La Rama Seca

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La rama seca

[Cuento - Texto completo.]

Ana María Matute

Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor
grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña
Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de
la ventana, jugando con “Pipa”.
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque
la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos
ciruelos. Al otro lado del muro se abríael ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A
veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
-¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
-Juego con “Pipa” -decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue
escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su
ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
-¿Con quién hablas, tú?
-Con “Pipa”.
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por “Pipa”.
Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto
y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y
doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella
criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de
cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en
cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para
llevarla a los pagos…
-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado…
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron
metiéndosele pecho adentro.
-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se
decía.
2
Un día, por fin, se enteró de quién era “Pipa”.
-La muñeca -explicó la niña.
-Enséñamela…
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
-No la veo, hija. Échamela…
La niña vaciló.
-Pero luego, ¿me la devolverá?
-Claro está…
La niña le echó a “Pipa” y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa.
“Pipa” era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le
dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con
ojos impacientes y extendía las dos manos.
-¿Me la echa, doña Clementina…?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a “Pipa” hacia la ventana. “Pipa” pasó
sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y
al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con
“Pipa”.
-“Pipa”, no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, “Pipa”, cómo me miras! Cogeré un palo grande y le
romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, “Pipa”… Siéntate, estate quietecita, te voy a contar,
el lobo está ahora escondido en la montaña…
La niña hablaba con “Pipa” del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos,
del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su
madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su
cuchara de hueso. Tenía a “Pipa” en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
-Abre la boca, “Pipa”, que pareces tonta…
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que
escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la
acequia.
3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer
Mediavilla:
-¿Y la pequeña?
-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No sabía nada…
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin
hervir… ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de
privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín
salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña
Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido
la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se
acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su
peso. La niña la debió oír, porque gritó:
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco
alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un
verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a
dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus
párpados entornados.
-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló
su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a
“Pipa”, que me aburro sin “Pipa”…
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño
agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada
en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos
piezas de cobre.
-Pascualín -dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el
cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara
de una cómplice, la pequeña le habló de “Pipa”:
-Que me traiga a “Pipa”, dígaselo usted, que la traiga…
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la
manta.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor.
En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado “El Ideal”. Doña Clementina
llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En “El Ideal” compró una
muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. “La pequeña va a
alegrarse de veras”, pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó
que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto
la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a
pensar…!
Cortó sus exclamaciones.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete…
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte…
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared,
temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra “Pipa”, mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una
sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la
cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
-No es “Pipa” -dijo-. No es “Pipa”.
La madre empezó a chillar:
-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se
lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada…!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le
tenían cierta compasión).
-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta…!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal.
Subió a ver a la niña:
-Te traigo a tu “Pipa”.
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos
oscuros.
-No es “Pipa”.
Día a día, doña Clementina confeccionó “Pipa” tras “Pipa”, sin ningún resultado. Una gran
tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas… ¡Ya no estamos, a estas alturas, para
andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de
todos modos…
-¿Se va a morir?
-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa… ¡Va
a ser mejor para todos!
5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande,
allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por “Pipa” y su pequeña madre.
6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra,
bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la
nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina
tomó a “Pipa” entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene
esta muñeca!
El Ruido de un Trueno Ray Bradbury

El Ruido de un Trueno Ray Bradbury El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de
agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:

Safari en el Tiempo S.A


Safaris a cualquier año del pasado.
Usted elige el animal.
Nosotros lo llevamos allí.
Usted lo mata.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se
movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. -¿Este safari garantiza que yo
regrese vivo? -No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios.-. Este es el señor Travis, su
guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus
intrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la
vuelta. Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas
de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera
donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios del pergamino, todas las horas apilada en
llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí
mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los
viejos años, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el
aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla,
huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se
pondrán en los orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán
unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte,
la muerte en la semilla, la muerte en verde, al tiempo anterior al comienzo, bastará el roce de una
mano, el más leve roce de una mano. 2 -¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la
máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar
a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios
ganó Keith. Será un buen presidente. -Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si
Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo,
antihumano, antiintenlectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente.
Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de
organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación
es... Eckels terminó la frase: -Matar mi dinosario. -Un Tyrannosaurus rex. El Lagarto del Trueno, el más
terrible mounstro de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos
dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado. -¡Trata de asustarme! -Francamente, sí. No
queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y
una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda
pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más
emocionate cacería de todos los tiempos. SU cheque está todavía aquí. Rómpalo. El señor Eckels miró el
cheque largo rato. Se le retorcían los dedos. -Buena suerte –dijo el hombre detrás del mostrador-. El
señor Travis está a su disposición. Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la
Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente. Primero un día y luego una noche y luego un día y
luego una noche, y luego díanoche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055.
2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron
los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro.
Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el 3 fusil. Había otros
cuatro hombres en la Máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores,
Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor. -¿Estos fusiles pueden matar a
un dinosaurio de un tiro? –se oyó decir a Eckels. -Si da usted en el sitio preciso –dijo Travis por la radio
del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les
tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si
puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro. La Máquina aulló. El tiempo era un película que corría
hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas. -Dios santo –dijo Eckels-. Los cazadores de
todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois. El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos
muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas. -
Cristo no ha nacido aún –dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides
están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han
existido. Los hombres asintieron con movimientos de cabeza. -Eso –señaló el señor Travis- es la jungla
de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith. Mostró un sendero de
metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos
gigantescos. -Y eso –dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez
centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de metal antigravitatorio. El
propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga
del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire
contra ningún animal que nosotros no aprobemos. -¿Por qué? –preguntó Eckels. Estaban en la antigua
selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas
húmedas y flores de color de sangre. 4 -No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el
nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar
nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente
un animal importante, un pájaro, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en
la evolución de las especies. -No me parece muy claro –dijo Eckels. -Muy bien –continuó Travis-,
digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este
individuo, ¿entiende? -Entiendo. -¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un
pisotón usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones! -
Bueno, ¿y eso qué? –inquirió Eckels. -¿Eso qué? –gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros
que necesitan esos ratones sobrevivir?. Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez
zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos
billones de formas de vida son arrojados al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto:
cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que
hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado
con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se
muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda
desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así
hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a ese hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda
una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto sobre el ratón
desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del
tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no
saldrán nunca de la matriz. Quizá Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para
siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y dejará su huella,
como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware,
nunca habrá un país llamado Estados unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise
afuera! -Ya veo –dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba. -Correcto. Al aplastar ciertas plantas
quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta
millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté 5
equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos
muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una
desproporción en la población más tarde, una mala cosecha liego, una depresión, hambres colectivas, y,
finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O algo mucho más sutil. Quizá un suave
aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo
mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir que realmente lo sabe? No nosotros.
Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes
en el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener
mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados,
como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras
bacterias en una antigua atmósfera. -¿Cómo sabemos que animales podemos matar? -Están marcados
con pintura roja –dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina.
Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales. -¿Para estudiarlos? -Exactamente –dijo Travis-. Los
rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas
veces se acoplaban. Pocas, La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un
árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y
le arroajaba una bomba de pintura que el manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos.
Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos
minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán
a acoplarse. ¿Comprende que cuidadosos somos? -Pero si ustedes vinieron esta mañana –dijo Eckels
ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito?
¿Salimos todos... vivos? Travis y Lesperance se miraron. -Eso hubiese sido una paradoja –habló
Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo,
Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de
aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con
nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue
un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida. 6
Eckels sonrió débilmente. -Dejemos esto –dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a
dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo por siempre y
para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos
que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantes nacidos del delirio de una noche febril.
Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando. -¡No haga eso! –
dijo Travis-. ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma... Eckels enrojeció. -
¿Dónde esta nuestro Tyrannosaurus? Lesperance miró su reloj de pulsera. -Adelante. Nos cruzaremos
con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo
digamos. Quédese en el Sendero. ¡ Quédese en el Sendero! Se adelantaron en el viento de la mañana. -
Qué raro –murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith
es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante
meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún. -¡Levanten todos el seguro, todos! –ordenó
Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer. -He cazado tigres, jabalíes,
búfalos, elefantes, pero Jesús, esto es caza –comentó Eckels-. Tiemblo como un niño. -Ah –dijo Travis.
Todos se detuvieron. Travis alzó una mano. 7 -Ahí delante –susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza
Real. La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como
si alguien hubiese cerrado una puerta. Silencio. El ruido de un trueno. De la niebla, a cien metros de
distancia salió el Tyrannosaurus rex. -Jesucristo –murmuró Eckels. -¡Chist! Venía a grandes trancos,
sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de los árboles, un gran dios del mal,
apretando sus delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un
pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en
una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era
una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos
delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el
cuelo de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se
alzaba fácilmente hacia el cielo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los
ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una
mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se
hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos
deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró
fatigosamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire. -¡Dios mío! –Eckels
torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna. -¡Chist! –Travis sacudió bruscamente la cabeza-.
Todavía no nos vio. -No es posible matarlo. –Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese
indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un
rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible. -¡Cállese!- siseó Travis. -Una
pesadilla. 8 -Dé media vuelta –ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la Máquina. Le devolveremos
mitad del dinero. -No imaginé que fuera tan grande –dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora
quiero irme. -¡Nos vio! -¡Ahí está la pintura roja en el pecho! El Lagarto del Trueno se incorporó. Su
armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían
diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo
mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de sangre cruda cruzó la jungla. -Sáquenme de
aquí –pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos
safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo
admito. Esto es demasiado para mí. -No corra –dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de
desesperanza. - ¡Eckels! Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. - ¡Por ahí no! El
monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante ton un grito terrible. En cuatro segundos
cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los
envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol. Eckels,
sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos.
Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla,. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo
llevaban las piernas, Y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás. 9 Los rifles dispararon otra vez. El
ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran Palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los
árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como
para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes
y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus
propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros. Como
un ídolo de piedra, Como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno,
se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres
retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles
dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya
no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de
fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron
mirándolo, rojos y resplandecientes. El trueno se apagó. La jungla estaba en silencio. Luego de la
tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana. Billings y Krarner se sentaron en el sendero y
vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuarnente.
En la Máquina de¡ Tiempo, cara abajo, yacía Eckelsl estremeciéndose. Había encontrado el camino de
vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos
trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero. -Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno
podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos
dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una
glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una
excavadora de vapor en el momento en que se abren: las válvulas o se las cierra herméticamente. Los
huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados
antebrazos, quebrándolos. Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó.
Golpeó a la bestia muerta como algo final. 10 -Ahí está -Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es
el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal. Miró a los dos cazadores ¿Quieren la
fotografía trofeo? -¿Qué? -No podemos llevar un trofeo al futuro; El cuerpo tiene que quedarse aquí
donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir
de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar
una foto con ustedes al lado. Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de Metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la
Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, -el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y
unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura. Un sonido en el piso de la Máquina del
Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando. -Lo siento -dijo al fin. - ¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó. - ¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá
a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí! Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera... - ¡No te metas en
esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante.
Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! -Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados! Cristo sabe qué
multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo
dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios
sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia! -Cálmate. Sólo pisó un poco de barro. - ¡Cómo podemos
saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels! 11 Eckels
buscó en su chaqueta. -Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares! Travis miró enojado la libreta de
cheques de Eckels y escupió. -Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los
codos en la boca, y vuelva. - ¡Eso no tiene sentido! -El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las
balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi
cuchillo. ¡Extráigalas! La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros.
Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror.
Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies. Regresó temblando cinco minutos
más tarde, con los brazos empapados Y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un
montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse. -No había por qué obligarlo a eso -
dijo Lesperance. -¿No? Es demasiado Pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil. -
Vivirá. La Próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a
Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492.1776.1812. Se limpiaron las caras Y manos. Se cambiaron
las camisas Y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró
furiosamente durante diez minutos. -No me mire -gritó Eckels-. No hice nada. -¿Quién puede decirlo? -
Salí de] sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me
arrodille y rece? 12 -Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el
fusil. -Soy inocente. ¡No he hecho nada! 1999.2000.2055. La máquina se detuvo. -Afuera -dijo Travis. El
cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba s entado
detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis
miró alrededor con rapidez. -¿Todo bien aquí? -estalló. -Muy bien. ¡Bienvenidos! Travis no se sintió
tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única
ventana alta. -Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió. -¿No me ha oído? -
dijo Travis-. ¿Qué mira? Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan
leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco,
gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y
había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con
todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo
pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de
esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo
escritorio..., se extendía todo un mundo de calles Y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía
saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que
arrastraban un viento seco... Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la
oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera. 13 De algún
modo el anuncio había cambiado. SEFARI EN EL TIEMPO. S.A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTE NOMBRA EL ANIMAL. NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA. Eckels sintió que caía en una
silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando. -No, no puede ser.
Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No! Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una
mariposa, muy hermosa y muy muerta. - ¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels. Cayó al
suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero
la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo
de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre sí misma. La mariposa no podía cambiar
las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía? Tenía el rostro helado. Preguntó,
temblándole la boca: -¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?' El hombre detrás del
mostrador se rio. -¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado
debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-.
¿Qué pasa? Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos. -¿No
podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina-, no podríamos
llevarla allá no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos ... ?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis
preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba. El ruido de un trueno.

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