La mariposa
Siendo ya viejos Severo y Benigno, amigos desde la infancia,
compañeros de estudios después, solteros ambos, habían decidido
vivir juntos uniendo sus modestas rentas para pasar el resto de sus días
algo mejor.
Severo había perdido muy niño a sus padres, creciendo sin afectos
de familia y careciendo de los dulces encantos del hogar. Ya hombre,
había dedicado su existencia a la ciencia, coleccionando antigüedades
primero, minerales y plantas raras después, siendo su último encanto
las aves y los insectos, por lo cual vivía en el campo, habiendo
alquilado una sencilla casa con jardín. No menos duro su corazón que
aquellos minerales que fueron el solo placer de su juventud, —
104→ jamás conoció las inefables dichas del amor, quizá porque en
su niñez le faltaron las caricias maternales y no pudo compartir con
algún hermano los juegos y las efímeras penas de los años infantiles.
Benigno había vivido con sus padres y una hermana hasta los
veinticinco años. A esa edad, perdió en pocos meses a los primeros y
vio casarse a la bella joven, que, con su fraternal cariño, hubiera
podido dulcificar los pesares de su orfandad. Benigno amó después a
una hermosa mujer, que jamás compartió su sentimiento, pero
aquellas amarguras y este desengaño no mataron en él el germen de
lo bueno que encerraba su alma, y aunque no volvió a amar, ni pensó
nunca en casarse, su corazón latía ansioso de cariño, y así acogió con
júbilo la proposición que le hiciera Severo, muchos años después, de
vivir unidos.
Un amigo con quien conversar a todas horas, con quien evocar los
recuerdos, ya que las ilusiones y las esperanzas estaban muertas, un
ser que había conocido a su familia y con el que podría hablar de ella,
ante quien podría llorar a sus amados muertos, porque la excelente
hermana había partido también a un mundo mejor; esto era cuanto
deseaba Benigno en el último tercio de su existencia. —105→ De
carácter bueno y sencillo, se amoldaba pronto a los gustos ajenos; así
es que, aunque jamás se había dedicado a coleccionar insectos y aves,
no tardó en aficionarse a ellos pasando largas horas en el despacho de
Severo contemplando a los unos o disecando a las otras.
Habitaba con los dos viejos una criada, casi de la misma edad que
ellos; mujer fría como uno de sus amos, pero servicial y buena como
el otro. No había más sirvientes porque Benigno y Severo cuidaban el
jardín.
Una tarde que habían salido los dos amigos, el uno al campo en
busca de orugas, el otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió
un suceso que vino a alterar en parte la monotonía de la vida de los
tres viejos.
Al llegar Severo cerca de la puerta del jardín, de la que se había
llevado una de las llaves, vio junto a la tapia un pequeño bulto blanco
que se movía. Ya a su lado, oyó un gemido que le pareció de una
criatura, pero apenas se fijó en aquello, y cuidando que no se cayesen
las orugas que llevaba, abrió la puerta y penetró en su jardín.
Media hora después llegaba Benigno con dos o tres tomos de
Historia Natural de diversos autores en la mano, y antes de abrir la
puerta con una llave igual —106→ a la que tenía Severo, un débil
quejido le hizo detenerse. Miró en su derredor y vio a su vez el
pequeño bulto blanco. El buen viejo dejó caer los libros y corrió hacia
donde se hallaba el tierno ser que parecía reclamar su amparo.
Era una niña envuelta en unos trapos, una niña rubia y de ojos
negros, que alguna madre, infeliz o desnaturalizada, había depositado
allí.
La pobre criatura miraba vagamente a Benigno y en sus labios
parecía dibujarse ya una sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy
pequeña y delgada. El anciano la contemplaba con profunda emoción,
y al fin, olvidándose de sus libros, que no se cuidó de recoger, penetró
en el jardín con la niña.
-Mira, Severo -exclamó cuando llegó al despacho-; te traigo una
avecilla que sin duda se cayó de un nido, pero no para que forme parte
de tu colección muerta, sino para que nos alegre con sus gorjeos
dentro de nuestra jaula.
Severo no pudo dominar un gesto de disgusto al ver de lo que se
trataba.
-Supongo -dijo-, que eso será una broma y que no pensarás en
conservar aquí ese muñeco.
-Te engañas -replicó Benigno-, no arrojaré a la calle lo que Dios
puso junto a mi puerta. ¡Un niño se mantiene con —107→ tan
poco! Leche, mucha leche y algo de pan. Compraré para lo primero
una cabra que vivirá comiendo lo que halle en el campo, y en cuanto
a lo segundo le bastarán las migas que siempre sobran en nuestra
mesa.
-Pero crecerá...
-Entonces comerá lo que nosotros. Aunque no soy rico, puedo
mantener a esta niña, porque es una niña, Severo, una niña preciosa a
la que querré como a mi hija y que me llamará padre. ¿Acaso no
apruebas mi conducta?
-Si eso te agrada o te entretiene -dijo el frío egoísta-, no me puedo
oponer a tu deseo, pero procura que no entre mucho en mi despacho
cuando ande sola.
La criada tampoco acogió muy bien a la niña, pero viendo que no
había más remedio que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era
buena cristiana, y sospechando que no la habían bautizado, la llevó al
día siguiente a la parroquia donde le pusieron un nombre cualquiera
que la débil criatura no escuchó jamás.
Pasó algún tiempo. Severo se ocupaba de sus crisálidas, próximas
a romper el capullo convirtiéndose en mariposas, y quería que
Benigno compartiese su entusiasmo, pero cada vez que le hablaba de
ello el excelente anciano respondía:
—108→
-Yo también guardo mi crisálida, que un día tendrá alas y se hará
mariposa. Pero las alas de ella serán las de la inteligencia, y sus bellos
colores darán luz a mi vejez.
Desde entonces Benigno llamó siempre a la niña su mariposa, y
cuando ella empezó a comprender no atendió por otro nombre.
El tiempo pasaba despacio, pero Mariposa iba estando cada día
más bonita y su protector se complacía en mirarla, esperando con
paciencia a que pronunciase su primera palabra y a que diera su
primer paso. Estaba casi siempre en el jardín, y cuando los pájaros
cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese lo que entre sí
decían. Las flores la acariciaban con su aroma, reemplazando los
besos de una madre, que acaso no había recibido jamás. Benigno la
quería con todas las fuerzas de su alma, había concentrado en aquella
niña su ternura; pero no sabía enseñarla a hablar y no se atrevía a
hacerla andar más que breves instantes, porque el pobre anciano se
cansaba de inclinarse tanto para sostenerla.
Al fin, como todo llega, Mariposa anduvo y habló. A Benigno le
llamaba papá y mamá a la vieja criada. Severo no era más que el coco.
Una tarde, éste, lleno de júbilo, mostró —109→ a Benigno una
mariposa de alas azules que había roto aquel día su crisálida. Pero al
volar por vez primera, el insecto desapareció a su vista y Severo la
buscó inútilmente.
Al encender la lámpara por la noche; la mariposa, atraída por la
luz, fue a quemarse en ella, perdiendo Severo uno de sus más bellos
y raros ejemplares, lo que le ocasionó hondo disgusto.
A la mañana siguiente estaba tan profundamente abstraído, que
salió al campo olvidando cerrar la puerta.
Mariposa, que contaba ya dos años y medio, jugaba con algunas
florecillas, y poco a poco se fue acercando a la salida del jardín. Al
ver ante sí aquel terreno con árboles gigantes, aquel suelo sembrado
de margaritas y amapolas, se encaminó hacia allí y siguió una ancha
senda que estaba cortada por un riachuelo.
Ella no había visto nunca tanta agua; se sentó a la orilla, se inclinó
un poco y vio su imagen reflejada en la cristalina corriente.
-Una nena -dijo señalando con su dedo índice.
Y se acercó más. No sabiendo el peligro que la amenazaba, la
tierna criatura continuó avanzando, perdió pie y el pequeño río la
arrastró sin que nadie escuchara su débil grito.
—110→
Benigno, al no hallarla en la casa, corrió al jardín, y al ver la puerta
abierta, tuvo un triste presentimiento.
Siguió a la casualidad el mismo camino que Mariposa, y encontró
el cuerpo de la niña cerca del río donde las aguas lo habían arrojado.
Mariposa estaba muerta.
Benigno la cogió en sus brazos y besó llorando los restos del único
ser que hacía venturosa su ancianidad.
Iba con su preciosa carga, cuando encontró a Severo.
-Estoy desolado por mi mariposa, dijo éste a su amigo.
-Tu mariposa -replicó Benigno con amargura-; empleó sus alas
para buscar el fuego que debía consumirla; la mía tenía también,
aunque invisibles, las alas del ángel, y apenas ha podido volar, las ha
elevado para buscar el camino del cielo de donde nunca debió bajar.
Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto a mí, solo cuando me
muera me será devuelta mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo
sucesivo mi vida?
Severo se encogió de hombros murmurando:
-¡Bah, por una muñeca! Los chiquillos se reemplazan, todos son
iguales, pero no ocurre lo propio con los insectos.
Aquellos dos hombres, tan amigos hasta —111→ entonces, no
pudieron comprenderse ni simpatizar ya nunca.
La niña, fue enterrada a expensas de su protector en una sencilla
sepultura; no faltaron en ella las más hermosas flores mientras vivió
Benigno, flores que fueron a besar sus hermanas las mariposas.