Mattoni. Prólogo A Balzac La Obra Maestra Desconocida

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Honoré de Balzac

La obra maestra desconocida

Traducción, prólogo y notas de


Silvio Mattoni
La búsqueda del absoluto o el deseo de la pintura

La cuestión de la apariencia estética es más antigua de lo que parece, aunque


también más persistente de lo que parece. Si hay apariencia es porque algo se manifiesta
en lo sensible. Lo que aparece en la forma de un material sería algo más que sus
elementos perceptibles. ¿Habría entonces un sentido? ¿La cosa vista u oída dice o
expresa algo de donde proviene o adonde apunta? En el caso de un objeto realizado por
alguien, que fue puesto ahí, sería difícil evitar la pregunta por el sentido. Aunque
también Mallarmé podía preguntarle al paisaje, la así llamada naturaleza: “¿qué quiere
decir todo esto?”. Pero en aquello que se ha dado en llamar “arte”, ¿no se pretende tal
vez que la cosa hecha tenga la misma necesidad que lo surgido naturalmente? Lo que
aparece entonces en su materia sería la necesidad formal de su existencia. Para ello,
debería dejar de efectuar el movimiento de mostrar algo que remite a otra cosa, al
sentido. En primer lugar, dejar de imitar las cosas que existían antes de la obra. Para ser
algo necesario no se puede representar la apariencia de las cosas naturales, necesarias y
no intencionales, sino mostrar la forma del aparecer sin más. Se trataría pues de
manifestar un ser cuya naturalidad no esté separada de su sentido, apariencia que no
obedezca a lo que en ella aparecería, por ende más una poiesis que el resultado de una
tejné. Y sin embargo, lo más necesario, lo único que interesa y se desea pareciera ser lo
que da placer. No sólo se tendría que hacer aparecer una materia que no estaba dada
como si siempre hubiese existido, sino que esa apariencia de la pura apariencia debería
suscitar un deseo, aun cuando el deseo de verla haya sido el origen de su manifestación.
La apariencia bella, la que no establece diferencia alguna entre su forma sensible y su
sentido, la que hace ver la verdad de lo existente, no es todo lo que existe, sino más bien
su punto de revelación. Pero si no hay un todo, si lo real no es inteligible y el mundo no
es tal, si lo que existe es más bien el caos de fragmentos que aparecen y también
desaparecen para la percepción, aun así quizás el todo, el deseo de serlo todo, estén en
el punto de la percepción. Lo sensible puede ser verdadero, su caos un todo, porque el
que percibe es uno, que habla sobre lo percibido. Sin embargo, su unidad es tan endeble
como la de las cosas, sus palabras no expresan el sentido de sus órganos sensibles, las
órdenes del sentido no logran domesticar el vértigo de fragmentos que lo rodean y que
lo forman, lo deforman, lo hacen para después deshacerlo.
Enfrentarse a esa inestabilidad de origen, a su principio de indiferenciación, no
se parece a un placer, pero hace vibrar los órganos sensibles con una nota que al mismo
tiempo no pueden registrar. No ser todo, no ser un todo, es una de las apariencias
sensibles, hasta donde las palabras son materiales, del punto final, de la cesura entre
cuerpo y habla. En una palabra que no dice nada o que expresa la paradoja del lenguaje,
como la palabra “silencio”, es la muerte.
Por eso, hablando del único arte que permite pensar todavía en términos de tejné
y de poiesis, pero también y sobre todo en términos de fysis y de mímesis, la cuestión de
la imagen es el primer y el último avatar de la apariencia bella, que es la que atrae, la
que excita lo sensible. En el arte de pintar, desde Lascaux hasta el expresionismo
abstracto, desde Zeuxis hasta el monocromatismo, nada se mueve, en apariencia: el
impulso que habría animado a tirar una piedrita en una superficie de agua, para ver ahí
los círculos concéntricos reiterados como manifestación de una eficacia de la propia
actividad, no sería distinto de la mano manchada de rojo que se apoya en una cueva ni
de la misma mano agitando plumas o pelos contra maderas o telas. ¿Qué es lo que
aparece en la pintura?
En su libro inicial, publicado en 1970, El hombre sin contenido, Agamben le
dedica un capítulo al personaje de Balzac, el pintor Frenhofer, actor fundamental en el
relato titulado La obra maestra desconocida. El viejo pintor Frenhofer ha trabajado por
años en un cuadro que no le mostró a nadie, que aspiraría a ser la presencia sin más de
su objeto, no una pintura, sino una superación de toda técnica. Pero cuando sus dos
colegas ven la obra, no encuentran nada. O quizás encuentran demasiado: un revoltijo
de colores sin forma, líneas enredadas que no encierran nada, y apenas la punta de un
pie que se alcanza a distinguir allí donde el caos general no llegó a propagarse.
Frenhofer acepta de inmediato su fracaso: los otros no ven la presencia que lo
impulsaba. Pero tal vez la interpretación de Agamben sea una simplificación: el interés
del artista y la contemplación del espectador se han bifurcado, y la obra de arte, que se
ha reducido a su valoración, lleva las huellas de esa inconciliable dicotomía. “¿Qué le
pasó a Frenhofer?”, pregunta Agamben, y responde: “Mientras ningún ojo extraño
contempló su obra maestra, no dudó de su éxito ni un solo instante; pero bastó con que
mirase por un segundo la tela con los ojos de dos espectadores para que se viera
obligado a aceptar la opinión de Porbus y de Poussin: ‘¡Nada, nada! Y pensar que
trabajé diez años’.” Más bien pareciera que Frenhofer se equivoca, como Agamben, al
aceptar el juicio que recibe su cuadro. Los diez años de su secreto no pretendían hacer
un cuadro, sino traer a la vida una presencia, una promesa. Ella, la del pie, es un cuerpo
deseado, que los colores y las líneas debían volver a hacer presente. De igual modo,
Agamben conceptualiza demasiado rápido la cita de Stendhal hecha por Nietzsche, la
que expresaba que lo bello era una promesse de bonheur. Porque no se trata
simplemente de que el contemplador desinteresado de Kant sea reemplazado por el
interés del artista apasionado, sino que el objeto mismo es otro. Cuando Stendhal habla
de la promesa de felicidad está refiriéndose a la belleza de un rostro y un cuerpo, no a
una pieza de arte. Y Frenhofer tampoco quiere sobresalir en el arte de pintar, que más
bien parece haber dejado atrás, sino que el cuerpo de la promesa encuentre al fin su
cumplimiento en las huellas de la tela, que aparezca algo que no sea reductible a la
forma de su aparición. El único error del maestro está en pensar que la presencia pueda
ser comunicada a otros. La promesa sólo a él le estaba destinada. Agamben diagnostica
su momento de confusión como una esquizofrenia inmodificable: “Frenhofer se ha
desdoblado. Pasó del punto de vista del artista al del espectador, de la interesada
promesse de bonheur a la esteticidad desinteresada. En ese pasaje, la integridad de su
obra se disolvió”. Pero, ¿acaso esa obra que se abisma, que abre paso al caos para hacer
presente algo más allá de toda representación, incluso quemada, efectivamente se
disolvió?
El cuento de Balzac ha interesado a más de un pintor, porque es una profecía de
su deseo que ninguna pintura puede realizar. Volvamos pues a su literalidad, y cuanto
más en la medida en que el interés para Balzac y para Stendhal parece bastante similar:
que el mundo y sus intereses y sus divisiones, que sus promesas incumplibles estén en
los libros, unas veces como espejo que registra una muestra aprensible, otras veces
como teatro que permite el desfile de tipos cuya clasificación agotaría las posibilidades
humanas. El relato de Balzac tiene dos partes, que se titulan con nombres de mujer,
“Gillette”, la novia del joven pintor Nicolas Poussin, recién llegado a París en busca del
arte y el éxito, y “Catherine Lescaut”, que habría sido la modelo inicial del cuadro
oculto de Frenhofer. Una versión del relato, menos conclusiva, no termina con el
suicidio del pintor y la quema de la obra maestra sino con la decepción de la novia del
artista más joven, que lo empieza a odiar cuando ve que la sacrifica por el arte. Sería un
error de interpretación pensar que se trata de un cuento sobre el arte, que sería un
problema de reconocimiento, vana respuesta a las preguntas: ¿se es o no artista?, ¿se
logra o no la obra? Más bien su tema sería la imagen y el deseo. Tal como en la
promesse de Stendhal no se trataba de contemplar sino de alcanzar, e incluso de
conquistar, si nos atenemos al lenguaje demasiado directo del siglo XIX. En el relato de
Balzac, el pintor joven llega a rondar la casa de un pintor famoso, llamado Porbus.
Ambos, Poussin y Porbus, existen en la historia del arte; si bien este último se encuentra
algo olvidado entre los retratistas cortesanos del barroco. Frenhofer es una invención.
¿Qué lleva a Poussin a querer conocer al artista consagrado? En el lirismo casi irónico
de Balzac: la flor del entusiasmo. Un impulso, velado por la timidez, que está en el
origen del deseo de hacer arte. Cito: “nada se parece más al amor que la joven pasión de
un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio”. Ante la
puerta que no se anima a golpear, Poussin encuentra a un viejo excéntrico, de aspecto
suntuoso, con quien logra acceder al estudio del pintor célebre. Asiste entonces al
diálogo de dos maestros, que han dejado atrás la pudorosa flor del entusiasmo y que
pueden criticar con rigor casi todo lo hecho, lo que ellos han hecho, lo que otros
hicieron. Frenhofer da una clase. Critica duramente un cuadro de su anfitrión y amigo,
sobre un personaje femenino de la Biblia, cuya sensualidad al mismo tiempo se logra en
el dibujo pero se sustrae en un volumen que la pintura no brinda. “Tu mujer no está mal
hecha, pero no tiene vida”, le dice. El error de la pintura sería a la vez un defecto
técnico y un exceso de fe en la técnica. La perfección del dibujo no logra la mímesis de
un ser, que no se reconoce como viviente. La figura parece admirable, pero está como
pegada a la tela, es un recorte de lo real, o ni siquiera eso, porque no existen figuras de
dos dimensiones en la naturaleza. Frenhofer amonesta al gremio entero de los pintores:
“¡Colorean ese dibujo con el tono de la carne, preparado de antemano en su paleta,
cuidando de que un lado quede más oscuro que otro, y sólo porque miran de vez en
cuando a una mujer desnuda parada sobre una mesa creen haber copiado la naturaleza,
creen ser pintores y haberle robado su secreto a Dios!”. La escena aludida de la modelo
resultará crucial. Lo que sería el objeto de la mímesis buscada, la realidad de la pintura,
es una selección del mundo, un cuerpo ideal. Y esa apariencia física es lo que habrá
intentado poner en obra el maestro del cuadro desconocido. Pero, ¿acaso no es también
la modelo desnuda, fuera del cuadro, una apariencia que no deja traslucir nada? ¿Cómo
sabremos que vive, que piensa y habla, en potencia, si está ahí silenciosa e inmóvil, en
la pose indicada, en un lugar donde nadie vive ni pasa por la vida, parada sobre una
mesa? ¿Acaso la mirada del pintor esconde una nueva naturaleza y puede hacer que la
apariencia exprese más que lo visible? Sin embargo, entre la mirada y el cuadro, estuvo
la mano. La cuestión es técnica. De hecho, Frenhofer terminará su juicio sobre el
personaje pintado por su amigo con el pincel en la mano, cuyos toques traerán nueva
vida a la apariencia quieta de la tela. Esa demostración, más que la reticencia violenta
de Frenhofer para admirar cualquier cuadro existente, le probarán al joven que está
frente al maestro más consumado, el que sabe de verdad. No parece un saber
transmisible, pero puede señalarse con el dedo. Frenhofer dice así: “No eres auténtico
sino en las partes centrales, tus contornos son falsos, no son envolventes y nada
prometen a su espalda. Aquí hay verdad –dijo el anciano señalando el pecho de la
santa–. También aquí –continuó, indicando el lugar donde terminaba el hombro en el
cuadro–. Pero ahí –dijo, volviendo al centro del pecho– todo es falso.”. ¿Por qué en la
indicación se habla de la “verdad”? La pintura no reproduce lo visible sino que debería
fabricar la relación verdadera entre lo que se ve y lo que existe, su resultado sería algo
que merece la existencia. La existencia no es algo que el arte justifique, sino que antes
bien la obra hace existir la justificación misma. Nada existe, sino el cuadro. La
apariencia bella dura un instante, brilla y desaparece. De allí el nerviosismo apresurado,
ansioso, de la mano del pintor, al igual que el tic desesperado que le hace levantar la
vista para mirar a su modelo y volver a bajarla sobre lo que traza en la tela, y levantar
los ojos de nuevo, como si no pudiera creer en lo que está pintando, como si lo que
parece vivo no apareciera sino en la forma fija, detenida y muerta del cuadro. Todo
cuadro es falso en su búsqueda de la verdad, salvo el absoluto, la obra maestra nunca
vista que contiene a una mujer viva, no lo que aparentaba ser. La mímesis no se remite
tanto a la fábula de Zeuxis, aquel pintor antiguo que supuestamente pintaba uvas tan
verosímiles que hasta los pájaros acudían a picotearlas, sino a la de Pigmalión, el gran
demonio del deseo en la mitología de la imagen.
Toda pintura, en tanto que no es la verdad, sería una alegoría, un signo que
apunta más allá de su imagen. Frenhofer les recuerda a sus colegas que los primeros
pintores debían poner carteles junto a sus figuras. Pero ni las palabras pulcher homo,
“hombre bello”, junto a la figura humana ni este dibujo que se le parece hacen presente
a un verdadero ser hablante. En un momento crucial de su clase, Frenhofer afirma:
“Toda figura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha aparecido en una visión sublime,
teñido de luz, señalado por una voz interior, desnudado por un dedo celeste que ha
descubierto, en el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión”. No debemos
olvidar la ironía de Balzac, que sabe que el pintor sacrifica su vida por nada, o casi
nada, y que el joven optará ciegamente por algo tan inasible como el arte en lugar de un
amor mucho más tangible. El “dedo celeste” que ilumina el retrato humano con su
misterioso señalamiento es una alegoría de lo imposible. La apariencia es la ausencia de
la muchacha, y así la pintura, como signo de lo que es, no es siquiera una representación
del ser. En un tomo de su diario ateológico, Bataille escribió: “El ser es la ausencia que
las apariencias disimulan”. Y poco después: “La apariencia es la ausencia de razón de
ser”. Y si pensamos, con Nietzsche y Bataille, que sólo hay apariencia y más apariencia,
que afuera de la apariencia no hay nada, y que la negación de la apariencia es otra
apariencia, entonces nada tiene razón de ser. Que la belleza de la muchacha viva sea
ideal –que sea propiamente modelo pero también excepción, puesto que la mera
regularidad, la idea normal de belleza no brilla– no tiene razón de ser. El pintor querrá
salvar el azar de un cuerpo, su contingencia, su singular casualidad, como si su
existencia hubiera sido necesaria. El cuadro, absoluto verdadero en tanto que hecho a la
perfección, postulará una necesidad y una fijeza de un ser efímero y aleatorio. Al final,
querrá sustituir a la vida misma. La obra maestra, su ilusión, querría ver un plan en toda
cosa bella. Pero no habrá plan, sólo una voz interior que enloquece. Defino así la locura:
el arte como negación del dato sensible, o sea que la apariencia es efecto de la
casualidad o de su hermana reglada, la causalidad.
Se sabe que la locura no es contagiosa, en apariencia, así como tampoco sería
enseñable la técnica que permite sostener esa voz negativa a lo largo de una vida. Sin
embargo, podría tratarse de un demonio compartible, una creencia para varios y hasta
una religión del arte; fervores de los que quería curarnos el endemoniado Platón.
Frenhofer no puede transmitir lo que sabe, su maestría, sólo puede mostrar su eficacia.
Y además, dado que para él pintar no depende tanto de una tejné como de una poiesis,
por la vida auténtica de sus obras debería reconocerse la verdad del arte. “Tienes
inteligencia suficiente para adivinar el resto” –le dice al joven aprendiz mientras da
pinceladas vivas, nuevas, al cuadro cuestionado, y al mismo tiempo sigue hablando,
presa de un visible entusiasmo: “Trabajaba con un ardor tan apasionado que el sudor
perlaba su frente despejada; se movía con tal rapidez, con pequeños movimientos tan
impacientes, tan bruscos, que al joven Poussin le parecía que hubiera en el cuerpo del
estrambótico personaje un demonio que actuaba a través de sus manos, asiéndolas
mágicamente, contra su voluntad”.
Pero en este caso, corrigiendo la pintura ajena, la figura de un modelo
cualquiera, su maestría da luz, los colores reviven. Mientras que en su obra de diez
años, donde lo demoníaco se proyectó a la cosa hecha, en cuya presencia real parece
creer, no hay vida más que para sí, no hay nada que mostrar. Los otros pintores quieren
ver el cuadro oculto, nada les interesa más; no son un público, una corte desinteresada.
Los secretos del arte, que nadie nunca pudo traspasar, podrían estar a la vista, tal vez, en
la obra del mejor que han conocido. “¡Mostrar mi obra! –exclamó el anciano,
conmovido–. No, no, aún debo perfeccionarla. Ayer a la tarde –dijo– creí haberla
terminado. Sus ojos me parecían húmedos, su carne palpitaba. Las trenzas de su pelo se
movían.” Pero “esta mañana, a la luz del día, reconocí mi error”. El pintor le pide al
demonio del arte que la materia sensible sea un cuerpo viviente. Y si buscamos el lugar
donde eso sería posible nunca será en un cuadro, sino en la memoria discontinua del
deseo. Lo viviente es finito en el tiempo pero parece no tener límites en el espacio, se
mueve y evade toda línea fija. El cuadro, la idea misma de una finitud en el espacio, no
puede más que anhelar un movimiento inalcanzable. El síntoma de esa búsqueda
imposible es la ansiedad de una mano, el vértigo de la vista, el aspecto sacrificial del
que pinta, como si un rayo fuera a interrumpir a cada instante la obra en marcha, que no
llega a ninguna parte. Una nueva técnica parece prometer el milagro de Pigmalión,
volúmenes, luz, en vez de líneas. Así Frenhofer: “Mientras que una multitud de
ignorantes cree dibujar correctamente porque traza una línea cuidadosamente perfilada,
yo no he marcado con rigidez los bordes exteriores de mi figura, ni he resaltado hasta el
menor detalle anatómico, porque el cuerpo humano no acaba en líneas”. Y luego agrega,
tajante: “no hay líneas en la naturaleza”.
Sin embargo, lo que se intenta captar no es tanto la apariencia de la naturaleza,
sino su aparecer como vida. Que una apariencia deje traslucir una presencia viva sería
como recrear el mito de Pigmalión, sólo que en una dimensión más abstracta, la imagen
sin espesor. Así, Frenhofer parece admonitorio o irónico cuando exclama: “¡Ignoramos
cuánto tiempo empleó Pigmalión en hacer la única estatua que alguna vez haya
caminado!”. O sea que el artista mismo debe ser naturaleza, su cuerpo activo volverse
fysis. Y su objeto, que los pintores de Balzac llaman “ideal”, sería una presencia viva
cuya plenitud no estuviera sujeta a la inminencia de desaparición que define a todo ser
vivo. Esta paradoja, vida que no está sujeta al tiempo de la vida, ideal del arte,
constituye su inaccesibilidad. Pero recordemos que el ideal del arte estaba ligado
también en la filosofía decimonónica a la figura humana. Los paisajes ideales que hará
Poussin, no como personaje del cuento sino como nombre de la historia del arte, sólo
existirán alrededor de figuras perfectas, modeladas primero como muñecos dentro de
cajas que calcularán la iluminación, vestidos con una jovialidad que se imaginaba fuera
del tiempo. Pero sus dos viejos colegas son retratistas, no separan el ideal, el espíritu
hecho apariencia, de la figura humana. Siguen así el fetichismo del ojo como órgano de
paso entre lo sensible y lo interior, que tiene una expresión precisa en la definición del
ideal por parte de Hegel, para quien la figura humana, el cuerpo representado es una
totalidad de órganos por donde el concepto se ha diseminado. Cada parte del cuerpo
revela un modo particular de actividad, un movimiento parcial. Ningún órgano pareciera
contener la totalidad del ser animado en su separación, y precisamente por su
parcialidad. “Pero si preguntamos –observa Hegel– por el órgano particular en que el
alma entera aparece como alma, al punto indicaremos el ojo; pues el alma se concentra
en el ojo, a través del cual no sólo ve, sino que también es vista.” Y agrega que así como
en la superficie del cuerpo entero, por las características de la piel humana, se puede
percibir el pulso cardíaco, de igual modo puede afirmarse que el arte “transforma toda
figura, en todos los puntos de la superficie visible, en el ojo, que es la sede del alma y
lleva a la apariencia al espíritu”. La obra de arte, en todos sus puntos, se tornaría un
Argos de mil ojos, que nos mira mirándola. Tal como el famoso torso de Apolo que
menciona en otro momento de sus clases de Estética, que no tiene rostro pero que se ha
vuelto todo ojos. Es decir, aparece allí un sentido bajo la apariencia de un cuerpo, cuya
parte nos mira como un todo, es totalidad y totaliza la mirada que la capta. Si ésta es la
verdad del arte, que es un absoluto como el de Frenhofer, no se trata de imitación exacta
de la naturaleza. No sólo las líneas de la técnica del dibujo se desfondan y revelan su
vacuidad, sino que también las sensaciones, las impresiones sensibles no llegarían a
captar la vida como unidad o como singularidad. El consejo de Hegel dice, quizá
sabiendo a medias que habla de lo inaccesible: “que lo externo debe concordar con algo
interno que en sí mismo concuerde y precisamente por ello pueda revelarse en lo
externo como sí mismo”. Pero, ¿acaso esa concordancia entre la apariencia, lo externo,
y lo vivo, la animación interna, no puede darse y en efecto se debería dar en cada parte?
Así el pie salvado de la catástrofe de líneas, o de la ausencia de líneas en la obra
ocultada, podría ser también un símbolo de la pintura misma, devolviéndole a la mirada
el ojo que lo buscó. El pie, ese fetiche infravalorado por los retratistas del rostro,
pondría de manifiesto toda la potencia metonímica de un cuadro y también el carácter
inacabable de su búsqueda. Aun en el pie, la vida, o lo bello como revelación auténtica
de un ideal bajo la apariencia, no se realiza, apenas se indica.
Frente al cuadro, Poussin no puede ver, según declara, “más que colores
confusamente amontonados y contenidos por una multitud extraña de líneas que forman
una muralla de pintura”. No se trata pues de una representación, sino de una apariencia
que no deja que aparezca nada, una pura abstracción sin lo concreto de la mímesis. Y
sin embargo, algo aparece. En la pintura no hay nada, y el maestro Frenhofer terminará
admitiéndolo: “Nada en mi lienzo”, dirá desconsolado. Dentro del escepticismo del
relato, donde el arte no puede alcanzar la vida, aparece también esta epifanía: los dos
pintores que miran por primera vez la obra maestra, “al acercarse percibieron, en una
esquina del lienzo, el extremo de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de
tonalidades, de matices indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie
encantador, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento
librado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí
como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de
una ciudad incendiada”.
¿Qué quiere decir esto, si no que el pie se ha vuelto un ojo? Y ahí debajo, en el
caos, hubo alguien: “¡Hay una mujer ahí abajo! –exclamó Porbus señalándole a Poussin
las capas de colores”.
Entretanto, la novia del joven pintor, que por amor aceptó desnudarse como
modelo ante Frenhofer y a cambio de cuya desnudez éste aceptó mostrar la obra
desconocida, ha sufrido la decepción del artista. Su novio mira con más pasión un
cuadro que a ella. Y cuando se desnuda en el estudio, sólo oye el relato del otro
maestro: “Ah, ella se está desnudando, él le pide que salga a la luz. La está
comparando”. Luego ocurre la discrepancia de los juicios, la bella apariencia para uno
resulta nada para otros, y al final Poussin escucha el llanto de su novia olvidada en un
rincón. Desnudada como la obra desconocida no ha sido, sin embargo, admirada, sino
comparada. Ella era la vida sin arte que los pintores desnudaron para la fantasía de la
obra. “Sería una infame si te amase todavía –le dice a su amante– porque te desprecio.
Te admiro y me causas horror. Te amo y creo que ya te odio.” En este punto terminaba
una primera versión del relato de Balzac, con la decepción de la chica enamorada ante la
locura de la búsqueda artística, inacabable por principio. Luego quiso concluir también
con la moraleja de la esterilidad de un absoluto estético, que el arte sea vida. Tras cubrir
con un abrigo su “obra maestra”, Frenhofer echa a sus colegas del taller. Esa noche
quema sus cuadros y muere en el incendio.
Pero también el realismo se enfrentaba al absurdo: ¿cómo representar con
palabras lo visible? Y no sólo lo visible, sino la vida. La chica desnudada por los
pintores estaba más allá del alcance de sus miradas, aun cuando también padeciera su
propia inaccesibilidad. Pero en el relato se describía su aparición, que no es su
apariencia, así: “La sonrisa errante en los labios de Gillette rivalizaba con el brillo del
sol. El sol no brillaba siempre, pero ella siempre estaba ahí, abrigada en su pasión,
aferrada a su felicidad, a su sufrimiento”. No se trata de una figura, una imagen
descriptible, sino de la continuidad de lo que aparece, de lo que toda representación
violenta y oculta.
Pocos años después de que Balzac escribiera su parábola sobre el arte, un joven
trasplantado, tan elocuente como atormentado, parece describir la obra desconocida,
aunque no como un muro, un velo sobre la vida, sino como un movimiento, un
mecanismo rotatorio que pintaría una vida más allá de toda imagen, en la incomodidad
de las imágenes. Lautréamont es ese otro, el más allá del realismo, y escribió: “Esa
mujer, cuyas piernas y brazos habías atado con collares de perlas para que formaran un
poliedro amorfo […] vio […] que sus miembros se pulían por la ley mecánica del
frotamiento rotativo, confundiéndose en la unidad de la coagulación, y que su cuerpo
presentaba la apariencia monótona de una sola totalidad homogénea que se parecía
mucho, por la confusión de sus elementos molidos, a la masa de una esfera”.
Aquí se ve la tortura que se le inflige al objeto de una mirada. Pero en realidad
no se llega a tocar lo visible, el ojo le pone su propio velo a la desnudez, y ya no puede
salir siquiera un pie de la masa esférica y rotativa que se da como apariencia. Del
impresionismo de Balzac pasamos al mecanicismo orgánico de Lautréamont. El objeto
de la pintura ya no podrá ser la desnudez, la pose de la modelo que se incomoda por su
propia inmovilidad forzada, sino el desnudamiento.
Y ese movimiento, por otra parte inconducente, pues va de lo mecánico, el ojo,
como no total, como aparato óptico, al gesto invisible, orgánico, pero irrepresentable;
este movimiento, decíamos, maquínico y desesperado es el tema de un cuadro
transparente, El gran vidrio de Duchamp, antes más exactamente llamado: “La novia
desnudada por sus solteros, incluso”. El título y otros comentarios de Duchamp han
permitido y promovido la lectura alegórica del doble panel de vidrio: los solteros, como
los pintores del cuento, abajo, maquinando, organizando esquemas ópticos que
enseguida habrán de destruir, porque no era eso, nunca fue eso lo que deseaban; la novia
arriba, separada de los solteros por una viga metálica, su vestido o su velo; y diríamos
que la novia, una recién casada, baila en un movimiento rotatorio y de su giro se
desprende una suerte de estela, una nube menos mecánica que el resto de la obra, donde
se recortan tres cuadros. Duchamp decía que esa nube que sale de la cabeza de la novia,
como un tul, era la Vía Láctea. Aunque en otro sentido, dados los cuadros vacíos que
contiene, podría ser la vuelta de la pintura al origen de su deseo, si bien ese retorno
aparece invertido. La apariencia estética, inversión del deseo de mirar, vuelve a caer
como una nube de corpúsculos inaprensibles, puntos irregulares, sobre las
maquinaciones de los eternos deseantes, los pintores: conos de visión, aparatos de
reducción mecánica de lo viviente. Sin embargo, también de ahí se salva una huella del
movimiento acaecido, la representación involuntaria de la vida, sin nadie que la
represente. Es decir, la presencia del azar en lo que es. Una alegoría involuntaria tomó
el deseo de Duchamp y trizó el cuadro, agrietó, fisuró los dos paneles de vidrio. De los
cuadros en la nube de la pintura irradian líneas que envuelven a la novia y la ponen de
nuevo en movimiento: ¿baila, se divierte? De esa sonrisa errante, que aparece y
desaparece, se diría que baja una lluvia de cuadrículas, de fisuras en doble sentido, hacia
las cabezas en el círculo de pintores solteros, mirones, el supuesto mundo del arte. Las
apariciones aseguran sin palabras su excedencia en toda apariencia, en cualquiera.

Noticia sobre el texto

La obra maestra desconocida se publicó por primera vez en dos entregas de la


revista L’Artiste (31 de julio de 1831, Maestro Frenhofer, y 7 de agosto, Catherine
Lescault). Luego se reeditó en libro con numerosas correcciones del autor en el volumen
III de Novelas y cuentos filosóficos, 1831 y 1832. En una reedición de 1837, Balzac lo
reelaboró y es el texto que se reprodujo casi idéntico en la edición de diecisiete tomos
de La comedia humana en 1846. Aunque ésta sea en general la edición definitiva de
muchas de sus obras (con el añadido de correcciones hechas a mano por el autor sobre
los libros), sin embargo existe una posterior para La obra maestra desconocida, ya que
en 1847 Balzac incluye el relato, nuevamente modificado, dentro de una compilación
titulada El Provincial en París. Aquí seguimos, en base a la edición preparada por
Adrien Goetz para la colección Folio Classique de Gallimard, esta última versión. En
las notas al final del texto, hemos incorporado datos históricos sobre personajes y
referencias de época así como las variantes más relevantes entre las primeras versiones
y la última.
A UN LORD (1)

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1845

Gillette

Hacia fines de 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven pobremente


vestido se paseaba frente a la puerta de una casa situada en la calle de los Grands-
Augustins en París. (2) Luego de haber caminado un buen rato por esa calle con la
indecisión de un enamorado que no se atreve a presentarse en lo de su primera amante,
por más accesible que ésta sea, terminó cruzando el umbral de esa puerta y preguntó si
el maestro François Porbus (3) estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio
una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los escalones y se
detuvo en cada peldaño, como un cortesano de reciente incorporación inquieto por la
recepción que el rey va a dispensarle. Cuando llegó arriba de la curva de la escalera, se
quedó un momento en el palier, indeciso sobre si tomaría el aldabón grotesco que
adornaba la puerta del taller donde trabajaba sin dudas el pintor de Enrique IV,
abandonado por Rubens por María de Médicis. El joven experimentaba la sensación
profunda que debió hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en lo más
intenso de la juventud y de su amor por el arte, abordaron a un hombre de genio o una
obra maestra. En todos los sentimientos humanos existe una flor primitiva, engendrada
por un noble entusiasmo que poco a poco se va debilitando hasta que la felicidad ya no
sea más que un recuerdo y la gloria una mentira. Entre nuestras emociones frágiles,
nada se parece tanto al amor como la joven pasión de un artista que comienza el
delicioso suplicio de su destino de gloria y de desgracia, pasión llena de audacia y
timidez, de creencias vagas y desalientos seguros. A aquel que no palpitó intensamente,
escaso de dinero, adolescente de genio, ante un maestro, siempre le faltará una cuerda
en el corazón, una pincelada inexplicable, un sentimiento en la obra, una determinada
expresión poética. Si algunos fanfarrones engreídos creen demasiado pronto en el
futuro, no son personas inteligentes sino para los tontos. En este orden, el joven
desconocido parecía tener un verdadero mérito, si el talento debe medirse en base a esa
timidez inicial, ese pudor indefinible que las personas destinadas a la gloria saben
perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres lindas pierden el suyo en el manejo
de la coquetería. El hábito del triunfo disminuye la duda, y el pudor tal vez sea una
duda.
Abrumado de miseria y sorprendido en ese momento por su propia
impertinencia, el pobre neófito no habría entrado en casa del pintor al que debemos el
admirable retrato de Enrique IV sin un auxilio extraordinario que le mandó el azar.
Llegó un viejo subiendo la escalera. Por la extravagancia de su traje, la magnificencia
de su gorguera de encaje, la preponderante seguridad de su andar, el joven adivinó en
ese personaje al protector o al amigo del pintor. Retrocedió en el palier para hacerle
lugar y lo examinó con curiosidad, esperando hallar en él la naturaleza buena de un
artista o el carácter servicial de la gente que ama las artes; pero había algo diabólico en
esa figura, y sobre todo ese no sé qué que seduce a los artistas. Imaginen una frente
calva, abombada, prominente, sobresaliendo por encima de una naricita aplastada,
respingada en la punta como la de Rabelais o la de Sócrates; una boca risueña y
arrugada, un mentón corto, altivamente levantado, provisto de una barba gris cortada en
punta; ojos color verde mar, en apariencia opacados por la edad, pero que por el
contraste con el blanco nacarado en el que flotaba la pupila debían lanzar a veces
miradas magnéticas en medio de la cólera o del entusiasmo. El rostro además estaba
singularmente ajado por las fatigas de la edad, y más aún por esos pensamientos que
socavan el alma al igual que el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas y apenas se veían
algunas huellas de cejas por encima de sus arcos prominentes. Pongan esa cabeza sobre
un cuerpo flaco y débil, rodéenla con un encaje deslumbrante de blancura y trabajado
como una platería, arrojen sobre el jubón negro del viejo una pesada cadena de oro y
tendrán una imagen imperfecta del personaje al que la luz pálida de la escalera le
prestaba además un color fantástico. Se hubiese dicho que era un cuadro de Rembrandt
caminando en silencio y sin marco en la negra atmósfera que se apoderó de ese gran
pintor. Le lanzó al joven una mirada impregnada de sagacidad, dio tres golpes en la
puerta y le dijo a un hombre achacoso, de alrededor de cuarenta años, que vino a abrir:
“Buenos días, maestro”.
Porbus se inclinó respetuosamente, dejó entrar al joven creyendo que venía con
el viejo (4) y se preocupó aún menos por él cuando el neófito cayó bajo el encanto que
deben experimentar los pintores natos ante el aspecto del primer taller que ven y donde
se revelan algunos de los procedimientos materiales del arte. Un tragaluz abierto en la
bóveda iluminaba el taller del maestro Porbus. Concentrada en una tela abrochada al
caballete y que todavía no había sido tocada sino por tres o cuatro trazos blancos, la luz
no llegaba hasta las negras profundidades de los rincones de la vasta habitación; pero
algunos reflejos perdidos alumbraban en esa sombra rojiza una escama plateada en el
torso de una armadura de soldado alemán colgada en la pared, rayaban con un súbito
haz de luz la moldura esculpida y encerada de un antiguo aparador repleto de vajillas
raras, o acribillaban de puntos brillantes la trama granulada de unos viejos cortinados de
brocado dorado que caían con grandes pliegues, dejados allí como modelos. Figuras
anatómicas de yeso, fragmentos y torsos de diosas antiguas, amorosamente pulidos por
el beso de los siglos, cubrían los estantes y las repisas. Innumerables bocetos, estudios a
tres lápices, (5) a la sanguina o a la pluma, cubrían las paredes hasta el techo. Cajas de
colores, frascos de óleo y de diluyente, taburetes dados vuelta no dejaban más que un
angosto camino para llegar a la aureola que proyectaba el vidrio superior, cuyos rayos
caían a pleno sobre la pálida figura de Porbus y sobre el cráneo de marfil del hombre
singular. La atención del joven pronto fue captada exclusivamente por un cuadro que ya
se había vuelto célebre en esa época de trastornos y revoluciones, y que visitaban
algunos de los obstinados a los que se les debe la conservación del fuego sagrado
durante los malos días. El bello lienzo representaba a una María egipcíaca que se
dispone a pagar el pasaje en el barco. Tal obra maestra, destinada a María de Médicis,
fue vendida por ella en sus días de miseria. (6)
–Me gusta tu santa –le dijo el viejo a Porbus– y te la pagaré diez escudos de oro
por encima del precio que ofrezca la reina; pero, ¿competir con ella?... ¡diablos!
–¿Le gusta?
–¡Hum, hum! –dijo el viejo–, bueno, sí y no. (7) Tu buena mujer no está mal
hecha, pero no vive. Ustedes creen que lo tienen todo cuando dibujaron correctamente
una figura y pusieron cada cosa en su lugar según las leyes de la anatomía. Colorean ese
croquis con un tono color carne preparado de antemano en sus paletas preocupándose
por dejar un lado más oscuro que el otro, y debido a que miran de vez en cuando a una
mujer desnuda que está parada sobre una mesa, creen que han copiado a la naturaleza,
imaginan que son pintores y que le robaron el secreto a Dios… ¡Brrr! Para ser un gran
poeta no basta con conocer a fondo la sintaxis y no cometer faltas ortográficas. ¿Ves a
tu santa, Porbus? A primera vista parece admirable, pero al segundo vistazo uno percibe
que está como pegada al fondo de la tela y que no se podría darle la vuelta a su cuerpo;
es una silueta que sólo tiene una cara, es una apariencia recortada que no podría darse
vuelta ni cambiar de postura. No siento que haya aire entre el brazo y el ambiente del
cuadro; faltan espacio y profundidad; sin embargo todo está adecuadamente en
perspectiva y la gradación atmosférica es observada con precisión; pero a pesar de tan
loables esfuerzos, no podría creer que este hermoso cuerpo esté animado por el tibio
aliento de la vida. Me parece que si llevara la mano hacia ese seno de tan firme
redondez, lo encontraría frío como el mármol. No, amigo mío, la sangre no corre bajo
esa piel de marfil, la existencia no hincha con su rocío púrpura las venas fibrilares que
se entrelazan en una red bajo la transparencia ambarina de las sienes y del pecho. Este
lugar palpita, pero este otro está inmóvil; la vida y la muerte luchan en cada parte: aquí
es un mujer, allá una estatua, más allá un cadáver. Tu creación está incompleta. No
pudiste insuflarle a tu querida obra más que una porción de tu alma. El fuego de
Prometeo se apagó más de una vez en tus manos y muchas zonas de tu cuadro no fueron
tocadas por la llama celeste.
–Pero, ¿por qué, querido maestro? –le dijo respetuosamente Porbus al viejo,
mientras el joven hacía esfuerzos para reprimir un fuerte deseo de golpearlo.
–¡Ah, ahí está! –dijo el viejito–. Flotaste indeciso entre los dos sistemas, entre el
dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los viejos maestros
alemanes y el fervor deslumbrante, la feliz abundancia de los pintores italianos. Quisiste
imitar a la vez a Holbein y a Tiziano, a Albrecht Dürer y a Paolo Veronese. (8) ¡Claro
que era una magnífica ambición! Pero, ¿qué pasó? No obtuviste ni el encanto severo de
la sequedad ni las engañosas magias del claroscuro. En este lugar, como un bronce en
fusión que rompe su molde demasiado frágil, el rico y rubio color de Tiziano hizo
estallar el magro contorno de Albrecht Dürer donde lo habías vertido. En otras partes,
las líneas resistieron y contuvieron los magníficos desbordes de la paleta veneciana. Tu
figura no está perfectamente dibujada ni perfectamente pintada, y en todas partes tiene
las huellas de esa desdichada indecisión. Si no te sentías lo bastante fuerte como para
fundir juntas en el fuego de tu genio las dos maneras rivales, había que optar
abiertamente por una o la otra para obtener la unidad que simula una de las condiciones
de la vida. No eres auténtico sino en las partes centrales, tus contornos son falsos, no
son envolventes y no prometen nada por detrás. Hay verdad aquí –dijo el viejo
señalando el pecho de la santa–. También aquí –prosiguió indicando el punto donde
terminaba el hombro en el cuadro–. Pero ahí –profirió volviendo al medio de los senos–
todo es falso. No analicemos nada más, sólo sería para desesperarte.
El viejo se sentó en un taburete, se agarró la cabeza con las manos y se quedó
mudo.
–Maestro –le dijo Porbus–, pero yo estudié bien ese pecho en el desnudo;
aunque para nuestra desgracia hay efectos verdaderos en la naturaleza que ya no
resultan verosímiles en la tela…
–La misión del arte no consiste en copiar la naturaleza, sino en expresarla. ¡No
eres un vil copista, sino un poeta! –exclamó enérgicamente el viejo interrumpiendo a
Porbus con un gesto despótico–. ¡De lo contrario, un escultor se libraría de todos sus
trabajos moldeando a una mujer! Y bien, trata de moldear la mano de tu amante y
ponerla ante ti, encontrarás a un horrible cadáver sin ningún parecido, y te verás forzado
a buscar el cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, te represente su
movimiento y su vida. Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas
y de los seres. ¡Los efectos, los efectos!, pero son los accidentes de la vida, y no la vida.
Una mano, ya que tomé este ejemplo, una mano no se conecta solamente con el cuerpo,
sino que expresa y continúa un pensamiento que es preciso captar y plasmar. Ni el
pintor, ni el poeta, ni el escultor deben separar el efecto de la causa que están
irreductiblemente uno dentro de la otra. Ahí está la verdadera lucha. Muchos pintores
triunfan instintivamente sin conocer el tema del arte. ¡Dibujan una mujer, pero no la
ven! No es así como se logra forzar el arcano de la naturaleza. Sus manos reproducen,
sin pensarlo, el modelo que copiaron de su maestro. No descienden lo suficiente dentro
de la intimidad de la forma, no la persiguen con suficiente amor y perseverancia en sus
rodeos y en sus fugas. La belleza es una cosa severa y difícil que no se deja alcanzar así;
hay que esperar sus momentos, espiarla, acosarla y abrazarla estrechamente para
obligarla a rendirse. La forma es un Proteo mucho más inasible y más fecundo en
repliegues que el Proteo de la fábula; sólo después de largos combates se la puede forzar
a mostrarse en su verdadero aspecto; ustedes, ustedes se contentan con la primera
apariencia que les muestra, o a lo sumo con la segunda o con la tercera; no es así como
actúan los luchadores victoriosos. Los pintores imbatibles no se dejan engañar por todos
esos subterfugios; perseveran hasta que la naturaleza se vea reducida a mostrarse
totalmente desnuda y en su verdadero espíritu. Así procedió Rafael –dijo el viejo
sacándose su gorro de terciopelo negro para expresar el respeto que le inspiraba el rey
del arte–; su gran superioridad proviene del sentido íntimo que en él parece querer
romper la forma. En sus figuras, la forma es lo que es para nosotros, un vehículo para
comunicarse ideas, sensaciones, una vasta poesía. Toda figura es un mundo, un retrato
cuyo modelo apareció en una visión sublime, teñido de luz, señalado por una voz
interior, desnudado por un dedo celeste que ha mostrado las fuentes de la expresión en
el pasado de toda una vida. Ustedes les hacen a sus mujeres hermosos vestidos de carne,
hermosas cortinas de cabellos, pero, ¿dónde está la sangre que engendra la calma o la
pasión y que causa unos efectos particulares? Tu santa es una mujer morocha, ¡pero
esto, mi pobre Porbus, es de una rubia! Sus figuras son entonces pálidos fantasmas
coloreados que nos pasean ante los ojos, y llaman a eso pintura y arte. Porque hicieron
algo que se parece más a una mujer que a una casa, piensan que han tocado la meta, y
muy orgullosos de no verse obligados a escribir junto a sus figuras, carrus venustus o
pulcher homo, (9) como los primeros pintores, se imaginan que son artistas
maravillosos. ¡Ja, ja!, todavía no lo son, valientes compañeros, tendrán que usar muchos
lápices, cubrir muchas telas antes de llegar. Seguramente una mujer pone su cabeza de
esa manera, sostiene así su falda, sus ojos languidecen y se funden con ese aspecto de
dulzura resignada; la sombra palpitante de las pestañas flota así sobre las mejillas. Es
eso y no es eso. ¿Qué le falta? Nada, pero esa nada es todo. Tienen la apariencia de la
vida, pero no expresan su exceso que desborda, eso indeterminado que tal vez sea el
alma y que flota vaporosamente sobre la forma exterior; en fin, la flor de la vida que
Tiziano y Rafael supieron captar. Partiendo del punto extremo al que ustedes llegan, tal
vez se pueda hacer una excelente pintura; pero se cansan demasiado rápido. El vulgo
admira, pero el verdadero conocedor sonríe. ¡Oh, Mabuse, (10) mi maestro –añadió el
singular personaje–, eres un ladrón, te llevaste la vida contigo!–. Excepto por eso –
continuó–, esta pintura vale más que las pinturas del infame Rubens con sus montañas
de carnes flamencas, espolvoreadas de bermellón, sus ondas de cabelleras pelirrojas y su
circo de colores. Al menos usted tiene color, sentimiento y dibujo, las tres partes
esenciales del arte.
–¡Pero esta santa es sublime, señor! –exclamó en voz bien alta el joven que salió
de un profundo ensueño–. Las dos figuras, la santa y el barquero, tienen una agudeza de
intención desconocida por los pintores italianos. No conozco a ninguno que hubiese
podido inventar la indecisión del barquero.
–¿Este vivo está con usted? –le preguntó Porbus al viejo.
–Ay, maestro, perdone mi osadía –respondió el neófito sonrojándose–. Soy un
desconocido, pero garabateo por instinto, y llegué hace poco a esta ciudad, fuente de
toda ciencia.
–¡Manos a la obra! –le dijo Porbus–, dándole un lápiz rojo y una hoja de papel.
El desconocido copió rápidamente la figura de María de un trazo.
–¡Oh, oh! –exclamó el viejo–. ¿Su nombre?
El joven escribió debajo Nicolas Poussin.
–No está mal para un principiante –dijo el singular personaje que hablaba tan
maniáticamente–. Veo que podemos hablar de pintura frente a ti. No te censuro por
haber admirado la santa de Porbus. Para todo el mundo es una obra maestra, y sólo los
iniciados en los más íntimos arcanos del arte pueden descubrir en qué falla. Pero dado
que eres digno de la lección y capaz de comprender, te voy a hacer ver cuán poco haría
falta para completar esta obra. Abre bien los ojos y préstame toda tu atención, quizás
nunca se te presente una ocasión semejante para instruirte. ¿Tu paleta, Porbus?
Porbus fue a buscar paleta y pinceles. El viejito se arremangó con un
movimiento de precipitación convulsiva, metió su pulgar en la paleta jaspeada de
colores y cargada de tonos que Porbus le tendiera; más que tomarlo, le arrancó de las
manos un puñado de pinceles de todos los tamaños, y su barba cortada en punta se agitó
de pronto por esfuerzos amenazantes que expresaban el prurito de una amorosa fantasía.
Mientras cargaba su pincel de color, murmuró entre dientes: “Estos son tonos para tirar
por la ventana con el que los mezcló, tienen una crudeza y una falsedad indignantes;
¿cómo se puede pintar con esto?”. Después mojó con vivacidad febril la punta del
pincel en las diferentes masas de colores, cuya gama entera recorría a veces más
rápidamente de lo que un organista de catedral recorre la extensión de su teclado en el
O Filii de Pascuas.
Porbus y Poussin permanecían inmóviles cada uno a un lado de la tela, sumidos
en la más vehemente contemplación.
–¿Ves, joven? –decía el viejo sin darse vuelta–, ¿ves cómo por medio de tres o
cuatro toques y una pequeña veladura azulada se podía hacer que circulara el aire
alrededor de la cabeza de esta pobre santa que debía ahogarse y sentirse prisionera en
esa atmósfera densa? ¡Observa cómo revolotea ese paño ahora y cómo se nota que lo
levanta la brisa! Antes parecía una tela almidonada y sostenida por alfileres. Mira cómo
el barniz satinado que acabo de poner en el pecho expresa la carnosa suavidad de una
piel de muchacha, y cómo el tono mezclado de marrón rojizo y ocre calcinado le da vida
a la gris frialdad de esa gran sombra donde la sangre se coagulaba en vez de fluir.
Muchacho, muchacho, lo que te estoy mostrando no te lo podría enseñar ningún
maestro. Sólo Mabuse poseía el secreto de dar vida a las figuras. Mabuse sólo tuvo un
discípulo, que fui yo. (11) Yo no los tuve y estoy viejo. Tienes suficiente inteligencia
como para adivinar el resto a partir de lo que te dejo entrever.
Mientras hablaba, el extraño viejo retocaba el cuadro por todas partes: dos
pinceladas aquí, una sola allá, aunque siempre tan acertadas que se habría dicho que era
una nueva pintura, pero una pintura inundada de luz. Trabajaba con un entusiasmo tan
apasionado que se perlaba el sudor en su frente despejada, intervenía tan rápidamente
con cortos movimientos tan impacientes, tan bruscos, que al joven Poussin le parecía
que en el cuerpo del estrafalario personaje hubiese un demonio que actuaba a través de
sus manos poseyéndolas fantásticamente contra la voluntad del hombre: el destello
sobrenatural de sus ojos, sus convulsiones que parecían el efecto de una resistencia le
daban a esa idea una apariencia de verdad que debía influir en una imaginación joven.
Se movía diciendo:
–¡Paf, paf, paf! Así es como se empasta, muchacho. ¡Vamos, toquecitos,
háganme enrojecer ese tono glacial! ¡Pon, pon, pon! –decía revitalizando las partes
donde había señalado una falta de vida, haciendo que desaparecieran mediante unas
capas de color las diferencias de temperamento y restableciendo la unidad de tono que
requería una ardiente egipcíaca.
–Ya vez, chico, sólo la última pincelada importa. Porbus le dio cien, yo
solamente una. Nadie nos va a agradecer lo que está debajo. Debes tenerlo bien en
cuenta.
Finalmente, el demonio se detuvo, y volviéndose hacia Porbus y Poussin, mudos
de admiración, les dijo:
–Pero todavía no vale lo que mi Catherine Lescault, (12) aunque uno podría
poner su nombre debajo de una obra semejante. Sí, la firmaría –agregó levantándose
para tomar un espejo con el cual la observó–. Ahora, vamos a almorzar –dijo–. Vengan
los dos a mi casa. Tengo jamón ahumado, buen vino. ¡Vamos, vamos! ¡A pesar de las
desgracias de la época hablaremos de pintura! De eso entendemos. Tenemos acá a un
buen muchacho –añadió golpeando en el hombre a Nicolas Poussin– que tiene facilidad.
Advirtiendo entonces la lamentable chaqueta del normando, (13) sacó de su
cinturón una bolsa de piel, la hurgó, extrajo dos monedas de oro y mostrándoselas le
dijo:
–Te compro tu dibujo.
–Acepta –le dijo Porbus a Poussin al verlo titubear y sonrojarse de vergüenza,
porque tenía el orgullo del pobre–. Acepta entonces, tiene en su bolsa el rescate de dos
reyes.
Los tres bajaron del taller y caminaron charlando sobre arte hasta una hermosa
casa de madera situada cerca del puente Saint-Michel, y cuyos ornamentos, el aldabón,
las molduras de las rejas, los arabescos, maravillaron a Poussin. El pintor en ciernes se
encontró de pronto en una sala de la planta baja, frente a un buen fuego, cerca de una
mesa colmada de platos apetitosos y, por una felicidad inaudita, en compañía de dos
grandes artistas plenos de sencillez.
–Muchacho –le dijo Porbus al verlo asombrado delante de un cuadro– no mire
demasiado esa tela o caería en la desesperación.
Era el Adán que hiciera Mabuse para salir de la cárcel en la que sus acreedores lo
retuvieron por mucho tiempo. (14) En efecto, esa figura brindaba tal potencia de
realidad que Nicolas Poussin desde ese momento empezó a entender el verdadero
sentido de las confusas palabras dichas por el viejo; el cual miraba el cuadro con aire
satisfecho aunque sin entusiasmo, y parecía decir: “He hecho mejores”.
–Tiene vida –dijo–, mi pobre maestro se superó a sí mismo; pero todavía le
faltaba un poco de verdad en el fondo de la tela. El hombre en verdad vive, se levanta y
parece venir hacia nosotros. Pero el aire, el cielo, el viento que respiramos, vemos y
sentimos no están allí. Y además, sólo se trata de un hombre. Pero el único hombre que
haya salido inmediatamente de las manos de Dios debía tener algo divino que le falta. El
mismo Mabuse lo decía con despecho cuando no estaba borracho.
Poussin miraba alternativamente al viejo y a Porbus con una inquieta curiosidad.
Se acercó a este último para preguntarle el nombre de su anfitrión; pero el pintor se puso
un dedo en los labios con aspecto misterioso, y el joven, vivamente interesado, guardó
silencio, esperando que tarde o temprano alguna palabra le permitiera adivinar el
nombre de su anfitrión, cuya riqueza y cuyos talentos estaban suficientemente
atestiguados por el respeto que le mostraba Porbus y por las maravillas acumuladas en
esa sala.
Al ver sobre la oscura carpintería de roble un magnífico retrato de mujer,
Poussin exclamó:
–¡Qué bello Giorgione! (15)
–No –respondió el viejo–, está viendo uno de mis primeros garabatos.
–¡Dios me libre! Estoy entonces en casa del dios de la pintura –dijo
ingenuamente Poussin.
El viejo sonrió como un hombre familiarizado desde hacía tiempo con el elogio.
–Maestro Frenhofer (16) –dijo Porbus–, ¿no podría hacer traer un poco de su
buen vino del Rin para mí?
–Dos barriles –respondió el viejo–. Uno como compensación por el placer que
obtuve esta mañana viendo a tu linda pecadora, y el otro como un regalo de amistad.
–Ah, si yo no estuviera siempre indispuesto –continuó Porbus– y si usted me
dejara ver a su amante, podría hacer una pintura alta, ancha y profunda donde las
figuras fuesen de tamaño natural.
–Mostrar mi obra –exclamó el viejo emocionado–. No, no, todavía debo
perfeccionarla. Ayer a la noche –dijo– creí haber terminado. Sus ojos me parecían
húmedos, su carne se agitaba. Las trenzas de su pelo se movían. ¡Ella respiraba! Aunque
haya encontrado la manera de realizar en una tela plana el relieve y la redondez de la
naturaleza, esta mañana, a la luz del día, reconocí mi error. Ah, para llegar a ese
resultado glorioso estudié a fondo a los grandes maestros del color, analicé y levanté
capa por capa los cuadros de Tiziano, el rey de la luz; como ese pintor supremo, esbocé
mi figura en un tono claro con un empaste dúctil y nutrido, porque la sombra no es más
que un accidente, recuérdalo, muchacho. Después volví a mi obra, y usando medios
tonos y veladuras cuya transparencia disminuía cada vez más, hice más vigorosas las
sombras y hasta los negros más profundos; porque las sombras de los pintores
ordinarios son de naturaleza distinta a la de sus tonos claros; es madera, es bronce, es
todo lo que ustedes quieran excepto carne a la sombra. Sentimos que si su figura
cambiase de postura, los lugares sombreados no se limpiarían y no se volverían
luminosos. Evité ese defecto donde han caído muchos de los más ilustres y en mí la
blancura se revela debajo de la opacidad de la sombra más persistente. Mientras que una
multitud de ignorantes se imaginan que dibujan correctamente porque hacen un trazo
cuidadosamente perfilado, yo no marqué nítidamente los bordes externos de mi figura ni
hice que resaltara hasta el menor detalle anatómico, porque el cuerpo humano no
termina en líneas. En eso los escultores se pueden acercar más a la verdad que nosotros.
La naturaleza implica una serie de redondeces que se envuelven unas dentro de otras.
Rigurosamente hablando, el dibujo no existe. ¡No se ría, joven! Por más extraña que le
parezca esta frase, algún día comprenderá sus razones. La línea es el medio por el cual
el hombre se da cuenta del efecto de la luz sobre los objetos; pero no hay líneas en la
naturaleza donde todo está lleno: se dibuja modelando, es decir que se separan las cosas
del medio en el que están, sólo la distribución de la luz produce la apariencia del cuerpo.
Por eso no fijé las líneas, esparcí en los contornos una nube de medias tintas rubias y
cálidas que hacen precisamente que no se pueda poner el dedo en el lugar donde los
contornos se encuentran con los fondos. De cerca, el trabajo parece algodonoso y como
si careciera de precisión, pero a dos pasos de distancia todo se estabiliza, se detiene y se
separa; el cuerpo gira, las formas adquieren relieve, se siente el aire circulando
alrededor de todo. Sin embargo, todavía no estoy contento, tengo dudas. Quizás haga
falta no dibujar ni una línea, y sea mejor encarar una figura a partir del medio
dedicándose primero a las prominencias más iluminadas, para pasar luego a las partes
más oscuras. ¿Acaso no procede así el sol, el divino pintor del universo? ¡Oh,
naturaleza, naturaleza!, ¿quién te captó alguna vez en tus fugas? Vean, el exceso de
ciencia, igual que la ignorancia, llega a una negación. Dudo de mi obra.
El viejo hizo una pausa, luego prosiguió:
–Hace diez años que trabajo, muchacho, pero, ¿qué son diez breves años cuando
se trata de luchar con la naturaleza? No sabemos el tiempo que tardó el señor Pigmalión
para hacer la única estatua que haya caminado.
El viejo cayó en un profundo ensueño y se quedó con la vista fija mientras
jugaba maquinalmente con su cuchillo.
–Ahora está en conversación con su espíritu –dijo Porbus en voz baja.
Ante este comentario, Nicolas Poussin se sintió bajo el influjo de una
inexplicable curiosidad de artista. Ese viejo con los ojos en blanco, atento y estupefacto,
convertido para él en más que un hombre, le parecía como un genio fantástico que vivía
en una esfera desconocida. Despertaba mil ideas confusas en el alma. El fenómeno
moral de esa clase de fascinación ya no puede definirse así como no se puede traducir la
emoción suscitada por un canto que recuerda a la patria en el corazón del exiliado. El
desprecio que el anciano parecía manifestar hacia las más bellas tentativas del arte, su
riqueza, sus modales, las deferencias que le mostraba Porbus, esa obra mantenida por
tanto tiempo en secreto, obra de paciencia, obra de genio sin duda, a juzgar por la
cabeza de virgen que el joven Poussin había admirado tan francamente, y que todavía
bella incluso junto al Adán de Mabuse atestiguaba el obrar imperial de uno de los
príncipes del arte; todo en el viejo iba más allá de los límites de la naturaleza humana.
(17) Lo que la rica imaginación de Nicolas Poussin pudo captar como claro y
perceptible al ver a ese ser sobrenatural era una imagen completa de la naturaleza
artística, esa naturaleza loca a la que se le atribuyen tantos poderes y que demasiado a
menudo abusa de ellos, llevando a la fría razón, a los burgueses e incluso a algunos
aficionados a través de mil caminos pedregosos donde no hay nada para ellos; mientras
que esa muchacha de alas blancas, feliz en sus fantasías, descubre allí epopeyas,
castillos, obras de arte. ¡Naturaleza burlona y buena, fecunda y pobre! Así, para el
entusiasta Poussin, ese viejo se había convertido, por una transfiguración súbita, en el
arte mismo, el arte con sus secretos, sus arrebatos y sus fantasías.
–Sí, mi querido Porbus –continuó Frenhofer–, hasta ahora no pude encontrar a
una mujer irreprochable, un cuerpo cuyos contornos sean de una belleza perfecta, y
cuya encarnación… Pero, ¿en dónde vive –preguntó interrumpiéndose– esa inhallable
Venus de los antiguos, tan a menudo buscada, y de la que apenas encontramos algunas
bellezas dispersas? ¡Oh, por ver un momento, una sola vez, la naturaleza divina
completa, el ideal en fin, daría toda mi fortuna, pero iré a buscarte en tus limbos, belleza
celeste! Como Orfeo, descenderé al infierno del arte para volver a traer la vida.
–Ya podemos irnos –le dijo Porbus a Poussin–, no nos escucha más, no nos ve
más.
–Vamos a su taller –respondió el joven maravillado.
–Oh, el viejo soldado ha sabido defender su entrada. Sus tesoros están
demasiado bien guardados como para que podamos acceder a ellos. No esperé su
consejo ni su fantasía para intentar asaltar el misterio.
–Entonces, ¿hay un misterio?
–Sí –respondió Porbus–. El viejo Frenhofer es el único alumno que Mabuse
quiso tener. Convertido en su amigo, su salvador, su padre, Frenhofer sacrificó la mayor
parte de sus tesoros para satisfacer las pasiones de Mabuse; a cambio, Mabuse le heredó
el secreto del relieve, el poder para darles a las figuras esa vida extraordinaria, esa flor
natural, nuestra eterna desesperación; pero poseía tan bien ese hacer que un día, después
de haber vendido y bebido la seda floreada con la cual debía vestirse para presenciar la
entrada de Carlos Quinto, acompañó a su maestro con una ropa de papel como si fuera
seda. El brillo peculiar de la tela que llevaba Mabuse sorprendió al emperador, quien
tras querer hacerle un cumplido al protector del viejo borracho descubrió la superchería.
Frenhofer es un hombre apasionado por nuestro arte, que ve más alto y más lejos que
los otros pintores. Ha reflexionado profundamente sobre los colores, sobre la verdad
absoluta de la línea; pero a fuerza de investigaciones, ha llegado a dudar del objeto
mismo de sus investigaciones. En sus momentos de desesperación, sostiene que el
dibujo no existe y que con trazos sólo se pueden producir figuras geométricas; lo que es
demasiado absoluto, ya que con el trazo y el negro, que no es un color, se puede hacer
una figura; lo que prueba que nuestro arte, como la naturaleza, está compuesto de una
infinidad de elementos; el dibujo brinda un esqueleto, el color es la vida, pero la vida sin
esqueleto es algo más incompleto que el esqueleto sin vida. Finalmente, hay algo más
verdadero que todo esto, y es que la práctica y la observación lo son todo en un pintor, y
que si el razonamiento y la poesía se pelean con los pinceles, llegamos a la duda como
este buen hombre, que tiene tanto de loco como de pintor. Un pintor sublime, que tuvo
la desgracia de nacer rico, lo que le permitió divagar. ¡No lo imite! ¡Trabaje! Los
pintores sólo deben pensar con el pincel en la mano.
–Lograremos entrar –profirió Poussin sin escuchar más a Porbus y ya sin dudar
para nada.
Porbus sonrió ante el entusiasmo del joven desconocido y lo dejó invitándolo a
que fuese a verlo.
Nicolas Poussin volvió a peso lento hacia la calle de la Harpe y se pasó de largo
sin darse cuenta la modesta posada donde se alojaba. Tras subir con inquieta prontitud
su miserable escalera, llegó a una habitación alta, situada bajo un techo entramado de
madera, sencilla y liviana cobertura de las casas del viejo París. Cerca de la única y
sombría ventana del cuarto, vio a una muchacha que se levantó de golpe al oír la puerta
con un movimiento de amor; ella había reconocido al pintor por la manera en que había
girado el picaporte.
–¿Qué te pasa? –le dijo ella.
–Me pasa, me pasa –gritó ahogándose de alegría–, me pasa que me sentí pintor.
Hasta ahora había dudado de mí, pero esta mañana creí en mí mismo. Puedo ser grande.
¡Vamos, Gillette, seremos ricos, felices! Hay oro en estos pinceles.
Pero de pronto se calló. Su rostro grave y vigoroso perdió su expresión de
alegría cuando comparó la inmensidad de sus esperanzas con la mediocridad de sus
recursos. Las paredes estaban cubiertas de simples papeles llenos de bocetos al lápiz.
No poseía ni cuatro lienzos limpios. Los colores entonces costaban mucho y el pobre
caballero veía su paleta casi desnuda. En el seno de esa miseria, poseía y sentía
increíbles riquezas en el corazón y la sobreabundancia de un genio devorador.
Conducido a París por un hidalgo amigo suyo o tal vez por su propio talento, de pronto
había encontrado allí una amante, una de esas almas nobles y generosas que llegan a
sufrir junto a un gran hombre, comparten sus miserias y se esfuerzan por entender sus
caprichos; fuertes para la miseria y el amor, como otras son intrépidas para exhibir el
lujo, para hacer ostentación de su insensibilidad. La sonrisa errante en los labios de
Gillette doraba esa buhardilla y rivalizaba con el esplendor del cielo. El sol no brillaba
siempre, mientras que ella siempre estaba allí, recogida en su pasión, aferrada a su
felicidad, a su sufrimiento, consolando al genio que se desbordaba en el amor antes de
apoderarse del arte.
–Escucha, Gillette, ven.
La obediente y alegre chica saltó sobre las rodillas del pintor. Toda ella era
gracia, toda belleza, linda como una primavera, adornada con todas las riquezas
femeninas e iluminándolas con el fuego de un alma bella.
–¡Oh, Dios! –exclamó él–, nunca me animaría a decirle…
–¡Un secreto! –prosiguió ella–. Oh, quiero saberlo.
Poussin se quedó pensativo.
–Habla entonces.
–¡Gillete, pobre corazón amado!
–Ah, ¿quieres algo de mí?
–Sí.
–Si deseas que pose de nuevo frente a ti como el otro día –continuó ella con un
gestito de malhumor–, ya no aceptaré nunca más; porque en esos momentos tus ojos ya
no me dicen nada. No piensas más en mí, aunque me estés mirando.
–¿Te gustaría más verme copiar a otra mujer?
–Puede ser –dijo ella–, si fuera bastante fea.
–Bueno –continuó Poussin con tono serio–, ¿y si por mi gloria futura, si para
convertirme en un gran pintor hiciera falta que posaras frente a otro?
–Quieres probarme –dijo ella–. Sabes bien que no lo haría.
Poussin inclinó la cabeza sobre su pecho como un hombre que sucumbe a una
alegría o a un dolor demasiado fuerte para su alma.
–Escucha –dijo ella tirando a Poussin de la manga de su jubón gastado–, ya te
dije, Nick, que daría mi vida por ti; pero nunca te prometí renunciar a mi amor mientras
viva.
–¿Renunciar a él? –exclamó Poussin.
–Si me mostrara así ante otro, ya no me querrías. Y yo misma me consideraría
indigna de ti. Obedecer a tus caprichos, ¿no es algo natural y simple? A pesar mío, soy
feliz y hasta estoy orgullosa de realizar tu querida voluntad. ¡Pero para otro! ¡Puaj!
–Perdóname, Gillette –dijo el pintor arrojándose a sus rodillas–. Prefiero ser
amado a ser glorioso. Para mí, eres más bella que la fortuna y los honores. Vamos, tira
mis pinceles, quema esos bocetos. Me dejé engañar, mi vocación es amarte. No soy
pintor, soy un enamorado. ¡Que se pudran el arte y todos sus secretos!
Ella lo admiraba, feliz, encantada. Triunfaba, sentía instintivamente que las artes
eran olvidadas por ella y tiradas a sus pies como un grano de incienso.
–Aunque es sólo un viejo –continuó Poussin–. No podrá ver más que a la mujer
en ti. (18) ¡Eres tan perfecta!
–Hay que amar de verdad –gritó ella dispuesta a sacrificar sus escrúpulos
amorosos para compensar a su amante por todos los sacrificios que le hacía–. Pero eso
sería perderme. ¡Ah, perderme por ti! Sí, eso es muy hermoso, pero tú me olvidarás.
¡Oh, qué mala idea tuviste entonces allá!
–La tuve y te amo –dijo él con una especie de contrición– aunque por eso soy un
infame.
–¿Consultamos al padre Hardouin? –dijo ella.
–Ah, no, que sea un secreto entre nosotros.
–Bueno, iré; pero no debes estar presente –dijo ella–. Quédate en la puerta
armado con tu daga; si grito, entra y mata al pintor.
Ya sin ver más que su arte, Poussin estrechó a Gillette entre sus brazos.
“¡Ya no me ama!”, pensó Gillette cuando estuvo sola.
Ya se arrepentía de su decisión. Pero pronto fue presa de un miedo más cruel
que su arrepentimiento; se esforzó por ahuyentar un pensamiento terrible que surgía de
su corazón. Ya creía que amaba menos al pintor presintiéndolo menos digno de estima.
II

Catherine Lescault

Tres meses después del encuentro entre Poussin y Porbus, éste fue a visitar al
maestro Frenhofer. El viejo era entonces presa de uno de esos desalientos profundos y
espontáneos cuya causa está, si debemos creerles a los matemáticos de la medicina, en
una mala digestión, en el viento, el calor o en una hinchazón de los hipocondrios; y
según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral; el buen
hombre lisa y llanamente se había agotado perfeccionando su misterioso cuadro. Estaba
sentado lánguidamente en un amplio sillón de roble labrado, tapizado de cuero negro, y
sin dejar su actitud melancólica, le lanzó a Porbus la mirada de un hombre que se había
instalado en su hastío.
–Bueno, maestro –le dijo Porbus–, ¿era malo el ultramar que fue a buscar a
Brujas? ¿No pudo diluir nuestro nuevo blanco? ¿Se arruinó su óleo o los pinceles se
pusieron duros?
–Por desgracia –exclamó el viejo–, durante un momento creí que mi obra estaba
terminada; pero ciertamente me engañé en algunos detalles y no estaré tranquilo sino
después de haber aclarado mis dudas. Decidí viajar y voy a ir a Turquía, Grecia y Asia
para buscar una modelo y comparar mi cuadro con diversas naturalezas. Tal vez allá –
continuó dejando escapar una sonrisa de satisfacción– obtenga la naturaleza misma. A
veces casi tengo miedo de que un soplo despierte a esa mujer y que desaparezca.
Después se levantó de golpe, como para irse.
–¡Oh, oh! –respondió Porbus–, llego a tiempo para evitarle el gasto y el
cansancio del viaje.
–¿Cómo? –preguntó Frenhofer asombrado.
–El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza no tiene
ninguna imperfección. Pero si él consiente en prestársela, mi querido maestro, al menos
hará falta que nos deje ver su tela.
El viejo se quedó parado, inmóvil, en un estado de completa estupefacción.
–¡Cómo! –exclamó al fin con aflicción–, ¿mostrar mi criatura, mi esposa,
desgarrar el velo con el que he cubierto castamente mi felicidad? ¡Sería una horrible
prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer. Es mía, solamente mía. Ella me
ama. ¿Acaso no me sonrió con cada pincelada que le di? Ella tiene un alma, el alma con
que yo la he dotado. Se sonrojaría si otros ojos distintos a los míos se detuvieran en ella.
¡Dejarla ver! ¿Cuál sería el marido, el amante lo bastante vil como para conducir a su
mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte, no pones en él toda tu alma,
no les vendes a los cortesanos más que maniquíes coloreados. Mi pintura no es una
pintura, es un sentimiento, una pasión. Nacida en mi taller, debe permanecer allí virgen
y no puede salir sino vestida. La poesía y las mujeres sólo se entregan desnudas a sus
amantes. ¿Poseemos acaso las figuras de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de
Dante? ¡No! Sólo vemos sus formas. Y bien, la obra que tengo allá arriba bajo llave es
una excepción en nuestro arte; no es una tela, es una mujer; una mujer con la que lloro,
río, converso y pienso. ¿Quieres que de golpe arroje una felicidad de diez años como
quien tira un abrigo? ¿Que de golpe deje de ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es
una criatura, es una creación. Que venga tu muchacho, le daré mis tesoros, le daré
cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la huella de su paso en el
polvo; ¿pero hacerlo mi rival? ¡Sería una vergüenza para mí! Ay, soy más amante
todavía que pintor. Sí, tendría la fuerza para quemar a mi Catherine en mi último
suspiro; pero, ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor? No,
no. Mataría al día siguiente a quien la hubiese mancillado con una mirada. Te mataría
en el acto, amigo mío, si no la saludaras de rodillas. ¿Quieres ahora que someta mi ídolo
a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? Ah, el amor es un misterio;
no tiene vida sino en el fondo de los corazones, y todo está perdido cuando un hombre
le dice incluso a su amigo: “Esta es la que amo”.
El viejo parecía haber vuelto a ser joven; sus ojos tenían brillo y vida; sus
mejillas pálidas estaban surcadas por un rojo intenso y sus manos temblaban.
Sorprendido por la violencia apasionada con la que fueron dichas esas palabras, Porbus
no sabía qué contestar ante un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Tenía razón
Frenhofer o estaba loco? ¿Se encontraba subyugado por una fantasía de artista o las
ideas que había expresado provenían del fanatismo inexpresable producido en nosotros
por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Se podía esperar que alguna vez
transigiera con esa pasión estrafalaria?
Presa de todos estos pensamientos, Porbus le dijo el viejo:
–Pero, ¿no es acaso mujer por mujer? ¿No le ofrece Poussin su amante a sus
miradas?
–¿Qué amante? –respondió Frenhofer–. Ella lo traicionará tarde o temprano. La
mía me será siempre fiel.
–Bueno –continuó Porbus–, no hablemos más al respecto. Pero antes de que
usted encuentre, incluso en Asia, a una mujer tan bella, tan perfecta, tal vez muera sin
haber terminado su cuadro.
–Ah, está terminado –dijo Frenhofer–. Quien lo viera creería que percibe a una
mujer acostada en un lecho de terciopelo detrás de unas cortinas. Junto a ella, un trípode
de oro exhala perfumes. Te verías tentado a tocar la borla de los cordones que agarran
los cortinados y te parecería que ves el seno de Catherine (19) haciendo el movimiento
de su respiración. Sin embargo, quisiera estar bien seguro…
–Ve a Asia –respondió Porbus al percibir una especie de vacilación en la mirada
de Frenhofer. Y Porbus dio algunos pasos hacia la puerta de la sala.
En ese momento, Gillette y Nicolas Poussin habían llegado cerca de la casa de
Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, soltó el brazo del pintor y
retrocedió como si la hubiese invadido algún súbito presentimiento.
–Pero, ¿qué vengo a hacer aquí entonces? –le preguntó a su amante con un tono
de voz profundo y mirándolo fijamente.
–Gillette, eres mi dueña y quiero obedecerte en todo. Eres mi conciencia y mi
gloria. Vuelve a casa, tal vez eso me haga más feliz que si tú…
–¿Soy dueña de mí misma cuando me hablas así? Oh, no, ya no soy más que una
niña. Vamos –agregó pareciendo que hacía un violento esfuerzo–, si nuestro amor
muere, y si albergo en mi corazón una larga pena, ¿no será tu celebridad el precio de mi
obediencia a tus deseos? Entremos, será como seguir viviendo quedar para siempre
como un recuerdo en tu paleta.
Al abrir la puerta de la casa, los dos amantes se encontraron con Porbus quien,
sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban entonces llenos de lágrimas, la
tomó mientras temblaba y la llevó ante el viejo:
–Mire –dijo–, ¿no vale como todas las obras maestras del mundo?
Frenhofer se estremeció. Gillette estaba ahí, con la actitud ingenua y simple de
una joven georgiana inocente y temerosa, raptada y ofrecida por bandidos a un
comerciante de esclavos. Un púdico rubor coloreaba su rostro, ella bajaba los ojos, sus
manos estaban colgando a sus costados, sus fuerzas parecían abandonarla, y unas
lágrimas protestaban contra la violencia ejercida contra su pudor. En ese momento,
Poussin, desesperado por haber sacado ese bello tesoro de su buhardilla, se maldijo a sí
mismo. Se volvió más amante que artista, y mil escrúpulos le torturaron el corazón
cuando vio los ojos rejuvenecidos del viejo, quien con el hábito del pintor desnudó, por
así decir, a la chica adivinando sus formas más secretas. Volvió entonces a los celos
feroces del verdadero amor.
–¡Gillette, vámonos! –gritó.
Ante ese tono, ese grito, su amante levantó feliz la vista hacia él, lo miró y corrió
a sus brazos:
–¡Ah, entonces me amas! –respondió ella fundiéndose en llanto.
Luego de haber tenido la energía de acallar su sufrimiento, ahora carecía de
fuerzas para ocultar su felicidad.
–Oh, déjemela por un momento –dijo el viejo pintor– y podrán compararla con
mi Catherine. Sí, lo acepto.
Aún había amor en el grito de Frenhofer. Parecía tener algo de coquetería por su
simulacro de mujer, y gozar de antemano del triunfo que la belleza de su virgen iba a
obtener sobre la de una muchacha de verdad.
–No deje que se arrepienta –profirió Porbus golpeando a Poussin en el hombro–.
Los frutos del amor pasan rápido, los del arte son inmortales.
–Para él –respondió Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus–, ¿no soy
entonces más que una mujer?
Levantó la cabeza con orgullo; pero cuando, luego de haber lanzado una mirada
fulminante a Frenhofer, vio a su amante ocupado en contemplar de nuevo el retrato que
anteriormente había tomado por un Giorgione, dijo:
–¡Ah, subamos! Él nunca me miró así.
–Anciano –replicó Poussin, sacado de su meditación por la voz de Gillette–,
¿ves esta espada?, la hundiré en tu corazón ante la primera palabra de queja que
pronuncie esta chica, le prenderé fuego a tu casa y nadie saldrá vivo. ¿Entiendes?
Nicolas Poussin tenía un aspecto tenebroso. Sus palabras terribles, su actitud y
su gesto consolaron a Gillette, quien casi le perdonó que la sacrificara a la pintura y a su
glorioso futuro. Porbus y Poussin se quedaron en la puerta del taller, mirándose uno al
otro en silencio. Si bien al principio el pintor de la María egipcíaca se permitió algunas
exclamaciones: “¡Ah!, se está desvistiendo. Él le dice que se ponga a la luz. La está
comparando”. Enseguida se calló al ver la cara de Poussin que estaba profundamente
entristecida; y aunque los viejos pintores ya no tengan esos escrúpulos, tan pequeños
frente al arte, los admiró por lo ingenuos y hermosos que resultaban. El joven tenía la
mano en la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, parados
en la oscuridad, se parecían así a dos conspiradores que esperasen el momento de
atentar contra un tirano.
–Entren, entren –les dijo el viejo radiante de felicidad–. Mi obra es perfecta, y
ahora puedo mostrarla con orgullo. Nunca un pintor, ni pinceles, colores, tela y luz le
harán una rival a Catherine Lescault.
Dominados por una intensa curiosidad, Porbus y Poussin corrieron al medio de
un amplio taller cubierto de polvo, donde todo estaba desordenado y en el que vieron
aquí y allá cuadros colgados de las paredes. En primer lugar, se detuvieron ante una
figura de mujer de tamaño natural, semidesnuda, y ante la cual quedaron llenos de
admiración.
–Oh, no se ocupen de eso –dijo Frenhofer–, es una tela que garabateé para
estudiar una pose, ese cuadro no vale nada. Ahí están mis errores –prosiguió,
señalándoles encantadoras composiciones colgadas en las paredes a su alrededor.
Antes estas palabras, Poussin y Porbus, estupefactos por semejante desdén hacia
tales obras, buscaron el retrato anunciado sin lograr divisarlo.
–Bueno, aquí está –les dijo el viejo cuyos cabellos estaban despeinados, cuyo
rostro se inflamaba por una excitación natural, cuyos ojos chispeaban y que jadeaba
como un muchacho ebrio de amor–. ¡Ah, ah, ah! –exclamó–, no esperaban tanta
perfección. Están frente a una mujer y ustedes buscan un cuadro. Hay tanta profundidad
en esta tela, la atmósfera es tan verdadera, que ya no pueden distinguirla del aire que
nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! Vean ahí las formas vivientes
de una muchacha. ¿No he captado bien el color, la intensidad de la línea que parece
terminar el cuerpo? ¿No es acaso el mismo fenómeno que nos muestran los objetos que
están en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Advierten cómo los contornos se
desprenden del fondo? ¿No parece que pudieran pasar la mano por esa espalda? Y es
que durante siete años estudié los efectos de la conjunción de la luz y los objetos. ¿Y
esos cabellos, acaso no los inunda la luz? Creo que ella respiró. ¿Ven el seno? ¡Ah!,
¿quién no querría adorarla de rodillas? La carne palpita. Se va a levantar, esperen.
–¿Puede ver algo? –le preguntó Poussin a Porbus.
–No. ¿Y usted?
–Nada.
Los dos pintores dejaron al viejo con su éxtasis, observaron si la luz, que caía a
plomo sobre la tela que les mostraba, no neutralizaba todos sus efectos; examinaron
entonces la pintura colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y
levantándose alternadamente.
–Sí, sí, en verdad es una tela –les decía Frenhofer, malinterpretando la finalidad
de ese examen escrupuloso–. Miren, ahí están el bastidor, el caballete, ahí están también
mis colores, mis pinceles.
Y agarró un pincel que les mostró con un movimiento ingenuo.
–El viejo veterano se burla de nosotros –dijo Poussin volviendo al supuesto
cuadro–. No veo allí más que colores confusamente amontonados y contenidos por una
multitud de líneas raras que forman una muralla de pintura.
–Nos equivocamos, vea –replicó Porbus.
Al acercarse, percibieron en un rincón de la tela la punta de un pie desnudo que
salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de esa niebla sin
forma; pero un pie encantador, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante
ese fragmento escapado de una increíble, una lenta y progresiva destrucción. Ese pie
aparecía allí como el torso de una Venus de mármol de Paros que surgiera entre los
escombros de una ciudad incendiada.
–Hay una mujer ahí abajo –exclamó Porbus, haciéndole notar a Poussin las
diversas capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente creyendo
que perfeccionaba su pintura.
Los pintores se dieron vuelta espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a
explicarse, aunque vagamente, el éxtasis en el que vivía.
–Lo hace de buena fe –dijo Porbus.
–Sí, amigo mío –respondió el viejo despabilándose–, hace falta fe, fe en el arte,
y vivir durante largo tiempo con la propia obra para producir una creación semejante.
Algunas de esas sombras me costaron mucho trabajo. Miren, ahí está sobre su mejilla,
debajo de los ojos, una ligera penumbra que, si la observan en la naturaleza, les parecerá
casi intraducible. Y bueno, ¿creen que reproducir ese efecto no me costó esfuerzos
inauditos? Pero también, mi querido Porbus, mira atentamente mi trabajo, y entenderás
mejor lo que te decía sobre la manera (20) de tratar el modelado y los contornos, mira la
luz del seno, y puedes ver que por medio de una serie de toques y de realces muy
empastados logré captar la verdadera luz y combinarla con la blancura brillante de los
tonos claros; y por un trabajo opuesto, borrando las salientes y el grano del empaste, a
fuerza de acariciar el contorno de mi figura sumergido en la media tinta, pude eliminar
hasta la idea de dibujo y de medios artificiales, y darle el aspecto y la redondez misma
de la naturaleza. Acérquense, verán mejor ese trabajo. De lejos, desaparece. ¿Ven? Ahí
creo que es muy notorio. –Y con la punta de su pincel les señalaba a los dos pintores
una mancha de color claro.
Porbus le dio una palmada en el hombro al viejo y volviéndose hacia Poussin
dijo:
–¿Sabe que vemos en él a un gran pintor?
–Es aún más poeta que pintor –respondió gravemente Poussin.
–Aquí –prosiguió Porbus tocando la tela– termina nuestro arte en la tierra.
–Y de aquí va a perderse en los cielos –dijo Poussin.
–¡Cuántos placeres en este pedazo de tela! –exclamó Porbus.
El viejo absorto no los escuchaba, y le sonreía a esa mujer imaginaria.
–Pero tarde o temprano se dará cuenta de que no hay nada en su tela –exclamó
Poussin.
–Nada en mi tela –dijo Frenhofer mirando alternadamente a los dos pintores y a
su supuesto cuadro.
–¿Qué hizo? –le dijo Porbus a Poussin.
El viejo agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo:
–¡No ves nada, palurdo, pirata, rufián, maricón! ¿Por qué subiste acá entonces?
Mi buen Porbus –continuó dirigiéndose hacia el pintor–, ¿acaso usted tampoco?, ¿se
burlarían de mí? Respóndame. Soy su amigo, dígame, ¿arruiné entonces mi cuadro?
Porbus indeciso no se animó a decir nada; pero la ansiedad que se dibujaba en la
fisionomía pálida del viejo era tan cruel que le señaló la tela diciéndole:
–¡Mire!
Frenhofer contempló su cuadro durante un momento y vaciló.
–¡Nada, nada! Y haber trabajado diez años.
Se sentó y lloró.
–Soy entonces un imbécil, un loco. No tengo entonces talento ni capacidad, no
soy más que un hombre rico que cuando camina tan sólo camina. Entonces no habré
producido nada. –Contempló su tela a través de las lágrimas, se levantó de golpe con
orgullo, les lanzó a los dos pintores una mirada fulminante. –Por la sangre, el cuerpo y
la cabeza de Cristo, están celosos y quieren hacerme creer que está arruinada para
robármela. ¡Yo la veo! –gritó–, es maravillosamente bella.
En ese momento, Poussin escuchó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
–¿Qué te pasa, mi ángel? –le preguntó el pintor súbitamente enamorado de
nuevo.
–¡Mátame! –dijo ella–. Sería una infame si te siguiera amando, porque te
desprecio. Eres mi vida y me causas horror. Creo que ya te odio. (21)
Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer volvía a tapar a su Catherine
con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones
cuando se cree en compañía de hábiles ladrones. Les lanzó a los dos pintores una mirada
profundamente maliciosa, llena de desprecio y de suspicacia, los acompañó en silencio a
la puerta de su taller con una prontitud convulsiva. Después les dijo en el umbral de su
casa:
–Adiós, amiguitos.
Esa despedida los dejó helados. Al día siguiente, Porbus volvió preocupado a ver
a Frenhofer, y supo que había muerto por la noche, después de haber quemado sus telas.

París, febrero de 1832


NOTAS

1. La versión publicada en 1831 tenía como subtítulo: “Cuento fantástico”.


La dedicatoria “A un lord” ha dado lugar a numerosas conjeturas, con anagramas
del nombre de pila del autor o de personajes de la época. Las líneas de puntos que la
siguen se han propuesto como emblema de lo indecible para el escritor o de lo
irrepresentable para el pintor.
2. Una casa que sería el Hotel de Savoie-Carignan, número 7 de la calle de los
Grands-Augustins, donde se instaló Picasso en 1937, cuando ya había realizado
ilustraciones para este cuento de Balzac.
3. Porbus sería Frans (François) II Porbous, llamado el Joven (Anvers 1570-
París 1622). Poussin no fue discípulo de Pourbus, pero La cena de este último lo
impresionó perdurablemente antes de su partida hacia Roma.
4. En la edición de 1831, Balzac agregaba:

Sería algo bastante importante, un detalle artísticamente histórico,


describir el taller del maestro Porbus; pero la historia nos toma del cuello de tal
modo y las descripciones son tan cruelmente difíciles de hacer bien, sin contar
con el aburrimiento de los lectores que tienen la pretensión de suplirlas, que se
perderán, desde luego, ese fragmento pintado al óleo por mí, y pintado en el
lugar, donde las luces, los tonos, el polvo, los accesorios, las figuras poseían
cierto mérito…
Sobre todo había una ventana ojival colorida, y una chica ocupada en
volver a ponerse sus zapatos, ejecutadas con una terminación verdaderamente
lamentable. Era algo tan verdadero, tan falso, tan pintado, lamido como un
boceto de aficionado; pero las artes están tan enfermas que sería un crimen
seguir haciendo cuadros en literatura: de manera que somos generalmente
sobrios en imágenes por pura cortesía…

Balzac atenuó entonces dos rasgos: el paralelismo entre literatura y pintura, que
quiso hacer menos explícito, y las ineptitudes de Porbus, a quien prefiere dejarle su
puesto de pintor de primera línea de comienzos del siglo XVII.
5. La técnica de los tres lápices se remonta al Renacimiento: se usaban mina de
plomo, sanguina y lápiz blanco, generalmente sobre papel coloreado. También se hacían
grabados a “estilo de lápiz” imitando el dibujo y combinando esos tres colores.

6. No hay rastros de una obra así hecha por Pourbus, aunque el tema aparece en
otros pintores. Se trata de un intercambio: la santa que quiere cruzar el mar para ir a
Jerusalén es obligada a ceder a las insinuaciones del barquero (o incluso se le ofrece, ya
que Balzac menciona “la indecisión del barquero”).
Balzac suprimió el siguiente pasaje que aparecía en la edición de 1831:

Esa bella imagen (el término aún no se había inventado para designar una
obra pictórica; y también habría podido decirles: ese retratamiento santo y
encantadoramente rematado; pero la ubicación histórica me parece cansadora,
además de que muchos no entienden las palabras antiguas); esa imagen entonces
representaba a una María egipcíaca adquiriendo el pasaje del barco. Esa obra
maestra, destinada a María de Médicis, fue vendida por ella en Colonia en sus
días de miseria; y durante nuestra invasión a Alemania (1806), un capitán de
artillería la salvó de una destrucción inminente, metiéndola en su baúl. Era un
protector de las artes que prefería tomar a robar. Sus soldados ya le habían
pintado bigotes a la santa protectora de las muchachas arrepentidas y estaban por
tirar al blanco, borrachos y sacrílegos, sobre la pobre santa, que incluso pintada
debía obedecer a su destino. Actualmente esa magnífica tela está en el castillo de
la Grenadière, cerca de Saint-Cyr en Touraine, y pertenece al señor de Lansay.

Nadie se tomó en serio estos datos de Balzac, que combinan lugares que había
visitado y alguna posible anécdota de militares que conociera.

7. En 1831, se podía leer otro desarrollo que esbozaba el análisis de la oposición


entre dos maneras de pintar:

Ella no vive. Si la mirase mucho tiempo, no podría creer que hubiera aire
entre sus brazos y el fondo de la tela… No siento el calor de ese bello cuerpo y
no tiene sangre en las venas… Los contornos no están dibujados resueltamente.
Tienes miedo de ser seco siguiendo el método de la escuela italiana y no quisiste
empastar las extremidades a la manera de Tiziano o de Correggio. Y bueno, no
obtuviste ni las ventajas de un dibujo puro y correcto ni los artificios de los
medios tonos… No eres verdadero más que en los tonos interiores de la carne…
Hay verdad allí…
Y el viejo señalaba el pecho de la santa.
–Después aquí…
E indicaba el punto donde terminaba el hombro en el cuadro.
–Aquí… todo es falso… Pero no analicemos, sería para desesperarte.

8. Oposición entre una pintura veneciana que se basaba en la primacía del color,
como la de Tiziano y Veronese, y la manera alemana, que privilegiaba el dibujo, como
Holbein y Dürer. El fracaso de Frenhofer puede entenderse como la imposibilidad de
una síntesis, que en época de Balzac se planteaba entre el dibujante Ingres y el colorista
Delacroix. Una síntesis imposible al menos dentro de los límites de una pintura
mimética y figurativa, de donde surgen una serie de interpretaciones contemporáneas
que insisten en el abandono final de la representación en la pintura que se propone el
objetivo de expresar la naturaleza.

9. “Carro elegante”; “hombre bello”. Alusión probable a las filacterias


medievales que etiquetaban las figuras o bien a la historia de la Antigüedad sobre los
comienzos de la pintura, así Claudio Eliano pudo escribir: “En sus comienzos, cuando
podría decirse que estaba tomando el pecho o en la primera infancia, la pintura ofrecía
una representación tan tosca de los seres vivos que los pintores añadían una inscripción.
Esto es un buey, aquello un caballo, o bien, un árbol”.

10. Jan Gossaert, llamado Mabuse (hacia 1478-1532). Los datos de la historia
del arte permiten entender por qué Balzac lo eligió como maestro de Frenhofer, puesto
que se dice que Mabuse introdujo el estilo italiano en la pintura holandesa y que
también reconcilió dos estilos antagónicos, integrando la lección de Dürer.

11. El más famoso de los alumnos de Mabuse fue Lambert Lombard (1505-
1566), del cual se conocen dibujos, ilustraciones, vitrales, pero a quien actualmente no
se le atribuye ninguna pintura de manera indiscutible. Sin que hayan sido sus alumnos,
Mabuse tuvo sin embargo cierta influencia en Lucas de Leyden (hacia 1525) así como
en Jan van Scorel y Jan Vermeyen.

12. Hasta la última edición, el personaje de Balzac había llamado a su modelo


por un apodo de prostituta: Belle-Noiseuse, que podría traducirse como “Bella
escandalosa” o bien “Bella peleadora”. La corrección en todo el texto le quita a
Catherine Lescault ese origen de cortesana. En 1991 el director Jacques Rivette realizó
una adaptación libre del cuento de Balzac que tituló La Belle Noiseuse y que ganó el
premio de Cannes.

13. Poussin nació en Les Andelys, Normandía, en 1594 y murió en Roma en


1665.

14. Frenhofer pretende darle su compañera natural al maravilloso Adán de su


maestro. Una figura a la vez más bella y más difícil, una mujer que sea una nueva Eva.
El Mabuse histórico trató varias veces el tema de Adán y Eva (cuadros de los museos de
Bruselas, Hampton Court, Berlín y Viena).

15. Para los románticos, Giorgione ya era un artista mítico que sobrepasaba al
mismo Tiziano dentro de la escuela veneciana. Un artista al que sin embargo Frenhofer
superaría. Quizás por ello Balzac no se decidió a ponerle un nombre histórico al “dios
de la pintura” que inventó.

16. Nadie ha develado el misterio de este nombre de resonancia germánica, que


al parecer fue acuñado para evocar el universo de los relatos de Hoffmann.

17. En la publicación de 1831, Balzac había escrito: “Para todas estas


singularidades, el idioma moderno sólo tiene una palabra: era indefinible… ¡Admirable
expresión! Resume la literatura fantástica; dice todo lo que se escapa de las
percepciones limitadas de nuestra mente; y cuando se la coloca ante la vista de un
lector, es lanzado al espacio imaginario, y entonces lo fantástico ya ha germinado, brota
como una hierba verde en el seno de lo incomprensible y de la impotencia…”. Aunque
muy rápidamente La obra maestra desconocida deja de ser para su autor esencialmente
un “cuento fantástico”.
18. En 1831, se leía: “No verá a la mujer en ti, verá la belleza”.

19. Balzac suprime en todos los casos la mención de la Belle-Noiseuse; en este


punto, incluso explícitamente había escrito “Catherine Lescault, una hermosa cortesana
llamada La Belle-Noiseuse”.

20. Aquí se agregaba otro pasaje en una edición previa:

[…] con respecto a la manera en que los flamencos y los italianos tratan
la luz y el contorno… Dibujando puramente la línea según las enseñanzas del
Perugino, degradé ligeramente la luz con semitonos que estudié por mucho
tiempo, y en vez de arrastrar el exterior de la línea, dispuse sombras dentro de la
luz. Acérquense… Verán mejor ese trabajo.

21. En 1831, el cuento terminaba con estas palabras. Luego de las correcciones
de 1837, Balzac prefiere concluir con la muerte del artista y la destrucción de sus obras.

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