Cuentos de Los 4t

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Los amos

[Cuento - Texto completo.]


Juan Bosch

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le
dijo que iba a hacerle un regalo.
-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir
trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de
cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le
caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de
pómulos salientes.
-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el
viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y
se puso a mirar las vacas y los críos.
-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el
ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era
bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años
trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de
madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había
salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no
quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el
paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había
mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero
el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera
setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso
hacerle una última recomendación.
-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.
-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero
hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al
borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía,
pero Cristino conocía una por una todas las reses.
-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o
por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
-Arrímese pa aquel lao y la verá.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al
animal.
-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.
-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
-¿La calentura?
-Unjú, me ta subiendo.
-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el
frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…
-¿Va a traérmela? -insistió la voz.
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de
polvo.
-¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos
sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no
le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó
a Cristino.
-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.
-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y
puedo perder el becerro.
Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.
-Si: ya voy, don -dijo.
-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el
peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se
deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.
-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe
como si fuera tropezando.
-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di
medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.
-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a
Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
FIN

La mujer
[Cuento - Texto completo.]
Juan Bosch

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente


larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan
candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el
acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos
y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni
picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban,
hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los
hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita,
detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella.
Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta
amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves
rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el
acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están
pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso,
seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por
las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer
se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que
hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le
moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos
del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se
agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la
carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura
desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en
medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: “Un becerro, sin
duda, estropeado por un auto”.
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si
fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce
de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se
resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los
cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como
horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a
puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra,
desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía
evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo,
no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si
seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara;
al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que
se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener
unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe,
frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el
lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente
de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su
camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le
había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima.
Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos
hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su
mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los
gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el
pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le
subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una
piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza
brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego
dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas,
sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía
la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos
pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si
alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo
estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que
amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.
FIN

El almohadón de plumas (Horacio Quiroga )


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter
duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho,
sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de
Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente,
sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor,
más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas
de mármol producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes , afirmaba
aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido
por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin
querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara.
Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia
no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la
mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor
tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que
Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán
la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos

No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta
como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez
que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado
del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al
rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a
mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó.
Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron
inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose
de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron
al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio...
poco hay que hacer...
¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un
millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó
más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún
que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala.
En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que
salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola
ya, miró un rato extrañada el almohadón. -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-.
En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó
rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados
del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. -
Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero
enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin
saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -
murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de
temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y
sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las
plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las
plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso,
una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba
la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria
del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven
no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir
en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma

La cuenta del malo


( Fredy Prestol Castillo )
Marcelina perdió su fundo y su cacaotal y apenas sabe cómo fue. Las tierras
las vendió su tío Leonardo, el viejo que se arrastra como rana y anda vestido
de estameña, cargado de cruces como templario. Es Leonardo el
endemoniado. Un día vendió las tierras de la sobrina. Después vendió las
pocas de él. Ahora sólo tiene la tierra del camino y un bordón rústico. Se
arrastra de bohío en bohío implorando un pan, los ojos penitentes fijos en la
tierra, mientras de lo alto lo castiga un sol fuerte y un cielo impasible lo mira
con ojos de desprecio. Un día, los bueyes de una plantación extranjera sacaron
a la vieja de su fundo, porque en el Este, en aquellas épocas los bueyes
fungían de diligentes alguaciles. Los bueyes desalojan de la tierra a los que
nacieron en ella. Lo pisotean todo y lo destruyen todo. Destruyen los maizales,
los campos de yuca, y hasta derriban los cacaotales cuando los acosan los
mayorales y los caminos entre las plantaciones son muy estrechos. La tierra
queda asolada, sola. Después, la tarde es melancólica, lenta. Sólo quedan
árboles aplastados y ranchos quemados. Del fundo, más viejo que el hombre
que habitaba en él, porque fue levantado por los abuelos, apenas quedan el
calvario donde se evocó siempre el martirio de Cristo, el arbusto de piñón y las
cruces caídas.
El desalojo es una vorágine. Actúan hombres y bueyes. Todo es grito,
sonar de látigos, raíces arrancadas, cercas descuajadas como por obra de un
terrible meteoro que asolara a tierras y hombres. Bueyes y mayorales siguen
adelante como aguas descauzadas.
Cuando llega frente a las cruces, ahí se detiene el negro que arrea y
asusta la manada. Se quita el sombrero de anchas alas y, con las manos en el
pecho, dice estas palabras: —Perdóneme la Cruz de Mayo… esto es cosa de
blancos… Entonces recuerda que es hijo de esa misma tierra. Quizás, hace
tiempo, por su fundo también pasó otra manada. Junio claro, con soles fuertes,
propios del verano de San Juan. El cielo era impasible, como rostro de juez; y
los bueyes eran grandes “como las lomas”. Así, de ese tamaño, los veían los
ojos hundidos de la vieja, acaso por el hambre y las fiebres que tenía. El
“piñón” del Calvario que está frente al rancho, desgarrado, rezumaba un líquido
rojo, como sangre. Decía Marcelina que era la sangre del Señor Jesús, el que
subió a la Cruz por los justos. Pero ahora, en medio del estruendo, las calmas
de la fiebre la llevan a desandar el tiempo y recuerda que un día, casi niña, el
Leonardo la llevó a la Notaría. Ella está segura de que allí no habló nada.
Recuerda la Notaría, boardilla oliente a papel viejo y a posturas de murciélago.
Recuerda en la fiebre la casa del Notario, flaco, como se ponen los pericos
cuando no hay maíz en los conucos. Usaba leontina y chaleco y su cara
semejaba un pájaro picudo, de largas zancas y caminar lento y grave. ¿Pero y
qué? Ese mismo es el buen señor don Manuel ¡El señor don Manuel es
bondadoso y ha bautizado a dos de sus hermanos!
¡No! ¡No pudo ser él! La fiebre lleva al delirio. Y otra vez repite: ¡No! No
fue el señor don Manuel. Es castigo del Señor.
Pasó la fiebre. No le quedó más que maldecir al Leonardo mientras huía
a las reses que colmaban la sabana y que treparon los riscos y altozanos hasta
la cúspide de las lomas, como las hormigas sobre un pastel enorme. La tierra,
acaso, es como la yegua que relincha frente al amo que la crió, aunque cambie
de dueño. Si tuviera palabra, esta tierra aclamaría a 124 Marcelina, su dueña,
la vieja del fundo. Desde el camino la ven los ojos casi apagados de la vieja;
donde hubo plantaciones de cacao, ahora son potreros inmensos. El potrero
parece una gigantesca hoja de lechuga tendida de loma a loma. Allí los toros
son más amables que los capataces. Marcelina levantó su choza pajiza en el
camino, a la buena de Dios, y allí se está en es- pera de su hijo que trabaja en
la nueva finca. Cada sábado el mocetón viene al rancho con unos cuartos
redondos que le caben en el bolsillo menor. En el rancho no hay ajuar. Y cono
siempre, desde los padres, desde los abuelos, de siglo en siglo, las tres cruces
y el arbolillo de “piñón” en todos los caminos del Seibo. El pilón tumbado es el
único asiento. Pero hay algo más en el rancho: el “quijongo”, con el cual el
mocetón, en las tardes, canta cantos melancólicos a la cruz y al Señor, cuando
pasan las perdices. A veces la vieja mira sus tierras perdidas, y entonces
monologa: —Me las dio el Señor y me la quitan hombres… ¡Alabado sea Dios!
El Leonardo anda como rana, ¡y Marcelina todavía pará!… Una tarde me contó,
al venir la noche, la historia del Leonardo, el que le vendió sus tierras a ‘“los
blancos”. Recuerdo las gruesas venas que rodeaban su cuello de pájaro como
jirones de soga pardusca, donde corre una sangre cansada, lenta como el
arroyo del paraje.
—Tenía el Leonardo tratos con el Malo. Y tenía la abundancia en su bojío. No
había seca, ni verano, ni cuaresma macho pa el Leonardo. Su campo siempre
verde y muchas cabras y bestias sueltas. Pero quiso también engañá al Malo y
cuando venció la fecha del trato, el Malo vino a buscar su novilla y la rabisa de
añojos que le pertenecían. ¡Y he aquí que el Leonardo había vendío el ganao y
enterrao las morocotas!… —Desde entonces el Malo le salía por toas partes.
No podía dormí, ni comé, ni sieteá… Al Leonardo le sale el Diablo por toas
partes: en los conucos, en las lomas, a la entrada de los caminos, a la vera del
río… “Tuvo que vendelo to, para pagá la deuda. Acabó vacas y bestias y tierra
y too… Y tuvo que poné las onzas donde se había comprometío con el Diablo.
“Lo malo es que todavía debe, porque le faltan vacas en la cuenta del Malo. Y
se la cobra, y se las cobra… Y ahí anda cargao de cruces…
“Nos vendió a toiticos y después vinién los bueyes a desalojarnos comoa
intrusos… Por los caminos de La Candelaria, arrastra su mendicidad, cargado
de cruces, Leonardo Catedrá. Vive solo, abandonado al final de la inmensa 125
sabana. Las cruces son la obsesión de su locura. El viejo loco, abandonado por
todos, reza, reza, reza, acaso inútilmente. Su ánima apenas tiene reposo. El
rancho del endemoniado se columbra desde lejos. La visión es tétrica. Todo un
jardín de cruces delante del rancho, y cruces en el patio. Allí fenece
lentamente, mascullando rezos inútiles. La conseja afirma que la visión del
Demonio le obsede sin cesar.

Cielo del Seybo, claro, sereno, y uno como silencio de tribunales cuando el juez
va a dictar sentencia. En la finca próxima, la antigua tierra de Marcelina, las
manadas inocentes de los crímenes de los hombres pacían tranquilamente los
abundantes forrajes. Ese día yo iba en pos de mi ganado extraviado. Una fila
de hombres cabizbajos llamó mi atención. Escuché los saludos al pasar el río.
—Ahora vamo a Magarín a enterrá a Leonardo Catedrá… . Amaneció en la
sabana bañao de azufre y mordío de perros… Ahora le pagó su cuenta al Malo,
pues le robó su novilla…
Volví al fundo de Marcelina cuando retornaba con mis ganados. En la puerta
del rancho estaba, raída y serena. Me parecía una Diosa miserable, o algo así
como la buena bruja de la noche que ya emborronaba la sabana. Hablando de
la tragedia de Leonardo, sólo dijo estas palabras: —Es que Lucifer da la
riqueza… pero la dicha, ¡sólo el Señor!

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