del amor a estos bienes que nos
importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad
que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfectamente esto
mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas
que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no
nos sirven verdaderamente para nada. Respecto a los bienes del alma, por el contrario, nos son
útiles en razón de su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante
todo, esencialmente bellas.
En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan para
conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación directa con la
distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos. Luego,
si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a nosotros, es más preciosa
que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. Según
las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en interés del alma, y los
hombres prudentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser
considerada como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como punto
perfectamente sentado que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y
de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios, cuya
felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en
la esencia de su propia naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste
necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que son
exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del
azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más
perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede acompañar
nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prosperan sino a condición de ser virtuosos y
prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma extensión y con
las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el individuo las posee es por lo que se le
llama justo, sabio y templado.
No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos de tocar
aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro
tratado. Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para el individuo aislado como
para el Estado en general, es el alcanzar este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena.
En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no responderemos a ellas en este
momento, a reserva de examinarlas más tarde, si quedan todavía dudas después de que nos
hayamos explicado.
CAPÍTULO II
DE LA FELICIDAD CON RELACIÓN AL ESTADO
Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida por elementos
idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen en que estos
elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la riqueza no se vacilará en
declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como es rico; si se estima que para el
individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico, el Estado será tanto más dichoso cuanto
más vasta sea su dominación; si para el hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado
más virtuoso será igualmente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí principalmente nuestra
atención. En primer lugar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la participación en los negocios
del Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público? Y en segundo,
¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con preferencia: el que admite a todos los
ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que, haciendo algunas excepciones,
llama por lo menos a la mayoría? Esta última cuestión interesa a la ciencia y a las teorías políticas,
que no se cuidan de las conveniencias individuales; y como precisamente son consideraciones de
este género las que aquí nos ocupan, dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la
primera, que constituirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el
que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad.
Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos se preguntan si la vida
política y activa vale más que una vida extraña a toda obligación exterior y consagrada por entero a
la meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo. Los partidarios más sinceros que
ha contado la virtud, así en nuestros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra
de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la verdad es de alta importancia, porque
todo individuo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino que les
parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de algunos una horrible injusticia, si
el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser injusto, pero se convierte
en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejerce.
Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se pretende
que la vida práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus
formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que dirigen los negocios generales de
la sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y sostienen
que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante la dominación y el despotismo; y,
realmente, en algunos Estados la constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la
conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión general que presentan casi en
todas partes los materiales legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la dominación.
Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación pública y la mayor parte de las leyes no
están hechos sino para la guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición hacen
el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por ejemplo, los persas, los escitas, los tracios,
los celtas. Con frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por ejemplo, se tiene a
orgullo llevar en los dedos tantos anillos como campañas se han hecho. En otro tiempo, en
Macedonia la ley condenaba al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún
enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la copa de mano en mano, pero no
podía ser tocada por el que no había muerto a alguno en el combate. En fin, los iberos, raza
belicosa2, plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como enemigos ha inmolado.
Aún podrían citarse en otros pueblos muchos usos de este género, creados por las leyes o
sancionados por las costumbres.
Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado pueda
nunca meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el
yugo. ¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de una cosa que no es ni
siquiera legítima? Buscar el poder por todos los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar
todas las leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan
nada que se parezca a esto. El médico y el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los
enfermos que tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se
confunde el poder político con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni
bueno para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama resueltamente la justicia
para sí y se olvida por completo tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto
cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho natural; y si este principio es
verdadero sólo debe quererse reinar como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un
señor, y no indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un sacrificio se va a la
caza, no de hombres, sino de animales que se pueden cazar a este fin, es decir, de animales
salvajes y buenos de comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de aislarle de
todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la sola condición de estar bien administrado y
de tener buenas leyes. En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, ni a la
conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella.
Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas que ellas sean, no deben
ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio para que aquél se realice.
Cuestionario sobre el Libro “Política” de Aristóteles
Nombre:________________________________________________________________
2.- ¿Cuáles son las tres clases de bienes que el hombre puede gozar? p.1
6.- ¿Es diverso o es idéntico la felicidad del Estado respecto de la del individuo? p.2
7.- ¿Para qué están hechas las leyes y la educación pública en Lacedemonia y Creta? p.3
9.- ¿Deben ser las instituciones guerreras el fin supremo del Estado? p.3