Arata y Mariño (2012) La Educación en Argentina. Una Historia en 12 Lecciones - Leccion 11
Arata y Mariño (2012) La Educación en Argentina. Una Historia en 12 Lecciones - Leccion 11
Arata y Mariño (2012) La Educación en Argentina. Una Historia en 12 Lecciones - Leccion 11
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Índice
Lección 1.
Qué significa pensar históricamente.
Lección 2.
De la conquista a la colonia: enseñar y aprender en la América española.
Lección 3.
El momento ilustrado: la educación entre las reformas borbónicas y la lucha por la
independencia.
Lección 4.
Levitas y chiripás: la educación en el período post-independentista.
Lección 5.
La formación de una trama: las ideas pedagógicas durante la consolidación del Estado.
Lección 6.
El oficio de enseñar: una cuestión de Estado.
Capítulo 7.
La organización del sistema educativo: un mapa de la cuestión.
Lección 8.
La hora del balance: expansión, diversificación y luchas por el sentido de la educación.
Lección 9.
Libros, mamelucos y alpargatas: la educación en los años peronistas.
Lección 10.
Auroras y tempestades: la educación entre golpes.
Lección 11.
La noche más larga: represión en el ámbito educativo.
Lección 12.
La educación en su laberinto: crisis, reforma y nuevo punto de partida.
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Lección 11
La penúltima lección nos coloca ante el desafío de transitar el período más oscuro de la
historia argentina. La dictadura cívico-militar que asoló al país entre 1976 y 1983 dejó
marcas profundas en nuestra identidad colectiva, en los modos de pensarnos como
sociedad, en las formas en que recordamos nuestra historia reciente, en los vínculos
que establecemos con el Estado. El 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983
representan dos puntos de inflexión (de signo opuesto) en la historia nacional. Sin
embargo, para comprender las condiciones que hicieron posible la implementación de
las políticas represivas y discriminadoras desplegadas durante el autodenominado
Proceso de Reorganización Nacional hay que hundir la mirada en los años previos al
golpe de Estado, mientras que para determinar sus alcances, debemos indagarnos
sobre de qué manera los efectos de dichas políticas todavía hoy repercuten en nuestra
sociedad.
Durante las décadas del ’80 y el ’90 el Estado mantuvo una posición oscilante y
contradictoria acerca de lo ocurrido durante la dictadura. Por un lado, derogó la Ley de
Pacificación Nacional, conformó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas, encargada de la redacción del documento Nunca más (1984), y promovió el
Juicio a las Juntas (1985). Esas políticas contribuyeron a elaborar un piso de verdad
histórica: el valor de la información reunida en el Nunca más y la condena a los
máximos responsables de los crímenes cometidos desde el Estado, no representaron la
opinión de un sector de la sociedad, sino que constituyeron pruebas irrefutables sobre
las acciones estatales y paraestatales llevadas a cabo como parte de un plan
sistemático orientado al secuestro, desaparición y aniquilamiento de niños, jóvenes y
adultos.
Decimos que fue oscilante y contradictoria porque, por otro lado, ese mismo Estado
condonó, bajo una fuerte presión de los sectores militares, a cientos de responsables
por los delitos cometidos durante la dictadura, a través de la sanción de las leyes de
Punto final (1986) y de Obediencia debida (1987), ambas durante el gobierno de Raúl
Alfonsín; y, por medio de los decretos firmados por el presidente Carlos Menem, se
indultó a los militares ya condenados por crímenes de lesa humanidad en el Juicio a las
Juntas. Estas medidas se tomaron en nombre de una “política de reconciliación”, con la
que se pretendió clausurar toda posibilidad de revisar las acciones del pasado y ejercer
justicia.
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presidente Néstor Kirchner (2003-2007) pidió perdón en nombre del Estado por los
crímenes cometidos y promovió una serie de medidas que viabilizaron la realización de
los juicios a los represores. En consonancia con estas decisiones políticas, en los
últimos años tuvo lugar un intenso proceso –impulsado desde los organismos de
derechos humanos, las agrupaciones políticas, las comisiones barriales y por el propio
Estado- destinado a elaborar un tipo específico de reflexividad, al que se lo denomina
políticas de la memoria. Como indica el equipo de Educación y Memoria del Ministerio
de Educación, estas políticas fueron, originalmente, gestadas por los organismos de
derechos humanos durante la dictadura, con el propósito de “denunciar los secuestros
y reclamar por la aparición con vida de los desaparecidos”, a los que, posteriormente,
se sumaron una enorme cantidad de “gestos de memoria” elaborados por la sociedad
argentina: “placas recordatorias en barrios, plazas, escuelas, universidades, sindicatos;
intervenciones artísticas de diversos tipos […] documentales; programas de radio,
producciones de material bibliográfico, entre tantas otras.”
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de reestructuración política y económica durante la dictadura? ¿Quiénes
intervinieron? ¿Qué condiciones lo hicieron posible? ¿Cuáles fueron las políticas
educativas implementadas y en qué fundamentos se basaron? ¿Cómo afectaron la vida
cotidiana en las escuelas y en el ámbito de la cultura? En un primer momento,
presentaremos las principales líneas políticas implementadas durante el período 1976-
1983, para luego focalizar en las características que tuvieron en el campo de la cultura
y la educación.
Una última salvedad. A lo largo de esta lección notarán que nos apoyamos
constantemente en el uso de comillas. Lo haremos con la intensión de enfatizar que
determinadas expresiones deben ser leídas teniendo en cuenta el lugar desde donde
fueron enunciadas. Si bien esta aclaración se aplica a todos los períodos trabajados,
para éste es especialmente importante, debido a que los militares y civiles artífices de
la dictadura elaboraron y desplegaron en el plano discursivo una ficción de estado
particularmente perversa. De hecho, ningún Estado funciona por pura coerción, sino
apelando a fuerzas ficcionales que legitiman sus acciones. En el caso del Proceso, sus
voceros elaboraron una serie de representaciones que, según Ricardo Piglia,
constituyen un “relato quirúrgico”: el relato de una sociedad enferma, en la que los
militares debían operar como “cirujanos” para “extirpar” los males que la acechaban.
Un discurso desde el cual se aseveró que un conjunto de ideologías extranjerizantes
habían “inoculado el virus de la subversión” en las aulas argentinas, una ficción que al
mismo tiempo y con la misma fuerza, encubría y revelaba la atrocidad del terrorismo
de Estado.
La última dictadura se perpetró y fue posible a partir de la alianza mantenida entre las
fuerzas armadas, algunos sectores de la sociedad civil y los grupos económicos
concentrados. Por esa razón, hablaremos de una dictadura cívico-militar y no militar a
secas. ¿Dónde se origina un golpe de Estado? Pilar Calveiro plantea que “los golpes de
Estado vienen de la sociedad y van hacia ella”, lo que no quiere decir que la sociedad
en su conjunto deba ser representada como un “genio maligno” que los gesta, pero
tampoco como su “víctima indefensa”. La última dictadura implementó con éxito una
cultura del terror que inmovilizó a la sociedad civil, conduciéndola a un estado de
infantilización (esto es, acotando o suprimiendo los derechos y libertades de la
ciudadanía) en el que estaba definido con claridad quienes eran los que tenían derecho
a mandar y quienes los que tenían que obedecer. Así, vastos sectores de la sociedad
padecieron sus políticas, mientras otros contribuyeron a crear y sostener el poder
golpista, autoritario y desaparecedor.
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“patio trasero”, identificando en ella uno de los territorios donde se libraría la batalla
contra el comunismo. Con ese propósito, el ejército de los Estados Unidos intervino en
Latinoamérica y el Caribe creando en 1946 la Escuela de las Américas: un centro para
el entrenamiento de militares latinoamericanos en el que se formaron
aproximadamente 60.000 soldados en las doctrinas de contrainsurgencia. Allí se
capacitaron en la lucha contra la subversión, entre otros, Roberto Viola, quien
reemplazó a Videla al frente del poder ejecutivo a partir de 1981.
Una de las metáforas más recurrentes consistió en comparar al país con un cuerpo
humano bajo los efectos de un cáncer. Fluyendo indiscriminadamente por el torrente
sanguíneo de la sociedad, este cáncer amenazaba con disolver la esencia misma de los
valores “positivos y esenciales”. Estos valores, defendidos fundamentalmente por las
Fuerzas Armadas y las jerarquías de la Iglesia Católica, debían volver a instaurarse en
una sociedad que había sido desbordada por ideologías que atentaban contra el “ser
nacional”. Para restablecer ese orden era preciso reeducar a la sociedad. Estas
alegorías no emanaban con exclusividad de las bocas de los militares. Una compleja
trama de complicidades y apoyos –implícitos y explícitos- legitimaba las acciones desde
distintos sectores de la sociedad civil. El periodista Mariano Grondona, por ejemplo, se
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hacía eco exaltando la alianza entre las instituciones que apuntalaban el nuevo
régimen, interrogando: “¿Qué quedará en la argentina sin la espada y sin la cruz?
¿Quién querrá quedar en la historia como aquél que la privó de una de ellas? La
argentina es católica y militar. Ninguna responsabilidad hay más alta en este tiempo
que el cuidado de esa ‘y’.”
La implantación del terrorismo de Estado. Los miembros de las Fuerzas Armadas, que
se consideraban a sí mismos “salvadores de la Patria”, ejercieron el papel de
disciplinadores de la sociedad. Tras establecer el estado de sitio, dejar en suspenso al
Poder Judicial e intervenir los organismos estatales, crearon una red de centros
clandestinos de detención, desaparición y exterminio de personas, destinados a
extirpar de la sociedad argentina sus “elementos subversivos”. En el territorio nacional
funcionaron aproximadamente 500 centros de estas características. Pero ¿qué
entendían por subversión? La subversión era un “flagelo” que atentaba contra los
“valores occidentales y cristianos”, ejes de la unidad nacional; su accionar se expresaba
a través de ideas o prácticas que se consideraban opuestas al orden establecido. Por lo
tanto, la definición de “subversivo”, alcanzaba a las organizaciones políticas armadas, a
cualquier tipo de militancia o participación gremial, sindical, educativa o barrial, a todo
grupo político y a los organismos defensores de los derechos humanos, que expresaran
su desacuerdo con el régimen.
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estándar de vida para sus ciudadanos, a través de la sanción de leyes sociales y de la
implementación de mecanismos de protección económica para sus trabajadores. Para
los portavoces de los sectores económicos aliados con la dictadura, la intervención
estatal en la economía durante las décadas previas al golpe había generado un modelo
artificial de crecimiento que era preciso reestructurar.
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En este marco, ¿cuáles fueron las políticas educativas implementadas durante el
período y sobre qué fundamentos se basaron? Para poder ensayar una respuesta,
abordaremos este punto a partir de dos perspectivas que contribuyen al análisis del
período: las tendencias político-pedagógicas que identificó Cecilia Braslavsky y las
estrategias que conceptualizó Pablo Pineau sobre este período.
Tendencias en la educación
El desenvolvimiento del sistema educativo durante las primeras siete décadas del siglo
XX, con excepción de algunos años, estuvo marcado por una clara tendencia hacia la
expansión. Esta tendencia se interrumpió a partir del golpe. En 1976 existían en el país
6.208 jardines de infantes, 26.304 escuelas primarias y 4.887 colegios de enseñanza
media. Sin embargo, en 1982, hacia el final de este período, los jardines alcanzaban los
7.345 establecimientos, las escuelas primarias los 23.034 edificios y los colegios, 4.896.
En sentido contrario, los alumnos de la escuela primaria habían aumentado
significativamente: de 3.601.234 en 1976 a 4.382.351 en 1982. En otras palabras, ante
el aumento del 21,6 % de la población escolar de primaria, la existencia de
establecimientos se redujo en un 13%. Ya hemos hecho referencia a algunos datos de
contexto, ahora intentaremos ofrecer algunas interpretaciones sobre el sentido de
estas tendencias.
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función de los preceptos de la doctrina católica; la segunda, que la educación pública
debía ser reestructurada privilegiando el rol subsidiario del Estado.
En primer lugar, la dictadura acentuó los rasgos autoritarios del sistema educativo,
introduciendo los criterios de la lógica militar en la conducción de la educación.
Carolina Kaufmann señala que la militarización del sistema educativo “clausuró la
posibilidad de mantener debates pedagógicos, exacerbando la organización verticalista
del sistema”. Esta lógica, que ya había sido implementada en otras etapas históricas,
dificultó la participación de la comunidad en los asuntos educativos, ensanchó el
distanciamiento entre la cultura escolar y la cultura extraescolar, introdujo pautas de
control ideológico en las pruebas de ingreso a la docencia y en la promoción a los
cargos superiores y, en su punto máximo de agregación, desató la persecución física e
ideológica de docentes y alumnos. Con estas medidas se pretendía amoldar los valores
que debía transmitir la escuela al objetivo de constituir una sociedad disciplinada y
despolitizada.
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efectuado sobre el problema del financiamiento educativo. En el período 1966-1973,
bajo el influjo de una lógica según la cual la educación resultaba una “inversión
rentable”, se sostuvo que los recursos debían ser incrementados y que debía
estimularse la acción del sector privado. En el período 1973-1976, por el contrario, se
hizo fuerte hincapié en la concepción según la cual la educación representaba un
derecho social indispensable que el Estado debía garantizar. Durante el ministerio de
Jorge Taiana (1973-1974), se puso especial énfasis en asumir esta tarea a través de una
adjudicación preferencial de recursos al sector público, tal como lo deja entrever el
Plan Trienal, elaborado para el período 1974-1977. En dicho plan se elaboraron
políticas siguiendo los principios de la justicia redistributiva, que abarcaban desde el
reparto gratuito de la copa de leche hasta la reforma de contenidos en el curriculum.
Muchas de estas medidas fueron interrumpidas por la gestión del Ministro Ivanissevich
a partir de agosto de 1974.
En tercer lugar, y en sintonía con el punto anterior, el Estado asumió un rol subsidiario,
otorgándole al sector privado una mayor injerencia sobre los asuntos educativos. El
principio de subsidiariedad, como ya señalamos en otras lecciones, consiste en
promover el derecho a enseñar por sobre el derecho a recibir educación. De esta
forma, se hizo lugar a una demanda histórica del sector privado y de la Iglesia católica
y, consecuentemente, se desfinanció y redujo la educación pública. Una suerte similar
corrieron las universidades nacionales, que fueron aranceladas o bien clausuradas y
muchos de sus docentes, cesanteados. Como consecuencia, el sistema educativo
argentino fue reconfigurado sobre la base de un modelo excluyente y de una matriz
expulsiva que afectó principalmente a los sectores populares.
Los ministros de educación que condujeron este proceso fueron Ricardo Bruera, Juan
José Catalán, Juan Rafael Llerena Amadeo, Carlos Burundarena y Cayetano Licciardo. Si
bien la gestión de cada uno tuvo su impronta, en todas ellas pueden detectarse una
combinación de discursos autoritarios y elitistas. En el caso de los ministros Llerena
Amadeo y Ricardo Bruera, sus enfoques pedagógicos descansaban sobre los principios
de la pedagogía personalista -también conocida como perennialismo pedagógico-. Esta
concepción de la educación se basaba en la existencia de verdades eternas, en los
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dogmas religiosos y en las premisas elaboradas por el pensamiento educativo
tradicional.
El personalismo pedagógico fue difundido entre los docentes a través de la vasta obra
del pedagogo español García Hoz. Como señala Laura García, Victor García Hoz estaba
identificado con el primer franquismo y era miembro del Opus Dei. Entre otras ideas,
García Hoz era un abierto defensor “de la inclusión de la enseñanza católica en todos
los niveles” al tiempo que “proponía la separación de los sexos en todo el sistema
educativo y el dictado de materias específicas para varones y mujeres.”
Como señala Adriana Puiggrós, esta concepción pedagógica “se caracterizó por una
bizarra articulación entre libertad individual y represión”. En efecto, Ricardo Bruera
sostenía que las metas de esta concepción pedagógica eran la libertad expresiva de los
alumnos, la participación y la consagración de “los ideales por sobre la censura”, pero
aducía que, para poder alcanzar esas metas resultaba indispensable, previamente “la
restauración del orden en todas las instituciones escolares”. Sin orden, no hay libertad:
así concebía Bruera las “presentes circunstancias”, para colocar el énfasis en una
versión espiritualista que exaltaba la educación como un medio de realización
personal, individual y trascendente, y que, por esa misma razón, enseñaba a desconfiar
de las motivaciones “condicionadas por el exterior” y a colocar la atención en el
proceso de realización interior.
En el plano micropolítico de las instituciones y del aula, la educación pública fue objeto
de una serie de acciones destinadas a ejercer un fuerte control ideológico. A través de
la censura y la persecución, los ministros de educación de la dictadura llevaron
adelante una batalla cultural contra las “ideologías extranjerizantes”. Así lo sostuvo
Juan Llerena Amadeo, cuando espetó que “Las ideologías se combaten con ideologías y
nosotros tenemos la nuestra”. Los elementos oscurantistas y elitistas, a los que hacía
mención Braslavsky, se combinaron para elaborar una pedagogía de la sospecha,
según la cual todo y todos eran potencialmente subversivos. El ejercicio del control
pronto se difundió por toda la sociedad; Guillermo O’Donnell señalaba cómo la
difusión de un “estado de sospecha permanente” había favorecido la aparición de
kapos en múltiples espacios –públicos y privados- de la sociedad: ciudadanos que
ejercían un fuerte control sobre lo que hacían y que dejaban de hacer otros
ciudadanos. En otras palabras: “la sociedad se patrulla a sí misma”, concluía O’Donnell.
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sido socavado por la aparición de las masas.” Y concluía sosteniendo que “falta un
elemento sustancial, una lúcida clase dirigente que señale a la Argentina sus objetivos,
que fije las medidas para lograrlo y que transmita a toda la población los influjos
políticos para dirigir a la Nación”.
La estrategia represiva fue impulsada por grupos ligados a las posiciones más
tradicionalistas dentro del campo cultural, que fijaron como objetivo principal
restablecer los “valores perdidos”. Según el diagnóstico de los grupos conservadores,
“valores” como el rigor, el orden y la disciplina –otrora ponderados positivamente por
la sociedad- habían perdido prestigio en las últimas décadas. La principal razón de esta
desvalorización, la hallaban en los discursos y las prácticas educativas surgidas al calor
de la renovación cultural y políticas de los años ‘60 y ’70, donde se habían promovido y
difundido novedosas articulaciones entre educación y política, resignificando el
concepto sarmientino de “educación popular”. Cuando a la luz de las ideas elaboradas
por la pedagogía de la liberación, se estimulaba la democratización del conocimiento y
se convocaba a reemplazar una concepción asimétrica de la relación docente-alumno,
por el establecimiento de vínculos dialógicos entre ambos.
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un férreo control ideológico, incluyendo a la literatura infantil y la Biblia. Entre los
libros cuya prohibición fue considerada paradigmática podemos mencionar: los
cuentos El caso Gaspar, de Elsa Bornemann, que fue prohibido por relatar la historia
de un niño al que se le había ocurrido caminar con las manos, y La Torre de Cubos, de
Laura Devetach, que fue acusado de promover la fantasía de un modo ilimitado; el
libro de Augusto Bianco, El pueblo que no quería ser gris, donde se narraba la historia
de un pueblo que se oponía a la decisión del rey de pintar todas las casas de un mismo
color, que fue censurado por el decreto N° 1888 del 3 de septiembre de 1976, y el libro
infantil Cinco dedos, escrito en Berlín Occidental y publicado por Ediciones de la Flor,
donde se relata la historia de una mano verde que perseguía a los dedos de una mano
roja y ésta, para defenderse del ataque, se unía y formaba un puño colorado, que fue
prohibido en febrero de 1977 argumentando que presentaba una clara finalidad de
“adoctrinamiento” preparatoria para la tarea de “captación ideológica”.
También se procuró instruir a los docentes para que fueran capaces de identificar a los
elementos “subversivos” presentes en las instituciones educativas. En la gestión del
ministro Juan José Catalán se confeccionó un documento que puso especial énfasis en
este asunto, el folleto Subversión en el ámbito educativo: conozcamos a nuestro
enemigo, a partir del cual se caracterizaba a las agrupaciones políticas, sus estrategias
y sus reivindicaciones, y se alentaba a la comunidad educativa a identificarlos y
delatarlos. En sus páginas se describía la manera de actuar de la “subversión” en el
sistema educativo, sobre todo en el nivel universitario. El documento se detenía, por
ejemplo, en describir una larga lista de expresiones lanzadas por estudiantes y
profesores a las que califica de “subversivas”: “Por la libertad de los obreros y
estudiantes presos”, “Tal profesor no aprobó a tantos alumnos” o “No se realizan
cursos nocturnos para los que trabajan”, entre otras.
La estrategia discriminadora, por su parte, fue impulsada por grupos ligados a una
concepción “modernizadora tecnocrática”, que con una visión “despolitizada” y
aséptica de los problemas pedagógicos y una concepción netamente competitiva de la
sociedad, promovieron la incorporaron de concepciones elitistas, neoliberales y
eficientistas. Sus acciones estuvieron orientadas a desarticular los dispositivos
históricos que permitieron la existencia de la educación común, cuyos principales
rasgos presentamos en la lección 7. En el mediano plazo, estas tendencias favorecieron
la segmentación del sistema educativo. Cecilia Braslavsky hablaba de “circuitos
diferenciados de educación” para dar cuenta del modo en que las políticas autoritarias
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habían desarticulado el modelo educativo forjado a partir de la sanción de la ley 1.420.
Lo explicaba de la siguiente manera: la propuesta formativa de un sistema educativo
puede tender a la unidad o a la diversidad. Cuando ocurre lo primero, el Estado
garantiza una “prestación de iguales oportunidades educativas para toda la
población”; cuando ocurre lo segundo, en cambio, la prestación del servicio educativo
varía enormemente y se establece según la capacidad que tienen los diferentes grupos
sociales de presionar por recibir dicha prestación.
Entre las estrategias discriminadoras más importantes, Juan Carlos Tedesco identificó
una política de “vaciamiento de contenidos” de la propuesta curricular. ¿En qué
consistió esta estrategia? Se estableció que los alumnos debían retardar al máximo
algunos aprendizajes, alegando que, como todo proceso de aprendizaje es
“eminentemente individual”, por consiguiente, estaba limitado por la maduración
psicológica de cada niño. En suma: si el hecho educativo estaba determinado
previamente por la capacidad madurativa del niño, y esta capacidad podía
establecerse en términos de estados (a partir de una lectura sesgada de la teoría de
Piaget, elaborada por el psicólogo Antonio Battro), por lo tanto, los maestros y sus
métodos –por buenos que fueran- no podían incidir o alterar la mejora del
aprendizaje.
Así, los contenidos que formaban parte de la caja curricular estaban determinados por
las “posibilidades de aprendizaje” y estas, a su vez, estaban sujetas a las etapas
evolutivas. Uno de los ejemplos más claros de dichas concepciones pedagógicas fue el
diseño del Curriculum de la Ciudad de Buenos Aires elaborado en 1981. Los objetivos
para los alumnos que ingresaban al primer grado de la escuela primaria se acotaban,
siguiendo este modelo, a escribir grafemas que respondieran a un solo fonema. Los
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libros de texto para el primer grado de la escuela primaria fueron reelaborados
aplicando un modelo conocido como el “curriculum de las 13 letras”. Las oraciones que
se empleaban sólo podían ser escritas con las letras A – D –E – I – L – M – P – N – O – T
– U – S - Y. La escasez de recursos gramaticales que prescribía aquella disposición sólo
permitía crear frases de escaso nivel de significación. Tal es el caso del libro de texto
“Pupi y yo”: “Daniel emite una opinión, opina y no tiene la mínima idea de moda”, “la
pálida luna ilumina el manantial, mi papi de la mano en idilio ideal” o “La paloma
paladea alimentos del molino de la loma”. Este criterio puso en evidencia, según Pablo
Pineau, una concepción de la enseñanza de la lectura empobrecida por “textos
monótonos, repetitivos, estereotipados y pobres de sentido.”
En sintonía con este modelo curricular, también se aconsejaba que aunque los niños
no aprendieran resultaba preferible que estuviesen en la escuela, porque allí, al
menos, se les enseñaba a comportarse, a tomar el lápiz, a respetar los renglones o a
orientarse de izquierda a derecha. Con respecto a los maestros y profesores, se
advertía que no debían intervenir en la formulación de objetivos y se les prohibía el
abordaje de ciertos contenidos con argumentos que rayaban lo absurdo: a las
matemáticas modernas, por ejemplo, se las consideró subversivas ya que, como señala
el equipo de Educación y Memoria “en la medida en que todo estuviera sujeto a
cambio y revisión, se tornaba potencialmente peligroso”; además, la matemática
moderna promovía el estudio de la teoría de conjuntos, que “indudablemente” se
prestaba de puente para la introducción de ideas subversivas.
Las Islas
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que el nombre de las Islas Malvinas impactó en mí fue la mañana del 3 de abril [de
1982] cuando estaba en la escuela y sonó la sirena del diario “El Liberal”. La preceptora
fue corriendo al patio y entre gritos y llantos dijo que la Argentina entraba en guerra
con Inglaterra y que un comunicado del Gobierno decía que se habían recuperado las
Islas Malvinas. A partir de ahí todos los días cantábamos la marcha a las Malvinas y los
profesores explicaban porqué las Islas nos pertenecían”.
¿Qué relaciones estableció la cultura escolar con Malvinas? ¿Cuándo se originó y por
qué? ¿Cuál fue el lugar y qué peso se otorgó en las disciplinas escolares, las efemérides
y los rituales patrios a hacer de Malvinas una “causa nacional”? Cristina Marí y Jorge
Saab se preguntan “¿Qué otra cosa podían ser las Malvinas sino un recuerdo escolar?”.
La presencia del tema Malvinas en las escuelas se remonta, probablemente, a 1881,
cuando comienzan a ser mencionadas en los manuales de Geografía. Desde entonces,
las referencias a las islas multiplicaron a través de canciones y marchas, libros y
efemérides. En 1941, a partir de una reforma de los programas de enseñanza, se
estableció la obligatoriedad de su enseñanza. Sin embargo, el modo en que la escuela
procesó el tema Malvinas, no puede generalizarse. Marí y Saab advierten que la
efectividad del “discurso de reafirmación” de la soberanía que los gobiernos buscaron
promover a través de la escuela debe ser revisado a la luz de otras variables, por
ejemplo tomando en cuenta que “los maestros y profesores que fueron formados en la
tradición normalista, esencialmente laica y liberal” o que en “los planteles docentes
revistaron muchos socialistas”, todos ellos alejados de la prédica nacionalista y
militarista.
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que el discurso banal patriótico funcione: la causa justa”. Aunque también agrega que
Malvinas puede ser un motivo para “discutir el apoyo social a un hecho concreto de la
dictadura, el servicio militar obligatorio, la relación con los jóvenes, la noción territorial
de Nación, la relación de la democracia con la violencia política y con las Fuerzas
Armadas”, entre otros asuntos.
Bibliografía de la lección
213
Archivos de Ciencias de la Educación (4ta época) [en línea] Disponible en
www.memoria.fahce.unlp.edu.ar.
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