Variaciones de La República (INTRO y CAP1) PDF
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Rosario, 2020
Índice
Introducción
Hilda Sabato y Marcela Ternavasio................................................. 9
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
Hacer política en tiempos de república
Hilda Sabato......................................................................................... 19
CAPÍTULO II
Representar la república
Leonardo Hirsch, Hilda Sabato y Marcela Ternavasio................ 39
CAPÍTULO III
Construir y limitar el poder en la república
Laura Cucchi, Irina Pollastreli y Ana Romero............................... 59
CAPÍTULO IV
Entre la república católica y la nación laica
Ignacio Martínez y Julián Feroni...................................................... 79
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO V
Las repúblicas provinciales frente al desaf ío de crear una repú-
blica unificada (1824-1827)
Elsa Caula y Marcela Ternavasio...................................................... 99
8 Variaciones de la República
CAPÍTULO VI
Guerra y política durante el terror rosista (1838-1842)
Marcela Ternavasio y Micaela Miralles Bianconi......................... 119
CAPÍTULO VII
De la guerra a la construcción de la paz (Buenos Aires post Caseros)
Alejandro M. Rabinovich e Ignacio Zubizarreta.......................... 139
CAPÍTULO VIII
De los comicios al campo de batalla (1874)
Flavia Macías y María José Navajas................................................. 159
CAPÍTULO IX
La república convulsionada (1893)
Inés Rojkind y Leonardo Hirsch...................................................... 181
CAPÍTULO X
La república puesta en escena (1811-1910)
Alejandro Eujanian y Ana Wilde...................................................... 201
Epílogo
Hilda Sabato y Marcela Ternavasio................................................. 221
P
ensar la formación de la república en la Argentina es pensar la política
del siglo XIX. Este libro se ocupa de esa historia y se pregunta por el
trabajoso proceso de construcción de formas de gobierno republicanas en
el cambiante contorno que reunió a las Provincias Unidas del Río de la Plata y
derivó en la conformación del estado nacional argentino. El tema no es nuevo
pero sigue planteando desafíos e interrogantes que han inspirado este volumen
colectivo. Sobre la base de la rica historiografía reciente y de los resultados de
nuestras propias investigaciones proponemos aquí una mirada de conjunto a
través de recorridos diversos sobre las distintas formas de entender y organizar una
república y sobre los modos de hacer y pensar la política a lo largo del siglo XIX.
¿Cuál fue el mapa de ruta que nos trazamos para iniciar estos recorridos?
En el punto de partida, las coordenadas de tiempo y espacio constituyen refe-
rencias insoslayables. En primer lugar, la propuesta de recorrer el arco de todo
el siglo, desde la ruptura revolucionaria hasta los albores del Centenario, repre-
senta el doble desafío de superar tanto las miradas de corto plazo sobre períodos
acotados como la clásica cesura de mediados del XIX que atraviesa buena parte
de la historiografía. Nuestro propósito no es presentar cronologías alternativas
a las ya conocidas, ni postular etapas en una suerte de progresión lineal, sino
mostrar los diferentes ritmos de cambio y los pulsos muchas veces asincrónicos
en los diversos planos en que se desplegaba la tumultuosa vida política de la
república. En segundo lugar, los tiempos de esta historia no son ajenos a las
coordenadas espaciales y sus variaciones a lo largo del siglo. La disolución de
la organización colonial abrió paso a un proceso largo y sinuoso de redefini-
ción territorial, que imprimió variabilidad e inestabilidad a los contornos de la
comunidad política en formación. A la contracción y expansión de esos bordes
externos de la república, se sumaba la intermitente oscilación entre momentos
de fragmentación y de reconstitución de una unidad soberana, que nos obliga
al uso –también intermitente– del plural y del singular: repúblicas y república,
según las coyunturas. Tiempo y espacio no son, por lo tanto, marcos externos
a nuestro relato sino dimensiones inherentes a la historia que queremos contar.
10 Variaciones de la República
En el marco de estas cambiantes escalas temporales y espaciales, una primera
clave de lectura atraviesa todos los capítulos: la opción republicana implicó un
cambio radical frente a la situación heredada del orden monárquico y colonial.
El debate historiográfico en torno a las líneas de continuidad y ruptura en el
tránsito hacia el siglo XIX constituye un clásico entre los especialistas desde
que se conformó el campo; un debate que se reactualizó con particular intensi-
dad a partir de la década de 1990. Desde diversos enfoques –historia social de
lo político, historia intelectual y cultural, nueva historia crítica del derecho– se
han privilegiado uno u otro polo, según las variables, los registros y los presu-
puestos a partir de los cuales se observan los fenómenos analizados. Sin des-
conocer las indudables continuidades que se registran en diversas dimensiones
de esta historia, nuestra hipótesis más general postula que el proceso revolucio-
nario, además de abrir paso a nuevos principios de legitimación y dispositivos
de organización del orden político, dotó de novedosos sentidos a los viejos
engranajes jurídicos, sociales y culturales que convivieron por largo tiempo con
las repúblicas en construcción. Y esos sentidos se hacen evidentes no solo en
la nueva ingeniería institucional que procuraba reemplazar al antiguo edificio
de la monarquía sino también en los modos de vivir y experimentar la política,
transformados al calor de la ola republicana.
En función de esa hipótesis, partimos en este libro de la crisis imperial que
estalló en 1808 y convulsionó a la América española. Mientras los territorios
bajo la corona portuguesa redefinían su lugar en el imperio al recibir a la corte
de Braganza emigrada de la metrópolis por el avance napoleónico, los dominios
hispánicos quedaron a la deriva luego de la invasión francesa a España, el vacío
de poder provocado por las abdicaciones de los Borbones, y la guerra desatada
en la propia Península entre los ejércitos de Napoleón y sus aliados y quienes
resistían ese avance a la vez que intentaban dar forma a instancias de gobierno
que reemplazaran la autoridad real. La confusión política fue ganando terreno a
medida que aumentaba la incertidumbre sobre cómo enfrentar una situación que
nadie sabía muy bien qué encerraba y hacia dónde se encaminaba. A medida que
se despejaban algunas incógnitas, se abrían otras que despertaban temores entre
quienes comenzaban a ver amenazado el orden vigente hasta entonces. Ante el
peligro de la disolución imperial, a ambos lados del Atlántico se hicieron esfuer-
zos por redefinir los lazos que habían mantenido unidos a los territorios america-
nos entre sí y con la metrópoli bajo el manto borbónico. Al mismo tiempo, en casi
todos lados fueron tomando forma propuestas alternativas, que pronto llevarían a
confrontaciones de palabra y de hecho entre quienes proponían y apostaban a so-
luciones diversas. Frente a la debacle del poder monárquico, que había mantenido
el control sobre vastos territorios durante tres siglos, se abrió un escenario incier-
Introducción
11
to, azaroso, cambiante, que ofrecía a la vez espacio para la innovación política y
nuevos grados de libertad a la acción de los hombres.
En el sur del imperio, el Virreinato del Río de la Plata pronto crujió desde sus
cimientos. Allí la agitación política había empezado antes de los episodios de
Bayona y por otros motivos. En el marco de la disputa inter-imperial atlántica,
tropas inglesas desembarcaron en Buenos Aires en 1806 y 1807 y, no obstante la
ocupación inicial de la plaza, fueron finalmente rechazadas por fuerzas locales.
Estos episodios y sus consecuencias sacudieron la vida virreinal y se solaparon
con la crisis monárquica ocurrida poco después. Para 1810, llegaron las noticias
de la caída de la Junta Central, que había sustituido la autoridad del rey en la me-
trópoli, y los tiempos se precipitaron. Se inició entonces una revolución política
en nombre de la retroversión de la soberanía a los pueblos que integraban el vi-
rreinato; un reclamo que muy pronto se fue fusionando y confundiendo con el que
proclamaba la soberanía de un pueblo (en singular) y su voluntad de autogobier-
no. A partir de allí, la institución de una nueva comunidad política fundada sobre
el principio de la soberanía popular planteó dilemas y desató debates seculares en
esta región de América, a la vez que indujo innovaciones radicales en el plano de
la praxis política. El colapso del orden colonial, las guerras consiguientes y los
nuevos parámetros fijados para construir autoridad horadaron las bases sobre las
que había funcionado el poder en la colonia. El desmantelamiento de lo anterior
y la construcción de lo nuevo resultaron en procesos conflictivos, atravesados por
la incertidumbre y la contingencia.
Luego de varios años de ensayos institucionales, reordenamientos territo-
riales, guerras y conflictos políticos, en 1816 se declaró la independencia de
las ahora llamadas Provincias Unidas de Sudamérica. Se intensificaron desde
entonces las controversias sobre la futura forma de gobierno, que se ordenaron
en torno a dos ejes: centralismo versus federalismo y república versus monar-
quía constitucional. A lo largo de cuatro años, los debates en el congreso cons-
tituyente y en el espacio público fueron febriles. La monarquía constitucional
templada, en línea con el modelo británico, cosechó fuertes adhesiones entre
las dirigencias a cargo del gobierno. Pero la crisis de 1820, con el triunfo del
federalismo y la caída del poder central, vino a demostrar que las formas repu-
blicanas se imponían en los hechos, apoyadas por una sociedad movilizada al
calor de los nuevos valores revolucionarios. De allí en más los recientes cuer-
pos soberanos rioplatenses fueron repúblicas que a poco de andar se definieron
como representativas.
Sabemos hoy que esa opción fue definitiva, pero para los contemporáneos
era una apuesta riesgosa y de pronóstico incierto. En ese terreno movedizo,
la constitución de la comunidad política misma y de las instancias que ase-
guraran la creación y legitimación de autoridad fueron materia de experimen-
tación constante, tanto en el plano normativo y de los principios como en los
de las instituciones y las prácticas, mientras se abrían desafíos y dilemas que
12 Variaciones de la República
alimentaron una intensa vida política a lo largo de todo el siglo XIX. Este libro
intenta iluminar algunas dimensiones de esa historia, a partir de un abordaje
en varios planos que confluyen en el punto de llegada que cierra el arco de
nuestra cronología. En este sentido, entendemos que, con todas sus variaciones,
la experimentación republicana decimonónica muestra un conjunto de rasgos
compartidos en materia de funcionamiento político que la distinguen de la que
se abre en el siglo XX, con su declinación hacia una república democrática en
el marco de la emergencia de una sociedad de masas. Ese sintagma, que reunía
dos conceptos que a fines del siglo XVIII encerraban significados diferentes y
hasta opuestos, sería foco de renovadas controversias y de conflictos, a la vez
que dotaría a la historia precedente de nuevos sentidos al trasladar categorías
propias de las concepciones cristalizadas en el siglo XX a las repúblicas del
siglo XIX. Nuestro propósito es reubicar a estas últimas en los universos men-
tales de los actores que las diseñaron sobre la marcha, disputaron sus principios
y contornos, y vivieron en ellas transformándolas a través de sus prácticas.
La segunda clave de lectura reside en concebir la política como una instancia
del quehacer humano no reductible a ninguna de sus otras esferas. Al descartar
cualquier relación de determinación establecida a priori, se abre la interroga-
ción acerca de las vinculaciones, variables y complejas, que se dan en cada mo-
mento y lugar entre las diferentes dimensiones de la vida social. Pero, tal como
señala Carlos Altamirano en un artículo de reflexión sobre la renovada historia
política y sus cultores, no pensamos “que los hechos políticos se descifren en
otras esferas de la sociedad” (Altamirano, 2005: 14). Con esta premisa, con-
cebimos lo político como la instancia creativa de acción colectiva instituyente
de la comunidad y de las modalidades de la vida en común, y la política como
campo relacionado con la competencia por el poder y su ejercicio (Rosanva-
llon, 2006a). Desde esta perspectiva, apuntamos a recuperar esa acción colec-
tiva a partir de las experiencias de autogobierno republicanas que surgieron al
calor del colapso del antiguo orden monárquico y colonial.
La renovación a la que refiere Altamirano en ese texto ha sido, como sa-
bemos, muy productiva, intensa y variada, por lo que prescindiremos en esta
breve introducción de presentar un estado de la cuestión o retomar los debates
ya conocidos por los especialistas. Vale la pena destacar, en cambio, las nu-
merosas deudas intelectuales de este libro con esa historiografía y con quienes
han contribuido a instalar nuevas preguntas y enfoques.1 Pensar la república en
1 En vista de la amplia bibliografía producida en las últimas cuatro décadas nos limitamos a citar
aquí algunos textos que, abocados a la historia política argentina del siglo XIX, se refieren en
general a las novedades del campo: Gallo, 1988; Alonso, 1998; Halperin Donghi, 2004; Alta-
mirano, 2005; Bonaudo, 2006; Sabato, 2007a y 2014; Botana, 2012; Míguez, 2012.
Introducción
13
Componer este libro implicó un trabajo colectivo, desarrollado en el marco
de un Proyecto PICT, que nos dio la oportunidad de reunir a dos equipos de
investigación de la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad de
Buenos Aires dedicados, respectivamente, a explorar la primera y la segunda
mitad del siglo XIX. El propósito fundamental que nos congregó fue superar
la clásica cesura entre ambos tramos de nuestra historia y reflexionar en torno
a las grandes cuestiones que atravesaron el siglo al poner en juego la dinámica
política republicana. El volumen es, pues, un punto de llegada de ese trabajo
conjunto que iniciamos en 2014.
Al discutir si los resultados de las sucesivas y fructíferas reuniones mere-
cían ser publicados, asumimos el desafío de cruzarnos en autorías conjuntas
y capitalizar en los diversos capítulos no solo las investigaciones individuales
que cada uno viene desarrollando en sus proyectos específicos sino los que la
historiografía especializada provee a nuestro objeto de reflexión. El espíritu
que nos animó a encarar esta empresa fue, como anunciamos, ofrecer una
mirada de conjunto a través de recorridos diversos sobre las variaciones de
la república y de la política en el siglo XIX que pueda ser consultado no solo
por especialistas sino también por públicos más amplios. De allí que los en-
sayos no penetren en debates historiográficos específicos del campo, que el
estilo y el formato no se ajusten a los clásicos artículos académicos y que la
Introducción
15
organización que los preside –dividida en dos partes– responda a dos criterios
claramente distinguibles y complementarios.
La primera parte está integrada por cuatro ensayos generales que ofrecen
la descripción problematizada de cuestiones que atraviesan todo el arco del
siglo XIX. Para el capítulo inicial elegimos presentar los actores colectivos
que protagonizaron la vida política y los ámbitos de su accionar, de manera
tal de poner en escena desde el principio a quienes construyeron las repúblicas
decimonónicas. Los tres siguientes se focalizan en lo que podríamos denominar
la anatomía de estas repúblicas en instancias cruciales para el proceso de insti-
tucionalización de las comunidades políticas: la representación y los sistemas
electorales (capítulo 2), los controles internos y externos al poder (capítulo 3), y
la redefinición de las jurisdicciones políticas y eclesiásticas (capítulo 4).
La segunda parte está destinada a poner en movimiento esos andamiajes
para atender a las fisiologías de la dinámica republicana en diferentes momen-
tos del siglo XIX, con el objetivo de exhibir los desafíos que enfrentaron los
actores y las respuestas que emergieron en las coyunturas seleccionadas. Lejos
de pretender una cobertura homogénea del período, se eligieron algunas expe-
riencias puntuales, que fueron abordadas con diferentes perspectivas y recortes
temporales y espaciales. Se trata así de dar cuenta de distintas formas de articu-
lación entre valores, normas, instituciones y prácticas en los contextos concre-
tos y contingentes propios de la incierta e inestable vida política decimonónica.
Así, el primer momento toma como mirador el tercer congreso constituyente
reunido en las Provincias Unidas entre 1824 y 1827 (capítulo 5); el segundo
se corresponde con el llamado “terror rosista” entre 1838 y 1842 (capítulo 6);
el tercero se extiende sobre el momento post Caseros (capítulo 7); el cuarto
focaliza en las conflictivas elecciones de 1874 (capítulo 8); y el quinto en las
convulsiones ocurridas en 1893 (capítulo 9). El último ensayo (capítulo 10) está
compuesto de sucesivos momentos que recorren el siglo a partir del análisis de
las celebraciones patrias de las Fiestas Mayas que acompañaron y modelaron
las formas de concebir la república, desde su nacimiento hasta el Centenario.
Anatomías y fisiologías, ingenierías institucionales y prácticas, marchas y
contramarchas, dilemas y soluciones provisorias, proyectos pensados y accio-
nes que frustraron sus rumbos, recorren las siguientes páginas. La invitación a
revisitar aquellas estaciones del derrotero republicano supone penetrar en una
historia que, para todos sus participantes, tenía un final abierto. Como afirmaba
Hannah Arendt al reflexionar sobre las revoluciones norteamericana y francesa,
“antes de que se enrolasen en lo que resultó ser una revolución, ninguno de sus
actores tenían ni la más ligera idea de lo que iba a ser la trama del nuevo drama
a representar” (Arendt, 1992: 36).
16 Variaciones de la República
Hilda Sabato
C
omo en la Nueva Granada de esta cita, en el Río de la Plata la república
“lo removió todo”. A la riesgosa aventura del autogobierno por la vía de
la soberanía popular, los revolucionarios de América sumaron el desafío
de definirse como repúblicas en un mundo decididamente hostil a esa forma
de organización social y política. Ese mandato inauguró una nueva era que
trastocó lo heredado e innovó en casi todos los planos de la vida colectiva. En
esa vorágine, la acción política ocupó un lugar central e involucró a hombres
y mujeres de toda condición, cuyos lugares en el mundo fueron sacudidos por
el impulso revolucionario y por los esfuerzos posteriores de reordenamiento
dentro de los marcos de la república.
En el Río de la Plata, la opción por el autogobierno en clave republicana
abrió un arco amplio de posibilidades en materia política, en la medida en que
no había un modelo canónico ni vías seguras hacia su consagración. Y si bien
los contemporáneos buscaron inspiración en ejemplos muy diversos, presentes
y pasados, los combinaron y adaptaron de distintas maneras, en un proceso de
experimentación secular. En ese derrotero sinuoso, la temprana inclinación por
adoptar el sistema representativo para el gobierno de la república se confirmó
a partir de la independencia y fue decisiva para lo que vino después, pues en-
1 José María Vergara y Vergara, Olivos y aceitunos todos son unos (Bogotá, 1868, p. 50), citado
en Deas, 1993: 198.
20 Variaciones de la República
Pueblo y gobierno
El tránsito de la organización social y política en el marco colonial a la insti-
tución de una comunidad política fundada sobre el principio de la soberanía
popular implicó transformaciones decisivas en las concepciones sobre la vida
en común y en las instituciones que habrían de regirla. El reclamo inicial for-
mulado por las colonias de retroversión de la soberanía a los “pueblos” inte-
grantes del cuerpo de la monarquía, que arraigaba en las tradiciones heredadas
del tiempo de los Habsburgo, pronto confluyó con nociones nuevas sobre el
pueblo como asociación de individuos que pactaban voluntariamente su orga-
nización política para la vida en común. La demanda de autogobierno por parte
de los territorios del Río de la Plata presuponía ese pueblo / esos pueblos como
fuente única de autoridad, fundamento radicalmente distinto al que había regido
en tiempos del antiguo régimen imperial (Guerra, 1992; Chiaramonte, 1997).
“Pueblo” devino así en categoría clave de la nueva era de la república y es-
tuvo en el centro de controversias conceptuales y disputas políticas. En teoría,
ese pueblo se pretendía compuesto por individuos libres e iguales asociados
por su propia voluntad, que se organizaban como comunidad en los marcos de
una forma de gobierno republicana. Esa concepción se superponía conceptual
y prácticamente con otras maneras de entender la vida en común. La visión
corporativa del mundo social arraigaba en tres siglos de vigencia del antiguo
régimen, y se manifestaba en todas las dimensiones de la vida colectiva tardo-
colonial. La propia noción de “república” formaba parte del arsenal de concep-
tos que ordenaban ese mundo y solo con los cambios que llegaron de la mano
de las nuevas corrientes del derecho natural en sus distintas variantes y de las
experiencias concretas de las revoluciones noratlánticas fue adquiriendo una
carga disruptiva del orden socio político vigente en Hispanoamérica. El choque
y la convivencia entre diversas cosmovisiones marcó la primera mitad del siglo
XIX, pero ya desde la segunda década, el triunfo político de las vertientes más
nuevas impuso normativa e institucionalmente la república como modelo de
Hacer política en tiempos de república 21
Dirigencias
La adopción del sistema representativo introdujo una distinción fundamental en
el seno del pueblo (fuente de soberanía), pues los elegidos para representarlo e
integrar las instancias de gobierno constituían una proporción menor del con-
junto y definían en los hechos una dirigencia. La revolución trajo importantes
novedades en ese plano. Hubo cambios decisivos en la conformación de los
elencos gobernantes, en la medida en que se modificaron de raíz los principios y
las reglas sobre los cuales funcionaba el orden político institucional anterior, así
como la estructura de poder que sostenía el andamiaje colonial. Se derrumbaron
las autoridades que encarnaban la monarquía en el Plata, mientras se desmon-
taban los principales órganos de gobierno existentes y se ensayaban nuevos
formatos e instituciones de acuerdo con los principios ahora en vigencia.
No había recetas aseguradas para la instalación de la república, por lo que
las primeras décadas que siguieron a la independencia fueron tiempos de ex-
perimentación intensa, de ensayo y error, en los cuales se probaron diferentes
formatos de gobierno que sufrieron suerte diversa. El antiguo Virreinato del
Río de la Plata quedó pronto desmembrado como unidad política, y surgieron
reclamos de soberanía territorial por parte de diferentes regiones, algunas de las
cuales cortaron temporaria o definitivamente sus vínculos con los procesos de
organización encabezados por la antigua capital, Buenos Aires. Para 1820 los
intentos de dar forma a una comunidad política unificada habían sido derrota-
dos y el mapa de lo que por entonces se llamaba Provincias Unidas del Río de la
Plata reconocía un conjunto de provincias relativamente autónomas articuladas
entre sí por lazos confederales, en una especie de república de repúblicas (ver
capítulo 2). Todas ellas se regían ya por el sistema representativo, sistema que
fue ratificado cuando, en 1853, se dictó la Constitución Nacional, que creaba la
República Argentina como comunidad unificada de soberanía compartida entre
las existentes provincias y la nación como un todo, bajo régimen de gobierno
federal. Esta organización sería definitiva, aunque los términos de la relación
entre provincias y nación y las condiciones del federalismo siguen siendo, hasta
hoy, motivo de debate, negociación y conflicto (Chiaramonte, 1993 y 2016;
Botana, 1993; Alonso y Bragoni, 2015).
A partir de la revolución, el desplazamiento de personajes que habían sido
centrales en el Río de la Plata virreinal y la incorporación y el ascenso de figu-
ras nuevas o que previamente habían ocupado lugares menores fue visible aún
en los tramos iniciales de esa historia. A poco de andar, lo que Halperin Donghi
llamó “la carrera de la revolución” fue un camino abierto para el acceso y la
consolidación de dirigentes que desplegaban las destrezas necesarias en tiem-
pos convulsionados y en un escenario en que el cambio de escala de la vida
política ampliaba la participación tanto por arriba como por abajo (Halperin
Donghi, 1972). El estallido de las jerarquías territoriales vigentes contribuyó a
una descentralización y reorientación de las dirigencias en toda la geografía del
antiguo virreinato.
Hacer política en tiempos de república 23
3 Uso aquí el término “dirigencias” para referir de manera laxa a quienes ocuparon cargos repre-
sentativos y de gobierno pero también a las figuras salientes de las agrupaciones político-par-
tidarias. Al emplear este término de carácter más bien descriptivo he dejado de lado categorías
analíticas más precisas (como elite, oligarquía, clase política, notables, etc.) usados en otros
trabajos sobre el tema. Así, más que entrar en una discusión conceptual sobre estas categorías,
he preferido referirme a los rasgos generales compartidos por un universo de bordes difusos,
integrado no solo por quienes ocupaban lugares concretos en el andamiaje político sino tam-
bién por quienes se percibían a sí mismos y eran percibidos por los demás como integrantes de
los elencos dirigentes.
24 Variaciones de la República
debieron referirse al pueblo y no solo para definir desde arriba los parámetros
de su involucramiento en la república, sino también para desarrollar una acti-
vidad intensa destinada a movilizar y organizar a los nuevos ciudadanos (for-
malmente definidos o no). Pues para alcanzar y conservar el poder, así como
para disputar posiciones o impugnar a quienes ejercían la autoridad de turno,
las dirigencias recurrieron al soberano. Esta figura abstracta se materializaba en
un pueblo concreto, que a su vez se desgranaba en individuos (y grupos) con
diferencial acceso a derechos y libertades según los cambiantes niveles y defi-
niciones de ciudadanía que los convertían en sujetos políticos. De este pueblo
concreto surgían, entre otros, los electores que con su voto distinguían a sus
futuros dirigentes y los ciudadanos armados que podían sostenerlos o impug-
narlos, así como las voces de la opinión pública indicada como el mecanismo
ideal de control del poder de los representantes.
La movilización de ese pueblo fue un aspecto fundamental de la vida po-
lítica y así lo entendieron las dirigencias desde el momento mismo de la revo-
lución. Se trataba, por una parte, de educar cívicamente a la población, tanto
en el plano de las ideas como de las prácticas que debían corresponder a los
flamantes ciudadanos. La prédica del credo republicano, en sus distintas va-
riantes, se hacía por diversos medios, desde los discursos y proclamas de los
dirigentes hasta los catecismos cívicos que circulaban profusamente o los ser-
mones pronunciados en las iglesias, sin olvidar las celebraciones públicas y las
fiestas donde se desplegaban rituales y símbolos patrióticos (Di Stefano, 2004;
Molina, 2004; Munilla, 2013). Por otra parte, las dirigencias buscaron canalizar
la participación popular en las diferentes instancias en que se dirimía la compe-
tencia por el poder. La articulación horizontal entre dirigentes y vertical entre
ellos y sus seguidores (en sus varios niveles) creaba tramas de sociabilidad que
operaban en los distintos ámbitos de acción política. Esas tramas fueron varian-
do con el tiempo, como se verá más adelante, y también cambió la importan-
cia relativa de los diversos espacios donde se hacía política (Halperin Donghi,
1972; Sabato, 1998; González Bernaldo, 1999 y 2001; De la Fuente, 2000; Di
Meglio, 2006; Navajas, 2009; Fradkin y Di Meglio, 2013; Rojkind, 2017).
En las primeras décadas posrevolucionarias, la precaria institucionalidad fa-
vorecía los contactos y las negociaciones entre dirigentes en sitios que hoy lla-
maríamos privados o semiprivados: casas de familia, cafés, tertulias, imprentas,
entre otros. Eran tiempos de preeminencia de liderazgos de índole personalista.
La situación de guerra continuada otorgaba mayor peso a ese tipo de relaciones
de mando y obediencia, resumidos en la figura de los caudillos y del poder
ejecutivo fuerte. Al mismo tiempo, fueron años de experimentación también
en el plano institucional, y desde la década del 20 las legislaturas provinciales
devinieron ámbitos de transacciones y decisiones políticas, mientras que las
elecciones adquirían espesor creciente y también lo hacían en menor medida
instancias nuevas de participación surgidas como consecuencia de la tormenta
26 Variaciones de la República
revolucionaria. Las plazas y las calles, así como las iglesias, las pulperías y los
cafés se convirtieron en lugares donde se discutía y hacía política, mientras
bandos, pasquines y periódicos más formales fungían como voceros y anima-
dores de la vida pública.
La instauración de la república federal trajo importantes novedades, en par-
ticular con la conformación de los poderes nacionales. Aunque inicialmente
tuvieron poco peso en la dinámica política, tanto el poder legislativo como el
ejecutivo fueron, desde su instalación, focos de negociación y de decisiones,
que adquirieron importancia progresiva en las décadas siguientes. En cuanto al
poder judicial, su organización a escala nacional fue más tardía, pero la admi-
nistración de justicia en distintos niveles tuvo, desde la primera mitad del siglo,
fuerte incidencia en la vida político-partidaria, sobre todo en el plano local.
Las cámaras de diputados y de senadores fueron sitios estratégicos para la
acción de los dirigentes, que allí tejían sus alianzas, estrechaban lazos de solida-
ridad partidaria, establecían relaciones y negociaciones con sus pares, amigos
o adversarios, y exhibían su persona pública a través de discursos y debates.
En tiempo de sesiones, era frecuente, además, la intervención de un público
partisano que asistía para alentar o reprobar a viva voz a los dirigentes, una ac-
tuación que no pasaba desapercibida a la prensa, que reproducía y multiplicaba
el efecto de lo que pasaba en el recinto. La actividad parlamentaria era así uno
de los ejes de la vida política nacional. En cada provincia, además, la legislatura
reproducía esa dinámica a escala local.
El Ejecutivo, por su parte, fue sede política indiscutida. La constitución de
1853/60 otorgó al presidente importantes atribuciones que lo convirtieron en cla-
ve de bóveda del orden nacional. Era la cabeza del gobierno de turno y muchas
veces, aunque no siempre, el jefe político de las agrupaciones que lo habían lleva-
do a ganar las elecciones. En cualquier caso, su influencia en materia política fue
decisiva. En primer lugar, por la posición que ocupaba su persona en la estructura
de poder, lo que hacía de los espacios materiales en que se movía y de sus ac-
ciones y gestos instancias insoslayables de la vida pública nacional. En segundo
término, el presidente funcionaba siempre en sintonía con algún grupo de cola-
boradores cercanos que ejercían también sus cuotas de autoridad. Pero además,
el poder ejecutivo fue ampliando su campo de acción política a través de los mi-
nisterios y de la maquinaria administrativa que se expandió sostenidamente a lo
largo de la segunda mitad del siglo (Botana, 1977; Oszlak, 1982; Sabato, 2012).
Los cinco ministerios originales tuvieron peso diferencial según las áreas de
incumbencia y el presupuesto respectivo, pero cada uno de ellos buscó extender
sus influencias a todo el ámbito nacional. Si bien los ministros eran designados
por el presidente, en la práctica su poder dependía en gran medida de la capa-
cidad y el capital políticos propios. La distribución presupuestaria fue variable,
con una tendencia en el largo plazo a la disminución relativa de los gastos en
Guerra y Marina, que inicialmente se llevaban más del 50% y para la década del
80 rondaban el 15%, y un incremento de las carteras de Interior y de Justicia,
Hacer política en tiempos de república 27
5 Hacienda oscilaba según los compromisos de la deuda pública, mientras que Relaciones Exte-
riores siempre mantuvo un peso menor en el total del presupuesto.
6 Todos esos puestos fungían, además, como escalones en la carrera política de quienes alterna-
ban cargos rentados en dependencias estatales con los que obtenían por la vía electoral.
28 Variaciones de la República
cionarios, como los jefes políticos, que eran agentes de gobierno pero también
eslabones de las redes políticas indispensables para llegar al poder. Al mismo
tiempo, las legislaturas intervenían activamente en la política de la provincia y
las relaciones con los gobernadores fueron muchas veces conflictivas, mientras
que el ámbito de la justicia local funcionó siempre en estrecha conexión con las
redes partidarias de cada lugar. En conjunto, los poderes provinciales tuvieron
que mantener vínculos con el gobierno nacional, y a medida que el estado se fue
fortaleciendo, esa dimensión cobró mayor centralidad. En ese sentido, tanto los
gobernadores como los legisladores nacionales de cada provincia cumplieron
un rol fundamental (Botana, 1977; Buchbinder, 2004; Alonso, 2010; Bragoni y
Míguez, 2010; Alonso y Bragoni, 2015; Cucchi, 2015a y 2015b; Schmit, 2015;
Navajas, 2017; Bressan, 2018).
En suma, el complejo entramado de instituciones estatales constituía uno
de los escenarios en que se definía y se desplegaba la acción política. Era, asi-
mismo, una de las vías a través de las cuales se conformaban y consolidaban
afinidades político-partidarias que operaban también en otros ámbitos de com-
petencia y disputas por el poder. En efecto, la política no se hacía solo en los
corredores del estado sino también en otros espacios públicos y privados donde
se practicaban diferentes formas de sociabilidad política.
Sociabilidades
Desde el principio de la experiencia de autogobierno la formación de dirigen-
cias reconoció instancias de agregación para definir sus proyectos y a la vez
favorecer sus respectivas posiciones en la competencia por el poder. En las
primeras décadas posrevolucionarias, la política permeaba los entramados de
sociabilidad existentes, pero eran contados los casos de instancias exclusiva o
específicamente políticas de convergencia de voluntades, por fuera de los ya
mencionados que se forjaban en el seno de la administración y el gobierno. Los
ejemplos siempre citados de quienes se reunían en el Café de Marcos o de la
Logia Lautaro son excepciones en un panorama en el que predominaban otras
prácticas. Redes tejidas en lo que hoy llamaríamos el mundo privado, como las
que remitían a la familia ampliada, a los lazos comerciales y empresariales, y
a la camaradería en colegios y universidades podían servir para cimentar una
vinculación política sostenida. Casas particulares, clubes sociales, cofradías y
hermandades religiosas, imprentas, cafés, librerías, pulperías y otros locales de
comercio, brindaban el espacio material en que se fraguaban relaciones políti-
cas (Bragoni, 1999; Myers, 1999; González Bernaldo, 2001; Di Stefano, Saba-
to, Romero y Moreno, 2002; Molina, 2009; Zubizarreta, 2012).
Los alcances de esos entramados fueron variables, como lo fueron también
su proyección en el tiempo y en el territorio. Y dependieron en buena medida
de su capacidad para insertarse en el gobierno, lo que les permitía expandir
sus recursos políticos. En su mayor parte operaban localmente y por períodos
acotados, pero resultaban eficaces a la hora de poner en circulación opiniones y
Hacer política en tiempos de república 29
Redes
La política se hacía, pues, en ámbitos y por mecanismos muy diversos. Vimos
como los dirigentes no actuaban de manera individual sino que se conjugaban
con sus pares y formaban agrupaciones o redes con distinto grado de afinidad
destinadas a competir y ganar. Para ello, desde muy temprano debieron recu-
Hacer política en tiempos de república 33
brados y las bases. El elenco de punteros electorales, cuadros medios de las for-
maciones milicianas y del ejército profesional, autoridades menores –como los
comisarios o los jueces de paz– con poder territorial, párrocos y pulperos con
vocación política, dirigentes de colectividades inmigrantes, y todo otro conjun-
to de agentes intermedios funcionaban como mediadores a la vez que tenían sus
propias agendas que ponían en circulación. Las bases, por su parte, componían
un mosaico heterogéneo difícilmente conjugable en singular, y que se sumaban
a una u otra constelación política en función de sus propias inclinaciones indi-
viduales o colectivas.
Esas redes reunían a sus heterogéneos componentes para actuar en los di-
ferentes ámbitos en que se desplegaba la vida político-partidaria. Una primera
aproximación a esta cuestión muestra un rasgo distintivo: la decisiva importan-
cia de los espacios locales y provinciales en la dinámica de la vida política. En
esos niveles accionaban las bases y los cuadros intermedios y allí se construía
buena parte del capital político de los dirigentes, quienes luego ponían en juego
ese capital territorial en las articulaciones de actores y fuerzas en los niveles
regional y nacional. Este último cobró relevancia en la segunda mitad del si-
glo, cuando se produjo una complejización creciente de los juegos de poder
e influencias entre los diferentes planos de actuación. En esos planos –local,
provincial, regional y nacional– los ámbitos concretos en que se desplegaba la
acción política eran diversos y cambiantes, y estaban, a su vez, interconectados.
Un segundo rasgo de estas redes era su carácter proteico. Eran variables en
su composición, flexibles en su funcionamiento, inestables en su dinámica. No
reconocían una estructura formal que respondiera a reglas institucionales fijas,
lo que no implicaba falta de organización ni desconocimiento de jerarquías. Por
el contrario, funcionaban como colectivos estratificados de formato piramidal,
donde cada uno ocupaba lugares diferenciales y aunque esos lugares no fueran
fijos de una vez y para siempre, la permeabilidad entre las jerarquías era limi-
tada. En ese sentido, la igualdad de derechos que habilitaba la participación
mutaba en una desigualdad de hecho en el seno de estas organizaciones en las
que la propia acción política producía y reproducía jerarquías. Tal es así que
durante buena parte del siglo se las identificaba por el nombre de sus principa-
les dirigentes, tanto en el nivel local como cuando se enlazaban con referentes
de mayor alcance. Estos anclajes personalistas se combinaban muchas veces
con los que asociaban a cada uno de esos grupos de acción a constelaciones de
referencia más abarcadoras, que remitían a principios, opiniones y propuestas
en disputa en la arena política. Unitarios y federales en las décadas del 30 y
40; liberales, federales, autonomistas y nacionales en las siguientes; radicales,
modernistas, republicanos, socialistas, hacia fines de siglo. En cualquier caso,
las organizaciones concretas montadas en función de la acción partidaria se
integraban con diferente grado de articulación en estas constelaciones políti-
co-ideológicas más amplias, pero reconocían lógicas de funcionamiento y re-
Hacer política en tiempos de república 35
Un orden inestable
El ideal de unanimidad –que postulaba horizontes políticos compartidos– pre-
sidió la formación de las nuevas comunidades en las primeras décadas del siglo
XIX y persistió con diferente intensidad y variados matices hasta la segunda
mitad. Sin embargo, el antagonismo entre grupos, personajes y proyectos riva-
les fue un rasgo central de la política decimonónica. Más allá de las razones de
ese antagonismo, lo cierto es que alimentó una vida política en que diferentes
grupos con sus dirigencias a la cabeza hacían uso de todos los recursos dispo-
nibles y de todas las prácticas habilitadas para alcanzar el poder y legitimar
su lugar, o para impugnar y reemplazar a los gobiernos en funciones. No se
trataba, como vimos, de organizaciones de estructura fija y rígida disciplina,
sino de constelaciones laxas y cambiantes que se definían en torno a liderazgos
y tradiciones y que podían, a su vez, albergar diferentes corrientes en su inte-
rior. Tampoco, de grupos cuyas rivalidades cristalizaran en divisiones infran-
queables y, no obstante la dureza de algunas oposiciones, siempre existieron
dispositivos formales e informales de contacto, comunicación e intercambio,
sobre todo entre las dirigencias. Era un mundo segmentado pero que reconocía
puntos de referencia y reglas del juego en común, aunque en perpetua tensión.
Dentro de esos marcos, durante todo el siglo la contienda electoral tuvo un
lugar central y la movilización de huestes para ganar resultaba un paso deci-
36 Variaciones de la República