Jamie McGuire - Un Millon de Estrellas
Jamie McGuire - Un Millon de Estrellas
Jamie McGuire - Un Millon de Estrellas
ISBN: 9782919803361
www.apub.com
SOBRE LA AUTORA
PRÓLOGO ELLIOTT
CAPÍTULO 1 CATHERINE
CAPÍTULO 2 CATHERINE
CAPÍTULO 3 ELLIOTT
CAPÍTULO 4 CATHERINE
CAPÍTULO 5 ELLIOTT
CAPÍTULO 6 CATHERINE
CAPÍTULO 7 CATHERINE
CAPÍTULO 8 CATHERINE
CAPÍTULO 9 CATHERINE
CAPÍTULO 10 ELLIOTT
CAPÍTULO 11 CATHERINE
CAPÍTULO 12 CATHERINE
CAPÍTULO 13 CATHERINE
CAPÍTULO 14 ELLIOTT
CAPÍTULO 15 CATHERINE
CAPÍTULO 16 CATHERINE
CAPÍTULO 17 CATHERINE
CAPÍTULO 18 ELLIOTT
CAPÍTULO 19 CATHERINE
CAPÍTULO 20 CATHERINE
CAPÍTULO 21 ELLIOTT
CAPÍTULO 22 CATHERINE
CAPÍTULO 23 ELLIOTT
CAPÍTULO 24 CATHERINE
CAPÍTULO 25 ELLIOTT
CAPÍTULO 26 CATHERINE
CAPÍTULO 27 CATHERINE
CAPÍTULO 28 CATHERINE
CAPÍTULO 29 CATHERINE
CAPÍTULO 30 CATHERINE
CAPÍTULO 31 CATHERINE
CAPÍTULO 32 CATHERINE
CAPÍTULO 33 CATHERINE
CAPÍTULO 34 CATHERINE
CAPÍTULO 35 CATHERINE
CAPÍTULO 36 ELLIOTT
CAPÍTULO 37 CATHERINE
EPÍLOGO CATHERINE
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
ELLIOTT
El viejo roble al que me había subido era uno de los muchos que
flanqueaban la calle Juniper. Había escogido ese gigante de madera en concreto
porque estaba justo al lado de una valla blanca, una valla con la altura justa para
apoyarme y, desde allí, encaramarme a la rama más baja. Daba igual que tuviera
las palmas de las manos, las rodillas y las espinillas llenas de rasguños y de
sangre por el roce con la corteza rugosa y las ramas afiladas, porque sentir el
escozor del viento en mis heridas abiertas me recordaba que había peleado y
ganado. Era la sangre lo que me molestaba; no porque fuera un chico aprensivo,
sino porque tenía que esperar a que las heridas dejaran de sangrar para no
manchar mi cámara nueva.
Diez minutos después de haberme acomodado en aquel tronco, haciendo
equilibrios con el trasero a casi siete metros del suelo sobre una rama que tenía
más años que yo, cesó el derrame del líquido rojo. Sonreí. Por fin podía manejar
mi cámara como era debido. No era nueva del todo, sino un regalo adelantado
que me había hecho mi tía por mi undécimo cumpleaños. Normalmente la veía
dos o tres semanas después de mi cumpleaños, para Acción de Gracias, pero ella
odiaba darme los regalos con retraso. La tía Leigh odiaba muchas cosas, salvo a
mí y al tío John.
Miré por el visor, al tiempo que lo paseaba por las interminables hectáreas
de hierba, trigo y colinas onduladas. Había un callejón improvisado detrás de las
vallas de las casas que poblaban la calle donde vivía mi tía. Dos hileras de
huellas de neumáticos que bordeaban una franja de hierba eran lo único que
separaba los jardines traseros de nuestros vecinos de un mar interminable de
campos de trigo y colza. Era un paisaje monótono, pero cuando el sol se ponía y
las salpicaduras de naranja, rosa y púrpura coloreaban el cielo, estaba seguro de
que no había en el mundo un lugar más bonito.
Oak Creek no era el decepcionante páramo de desolación que describía mi
madre, sino una sucesión de «antes», en alusión a un pasado más glorioso: en
Oak Creek «antes» había una zona comercial, «antes» había una cadena de
supermercados baratos, «antes» había una sala de máquinas recreativas, «antes»
había pistas de tenis y un sendero peatonal que rodeaba uno de los parques, pero
ahora todo eran edificios vacíos y ventanas tapiadas. Solo habíamos ido de visita
cada dos Navidades, antes de que las peleas entre mi padre y mi madre fuesen de
mal en peor, hasta el punto de que mamá decidió que ya no quería que yo fuese
testigo de ellas. Las discusiones parecían ser mucho peores en verano. El primer
día de las vacaciones de verano mi madre me dejó en casa del tío John y la tía
Leigh, después de una discusión con mi padre que se prolongó toda la noche, y
reparé en que no se quitó las gafas de sol en ningún momento, ni siquiera dentro
de la casa. Fue entonces cuando supe que aquello era algo más que una simple
visita, que iba a quedarme allí, y cuando deshice la maleta, la cantidad de ropa
que contenía confirmó mis sospechas.
El cielo justo estaba empezando a oscurecerse y tomé varias fotos,
manipulando los ajustes de mi cámara. La tía Leigh no era la mujer más cariñosa
y espléndida del mundo, pero se compadeció lo bastante de mi situación como
para regalarme una cámara decente. Tal vez lo hiciera con la esperanza de que
pasara más tiempo fuera de la casa, pero no me importaba. Mis amigos pedían la
PlayStation o un iPhone y estos aparecían como por arte de magia. Yo, en
cambio, casi nunca conseguía lo que pedía, así que tener aquella cámara en mi
poder era algo más que un regalo: significaba que alguien me escuchaba y que
había prestado atención a mis deseos.
El ruido de una puerta al abrirse distrajo mi atención del sol crepuscular y
vi a un padre y una hija mantener una conversación en voz baja mientras salían
al jardín trasero de la casa. El hombre llevaba en la mano un bulto pequeño,
envuelto en una manta. La niña estaba lloriqueando y tenía las mejillas húmedas.
Me quedé inmóvil, sin respirar siquiera, por miedo a que me vieran y les
estropease el momento íntimo que estaban a punto de compartir. Fue entonces
cuando advertí el hoyo junto al tronco del árbol, al lado de una pequeña pila
amontonada de tierra roja.
—Con cuidado —dijo la niña. Tenía el pelo entre rubio y castaño, y el rojo
que rodeaba sus ojos por culpa del llanto hacía que relumbrase el verde del
interior.
El hombre metió el pequeño bulto en el hoyo y la niña se puso a llorar.
—Lo siento, princesa. Bobo era un buen perro.
Apreté los labios. La risa que estaba reprimiendo era inoportuna, pero lo
cierto era que me parecía gracioso que fuesen a celebrar un entierro por algo con
un nombre tan ridículo.
De pronto, dejando que la puerta de atrás se cerrara de un portazo a su
espalda, apareció una mujer con unos rizos oscuros muy marcados, aún más
encrespados por la humedad. Se secó las manos con un trapo de cocina que
llevaba sujeto a la cintura.
—Ya estoy aquí —dijo, sin resuello. Se quedó inmóvil, mirando al hoyo—.
Ah. Que ya habéis… —Palideció y se dirigió a la hija—: Lo siento muchísimo,
cariño. —Mientras la madre miraba a Bobo, cuya patita asomaba por debajo del
arrullo en el que lo habían envuelto, parecía cada vez más disgustada—. Pero no
puedo… No puedo quedarme.
—Mavis… —dijo el hombre, alargando la mano para tocar a su mujer.
El labio inferior de Mavis temblaba.
—Lo siento mucho.
Volvió al interior de la casa.
La niña miró a su padre.
—No pasa nada, papá.
El hombre abrazó a su hija.
—Los entierros siempre han sido muy duros para ella. La dejan destrozada.
—Y Bobo era como su hijo antes de que me tuviera a mí —dijo ella,
secándose las lágrimas—. No pasa nada.
—Bueno… Deberíamos decir unas palabras de despedida. Gracias, Bobo,
por ser tan bueno con nuestra princesita. Gracias por esconderte debajo de la
mesa para comerte sus verduras…
La niña miró de reojo a su padre, y él a ella.
—Gracias —prosiguió él—, por todos los años de juegos, por ser un amigo
fiel y…
—Por los abrazos de todas las noches —dijo ella, secándose la mejilla—.
Y por los besos. Y por tumbarte a mis pies mientras hacía los deberes, y por
alegrarte siempre tanto de verme cuando volvía a casa.
El hombre asintió con la cabeza y luego tomó la pala que estaba apoyada
en la valla y empezó a llenar el hoyo.
La niña se tapó la boca, sofocando el llanto. Cuando su padre hubo
terminado, permanecieron unos minutos callados; luego, ella preguntó si podía
estar sola y él accedió y regresó al interior de la casa.
Ella se sentó junto a la pila de tierra, arrancando briznas de hierba, a solas
con su tristeza. Quise mirarla a través del visor y captar ese momento, pero
entonces ella habría oído el clic de la cámara y yo parecería un friqui obseso o
algo peor, así que me quedé inmóvil y le dejé dar rienda suelta a su dolor.
Se sorbió la nariz.
—Gracias por protegerme.
Fruncí el ceño, preguntándome de qué habría tenido que protegerla el
perro, y si aún necesitaba protección. Tenía más o menos mi edad, y era más
guapa que cualquiera de las niñas de mi escuela. Me pregunté qué le habría
pasado a su perro, y cuánto tiempo llevaría viviendo en la casa gigantesca que se
elevaba con aire imponente sobre el jardín de la parte de atrás y proyectaba su
sombra encima de las casas del otro lado de la calle cuando el sol se desplazaba
hacia el cielo de poniente. Me molestaba no saber si estaba sentada allí fuera en
el suelo porque se sentía más segura con su perro muerto que dentro.
El sol se perdió de vista y la noche se instaló en el horizonte, acompañada
del canto de los grillos, mientras el viento siseaba por entre las hojas del roble.
Empezaba a rugirme el estómago, y estaba seguro de que la tía Leigh me echaría
una buena bronca en cuanto volviese a casa por no haber ido a cenar, pero la
niña seguía sentada junto a su amigo, y yo había decidido más de una hora antes
que no iba a molestarla.
Se abrió la puerta de atrás y una luz amarilla y cálida iluminó el jardín
trasero.
—¿Catherine? —la llamó Mavis—. Ya es hora de entrar, cielo. Se te está
enfriando la cena. Puedes volver a salir mañana por la mañana.
Catherine obedeció: se levantó y se encaminó hacia la casa, deteniéndose
un momento a mirar una vez más la tumba antes de entrar. Cuando se cerró la
puerta, traté de adivinar qué quería exactamente con ese último vistazo: tal vez
estaba recordándose a sí misma que aquello era real y que Bobo había muerto, o
tal vez estaba dedicándole un último adiós.
Me bajé del árbol despacio para asegurarme de que saltaba y aterrizaba del
otro lado de la valla, dejando así amplio espacio entre mis pies y la tumba recién
cavada. El crujido de mis zapatos sobre la gravilla del callejón alteró a algunos
perros del barrio, pero recorrí el camino de vuelta en la oscuridad sin
problemas… hasta que llegué a casa.
La tía Leigh estaba de pie en la puerta, con los brazos cruzados. Primero
parecía preocupada, pero cuando me vio, una ira instantánea relumbró en sus
ojos. Iba ya en bata, recordándome lo tarde que era. Un solo mechón de pelo
cano le nacía de la sien, entreverándose con las porciones de pelo grueso y
castaño de su trenza de lado.
—¿Lo siento? —ofrecí.
—Te has perdido la cena —dijo, abriendo la puerta con mosquitera. Entré
en la casa y ella me siguió—. Tienes el plato en el microondas. Ahora come y
luego ya me dirás dónde te habías metido.
—Sí, tía —dije, y pasé por su lado como una exhalación. Enfilé hacia la
cocina, dejando atrás la mesa de comedor, ovalada y de madera, y al abrir la
puerta del microondas, vi un plato cubierto con papel de aluminio. Se me hizo la
boca agua inmediatamente.
—Quítale esa… —empezó a decir la tía Leigh, pero yo ya había arrancado
el papel, cerrado la puerta y apretado el número dos en el panel.
Observé cómo el plato giraba en círculos bajo el resplandor de una cálida
luz amarilla. El bistec empezó a crepitar, y la salsa de carne sobre el puré de
patatas empezó a borbotear.
—Todavía no —me espetó la tía Leigh cuando quise abrir la puerta del
microondas.
Tenía retortijones en el estómago.
—Si tienes tanta hambre, ¿por qué has tardado tanto en venir a casa?
—Estaba atrapado en lo alto de un árbol —dije, tirando del asa de la puerta
en cuanto el microondas emitió un pitido.
—¿Atrapado en un árbol, dices? —La tía Leigh me dio un tenedor cuando
pasé junto a ella y me siguió a la mesa.
Me metí el primer bocado en la boca y asentí, zampándome dos trozos más
antes de que pudiera hacerme otra pregunta. Mi madre también era muy buena
cocinera, pero cuanto más mayor me hacía, más hambre tenía; comiese las veces
que comiese durante el día, o devorase la cantidad que devorase de una sentada,
nunca me quedaba satisfecho. Por muy rápido que me metiese la comida —
cualquier comida— en el estómago, no había manera de que fuese suficiente.
La tía Leigh hizo una mueca cuando agaché la cabeza sobre el plato para
reducir la distancia entre este y mi boca.
—Vas a tener que explicarme eso —me dijo. Cuando no paré, ella se
inclinó para ponerme la mano en la muñeca—. Elliott, no me hagas
preguntártelo otra vez.
Intenté masticar deprisa y tragar, asintiendo con aire dócil.
—En la casa grande que hay al final de la calle hay un roble. Me subí a él.
—¿Y?
—Pues que mientras estaba ahí arriba esperando para tomar la imagen
perfecta con mi cámara, salieron los dueños de la casa.
—¿Los Calhoun? ¿Y te vieron?
Negué con la cabeza, aprovechando para comer otro bocado.
—Sabes que es el jefe de tu tío John, ¿verdad?
Dejé de masticar.
—No.
La tía Leigh se retiró hacia atrás.
—De entre todos los árboles, tenías que elegir ese…
—Parecían simpáticos… y tristes.
—¿Por qué? —Al menos de momento, se le había olvidado el enfado.
—Estaban enterrando algo en el jardín. Creo que se les ha muerto el perro.
—Vaya, qué lástima —exclamó la tía Leigh, tratando de mostrar
compasión. No tenía hijos ni perros, y parecía satisfecha con ese estado de cosas.
Se rascó la cabeza, nerviosa de repente—. Hoy ha llamado tu madre.
Asentí, engullendo otro bocado. Me dejó terminar, esperando
pacientemente a que me acordase de usar la servilleta.
—¿Qué quería?
—Por lo visto, tu padre y ella están arreglando las cosas. Parecía contenta.
Desvié la mirada, apretando los dientes.
—Al principio, siempre lo está. —Me volví hacia ella—. ¿Se le ha curado
ya el ojo al menos?
—Elliott…
Me levanté y recogí mi plato y el tenedor para llevarlos al fregadero.
—¿Se lo has dicho? —dijo el tío John, rascándose la oronda barriga.
Estaba de pie en el pasillo, con el pijama azul marino que la tía Leigh le había
comprado la Navidad anterior. Ella asintió. Él me miró y vio mi cara de disgusto
—. Pues sí. A nosotros tampoco nos gusta.
—A ver, un momento… —dijo la tía Leigh, cruzándose de brazos.
—¿Lo de mamá? —pregunté. El tío John asintió—. No hay quien se crea
esa mierda.
—Elliott… —me regañó la tía Leigh.
—Es normal que no queramos que vuelva con alguien que le pega —dije.
—Es tu padre —repuso ella.
—¿Y eso qué importa? —preguntó el tío John.
Tía Leigh lanzó un suspiro y se llevó los dedos a la frente.
—A ella no le gustaría que estemos hablando de esto con Elliott. Si
queremos que siga volviendo a esta casa.
—¿Es que queréis que siga volviendo a esta casa? —pregunté,
sorprendido.
Tía Leigh cruzó los brazos a la altura del pecho, negándose a regalarme el
oído. Las emociones la ponían furiosa, tal vez porque eran difíciles de controlar
y eso la hacía sentirse débil, pero por alguna razón, no le gustaba hablar de nada
que le hiciese sentir algo que no fuese ira.
Tío John sonrió.
—Se encierra en el dormitorio una hora cada vez que te vas.
—John… —dijo ella, apretando los dientes.
Sonreí, pero la sonrisa se esfumó al instante. El escozor de los rasguños me
recordó lo que había presenciado.
—¿Creéis que esa chica está bien?
—¿La hija de los Calhoun? —preguntó la tía Leigh—. ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—No sé. Es que vi unas cosas un poco raras mientras estaba ahí subido al
árbol.
—¿Estabas subido a un árbol? —preguntó el tío John.
La tía Leigh le hizo un gesto para que se callara y se acercó a mí.
—¿Qué fue lo que viste?
—No estoy seguro. Sus padres parecen simpáticos.
—Simpatiquísimos —señaló la tía Leigh—. Mavis era una niña mimada y
repelente en la escuela. Su familia era dueña de media ciudad gracias a la
fundición de zinc, pero la fundición cerró y, uno a uno, todos murieron de
cáncer. ¿Sabías que esa maldita fundición contaminó todos los acuíferos de por
aquí? Pusieron una demanda muy importante contra su familia. Lo único que le
queda es esa casa. Antes se llamaba la mansión Van Meter, ¿sabes? Le
cambiaron el nombre cuando los padres de Mavis murieron y se casó con el hijo
de los Calhoun. La gente de por aquí siente un profundo odio por los Van Meter.
—Eso es muy triste —comenté.
—¿Triste? Los Van Meter envenenaron la ciudad. La mitad de la población
sufre cáncer o alguna complicación derivada del cáncer. Eso es lo mínimo que
merecen, si quieres saber mi opinión, sobre todo si tienes en cuenta cómo
trataron a todo el mundo.
—¿Mavis te trataba mal? —pregunté.
—No, pero se portaba fatal con tu madre y con tu tío John.
Fruncí el ceño.
—¿Y su marido es el jefe del tío John?
—Es un buen hombre —señaló el tío John—. Cae bien a todo el mundo.
—¿Y la hija? —pregunté. El tío John me miró con una sonrisa burlona y
yo negué con la cabeza—. No importa.
Me guiñó un ojo.
—Es guapa, ¿verdad?
—Qué va… —Pasé junto a ellos y abrí puerta del sótano para bajar las
escaleras.
La tía Leigh había dicho mil veces que había que arreglarlo, comprar
muebles nuevos y también una alfombra, pero yo no pasaba allí abajo tanto
tiempo como para que me importase. Lo único que me importaba era la cámara,
y el tío John me dio su viejo portátil para que pudiera practicar editando las
fotos. Pasé al ordenador las fotos que había sacado, incapaz de concentrarme,
pensando en aquella chica tan rara y en su extraña familia.
—¿Elliott? —me llamó la tía Leigh.
Levanté la cabeza de golpe y miré el pequeño reloj cuadrado de color
negro que había junto al monitor. Lo agarré, sin poder creer que hubieran pasado
dos horas.
—¿Elliott? —repitió la tía Leigh—. Tu madre está al teléfono.
—¡Dile que luego la llamo! —grité.
Tía Leigh bajó los escalones con el teléfono en la mano.
—Ha dicho que, si quieres tener tu propio móvil, tienes que hablar con ella
por el mío.
Lancé un suspiro y me levanté del asiento para dirigirme de mala gana a
donde estaba ella. Tomé el teléfono, pulsé la pantalla para activar el altavoz y lo
dejé en mi mesa, volviendo a sentarme.
—¿Elliott? —dijo mi madre.
—Hola.
—He…, mmm… He hablado con tu padre. Ha vuelto a casa. Quería decir
que lo siente.
—Entonces, ¿por qué no lo dice? —mascullé.
—¿Qué?
—Nada.
—¿No tienes nada que decir sobre que haya vuelto a casa?
Me recosté en la silla y me crucé de brazos.
—¿Y qué importa? No es que me hayas preguntado ni que te importe lo
que yo piense.
—Pues sí me importa, Elliott. Por eso llamo.
—¿Cómo tienes el ojo? —pregunté.
—Elliott… —dijo la tía Leigh entre dientes, dando un paso adelante.
Mi madre tardó unos segundos en responder.
—Mejor. Me ha prometido…
—Siempre te está haciendo promesas. Solo que no las mantiene cuando se
enfada, ese es el problema.
Mi madre lanzó un suspiro.
—Ya lo sé. Pero tengo que intentarlo.
—¿Y por qué no le pides que lo intente él, para variar?
Mi madre se quedó en silencio.
—Ya lo he hecho. Ya no le quedan muchas oportunidades, y lo sabe. Lo
está intentando, Elliott.
—No cuesta tanto no ponerle la mano encima a una mujer. Y si tanto te
cuesta, es mejor que te mantengas alejado de ella. Díselo.
—Tienes razón. Sé que tienes razón. Se lo diré. Te quiero.
Apreté los dientes con fuerza. Ella sabía que yo también la quería, pero era
difícil recordar que contestarle eso no significaba que estuviese de acuerdo con
ella, o que me pareciese bien que mi padre hubiese vuelto a casa.
—Yo también.
Soltó una risa, pero la tristeza impregnaba sus palabras.
—Todo va a ir bien, Elliott. Te lo prometo.
Arrugué la nariz.
—No hagas eso. No hagas promesas a menos que puedas cumplirlas.
—A veces pasan cosas que escapan a nuestro control.
—Una promesa no es una declaración de buenas intenciones, mamá.
Lanzó un suspiro.
—A veces me pregunto quién está educando a quién… Ahora no lo
entiendes, Elliott, pero uno de estos días lo entenderás. Te llamaré mañana, ¿de
acuerdo?
Me volví para mirar a la tía Leigh. Estaba al pie de la escalera, con su gesto
de decepción bien visible bajo la exigua luz.
—Sí —dije, dejando caer los hombros. Normalmente, tratar de hacer entrar
en razón a mi madre era una causa perdida, pero sentirme como el malo de la
película por intentarlo hacía que me quedara exhausto. Colgué el teléfono y se lo
di a mi tía—. No me mires así.
Se señaló la nariz y luego trazó un círculo invisible alrededor de su cara.
—¿Crees que esta cara que pongo es por ti? Lo creas o no, Elliott, opino
que tienes razón.
Esperé a oír un «pero». No llegó.
—Gracias, tía Leigh.
—¿Elliott?
—¿Tía Leigh?
—Si crees que esa niña necesita ayuda, me lo dirás, ¿verdad?
La miré un momento y luego asentí.
—Estaré atento.
CAPÍTULO 1
CATHERINE
Nueve ventanas, dos puertas, un porche que daba la vuelta a la casa y dos
balcones; esa era solo la fachada de nuestra imponente mansión victoriana de
dos plantas en la calle Juniper. La pintura azul descascarillada y las ventanas
polvorientas parecían relatar una terrible historia sobre el siglo de veranos
implacables e inviernos salvajemente fríos que había soportado la casa.
Sentí que el ojo se me contraía involuntariamente al percibir un leve
cosquilleo en la mejilla, y una fracción de segundo después la piel me ardía bajo
la palma de la mano. Acababa de darle un manotazo al insecto negruzco que se
desplazaba por mi cara. Se había detenido allí a saborear el sudor que me
goteaba del pelo. Papá siempre había dicho que yo era incapaz de matar una
mosca, pero ver cómo la casa me observaba me llevaba a hacer cosas extrañas.
El miedo era un animal muy persuasivo.
Las cigarras cantaban sin cesar por el calor, y cerré los ojos, tratando de
aislarme del ruido. Odiaba aquel canto, el zumbido de los insectos, el sonido de
la tierra resecándose a temperaturas asfixiantes. Una brisa débil sopló por el
jardín, y unos mechones de pelo me cayeron sobre la cara mientras estaba ahí de
pie, con la mochila de Walmart azul marino a mis pies y los hombros doloridos y
muy sensibles después de llevarla por toda la ciudad desde el instituto. Tendría
que entrar pronto.
Por más que intentaba ser valiente y convencerme a mí misma para entrar
y respirar el aire espeso y cargado de polvo y subir las escaleras que crujirían
bajo mis pies, un golpeteo constante procedente del jardín trasero me dio una
excusa para no atravesar la puerta de madera de doble hoja.
Rastreé el origen del sonido —un objeto duro que chocaba contra algo más
duro, un hacha contra la madera, un martillo contra el hueso— y vi aparecer a un
muchacho de piel bronceada al doblar la esquina del porche. Estaba golpeando
con el puño ensangrentado la corteza de nuestro viejo roble, cuyo tronco era
cinco veces más grueso que su asaltante.
Las escasas hojas del roble no bastaban para proteger al chico del sol, pero
permanecía allí igualmente, con una camiseta un poco corta manchada de sudor.
O era tonto o era muy terco, y cuando la intensidad de sus ojos decidió enfocarse
en mí, no pude apartar la mirada.
Junté los dedos para formar una visera justo encima de la frente, tapando
así la luz solar lo bastante para distinguir más allá de la silueta del chico, lo que
me permitió ver sus gafas de montura redonda y sus pómulos marcados. Pareció
darse por vencido en su difícil misión y se agachó a recoger una cámara del
suelo. Se levantó y metió la cabeza por una gruesa correa negra. El aparato le
quedó colgando del cuello cuando lo dejó caer, mientras hundía los dedos a
tientas en su pelo grasiento, que le llegaba hasta los hombros.
—Hola —dijo con el sol reflejándose en los brackets de sus dientes cuando
habló.
«No es la solemnidad que esperaba de alguien que se dedica a golpear los
árboles», pensé.
La hierba me hacía cosquillas en los dedos de los pies al chocar mis
chancletas con los talones. Me acerqué unos pasos, preguntándome quién sería y
por qué estaba ahí, en nuestro jardín. Justo cuando algo en mi interior me decía
que echara a correr, di otro paso más. Había propiciado cosas mucho más
aterradoras otras veces.
Mi curiosidad casi siempre acababa derrotando a la razón, un rasgo que mi
padre veía como un augurio de que, al final, acabaría compartiendo el mismo
destino que el desdichado felino cuya historia me contaba con fines
ejemplarizantes. La curiosidad me empujó a dar un paso más, pero el chico no se
movió ni habló mientras esperaba pacientemente a que el misterio derrotara a mi
instinto de supervivencia.
—¡Catherine! —me llamó mi padre entonces.
El muchacho no se inmutó. Entornó los ojos para protegerse de la
deslumbrante luz del sol y, en silencio, me vio quedarme paralizada al oír mi
nombre.
Retrocedí unos pasos, agarrando mi mochila y corriendo hacia el porche
delantero.
—Hay un chico… —dije, jadeando—, en nuestro jardín trasero.
Mi padre vestía su habitual camisa blanca de cuello, pantalones y una
corbata floja. Llevaba el pelo negro fijo en su sitio con gomina, y sus ojos
cansados pero amables me miraban como si hubiera hecho una proeza increíble:
si acabar un año entero de la tortura que suponía el instituto entraba dentro de
esa categoría, entonces tenía razón.
—Conque un chico, ¿eh? —dijo papá, inclinándose hacia delante para
poder fingir que se asomaba a mirar por la esquina—. ¿Del instituto?
—No, pero lo he visto por el barrio antes. Es el chico que corta el césped
de las casas del barrio.
—Ah —dijo mi padre, quitándome la mochila de los hombros—. Ese es el
sobrino de John y Leigh Youngblood. Leigh dijo que se queda con ellos a pasar
los veranos. ¿Nunca habías hablado con él antes?
Negué con la cabeza.
—¿Eso significa que los chicos ya no son asquerosos? No puedo decir que
me alegre oír eso, la verdad…
—Papá, ¿por qué está en nuestro jardín trasero?
Mi padre se encogió de hombros.
—¿Lo está destrozando?
Negué con la cabeza.
—Entonces me trae sin cuidado por qué está en nuestro jardín trasero,
Catherine. La pregunta es, ¿por qué te importa a ti?
—Pues porque es un extraño, y está en nuestra propiedad.
Mi padre me miró fijamente.
—¿Y es guapo?
Hice una mueca de asco.
—Puaj. Se supone que los padres no deben preguntar esas cosas. Y la
respuesta es no.
Mi padre revisó el correo, con una sonrisa satisfecha que apenas desdibujó
su barba incipiente.
—Solo por si acaso.
Me eché hacia atrás, mirando a la franja de hierba que había entre nuestra
casa y la parcela de tierra desnuda que había sido de los Fenton, antes de que
muriera la viuda Fenton y sus hijos mandaran demoler la casa. Mamá decía que
se alegraba porque, a pesar de lo mal que olía la casa desde fuera, tenía que ser
mucho peor por dentro, como si algo hubiera muerto en lo más profundo de
aquel edificio.
—Estaba pensando —dijo mi padre, abriendo la puerta de mosquitera—
que tal vez este fin de semana podríamos sacar el Buick para dar una vuelta.
—Muy bien —respondí, preguntándome a qué se refería.
Hizo girar el pomo y abrió la puerta, haciéndome una seña para que
entrara.
—Pensé que te haría más ilusión. ¿No falta poco para que te den el
permiso de aprendiz de conductora?
—Ah, ¿te refieres a que yo saque el Buick para dar una vuelta?
—¿Por qué no? —exclamó.
Pasé por su lado para llegar al recibidor y dejé caer al suelo la mochila
llena con los restos del material escolar y los cuadernos de todo el curso.
—Supongo que porque no le veo el sentido. No es como si tuviera un
coche para poder conducirlo.
—Puedes conducir el Buick —sugirió.
Miré por la ventana para ver si el chico se había puesto a destrozar los
árboles de nuestro jardín.
—Pero tú usas el Buick.
Hizo una mueca, impacientándose ya con la discusión.
—Me refiero a cuando no lo use. Tienes que aprender a conducir,
Catherine. Tarde o temprano tendrás un coche.
—Está bien, está bien —dije, accediendo—. Solo quería decir que no tengo
prisa. No tenemos que hacerlo este fin de semana. Ya sabes… si estás ocupado.
Me besó el pelo.
—Nunca estoy demasiado ocupado, princesa. Deberíamos despejar la
cocina y empezar a preparar la cena antes de que mamá vuelva a casa del
trabajo.
—¿Por qué estás en casa tan temprano? —le pregunté.
Mi padre me alborotó el pelo con aire juguetón.
—Hoy estás muy preguntona. ¿Cómo te ha ido el último día de tu primer
año de instituto? Supongo que no tendrás deberes. ¿Has hecho planes con Minka
y Owen?
Negué con la cabeza.
—La señora Vowel nos ha pedido que leamos al menos cinco libros este
verano. Minka está haciendo la maleta y Owen va a ir al campamento de
ciencias, en verano.
—Ah, es verdad; la familia de Minka tiene una casa de verano en Red
River, lo había olvidado. Bueno, podrás ver a Owen cuando vuelva del
campamento.
—Sí. —Me quedé callada, sin saber qué más decir. Sentarme frente a la
enorme pantalla plana de Owen para verlo jugar al último videojuego no era mi
idea de un verano divertido.
Minka y Owen habían sido mis únicos amigos desde primer curso, cuando
todos nos etiquetaron a los tres como «raritos». El pelo de color zanahoria y las
pecas de Minka le hicieron pasar malos ratos y le provocaron bastantes lágrimas,
pero luego, en sexto, pasó a formar parte del equipo de animadoras y eso le dio
un respiro. Owen se pasaba la mayor parte del tiempo delante de la televisión
jugando a la Xbox y apartándose el flequillo de los ojos, pero su verdadera
pasión era Minka. Siempre sería su mejor amigo, y todos fingíamos que no
estaba enamorado de ella.
—Bueno, pero eso no va a ser un problema, ¿o sí? —preguntó mi padre.
—¿Mmm?
—Los libros —contestó.
—Ah —dije, volviendo al presente—. No.
Señaló mi mochila.
—Será mejor que la recojas. Tu madre te echará bronca si vuelve a
tropezarse con ella.
—Depende de qué humor esté hoy —respondí en voz baja. Recogí la bolsa
del suelo y la acerqué a mi pecho. Mi padre siempre me estaba salvando de
mamá.
Miré hacia las escaleras. El sol entraba a raudales por la ventana del fondo
del pasillo. Las motas de polvo se reflejaban en la luz, lo que me hacía sentir
ganas de contener la respiración. El aire olía a cerrado y a moho, como de
costumbre, pero el calor lo empeoraba. Noté cómo una gota de sudor se formaba
en mi nuca y se deslizaba hacia abajo, absorbida al instante por mi camisa de
algodón.
Los escalones de madera protestaron bajo mis escasos cincuenta kilos de
peso mientras subía al descansillo de arriba y lo atravesaba para dirigirme a mi
habitación y dejar mi bolsa encima de mi cama.
—¿Es que no funciona el aire acondicionado? —pregunté, bajando las
escaleras.
—No. Solo lo apago cuando no hay nadie en casa, para no gastar.
—El aire está demasiado caliente, no se puede ni respirar.
—Acabo de encender el aparato. No tardará en estar más fresco. —Miró al
reloj de la pared—. Tu madre estará en casa dentro de una hora. Vamos, manos a
la obra.
Tomé una manzana del frutero que había sobre la mesa, le di un mordisco y
mastiqué mientras observaba a mi padre arremangarse y abrir el grifo del
fregadero para restregarse el día de las manos. Parecía tener muchas cosas en la
cabeza, más de lo normal.
—¿Estás bien, papá?
—Sí.
—¿Qué hay de cenar? —pregunté, quedando mis palabras amortiguadas
por la manzana que tenía en la boca.
—Dímelo tú. —Hice una mueca, y él se rio—. Mi especialidad. Pollo con
chile y alubias blancas.
—Hace demasiado calor para el chile.
—Muy bien, ¿tacos de cerdo asado, entonces?
—No te olvides del maíz —dije, y dejé el corazón de la manzana antes de
tomar el relevo en el fregadero.
Lo llené con agua caliente y jabón, y mientras el agua burbujeaba y
humeaba, eché un rápido vistazo a las habitaciones de la planta baja en busca de
platos sucios. En el salón de atrás me asomé a la ventana buscando al chico.
Estaba sentado al lado del tronco del roble, mirando al campo que había detrás
de nuestra casa a través del objetivo de su cámara.
Me pregunté cuánto tiempo pensaba estar en nuestro jardín.
El chico hizo una pausa, y luego, al volverse, me sorprendió mirándolo.
Apuntó su cámara en mi dirección y tomó una foto antes de bajarla para mirarme
de nuevo. Retrocedí, sin saber muy bien si estaba avergonzada o asustada.
Volví a la cocina con los platos, los puse en el fregadero con el resto y
empecé a fregar. El agua me salpicaba la camisa, y mientras las burbujas se
encargaban de eliminar la suciedad, mi padre adobó el asado de cerdo y lo metió
en el horno.
—Hace demasiado calor para preparar chile en la olla de cocción, pero no
te importa encender el horno… —se burló.
Se puso el delantal de mamá alrededor de la cintura; la tela amarilla con
estampado de flores de color rosa hacía juego con el papel de damasco
descolorido que empapelaba todas las habitaciones principales.
—Estás guapísimo, papá.
Hizo caso omiso de mi pulla y abrió la nevera, abarcándola con un
movimiento exageradamente teatral de su brazo.
—He comprado una tarta.
La nevera reaccionó emitiendo un zumbido, acostumbrado al esfuerzo de
enfriar su contenido cada vez que se abría la puerta. Como la casa y todo lo que
había en ella, la nevera tenía el doble de años que yo. Mi padre decía que la
abolladura en la parte de abajo le daba carácter. Las puertas dobles, que habían
sido blancas en su día, estaban cubiertas con imanes de lugares en los que nunca
había estado, y de huellas sucias de pegatinas que mi madre había colocado allí
de niña y que había quitado luego, ya de adulta. Aquella nevera me recordaba a
nuestra familia: a pesar de las apariencias, las distintas partes trabajaban en
colaboración y nunca se rendían.
—¿Una tarta? —pregunté.
—Para celebrar tu último día de primero de secundaria.
—Desde luego, es un motivo de celebración. Tres meses enteros sin
Presley y sus clones.
Papá frunció el ceño.
—¿La hija de los Brubaker todavía te causa problemas?
—Presley me odia, papá —dije, restregando el plato que tenía en la mano
—. Siempre me ha odiado.
—Bah, yo recuerdo una época en la que erais amigas.
—Todo el mundo es amigo en el jardín de infancia —contesté con un
gruñido.
—¿Qué crees que pasó? —preguntó, cerrando la nevera.
Me volví hacia él. La idea de recordar cada uno de los pasos del proceso
por el cual Presley había cambiado, y con ella, su decisión de ser mi amiga, no
me parecía nada atractiva.
—¿Cuándo compraste la tarta?
Mi padre pestañeó con nerviosismo.
—¿Qué, cariño?
—¿Te han dado el día libre?
Mi padre esbozó la mejor de sus sonrisas forzadas, de las que no le
alcanzaban los ojos. Intentaba protegerme de algo que no creía que mi corazón
de apenas quince años pudiera soportar.
Sentí una desazón en el pecho.
—Te han despedido.
—Ha llegado el momento, hija. El precio del petróleo lleva meses por los
suelos. El mío solo ha sido uno más de los setenta y dos despidos en mi
departamento. Ya se abrirán más puertas.
Bajé la mirada hacia el plato, medio sumergido en el agua turbia.
—Tú no eres solo uno más de entre setenta y dos.
—Todo irá bien, princesa. Te lo prometo.
Enjuagué la espuma del plato, mirando el reloj y cayendo en la cuenta de
por qué a papá le preocupaba tanto el tiempo. Mamá no tardaría en llegar a casa,
y él tendría que decírselo. Mi padre siempre me salvaba de mi madre, y por
mucho que yo intentara hacer lo mismo por él, esta vez no habría manera de
aplacar su ira.
Justo empezábamos a acostumbrarnos a oír nuevamente la risa de mamá, a
sentarnos a cenar y hablar de cómo nos había ido el día y no de las facturas que
había que pagar.
Coloqué el plato limpio en la encimera.
—Te creo. Encontrarás algo.
Apoyó su mano gigante sobre mi hombro con suavidad.
—Pues claro que sí. Acaba con los platos y limpia la encimera, y luego
sácame la basura, ¿quieres?
Asentí, inclinándome hacia él cuando me besó en la mejilla.
—Tienes el pelo cada vez más largo. Eso es bueno.
Me tiré de algunos de los mechones de color rojizo que tenía más cerca de
la cara con los dedos húmedos.
—Puede que un poco.
—¿Vas a dejar que te crezca un poco por fin? —preguntó con la voz
impregnada de esperanza.
—Lo sé. Te gusta largo.
—Me declaro culpable —dijo, clavándome el dedo en un costado—. Pero
llévalo como a ti te guste. Es tu pelo.
Las manecillas del reloj me hicieron trabajar más deprisa, preguntándome
por qué papá quería que cuando llegara mamá, encontrara la casa limpia y la
cena en la mesa. «¿Para qué asegurarse de que esté de buen humor solo para
darle malas noticias?», pensé.
Hasta hacía pocos meses mamá había estado preocupada por el trabajo de
mi padre. Nuestra pequeña ciudad, antaño un paraíso para los jubilados, se había
ido deteriorando a ojos vista a nuestro alrededor: demasiada gente y pocos
puestos de trabajo. La gran refinería de petróleo de la población vecina se había
fusionado con otra empresa y la mayor parte de las oficinas ya se habían
trasladado a Texas.
—¿Vamos a mudarnos? —pregunté mientras guardaba la última olla. La
idea encendió una chispa de esperanza en mi pecho.
Mi padre se rio entre dientes.
—Una mudanza cuesta dinero. Esta vieja casa ha pertenecido a la familia
de mamá desde 1917. Nunca me lo perdonaría si la vendiéramos.
—Pero no pasa nada si la vendemos. Es demasiado grande para nosotros,
de todos modos.
—¿Catherine?
—¿Sí?
—No menciones siquiera lo de vender la casa delante de mamá, ¿de
acuerdo? Solo la enfadarías más.
Asentí con la cabeza, limpiando las encimeras. Terminamos de recoger la
casa en silencio. Papá parecía perdido en sus propios pensamientos, seguramente
dándole vueltas a cómo iba a contarle la noticia. Lo dejé solo al ver que estaba
nervioso. Eso hizo que me preocupara, porque se había convertido en un
verdadero experto en calmar los arrebatos explosivos de mi madre, sus desvaríos
sin sentido. Una vez se le escapó que llevaba perfeccionando sus técnicas desde
que iban al instituto.
Cuando era pequeña, antes de irme a la cama, al menos una vez a la
semana, papá me contaba la historia de cómo él se enamoró de ella. Él la invitó a
salir la primera semana del primer año de secundaria, y la defendió contra el
acoso que sufría por culpa de la fundición de su familia. Los subproductos se
habían filtrado en el subsuelo y luego en el agua subterránea de los acuíferos, y
cada vez que la madre de alguien enfermaba, cada vez que le diagnosticaban
cáncer a alguien, era culpa de los Van Meter. Papá decía que mi abuelo era un
hombre cruel, pero que era aún peor con mamá, tanto que fue un alivio cuando
murió. Me advirtió que nunca hablara de eso delante de ella y que tuviera
paciencia con lo que él llamaba sus «ataques». Yo hacía grandes esfuerzos por
no hacer caso de sus ataques y sus comentarios despiadados hacia papá. El
maltrato que había sufrido siempre aparecía en sus ojos, incluso veinte años
después de la muerte del abuelo.
La gravilla del camino de entrada crujió bajo los neumáticos del Lexus de
mamá, llevándome de vuelta al presente. La puerta del lado del conductor se
encontraba abierta y ella estaba inclinada, recogiendo algo de entre los tablones
del suelo. Con bolsas de basura en ambas manos, observé su búsqueda frenética.
Dejé las bolsas en el contenedor, junto al garaje, cerré la tapa y me limpié
las manos en los pantalones cortos de tela vaquera.
—¿Cómo te ha ido tu último día de curso? —preguntó mamá, ajustándose
el bolso en el hombro—. Se acabó eso de ser el último mono, ¿verdad? —Su
sonrisa aupó sus mejillas sonrosadas y carnosas, pero apenas si podía andar por
la gravilla con aquellos tacones, caminando con cuidado hacia la puerta de
entrada. Llevaba una pequeña bolsa de la farmacia que ya estaba abierta.
—Me alegro de que se haya acabado —comenté.
—Bah, tampoco ha sido tan malo, ¿no?
Apretó las llaves en la mano, me besó en la mejilla y luego se detuvo cerca
del porche. Se había hecho una carrera en las medias, que le subía desde la
rodilla hasta meterse debajo de la falda, y un tirabuzón oscuro se le había soltado
del moño en alto y le colgaba sobre la cara.
—¿Cómo… cómo te ha ido el día? —pregunté.
Mamá llevaba trabajando como cajera de un banco, el First Bank, en la
ventanilla exterior para los coches, desde los diecinueve años. Solo tardaba
veinte minutos en el trayecto diario desde casa hasta el trabajo, y le gustaba
dedicar ese tiempo a relajarse, pero lo más bonito que había dicho de las otras
dos empleadas que trabajaban con ella era que se trataba de un par de arrogantes.
El pequeño edificio con la ventanilla exterior se hallaba separado del banco
principal, y trabajar día tras día en ese reducido espacio hacía que los problemas
que tenían entre ellas se magnificasen aún más.
Cuanto más tiempo pasaba allí, más pastillas necesitaba. La bolsa abierta
en su mano era una señal segura de que ya había tenido un mal día, aunque solo
fuese porque recordaba que su vida no estaba saliendo como ella había planeado.
Mi madre tenía la costumbre de centrarse en lo negativo. Intentaba cambiar, eso
sí; libros como Encuentra la satisfacción y Cómo gestionar la ira de forma sana
ocupaban la mayor parte de nuestras estanterías. Mamá meditaba y tomaba unos
baños muy largos mientras escuchaba música relajante, pero su ira no tardaba
mucho en volver a aflorar a la superficie. Su furia siempre estaba ahí, en
segundo plano, hirviendo a fuego lento, acumulándose, esperando a que algo o
alguien le creara una vía de escape.
Adelantó el labio inferior y se sopló el mechón de pelo suelto.
—Tu padre está en casa.
—Lo sé.
No apartó los ojos de la puerta.
—¿Por qué?
—Está haciendo la cena.
—Oh, Dios… ¡Oh, no…!
Corrió escaleras arriba, abrió la puerta de mosquitera de un tirón y dejó que
se cerrara detrás de ella de golpe.
Al principio no los oía, pero los gritos de pánico de mamá no tardaron en
filtrarse a través de las paredes. Me quedé en el jardín delantero, escuchando
cómo los gritos iban en aumento al tiempo que papá intentaba tranquilizarla,
pero ella no estaba dispuesta a dejarse aplacar. Ella vivía en el mundo de las
posibilidades, mientras que papá insistía en el aquí y el ahora.
Cerré los ojos y contuve la respiración, esperando que en cualquier
momento las siluetas de la ventana colisionasen y papá abrazase a mamá
mientras ella lloraba hasta que ya no tuviera miedo.
Miré hacia nuestra casa, al enrejado cubierto de enredaderas muertas, a la
baranda que rodeaba el porche pidiendo a gritos una nueva capa de pintura. Las
mosquiteras de las ventanas estaban llenas de polvo y había que reemplazar los
tablones del porche. El exterior de la construcción fue haciéndose cada vez más
y más lúgubre a medida que el sol se desplazaba por el cielo. Nuestra vivienda
era la más grande de la manzana, una de las más grandes de la ciudad, y creaba
su propia sombra. Había sido la casa de mamá y de su propia madre antes que la
suya, pero nunca me había parecido un verdadero hogar. Había demasiadas
habitaciones y demasiado espacio que llenar con ecos y susurros furibundos que
mis padres no querían que oyera.
En momentos como ese echaba de menos la furia silenciosa. Ahora estaba
saliendo a raudales a la calle.
Mamá seguía paseándose arriba y abajo, y papá aún estaba de pie junto a la
mesa, suplicándole que lo escuchara. Gritaban mientras las sombras de los
árboles se desplazaban a través del jardín hasta que el sol se quedó suspendido
justo sobre el horizonte. Los grillos empezaron a cantar, lo que indicaba que
faltaba poco para el crepúsculo. Me rugía el estómago mientras tiraba de las
briznas de hierba; al final había optado por sentarme en la superficie irregular de
nuestra acera, aún caliente por el sol de verano. El cielo estaba salpicado de rosa
y púrpura, y los aspersores siseaban y rociaban nuestro jardín, pero la guerra no
tenía visos de acabar pronto.
En la calle Juniper solo había coches que trataban de evitar el tráfico de
después del horario escolar. Una vez que todos habían salido del trabajo y
llegado a sus casas, volvíamos a ser la zona tranquila de la ciudad.
Oí un clic y un ruido sibilante detrás de mí, y me di la vuelta. El chico de la
cámara estaba de pie al otro lado de la calle, con su aparato aún en la mano. Lo
levantó una vez más y tomó otra foto, enfocando en mi dirección.
—Al menos podrías disimular y hacer como que no me estás sacando fotos
—protesté con un gruñido.
—¿Por qué habría de hacer eso?
—Porque hacer fotos a una desconocida sin su permiso es penoso.
—¿Y eso quién lo dice?
Miré alrededor, ofendida por su pregunta.
—Todo el mundo. Lo dice todo el mundo.
Colocó la tapa en su objetivo y luego se bajó de la acera a la calle.
—Bueno, pero es que todo el mundo no ha visto lo que acabo de ver a
través de mi objetivo, y era cualquier cosa menos algo penoso.
Lo fulminé con la mirada, tratando de decidir si aquello era un cumplido o
no. Aunque seguí con los brazos cruzados, mi expresión se suavizó.
—Dice mi padre que eres el sobrino de la señora Leigh.
Asintió con la cabeza, subiéndose las gafas por el puente de su brillante
nariz.
Me volví hacia la ventana para echar un vistazo a las siluetas de mis padres
y luego lo miré a él otra vez.
—¿Vas a pasar aquí el verano?
Asintió de nuevo.
—¿Hablas? —dije, furiosa.
Él sonrió con una mueca divertida.
—¿Por qué estás tan enfadada?
—No lo sé —solté, cerrando los ojos otra vez. Inspiré hondo y luego lo
miré por debajo de las pestañas—. ¿Es que tú no te enfadas o qué?
Cambió de postura.
—Igual que todo el mundo, supongo. —Señaló hacia mi casa—. ¿Por qué
gritan?
—A mi, mmm… a mi padre lo han despedido hoy del trabajo.
—¿Trabaja para la compañía petrolera? —preguntó.
—Trabajaba.
—Mi tío también… hasta hoy —dijo. De repente parecía vulnerable—. No
se lo digas a nadie.
—Puedo guardar un secreto. —Me puse de pie, limpiándome los
pantalones cortos. Cuando vi que no decía nada, le dije mi nombre a
regañadientes—. Yo soy Catherine.
—Lo sé. Yo soy Elliott. ¿Quieres ir a Braum’s conmigo a tomar un helado?
Me sacaba media cabeza, pero, aparentemente, pesábamos lo mismo. Tenía
los brazos y las piernas demasiado largos y delgados, y estaba desproporcionado
con respecto a sus orejas, con unos pómulos marcados que sobresalían lo
bastante para que sus mejillas parecieran hundidas, y un pelo largo y
deshilachado que no contribuía a mejorar el aspecto de su cara ovalada.
Él cruzó el asfalto resquebrajado y yo abrí la verja de entrada, parándome a
mirar hacia atrás. La casa todavía me observaba y esperaría a que regresara.
Mis padres seguían gritando. Si entraba, se callarían lo justo para trasladar
la pelea a su dormitorio, pero eso significaba que tendría que escuchar la ira
amortiguada de mi madre durante el resto de la noche.
—Sí, iré contigo —dije, volviéndome hacia él. Parecía sorprendido—.
¿Tienes dinero? Te lo devolveré. No pienso volver ahí dentro para buscar mi
cartera.
Él asintió y se palpó el bolsillo delantero como prueba.
—Yo me encargo. Corto el césped de los vecinos.
—Lo sé —dije.
—¿Lo sabes? —exclamó con una leve sonrisa de sorpresa.
Asentí con la cabeza, me metí los dedos en los bolsillos de los pantalones
cortos vaqueros y, por primera vez, me fui de mi casa sin permiso.
Elliott echó a andar a mi lado, pero a una distancia respetable. No dijo nada
durante una manzana y media, y luego no se calló.
—¿Te gusta vivir aquí? —preguntó—. ¿En Oak Creek?
—La verdad es que no.
—¿Y qué hay del instituto? ¿Cómo es?
—Lo comparo con una tortura.
Asintió como si hubiera confirmado una sospecha.
—Mi madre se crio aquí, y siempre hablaba de cuánto lo odiaba.
—¿Por qué?
—La mayoría de los niños indios iban a su propia escuela. Ella y el tío
John eran objeto de muchas burlas por ser los únicos niños nativos en Oak
Creek. Eran muy malos con ella.
—¿Por qué? ¿Qué le hacían? —le pregunté.
Frunció el ceño.
—Una vez les destrozaron la casa, y también el coche de ella. Pero eso
solo lo sé por el tío John. Lo único que me ha dicho mi madre es que los padres
tienen la mente muy cerrada y los niños son peores. No estoy seguro de cómo
tomármelo.
—¿Tomarte el qué?
Fijó la vista en la carretera.
—Que me haya enviado a un lugar que odia.
—Hace dos años pedí unas maletas para Navidad. Mi padre me compró un
juego. Las llenaré en cuanto llegue a casa después de la graduación y no volveré
nunca más.
—¿Cuándo es eso? ¿Tu graduación?
Lancé un suspiro.
—Me quedan tres años.
—¿Así que vas a primero? ¿O ibas? Yo también.
—Pero ¿vienes aquí todos los veranos? ¿No echas de menos a tus amigos?
Se encogió de hombros.
—Mis padres se pelean mucho. Me gusta venir aquí. Es todo muy
tranquilo.
—¿De dónde eres?
—De Oklahoma City. Bueno, de Yukon, en realidad.
—¿Ah, sí? Jugamos con vosotros en la liga de fútbol.
—Sí, lo sé, lo sé. «Yukon son unos patatas». He visto las pancartas de Oak
Creek.
Reprimí una sonrisa. Yo misma había hecho algunas de esas pancartas con
Minka y Owen en las reuniones del club de fans del equipo después de clase.
—¿Tú juegas?
—Sí, pero como en séptima posición. Aunque estoy mejorando. Al menos
eso es lo que dice el entrenador.
El cartel de Braum’s estaba justo encima de nosotros, iluminándonos con
una luz de neón rosa y blanco. Elliott abrió la puerta y el aire acondicionado me
golpeó en la piel.
Los zapatos se me quedaron pegados al suelo de baldosas rojas. El azúcar y
la grasa saturaban el aire, y había familias enteras sentadas a las mesas,
charlando sobre los planes para el verano. El pastor de la Primera Iglesia
Cristiana estaba de pie junto a una de las mesas más grandes, con los brazos
cruzados a la altura de la barriga, atrapando entre ellos su corbata roja mientras
hablaba con algunos de sus feligreses sobre las próximas actividades de la iglesia
y su decepción por los niveles del agua en el lago local.
Elliott y yo nos acercamos al mostrador. Me hizo una seña para que pidiera
yo primero. Anna Sue Gentry estaba al frente de la caja, y su coleta rubia teñida
se balanceó cuando nos miró a ambos exageradamente para tratar de determinar
qué relación había entre nosotros.
—¿Quién es este, Catherine? —preguntó, levantando una ceja al ver la
cámara que colgaba del cuello de Elliott.
—Elliott Youngblood —dijo él antes de que pudiera contestarle yo.
Anna Sue dejó de dirigirse a mí, y sus grandes ojos verdes lanzaron un
destello cuando el chico alto situado a mi lado demostró que no le daba ningún
miedo hablar con ella.
—¿Y tú quién eres, Elliott? ¿Primo de Catherine?
Hice una mueca, preguntándome qué narices habría visto en nosotros para
llegar a esa conclusión.
—¿Qué?
Anna Sue se encogió de hombros.
—Lo dos tenéis el pelo más o menos igual de largo. Los dos lleváis un
corte de pelo igual de horrible. Pensaba que a lo mejor era cosa de familia.
Elliott me miró sin inmutarse.
—La verdad es que yo lo llevo más largo.
—O sea que no sois primos —dijo Anna Sue—. ¿Has cambiado a Minka y
a Owen por este?
—Vecino. —Elliott se metió las manos en los pantalones cortos, para nada
impresionado.
Ella arrugó la nariz.
—¿Qué pasa? ¿Es que no vas al colegio ni nada?
Lancé un suspiro.
—Se va a quedar con su tía a pasar el verano. ¿Podemos pedir algo, por
favor?
Anna Sue trasladó el peso de una cadera a la otra, agarrándose a cada lado
de la caja registradora. La expresión agria en su rostro no me sorprendió. Anna
Sue era amiga de Presley. Se parecían mucho, las dos tenían el mismo tono de
rubio, llevaban el mismo peinado, el mismo delineador de ojos negro grueso… y
ponían la misma cara cada vez que me veían.
Elliott no pareció darse cuenta, sino que se limitó a señalar la pizarra que
había encima de la cabeza de Anna Sue.
—Yo tomaré una tarrina de helado de plátano y salsa de caramelo.
—¿Con nueces? —dijo ella; al parecer, la pregunta era obligatoria.
Él asintió y luego me miró.
—¿Catherine?
—Un cucurucho de sorbete de naranja, por favor.
Miró hacia el techo con exasperación.
—Qué original. ¿Algo más?
Elliott frunció el ceño.
—No.
Esperamos mientras Anna Sue levantaba una tapa transparente y excavaba
con una cuchara plateada en el sorbete del congelador tras la barrera
transparente. Después de formar una bola con él y de colocarlo en el cono, me lo
ofreció y empezó a preparar el helado de Elliott.
—Creía que habías dicho que solo comeríamos un par de cucuruchos —
dije.
Él se encogió de hombros.
—He cambiado de idea. He pensado que estaría bien sentarnos aquí con el
aire acondicionado un rato.
Anna Sue suspiró mientras colocaba la tarrina de Elliott en el mostrador.
—Helado de plátano.
Elliott eligió una mesa junto a la ventana y me pasó unas servilletas antes
de hincar desesperadamente la cuchara en la salsa de caramelo y chocolate como
si estuviera muerto de hambre.
—Tal vez deberíamos haber pedido algo de cena —dije.
Levantó la vista y se limpió una mancha de chocolate de la barbilla.
—Aún estamos a tiempo.
Miré mi helado, que estaba goteando.
—No les he dicho a mis padres que salía. Debería volver a casa pronto…
aunque ni siquiera se habrán dado cuenta de que me he ido.
—Los he oído pelearse. Soy algo así como un experto en esas cosas. A mí
me parece que van a estar toda la noche…
Suspiré.
—No pararán hasta que él encuentre otro trabajo. Mi madre es una especie
de… neurótica.
—Mis padres están todo el día peleándose por culpa del dinero. Mi padre
opina que si no cobra cuarenta dólares la hora, no puede trabajar. Como si un
dólar no fuese mejor que cero dólares. Así que lo echan siempre, de todos los
trabajos.
—¿A qué se dedica?
—Es soldador, lo cual está muy bien, porque pasa fuera mucho tiempo.
—Es un tema de orgullo —dije—. Papá encontrará algo, seguro. Mami
simplemente se sube por las paredes.
Me sonrió.
—¿Qué?
—Has dicho «mami». Es tierno.
Me recosté en el asiento, sintiendo que me ardían las mejillas.
—No le gusta que la llame de otra forma. Dice que solo intento fingir que
soy mayor de lo que soy. Es la costumbre.
Me observó retorcerme en el asiento con expresión divertida y luego habló
al fin:
—Yo he llamado «mamá» a mi madre desde que aprendí a hablar.
—Lo siento. Sé que es raro —dije, mirando hacia otro lado—. Mi madre
siempre ha sido un poco especial con algunas cosas.
—¿Por qué te disculpas? Solo he dicho que era tierno.
Cambié de posición y desplacé la mano que tenía libre entre las rodillas. El
aire acondicionado estaba funcionando a la máxima potencia, como en la
mayoría de las empresas de Oklahoma en verano. En invierno había que vestirse
con varias capas de ropa porque hacía demasiado calor dentro. En verano
llevabas una chaqueta porque hacía demasiado frío.
Me relamí el intenso dulzor de los labios.
—No estaba segura de si te estabas burlando de mí.
Elliott comenzó a hablar, pero un grupito de chicas se acercó a nuestra
mesa.
—Vaya, vaya… —dijo Presley, tocándose el pecho con aire melodramático
—. Catherine se ha echado novio. Ahora me sabe fatal haber pensado todo este
tiempo que estabas mintiendo cuando decías que no era de aquí…
Tres réplicas exactas de Presley —Tara, Tatum Martin y Brie Burns— se
pusieron a reír tontamente y menearon sus melenas teñidas de rubio platino. Tara
y Tatum eran gemelas, pero todas se esforzaban al máximo para parecerse a
Presley.
—A lo mejor no es de aquí, pero sí de muy cerca, justo fuera de la ciudad
—señaló Brie—. ¿Como de una reserva, tal vez?
—En Oklahoma no hay ninguna reserva —contesté, indignada por su
estupidez.
—Sí, sí que hay —me contradijo Brie.
—Te refieres a las tierras tribales —dijo Elliott, imperturbable.
—Soy Presley —le dijo a Elliott con actitud engreída.
Aparté la mirada porque no quería ver cómo se conocían, pero Elliott no se
movió ni habló, así que me volví para ver qué era lo que impedía el saludo.
Elliott me dedicó una pequeña sonrisa, sin hacer caso de la mano que le tendía
Presley.
Ella hizo una mueca y se cruzó de brazos.
—¿Brie tiene razón? ¿Vives en White Eagle?
Elliott arqueó una ceja.
—Ahí es donde vive la tribu ponca.
—¿Y? —soltó Presley.
Elliott suspiró con aire aburrido.
—Pues que yo soy cherokee.
—Bueno, pero eso es ser indio, ¿no? ¿Acaso White Eagle no es para los
indios? —preguntó ella.
—Vete ya, Presley —le pedí, preocupada por que dijera algo aún más
ofensivo.
Un brillo de entusiasmo destelló en los ojos de Presley.
—Vaya, Kit Cat. ¿Esos pantalones bombachos no te quedan un poco
pequeños?
La miré con furia llameante.
—Me llamo Catherine.
Presley se fue con las demás a un reservado al otro lado de la sala, sin dejar
de burlarse de Elliott y de mí desde lejos.
—Lo siento mucho —susurré—. Lo hacen porque estás conmigo.
—¿Porque estoy contigo?
—Me odian —dije con un gruñido.
Puso la cuchara del revés y se la metió en la boca, aparentemente sin
inmutarse.
—No es difícil ver por qué.
Me pregunté qué parte de mi aspecto físico lo hacía tan obvio. Tal vez por
eso la ciudad entera no había dejado de culparnos a mamá y a mí por los errores
de mis abuelos. Quizá me parecía a alguien a quien debían de odiar.
—¿Por qué pareces tan avergonzada? —preguntó.
—Supongo que esperaba que no supieras lo de mi familia y la fundición.
—Ah, ¿eso? Mi tía me lo dijo hace años. ¿Es eso lo que piensas? ¿Que se
meten contigo por la historia de tu familia con la ciudad?
—¿Por qué otro motivo iba a ser?
—Catherine. —Mi nombre sonaba como una risa suave cuando salía de su
boca—. Te tienen envidia.
Fruncí el ceño y negué con la cabeza.
—¿Y por qué iban a tenerme envidia? Si apenas llegamos a fin de mes…
—¿Tú te has visto? —preguntó.
Me ruboricé y bajé la mirada. Solo mi padre me dedicaba cumplidos por
mi aspecto.
—Tú eres todo lo que ellas no son.
Crucé los brazos sobre la mesa y vi cómo, en la calle, la cálida luz de la
farola de la esquina parpadeaba entre las ramas de un árbol. Era una sensación
extraña, querer seguir escuchándolo y, al mismo tiempo, esperar que hablara de
cualquier otra cosa.
—¿No te molesta lo que han dicho? —pregunté, sorprendida.
—Antes sí me molestaba.
—¿Y ahora no?
—Mi tío John dice que la gente solo puede hacernos enfadar si se lo
permitimos, y si se lo permitimos, les damos poder.
—Eso es muy profundo.
—A veces escucho lo que dice, aunque él piense que no.
—¿Y qué más dice?
No dudó en contestar.
—Que con el tiempo, o bien te haces un experto en estar por encima y
responder a la ignorancia con educación, o te conviertes en un verdadero experto
en ser un amargado.
Sonreí. Elliott pronunciaba las palabras de su tío con respeto.
—Entonces, ¿eliges no dejar que lo que dice la gente te afecte?
—Más o menos.
—¿Y se puede saber cómo lo haces? —dije, inclinándome hacia delante.
Tenía una curiosidad genuina, esperando que me revelara algún secreto mágico
con el que poner fin al sufrimiento que a Presley y sus amigas tanto les gustaba
infligirme.
—No, si me enfado. Es muy pesado cuando la gente se empeña en decirme
que su bisabuela era una princesa cherokee, o cuando me sueltan esa broma
estúpida sobre si me pusieron mi nombre por lo primero que vieron mis padres al
salir de un tipi. Puedo ponerme nervioso cuando alguien me llama «gran jefe», o
cuando veo gente con un penacho de plumas fuera de nuestras ceremonias. Pero
mi tío dice que debemos ser compasivos y didácticos, o no hacerles caso y
dejarlos con su ignorancia. Además, hay demasiada ignorancia en el mundo para
dejar que todo me afecte. Si lo hiciera, estaría enfadado todo el día, y no quiero
ser como mi madre.
—¿Por eso estabas pegando a nuestro árbol?
Bajó la mirada, o reacio o incapaz de responder a mi pregunta.
—A mí hay montones de cosas que me molestan —gruñí, reclinándome
hacia atrás. Eché un vistazo a las clones, vestidas con pantalones cortos vaqueros
y blusas con estampados de flores, simples variantes de la misma camisa de la
misma tienda.
Papá trataba de asegurarse de que siempre tuviera la ropa adecuada y la
mochila que había que tener, pero, año tras año, mi madre veía cómo mis amigas
de la infancia iban desapareciendo. Empezó a preguntarse qué habíamos hecho
mal, y luego empecé a preguntármelo yo también.
La verdad era que odiaba a Presley por odiarme. No tenía el coraje de
decirle a mi madre que yo nunca encajaría allí: no era lo bastante mala para esas
chicas de ciudad y mentalidad cerradas. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de
que, en el fondo, yo tampoco quería encajar, pero a los quince años a veces me
preguntaba si no era mejor que estar sola. Mi padre no podría ser mi mejor
amigo para siempre.
Di un mordisco a mi helado de sorbete.
—Déjalo —dijo Elliott.
—¿Que deje el qué? —le pregunté con aquella delicia anaranjada
derritiéndose en mi lengua.
—De mirarlas como si te murieras de ganas de estar sentada allí. Estás por
encima de eso.
Sonreí, divertida.
—¿Crees que no lo sé?
Se calló lo que fuese que iba a decir a continuación.
—Y cuéntame, ¿cuál es tu historia? —pregunté.
—Mis padres van a ir a un centro de terapia de pareja durante seis
semanas. Una especie de asesoramiento intensivo o algo así. Un último intento,
supongo.
—¿Qué pasa si lo intentan y fallan?
Recogió su servilleta.
—No estoy seguro. Mamá dijo algo de que los dos volveríamos aquí como
último recurso. Aunque eso fue hace uno o dos años.
—¿Por qué se pelean?
Lanzó un suspiro.
—Mi padre bebe. No saca la basura. Mi madre se enfada. Mi madre pasa
demasiado tiempo en Facebook. Mi padre dice que bebe porque ella no le hace
caso; mi madre dice que está todo el día en Facebook porque él nunca habla con
ella. Básicamente, la cosa empieza con la tontería más estúpida que puedas
imaginar y va calentándose cada vez más, como si los dos se hubiesen pasado
todo el día esperando a que uno provocara al otro. Ahora que mi padre se ha
quedado sin trabajo, otra vez, es peor. Por lo visto, el psicólogo dice que mi
padre siempre tiene que ser una víctima y que a mi madre le gusta «castrarlo»,
sea lo que sea lo que signifique eso…
—¿Ellos te han dicho eso?
—No son la clase de padres que se pelean detrás de puertas cerradas,
¿sabes?
—Pues vaya mierda. Lo siento.
—No sé —dijo, mirándome por debajo de las gafas—. Aquí no se está tan
mal.
Me retorcí en mi asiento.
—Me parece que deberíamos, mmm… deberíamos irnos ya.
Elliott se levantó y esperó a que yo saliera deslizándome del reservado. Me
siguió para irnos, así que no estaba segura de si había visto a Presley y las clones
tapándose sus insultos y risitas con las manos.
Cuando se detuvo junto al cubo de la basura que había detrás de su
reservado, supe que sí las había visto.
—¿De qué os reís? —preguntó.
Le tiré de la camiseta, implorándole con la mirada que siguiera andando.
Presley adelantó los hombros y levantó la barbilla, entusiasmada ante la
atención.
—Míralos, qué tiernos los dos, Kit Cat con su nuevo novio… Es
conmovedor que no quieras herir sus sentimientos. Porque… supongo que tengo
que asumir que eso es lo que es —nos señaló a los dos, alternativamente— esto.
Elliott se acercó a su mesa y las risas de las chicas cesaron. Dio unos
golpecitos en la madera y suspiró.
—¿Sabes por qué nunca superarás la necesidad de hacer que los demás se
sientan como una mierda para que tú te sientas mejor, Presley?
Ella lo miró entornando los ojos, como una serpiente lista para atacar.
Elliott continuó hablando:
—Porque es como un colocón, una euforia pasajera. No dura demasiado, y
tú nunca dejarás de necesitarlo porque es la única felicidad que vas a
experimentar en esa triste y patética vida que tienes y que gira en torno a las
manicuras y a las mechas en el pelo. ¿Tus amigas? No les caes bien. Nunca le
gustarás a nadie porque tú no te gustas a ti misma. Así que cada vez que te metas
con Catherine, ella lo sabrá: sabrá por qué lo haces, como también lo sabrán tus
amigas. Igual que tú sabrás que lo haces para compensar tus carencias. Cada vez
que insultas a Catherine se hace más obvio. —Miró fijamente a cada una de las
clones y luego a Presley—. Que tengas el día que te mereces.
Regresó a la puerta y me la aguantó, haciéndome una señal para que
pasara. Sorteamos los coches aparcados hasta que estuvimos al otro lado del
aparcamiento y echamos a andar hacia nuestro barrio. Las farolas estaban
encendidas, y los mosquitos zumbaban bajo las brillantes bombillas. El silencio
amplificaba el ruido que hacían nuestros zapatos al pisar el pavimento.
—Eso ha sido… —empecé a decir, buscando la palabra correcta—, épico.
Yo nunca podría decirle algo así a alguien.
—Bueno, yo no vivo aquí, así que eso lo hace más fácil. Y no era del todo
mío.
—¿Qué quieres decir?
—Es de una escena de Detention Club, el Musical. No me digas que no la
viste cuando eras pequeña.
Lo miré con incredulidad y luego me estalló la risa en la garganta.
—¿Te refieres a la película que salió cuando teníamos ocho años?
—La vi todos los días durante un año y medio.
Solté una carcajada.
—Vaya. No me puedo creer que no lo haya pillado.
—Pues yo me alegro de que no lo haya pillado Presley; eso habría hecho
mi monólogo mucho menos amenazador.
Me reí de nuevo, y esta vez también lo hizo Elliott. Cuando dejamos de
reírnos, me dio un codazo.
—¿De verdad tienes un novio de fuera?
Me alegré de que estuviera oscuro. Era como si me ardiera la cara entera.
—No.
—Está bien saberlo —comentó con una sonrisa.
—Se lo dije una vez cuando estábamos acabando la primaria, con la
esperanza de que me dejaran en paz.
Se detuvo y me miró con una sonrisa divertida.
—¿Deduzco que no funcionó?
Negué con la cabeza, y entonces recordé cada episodio de sus burlas y sus
insultos como si fueran una herida recién curada que empezaba a abrirse de
nuevo.
Elliott suspiró y se tocó la punta de la nariz con un nudillo rasguñado.
—¿No te duele? —le pregunté.
Las carcajadas y las sonrisas se desvanecieron. Un perro lanzó un ladrido
grave y solitario desde unas pocas manzanas de distancia; un aparato de aire
acondicionado dio un chasquido y se estremeció y se oyó el ruido de un motor
acelerando; seguramente eran los alumnos mayores del instituto recorriendo
Main Street. Cuando se hizo de nuevo el silencio a nuestro alrededor, la luz en
los ojos de Elliott se extinguió.
—Lo siento. No es asunto mío.
—¿Por qué no? —preguntó.
Me encogí de hombros, reanudando nuestra caminata.
—No lo sé. Es solo que me parece algo personal.
—¿Te he hablado de mis padres y de todos sus problemas, y crees que las
heridas de mis nudillos son algo personal?
Me encogí de hombros.
—Perdí la calma. La tomé con vuestro roble. ¿Lo ves? No hay magia de
ninguna clase. Todavía me enfado.
Aminoré el paso.
—¿Estás frustrado por lo de tus padres?
Negó con la cabeza. Vi que no quería decir nada más, así que no insistí. En
nuestra parte tranquila de la ciudad, caminando por la última calle dentro de los
límites urbanos, el mundo tal como Elliott y yo lo conocíamos estaba tocando a
su fin, a pesar de que nosotros aún no nos habíamos dado cuenta.
Las casas flanqueaban la calle como pequeñas islas de vida y actividad.
Las ventanas iluminadas quebraban la oscuridad entre una farola y la siguiente.
De vez en cuando, una sombra se deslizaba por delante de una de ellas y yo me
preguntaba cómo sería vivir en aquellas islas, si estaban pasando el viernes por
la noche viendo un telefilme, acurrucados en el sofá. La preocupación por pagar
las facturas seguramente era algo muy muy lejano.
Cuando llegamos a la verja de mi casa, mi isla estaba oscura y en silencio.
Deseé que hubiera el cálido resplandor amarillo de las ventanas de las casas
vecinas, el parpadeo de una pantalla de televisión.
Elliott se metió las manos en los bolsillos e hizo tintinear la calderilla que
llevaba en ellos.
—¿Están en casa?
Miré al garaje y vi el Buick de mi padre y el Lexus de mi madre detrás.
—Eso parece.
—Espero no haber empeorado las cosas entre tú y Presley.
Hice un gesto quitándole importancia a aquello.
—Presley y yo hace mucho tiempo que nos conocemos. Esta ha sido la
primera vez que alguien ha salido en mi defensa. No estoy segura de que sepa
qué hacer con respecto a eso.
—Con un poco de suerte, se lo guardará bien cerca de ese palo que lleva en
el culo.
Aquello me arrancó una carcajada inmensa de la garganta, y Elliott no
pudo ocultar su satisfacción por mi respuesta.
—¿Tienes un número de móvil?
—No.
—¿No? ¿En serio? ¿O es que no quieres darme tu número?
Negué con la cabeza y solté otra carcajada.
—En serio. ¿Quién va a llamarme a mí?
Elliott se encogió de hombros.
—Pues iba a hacerlo yo, la verdad…
—Ah.
Levanté el pestillo de la verja y la empujé para abrirla, oyendo el sonido
agudo del metal al frotar contra el metal. La puerta se cerró detrás de mí con un
clic y me volví para mirar a Elliott, apoyando las manos en la parte superior del
hierro elegantemente forjado. Él miró hacia la casa como si simplemente fuera
otra casa más, sin miedo. Su valentía me hizo experimentar una cálida sensación
en mi interior.
—Somos prácticamente vecinos, así que… estoy seguro de que te veré por
aquí —comentó.
—Sí, seguro. Quiero decir, probablemente… es probable —dije,
asintiendo.
—¿Qué vas a hacer mañana? ¿Tienes un trabajo de verano?
Negué con la cabeza.
—Mi madre quiere que ayude en casa los veranos.
—¿Puedo pasarme a verte? Fingiré que no te hago fotos.
—Claro, a no ser que haya mal rollo con mis padres.
—Está bien, entonces —dijo, y se irguió un poco más, sacando un poco
más de pecho. Dio unos pasos hacia atrás—. Hasta mañana.
Se volvió para irse a su casa y yo hice lo mismo, subiendo despacio los
escalones. El ruido que hacían los tablones de madera combados que formaban
el suelo de nuestro porche bajo la presión de mis cincuenta kilos parecía lo
bastante fuerte para alertar a mis padres, pero la casa siguió a oscuras. Empujé la
ancha puerta, maldiciendo para mis adentros las bisagras y sus chirridos. Una
vez dentro, esperé. No oí ninguna conversación en voz baja ni pasos
amortiguados. No había voces de enfado atenuado procedentes de arriba. No
había susurros en las paredes.
Cada paso parecía anunciar a gritos mi llegada mientras me dirigía a la
planta de arriba. Subí por el centro de los peldaños, sin querer rozar el papel
pintado de las paredes. Mamá quería que tuviéramos cuidado con la casa, como
si fuera otro miembro más de nuestra familia. Avancé con cuidado por el pasillo
y me detuve cuando crujió un tablón frente al dormitorio de mis padres. Tras no
percibir ningún signo de movimiento, enfilé hacia mi habitación.
El papel pintado de mi cuarto tenía rayas horizontales, y ni siquiera los
colores rosa y vainilla impedían que pareciera una jaula. Me quité los zapatos y
caminé por la oscuridad hacia la ventana de una sola hoja. La pintura blanca del
marco estaba descascarillándose, formando un pequeño montoncito en el suelo.
Fuera, dos plantas más abajo, Elliott apareció y desapareció de mi vista al
pasar bajo la luz de las farolas. Estaba andando hacia donde vivía su tía Leigh,
mirando su teléfono mientras pasaba por la parcela de tierra de los Fenton. Me
pregunté si encontraría una casa dormida, o si la señora Leigh tendría todas las
luces encendidas; si estaría peleándose con su marido, o haciendo las paces, o
esperando a Elliott despierta.
Me volví hacia mi tocador y vi el joyero que mi padre me había regalado
para mi cuarto cumpleaños. Levanté la tapa y una bailarina empezó a girar frente
a un pequeño espejo ovalado sobre una tela de fieltro rosa. Los pocos detalles
pintados en su rostro se habían desvaído, dejando apenas dos manchas negras
que hacían las veces de ojos; tenía el tutú aplastado; el muelle sobre el que se
apoyaba estaba torcido, obligándola a inclinarse demasiado hacia un lado
mientras hacía piruetas; sin embargo, las notas tintineantes, lentas e hipnóticas
aún sonaban perfectamente.
El papel pintado también estaba pelándose, como la pintura, y se veía
desprendido a trozos por la parte de arriba en algunos lugares, o despegado
desde el zócalo en otros. En una esquina del techo había una mancha marrón que
parecía crecer cada año. Mi cama blanca con armazón de hierro chirriaba con el
más mínimo movimiento, y las puertas de mi armario no se deslizaban como
antes, pero mi habitación era mi espacio, un lugar donde la oscuridad no podía
alcanzarme. El estatus de mi familia como los parias de la ciudad y la ira de mi
madre parecían muy muy lejanos cuando estaba dentro de aquellas cuatro
paredes, y no me había sentido así en ningún sitio hasta que me senté al otro lado
de una mesa pegajosa frente a un chico moreno y sus grandes ojos marrones, un
chico que me miraba sin ningún rastro de compasión o desdén en su mirada.
Me quedé junto a la ventana, sabiendo ya que no iba a ver a Elliott en la
calle. Era un chico distinto —algo más que simplemente raro—, pero me había
encontrado. Y, al menos de momento, me gustó la sensación de no estar perdida.
CAPÍTULO 2
CATHERINE
Fui a ver a Catherine al día siguiente, y al otro, y todos los días durante dos
semanas. Íbamos paseando a tomar un helado, íbamos paseando al arroyo,
íbamos paseando al parque… simplemente paseábamos. Si sus padres se estaban
peleando, ella no estaba en casa para verlo, y aunque yo no podía hacer nada
más para mejorar esa situación, ella estaba contenta.
Catherine seguramente estaría sentada en el balancín del porche, como
hacía todas las tardes, esperando a que yo asomase por su zona de la calle. Yo
había estado cortando el césped toda la mañana, tratando de acabar todos mis
compromisos antes de que las nubes oscuras y amenazadoras que habían
empezado a encapotar el cielo del sudoeste llegaran a Oak Creek.
Cada vez que volvía a casa para beber más agua, el tío John estaba pegado
a las noticias, escuchando el parte meteorológico sobre los cambios de presión y
las ráfagas de viento. Habíamos estado oyendo truenos durante la última hora,
unos truenos que resonaban cada vez con más fuerza, cada diez minutos más o
menos. Después de acabar mi último jardín, volví corriendo a casa y me duché,
agarré mi cámara y me esforcé al máximo por disimular la prisa que tenía
cuando llegué al porche de Catherine.
Su blusa fina y sin mangas se le adhería en distintos puntos de aquella piel
reluciente. Estaba tirándose de los bordes deshilachados de los pantalones cortos
vaqueros con lo que le quedaba de sus uñas mordidas. Me costaba respirar en
medio de aquel bochorno, y me alegré al percibir un súbito escalofrío en el aire
cuando el cielo se oscureció y la temperatura bajó. Las hojas empezaron a silbar
cuando el frío viento de la tormenta se abrió paso entre ellas y se llevó volando
el calor que danzaba sobre el asfalto apenas momentos antes.
El señor Calhoun salió corriendo de la casa, arreglándose la corbata.
—Tengo un par de entrevistas, princesa. Te veo esta tarde.
Bajó las escaleras al trote para, acto seguido, volver sobre sus pasos.
Después de darle un rápido beso en la mejilla y de lanzarme una mirada
elocuente, corrió hacia el Buick y salió con el coche, pisando a fondo el
acelerador.
El balancín rebotó y las cadenas se estremecieron cuando me senté junto a
Catherine. Tomé impulso con los pies y nos empujé a ambos en un vaivén
desigual. Catherine estaba en silencio, y sus dedos largos y elegantes captaron
mi atención. Me dieron ganas de agarrarle la mano de nuevo, pero esta vez
quería que fuese ella quien tomase la iniciativa. Las cadenas del balancín crujían
a un ritmo relajante, e incliné la cabeza hacia atrás, mirando las telarañas del
techo y advirtiendo el montón de insectos muertos que había dentro de la
lámpara del porche.
—¿Cámara? —preguntó Catherine.
Di unas palmadas a la bolsa.
—Por supuesto.
—Has hecho cientos de fotos de la hierba, del agua del arroyo de Deep
Creek, de los columpios, del tobogán, de los árboles y de las vías del ferrocarril.
Hemos hablado un poco de tus padres y mucho de los míos, de Presley, las
clones, el fútbol, las universidades a las que nos gustaría ir y dónde queremos
estar dentro de cinco años. ¿Cuál es el plan para hoy? —preguntó.
Sonreí.
—Tú.
—¿Yo?
—Va a llover. He pensado que podríamos quedarnos en casa.
—¿Aquí? —exclamó ella.
Me levanté y le ofrecí la mano, cansado de esperar a que lo hiciera ella.
—Ven conmigo.
—¿Qué? ¿Para una sesión de fotos o algo así? Es que no… no me gusta
que me hagan fotos.
No me tomó la mano, así que me escondí el puño en el bolsillo, tratando de
no morirme de vergüenza.
—Hoy no habrá sesión de fotos. Quería enseñarte algo.
—¿Qué?
—Lo más bonito que he fotografiado en mi vida.
Catherine me siguió a través de la puerta de la verja y seguimos andando
calle abajo hasta la casa de mis tíos. Era la primera vez en semanas que íbamos a
algún sitio sin que nuestra ropa estuviera completamente empapada de sudor.
La casa de la tía Leigh olía a pintura fresca y ambientador barato. Las
marcas recientes de la aspiradora sobre la moqueta contaban en pocas palabras
una breve historia sobre un ama de casa sin hijos muy atareada. El estampado de
cuadros y la hiedra del papel pintado de las paredes venían directamente del año
1991, pero la tía Leigh se sentía orgullosa de su casa y se pasaba varias horas al
día asegurándose de que estuviese inmaculada.
Catherine alargó la mano hacia la pared, hacia un cuadro con una mujer
india, nativa norteamericana, con el pelo largo y oscuro, adornado con una
pluma. Se detuvo justo antes de que sus dedos tocaran el lienzo.
—¿Es esto lo que querías enseñarme?
—Es bonito, pero no te he traído aquí por eso.
—Es tan… elegante. Parece tan perdida… No es solo hermosa… es de
esas imágenes que hacen que te den ganas de llorar.
Sonreí, viendo a Catherine mirar el cuadro embelesada.
—Es mi madre.
—¿Tu madre? ¡Es guapísima!
—La tía Leigh lo pintó.
—Guau… —exclamó Catherine, mirando otros cuadros con estilos
similares, todos paisajes y retratos, y en todos parecía como si, en cualquier
momento, el viento fuera a hacer que la hierba se estremeciera, o que un pelo
oscuro rozara la exuberante piel morena—. ¿Son todos suyos?
Asentí.
El televisor de pantalla plana que colgaba en la pared, muy arriba, estaba
encendido, con el presentador de las noticias hablando a una habitación vacía
desde antes de que llegáramos.
—¿Leigh está en el trabajo? —preguntó Catherine.
—Deja la tele encendida cuando se va. Dice que así los ladrones piensan
que hay alguien en casa.
—¿Qué ladrones? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Pues no sé. Cualquier ladrón, supongo. —Pasamos por delante del
televisor y recorrimos un pasillo en penumbra hacia una puerta marrón con el
pomo de bronce. La abrí y una ráfaga de aire con un rastro sutil de moho apartó
el flequillo de Catherine de sus ojos.
—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó, asomándose a la oscuridad.
—Mi habitación.
Se oían unos golpes rítmicos en el tejado y, al volverme para mirar por las
ventanas delanteras, vi unas bolitas de hielo del tamaño de un guisante rebotando
sobre la hierba mojada. Mientras caían, se hacían más grandes. Una bola blanca
del tamaño de una moneda de medio dólar hizo contacto con la acera y se
rompió en pedazos. Con la misma rapidez con que iba cayendo el granizo, este
desaparecía y se derretía, tal como había imaginado.
Ella volvió a centrar su atención en la oscuridad. Parecía extremadamente
nerviosa.
—¿Duermes ahí abajo?
—Normalmente, sí. ¿Quieres verlo?
Tragó saliva.
—Tú primero.
Me reí.
—Gallina.
Bajé los escalones y luego desaparecí en la oscuridad, estirando el brazo
exactamente donde sabía que había un cordón para encender la única bombilla
pelada del techo.
—¿Elliott? —me llamó Catherine desde la mitad de las escaleras. Oírla
llamarme con su vocecilla menuda y nerviosa hizo que algo dentro de mí hiciera
un clic. Solo quería que se sintiera segura conmigo—. Espera, estoy encendiendo
la luz.
Después de un chasquido y un tintineo, la bombilla que colgaba del techo
iluminó el espacio que nos rodeaba.
Catherine bajó el resto de los peldaños despacio. Miró hacia abajo, a la
enorme alfombra verde de pelo que había justo en el centro del suelo de
cemento.
—Es horrorosa, pero es mejor que pisar un suelo frío a primera hora de la
mañana —comenté.
Examinó el pequeño sofá de dos plazas, un televisor antiguo, un escritorio
con un ordenador y el futón donde dormía.
—¿Dónde está tu cama? —preguntó.
Señalé el futón.
—Ahí, en el suelo.
—No parece… lo bastante largo.
—No lo es —dije sin más, sacando la cámara de la bolsa y la tarjeta de
memoria de la parte inferior del aparato. Me senté en la silla de jardín que el tío
John me había comprado para que la usara con el escritorio que la tía Leigh
encontró abandonado en una acera, e inserté el pequeño rectángulo que llevaba
en la mano en una rendija del ordenador.
—¿Elliott?
—Solo tengo que abrirlo. —Hice clic varias veces con el ratón y entonces
oímos una especie de aullido débil y agudo que resonaba por encima de
nosotros. Me quedé paralizado.
—¿No es esa…?
—¿Es la sirena de alarma para tornados? —dije, poniéndome de pie
precipitadamente y agarrando a Catherine de la mano para arrastrarla hacia lo
alto de las escaleras. El sonido venía de la televisión, donde aparecía un
meteorólogo frente a un mapa salpicado de colores rojos y verdes. Habían
emitido una alerta para todo el condado ante el riesgo inminente de una fuerte
tormenta que nos iba a alcanzar en cualquier momento.
—Elliott —dijo Catherine, apretándome la mano—. Será mejor que vuelva
a casa antes de que la cosa se ponga fea.
El cielo se estaba oscureciendo por momentos.
—No me parece una buena idea. Deberías quedarte aquí hasta que pase la
tormenta.
Un pequeño mapa de Oklahoma, dividido por condados, aparecía en la
esquina superior derecha de la pantalla plana, iluminado como un árbol de
Navidad. Los nombres de las ciudades iban desfilando por la parte inferior.
El meteorólogo se puso a señalar a nuestro condado y a decir cosas como
«riesgo de fuertes inundaciones» y «tomar precauciones de forma inmediata».
Miramos por la ventana y observamos como una fuerza invisible golpeaba
los árboles y esparcía las hojas. Un relámpago relumbró y proyectó nuestras
sombras sobre la pared, entre dos sillones reclinables de cuero marrón. El trueno
retumbó por todo Oak Creek y empezó a granizar de nuevo. La lluvia azotaba el
tejado, acumulándose tan rápido que el agua rebosaba de los canalones y caía a
chorros sobre el suelo. Las calles se estaban transformando en riachuelos
cargados con lo que parecía más bien leche con chocolate en lugar de agua de
lluvia, y las alcantarillas desbordadas no tardaron en gorgotear y regurgitarlo
todo a la calle.
El meteorólogo rogó a los espectadores que no condujesen bajo la lluvia
torrencial. El viento aullaba a través de las juntas de la ventana mientras los
cristales se estremecían.
—Mi padre está ahí fuera, conduciendo seguramente. ¿Me prestas tu
teléfono? —preguntó.
Le di mi aparato, desbloqueado y listo para marcar. Catherine frunció el
ceño cuando saltó el buzón de voz.
—¿Papá? Soy Catherine. Te llamo desde el teléfono de Elliott. Estoy en su
casa y a salvo. Llámame cuando escuches este mensaje para saber que estás
bien. El número de Elliott es… —Me miró y vocalicé los números—. Tres-seis-
tres, cinco-uno-ocho-cinco. Llámame, ¿de acuerdo? Estoy preocupada. Te
quiero.
Me devolvió el teléfono y me lo guardé en el bolsillo.
—Seguro que está bien —le dije, abrazándola.
Catherine se agarró a mi camisa y presionó la mejilla contra mi hombro.
Me hizo sentir como un superhéroe.
Me miró y yo detuve mis ojos sobre sus labios. El labio inferior era más
carnoso que el superior, y durante medio segundo me imaginé qué se sentiría al
besarla, justo antes de inclinarme hacia delante.
Catherine cerró los ojos y yo cerré los míos, pero justo antes de que mis
labios tocaran los de ella, susurró:
—¿Elliott?
—¿Sí? —dije sin moverme ni un centímetro más.
Aun a través de los párpados cerrados, vi cómo un rayo iluminaba toda la
casa, y un trueno lo sucedió de inmediato. Catherine me rodeó con los brazos y
me abrazó muy fuerte.
La abracé hasta que se relajó, soltándome con una risa tímida. Tenía las
mejillas sonrosadas.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Por… estar aquí conmigo.
Sonreí.
—¿Y en qué otro sitio iba a estar?
Vimos la transformación del granizo en una lluvia que se estrellaba contra
el suelo en grandes goterones. El viento obligaba a los árboles a inclinarse y
recibir la tormenta haciendo una reverencia. El primer chasquido me tomó por
sorpresa. Cuando cayó el primer árbol, Catherine dio un respingo.
—Pasará pronto —dije, abrazándola. Nunca en toda mi vida me había
alegrado tanto de que hubiese una tormenta.
—¿Deberíamos ir al sótano? —preguntó Catherine.
—Podemos ir si eso te hace sentir mejor.
Catherine miró la puerta de mi habitación y luego relajó la presión de sus
dedos sobre mí.
—Será mejor que no.
Me eché a reír.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó ella.
—Que estaba pensando justo lo contrario.
—No es que yo… —Se situó a mi lado, entrelazando su brazo con el mío y
apretándolo con fuerza, presionando la mejilla contra él—. Muy bien, voy a
decirlo: me gustas.
Ladeé la cabeza y apoyé la mejilla en su pelo. Olía a champú y sudor. A
sudor limpio. En esos momentos era mi olor favorito.
—Tú también me gustas. —Seguí con la vista fija al frente mientras
hablaba—. Eres exactamente como pensé que serías.
—¿Qué quieres decir?
Empezó a granizar de nuevo, esta vez directamente contra las ventanas que
recorrían la pared delantera de la sala de estar de la tía Leigh. Una parte del
cristal se resquebrajó y extendí el brazo sobre el pecho de Catherine, dando un
paso atrás. Una luz muy potente relumbró desde el otro lado de la calle y un
fuerte estruendo sacudió la casa.
—¿Elliott? —dijo Catherine, con el miedo impregnando su voz.
—No dejaré que te pase nada, te lo prometo —dije. Vimos cómo, fuera, los
árboles se zarandeaban al viento.
—Quieres salir, ¿verdad? A sacar fotos —dijo Catherine.
—No tengo la cámara adecuada para eso. Algún día.
—Deberías trabajar para National Geographic o algo así.
—Ese es el plan. Hay un mundo entero ahí fuera por descubrir. —Me volví
para mirarla—. ¿Ya has cambiado de idea? Vas a hacer la maleta después de la
graduación de todos modos. ¿Por qué no te vienes conmigo y ya está?
La primera vez que se lo pregunté acabábamos de conocernos. Una amplia
sonrisa se extendió por su rostro.
—¿Me lo estás preguntando otra vez?
—Todas las veces que haga falta.
—¿Sabes? Ahora que hemos pasado algún tiempo juntos, la idea de viajar
por el mundo contigo me parece un proyecto más estable que quedarme en casa.
—¿Entonces? ¿La respuesta es sí? —pregunté.
—La respuesta es sí —dijo.
—¿Lo prometes?
Catherine asintió y no pude controlar la estúpida expresión de mi rostro.
De pronto dejó de granizar, y luego el viento empezó a amainar. La sonrisa
de Catherine se desvaneció con la lluvia.
—¿Qué pasa?
—Debería irme a casa.
—Ah. Sí, claro. Te acompaño.
Catherine me sujetó ambos hombros y luego se inclinó hacia delante, el
tiempo justo para besarme la comisura de la boca. Fue tan rápido que ni siquiera
tuve tiempo de disfrutarlo antes de que el beso terminara, pero no me importaba:
en ese momento habría sido capaz de escalar una montaña, de dar la vuelta al
mundo corriendo y de atravesar nadando el océano, porque si Catherine Calhoun
decidía que quería besarme, todo era posible.
El sol comenzaba a asomar tímidamente por detrás de las nubes mientras la
oscuridad se desplazaba hacia la siguiente ciudad. Los vecinos empezaron a salir
a la calle para comprobar los daños. A pesar de que había unas cuantas ventanas
rotas, una gran cantidad de tejas desprendidas y desperdigadas por todas partes,
líneas eléctricas rotas, árboles caídos y ramas, las casas parecían intactas. Una
alfombra de hojas verdes inundaba la calle Juniper, flanqueada por dos corrientes
de agua sucia que fluían hacia los desagües pluviales al cabo de la calle.
Catherine se dio cuenta al mismo tiempo que yo de que no había ningún
coche en la entrada de su casa. Abrí la puerta de la verja, la seguí y nos sentamos
en el balancín húmedo del porche.
—Esperaré aquí contigo hasta que lleguen —dije.
—Gracias. —Se acercó y deslizó sus dedos entre los míos, y yo tomé
impulso con los pies, balanceándome y esperando que el mejor día de mi vida
hasta ese momento pasara muy muy despacio.
CAPÍTULO 4
CATHERINE
El resto del verano estuvo marcado por días con temperaturas que batían
todos los récords y por el constante martilleo de las pistolas de clavos mientras
las distintas empresas reparaban los tejados. Elliott y yo pasamos mucho tiempo
riéndonos bajo la sombra de los árboles y haciendo fotos a la orilla de Deep
Creek, pero nunca volvió a invitarme a ir a casa de su tía. Todos los días luchaba
contra el impulso de pedirle poder ver al fin la fotografía de su sótano, pero mi
orgullo era lo único más fuerte que mi curiosidad.
Vimos juntos los fuegos artificiales del Cuatro de Julio sentados en sillas
de camping detrás de los campos de béisbol, e hicimos sándwiches y
compartimos almuerzos y pícnics todos los días después de eso, sin hablar de
nada importante, como si nuestro verano no fuera a terminar jamás.
El último sábado de julio parecía que nos habíamos quedado sin cosas que
decirnos. Elliott se había presentado todas las mañanas a las nueve, esperando
fielmente en el balancín, pero desde la semana anterior se le veía más tristón.
—Tu chico está en el balancín otra vez —dijo papá, enderezándose la
corbata.
—No es mi chico.
Papá se sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente. Estar en el paro le
había pasado factura: había perdido peso y no dormía bien.
—¿Ah, no? ¿Dónde está Owen?
—He pasado por su casa unas cuantas veces. Prefiero estar fuera en la calle
que ver cómo juega a videojuegos.
—Quieres decir fuera en la calle con Elliott —señaló papá con una sonrisa.
—¿Has desayunado? —pregunté.
Mi padre negó con la cabeza.
—No he tenido tiempo.
—Tienes que cuidarte más —dije, y le empujé suavemente las manos a los
lados. Le arreglé la corbata y le di unas palmaditas en el hombro. Tenía la camisa
húmeda—. Papi.
Me besó en la frente.
—Estoy bien, princesa. Deja de preocuparte. Deberías irte. No querrás
llegar tarde a tu cita en el arroyo. O en el parque. ¿Hoy qué toca?
—Parque. Y no es una cita.
—¿Te gusta?
—No en ese sentido.
Papá sonrió.
—Pues me habrías engañado perfectamente. Aunque él no me engaña. Los
padres sabemos cosas.
—O imagináis cosas —dije, abriendo la puerta.
—Te quiero, Catherine.
—No tanto como yo te quiero a ti.
Salí y sonreí al ver a Elliott meciéndose en el balancín del porche. Llevaba
una camisa a rayas y un pantalón corto de color caqui, y la cámara colgada al
cuello, como siempre.
—¿Lista? —me preguntó—. He pensado que podríamos pasar por Braum’s
a desayunar.
—Perfecto —dije.
Caminamos las seis manzanas hacia uno de nuestros lugares favoritos y
nos sentamos en el reservado que nos habíamos hecho nuestro. Elliott seguía tan
callado como toda la semana anterior, asintiendo y respondiendo cuando tocaba,
pero su cabeza parecía estar a miles de kilómetros de allí.
Fuimos al centro, andando sin ningún destino concreto. Tal como habíamos
hecho durante los tres meses anteriores, utilizábamos nuestros paseos como
excusa para hablar, para pasar tiempo juntos.
El sol se apuntalaba en lo alto del cielo cuando llegamos a mi casa para
preparar unos sándwiches. Habíamos convertido los pícnics en nuestro ritual, y
nos turnábamos para elegir el lugar. Le tocaba a Elliott, y eligió el parque, bajo
la sombra de nuestro árbol favorito.
Extendimos en silencio una colcha de patchwork que había tejido mamá.
Elliott desenvolvió su sándwich de pavo con queso como si el bocadillo lo
hubiera ofendido, o como si lo hubiese ofendido yo, aunque no se me ocurría ni
un solo momento de nuestro verano juntos que hubiera sido algo menos que
perfecto.
—¿No está bien? —pregunté, sujetando mi sándwich con ambas manos. Al
de Elliott solo le faltaba un simple mordisco, cuando yo ya me había comido la
mitad del mío.
—No —dijo Elliott, soltando su sándwich—. Decididamente, no está bien.
—¿Por qué? ¿Qué le pasa? ¿Demasiada mayonesa?
Hizo una pausa y luego esbozó una sonrisa tímida.
—No hablo del sándwich, Catherine. Me refiero a todo lo demás menos al
sándwich… y a estar sentado aquí contigo.
—Ah —acerté a decir, a pesar de que no dejaba de darle vueltas a la última
frase de Elliott.
—Me voy mañana —dijo de mala gana.
—Pero volverás, ¿verdad?
—Sí, pero… no sé cuándo. En Navidad, tal vez. Quizá no vuelva hasta el
verano que viene.
Asentí, bajando la vista hacia mi almuerzo, que acabé dejando de lado tras
decidir que, después de todo, en realidad no tenía tanta hambre.
—Tienes que prometérmelo —dije—. Tienes que prometerme que
volverás.
—Te lo prometo. Puede que no sea hasta el próximo verano, pero volveré.
El vacío y la desesperación que sentí en ese momento solo eran
comparables a cuando perdí a mi perro. Podía parecer una conexión absurda,
pero Bobo se tumbaba a los pies de mi cama todas las noches y no importaba
cuántas veces mamá tuviera un día malo o un ataque de ira: Bobo siempre sabía
cuándo gruñir y cuándo mover la cola.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Elliott.
Negué con la cabeza.
—Es una tontería.
—Vamos. Dímelo.
—Antes tenía un perro. Era un perro callejero. Papá lo trajo a casa de la
perrera un día, así, de repente. Se suponía que era para mamá, para animarla,
pero él se encariñó conmigo. Mamá se ponía celosa, pero yo no estaba segura de
quién tenía celos, si de Bobo o de mí. Se murió.
—¿Tu madre sufre depresiones?
Me encogí de hombros.
—Nunca me lo han dicho. No hablan de eso delante de mí. Solo sé que lo
pasó mal cuando era niña. Mamá dice que se alegra de que sus padres murieran
cuando lo hicieron, antes de que yo naciera. Decía que eran muy crueles.
—Ay… Si alguna vez soy padre, mis hijos tendrán una infancia normal.
Una infancia que, cada vez que la recuerden, deseen poder volver a ella, y no
que sea algo que tengan que olvidar y superar. —Me miró—. Te voy a echar de
menos.
—Yo también voy a echarte de menos. Pero… no por mucho tiempo.
Porque volverás.
—Volveré. Prometido.
Fingí estar contenta y bebí un sorbo de mi lata de refresco con la pajita.
Después de eso todos los temas de conversación fueron forzados, y todas las
sonrisas, artificiales. Quería disfrutar de mis últimos días con Elliott, pero saber
que nuestra despedida estaba a la vuelta de la esquina lo hacía imposible.
—¿Quieres ayudarme a hacer las maletas? —preguntó, encogiéndose al oír
sus propias palabras.
—La verdad es que no, pero quiero verte todo lo que pueda antes de que te
vayas, así que te ayudaré.
Recogimos nuestras cosas. Oímos el sonido de unas sirenas acercarse.
Elliott se detuvo y luego me ayudó a ponerme de pie. Se oyó otra sirena
procedente del extremo opuesto de la ciudad, posiblemente del parque de
bomberos, y parecía venir en nuestra dirección.
Elliott enrolló la colcha de mamá y se la colocó bajo el brazo. Yo reuní las
bolsas del almuerzo y las tiré a la basura. Elliott me ofreció su mano y yo, sin
dudarlo, la tomé. El hecho de saber que se iba hizo que dejara de importarme si
las cosas entre nosotros habían cambiado.
Cuando nos acercábamos a la calle Juniper, Elliott me apretó la mano.
—Vamos a dejar la colcha en tu casa y luego haremos mis maletas.
Asentí con la cabeza y sonreí cuando empezó a balancear nuestras manos.
La vecina del otro lado de la calle estaba de pie en el porche con su hijo pequeño
apoyado en la cadera. La saludé con la mano, pero ella no me devolvió el saludo.
Elliott aminoró el paso y la expresión de su rostro cambió, pasando de la
confusión primero a la preocupación después. Miré hacia mi casa y vi un coche
patrulla de la policía y una ambulancia, con las luces rojas y azules girando sin
cesar. Solté la mano de Elliott, pasé por delante de los vehículos de emergencia y
tiré de la puerta de la verja, sin reparar en que, presa del pánico, no había quitado
el pestillo antes.
Las manos firmes de Elliott retiraron el pestillo y entré corriendo,
deteniéndome a mitad de camino cuando la puerta de mi casa se abrió. Un
auxiliar médico caminaba de espaldas, arrastrando una camilla en la que
transportaba a mi padre. Este estaba pálido y tenía los ojos cerrados, y llevaba
una mascarilla de oxígeno en la cara.
—¿Qué… qué ha pasado? —pregunté, llorando.
—Disculpa —dijo el paramédico, abriendo la parte trasera de la
ambulancia mientras subían dentro a mi padre.
—¿Papá? —lo llamé—. ¿Papi?
No respondió, y las puertas de la ambulancia se cerraron en mi cara.
Corrí hacia el agente de policía que bajaba los escalones del porche.
—¿Qué ha pasado?
El agente me miró.
—¿Eres Catherine?
Asentí, notando las manos de Elliott sobre mis hombros.
El agente torció la boca.
—Al parecer, tu padre ha sufrido un ataque al corazón. Dio la casualidad
de que tu madre hoy solo trabajaba media jornada y se lo ha encontrado en el
suelo al llegar a casa. Ella está dentro. Deberías… intentar hablar con ella.
Prácticamente no ha dicho nada desde que llegamos. Tal vez debería ir al
hospital. Podría estar en estado de shock.
Subí corriendo las escaleras y entré en la casa.
—¿Mami? —la llamé—. ¡Mami!
No me respondió. Miré en el comedor, en la cocina, y luego corrí por el
pasillo hacia la sala de estar. Mi madre estaba sentada en el suelo, con la mirada
fija en la alfombra que tenía debajo.
Me arrodillé frente a ella.
—¿Mami?
No me reconoció, ni siquiera parecía que me hubiese oído.
—Todo irá bien —dije, tocándole la rodilla—. Papá se va a poner bien.
Deberíamos ir al hospital y estar con él allí. —No respondió—. ¿Mami? —La
zarandeé con delicadeza—. ¿Mami?
Nada.
Me puse de pie, me toqué la frente con la palma de la mano y luego corrí
afuera para llamar al agente. Lo alcancé justo cuando se iba la ambulancia. Era
un hombre grueso y sudaba a chorros.
—Agente… mmm… —Miré la placa plateada que llevaba prendida del
bolsillo—. ¿Sánchez? Mami… mi madre no está bien.
—¿Sigue sin hablar?
—Creo que tiene razón. Debería ir al hospital ella también.
El agente asintió con gesto apesadumbrado.
—Esperaba que hablara contigo. —Pulsó el botón de una pequeña radio
que llevaba en el hombro—. Aquí cuatro siete nueve.
Una mujer respondió:
—Cuatro siete nueve, te recibo.
—Voy a llevar a la señora Calhoun y a su hija a urgencias. La señora
Calhoun podría necesitar asistencia médica a nuestra llegada. Por favor, avisen al
personal del hospital.
—Recibido, cuatro siete nueve.
Busqué a Elliott, pero se había ido. Sánchez subió las escaleras y volvió a
entrar directamente en la sala de estar donde estaba mamá, que seguía mirando al
suelo.
—¿Señora Calhoun? —dijo el policía en voz baja. Se agachó delante de
ella—. Soy el agente Sánchez de nuevo. Voy a llevarlas a usted y a su hija al
hospital a ver a su marido.
Mamá negó con la cabeza y susurró algo que no pude entender.
—¿Puede levantarse, señora Calhoun?
Cuando mamá volvió a ignorar sus indicaciones, el agente trató de ponerla
de pie. Yo me situé al otro lado, ayudándola para que no perdiera el equilibrio.
Entre el agente Sánchez y yo llevamos a mamá al coche patrulla, donde le
abroché el cinturón.
Mientras el policía rodeaba el coche hacia el lado del conductor, eché otro
vistazo alrededor para ver si Elliott andaba por allí.
—¿Señorita Calhoun? —me llamó Sánchez.
Abrí la puerta del pasajero y me metí dentro, buscando a Elliott con la
mirada mientras nos alejábamos.
CAPÍTULO 5
ELLIOTT
Le respondí:
Voy de camino.
Los tres puntos que indicaban que había empezado a escribir de nuevo
tardaron un poco en aparecer.
Ven a casa.
Poner lavadoras.
Preparar la cena.
La lluvia caía sobre las ventanas rectangulares que formaban la pared norte
de la clase del señor Mason. Los alumnos estaban callados, con la cabeza
agachada, haciendo un examen, de manera que los gruesos goterones eran el
único ruido aparte del que hacía algún que otro lápiz al romperse, o cuando
alguien usaba la goma de borrar y luego barría los restos con la mano.
La lluvia de noviembre trajo consigo el otoño, como hacía cada año, y
enfrió al fin las temperaturas de más de treinta grados hasta máximos tolerables.
Las nubes oscuras se arremolinaban en el cielo y los canalones de los tejados
estaban desbordados, de forma que una cortina de agua caía con un goteo
constante en el suelo. Yo misma oía las salpicaduras en la tierra mientras
empezaban a formarse pequeñas zanjas en el suelo.
Rodeé en un círculo mi última respuesta en el cuestionario de respuestas
múltiples y solté el lápiz, hurgándome las uñas. Minka solía ser la primera en
terminar, y normalmente yo era la segunda o la tercera, después de Ava
Cartwright. Miré hacia ellas, curiosa, y me sorprendí al comprobar que Ava y
Minka todavía seguían concentradas en el examen. Volví a repasar mi prueba
otra vez, preocupada por si se me había escapado algo. Examiné las dos hojas
grapadas y revisé todas y cada una de las preguntas, de forma desordenada, tal
como las había respondido.
—¿Has acabado, Catherine? —preguntó el señor Mason.
Ava me miró el tiempo suficiente para que me diera cuenta del agravio que
suponía para ella, y luego se inclinó acercándose más a su hoja.
Asentí.
Él me hizo una seña.
—Tráelo, entonces.
Tenía la frente cubierta de gotas de sudor, y las axilas de su camisa de
manga corta húmedas, a pesar de que la temperatura era cómodamente fresca en
clase.
Dejé mi examen en su escritorio y empezó a corregirlo de inmediato.
—¿Se encuentra bien, señor Mason? Está usted un poco pálido.
Asintió con la cabeza.
—Sí, gracias, Catherine. Es solo que tengo hambre. No he tomado más que
un par de batidos de proteína hoy. Siéntate, por favor.
Me volví y vi a Elliott mirándome. Me estaba sonriendo, como hacía cada
vez que me veía desde su primer partido de fútbol. Aquella fue la primera vez
que me besó, la primera vez que me dijo que me quería, y desde entonces no
había perdido la oportunidad de hacer ninguna de las dos cosas.
Los últimos partidos de Elliott habían sido fuera, pero había un partido en
casa a las siete y media contra los Blackwell Maroons. Ambos equipos estaban
invictos, y Elliott llevaba toda la semana hablando de eso, además de las becas
que podía conseguir. La universidad, por primera vez, era una posibilidad real
para él, por lo que sus victorias en el fútbol significaban mucho más. Un partido
en casa quería decir que podríamos celebrarlo juntos, y Elliott no podía contener
su emoción.
Uno a uno, los otros alumnos entregaron sus hojas. Elliott fue uno de los
últimos, entregando su examen al señor Mason justo cuando sonaba el timbre.
Recogí mis cosas y me quedé atrás mientras Elliott hacía lo mismo.
Fuimos juntos hacia mi taquilla y él esperó mientras me peleaba con el tirador.
Sin embargo, esta vez logré abrirla yo sola. Elliott me besó en la mejilla.
—¿Tienes deberes?
—Por una vez… no.
—¿Crees que… piensas que podrías querer ir conmigo a algún sitio
después del partido?
Negué con la cabeza.
—No me siento cómoda en las fiestas.
—No es una fiesta. Es… mmm… es el último partido en casa de la
temporada. Mi madre va a venir a verme y van a hacer una cena especial después
del partido. Van a cocinar todos mis platos favoritos.
—¿Pan de arándanos?
—Sí. —Asintió nervioso con la cabeza—. Y… se me ha ocurrido que tal
vez tu madre también podría venir.
Volví la cabeza y lo miré de reojo.
—Eso es imposible. Lo siento.
—No tienes por qué sentirlo. Pero es que… le he hablado a mi madre de ti,
y ahora está deseando conocerte y… ver a tu madre.
Lo miré un momento y sentí que se me aceleraba el corazón.
—Ya le has dicho que ella iba a ir, ¿no? Elliott…
—No, no le he dicho que vaya a ir, solo le he dicho que te lo preguntaría.
También le he dicho que tu madre no se encuentra muy bien últimamente…
Cerré los ojos, aliviada.
—Bien. —Lancé un suspiro—. Está bien, entonces, lo dejaremos así.
—Catherine…
—No —dije, cerrando mi taquilla.
—Tu madre podría distraerse…
—He dicho que no.
Elliott frunció el ceño, pero cuando eché a andar por el pasillo hacia las
puertas dobles que conducían al parking, me siguió.
Dejó de llover cuando apenas llevábamos caminados unos pocos pasos
desde la puerta hasta el Chrysler de Elliott, y el olor a limpio de la tormenta
pasajera pareció dar más energía aún a los estudiantes, que ya estaban bastante
ansiosos. Habían pasado varias semanas desde la última vez que habíamos
jugado en casa, y todos parecían percibir la misma electricidad en el aire. Los
carteles del club de fans del equipo colgaban del techo, con frases como «Fuera
Blackwell» y «Machacad a esos cabrones», los jugadores lucían sus camisetas,
las animadoras llevaban sus uniformes a juego y todos los alumnos eran una
marea de blanco y azul.
Elliott usó la palma de su mano para limpiar las gotas del capó de su coche.
Toqué el número siete azul cobalto de la camiseta blanca de Elliott y lo miré.
—Lo siento si te has llevado una decepción. Te lo dije.
—Lo sé —repuso él, rozándome la frente con los labios.
Otra ola de estudiantes irrumpió a través de las puertas dobles. Los
motores de los automóviles estaban acelerando, se oía el sonido de los cláxones
y Scotty y Connor estaban haciendo trompos en el fondo del parking, cerca de la
calle.
Presley tenía su coche aparcado cuatro plazas más allá del de Elliott y pasó
por nuestro lado con una sonrisa.
—Elliott —lo saludó—. Gracias por la ayuda, anoche.
Elliott frunció el ceño, le hizo señas para que se fuera y luego se metió las
manos en los bolsillos.
Tardé un rato en procesar sus palabras, y todavía no estaba segura de lo que
había querido decir.
Elliott no esperó a que se lo preguntara.
—Ella… me envió un mensaje de texto pidiéndome ayuda con la guía de
estudio de Mason.
Abrió la puerta y yo me deslicé en el interior del coche, sintiendo cómo la
ira me iba dominando por dentro. El hecho de que Presley supiese algo sobre
Elliott que yo no sabía me hacía sentir irracionalmente ofendida, y mi cuerpo
estaba reaccionando de una forma muy extraña.
Se sentó a mi lado y sacó su teléfono para enseñarme el intercambio de
mensajes. Apenas lo miré, pues no quería parecer tan desesperada como me
sentía.
—Mira —dijo—. Le di las respuestas y eso fue todo.
Asentí.
—Muy bien.
Elliott arrancó el coche.
—Ya sabes que no estoy interesado en ella. Es una persona horrible,
Catherine. —Me hurgué las uñas, ofuscada. Él continuó hablando—: Nunca, ni
en un millón de años… Sé que me envió ese mensaje para poder darme las
gracias delante de ti hoy.
—No me importa.
Frunció el ceño.
—No digas eso.
—¿Y qué quieres que diga?
—Que te importa.
Miré por la ventanilla mientras Elliott daba marcha atrás con el coche y
conducía hacia la salida. El entrenador Peckham estaba de pie junto a su
camioneta cerca del estadio, y la señora Mason estaba con él. Se estaba echando
la melena hacia atrás por encima del hombro, con una sonrisa casi tan ancha
como su rostro.
Elliott tocó el claxon y los dos reaccionaron inmediatamente, saludándolo
con la mano. Me pregunté por qué la señora Mason iba a dejar atrás con tanto
entusiasmo a su marido y su matrimonio provincianos para, acto seguido, caer en
brazos de exactamente lo mismo. El entrenador Peckham se había divorciado
dos veces —su segunda esposa era una exalumna que se había graduado apenas
cuatro años antes— y la señora Mason se comportaba como si hubiese pescado
al soltero más codiciado de la ciudad.
Elliott y yo no hablamos en todo el camino hasta el Juniper, y cuanto más
nos acercábamos, más nervioso estaba Elliott. Los limpiaparabrisas barrían la
lluvia a un ritmo sosegante, pero Elliott permanecía ajeno a ello, y parecía como
si estuviera tratando de pensar en algo que decir para arreglar la situación.
Cuando acercó el coche a la acera, puso punto muerto.
—No hablaba en serio cuando he dicho que no me importaba —dije antes
de que pudiera hablar él—. Solo quería decir que no pensaba discutir por
Presley. No hace falta ser un genio para adivinar qué es lo que está tramando.
—No tenemos que discutir. Podemos hablar y ya está.
Su respuesta me sorprendió. Mis padres nunca hablaban cuando no estaban
de acuerdo: siempre era una pelea a gritos, una guerra de palabras, de lloros, de
súplicas, que siempre abrían viejas heridas.
—¿No tienes que ir al partido? Me parece que la conversación sería muy
larga.
Miró su reloj y se aclaró la garganta, frustrado por estar sometidos a la
presión del tiempo.
—Tienes razón. Tengo que ir al vestuario.
—Solo tengo que echar un vistazo, pero si tardo demasiado, vete. Puedo ir
andando al partido.
Elliott frunció el ceño.
—Catherine, está lloviendo a cántaros. No vas a ir andando bajo la lluvia.
Busqué el tirador de la puerta, pero Elliott me tomó la mano y miró
fijamente nuestros dedos entrelazados.
—¿Podrías sentarte con mi familia durante el partido?
Traté de sonreír, pero la sonrisa se me hacía extraña en la cara, y me salió
más bien una expresión dolorida.
—Tú estarás abajo en el campo. Será incómodo.
—No será incómodo. La tía Leigh querrá que te sientes con ellos.
—Ah. Está bien —dije, y las palabras sonaron como un farfulleo en mi
boca—. Solo tardaré un momento.
Salí del Chrysler, corrí hacia la casa y me detuve el tiempo justo para abrir
la puerta de la verja. Antes de llegar al porche, la puerta de entrada se abrió.
—Por Dios santo, pequeña. ¿No llevas paraguas? —preguntó Althea,
secándome con un paño de cocina.
Me volví y vi a Elliott saludándome con la mano, y empujé a Althea
adentro, cerrando la puerta detrás de nosotras.
—¿Cómo te va con el chico?
—La verdad es que muy bien —dije, peinándome hacia atrás el pelo
húmedo. Miré a mi alrededor y advertí que todo parecía seguir en orden. Sabía
que tenía que agradecérselo a Althea—. Elliott tiene un partido de fútbol esta
noche. Volveré tarde a casa. ¿Ha dicho mamá si necesitaba algo?
—Te diré qué vamos a hacer: si necesita algo, yo me encargo.
—Gracias —dije, tratando de recuperar el aliento después del corto esprint
hacia la casa—. Tengo que cambiarme. Bajo dentro de un segundo.
—¡Busca un paraguas, cielo! —gritó Althea mientras yo subía las
escaleras.
Una vez en mi habitación, me quité la sudadera y la reemplacé con un
suéter azul y un abrigo. Después de peinarme, cepillarme los dientes y pasarme
una barra de cacao por los labios, me detuve justo antes de llegar a la puerta de
mi habitación para rescatar mi paraguas del rincón.
El ruido de mis zapatos rechinando en las escaleras era inevitable, pero
mamá tenía que decir algo al respecto.
—Catherine Elizabeth —dijo mamá desde la cocina.
—Lo siento, tengo que irme corriendo. ¿Necesitas algo? —pregunté.
Mamá estaba de pie frente al fregadero, lavando patatas. Se apartó los rizos
oscuros de la cara y se volvió hacia mí con una sonrisa.
—¿Cuándo volverás?
—Tarde —respondí—. Es el último partido en casa de la temporada.
—No demasiado tarde —me advirtió.
—Lo dejaré todo preparado para la mañana. Te lo prometo.
Le di un beso en la mejilla y me volví hacia la puerta, pero ella me retuvo
por la manga del abrigo, y su expresión de alegría desapareció de su rostro.
—Catherine. Ten cuidado con ese chico. No entra en sus planes quedarse a
vivir aquí.
—Mami…
—Lo digo en serio. Es divertido, lo sé. Pero no te encapriches demasiado
de él. Tú tienes responsabilidades aquí.
—Tienes razón. Él no quiere quedarse a vivir aquí. Planea viajar por el
mundo. Tal vez con National Geographic. Me ha preguntado si tú… —Me
quedé callada.
—¿Te ha preguntado si yo qué?
—Si querrías ir a casa de su tía a cenar.
Se dio media vuelta y tomó una patata con una mano y el pelapatatas con
la otra.
—No puedo. Tengo mucho que hacer. Estamos completos.
—¿De verdad? —pregunté, mirando hacia arriba.
Mamá no contestó, deslizó el pelador por la superficie de la patata y le
arrancó la piel. El grifo todavía estaba abierto y siguió pelando la patata más
rápido.
—¿Mami?
Se volvió y me señaló con el pelapatatas.
—Ten cuidado con ese chico, ¿me oyes? No es de fiar. Nadie fuera de esta
casa es de fiar.
Negué con la cabeza.
—No le he dicho nada.
Sus hombros se relajaron.
—Bien. Ahora vete. Tengo trabajo que hacer.
Asentí, girando sobre mis talones, caminé hacia la puerta lo más rápido
posible y abrí el paraguas cuando estuve fuera. El Chrysler todavía seguía al
ralentí junto a la acera, y los limpiaparabrisas se balanceaban de un lado a otro.
Sentarme en el asiento del pasajero y sacudir el paraguas sin que el agua
cayese dentro del coche era una maniobra delicada, pero logré cerrar la puerta
sin mojarlo.
—¿Le has preguntado lo de la cena?
—Se lo he preguntado —dije—. Está ocupada.
Elliott asintió y apoyó el brazo en el respaldo del asiento.
—Bueno, al menos lo hemos intentado, ¿no?
—No puedo quedarme mucho rato luego —dije.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Está un poco rara. Más rara de lo habitual. Está de muy buen humor y
lleva así varios días, pero ha dicho que el Juniper está completo.
—¿Qué significa eso?
—Significa que debería volver a casa temprano… solo por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
Lo miré, deseando poder decirle la verdad, y luego me conformé con
ofrecerle una versión de la verdad.
—No lo sé. Es la primera vez que pasa.
Me deslicé por la pasarela frente a las gradas, donde estaban sentadas la tía
de Elliott, Leigh, y su madre. Al parecer, me reconocieron de inmediato.
Leigh sonrió.
—Hola, Catherine. ¿Puedes sentarte con nosotras? Elliott dijo que tal vez
podrías.
Asentí.
—Será un placer.
Leigh se deslizó y me indicó que me sentara entre ella y su cuñada. Vi de
dónde había sacado Elliott su intenso color de piel, aquel pelo oscuro que relucía
incluso a la luz de la luna y sus hermosos pómulos.
—Catherine, te presento a la madre de Elliott, Kay. Kay, esta es la amiga
de Elliott, Catherine.
La respuesta de Kay fue muy seca:
—Hola, Catherine. He oído hablar mucho de ti.
Sonreí, intentando no encogerme bajo su intensa mirada.
—Elliott me ha dicho que han organizado una cena para él esta noche.
¿Debo llevar algo?
—Eres muy amable, pero no hace falta —dijo Kay, mirando hacia delante
—. Sabemos lo que le gusta.
Asentí y miré hacia delante yo también. Elliott estaba seguro de que me
sentiría cómoda sentada al lado de su madre. O ella era buena actriz, o él no
sabía lo fría que era con los extraños indeseados.
—¿Debería bajar ahora? —preguntó Kay.
—Creo que es en el medio tiempo, ¿no? —dijo Leigh.
—Voy a ir a ver. —Kay se puso de pie y nos rodeó a Leigh y a mí con
cuidado antes de bajar las escaleras. El público de las gradas la llamó por su
nombre y ella levantó la vista y saludó con una sonrisa artificial.
—Tal vez debería ir a sentarme con la señora Mason —pensé en voz alta.
—No digas tonterías. Hazme caso, a Kay le cuesta un poco de tiempo
abrirse con los desconocidos. Eso, y que nunca se alegra de estar de vuelta en
Oak Creek.
—Ah —dije.
—Recuerdo que cuando John y yo empezamos a salir, Kay se puso como
una fiera. Nadie en la familia había salido con alguien que no fuera cherokee. A
Kay y a su madre, Wilma, no les hizo ninguna gracia, y John tuvo que esforzarse
mucho por convencerme de que al final acabarían aceptándolo.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, pues… —dijo, sacudiéndose los pantalones—. Solo un par de
años.
—¿Un par de años? Pero… ¿el padre de Elliott es…?
Leigh resopló.
—Cherokee. Y alemán, creo. Kay no habla del alemán, a pesar de que es
más claro de piel que yo. Y sí, dos años. Se nos hicieron muy largos, pero
también nos hicieron a John y a mí inseparables. ¿Sabes?, es bueno que las cosas
no sean demasiado fáciles, así las valoras más. Creo que ese es el motivo por el
que Elliott se ha pasado los últimos dos años castigado, tratando de volver a tu
lado.
Apreté los labios, intentando contener una sonrisa. Kay regresó; parecía
molesta.
—Tenías razón. En el intermedio —dijo ella. Alguien más la llamó y
levantó la vista, saludó dos veces sin sonreír y se sentó.
—Fue idea tuya dejarle terminar el instituto aquí —dijo Leigh.
—Fue idea suya —dijo Kay. Me miró con expresión adusta—. Me
pregunto por qué.
—Elliott dijo que fueses simpática —le advirtió Leigh.
—También dijo que ella es acuario —repuso Kay con aire petulante.
Leigh negó con la cabeza y se rio.
—Dios, no empieces con eso otra vez. Lo intentaste con John y conmigo,
¿recuerdas?
—Los dos nacisteis en la cúspide —respondió Kay. Esbozó una sonrisa
forzada y luego se concentró en el campo.
La banda empezó a tocar, y luego las animadoras y los miembros del club
de fans salieron corriendo al campo, formando un pasillo para los jugadores. Un
minuto más tarde, el equipo apareció a través de una pancarta de papel,
reventándola, y Kay inmediatamente localizó a Elliott de entre las decenas de
estudiantes y lo señaló con una sonrisa radiante iluminándole el rostro.
—Ahí está —dijo, agarrando el brazo de Leigh—. Qué grande se le ve…
Elliott no pasaba desapercibido. Su pelo oscuro le sobresalía por debajo del
casco.
Leigh dio una palmadita en el brazo de Kay.
—Eso es porque lo es, hermanita. Has engendrado a un gigante.
Sonreí, viendo como Elliott escaneaba rápidamente a la multitud y
encontraba a su madre, a su tía y luego a mí. Levantó la mano, apuntando al
cielo con el índice y el dedo meñique, con el pulgar hacia un lado. Leigh y Kay
le devolvieron el gesto, pero cuando bajaron las manos, él dejó la suya en el aire.
Leigh me dio un ligero empujón.
—Esa es tu señal, jovencita.
—Ah —dije, levantando la mano, con el meñique y el dedo índice en el
aire y el pulgar hacia un lado, para luego bajarla otra vez a mi regazo.
Elliott se dio media vuelta, pero capté su característica amplia sonrisa antes
de que se volviera.
Kay miró a Leigh.
—¿Le ha dicho que la quiere? ¿En lengua de signos?
Leigh le dio una palmada en el brazo otra vez.
—No finjas que no lo sabías.
CAPÍTULO 16
CATHERINE
WILLIAM HEITMEYER
674 OLEANDER BOULEVARD
WILKES-BARRE, PENSILVANIA
18769
Sam y yo nos sentamos dos filas detrás de Catherine y Madison. Estaba tan
oscuro que apenas veía las siluetas de sus cabezas asomando por encima del
asiento. Al principio, las chicas miraban por la ventanilla y se miraban entre
ellas mientras charlaban, y luego vi que Catherine se había quedado dormida,
porque cabeceaba hacia delante y hacia atrás hasta que, al final, apoyó la cabeza
sobre el hombro de Madison.
Me sentí un poco frustrado, medio engañado: Catherine habría estado
mucho más cómoda durmiendo sobre mi hombro.
—Eh —dijo Sam, dándome un codazo—. ¿Has acabado ya de mirarla?
Solté una carcajada y sacudí la cabeza. No tenía sentido negarlo; Sam ya
sabía que estaba perdidamente enamorado de esa chica. El autobús avanzaba con
una lentitud exasperante, y cada vez me costaba más estar cerca de Catherine y
no poder hablar con ella. En el instituto eso ya era bastante duro, pero aquello
era una tortura.
Las gotas de lluvia que se arremolinaban con el viento en las ventanillas
formaban unas perlas brillantes mientras ampliaban el tamaño de los faros de los
coches que pasaban, a veces en cuestión de segundos. Los limpiaparabrisas
oscilaban a izquierda y derecha, y junto con el zumbido del motor y el ruido de
la carretera que reverberaba por la oscuridad del autobús, el ritmo relajante
convertía en tarea casi imposible seguir despierto. Normalmente, en el camino
de vuelta a casa después de ganar un partido, en el interior siempre reinaba un
ambiente de celebración y energía, pero aparte de unas pocas voces profundas
que murmuraban en la parte de atrás, el silencio resultaba incluso inquietante.
—Va a haber una fiesta con barriles de cerveza en el embalse —empezó a
decir Sam, pero yo ya estaba negando con la cabeza—. Vamos, Elliott, ¿por qué
no? Además, es la mejor manera de vengarse de Presley y las demás. Esperaban
que Tatum disfrutara de un rato a solas contigo para así poder propagar otro
rumor, pero si nos presentamos con las chicas y descubren que han viajado con
nosotros en el autobús todo el camino de vuelta… ¡se llevarán un chasco
increíble! —exclamó, riendo entre dientes.
—Catherine tiene que irse a casa.
Me dio un codazo.
—Podemos sacarla a escondidas.
Miré por la ventanilla.
—No, en serio. No sabes lo que le espera en casa.
—Su madre es muy estricta, ¿eh? Bueno, pero tú sí puedes ir. Con Madison
y yo allí, al menos las Brubrujas no podrán decir que hiciste algo que no hiciste.
—Cuando negué con la cabeza otra vez, Sam frunció el ceño—. ¿Por qué? No
has ido a ninguna fiesta desde que empezó el curso.
—Y no pienso ir a ninguna. No sin ella.
—Entonces convéncela. Un poco de complejo de culpabilidad nunca le
hace daño a nadie.
—Que no puedo hacer eso, Sam. No sabes lo mucho que me ha costado
volver a ganarme su confianza. Vine aquí sin saber si ella me perdonaría o no.
Pasé dos años separado de ella, y creía que me moriría hasta que me habló por
primera vez. Justo ahora estamos volviendo al punto en que estábamos antes de
que me fuera. Puede que incluso mejor. No pienso tirar por la borda todo lo que
he conseguido por una fiesta. No es más importante para mí que Catherine.
—¿Acaso hay algo que lo sea? ¿El fútbol?
—No.
—¿Tu cámara?
—Tampoco.
—¿Qué hay de la comida?
Me reí.
—Si tuviera que elegir, me moriría de hambre.
—Vamos a ver, yo estoy locamente enamorado de Madison, así que lo
entiendo, pero… no sé… Todo eso que dices…
Negué con la cabeza.
—Entonces no lo entiendes.
—Explícamelo.
—¿Qué sentido tiene ir a una fiesta si no voy a divertirme sin ella allí? —le
pregunté.
—Eso no lo sabes. No has visto a Scotty saltar por encima de la fogata.
—¿Puede saltar sin quemarse? —exclamé.
—La mayoría de las veces —dijo Sam.
Nos reímos.
—Por cierto —continuó Sam—. Sí que lo entiendo. Madison tampoco
puede ir a fiestas. Cuando yo voy a alguna, me paso todo el rato echándola de
menos y deseando que estuviera allí. —Miró por la ventanilla y se encogió de
hombros—. Pero ella quiere que vaya. No quiere sentir que por su culpa me
estoy perdiendo algo. Si Catherine se siente así, ve a la fiesta solo una hora y ya
está. Pasas un rato con los chicos y te vas a casa. Así te sentirás como si hubieras
hecho piña con el equipo y ella no se sentirá culpable. Maddy sabe que yo nunca
haría nada que pudiera hacerle daño. Es mi mejor amiga.
Asentí. Catherine lo era todo para mí. Si algo le sucedía mientras yo estaba
en una estúpida fiesta, si venía a mi casa y yo no estaba allí, si se sentía herida,
aunque fuese tan solo un segundo, por tener que oír algún rumor, nunca me lo
perdonaría. Pero no podía decirle nada a Sam de eso.
—Catherine también es mi mejor amiga.
Me empezó a vibrar el teléfono. Cuanto más nos acercábamos a Oak
Creek, más mensajes de texto enviaban los miembros del equipo sobre la fiesta.
Sam leyó los mensajes.
—¿Lo ves? Será una mierda si no vas.
—Hablaré con Catherine —dije.
CAPÍTULO 22
CATHERINE
Querido Elliott:
No tengo nada más que regalarte, así que espero que esto te
sirva. No se me da demasiado bien hablar de mis
sentimientos. No se me da demasiado bien hablar de nada, en
realidad. Me resulta más fácil escribirlo.
Elliott, haces que me sienta amada y segura como nadie
me ha hecho sentirme en mucho tiempo. Eres valiente y dejas
que las cosas horribles que dice la gente te resbalen como si
nada pudiera tocarte, y luego dices cosas que me hacen
pensar que soy la única que puede hacerlo. Me haces sentir
hermosa cuando tú eres hermoso. Me haces sentir fuerte
cuando tú eres el fuerte. Eres mi mejor amigo, y resulta que
también estoy enamorada de ti, lo cual es lo mejor que me
podía haber pasado en la vida. Así que gracias. Nunca sabrás
lo infinitamente mejor que es mi vida solo por el hecho de
que tú estés en ella.
Te quiero,
Catherine
La señora Mason retorció su lápiz del número dos entre los dedos,
esperando a que yo hablara. Había hecho un comentario sobre mis ojeras.
Me senté en la silla llena de arañazos frente a su escritorio, hundida en el
interior de mi voluminoso abrigo y en mi bufanda. La señora Mason tenía la
misma expresión de preocupación que el día que llamó a Asuntos Sociales por lo
de mamá.
—Las cosas no van viento en popa —me limité a decir.
Ella se inclinó hacia delante.
—Fuiste a la comisaría de policía anoche. ¿Qué tal te fue allí?
—Fue.
El fantasma de una sonrisa asomó a sus labios.
—¿Elliott está bien?
Me hundí más en el asiento. Sería tan fácil desenmascarar al Juniper, pero
para hacer eso tendría que traicionar a mamá. Althea tenía razón. No podrían
continuar como hasta ahora sin mí. Pero ¿debían hacerlo? Miré a la señora
Mason con la cabeza cabizbaja.
—Está bien —fue mi escueta respuesta—. Fueron muy duros con él.
La señora Mason suspiró.
—Me lo temía. ¿Tú qué crees?
—¿Me está preguntando si creo que él tiene algo que ver con la
desaparición de Presley? No.
—Le gustas. Mucho. ¿No crees que estaría enfadado por la forma en que te
trataba Presley? He oído que era bastante mala contigo. ¿Por qué no me lo
dijiste, Catherine? Con todas las horas que hemos pasado aquí sentadas las dos
juntas, ¿no podías decirme que Presley Brubaker te estaba haciendo bullying?
—Elliott nunca le haría daño a Presley. Ella me ha hecho toda clase de
perrerías desde que lo conocí y él nunca ha ido más allá de afearle su
comportamiento en algunas ocasiones. Elliott ha tenido algunas peleas con otros
chicos, pero nunca le haría daño a una chica. Nunca.
—Te creo —dijo la señora Mason—. ¿Hay algo que no me estés diciendo?
—Cuando no respondí, juntó las manos—. Catherine, es evidente que estás
cansada. Estás estresada. Te estás hundiendo. Deja que te ayude.
Me restregué la pesadez de mis ojos. El reloj marcaba las 8.45. El día iba a
ser muy largo, sobre todo sabiendo que Elliott querría hablar. O tal vez no. Tal
vez estaba cansado de no poder trepar por los muros que yo misma había
construido a mi alrededor. No lo había visto desde que me fui de su casa la
noche anterior.
—Catherine…
—Usted no puede ayudarme —dije, poniéndome de pie—. La clase de
primera hora ya ha terminado. Debería irme.
—El inspector Thompson quiere que le informe. No puedo decirle de qué
hemos hablado, por supuesto, pero quiere que le envíe un correo electrónico con
una evaluación de tu estado emocional.
Fruncí el ceño.
—¿Eh…? ¿Qué…?
—Cuando te vayas, tengo que enviarle un correo electrónico. Tienen
previsto llamarte para que prestes declaración.
—¡No hemos hecho nada! ¡Que no me guste Presley no es ningún crimen!
¡¿Por qué no se concentran en encontrarla en lugar de acosarnos a nosotros?! —
grité.
La señora Mason se recostó en su silla.
—Vaya, esa es la reacción más sincera que he visto en ti hasta ahora. Eso
es increíblemente valiente. La sinceridad requiere vulnerabilidad. ¿Cómo te has
sentido al decir eso?
Hice una pausa, sintiéndome más manipulada que otra cosa.
—Envíele a Thompson lo que le parezca. Me voy.
Me eché la correa de la mochila sobre el hombro y tiré del pomo de la
puerta. La señora Rosalsky y la directora Augustine me vieron salir de allí hecha
una furia, al igual que el puñado de alumnos ayudantes.
Había una nota amarilla pegada a mi taquilla con la palabra CONFIESA
escrita en mayúsculas. La arranqué, la arrugué y la arrojé al suelo, centrando mi
atención en la taquilla. Tiré del tirador, pero la puerta no se abrió. Lo intenté una
y otra vez, sintiendo multitud de ojos clavados en mi nuca. Probé mi
combinación y tiré de nuevo. Nada. Unas lágrimas cálidas me humedecieron los
ojos.
Un brazo apareció sobre mi hombro derecho, hizo girar la rueda y luego
tiró con fuerza. El pestillo quedó desatascado, y agarré el brazo de Elliott con
ambas manos, sintiendo que el aliento se me atragantaba en la garganta.
Presionó la mejilla derecha contra mi mejilla izquierda, y su piel era como
un rayo de sol sobre la mía. Olía a jabón y a serenidad, y su voz me hizo entrar
en calor como una manta suave.
—¿Estás bien?
Negué con la cabeza. Él era importante. Debía protegerlo como él me
protegía a mí, pero no era lo suficientemente fuerte para dejar que se fuera.
Elliott era lo único que me anclaba a las cosas normales que me quedaban en
este mundo.
Elliott soltó la puerta de mi taquilla y me rodeó las clavículas con el brazo,
abrazándose a mi hombro, con la mejilla pegada todavía a la mía.
—Siento mucho lo de anoche, Catherine. Juré que nunca volvería a hacer
eso. Eres la última persona que querría que viera eso. Estaba cansado, furioso,
y… perdí los nervios. Yo nunca jamás te pondría la mano encima. Al parecer,
solo lo hago con las puertas. Y con los árboles… Bueno, y con Cruz Miller. La
tía Leigh dice que necesito un saco de boxeo en mi habitación. Creo que…
Me volví, enterrando mi rostro en su pecho. Él me envolvió con los brazos,
estrechándome con fuerza. Sus labios cálidos se hundieron en mi pelo y luego
presionó la mejilla sobre el mismo sitio.
—Lo siento mucho —repitió.
Negué con la cabeza, notando que las lágrimas me resbalaban por la nariz.
No podía hablar, sintiéndome más vulnerable en esa hora de lo que me había
sentido en tres años.
—¿Qué tal en casa?
El pasillo se despejó de gente y sonó el timbre, pero nos quedamos allí.
—Yo solo… —Las lágrimas me rodaban por las mejillas—. Estoy muy
cansada.
Los ojos de Elliott trazaron una danza mientras giraba el engranaje de su
cerebro.
—Esta noche me quedaré contigo.
—No quiero que te pase nada.
Apoyó la frente en la mía.
—¿Sabes lo que me pasaría si te pasara algo a ti? Sería capaz de cortarme
la mano con la que lanzo el balón para protegerte y que estuvieras segura.
Lo abracé más fuerte.
—Entonces, nos protegeremos el uno al otro.
El motor del Nissan de la madre de Madison emitía un silencioso zumbido
allí parado frente al Juniper. Madison hurgaba el volante con nerviosismo
mientras relataba la conversación con el inspector Thompson.
—Cuando entró mi padre —dijo, entornando los ojos—, cambió de actitud,
pero estaba convencido de que yo sabía algo. Sí, creo que fue ella quien me
rompió los faros, pero eso no significa que yo sea capaz de secuestrarla,
asesinarla o lo que sea que le haya pasado. Thompson fue…
—Implacable —dije, mirando hacia la calle Juniper. El viento estremecía
las ramas de los árboles desnudos, produciéndome escalofríos.
—Sí, eso. Dijo que podría llamarnos para ir a comisaría. A mí, a ti, incluso
a Sam. Pero con quien está obsesionado es con Elliott. ¿Crees que… crees que es
porque es cherokee?
—Su tía Leigh parece pensar eso. Estoy segura de que tiene razón.
Madison lanzó un gruñido.
—¡Es el mejor de todos nosotros! Elliott es un gran tipo. ¡Todos lo adoran!
Incluso Scotty Neal, y eso que Elliott le arrebató su posición de quarterback en
el equipo de fútbol.
—Ahora ya no lo adoran —comenté. Llevábamos recibiendo notas
anónimas todo el día—. Circulan rumores sobre nosotros. Creen que lo hicimos
solo porque nos interrogaron. Sea lo que sea lo que se supone que hicimos.
—Hay quienes piensan que Presley está muerta.
—¿Tú crees que está muerta? —le pregunté.
Madison se calló.
—No lo sé. Espero que no. Espero que esté bien. De verdad que sí.
—Yo también.
—Si alguien se la ha llevado, no fuimos nosotros, pero ha sido alguien. Y
ese alguien sigue ahí fuera. Eso me da mucho miedo. Tal vez por eso todos están
tan empeñados en culparnos a nosotros. Si saben que somos nosotros, se sienten
más seguros, por así decirlo.
—Supongo —dije—. Gracias por traerme a casa.
—De nada. ¿Vas a ir al partido este fin de semana? Va a ser un poco raro
animar al equipo y divertirnos con Presley todavía desaparecida. Dicen que van
a organizar una vigilia para antes del partido.
—No sé. No creo que sea muy apropiado. Pero tampoco quiero dejar solo a
Elliott…
—Iremos juntas.
Asentí con la cabeza y accioné el tirador de la puerta para salir del Nissan.
La hierba marchita crujió bajo mis zapatos cuando eché a andar por la acera. El
suelo estaba cubierto de miles de motas diminutas de nieve de Oklahoma, y
buena parte de lo que no había salido volando se había quedado incrustado en las
grietas del cemento del suelo. Me detuve en la verja negra de hierro, mirando
hacia el Juniper.
El alegre «adiós» de Madison fue un contraste discordante, y por un
momento me quedé desconcertada, medio segundo antes de despedirme de ella,
saludándola con la mano yo también.
Tras alejarse el Nissan, agarré el pomo de la puerta, la empujé y oí el
quejido familiar de los goznes cuando se abrió y luego otra vez cuando el muelle
la cerró. Pensé que ojalá Althea, Poppy o incluso Willow estuvieran al otro lado
de la puerta. Cualquiera excepto Duke o mamá.
—Tesoro, tesoro, tesoro…
Suspiré y sonreí.
—Althea.
—Dame ese abrigo y ven aquí a tomar un poco de chocolate caliente. Te
hará entrar en calor enseguida. ¿Has vuelto andando a casa?
—No —dije, colgando mi abrigo en un gancho vacío junto a la puerta.
Llevé mi mochila a la isla y la dejé junto a un taburete antes de sentarme.
Althea depositó delante de mí una taza humeante de chocolate caliente, con su
puñado de nubes de malvavisco incluido. Se limpió las manos en el delantal y se
recostó contra la encimera, apoyando la barbilla en la mano.
—Althea, ¿por qué te hospedas aquí? ¿Por qué no te quedas con tu hija?
Althea se levantó y corrió a afanarse con los platos en el fregadero.
—Bueno, es ese marido que tiene. Él dice que la casa es demasiado
pequeña. Solo tienen un dormitorio, ¿sabes? Pero yo me he ofrecido a dormir en
el sofá. Solía hacerlo cuando los niños eran bebés.
Se puso a limpiar más vigorosamente. Estaba incómoda, y levanté la vista,
preguntándome si Duke estaría por allí cerca. Los huéspedes parecían nerviosos
cuando él andaba rondando. O tal vez él estaba cerca porque los demás estaban
nerviosos.
—¿Cómo está el chocolate? —preguntó Althea.
—Muy rico —contesté, haciendo grandes aspavientos mientras tomaba un
sorbo.
—¿Qué tal el instituto?
—Hoy se me ha hecho muy largo. Anoche no dormí bien y la señora
Mason me ha llamado a primera hora.
—Ah. ¿Y te ha estado haciendo preguntas otra vez?
—Ha desaparecido una chica del instituto. Me ha preguntado por ella.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Presley Brubaker.
—Ah. Ella. ¿Y dices que ha desaparecido?
Asentí, calentándome las manos en la taza.
—Nadie ha visto nada. Hay un inspector en la ciudad que piensa que como
no me llevaba bien con ella, tal vez yo haya tenido algo que ver.
—¿Y qué dice la señora Mason?
—Hoy me ha hecho muchas preguntas. El inspector le pidió que le enviara
algún tipo de informe.
Althea frunció el ceño con expresión de disgusto.
—Fue ella la que denunció a tu madre a Asuntos Sociales aquella vez,
¿verdad?
—Estaba preocupada.
—¿Y ahora también está preocupada? —preguntó Althea.
—Probablemente. Está preocupada por Elliott. Yo también.
—Sabe Dios que lo estás. Me alegra que lo perdonaras. Eres más feliz
cuando te llevas bien con él. El perdón es bueno. Sana el alma.
—Lo alejé de mí durante un tiempo. Como hice con Minka y Owen. —Me
callé—. Pensé que estaría más seguro si lo mantenía alejado de mí.
Ella soltó una carcajada.
—¿Y Minka y Owen? Hace mucho tiempo que no hablas de esos dos.
Nunca fueron buenos para ti.
—Pero ¿crees que Elliott sí lo es?
—Me gusta verte sonreír, y cuando hablas de ese chico, se te ilumina toda
la cara.
—Althea… Mamá estaba fuera en la calle la otra noche. Iba en camisón.
¿Sabes por qué?
Negó con la cabeza.
—Tu mamá ha estado muy extraña últimamente. Yo solo me siento y
observo.
Asentí, tomando otro sorbo.
—Entonces, ¿hablas con mamá? ¿Te ha contado por qué ha estado tan…
diferente?
—Hablé con ella en la reunión.
—La reunión que hicisteis para hablar sobre mí.
Asintió.
—Tú no dejarías que nadie me hiciese daño, ¿verdad, Althea?
—No digas bobadas.
—¿Ni siquiera mamá?
Althea dejó de limpiar.
—Tu madre nunca te haría daño. Tampoco dejaría que nadie te lo hiciera.
Lo ha demostrado una y otra vez. No le faltes el respeto delante de mí. Nunca.
—Salió volando de la cocina como si la hubiera llamado alguien. Corrió
escaleras arriba y un portazo resonó por todo el Juniper.
Me tapé los ojos con la mano. Acababa de ofender a mi única aliada.
CAPÍTULO 29
CATHERINE
CONFIESA
La lluvia caía sobre el cristal delantero del Chrysler, resbalando sin que los
limpiaparabrisas pudieran hacer nada por remediarlo. Elliott había estado muy
callado toda la tarde, después de clase, en el supermercado y sentado en su
coche, frente al Juniper.
—¿Puedo entrar? —preguntó al fin, con el agua aún goteándole de la nariz.
Tenía la mirada fija en el volante, aguardando mi respuesta.
Le toqué la mejilla.
—Sí. Tenemos que secarte.
—Entonces llevaré las bolsas al porche y me reuniré contigo arriba.
Asentí.
Cuando llevé la última bolsa a la cocina, me detuve y descubrí a mamá
sentada en el sofá, mirando una pantalla apagada de televisión.
—He hecho la compra —le dije, quitándome el abrigo y colgándolo con
los demás—. ¿Quieres ayudarme a guardarla? —No me respondió—. ¿Qué tal tu
día?
Fui colocando un artículo tras otro y llené la despensa y luego el
frigorífico. Tenía la ropa mojada pegada a mi piel, y empezaron a castañetearme
los dientes mientras dejaba las bolsas de plástico vacías en la papelera de
reciclaje. Me quité las botas y las dejé en el recibidor antes de entrar en la sala de
estar.
—¿Mami?
No se movió.
La rodeé y vi su rostro pálido y sus ojos enrojecidos mirando al suelo.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, arrodillándome frente a ella.
Le aparté con los dedos el pelo enredado de la cara, sintiendo un extraño
malestar en el estómago. Ya había estado así de decaída una o dos veces antes,
pero su comportamiento era cada vez más alarmante.
—Todo el mundo muere —susurró con la mirada perdida en el infinito.
—¿Echas de menos a papá? —le pregunté.
Levantó la vista para fulminarme con la mirada, y luego se volvió y vi que
una lágrima le caía por la mejilla.
—Muy bien. Vamos a llevarte a la cama.
Me incorporé y la ayudé a levantarse con un gruñido. La llevé al piso de
arriba, hasta el final del pasillo, y luego subimos el segundo tramo de escaleras
que conducía a su dormitorio. Se sentó en la cama, con la misma expresión de
tristeza en su rostro. Le desabroché la blusa, le quité el sujetador y encontré su
camisón favorito y se lo puse metiéndoselo por la cabeza.
—Ven —dije, retirando las sábanas.
Cuando se acostó, la ayudé a quitarse los zapatos y los vaqueros, y la tapé
con la sábana y la manta mientras me daba la espalda.
Tenía la piel fría y pegajosa cuando presioné los labios sobre su mejilla,
pero permaneció quieta. Le di unas palmaditas en las manos y advertí que
llevaba restos de suciedad y tierra incrustada en las uñas.
—Mami, ¿qué has estado haciendo?
Retiró la mano.
—Bueno. Ya hablaremos de eso mañana. Te quiero.
Cerré su puerta y procuré no hacer ruido mientras bajaba las escaleras y
caminaba por el pasillo hacia mi habitación. Pasé por delante de mi puerta e hice
girar la rueda del termostato, suspirando cuando se encendieron los conductos de
la calefacción. Mamá ni siquiera me había preguntado por qué estaba mojada y
temblando.
—Soy yo —susurré mientras me deslizaba por la pequeña abertura que
había entre el tocador y la puerta.
Esperaba ver a Elliott en mi habitación, pero no estaba allí, sino que estaba
en el baño, chorreando y tiritando. Solo llevaba sus vaqueros mojados, con una
de mis toallas alrededor de los hombros desnudos.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, reuniéndome con él en el baño.
Tenía los labios azulados y le castañeteaban los dientes.
—No consigo entrar en calor —dijo.
Los anillos de la cortina de la ducha se deslizaron chirriando por el soporte
y abrí el grifo. Me quité el abrigo y entré en la bañera, arrastrando a Elliott
conmigo.
Permanecimos juntos bajo el cálido chorro de agua corriente, mientras el
temblor incontrolable de nuestros cuerpos iba disminuyendo a niveles más
tolerables. Abrí más el grifo, ajustando la temperatura, calentando el agua
mientras esta nos calentaba a nosotros.
Elliott me miró, capaz por fin de percibir algo más que el frío. El agua le
goteaba desde la punta de la nariz y el mentón mientras me miraba, percatándose
de que mi suéter y mis vaqueros estaban empapados. Extendió la mano hacia la
parte inferior del suéter y, tirando de ella hacia arriba, me dejó tan solo con una
delgada camiseta de color rosa. Se agachó y tomó mis mejillas en sus manos
antes de acercar sus labios a los míos.
Bajé la mano para desabrocharme los vaqueros, pero no se deslizaron con
la facilidad de siempre, sino que se me quedaban pegados a la piel a cada
centímetro. Los arrojé hacia la parte posterior de la bañera de un puntapié. El
tacto de los dedos de Elliott parecía distinto sobre mi piel, las yemas de sus
dedos se hundieron más profundamente, su respiración se volvió más jadeante y
su boca, más hambrienta. Envolvió los brazos alrededor de mi cintura y me
atrajo hacia sí, y justo cuando su boca abandonó la mía para explorar mi cuello,
sus besos se volvieron más lentos y la avidez de sus manos recobró la
normalidad.
Extendió la mano para cerrar el grifo y luego tomó dos toallas. Me dio una
y después se secó la cara con la otra.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Creo que deberías… —Señaló hacia mi dormitorio con gesto
avergonzado.
—¿He hecho algo mal?
—No —dijo rápidamente, tratando de ahorrarme la misma humillación que
sentía él—. No he venido… preparado.
—Ah. —Parpadeé, procesando el significado de aquellas palabras, hasta
que al final las entendí. Cuando lo hice, abrí mucho los ojos—. Ah.
—Sí. Lo siento. No se me ocurrió pensar que tenía esa posibilidad…
Traté de contener una sonrisa, pero no lo conseguí. No podía culparlo. No
le había dado ninguna pista de que la tuviera.
—Creo que… —Señalé mi tocador y cerré la puerta del baño a mi espalda.
Me tapé la boca, sofocando unas risas antes de abrir un cajón.
Deslicé una pierna y luego la otra en unas bragas secas, y luego saqué del
cajón el primer camisón que encontré y me lo puse.
Elliott llamó a la puerta.
—¿Puedes sacarme mi camiseta y mis pantalones cortos de la bolsa?
—Sí —dije, acercándome a la bolsa de lona del rincón. Había una camiseta
negra y un par de pantalones cortos de algodón gris doblados en lo alto. Los
saqué y corrí a la puerta del baño. Elliott la abrió unos centímetros y alargó la
mano, con la palma hacia arriba.
Una vez que tuvo la ropa en la mano, cerró la puerta de nuevo.
Me senté en la cama, cepillándome el pelo con el sonido de fondo de mi
caja de música, esperando que apareciera Elliott. Salió al fin, aún abochornado.
—No te sientas avergonzado —dije—. Yo no lo estoy.
—Es solo que… La tía Leigh lo mencionó después de la primera noche
que pasé aquí. Yo le aseguré que eso no era una posibilidad a corto plazo. Ahora
pienso que ojalá le hubiera hecho caso.
—Vaya, eso sí que resulta embarazoso…
Elliott se rio, sentándose a mi lado y arrancándose con dificultad el
coletero de su moño mojado.
—Trae, déjame ayudarte —dije, y sonreí mientras se relajaba de espaldas a
mí.
Tardé un minuto largo, pero logré soltarle la banda elástica negra del
cabello y empecé a desenredárselo. Comencé por las puntas, sujetándolas
mientras le cepillaba suavemente el resto del pelo. Respiró profundamente,
cerrando los ojos mientras el sonido de los oscuros mechones al pasar por las
púas de mi cepillo adquiría un ritmo constante.
—Nadie me había cepillado el pelo desde que era pequeño —dijo.
—Es muy relajante. Deberías dejarme hacerlo más a menudo.
—Puedes hacerlo cuando quieras.
Cuando pude comenzar desde la raíz y pasar el cepillo hasta las puntas,
Elliott me quitó la banda elástica y se la puso de nuevo.
—Eres como ese tipo de la Biblia —dije—. Ese tan fuerte, el que tenía la
fuerza en el pelo.
Elliott levantó una ceja.
—¿Has leído la Biblia? Creía que dijiste que no creías en Dios.
—Antes sí.
—¿Qué te hizo cambiar? —preguntó.
—¿Tú sí? ¿Crees en Dios?
—Creo en una conexión, con la tierra, con las estrellas, con todos los seres
vivos, con mi familia, con mis antepasados.
—¿Conmigo?
Parecía sorprendido.
—Tú eres mi familia.
Me incliné para besarlo y le rocé apenas una herida rojo oscuro en el labio.
Hizo una mueca de dolor.
—Voy a buscar un poco de hielo.
—No, no pasa nada. No te vayas.
Me reí.
—Vuelvo enseguida.
Salí y bajé las escaleras. Abrí el congelador y busqué una bolsa de gel frío.
La envolví en un paño de cocina y regresé corriendo al piso de arriba, reparando
en que para mí era algo natural aguzar el oído para detectar cualquier
movimiento. No se oía nada. Incluso el calentador de abajo estaba en silencio.
Cuando volví al dormitorio, Elliott me ayudó a cambiar de sitio el tocador
y la cama y colocarlos contra la puerta.
—Podría venir en algún momento cuando no esté tu madre e instalarte un
cerrojo.
Negué con la cabeza.
—Entonces lo adivinaría. Y se asustaría si yo cambiara algo en la casa.
—Tiene que entender que su hija adolescente necesita un pestillo en la
puerta de su habitación. Sobre todo habiendo huéspedes por aquí.
—No, no lo entenderá. —Le toqué la línea oscura del labio, la herida
donde Cruz lo había golpeado—. Lo siento mucho, Elliott. Si te hubieras
mantenido alejado de mí, no estarías en esta situación ahora mismo.
—Piénsalo. ¿Por qué creen que tenías una razón para hacer daño a Presley?
Porque ella era mala contigo. Nunca me vas a convencer de que algo de esto
haya sido culpa tuya. Podrían agredirme una docena de veces y seguiría sin ser
culpa tuya. Esa es su elección. Su odio. Su miedo. Tú no los obligas a hacer
nada.
—¿Crees que intentarán atacarte de nuevo?
Lanzó un suspiro, irritado.
—No lo sé. ¿Importa?
—Sí. Porque tienes razón. Cada vez es peor. Tal vez deberías trabajar en el
despacho de la señora Mason tú también —dije.
—No es mala idea. Echo de menos verte en el pasillo y en la clase del
señor Mason.
—Dímelo a mí. Hace semanas que estoy allí. Se acercan las vacaciones de
Navidad y no veo el final.
—La señora Mason está preocupada por ti. Y yo también.
—Pues vamos a preocuparnos por ti, para variar.
Los dos nos quedamos callados cuando un tablón crujió en el pasillo.
—¿Quién anda ahí? —susurró Elliott.
—Willow estaba aquí cuando llegué a casa del instituto. Probablemente sea
ella.
—¿Quién es Willow?
Suspiré.
—Tiene diecinueve años. Se pinta los ojos con mucho delineador negro.
Así es como se la reconoce entre la multitud. Siempre está… triste.
—¿De dónde es?
—No hablo con ella tanto como con los demás. La mayoría de las veces
está demasiado deprimida. Mamá dice que es una fugitiva. Por su acento, creo
que es de Chicago.
—¿Y el resto? Dijiste que el Juniper tiene clientes habituales.
—Mmm… —Se me hacía raro hablar de los huéspedes con alguien—.
Están Duke y su hija Poppy. Él dice que trabaja en algo relacionado con el
petróleo, y es de Texas, pero básicamente se dedica a gritar. Siempre está muy
enfadado… da mucho miedo, y Poppy es como un ratoncillo que merodea por el
Juniper.
—Eso es horrible. ¿Por qué viaja con él?
—Él viene aquí por trabajo. Poppy no tiene madre.
—Pobre niña.
Me retorcí.
—¿Quién más?
—Cuando Althea se queda con nosotras, me ayuda a cocinar y a limpiar, y
siempre me da muy buenos consejos. Fue ella quien me dijo que te perdonara.
—Una mujer muy sabia —dijo Elliott con una sonrisa.
—Luego están mi tío Sapo y la prima Imogen, que vienen algunas veces,
pero no tan a menudo como los demás. Después de la última vez, mamá le dijo
al tío Sapo que no podría volver durante una buena temporada.
—¿El tío «Sapo»?
Me encogí de hombros.
—Si parece un sapo y habla como un sapo…
—¿Es hermano de tu madre o de tu padre? ¿O el marido de alguna
hermana?
—No lo sé —dije, mirando al techo con aire pensativo—. Nunca lo he
preguntado.
Elliott se rio.
—Eso sí que es raro.
—Es todo muy raro, créeme.
La habitación estaba oscura y el Juniper se hallaba en silencio, salvo por
los pasos esporádicos de Willow y el ruido de los coches que circulaban por
nuestra calle. El tocador estaba contra la puerta y la cama contra el tocador, así
que ya no me preocupaba que los huéspedes entraran en mi cuarto por la noche.
Me incliné para besar el labio hinchado de Elliott con delicadeza.
—¿Así está bien? —le pregunté.
—Siempre está bien.
Me recosté en el pecho de Elliott y escuché los latidos de su corazón. Se le
aceleró durante unos segundos antes de apaciguarse de nuevo. Me abrazó y me
habló en voz baja y suave:
—Vacaciones de Navidad, luego Navidad, luego Año Nuevo y luego el
último semestre del instituto. Cumples los dieciocho en poco más de un mes.
Pestañeé.
—Guau. Parece imposible.
—¿Todavía planeas quedarte aquí?
Pensé en su pregunta. Hasta entonces había sido como si los dieciocho no
fueran a llegar nunca. Ahora que ya estaban aquí y que me sentía tan segura y
cómoda en los brazos de Elliott, mi determinación empezaba a flaquear.
—Rectificar es de sabios —dijo.
Le pellizqué el costado y dejó escapar un aullido casi silencioso. Sus dedos
encontraron el punto débil en mi abdomen donde hacerme cosquillas y empecé a
chillar. Me tapé la boca, con los ojos muy abiertos.
Nos reímos hasta que el pomo de la puerta se movió.
—¿Catherine? —dijo Willow.
Me quedé paralizada, sintiendo que el miedo me perforaba un agujero en el
pecho y se expandía por mis venas. Tuve que hacer acopio de todo mi valor para
atreverme a hablar.
—Estoy en la cama, Willow. ¿Qué necesitas? —pregunté.
La puerta se sacudió en sus goznes de nuevo.
—¿Qué hay detrás de la puerta?
—¿Mi tocador?
Empujó la puerta de nuevo.
—¿Por qué?
—Porque no tengo pestillo, y los huéspedes piensan que pueden entrar sin
más.
—¡Déjame entrar…! —gimoteó.
Tardé unos segundos en reunir el coraje suficiente, pero la alternativa era
peor.
—No. Estoy en la cama. Vete.
—¡Catherine!
—¡Te he dicho que te vayas!
El pomo de la puerta se quedó quieto y los pasos de Willow se fueron
alejando a medida que caminaba pasillo abajo.
Dejé caer la cabeza sobre el pecho de Elliott, soltando el aire al fin, como
si hubiera estado bajo el agua.
—Por poco…
Me abrazó, y la calidez de sus brazos ayudó a que mi ritmo cardíaco
volviera a la normalidad.
—Definitivamente, su acento es de Chicago.
Apoyada aún en el pecho de Elliott, no dejé de mirar la puerta.
—¿Vas a seguir vigilándola hasta mañana? —preguntó.
—Elliott, si entra…
Esperó a que terminara de decir una verdad que le negaba
sistemáticamente.
—Dilo. Dímelo.
Fruncí el ceño, mientras todo mi ser me pedía a gritos que no le dijera las
palabras que quería escuchar.
—Estarán tratando de retenerme aquí. Mamá. Los huéspedes.
—¿Por qué?
—Más preguntas —dije, ya a kilómetros de distancia de cualquier
sensación de comodidad.
—Catherine… —insistió—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué están
haciendo?
Me mordí el labio inferior y luego me cambié de posición.
—Los huéspedes nuevos… no se marchan. A veces encuentro sus maletas
en el sótano. O sus artículos de aseo todavía en sus habitaciones. No tenemos
huéspedes aparte de los clientes habituales muy a menudo, pero…
Elliott permaneció callado durante largo rato.
—¿Cuánto hace que sucede eso?
—Empezó poco después de que abriéramos.
—¿Y qué pasa con ellos? ¿Qué les pasa a los huéspedes nuevos?
Me encogí de hombros, sintiendo el escozor de las lágrimas en los ojos.
Elliott me abrazó a su pecho. Estuvo callado durante mucho tiempo.
—¿Ha venido alguien buscándolos?
—No.
—Puede que sea otra cosa. Tal vez los clientes habituales les roban.
—Tal vez.
—¿Nunca has visto a nadie irse?
—A nadie que haya venido solo.
Lanzó un suspiro y me abrazó con más fuerza. Al final sentí que los ojos
me pesaban cada vez más, y por mucho que me esforcé en permanecer atenta a
las sombras en la luz que se colaba por debajo de la puerta, la oscuridad me
rodeó y me dejé atrapar por ella.
Cuando abrí los ojos de nuevo, Elliott se había ido. Los pájaros invernales
gorjeaban bajo el sol brillante y el viento había enmudecido por una vez. Me
vestí para ir a clase, y justo cuando me recogía el pelo en una coleta, oí el
estruendo de unos platos en la cocina, y saltó la alarma antiincendios. Bajé
corriendo las escaleras y me detuve en seco cuando vi el caos en la cocina.
Mamá estaba haciendo todo lo posible por preparar un desayuno decente, y el
olor a beicon quemado se mezclaba con el humo en el aire.
Abrí la ventana de la cocina, saqué un mantel individual y lo usé para
ahuyentar el humo. Al cabo de unos segundos la alarma dejó de sonar.
—Vaya, habré despertado a toda la casa —dijo.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Pues… —Miró a su alrededor y suspiró al ver los restos de un huevo
roto en el suelo.
Me incliné para recoger la yema y la cáscara y me levanté para arrojarlos al
fregadero. Mamá era una cocinera experta, así que no tardé mucho en deducir
qué había pasado.
—¿Está Duke aquí? —le pregunté. Pero antes de que pudiera responder, vi
el Chrysler aparcado fuera—. ¡Oh! ¡Tengo que irme! —anuncié.
Elliott salió y me esperó junto al coche, pero su sonrisa no era tan
luminosa, ni sus ojos estaban tan brillantes como de costumbre mientras me
acercaba a él.
Cuando me senté en el asiento del pasajero, me tomó de la mano, pero
hicimos el trayecto al instituto en silencio. Los dos sabíamos que ese día sería
peor que el día anterior. Cada día que pasaba sin noticias de Presley, más hostil
se volvía el instituto con nosotros.
Elliott aparcó y suspiró. Le apreté la mano.
—Tres días más hasta las vacaciones de Navidad.
—Me van a expulsar. Lo presiento.
—Deja que le pregunte a la señora Mason si puedes trabajar en su
despacho, ¿de acuerdo?
Negó con la cabeza, tratando de disimular su ansiedad con una sonrisa.
—No. Quiero verte más, pero no me esconderé.
—No es justo que yo esté protegida ahí dentro y tú seas un blanco fácil. Y
no te estarías escondiendo. Estarías evitando meterte en una pelea.
—No lo llevo en la sangre eso de evitar las peleas.
Entramos de la mano en el instituto. Él se situó un poco por delante de mí,
lo justo para llevarse algún que otro empujón cuando se cruzó con sus
compañeros de equipo y otros estudiantes en el pasillo. Las sonrisas y las
palabras amables habían desaparecido, reemplazadas por las miradas acusadoras
y por el miedo.
Elliott siguió andando con la vista fija delante, torciendo levemente la
mandíbula después de cada empujón. Podría haber dado un puñetazo en la cara
de cada uno de ellos, partirles los dientes o romperles las narices, pero se limitó
a repetir su mantra para sus adentros, contando los días que faltaban para las
vacaciones de Navidad.
Permaneció a mi lado mientras abría mi taquilla. Cuando tuve en mis
manos los libros de lengua, física e historia mundial, me acompañó a la oficina y
me besó en la mejilla, luego intentó llegar a su taquilla y a su clase antes de que
sonara el timbre. Me pregunté si alguien lo pararía por el camino.
—Buenos días, Catherine —dijo la señora Mason. Ya estaba tecleando sin
parar cuando entré en su despacho. Reparó en mi silencio y levantó la vista—.
Vaya. ¿Va todo bien?
Me mordí la parte interior del labio, deseando con todas mis fuerzas
hablarle de Elliott, pero él odiaría sentir que se estaba escondiendo en su
despacho todo el día.
—Ha sido una mañana un poco accidentada. Se ha quemado el desayuno y
hemos tenido que empezar de cero.
—¿Estabas distraída?
—No he sido yo. Era mamá. Está… triste otra vez.
Pasar tantas semanas en un pequeño despacho con la señora Mason hacía
imposible eludir la conversación. Después de la primera semana, comenzó a
sospechar, así que le contaba lo justo para que se quedara satisfecha.
—¿Ha pasado algo o…?
—Ya sabe. Simplemente, se pone así a veces. Va a peor a medida que se
acerca el día de la graduación.
—¿Has enviado ya las solicitudes a las universidades? Aún tienes tiempo.
Negué con la cabeza, descartando la idea de inmediato.
—Podrías conseguir una beca fácilmente, Catherine. Yo podría ayudarte.
—Ya hemos hablado de esto. Sabe que no puedo dejarla.
—¿Por qué? Muchos hijos de padres que regentan un negocio van a la
universidad. Podrías volver con todo lo aprendido y hacer cosas increíbles con el
Juniper. ¿Qué te parece estudiar gestión hotelera?
Me reí.
La señora Mason sonrió.
—¿Te parece algo gracioso?
—No es posible.
—Catherine, ¿me estás diciendo que no puedes ir a la universidad porque
tu madre no puede cuidar de sí misma mientras tú no estás? ¿Significa eso que la
estás cuidando tú?
—Algunos días más que otros.
—Catherine —dijo la señora Mason, juntando las manos detrás de su placa
de identificación. Se inclinó hacia delante, con tristeza y desesperación en su
mirada—. Por favor. Por favor, déjame ayudarte. ¿Qué está pasando allí dentro?
Fruncí el ceño y luego le di la espalda y abrí mi cuaderno de ejercicios de
lengua.
Suspiró y, acto seguido, una sucesión constante de golpes en el teclado
inundó el silencio del reducido espacio.
Mi lápiz del número dos rascó el papel del cuaderno, incorporando un
nuevo ritmo al tecleo de la señora Mason. Sentarse allí en silencio con ella se
había convertido para mí en una costumbre cómoda… segura, incluso. Allí no
había nada más que hacer aparte de las tareas escolares. Podía estar allí sin más.
Justo antes del almuerzo las persianas del despacho de la señora Mason se
movieron. Después de algunos gritos y cierto alboroto, se asomó y luego tiró de
la cuerda para subir la persiana.
El entrenador Peckham estaba justo en la puerta del despacho, sujetando el
brazo de Elliott con una mano y el de otro estudiante que no reconocí porque
tenía los ojos casi cerrados de la hinchazón.
La señora Mason salió corriendo y yo la seguí.
—Este de aquí —dijo el entrenador Peckham, empujando al chico hacia
delante— empezó. Y este —añadió, empujando a Elliott— lo terminó.
—¿Quién es? —preguntó la señora Rosalsky, corriendo con una bolsa de
hielo en la mano. Ayudó al chico a sentarse y le puso dos cuadrados fríos en los
ojos.
—No es uno de los míos… por una vez —dijo el entrenador Peckham—.
Owen Roe.
Me tapé la boca.
La señora Rosalsky levantó la vista.
—Voy a llamar a enfermería. Estoy casi segura de que tiene la nariz rota.
La señora Mason bajó la barbilla.
—La directora Augustine y el vicedirector Sharp están en una reunión de
administración. Elliott, sígueme al despacho de la directora Augustine, por favor.
Catherine, vuelve a tu mesa.
Asentí con la cabeza, percibiendo la expresión de vergüenza en el rostro de
Elliott mientras pasaba por mi lado sin un solo rasguño. Tenía la mano izquierda
hinchada, y me pregunté cuántas veces habrían hecho contacto esos nudillos con
la cara de Owen antes de que alguien lo detuviera; cuánta furia reprimida había
detrás de los mismos golpes que agujereaban las puertas.
Me acerqué a Owen, me senté a su lado y lo ayudé a sostener la bolsa de
hielo en su ojo izquierdo.
—Hola —dije.
—¿Catherine?
—Soy yo —respondí, apartando la mano cuando él se echó hacia atrás—.
Solo intento ayudar.
—¿A pesar de que tu novio me ha dejado ciego?
—No estás ciego. La hinchazón bajará. —Dudé, sin estar segura de querer
saberlo—. ¿Qué ha pasado?
Se inclinó.
—Como si te importara.
—Sí. Me importa. Sé que hemos… Sé que he estado distante.
—¿Distante? Más bien desaparecida. ¿Qué te hicimos, Catherine?
—Nada. No hicisteis nada.
Volvió la barbilla hacia mí, sin poder ver mi expresión.
—No dejas tiradas a dos personas, dos personas de las que has sido amigo
durante casi toda tu vida, por nada.
Suspiré.
—Mi padre murió.
—Lo sabemos. Y nosotros intentamos estar allí a tu lado.
—Eso no es lo que necesitaba.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dijiste? ¿Por qué hacer que Minka se
sintiera como si no valiera una mierda, y a mí como si fuera un montón de
basura de la que pudieras deshacerte sin más? Entiendo que estabas mal, que
sufrías. Pero podrías habernos dicho que necesitabas espacio.
Asentí con la cabeza, bajando la vista.
—Tienes razón. Eso es lo que debería haber hecho.
—Nos cerraste la puerta en las narices. Más de una vez.
—Me he portado fatal contigo, cuando tú solo intentabas ser mi amigo.
Pero yo no era yo. Sigo sin ser… la chica que conocías. Y las cosas son mucho
peores ahora de lo que eran entonces.
—¿Qué quieres decir? —preguntó. El dolor y la ira desaparecieron de su
voz.
Me levanté.
—Aún debes mantenerte alejado de mí. Todavía no es seguro acercarse.
Se recostó hacia atrás y la expresión hosca regresó a su rostro.
—Pero Madison y Sam son inmunes a eso, ¿no?
—Maddy y Sam no quieren entrar —murmuré.
—¿Qué quieres decir? ¿Es que está pasando algo en tu casa?
Entraron dos auxiliares de enfermería, uno bajo y barrigudo y el otro alto y
desgarbado. Se presentaron a Owen y yo me aparté.
—¿Catherine? —dijo la señora Rosalsky, mirando hacia la puerta abierta
de la orientadora.
Sabía lo que quería, así que regresé al despacho de la señora Mason para
seguir estudiando sola. Sonó el timbre que anunciaba el fin de la primera hora de
clase y otra vez después para iniciar la segunda. Elliott continuaba en la oficina
de la directora, y el resto del personal administrativo seguía trabajando como
siempre.
Media hora más tarde, Elliott salió de la oficina de la directora Augustine.
Con la mirada fija en el suelo, masculló una disculpa casi inaudible al pasar.
—Eh —dije, corriendo a alcanzarlo con una sonrisa reconfortante, pero él
no me hizo caso y salió disparado por la puerta. Dos guardias de seguridad del
instituto lo siguieron, y me volví hacia la señora Mason—. ¿Lo ha expulsado?
—No me mires así —dijo, guiándome a su despacho y cerrando la puerta
—. Ha enviado a un alumno al hospital. No me ha dejado alternativa,
sinceramente.
—¿Qué pasó? —exigí.
—Sabes que no puedo hablarlo contigo.
—Me lo dirá él después del instituto.
La señora Mason se desplomó sobre su silla.
—¿Estás segura de eso? —Fruncí el ceño. Ella suspiró y se irguió en el
asiento—. Owen le dijo algo a Elliott que no le gustó. Elliott le dio un puñetazo.
Muchos puñetazos.
—No haría eso sin que hubiera una provocación.
—¿De verdad? Porque he oído lo de su pelea con Cruz Miller en la fiesta
de la fogata. —Se puso a ordenar papeles en su escritorio, claramente nerviosa.
—¿Tiene idea de todo por lo que ha tenido que pasar este último mes?
Desde que nos trajeron aquí a rastras y nos interrogaron sobre Presley, todos
piensan que le hicimos algo.
—Bueno, lo de hoy no ha sido en defensa propia. —La señora Mason dejó
de ocuparse de los papeles y suspiró, mirándome con expresión sincera en los
ojos—. Al no detenerse, se convirtió en el agresor. No te preocupes. Aquí estás a
salvo.
—Pero a él lo ha dejado ahí fuera…
Meditó sobre mis palabras.
—¿Crees que debería haberlo traído aquí a él también? Sinceramente, no
creo que nadie sea tan estúpido como para meterse con Elliott. Es casi del
tamaño de un jugador de fútbol americano.
—Y menos mal que así es, porque es como atravesar un campo de fútbol
cuando hay que recorrer el pabellón C desde el aparcamiento todas las mañanas,
a la hora del almuerzo y después de clase.
—¿Se meten contigo o te empujan?
—Señora Mason… por favor. No puede expulsarlo. Podría perder la beca
que estén planteando darle.
Me miró fijamente por un momento. Era la vez que le había hablado con
más claridad sobre mis sentimientos o sobre lo que pensaba, y vi cómo decidía
utilizarlo a su conveniencia. Su siguiente pregunta me dio la razón:
—Dime qué está pasando en casa y reconsideraré mi decisión.
—¿Me está…? ¿Me está chantajeando?
—Sí —contestó rotundamente—. Dime qué es lo que ocultáis tú y Elliott y
lo dejaré volver al instituto mañana mismo.
Me quedé atónita. La habitación empezó a darme vueltas y creí que me
quedaba sin aire.
—Eso no es justo. Ni siquiera estoy segura de que sea ético.
—¿Importa eso? —preguntó, recostándose. Estaba orgullosa de sí misma.
Sabía que ya había ganado.
—¿Y seguro que puede hacer eso? ¿Anular su expulsión?
—Puedo castigarlo con una suspensión a nivel interno con obligación de
asistir a sesiones de orientación. Eso debería apaciguar a los padres de Owen.
Puse los ojos en blanco.
—Ya le he dicho que podría perder su beca.
Se encogió de hombros.
—Eso es lo máximo que puedo hacer. Lo tomas o lo dejas.
—Suspensión interna con orientación. ¿Se encargará usted de la
orientación?
—Si me dices la verdad sobre lo que ha estado ocurriendo en tu casa, sí.
Me recosté en la silla, agarrándome al respaldo como si fuera un
salvavidas.
—Puedes tomarte un tiempo para pensarlo, si quieres —me ofreció la
señora Mason.
Tomar la decisión de marcharme fue más fácil de lo que pensaba. Ahora
que la señora Mason me obligaba a elegir entre salvar a Elliott o al Juniper, tuve
la respuesta en cuestión de segundos. En ese momento estaba segura de que lo
amaba, de que era digna de su amor, y de que dejar que el Juniper se hundiera
era lo que de verdad acabaría salvando finalmente a mamá. Ella podría odiarme
hasta que estuviese mejor, o podría odiarme para siempre, pero yo sabía que era
lo correcto para todas las personas a las que quería. Sabía que Althea y Poppy lo
entenderían.
Miré a la señora Mason a los ojos. La decisión era fácil, pero era más
difícil decir las palabras en voz alta. Estaba a punto de ir contra todo aquello por
lo que había estado luchando con uñas y dientes, lo que había intentado proteger
durante más de dos años, contra todas las razones para alejar a Elliott de mí, para
alejarlos a todos. Mi jaula estaba a punto de estallar y romperse en mil pedazos.
Por primera vez en mucho tiempo no sabía qué ocurriría después.
—No me hace falta —dije.
La señora Mason bajó la barbilla, como mentalizándose para oír lo que iba
a contarle.
—Catherine, ¿cuidan de ti en casa?
Me aclaré la garganta. Mi corazón latía tan fuerte que estaba segura de que
la señora Mason podía oírlo.
—No.
La señora Mason entrelazó las manos, esperando pacientemente a que
continuara hablando.
CAPÍTULO 31
CATHERINE
Los ojos de Mavis se dulcificaron cuando vio mis dedos enroscados con
fuerza alrededor de su muñeca húmeda. Trató de blandir el bate en mi dirección,
pero lo atrapé y se lo arranqué de los dedos. Apenas segundos antes tenía mucha
más fuerza, casi tanta como mi tío John.
—¡Baja la mano! —le ordené con voz ronca.
Mavis retiró la muñeca y se llevó la mano que le había estado sujetando al
pecho.
—Cómo te atreves… ¡Sal! ¡Sal de mi casa! —chilló Mavis, retrocediendo
unos pasos.
Catherine extendió las manos, como tratando de amansar a un animal
salvaje.
—¿Mami? No pasa nada…
Mavis se sentó en cuclillas en un rincón de la habitación, se agarró de las
rodillas y empezó a mecerse entre gimoteos.
Catherine se arrodilló frente a su madre y le apartó los rizos ensortijados de
la cara.
—Todo va a ir bien.
—Quiero irme a la cama —dijo Mavis con voz de niña.
—Chisss… —musitó Catherine—. Te llevaré a la cama. No pasa nada…
—Oh, Dios mío —murmuró la señora Mason a mi espalda—. ¿Cuántas
hay?
—¿Cuántas qué? —pregunté, cada vez más confundido.
—Siete —respondió Catherine, ayudando a Mavis a ponerse en pie—.
Señora Mason, esta es… esta es Poppy. Es la hija de Duke, y tiene cinco años.
—No lo decía en serio —dijo Mavis, limpiándose la mejilla—. Él se
enfada mucho a veces, pero no lo dice en serio.
—Hola, Poppy —dijo la señora Mason, intentando sonreír mientras se
abrazaba el estómago. Mi sudadera le iba enorme, y aun con la ropa extra y las
botas, seguía tiritando. Tenía la cara cada vez más pálida—. Ay. —Se apoyó en
mí, y la sostuve contra el costado—. Estoy mareada… y tengo náuseas. Creo que
voy a entrar en shock.
—No tiene buen aspecto —dije.
Mavis empezó a sacudirse la camisa sucia.
—Dios santo… —dijo la madre de Catherine, con una voz diferente—. He
estado todo el día haciendo la colada y voy hecha un desastre. —Nos sonrió,
avergonzada—. Vaya pinta. —Miró a Catherine—. Le dije a ese hombre que no
lo hiciera. Se lo supliqué. Pero Duke no escucha. No hace caso nunca.
—Está bien, Althea —dijo Catherine.
Lo que estaba viendo no tenía ningún sentido. Era como si Catherine y su
madre estuvieran interpretando una especie de broma: Mavis hablaba con
distintas voces y Catherine actuaba como si fuera normal. Yo lo observaba todo
incrédulo.
—¿Catherine? —dije, dando un paso hacia ella.
Mavis cayó al suelo y se arrastró hacia mí a cuatro patas, como un perro,
pero sus movimientos eran rígidos y sin naturalidad. Me detuve y di un paso
atrás, sintiendo que las uñas de la señora Mason se me clavaban en los hombros.
—Pero ¿qué…? —dije, echándome hacia atrás.
Catherine corrió para interponerse entre su madre y yo.
—¡Mami! —gritó con desesperación—. ¡Te necesito! ¡Te necesito ahora
mismo!
Mavis se detuvo a los pies de Catherine, se llevó las rodillas al pecho y se
hizo un ovillo. Empezó a mecerse adelante y atrás, y el sótano se quedó sumido
en silencio mientras tarareaba la misma melodía de la caja de música de
Catherine y luego se reía.
—Elliott —susurró la señora Mason—. Deberíamos irnos.
Me tiró del brazo, pero yo no podía apartar la mirada de Catherine. Estaba
pendiente de su madre, esperando a que Mavis hablara, esperando a escuchar
con quién estaba hablando.
—No hay ningún huésped, ¿verdad? —le pregunté.
Catherine me miró con los ojos húmedos. Negó con la cabeza.
—Ese es el secreto —dije.
—Catherine, ven conmigo —dijo la señora Mason, buscándola con las
manos. Se detuvo, como reacción al sonido de las sirenas a lo lejos.
Mavis se abalanzó sobre el brazo de la señora Mason, lo agarró con ambas
manos y se lo mordió.
La señora Mason gritó.
—¡Para! ¡Para! —gritó Catherine.
Sujeté la mandíbula de Mavis y se la apreté. Ella gimió, gruñó y luego
lloriqueó, soltando el brazo de la señora Mason y apartándose. Se sentó y
después empezó a reír incontrolablemente, echando la cabeza hacia atrás.
La señora Mason extendió el brazo y tiró de la manga de mi sudadera,
presionando con los dedos en la piel justo encima de la herida: seis agujeros en
una forma de una media luna perfecta rezumaban un líquido carmesí.
—¿Fuiste…? —Catherine tragó saliva. Estaba muy pálida—. ¿Fuiste tú
quien se llevó a Presley?
La expresión de Mavis cambió.
—La vimos durmiendo en su habitación, tan plácidamente… Como si no
acabara de intentar destruirte. Entonces, Duke envolvió el puño alrededor de
todo ese pelo rubio tan bonito y nos la llevamos a rastras por la ventana. En esta
ciudad nadie echa nunca el pestillo de las ventanas.
—Chicago —dije, reconociendo la voz. La misma que había ido hasta la
puerta de la habitación de Catherine y había intentado entrar—. Esa es Willow.
—¿Dónde está? —preguntó Catherine. Tenía el cuerpo rígido, aguardando
la respuesta.
—Nadie vino por ella. —Willow sonrió—. No sé lo que pasó, pero sé que
Duke la enterró en el solar de al lado, junto con los demás.
—¿El solar de los Fenton? —preguntó Catherine, con las lágrimas
resbalándole por las mejillas.
—Eso es —dijo Willow. Se volvió y se dirigió a la silla a la que había
estado atada la señora Mason—. Esa putilla estuvo revolcándose en su propia
mierda durante días. Aquí mismo.
Catherine parecía hundida.
—Mami —dijo, llorando—. Ya no puedo seguirte.
—Vete, cariño —dijo Mavis mientras una lágrima le recorría la mejilla. Su
voz sonaba como la de Althea otra vez—. Date prisa.
Catherine me empujó hacia atrás.
—Vete —susurró, hablando entre dientes.
—No me iré sin ti —dije, tratando de hablar con voz serena.
—¡Yo voy también! ¡Vete!
Tomé a la señora Mason en brazos y subí las escaleras caminando de
espaldas, asegurándome de que Catherine nos estaba siguiendo.
La risa cesó y se oyó el gruñido de una voz de hombre. Unos poderosos
pasos subían por las escaleras y Catherine echó a correr.
—¡Rápido! ¡Corre! —suplicó.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Catherine cerró la puerta tras ella. Echó
la llave y apoyó la frente en la madera. Suspiró, sorbiéndose las lágrimas, y
luego miró a la señora Mason, con los ojos enrojecidos de cansancio.
—No está ahí abajo.
—¿Quién? —le pregunté.
—Mamá. ¿Cómo les explico que no fue ella? ¿Que no fue culpa suya que
ellos mataran a Presley? —Frotaba la cabeza contra la madera una y otra vez.
—¿Catherine? —la llamó Mavis con su voz de niña pequeña—.
¡Catherine, tengo miedo!
Catherine se sorbió la nariz, con los ojos húmedos. Acarició la puerta.
—Estoy aquí, Poppy. Estoy aquí mismo.
La señora Mason negó con la cabeza, con el pelo castaño manchado de
sangre y tierra.
—No la dejes salir.
Algo golpeó contra la puerta.
—¡Catherine! ¡Déjanos salir! —La puerta se estremeció de nuevo.
Catherine presionó ambas palmas contra la puerta para evitar que la
madera se soltara de las bisagras, y yo la ayudé, apoyando la espalda contra ella
y empujando contra la pared opuesta con los zapatos.
La voz de Mavis volvía a sonar como un hombre.
Empujé los pies con más fuerza contra la pared. Por extraño que pareciese,
Mavis era más fuerte cuando era Duke.
—Él mató a Presley —dije, incrédulo—. El hombre. Duke.
—Fueron todos ellos —dijo la señora Mason mientras una lágrima solitaria
se le derramaba por la mejilla—. Está muerta. —Se tapó la boca, tratando de
sofocar el llanto—. Presley está muerta.
La puerta volvió a estremecerse.
—¡Déjanos salir! —Era difícil adivinar quién era esta vez, como si
estuvieran hablando todos.
—¡Ya basta! —dijo Catherine, golpeando un puño contra la puerta—.
¡Basta! —gritó.
Acaricié el pelo de Catherine.
—Está bien. Todo va a ir bien.
—No —repuso, sacudiendo la cabeza, con la cara crispada de dolor—. Van
a llevársela. La he encerrado ahí abajo como un animal.
—Catherine —dijo la señora Mason—, tu madre necesita ayuda. No
puedes protegerla. Está cada vez peor. Está…
—Lo sé —afirmó Catherine, enderezando la espalda cuando cesaron los
golpes. Se secó los ojos y miró hacia el pasillo—. Elliott, trae esa mesa. La
apuntalaremos contra la puerta.
Hice lo que me pedía y corrí hacia el final del pasillo para levantar la mesa
con un gruñido. Catherine se apartó hacia un lado y la apuntalé contra la puerta
del sótano mientras las sirenas sonaban a lo lejos.
Ayudé a Catherine a pasar por encima de la mesa y luego se agachó detrás
del mostrador de recepción, junto a la puerta principal, y le pasó un teléfono fijo
a la señora Mason, quien presionó siete botones y luego se llevó el teléfono a la
oreja.
—¿Milo? —Reía y lloraba al mismo tiempo—. Sí, estoy bien. Estoy en el
Juniper. Sí, la casa de huéspedes. Estoy bien. La policía viene de camino. Solo…
ven aquí. —Tapó el auricular del teléfono y su boca con una mano—. Yo
también te quiero —dijo, llorando.
Se volvió y yo tomé a Catherine de la mano para llevarla al pie de las
escaleras. Catherine tenía la mirada fija delante, como aturdida.
—Mírame —dije, apartándole el pelo de la cara con los dedos y
metiéndole los mechones por detrás de las orejas—. ¿Catherine?
Me miró con sus enormes ojos verde oliva.
—¿Cuál de ellos era real? —le pregunté.
Tragó saliva.
—Ninguno.
—¿Althea?
Negó con la cabeza.
—Has dicho siete.
—Althea. Duke. Poppy. Willow. El tío Sapo. La prima Imogen.
—Eso hacen seis.
—Mamá. Mamá es la séptima. —Se apoyó en mi hombro y la atraje hacia
mí, abrazándola con fuerza mientras daba rienda suelta a las lágrimas.
Las sirenas se oían cada vez más cerca, y luego solo quedaron los destellos
rojos y azules. La puerta de un coche se cerró de golpe, y el señor Mason llamó
desesperadamente a su esposa.
—¿Becca?
La señora Mason entró por la puerta mosquitera y corrió hacia él.
Me levanté y los vi abrazarse y llorar. Los agentes entraron en el Juniper
desenfundando sus pistolas. Levanté las manos, pero el primer policía me agarró
igualmente y me puso las manos detrás de mi espalda.
El inspector Thompson entró y miró a su alrededor, moviendo el bigote
canoso.
—Ponle las esposas —ordenó al policía.
—¡No! ¡No ha sido él! —gritó Catherine, poniéndose de pie—. Está abajo.
La persona que se llevó a la señora Mason y a Presley Brubaker.
Thompson levantó una ceja.
—¿Quién?
El corazón de Catherine se rompió ante mis ojos.
—Mamá. La hemos encerrado abajo. Está enferma, así que sean amables
con ella.
—¿Dónde es abajo?
—La primera puerta a la derecha pasando la cocina. No le hagan daño.
Thompson dio instrucciones a los agentes y luego me miró.
—No te muevas.
Asentí.
Mavis gritó y luego empezó a gruñir. Las voces de pánico de los agentes se
oían cada vez más fuerte y llegaban hasta nosotros desde la planta de abajo.
Thompson se inclinó hacia la derecha, se asomó al pasillo y luego corrió
hacia la puerta del sótano. La luz parpadeó y empezaron a salir nubes de humo.
Thompson se hizo a un lado cuando dos policías aparecieron en la escalera
arrastrando a Mavis. Iba esposada, arrastrando los pies, con la mirada ausente y
fija en el suelo.
Los hombres resoplaron mientras trataban de cargar el peso muerto de su
cuerpo. Catherine los siguió con la mirada y luego dirigió la vista hacia la puerta
del sótano.
—¿Qué es eso? ¿Qué está pasando? —preguntó.
—Quítale las esposas —le indicó Thompson al agente que nos custodiaba.
Dio una orden por radio para llamar a los bomberos—. Catherine, ¿hay algún
extintor de incendios?
—¿Hay un incendio? —exclamó ella.
—Uno de los muchachos ha tirado algo por ahí abajo. No estoy seguro.
¿Dónde está el extintor? ¿En la cocina? —preguntó, dándonos la espalda.
—¡No! ¡No! —gritó Catherine, zafándose del agente que la sujetaba—.
¡Dejen que se queme!
Thompson reaccionó con disgusto ante la idea.
—Está tan loca como su madre. Sácala de aquí.
Aparecieron más agentes desde el sótano, llevándose los puños a la boca
mientras tosían por el humo. Segundos después a nosotros también nos sacaron a
empujones hacia la puerta de entrada. Permanecimos en el jardín con los otros
policías y auxiliares de ambulancia, viendo cómo el humo escapaba por la puerta
y las ventanas como si fueran viejos fantasmas liberados de su prisión.
Más sirenas resonaron en la distancia.
—¡Catherine! —la llamó la señora Mason, ayudada por su marido. Abrazó
a Catherine mientras todos veíamos las llamas engullir la madera vieja.
El señor Mason envolvió con una manta a su esposa y a Catherine, y esta
miró a su espalda, viendo a los policías llevarse a Mavis al segundo coche
patrulla. Corrió hacia el automóvil y puso la mano en el cristal. La seguí y vi a
Catherine susurrar palabras de consuelo a su madre, hablando con Poppy, y
luego con Althea. Se secó las mejillas y se incorporó, mirando al coche patrulla
alejarse calle abajo.
Catherine cerró los ojos y se volvió hacia la casa en llamas, atraída hacia
ella como una polilla a la luz hasta que la detuve. Vio cómo las brasas y las
pavesas volaban por los aires como si fuera un espectáculo de fuegos artificiales.
Thompson pasó a nuestro lado hablando por su radio. Se detuvo
bruscamente y me señaló.
—No vayas a ninguna parte.
—Déjelos en paz —le espetó la señora Mason—. No han tenido nada que
ver con esto.
—¿Todo es obra de Mavis Calhoun? —exclamó Thompson, no muy
convencido—. ¿Esa loca ha hecho todo esto sin ayuda de estos dos? ¿Está
segura?
—Ha cometido usted un grave error. Podría haber salvado a Presley si
hubiera dejado a un lado su propia arrogancia —le escupió la señora Mason. El
inspector frunció el ceño—. Ahora tendrá que vivir con eso.
—Becca va a pasar la noche en el hospital, pero quiere asegurarse de que
tienes un lugar donde quedarte esta noche —le dijo el señor Mason a Catherine.
Catherine todavía estaba mirando al Juniper. No había prestado ninguna
atención a las palabras del inspector Thompson o del señor Mason.
—¿Catherine? —le dije, tocándole el brazo.
Se apartó de mí.
—Quiero verlo. Quiero ver cómo arde hasta quedar reducido a cenizas.
El Juniper estaba ardiendo, y la casa de los Mason era una escena del
crimen. Catherine no podía volver allí.
—Sí —dije—. La llevaré a casa conmigo. A mi tía no le importará.
—Gracias —dijo el señor Mason.
Los aullidos de las sirenas eran ensordecedores cuando los camiones de
bomberos se detuvieron junto a la vieja mansión. Los bomberos desplegaron las
mangueras en el jardín mientras hablaban por sus radios.
—No. ¡No! ¡Dejen que se queme! —gritó Catherine.
—Vas a tener que dar un paso atrás —dijo uno de los agentes, levantando
las manos y echando a andar hacia nosotros.
—Tengo que verlo —dijo Catherine, apartándolo.
—Lo digo en serio. Muévete. —La agarró del brazo y ella forcejeó con él.
—¡Dejen que se queme!
—Oiga —dije, empujándole el pecho. Me agarró de la muñeca.
—¡Atrás! —me gritó a la cara.
—De acuerdo, vamos a calmarnos todos —dijo el señor Mason,
interponiéndose entre nosotros—. Catherine…
No quería apartar la mirada de la casa, embelesada por el espectáculo del
tejado a punto de derrumbarse y las llamas oscilando ante sus ojos.
—Catherine —dijo la señora Mason.
Cuando Catherine no reaccionó a ninguno de ellos, el agente lanzó un
suspiro.
—Está bien —dijo, sacándola por la fuerza del jardín.
—¡No! —gritó, resistiéndose.
—¡Quítele las manos de encima! —gruñí, tratando de arrancarla de sus
garras. Otro agente tiró de mí hacia atrás y me inmovilizó.
—¡Déjenlos en paz! —exclamó la señora Mason.
El agente me habló mascullando al oído:
—¡Vais a conseguir que se haga daño! ¡Déjalo! Deja que el agente Mardis
la saque de ahí.
Dejé de forcejear, respirando con dificultad, con el sufrimiento de ver
luchar a Catherine.
—Catherine, no… ¡No te resistas, Catherine!
Fui con el policía en dirección a la ambulancia, haciendo una mueca de
dolor al verla pugnar por seguir siendo espectadora del incendio. Tiró de los
brazos para zafarse del agente y dio un paso hacia delante, más cerca, con
fascinación.
—Llévatela de aquí —dijo Thompson—. Llévatela antes de que os detenga
a los dos.
La señora Mason se mordió el labio.
—¿Catherine? —Le tomó la barbilla entre los dedos y la obligó a mirarla a
los ojos—. Catherine. Tienes que irte. —Catherine intentó volverse hacia el
Juniper, pero la señora Mason no le soltó la mandíbula—. Ya está. Ya no existe.
Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Catherine y asintió con la
cabeza, tapándose la cara con ambas manos.
Me agaché y la tomé en brazos para llevarla al Chrysler. La acomodé en el
asiento del pasajero.
Ella contuvo el aliento y volvió la mirada hacia la mansión.
—Haz fotos.
Asentí con la cabeza. Busqué mi bolsa de la cámara, la abrí y me quedé de
pie junto a Catherine mientras hacía zoom y tomaba todas las fotos posibles
antes de que Thompson me lo impidiera. Volví a guardar la cámara en la bolsa,
cerré la puerta de Catherine y me apresuré a ponerme al volante.
Recorrimos en coche las pocas manzanas hasta la casa de la tía Leigh. Ella
y el tío John estaban en el porche, con los ojos embargados por la preocupación.
—¡Elliott! —gritó mi tía, bajando por los escalones del porche y
abrazándome segundos después de que me bajara del vehículo—. ¿Qué ha
ocurrido? ¿Catherine…? —preguntó al verla en el asiento del pasajero, con las
mejillas húmedas y los ojos enrojecidos—. Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado?
—Hay un incendio en el Juniper —dije con un nudo en la garganta.
La tía Leigh se tapó la boca.
—¿Y Mavis…?
—Ella secuestró y mató a Presley Brubaker. Ha secuestrado a la señora
Mason esta noche. La han detenido. No sé dónde está.
Los ojos de la tía Leigh se humedecieron y rodeó el coche para acercarse al
lado del pasajero. Abrió la puerta y se arrodilló junto a Catherine.
—¿Cariño?
Catherine la miró y luego se apoyó despacio sobre su pecho. La tía Leigh
la abrazó con fuerza, negando con la cabeza mientras me dirigía una mirada
ausente.
El tío John me puso la mano en el hombro.
—Va a tener que quedarse con nosotros un tiempo —dije, viendo a la tía
Leigh abrazar a Catherine.
—El cuarto de invitados está listo. Podemos recoger sus cosas mañana. —
Se volvió a mirarme a la cara—. ¿Estás bien?
Asentí con la cabeza y él me abrazó.
La tía Leigh ayudó a Catherine a salir del coche y no dejó de rodearla con
el brazo mientras entraban en la casa. El tío John y yo las seguimos.
La tía Leigh desapareció con Catherine detrás de la puerta del cuarto de
invitados, y el tío John se sentó conmigo en la sala de estar.
—Cuidaremos de ella —me dijo.
Asentí. Había llegado el momento de que alguien cuidara de Catherine,
para variar.
CAPÍTULO 37
CATHERINE
30 de julio
Querida Catherine:
Lo siento mucho. No quería irme. Mi madre dijo que no me
dejaría volver nunca más si no me iba con ella
inmediatamente. No debería haberme ido. Estoy muy
enfadado por haberle hecho caso. MUY MUY ENFADADO.
Estoy enfadado con ella, conmigo mismo y con todo esto. No
tengo idea de lo que ha pasado ni sé si estás bien, y eso me
está matando. Por favor, que estés bien. Por favor,
perdóname.
Sé que cuando no estás preocupada por tu padre, estás
ocupada odiándome. Debería estar allí contigo, a tu lado.
Esto me está matando. Estás ahí pensando que me he ido y te
he abandonado. No tienes ni idea de dónde estoy y te
preguntas por qué me fui sin despedirme. Eres la última
persona a la que querría hacerle daño, y estoy a casi tres
horas de distancia sin ningún medio para ponerme en
contacto contigo. Me siento muy impotente. Por favor, no me
odies.
Mis padres han estado peleándose desde que volvimos
a casa hasta que fingí que me iba a dormir. A mamá le da
miedo que quiera quedarme a vivir en Oak Creek si me
acerco demasiado a ti. No anda desencaminada: la verdad es
que quiero quedarme a vivir allí. Tenía planeado preguntar a
la tía Leigh y al tío John si podía quedarme con ellos, porque
la idea de hacer las maletas y separarme de ti me revolvía el
estómago. Y ahora estoy aquí. Todo sucedió muy rápido, y
ahora seguramente me odias.
Aunque, si es así, yo seguiré intentándolo hasta que
dejes de odiarme. Te lo explicaré tantas veces como me lo
permitas. Puedes odiarme durante un tiempo, lo entenderé.
Pero lo seguiré intentando. Todo el tiempo que sea necesario.
Te diré que lo siento tantas veces como sea preciso hasta que
me creas. Puedes ser cruel conmigo y decirme cosas malas.
Seguramente lo harás, y yo no le daré importancia porque sé
que cuando lo entiendas, todo irá bien. ¿Verdad? Por favor,
que todo vaya bien.
Sabes que nunca me iría y te dejaría así. Al principio
estarás enfadada, pero me creerás, porque me conoces. Me
perdonarás, y volveré a Oak Creek, e iremos juntos a la fiesta
de graduación, y me verás hacer el ridículo en los partidos de
fútbol, y nos mojaremos los zapatos en el arroyo, y nos
columpiaremos en el porche y comeremos sándwiches en el
balancín de tu porche. Porque me vas a perdonar. Te conozco
y sé que todo irá bien. Eso es lo que voy a decirme a mí
mismo hasta que te vuelva a ver.