1 Herederos Del Diablo-Y Llegà Con El Verano PDF
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Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XIV
Capítulo XXV
Epílogo
Una vida sin amor es como un año sin verano.
Proverbio sueco
Prólogo
Para entender a Frank Smith, sexto marqués de Somerton, no bastaba
con haber intercambiado algunas palabras en una conversación, o haber
sido uno de sus compañeros de estudios, o haber bailado un vals en una
fiesta, o haber trabajado en algún caso con él.
Nadie, salvo el círculo de amigos y parientes que lo rodeaba, lo conocía.
Solo aquellos que fueron testigos, en mayor o menor medida, de lo que
vivió, podían entender el motivo por el cual él decidió iniciar una vida que
estaba lejos de las expectativas que la sociedad tenía para él.
Todo se remonta a la lluviosa noche del primero de mayo de 1810,
cuando Frank Smith, su padre, el quinto marqués de Somerton, esperaba el
nacimiento de su primogénito, rogando que fuera un varón. Su esposa,
Minerva, llevaba más de doce horas de labor de parto, y no se vislumbraba
que aquello fuera a terminar pronto.
El marqués era un hombre que, a sus treinta y dos años, se había casado
por conveniencia con Minerva. En ese entonces, ella era la señorita Witney,
quien estaba a punto de convertirse en solterona por la mala reputación de
su familia, ocasionada por sus progenitores, los que al morir la habían
sumido en la pobreza junto con sus hermanos.
La modesta dote que la joven otorgó a la unión ―cortesía de su tío
paterno― fue suficiente para sanear la deuda más grande del marquesado y,
de este modo, Somerton logró evitar la ruina, aquella a la que tanto le temía
su madre, Charlotte, quien siempre ejerció un gran poder sobre él.
Charlotte siempre lo presionó. Primero, para que saneara todas las
deudas que él heredó de su padre ―el cuarto marqués de Somerton―,
quien fue un hombre mediocre y soberbio, y perdió la vida al caer de su
caballo.
Tras cinco años de arduo trabajo, Somerton se demostró a sí mismo que
era mucho mejor que su antecesor. En el transcurso de ese tiempo, intentó
cortejar a cuanta heredera que poseyera una gran dote, para salir más rápido
de su precaria situación. No obstante, la pobreza de su título ya era
información de dominio público, y lo convertían en un candidato menos
que apropiado para cualquier dama con orgullo y visión de futuro.
Hasta que, de la nada, apareció Minerva. Ella estaba tan desesperada
como él para contraer matrimonio. Todo fue rápido, apenas tres meses de
compromiso y ya estaban casados. Minerva era hermosa y, a pesar de ser
todo lo que se esperaba de una esposa; callada, femenina, obediente y
conocedora de su rol, parecía estar siempre triste y melancólica.
Para Somerton, el matrimonio y todo lo que conllevaba era un deber
incómodo. Él no logró desarrollar ninguna clase de afecto hacia su esposa;
indiferencia era una buena palabra para describir lo que ella le provocaba.
Pero no era de extrañar, él jamás había sentido algo parecido al amor. Ni
siquiera en su más tierna infancia, su corazón no había sido capaz de evocar
tal sentimiento.
Sin embargo, aquello no le importaba mucho. Estaba casado, era lo que
su madre quería y era suficiente para vivir tranquilo.
No pasó demasiado tiempo y Dios les concedió el ansiado heredero sin
muchos esfuerzos ni intentos, y para Somerton ya no era necesario visitar la
alcoba de su esposa. Sus apetitos carnales ―lujuria, eso sí podía sentir―
los saciaba con una amante con la que llevaba unos cuantos meses, gracias
a que empezaba a tener ganancias suficientes para mantenerla.
Lógicamente, la madre de Somerton desconocía su doble vida y el nulo
afecto que él sentía hacia Minerva. De haberse enterado, Charlotte habría
convertido la existencia del marqués en un verdadero infierno, haciéndolo
escuchar día y noche interminables sermones y reproches. No obstante, él
debía admitir que le gustaba jugar al filo del peligro. Disfrutaba de lo
prohibido, se deleitaba con esa exquisita tensión que le proporcionaba saber
que podía salirse de los límites sin que nadie lo notara… Sin que su madre
lo notara.
Un llanto vigoroso irrumpió en medio del sonido de la lluvia. Somerton
sintió una suerte de escalofrío, una sensación nada natural ante el
nacimiento de un hijo.
Al cabo de unos minutos, su madre salió con un bulto entre sus brazos.
―Es un varón, Somerton ―reveló Charlotte con una sonrisa llena de
orgullo aristocrático―. Es idéntico a ti y, por supuesto, se llamará como tú.
Toma a tu heredero, el nuevo conde de Dunster.
«Frank Smith… como los cuatro anteriores a mí», pensó Somerton con
sorna mientras recibía a su hijo, sosteniéndolo en sus brazos. Se preguntó
qué clase de sentimiento habría experimentado su padre cuando lo recibió.
Nunca lo supo en realidad, tampoco podía imaginárselo. Ante ese hecho
escalofriante, el pánico le atenazó el corazón.
Nada. Un vacío enorme. Ni un sentimiento. No sentía nada por ese niño.
La única sensación que recorrió cada fibra de su ser, fue el alivio. No más
presiones.
Había cumplido con su deber, tenía un heredero… Tal como Charlotte
deseaba.
―En cuanto se recupere tu esposa, tendrás que engendrar al segundo de
repuesto ―sentenció su madre.
La sensación de alivio había sido demasiado efímera.
―En cuanto se recupere ―convino Somerton sin emoción, devolviendo
su primogénito a los brazos de su madre. Esa tarea de procrear a otro
vástago la iba a retrasar tanto como fuera posible. No toleraba estar a solas
con su esposa por más de medio día y, a su juicio, Minerva era de ese tipo
de mujeres que ni siquiera servía para el sexo.
El hijo de repuesto llegó tres años después. Charlotte lo nombró Ernest.
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Querido hijo:
Ya han pasado casi dos semanas desde que te marchaste y
te extrañamos mucho. Hace cuatro días, tal como teníamos
planeado, hemos llegado a la propiedad de tu tío Andrew para
pasar unas cuantas semanas y disfrutar del aire puro de
Cragside. Tu tía Olivia y tus primos te envían saludos y
cariños.
Espero que nuestra estancia nos distraiga a todos de tu
ausencia. Emily, Sophie y Eleanor se sienten raras sin tus
habituales bromas. Ernest mira de reojo tu asiento vacío en la
mesa, mientras que Justin y Horatio intentan animar a sus
hermanas, fingiendo que lo pasan muy bien acompañándolas a
sus paseos por el campo, o de compras en el pueblo. Tu padre
las intenta consolar, recordándoles las largas temporadas de
tus años de estudio.
A mí me cuesta acostumbrarme a la idea de no verte todos
los días, mas entiendo tus motivaciones. En ese sentido, te
pareces mucho a August, eres un perfeccionista y quieres hacer
bien las cosas, pero tampoco buscas glorias vacías.
Estoy tan orgullosa de ti. Sé que le devolverás al
marquesado de Somerton la dignidad de antaño. Me atrevería
a decir que ya lo has hecho, en mi corazón siento que has
cumplido tu meta. Pero sé que te sientes en deuda con el
bastión de tu nombre.
Todos te amamos y extrañamos. Si Dios nos lo permite,
esperamos visitarte pronto.
Tu madre que te adora.
Minerva Montgomery.
Frank, con una sonrisa adornando sus labios, dobló la carta y la guardó
en el bolsillo interno de su chaqueta. Tomó un sorbo de su café y luego le
dio una mordida a su tostada. Miró de reojo a la cocinera y el ama de llaves,
quienes estaban un tanto incómodas con el marqués desayunando donde lo
hacían los sirvientes.
―Señora Wilde, debería acostumbrarse a mi presencia en la cocina
―amonestó a la ama de llaves, volviendo a dar una mordida a su tostada.
―Usted debería desayunar en el comedor o en su despacho, milord
―respondió la mujer con sinceridad. Tenía una apariencia lozana, una rubia
exuberante que ocultaba sus atributos en vestidos de colores oscuros y
peinados severos. Era tan solo un par de años mayor que su señor, pero se
expresaba como si tuviera veinte más.
―¿No le cansa tener esta conversación cada maldita mañana? ―replicó
Frank sin medir su vocabulario.
―No, hasta que tome el lugar que le corresponde, no junto con la
servidumbre ―replicó la señora Wilde, a quien no le impresionaba en lo
absoluto el irrespetuoso despliegue lingüístico de su señor. Ella había
escuchado juramentos peores en sus años de juventud, pues había trabajado
en un burdel, vida que abandonó hacía dos años, cuando el hermano del
marqués la convenció de asistir a una academia para mujeres, un lugar
especial para quienes quisieran cultivar su intelecto, aprender un oficio
respetable y dejar de ganarse el sustento en la profesión más antigua del
mundo. De hecho, todo el personal doméstico de Somerton Court provenía
de dicha academia, a excepción de George, el encargado de los establos.
―Pues va a tener que esperar sentada, porque no me iré de aquí. Detesto
comer solo. ―Y dicho esto, bebió más café.
Una risita mal disimulada provino de la jovial voz de la cocinera. Frank
la miró y la muchacha apretó los labios, mas no podía ocultar que la
situación le provocaba gracia, sus vivaces ojos verdes la delataban.
―Señora McDowell, ríase con ganas, eso demuestra que el berrinche
matutino de la señora Wilde es muy gracioso ―dijo Frank mirando a la
aludida―. Llevo dos semanas aquí, ya debería tener claro que no voy a
cambiar de parecer. Tal vez lo haga cuando forme mi familia.
―Entonces, eso sucederá dentro de poco ―terció la señora McDowell.
―¿Por qué lo dice? ―interpeló cruzándose de brazos.
―Porque es más que seguro que se convertirá en el soltero más
codiciado de este pueblo, cuando las damas lo vean en el baile ―respondió.
―Todas las madres que tienen hijas casaderas querrán ponerle sus
garras encima ―agregó la señora Wilde con malicia, al notar esa postura
tan a la defensiva que había adquirido el marqués―. Es más que seguro que
alguna lo logrará… Usted tiene todo lo que una mujer quiere ―especificó
alzando sus cejas y fijando sus ojos en él, como si fuera un postre apetitoso.
Había cosas que no olvidaba de su antiguo oficio, como fingir una
mirada depredadora ante un atisbo de inseguridad de su presa. A ver si con
eso incomodaba lo suficiente al marqués y lograba expulsarlo de la cocina.
―¿En serio? ―interpeló haciéndose el desentendido.
―No le responderé, milord. Creo que usted sabe qué es lo que le
devuelve el reflejo del espejo.
Frank rio y negó con la cabeza.
Se levantó de su asiento, agradeció el maravilloso desayuno y se dirigió
a su despacho a paso relajado. Al poco andar, llegó al vestíbulo y luego
entró a la estancia que ya sentía suya. Tenía vagos recuerdos de Somerton
Court, pero ninguno era feliz. No obstante, aquello no lo desanimaba, sino
todo lo contrario. El tiempo pasaba volando ocupándose de sus tierras y
aclimatándose a los cambios. Tal como había pronosticado, los asuntos
relacionados con su magistratura no eran complicados de resolver, algunos
eran hasta casi graciosos.
Sin embargo, uno le preocupó en particular.
Toda su servidumbre provenía de Londres, y llevaban unas cuantas
semanas más que él en Somerton, por lo que poco y nada sabían de sus
habitantes y no le podían proporcionar información útil. La oportuna visita
del señor Fletcher y su afición a los cotilleos, le había brindado los
antecedentes suficientes para confirmar que la ambición del señor Barnaby
Grant era peligrosa. Esperaba haberle dejado más que claro que difamar a
una mujer no daría resultado mientras él fuera magistrado, y si no tenía
pruebas de alguna ilegalidad en la compraventa de la propiedad, poco
importaba si la señora Gallagher fuera la furcia más grande del reino.
Se sacudió un poco para quitarse la creciente molestia al recordar al
señor Grant, y procedió a entintar su pluma, iba a responder la carta de su
madre.
Pero su acción quedó a medio camino. La voz de varias mujeres rompió
la quietud del momento. Era un alboroto con todas sus letras.
Segundos después, golpearon su puerta.
―Pase ―autorizó Frank. Se trataba del ama de llaves que entraba con
solemnidad en la estancia.
―La señora Diana Gallagher y la señora Honoria Anderson solicitan
audiencia con usted. Vienen a denunciar un robo de gallinas ―anunció con
voz monocorde.
Frank, sin evidenciar su sorpresa, asintió con la cabeza y el ama de
llaves salió por breves segundos. El marqués dirigió su atención a la puerta.
El bullicio volvió a escucharse y fue aumentando de intensidad, hasta que
penetró en su despacho.
Una mujer vestida de varón, llevaba atado a un joven; a la saga, venía
una mujer mayor, y varios muchachos llevaban dieciocho gallinas rojas,
grandes y gordas confinadas en jaulas.
En medio de los cacareos de las gallinas, la mujer mayor insultaba a la
más joven, la cual le respondía de peor manera. El muchacho apresado, con
la cabeza gacha, no decía nada, al igual que los demás.
Ellas, por sí solas, daban un espectáculo dantesco.
―¡Silencio! ―exclamó Frank.
Aquello no dio resultado.
―¡¡SILENCIO, SEÑORAS!! ―Eso sí funcionó de inmediato. Las
mujeres callaron, e incluso las gallinas cesaron con su histérico cacareo. Se
podía escuchar hasta el aleteo de una mariposa a cinco leguas de
distancia―. Una palabra más y las hago inaugurar el calabozo ―amenazó
mirándolas alternadamente―. Bien, ¿quién de ustedes viene a hacer la
denuncia?
―Yo ―dijeron las mujeres al mismo tiempo. Se miraron con odio.
Frank se pellizcó el puente de la nariz. Las volvió a observar. Supuso
que la señora Gallagher era la que vestía de varón, iba más acorde con la
fama que ya le habían colgado.
―¿Usted es la señora Diana Gallagher? ―preguntó mirándola a los
ojos. La mujer asintió segura―. Necesito que me dé su versión de los
hechos.
Diana, sin vacilar, explicó que había descubierto que le habían robado
tres gallinas, y las habían reemplazado por otras tres, de idéntica apariencia.
Admitió que dejó pasar el asunto, a pesar de tener fuertes sospechas del
perpetrador del delito, pensando que no volvería a repetirse. Pero una
semana después descubrió el mismo ardid; tres gallinas robadas que fueron
reemplazadas. Eso fue la gota que rebalsó el vaso, por lo que ordenó vigilar
el gallinero durante la noche.
―Eso fue hace seis días. Anoche, descubrimos in fraganti al sirviente de
la señora Anderson, intentando reemplazar tres gallinas más ―prosiguió
Diana―. Lo apresamos, y antes del amanecer, fui a buscar las gallinas que
me robaron y que se encontraban en el gallinero de la propiedad de esta
mujer.
―Y ahí fue cuando sorprendí a esta delincuente ―intervino la señora
Anderson―… ¡Robando a mis gallinas! ¡Su acusación es totalmente
infundada! ¡No conozco a este muchacho!
―¡Por supuesto que lo conoce! ¡No sea mentirosa, vieja sinvergüenza!
Y comenzó de nuevo el escándalo en el despacho de Frank.
Él las ignoró. Mientras resonaba en sus oídos el griterío de las mujeres y
el cacareo de las gallinas, abrió una caja de madera, tomó un cigarro de
tabaco cubano, cortó un extremo y lo encendió con parsimonia. Aspiró
varias bocanadas hasta que salió un humo denso y blanco.
El fuerte olor a tabaco en el ambiente hizo que las mujeres dejaran de
discutir, y miraron desconcertadas al magistrado que parecía estar en otro
mundo.
El silencio se cernió en la estancia. Las gallinas cloqueaban tranquilas.
―Ya veo que han terminado. Sus cacareos no son muy diferentes al de
esas gallinas ―aseveró Frank con desdén.
Ambas mujeres ahogaron un grito, ofendidas. Frank aspiró su cigarro,
degustó y expulsó el aire, indolente. Miró al muchacho que la señora
Gallagher había capturado.
―¿Cuál es tu nombre?
El muchacho negó con la cabeza, miró de soslayo a la señora Anderson,
quien intentaba ignorarlo.
―Se llama Nathan Lee, es mudo, milord ―respondió Diana.
―¡Qué conveniente! ―ironizó Frank―. Señora Gallagher, yo veo
dieciocho gallinas exactamente iguales, ¿cómo puede comprobar cuáles son
las suyas y cuáles son las «impostoras»?
―Mis gallinas obedecen por sus nombres ―aseveró con cierto
orgullo―. Son muy inteligentes.
―Entonces, si hacemos el experimento de soltar las gallinas y las llama,
estas vendrán a usted ―conjeturó Frank un tanto incrédulo y volvió a
aspirar su cigarro.
―Es tal cual como lo dice ―afirmó Diana haciendo un ademán con su
mano, el olor del cigarro era molesto.
―¡Esto es ridículo! ¡Solo son gallinas! ―intervino la señora Anderson
con altivez.
―No son solo gallinas ―replicó Diana―. Son las que me han dado de
comer cuando llegué a este pueblo, nadie vende mejores huevos que yo, los
más grandes y sabrosos. Los huevos que ponen las gallinas impostoras no
son más que una pobre imitación.
―Bien, procedamos ―resolvió Frank, apagando su cigarro en un
cenicero de cristal―. Si las gallinas obedecen a su dueña cuando las llama
por su nombre, sin ningún otro incentivo, entonces, tomaré su denuncia,
señora Gallagher. Si resulta lo contrario, usted devolverá las gallinas
robadas a la señora Anderson y procederé como dicta la ley, junto con el
joven Lee.
Diana esbozó una sonrisa triunfal. Los muchachos que llevaban las
jaulas las abrieron y dieciocho gallinas rojas se dispersaron en el despacho
de Frank. No había forma de saber cuál era cuál. Pero ella ya había hecho
contacto visual con una de las aves.
―Petu… Petu, Petu, Petu, Petu, Petu ―llamó Diana a la primera
gallina con un tono de lo más cómico.
Frank casi estalló en carcajadas, pero para su asombro, una de las
gallinas fue rauda hacia la señora Gallagher, quien tomó al ave entre sus
brazos y le dio una caricia como si se tratara de un cachorro.
―Buena chica… ¿me extrañaste, Petu bella? ―Metió a la gallina en
una de las jaulas y miró ufana a Frank, quien le alzaba una ceja.
Estaba bastante impresionado. Era casi como ver un número circense.
―Eso solo fue suerte ―desestimó la señora Anderson.
―Es una duda razonable ―admitió Frank―. Prosiga con la prueba,
señora Gallagher.
Diana ya estaba mirando a su próxima gallina.
―Tita. Tita… Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita, Tita,
Tita, Tita… ―llamó rápido a otra.
El ave, que estaba buscando comida en un rincón del despacho, alzó su
cuello y emprendió una carrera acelerada hacia su ama.
Una tras otra, las gallinas obedecieron a los nombres de Nani, Mima,
Popi, Lula, Pipi, Noni y Loli. Y así, la prueba llegó a su fin.
La señora Anderson miraba con nerviosismo la salida de la estancia.
―A las tres primeras impostoras también les puse nombre ―aseveró
Diana―. No pondrán buenos huevos, pero también son obedientes…
¡Lila!... ¡Leila!... ¡Laila!
Las gallinas impostoras también fueron al encuentro de Diana. Frank
estaba realmente impresionado, miró adusto a la señora Anderson.
―Señora Anderson, no puede negar que esas gallinas le pertenecen a la
señora Gallagher. Si fueran suyas, no habrían acudido al llamado. Creo que
usted no tenía idea de este hecho. ―La mujer no respondió―. No solo
orquestó un robo, sino que también insultó la inteligencia de la señora
Gallagher al dejarle otras gallinas que reemplazaran a las robadas. ¿Sabe
cuál es el castigo por ser el autor intelectual de este delito?
La señora Anderson negó con la cabeza.
―El que planea un crimen es tan culpable como quien lo ejecuta. Por la
gravedad, tendría que derivar este caso al tribunal trimestral y usted entraría
a prisión mientras espera su juicio. Probablemente, la sentencia que recibirá
será enviarla por una larga temporada a las colonias. El señor Lee también
tendrá igual destino ―respondió severo.
El rostro de la mujer palideció, al igual que el de su evidente y mudo
secuaz.
―Pero, pero, pero… ―balbuceó.
―Insisto en que el robo es un delito grave, más si es el sustento de otra
persona. Da lo mismo que sea una terrateniente y que le sobren recursos
para obtener más animales, el robo no deja de serlo… Ahora, dígame,
¿usted mandó a robar esas nueve gallinas?
La señora Anderson solo miró el suelo, negándose a decir alguna
palabra.
―Señora Anderson, soy el magistrado de esta localidad y soy un
representante de la ley. Si usted se niega a colaborar, de todas formas
tomaré una decisión con las irrefutables pruebas que se me han presentado.
La mujer lo miró aterrada. Solo se escuchaba el cloqueo de las gallinas.
―Bien, ¿no se defenderá? ―Silencio―. No me deja más alternativa.
―Milord ―intervino Diana―… ¿Y si me retracto?… tengo a mis
gallinas de vuelta… No es necesario hacer todo esto.
Frank la miró, ceñudo.
―Señora Gallagher, si se retracta, me habrá hecho perder mi tiempo, y
mis sirvientes tendrán doble trabajo para limpiar las heces y plumas que han
dejado sus animales en mi despacho.
―Yo limpiaré la suciedad.
Frank la observó, impertérrito.
―¿Está segura de querer retirar esta denuncia? Cabe la posibilidad de
que ellos reincidan. Deberían recibir un castigo ejemplar.
―La retiraré, pero quiero que la señora Anderson no se acerque a mi
propiedad, al igual que Nathan.
Frank miró a la señora Anderson, sin rastro de emoción.
―Señora, ¿entiende el alcance de la inmensa bondad de la señora
Gallagher? ―Diana alzó las cejas, sorprendida ante ese elogio―. Si no
fuera por ella, yo estaría enviando su caso al tribunal, y créame que no hay
piedad para los ladrones. Hubiera estado diez años trabajando en una
colonia y habría arruinado su vida y la del señor Lee.
La señora Anderson susurró un «sí». Apenas podía emitir una palabra
entre la vergüenza, la humillación y la expectativa de pagar demasiado caro
por un crimen que no era necesario cometer. Estaba tan segura de que nadie
le creería a Diana Gallagher, que no dimensionó la gravedad de sus actos.
―Bien… Señora Anderson, míreme a la cara. ―La mujer obedeció, sus
ojos estaban llorosos y rezumaban temor―. Queda estrictamente prohibido
acercarse a la propiedad de la señora Gallagher. Si me entero que usted o el
señor Lee están a un palmo de los límites de la propiedad, me encargaré yo
mismo de enviarla a la colonia más lejana del imperio… ¿O prefiere la
horca? Las dos sentencias llevan a la muerte, pero una es más lenta que la
otra… Dígame, ¿entendió?
La mujer susurró una respuesta ininteligible.
―No escuché bien. Tuvo la valentía de robar, responda como mujer y
como una persona adulta que se hace cargo de sus actos ―amonestó el
magistrado con voz glacial.
―Sí, milord ―chilló nerviosa.
―Señor Lee, ¿usted ha entendido?
El muchacho abrió muy grandes sus ojos y asintió con vehemencia, al
tiempo que emitía una especie de gemido.
―Perfecto. Ya que la señora Gallagher ha recuperado sus gallinas, y se
ha comprometido a limpiar el piso de mi despacho, esta audiencia ha
llegado a su fin. Pueden retirarse. ―Todos comenzaron a abandonar el
despacho en silencio―… Excepto usted, señora Gallagher.
Capítulo III
Diana detuvo sus pasos y dio media vuelta. El magistrado la miraba
imperturbable.
―Tome asiento, por favor, señora Gallagher ―invitó Frank, su tono era
comedido, grave, sereno. Diana se sentó en la silla que estaba frente al
escritorio del magistrado―. ¿Desea algo de beber? ¿Té, limonada, agua?
Diana meditó rechazar el ofrecimiento, pero la verdad sea dicha, estaba
con la boca reseca.
―Una limonada sería fabuloso. Muchas gracias, milord.
Frank hizo sonar la campanilla.
Se quedaron en silencio. Él no dejaba de mirarla a los ojos y ella reparó
en el azul frío de los de él. Esos iris eran un verdadero par de zafiros.
En ese instante golpearon la puerta y entró el ama de llaves. Mientras el
marqués le solicitaba una limonada, Diana observó discretamente a la
mujer; una rubia preciosa y despampanante, cuya sensualidad no podía ser
escondida en el riguroso vestido que llevaba puesto. Si ella fuera hombre,
sin duda se la comería con los ojos. No obstante, y para su sorpresa, el
marqués trataba a su empleada de una forma muy respetuosa. El coqueteo
era inexistente por parte de ambos, y ella era capaz de identificar hasta la
señal más sutil.
Impresionante. El marqués parecía inmune a los encantos de su ama de
llaves.
Quedaron a solas otra vez. Él volvió a mirarla fijo.
―Usted dirá, lord Somerton ―exhortó Diana para romper el silente
manto que los había envuelto por breves segundos. No fue capaz de
sostener ese escrutinio al que él la sometía, lo sentía demasiado intenso.
Frank se aclaró la garganta.
―Me han hablado mucho de usted, señora Gallagher…
―Ya imagino qué cosas le habrán contado, milord ―interrumpió Diana
con acritud.
A ella le pareció ver el atisbo de una sonrisa en él, sin embargo,
desapareció tan pronto que ella pensó que había sido su imaginación.
―No soy un hombre que juzga a las personas sin pruebas y hechos
concretos, y los chismes nunca han sido fehacientes para mí ―declaró
firme, frunciendo un poco el entrecejo―. No tiene por qué tomar una
actitud a la defensiva, señora Gallagher. Usted no me conoce.
Diana apretó los labios formando una fina línea tensa, le costaba no ser
de ese modo. Desde el nacimiento de Jacob, había aprendido a no bajar la
guardia y preparar siempre una respuesta. Ella tenía que quedarse con la
última palabra.
―¿Podría ir al punto?, no quisiera quitarle más tiempo, milord.
Frank resopló de un modo contenido que denotaba cierta molestia y
aquello no pasó desapercibido para Diana.
―Tiene razón, mis disculpas, señora Gallagher… Bien, hace una
semana vino el señor Grant con el propósito de impugnar la compraventa de
las tierras que usted posee.
―De eso ya he sido informada ―confirmó serena.
―Debo suponer que fue nuestro buen amigo, el señor Fletcher.
―Supone bien. Le aseguro que tengo a buen recaudo mis documentos y
todos están en regla. El señor Grant solo está siendo demasiado ambicioso,
siempre ha esperado heredar esas tierras, pero Abel prefirió vendérmelas
antes que testamentar a favor de su medio hermano. Lo que ese hombre
pueda decir o hacer contra mí me tiene sin cuidado.
―Confío entonces, en que usted está tranquila respecto a ese asunto
―dijo Frank reclinándose en el respaldo de su asiento y entrelazando sus
dedos.
―Completamente, milord.
En ese instante entró la señora Wilde portando una jarra de limonada
fresca. Sirvió con eficiencia un vaso y se lo entregó a Diana, quien bebió un
sorbo, pero le fue imposible ser comedida, no pudo detenerse hasta ver el
fondo del vaso.
A Frank no se le movió un músculo ante esa falta de refinamiento.
―Mis disculpas, de verdad estaba sedienta ―explicó Diana, sintiendo
que sus mejillas se azoraban―. Y la limonada está muy deliciosa.
El ama de llaves le sonrió con simpatía.
―Si me permite, le volveré a servir, señora Gallagher ―ofreció la
señora Wilde y Diana aceptó susurrando un «gracias».
Al terminar, el ama de llaves los dejó nuevamente a solas.
Frank tomó aire.
―Bien, el motivo principal por el cual le he comentado todo esto es
porque, como magistrado, mi deber es velar por el bienestar de la
comunidad, y me preocupa que esta situación pase a mayores. Debo
confesarle que no me gustó la actitud del señor Grant, él no dudó en poner
su nombre por el suelo. Las personas que basan sus argumentos en algo tan
relativo como la reputación, suelen perder su credibilidad conmigo y es
muy difícil que vuelva a tener una buena opinión respecto a ellas ―declaró
severo.
Diana no supo qué replicar, en cambio, bebió un poco de limonada. No
sabía si confiar en las palabras de lord Somerton, que eran justas; mas su
mirada era gélida, no expresaba ningún sentimiento, ni bueno ni malo.
―Señora Gallagher ―continuó Frank ante el mutismo de ella―, sé que
usted es una mujer próspera en Somerton, y sé que aquello le ha acarreado
más de algún problema… A lo que quiero llegar, es que deseo que sepa que
puede acudir a mí para buscar consejo, asesoría o ayuda ante cualquier
problema que se le presente, y sienta que no pueda manejar del todo.
Primero fue Barnaby Grant, hoy fue la señora Anderson y sus nueve
gallinas, sabe Dios qué será en el futuro.
Diana asintió con un leve y femenino gesto de cabeza.
―Muchas gracias, lord Somerton. Le prometo que le haré saber cuando
necesite sus servicios ―dijo con verdadera gratitud, mas no sabía qué otra
cosa añadir. No estaba habituada a que le hicieran ese tipo de ofrecimientos
sin pedirle nada a cambio.
La amable y desinteresada actitud del magistrado le hacía sentir
desorientada. Intentó descifrar algo más en el semblante de él, pero no
había nada más que un hombre serio, muy atractivo y hermético.
―Será un placer estar a su servicio, señora Gallagher. ―Frank se
levantó, gesto suficiente para indicarle a Diana que la audiencia había
llegado a su fin, por lo que ella dejó el vaso con la limonada a medio
terminar y también se puso de pie.
―Si me dispensa, milord, me gustaría ir hablar con su ama de llaves.
―Miró de soslayo el piso reluciente, pero salpicado de suciedad y
plumas―. Es para que ella me oriente en cómo debo limpiar el desastre de
mis gallinas.
Frank sonrió.
A Diana le pareció ver a otra persona que había tomado el lugar del
marqués. El cambio en las facciones de él era prodigioso. Si ya era atractivo
siendo serio, sonriendo era hermoso, su cabello rubio, ligeramente
ondulado, le rozaba los hombros y le confería un aire fresco y
despreocupado que no había notado antes.
―No se preocupe, señora Gallagher, uno de mis muchachos limpiará.
No es demasiado, después de todo. ―Diana lo observó casi incrédula.
―No, milord, me comprometí a limpiar esto. Ese fue el acuerdo.
―Y le agradezco que quiera cumplir con su palabra empeñada, en serio,
pero… ―Frank se sintió en la necesidad de explicar―. No me agrada la
idea de ver a una mujer de rodillas limpiando el piso, y mucho menos una
señora tan digna como usted.
Diana no sabía cómo responder aquella aseveración. ¿Era un halago?
―¿Ha venido a pie desde su propiedad? ―preguntó Frank cambiando
de tema. Diana parpadeó y se espabiló.
―Vinimos en una carreta ―respondió Diana―. Mis muchachos me
están esperando afuera.
―Muy bien, es una distancia larga desde Grant House hasta acá
―comentó―. Espero que llegue sin contratiempos a su casa.
―Muchas gracias, milord… ―Hizo una leve reverencia y Frank
respondió solemne.
―Si me permite… ―Frank se adelantó unos pasos y le abrió la
puerta―. La guiaré hasta la salida.
―No se tome la molestia, conozco el camino.
―Insisto.
Diana, con un gesto, claudicó y salió de la estancia. Frank caminó a su
lado con las manos en la espalda y atravesaron el amplio vestíbulo, en el
cual había cuantiosas plumas rojas en el suelo. Ella hizo una mueca, se
apiadó del muchacho al cual le encomendarían la misión de limpiar aquel
estropicio.
Al llegar a la puerta, Frank la abrió.
―Ha sido un placer conocerla, señora Gallagher. ―Hizo una breve
pausa―… ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta?
Diana arqueó sus cejas, no se imaginaba qué tipo de pregunta le iba a
hacer lord Somerton. El hombre era impredecible.
―Adelante… ―autorizó, sintiendo un leve temblor en sus piernas.
―Verá, no he socializado mucho en el pueblo y quisiera saber a qué
atenerme… Ahora que lo pienso mejor, son dos preguntas indiscretas.
―Hágalas con toda libertad.
―Muy bien… ―Carraspeó―. ¿Toda la gente en el pueblo suele hablar
mal de usted?
―Principalmente, los otros terratenientes y aristócratas. ―Se encogió
de hombros, resignada―. Me da igual, de todas formas compran lo que
venden mis muchachos en el mercado.
―Mmmm… Entiendo… Mi otra pregunta es, ¿usted sabe qué tan
desesperadas están las damas casaderas en el pueblo?
Diana rio. El duro marqués de Somerton temía ser cazado.
―Oh, milord, ellas están tan desesperadas como lo puede estar cualquier
mujer que cumple dieciocho años, pero hay que agregar el poco entusiasmo
de los caballeros disponibles… ―Diana sonrió―. Si me permite el
atrevimiento, cuando lo conozcan, encabezará la lista de «Los solteros más
codiciados de la región».
―Curiosamente, mi cocinera dijo esas mismas palabras durante el
desayuno ―replicó balanceando su peso en un movimiento casi
inapreciable.
―Pues créale a su cocinera, sus ojos deben estar tan buenos como los
míos ―añadió Diana con soltura―. No se preocupe, usted viene de
Londres, sabrá lidiar con eso.
―No tan bien como lo imagina… Supongo que usted irá al baile que
organizan los Fletcher.
―Ahora que lo he conocido, enviaré mi confirmación de asistencia.
Solo por el placer de ver las caras de las matronas al ver que usted me
dirige la palabra.
―No dude que intercambiaré unas cuantas palabras corteses con usted,
y tal vez haga algo escandaloso.
―Con el simple hecho de saludarme, usted provocará el gran escándalo
de la década, milord.
―Escándalo es mi segundo nombre, pero ese es un secreto que
conservaremos usted y yo. ―Esbozó una mirada que contenía cierta
picardía―. Muchas gracias por sus respuestas.
―Ha sido un placer… Hasta pronto.
―Hasta pronto, señora.
Frank se quedó observando en el umbral de la puerta cómo Diana se
acercaba a la carreta tirada por un caballo. Sus muchachos esperaban por
ella con las bulliciosas gallinas. Subió grácil al pescante, tomó las riendas
con habilidad, azuzó al animal y emprendió rumbo hacia el camino
bordeado de robles.
Frank cerró la puerta, apoyó la frente sobre ella y resopló frustrado.
¡Dios santo! ¡¿Qué le estaba pasando?!
Cuando le hablaron sobre la señora Gallagher, imaginó a una joven
matrona viuda con exceso de personalidad, y que por ello se había
granjeado mala reputación, pero jamás se le cruzó por la cabeza que fuera
alguien como ella.
Con razón ya le habían propuesto tres veces matrimonio. Sí, reconocía
que sus tierras eran el motivo principal de esos hombres, pero ¡por Dios!,
cualquier sujeto con sangre en las venas estaría feliz por casarse con ella.
Y para qué decir de su ropa de varón, ¡no dejaba nada a la maldita
imaginación! No era que nunca hubiera visto a alguna dama vestida de ese
modo. Sin ir más lejos, Grace, una querida amiga, y la madre de esta, lady
Ravensworth, solían cabalgar en el campo ataviadas de ese modo. Ellas
eran desenfadadas y vivaces, incluso podía decir que eran un poco
masculinas. Pero en Diana Gallagher, el efecto era diferente, su feminidad
se exacerbaba; su rostro delicado y arrebolado, sus ademanes, su forma de
inclinarse, su voz y su aroma. Ella manejaba el sutil arte del flirteo con
naturalidad, era algo sumamente remarcable que ella no necesitara recurrir a
tácticas artificiosas de seducción. Probablemente, si la señora Gallagher
hubiera usado vestido no sería tan impactante, pero para su desgracia, la
ropa negra le calzaba como guante, como si la tuviera pegada a la piel,
delineando el seductor contorno de su felina figura.
Si hubiera permitido que ella limpiara el suelo de rodillas, habría sido un
martirio erótico para él. Su imaginación ya estaba volando demasiado alto.
No podía permitirse perder el control ni ponerse en evidencia. Jamás le
había pasado algo semejante, de tan solo ver una mujer y que le provocara
tal atracción. Y no es que ella fuera de una belleza sobrenatural, era bonita;
rostro redondo, ojos grandes, nariz pequeña, piel de alabastro, no muy alta;
podría decirse que era normal, pero ella poseía algo que no podía explicar
con palabras, y que lo atraía como si fuera la fuerza de gravedad.
Siempre había dominado sus pasiones, era un hombre que no se guiaba
por el instinto ni dejaba que sus actos fueran dominados por la lujuria.
Desde que conoció los exquisitos placeres de la carne, supo que se volvería
adicto si lo practicaba muy seguido, por lo que se propuso mantener a raya
la compulsión. No podía permitir que gobernara sus sentidos, o sucumbiría
como el hombre que lo engendró.
Y lo había logrado. Frank creía que tenía todo bajo control.
Diana Gallagher, con tan solo respirar, derrumbó sus defensas como si
fuera un castillo de naipes.
Frank se refregó la cara, molesto consigo mismo.
Comenzó a caminar dando largas y vigorosas zancadas en dirección al
establo para ensillar a Maximus. Visitar a sus arrendatarios y recorrer sus
tierras iba a ser una buena forma de disipar de su memoria a la seductora
señora Gallagher.
Si tenía suerte, al atardecer todo volvería a su cauce normal.
*****
*****
Dos días después, Frank recorría con Maximus los límites de sus vastas
tierras, las cuales eran delimitadas por una hilera de añosos álamos y que
concluían cuando eran intersectadas por la orilla del río Cary, cuya
geografía era bastante irregular. En algunas zonas era tan ancho que se
debía cruzar en bote. En otras, como en Somerton Court, no era más que un
hilo de agua que no superaba las seis yardas de un lado al otro. Pero sin
importar cómo fuera su curso, el río era suficiente para abastecer al pueblo
de agua limpia y fresca.
Su estómago protestó, a juzgar por el tiempo que llevaba fuera de casa,
debían ser pasadas de las dos de la tarde.
Observó las tierras que estaban en la ribera opuesta del Cary, eso era
Greenfield, la propiedad de la señora Gallagher. Frank había evitado pasar
por ahí desde hacía varios días para no pensar en ella, pero ya no podía
seguir posponiéndolo, pues era el último tramo que debía supervisar antes
de volver a empezar. Se preguntó si ella también recorría sus dominios
como él, ¿lo haría vestida de amazona o como varón?
Maximus relinchó inquieto y le impidió a Frank seguir evocando a esa
mujer. Agradecido por esa providencial interrupción, le palmeó el cuello
con cariño a su fiel animal.
Miró hacia Somerton Court. Desde que llegó, dedicaba varias horas al
día para reconocer su propiedad y familiarizarse con ella. Visitaba a sus
arrendatarios, conversaba con ellos y tomaba notas de sus necesidades, de
sus historias, empapándose de sus vidas. Hacía lo que un verdadero señor
debía hacer.
No como el anterior marqués, que solo se dedicó a derrochar más de lo
que ganaba…
Todavía no podía comprender cómo era posible que compartieran la
misma sangre. Un daño colateral de decidir vivir en Somerton, fue recordar
más de la cuenta a su progenitor. No volvió a referirse a él como padre
desde que tenía ocho años, pero al parecer, después de tomar esa decisión, a
todo el mundo le pareció imprescindible recordárselo.
«¿Qué se siente ser el hijo de una furcia adúltera y un asesino,
Somerton? No mereces estar entre nosotros, eres menos que el estiércol que
mancha mis botas…»
Recordó el dolor por medio segundo y reprimió el impulso de tocar el
torcido hueso de su nariz.
Entornó los ojos y se sacudió el recuerdo. No dejó que lo golpearan y
humillaran demasiadas veces, pero no pudo evitar que quedaran cicatrices
en su alma y algunas desperdigadas en su cuerpo. Si no hubiera sido por su
primo Thomas, quien nunca lo abandonó, las cosas habrían sido distintas.
Al acercarse a la orilla del río, divisó al otro lado a un niño que estaba
leyendo a la sombra de un árbol. Frank frunció el ceño al notar que tres
jóvenes, mucho más grandes que él, se acercaban sigilosos a sus espaldas.
No era necesario ser un genio para notar que estaban a punto de molestar al
que leía.
Y, en efecto, eso sucedió. El libro cayó al agua.
Frank, sintiendo una inusitada y creciente angustia, guio las riendas de
Maximus dando media vuelta y emprendió una desesperada carrera,
alejándose del río.
*****
*****
Diana salió hacia el establo con una creciente inquietud. Era la hora del
almuerzo y Jacob todavía no volvía. Su hijo le había dicho que iría a leer a
la orilla del río, pero de eso ya habían pasado tres horas y él no solía tardar
tanto.
No se había dado cuenta del paso del tiempo, estaba tan ocupada con sus
labores habituales, que no notó la falta de su hijo hasta que sintió el hambre.
Diana, presa del sentimiento de culpa que la embargaba, comenzó a
autocastigarse con dureza, recriminándose lo descuidada que era con Jacob.
¿Cómo era posible que fuera tan irresponsable con sus deberes?, era la peor
madre del mundo, ¡la peor!
―Espero que se haya quedado dormido ―suplicó al cielo, al tiempo que
ensillaba con rapidez y pericia a Hércules, su castrado marrón. Maldijo
entre dientes la ligera falda que llevaba puesta ese caluroso día. No tenía
tiempo para perder en cambiarse de ropa, lo primordial era buscar a su hijo.
Puso un pie en el estribo y montó a lo amazona, chasqueó las riendas de
Hércules y este comenzó a galopar de inmediato.
La carrera solo duró unos cuantos minutos. En dirección contraria,
Diana divisó que venía un caballo bayo con un par de jinetes a quienes
reconoció de inmediato.
―Jacob ―musitó Diana mientras iba al encuentro de ellos.
Cuando ambas monturas se encontraron, Diana ahogó un grito al ver a
su hijo empapado y con la rodilla herida. Olvidó toda cortesía y solo atinó a
interrogar:
―¿Quiénes fueron?
―Los mismos de siempre ―contestaron Jacob y Frank al mismo
tiempo. El niño esbozó una sonrisa ante la cómplice actitud de lord
Somerton.
―Malditos mocosos ―masculló Diana enojada. No le importó decir
palabrotas en frente de su hijo y su vecino.
―Tomaré cartas en el asunto ―anunció Frank con su tono de voz
severo―. El ataque pudo pasar a mayores, estaban ahogando a Jacob y…
―Frank dejó la oración en el aire, recordando a esos muchachos. Estaban
completamente eufóricos y enajenados, no iban a detenerse hasta que Jacob
dejara de luchar, y eso habría sido demasiado tarde.
Le recorrió un escalofrío por la espalda, la crueldad juvenil no solía
medir consecuencias hasta que era demasiado tarde. A veces, solo podía
catalogarla como monstruosa.
―Cielo santo ―susurró Diana.
―Pero primero necesitamos un cirujano o un médico…
―Ellos no vienen aquí ―terció Diana con resignación y amargura―.
Siempre me han negado ayuda ―comentó ante el gesto interrogante de
Frank, como si tal cosa fuera normal en todo el mundo―. Sé tratar heridas,
Abel también era cirujano, por lo que él me enseñó…
―Entonces, no hay que perder tiempo, no podemos permitir que la
herida se infecte.
―Vamos.
No fue necesario decir nada más, emprendieron rumbo a Grant House.
*****
―Listo ―sentenció Diana al terminar de vendar la herida de su hijo. Le
acarició el rostro y se le apretó el corazón cuando vio sus ojos llorosos.
Mientras ella le curaba le herida, Jacob no se quejó ni se movió―. Has sido
muy valiente, hijo mío. Gracias por facilitarme la tarea, sé que debió dolerte
mucho.
Jacob esbozó una sonrisa triste.
―Perdí el libro que me regaló Abel, cayó al río y… ―No pudo terminar
y las lágrimas brotaron. Le dolía más eso que la herida.
―Oh, no… ―Diana abrazó a su hijo―. Lo siento mucho, cariño…
Frank observaba la escena en silencio. Al llegar a Grant House, él notó
que no había ama de llaves, o servidumbre. La señora Gallagher se ocupó
de calentar agua, buscar el botiquín y preparar todo para atender a su hijo,
mientras que él se quedaba con Jacob en su habitación. Era una casa
enorme, no comprendía cómo ella la llevaba sola.
―¿Tienes hambre? ―preguntó Diana a Jacob. El niño asintió―. Muy
bien, te traeré un emparedado y leche.
Se levantó de la cama y se limpió sus lágrimas con discreción. Se
encontró con los ojos de Frank.
―Me quedaré con Jacob, no se preocupe ―anunció Frank.
―Gracias, milord ―susurró Diana.
Al quedar a solas, Frank se acercó a Jacob y se sentó a los pies de su
cama.
―¿Estás bien? ―preguntó Frank con interés.
El chico todavía se limpiaba las lágrimas, con cierto pudor por la
presencia del marqués, y no respondió.
―Llore, Jacob. Si quiere hacerlo, hágalo, porque vendrán días en que no
podrá ―aconsejó, sintiendo que si bien era su voz la que decía esas
palabras, éstas no le pertenecían―. Muchos dicen que los hombres no
deben llorar… no obstante, es una gran mentira.
―Mamá dice lo mismo… pero los demás se burlan si lloro.
―¿Vas a la escuela?
―Voy a la escuela dominical cuando puedo, a veces mi mamá también
me enseña… Me gusta leer mucho, a veces aprendo solo.
―¿Qué libro perdió en el río?
―«Frankenstein o el moderno Prometeo».
Frank alzó sus cejas, no sabía si ese libro era apropiado para un niño tan
pequeño.
―¿No le da miedo esa historia?
―La primera vez que lo leí me dio mucho miedo, pero no podía parar
de leer. Ahora lo estaba haciendo por segunda vez y me he dado cuenta de
cosas que no percibí la vez anterior. Comprendo más al monstruo y me da
un poco de tristeza, Víctor era un cobarde egoísta, pudo haber sido mejor
persona y… ―Se quedó callado, se estaba emocionando mucho―. En fin,
ya no podré terminarlo…
―Concuerdo con su opinión sobre Víctor, no era un hombre compasivo
con su creación… ―opinó Frank para animar un poco a Jacob―. Es usted
un niño muy valiente. Reconozco que cuando lo leí hace un par de años,
solo lo hacía de día, porque de noche me daba mucho miedo. Y si bien es
una obra fascinante, no me he atrevido a leerlo de nuevo.
Jacob lo miró sorprendido, y luego rio. Pensó que el marqués le estaba
haciendo una jugarreta, era imposible que le temiera a ese libro. Era un
hombre grande.
―Es cierto, no he podido ―aseveró Frank sonriendo.
En ese momento entró Diana con una bandeja con emparedados y un
vaso de leche.
―Come e intenta dormir una siesta, ¿está bien? ―propuso Diana a su
hijo, quien ya atacaba el emparedado y asentía con un gesto de cabeza―.
Te perdonaré esa falta de modales solo porque estás herido ―amonestó con
cariño. Miró a Frank y, sin palabras, lo invitó a salir de la habitación.
Él se dejó guiar por su anfitriona. Diana vestía una sencilla falda larga y
negra, un chaleco gris ajustado, camisa blanca y pañuelo negro. Podía
interpretar esa combinación como semi luto. Frank debía admitir que en
ella, la ropa de mujer era tan halagadora como la de varón. No importaba lo
que su vecina vistiera, se dio cuenta de que ella por sí misma lo
impresionaba.
Llegaron hasta el gran comedor, lugar donde había una bandeja de
emparedados y tazas de té listas para ser servidas.
―Por favor. ―Diana hizo un gesto invitando a Frank a sentarse a la
derecha de la cabecera de la mesa, lugar donde ella se disponía a sentarse.
―Permítame. ―Se adelantó Frank y corrió un poco la silla para que ella
se sentara.
―Gracias ―dijo ella con un leve rubor. No recordaba la última vez que
había sido objeto de amable caballerosidad.
―Un placer ―respondió él mientras se sentaba en su puesto.
―¿Té? ―ofreció.
―Por favor, sin azúcar.
Diana sirvió las tazas con habilidad y elegancia. Frank se sentía
famélico, el estómago le rugía, pero no podía empezar a comer antes que la
señora de la casa.
―¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? ―dijo Frank al tiempo que
recibía la taza de té.
Diana esbozó una sonrisa.
―Se merece hacer todas las preguntas indiscretas que desee
―respondió revolviendo el azúcar de su té. Al instante se reprendió
internamente, volvía a coquetear.
―¿No tiene servicio doméstico? Al entrar noté que la casa estaba un
poco… vacía.
―Oh, sí lo hay. Son dos personas; Ada es una joven que viene a limpiar
tres veces a la semana y la señora Lewis, mi ama de llaves, me solicitó unos
días libres, su hija dio a luz ayer y ella quería ayudarla mientras se recupera.
Esta semana será un poco más pesado el trabajo, pero creo que no será tan
terrible.
―Entiendo… de todas formas son pocas las personas que atienden esta
casa tan grande.
Diana asintió, tomó un emparedado y empezó a comer. Frank hizo lo
mismo.
―Nadie quiere trabajar aquí… ―agregó Diana―. Estas tierras son
extensas, pero cultivo lo justo y necesario. Algunos muchachos llevan a
cabo esa faena y venden mi cosecha en el mercado. También tengo un par
de arrendatarios.
Continuaron almorzando en un cómodo silencio. Al acabar el segundo
emparedado y una taza de té, Frank retomó la conversación.
―Corríjame si me equivoco. Tengo entendido que Greenfield son unos
sesenta acres de tierra y, de acuerdo a lo que me ha contado, su renta le debe
dar lo suficiente para mantener un estilo de vida más que digno y sin
mayores sobresaltos económicos.
―Así es.
―Me intriga por qué no le saca todo el provecho a Greenfield.
―Porque no puedo descuidar la crianza ni la educación de Jacob…
―Hizo una pausa, comió un bocado de emparedado, más para tragar el
nudo en su garganta que por hambre―. Cuando recién asumí el control
total de Greenfield, descuidé mucho a mi hijo y esos niños empezaron a
molestarlo. Jacob es un niño al que le gusta leer, ir a la escuela, disfruta
estudiando, ¿lo puede creer?… incluso pagué para que fuera a la institución
privada de la señorita Castle, pero le hicieron la vida imposible el poco
tiempo que asistió. Ahora solo va a la escuela dominical de la vicaría y yo
asumí darle el resto de su educación en mis tiempos libres.
―¿Y si contrata una institutriz? ―sugirió Frank. Diana negó con la
cabeza.
―Ya lo hice, pero la señorita renunció un mes después, porque trabajar
para mí era malo para su reputación. Tendría que conseguir a alguien que no
sea de la zona y probar, pero, francamente, no tengo tiempo ni ganas de
hacer un esfuerzo así y volver a pasar por lo mismo.
―No es fácil asumir dos roles incompatibles; dueña y señora de una
propiedad y madre ―caviló―. No es porque usted no sea capaz, sino
porque ambas labores demandan tiempo, concentración y cuidados. Es
difícil si no tiene a quien delegar algunas de sus tareas.
―No tengo alternativa, debo ser realista con mis límites o no lograré
nada. ―Suspiró hondo―. Jacob algún día heredará estas tierras, se casará y
Greenfield podrá convertirse en lo que debe ser.
―Y por eso mismo no se casa de nuevo ―se aventuró a conjeturar
Frank.
―Perdería mi patrimonio para mi hijo. Una vez casada nadie me
asegura que estas tierras serán para Jacob.
―Hay formas legales para evitar eso ―aseguró Frank―. Antes de
casarse, puede traspasar la propiedad a Jacob y…
―Pero si me caso ―intervino Diana―, mi esposo sería tutor de mi hijo
y la propiedad la administraría él y…
―Y nunca se sabe, ¿cierto? ―finalizó Frank.
Diana asintió. Frank notó cierta tristeza en la mirada de ella. ¿Habrá
recordado a su difunto esposo?
―Nunca se sabe ―concordó ella―. Es una ironía, debo ser una de las
pocas mujeres a las que no le conviene el matrimonio. Los caballeros
elegibles de Somerton solo desean Greenfield… La furcia de Abel y su
bastardo son un daño colateral que puede ser escondido con la buena
posición de un hombre. No estoy dispuesta a vender mi alma de ese modo,
una reputación inmaculada es algo que ya no tiene valor para mí. Prefiero
seguir siendo una furcia.
―Sé que usted y su hijo no son lo que dicen. No es necesario que se
exprese de esa manera ―la reprendió, pero su voz era como una caricia.
―Lo es, milord. Para el resto del mundo lo soy.
«Y pronto lo convencerán de ello».
Ambos se miraron casi sin parpadear. Al cabo de unos segundos, Diana
fue la primera en romper el contacto, se había expuesto demasiado. Había
cometido un grave error. Le había proporcionado información preciosa que
él podía usar en su contra cuando las cosas cambiaran.
Estaba segura de que eso sucedería después del baile de los Fletcher, el
cual se llevaría a cabo al día siguiente. Pero no pudo evitarlo, lord Somerton
había sido tan atento, solícito y amable que bajó sus defensas sin darse
cuenta. En cierto modo, le hizo recordar la sensación de seguridad y
confianza que le brindaba Abel.
―Su acento delata que es de Irlanda. ¿Hace cuánto que vive aquí?
―preguntó Frank para cambiar de tema.
―Un poco más de ocho años… pero prefiero no hablar de mi vida antes
de llegar a Somerton.
―Entiendo… Mis disculpas si me he extralimitado.
―Hay cosas que prefiero guardar para mí.
―No se preocupe, es comprensible…
El silencio volvió a reinar por un largo y denso minuto que fue
interrumpido cuando Frank tomó aire y dijo:
―Sabe, tengo una idea para solucionar sus problemas domésticos,
espero que la considere en el futuro ―propuso con cierto entusiasmo.
Diana alzó sus cejas, sorprendida. Sin embargo, alzó su dedo índice.
―Sé que usted tiene muy buenas intenciones, pero ¿le puedo pedir un
favor?
―El que quiera.
―Guarde sus buenas intenciones por una semana… ―pidió con un
atisbo de súplica.
―¿Una semana? ―interpeló confundido.
―Por si se arrepiente de empeñar su palabra después del baile ―aclaró
aparentando ligereza en su tono de voz―. Ha sido muy amable con
nosotros, mas no quiero que se sienta obligado.
No obstante, a Frank no lo engañó, frunció el ceño… pero luego lo
relajó.
―Entonces, vendré una semana después del baile a darle mi idea. Estoy
seguro de que no cambiaré de opinión.
«Ojalá», fue la ferviente, efímera e involuntaria plegaria que lanzó
Diana al cielo, y que no alcanzó a encerrar en un rincón oscuro de su
corazón.
Capítulo V
Estimada señora Gallagher:
Lo siento mucho, no podré ir esta noche a cuidar al joven
Jacob, mi hermana decidió a última hora asistir al baile y me
ha pedido quedarme con mis sobrinos y no pude decirle que
no.
Discúlpeme, por favor.
Ada Townsend.
*****
*****
El baile en la casa del señor Fletcher era todo un éxito. Todo el pueblo
había asistido para dar la bienvenida al marqués, celebrar el retorno a sus
tierras y además que fuera el nuevo magistrado. No había estancia que no
estuviera abarrotada de personas, sin embargo, en todos los espacios se
notaba aquella línea invisible que separaba a los invitados según su clase.
Frank, guiado por su anfitrión, era presentado solo a los aristócratas y
terratenientes más respetados. A lord Somerton esto no le asombró, en todas
partes era igual; tanto en los lujosos salones de Londres, como en la casa de
un hombre influyente en el pueblo, se extendía esa brecha insalvable que él
detestaba, y aunque los códigos de conducta y de opinión de su posición le
dictaban que no podía ir en contra de las tradiciones, él solía quebrar las
reglas y salir airoso.
Porque podía. Porque quería.
Desde pequeño, nunca rigió su vida ante esos cánones, porque si hubiera
seguido las normas, no habría sobrevivido a su primer año de internado en
Eton. De esa forma, aprendió que si no quería que lo pisotearan, él debía
pisar más fuerte, de frente, sin dar puñaladas por la espalda, sin
ambigüedades.
―Supongo que ser juez de Bow Street no se compara con sus actuales
ocupaciones, pero ¿cómo ha sido ser magistrado aquí en Somerton?
―preguntó lord Radcliffe, con ese tono que Frank identificaba como
adulador.
―Ciertamente es menos sórdido que en Londres ―respondió Frank―.
Uno de los aspectos que más me desagradaba de mi trabajo en Bow Street
era tener que juzgar a los niños.
―Un delincuente, siempre es un delincuente ―observó Radcliffe con
cierto tono de desdén.
―Nuestra sociedad los ha orillado a delinquir, y no es lo mismo un
delincuente de siete o nueve años que uno de quince. ¿Es justo condenar a
un niño de siete años al exilio? ¿Usted sabe qué pasa en esos barcos donde
hay adultos? ―espetó con acritud. Lord Radcliffe no podía encontrar una
palabra que suavizara la imagen mental que se había hecho―. Los niños
son ultrajados, muchos no alcanzan a llegar a destino ―reveló con
premeditada crueldad―. Si un niño delinque, nuestra ley es implacable, se
le trata como un adulto. En mi opinión, debería ser más misericordiosa y
darle a ese niño una oportunidad de rehabilitarse, entregándole educación,
comida y, ojalá, afectos. Pero esa rehabilitación no existe, porque es difícil
llevarla a cabo, es más fácil enviarlos a morir, ¿no?
―Oh, creo que ahí está el señor Grant ―intervino el señor Fletcher con
franca incomodidad―. Si nos disculpa, lord Radcliffe, iremos a saludar.
Lord Radcliffe asintió con su cabeza, aliviado de esa intervención. No
esperaba semejante respuesta ni que el tema de conversación se desviara
tanto, hasta provocarle náuseas. Miró al marqués que se alejaba con el señor
Fletcher y no pudo reprimir un estremecimiento en la espina dorsal.
―Te dije que era un demonio, siempre logra ese efecto en las personas.
No esperes que sea un hipócrita ―comentó Frederick Clearwater, primo de
lord Radcliffe que provenía de Londres y estaba de visita―. En Oxford lo
llamaban Amudiel.
―¿Como el ángel caído? ¡Vaya sobrenombre!
―El que no sirve a Satanás ni a Dios. Era mejor no hacerlo enojar, ni ser
su enemigo. Somerton tiene demasiadas conexiones y logra enterarse de
todos tus secretos… Al menos en Londres es así, y aquí solo será cuestión
de tiempo que ostente ese poder.
―Dios nos libre ―murmuró lord Radcliffe.
Frank llevaba dos horas siendo presentado a los invitados más
distinguidos y, a juzgar por los hechos acaecidos diez días atrás, el señor
Fletcher decidió que el marqués saludara al final a Barnaby Grant.
Una jugada sensata e inteligente.
Somerton se preguntó a qué hora llegaría la señora Gallagher, no dudaba
que, si ella tenía las condiciones adecuadas, nadie la detendría.
―Señor Grant, creo que ya conoce a lord Somerton ―señaló el señor
Fletcher, al tiempo que Frank se inclinaba levemente, presentando sus
respetos.
―Por supuesto que he tenido el placer ―respondió con frialdad el señor
Grant, emulando el saludo del marqués.
―Oh, no sea rencoroso, señor Grant ―intervino el señor Fletcher.
―Solo hacía mi trabajo, le aseguro que no ha sido nada personal
―terció Frank con estudiada amabilidad―. La ley es imparcial, la
reputación de una persona no es suficiente prueba de delito… Si encuentra
alguna evidencia fehaciente de sus sospechas, no dude en que mis puertas
estarán abiertas para recibirlo ―aseguró sin titubear.
―Téngalo por seguro ―replicó Barnaby Grant aplacando su
agresividad.
―¿Ves, Barnaby? Te dije que lord Somerton era un hombre razonable.
Sueles ofuscarte con facilidad ―intervino el señor Fletcher más tranquilo,
ya veía que Grant montaba un espectáculo.
―Por cierto, el día de ayer tuve el placer de conocer a su hijo ―añadió
Frank con ligereza―. Alan es su nombre, ¿cierto? Unos quince años, alto,
muy parecido a usted. Iba con dos amigos de la misma edad… ¿Simmons?,
¿Wayne?
―Sí, Alan es mi hijo, y ha acertado con su edad, tiene quince años…
Clark y Humphrey han sido sus amigos toda la vida ―aseveró orgulloso―.
¿Dónde lo conoció?
―Ahogando al hijo de la señora Gallagher.
A Barnaby se le descompuso la cara. El señor Fletcher quedó
boquiabierto.
―S-son cosas de niños ―balbuceó.
―Creo que a los quince años ya no son tan niños, mi estimado señor
―replicó Frank con un tono de voz monocorde―. No soy un hombre dado
a la exageración, pero castigar a un niño de nueve años ahogándolo entre
tres en el lecho del río Cary, no se puede catalogar como «cosa de niños»,
sino como intento de asesinato.
―Esto debe ser un malentendido, Alan no haría algo así ―defendió
Barnaby con cierta nota de nerviosismo en su voz.
―Ojalá fuera un mal entendido, pero si de algo me puedo jactar es de
mi buena vista. Si yo no llego e intervengo para impedir que continuara el
ataque, el cadáver del joven Jacob habría sido encontrado flotando río
abajo… ―continuó sin emoción en su voz―. Fue una lástima no haber
podido aclarar el asunto con Alan, porque tenía que elegir entre perseguirlo
o auxiliar al joven Jacob.
»Le sugiero que converse con su hijo para que reflexione los alcances de
sus peligrosas acciones. Si algo malo le sucede al joven Jacob en el futuro,
créame que Alan y sus amigos estarán encabezando la lista de sospechosos
―advirtió. Su mirada era gélida, no había censura ni reproche. Grant no
sabía qué era peor, si tan solo el magistrado demostrara molestia se sentiría
mejor, al menos sabría a qué atenerse.
―Hablaré con Alan. ―Logró articular con nerviosismo.
―No esperaba nada menos que su comprensión, señor Grant. En las
discordias entre los adultos no deben intervenir los jóvenes, suelen ser más
apasionados y no miden la gravedad de sus actos, pero eso no los exonera
de la culpa.
―Por supuesto, milord.
El señor Fletcher ya tenía los nervios de punta; por una parte, porque la
situación era bastante impredecible, y por otra, ya quería ir corriendo para
esparcir el chisme y contárselo a su madre en primer lugar. Ella detestaba
ser la última en enterarse.
Morgan Fletcher era un hijo muy diligente.
―Oh, creo que mi madre me llama ―anunció el señor Fletcher―. ¿No
se molesta si lo abandono, lord Somerton? ―preguntó zalamero.
―Estoy seguro de que podré arreglármelas sin su guía, ha sido un
espléndido anfitrión ―aseguró Frank aliviado de ser liberado de la
compañía de Fletcher.
―Oh, es usted muy amable. ―Se inclinó ante Frank y luego hacia el
silente señor Grant―. Por favor, diviértanse.
Frank le dedicó el esbozo de una sonrisa, luego miró a Barnaby.
―Si me dispensa, iré a buscar algo de beber…
El marqués se dirigió al mesón, tomó un vaso de limonada y lo probó…
Horroroso.
Apuró el trago y contuvo el impulso de devolver el sorbo de limonada al
vaso, el cual dejó sobre el mesón. Demasiado ácido, tibio, desabrido, sin
dulzor.
Será ponche, entonces.
―No deje que esa mujer provoque simpatía en usted, milord. ―Una voz
femenina susurró a sus espaldas.
Frank reprimió el impulso de demostrar su enojo, sabía de quién le
hablaba, y ya estaba harto de todos. Dio media vuelta y se encontró con una
de las mujeres más respetadas del pueblo, se la habían presentado hacía
media hora, ¿cómo era su nombre?
Oh, sí…
―Lady Ledbury ―llamó Frank. La mujer, una altiva baronesa, hizo una
reverencia. A su lado estaba su hija, la señorita Anne, quien imitó a su
madre―. Perdón, mi señora, pero ¿de quién me habla?
―Diana Gallagher ―respondió escupiendo el nombre con desdén―. Ha
tenido la desfachatez de asistir. Si se le acerca, ignórela ―aconsejó.
―¿Y por qué mi vecina no debe despertar mi simpatía? ―preguntó con
fingida inocencia, al tiempo que sintió cierto orgullo, ella había asistido a
ese baile que era una verdadera hoguera de vanidades.
―Esa mujer sedujo a Abel para quedarse con todas sus tierras y dicen
que fue la única beneficiaria de su testamento ―argumentó lady
Ledbury―. No me diga que usted no lo sabe.
―Oh, eso. Ya me lo han insinuado al menos la mitad de las damas
presentes. Pero usted ha sido la más directa ―respondió, logrando que la
baronesa le regalara una mirada de satisfacción―. Tan directa que está al
borde del mal gusto, solo falta que ahora comience a exaltar las cualidades
de su hija, que sin duda ha de poseer, para lograr que la invite a bailar
―amonestó altivo―. No es necesario que me enseñe cómo juzgar a las
personas, lo he hecho los últimos cuatro años. La única evidencia tangible
que tengo es que la señora Gallagher le compró las tierras al difunto señor
Grant.
―Bueno, si a «eso que usted sabe» se le puede llamar dinero…
―Pagué un total de treinta mil libras, a lo largo de ocho años, milady
―intervino la voz de Diana, a espaldas de Frank―. En efectivo, no con
notas bancarias fraudulentas ―agregó.
Frank contuvo el prístino impulso de dar la vuelta y admirar a Diana.
―Es fácil decir que pagó ―espetó la baronesa, ignorando a Diana―.
No obstante, no hay evidencia de ello.
Diana ahogó un grito de indignación, intentó avanzar un paso para
quedar al lado del marqués, pero él alzó su mano para detener la arremetida
de ella.
―También es fácil enlodar el nombre de una persona solo por rumores
infundados ―defendió Frank sin cambiar el matiz de su voz―. Lady
Ledbury, el difunto señor Grant era un adulto y sabía lo que hacía. ¿Acaso
usted era cercana a él para que le interesara tanto su vida sexual? ¿O él le
contaba cómo pagaba los supuestos favores que le brindaba la señora
Gallagher? ¿Los vio teniendo relaciones sexuales? ¿No me diga que es de
las que les gusta observar?
Ahora fue el turno de lady Ledbury y la señorita Anne de ahogar un
grito de escandalizada indignación. De haber podido, la baronesa habría
tapado los oídos de su hija para que no escuchara semejante respuesta. Las
palabras de Frank habían sido en exceso descarnadas e indecorosas,
dirigidas sin respeto o sutileza para los oídos de la insoportable lady
Ledbury y la virginal señorita Anne.
La baronesa les propinó una furibunda mirada a Diana y luego a Frank.
―No diga que no le advertí.
―La única mujer que puede lanzarme advertencias está vacacionando
en Cragside y es mi madre ―replicó con su voz de glacial indiferencia.
Frank le dio una respetuosa reverencia, dando por finalizado el
intercambio. Lady Ledbury alzó su mentón con altivez y se llevó a su hija
de la mano.
―No sé si sentirme halagada o furiosa, milord ―sentenció Diana. Frank
dirigió su atención hacia ella.
No importaba que ella estuviera ataviada en su riguroso y habitual luto.
Se veía absolutamente soberbia.
Diana destacaba entre todas las demás con su vestido negro de seda, el
cual revelaba las curvas de su cuerpo maduro y exponía su piel de alabastro.
El esbelto cuello femenino ostentaba un hermoso collar de perlas ovaladas.
El escote de su atuendo era suficiente para espolear el deseo de cualquier
hombre con sangre en las venas; danzaba entre lo recatado y lo atrevido. Su
cabello caoba daba reflejos rojizos y presentaba un gran contraste con su
tentadora apariencia, estaba confinado en un tirante moño que exhibía los
sobrios zarcillos que hacían juego con el collar.
En ella, el negro no era un símbolo de duelo, sino de seducción.
―No quería que esa mujer obtuviera lo que buscaba ―respondió Frank
sin cambiar el matiz frío de su voz.
―Ella obtuvo lo que buscaba ―replicó Diana. «Sembró la duda».
―No, ella buscaba que usted se le lanzara como leona y montara un
escándalo. Sabía que usted estaba aquí y solo quiso azuzar su impetuoso
carácter.
Diana dio un resoplido.
―¿Impetuoso carácter? De nuevo, no sé si sentirme halagada o furiosa.
―Halagada, por supuesto. Me han presentado a cuanta dama soltera hay
en este pueblo y ha sido una experiencia más que decepcionante.
―Es porque solo le han presentado la parte aburrida del pueblo. El resto
es mucho más estimulante.
―Estaba por darme una vuelta por esos rumbos. Pero primero debo
saludarla apropiadamente. ―Tomó la mano enguantada de Diana y posó
sus labios sobre el encaje negro con un toque breve y respetuoso. Ella no
recordaba cuándo había sido la última vez que le habían besado la mano―.
Buenas noches, señora Gallagher. Es un placer verla aquí.
―El placer es mío, milord ―musitó Diana, presa de una inusitada
euforia. De pronto se sintió observada y no precisamente por lord
Somerton, quien no dejaba de mirarla con esos penetrantes ojos azules.
―Creo que somos el centro de atención ―susurró Frank con cierta
socarronería, confirmándole que esa sensación no era producto de su
imaginación.
Y a Diana no le cupo duda que él estaba disfrutando de ello.
―Así es. Estoy segura de que todas las matronas me están fulminando
con la mirada en este momento, y eso que usted solo me ha saludado como
si fuera una dama.
―Lo que hace a una dama no es el estatus, son otras cualidades;
humanas, principalmente. Usted es mucho más honorable que ellas. Para
mí, muchas de las damas aquí presentes son víboras con vestido.
«¡Dios santo! ¡Necesito alejarme de este hombre!».
―No soy lo que piensa ―dijo Diana por puro instinto de supervivencia.
Frank se encogió de hombros, indolente. Todas las personas guardan
secretos, incluso él.
―Tanto mejor para seguir con el escándalo. Se lo he prometido, dije que
le iba a dirigir palabras corteses e iba a hacer algo más. ―Ofreció su mano
con regia caballerosidad―. ¿Me podría conceder la siguiente pieza de
baile?
Capítulo VI
Diana miró la palma de Frank que estaba extendida hacia ella. Él no
evitó pensar que la dama parecía una gata desconfiada, meditando si
acercarse a un humano o no. Veía la duda, el temor, el instinto de
conservación, la lucha interna de ceder o huir.
No la culparía si hacía lo último.
―No muerdo, señora Gallagher ―susurró Frank―. Solo se trata de
darle mi apoyo en público ―aseguró―. Si hay algo que no tolero es que
me digan qué debo hacer o no, y menos si me parece incorrecto que barran
el suelo con la dignidad de una mujer.
Diana lo escrutó con la mirada. Tal parecía que el marqués estaba
cavando su propia tumba, y lo más insólito de todo era que él sabía que lo
estaba haciendo. Venía de Londres, en la capital todo era cien veces peor.
―Después no me culpe si los demás le hacen la vida imposible, milord
―advirtió Diana y, acto seguido, tomó la mano de Frank. Él sonrió.
Y fue absolutamente seductor.
―Siendo franco, mi señora. Lo que ellos opinen de mí, me tiene sin
cuidado.
Somerton escoltó a Diana hasta el salón de baile, los invitados se abrían
a su paso dejando tras de sí una estela de susurros, miradas furtivas y
curiosas, gritos ahogados llenos de incredulidad, y no faltó quien pensó que
aquello era una verdadera afrenta a la decencia.
Al llegar, la orquesta se estaba preparando para tocar la siguiente pieza
musical. Frank guio a Diana al centro de la pista.
―¿Sabe cuál es el siguiente baile? Llegué hace poco ―preguntó Diana,
sintiéndose expuesta, no había más parejas uniéndose a ellos.
―No me había preocupado de ver el programa… Deme un segundo.
―Caminó raudo hacia el pianista, intercambiaron unas palabras y volvió―.
Es una cuadrilla, pero como nadie se une, lo cambiará por un vals. ¡Vaya
escándalo! Seremos la única pareja de bailarines. Esto es mejor de lo que
me propuse.
La orquesta comenzó a tocar, Diana, ruborizada por ser el centro de
atención, hizo una reverencia y Frank se inclinó regio.
Sin dejar de mirarse a los ojos, sus manos se tomaron y empezaron a
balancearse al ritmo cadencioso del «un, dos, tres». En un solo movimiento,
Frank elevó su mano izquierda unida a la mano derecha de ella y acortó la
distancia entre los dos, la abrazó dejando su cálida mano sobre la espigada
espalda femenina y ella se aferró a él con delicadeza, dejando su otra mano
sobre su hombro.
Y empezaron a bailar.
Diana, al estar tan cerca, no pudo evitar aspirar el tenue aroma que el
marqués desprendía, un aroma masculino, limpio. Sándalo y tabaco
entraron por sus fosas nasales provocando que su pulso se acelerara. Lord
Somerton era un ataque a sus sentidos, el férreo control masculino
guiándola por el salón, el calor que él irradiaba y que ella percibía a través
del contacto de sus manos, el roce de las piernas en sus faldas, la dureza de
ese cuerpo alto, sumamente varonil, enfundado en un pantalón color marfil,
una elegante levita azul marino, la cual ostentaba en su cuello y pecho un
intrincado diseño de hojas doradas, y que dejaba ver el pañuelo rojo como
la sangre. Todo en él simbolizaba fuerza y vigor.
Sentía que eran tan opuestos como el cielo y el mar.
Y solo por ese momento se iba a permitir el decadente y egoísta lujo de
pensar que estaban en ese ínfimo punto del horizonte, en donde ambas
inmensidades se unían en la eternidad.
¿Por qué no vivir un instante de fantasía?
«Porque no puedes, él es peligroso».
―Gracias por enviar a la señora Wilde ―susurró Diana para acallar su
mente―. No debió tomarse tantas molestias.
―Fue un placer. Después de lo ocurrido ayer, consideré que era lo mejor
para que pudiera asistir y disfrutar de la velada con tranquilidad.
―Debo reconocer que solo he venido para vivir este instante y lo estoy
disfrutando cómo no lo imagina. Sin embargo, también tengo que admitir
que no ha resultado como esperaba.
―¿No?
―Estoy acostumbrada a que hablen a mis espaldas, pero no de esta
manera, con todos presentes en el mismo lugar.
―Comprendo. Es difícil lidiar con todos a la vez… Creo que fue un
error haberla sometido a esta exposición, no lo pensé de ese modo
―razonó, reprendiéndose a sí mismo por su impulsividad―. Por favor,
disculpe mi falta de criterio. Lo que menos quiero es hacerle daño.
―No, no se preocupe, sé que sus intenciones son honorables
―desestimó Diana, fallando estrepitosamente en aparentar naturalidad―…
Solo… no me suelte, milord.
―Puede confiar en mí, no la soltaré… Imagine que aquí solo estamos
usted y yo.
Diana asintió, esbozando una sonrisa.
Y siguieron bailando.
Frank le sonreía y la guiaba con maestría, sus pies eran tan ligeros que
ella sentía como si flotaran. Él concentró sus esfuerzos en distraerla,
haciéndola girar por todo el salón.
Y, como si fuera magia, le hizo olvidar. No había nadie más.
Por breves minutos ella era solo una mujer que bailaba con un apuesto
caballero, al cual le sonreía coqueta, femenina, invitándolo a seguir con ese
juego de sutil e inocua seducción.
Jamás se había sentido segura en los brazos de un hombre.
Con lord Somerton no sentía miedo.
Podría estar así toda la vida, inmersa en la tibieza de su contacto.
Y la música cesó.
Sus pasos se ralentizaron.
Se separaron.
Dieron una digna reverencia.
Y la magia se esfumó.
Frank parpadeó, desconcertado, vacío.
Necesitaba más. Solo un poco más de ella...
Y la dejaría ir.
Le ofreció el brazo con galantería y abandonaron el salón de baile.
―El señor Fletcher me ha presentado a todas las personas que consideró
dignas de su círculo social, mas usted dijo que los demás eran mucho más
estimulantes.
―Y lo sostengo.
―¿Por qué no me presenta al resto?
―¿Yo? Me temo que tampoco soy lo suficientemente respetable para
ellos. ―Rio por la ironía―. Estoy en lo que llamo el «limbo social», soy
demasiado indecente e irlandesa para ser considerada parte del pueblo, tanto
por los ricos como por los pobres… Hay cosas que el dinero no puede
comprar, milord. Parece que hoy no podré serle de ayuda… Y, a decir
verdad, no me agrada la idea de que me dirijan la palabra solo porque usted
está a mi lado.
―Entiendo…
Por unos segundos, no dijeron nada, cierta incomodidad se había cernido
entre ellos, palabras que querían ser dichas, sentimientos que empezaban a
asomarse sin permiso desde el mismo núcleo de sus corazones.
―Bueno, he tenido mis minutos de gloria ―dijo al fin Diana―. Ha sido
suficiente y tiene toda mi gratitud, milord.
―¿No hay forma de convencerla de que sea mi guía?
―Usted proviene de Londres, sin duda ha lidiado con situaciones más
feroces.
Frank sonrió, dándole la razón a Diana. Resignado, tomó aire para
despedirse…
―Señora Gallagher ―intervino lord Radcliffe. El gesto de incredulidad
y sorpresa que se reflejó en el rosto de Diana fue notable para Frank, menos
mal que el barón estaba a sus espaldas.
Diana dio media vuelta e hizo una reverencia.
―Buenas noches, milord ―saludó.
―Si no la hubiera visto bailar con lord Somerton no habría notado que
usted había asistido.
―Llegué hace poco, milord, ¿será una media hora? ―interpeló a Frank
para que él confirmara y se uniera a la conversación.
―Apenas llegó entablamos una estimulante charla ―respondió
Frank―. Finanzas, principalmente. La señora Gallagher resultó ser una
terrateniente muy capaz. ¿Sabía que todas sus gallinas obedecen por su
nombre? Es algo impresionante de ver.
―Sin duda debe serlo…
Diana no sabía si el resto de las personas estaban enteradas del incidente
de las gallinas usurpadoras. Tal vez la señora Anderson decidió mantener el
secreto, después de todo, quien contaba con un respaldo confiable de su
versión de los hechos era ella.
―¿En qué le puedo ayudar, milord? ―preguntó Diana con curiosidad.
―¿Me concede la siguiente pieza de baile?
Diana entreabrió la boca, y logró evadir que siguiera abriéndose más
componiendo una sonrisa afable.
No podía decirle que no, era un desaire imperdonable. Aunque el barón
fuera un imbécil pomposo.
No podía pagar con la misma moneda. Debía allanar el camino social
para su hijo, esa podía ser una oportunidad.
Al menos no era un vals.
―Con mucho gusto ―accedió, miró a Frank e hizo una reverencia―.
Lord Somerton…
―La esperaré aquí, para que sigamos conversando. ―Fue la discreta
indicación de que al terminar el baile, el barón debía devolverla a él.
Lord Radcliffe le ofreció el brazo a Diana y ella lo tomó. Al pasar por el
lado de Frank, él le susurró al oído:
―Acaba de salir del limbo.
*****
Y así fue.
Diana no podía creer la ridícula influencia que ejercía el marqués en los
demás.
¿En qué radicaba ese poder?
¿Título? ¿Tierras? ¿Dinero? ¿Posición? ¿Género?
¿Todo?
¡Era absurdo! Llevaba más de ocho años viviendo en Somerton, pocas
personas la aceptaban, jamás pudo ser parte del pueblo y, sin más, el
marqués solo por el hecho de apoyarla públicamente le abrió las puertas de
la sociedad…
En vez de ser al revés. Solo por hablarle a ella debieron darle el portazo
en las narices a él.
¡Era injusto!
Lógicamente, no culpaba a lord Somerton, solo podía darle las gracias
por hacer de su velada algo inolvidable. La acompañó a todas partes, era
caballeroso, encantador, amable y tenía un gran sentido del humor.
Oh, su sonrisa… preciosa
«¡Basta, Diana! ¡No tienes quince años!»
Suspiró hondo.
El asunto fue que bailó el resto de la noche con todos los caballeros
respetables del pueblo y, cuando eso sucedía, el marqués también bailaba
con alguna señorita que no había sido elegida, o con alguna anciana con
ganas de bailar ―evitando así a las víboras―. También presentó al marqués
a las personas más humildes ―quienes no la trataron con desdén― y
recibió menos miradas asesinas por parte de las damas refinadas, incluso la
señora Fletcher halagó su vestido.
«Si hubiera sido rojo, se habría visto devastadora».
Impresionante. Diana se preguntaba si al día siguiente su vida volvería a
ser como antes, que el hechizo se rompiera, tal como en un cuento de hadas.
Miró de soslayo al marqués. Su varonil silueta se recortaba en la
penumbra. Faltaba poco para el amanecer. Ella iba en el tílburi y él iba
montado a caballo, escoltándola.
―Señora Gallagher ―llamó Frank, rompiendo el monótono sonido del
carruaje y los cascos de los caballos en medio del trinar de las aves.
―Dígame, milord.
―Hace años que no lo pasaba tan bien. Usted tenía razón, solo me
habían presentado la parte menos estimulante del pueblo.
Diana sonrió, se sintió complacida.
―Me ha tocado ser una observadora.
―Ojalá eso cambie… ―Hizo una pausa. Estaban llegando a la entrada
de Greenfield, Grant House se alzaba en el horizonte―. Si vuelve a tener
problemas el joven Jacob, ¿me lo hará saber?
Diana recordó el entusiasmo de su hijo al relatarle lo que había
sucedido, a cada hora recordaba un nuevo detalle y lo añadía a su historia.
El marqués se había convertido en su héroe.
―Por supuesto ―prometió―. Muchas gracias, milord.
No dijeron nada más.
Al llegar a Grant House, Frank se apeó del caballo con presteza y le
ofreció la mano a Diana para que bajara del tílburi. Diana la tomó sin
titubear, en una noche su contacto se había vuelto algo tan natural y, a la
vez, esperado.
La relación entre ambos se estaba transformando. Lord Somerton no era
solo ese hombre sin rostro del que todos hablaban cuando había llegado al
pueblo. Ni era el magistrado que resolvió su conflicto de una manera
justa…
Era su muy amable vecino.
Ella estaba empezando a confiar en él. Parecía ser un buen hombre…
―Bien, ha llegado sana y salva ―dijo Frank al llegar a la puerta de
acceso de Grant House.
―Ha sido muy amable, milord ―replicó Diana. Alzó su mano para
tocar la aldaba, pero la puerta se abrió súbitamente. Era la señora Wilde,
quien al verlos esbozó una sonrisa.
―Bienvenida a casa, señora Gallagher, milord ―saludó el ama de
llaves.
―Gracias, señora Wilde ―respondió Diana entrando en el vestíbulo.
Notó que Frank se quedaba en el umbral―. Por favor, no se quede ahí,
pase. ―Miró al ama de llaves, quien se estaba abrigando para marcharse―.
¿No tuvo problemas con Jacob?
―Oh, no. El joven Jacob es un encanto ―alabó la señora Wilde con
sinceridad―. Después de que usted se fuera, me ofreció una interesante
conversación, luego se retiró a lavarse los dientes y se fue a acostar, solo me
pidió media hora para leer antes de dormir.
Diana sonrió con orgullo, su hijo era maravilloso.
―Muchas gracias por haber cuidado de él. ―Miró a Frank que estaba
bostezando―. Gracias de nuevo, milord.
―Es un placer estar a su servicio, señora Gallagher… Bien, señora
Wilde, veo que está tan fresca como el rocío matutino.
―Dormí toda la noche ―respondió con desenfado―. Lo esperaré
afuera.
El ama de llaves hizo una reverencia a Diana y se retiró. Ella sabía
cuándo sobraba.
Silencio…
Ambos estaban frente a frente. Se sonrieron con cierta timidez, estaban
solos.
¿Por qué tenía que acabar?
Silencio…
¿Tenía que acabar?
Silencio…
―Hasta la próxima, mi señora. ―Frank tomó la mano de Diana y se la
besó―. Después de esta noche, no tengo dudas de que tengo la mejor
vecina ―elogió, sin poder evitar que su voz bajara un par de tonos, lo
suficiente para que él lo notara demasiado tarde. Soltó la mano de ella,
dándole una fugaz caricia.
―Lo mismo digo, tengo el vecino ideal ―respondió Diana sin pensar ni
calcular las consecuencias―. Sé que los chismes que se esparcirán por el
pueblo no le afectarán.
―Dudo que haya algo que cambie mi opinión sobre usted.
Esa inocente y segura sentencia fue un balde de agua fría para ella.
Diana despertó, mas no replicó las palabras de Frank, solo le ofreció una
trémula sonrisa.
Frank había visto demasiados acusados en el banquillo, y ese gesto, esa
mirada, eran evidencias de que algo escondía la señora Gallagher. Y era
enorme.
¿Qué era?
Lo que fuera, cualquier cosa, tenía una explicación.
Siempre había una.
*****
El reloj que estaba sobre la chimenea del salón matinal dio cinco
campanadas. La estancia estaba vacía.
Diana jardineaba con afán, mientras Jacob leía en la pérgola, no muy
lejos de donde ella estaba.
Después de desentrañar a medias el misterio sobre el autor de la nota,
Diana decidió que no le daría más vueltas al asunto, y que no se sentaría a
esperar a que la identidad de su admirador fuera revelada a la hora del té.
Tenía cosas más importantes que hacer. Como cavar un agujero y
trasplantar unas matas de lavanda.
A sus oídos llegó el sonido de los pasos del ama de llaves.
―Señora Gallagher. ―Escuchó Diana al cabo de unos segundos―. La
busca el señor Clearwater.
Diana recordó al instante quién era. Había bailado con él en el baile del
señor Fletcher. Se trataba del primo de lord Radcliffe. Todo parecía indicar
que «F» era Frederick Clearwater.
Ahora tenía sentido la osada nota… O, al menos, eso creía Diana.
―Guíelo al salón matinal, por favor, señora Lewis. Estaré ahí en unos
instantes.
―De inmediato.
―Muchas gracias.
Diana se lavó las manos en un balde de agua que tenía cerca. Estudió sus
uñas, le habían quedado hechas un desastre, tendría que escobillárselas
cuando finiquitara el asunto con el señor «F».
Se levantó, se quitó el delantal y sacudió su vestido.
Enderezó su espalda y se dirigió a las puertas francesas que daban
acceso al salón matinal.
Al trasponer el umbral, se encontró con el señor Clearwater observando
el ramo de rosas. Tenía las manos en los bolsillos y esbozaba una sonrisa de
arrogante orgullo.
―Señor Clearwater ―llamó Diana entrando en la estancia―. Qué
sorpresa verlo aquí, ¿a qué le debo el honor de su visita?
―Mi señora ―respondió Frederick dando una leve inclinación―. El
honor es mío de verla una vez más.
―Oh, qué halagador… Tome asiento, por favor ―invitó señalando una
poltrona―. ¿Desea tomar un té o una limonada? ―ofreció mientras ella
tomaba lugar al lado de él.
―Un té sería perfecto.
Diana esbozó una sonrisa y tocó la campanilla. La señora Lewis
apareció de inmediato.
De hecho, había sido sorprendente su presteza.
―Señora Gallagher… Lord Somerton desea hablar con usted.
―¿En serio? ―preguntó asombrada, recompuso su expresión―. Lo
recibiré aquí y, si fuera tan amable, ¿me podría traer té y limonada?
―Enseguida.
―Muchas gracias, señora Lewis. ―Miró a Frederick―. Lord Somerton
es mi vecino ―explicó con naturalidad, como si fuera algo habitual recibir
sus visitas, pero por dentro su corazón golpeaba las paredes de su pecho.
―Oh, sí, algo había oído.
―Definitivamente, habrá oído muchas cosas.
En ese momento la puerta se abrió.
―Lord Somerton ―anunció el ama de llaves con un ligero rubor en sus
mejillas. Detrás de ella iba el marqués impertérrito, pero Diana logró
reconocer cierto gesto socarrón, el cual desapareció en cuanto él reparó en
la presencia de Frederick.
―Milord. ―Diana se levantó de su poltrona y dio una leve reverencia.
Frank se acercó, tomó su mano y la besó. Ella sintió la tibieza de los
tersos labios sobre su piel, y en ese momento maldijo haber jardineado, sus
manos debían estar ásperas.
¡Y sus uñas, un horror!
―Señora Gallagher ―dijo al soltar la mano y dirigió una mirada a aquel
hombre que no esperaba ver ahí, de pie, esperando a dar su saludo de
rigor―. Clearwater ―saludó lacónico, recibiendo una sonrisa tirante y una
leve inclinación―. Lamento no haber avisado mi visita con anticipación. Si
quiere vuelvo otro día.
―Oh, no se disculpe, milord, usted siempre es bienvenido en esta casa
―contradijo Diana―. Por favor, acompáñenos ―invitó Diana con una
sonrisa afable.
―Muchas gracias, señora Gallagher.
Frank se sentó en la poltrona que estaba al otro lado de Diana, ella
estaba en medio de los dos caballeros.
Hubo una pausa. Bastante larga. Incómoda.
Diana tomó aire para iniciar la conversación.
Discretos golpes en la puerta anunciaron al ama de llaves.
La señora Lewis entró portando una bandeja con limonada, té y galletas.
Diana, inquieta con el denso silencio, sirvió té para el señor Clearwater,
ofreció algo de beber a Frank quien eligió limonada y comió unas galletas.
Ella también se sirvió un vaso.
―El señor Clearwater llegó hace unos instantes ―comentó Diana a
Frank para llenar el silencio, se sentía un poco nerviosa porque nunca había
recibido a dos varones en su casa―. Hoy ha sido un día extraño.
―¿Extraño? ―preguntó Frederick.
―Sí, me ha llegado un ramo de rosas rojas. Lo ha firmado un tal «F»
―comentó fingiendo que no sabía nada.
―Su admirador tiene un gusto exquisito ―acertó a decir Frank mirando
de soslayo las flores.
―Tiene buen gusto en lo referente a las rosas, pero para las notas, deja
bastante que desear, me sentí ofendida. Mi primer impulso fue arrojar las
rosas a la basura, pero esas preciosidades no debían sufrir tan triste destino.
Solo espero que ese admirador no se aparezca por aquí, el muy
sinvergüenza pretende venir a robar besos. ¡No sé qué se ha imaginado que
soy!
El señor Clearwater se atragantó con el té.
―Oh, válgame, señor Clearwater, ¿se encuentra bien? ―preguntó Diana
haciendo un gesto vacilante de si palmearle la espalda o no.
Frank ni siquiera hizo el ademán de auxiliar al otro invitado.
Después de estar recuperándose durante un minuto, el señor Clearwater
tenía el rostro congestionado y los ojos llorosos.
―¿Se siente mejor? ―le preguntó Diana solícita.
―Mejor, muchas gracias.
Diana le sonrió amable, pero por dentro estaba disfrutando con someter
a esa tortura al impertinente señor Clearwater.
―Ese señor «F» podría ser cualquiera de nosotros dos ―observó
Frank―. Pero yo le traería las flores personalmente.
―Eso pensé yo… ―convino Diana―. Y el señor Clearwater es
demasiado distinguido como para actuar de semejante manera.
―Además, «F» puede ser la letra inicial del nombre o el apellido
―especuló Frederick, y se aclaró la garganta. Todavía sentía el sabor del té
en la nariz.
―Dígame, señor Clearwater, ¿cuál es el motivo de su visita? ―preguntó
Diana con inocencia.
―Ejem… Me comentaron que su biblioteca es la más grande de
Somerton ―explicó Frederick, tenso y envarado―. Me preguntaba si tiene
un libro que me pueda prestar. La biblioteca de mi primo es muy limitada.
―Oh, es cierto que tenemos una biblioteca grande, pero supongo que la
de Somerton Court debe superarla por mucho, ¿no es así, milord? ―señaló
Diana intentando incluir a Frank en la conversación.
―No me gusta ser jactancioso, pero, efectivamente, tenemos una
colección de cientos de libros de los más variados temas. Pero los últimos
años se ha inclinado hacia el derecho y he acumulado algunas novelas
románticas, son muy especiales porque el autor las combina con algo de
suspenso y crítica social… ¿Conoce a Hubert White?
―¡Sí! ―afirmó Diana con entusiasmo―. A Abel le gustaban mucho sus
novelas y heredé varios libros de él. Adoro la pluma del señor White, pero
el libro que más me gusta se titula «Volver a ti».
―Ese también es mi favorito ―coincidió sincero―. Tengo la fortuna de
poseer todos sus libros autografiados. Son un verdadero tesoro ―presumió
Frank.
―¡No se lo puedo creer! ―Frank asintió esbozando una ufana
sonrisa―. Sin duda es un tesoro, ¡qué envidia! ―exclamó Diana con
entusiasmo―. Debe cuidar mucho esas novelas, van a valer oro en el
futuro.
―¿Qué tipo de lectura está buscando, señor Clearwater? ―preguntó
Frank al otro invitado para que no fuera tan evidente que monopolizaba la
conversación.
―Ivanhoe ―respondió secamente.
―¿Ivanhoe? ―repitió Diana, se quedó unos segundos en silencio
haciendo memoria―. Creo que tengo un ejemplar. Si me disculpan, lo iré a
buscar.
Diana se levantó y ambos hombres hicieron lo mismo, tal como dictaba
la cortesía. Al abandonar la estancia, ellos volvieron a sentarse.
―¿Ivanhoe? ¿En serio? ―interpeló Frank alzando una ceja burlona―.
Clearwater, ni siquiera en la universidad tomabas un libro, excepto cuando
tenías que rendir un examen, ¿y ahora te interesa la literatura? ―cuestionó.
―Oh, Amudiel… Si no fuera por tu inoportuna visita no estaría
pidiendo un libro que no voy a leer.
―Más te vale devolverlo en unos días, la señora Gallagher aprecia sus
libros ―replicó ignorando su sobrenombre―. Y sé perfectamente cuáles
eran tus intenciones. La nota de mal gusto es un recurso propio de ti que te
ha dado buenos resultados con cierto tipo de mujeres, pero no sucederá con
ella. Te lo advierto, no importa lo que diga tu primo o todos los demás en
Somerton, la señora Gallagher es una mujer que se hace respetar.
―Yo no estaría tan seguro… Si hubieras llegado media hora más tarde,
probablemente ella no te habría podido recibir por estar «ocupada»
conmigo.
―Si hubiera llegado media hora más tarde, probablemente ella habría
estado ocupada, pero estrellando el florero en tu cabeza… Ahora que lo
pienso, debí demorarme un poco más, solo para darme el lujo de quebrarte
las costillas.
―La defiendes demasiado… ―Frederick alzó sus cejas―. ¿Acaso te
interesa, demonio?
―¿No te gusta la competencia? ―espetó Frank mordaz.
―¿La tuya? ―Hizo un gesto desdeñoso―. No vale la pena competir
contigo. Sería un esfuerzo descomunal por algo que vale tan poco.
Frank sintió unas ganas irrefrenables de arrancarle la lengua a
Clearwater, pero ese sujeto era el que no valía el esfuerzo de cometer un
asesinato sangriento.
Además que era ilegal.
―Radcliffe no opina lo mismo, hace unas semanas le propuso
matrimonio ―señaló con indiferencia y se comió una galleta.
―Radcliffe será mi primo, pero por ello no deja de ser un idiota.
Casarse con una mujer con una reputación como la de Diana Gallagher
habría sido un suicidio social. No sé si lo valen sesenta acres de tierra.
―La señora Gallagher vale más que tú, sin duda… Y te sugiero que
dejes de insultarla en mi presencia.
Clearwater no dijo nada más. Cuando Frank usaba el verbo «sugerir» era
mejor callar, aquello era una soterrada advertencia, la antesala de que él
podía hacer algo mucho peor.
Algo que era mejor no provocar, porque Amudiel era impredecible.
«Las puertas del infierno se han abierto»…
―Un caballero sabe cuándo retirarse.
―Tú lo has dicho, un caballero. Has demostrado que estás muy lejos de
serlo. Tus intenciones poco honorables hablan por sí solas. La señora
Gallagher merece más que una revol…
El sonido del picaporte interrumpió las palabras de Frank. Le dio una
mirada asesina a Frederick.
Diana volvía a la estancia con el libro en sus manos, pero Frank notó un
cambio en el gesto de ella. ¿Habría escuchado su conversación con
Clearwater?
―Disculpen la demora, mi hijo había cambiado de lugar el libro, es un
ávido lector ―explicó―. Señor Clearwater, me lo puede devolver cuando
tenga que volver a Londres ―dijo Diana con suavidad, entregando el libro.
―Es usted muy amable, señora Gallagher ―agradeció Frederick,
poniéndose de pie―. Me quedaría un rato más disfrutando de la
conversación, pero debo atender un par de asuntos que acabo de recordar.
Le prometo que devolveré el libro en unos días. ―Hizo una leve
inclinación que Diana respondió, y luego miró a Frank―. Lord Somerton.
―Clearwater.
Frederick abandonó la estancia, la cual se colmó de silencio. Diana y
Frank observaban la puerta, aguzando el oído; escuchando los pasos que se
alejaban, las palabras ahogadas e incognoscibles del ama de llaves, el
sonido de la puerta principal al cerrarse.
Ambos soltaron el aire de sus pulmones a la vez.
―Es un imbécil ―masculló Diana al tiempo que se dirigió a la poltrona
y se sentaba con cierta brusquedad.
―Coincido con usted. Ojalá que entregue el libro por medio de un
mensajero…
Diana soltó un bufido rabioso, pero muy femenino. A Frank le pareció
casi adorable.
―¡Lo sabía! ―exclamó irritada―. Sabía que él había sido el de esa
horrorosa nota.
―¿Escuchó nuestra conversación, señora Gallagher? ―interrogó Frank.
―No… bueno, solo lo último que usted estaba diciendo… ―admitió.
Era cierto, ella estaba a punto de entrar al salón matinal y solo de curiosidad
espió por unos instantes―. Fue muy amable en defender mi honor. No tenía
que hacerlo.
―No me gusta que la insulten en mi presencia. Me pone violento
cuando alguien se expresa de esa manera, sobre todo si a quienes ofenden
son las personas que me importan ―declaró vehemente.
Diana luchó contra todas sus fuerzas para no demostrar que las últimas
palabras del marqués no le habían afectado… Ella le importaba a él. No le
interesaba en qué sentido ―aunque eso no fuera del todo una verdad, se
empeñaba en convencerse de que ella le importaba al marqués solo como
un prójimo―, desde la muerte de Abel que no tenía un apoyo
desinteresado. Lord Somerton arriesgaba mucho ―no solo su reputación,
sino su labor de magistrado― si la situación se le salía de las manos.
Era tan difícil aparentar que no le afectaba.
―Pues, en ese caso, reciba mi más infinita gratitud ―respondió Diana.
―Es un placer.
―Bien… supongo que usted no ha venido de visita solo para defender
mi honor.
―Tiene razón, el motivo inicial era para hacerle una propuesta, mucho
más decente que la de Clearwater.
―Ha quedado claramente demostrado que cualquier propuesta que
venga de usted es más que decente, milord ―declaró desenfadada.
Frank rio.
Era la primera vez que ella escuchaba ese sonido. Si no fuera por la
gravedad de la voz, Diana hubiera creído que era un niño travieso y
encantador, y ella también rio con ganas.
Por unos instantes se sintió más joven, como en aquellos años en que
nada le preocupaba.
Y a Frank le encantó escucharla reír, con esas carcajadas diáfanas y
abandonadas al disfrute, sin la necesidad de obedecer a lo que dictaba el
decoro.
«Si tan solo riera más seguido».
―Usted siempre me distrae, señora Gallagher ―confesó Frank cuando
cesaron sus carcajadas, pero se mantenía su sonrisa―. Bien, la propuesta.
Estoy organizando una comida para mis arrendatarios y sus familias, y ya
que usted tiene unos cuantos, me gustaría que lo hiciéramos en conjunto,
para que nos conozcamos mejor y tengamos una mejor relación vecinal. Así
contaremos con una red de apoyo y confianza entre Somerton Court y
Greenfield. Quiero que nuestros arrendatarios sepan que pueden contar con
nosotros y que nosotros podemos contar con ellos, ¿qué le parece?
Diana alzó las cejas, sorprendida, pero encantada con la idea. Era una
gran oportunidad.
―¿Y cuándo pretende hacer esa comida?
―Tenía pensado hacerlo este viernes.
―Viernes. ―Se quedó pensativa―… me parece perfecto.
―Bien, si está de acuerdo, podemos realizar la comida en el límite de
nuestras propiedades, a la orilla del Cary; de este modo Grant House estará
cerca en caso de cualquier imprevisto.
―Usted ha pensado en todo, estoy más que complacida ―celebró
Diana, no tenía nada que objetar.
―Mi objetivo es complacer ―replicó.
Diana se ruborizó.
―Bien, mi señora, no la importuno más, aunque supongo que ya es
tarde para seguir ocupándose de su hermoso jardín. ―acotó. Frank se
levantó, tomó la mano de Diana y se la besó dejando una leve caricia en los
nudillos―. He cumplido con mi objetivo el día de hoy. Le estaré
escribiendo en la semana para afinar detalles.
―Muy bien… ―afirmó Diana sin poder agregar nada más. ¡Él había
notado sus manos! ¡Maldición!
«Pero tampoco te dijo nada desagradable, es más, elogió tu trabajo».
―Adiós, señora Gallagher.
―Adiós, milord… y gracias por todo.
Frank esbozó una sonrisa, dio media vuelta y se marchó.
Diana se tocó las mejillas, ¡las tenía ardiendo!
*****
Frank divisaba Somerton Court con una leve sonrisa en los labios. El
informante de la señora Wilde resultó ser bastante acertado con el rumor
que trajo.
*****
Mi querido Frank:
Los días han sido buenos en casa de tus tíos. Tardes
apacibles, paseos al lago, noches en familia. Todo era
tranquilo hasta que visitas muy especiales arribaron a la
mansión. Margaret y toda la familia llegaron hace una semana
desde Richmond, y días después, Corby, Ravensworth y
Wexford. Ha sido toda una experiencia.
¿Recuerdas cuando eras niño, lo ruidosa que era esa
semana cuando todos coincidíamos en Rosebud Manor? Hace
años que eso no sucedía, y ahora que la mayoría son adultos es
peor, ¡imagínate más de cuarenta personas intentando
desayunar al mismo tiempo!
Todos tus primos y amigos organizaron un pequeño casino
clandestino, y empezaron a apostar peniques. Lawrence es un
digno hijo de su padre, entre todos los peniques que ganó,
reunió diez libras. ¡¿Lo puedes imaginar?! En el futuro ni se te
ocurra apostar contra él o perderás todo lo que llevas
encima… Aunque ahora que lo pienso, no he tenido que darte
esa recomendación, nunca te ha gustado apostar.
En fin, solo faltabas tú, ¡cómo te extrañaron!
Y, por eso mismo, te informo que iremos a visitarte ―no te
asustes, solo vamos los Montgomery―, creo que llegaremos a
Somerton Court el día viernes o sábado de esta semana.
Te amo, hijo mío.
Minerva Montgomery.
―¿Pasa algo malo, milord? ―preguntó Diana preocupada. Frank tenía
una expresión difícil de interpretar.
―Vamos a necesitar contratar personal… ―murmuró.
―¿Cómo?
―Tendremos visita, mis padres y mis hermanos…
En ese instante entró de nuevo el ama de llaves, su expresión de triunfo
auguraba lo que Frank ya sabía.
―Su familia ha llegado, milord… ―anunció con una sonrisa maliciosa,
como si el destino se estuviera vengando de su rebelde señor―. ¡Están
todos en el vestíbulo! ―exclamó con un horror que no le costó fingir. Sus
nervios estaban de punta por haberlo visto a «él» después de tanto tiempo.
¡Ah! «Él» estaba más apuesto que nunca, apenas pudo reprimir su sonrisa
boba cuando abrió la puerta.
―¡Maldición! ―masculló Frank―. Perdón por mi vocabulario ―se
disculpó ante Diana y Jacob.
―Por mí no se preocupe, lo que no digo, lo pienso, milord ―desestimó
Diana, sintiéndose intrigada por las inesperadas visitas. ¡La familia del
marqués! Tenía tanta curiosidad, ¿cómo serían?
―Señora Wilde, que Megan y Mara dejen de hacer lo que sea que estén
haciendo y preparen las habitaciones de huéspedes, y saque la cuenta de
cuántas personas más tendremos que contratar para llevar la casa.
―Por supuesto, milord ―dijo el ama de llaves con una sonrisa de oreja
a oreja, su señor iba a estar obligado a usar el comedor. La familia
Montgomery era demasiado numerosa para la cocina.
Frank miró a Diana, que estaba a punto de reírse por la actitud de la
señora Wilde, y mientras se levantaba de su puesto le dijo:
―Por favor, acompáñenme para presentarlos.
A Diana se le esfumó la curiosidad y las ganas de reír, en cambio,
empezó a sentir pánico.
―¿¡Nosotros!? ¿¡Por qué!? ―interpeló Diana con una especie de
chillido que era mezcla de sorpresa, nerviosismo y terror.
―Porque son mis huéspedes. ¿Por qué los voy a estar escondiendo?
―espetó ansioso. Ni siquiera él se explicaba por qué estaba reaccionando
de esa manera. ¡No estaba haciendo nada malo, por todos los santos!
―Por mi reputación… ―explicó Diana. Frank la amonestó con la
mirada―. Tarde o temprano ellos se van a enterar y…
―Al demonio su reputación. A mi familia eso es lo que menos le
importa de las personas ―contestó―. Vamos.
A Diana no le quedó más alternativa, conminó a su hijo a que la
acompañara, lo tomó de la mano y siguió a Frank.
*****
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*****
Todos tenían algo que hacer; Horatio y Frank salieron a hacer los
interrogatorios; August y Minerva organizaban los pormenores del viaje de
Justin y Ernest; Emily, Sophie y Eleanor arreglaban y transformaban la ropa
vieja de Diana, quien había devuelto el vestido azul a la señora Wilde. A la
hora del desayuno sorprendió a todos ―excepto a Frank― cuando apareció
en el comedor vistiendo su atuendo masculino.
Diana, después de alimentar a las gallinas, volvió a Greenfield junto con
Jacob. Debía reunirse con los muchachos que trabajaban en el campo. Era
perentorio organizar la limpieza de los escombros de Grant House y
derrumbar las estructuras que estaban a punto de colapsar. Para su gran
asombro, no solo estaban los hombres de Greenfield dispuestos a ayudar,
sino también los de Somerton Court. Gracias a ello, tardarían pocos días en
llevar a cabo esa tarea.
Fue una grata y esperanzadora sorpresa, la cual se incrementó cuando
una comisión de mujeres le había llevado ropa para Jacob, porque se habían
enterado que solo habían rescatado unas prendas viejas de ella, pero nada de
su hijo.
Diana estaba tan agradecida con todos ellos. Estaba segura de que nada
de eso habría sido posible, si no fuera por la fiesta en la que los trabajadores
y arrendatarios de ambas propiedades compartieron con ella, y la habían
podido conocer un poco más.
Mientras ella conversaba con las mujeres, apenas podía contener la
emoción, siempre estuvo al borde de las lágrimas. Por muchos años, sintió
que estaba en la más absoluta soledad y, de pronto, había personas que se
preocupaban de algo tan elemental como ropa limpia para su hijo.
Y todo era gracias a Frank.
Gratitud era uno de los numerosos sentimientos que afloraban en su
corazón al evocar a su querido amigo…
Un amigo. Solo eso, porque no podían ser algo más. Aunque sintiera,
con toda seguridad, que entre ellos existía una innegable afinidad y cariño
que iba mucho más allá de la amistad.
Y debía dejarlo ahí, camuflado en los latidos de su corazón, sin importar
que doliera. Su consuelo era comprobar que ella sí podía sentir algo
hermoso y sublime hacia un hombre, no desconfianza o repugnancia. No,
no estaba tan rota como alguna vez pensó, mas su tiempo había pasado pero
no en vano, se había transformado en la madre de Jacob.
Sin embargo, no tenía importancia la intensidad del sentimiento que
inundaba su ser. A fin de cuentas, con o sin virtud, ella conocía su lugar en
el mundo, y no había esperanza. Frank era el único hombre con el que se
atrevería a experimentar aquello por lo que Juno se entregó, arriesgándolo
todo. Era un imposible; él, como todo aristócrata, se debía a su título y
honor, y no podía involucrarse con alguien de clase inferior que poseía una
reputación aún más inferior.
Plebeya, sin virtud, ni siquiera poseía juventud… posiblemente no
podría engendrar. Siempre había escuchado que después de cierta edad el
vientre se secaba.
Diana no se arrepentía de haberle confesado a Frank lo que el viejo
bastardo asqueroso le había hecho. No fue premeditado, pero, viéndole el
lado bueno, le facilitaba la tarea de poner las cosas en su lugar. No era pura,
no era virgen, y era bien sabido que el amor no es suficiente. Ella no poseía
lo único de valor que una mujer en su posición podía ofrecer.
Vaya, Diana se dio cuenta de que ni siquiera podía ser su amante. Estaba
segura de que su cuerpo era incapaz de sentir… Bueno, lo que sea que
sienten las mujeres experimentadas al yacer con un hombre, ¿de qué sirve
una amante que no siente?
No importaba lo bueno y generoso que fuera él, o que su familia lo
apoyara sin cuestionar.
Había límites que el mundo imponía y nadie traspasaba.
Ni siquiera el marqués de Somerton.
Ellos solo podían ser amigos, buenos y queridos amigos.
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Como todos los lunes, después del desayuno, el señor Rupert Hyde,
vicario de la Iglesia de San Miguel y Todos los Ángeles, salió a
inspeccionar el trabajo que realizaba Archibald Howard en los jardines de la
iglesia. El muchacho era muy pobre pero se ganaba la vida honradamente
haciendo trabajos de todo tipo; repartía mercadería del único almacén del
pueblo, a veces era mensajero, carpintero, cuidaba caballos, y un
interminable etcétera, etcétera, etcétera…
Pero en lo que se destacaba y tenía un real talento, era para estar en el
instante preciso en que se gestaba un cotilleo.
Por eso, en el momento en que Diana Gallagher bajó del tílburi de la
mano de lord Somerton, supo que un nuevo rumor surgiría y, antes del
anochecer, por lo menos la mitad de la población de Somerton se enteraría
de todos los detalles.
El primero de ellos, Diana Gallagher había abandonado el luto.
Las hermanas de Frank todavía intentaban arreglar sus vestidos viejos
―sospechosamente, los estaban dejando peor― e insistieron en que, si
Diana pretendía ir a la iglesia, por lo menos que no fuera de varón para no
escandalizar al vicario. Emily, quien tenía la misma contextura de Diana, le
ofreció compartir su ropa mientras tanto.
Por lo que ahí estaba ella, caminando hacia la entrada de la iglesia del
brazo de lord Somerton, ataviada de un primoroso vestido de color lavanda.
No podía negar que se sentía bastante nerviosa e intimidada, el negro era un
escudo, su disfraz de viuda.
Ahora se sentía como si estuviera desnuda en el centro del pueblo.
―¡Lord Somerton! ―exclamó el vicario―. ¡Qué alegría tenerlo de
visita! ―El señor Hyde se acercó a la pareja con una sonrisa, la cual se
transformó cuando reparó en la acompañante del marqués. Abrió los ojos
con asombro, e incluso parpadeó para asegurarse de estar viendo bien―.
¿Señora Gallagher?
Diana sonrió incómoda.
Archibald seguía recortando uno de los parterres, mirando de soslayo a
la pareja y aguzando el oído.
―Buenos días, señor Hyde ―saludó ella apretando un poco el brazo de
Frank como acto reflejo.
―Buenos días, señor Hyde ―dijo Frank haciendo una leve inclinación.
―Antes que nada ―terció el vicario―, lamento mucho la desgracia que
le ha sucedido, señora Gallagher. En el servicio de ayer oramos por usted y
su hijo.
―Muchas gracias por considerarnos en sus plegarias. No ha sido una
situación fácil ―agradeció Diana con sinceridad. No era una asidua
visitante de la iglesia, solo iba para las festividades más importantes, para
que no la acusaran de atea. Con una sonrisa más relajada, apreció el gesto
del señor Hyde.
―Por supuesto que no lo es… Nos enteramos que en Somerton Court
les han dado alojamiento temporal a usted y a su hijo ―comentó el señor
Hyde.
―Y a mis gallinas ―añadió Diana.
―Las mejores ponedoras ―elogió Frank―. Los huevos más sabrosos
de Inglaterra. ¿Sabía usted que la señora Gallagher nombra a todas sus
gallinas? Es realmente notable porque cada una obedece, nunca falla. ―No,
no podía evitar hablar de la habilidad de Diana, es que todavía lo
impresionaba.
―No, no sabía que las gallinas respondían a un nombre… ―comentó
un tanto desconcertado, pero no perdió el tema de conversación―. Espero
que pronto pueda empezar a reconstruir su hogar, señora Gallagher… Si me
permite el atrevimiento, no deje pasar demasiado tiempo. No puede vivir
bajo el mismo techo de un hombre soltero sin que empiecen las habladurías.
Creo que fue suficiente con Abel Grant.
Las sonrisas de Frank y Diana desaparecieron.
El vicario carraspeó y se arregló el cuello de su camisa. Su consejo, al
parecer, no fue tan acertado… ni bien recibido.
―Precisamente por eso hemos venido a visitarlo ―convino Frank
sereno, pero sin dejar la severidad de su semblante―. Necesitamos
conversar en privado con usted.
Dicho esto, el señor Hyde los invitó a su oficina y le dio una breve
mirada a Archibald, quien emparejaba con afán el parterre.
Cuando la señora Gallagher, lord Somerton y el señor Hyde se
internaron en la iglesia, Archie tomó las herramientas para guardarlas en la
bodega.
La lengua le ardía por divulgar el cotilleo más jugoso de la semana.
Lord Somerton se iba a casar con Diana Gallagher.
Capítulo XIV
Mientras se sentaba frente a su escritorio, el señor Hyde ofreció a sus
visitantes té y pastitas para amenizar la charla, y tratar de salir airoso de su
desafortunada sugerencia.
Frank y Diana aceptaron por mera cortesía. Tomaron asiento uno al lado
del otro en las sillas que estaban dispuestas para las visitas. El vicario los
observó brevemente, mas no pudo apreciar ninguna emoción en ellos. ¡Qué
difícil tratar con personas tan apáticas!
―Entonces ―inició la conversación el vicario―. ¿Cuál es el motivo de
vuestra visita?
―Como ya le habíamos comentado, se trata de mi situación en
particular ―respondió Diana―. El incendio destruyó toda la
documentación que prueba que Greenfield le pertenece a mi familia y, en
estos momentos, estoy en el proceso de conseguir copias de dicha
información, y evitar futuros conflictos con el señor Barnaby Grant.
―¿Barnaby Grant? ―cuestionó el vicario extrañado.
―El señor Grant ha estado tras la propiedad de la señora Gallagher
desde que el señor Abel Grant falleció ―respondió Frank―. No pudo
establecer una demanda cuando aquello sucedió, dado que el antiguo
magistrado estaba enfermo. Meses después, cuando tomé el cargo, pretendía
impugnar la compraventa solo argumentando que la señora Gallagher
sedujo a su medio hermano. Le sugerí que lo hiciera mediante pruebas
escritas.
―Oh, entiendo… Y ahora que sus documentos han desaparecido… ―El
señor Hyde dejó la suposición en el aire.
―Tengo entendido que la vicaría cuenta con un registro de las
propiedades del pueblo ―continuó Diana―, en donde se indica el nombre
del dueño, sus límites, dimensiones y otros datos. ¿Es eso correcto?
―Está muy bien informada, señora Gallagher ―afirmó el señor Hyde
con un tono condescendiente, que Diana ignoró para no espolear su mal
carácter.
―Soy una terrateniente, debo estar al tanto de esa información…
Entonces, puedo conjeturar que el señor Abel Grant hizo la debida
actualización del registro de Greenfield, cuando fue adquirida en su
totalidad por mi familia.
En ese instante, golpearon la puerta y entró la esposa del vicario
portando una bandeja. Solícita y sonriente, ofreció té a las visitas.
―Muchas gracias ―dijo Diana al recibir su taza.
―Es un placer ―respondió la señora Hyde dándole una mirada
apreciativa―. Permítame decirle que se ha quitado diez años de encima con
ese hermoso vestido. El color lavanda es verdaderamente halagador en
usted.
―Es muy amable, gracias.
―Debió haber sucedido algo muy importante para que abandonara el
luto ―comentó mientras le entregaba la taza a lord Somerton, quien
agradeció con un silencioso gesto.
―Me he quedado sin una prenda de vestir a causa del incendio
―respondió Diana con cierto desenfado―. Una de las hermanas de lord
Somerton ha sido muy amable en prestarme sus vestidos, mientras mando a
confeccionar un guardarropa nuevo para mí y mi hijo. De hecho, después de
esta entrevista, iré al atelier de la señora Morrison.
―Oh, entiendo… ―replicó un tanto avergonzada―. Vaya, fue peor de
lo que cuentan.
―Ni siquiera la estructura sólida sirve para la reconstrucción ―acotó
lord Somerton y, acto seguido, bebió un sorbo de té―. Me temo que mis
huéspedes estarán al menos un par de años en Somerton Court, dado que
tendrán que construirla de nuevo.
―Eso es mucho tiempo ―intervino el señor Hyde con un leve tono de
censura.
―No pretenderá que la señora Gallagher invierta en una cabaña para
vivir ahí con su hijo, al tiempo que construyen una casa de las dimensiones
que tenía Grant House, solo por mantener a la gente callada ―amonestó
Frank con severidad, casi escandalizado―. El dinero no sale precisamente
de los árboles.
―Y tampoco pretendo vivir a expensas de lord Somerton ―añadió
Diana mirando de reojo a Frank. Él no se inmutó―. Si bien soy su huésped,
no es correcto abusar de la hospitalidad y generosidad que me han
entregado.
―No, claro… ―convino el vicario, sin saber muy bien cómo replicar.
El aire, de súbito, se volvió difícil de respirar con el denso manto silente
que reinaba.
La señora Hyde se aclaró la garganta.
―Si me disculpan…
―Por supuesto, señora Hyde ―autorizó el vicario.
La mujer salió rauda de la oficina. Diana bebió un sorbo de té.
―Bien, ¿en qué nos quedamos? ―preguntó el señor Hyde para retomar
el motivo de la visita.
―El registro de Greenfield ―recordó Frank lacónico.
―Oh, sí… Bueno, supongo que el registro sí se actualizó ―dijo el
vicario.
―¿Cómo que supone? ―interpeló Diana frunciendo el entrecejo.
―Verá, como ha de saber, yo llegué a Somerton hace un año. Tengo
entendido que Greenfield pasó a ser de su propiedad por ese entonces.
―Un año y medio para ser precisa. ―Y Diana comprendió―. En esa
época usted no era el vicario, era…
―El difunto señor Potts ―completó el señor Hyde―. De todas formas,
si todo se hizo como conjeturamos, no debería haber problema alguno. De
hecho, el registro de las propiedades está en esta misma oficina.
―Al fin una buena noticia ―celebró Diana―. ¿Nos podría dar una
copia del registro?
―Por supuesto, pero me va a tomar un tiempo, no he tenido la
oportunidad de familiarizarme con ese aspecto de la vicaría, ya que no es
algo que sea revisado con regularidad. Ni siquiera sé si los documentos
están ordenados alfabéticamente.
―¿Le parece si volvemos en una semana? ―propuso lord Somerton
para imponerle un poco de presión al vicario.
―Una semana es perfecto. Si lo encuentro antes se lo haré saber en
persona ―contestó el señor Hyde complaciente.
―Estaremos muy agradecidos por su tiempo y dedicación ―sentenció
Diana dejando su taza sobre la bandeja y levantándose de su asiento. Frank
y el vicario la imitaron casi al mismo tiempo.
―Muchas gracias, señor Hyde, por recibirnos ―agradeció Frank
ofreciéndole la mano al vicario, quien, sorprendido, respondió al gesto.
―Ha sido un placer, milord, señora Gallagher ―aseguró al mismo
tiempo que se apresuraba en ir a la puerta y despedir a sus visitas.
―Nos vemos el próximo lunes, señor Hyde ―se despidió Frank
mientras le ofrecía el brazo a Diana, ella se aferró a él y cruzaron el umbral.
―Nos veremos, milord, señora Gallagher.
Al cerrar, el señor Hyde se apoyó resoplando, y su mirada se desvió a la
puerta que estaba a la derecha de su escritorio. Gimió desconsolado. El
registro de propiedades era un verdadero caos, iba a ser un milagro si
encontraba el dichoso documento en una semana.
Mientras tanto, Diana y Frank caminaban hacia el tílburi a paso relajado,
tomados del brazo. Ella dio un suspiro desanimado.
―No se preocupe, Diana, todo saldrá bien ―tranquilizó Frank poniendo
su mano sobre la de ella.
―Eso espero, Frank… ―Se quedó un momento callada, dubitativa―.
Si quiere vuelva a Somerton Court. No es necesario que me acompañe al
atelier.
―No, me he comprometido con usted. Además, ser el hermano mayor
de tres señoritas me ha dado la experiencia necesaria para dar consejos de
moda. ―Se acercó a su oído y susurró―: Sé distinguir todos los tonos de
rojo.
Diana rio ante esa ocurrencia, necesitaba disipar la sensación que dejó
toda su piel erizada, al sentir el cálido aliento de él en su oído.
―Es cierto ―continuó socarrón, mirándola de soslayo y alzando una
ceja―. Conozco el nombre de cada prenda femenina y su uso. De no haber
sido aristócrata y abogado, habría sido modisto, con nombre francés, por
supuesto. Creo que monsieur François suena distinguido.
―Oh, Frank. ―Diana no podía parar de reír, lo miraba coqueta ante ese
delicioso momento de distensión.
―Así que, permítame el placer de acompañarla.
―Oh, ya que insiste ―accedió con una sonrisa.
―Diana ―llamó con un tono de voz más íntimo―… hablando en
serio… con todo lo sucedido, ¿ha considerado dejar el luto?
Ella se encogió de hombros.
―He llevado tantos años el negro… no sé. Creo que no me
acostumbraría.
―Se lo pondré más fácil de decidir; si no hubiera tenido que representar
el papel de viuda, ¿habría vuelto a vestir de colores?
―Sí, sin duda. Ser hija de un comerciante me permitía darme ciertos
lujos… La mercancía de Milton Stone debía ser bien exhibida ―comentó
con corrosivo humor, su semblante se descompuso por breves segundos e
intentó retomar enseguida el buen talante―. Me gustaba tener vestidos y
estar a la moda… Creo que en ese sentido he cambiado, el negro me
permite no pensar en cómo combinar colores… durante estos años, perdí
gran parte de mi frivolidad.
―La entiendo, pero coincido con la señora Hyde, usted se ve preciosa
sin el luto… ―halagó sin siquiera ponerse nervioso.
―Ella no dijo eso, dijo que me veía más joven.
―¡Me ha descubierto! ―Se puso una mano en el pecho, fingiendo
afectación―. Pero no retiro lo dicho. Me encantaría verla en colores vivos,
no esos terrosos y apagados. Deslumbraría ataviada en azul, celeste,
turquesa, lavanda, rojo, rosa, fucsia…
―¡Es verdad que conoce varias tonalidades de rojo! ―exclamó burlona
y sorprendida, y volvió a reír.
―¡No me creyó! ―dijo haciéndose el ofendido―. Oh, Diana, creí que
habíamos superado la etapa de la desconfianza.
―La hemos superado con creces, milord.
Frank esbozó una sonrisa seductora y ayudó a Diana a subir al tílburi,
luego, rodeó el coche y subió. Con las riendas azuzó al caballo y
emprendieron rumbo al atelier de la señora Morrison.
Varios pares de ojos los observaban y cuchicheaban con discreción. Los
rostros sonrientes del marqués y la señora Gallagher ―y el evidente
coqueteo― confirmaban que pronto habría campanas de boda.
¡Vaya escándalo!
*****
*****
*****
*****
A la orilla del río Cary, se encontraron dos hombres cuyos rostros eran
anónimos, amparados por la oscuridad que les confería la cálida noche.
―¿Para qué me has llamado? ―interpeló uno de ellos con voz acerada,
sin mediar ninguna cortesía.
―Me niego a seguir participando en esto ―declaró el otro. En su voz se
evidenciaba lo nervioso que estaba―. Ese tipo de Scotland Yard y el
magistrado están metiendo las narices en todas partes. ¡En cualquier
momento van a descubrir que yo le pagué a Ada para que me diera el molde
de la llave!
―Si ella no abre la boca, nadie se enterará ―rechazó indolente.
―Tarde o temprano llegarán a ella. Si la presionan tan solo un poco, lo
dirá todo. Ella no conoce la lealtad.
―Pues págale para que se vaya del pueblo. Nadie sospechará nada, se
ha quedado sin trabajo.
―No puedo seguir pagándole a esa mujer. ¡Me tienes al borde de la
ruina! ―explotó desesperado―. ¿Por qué crees que estoy en esta maldita
situación? Al principio fue una buena idea obtener esas tierras, pero resulta
que ella no es la dueña, ¡es el mocoso! ¡Ni siquiera es su jodida madre! Si
antes era difícil, ahora no tengo ninguna maldita posibilidad.
―Ese vocabulario no es para nada educado ―amonestó burlón―.
Nuestros planes no han cambiado desde que descubrimos aquella
información, solo nos condujo a una única opción ―repuso indiferente.
―¿Acaso pretendes convertirte en el tutor de ese niño? ―interpeló
mordaz y dio una risa llena de sarcasmo, intentando aparentar que era más
valiente de lo que se sentía en realidad―. Supongo que ya te has enterado
de que Somerton se va a casar con esa mujer. ¿Cómo le vas a quitar la
tuición del chico Gallagher a un marqués? Entiende que esto no da para
más, la situación se ha salido totalmente de control. La empujaste a los
brazos de lord Somerton con tu estúpido incendio y ya no hay posibilidad
de seguir con tu plan.
―Vas a continuar hasta el final ―siseó, acercándose de súbito y
amenazante. Lo tomó de las solapas de su chaleco, con furia―. O terminaré
por arruinarte.
―Ya lo has hecho ―replicó―. Hemos ido demasiado lejos, y no ha
dado ninguno de los resultados que pronosticaste. Partiendo por el hecho de
que el nuevo magistrado no es uno de los nuestros. Ese hombre tiene bien
ganado su apodo, no obedece a nada ni a nadie, solo a sí mismo. Debiste
dejarlo por la paz a la primera oportunidad.
―¡No me des sermones! ―estalló zamarreándolo con furor.
―¡Estoy harto de ti! ―Se zafó del agarre y le dio un empujón―. No me
busques, estoy fuera… ¡Fuera! ―exclamó determinado, y experimentó una
liberadora sensación.
La ruina era mejor que seguir siendo una marioneta para pagar deudas,
favores y secretos. Dio media vuelta y enfiló sus pasos hacia su hogar,
resignado a que quedaba poco de esa vida que tenía.
El otro hombre se quedó mirándolo incrédulo y la ira lo encegueció. Dio
un alarido que desgarró su voz y se lanzó sobre la espalda del maldito
traidor, haciéndolo caer de bruces al suelo.
Aturdido, pero con sus reflejos agudizados por el terror, giró sobre sí
mismo en el momento justo en el cual le iban a asestar con una roca en la
cabeza, que quedó enterrada en el suelo. Se arrastró por el suelo y logró
ponerse de pie con torpeza. Comenzó a correr, el corazón se le salía del
pecho.
―¡¡Vas a morir, traidor hijo de puta!! ―vociferó el otro hombre a sus
espaldas, enajenado.
No quiso mirar hacia atrás, solo debía correr, correr y llegar a algún
lugar más poblado. Eso se convirtió en su único objetivo.
Para su desdicha, el otro hombre era mucho más enérgico y rápido. La
carrera por su vida terminó cuando sintió que descargaban sobre él un
empujón que lo desestabilizó, y le hizo caer aparatosamente sobre la orilla
del río.
Un agudo dolor en la cabeza. La tibieza de su propia sangre se extendía
por su cara.
El cielo estaba salpicado de estrellas, las cuales se veían dobles.
Un repentino peso sobre su abdomen. Unas manos alrededor de su
cuello, dos pulgares presionando su tráquea.
Dolor.
―Muere, muere, muere, muere, muere… ―susurraba una y otra vez el
otro hombre montado sobre él.
El aire le faltaba, intentaba alcanzar el cuello del otro para ahorcarlo
también, pero apenas lo tocaba. Se aferró a la ropa de él.
El sonido de la tela rasgándose no fue consuelo. Su agarre se tornó débil
conforme pasaban los tortuosos segundos.
―Muere, muere, muere, muere, muere…
Se aferró a sus muñecas, daba patadas al aire de pura desesperación. El
esfuerzo le exigía tomar el aire que no podía.
Miró a los ojos al otro hombre hasta que se le nubló la visión. Sus
extremidades se aflojaron, un escalofriante sopor se apoderó de él.
Dejó de luchar.
Todo se volvió oscuridad.
Un silencio pesado e insoportable envolvió el ambiente. Ni siquiera el
sonido de sus propios resuellos agitados perturbaba esa mortal quietud. En
sus oídos se acrecentó un agudo pitido que se prolongó por eternos
segundos.
El hombre zamarreó el cuerpo inerte intentando despertarlo. ¡Lo había
matado!
¡No! ¿Qué había hecho?
Jadeando, miró en todas direcciones como un demente.
No podían encontrar ese cuerpo ahí, estaba demasiado cerca de sus
respectivas casas.
Arrastró a su víctima al río. La corriente lo iba a alejar de su crimen.
Y deseó con todas sus fuerzas, que nadie lo descubriera en los próximos
días.
Capítulo XVI
Diana y Jacob montaban cada uno a su propio caballo en dirección a
Somerton Court, después de haber visitado esa mañana las ruinas de Grant
House. Quedaba poco y nada de los escombros y el terreno ya estaba apto
para comenzar a edificar una nueva casa. Diana pensó que pronto debería
contratar un arquitecto para iniciar el proyecto más grande y ambicioso de
su vida: Fénix House. Un nombre apropiado que Jacob ideó para empezar
de nuevo, una gran casa sobre las cenizas de Grant House.
Entre ellos había cierto entusiasmo de hacer algo propio, y ese
sentimiento había florecido gracias al apoyo de Frank y toda su familia,
quienes emprendieron una verdadera cruzada para reunir los documentos de
la propiedad e investigar el autor del incendio.
No estaban solos.
Lo mejor de la inspección de Grant House, fue que uno de los
muchachos le informó a Diana que habían encontrado en lo que quedaba
del sótano, una caja intacta, la cual estaba cerrada con llave.
Diana sonrió con nostalgia y emoción cuando la recibió. En el manojo
de llaves que casi siempre llevaba consigo, tenía la que abría esa caja.
Estaba repleta con los recuerdos que Diana conservaba de su hermana;
correspondencia entre ellas, las amorosas cartas que le enviaba Arthur a
Juno, un tierno rizo del cabello de Jacob, el anillo de matrimonio de su
hermana y un retrato familiar en miniatura, que su cuñado había mandado a
hacer antes de morir.
Recuerdos que se transformaron en un tesoro invaluable para Jacob. Al
ver el retrato, notó que era cierto lo que le decían; tenía los ojos de su madre
―que eran iguales a los de Diana― y era muy parecido a su padre. Era un
gran consuelo haber encontrado esa caja, fue casi justicia divina para Juno y
Arthur.
Ya era mediodía, Diana iba montada a horcajadas sobre Hércules,
vistiendo de varón ―como era habitual cuando se trataba de trabajo― y a
Jacob le facilitaron una yegua mansa llamada Breeze. Daban un paseo
calmado, sin prisas.
Era jueves, habían pasado tres días desde que Frank le declaró su amor a
Diana, y ella consideró que era el momento propicio para revelarle a su hijo
que las cosas volverían a cambiar.
―Hijo… ―llamó Diana, interrumpiendo la quietud del paseo.
―Sí, mamá ―respondió. A Diana se le llenaba el corazón de felicidad y
gratitud por seguir siendo llamada de esa manera.
―¿Qué dirías si yo quisiera comprometerme en matrimonio?
―preguntó aparentando cierto desenfado en el tono de su voz para ocultar
su nerviosismo.
―¿Matrimonio? Mmmmmmmmmmm… ―Miró de soslayo el cielo,
como si en la inmensidad celeste fuera a encontrar una respuesta. Al cabo
de unos segundos, contestó con un escueto―: Depende.
―¿Depende de qué?
―De con quién quieras casarte ―respondió mirando a su madre, quien
le alzaba una ceja, conminándolo a que terminara de expresar su idea―. Si
fuera cualquiera de los caballeros que te han propuesto matrimonio, me
sentiría muy decepcionado. Pero si fuera otra persona… ―Dejó su
sentencia en suspenso y miró a su madre con elocuencia.
―¿Alguien como lord Somerton? ―indagó ella, simulando ligereza.
―Sí. Si fuera él, me sentiría muy feliz. Él nos quiere.
―¿Cómo sabes eso?
―En cierto modo, lord Somerton es como Abel, pero él era como un
abuelo. En cambio, el marqués te mira de otra forma, muy diferente… y tú
también.
Diana se aclaró la garganta. No era consciente de lo observador que era
su hijo.
―¿Y cómo me mira, según tú? ―interpeló con mucho interés.
―Te mira… Mmmmmmmmm… te mira mucho. Cuando desayunamos
y cenamos, por ejemplo. Él no lo hace igual como a sus hermanas o a su
madre. No sé cómo explicarlo, solo sé que es diferente. Lo mismo pasa
contigo, cuando hablas con su padre o sus hermanos no es de la misma
forma en que miras y le hablas a lord… ―Se interrumpió a sí mismo, ¡eso
era!―. Ustedes… ¡Se quieren! ―concluyó.
Diana le sonrió y asintió con una timidez pocas veces vista por Jacob.
―Entonces, ¿se van a comprometer? ―preguntó con la ilusión reflejada
en sus vivaces ojos, a Diana le recordó a Juno.
―Así es ―respondió ensanchando su sonrisa―. Y ahora que te lo he
contado, se lo anunciaremos al resto.
―¿Y cuándo se van a casar? ―apremió entusiasmado.
―Lo definiremos cuando estemos comprometidos. Organizar un
matrimonio no es algo sencillo ―respondió, pensando en que los besos que
intercambiaba con Frank ya no eran suficientes; era como una especie de
adicción, pero no sabía cómo pedir más. Cada vez que se encontraban a
solas, se besaban como si el mundo se fuera a acabar.
Se removió inquieta en la silla de montar. Rememorar lo que sentía al
besar a Frank no era apropiado en ese momento. Sin embargo, el vaivén del
andar del caballo le provocaba una sensación extraña. Un hormigueo… un
palpitar entre sus piernas.
¡Cielo santo!
Se aclaró la garganta, azorada.
―¿Y van a tener hijos? ―preguntó Jacob insistente.
―No lo sé… ¡Ay, eso lo veremos en su momento! ―zanjó sintiendo que
los colores se le iban a la cara.
―Aunque no entiendo cómo se hacen los bebés ―divagó el chico―.
Cuando la gente se casa, al poco tiempo las mujeres se vuelven gordas. Les
crece la barriga y después cargan un crío… ―Jadeó abriendo los ojos muy
grandes. Había una causa y un efecto que había visto antes en el campo, y
que resultó ser una epifanía―. ¡¿Acaso se hacen como cuando el toro
monta a la vaca, y después…?!
«Dios, no puedo estar teniendo esta conversación con mi hijo», se dijo
Diana compungida.
Carraspeó incómoda. Se dio cuenta de que ya estaban en el límite entre
Greenfield y Somerton Court. Comenzaron a atravesar el puente que unía
ambas propiedades. Ella cruzó en primer lugar.
―Conversaremos este tema más…
―¿Qué es eso, mamá? ―preguntó Jacob, interrumpiendo a Diana y
apuntó al río. Tiró de las riendas y Breeze se detuvo en medio del puente.
―¿Cómo? ―interpeló. Ella ya estaba del otro lado, dio media vuelta y
sus ojos siguieron la dirección que su hijo señalaba. Un escalofrío le
recorrió la espalda.
Eso no podía ser una pierna.
Diana intentó infundirse valor, si había algo que le provocaba repulsión
eran los muertos. Se apeó del caballo para inspeccionar, esperaba que fuera
solo una bota.
Una bota muy grande atascada en unas ramas bajo el puente.
Con cuidado, se acercó al lecho del río y se agachó para verificar. Le
llegó un tenue olor a muerte.
Su reacción fue explosiva, la bilis se le subió a la garganta y ella no
pudo reprimir el impulso de vomitar.
―¡Mamá! ―exclamó Jacob asustado.
El estómago de ella se vació enseguida. No se atrevió a enjuagarse la
boca con el agua del río. Se limpió con la manga de su camisa.
―Ve a Somerton Court y dile a lord Somerton y al señor Horatio que
vengan de inmediato ―ordenó firme y, al mismo tiempo, reprimió una
nueva arcada―. Hay un sujeto muerto aquí. Yo vigilaré que no se lo lleve la
corriente… Quizás cuántos días lleva aquí atascado ―masculló.
―¡Sí, má! ―contestó Jacob, azuzando a Breeze al galope.
―¡¡Ve con cuidado!! ―gritó mientras su hijo se alejaba.
*****
*****
*****
A la hora de la cena, todos estaban distraídos. El ambiente general se
había llenado de pesadumbre.
Horatio no dejaba de pensar en que el incendio y la muerte de Grant no
eran hechos aislados, sobre todo en ese pueblo tan pequeño. Odiaba
especular sin mayores evidencias, era como estar caminando a ciegas y,
cada día que pasaba, el criminal se acercaba más y más a la impunidad.
Frank había tenido la triste misión de informarle a la señora Grant que
su esposo estaba muerto. Ella declaró que Barnaby había salido el día lunes,
un poco antes de la medianoche, lo que daba indicios a Frank y Horatio
sobre una posible hora de muerte. Pobre mujer, reconoció que la ausencia
de su esposo no le pareció extraña, era una indecente costumbre del señor
Grant perderse por varios días. Ella no era tonta, sabía que él iba a
Glastonbury al burdel de madame Joséphine a desahogarse.
Eso explicaba que Alan Grant fuera hijo único.
En ese momento, Barnaby Grant era velado en un ataúd cerrado, en su
propia casa. El día subsiguiente, sábado, sería enterrado.
Al menos Diana había logrado impedir que Archie regara el rumor antes
de comunicárselo a la viuda de Grant y, con ello, también pudieron
manipular la información que llegaría a oídos del asesino ―si es que era del
pueblo―. La versión oficial que entregaron a la viuda fue que se trataba de
una muerte accidental. Si Horatio tenía razón, el asesino podría bajar la
guardia y ellos ganarían tiempo para determinar la escena del crimen y
encontrar evidencias.
Frank inspiró decidido. Nada ni nadie iba a arruinar su anuncio.
Golpeó suave su copa de vino con el tenedor. Toda su familia lo miró
expectante. Jacob sonrió, pensó que ese momento no llegaría nunca.
―Tengo un anuncio que darles. ―Se levantó de su silla, se acercó a
Diana conminándola a ponerse de pie, y la tomó de la mano para anticipar
su anuncio solemne ―. Les informo que le he pedido matrimonio a la
señorita Stone y ella ha aceptado. Estamos, oficialmente, comprometidos.
El cambio en el ambiente familiar fue radical e inmediato. Aplausos,
vítores, abrazos, besos y felicitaciones llenaron la estancia. Diana jamás
imaginó una reacción tan espontánea y llena de cariño, tan poco apropiada
para la aristocracia, pero que en ellos era gratamente habitual.
Diana elevó una plegaria al cielo, pocas veces lo hacía, pero le pidió a
Dios con todas sus fuerzas que la bendijera y le diera la valentía y decisión
para entregarse al marqués, y poner fin a casi una década de amargura.
Había llegado su momento, debía ponerse en primer lugar alguna vez.
Deseaba ser feliz, verdaderamente feliz.
―Querida, déjame darte un gran abrazo ―dijo Minerva con los ojos
brillantes de felicidad. Diana sonrió y permitió que su futura suegra la
estrechara entre sus brazos―. Gracias por hacer feliz a mi hijo ―le
susurró―. Espero que sean muy felices, ambos se lo merecen.
―Muchas gracias, señora Montgomery ―respondió Diana, al tiempo
que miraba a Frank de soslayo, él abrazaba a Jacob con tanto cariño. En los
ojos de su hijo se reflejaba tanta felicidad y admiración por ese hombre.
Sí, debía tener fe en sí misma.
Decidió avanzar un paso más. Esa noche, cuando todos durmieran, iba a
entrar en la alcoba de su prometido, para pedirle que le diera algo más que
besos.
Capítulo XVII
Diana caminó descalza en medio de la oscura noche. A lo lejos, el reloj
del vestíbulo dio una solitaria campanada.
Avanzó en silencio hasta llegar a la puerta de la alcoba de Frank.
Nerviosa, tomó el pomo y lo giró.
Una pálida penumbra le dio la bienvenida. Las ventanas estaban abiertas
y una leve brisa levantaba las cortinas. Diana llenó de aire sus pulmones y
cruzó el umbral de la puerta.
El sonido de la cerradura reverberó en medio del silencio y sacó a Frank
de su sueño. Se incorporó desorientado y miró en dirección a la puerta.
―¿Diana? ―preguntó con su voz preñada de sueño, pensando que
todavía dormía. Ella vestía un camisón largo y una coleta confinaba su
largo cabello ondulado―. ¿Pasa algo, mi amor?
Diana tragó saliva, ni en sus más vívidos sueños pensó encontrarse a
Frank durmiendo a torso desnudo. Su varonil musculatura se entreveía en
los claroscuros que proyectaba la luz de la luna, la cual entraba pálida por
las ventanas. Se preguntó si debajo de esa sábana él estaría…
―Quiero un poco más ―anunció sintiendo que su rostro ardía, y su
corazón aporreaba las paredes de su pecho que subía y bajaba agitado.
―Entonces, ven aquí. ―Él extendió su mano, invitándola.
La cama de cuatro postes de Frank era inmensa, el fastuoso dosel era de
algún color oscuro y la tela era, probablemente, terciopelo. Tenía un nivel
para subir a ella.
Diana avanzó alzando un poco su camisón, subió el peldaño y acto
seguido se situó frente a Frank. Se arrodilló con las piernas juntas y posó
sus manos sobre sus rodillas, otorgando una imagen casi reverente. La
espléndida suavidad de las sábanas de seda, le hacía sentir una especie de
ansiedad que no había previsto.
―¿Qué deseas que haga, exactamente, mi preciosa Diana? ―preguntó
Frank alzando su mano hacia ella y le acarició el rostro con veneración,
confirmando que ella estaba ahí frente a él, dispuesta a derribar una barrera
que le impedía avanzar en su camino hacia el placer.
―Que me beses ―Inspiró hondo―… que me toques. Quiero tocarte.
―Entonces eso haremos ―respondió con voz grave―. Debo advertirte
que estoy desnudo… Y si deseas que me detenga solo pídelo y obedeceré.
Recuerda que tú tienes el poder de decidir lo que vaya a suceder entre
nosotros. Aquí, no existe lo bueno o lo malo, lo sacro o lo pecaminoso, solo
somos un hombre y una mujer que se aman.
Diana solo asintió con la cabeza y volvió a tragar saliva.
Frank se acercó a ella, tomó su nuca con gentileza y la atrajo a su boca.
Fue una explosión.
Diana no quiso ser recatada, fue directo al encuentro con su lengua,
queriendo devorarlo. Se atrevió a poner sus palmas sobre el pecho de Frank.
Su piel suave estaba ardiendo. Curiosa, deslizó la yema de sus dedos sobre
él, y apenas se hundían en la carne sólida. En su recorrido, se encontró con
los pequeños pezones masculinos, y los acarició.
Él jadeó grave.
Sus respiraciones eran casi furiosas, se arrancaban gemidos que se
ahogaban en la boca del otro. Diana acarició con sus manos más abajo,
exploró la geografía masculina, valles y promontorios que se contraían y
relajaban por su paso. Enterró sus dedos en la piel y se sintió atrevida,
lujuriosa. Se acomodó un poco más, irguiéndose, separó sus muslos y sus
rodillas se clavaron en el colchón, al tiempo que él se recostaba, quedando a
su merced.
Sintió que ardía. El camisón le estorbaba, el calor le ahogaba. Por alguna
razón que no comprendía ―ni se atrevió a analizar― no sentía pudor ni
vergüenza frente a Frank.
En pocos segundos, el camisón se convirtió en un charco de algodón
sobre el suelo. Él entreabrió su boca con cierta sorpresa y fascinación.
―Mi valiente Diana… ¿Qué tan lejos estás dispuesta a llegar hoy?
―interpeló admirando la velada desnudez de ella. Su figura femenina era
maravillosa, curvas por doquier, sus pezones apuntando con orgullo hacia
él, su vientre dúctil y suave, era diabólicamente tentador.
―No lo sé ―respondió ella con sinceridad―. Hasta sentir algo más que
desesperación y ardor, y que no sé cómo saciar.
―Déjame intentar guiarte… Primero mírame y tócame a placer, posee
mi cuerpo y acostúmbrate a él.
Frank, reprimiendo el impulso de tocarla, se quedó quieto, a la espera.
Diana tiró de la sábana con parsimonia, dejando al descubierto la piel
masculina, y al llegar un poco más abajo del ombligo, se encontró con la
rígida erección de Frank, que estaba rodeada de vellos claros y ensortijados.
Impresionada y con la boca seca, Diana notó que el duro miembro no
alcanzaba a reposar sobre la pelvis, y que sus testículos estaban tensos.
Con razón en algunas pinturas los cubren con telas y hojas, era
perturbador y fascinante a la vez. ¿Cómo podía entrar eso en ella? ¿Por qué
no le producía asco, sino todo lo contrario?
Terminó de descubrir el cuerpo de Frank; sus piernas largas eran
musculosas y estilizadas, divinas.
Era la primera vez que Diana miraba el cuerpo de un hombre desnudo y
tenía varias preguntas.
―¿Siempre está así? ―Con la punta del dedo rozó la caliente
envergadura de él.
―Tú siempre lo pones así, es la muestra de mi deseo por ti… por estar
dentro de ti ―respondió sereno y grave―. El resto del tiempo es menos
rígido y más pequeño.
―¿Puedo? ―Dejó la no tan inocente pregunta en el aire.
―Soy todo tuyo… Siempre.
Diana empuñó con timidez el miembro, cerca de aquella tersa punta
carnosa. Frank ahogó un gemido.
―¿Duele? ―interrogó con cierto temor.
Sin responder, Frank puso su mano sobre la de ella y la guio para que
aprendiera a estimularlo. Un suave movimiento que subía y bajaba, una
gentil presión. No pasaron muchos segundos hasta que él liberó su mano,
dejándola ser.
Diana se lamió el labio, seducida por ese nuevo poder que tenía en sus
manos.
Frank alzaba las caderas indicando el ritmo y ella lo seguía, logrando
que él comenzara a respirar con mayor velocidad y a dar masculinos siseos.
La elogiaba y le decía cómo le hacía sentir. Las inexpertas y entusiastas
atenciones de Diana eran más que perfectas.
Estaba a punto de tocar el cielo.
Diana, rebosante de valor, se atrevió a acariciar el vientre, el pecho, los
muslos. Le encantaba tocarlo, le daban ganas de lamerlo, besarlo por
doquier. ¿Cómo era posible que el deleite de él fuera tan estimulante para
ella? Un hormigueo se acrecentó entre sus piernas, y fue consciente de una
inusitada humedad que la inundaba entre sus muslos.
Diana, avergonzada, se detuvo.
―¿Pasa algo malo, querida? ―preguntó él, incorporándose y apoyando
su peso en los codos, su voz era trémula y preocupada.
Diana negó con la cabeza.
―Debes decírmelo, no soy adivino, amor mío ―exhortó Frank con
suma delicadeza.
―No me di cuenta… creo que… creo que me hice… ―dijo en un tono
apenas audible―. Estoy… estoy… mojada.
Frank suspiró, aliviado.
―Eso es muy normal, vida mía… Esa es la muestra física de tu deseo…
Si te mojas, yo podré entrar en ti con mucha facilidad, no es algo que deba
avergonzarte, porque es natural ―explicó con un tono tranquilizador―. Me
llena de felicidad saber que me deseas de ese modo… ¿Quieres probar si
puedes sentir un estímulo más, sin que entre en ti? ―propuso―. Estoy loco
por tocarte, me has llenado de placer y quiero probar si puedo dártelo a ti,
que te conozcas a través de mí.
Diana emitió un ligero «sí».
―Móntame ―ordenó sutil.
Vacilante y tímida, obedeció; de rodillas y erguida gravitaba sobre la
planicie del bajo vientre de Frank. Las manos de él acunaron sus pechos y
la piel de Diana se erizó, un gemido involuntario emergió de ella.
Frank apretaba con sutileza, acariciaba la suave y tibia piel. Sin mayor
preámbulo, él se incorporó; con un brazo se aferró a la esbelta cintura
femenina, al tiempo que chupaba uno de sus pezones con avidez y acunaba
el otro con su mano libre. Diana no pudo evitar dar un gritito de sorpresa.
Era como si fuera asediada con lascivia en cada rincón de su cuerpo.
―Cielo santo ―susurró ella, presa de una ansiedad desconocida.
Adoraba la sensación; la cálida humedad de la boca de Frank, devorando y
alternando su banquete en cada uno de sus senos, y la caliente y sedosa
erección de él rozando su trasero.
El instinto se apoderó de ella, de inmediato recordó ese evocador vaivén
en la silla de montar de esa mañana. Su mente dejó de gobernar su cuerpo.
―Oh, Frank, quiero más… ―murmuró.
―Aquí… ―Él se acomodó apoyando su espalda en el respaldo de su
cama. La tomó de las caderas y la instó a que se alzara tan solo un poco,
acto seguido, él empuñó su miembro para acomodarlo en una posición más
natural―. Confía en mí, hazte un poco para atrás y deja que tu sexo resbale
a lo largo del mío.
Diana acató la extraña orden y, en el momento en que su húmeda
intimidad entró en contacto con la piel del duro miembro de Frank,
entendió.
―Muévete así, vida mía. ―Frank volvió a anclarse a las caderas de
Diana, y la guio con un suave movimiento. La sensación fue abrumadora
para ambos, y ella no necesitó más indicaciones.
Diana comprendió que sí podía sentir, y se maravilló de aquella
sensación, como si su cuerpo tuviera una atávica memoria de cómo alcanzar
la voluptuosa liberación.
Se sintió llena de vida, adorada. Descubrió a Diana, la mujer que
disfrutaba de los placeres que su cuerpo era capaz de experimentar. Amó
más a Frank, quien con tanta paciencia y fuerza de voluntad, domaba su
propio deleite para brindarle a ella seguridad.
―Oh, te amo, Frank ―declaró entre gemidos y siseos.
Comenzó a moverse más rápido, sentía que había encontrado un punto
en ella, que la obligaba a presionarlo y acariciarlo con cada vaivén.
―Y yo a ti, Diana. Toma tu placer, disfruta de tu poder.
Todo se volvió un tumultuoso caos; gemidos, jadeos, el lúbrico y acuoso
sonido de sus sexos rozándose. El aroma del deseo que ambos desprendían.
Ella, aferrada a él, abandonada a la pasión, y él, besando, lamiendo,
chupando, apretando por doquier.
Diana sentía que una tórrida e inmensa ola surgía desde su interior que
la elevaba más y más…
―¡Diana!
Y más…
―¡Oh, Frank!
Y más…
―No puedo más… ¡Dios! ¡Diana!
Se derramó, fuerte, interminable, como nunca antes.
―Frank… ¡Frank!
Y Diana se rompió. La oleada de placer arrasó por completo con su
cordura, sintió que moría de gusto. Arqueó su espalda quedándose tensa,
bebiendo cada segundo de ese clímax que la inundó de una desconocida y
etérea paz.
Sus piernas flaquearon y, en una fracción de segundo, su hipersensible
sexo rozó el de Frank, propinándole un latigazo de doloroso deleite, lo que
le obligó a mantenerse separada, hasta sentir que volvía a respirar a un
ritmo regular.
Frank resollaba entrecortado. La abrazó como si no quisiera dejarla ir y
se refugió entre sus pechos, al tiempo que Diana se aferró a él y hundió su
cara en su cuello.
Diana no sabía qué hacer con todo lo que sentía. Estaba rebasada de una
infinidad de emociones que no sabía cómo encajar en su cuerpo, el cual
sentía minúsculo y desmadejado.
Lo único que sabía era que la antigua Diana había muerto. Y que no
volvería nunca más.
Comenzó a sollozar. No de tristeza, sino de una inefable dicha que no
quería contener; de darse cuenta de que ya no tenía miedo a recordar lo que
le había pasado.
Porque ahí estaba, en el pasado, en una oscura y dolorosa hora perdida
en algún lugar de su memoria, pero que ya no gobernaría su presente.
Y, en ese instante, pudo sentir la ínfima e infinita reconstrucción de su
alma.
Ella estaba viva, en el ahora, amando y siendo amada en cada segundo
que transcurría inexorable. ¡Qué importaba el porvenir! El futuro era una
ilusión y siempre podía cambiar su rumbo, por mucho que intentara
conducirlo a un fin específico.
Frank besó sus lágrimas y las bebió con veneración. No sintió temor
ante el motivo que provocaba aquel sollozo. Debía dejar libre a Diana y que
abrazara ese momento.
El calor los abandonó y enfrió sus pieles. Eran la perfecta representación
de dos amantes que podría ser esculpida en piedra. Poco a poco, el silencio
comenzó a reinar en la estancia. Una breve petición de él para separarse tan
solo un instante. Se levantó para buscar una toalla de su tocador, y se la
ofreció a Diana para que se aseara y acto seguido lo hizo él. La dejó sobre
la mesa de noche y se volvió a acostar. Cubrió sus cuerpos con la sábana, se
abrazaron y enredaron sus piernas con pereza.
Todo parecía estar, al fin, en su lugar.
―Pudiste haber entrado en mí… habérmelo pedido ―precisó Diana en
voz baja, al cabo de unos silentes y templados minutos.
―No era el momento y tampoco me lo pediste ―respondió en el mismo
tono―. Preferí disfrutar de cómo encontrabas tu placer. Fue maravilloso ser
testigo de ello, y me siento honrado de ser merecedor de tu amor y
confianza.
―Oh, Frank… ―Ella sonrió enternecida, pero pronto, otra cosa la
inquietó―. Pero… ¿y tú?, ¿sentiste?
―Cómo no lo imaginas. Llegué al clímax un poco antes que tú, sin
embargo, aquello no me impidió disfrutarte entera. ―Rio quedo y grave―.
Es la primera vez que lo hago así, no sabía que iba a ser tan estimulante
para mí. Me has brindado una experiencia única.
―¿Primera vez?... ¿Acaso nunca? ―balbuceó confundida.
―No lo he hecho tantas veces como se supone que debe ser… Siempre
tuve un irracional miedo a perder el control ―confesó.
―De todas las personas que he conocido en mi vida, tú eres la más
controlada del mundo ―aseveró Diana convencida.
―El sexo proporciona tanto placer que temí volverme un adicto, por eso
lo he hecho pocas veces ―reveló mirando el techo, perdido―. Siempre
temí convertirme en él… El hombre que me engendró era frío con nosotros.
Sin embargo, esa frialdad se transformó en crueldad y egoísmo. Bebía,
jugaba, apostaba, tenía muchas amantes… nos humillaba. Creo que hasta
disfrutaba haciendo daño y de experimentar todo en exceso…
»Físicamente, él y yo somos idénticos. A veces, cuando me miro en el
espejo, no puedo evitar recordarlo… Y desde que te conocí, he tenido que
convencerme de que jamás seré como él, porque te amo, y no podría ser
capaz de hacerte un daño semejante. ―Dos lágrimas ardientes se
derramaron por sus sienes, pero Diana no lo notó. No obstante, sí sintió la
vulnerabilidad de Frank en ese momento y lo amó más, si eso era posible.
―Oh, amor... ―Diana dejó un beso en el centro del pecho de él, donde
estaba su corazón―. Tú eres un ángel, nunca serás un demonio como él.
―Muchos pueden rebatirte que no soy un demonio, me nombran como
uno e, incluso, me conviene que sigan creyendo que provengo del infierno
―replicó, volviendo a ser el de siempre―, pero ese será nuestro secreto…
―Nadie lo sabrá ―prometió pícara.
―Lo sé…
Se prolongó el silencio entre ellos. Diana estaba inmersa en los serenos
latidos del corazón de Frank.
A lo lejos, se oyeron dos campanadas. Diana suspiró.
―Debo irme ―anunció, incorporándose sin ganas―. Si me quedo
dormida, todos se darán cuenta que hemos pasado la noche juntos.
―Pero…
―Sé que todos harán como que no ha sucedido nada ―interrumpió la
incipiente protesta de Frank alzando un dedo―, pero tengo un hijo y tienes
dos hermanas que son muy jóvenes, debo conservar un mínimo de decoro
por ellos.
―No quiero aceptarlo, pero tienes razón ―claudicó. La voz en medio
de la penumbra evidenciaba que él había hecho un puchero.
Diana le dio un beso corto e intenso. Se levantó, recogió su camisón del
suelo y se vistió. Era divertido, en cierto modo, ser amantes.
Se acercó de nuevo a la cama, Frank se inclinó hacia ella para recibir su
beso de despedida.
―Esperaré a que tu seducción se cumpla por completo ―sentenció y lo
besó―. Y cuando eso suceda…
―Me dirás que sí ―terció.
―Y seré, irrevocablemente, tuya.
Diana se escabulló por la puerta. A Frank le pareció que ella no era una
damisela angelical, sino un súcubo tentador que había ido a su habitación a
tomar su tributo, dejándolo con ganas de más.
Las puertas del infierno se habían abierto, y Lilith tomó a Amudiel…
para siempre.
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―Tiene que ser blanco ―demandó Eleanor con ilusión, señalando una
imagen de un catálogo, mientras Diana se hacía las pruebas de sus vestidos
nuevos en el atelier de la señora Morrison―. Se va a ver preciosa, como la
reina. Ella se casó de blanco para representar su pureza.
―Pues tenía entendido que solo fue porque era el color perfecto para
destacar el encaje del vestido ―rebatió Sophie un tanto incrédula ante la
afirmación de Eleanor―. El blanco no indica nada, solo que te puedes
permitir lavar el vestido con regularidad.
―El blanco es un color que se volvió muy popular desde la boda real,
ya casi ninguna novia elige otro color ―añadió la señora Morrison,
mientras estudiaba el largo del faldón―. Aunque, claro, usted puede usar
otro color ya que es viuda.
Diana hizo un mohín, no le agradaba la idea de entrar a la iglesia vestida
de blanco… Podían intentar consolarla de todas las formas posibles, pero en
un rincón oscuro de su conciencia la palabra pureza estaba manchada.
―El blanco es un color precioso para una novia, independiente de si es
soltera o viuda ―convino Diana para darle en el gusto a Eleanor―, pero es
terrible que se ensucie con solo mirarlo. Soy demasiado inquieta y siempre
estoy ocupada. No voy a tener posibilidad de volver a usarlo.
―Cuando me casé con August mi vestido de novia fue de color azul, lo
usé hasta que ya no hubo manera de reformarlo de acuerdo a la moda
―intervino Minerva, dando un suspiro y rememorando lo feliz que se
sentía cada vez que se lo ponía―. Pero los tiempos cambian, imagine si su
vestido de novia lo usa una futura hija. Eso sí puede ser algo muy especial,
que usted inicie una hermosa tradición familiar.
La idea de tener hijos inquietaba a Diana, quien trató de componer una
sonrisa con relativo éxito. Sin embargo, Minerva notó que ella solo lo hizo
por amabilidad y la entendía. Se decían tantas cosas negativas respecto a ser
madre por primera vez a una edad avanzada, pero en su experiencia, todo
era tan relativo que era mejor no pontificar sobre esa materia. Cada mujer
era un mundo.
―Oh, no tema, querida, usted es una mujer muy joven todavía ―intentó
convencerla, sin poner en evidencia frente a la modista, que Diana no había
engendrado a Jacob―. Tenga fe, la naturaleza es muy sabia ―afirmó
mirando los ojos de Diana―. Cuando me casé con August tenía treinta y
tres años, pensé que no íbamos a tener hijos en común, pero ya ve, concebí
tres preciosas hijas. El Señor Todopoderoso nos bendijo con algo de
equilibrio con tantos varones en la familia.
Diana sonrió. Algo en el cálido, sincero y sereno tono de voz de la
señora Montgomery lograba apaciguar sus temores y eso le abrigó el alma y
la animó. Le hizo recordar a su propia madre, no recordaba su voz, pero sí
la sensación de recibir palabras de ánimo y consuelo.
―Oh, me encanta la idea de dejar en herencia mi vestido de novia
―reconoció Diana―. Si no es una hija puede ser una nuera, nieta, una
sobrina o, incluso, una cuñada… ―Sonrió de verdad, debía ver el lado
bello de la vida―. ¡Está decidido! Elegiré el vestido más blanco y hermoso
para mi boda.
―Aaaaaaah, es tan romántico ―terció Sophie aplaudiendo―. Si me
llego a casar también usaré un vestido que pueda heredar a un pariente… A
veces no todos pueden comprar un vestido nuevo.
―Señora Gallagher, ¿ha pensado en algo especial para el ajuar nupcial?
―intervino críptica la señora Morrison ante los agudos oídos de las
señoritas Montgomery, quienes no pudieron evitar dar unas risitas con su
solapada sugerencia.
Un tanto escandalizada, la señora Morrison pensó que las jovencitas
londinenses eran mucho más «despiertas» que las de Somerton. O, tal vez,
estas señoritas en particular, manejaban más información de lo debido. ¡Qué
inmoralidad!
Mientras tanto, la piel de Diana pasaba por todos los tonos de rojo.
Estaba muy, muy segura de que lo menos que iba a usar en su noche de
bodas era un ajuar. Imaginó a Frank desnudo…
―¿No creen que hace mucho calor? ―soltó Diana abanicándose con su
mano, en un vano intento de desviar sus candentes imágenes mentales.
Sophie y Eleanor rieron un poco más fuerte.
―Niñas, compórtense ―advirtió Minerva con beata autoridad―. Si me
permite la sugerencia, señora Gallagher ―miró de soslayo a la modista, no
se le podía olvidar que todos creían que Diana era viuda―, un ajuar nupcial
siempre es bienvenido. Es más, ese será mi regalo para usted.
El primer impulso de Diana fue rechazar el ofrecimiento, pero Minerva
le sonreía con tanta ilusión que no fue capaz de atreverse a desairarla de ese
modo. Además, debía reconocer que no podía pedir mejor suegra, respetaba
sus decisiones, la trataba con cariño y siempre la integraba a ella y Jacob en
todas las actividades familiares. Es más, todos se comportaban del mismo
modo, como si siempre hubieran formado parte de esa hermosa familia.
―Será todo un honor, señora Montgomery ―aceptó Diana.
―Oh, nosotros somos los honrados, querida. Estás haciendo
inmensamente feliz a mi hijo, no hay forma de retribuir el amor que le das.
―Creo que sí hay una forma, y ya lo hacen ―replicó Diana con
emoción.
―¿Y cómo, querida?
―Permitiéndonos ser parte de su familia, sin poner ninguna condición.
*****
Querido Frank:
Primero que nada, felicidades por tu compromiso. No me
sorprende pero sí me alegra mucho… Las bromas por tu futuro
cambio de estado civil me las reservaré para cuando vuelva.
Me imagino cómo debe estar mamá de emocionada con los
preparativos ―aún sin tener fecha concreta―. El único
consejo que te puedo dar es que contrates mucho personal
doméstico, porque Somerton Court parecerá un hotel.
Pasando a otro tema… No puedo creer que hayan
asesinado al principal sospechoso del incendio. Esta situación
no va nada bien, y lo que te voy a contar la complica mucho
más.
Tal como te comenté en mi carta anterior, ha sido difícil
―mas no imposible― obtener la documentación de la
compraventa de Greenfield. Pero eso no es lo importante, me
aseguraron que me tendrían los papeles el lunes ―o martes a
más tardar, si de nuevo no se van a las manos los hijos de
Henry Pole―.
Lo que sí es importante ―y preocupante― es que ayer,
desde la oficina de abogados, me enviaron un mensaje; un
hombre llamado Jerome Ferguson llegó al lugar pidiendo la
misma documentación que yo. Afortunadamente, estos
abogados no son ineptos y, al igual que a mí, le solicitaron una
declaración jurada de la tutora de Jacob en que autorizara a
copiar y retirar los documentos.
¿Me creerías que este impostor presentó una carta
falsificada? Los abogados ―gracias a Dios― lo notaron
enseguida. Sin informarle a este sujeto que yo me había
adelantado, compararon las firmas de la declaración que llevé
yo, la de Ferguson y la de las copias de las escrituras de la
compraventa.
Cuando se negaron y le dijeron que iban a llamar a la
policía, el tipo salió corriendo antes de que terminaran de
amenazarlo. Por este hecho, tomaron medidas de seguridad
más drásticas y están haciendo dos copias adicionales de las
escrituras; una para mí, otra para la oficina y la otra la
dejarán en la bóveda del banco con la original en casilleros
separados.
Apenas terminé de leer ese mensaje, fui a la oficina de
abogados y pedí que me describieran a ese tal Ferguson
―sería iluso de mi parte pensar que ese es su verdadero
nombre―. Ni alto ni bajo, cabellos y ojos castaños, entre
treinta y cuarenta años, bien vestido, su forma de hablar y
expresarse era bastante pomposa. En fin, es tan común y
olvidable como puede ser un cuarto de la población masculina
de Inglaterra.
Esto es muy serio, Frank. Estoy seguro que quieren
eliminar todo rastro de que la propiedad perteneció legalmente
a Jacob Gallagher. Pero, al mismo tiempo, la situación es
extraña. En un caso hipotético, si se prueba que la propiedad
no es de Jacob, esta pasaría a Barnaby Grant, porque él era el
heredero de Abel Grant, pero ahora ambos están muertos, y el
hijo de Barnaby es demasiado joven para estar tramando este
tipo de fraudes ―ni siquiera debe saber en qué parte de
Inglaterra está Somerton―.
Espero que las investigaciones estén dando resultados,
porque con Grant muerto, siendo honesto, no sé qué pensar.
Pretendo estar de regreso el jueves. Si mis planes
cambian, te lo haré saber.
Cuídense mucho…
Justin Montgomery.
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El hombre alzó sus cejas y esbozó una sonrisa al leer la elegante y pulcra
invitación. Al fin en ese miserable pueblo se llevaría a cabo un evento
social de real categoría. No como esas fiestas donde todos se ven obligados
a mezclarse con el populacho.
Hizo una mueca, le daba lo mismo que Diana Gallagher… No… que
Diana Stone estuviera ahí. En realidad, poco le importaba esa mujer, le era
indiferente su vida o su destino. Ella, de todas formas, ya había ganado
mucho con ese ventajoso matrimonio, que podía considerarse una
compensación del destino… Por más que ella proclamara que era la dueña
de Greenfield, no tenía forma de comprobarlo, era infructuoso. Tampoco
había posibilidad de que recuperara sus preciados documentos. Todos los
que existían ya se habían convertido en cenizas. Ya no había ningún
rastro…
Por lo que a la ley respecta, al morir Abel Grant, su patrimonio pasó a su
medio hermano Barnaby, y al morir este… No había sido su intención
matarlo, pero, a fin de cuentas, terminó siendo beneficioso y le ahorró un
dolor de cabeza. Estar todo el tiempo encima de ese sujeto para presionarlo,
no era una tarea agradable de llevar a cabo.
Pronto Greenfield pasaría a ser parte de su patrimonio, y nadie se daría
cuenta. Su futuro inmediato era tan prometedor que cualquier heredera en
Londres no dudaría en bajar su estatus para casarse con él.
Teniendo tierras, dinero, posición y poder, sus probabilidades de salir de
ese pueblo eran infinitas…
Podía hacer lo que quería, tomar lo que quería y hasta podía darse el lujo
de destruir lo que quería.
Entintó su pluma, con una perversa sonrisa en los labios escribió:
«Estoy muy agradecido por la invitación. Confirmo mi
asistencia.»
Capítulo XIV
Los días que se sucedieron con los preparativos de la soirée fueron de
arduo trabajo para toda la familia. Minerva, como matriarca, tomó las
riendas de la organización y delegó tareas a cada hombre, mujer y niño de
Somerton Court con precisión militar.
Diana iba con avidez tras ella a cada paso como su asistente, tomando
nota de todo lo que debía considerar para la organización de un evento
social. Minerva misma al asignarle ese cargo, le dijo:
―Me ayudará a llevar a cabo esta soirée para que aprenda lo único que
le falta para ser una gran marquesa y, eso es, saber cómo organizar una
reunión social exitosa.
Diana sonrió con gratitud, pero pronto su gesto se ensombreció con
cierto pesimismo.
―Voy a aprender cuanto tenga que enseñarme, pero dudo que en el
futuro tenga que organizar alguna actividad social. ―Minerva enarcó las
cejas con sorpresa, Diana se apresuró a aclarar―. No es porque no quiera,
sino porque no inspiro simpatía en la gente del pueblo… Haber sido «la
amante de Grant» me granjeó una reputación injusta, y muy pocos se
atrevieron a ver más allá… Frank fue uno de ellos. ―Esbozó una genuina
sonrisa que evidenciaba el amor y agradecimiento que sentía―. A fin de
cuentas, soy una persona orgullosa, no me agrada la idea de blandir mi
futuro título para conminar a las personas a que me acepten.
―Usted haga lo que tenga que hacer, y ponga todo el empeño en ello
―aconsejó―, por experiencia propia le digo que la gente, en general, tiene
mala memoria cuando recibe algo a cambio.
―¿Mala memoria? ―interpeló incrédula. En Somerton no existía el
término de «mala memoria», recordaban cada pecado y cada error―. No
entiendo, señora Montgomery.
Minerva le brindó una sonrisa que se llenó de nostalgia.
―Hace veinte años, nuestras familias se formaron en medio del
escándalo y asumimos que nuestro inexorable destino sería el ostracismo,
pero mi cuñada, Olivia, vizcondesa Rothbury, sin importar ese mal
pronóstico, se empeñó en llevar a cabo una labor social para la educación
de las mujeres. El precepto de este proyecto es: no importa la edad, el
pasado, el estado civil, la clase social, o la inteligencia que tenga una mujer.
Todas tienen posibilidades de educarse, lograr un trabajo digno y surgir
―resumió con orgullo―. Cada una de las mujeres de la familia aportó con
tiempo y trabajo para ese proyecto y, aunque nuestra reputación nos
precedía, logramos convertirnos en miembros influyentes de la aristocracia
y burguesía londinense. Y la buena sociedad ha olvidado,
convenientemente, nuestro pasado.
»Ellos creen que hacemos caridad, pero en realidad, lo que nosotras
hacemos es brindar armas para que una mujer se pueda defender en la vida
con dignidad.
―Vaya ―susurró Diana con asombro.
―Por eso mismo, usted tendrá mucho trabajo ―dictaminó Minerva―.
El pueblo de Somerton necesita educación, sobre todo las mujeres para que
puedan ser autosuficientes, como usted. La nobleza, en general, ha olvidado
que los títulos se otorgaron por servicios al país, y esa tradición es la que
debe perpetuarse.
―Si las mujeres pudieran ir al Parlamento, sin duda, usted lograría
grandes cosas ―elogió Diana con absoluta sinceridad. Minerva
Montgomery era inspiradora.
―Eso es algo que no sucederá ahora, pero estoy segura de que algún día
ocurrirá… Y ahora, tenemos una soirée de compromiso que organizar.
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[1]
« There's no smoke without fire», expresión inglesa cuyo equivalente en español es «Si el río
suena, es porque piedras trae».
[2]
Juego de palabras en inglés, el apellido Clearwater quiere decir agua clara, mientras que
Filthywater significa agua inmunda.
[3]
Juego de cartas, predecesor del Black Jack.
[4]
Ada Lovelace, fue una matemática, informática y escritora británica, célebre por su trabajo
acerca de la calculadora de uso general de Charles Babbage, la denominada máquina analítica.
Entre sus notas sobre la máquina, se encuentra lo que se reconoce hoy como el primer algoritmo
destinado a ser procesado por una máquina, por lo que se la considera como la primera
programadora de ordenadores.
[5]
Fiesta de sociedad, acto social o función teatral o musical que se celebra al atardecer o por la
noche.