Mattoni. Prólogo A Balzac La Obra Maestra Desconocida
Mattoni. Prólogo A Balzac La Obra Maestra Desconocida
Mattoni. Prólogo A Balzac La Obra Maestra Desconocida
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1845
Gillette
Catherine Lescault
Tres meses después del encuentro entre Poussin y Porbus, éste fue a visitar al
maestro Frenhofer. El viejo era entonces presa de uno de esos desalientos profundos y
espontáneos cuya causa está, si debemos creerles a los matemáticos de la medicina, en
una mala digestión, en el viento, el calor o en una hinchazón de los hipocondrios; y
según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral; el buen
hombre lisa y llanamente se había agotado perfeccionando su misterioso cuadro. Estaba
sentado lánguidamente en un amplio sillón de roble labrado, tapizado de cuero negro, y
sin dejar su actitud melancólica, le lanzó a Porbus la mirada de un hombre que se había
instalado en su hastío.
–Bueno, maestro –le dijo Porbus–, ¿era malo el ultramar que fue a buscar a
Brujas? ¿No pudo diluir nuestro nuevo blanco? ¿Se arruinó su óleo o los pinceles se
pusieron duros?
–Por desgracia –exclamó el viejo–, durante un momento creí que mi obra estaba
terminada; pero ciertamente me engañé en algunos detalles y no estaré tranquilo sino
después de haber aclarado mis dudas. Decidí viajar y voy a ir a Turquía, Grecia y Asia
para buscar una modelo y comparar mi cuadro con diversas naturalezas. Tal vez allá –
continuó dejando escapar una sonrisa de satisfacción– obtenga la naturaleza misma. A
veces casi tengo miedo de que un soplo despierte a esa mujer y que desaparezca.
Después se levantó de golpe, como para irse.
–¡Oh, oh! –respondió Porbus–, llego a tiempo para evitarle el gasto y el
cansancio del viaje.
–¿Cómo? –preguntó Frenhofer asombrado.
–El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza no tiene
ninguna imperfección. Pero si él consiente en prestársela, mi querido maestro, al menos
hará falta que nos deje ver su tela.
El viejo se quedó parado, inmóvil, en un estado de completa estupefacción.
–¡Cómo! –exclamó al fin con aflicción–, ¿mostrar mi criatura, mi esposa,
desgarrar el velo con el que he cubierto castamente mi felicidad? ¡Sería una horrible
prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer. Es mía, solamente mía. Ella me
ama. ¿Acaso no me sonrió con cada pincelada que le di? Ella tiene un alma, el alma con
que yo la he dotado. Se sonrojaría si otros ojos distintos a los míos se detuvieran en ella.
¡Dejarla ver! ¿Cuál sería el marido, el amante lo bastante vil como para conducir a su
mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte, no pones en él toda tu alma,
no les vendes a los cortesanos más que maniquíes coloreados. Mi pintura no es una
pintura, es un sentimiento, una pasión. Nacida en mi taller, debe permanecer allí virgen
y no puede salir sino vestida. La poesía y las mujeres sólo se entregan desnudas a sus
amantes. ¿Poseemos acaso las figuras de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de
Dante? ¡No! Sólo vemos sus formas. Y bien, la obra que tengo allá arriba bajo llave es
una excepción en nuestro arte; no es una tela, es una mujer; una mujer con la que lloro,
río, converso y pienso. ¿Quieres que de golpe arroje una felicidad de diez años como
quien tira un abrigo? ¿Que de golpe deje de ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es
una criatura, es una creación. Que venga tu muchacho, le daré mis tesoros, le daré
cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la huella de su paso en el
polvo; ¿pero hacerlo mi rival? ¡Sería una vergüenza para mí! Ay, soy más amante
todavía que pintor. Sí, tendría la fuerza para quemar a mi Catherine en mi último
suspiro; pero, ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor? No,
no. Mataría al día siguiente a quien la hubiese mancillado con una mirada. Te mataría
en el acto, amigo mío, si no la saludaras de rodillas. ¿Quieres ahora que someta mi ídolo
a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? Ah, el amor es un misterio;
no tiene vida sino en el fondo de los corazones, y todo está perdido cuando un hombre
le dice incluso a su amigo: “Esta es la que amo”.
El viejo parecía haber vuelto a ser joven; sus ojos tenían brillo y vida; sus
mejillas pálidas estaban surcadas por un rojo intenso y sus manos temblaban.
Sorprendido por la violencia apasionada con la que fueron dichas esas palabras, Porbus
no sabía qué contestar ante un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Tenía razón
Frenhofer o estaba loco? ¿Se encontraba subyugado por una fantasía de artista o las
ideas que había expresado provenían del fanatismo inexpresable producido en nosotros
por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Se podía esperar que alguna vez
transigiera con esa pasión estrafalaria?
Presa de todos estos pensamientos, Porbus le dijo el viejo:
–Pero, ¿no es acaso mujer por mujer? ¿No le ofrece Poussin su amante a sus
miradas?
–¿Qué amante? –respondió Frenhofer–. Ella lo traicionará tarde o temprano. La
mía me será siempre fiel.
–Bueno –continuó Porbus–, no hablemos más al respecto. Pero antes de que
usted encuentre, incluso en Asia, a una mujer tan bella, tan perfecta, tal vez muera sin
haber terminado su cuadro.
–Ah, está terminado –dijo Frenhofer–. Quien lo viera creería que percibe a una
mujer acostada en un lecho de terciopelo detrás de unas cortinas. Junto a ella, un trípode
de oro exhala perfumes. Te verías tentado a tocar la borla de los cordones que agarran
los cortinados y te parecería que ves el seno de Catherine (19) haciendo el movimiento
de su respiración. Sin embargo, quisiera estar bien seguro…
–Ve a Asia –respondió Porbus al percibir una especie de vacilación en la mirada
de Frenhofer. Y Porbus dio algunos pasos hacia la puerta de la sala.
En ese momento, Gillette y Nicolas Poussin habían llegado cerca de la casa de
Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, soltó el brazo del pintor y
retrocedió como si la hubiese invadido algún súbito presentimiento.
–Pero, ¿qué vengo a hacer aquí entonces? –le preguntó a su amante con un tono
de voz profundo y mirándolo fijamente.
–Gillette, eres mi dueña y quiero obedecerte en todo. Eres mi conciencia y mi
gloria. Vuelve a casa, tal vez eso me haga más feliz que si tú…
–¿Soy dueña de mí misma cuando me hablas así? Oh, no, ya no soy más que una
niña. Vamos –agregó pareciendo que hacía un violento esfuerzo–, si nuestro amor
muere, y si albergo en mi corazón una larga pena, ¿no será tu celebridad el precio de mi
obediencia a tus deseos? Entremos, será como seguir viviendo quedar para siempre
como un recuerdo en tu paleta.
Al abrir la puerta de la casa, los dos amantes se encontraron con Porbus quien,
sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban entonces llenos de lágrimas, la
tomó mientras temblaba y la llevó ante el viejo:
–Mire –dijo–, ¿no vale como todas las obras maestras del mundo?
Frenhofer se estremeció. Gillette estaba ahí, con la actitud ingenua y simple de
una joven georgiana inocente y temerosa, raptada y ofrecida por bandidos a un
comerciante de esclavos. Un púdico rubor coloreaba su rostro, ella bajaba los ojos, sus
manos estaban colgando a sus costados, sus fuerzas parecían abandonarla, y unas
lágrimas protestaban contra la violencia ejercida contra su pudor. En ese momento,
Poussin, desesperado por haber sacado ese bello tesoro de su buhardilla, se maldijo a sí
mismo. Se volvió más amante que artista, y mil escrúpulos le torturaron el corazón
cuando vio los ojos rejuvenecidos del viejo, quien con el hábito del pintor desnudó, por
así decir, a la chica adivinando sus formas más secretas. Volvió entonces a los celos
feroces del verdadero amor.
–¡Gillette, vámonos! –gritó.
Ante ese tono, ese grito, su amante levantó feliz la vista hacia él, lo miró y corrió
a sus brazos:
–¡Ah, entonces me amas! –respondió ella fundiéndose en llanto.
Luego de haber tenido la energía de acallar su sufrimiento, ahora carecía de
fuerzas para ocultar su felicidad.
–Oh, déjemela por un momento –dijo el viejo pintor– y podrán compararla con
mi Catherine. Sí, lo acepto.
Aún había amor en el grito de Frenhofer. Parecía tener algo de coquetería por su
simulacro de mujer, y gozar de antemano del triunfo que la belleza de su virgen iba a
obtener sobre la de una muchacha de verdad.
–No deje que se arrepienta –profirió Porbus golpeando a Poussin en el hombro–.
Los frutos del amor pasan rápido, los del arte son inmortales.
–Para él –respondió Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus–, ¿no soy
entonces más que una mujer?
Levantó la cabeza con orgullo; pero cuando, luego de haber lanzado una mirada
fulminante a Frenhofer, vio a su amante ocupado en contemplar de nuevo el retrato que
anteriormente había tomado por un Giorgione, dijo:
–¡Ah, subamos! Él nunca me miró así.
–Anciano –replicó Poussin, sacado de su meditación por la voz de Gillette–,
¿ves esta espada?, la hundiré en tu corazón ante la primera palabra de queja que
pronuncie esta chica, le prenderé fuego a tu casa y nadie saldrá vivo. ¿Entiendes?
Nicolas Poussin tenía un aspecto tenebroso. Sus palabras terribles, su actitud y
su gesto consolaron a Gillette, quien casi le perdonó que la sacrificara a la pintura y a su
glorioso futuro. Porbus y Poussin se quedaron en la puerta del taller, mirándose uno al
otro en silencio. Si bien al principio el pintor de la María egipcíaca se permitió algunas
exclamaciones: “¡Ah!, se está desvistiendo. Él le dice que se ponga a la luz. La está
comparando”. Enseguida se calló al ver la cara de Poussin que estaba profundamente
entristecida; y aunque los viejos pintores ya no tengan esos escrúpulos, tan pequeños
frente al arte, los admiró por lo ingenuos y hermosos que resultaban. El joven tenía la
mano en la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, parados
en la oscuridad, se parecían así a dos conspiradores que esperasen el momento de
atentar contra un tirano.
–Entren, entren –les dijo el viejo radiante de felicidad–. Mi obra es perfecta, y
ahora puedo mostrarla con orgullo. Nunca un pintor, ni pinceles, colores, tela y luz le
harán una rival a Catherine Lescault.
Dominados por una intensa curiosidad, Porbus y Poussin corrieron al medio de
un amplio taller cubierto de polvo, donde todo estaba desordenado y en el que vieron
aquí y allá cuadros colgados de las paredes. En primer lugar, se detuvieron ante una
figura de mujer de tamaño natural, semidesnuda, y ante la cual quedaron llenos de
admiración.
–Oh, no se ocupen de eso –dijo Frenhofer–, es una tela que garabateé para
estudiar una pose, ese cuadro no vale nada. Ahí están mis errores –prosiguió,
señalándoles encantadoras composiciones colgadas en las paredes a su alrededor.
Antes estas palabras, Poussin y Porbus, estupefactos por semejante desdén hacia
tales obras, buscaron el retrato anunciado sin lograr divisarlo.
–Bueno, aquí está –les dijo el viejo cuyos cabellos estaban despeinados, cuyo
rostro se inflamaba por una excitación natural, cuyos ojos chispeaban y que jadeaba
como un muchacho ebrio de amor–. ¡Ah, ah, ah! –exclamó–, no esperaban tanta
perfección. Están frente a una mujer y ustedes buscan un cuadro. Hay tanta profundidad
en esta tela, la atmósfera es tan verdadera, que ya no pueden distinguirla del aire que
nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! Vean ahí las formas vivientes
de una muchacha. ¿No he captado bien el color, la intensidad de la línea que parece
terminar el cuerpo? ¿No es acaso el mismo fenómeno que nos muestran los objetos que
están en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Advierten cómo los contornos se
desprenden del fondo? ¿No parece que pudieran pasar la mano por esa espalda? Y es
que durante siete años estudié los efectos de la conjunción de la luz y los objetos. ¿Y
esos cabellos, acaso no los inunda la luz? Creo que ella respiró. ¿Ven el seno? ¡Ah!,
¿quién no querría adorarla de rodillas? La carne palpita. Se va a levantar, esperen.
–¿Puede ver algo? –le preguntó Poussin a Porbus.
–No. ¿Y usted?
–Nada.
Los dos pintores dejaron al viejo con su éxtasis, observaron si la luz, que caía a
plomo sobre la tela que les mostraba, no neutralizaba todos sus efectos; examinaron
entonces la pintura colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y
levantándose alternadamente.
–Sí, sí, en verdad es una tela –les decía Frenhofer, malinterpretando la finalidad
de ese examen escrupuloso–. Miren, ahí están el bastidor, el caballete, ahí están también
mis colores, mis pinceles.
Y agarró un pincel que les mostró con un movimiento ingenuo.
–El viejo veterano se burla de nosotros –dijo Poussin volviendo al supuesto
cuadro–. No veo allí más que colores confusamente amontonados y contenidos por una
multitud de líneas raras que forman una muralla de pintura.
–Nos equivocamos, vea –replicó Porbus.
Al acercarse, percibieron en un rincón de la tela la punta de un pie desnudo que
salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de esa niebla sin
forma; pero un pie encantador, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante
ese fragmento escapado de una increíble, una lenta y progresiva destrucción. Ese pie
aparecía allí como el torso de una Venus de mármol de Paros que surgiera entre los
escombros de una ciudad incendiada.
–Hay una mujer ahí abajo –exclamó Porbus, haciéndole notar a Poussin las
diversas capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente creyendo
que perfeccionaba su pintura.
Los pintores se dieron vuelta espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a
explicarse, aunque vagamente, el éxtasis en el que vivía.
–Lo hace de buena fe –dijo Porbus.
–Sí, amigo mío –respondió el viejo despabilándose–, hace falta fe, fe en el arte,
y vivir durante largo tiempo con la propia obra para producir una creación semejante.
Algunas de esas sombras me costaron mucho trabajo. Miren, ahí está sobre su mejilla,
debajo de los ojos, una ligera penumbra que, si la observan en la naturaleza, les parecerá
casi intraducible. Y bueno, ¿creen que reproducir ese efecto no me costó esfuerzos
inauditos? Pero también, mi querido Porbus, mira atentamente mi trabajo, y entenderás
mejor lo que te decía sobre la manera (20) de tratar el modelado y los contornos, mira la
luz del seno, y puedes ver que por medio de una serie de toques y de realces muy
empastados logré captar la verdadera luz y combinarla con la blancura brillante de los
tonos claros; y por un trabajo opuesto, borrando las salientes y el grano del empaste, a
fuerza de acariciar el contorno de mi figura sumergido en la media tinta, pude eliminar
hasta la idea de dibujo y de medios artificiales, y darle el aspecto y la redondez misma
de la naturaleza. Acérquense, verán mejor ese trabajo. De lejos, desaparece. ¿Ven? Ahí
creo que es muy notorio. –Y con la punta de su pincel les señalaba a los dos pintores
una mancha de color claro.
Porbus le dio una palmada en el hombro al viejo y volviéndose hacia Poussin
dijo:
–¿Sabe que vemos en él a un gran pintor?
–Es aún más poeta que pintor –respondió gravemente Poussin.
–Aquí –prosiguió Porbus tocando la tela– termina nuestro arte en la tierra.
–Y de aquí va a perderse en los cielos –dijo Poussin.
–¡Cuántos placeres en este pedazo de tela! –exclamó Porbus.
El viejo absorto no los escuchaba, y le sonreía a esa mujer imaginaria.
–Pero tarde o temprano se dará cuenta de que no hay nada en su tela –exclamó
Poussin.
–Nada en mi tela –dijo Frenhofer mirando alternadamente a los dos pintores y a
su supuesto cuadro.
–¿Qué hizo? –le dijo Porbus a Poussin.
El viejo agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo:
–¡No ves nada, palurdo, pirata, rufián, maricón! ¿Por qué subiste acá entonces?
Mi buen Porbus –continuó dirigiéndose hacia el pintor–, ¿acaso usted tampoco?, ¿se
burlarían de mí? Respóndame. Soy su amigo, dígame, ¿arruiné entonces mi cuadro?
Porbus indeciso no se animó a decir nada; pero la ansiedad que se dibujaba en la
fisionomía pálida del viejo era tan cruel que le señaló la tela diciéndole:
–¡Mire!
Frenhofer contempló su cuadro durante un momento y vaciló.
–¡Nada, nada! Y haber trabajado diez años.
Se sentó y lloró.
–Soy entonces un imbécil, un loco. No tengo entonces talento ni capacidad, no
soy más que un hombre rico que cuando camina tan sólo camina. Entonces no habré
producido nada. –Contempló su tela a través de las lágrimas, se levantó de golpe con
orgullo, les lanzó a los dos pintores una mirada fulminante. –Por la sangre, el cuerpo y
la cabeza de Cristo, están celosos y quieren hacerme creer que está arruinada para
robármela. ¡Yo la veo! –gritó–, es maravillosamente bella.
En ese momento, Poussin escuchó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
–¿Qué te pasa, mi ángel? –le preguntó el pintor súbitamente enamorado de
nuevo.
–¡Mátame! –dijo ella–. Sería una infame si te siguiera amando, porque te
desprecio. Eres mi vida y me causas horror. Creo que ya te odio. (21)
Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer volvía a tapar a su Catherine
con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones
cuando se cree en compañía de hábiles ladrones. Les lanzó a los dos pintores una mirada
profundamente maliciosa, llena de desprecio y de suspicacia, los acompañó en silencio a
la puerta de su taller con una prontitud convulsiva. Después les dijo en el umbral de su
casa:
–Adiós, amiguitos.
Esa despedida los dejó helados. Al día siguiente, Porbus volvió preocupado a ver
a Frenhofer, y supo que había muerto por la noche, después de haber quemado sus telas.
Balzac atenuó entonces dos rasgos: el paralelismo entre literatura y pintura, que
quiso hacer menos explícito, y las ineptitudes de Porbus, a quien prefiere dejarle su
puesto de pintor de primera línea de comienzos del siglo XVII.
5. La técnica de los tres lápices se remonta al Renacimiento: se usaban mina de
plomo, sanguina y lápiz blanco, generalmente sobre papel coloreado. También se hacían
grabados a “estilo de lápiz” imitando el dibujo y combinando esos tres colores.
6. No hay rastros de una obra así hecha por Pourbus, aunque el tema aparece en
otros pintores. Se trata de un intercambio: la santa que quiere cruzar el mar para ir a
Jerusalén es obligada a ceder a las insinuaciones del barquero (o incluso se le ofrece, ya
que Balzac menciona “la indecisión del barquero”).
Balzac suprimió el siguiente pasaje que aparecía en la edición de 1831:
Esa bella imagen (el término aún no se había inventado para designar una
obra pictórica; y también habría podido decirles: ese retratamiento santo y
encantadoramente rematado; pero la ubicación histórica me parece cansadora,
además de que muchos no entienden las palabras antiguas); esa imagen entonces
representaba a una María egipcíaca adquiriendo el pasaje del barco. Esa obra
maestra, destinada a María de Médicis, fue vendida por ella en Colonia en sus
días de miseria; y durante nuestra invasión a Alemania (1806), un capitán de
artillería la salvó de una destrucción inminente, metiéndola en su baúl. Era un
protector de las artes que prefería tomar a robar. Sus soldados ya le habían
pintado bigotes a la santa protectora de las muchachas arrepentidas y estaban por
tirar al blanco, borrachos y sacrílegos, sobre la pobre santa, que incluso pintada
debía obedecer a su destino. Actualmente esa magnífica tela está en el castillo de
la Grenadière, cerca de Saint-Cyr en Touraine, y pertenece al señor de Lansay.
Nadie se tomó en serio estos datos de Balzac, que combinan lugares que había
visitado y alguna posible anécdota de militares que conociera.
Ella no vive. Si la mirase mucho tiempo, no podría creer que hubiera aire
entre sus brazos y el fondo de la tela… No siento el calor de ese bello cuerpo y
no tiene sangre en las venas… Los contornos no están dibujados resueltamente.
Tienes miedo de ser seco siguiendo el método de la escuela italiana y no quisiste
empastar las extremidades a la manera de Tiziano o de Correggio. Y bueno, no
obtuviste ni las ventajas de un dibujo puro y correcto ni los artificios de los
medios tonos… No eres verdadero más que en los tonos interiores de la carne…
Hay verdad allí…
Y el viejo señalaba el pecho de la santa.
–Después aquí…
E indicaba el punto donde terminaba el hombro en el cuadro.
–Aquí… todo es falso… Pero no analicemos, sería para desesperarte.
8. Oposición entre una pintura veneciana que se basaba en la primacía del color,
como la de Tiziano y Veronese, y la manera alemana, que privilegiaba el dibujo, como
Holbein y Dürer. El fracaso de Frenhofer puede entenderse como la imposibilidad de
una síntesis, que en época de Balzac se planteaba entre el dibujante Ingres y el colorista
Delacroix. Una síntesis imposible al menos dentro de los límites de una pintura
mimética y figurativa, de donde surgen una serie de interpretaciones contemporáneas
que insisten en el abandono final de la representación en la pintura que se propone el
objetivo de expresar la naturaleza.
10. Jan Gossaert, llamado Mabuse (hacia 1478-1532). Los datos de la historia
del arte permiten entender por qué Balzac lo eligió como maestro de Frenhofer, puesto
que se dice que Mabuse introdujo el estilo italiano en la pintura holandesa y que
también reconcilió dos estilos antagónicos, integrando la lección de Dürer.
11. El más famoso de los alumnos de Mabuse fue Lambert Lombard (1505-
1566), del cual se conocen dibujos, ilustraciones, vitrales, pero a quien actualmente no
se le atribuye ninguna pintura de manera indiscutible. Sin que hayan sido sus alumnos,
Mabuse tuvo sin embargo cierta influencia en Lucas de Leyden (hacia 1525) así como
en Jan van Scorel y Jan Vermeyen.
15. Para los románticos, Giorgione ya era un artista mítico que sobrepasaba al
mismo Tiziano dentro de la escuela veneciana. Un artista al que sin embargo Frenhofer
superaría. Quizás por ello Balzac no se decidió a ponerle un nombre histórico al “dios
de la pintura” que inventó.
[…] con respecto a la manera en que los flamencos y los italianos tratan
la luz y el contorno… Dibujando puramente la línea según las enseñanzas del
Perugino, degradé ligeramente la luz con semitonos que estudié por mucho
tiempo, y en vez de arrastrar el exterior de la línea, dispuse sombras dentro de la
luz. Acérquense… Verán mejor ese trabajo.
21. En 1831, el cuento terminaba con estas palabras. Luego de las correcciones
de 1837, Balzac prefiere concluir con la muerte del artista y la destrucción de sus obras.