Decadencia Monarquia Saavedra
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Márvel, S. L.
Colección Historia Biblioteca Nueva
Dirigida por
Juan Pablo Fusi
M.ª del Carmen Saavedra (Ed.)
LA DECADENCIA
DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA
EN EL SIGLO XVII
Viejas imágenes y nuevas aportaciones
BIBLIOTECA NUEVA
EUROPA DEL SUR Y AMÉRICA LATINA : perspectivas historio-
gráficas / Manuel Suárez Cortina et al. – Madrid : Biblioteca Nueva,
2014
432 págs. ; 24 cm. – (Colección Historia Biblioteca Nueva)
ISBN 978-84-16170-18-0
1. Historiografía 2. Historia de Europa 3. Historia de América
930 hbah
940 hbjd
972 hbjk
ISBN: 978-84-
Depósito Legal: M- -2015
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telectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org)
vela por el respeto de los citados derechos.
Índice
Primera parte
LA DECADENCIA, CARLOS II Y SU REINADO
Capítulo 5.—Gabriel Maura Gamazo y la Historia de España, Luis Ribot García ......
Segunda parte
GUERRA Y HACIENDA
Capítulo 8.—La evolución de los Juros en el reinado de Carlos II, Carmen Sanz Ayán
7
Capítulo 9.—Mirando hacia adelante: las reformas económicas y fiscales en el rei-
nado de Carlos II, Juan Antonio Sánchez Belén ........................................................
[8]
Primera parte
LA DECADENCIA, CARLOS II Y SU REINADO
Capítulo 1
1. Introducción
1
Véase L. Ribot, «Carlos II: el centenario olvidado», Studia Historica Historia Moderna, 20,
1999, págs. 19-44.
2
I. A. A. Thompson, War and Government in Habsburg Spain, 1560-1620, Londres, 1976.
3
C. R. Philllips, Six Galleons for the King of Spain, Baltimore, 1992.
4
D. Goodman, Spanish naval power 1589-1665. Reconstruction and defeat, Cambridge, 1997.
5
R. Muhlmann, Die Reorganisation der Spanischen Kriegsmarine im 18. Jahrhundert, Colonia y
Viena, 1975.
6
J. P. Merino Navarro, La Armada Española en el siglo XVIII, Madrid, 1981.
7
M. Baudot Monroy, La defensa del Imperio. Julián de Arriaga en la Armada (1700-1754), Ma-
drid, 2013.
[11]
mos dependiendo de la obra clásica, pero a la vez general y anticuada, de Cesáreo
Fernández Duro sobre la armada desde la época de los Reyes Católicos8.
No es difícil explicar este olvido. Los supuestos casi automáticos que aparecen
siempre que se trata el tema parten de una doble convicción: en primer lugar, la
de que no hay nada que decir sobre el reinado de Carlos II; y en segundo término,
la de que no vale la pena decirlo. En general, la mayoría de los historiadores pien-
san que España —o la monarquía española como poder mundial— se encontra-
ba en la etapa final de una crisis o proceso de deterioro mucho más largo, que
alcanzó su punto culminante en este reinado porque España estaba dirigida por
un monarca que ejemplificaba la degeneración física, mental, e incluso moral, del
gobernante9. En efecto, según la opinión común, España en 1700, o incluso antes,
esperaba la llegada de una nueva dinastía, los Borbones, y con ella aguardaba
también la llegada de un mesías en la persona de Felipe V, el rey que traería con-
sigo nueva energía y un gobierno mucho más efectivo y modelado según el ejem-
plo de la Francia de Luis XIV. La propaganda borbónica alentaría opiniones de
este tipo a lo largo del siglo xviii, de ahí la persistencia de tales ideas.
Sin embargo, el olvido al que ha sido sometido el reinado de Carlos II resulta
poco satisfactorio, como certifica de manera evidente la explosión del interés por
el mismo que ha tenido lugar en los últimos años. A estos efectos basta con hacer
una comprobación muy sencilla, pero a la vez reveladora: buscar las referencias
ligadas al término «Carlos II» que aparecen en el portal Dialnet. Al hacerlo he
podido contabilizar casi 600 obras —artículos, libros, tesis doctorales— la mayo-
ría de ellas publicadas a partir de 1980, es decir, desde la publicación en inglés del
libro de Henry Kamen sobre la España de Carlos II10. Por supuesto existen mu-
chísimos más trabajos sobre el reinado, tanto en español como en otros idiomas,
pero este dato resulta en sí mismo significativo. Generalmente la visión de este
nuevo corpus de trabajos es siempre más favorable, considerando al año 1680 —
año de la reforma (es decir revaluación) de la moneda— como punto decisivo, el
comienzo de una nueva «coyuntura», utilizando el lenguaje de los «Annales».
Pese a ello, el reinado del último de los Austrias sigue estando relativamente des-
cuidado si comparamos el número de publicaciones existentes sobre esta etapa
con las disponibles para otros períodos, en particular, para el reinado de Felipe II.
Es una lástima. Aun si aceptamos que España estaba en crisis o decadencia en
este período, la época resulta interesante en sí misma y creo que vale la pena ex-
plorarla para determinar cómo los españoles, tanto las élites como el pueblo llano
y otros grupos, respondieron al desafío planteado. En realidad, el grueso de la
comunidad científica ya no se encuentra tan convencido como antes de que Espa-
ña se hallaba en un estado desesperado en este momento. Aun así, el olvido que
ha impedido apreciar el reinado de Carlos II en sus justos términos, también ha
llevado a subestimar su verdadera importancia en una transición más amplia, la
8
C. Fernández Duro, La Armada Española, desde la Unión de los Reinos de Castilla y de Aragón,
9 vols., Madrid, 1895-1903.
9
J. Contreras, Carlos II. El Hechizado. Poder y melancolía en la corte del último Austria, Madrid,
2003. Hay toda una bibliografía especializada en la salud mental y física del rey, aunque yo no soy
partidario de utilizar la palabra «hechizado».
10
H. Kamen, Spain in the later seventeenth century 1665-1700, Harlow, 1980.
[12]
que se produjo entre los Austrias y los Borbones. Se adolece de falta comprensión
cuando se considera al año 1700 nada más que como punto final y comienzo de
un nuevo tiempo, a la vez que se asume la existencia de una brecha entre las dos
dinastías. Este planteamiento de partida conduce a no entender la situación de los
años situados entre 1665 y 1700, lo que también impide que se entienda la corres-
pondiente al período comprendido entre 1700 y 1746. Es posible que tampoco se
hayan concebido bien otras evoluciones largas en la España moderna11, pese a la
existencia de estudios que empiezan antes de 1700 y terminan después12. Sin em-
bargo, necesitamos más obras de este tipo para avanzar en nuestro conocimiento
de la realidad española de la época.
Mi objetivo en este capítulo consiste en aprovechar la oportunidad que se me
brinda para diseñar lo que podría considerarse un programa de futuras investiga-
ciones sobre el reinado de Carlos II. Espero que este planteamiento sirva para
estimular la discusión y el debate sobre temas, enfoques y fuentes. Mis argumen-
tos al respecto parten de cinco presupuestos básicos: en primer lugar, la idea de
que España seguía siendo un gran poder y miembro de un exclusivo club de esta-
dos que se distinguían claramente del grueso de los gobiernos coetáneos, que eran
más pequeños y más débiles. Significativamente, el intelectual alemán Samuel Pu-
fendorf en la serie de conferencias publicadas en 1682 como una introducción a
su Historia de los Principales Reinos y Estados de Europa comenzaba su diserta-
ción refiriéndose a España, lo que desde mi punto de vista sugiere la importancia
atribuida al país por este escritor y pensador13. Mi segundo argumento considera
que en el reinado de Carlos II España tuvo más éxito del que generalmente se le
reconoce, aunque es necesario explorar e identificar un poquito más las razones
—personales, coyunturales y estructurales— subyacentes tras dicho éxito. Ade-
más, querría insistir en tercer lugar en que la clave o leitmotiv del reinado fue la
guerra con todas sus cargas. Es casi un tópico afirmar que España había abando-
nado la lucha internacional en este reinado, facilitando importantes reformas do-
mésticas. No lo veo así. Aun cuando la monarquía española estuviera en paz en
Europa, seguía peleando en otros escenarios, como por ejemplo en África del
norte. Al mismo tiempo, el proceso de experimentar una crisis y lo que podríamos
llamar «decadencia» habría contribuido a avivar la vida política y la lucha corte-
sana. En cuarto lugar deseo subrayar que muchas de las reformas identificadas
por los historiadores del reinado no eran tanto reformas, que es una palabra con
un significado de gran calado, como medidas extraordinarias destinadas a gene-
rar recursos en tiempo de guerra14. En este sentido quiero insistir en que el proce-
so de cambio sucedió no a pesar de sino a causa de una preocupación persistente
con respecto a la reputación y el dominio de la monarquía. Finalmente, querría
sugerir que los últimos años del reinado estuvieron caracterizados no tanto por el
11
H. Pietschmann, «The Spanish Atlantic in an Age of Transition 1648-1700», Jahrbuch fur Ges-
chichte Lateinamerikas, 47, 2010, págs. 345-60.
12
Véase R. Franch Benavent, «Los maestros del colegio del arte mayor de la seda de Valencia en
una fase de crecimiento manufacturero (1686-1755)», Hispania, 74, 2014, págs. 41-68.
13
Samuel Pufendorf, Historia de los Principales Reinos y Estados de Europa, en M. J. Seidler (dir.),
ibíd., Indianopolis, 2013, págs. 41-96.
14
Para la reforma «moral» en época de guerra, para evitar la ira de Dios (y las derrotas), véase
Archivo Histórico Nacional de Madrid (AHN), Consejos, leg. 7187 (1677).
[13]
temor intenso e omnipresente a una catástrofe inminente, sino por una sensación
de normalidad. En mi última visita a Simancas este año, al abrir un legajo del
Consejo de Hacienda correspondiente al año 1700, advertí un claro sentido de
continuidad, la impresión de que la mayoría de las consultas podrían haber sido
generadas años antes. La documentación no deja traslucir la idea de un inminen-
te desastre15.
Al margen de dicha cuestión, la necesidad y la oportunidad de abordar el
período desde nuevas perspectivas en parte se apoya en el reconocimiento de
que existe gran cantidad de material de archivo que podemos y debemos apro-
vechar. Esas fuentes van a permitirnos adoptar algunos nuevos enfoques (algu-
nos de ellos reflejando enfoques y métodos aplicados por los historiadores de
otros estados y sociedades), para plantear preguntas novedosas y explorar te-
mas poco conocidos. Además, creo que resulta fundamental volver sobre algu-
nas viejas preguntas. Así, a mi juicio quizás la cuestión más interesante y más
importante a plantear no consiste en conocer la situación de España a finales
del siglo xvii, sino determinar cómo la monarquía se reveló tan resistente, da-
das sus dificultades, y cómo sobrevivió. Por lo tanto, la observación del emba-
jador veneciano, Cornaro, en 1682: «Resulta incomprensible como subsiste
esta Monarquía»16 —una observación que podría haber sido hecha por cual-
quier comentarista extranjero en este período (y lo fue en realidad)—, constitu-
ye un desafío y un punto de partida para el historiador del reinado, y no una
conclusión. ¿Cuáles fueron las fuentes domésticas, internas, que le dieron fuer-
za? ¿Qué significaba para España y su gente la resiliencia? Espero que este con-
junto de ponencias ofrezca nuevas interpretaciones que faciliten una respuesta
a estas preguntas y que abran cauces para producir en el futuro una nueva his-
toria cultural, intelectual, social y política del reinado de Carlos II, un trabajo
que pudiera sustituir a la síntesis ya mencionada de Henry Kamen sobre el
reinado y, lo que supone un mayor desafío aún, a las historias ya clásicas del
duque de Maura17 y de Antonio Domínguez Ortiz18.
Sin embargo, después de haber efectuado estas apreciaciones tan positivas y
haberme hecho eco de las grandes aspiraciones de la moderna investigación, qui-
siera cerrar estas observaciones introductorias con una llamada a la precaución.
El afán revisionista exige mesura, de modo que es preciso tener cuidado para no
pinta la realidad de España y de la monarquía en tiempos de Carlos II con colores
excesivamente brillantes. Las cosas que estaban mal han de reconocerse porque
son las que sirven para poner de relieve los aspectos que en verdad resplandecen.
En este sentido, cabe recordar que no hay nada mejor que reconocer las sombras
para apreciar las luces.
15
Archivo General de Simancas (AGS), Consejo y Juntas de Hacienda, leg. 1703.
16
H. Kamen, The War of Succession in Spain 1700-1715, Londres, 1969, pág. 57; R. García Cár-
cel, España en 1700 ¿Austrias o Borbones?, Madrid, 2001, pág. 9.
17
Duque de Maura, Carlos II y su Corte, 2 vols., Madrid, 1911 y Vida y reinado de Carlos II, Ma-
drid, 1954 (hay una edición en un volumen de P. Gimferrer (dir.), Madrid, 1999).
18
A. Domínguez Ortiz, La Sociedad española en el siglo XVII, 2 vols., Madrid, 1963. Hay edición
facsimile, 2 vols., Granada, 1992.
[14]
2. Enfoques
19
Hay muchas obras sobre la población y la economía de España en el siglo xvii. Cfr. A. Marcos
Martin, España en los siglos XVI, XVII y XVIII, Barcelona, 2000; V. Pérez Moreda, Las crisis de mor-
talidad en la España interior, Madrid, 1980. En septiembre de 1698 Carlos II invitó al presidente del
consejo de Castilla a dar su opinión sobre la falta de población, AHN, Consejos, 7211/38.
20
C. Sanz Ayan, «La decadencia económica del siglo xvii» en A. Floristan (dir.), Historia de la
España en la Edad Moderna, Barcelona, 2011, pág. 391.
[15]
mática y recursos económicos, por lo que podía apoyar las aspiraciones de esos
principitos. Ejemplos de esos soberanos pequeños serían, en Italia, el duque de
Saboya y en Alemania, los electores de Baviera.
La segunda comparación a efectuar se centra en los otros poderes mayores.
Hasta ahora la España de Carlos II ha sido comparada, con gran desventaja,
sobre todo con Inglaterra y Francia. Durante mucho tiempo se ha considerado a
la Francia de Luis XIV como el ejemplo de un tipo particular de gobierno, la
monarquía absoluta, mientras Inglaterra después de la revolución de 1688 ha
sido vista como el modelo de un régimen muy diferente, la monarquía constitu-
cional, limitada o parlamentaria, en ambos casos monarquías muy acertadas en
sus diferentes formas de movilizar recursos para la guerra. Sin embargo, es cada
vez más evidente que para los dos estados —Francia e Inglaterra— dicha movi-
lización resultó mucho más problemática de lo que se ha reconocido hasta aho-
ra. En Inglaterra durante la segunda guerra anglo-neerlandesa (1665-1667) una
flota holandesa remontó el Medway en el año 1667, provocando que el funcio-
nario y diarista Samuel Pepys se preguntara en Londres cómo salvarse a sí mis-
mo, su familia y su dinero. Unos decenios más tarde, la Inglaterra de Guillermo
III emergió como una fuerza mucho más poderosa en Europa, en la llamada
Guerra de los Nueve Años o Guerra de la Liga de Augsburgo (1688-97)21, pero
el esfuerzo fue costoso y es posible que hacia 1696-97 la capacidad de Inglaterra
para movilizar recursos hubiera alcanzado su límite22. El esfuerzo también era
políticamente discutible. De hecho, el ataque dirigido hacia el ejército de Gui-
llermo III (o de Orange) y hacia su estilo de gobierno en los años posteriores a
1697 no solo condujo a Guillermo a considerar una posible abdicación del tro-
no inglés23, sino que también le obligaría a negociar con Luis XIV los llamados
«tratados de partición» para resolver la inminente crisis de sucesión española
entre 1698 y 1700, en lugar de asumir que podía enfrentarse al rey francés en otra
guerra24.
En cuanto a la Francia de Luis XIV, resulta cada vez más claro que la guerra
también supuso un desafío para el estado. A menudo se afirma —es casi un tópi-
co— que Luis no castigó a España tan duramente como hubiera podido en la paz
de 1697 porque quería ganar su apoyo en el problema sucesorio25. Puede ser, pero
en realidad Francia también estaba cansada tras el esfuerzo de la Guerra de los
Nueve Años, y a mi juicio, no podía imponer un tratado de paz más duro para
21
G. Clark, «Nine Years War», en J. S. Bromley (dir.), New Cambridge Modern History (NCMH),
vol. VI: The Rise of Great Britain and Russia 1688-1725, Cambridge, 1970, págs 223-253
22
D. W. Jones, «The Economic Consequences of William III» en J. Black (dir.), Knights Errant
and True Englishmen. British Foreign Policy 1600-1800, Edinburgo,1988, págs. 24-40; D. W. Jones,
War and Economy in the Age of William III and Marlborough, Londres, 1988.
23
William III a Heinsius, 20-30 Dec. 1698 and 16 Jan 1699, en P. Grimblot (dir), Letters of Wi-
lliam III and Louis XIV, 2 vols., Londres, 1848, II, págs. 219-221 y 233-234; A. Claydon, William III,
Londres, 2000, págs. 41, 151.
24
Véase G. Clark, «From the Nine Years War to the War of the Spanish Succession», NCMH, VI,
págs 381-407 and Grimblot, Letters, ob. cit., passim. Cfr. las mapas de las provisiones de los dos
tratados en J. M. Usunáriz, España y sus tratados internacionales: 1516-1700, Pamplona, 2006,
págs. 536-537.
25
Para las opiniones contemporáneas, véase Clark, «Nine Years War...» ob. cit., pág. 252.
[16]
España y sus aliados26. En este orden de cosas, querría subrayar también que la
pertenencia de España a la llamada Gran Alianza en esta guerra y sus operacio-
nes en varios frentes a la vez (Flandes, Italia, Cataluña y en el mar) contra las
fuerzas francesas, aunque muchas veces se hubiera resuelto inadecuadamente27,
habían desempeñado un papel crucial en el agotamiento de Francia y en la paz
«generosa» aceptada por Luis XIV en 1697, algo que los historiadores españoles
(y otros) deben reconocer. A este respecto, cabe subrayar que los ejércitos de
Flandes y de Lombardía ayudaron a salvar Cataluña antes de 1697. En cuanto a
la Guerra de Sucesión española, algunos trabajos recientes, como los de de Guy
Rowlands28 y Darryl Dee29, han vinculado la caída del absolutismo en Francia
con el coste de la guerra durante ese conflicto posterior al reinado del último
Austria.
Tampoco debemos olvidar que la República holandesa —otro de los grandes
poderes de la época— estuvo a punto de sufrir un colapso ante la invasión fran-
cesa de 1672, una situación que la España de Carlos II nunca experimentó30. Una
comparación final parece necesaria, la del imperio sueco, cuya experiencia en es-
tas décadas refleja en algunos aspectos la de España (y merece un cotejo más
amplio). Una minoría real, la de Carlos XI (1660-1697), que permitió a la aristo-
cracia controlar en gran medida el gobierno, llegaría a su fin tras una guerra de-
sastrosa en los años setenta, en la que casi desapareció el dominio sueco en el
norte de Alemania construido por el rey Gustavo Adolfo en la Guerra de los
Treinta Años. El joven Carlos se hizo cargo de la situación y logró rescatar el im-
perio sueco, poniéndolo en pie de nuevo. Pero también lo conservó mediante una
política de neutralidad en el escenario internacional31. ¿Debería o podría la Espa-
ña de Carlos II seguir una política similar a la de Carlos XI de Suecia y apartarse
de la lucha internacional? Quizás, pero no lo creo.
Mi intención en este apartado es sugerir que todos los estados debieron en-
frentarse a los desafíos de la guerra y que la solución inglesa puede aparecer exi-
tosa a largo plazo después de 1688, pero que en los años noventa el éxito era me-
nos evidente. De hecho, la frustración inglesa por la supuesta debilidad de Espa-
ña en la Guerra de los Nueve Años refleja los problemas ingleses, mientras la
26
Véase P. G. M. Dickson y J. Sperling, «“War Finance”, 1689-1714», NCMH, VI, págs. 284-315
(esp. 298-305). En 1696 era necesario para Luis XIV ofrecer una paz separada y muy ventajosa para
el duque de Saboya a este príncipe para poner fin a la guerra en Italia. G. Rowlands, «Louis XIV,
Vittorio Amedeo II and French Military Failure in Italy, 1689-1696», English Historical Review, 115,
2000, págs. 534-569.
27
Véase C. Storrs, The Resilience of the Spanish Monarchy 1665-1700, Oxford, 2006 (hay edición
española), passim, y A. Espino López, Catalunya durante el reinado de Carlos II. Política y guerra en
la frontera catalana, 1679-1697, Bellaterra, 1999.
28
G. Rowlands, The Financial Decline of a Great Power. War, Influence, and Money in Louis XIV’s
France, Oxford, 2012, y Dangerous and Dishonest Men, Londres, 2014.
29
D. Dee, Expansion and Crisis in Louis XIV’s France. Franche Comte and Absolute Monarchy
1674-1715, Rochester, 2009.
30
J. I. Israel, The Dutch Republic; Its Rise Greatness and Fall 1477-1806, Oxford, 1995, págs. 796-806.
31
R. M. Hatton, «Charles XII and the Great Northern War», NCMH, VI, págs 648-80; M. Ro-
berts (ed.), Sweden’s Age of Greatness 1632-1718, Londres, 1972; Sweden as a Great Power 1611-1697;
Government: Society: Foreign Policy, Londres, 1968; M. Upton, Charles XI and Swedish Absolutism,
Cambridge, 1998.
[17]
Corte de Madrid por su parte estaba irritada y frustrada por la incapacidad de
Inglaterra para cumplir con sus propias obligaciones en ese mismo conflicto, un
signo más de las cargas y desafíos derivados de la guerra. Así, un enfoque compa-
rativo sugiere que si España tenía los «pies de barro», también los tenían muchos
de los estados que los historiadores presentan como ejemplos de otros modelos de
gobierno mejores que el español.
Después de considerar la situación española en un contexto más amplio, com-
parándola con la de otros estados de Europa, creo que también debemos adoptar
una visión «total» de la monarquía, abandonando el enfoque actual, de cómo se
entiende «España» en el siglo xxi. En realidad, me parece que estoy empujando una
puerta abierta al decir esto, ya que todos somos conscientes de que la monarquía
española de Carlos II, como la de sus antecesores, fue un «estado compuesto»32.
Sin embargo, merece la pena insistir en esta idea, dado que dicha perspectiva es en
parte consecuencia de que tanto en España como en otros países las editoriales
prefieren las historias nacionales de los estados de hoy. Sin embargo, deberíamos
tener mucho más en cuenta todos los territorios, no solo las Indias (México, Perú,
etcétera), sino también Flandes, Luxemburgo, el Franco Condado (hasta la con-
quista francesa), Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los presidios toscanos y el mar-
quesado de Finale, para incluirlos e integrarlos en la historia de la monarquía.
Necesitamos una historia realmente «monárquica» de la monarquía de Carlos II33.
Una historia de este tipo incluiría estudios regionales que integren las regio-
nes en la monarquía global y que contemplen la monarquía más allá del horizon-
te local. Al mismo tiempo necesitamos alejarnos de la preocupación por los terri-
torios forales del Levante dentro de España, una preocupación que —a mi jui-
cio— distorsiona nuestro entendimiento de la España moderna34. Había muchos
más territorios en la España del siglo xvii que los forales de la Corona de Aragón.
Así, otros territorios forales que merecen consideración serían el reino fronterizo
de Navarra35, pero también espacios no forales como el reino de Galicia. Por su-
puesto, existen investigaciones sobre la posición de estos y otros territorios en la
monarquía durante el reinado de Carlos II36, pero necesitamos más. Faltan estu-
dios de familias —por ejemplo, los Patino37— de individuos —por ejemplo, el
Marqués de Villagarcía, embajador en Génova y Venecia38— pero también de las
32
J. H. Elliott, «A Europe of Composite Monarchies», Past and Present, 137, 1992, págs. 48-71.
33
A. Crespo Solana y M. Herrero Sánchez (dirs.), España y las 17 Provincias de los Países Bajos,
Córdoba, 2002. Sobre Finale existen muy pocos trabajos, pero es todavía útil la consulta de J. L. Cano
de Gardoqui, Incorporación del Marquesado del Finale (1602), Valladolid, 1955.
34
La bibliografía sobre los territorios de la corona de Aragón es inmensa, sobre todo en compa-
ración con la de otros reinos o regiones de España.
35
A. Floristán Imízcoz, El reino de Navarra y la conformación política de España (1512-1841),
Madrid, 2014.
36
Por ejemplo, las obras de María del Carmen Saavedra, «La contribución de Galicia a la política
militar de los Austrias y sus repercusiones políticas», en A. Álvarez-Ossorio Alvariño y B. J. García
García (dirs.), La Monarquía de las Naciones. Patria, nación y naturaleza en la Monarquía de España,
Madrid, 2004, págs. 679-700.
37
A. Álvarez-Ossorio Alvariño, «Felipe V en Italia. El Estado de Milán bajo la Casa de Borbón»,
en E. Serrano (ed.), Felipe V y su tiempo. Congreso Internacional, 2 vols., Zaragoza, 2004, 1, págs. 775-842.
38
Véase AA.VV., Diccionario Biográfico Español, 50 vols., Madrid, 2009, vol. XXXIV, pág. 571,
sub voce.
[18]
migraciones de gentes de todas clases y niveles entre los componentes de la mo-
narquía: las Indias, Flandes, etcétera. Existía, por ejemplo, una relación especial
entre Galicia y Flandes, comparable a la relación establecida entre Extremadura
y América en el siglo xvi39. Pero no solo debemos estudiar las regiones o reinos
enteros. También necesitamos trabajos sobre el papel de ciudades individuales,
con y sin voto en Cortes, en el contexto más grande de la Monarquía, para iden-
tificar cómo ellas y sus vecinos entendieron y experimentaron el reinado de Car-
los II40.
Otra línea de investigación muy fructífera y relacionada con la anterior sería
la de analizar la experiencia de los territorios que pasaron del dominio español al
francés y acabaron siendo devueltos al rey de España. Los espacios susceptibles
de ser estudiados serían el Franco Condado41, y sobre todo el ducado de Luxem-
burgo, perdido por Carlos II en 1683-84 y recuperado en 1697. ¿Cómo fue inte-
grado en el estado de Luis XIV? ¿Y cómo fue reintegrado a la monarquía españo-
la entre 1697 y 1700? Las respuestas a estas preguntas sugieren la necesidad de
investigar el tema de la lealtad. ¿Lealtad a quién? ¿Cómo fue construida y mante-
nida esa lealtad? Los historiadores españoles han hecho un gran esfuerzo para
estudiar la construcción de lealtades durante la Guerra de Sucesión española42,
pero ¿cómo construyó o conservó la lealtad un gobierno en una posición muy
diferente, el de Carlos II? Más aún, dadas las evidentes dificultades experimenta-
das por España durante dicho período, uno de los grandes enigmas del reinado
de Carlos II es la ausencia de una grave perturbación popular en Castilla antes de
las alteraciones inspiradas por la escasez de 169943. ¿A qué podemos atribuir la
paz? ¿A la lealtad? ¿O debemos considerar que esa tranquilidad fue en realidad
superficial y engañosa?
Las transferencias de territorios como las señaladas reflejan el trabajo desa-
rrollado por los ejércitos, las armadas y los diplomáticos de España. Se trata de
una situación llamativa, dado que en general los historiadores han tendido a mi-
nusvalorar la capacidad militar de la España de Carlos II. Sin embargo, las cuali-
dades militares de los españoles siguieron siendo admiradas en el extranjero como
reflejan, por ejemplo, los escritos de Pufendorf en 1682 a los que nos hemos refe-
rido con anterioridad. En cuanto a la situación de ejércitos específicos, no sabe-
mos lo suficiente sobre la mayoría de ellos. Las cosas están mejorando en los últi-
mos años, gracias entre otros a la obra de Davide Maffi, pero es impresionante
que el ejército de Flandes, que ha atraído tanta atención hasta 1659 resulte prác-
39
Véase AGS, Estado, leg. 3884, consulta de 11 de enero de 1691 sobre la reforma de tres tercios
en el ejército de Flandes recientemente reclutados en Galicia.
40
Para acercarse a la visión de un vecino de Soria y canónigo de Burgo de Osma que murió en
Nápoles en 1695, véase M. Diago Hernando, «Comercio y finanzas en una ciudad castellana de la
segunda mitad del siglo xvii: los negocios de Juan Mateo Gutiérrez en Soria», Hispania, 68, 2008,
págs. 63-105.
41
Cfr. Dee, Expansion..., ob. cit.
42
Cfr. J. Muñoz Rodríguez, Felipe V y cien mil murcianos. Movilización social y cambio político en
la Corona de Castilla durante la Guerra de Sucesión (1680-1725), tesis doctoral, Universidad de Mur-
cia, 2010.
43
T. Egido López, «El motín madrileño de 1699», Investigaciones Históricas. Épocas moderna y
contemporánea, 2, 1980, págs. 253-294.
[19]
ticamente desconocido después de aquel año. Podemos decir lo mismo de las co-
municaciones imperiales: sabemos mucho acerca del llamado «camino español»
entre Italia y Flandes antes del ano de 1659, pero poco sobre las rutas utilizadas
después de ese año, es decir las rutas (y sus redes) que iban desde Galicia a Flan-
des, desde España a Italia, desde Nápoles a Finale pasando por los presidios
toscanos, desde Finale a Milán, y dentro de España, desde el interior peninsular
hasta los puertos de embarque para Flandes, para Italia y para África.
Hay muchísimos temas militares del reinado que merecen una mayor investi-
gación. Entre ellos cabría referirse a la inteligencia —su adquisición, análisis y
aplicación44. En dicha nómina deben incluirse también la prestación de servicios
médicos, dado que si los hombres escaseaban era muy importante que los que
sirvieran en filas fueran atendidos cuidadosamente45, y el suministro de municio-
nes y provisiones, tanto dentro como fuera de España, de caballos y un sin fin de
otros materiales esenciales para la guerra. Muchos de estos temas pueden combi-
narse con estudios detallados (o como dicen los italianos, microhistorias) de ope-
raciones especificas, de campañas y batallas. Este tipo de trabajos, una alternativa
a los estudios estructurales de los ejércitos que por la influencia de los historiado-
res de la escuela de los «Annales» han dominado en gran parte la historia militar
de las últimas décadas46, facilitarían una evaluación de la calidad de los hombres
y sus comandantes. Así por ejemplo, nos permitirían corroborar o no la queja del
aliado de Carlos II, el duque de Saboya, quien después de su derrota frente a los
franceses en 1690 iba a afirmar que el comandante español del ejército de Lom-
bardía, el conde de Louvigny, maestre de campo general, había sido el culpable
del desastre47. Deberíamos investigar también el impacto que habrían tenido en
su época las obras contemporáneas sobre el ejército que están siendo publicadas
bajo el patrocinio del Ministerio de Defensa48, recurriendo por ejemplo a investi-
gaciones sobre los tribunales militares que revelen las diferencias existentes entre
el ideal militar y la realidad49.
Otro tema que merece mayor investigación es el de la Armada. La monarquía
española estuvo separada —o unificada— por el mar. En consecuencia, España
necesitaba ser eficaz en materia naval. Sin embargo hay una tradición que sostie-
ne que España era muy débil en este terreno, desde la desastre de la Armada de
44
He intentado iniciar este tema en C. Storrs, «Intelligence and the Formulation of Policy and
Strategy in Early Modern Europe: The Spanish Monarchy in the Reign of Charles II (1665-1700)»,
Intelligence and National Security, 21, 2006, págs. 493-519, pero hay mucho más que hacer al respecto.
45
He intentado iniciar este tema en C. Storrs, «Health, Sickness and Medical Services in Spain’s
Armed Forces c. 1665-1700», Medical History, 50, 2006, págs. 325-350, pero sobre esta cuestión tam-
bién es mucho más lo que podemos y debemos saber y entender.
46
Véase J. Chagniot, Guerre et Société a l’époque moderne, París, 2001.
47
Véase Victor Amadeus al conde dela Torre (o La Tour) y al conde de Gouvon (o Govone),
Moncalieri, 28 August 1690, Archivio di Stato, Turin (AST), Lettere Ministri, Olanda, m.1.
48
Para un tratado escrito por un miembro de la regencia de Carlos II, véase E. De Mesa Gallego
(dir.), Marqués de Aytona, Discurso militar. Proponense algunos inconvenientes de la Milicia de esos
tiempos y su reparo, Madrid, 2008.
49
He intentado iniciar este tema en C. Storrs, «Giustizia milirare, militari e non militari
nell’Europa della prima eta moderna», en C. Donati y B. Kroener (dirs.), Militari e societa civile
nell’Europa dell’eta moderna (secoli XVI-XVIII), Bolonia, 2007, págs. 573-609 (esp. 596-600), pero
todavía hay mucho más que hacer.
[20]
1588 hasta la de Trafalgar de 1805. No podemos ignorar la realidad del colapso
del poder marítimo de España en este período, es decir, el descenso del número de
bajeles y galeras y el problema derivado de la emergencia de las flotas más impo-
nentes de sus rivales, sobre todo la Francia de Luis XIV. De hecho, España tuvo
la fortuna de aliarse con los otros dos grandes poderes navales de la época, la re-
pública holandesa e Inglaterra. Pero la Armada de Carlos II continuaba unifican-
do, proveyendo y protegiendo a la Monarquía y necesitamos saber muchísimo
más sobre esta fuerza en todos sus aspectos. En los últimos años del reinado, por
ejemplo, hubo proyectos para aumentar el poder de España en el mar, que fueron
confiados al cardenal Portocarrero. Asociado a este tema se encuentra el asunto
de la reforma de la Cruzada que pagaba las galeras, una temática cuya investiga-
ción requiere una exploración de la correspondencia de los nuncios papales en
Madrid que ahora se encuentra en el Archivo Secreto Vaticano de Roma. Otros
temas subsidiarios con implicaciones más amplias que deberían ser tratados son
las dificultades existentes para aprovisionarse de madera y las luchas que ello iba
a provocar, y la relación existente entre la criminalidad y su castigo en la Armada,
es decir, el papel de los tribunales (Audiencias, Chancillerías y otros) como fuente
de aprovisionamiento de forzados para el remo. Este tema constituye un esplén-
dido ejemplo de las posibilidades de conectar la historia imperial con la social de
la España de Carlos II, y aunque ya ha sido abordado por Kamen en su momen-
to50 y por mí mismo, solo hemos arañado la superficie del problema, siendo mu-
cho lo que queda por hacer51.
Como es bien sabido, el mantenimiento de ejércitos y armadas era muy costo-
so. Para entender el impacto de la guerra y sus instrumentos, en los últimos años
los historiadores han elaborado el concepto de estado «fiscal militar» (y el de es-
tado «contratista») para describir a los estados de la Europa moderna. A este
respecto, necesitamos determinar en qué medida su descripción puede ser aplica-
da a la España de Carlos II. El historiador sueco, Jan Glete ha argumentado que
España era un estado «fiscal-militar» antes de 1660 y Rafael Torres Sánchez y
otros han aplicado el concepto a España con posterioridad al 170052. ¿Pero, qué
ocurrió bajo Carlos II? Una resolución de este tema requiere una investigación
mucho más completa de la situación de la hacienda en el reinado, edificada sobre
las espléndidas obras de Carmen Sanz Ayán y de Juan Sánchez Belén53. Entre las
cosas que tenemos que investigar más estarían, en primer lugar, el momento de
las reformas fiscales; en segundo término, su relación con la guerra —la de los
50
H. Kamen, Spain in the later seventeenth..., ob. cit., págs. 167-175; C. Storrs, Resilience, ob. cit.,
págs 93-95.
51
Esta actitud podía crear problemas con el Consejo de Castilla, responsable de la administración
de justicia. AHN, Consejos, leg. 7182 (1672).
52
J. Glete, War and the State in Early Modern Europe. Spain, the Dutch Repoublic and Sweden as
Fiscal-Military States, 1500-1660, Londres, 2002; R. Torres Sánchez, El precio de la Guerra. El Estado
fiscal-militar de Carlos III (1779-1783), Madrid, 2013. Sobre el concepto, véase, C. Storrs, «Introduc-
tion», en C. Storrs (dir.), The Fiscal-Military State in Eighteenth-Century Europe. Essays in honour of
P. G. M. Dickson, Farnham, 2009.
53
C. Sanz Ayán, Los banqueros de Carlos II, Valladolid, 1980; J. Sánchez Belén, La política fiscal
en Castilla durante el reinado de Carlos II, Madrid, 1996, y «La Hacienda Real de Carlos II» en Actas
de las Juntas del Reino de Galicia, vol. XI: 1690-1697, Santiago de Compostela, 2002, págs. 49-87.
[21]
ochenta como resultado de las derrotas del los años setenta y la pérdida de
Luxemburgo, la de los años noventa como consecuencia de la Guerra de los Nue-
ve Años. Un tercer aspecto a considerar serían las consecuencias sociales y políti-
cas de los dispositivos fiscales ordinarios y extraordinarios adoptados por el go-
bierno. Finalmente, también debemos explorar —y explicar— el colapso de las
remesas enviadas al exterior en la década de 1690, que ya mencionó Carmen
Sanz. Desde mi punto de vista, una parte importante de la explicación tiene que
ver con la explotación de los recursos de los otros territorios de la Monarquía,
por ejemplo, los de Nápoles y Sicilia para apoyar la guerra en Italia —es decir, al
ejército de Lombardía y al duque de Saboya— durante la Guerra de los Nueve
Años54. Explotar otros territorios de la monarquía llevaría aparejada una reduc-
ción del esfuerzo a sostener por España, pero debemos determinar la carga fiscal
soportada por los vasallos y su impacto social. Es posible que esta carga fuera
mayor de lo que han reconocido los historiadores, sobre todo en los años noven-
ta55. Es posible también que los muchísimos valimientos y descuentos de juros y
atrasos de mercedes que se produjeron en dicho período hubiesen supuesto que
gran número de vasallos se convirtieran en prestamistas involuntarios del rey y
del estado.
Es una exageración decir —como han dicho algunos— que España no tenía
ejército ni armada en 1700. Pero si los ejércitos y armadas no eran suficientes para
asegurar la monarquía, la Corte de Madrid podía utilizar otros medios, la diplo-
macia por ejemplo, para obtener aliados o comprar tropas extranjeras. Este es
otro campo que merece mayor investigación en diversos sentidos, empezando por
los tradicionales estudios dedicados a abordar las relaciones bilaterales entre Es-
paña y otros estados soberanos. Existen ya varios trabajos de este tipo, como los
referidos a las relaciones españolas con Austria56, con la república holandesa57,
con Génova58, con Roma59 y con Inglaterra60. Pero queda mucho por hacer toda-
vía, y así habría que explorar también las relaciones con Dinamarca y con Suecia
en el norte de Europa. La correspondencia de los representantes de Carlos II en
otros países constituye un medio para descubrir, en primer lugar, la imagen que se
tenía de España en el resto de Europa durante este período, y de paso para con-
firmar o no la visión negativa de los embajadores venecianos en Madrid tantas
veces citada. En segundo término, permite determinar cómo reaccionaron los
diplomáticos españoles ante los modelos económicos y políticos existentes en
54
G. De Luca, «Entre mercado financiero y economía: la deuda pública en Milán bajo los Aus-
trias», Hispania, 73, 2013, págs. 105-132.
55
J. Andrés Ucendo y R. Lanza García, «Impuestos municipales, precios y salarios reales en la
Castilla del xvii: el caso de Madrid», Hispania, 73, 2013, págs.161-192.
56
A. J. Rodríguez Hernández, «El precio de la fidelidad dinástica. Colaboración económica y
militar entre la monarquía hispánica y el imperio durante el reinado de Carlos II (1665-1700)», Studia
Historica. Historia Moderna, 33, 2011, págs. 141-176.
57
M. Herrero Sánchez, El acercamiento hispano-neerlandés (1648-1678), Madrid, 2000.
58
M. Herrero Sánchez et al. (eds.), Génova y la Monarquía Hispánica (1528-1713), 2 vols., Géno-
va, 2011.
59
M. Barrio Gozalo, La embajada de España en Roma durante el reinado de Carlos II (1665-
1700), Valladolid, 2013.
60
C. M. Fernández Nadal, La política exterior de la monarquía de Carlos II. El Consejo de Estado
y la Embajada en Londres (1665-1700), Gijón, 2009.
[22]
otros estados y conocer sus ideas para la reforma en España. ¿Es posible ver a
algunos de estos diplomáticos como si fueran arbitristas, críticos hacia su país y
capaces de ofrecer sus propias soluciones? Además, en la investigación de la di-
plomacia española podemos aplicar las ideas y métodos de la llamada nueva his-
toria diplomática, preocupada menos por la negociación que por la cultura diplo-
mática, es decir la mentalidad y formas de actuación de los representantes monár-
quicos. Entre los aspectos a considerar en ese campo estaría, por ejemplo, la
importancia del ceremonial, que proporcionaba una forma alternativa de afirmar
el rango de España y su rey y permite conectar con un público mayor que el inte-
resado por la diplomacia y sus resultados61.
Varios diplomáticos españoles, muchos de los cuales se negaron a aceptar la
pérdida de poder o reputación de la monarquía, insistieron mucho en la dignidad
de España, es decir, de su rey, reclamando que su estatus y rango fueran recono-
cidos por los demás países. Entre ellos cabe referirse a don Manuel de Lira en La
Haya, quien emerge de modo impresionante en el trabajo de Manuel Herrero, por
lo que no sorprende su llegada al centro del poder en la Corte más tarde62, el mar-
qués del Carpio en Roma63, Carlo d’Este, marqués de Borgomanero, en Viena y
don Bernardo de Quirós en La Haya64. Necesitamos estudios de las vidas y carreras
de estos diplomáticos y de otros, incluyendo los hombres residentes en las Cortes
menores, como por ejemplo, Juan Carlos Bazán en Génova y en Turín, para lo que
se puede utilizar su correspondencia diplomática, que ahora se encuentra en Si-
mancas. Un tema relacionado que también merece estudio es el de la comunidad
diplomática establecida en Madrid durante el reinado de Carlos II. El cuerpo diplo-
mático y sus privilegios constituyen temas importantes en sí mismos, pero la pre-
sencia en la Corte española de uno de los cuerpos diplomáticos más grandes de
Europa refleja el estatus de gran potencia reconocida a la monarquía hispánica.
Aparte de estas temáticas casi tradicionales, en los últimos tiempos están sur-
giendo algunos temas nuevos de investigación, entre los que se incluyen los refe-
ridos al carácter y el papel del rey. Carlos II ha sido juzgado con demasiada faci-
lidad como un monarca carente de importancia, pero esta imagen resulta dema-
siado superficial. He intentado ponerlo de manifiesto mediante el estudio de las
audiencias concedidas por el soberano al representante en Madrid del duque de
Saboya en los años noventa, Operti65. También existen buenos trabajos sobre el
61
Véase A. Mur Raurell, Diplomacia secreta y paz. La correspondencia de los embajadores españo-
les en Viena Juan Guillermo Ripperdá y Luis Ripperdá (1724-1727) / Geheimdiplomatie und Friede. Die
Korrespondenz der spanischen Botschafter in Wien Johan Willem Ripperda und Ludolf Ripperda (1724-
1727), 2 vols., Madrid, 2011.
62
M. Herrero Sánchez, Acercamiento..., ob. cit. Véase también M. Herrero Sánchez, «Manuel
Francisco de Lira Castillo», en Diccionario Biográfico, ob. cit., XXXIX, págs. 683-687.
63
M. Barrio Gozalo, La embajada..., ob. cit.
64
Véase D. Ozanam, Les diplomates espagnols du XVIIIe siécle. Introduction et répertoire biogra-
phique (1700-1808), Madrid y Burdeos, 1998. Bernardo de Quirós fue uno de los diplomáticos espa-
ñoles que representó a Carlos II en el Congreso de la Haya, en un interesante intento de coordinar la
estrategia aliada contra Luis XIV durante la Guerra de los Nueve Años. Véase Clark, «Nine Years
War», págs. 237-238. Este episodio merece mayor investigación para entender el papel de los represen-
tantes españoles y para conocer la imagen que tenía España entre sus aliados.
65
C. Storrs, «¿Hechizado? Las audiencias de Carlos II con el embajador de Saboya en los años
90», en B. J. García García (dir.), Europa y la Monarquía de Carlos II (en prensa).
[23]
ambiente en el que se movía el rey y sobre los consejos que recibía, pero necesita-
mos más estudios sobre todos los aspectos de su vida y su actividad como monar-
ca para disponer de una biografía política completa.
Pero además de una biografía real, también necesitamos buenas biografías de
figuras claves en la España de Carlos II. Se trata de un tema enormemente difícil
dada la aparente ausencia de documentación conservada sobre muchas de las
personalidades más importantes de la época. Pero no es imposible —como prue-
ba el magnífico Diccionario Biográfico producido por la Real Academia de la
Historia— y partiendo de ese logro deberíamos intentar mayores avances. En
cierta medida este magnum opus ha anticipado el sentido de mi discurso, aunque
también precisamos trabajos sobre muchos personajes de segundo rango no in-
cluidos en el Diccionario, como por ejemplo el almirante don Pedro Corbete, que
murió en 1698, don Crispín Botello, quien se retiró en 1699 después de 60 años de
servicio, y muchos otros. Por supuesto, la ausencia de diarios y papeles personales
de los interesados en la mayor parte de los casos supone un desafío para el histo-
riador, aunque podemos reconstruir sus vidas y carreras utilizando gran cantidad
de fuentes públicas y privadas. Además de las biografías de estos ministros, nece-
sitaríamos biografías de individuos menos destacados, como por ejemplo Anto-
nio Moreno de la Torre, autor de una crónica de la vida en Zamora en los años
70, o el comerciante de Soria, Juan Mateo Gutiérrez66. Entre los materiales útiles
para el acercamiento a estas figuras de mayor o menor importancia se incluyen no
solo sus testamentos67, sino también las relaciones de méritos que presentaron
ante los organismos oficiales, aunque como todas las fuentes, y tal y como han
subrayado algunos investigadores, deben ser utilizadas con precaución68.
Si se considera el problema en términos más generales, partiendo de los gru-
pos sociales en lugar de los individuos, resulta impresionante el nuevo interés ge-
nerado por la nobleza o la aristocracia en la época moderna, tanto por lo que se
refiere al estamento en su conjunto, como por la atención prestada a determina-
das familias e individuos69. Sin embargo, como en todos los demás temas señala-
dos hasta este momento, necesitaríamos más estudios referidos a su situación en
este reinado70. Para entender mejor a la nobleza española, o mejor dicho, a los
grandes y títulos, podríamos analizarla partiendo de algunas de las teorías desa-
rrolladas por los historiadores de la nobleza para otros lugares y períodos. A títu-
66
F. J. Lorenzo Pinar y L. Vasallo Toranzo (eds.), Diario de Antonio Moreno de la Torre. Zamora
1673-1679. Vida cotidiana en una ciudad española durante el siglo XVII, Zamora, 1990. Para Juan
Mateo Gutiérrez, véase Diago Hernando, «Comercio», ob. cit.
67
Barrio Moya ha hecho una gran cantidad de estudios sobre los testamentos y bibliotecas de
funcionarios y otros. Véase por ejemplo, «D. Juan Mazón de Benavides, escribano de número de la
villa de Madrid durante los reinados de Felipe V y Carlos II», Anales del Instituto de Estudios Madri-
leños, 49, 2009, págs. 219-242.
68
M. Felices de la Fuente «Silencio y ocultaciones en los despachos de los títulos nobiliarios.
Análisis crítico de su contenido», Chronica Nova, 36, 2010, págs. 229-252.
69
Véase A. Carrasco, Sangre, honor y privilegio. La nobleza española bajo los Austrias, Barcelona,
2000; J. Hernández Franco y R. Rodríguez Pérez, «Bastardía, aristocracia y órdenes militares en la
Castilla moderna: el linaje Fajardo», Hispania, 69, 2009, págs. 331-362 y «El linaje se trasforma en
casas: de los Fajardo a los marqueses de los Vélez y de Espinardo», Hispania, 74, 2014, págs. 385-410.
70
L. Salas Almela, Medina Sidonia. El poder de la aristocracia, Madrid, 2008, aunque no incluye
el reinado de Carlos II.
[24]
lo de ejemplo cabría referirse a la obra de Bruce McFarlane sobre la nobleza in-
glesa en la Edad Media71 o la de Lawrence Stone sobre la aristocracia inglesa
antes de la Guerra Civil del siglo xvii72. En este orden de cosas, y además de estu-
dios generales sobre todo el grupo, como el clásico y todavía muy útil de Antonio
Domínguez Ortiz, serían precisas monografías sobre familias del estilo de la ela-
borada por Ignacio Atienza Hernández sobre la casa de Osuna73 —aunque qui-
zás resulte excesivamente centrada en los aspectos económicos— o la de Adolfo
Carrasco sobre los duques del Infantado74. También siguen siendo necesarios es-
tudios individuales como el de Lorna Gladstone sobre el quinto duque de Osuna,
fallecido en 1694, el de María Luz González sobre el último Almirante de Casti-
lla75 y el más reciente de Carolina Blutrach sobre el tercer conde de Fernán
Núñez76. Llegados a este punto no puedo menos que manifestar mi sorpresa,
dada la importancia que todos conceden a los grandes y títulos en este período,
ante el hecho de que no existan estudios sobre familias e individuos de especial
relevancia después de 1670, como los duques de Medinaceli, Medina Sidonia,
Alba, etcétera.
También tendríamos que ir más allá del tópico que considera que España en
esta época era una suerte de república aristocrática. Puede ser que el país refleje
el resurgimiento de la aristocracia que se hizo evidente en otras partes de Europa
en la segunda mitad del siglo xvii, después de la crisis de los años centrales del
siglo77, pero los aristócratas no siempre consiguieron sus objetivos. Hay suficien-
tes episodios, como cuando el Consejo de Castilla se enfrentó a grandes indivi-
dualidades —el Condestable y el Almirante por ejemplo— que merecen más in-
vestigación. ¿Es posible que en su mayoría la nobleza titulada fuese menos domi-
nante, y lo que es más importante todavía, se hubiese mostrado más
colaboradora, más solidaria, más capaz y más exitosa de lo que admiten los tópi-
cos? Siguiendo con este mismo razonamiento, ¿podríamos considerar que este
hecho contribuyó a la resiliencia de la Monarquía? Además, también habría que
investigar otro lugar común según el cual la nobleza habría perdido una vocación
militar que solo sería recuperada, o impuesta de nuevo, por Felipe V después de
1700. En resumen, necesitamos saber mucho más sobre los grandes y títulos en el
reinado de Carlos II. Podemos decir lo mismo de la gran masa de la nobleza me-
nor, los hidalgos, un grupo de gran importancia, sobre todo en regiones como
Galicia, pero al suelen hacerse referencias demasiado breves, como si fuera sufi-
ciente una comparación con el Quijote.
La cuestión del papel ejercido por los títulos y grandes sugiere la necesidad de
considerar en qué medida las dificultades de España —de la Monarquía— deter-
71
K. B. McFarlane, The Nobility of Later Medieval England, Oxford, 1973.
72
L. Stone, The Crisis of the Aristocracy, 1558-1641, Oxford, 1965.
73
I. Atienza Hernández, Aristocracia, poder y riqueza en la España moderna. La Casa de Osuna
siglos XV-XIX, Madrid, 1987.
74
A. Carrasco, El Poder de la Sangre. Los Duques del Infantado, Madrid, 2010.
75
M. L. González, Oposición y disidencia en la Guerra de Sucesión española. El Almirante de Cas-
tilla, Valladolid, 2007.
76
C. Blutrach, El III conde de Fernán Núñez 1644-1721, Madrid, 2014
77
Para un ejemplo escocés, véase R. K. Marshall, The Days of Duchess Anne. Life in the household
of the duchess of Hamilton 1656-1716, East Linton, 2000.
[25]
minaron la vida política en el reinado de Carlos II. Hasta ahora esa vida política
se ha percibido sobre todo como una lucha por el poder y sus frutos —mercedes
de todo tipo— entre una pequeña élite cortesana. Claramente hay algo de esto.
¿Pero hubo algo más? En otros países en los últimos años muchos historiadores
han mostrado gran interés hacia la investigación de la vida política y más concre-
tamente, de la llamada «cultura política» del pasado, y algunos de los conceptos
y conclusiones de este tipo de trabajos se deben aplicar a la España de Carlos II.
Existen muchas instituciones o prácticas que deben examinarse bajo esa luz e in-
cluyen, en primer lugar, a las llamadas juntas de teólogos, comités de religiosos y
otros que fueron «consultados» sobre diversos aspectos del gobierno, con el fin de
descubrir hasta qué punto la política española estuvo influida por preocupacio-
nes religiosas. En segundo lugar, habría que considerar el tema de la concesión de
mercedes en un sistema político en el que su distribución podía garantizar lealtad
y estabilidad78.
Además de los citados, otro de los muchos tópicos que rodean al reinado es el
de unas Cortes de Castilla moribundas, representativas de un colapso mucho más
amplio de actitudes y prácticas constitucionales. A mi juicio, esta visión resulta
demasiado pesimista y errónea. Ciertamente, las Cortes de Castilla no se reunie-
ron, a la vez que se produjeron algunos esfuerzos, sobre todo en tiempos de gue-
rra, para innovar en la dirección del absolutismo, por ejemplo los del Capitán
General de Galicia para intimidar a los miembros de la Junta del Reino en 169179.
Sin embargo; este último esfuerzo falló, mientras muchas actitudes y prácticas
constitucionales sobrevivieron. Se continuó consultando a las ciudades con voto
en Cortes (incluidas las de Galicia a través de su Junta) para la prorrogación sexe-
nal de los millones y hubo también una conciencia de la necesidad de reconocer y
respetar las condiciones de las escrituras antiguas de concesión de millones en
toda una serie de áreas que merecen investigación80. La España de finales del siglo
xvii no era como la Inglaterra parlamentaria, pero no debemos exagerar las dife-
rencias. Los vasallos de Carlos II tenían derechos, eran conscientes de ello y los
explotaron. A este respecto podemos referirnos a la floreciente cultura española
de panfletos y sátiras, así que sí, podemos aplicar a la España de Carlos II algunas
de las conclusiones de los historiadores de la cultura política inglesa de la época81.
En relación con este asunto habría que indagar también en el tema de la opi-
nión pública. Con frecuencia se afirma que los españoles, hartos de la carga del
Imperio, lo abandonaron fácilmente en 1713. Pero hay fuentes que sugieren que
los españoles y otros vasallos de Carlos II eran hostiles a la partición en 1700. La
realidad es que sabemos muy poco sobre la opinión del momento y por ello deben
ser identificados los diversos sectores de la opinión pública española, incluyendo
grupos y regiones dentro y fuera de España. ¿Qué pensaban, por ejemplo, los
78
Véase M. Felices de la Fuente, «La Cámara de Castilla, el rey y la creación de títulos nobiliarios
en la primera mitad del siglo xviii», Hispania, 70, 2010, págs. 661-686 (en especial pág. 665). Lo que
dice sobre el reinado de Felipe V es válido para el de Carlos II.
79
M. M. de Artaza, Rey, Reino y Representación. La Junta General del Reino de Galicia, Madrid,
1998, págs.183-184.
80
Véanse las razones de la Cámara de Castilla, consultando la negación de varias peticiones de
mercedes, AHN, Consejos, legajo 4445 (1672) y más.
81
Véase T. Egido López, Sátiras políticas de la España Moderna, Madrid, 1973.
[26]
gallegos de lo que pasaba en los otros territorios de la Monarquía: en Madrid en
1676, en Mesina en los años setenta, y en todas partes en los noventa? ¿Qué pen-
saban de la pérdida de Namur en Flandes en 1692 y de su recuperación en 1695?
El problema, y el desafío, consisten en determinar cómo investigar la opinión
pública, es decir, cómo identificar las fuentes susceptibles de proporcionar infor-
mación al respecto y cómo trabajarlas. Por supuesto, podemos seguir el camino
iniciado por Teófanes Egido y utilizar sus métodos, pero también deberíamos
aplicar los procedimientos de aquellos que han estudiado el tema en otros países
para este período.
A su vez, el análisis de la opinión pública se encuentra estrechamente ligado
al universo de las mentalidades. Este tema ha estimulado muchas investigaciones
en los últimos años, algunas de ellas basadas en tratados contemporáneos publi-
cados de nuevo82. Junto a dicha vía, una manera factible de acercarse a las men-
talidades de la época podría ser la utilización de las consultas de los diferentes
Consejos, un medio para ahondar en el pensamiento subyacente detrás de la po-
lítica. ¿Cómo entendieron los consejeros la situación de España? ¿Eran optimistas
o pesimistas? Por supuesto, estas consultas solo permiten explorar el pensamiento
de una pequeña élite. Sin embargo, dicha visión tiene valor y podría ayudarnos a
desarrollar una metodología susceptible de ser aplicada a diversas fuentes relacio-
nadas con otros sectores de la sociedad española, como por ejemplo los libros de
acuerdos de los ayuntamientos, los registros del consulado de Sevilla, etcétera,
que podrían servir como expresión de las mentalidades de importantes grupos de
presión.
En otro orden de cosas, el repaso a las cuestiones pendientes de análisis sobre
el reinado del último de los Austrias revela que son necesarios más trabajos sobre
instituciones claves. Muchas de ellas han sido objeto de estudio, como por ejem-
plo, el Consejo de Castilla (aunque en relación a sus miembros más que a su
funcionamiento), pero no así el Consejo de Italia. También merecen investigación
algunas innovaciones administrativas, entre las que figura la Junta de los Tenien-
tes Generales, una de las muchas juntas de corta duración que se estableció en
1693, durante la gran crisis de la Guerra de los Nueve Años y que continuó fun-
cionando hasta 1695. Este organismo ha sido descuidado por los historiadores, lo
que en parte resulta comprensible al considerarlo como uno más de los breves
experimentos víctimas de las facciones cortesanas que supuestamente dominaron
la vida política del reinado y socavaron los esfuerzos de reforma bajo Carlos II.
Sin embargo; trabajó bastante bien para su reducida existencia, como si fuera una
especie de gabinete de guerra, y por ello merecería más investigación aprovechan-
do la cantidad de documentación que se conserva en Simancas. En la distribución
de responsabilidades geográficas, el Condestable se convirtió en el responsable de
Castilla la Vieja, incluyendo Galicia. Pero ¿qué supuso esta nueva jurisdicción
para la región, sus instituciones y vecinos? Los tenientes generales supervisaron
algunas exacciones de soldados en Galicia en 1693, pero ¿qué más hicieron? Den-
82
Véase I. Sánchez Llanes, «El buen pastor en Carlos II: equidad y crítica política», Hispania, 73,
2013, págs. 703-732; Baños de Velasco y Acevedo, Política militar de príncipes, Madrid, 1680 (ed.
facsímil), Madrid, 2011. Véase también J. Robbins, Arts of Perception. Epistemological Mentality of
Spanish Baroque 1580-1720, Londres, 2007.
[27]
tro y fuera de España necesitamos más estudios de este tipo que consideren, por
ejemplo, el papel jugado por los virreyes y capitanes generales de los últimos años
del siglo xvii. Si hacemos cálculos a partir de la información proporcionada por
el libro de Rogelio Pérez Bustamante sobre el gobierno de la monarquía encontra-
mos que Galicia, por ejemplo, tuvo 16 gobernadores entre 1665 y 1700, igual
número que en el reinado de Felipe IV. En el mismo período, Milán tuvo nueve
capitanes generales y Flandes ocho. De ahí que debamos analizar las instruccio-
nes y correspondencia de estos hombres para comprender la evolución de tan
importante institución imperial en una época plena de desafíos83.
En relación con esta línea de investigación, también sería preciso evaluar la
calidad de la administración y del gobierno. Pero, ¿cómo hacerlo? Podríamos in-
tentar una respuesta analizando la reacción de las autoridades ante los desastres
naturales, como en el caso de los terremotos de Perú (1687) y de Sicilia (1693), y
estudiando tanto las medidas adoptadas por las autoridades locales como las del
gobierno de Madrid. Una comparación de ambos episodios podría arrojar nueva
luz sobre la efectividad de la administración imperial, aunque dicha propuesta
necesita de un trabajo en profundidad.
En realidad, la historia administrativa en España se ha visto eclipsada en los
últimos años por la biografía de grupo, es decir, por la prosopografía, basándo-
se en los métodos y bases de datos construidos por los historiadores franceses,
J. P. Dedieu, Didier Ozanam y otros. Este método ha estimulado unos estudios
muy valiosos, y aunque pocos de ellos se centran precisamente en el reinado de
Carlos II, algunos de los individuos incluidos en los mismos han empezado sus
vidas y carreras en este reinado84. Este hecho sugiere otro tipo de investigación
de grupo, es decir una historia generacional o la historia de una generación85.
Sería muy interesante y útil el estudio de la generación nacida hacia 1660, que
llegó a la madurez formada en las experiencias del reinado de Carlos II y que
sirvió al primer Borbón. Esta generación incluyó hombres de los que ya existen
biografías, como por ejemplo Melchor de Macanaz86, pero muchos de los minis-
tros de Felipe V nacieron y maduraron en el reinado de Carlos II: el futuro in-
tendente Juan de Vera Zúñiga y Fajardo, sexto marqués de Espinardo, nacido
en 166987; Juan Francisco de Bete y Croy, marqués de Lede, conquistador de
Cerdeña y Sicilia en 1717-18, nacido en 1668; José Francisco Carrillo de Albor-
noz, conde y duque de Montemar, conquistador de Nápoles en 1734, nacido en
1671 y el futuro comandante naval bajo Felipe V, Francisco Cornejo y Cotilla,
nacido en 167588.
83
R. Pérez Bustamante, El Gobierno del Imperio Español, Madrid, 2000; M. Rivero Rodríguez, La
edad de oro de los virreyes. El virreinato en la Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII,
Madrid, 2011.
84
F. Abbad y D. Ozanam, Les Intendants espagnols du XVIIIe siécle, Madrid, 1992; F. Andújar
Castillo, Consejo y Consejeros de Guerra en el siglo XVIII, Granada, 1996.
85
Para este método cfr. M. Moreno Alonso, La generación española de 1808, Madrid, 1989.
86
C. Martín Gaite, Macanaz, otro paciente de la Inquisición, Barcelona, 1982; C. Storrs, «The
Fallen Politician’s Way Back in: Melchor de Macanaz as Spy and Secret Negotiator», en D. Szechi
(dir.), The Dangerous Trade. Spies, Spymasters and the Making of Europe, Dundee, 2010, págs. 115-138.
87
F. Abbad y D. Ozanam, Les intendants, ob. cit., págs 185-186.
88
F. Andújar Castillo, Consejo..., ob. cit., págs. 176-177, 186-187 y 194.
[28]
Finalmente, debemos considerar de nuevo la cronología del reinado. A mi
juicio habría que vincular mucho más, o más claramente que antes, las crisis
políticas del gobierno con sus guerras. La caída de Nithard y de Valenzuela, de
Medinaceli y de Oropesa en 1691 tenía una estrecha relación con los problemas
internacionales de la Monarquía. Limitando nuestra visión a Galicia, los años
transcurridos entre 1673 y 1678 asistieron a la sesión más larga en la historia de
la Junta del Reino, convocada para acordar el encabezamiento de los millones
y rentas reales sobre el trasfondo de la intervención española en la «Guerra
Holandesa» de Luis XIV89. En cuanto a la Guerra de los Nueve Años, en el
verano de 1692 y ante la existencia de una brecha entre ingresos y gastos de
12.000.000 de escudos, una Junta de Medios en Madrid iba a proponer diversas
medidas generadoras de ingresos, entre ellas acabar con los privilegios de Gali-
cia con respecto a la imposición sobre la sal. Al final de ese mismo año, la ne-
cesidad de fondos por parte de Carlos II permitió a la misma Junta gallega
obtener —a cambio de una donación— el derecho largamente esperado de
mantener a un agente en Madrid90. Todo ello vendría a indicar que las crisis
domésticas que han atraído tanta atención de los historiadores de la época eran
mucho más que explosiones producidas por las incesantes y egoístas luchas
cortesanas; fueron expresiones de realidades bastante más importantes y dig-
nas de mayor estudio.
3. Fuentes
Muchos de los proyectos que acabo de esbozar exigen, sobre todo, formular
preguntas nuevas a fuentes que ya utilizamos, fuentes con las que estamos fa-
miliarizados, pero que necesitamos utilizar de nuevas formas, leyéndolas por
ejemplo «a contrapelo». Así, la serie de Guerra en Simancas y la corresponden-
cia asociada a consultas de oficio y consultas de parte podrían proporcionar una
gran cantidad de material para una nueva historia social de la España de Car-
los II.
Pero también debemos identificar nuevas fuentes. Hay una gran cantidad de
material susceptible de utilización en diversos archivos extranjeros. José Ignacio
Martínez Ruiz ya ha utilizado fuentes ingleses para explorar la comunidad mer-
cantil y la economía malagueña en el reinado de Carlos II91, y Juan Sánchez Belén
usó algunas fuentes holandesas para reconstruir el comercio de la especies en
España92. Pero es mucho más lo que queda por hacer. Las fuentes extranjeras
pueden clasificarse en tres grupos diferentes. En primer lugar, los fondos deposi-
tados en los archivos de los estados que adquirieron a posteriori los territorios
bajo el dominio de Carlos II. Un buen ejemplo es el de la isla de Cerdeña, que
89
M. M. de Artaza, Rey, Reino..., ob. cit., págs. 173-174.
90
Artaza, Rey, Reino..., ob. cit., págs. 201-207.
91
J. I. Martinez Ruiz, «A towne famous for its plenty of raisins and wines: Málaga en el comercio
anglo-español en el siglo xvii», Hispania, 71, 2011, págs. 665-690.
92
J. Sánchez Belén, «El comercio holandés de las especias en España en la segunda mitad del xvii»,
Hispania, 70, 2010, págs. 633-660.
[29]
pasó al emperador en 1713 y luego al duque de Saboya en 1720, tras la guerra de
la Cuádruple Alianza, y el caso de la isla de Sicilia, que pasó al duque de Saboya
en 1713 antes de ser cambiada por Cerdeña en 1720. En consecuencia, en el Ar-
chivio di Stato en Turín, en el de Palermo, y en el de Mesina se encuentra mate-
riales muy valiosos que pueden completar la documentación conservada en Espa-
ña y quizás arrojar nueva luz sobre la experiencia de esos territorios en la segunda
mitad del seiscientos93. En segundo lugar, habría que considerar los informes en-
viados por los muchos diplomáticos extranjeros residentes en Madrid. Estas
fuentes tienen sus desventajas; sin embargo, pueden proporcionar información,
como chismes de Corte o incidentes que ocurren en los alrededores de Madrid en
particular, que no siempre encontramos en otros fondos y que ofrecen una visión
fascinante de la España de Carlos II. Podrían suplir y corregir las relaciones pre-
paradas por los sucesivos embajadores venecianos después de sus misiones en
Madrid94, aplicando un enfoque diferente a aquellos que han utilizado estas
fuentes antes (y no solo buscando las citas negativas)95. También necesitamos
identificar otras pruebas de este tipo, teniendo en cuenta que mientras los diplo-
máticos acreditados no solían alejarse de Madrid, los cónsules extranjeros se
situaban en los puertos de la monarquía. Sus informes han sido utilizados por
Morineau y otros para cuantificar el comercio español y extranjero de Indias y
las cantidades de metales preciosos que llegaron de allí en esta época, pero po-
drían proporcionar mucha más información. Algunos embajadores se interesa-
ron profundamente por la España de Carlos II, como demuestra la colección de
manuscritos políticos reunida por el representante del duque de Saboya en Ma-
drid entre 1690 y 1704, Operti, y que ahora se encuentra en el Archivio di Stato
en Turín96. En resumen, España ha dejado un rastro de papel en archivos de toda
Europa —y más allá— y deberíamos seguir y explotar esa documentación en
mucha mayor medida de lo que se ha hecho hasta ahora. Las consecuencias po-
drían ser extraordinarias.
Además, en España todavía hay una gran cantidad de material inexplorado
en la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico Nacional (incluso en el Archivo
de la Nobleza en Toledo), el Archivo de Indias y —como ya he indicado muchas
veces— Simancas. Pero también debemos explotar las riquezas de muchos otros
archivos, algunos de ellos privados, entre los que se incluyen los archivos de casas
nobles, como el de los duques de Medinaceli y Medina Sidonia, o el de los mar-
queses de Cuellar. Por último, no cabe olvidar los archivos de los ayuntamientos,
algunos muy ricos, como los de Burgos y Valladolid, este último digitalizado, los
archivos de protocolos notariales y muchos otros.
93
Cfr. Archivio di Stato, Turín, secciones Cerdeña y Sicilia. Hay también material relacionado
con el reinado de Carlos II en las secciones referidas a los territorios del Milanesado que más tarde
ganaron los príncipes de la casa de Saboya.
94
Relazioni degli Stati Europei lette al Senato dagli ambasciatorti veneti nel secolo decimosettimo
raccolte ed annotate da N. Barozzi e G. Berchet, Ser. I: Spagna, vol. II, Venecia, 1860.
95
G. Brenan, The Spanish Labyrinth, Cambridge, 1960, utiliza las relaciones venecianas para este
fin.
96
Véase la sección Scritture Relative alle Corti Stranieri, Spagna, m. 2/13.
[30]
4. Conclusiones
97
Véase Hispania, 2011, pág. 238.
98
Para un ejemplo de la aplicación del modelo de «redes» para entender cómo funcionaba la
Monarquía, véase B. Yun Casalilla (dir.), Las Redes del Imperio. Elites sociales en la articulación de la
Monarquía Hispánica, Madrid, 2009.
[31]
Capítulo 2
Desde que en 1980 Henry Kamen pusiese el acento sobre los componentes
innovadores y reformistas del reinado de Carlos II3, la clásica visión oscurantis-
ta de la segunda mitad del siglo xvii recogida en la pormenorizada narración de
las rivalidades cortesanas por parte de Gabriel Maura y Gamazo4 o en los tru-
culentos episodios en torno a los hechizos del último soberano de la casa de Aus-
1
El presente trabajo se enmarca dentro del proyecto de investigación financiado por el MINECO
que dirijo en la actualidad bajo el título El modelo policéntrico de soberanía compartida (siglos XVI-XVIII).
Una vía alternativa en la construcción del Estado Moderno (HAR 2013-45357-P).
2
Archivio di Stato di Napoli (ASN), Segreterie dei Vicerè. Scritture diverse, Leg. 201, Carta de
Castrillo a la duquesa de Lerma, Nápoles, 8-1-1656
3
H. Kamen, La España de Carlos II, Barcelona, 1980.
4
G. Maura Gamazo, Carlos II y su corte, Vida y reinado de Carlos II, 3 vols., Madrid, 1942.
[33]
tria ha dejado paso a una completa revisión de un período de tiempo considerado
hasta entonces como el momento cenital del declive de la Monarquía Hispánica.
Desde diferentes ángulos se ha procedido a corregir una visión distorsionada y se
han abierto campos de análisis que nos previenen sobre la necesidad de manejar
con prudencia conceptos como preponderancia, hegemonía o decadencia pero
que nos deben hacer reflexionar también sobre las excesivas simplificaciones que
enfatizan los aspectos renovadores donde antes tan solo se hablaba de crisis5.
Precaución aun más necesaria si tenemos en cuenta la diversidad de situaciones
experimentadas por los dispersos dominios bajo la jurisdicción del monarca cató-
lico y el imponente grado de autonomía que los caracterizaba. No olvidemos que
el trabajo de Kamen se centraba tan solo en los reinos ibéricos y que realizaba
escasas consideraciones sobre la posición internacional de la Monarquía, que
parecía quedar hipotecada por las exigencias del resto de las potencias europeas
en torno a la espinosa cuestión de la sucesión, como pondrían de manifiesto los
sucesivos tratados de reparto y el hecho incontestable de que los efectivos milita-
res del monarca católico no pareciesen capaces de rivalizar por sí solos con los de
sus enemigos. Ahora bien, también en este terreno los trabajos de Cristopher
Storrs han subrayado la capacidad de resiliencia de la Monarquía Hispánica que,
lejos de adoptar una posición meramente pasiva, desempeñó un papel de lideraz-
go en la conformación de las sucesivas alianzas internacionales destinadas a po-
ner coto a la política expansionista de Luis XIV6. La compleja red diplomática
con la que contaba la corona, su control sobre determinados recursos estratégicos
y el papel determinante que todavía jugaban sus efectivos militares en los Países
Bajos o en el ducado de Milán7, dos de los principales escenarios bélicos del
momento, dotaron a la Monarquía Católica de unos instrumentos de presión
considerables para atraerse aliados y frenar la permanente amenaza de Francia
sobre sus fronteras, lo que permitiría explicar las escasas pérdidas territoriales a
pesar del permanente estado de guerra. En consonancia con los postulados de
Kamen, las más recientes aportaciones parecen asimismo empeñadas en rastrear
en el reinado de Carlos II los antecedentes del reformismo borbónico gracias a la
puesta en marcha de toda una batería de medidas fundamentales para poner las
bases de la posterior recuperación. Animados por el espíritu crítico de los nova-
tores8 y por la influencia de los modelos procedentes del exterior, los ministros
de la corona acometieron una reordenación monetaria9 y aplicaron reformas
fiscales y administrativas que, como la introducción de la figura del intendente o
los ensayos de una nueva planta en la relación entre el rey y sus territorios italia-
5
P. Sánchez León, «Decadencia y regeneración la temporalidad en los conceptos fundamentales
de la modernidad española», en J. Fernández Sebastián y G. Capellán de Miguel (coords.), Conceptos
políticos, tiempo e historia: nuevos enfoques en historia conceptual, Madrid, 2013, págs. 271-302.
6
C. Storrs, The Resilience of the Spanish Monarchy 1665-1700, Oxford, 2006.
7
D. Maffi, La cittadella in armi, Milán, 2010.
8
J. Pérez Magallón, La cultura española en el tiempo de los novatores (1675-1725), Madrid,
2002; E. Botella Ordinas, «Los Novatores y el origen de España. El vocabulario hispano de probabi-
lidad y la renovación del método histórico en tiempos de Carlos II», Obradoiro de Historia Moderna,
14, 2005, págs. 39-64.
9
J. A. Sánchez Belén, «Arbitrismo y reforma monetaria en tiempos de Carlos II», Espacio, tiem-
po y forma. Serie IV, 5, 1992, págs. 135-176.
[34]
nos, parecían seguir el camino de un gobierno más ejecutivo en línea con los
postulados franceses10. Paralelamente, la disminución de los compromisos mili-
tares facilitó una paulatina nacionalización de las finanzas y rompió la dependen-
cia con respecto al crédito de los asentistas extranjeros11, en un contexto de recu-
peración del comercio ultramarino y de desplazamiento del dinamismo económi-
co del centro a la periferia de la península, de manera especial hacia puertos como
Cádiz o hacia el principado de Cataluña12.
Un panorama tan optimista empeñado en atisbar síntomas de reactivación no
parece coincidir, sin embargo, con la opinión de los contemporáneos que, como
se aprecia en la frase del virrey de Nápoles que encabeza este texto, parecían ser
conscientes de vivir una crisis finisecular pues, como amargamente señalaba vein-
te años después Francisco Manuel de Lira desde la embajada de La Haya: «El
siglo que vivimos más parece novela que historia y solo a nuestra banda carga lo
infeliz echando hacia las otras todo lo demás»13. La decadencia de la Monarquía
Hispánica no tardó en convertirse en un verdadero topos que planeaba tanto en
los orientalizantes relatos de viajes como los de Lodewijck Huygens o Madame
d’Aulnoy14, como en las relaciones remitidas por los embajadores, residentes o
cónsules que operaban tanto en Madrid como en los principales puertos de la
corona. Como señala con acierto Thompson, aunque distorsionada, esta percep-
ción colectiva de retraimiento difundía una determinada imagen del poder y per-
mitía justificar la intervención exterior en los asuntos de una monarquía en pro-
ceso de descomposición e incapaz de acometer las necesarias reformas para recu-
perar el crédito perdido15. La restauración de este cuerpo político enfermo
pasaba por la aplicación de nuevas recetas por lo que, como informaba el emba-
jador de Luis XIV, Rébenac, tras su salida de Madrid en 1689: «Solo Francia
podría hacer reflorecer a España. Existe un número infinito de personas en este
país que con sus propias luces advierte esta verdad»16. Del mismo modo, según
se desprende de los estudios de Eva Botella, en Inglaterra, los miembros del Coun-
10
H. Kamen, «El establecimiento de los intendentes en la administración española», Hispania,
XXIV, 1964, págs. 368-395. Un buen balance sobre los antecedentes en las reformas de la administra-
ción borbónica en A. Dubet, «¿La importación de un modelo francés? Acerca de algunas reformas de
la administración española a principios del siglo xviii», Revista de Historia Moderna, 25, 2007,
págs. 207-233; J. A. Sánchez Belén, La política fiscal en Castilla durante el reinado de Carlos II, Ma-
drid, 1996.
11
C. Sanz Ayán, Los Banqueros de Carlos II, Salamanca, 1988.
12
B. Yun Casalilla, «Del centro a la periferia: la economía española bajo Carlos II», Studia His-
tórica. Historia Moderna, 20, 1999, págs. 45-76.
13
Biblioteca Nacional (BN), Mss. 1065, Carta de Lira al duque de Villahermosa, La Haya,
23/03/1679, folio 61.
14
M. Ebben, Un holandés en la España de Felipe IV. Diario de viaje de Lodewijck Huygens, 1660-
1661, Madrid, 2010; F. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal desde los tiempos
más remotos hasta comienzos del siglo XX, Valladolid, 1999.
15
I. A. A. Thompson, «El declive de España y sus relaciones internacionales: percepciones y
política a finales del siglo xvii», en P. Sanz (ed.), Tiempo de cambios. Guerra, diplomacia y política in-
ternacional de la Monarquía Hispánica (1648-1700), Madrid, 2012, págs. 119-142.
16
Mémoire du comte de Rebenac sur son ambassade d’Espagne, Versalles, 30/05/1689, recogido
por A. Morel-Fatio, Récueil des Instructions données aux ambassadeurs et ministres de France depuis
les traités de Westphalie jusqu’à la Révolution française, vol. IX, Espagne, tome I (1649-1700), París,
1894, pág. 425.
[35]
cil of Trade and Plantation y de la Royal Society se esforzaron por describir al
imperio español como una estructura decadente y atrasada incapaz de domeñar
la naturaleza y de impulsar el desarrollo económico de América, lo que dotaba de
mayor legitimidad a la expansión colonial británica en los dominios ibéricos17.
En las Provincias Unidas, el principal aliado de la Monarquía Hispánica durante
la segunda mitad del siglo xvii, encontramos igualmente testimonios muy críticos
sobre la fiabilidad de un socio que, en palabras del Gran Pensionario Johan De
Witt no era más que «un roseau cassé»18 y al que convenía amonestar y exigir
reformas contundentes, como puso de relieve el tono conminatorio empleado por
el enviado de los Estados Generales en Madrid, Beverningh, en 167119.
Esta visión crítica distaba mucho de ser una mera construcción distorsionada
elaborada por el resto de las potencias europeas para justificar su intervención en
los asuntos internos de la Monarquía Hispánica y no respondía tan solo a una
manipulación a posteriori destinada a iluminar la acción de la nueva dinastía
borbónica. Era compartida por los embajadores y delegados del rey que, al igual
que ocurría en los innumerables opúsculos, panfletos y manifiestos que ejercían
una creciente influencia en la conformación de un espacio público de discusión,
estaban teñidos de pesimismo y de contundentes críticas contra el mal gobier-
no20. Términos como descaecimiento, desistimiento, flaqueza, fatalidad, letargo,
melancolía, abandono, desprecio, desconfianza, dejadez, desidia y debilidad
inundan la correspondencia de los principales ministros del rey y están presentes
de forma reiterada en las consultas de los distintos consejos de la Monarquía.
17
E. Botella Ordinas, «Debating Empires, Inventing Empires: British Territorial Claims against
the Spaniards in America, 1670-1714», The Journal for Early Modern Cultural Studies, 10/1, 2010,
págs. 142-168.
18
F. Mignet, Négociations relatives à la succession d’Espagne sous Louis XIV, París, 1835-1842,
vol. II, pág. 270.
19
Según el embajador francés en Madrid, Bonsy: «Il prie ces ministres de faire l’application; il
veut fort faire le pédant et leur donner des leçons, ce qu’ils ne trouvent pas bon», ibíd., vol. III, pág. 640.
20
H. Hermant, Guerres de plumes. Publicité et cultures politiques dans l’Espagne dans la fin du
XVIIe siècle, Madrid, 2012.
[36]
servar la integridad territorial del conjunto en un contexto de contracción econó-
mica y de reducción de efectivos militares21. Lejos de creer en el destino providen-
cial de la monarquía, como habían hecho a principios de la centuria Juan de Sa-
lazar o Tomasso Campanella, se imponían planteamientos como los de Saavedra
Fajardo que, convencido del devenir dinámico de la historia, consideraba que el
recurso a la diplomacia y la defensa del equilibrio de poderes en el continente
constituían la vía más virtuosa para afrontar el inevitable declinar de la Monar-
quía22. Durante las largas negociaciones de Westfalia y a pesar de que no se logró
alcanzar un acuerdo con Francia, Felipe IV se esforzó por presentarse como el
mejor garante de estabilidad internacional y como el promotor de una política de
conservación destinada a poner coto a las crecientes ambiciones de toda nueva
potencia hegemónica. La paz con las Provincias Unidas y la resolución de los
conflictos internos por la vía del consenso constituían la prueba más elocuente de
que, como señalaba Esteban de Gamarra en 1655 ante los Estados Generales
para acallar aquellas voces que ponían en cuestión la nueva política exterior de la
corona: «Su Majestad para ser el mayor monarca del mundo no necesitaba de
conquistas sino de conservar lo que Dios le había dado y que observaría religio-
samente la paz»23.
La reducción de compromisos en el exterior y la nueva estrategia en pos del
equilibrio de poderes han sido identificadas por algunos autores como la prue-
ba del abandono de la política dinástica que había guiado hasta el momento a
los Habsburgo y como el deseo de dar prioridad a las cuestiones peninsulares y
reforzar así la identidad hispana de la Monarquía por encima de los meros de-
rechos patrimoniales del soberano24. Según estos planteamientos, la prioridad
concedida a la recuperación de Cataluña y Portugal explicaba la paulatina reti-
rada de los efectivos militares en el frente flamenco y la multiplicación de pro-
puestas destinadas a ceder los Países Bajos a cambio de otros territorios o a
proceder a un abandono unilateral de dichas plazas25. Como tuvimos ocasión
de analizar en nuestro estudio en torno al proceso de acercamiento hispano-
neerlandés, dichas amenazas actuaron más bien como un mecanismo de pre-
21
P. Férnandez Albaladejo, «Rethinking identity: crisis of rule and reconstruction of identity in
the monarchy of Spain», en H. Braun y J. Pérez Magallón (eds.), The Transatlantic Hispanic Baroque.
Complex identities in the Atlantic World, Surrey, 2014, pág. 130.
22
F. Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, 1989; J. J. Ruiz Ibáñez,
Pensar Europa en el Siglo de Hierro. El mundo en tiempos de Saavedra Fajardo, Murcia, 2008; J. M.
Jover y M. V. López Cordón, «La imagen de Europa y el pensamiento político internacional» en El
siglo del Quijote, 1580-1680, Historia de España fundada por R. Menéndez Pidal, tomo XXVI-l, Ma-
drid, 1986, págs. 353-522.
23
Archivo General de Simancas (AGS), Estado (E), Embajada de España en La Haya (EEH),
leg. 8471, Gamarra a Haro, La Haya, 8/03/1655.
24
Rafael Valladares interpreta la caída del sistema del valimiento tras la muerte de Haro como
un intento de Felipe IV de seguir la senda del gobierno personal impulsado por Luis XIV a partir de
1661 y como el camino para que el rey dejase de ser la cabeza de una de las facciones, la de los «aus-
tríacos», que bajo el gobierno de Lerma, Olivares o Haro había sostenido a la corona en defensa de
sus intereses dinásticos, R. Valladares, «Haro sin Mazarino. España y el fin del “orden de los Piri-
neos”, 1648-1659», Pedralbes, 29, 2009, págs. 376-378.
25
R. Valladares, «Decid adiós a Flandes. La monarquía Hispánica y el problema de los Países
Bajos», en W. Thomas y L. Duerloo (eds.), Albert & Isabella, Brepols, 1998, págs. 47-54.
[37]
sión para forzar a los posibles aliados de la corona a implicarse de forma direc-
ta en el mantenimiento de unos territorios que constituían el principal espacio
estratégico para frenar la política expansionista francesa 26. No en vano, en
1668, el reconocimiento de la independencia de Portugal por parte de la Mo-
narquía Hispánica corrió en paralelo con la conformación de la primera de las
ligas internacionales entre las potencias marítimas y Suecia destinada a poner
coto a la invasión francesa en los Países Bajos, lo que conduciría a los pocos
meses a la firma de la paz de Aquisgrán. Al igual que ocurría con los dominios
ultramarinos, la corona amenazaba a sus aliados con los peligros de su ausencia
para convertir el mantenimiento de la integridad de sus dispersos territorios en
una cuestión de seguridad internacional. Todo posible reparto o fragmentación
de tan lucrativas y estratégicas posesiones ponía en peligro el equilibrio de po-
deres en el continente y, como señalaban los numerosos opúsculos y manifies-
tos elaborados por Lisola, Leibniz, Letti o Arnolfini, amenazaba a Europa con
el espectro de una monarquía universal. Sin embargo, esta delegación de res-
ponsabilidades en la defensa de sus posesiones y el sostén de sus aliados contra
las acometidas de Francia entrañaban una serie de concesiones que limitaban
considerablemente la capacidad de control de la corona en la toma de decisio-
nes. La red diplomática y los ejércitos de la Monarquía Hispánica constituían
todavía una pieza clave en el complejo entramado de alianzas pero, a pesar de
las protestas de Madrid, terminaron por jugar un papel meramente auxiliar en
el diseño de las grandes líneas estratégicas puestas en marcha para frenar la
ambiciosa política exterior de Luis XIV.
La corona se vio obligada a realizar asimismo crecientes concesiones a sus
aliados en sus mercados y facilitó la presencia de los hombres de negocios ingle-
ses y neerlandeses en sus posesiones de ultramar, donde el control que termina-
ron ejerciendo sobre el asiento de negros rompía de facto su teórico monopolio.
Los sucesivos tratados de paz y de marina con las Provincias Unidas e Inglate-
rra no solo sancionaron el reconocimiento de sus respectivos enclaves territoria-
les en el Caribe, sino que desataron una fuerte competencia entre las potencias
marítimas para arañar crecientes privilegios mercantiles que quedaban garanti-
zados gracias a una tupida red de consulados encargados de velar por el cumpli-
miento de los acuerdos y de dar al traste con cualquier medida proteccionista
por parte de las autoridades locales27. La integridad de la Monarquía Hispánica
quedaba hipotecada por una espiral de nuevas concesiones comerciales y depen-
día de la buena voluntad de unos aliados que no dudaron en proceder a un re-
parto de sus territorios para garantizar el mantenimiento del equilibrio de po-
deres en el continente.
26
M. Herrero Sánchez, El acercamiento hispano-neerlandés, 1648-1678, Madrid, 2000, págs. 150-156.
27
J. Israel, «England’s Mercantilist Response to Dutch World Primacy, 1647-1674», en S. Groen-
veld y M. Wintle (eds.), Britain and the Netherlands X: Government and the Economy in Britain and the
Netherlands since the Middle Ages, Zutphen, 1992, págs. 50-61; M. Herrero Sánchez, «La red consular
neerlandesa en los puertos españoles», en A. Alvar y J. M. de Bernardo Ares (eds.), Espacios urbanos,
mundos ciudadanos. España y Holanda (XVI-XVII), Córdoba, 1998, págs. 83-114.
[38]
3. La pervivencia de los modelos policéntricos
frente al impulso soberanista de Francia
28
F. Benigno, Las palabras del tiempo. Un ideario para pensar históricamente, Madrid, 2013.
29
A. Osiander, «Sovereignty, International Relations, and the Westphalian Myth», International
Organization, 55, 2, 2001, págs. 251-287.
30
G. Braun, Du Roi-Soleil aux Lumières. L’Allemagne face à l’ «Europe française», 1648-1789,
Villeneuve d’Ascq, 2012, pág. 28.
31
K. Malettke, Les relations entre la France et le Saint-Empire au XVIIe siècle, París, 2001.
[39]
nomía y muchos de ellos siguieron usando el emblema del águila bicéfala en sus
respectivos escudos hasta bien entrado el siglo xviii32.
La Monarquía Hispánica estaba también muy lejos de responder al modelo
de soberanía plena y centralizada que se había visto fortalecido en Francia tras
los acontecimientos revolucionarios de la Fronda33. Aunque recientemente algu-
nos autores como Manuel Rivero se han esforzado por demostrar que la salida
adoptada por la corona para hacer frente a las revueltas de la década de 1640
consistió en el reforzamiento de una estructura jerárquica con rasgos cada vez
más centralizados en el que «solo Madrid es Corte»34, resulta indudable que,
como indica Fernández Albaladejo, tras la caída de Olivares asistimos más bien a
una notable rebaja de la intensidad del soberanismo de autores como Carrillo
Lasso de Vega o Zevallos y que se impone un modelo de soberanía sustentado en
el «gobernar con dulzura» a través del pleno reconocimiento de los fueros35. No
se trataba de un simple neoforalismo como evidenciaba la implantación de medi-
das de mayor control en Cataluña, la consolidación del poder del rey en Valencia
o el establecimiento de una nueva planta en Mesina tras la revolución de 1674;
expedientes que, sin embargo, eran compatibles con el notable aumento de la
autonomía en otros territorios como los Países Bajos o los reinos indianos36.
Incluso en Nápoles, donde según Rivero se rebajó de forma notable la autonomía
del virrey37, los trabajos de Rovito han puesto de manifiesto cómo el restableci-
miento de la autoridad del monarca católico se efectuó mediante un fortaleci-
miento del consenso y a través de una relectura de la tradición constitucional
napolitana inspirada en el modelo republicano de Venecia38. Y es que, a fin de
cuentas, se trataba de una monarquía de repúblicas urbanas articulada en torno
a una poderosa red de ciudades y de núcleos cortesanos que conservaron siempre
amplios espacios de autonomía y que, frente a lo que ocurrirá en los modelos
monárquicos francés o británico, no fueron desplazadas por el protagonismo de
unas capitales que como París y Londres otorgaron mayor cohesión a sus respec-
tivos sistemas de gobierno y permitieron avanzar, por vías diferentes, en el proce-
so de centralización administrativa a costa de los privilegios locales. La Monar-
quía Hispánica no era una orquesta sin director ni mucho menos una estructura
descompuesta, pero la principal función del monarca consistía en garantizar los
privilegios, libertades e inmunidades de cada una de las corporaciones, reinos o
ciudades sobre los que ejercía su soberanía. Además, como hemos señalado re-
32
T. Maissen, «Inventing the Sovereign Republic. Imperial Structures, French Challenges, Dutch
Models, and the Early Modern Swiss Confederation», en A. Holenstein, T. Maissen y M. Prak (eds.),
The Republican Alternative. The Netherlands and Switzerland compared, Amsterdam, 2008, págs. 125-150.
33
A. Jouanna, Le pouvoir absolu, Naissance de l’imaginaire politique de la royauté, París, 2014.
34
M. Rivero Rodríguez, «La reconstrucción de la Monarquía Hispánica: La nueva relación con
los reinos (1648-1680)», Revista Escuela de Historia, 12/1, 2013.
35
P. Fernández Albaladejo, La crisis de la Monarquía. Vol. 4 de Historia de España, Barcelona,
2009, pág. 370.
36
L. Ribot, «Conflicto y lealtad en la Monarquía Hispánica durante el siglo xvii», en F. J. Aran-
da (ed.), La declinación de la Monarquía Hispánica en el siglo XVII, Cuenca, 2004, págs. 39-66.
37
M. Rivero Rodríguez, «Italia en la Monarquía Hispánica (siglos xvi-xvii)», Studia Histórica,
26, 2004, págs. 19-41.
38
P. L. Rovito, «La Rivoluzione Costituzionali di Napoli», Rivista Storica Italiana, XCVIII, fase. 2,
1986, págs. 367-462.
[40]
cientemente, los mecanismos de negociación entre el soberano y las élites locales
no se ejercían tan solo de una manera radial mediante relaciones entre el centro y
la periferia sino que se trataba de una estructura policéntrica en la cada uno de los
núcleos que la componían interactuaban no solo con el soberano sino también
entre ellos mismos39. Con esto no queremos decir que no existiese una jerarquía,
pero se trataba de una jerarquía variable en la que la toma de decisiones no se
realizaba únicamente desde Madrid y en la que la cohesión del conjunto pasaba
por otras vías. El respeto a la diversidad jurisdiccional, la profesión de la religión
católica como principal elemento de identificación y la obediencia a un mismo
soberano constituyeron, sin duda, tres de los elementos clave para dotar de esta-
bilidad al sistema. Pero no fueron los únicos. La corona supo impulsar asimismo
medidas encaradas a facilitar la circulación de las élites entre tan dispersos terri-
torios, lo que se tradujo en la puesta en pie de un complejo entramado transna-
cional de redes aristocráticas, burocráticas, mercantiles y religiosas interesadas en
el mantenimiento de dicha estructura imperial, pero con posicionamientos en
ocasiones contrapuestos, con formas diferentes de articularlos y con jerarquías no
siempre coincidentes40.
Dicha estructura policéntrica tenía asimismo su reflejo en el entramado sobre
el que la Monarquía católica articulaba sus relaciones con el resto de las poten-
cias. Aunque Madrid era uno de los ejes de la diplomacia europea y en la Corte
existían embajadores y residentes procedentes tanto de los principales soberanos
como de pequeños principados, repúblicas o confederaciones de ciudades como
la Hansa, su distancia con respecto a las grandes zonas de conflicto obligaba al
rey a delegar su autoridad en manos de toda una gama de agentes diplomáticos
con amplios poderes que mantenían estrechas relaciones con el resto de los alter
ego del soberano en sus dominios europeos41. El caso de la embajada española
en La Haya constituye al respecto un ejemplo elocuente del imponente grado de
autonomía del que gozaban los representantes del soberano en el exterior42. No
hay que olvidar que la estructura policéntrica y desagregada de una república en
la que la soberanía recaía en cada una de las ciudades que la conformaban dificul-
taba enormemente la capacidad de acción de sus representantes diplomáticos en
el exterior, por lo que la negociación debía realizarse directamente en las Provin-
39
P. Cardim, T. Herzog, J. J. Ruiz Ibáñez y G. Sabatini (eds.), Polycentric Monarchies. How did
Early Modern Spain and Portugal Achieve and Maintain a Global Hegemony?, Eastbourne, 2012.
40
B. Yun Casalilla (ed.), Las redes del Imperio. Élites sociales en la articulación de la Monarquía
Hispánica, 1492-1714, Madrid, 2009; J. F. Pardo Molero y M. Lomas Cortés (coords.), Oficiales reales
los ministros de la Monarquía Católica, siglos XVI-XVII, Valencia, 2012.
41
D. Aznar, G. Hanotin y N. F. May (eds.), À la place du roi. Vice-rois, gouverneurs et ambassa-
deurs dans les monarchies française et espagnole (XVIe-XVIIIe siècles), Madrid, 2014. María Victoria
López Cordón advertía también cómo la pérdida de vitalidad del sistema del valimiento tras la muer-
te de Haro hizo que gobernadores, virreyes o plenipotenciarios «se volviesen más autónomos y sus
informaciones, al mediar menos interferencias, más influyentes». Cfr. M. V. López Cordón, «Equili-
brio y alianzas. Holanda en el pensamiento internacional español posterior a Westfalia», en J. Lechner
y H. der Boer (eds.), España y Holanda. Ponencias leídas durante el quinto coloquio hispano-holandés
de historiadores, Ámsterdam, 1995, pág. 92.
42
M. Herrero Sánchez, «La red diplomática de las Provincias Unidas en la Corte española du-
rante la segunda mitad del siglo xvii», Dimensioni e problemi della ricerca storica, 1, 2014, págs. 113-143.
[41]
cias Unidas43. No es pues de extrañar que los representantes del rey católico antes
los Estados Generales gozasen de atribuciones mucho mayores y actuasen como
los interlocutores directos del soberano, además de mantener una comunicación
permanente con el Consejo de Estado y con los principales ministros en Madrid.
Ahora bien, los ricos fondos documentales de la embajada española en La Haya
evidencian que sus responsables conformaron un complejo sistema de relaciones
con los representantes del rey, tanto en los Países Bajos como en Italia, y que co-
ordinaron sus decisiones con el resto de los embajadores del monarca católico en
el resto de Europa44. Un tupido entramado epistolar que enlazaba los distintos
centros de poder que conformaban la monarquía y a través del que circulaba toda
una vasta gama de objetos culturales, capitales e informaciones que caracteriza-
ban el fuerte tinte cosmopolita de la estructura imperial hispana45. El embajador
actuaba en ocasiones como un agente del rey para controlar la excesiva autono-
mía de determinados gobernadores, como se puso de relieve durante el gobierno
de Maximiliano Emanuel de Baviera a fines del siglo xvii cuando Bernardo de
Quirós llegó incluso a incentivar el alzamiento de la población de Bruselas en
169946. En otras momentos, como ocurrió con motivo de la intervención del
conde de Monterrey a favor de las Provincias Unidas en 1672, el embajador en
La Haya, Francisco Manuel de Lira, colaboró de forma estrecha con el gober-
nador de Flandes en contra de las órdenes procedentes de Madrid, donde el
Consejo de Estado se vio arrastrado al conflicto a pesar de su apuesta inicial
por la neutralidad47. El gobernador contaba de forma permanente con el aseso-
ramiento del embajador español en La Haya que pasaba largas temporadas en
Bruselas para preparar las campañas militares, coordinar la colaboración con
los aliados o ayudarle a sofocar movimientos desestabilizadores como el ocurri-
do en Amberes en 1659, cuyo tono democratizador era visto con preocupación
por parte de la oligarquía de las ciudades holandesas48. Mantenía igualmente
importantes lazos con los delegados diplomáticos que el Emperador o las Pro-
vincias Unidas enviaban a Bruselas, pues determinados dominios del rey como
Milán, Nápoles o los Países Bajos contaban con la presencia de legaciones di-
plomáticas que, en ocasiones, como ocurría con el embajador genovés en el
ducado de Milán, disponían de mayores atribuciones que sus homólogos en
Madrid, lo que constituye una prueba adicional sobre la naturaleza policéntrica
de la Monarquía Hispánica. Los embajadores se relacionaban también con la
43
M. Herrero Sánchez, «Republican Diplomacy and the power balance in Europe», en A. Ali-
mento (ed.), War, trade and neutrality. Europe and the Mediterranean in seventeenth and eighteenth
centuries, Milán, 2011, págs. 23-40.
44
P. Lefèvre, Inventaire des Archives de l’Ambassade d’Espagne à La Haye, AGRB, Tongres, 1932.
45
D. Carrió-Invernizzi, «A New Diplomatic History and the Networks of Spanish Diplomacy in
the Baroque Era», The International History Review, 36,4, 2014, págs. 603-618, DOI: 10.1080/
07075332.2013.852120.
46
F. Van Kalken, La fin du gouvernement espagnol aux Pays Bas, Bruselas, 1907.
47
M. Herrero Sánchez, «La Monarquía Hispánica y el Tratado de La Haya de 1673» en J. Lech-
ner y H. der Boer (eds.), España y Holanda. Ponencias leídas durante el quinto coloquio hispano-holan-
dés de historiadores, Ámsterdam, 1995, págs. 103-118.
48
Desde Madrid se exigió que las visitas del embajador del rey en las Provincias Unidas a Bruse-
las no superase períodos de ocho días. AGS, E, EEG, 8388, Felipe IV a Gamarra, Madrid, 3/08/1661.
[42]
red de cónsules nombrados por el rey en algunos de los principales centros mer-
cantiles de Europa que, más que velar por los privilegios de las poco activas co-
munidades españolas en dichas plazas, actuaban como conectores privilegiados
para incentivar la participación de determinadas redes transnacionales en los dis-
persos dominios del rey. De este modo, los Silva desde Livorno o los Belmonte
desde Ámsterdam facilitaron la entrada de los hombres de negocios sefarditas en
el interior de la monarquía católica, que contribuyeron con capitales, canales al-
ternativos de información y todo tipo de recursos al esfuerzo militar de la corona
en Europa49.
La naturaleza constitucional y desagregada de la Monarquía Hispánica y el
permanente estado de guerra con Francia durante la segunda mitad del siglo xvii
explica que, a pesar de la clásica oposición que se suele establecer entre una Euro-
pa dinástica confrontada a una alternativa republicana, el monarca católico se
convirtiese en uno de los principales sostenedores de las confederaciones urbanas
y de los modelos policéntricos en el continente50. Una posición diametralmente
opuesta a la seguida por Luis XIV, que recurrió a todo tipo de expedientes para
mostrar la plena autonomía de Francia frente al poder de los hombres de nego-
cios de dichas repúblicas mercantiles a través de la aplicación de rigurosas medi-
das proteccionistas o mediante el uso de la fuerza, como evidencia la invasión de
las Provincias Unidas en 1672 o el bombardeo de Génova en 1684. El rey sol des-
plegó asimismo un programa propagandístico destinado a mostrar la completa
soberanía de su reino con respecto a unas repúblicas a las que sometió a humi-
llantes demostraciones de superioridad, como ocurrió en 1663 con motivo de la
recepción de los delegados suizos en París o en 1685 cuando, en contra de las leyes
de la república, se forzó al dogo de Génova a acudir a Versalles a inclinarse ante
el rey51.
49
F. Trivellato, «Sephardic Merchants in the Early Modern Atlantic and Beyond: Toward a
Comparative Historical Approach to Business Cooperation», en R. Kagan y P. Morgan (eds.), Atlan-
tic Diasporas: Jews, Conversos, and Crypto-Jews in the Age of Mercantilism, 1500-1800, Baltimore,
2009, págs. 99-120; M. Herrero Sánchez, El acercamiento, ob. cit., págs. 131-140; F. Zamora, La «Pu-
pilla dell’occhio della Toscana» y la posición hispánica en el Mediterráneo occidental (1677-1717), Ma-
drid, 2013; J. Israel, Diasporas within a Diaspora: Jews, Crypto-Jews and the World Maritime Empires,
1540-1740, Leiden, 2002. Por su parte, Christopher Storrs llama la atención sobre el hecho de que los
embajadores no actuaban tan solo como meros agentes del rey, sino que en ocasiones lo hacían al
servicio de determinados particulares o de corporaciones locales. Cfr. C. Storrs, «La diplomacia espa-
ñola durante el reinado de Carlos II: una Edad de Oro o ¿quizá de plata?», en P. Sanz (ed.), Tiempo de
cambios. Guerra, diplomacia y política internacional de la Monarquía Hispánica (1648-1700), Madrid,
2012, pág. 45.
50
M. Herrero Sánchez, «Republican Monarchies, Patrimonial Republics. The Catholic Monar-
chy and the Mercantile Republics of Genoa and the United Provinces» en P. Cardim et al. (eds.), Po-
lycentric Monarchies. How did Early Modern Spain and Portugal Achieve and Maintain a Global Hege-
mony?, Eastbourne, 2012, págs. 181-196; M. Herrero Sánchez, «Les rélations conflictuelles de la mo-
narchie hispanique avec les républiques de Gênes et des Provinces-Unies: structures institutionnelles
et bouleversement politique», en L. Bourquin, P. Hamon, A. Hugon y Y. Lagadec (eds.), La politique
par les armes, Rennes, 2013, págs. 45-59.
51
C. Bitossi, «1684. La Repubblica sfida il Re Sole», en F. Cardini et al., Gli anni di Genova, Roma-
Bari, págs. 123-150.
[43]
4. El desplazamiento de la Monarquía Hispánica
de su posición hegemónica
52
F. de Callières, L’art de négocier sous Louis XIV, París, 2006 (1.ª edición de 1716), pág. 76. Véa-
se también L. Bély, L’art de la paix en Europe: Naissance de la diplomatie moderne XVIe-XVIIIe siècle,
París, 2007, pág. 9.
53
J. Israel, «España y Europa. Desde el Tratado de Münster a la Paz de los Pirineos, 1648-1659»,
Pedralbes, 29, 2009, págs. 271-337.
54
AGS, E, EEH, Leg 8471, Gamarra a Haro, 16/08/1657, folios 125-128.
55
M. A. Ochoa Brun, «El incidente diplomático hispano-francés de 1661», Boletín de la RAH,
CCI, 2004, págs. 97 a 159.
[44]
liar y a su red de relaciones personales, lograron sostener el deslumbrante tono
que había caracterizado a los representantes del monarca católico. Este es el caso
de Pablo Spinola Doria, III marqués de los Balbases, que tras un largo período en
la embajada de Viena, donde aparte de maniobrar con éxito para limitar la in-
fluencia ejercida por el partido francés e incorporar al Emperador a la alianza de
La Haya en 1673, había destacado por su cortesía y refinamiento, fue selecciona-
do como plenipotenciario en el congreso de Nimega56. A pesar del decepcionan-
te resultado de las negociaciones, en el momento de la firma del tratado la delega-
ción española logró un sorprendente trato de igualdad, por lo que el marqués de
los Balbases se desplazó a París a negociar las capitulaciones matrimoniales de
Carlos II con María Luisa de Orléans57. Gracias a los lazos familiares de su es-
posa, Anna Colonna, logró instalarse en el palacio de Nevers, desde donde creó
un exuberante y cosmopolita espacio de sociabilidad y organizó todo tipo de re-
cepciones y fiestas capaces de rivalizar con éxito con las organizadas por el rey
cristianísimo58.
La largueza y el boato desplegados por algunos de los representantes del mo-
narca católico no eran suficientes para ocultar las graves deficiencias por las que
atravesaba el sistema imperial hispánico y sus dificultades para competir con la
pujante monarquía francesa. Disparidad de situaciones que tenía su más descar-
nada expresión en las cualidades que eran capaces de exhibir sus respectivos so-
beranos que, a la postre, eran la cabeza visible de ambas monarquías. En 1655,
durante su paso por Génova en pleno conflicto entre la república y su tradicional
aliado español, Hugues de Lionne se esforzó por atraer al bando francés a los
adinerados patricios ligures subrayando la vitalidad de su joven monarca frente al
aspecto cansado y decadente de Felipe IV: «Vedendosi da un canto il Ré di Spag-
na avanzato nell’etá, senza speranza di figlioli maschi e dovendo per cio l’hereditá
di suoi divisi stati trasmettersi per via di femine [...] il Ré mio, all’incontro, in una
fioritissima e robostissima gioventú con somma avversione all’ozio, et alle sensua-
litá e con propensioni tanto martiali»59. Las virtudes guerreras y la resolución del
rey cristianísimo eran todavía más descarnadas si se comparaban con el débil y
enfermizo Carlos II, expresión elocuente del agotamiento de una dinastía que, al
igual que determinadas familias aristocráticas, experimentaba en su seno los pro-
blemas de una política matrimonial endogámica. En 1679, Francisco Manuel de
56
AGS, E, leg. 2398, Relación de la embajada en Alemania del marqués de los Balbases, Viena,
18/04/1677. M. Herrero Sánchez y A. Álvarez-Ossorio Alvariño, «La aristocracia genovesa al servicio
de la Monarquía Católica: el caso del III marqués de Los Balbases (1630-1699)», en M. Herrero, C.
Bitossi, R. Ben Yessef y D. Puncuh (eds.), Génova y la Monarquía Hispánica (1528-1713), Génova,
2011, vol. I, págs. 331-365.
57
R. Hatton, Louis XIV and Europe, Londres, 1976, pág. 19. El elevado coste de sus negociados
en Viena y Nimega, financiado en gran medida a su costa, puede consultarse en AGS, Contaduría
Mayor de Cuentas (CMC), 3.ª época, leg. 2445. Cuentas del marqués de Los Balbases de su embajada
en Alemania y en el Congreso de la paz de Nimega, 1672-1679.
58
Relación de la fiesta que el marqués de Los Balbases dio a la reina Doña María Luisa de Bor-
bón en París a 7 de septiembre de 1679, Madrid, s.f., en la Imprenta de Bernardo de Villadiego. Véase
también A. Rodríguez Villa, «Dos viajes regios (1679 y 1661)», en Boletín de la Real Academia de la
Historia, XLII (1903), pág. 250-278 y T. Zapata, La entrada en la Corte de María Luisa de Orléans.
Arte y fiesta en el Madrid de Carlos II, Madrid, 2000.
59
BN, Mss. 2384, Discurso de Lionne ante la Serenísima república de Génova, 1655.
[45]
Lira se dirigía al rey en tono pesimista y subrayaba las dificultades que la Monar-
quía Hispánica tenía para hacer frente a los designios de Luis XIV:
60
BN, Mss. 10695, Memorial de Lira a Carlos II, 1679, fols. 73v-74.
61
Sobre el sentimiento de hispanofilia que había sustentado el poder de la monarquía católica en
el mundo véase, J. J. Ruiz Ibáñez, «The Baroque and the Influence of the Spanish Monarchy in Euro-
pe (1580-1648)» en J. Pérez Magallón y H. Braun (eds.), The Transatlantic Hispanic Baroque, ob. cit.,
págs. 113-128.
62
Sobre las influencias mutuas entre las monarquías española y francesa véanse, J. F. Schaub, La
France espagnole. Les racines hispaniques de l’absolutisme français, París, 2003; A. Dubet y J. J. Ruiz
Ibáñez (eds.), Las monarquías española y francesa (siglos XVI-XVIII). ¿Dos modelos políticos?, Ma-
drid, 2010.
63
T. Claydon, Europe and the Making of England, 1660-1760, Cambridge, 2007; D. Onnekink (ed.),
War and Religion after Westfalia, 1648-1713, Farnham, 2009.
[46]
automática entre catolicismo y absolutismo frente a protestantismo y gobierno re-
presentativo64. Planteamientos que no solo pierden de vista las tentaciones dinásti-
cas de Guillermo III de Orange y el soterrado sostén de Madrid al Parlamento65,
sino que dejan en el olvido que las potencias marítimas construyeron su red de
alianzas en torno a un firme acuerdo con las dos ramas de la casa de Austria, en
cuyos dominios, como hemos indicado, seguían vigentes formas de gobierno carac-
terizadas por la fragmentación de la soberanía y la pervivencia de modelos consti-
tucionales alejados de toda dinámica absolutista. Además, hacía tiempo que los
Habsburgo habían dejado de actuar como el brazo armado de la Contrarreforma
y, a pesar de que determinados motines anticatólicos como los acaecidos en Lon-
dres en 1688 siguiesen dirigiendo sus ataques contra los intereses españoles, sus
ministros estaban lejos de comportarse como fanáticos religiosos66. Los acuerdos
con Inglaterra y algunos príncipes protestantes durante la Guerra de los Treinta
Años habían contado con el beneplácito de las sucesivas Juntas de Teólogos reuni-
das para estudiar la licitud de los mismos. Por su parte, Saavedra Fajardo, que esta-
ba convencido de que «la ruina de un estado era la libertad de conciencia», afirma-
ba de forma categórica que «la diversidad de religión no justifica la guerra» por lo
que no veía ningún obstáculo y consideraba incluso lícita y necesaria una alianza
defensiva con determinadas potencias reformadas67. La Monarquía Hispánica, no
lo olvidemos, fue la primera en reconocer al régimen de Cromwell tras la decapita-
ción de Carlos I y no titubeó a la hora de financiar en 1674 los levantamientos de
determinados nobles protestantes contra Luis XIV, como los del chevalier de Ro-
han en Normandía, que apostaba por la creación de una república libre cuyos esta-
tutos habían sido redactados por el radical holandés y maestro de Spinoza, Fran-
ciscus Van Enden, o los del hugonote Seigneur de Sardan en el Languedoc68.
Este tipo alianzas políticas quedaban compensadas por el reforzamiento del
componente religioso de la corte de Carlos II mediante la construcción de un re-
finado discurso de tintes providencialistas que exaltaba la piedad y el carácter
pastoral del soberano69. Los ministros del rey se esforzaron igualmente en subra-
64
C. E. Levillain, Vaincre Louis XIV. Angleterre-Hollande-France. Histoire d’une relation triangu-
laire, 1665-1688, Seyssel, 2010, págs. 27-29.
65
No hay que olvidar que, en 1699, con motivo de los acuerdos de reparto entre Guillermo III y
Luis XIV, el marqués de Canales entabló negociaciones con el Parlamento para denunciar la política
de ocultación de dicho tratado por parte del soberano británico, por lo que el delegado inglés en Ma-
drid, Stanhope, señaló airado: «ha sido su intento mover sedición en sus reinos apelando al Parlamen-
to y pueblo de Inglaterra contra Su Majestad pues es reconocerlos por superiores a su real persona
que nada puede ser más absurdo y contrario a la constitución del gobierno del reino de Inglaterra lo
que el señor marqués de Canales embajador de Su Majestad no debía ni podía ignorar después de
tantos años de residencia en él». AGS, E, leg. 3944, Carta de Stanhope a Carlos II, Madrid, 2/11/1699.
66
C. Storrs, «The Role of Religion in Spanish Foreign Policy in the Reign of Charles II (1665-1700)»,
en D. Onnekink (ed.), War and Religion after Westfalia, 1648-1713, Farnham, 2009, págs. 25-46.
67
D. Saavedra Fajardo, Empresas políticas, Múnich, 1640, empresa 60.
68
C.-É. Levillain, « Une guerre souterraine contre Louis XIV. L’Espagne, la Hollande et les pro-
jets de révolte de 1674 », Mélanges de la Casa de Velázquez, 42-2, 2012, págs. 201-223.
69
A. Álvarez-Ossorio, «Virtud coronada: Carlos II y la Piedad de la Casa de Austria», en P. Fernán-
dez Albadalejo, J. Martínez Millán y V. Pinto Crespo (coords.), Política, religión e inquisición en la
España moderna: homenaje a Joaquín Pérez Villanueva, Madrid, 1996, págs. 29-57; I. Sánchez Llanes,
«El buen pastor en Carlos II: equidad y crítica política», Hispania, 73, 245, 2013, págs. 703-732.
[47]
yar que los acuerdos con Inglaterra y las Provincias Unidas constituían el mejor
mecanismo para moderar las políticas anti-católicas en ambos estados suscitadas
por la agresiva política exterior y la permanente injerencia de Francia. En los
momentos previos al desembarco de Guillermo III en Inglaterra, el embajador
español en La Haya, Manuel Coloma, se mostraba convencido de que, debido a
su actitud tolerante del estatúder-rey: «podría ser experimentasen los católicos de
Inglaterra más quietud que la que habían tenido hasta allí»70. Las embajadas de
la Monarquía Hispánica en los países protestantes constituían además uno de los
escasos espacios desde los que acudir en apoyo de las comunidades católicas gra-
cias a los servicios que dispensaban desde sus respectivas capillas. En 1690, en una
consulta del Consejo de Estado sobre una carta de Coloma relativa a la situación
religiosa en las Provincias Unidas, se subrayaban los efectos positivos que para la
defensa de la fe procedían de un buen entendimiento con las potencias marítimas
pues, según se advertía: «en los tres años que reside en aquel empleo ha visto y ve
aumentarse cada día más el número de los católicos con conversiones bien parti-
culares y que es grande el concurso y publicidad de ellos en su capilla particular-
mente en los días festivos y solemnes igualando y aún excediendo al de los protes-
tantes en su iglesia mayor...». Y concluye diciendo que «...las quejas provienen de
las máximas de Francia para enturbiar el celo de religión y para enturbiar la bue-
na correspondencia y armonía con que caminan las cosas políticas»71.
Los acuerdos con Londres y La Haya constituían el único modo de frenar las
ambiciones territoriales del rey cristianísimo y no solo permitían garantizar una
mínima protección a las comunidades católicas asentadas en dichos países, sino
que facilitaban la secular cruzada de los Habsburgo contra la permanente amena-
za del Islam en Europa. Los recursos navales que eran capaces de ofrecer las
Provincias Unidas e Inglaterra constituían un sostén insustituible para frenar los
permanentes ataques de los piratas berberiscos en el Mediterráneo72 y eran el
único modo de contener la presión militar a la que se veían sometidas las plazas
del norte de África. La pérdida del enclave británico de Tánger en 1684 o de las
posesiones españolas en La Mámora, en 1681, y Larache, en 1689, constituían
una prueba fehaciente de la legitimidad de dicha alianza. El avance otomano en
Europa oriental, que culminaría con el sitio de Viena en 1683, consolidó el lide-
razgo de la rama cadete de los Habsburgo en la defensa de la Cristiandad y per-
mitió la conformación de una Liga Santa patrocinada desde Roma y apoyada por
el rey de Polonia, la república de Venecia y el monarca Católico pero sin el sostén
de Francia que, por el contrario, financiaba bajo cuerda a los rebeldes húngaros.
El conflicto contra el turco desató un fervor mesiánico en los dominios de Carlos II
y un inusitado interés en la opinión pública con una multiplicación de gacetas,
70
AGS, E, leg. 3880, Manuel Coloma al rey, La Haya, 25/10/1688. J. I. Israel, «William III and
Toleration», en Conflicts of Empires. Spain, the Low Countries and the Struggle for World Supremacy,
1585-1713, Londres, 1997, págs. 280-281.
71
AGS, E, leg. 3989, Consulta de Consejo de Estado, Madrid, 3/05/1690. Para el papel crucial de
la capilla española en la corte de Londres véase C. Bravo Lozano, Tierras de misión. La política confe-
sional de la Monarquía de España en las Islas Británicas, 1660-1702, Tesis doctoral inédita, Universi-
dad Autónoma de Madrid, 2014.
72
M. Herrero Sánchez, El acercamiento, ob. cit, págs. 377-384.
[48]
folletos, obras de teatro y poemas laudatorios73. El propio soberano participó en
sendas procesiones en Madrid para celebrar la victoria de Kahlemberg y la toma
de Buda, mientras que algunos de los miembros más conspicuos de la aristocracia
castellana, como el marqués de Villena o los duques de Béjar y Escalona, todos
ellos cercanos al conde de Oropesa y al partido austracista, movilizaron sus pro-
pios recursos y perdieron incluso la vida en la contienda. La aportación del mo-
narca católico a la guerra fue, sin embargo, muy limitada pues en ese mismo
momento se vio obligado a hacer frente en Flandes a la invasión francesa de
Luxemburgo mientras que sus efectivos navales y sus fuerzas en el ducado de
Milán salían en socorro de Génova, asediada por la escuadra naval de Luis
XIV74. La cruzada contra el imperio otomano no solo desacreditaba el fervor
religioso del rey cristianísimo, sino que animó el fortalecimiento de los lazos entre
Madrid y Viena y actuó como un estímulo para la creación, en 1686, de la Liga de
Ausburgo donde, gracias a sus posesiones en los Países Bajos, la Monarquía His-
pánica entraba a formar parte como socio de pleno derecho en calidad de miem-
bro del círculo de Borgoña75. La naturaleza policéntrica de la Monarquía y su
laxo concepto de soberanía permitían al rey presentarse como feudatario del Em-
perador por sus dominios en Flandes y en Milán, del mismo modo que lo era del
Papado por el reino de Nápoles. Una actitud diametralmente opuesta a la seguida
por Luis XIV que por las paces de Aquisgrán, en 1668, y de Nimega, en 1678,
había incorporado los numerosos enclaves arrebatados a la Monarquía Católica
en los Países Bajos y el Franco Condado al reino de Francia, desligándolos de la
dependencia jurisdiccional del Imperio. Situación que dejaba al rey cristianísimo
fuera de la Dieta y daba al traste con el papel de defensor de las libertades germá-
nicas que, como principal promotor de la Liga del Rin, había ejercido entre 1658
y 166776.
73
Al respecto, véase el atinado análisis de R. González Cuerva, «La última cruzada: España en
la guerra de la Liga Santa (1683-1699)», en P. Sanz (ed.), Tiempo de cambios. Guerra, diplomacia y
política internacional de la Monarquía Hispánica (1648-1700), Madrid, 2012, págs. 221-248.
74
M. Herrero Sánchez, «La quiebra del sistema hispano-genovés (1627-1700)», Hispania, LXV,
219, 2005, págs. 115-152.
75
J. Schillinger, «La Franche-Comté et les enjeux diplomatiques du Cercle de Bourgogne à la
Diète de Ratisbonne 1667-1674», Revue d’Histoire Moderne et Contemporaine, XXXIX, 1992,
págs. 531-550. Desde 1664 la Monarquía había acudido a la dieta de Ratisbona para obtener el sostén
del Imperio contra la presión francesa a cambio de apoyo en la lucha contra el turco.
76
G. Braun, Du Roi Soleil aux Lumières, ob. cit., págs. 41-42.
[49]
de sus mercados en caso de que no abandonase la alianza con Francia, lo que
constituyó un acicate adicional para que el Parlamento forzara a Carlos II Es-
tuardo a llegar a un acuerdo de paz con las Provincias Unidas77. Sin embargo,
como advertía de forma amarga el principal muñidor de tan complejo entramado
diplomático, Francisco Manuel de Lira, la falta de resolución y la debilidad mili-
tar de la Monarquía Hispánica hicieron inútil dicho esfuerzo. En una carta dirigi-
da al gobernador de Flandes en 1678 señalaba
En todas partes se procede con nosotros según nos consideran en cada una
y, de habernos empezado a perder el respeto porque no tenemos nada que le in-
funda, se va pasando del poco caso disimulado al desprecio conocido cuando lo
que hemos ido perdiendo con actos continuos de abandono no se puede recobrar
sin la usura repetida de dobladas aplicaciones79.
77
M. Herrero Sánchez, «La Monarquía Hispánica y el Tratado de La Haya, ob. cit.
78
BN, Mss. 10695, Carta de Lira a Villahermosa, La Haya, 14/04/1678.
79
BN, Mss. 10695, Carta de Lira a Villahermosa, La Haya, 1/05/1678.
[50]
niencias que no se han logrado jamás en tratado alguno de paz y esto cuando
menos se esperaba siendo el único después del de Vervins en que España no cedió
plazas y provincias y que antes se le restituyeron»80. El mérito del negociador
español resultaba aún más sorprendente si, como se lamentaba con amargura, se
tenía en consideración el completo abandono que sufrían los representantes del
rey en el exterior, la «falta de medios» y «la miseria en que vivía sin tener quién
escriba y cifre y ser imposible hacerlo él todo ni continuar la correspondencia»81.
No hay que olvidar, sin embargo, que Francia obtenía también la condición de
nación más favorecida para operar en los mercados españoles y, al igual que las
Provincias Unidas e Inglaterra, veía reconocida sus asentamientos territoriales en
el Caribe, además de situarse en una situación más favorable para negociar en
mejores condiciones el futuro reparto de la Monarquía Hispánica. Un reparto en
el que Madrid no solo quedó marginada sino en el que participaron incluso de
forma activa algunos de los ministros de Carlos II que, como el gobernador de los
Países Bajos, Maximiliano Emanuel de Baviera, negociaron en la sombra para
favorecer sus intereses patrimoniales82.
La Monarquía Hispánica parecía dejarse arrastrar por los acontecimientos y
adoptaba una actitud de pasividad pues, como ya denunciara en su momento
Francisco Manuel de Lira: «siendo buenos católicos obramos como anabaptistas
dejando los sucesos al destino»83. Tan solo una reforma estructural parecía ser el
camino para evitar la fragmentación del entramado imperial hispánico. Al igual
que otros muchos ministros, Bernardo de Quirós, en una carta dirigida al carde-
nal Portocarrero a los pocos días de fallecer Carlos II, así lo recomendaba:
80
Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado (E), leg. 1694, Carta de Bernardo de Quirós, Bru-
selas, 18/07/1704.
81
AGS, E, leg. 3994, Carta de Bernardo de Quirós, Bruselas, 15/01/1695. Más dramática era aún
la situación del que fuera cónsul del rey en Ámsterdam, Francisco de Arrazola Oñate que había muer-
to en 1682: «más de necesidad y miseria que de vejez ni enfermedad con no tener poco años y acha-
ques y que había estado 8 o 10 días a la vista de todo el mundo sin darle sepultura por no tener Don
Baltasar en su casa un real con que haberlo enterrar ni crédito para buscarlo.» AGS, E, leg. 3982,
Carta del embajador español ante las Provincias Unidas, Baltasar de Fuenmayor, La Haya, 16/06/1682.
82
En palabras del cardenal Portocarrero: «ninguno de todos los príncipes se ha constado más
claramente incluido y promovedor de estos horribles tratados como el Elector con la relevante obliga-
ción de hallarse gobernador de Flandes». AGS, E, leg. 3894, Consulta del Consejo de Estado sobre la
posible salida del gobierno de Flandes del Elector de Baviera, Madrid, 13/08/1699.
83
AGS, E, EEH, leg. 8668, Carta de Lira al embajador en Viena, marqués de los Balbases, La
Haya, 30/11/1673.
84
AGS, E, EEH, leg. 8515, Carta de Bernardo de Quirós a Portocarrero, Amberes, 10/09/1700.
[51]
7. Consideraciones finales
85
R. Grafe, «Polycentric States: The Spanish Reigns and the «Failures» of Mercantilism»,
en P. Stern y C. Wennerlind (eds.), Mercantilism Reimagined: Political Economy in Early Modern
Britain and its Empire, Oxford, 2013, págs. 241-262.
[52]
Capítulo 3
Al despuntar el alba del día 6 de abril de 1648 las tropas españolas comanda-
das por don Juan José de Austria y el conde Oñate, emprendían el asalto final a la
ciudad de Nápoles. Tres disparos al aire era la señal convenida con sus hombres
en el interior para que abrieran Port’Alba permitiendo el acceso de los soldados.
Al grito de «pace, pace», estos debían recorrer el decumano mayor (la actual via
dei Tribunali) hasta encontrarse con las fuerzas de su principal aliado, Vincenzo
d’Andrea, que previamente habían ocupado la sede de los tribunales de justicia en
Castel Capuano y ahora desfilaban en dirección contraria portando un enorme
estandarte real1. Concluía de este modo la agitación que en los nueve meses
anteriores había puesto en jaque la dominación española en la Italia meridional.
El plan de acción había sido firmado por el propio don Juan José y distribuido
«ai suoi confidenti dentro il Popolo» apenas unas horas antes2. El desfile de la
tropa debía desembocar en la Piazza del Mercato, el escenario simbólico de la
revuelta de Masaniello. Allí, Gennaro Annese, que había reemplazado al caudillo
asesinado, entregaría las llaves del torreón del Carmen, el principal bastión popu-
1
I. Mauro, «La soppressione della rivolta di Masaniello ed il sistema cerimoniale della Napoli
vicereale», en A. Hugon y A. Merle (dirs.), Soulèvements, Révoltes et Révolutions dans la Monarchie
Espagnole au temps des Habsbourg, Madrid, 2015 (en prensa).
2
I. Fuidoro (V. D’Onofrio), Successi historici raccolti dalla sollevatione di Napoli dell’anno 1647,
edición de A. M. Giraldi y M. Raffaeli, Milán, 1994, págs. 461-462; F. Capecelatro, Diario di F.C.
contenente la storia delle cose avvenute nel reame di Napoli negli anni 1647-1650, Nápoles, 1854, vol. III,
págs. 5-6.
[53]
lar, mediante una ceremonia que evocaría la captio possessionis, el ritual aragonés
de aceptación del soberano. Años más tarde, el momento sería evocado de forma
elocuente en un lienzo de Carlo Coppola [figura 1]. La pintura mostraba a Anne-
se de rodillas, entregando las llaves, el estoque y una vasija de plata al hijo bastar-
do del rey Felipe IV3. De manera significativa, el pintor añadió en el centro de
la escena un caballo blanco conducido por las bridas, una referencia directa a la
revuelta domada.
El acto de ocupación de la ciudad culminaría ese mismo día con una solemne
cabalgata, cuyo sentido ritual fue recogido por todas las fuentes contemporá-
neas4. Era sin duda el colofón más adecuado para un drama que se había expre-
sado mediante formas simbólicas destinadas a conciliar la adhesión y la legitima-
ción5. Aunque tanto los testimonios escritos como visuales otorgaron el prota-
gonismo de la jornada al hijo del rey, nadie tuvo la menor duda de que el
verdadero maestro de ceremonias había sido Íñigo Vélez de Guevara, VIII conde
de Oñate.
3
U. Bile, Museo Nazionale di Capodimonte. Dipinti del XVII secolo. La scuola napoletana, Nápo-
les, 2008, págs. 76-77.
4
A. Della Porta, Causa di Stravaganze o vero Giornale historico di quanto più memorabile è acca-
duto nelle Rivoluzioni di Napoli negli’anni 1647 e 1648 colla discrizzione del contagio del 1656, Bibliote-
ca Nazionale di Firenze, ital. 299, fols. 85v-87r.
5
F. Benigno, Espejos de la revolución: conflicto e identidad política en la Europa moderna, Barce-
lona, 2000, págs. 158 y sigs. La impronta ritual de la revuelta de Masaniello fue destacada por
P. Burke en un artículo que mereció una réplica de R. Villari y una contrarréplica del propio Burke.
Cfr. P. Burke, «The Virgin of the Carmine and the revolt of Masaniello», Past and Present, 99, 1983,
págs. 3-21; R. Villari, «Masaniello: contemporary and recent interpretations», Past and Present, 108,
1985, págs. 117-132 y P. Burke, «Masaniello: A Response», Past and Present, 114, 1987, págs. 197-199.
Lo que en su momento fue presentado por Burke como una especificidad napolitana ha sido visto en los
últimos años como una característica de otras revueltas del momento en las que los rituales de violencia
pautaron las reacciones aparentemente caóticas de ira popular. Un balance en J. Gil, «Sobre los límites
de la representación», Arbor. Ciencia, Pensamiento y Cultura, CLXXXVI, 743, 2010, págs. 461-465.
6
La visión de la revuelta de Masaniello que en su día ofreciera R. Villari (La revuelta antiespa-
ñola en Nápoles. Los orígenes (1585-1647), Madrid, 1979) ha sido objeto de diversas revisiones en los
últimos años. Véase entre otros, A. Musi y S. Di Franco (eds.), Mondo antico in rivolta (Napoli 1647-
48), Manduria, 2006; S. D’Alessio, Masaniello: la sua vita e mito in Europa, Roma, 2007; A. Hugon,
La insurrección de Nápoles, 1647-1648: la construcción del acontecimiento, Zaragoza, 2014; El propio
R. Villari ha reformulado algunos de sus planteamientos anteriores en Un sogno di libertà. Napoli nel
declino di un impero. 1585-1648, Milán, 2012.
[54]
ciales de la gabela, el tributo sobre la fruta y la verdura recientemente aprobado
por el virrey duque de Arcos. La batalla ritual se transformó rápidamente en una
algarada. El príncipe de Bisignano, Tiberio Carafa, acudió al lugar para intentar
calmar los ánimos. Prometió la abolición del odiado impuesto. Pero ya era dema-
siado tarde. La oficina de recaudadores arde entre las llamas. «!Viva il Rè di Spag-
na, mora il malgoverno!». La turbamulta se dirige a continuación al flamante
palacio del virrey. Consigue desarmar a la guardia y ocupa el edificio. El duque
de Arcos, logra ponerse a recaudo en Castel Sant’Elmo. En las horas siguientes
una masa descontrolada invade la cárcel de la Vicaria en Castel Capuano, símbo-
lo de la opresión española. Masaniello se ha convertido en el caudillo de los des-
contentos que ahora se dirigen contra los nobles acusados de colaborar con el
virrey7.
Los responsables del gobierno español en Nápoles necesitaron poco tiempo
para percatarse del terreno en el que se estaba librando la batalla. Los sublevados
plantaban cara en el terreno que la corona había dominado hasta entonces con
más destreza: el de la comunicación simbólica. Apenas unos días después del es-
tallido, el duque de Arcos escribía al monarca expresando su confianza en contro-
lar pronto la situación. En medio de sus múltiples tribulaciones había podido
constatar con alivio cómo, a pesar de los desmanes que se estaban cometiendo, la
imagen del rey seguía causando un respeto reverencial entre la plebe que, «verda-
deramente ha mostrado una firme lealtad y amor al servicio de V. Magd. sacando
sus retratos de las mismas casas que han quemado, abatiéndole sus vanderas y
diciendo siempre viva el Rey y viva España»8.
Cuando el 11 de julio, el duque de Arcos se reunió con Masaniello para nego-
ciar sus exigencias, demostró tener una confianza ciega en las posibilidades per-
suasivas de las imágenes. El escenario que eligió para el encuentro fue la sala de
las audiencias del palazzo reale en cuya bóveda estaban pintadas las hazañas de
su predecesor, el Gran Duque de Alba, alguien a quien nunca le había temblado
la mano cuando de castigar rebeldes se trató. Al poco de entrar en ella, el caudillo
popular sufrió un desvanecimiento. Los presentes no tuvieron la menor duda de
que la causa no había sido sino «la maestà del luogo cosí supremo»9. Con la
lección aprendida, algunos nobles napolitanos que vieron peligrar sus vidas y sus
haciendas, decidieron emplear las imágenes reales a modo de escudo protector.
Uno de ellos fue el príncipe de Cellamare, que colocó en lugar bien visible de la
7
Cfr. S. di Franco, «Le rivolte del Regno di Napoli del 1647-1648 nei manoscritti napoltani» en
Archivio Storico per le Provincie Napolitane, CXXV, 2007, págs 1-132.
8
El duque de Arcos al rey, Nápoles, 15 de julio de 1647, citado en R. Villari, Per il re o per la
patria. La fedeltà nel Seicento, Roma-Bari, 1994, págs. 150-151; Biblioteca Nacional de España,
ms. 2437, «Relacion del feliz suceso que en la conquista de la Ciudad y Reyno de nápoles tubo el
Sermo. Señor Don Joan de Austria Gran Prior de Castilla y de Leon», fols. 81-84v. citado por C. J.
Hernando Sánchez, «Teatro del honor y ceremonial de la ausencia. La corte virreinal de Nápoles en
el siglo xvii», en J. Alcalá Zamora y E. Belenguer (coords.), Calderón de la Barca y la España del Ba-
rroco, vol. I, Madrid, 2001, pág. 661; D. Bodart, «Enjeux de la présence en image: les portraits du roi
d’Espagne dans l’Italie du xviie siècle», en E. Cropper (ed.), The Diplomacy of Art. Artistic Creation
and Politics in Seicento Italy, Milán, 2000, págs. 77-105.
9
F. Capecelatro, Diario, vol. I, págs. 66-69.
[55]
fachada de su residencia, los retratos de Carlos V y Felipe IV10. Ignoramos si es-
tos fueron los mismos retratos de los reyes de España que el cardenal Ascanio
Filomarino mostró a la multitud enfurecida consiguiendo con ello aplacar sus
ánimos.
No hizo falta mucho tiempo, sin embargo, para que el optimismo del virrey
se desvaneciera: la exhibición pública de las imágenes del monarca fue prohi-
bida con graves amenazas por los cabecillas de la revuelta11. Apenas cinco me-
ses más tarde, la misma plebe que había reverenciado los retratos reales lanza-
ba con desprecio toda clase de inmundicias contra los de su hijo, don Juan José
de Austria, cuya flota había hecho acto de presencia frente a la costa de la
ciudad12.
El proceso de desafección simbólica hacia la corona corrió paralelo a la inva-
sión de retratos de Masaniello. Ahora bien, ¿cómo era posible crear a partir de un
miserable vendedor callejero, hijo, hermano y esposo de prostitutas, una imagen
capaz de competir con la del propio monarca? 13. Sencillamente, aplicando algu-
nas de las pautas establecidas en la presentación de las imágenes regias. Cierto
que el tiempo para hacerlo fue muy escaso, ya que su meteórica ascensión vino
seguida por una fulminante caída. Pero su asesinato en la misma iglesia del Car-
men diez días después de la explosión popular, le permitió algo que pocos monar-
cas se podían permitir: entrar a formar parte del poblado martirologio local. Poco
importaba que apenas unos días antes de su ejecución hubiera sido calificado
como un tirano por algunos de sus propios seguidores14. Quien fuera guía militar
durante los últimos días de su vida se convirtió en guía espiritual después de su
muerte. Y en pocas ciudades de Europa había tantos expertos en representar már-
tires como en la ciudad de San Gennaro. Como abejas al panal, dibujantes y
pintores se abalanzaron sobre el cadáver del caudillo para tomar notas que les
permitieran realizar posteriormente retratos fidedignos15. Sabían que los iban a
vender todos. En las jornadas siguientes la ciudad se vio inundada por retratos de
Masaniello. No muy diversos entre sí, eso es cierto. La mayoría no eran sino va-
riantes del modelo realizado por el pintor y grabador flamenco cuyo nombre ha-
bía sido italianizado como Pietro Bacchi16. La representación lo muestra de cuer-
po entero, con sus pies descalzos sólidamente plantados en un promontorio sobre
la ciudad de Nápoles dominada por la silueta de Castel Sant’Elmo en el que se
yergue una enorme bandera; ataviado con un vasto pantalón de franela, camisa
desabrochada y gorro frigio, es un general que dirige a sus tropas, indicando el
10
F. Capecelatro, Diario, vol. I, pág. 66.
11
Orden del 17 de octubre de 1647, citado en R. Villari, Per il re o per la patria, ob. cit., pág. 23.
12
E. González Asenjo, Don Juan José de Austria y las artes: 1629-1679, Madrid, 2006, pág. 52.
13
S. d’Alessio, Masaniello, ob. cit., págs. 66-67 y pág. 131.
14
Sebastiano Molini, Sollevatione di Tommaso Aniello di Napoli (1647), Biblioteca Universitaria
di Bologna, Mss. 2466.
15
T. de Santis, Historia del tumulto di Napoli. Parte prima (1652), pág. 116, citado en B. Capasso,
«Masaniello ed alcuni di sua famiglia effigiati nei quadri, nelle figure, e nelle stampe dell’epoca», en
Archivio Storico per le Provincie Napolitane, XXVII (1897), págs. 12-13.
16
B. Capasso, La casa e la famiglia di Masaniello. Ricordi della storia e della vita napoletana nel
secolo XVII, edición de F. Russo, Nápoles, 1919, pág. 158; A. Hugon, La insurrección de Nápoles, ob.
cit., págs. 291-326.
[56]
destino con su mano derecha y empuñando con la izquierda una espada inexis-
tente [figura 2]17.
En su historia del arte napolitano escrita medio siglo después de la revuelta,
Bernardo de Dominici trató de hacernos creer en la existencia de una «compagnia
che chiamaron della norte» capitaneada por el pintor Aniello Falcone e integrada
por otros artistas antiespañoles dispuestos a blandir la espada durante el día y los
pinceles por la noche para reflejar una imagen complaciente con la causa popular.
Según él, formaron parte de ella figuras tan destacadas como Salvator Rosa, Car-
lo Coppola, Andrea di Lione, Pietro del Pò, Paolo Porpora, Domenico Gargiulo,
Marzio Masturzo, Giuseppe Marullo, Francesco Francamano o Andrea Vacca-
ro18. ¡Pura imaginación de una mente fantasiosa! Ello no quita que una cantidad
considerable de pintores residentes en una ciudad que contaba con pintores de
primera categoría, reflejaran en sus telas los acontecimientos que conocieron de
primera mano. Muchos gobernantes europeos hubieran deseado para sí un equi-
po de artistas como el que dispuso Masaniello19.
Por supuesto que todo esto no pasó desapercibido a las autoridades españo-
las, a las que sobraron razones para lamentarse por el desmoronamiento de una
autoridad tejida mediante el uso, hábil y paciente, de los recursos visuales y sim-
bólicos20. De ahí que una de las primeras decisiones de don Juan José de Austria
y el conde de Oñate nada más recuperar la ciudad consistiera en colgar en lugares
bien visibles imágenes del rey Felipe IV y sus antecesores, especialmente el empe-
rador Carlos V21. No satisfechos con ello, durante las jornadas siguientes em-
prendieron una meticulosa operación de limpieza de cualquier testimonio visual
que pudiera volver a encender entre la población el fuego del descontento. Otra
cosa bien distinta es que consiguieran borrar también la huella que estos habían
impreso en la imaginación de quienes los contemplaron. ¿Fue esta la causa por la
que decidieron emprender una intensa actividad destinada a reconstruir la ima-
gen pública de la autoridad española en el reino de Nápoles?22
17
La imagen fue posteriormente empleada para ilustrar la obra de Nescipio Liponari (Alessan-
dro Giraffi), Relatione delle Rivolutioni Popolari sucesse nel Distretto e Regno di Napolo, Padua 1647.
En los meses siguientes la obra conoció ocho ediciones en italiano y fue traducida al holandés, francés
e inglés haciendo del caudillo napolitano una figura familiar en lugares muy distantes del escenario de
su drama.
18
B. De Dominici, Vite de’ Pittori, scultori ed architetti napoletani, Nápoles, 1742-1745 (edición
de 1844), vol. 3, págs. 75-76.
19
J. Fraga y J. Ll. Palos, «Trois révoltes en images: Catalogne, Portugal et Naples dans les années
1640», en A. Hugon y A. Merle (dirs.), Soulèvements, Révoltes et Révolutions dans la Monarchie Espag-
nole au temps des Habsbourg, Madrid, 2015 (en prensa).
20
J.-Ll. Palos, «Two scripts for a single scene. Naples, Barcelona and Lisbon in the Spanish Em-
pire: Old civic traditions and new court practices», en L. Courbon y D. Menjot (dirs.), La cour et la
ville dans l’Europe du Moyen Âge et des Temps Modernes, Turnhout, 2015, págs. 53-75.
21
D. H. Bodart, «Le portrait royal sous le dais. Polysémie d’un dispositif de représentation dans
l’Espagne et dans l’Italie du xviie siècle», en J. L. Colomer (ed.), Arte y diplomacia de la monarquía
hispánica en el siglo XVII, Madrid, 2003, págs. 89-111; D. H. Bodart, Pouvoirs du portrait sous les
Habsbourg d’Espagne, París, 2012.
22
J.-Ll. Palos, La mirada italiana. Un relato visual del imperio español en la corte de sus virreyes en
Nápoles, Valencia, 2010, págs. 231-249; G. Galasso, Napoli spagnola dopo Masaniello: política, cultura,
società, Florencia, 1982; A. Minguito Palomares, Nápoles y el Virrey Conde de Oñate: la estrategia del
poder y el resurgir del reino (1648-1653), Madrid, 2011; D. Carrió-Invernizzi, El gobierno de las
[57]
2. La autoridad como espectáculo
Desde luego, así pareció entenderlo el conde de Oñate que ya desde el día de
la reconquista de la ciudad se había revelado como un hábil manipulador de los
registros visuales y ceremoniales para adaptarlos a su conveniencia. La cabalgata
con la que culminó la jornada había sido cuidadosamente pautada con arreglo a
los desfiles de celebración regia y aclamación de generales victoriosos. Era tan
solo el aperitivo de lo que estaba por venir.
Cuando dos meses más tarde, en junio de 1648, una flota francesa atestada de
rebeldes fuoriusciti, se dejó ver nuevamente por las aguas del golfo provocando el
pánico en la ciudad, Oñate, lejos de amedrentarse, decidió exhibirse públicamente
por sus principales arterias para disipar cualquier duda sobre quien controlaba la
situación23. Con ello introducía un estilo de ejercicio de la autoridad basado en
la visibilidad del gobernante que establecería la pauta para virreyes posteriores.
Oñate enseñó a sus sucesores cómo atribuirse el protagonismo en las numerosas
celebraciones públicas que hasta entonces habían estado controladas por las au-
toridades ciudadanas. Y no solamente eso, sino también a dotarlas de un mensa-
je político a favor de la monarquía del que hasta el momento habían carecido. El
clérigo Andrea Rubino que entre 1648 y 1669 escribió una crónica de los princi-
pales acontecimientos acaecidos en Nápoles, se dio perfecta cuenta de ello. Anti-
guas tradiciones cívicas y religiosas, como las procesiones de Corpus Cristi, el
carnaval o la cabalgata de la vigilia de San Juan, que acostumbraban a sacar a la
calle a la práctica totalidad de la población, se convirtieron en una inmejorable
oportunidad para la exhibición pública de los virreyes24. Años más tarde, Juan
de Lancina en sus Comentarios políticos a Tácito describiría con precisión el fun-
damento sobre el que esta práctica se sustentaba: «El dejarse ver un Príncipe en
público con grandeza le da más respeto con los Pueblos. Yo lo he observado con
los virreyes de Nápoles, que se divierte y admira el vulgo cuando los mira»25.
Además de la ocupación de la vía pública, el programa de restauración de la
autoridad española que el VIII conde de Oñate traía en mente al tomar posesión
del gobierno del Reame, contemplaba la utilización del palazzo, diseñado cin-
cuenta años antes por el arquitecto Domenico Fontana, como uno de sus ejes
centrales. No en vano, el nuevo virrey llegaba a Nápoles procedente de la embaja-
da de Roma donde había invertido una parte considerable de su fortuna en la
adquisición del palacio de los Monaldeschi, posteriormente conocido como el
palacio de España, destinada tanto a impresionar a la corte pontificia como a ri-
imágenes: ceremonial y mecenazgo en la Italia española de la segunda mitad del siglo XVII, Madrid,
2008; I. Mauro, Feste e produzione artistica nella Napoli barocca attraverso la Notitia di Andrea Rubino
(1648-1669), Tesis doctoral inédita, Universitat Autónoma de Barcelona, 2010.
23
A. Della Porta, Causa di stravaganze, ob. cit., fol. 88v.
24
I. Mauro, Feste e produzione artística, ob. cit.
25
Juan Alfonso de Lancina, Comentarios políticos a Tácito (1687), núm. 2, pág. 52, citado en
J. M. García Marín, Castellanos viejos de Italia: el gobierno de Nápoles a fines del siglo xviii, Milán,
2003; G. Guarino, «Public Rituals and Festivals in Naples, 1503-1799», en T. Astarita (ed.), A Com-
panion to Early Modern Naples, Leiden, 2013, págs. 257-279.
[58]
valizar con sus adversarios franceses26. Su determinación de promover a través de
la arquitectura una imagen sobrecogedora de la autoridad virreinal quedó refle-
jada en la imponente escalinata destinada a comunicar el cortile de ingreso con la
planta noble del edificio. Oñate conocía el guión. A fin de cuentas, una de sus
primeras decisiones tras la adquisición del palacio Monaldeschi había sido encar-
gar a Francesco Borromini una gran escalera de representación27. En Nápoles, el
arquitecto Francesco Antonio Picchiatti concibió una construcción inspirada en
las escalas imperiales españolas, que más adelante inspiraría a su vez la escala de
los embajadores en el palacio de Versalles28. Pocas veces la arquitectura se había
puesto de forma tan inmoderada al servicio de la intimidación29. El cronista In-
nocenzo Fuidoro, siempre tan proclive a defender los intereses del conde, hubo de
esforzarse para justificar las desproporcionadas dimensiones de «l’amplissima
scala» que pronto fue objeto de múltiples críticas por parte de los espíritus más
sensibles30. Claro que, conociendo a Oñate, es casi seguro que las sutilezas estéti-
cas no le quitaron el sueño. Por muy amante de las artes que fuera, no era, ni
mucho menos, un simple esteta sino alguien que sabía muy bien cómo obtener un
alto rendimiento político de sus inversiones culturales. No hacía falta ser un ex-
perto en construcciones defensivas, aunque Picchiatti lo era, para percatarse de
que la nueva escalera serviría tanto para proporcionar un marco adecuado a la
exaltación de la dignidad virreinal como para hacer del palacio un lugar más se-
guro facilitando el control del acceso a la planta principal31.
Pero las intervenciones escenográficas de Oñate no acabaron ahí. Casi al mis-
mo tiempo que se construía la escalinata, ordenaba la remodelación de la sala
reale, el espacio destinado a las fiestas y la representación de comedias que había
sido empleado durante la revuelta como improvisado hospital de campaña. El
lugar, también designado por sus dimensiones como la sala maggiore, fue someti-
do a un verdadero rito de purificación32. A las armas reales que presidían la bó-
veda se les añadió ahora las insignias de la casa de Guevara, para disipar cual-
26
A. Anselmi, Il Palazzo dell’Ambasciata di Spagna presso la Santa Sede, Roma, 2001.
27
A. Anselmi, Il Palazzo dell’Ambasciata, ob. cit., págs. 54-65.
28
C. J. Hernando Sánchez, «Teatro del honor...», nota 275; F. Marías, «Bartolomeo y Francesco
Picchiatti, dos arquitectos al servicio de los virreyes de Nápoles: las Agustinas de Salamanca y las es-
caleras del palacio real», Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, UAM, vol. IX-X,
1997-1998, págs. 177-195.
29
J. Ll. Palos, «Comunicare e persuadere: l’architettura del palazzo vicereale a Napoli», en A.
Denunzio (ed.), Dimore signorili a Napoli. Palazzo Zevallos Stigliano e il mecenatismo aristocratico dal
XVI al XX secolo, Nápoles, 2013, págs. 165-176.
30
I. Fuidoro, Succesi del governo del conte d’Oñatte MDCXLVIII-MDCLIII, edición a cargo de
Alfredo Parente, Nápoles, 1932, pág. 164. Algunas de estas críticas en P. C. Verde, «...che si facci una
grada nova nuova nel Regio Palazzo... Lo scalone reale e altre opere comissionate dal conte d’Oñate
a Francesco Antonio Picchiatti», en Ricerche sull ‘600 Napoletano, 2003-2004, pág. 143.
31
C. J. Hernando Sánchez, «Teatro del honor...», pág. 658.
32
F. Capecelatro, Diario, ob. cit. vol. II, pág. 554. Martedí 10 di Marzo (de 1648) «... e per la ve-
nuta del Conte si cangió l’Ospedale degli infermi che si teneva nel salone grande del palagio reale e
nelle circostanti camere (...) il quale con magnanima e nobile dissimulazione fe racconciare il tutto col
soffito de la gran sala, con stucarla e polirla, la qual cosa cosi come fu presa in buono augurio dai più
avveduti, non è credibile come avvaloró e rincorò la gente minuta, arguendo da tal sicurezza presta e
sicura vittoria».
[59]
quier posible duda sobre quien conducía las riendas33. El paso por Milán de la
reina Mariana de Austria en su camino hacia Madrid pasa casarse con Felipe IV,
fue la ocasión escogida por el conde para la presentación en sociedad del espacio
remodelado. El 4 de julio de 1649 se representó una obra con un título tan signi-
ficativo como Il trionfo de Partenope Liberata, «recitata in música» por los Febi
Armonici, la compañía de cantantes que el virrey se había hecho traer de Roma.
A su lado sentó al cardenal Filomarino, alguien que durante las pasadas altera-
ciones había mostrado una actitud más bien tibia hacia los españoles34. Los
asistentes debieron mirarse con no poca estupefacción cuando al poco de levan-
tarse el telón comparecieron en escena la Gloria, la Fortuna y el Tiempo que al
unísono cantaron las alabanzas del conde de Oñate. ¿No era esa una representa-
ción en honor de la reina?35. Desde luego, el conde tenía sus propias ideas sobre
el modo de distribuir honores. Y eso era tan solo el inicio de lo que aún les que-
daba por ver.
Por muchos afeites que se le aplicaran, la sala reale no dejaba de ser un espacio
de posibilidades limitadas para los planes de Oñate que, casi al mismo tiempo que
procedía a su remodelación, ordenaba el acondicionamiento de un salón de ma-
yores dimensiones situado junto a la capilla, en el extremo opuesto a la planta
noble del palacio. En él tenía previsto celebrar las más fastuosas fiestas para de-
leite e instrucción de los poderosos del reino. De este modo se convertiría en uno
de los ámbitos más relevantes del edificio. No solamente por la posibilidad de
reunir a un número elevado de notables sino también porque, como había previs-
to, las fiestas que en él se celebraran serían objeto de posteriores relaciones escri-
tas en las que la referencia a su organizador y al marco que las acogía resultaría
obligada36. Aunque había otros motivos por los que Oñate necesitaba una estan-
cia de grandes dimensiones. Tal como informó el corresponsal de Módena que
asistió a la inauguración de la sala, estaba previsto que el pintor Massimo Stan-
zione plasmara «al naturale» los retratos de los cuarenta y tres virreyes «che son
stati fin hora di questo Regno»37. Y, claro está, cuarenta y tres figuras de tamaño
natural no cabían en cualquier sitio.
Pero ni siquiera esta sala, que pronto empezó a ser conocida como de los
virreyes, reunía las condiciones suficientes para el nuevo género de espectáculos
que Oñate aspiraba a introducir en Nápoles: «le commedie in musica all’uso in
Venezia»38. Por ello, el arquitecto Onofrio Antonio Gisolfo recibió el encargo de
33
P. C. Verde, «...che si facci una grada nova...», pág. 150.
34
L. Bianconi y Th. Walker, «Dalla “Finta Pazza” alla “Veremonda”: storie di Febiarmonici»,
Rivista Italiane di Musicologia, X, 1975, pág. 389 y nota 57.
35
Biblioteca Nazionale Napoli, mss. Fondo San Martino 77, Argomento della festa fatta nel Real
Palazzo di Napoli dai gentilhuomini della corte della Real Sposa del Católico e Gran Re FILIPPO
QUARTO nostro signore con l’assistenza dell’Eminentissimo Signor CARDINAL FILOMARINO e di
Principalissime Dame e Cavalieri di questo Regno.
36
B. Croce, Teatri di Napoli. Secólo XV-XVIII, Nápoles, 1891; G. Galasso, (ed.), Teatri di Napo-
li dal Rinascimento alla fine del secólo decimottavo, Milán, 1992.
37
L. Bianconi y Th. Walker, «Dalla “Finta Pazza” alla», pág. 382, nota 14. I. Fuidoro, Succesi
del governo, ob. cit., pág. 164; P. L. Ciapparelli, «I luoghi del teatro a Napoli nel seicento. Le sale “pri-
vate”», en D. A. D’Alessandro y A. Ziino, La Musica a Napoli durante il ‘600. Roma, 1987, pág. 391.
38
C. Celano, Notizie del bello dell’antico e del curioso della città di Napoli (1692) edición de
G. B. Chiarini, Nápoles, 1870 (edición fascímil, Nápoles, 2000). vol. IV, pág. 340.
[60]
acondicionar un tercer espacio escénico en la «stanza del palloneto», situada en
los jardines del palacio39. El lugar que durante tiempo había sido empleado
para otras prácticas recreativas acogería el 21 de diciembre de 1652 la primera
representación operística que tuvo lugar en Nápoles. No se trataba tan solo de
una cuestión de gustos musicales. Oñate había descubierto en Roma las posibi-
lidades comunicadoras de un género que acabaría arrinconando las tradiciona-
les óperas-torneo que habían dominado hasta entonces la escena napolitana. Ni
que decir tiene que el motivo del evento fue escogido con toda intención: «la
ricuperatione di Barcellona e di tutto il Principato di Catalogna», consumada
con la rendición de la ciudad el 11 de octubre anterior40. La ópera elegida, La
Veremonda, l’amazzone di Aragona, compuesta por Francesco Cavalli con un
libreto del poeta y dramaturgo Giulio Strozzi, fue adaptada para referirse a una
victoria que tantos puntos en común tenía con la que el propio virrey había
obtenido sobre los rebeldes napolitanos unos años antes41. Orgulloso y satisfe-
cho, el conde se dejó ver para la ocasión ricamente «vestito di panno leonato,
tutto ricamato d’oro, con piuma bianca al cappello»42. ¿El mismo atuendo con
el que lo mostraría el pintor Massimo Stanzione, orgulloso sobre la cabalgadu-
ra en un escenario que tanto recordaba al de las populares estampas de Mas-
aniello? [figura 3].
Las dimensiones de la nueva sala no solamente permitieron el montaje de
grandes espectáculos musicales sino que, por su emplazamiento en los jardines
del palacio, pudo ser utilizada en la práctica como un teatro abierto a un público
que sobrepasaba con mucho el de los cortesanos invitados a los festejos que te-
nían lugar en la sala de los virreyes o la sala reale. Para ello se puso en marcha un
sistema de venta de entradas perfectamente organizado. Los espectadores que
asistieron a la representación de Didone et Incendio di Troia, cantada una vez más
por la compañía de los Febi Armonici, hubieron de pagar cinco carlinos por la
entrada general, otros dos por ocupar una silla y cuatro ducados por un palco,
«uno de quali fu occupato dal sr. Vice Re con haverlo anco pagato»43. Por alguna
razón, sin embargo, el experimento no acabó de funcionar, de modo que los suce-
sores de Oñate abandonaron el palloneto como espacio de representación. Ello no
significa, ni mucho menos, que renunciaran al objetivo de hacer partícipe a un
público lo más amplio posible, de los espectáculos de la corte. El teatro de San
Bartolomeo, situado a pocos metros de la residencia de los virreyes, acogería en
39
Biblioteca Nacional España, mss. 1432, Carta de aviso de las noticias de Nápoles, 18 de febre-
ro de 1651; V. Manfrè e I. Mauro «Rievocazione dell’immaginario asburgico: le serie dei ritratti di
viceré e governatori nelle capitali dell’Italia spagnola», Ricerche sul ’600 napoletano. Saggi e documen-
ti, 2010-2011, pág. 117; A. Minguito Palomares, Nápoles y el Virrey Conde de Oñate, ob. cit., pág. 454.
40
L. Bianconi y Th. Walker, «Dalla “Finta Pazza”», págs. 390-392.
41
«il lunedi poi a notte si rappresentó nel Teatro di Palazzo (stanza un tempo del Pallonetto) un
degnissimo Dramma musicale detto L’Amazzona d’Aragona” [...] “per trattenimiento di questa no-
biltà si va recitando nella stanza del Pallonetto di Palazzo dalla Compagnia de’ Febei Armonici
l’opera in musica Intitolata la “Finta Pazza Drama” con vaghe apparenze e mutatione di Scene», cit
en L. Bianconi y Th. Walker, «Dalla “Finta Pazza”», pág. 391; L. Bianconi y D. Bryant, Music in the
Seventeenth Century, Cambridge, 1987.
42
I. Fuidoro, Succesi del governo, pág. 187.
43
Archivio di Stato di Modena, carpeta 5107, avvissi di 27 di settembre 1650 y 2 de julio de 1652,
citado en «Dalla “Finta Pazza”», págs. 390-392.
[61]
lo sucesivo muchas de las funciones que previamente habían sido estrenadas en
las salas del palacio44.
La senda abierta por el conde de Oñate hubiera podido quedar como una
singularidad pasajera de no ser porque en las décadas siguientes fue recorrida por
la mayoría de sus sucesores, fueran estos los condes de Castrillo (1653-1658), Pe-
ñaranda (1659-1656) o Santisteban (1688-1695), los duques de Segorbe (1666-
1672) y Medinaceli (1695-1702) o el marqués del Carpio (1683-1687), por men-
cionar tan solo a algunos de los principales mecenas de las artes que ocuparon el
virreinato de Nápoles durante la segunda mitad del siglo xvii45. Todos ellos con-
tribuyeron a forjar una imagen de la monarquía de España que, lejos de cualquier
atisbo de decadencia, refleja un esplendor cultural como nunca antes se había
visto en la ciudad46.
El despilfarro de los carnavales de 1654 y los festejos con motivo del nacimiento
del príncipe heredero Felipe Próspero, ambos organizados por el conde de Castrillo,
o la cabalgata de la vigilia de san Juan de 1659 y la celebración en 1662 del nacimien-
to del futuro rey Carlos II, promovidas por del conde de Peñaranda, solo sería su-
perado años después por los fastos del marqués del Carpio y el duque de Medina-
celi, recogidos con todo lujo de detalles en crónicas, diarios, cartas o panfletos47.
Cierto, que cada uno de estos personajes transmitió una impronta propia a
sus iniciativas. Peñaranda pasó por ser el más devoto de los virreyes que habían
pasado por el reino. Quizá por haber financiado directamente las obras de la igle-
sia de santa María del Pianto y la decoración de su interior con pinturas de An-
drea Vaccaro y Luca Giordano; o por su patrocinio de órdenes religiosas, como
los jesuitas y los teatinos, impulsando la construcción de sus respectivos templos
de san Francesco Saverio (actual san Fernando) y santa María di Loreto en Toledo
(actualmente santa María delle Grazie) o, finalmente, la protección que ofreció a
diversos conventos de la ciudad como el Carmine Maggiore, san Giuseppe a Pon-
tecorvo o santa Teresa a Chiaia. Aunque quizá ninguno hizo tanto por restituir la
imagen pública del rey de España como el duque de Segorbe, Pedro Antonio de
Aragón, que encargó la monumental fuente de Monteoliveto coronada por una
escultura de Carlos II e hizo instalar la efigie del monarca en la fachada principal
del hospital de san Pedro y san Genaro48.
44
F. Cotticelli, «Dal Bartolomeo al San Carlo: sull’organizzazione teatrale a Napoli nel primo
Settecento», Ariel. Quadrimestrale di drammaturgia dell’Istituto di Studi Pirandelliani e sul Teatro Ita-
liano Contemporaneo, IX (1994), 1, págs. 25-46.
45
G. Galasso, J. V. Quirante y J. L. Colomer (dirs.), Fiesta y ceremonia en la corte virreinal de
Nápoles (siglos XVI y XVII), Madrid, 2013.
46
G. Galasso, Napoli spagnola dopo Masaniello, ob. cit.
47
AA.VV., Capolavori in festa. Effimero barocco a Largo di Palazzo (1683-1759), Nápoles, 1997;
V. Mínguez, P. González Tornel, J. Chiva y I. Rodríguez Moya, La fiesta barroca. Los reinos de Nápo-
les y Sicilia (1535-1713), Castelló de la Plana, 2014.
48
D. Carrió-Invernizzi, El gobierno de las imágenes. Ceremonial y mecenazgo en la Italia española
de la segunda mitad del siglo XVII, Madrid, 2008, págs. 213-232.
[62]
Obsesionado como estaba por trasladar a Nápoles lo que antes había visto en
Roma, el marqués del Carpio llegó a la ciudad acompañado por una corte de
artistas integrada, entre otros, por Filippo Schor, Johann Bernhard Fischer, Pie-
tro y Cesare Barbari, Giovani Battista Capotio, Paolo Perrella, los hermanos Del
Pò o Giuseppe Pinacci, que habían estado a su servicio durante los años en que
fue embajador ante la Santa Sede. La nómina se incrementó más tarde con artis-
tas napolitanos residentes en Roma, como Paolo De Matteis, Nicola Vaccaro y,
sobre todo, Luca Giordano, que decidieron regresar a su ciudad natal atraídos
por la perspectiva de los buenos encargos. A su muerte en Nápoles en 1687 la
colección de pinturas del marqués formada por más de mil quinientas obras solo
era comparable a la propia colección real49.
El duque de Medinaceli pasaría, por su parte, como uno de los grandes pro-
tectores de las academias locales. Miembro él mismo de la Accademia de’ Investi-
ganti a la que pertenecía también el abogado Giuseppe Valletta, propietario de
una de las bibliotecas más importantes de Nápoles, fue elegido por aclamación
como académico de la Arcadia e impulsó la actividad de la Academia Palatina
dedicada principalmente al estudio de la Roma antigua. Quizá por ello impulsó
la remodelación de la riviera di Chiaia, una zona de la ciudad especialmente aso-
ciada a la memoria de Virgilio50. Su notable colección pictórica, adquirida en
parte en la almoneda del marqués del Carpio, contenía obras de los principales
pintores italianos de los siglos xvi y xvii.
4. Sonidos de triunfo
Es posible sin embargo que la principal aportación del conde de Oñate, que
llegaría a constituir en las décadas siguientes uno de los rasgos distintivos del
mecenazgo cultural español en Nápoles, fuera el recurso a espectáculos musicales
expresamente diseñados para la celebración del poder. Nacimientos, enlaces y
onomásticas reales proporcionaron la ocasión de festejos que, indefectiblemente,
alcanzaron su ápice en la representación de óperas en música en los salones del
palacio.
La sala reale, resplandeciente «con tanti lumi che disgombrano il notturno
horrore», fue el espacio elegido por el conde de Castrillo para celebrar el naci-
miento del príncipe heredero con dos bailes y, sobre todo, la representación de la
opera in musica, «La Gara de’Sette Pianeti”», un texto escrito a partir de una
«inventione» del propio virrey, con una partitura del «celebre compositore» Fili-
ppo Coppola51. Con motivo de la boda de Carlos II, el VI marqués de los Vélez
49
L. de Frutos, El templo de la fama. Alegoría del marqués del Carpio, Madrid, 2009, págs. 601-640.
50
V. Lleó Cañal, «El IX Virrey Conde de Santisteban (1688-1696)», en J. L. Colomer (dir.), Es-
paña y Nápoles. Coleccionismo y mecenazgo virreinales en el siglo XVII, págs. 445-460.
51
I. Mauro, «“Pompe che sgombrarono gli orrori della passata peste et diedero lustro al presente
secolo”. Le cerimonie per la nascita di Filippo Prospero e il rinnovo della tradizione equestre napole-
tana» en G. Galasso, J. V. Quirante y J. L. Colomer (dirs.), Fiesta y ceremonia, ob. cit., págs. 355-383;
Andrea Cirino, Feste celebrate in Napoli per la nascita del Serenis.mo principe de Spagna nostro signore
dall’ecc.mo sig.r conte di Castriglio vicerè. luogotenente e capitan generale nel regno di Napoli, Nápoles
ca. 1658, págs. 56, 82, 113 y 123.
[63]
(1675-1683) organizó en 1680 «un nobile festino» que constó de un baile de más-
caras y la escenificación, una vez más en la sala reale, del drama in música «Etocle
y Polinice»52. La obra elegida por el marqués del Carpio para celebrar el aniver-
sario del monarca el 6 de noviembre de 1684 fue el melodrama titulado «Il Gius-
tino». Como ocurriera en tantas otras ocasiones similares, el introito, normal-
mente una pieza añadida al guión original, se encargaba de despejar cualquier
posible duda sobre el motivo del evento. Cuatro grandes colosos del mundo anti-
guo, Nino de Asiria, Ciro de Persia, Alejandro Magno y Cesar Augusto sostenían
un globo terráqueo mientras se enredaban en una agria discusión sobre cuál de
ellos había sido el más grande. Cuando están a punto de tomar las armas para
dirimir sus diferencias, un terremoto sacude el orbe que se fracciona en cuatro
partes. De su interior emerge la figura de Carlos II. Europa, Asia, África y Amé-
rica se rinden a sus pies. El monarca insta entonces a los cuatro personajes a reco-
nocerle como nuevo señor del mundo mientras el coro recita unos versos en su
honor: Sol di Carlo la Monarchia/ In eterno regnante sarà/ Se à suoi Regni/ Son
sostegni/ La Giustitia, e la Pietà. A continuación, todos los presentes irrumpen
con una aclamación entusiasta: «Viva, viva d’Esperia il gran Monarca»53.
Ni siquiera alguien tan poco amante de los fastos mundanos como el cardenal
Pascual de Aragón (1664-1666), renunció a las posibilidades comunicativas de
estos espectáculos. Aunque, eso sí, con argumentos estrictamente religiosos como
correspondía a su condición de príncipe de la Iglesia. Francesco Provenzale
(1624-1704), el compositor más célebre del Nápoles del momento, fue el respon-
sable de componer para él dramas sacros como «Il Martirio di san Gennaro», que
en 1664 sería interpretado en la sala reale por los jóvenes alumnos del Conserva-
torio della Pietà dei Turchini54. Con esta práctica tan consolidada, a nadie podía
sorprender que cuando en 1702 visitó Nápoles el nuevo rey de España, Felipe V,
fuera homenajeado en «la Sala del Real Palagio» con una ópera tan adecuada
para la ocasión como «Tiberio Imperadore dell’Oriente»55.
Si bien la ejecución de estos espectáculos recayó con frecuencia en compañías
itinerantes al estilo de los Febi Armonici, cada vez más el perno de su organización
sería la Real Capilla. Considerada la tercera en importancia en el conjunto de la
monarquía, tras las capillas española y flamenca, ambas residentes en la corte
real, la Real Capilla del palacio de Nápoles experimentó durante estos años un
incremento notable del número de músicos, hasta alcanzar los cuarenta durante
el virreinato del marqués de Los Vélez. Su función originaria, asociada a las cele-
braciones litúrgicas que tenían lugar en el palacio, se amplió a todas las ceremo-
nias en las que los virreyes se encontraban presentes. Cada vez más la Real Capilla
52
G. Castaldo, Tributi ossequiosi della fedeliss. cittá di Napoli ... delle nozze reali del ... monarca
Carlo Secondo ré delle Spagne con ... Maria Luisa Borbone: sotto la direttione dell ... signor Marchese
de los Velez Viceré di Napoli, Nápoles, 1680, págs. 22, 41 y 43.
53
Citado en L. De Frutos, «“Questo viceré è molto amico della música”. La imagen pública del
monarca en Nápoles», en L. Della Libera y P. Maione, Devozione e passione: Alessandro Scarlatti nella
Napoli e Roma barocca, Nápoles, 2014, págs. 9-10.
54
Domenico Antonio Parrino, Teatro eroico e politico de’ governi dei viceré del Regno di Napoli.
Dal tempo del re Ferdinando il Cattolico fino al presente, Nápoles, 1692-94, tomo III, pág. 169.
55
Antonio Bulifón, Giornali di Napoli dal MDXLVIII al MDCCVI, Nápoles, 1703 (edición de N.
Cortese, Nápoles, 1932, pág. 53).
[64]
empezó a participar también en las celebraciones profanas organizadas por la
corte. De ella formaron parte algunos de los principales compositores napolita-
nos del siglo como Filippo Coppola, Pietro Andrea Ziani o Francesco Provenza-
le, que desempeñaron en períodos sucesivos la responsabilidad de maestros, orga-
nistas como Tommaso Pagano y Giovanni Cesare Netti o cantantes como el cas-
trado Matteo Sassano, más conocido como Matteuccio, que en 1698 viajaría a la
corte española para sanar con su canto las depresiones del monarca, sentando así
el precedente de lo que luego haría Farinelli.
Aunque el dominio de los músicos locales en la Real Capilla tocó su fin con la
llegada en 1684 de Alessandro Scarlatti. Como a otros muchos artistas que llevó
consigo a Nápoles, el marqués del Carpio lo había conocido en Roma, donde
trabajaba como maestro en la capilla de la reina Cristina de Suecia y había obte-
nido fama con piezas como «Gli equivoci del sembiante», «L’Aldimiro» o «La
Psiche». El marqués no tardó en darse cuenta de lo que el compositor palermita-
no le podía aportar así que, tan pronto como pudo, lo nombró maestro de la Real
Capilla en detrimento de Provenzale. En los años siguientes, Scarlatti se encargó
de adaptar a los gustos locales las óperas venecianas que cada temporada se re-
presentaban con éxito atronador, primero en palacio y luego en el teatro de San
Bartolomeo56. Con él se abría el camino que en la centuria siguiente convertiría
a Nápoles en uno de los grandes centros musicales de Europa. Introdujo la moda
francesa y las formas teatrales dominantes en la ciudad de los papas, convirtién-
dose en una pieza decisiva de la política cultural de sucesivos virreyes que no es-
catimaron medios para retenerlo junto a ellos.
¿Es posible trazar un hilo que una el nuevo esplendor del dominio español en
Nápoles durante la segunda mitad del siglo xvii con el recuerdo de la revuelta de
Masaniello? Desde luego sería exagerado considerar este como el único desenca-
denante. La necesidad de atraer a una nobleza cada vez más alejada de los objeti-
vos españoles, de contrarrestar la decadente imagen del rey Carlos II o de compe-
tir con las formas que se estaban imponiendo en la corte del rey Sol, tuvieron
también su parte. Pero todavía muy avanzada la centuria los virreyes dieron mues-
tras de que no habían olvidado cuan frágil podía ser su posición. Y en modo al-
guno estaban dispuestos a convertirse en un nuevo duque de Arcos.
En una carta fechada en Madrid en abril de 1679, Madame D’Aulnoy, la es-
critora francesa de cuentos de hadas, recogía una de las anécdotas que circulaban
por la corte según la cual «una española recién llegada de Nápoles hubo de rogar
al rey que se dejase ver, y cuando lo hubo mirado bastante, transportada por su
celo, le dijo, juntando sus manos, “ruego al cielo, señor, que os conceda la gracia
de llegar a ser un día virrey de Nápoles”»57. Ignoramos la reacción del monarca
ante tanta desfachatez. Sabemos sin embargo, que como ya había hecho en el
pasado, Nápoles siguió contribuyendo de forma poderosa, mediante la exporta-
ción a través de los virreyes sus prácticas culturales, a la creación de la imagen
pública del rey de España58.
56
J. M. Domínguez, Roma, Nápoles, Madrid: mecenazgo musical del Duque de Medinaceli, 1687-1710,
Kassel, 2013.
57
J. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, Salamanca, 1999, t. IV, pág. 105.
58
www.ub.edu/enbach.
[65]
Capítulo 4
Uno de los cuarenta jeroglíficos diseñados para decorar el templo del Monas-
terio de la Encarnación con motivo de las exequias cortesanas por Felipe IV en 1665
—reproducidos en estampas por el grabador Pedro de Villafranca para la relación
festiva de Pedro Rodríguez de Monforte Descripcion de las honras qve se hicieron
a la catholica Magd. De D. Phelippe quarto Rey de las Españas y del nuevo Mun-
do... (Madrid, 1666)—, muestra el cadáver de un cisne junto a un arpa, mientras
al fondo una segunda ave acuática se aproxima. Es su lema, Nvnc in eorvm can-
ticvm versus svm. Iob. 30. Y su letra:
En el morir considero
Vn goço tan superior,
Que afecto cantar mejor
En albricias de que muero.
1
J. J. García Arranz, Symbola et emblemata avium. Las aves en los libros de emblemas y empresas
de los siglos XVI y XVII, A Coruña, 2010, págs. 274-296.
[67]
como es fácil deducir, a la buena muerte del Rey Planeta y a su dicha por alcanzar
la gloria celestial. Steven N. Orso lo interpretó como una alusión al comporta-
miento del monarca durante sus últimos días, en los que realizó actos de contri-
ción, se confesó y comulgó, dando ejemplo a su joven hijo y heredero, Carlos II
—quizá el segundo cisne—, además también de como un último nexo simbólico
con el rey David y la monarquía bíblica2. Orso aportó asimismo un boceto pre-
paratorio de Sebastián Herrera Barnuevo, el arquitecto que diseñó el catafalco
y las decoraciones fúnebres (Archivo Histórico Nacional, Madrid) 3. Sin embar-
go, y aun aceptando plenamente que la buena muerte del rey era la interpreta-
ción que buscaba el mentor del jeroglífico, el cisne cantor no dejaba de ser asi-
mismo una metáfora peligrosa si se le atribuía maliciosamente un sentido dinás-
tico: ¿era la muerte del rey su canto del cisne, o era Felipe IV el canto del cisne
de la rama hispana de los Habsburgo? ¿Asistían los cortesanos de Madrid a la
agonía de un linaje que había gobernado España y el Imperio durante ciento
cincuenta años?
Lo cierto es que al margen del indudable declive de la Monarquía Hispánica
como potencia mundial tras los tratados de Westfalia y Los Pirineos, una dra-
mática secuencia necrológica había marcado a la familia real durante el reinado
del Rey Planeta: en 1641 murió su hermano Fernando, el Cardenal Infante; en
1644 falleció su esposa, Isabel de Borbón; y en 1646 el príncipe heredero, Balta-
sar Carlos. Al tratarse este de su único hijo varón, Felipe IV tomó la decisión de
casarse con su sobrina Mariana de Austria, prometida precisamente de Baltasar
Carlos. El nuevo príncipe heredero nacido de este matrimonio, Felipe Próspero,
falleció en 1661, el mismo año en que nació el enfermizo Carlos. Cuando el
propio Felipe IV murió el 17 de septiembre de 1665 se estableció la regencia
dada la minoría de edad de Carlos II. Pero el principal problema no eran sus
pocos años sino su débil salud física y mental, por lo que se hizo necesario dise-
ñar una estrategia de imagen que paliara las carencias del modelo. Dicha estra-
tegia se apoyó en dos acciones: por un lado, el rey permanecería oculto la mayor
parte del tiempo dentro del palacio, sin viajar apenas por los reinos o siquiera
recorrer la ciudad, de forma que solo unos pocos allegados podrían conocer
directamente al rey enfermo; por otro lado, se desplegó un formidable aparato
artístico de gran fuerza propagandística que sustituiría la imagen veraz de Car-
los II por otra idealizada creada por los artistas áulicos, que serviría a su vez de
modelo en los talleres de todo el Imperio. Habiendo muerto ya Velázquez, el
hacedor de la imagen de Felipe IV, esta tarea correspondió a una nueva genera-
ción de pintores entre los que destacarían Juan Bautista del Mazo, Sebastián
Herrera Barnuevo o Juan Carreño de Miranda, a los que luego se añadirían
otros como Francisco Rizi, Lucas Valdés Leal o Claudio Coello. Todos ellos
fueron capaces de construir colectivamente una retórica apoteósica que fue la
2
S. N. Orso, Art an death at the Spanish Habsburg Court. The royal exequies for Philip IV, Colum-
bia, 1989, págs. 83 y 84. Al respecto de la identificación entre los Habsburgo y David y su estirpe
véase V. Mínguez, «El rey de España se sienta en el trono de Salomón. Parentescos simbólicos entre la
Casa de David y la Casa de Austria», en V. Mínguez (ed.), Visiones de la monarquía hispánica, Caste-
llón, 2007, págs. 19-55.
3
S. N. Orso, Art an death at the Spanish..., ob. cit., pág. 190.
[68]
culminación de casi dos siglos de fabricación de la imagen del poder de los Ha-
bsburgo hispanos4.
Ante la sorpresa de todas las cortes europeas y la de sus propios súbditos, el
reinado del frágil Carlos II se prolongó durante varias décadas. Hacia 1690, y
habiendo muerto Rizi y Carreño de Miranda (Coello moriría en 1693), se hizo
imprescindible dar un nuevo impulso renovador a las representaciones artísticas
de Carlos II y a los programas simbólicos que decoraban los Sitios Reales, y es
entonces cuando apareció en escena Luca Giordano, en ese momento el pintor
áulico de mayor prestigio en todo el continente. El pintor llegó a Madrid en 1692,
precisamente para decorar los palacios del rey —y al mismo tiempo realizar di-
versos retratos de Carlos II— en lo que constituyó el último momento estelar
desde el punto de vista artístico e iconográfico de la construcción de las imágenes
propagandísticas de los Austrias hispanos5.
4
V. Mínguez, La invención de Carlos II. Apoteosis simbólica de la Casa de Austria, Madrid, 2013.
5
Entre las obras enviadas por Giordano desde Nápoles antes de 1692 y las que ejecuta en Espa-
ña a partir de esa fecha, son cerca de 300 los frescos, óleos, bocetos y dibujos realizados por este pintor
que se encuentran en nuestro país: solo Patrimonio Nacional custodia más de 150, el Museo del Pra-
do, 85, y hay otros muchos en diversas colecciones particulares. A. E. Pérez Sánchez (dir.), Luca
Giordano y España, Madrid, 2002, pág. 13.
6
V. Mínguez, «Exequias de Felipe IV en Nápoles: la exaltación dinástica a través de un programa
astrológico», Ars Longa. Cuadernos de Arte, 2, 1991, págs. 53‑62.
[69]
radores y emperatrices, identificados a su vez con 60 constelaciones celestes. No
me cabe duda que el delicado momento que atravesaba la Monarquía Hispánica,
con un rey niño enfermo que debía gobernar un imperio agónico, explica que
todos sus egregios antecesores se materializasen en las exequias napolitanas por
su padre —en un reino que pocos años antes se había rebelado contra la Coro-
na— para manifestar la grandeza del linaje ante la hora del eslabón más débil.
Por otra parte, la referencia a los predecesores era un tópico en la construcción de
la imagen de los reyes de la Casa de Austria. Las galerías de antepasados estuvie-
ron presentes en todos los escenarios del poder de los Habsburgo hispanos, ya
fueran palacios o decoraciones efímeras realizadas con motivo de fiestas regias.
En los palacios, la plasmación de la estirpe real se realizó habitualmente por me-
dio de series de retratos, configurando las famosas salas de linajes, ámbitos deco-
rados con las efigies de los miembros de la dinastía reinante. La más significativa
de estas salas en los palacios españoles fue la galería de retratos genealógicos si-
tuada en el guardajoyas del madrileño Alcázar Real, obra de diversos artistas,
entre los que se encontraban Tiziano y Antonio Moro. Y hubo otras igualmente
interesantes en los palacios de El Pardo y en El Buen Retiro.
El propio preceptor de Carlos II, Francisco Ramos de Manzano, estructuró
su tratado de educación de príncipes —Reynados de menor edad y de grandes reyes
(1672)—, proponiendo a su pupilo siete modelos a seguir de monarcas históricos
que accedieron tempranamente al trono y que obligaron a regencias en la mayoría
de los casos: Salomón, Teodosio II, los reyes castellanos Alfonso VIII, Fernando III,
Alfonso IX y Enrique III, Luis IX de Francia, Jaime I de Aragón y Carlos V de
Habsburgo. Y el retrato más espectacular de Carlos II desde el punto de vista
simbólico de entre los que fueron realizados durante su primera década es el lien-
zo realizado por un pintor de la escuela madrileña, que podemos contemplar en
el Museo Lázaro Galdiano. Eric Young lo atribuyó a Sebastián de Herrera Bar-
nuevo o a su taller, y lo tituló Carlos II y sus antepasados. Abraham Díaz García
ha descartado la autoría de Herrera Barnuevo y siguiendo la opinión de Alfonso
Rodríguez G. de Ceballos, relaciona esta pintura con el pintor José García Hidal-
go7. La presencia del rey de cuatro años de edad rodeado de los rostros y mira-
das de sus ilustres predecesores vincula este lienzo a diversas estampas que circu-
laron por el imperio en el que un príncipe contempla la efigie de un antepasado,
como el grabado que Pedro Perret realiza para el libro de Juan Antonio Vera y
Zúñiga, Epítome de la vida i hechos del Invicto Emperador Carlos V (1622), y en la
que vemos al infante don Carlos, hijo de Felipe III y hermano de Felipe IV, vesti-
do de armadura y con la cabeza descubierta, en un salón palaciego, mirando fija-
mente un retrato de medio cuerpo de su bisabuelo Carlos V que pende sobre su
cabeza y que se acompaña del lema Virtvtem ex me; o la ilustración anónima del
libro de Francisco Isidoro de Alva, Questio regiojuridica num summus Pontifex
romanus stante coronat Lusitaniae (Alcalá de Henares, 1666) en la que el propio
Carlos II, vestido con armadura y con la cabeza descubierta a la vez que adopta
una elegante pose de aires flamencos o franceses, contempla frente a él un gran
7
A. Rodríguez G. de Ceballos, «Retrato de Estado y propaganda política: Carlos II (en el tercer
centenario de su muerte)», Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, XII, 2000, págs. 98;
A. Díaz García, Sebastián de Herrera Barnuevo (1619-1671). Obra pictórica, Madrid, 2010, pág. 229.
[70]
pedestal decorado con trofeos y cubierto por un enorme cortinaje que sostiene un
busto laureado del emperador Carlos V.
8
F. Checa Cremades, «Imágenes para el fin de una dinastía: Carlos II en el Escorial», en F. Che-
ca Cremades (coord.), Arte Barroco e ideal clásico. Aspectos del arte cortesano de la segunda mitad del
siglo XVIII, Madrid, 2004 pág. 70.
9
Y otras catástrofes naturales, como tormentas y plagas de termitas. Véase al respecto G. Kubler,
La obra del Escorial, Madrid, 1983, págs. 159-163.
10
G. de Andrés Martínez, El Incendio del Monasterio de El Escorial del año 1671. Sus consecuen-
cias en las artes y las letras, Madrid, 1976.
11
M. Morán Turina, «Carlos II y El Escorial», en L. Ribot (dir.), Carlos II. El rey y su entorno
cortesano, Madrid, 2009, págs. 222-225.
[71]
to a un deber dinástico como al afecto que el monarca profesaba hacia el monas-
terio. Años después, Carlos II residiría en él entre septiembre y noviembre de 1699,
donde disfrutó de una última mejoría de sus dolencias. Un día visitó el Panteón
Real y ordenó abrir los ataúdes de diversos miembros de su familia, empezando
por el de su madre. Qué duda cabe que la presencia del Panteón Real en El Esco-
rial, tan próximo a las habitaciones del monarca, debió de intensificar en Carlos
II la admiración por el linaje al que pertenecía, y con el que, según las propias
imágenes propagandísticas que sus artistas realizaban, ninguna otra casa real po-
día competir en grandeza.
El fuego y la destrucción de El Escorial en 1671 fueron interpretados en clave
simbólica. Así por ejemplo, permitieron reforzar la tesis de que El Escorial era una
de las maravillas del mundo, idea que ya estuvo presente originalmente durante el
reinado de Felipe II, y que en la Corte de Carlos II defendió fray Francisco de los
Santos que, además del autor de la pintura ya mencionada fue también el inspira-
dor programático de las novedades incorporadas al edificio en época carolina y
autor de la crónica Descripción breve del Monasterio de S. Lorenzo el Real del Esco-
rial única maravilla del Mundo (1657), ilustrada con estampas de Pedro de Villa-
franca. Como las siete maravillas de la Antigüedad, también El Escorial quedaría
destruido por el tiempo. También pudieron interpretarse como un paralelismo con
las ceremonias ígneas de la Apoteosis imperial romana, ritual conocido en la Corte
de Madrid a través del lienzo de la Colección Real pintado por Domenichino, Exe-
quias de un emperador romano (1634-1635, Museo Nacional del Prado). Pero lo
cierto es que era más fácil, puestos a buscar significados a la catástrofe, entenderla
como una premonición del declive imparable del Imperio español durante la segun-
da mitad del siglo xvii, o incluso como el ocaso previsible de la rama hispana de la
casa de Austria, una familia que, aunque contaba desde su fundación por el conde
Rodolfo con un deslumbrante linaje de reyes y emperadores, vivía su agonía de la
mano de un rey minusválido, enfermo, y lo que era peor, estéril. La relevancia sim-
bólica que tenía El Escorial a finales del siglo xvii la prueba el hecho de que una de
las primeras pinturas realizadas en la corte de Madrid para Felipe V, el rey con el
que se produce en el trono el relevo dinástico, fuera una reivindicación del monas-
terio: me refiero al lienzo de F. de Silva, Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya y
el príncipe Luis niño matando al dragón de la herejía delante de El Escorial (ca. 1707-
1712, Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial). En esta pintura contem-
plamos a la nueva familia real haciendo profesión de su fe católica —alegoría de la
Religión, la Virgen, san Lorenzo y san Jerónimo—, en el escenario más austracista
de todos. Lo más revelador es el gesto común del rey y del príncipe que dan muerte
con sus espadas al dragón que ha profanado los símbolos eucarísticos. Se trata de
una pintura realizada cuando la Guerra de Sucesión aún no había concluido —si
bien es verdad que tras la batalla de Almansa la suerte parecía decidida—, y por lo
tanto los nuevos reyes tenían interés en destacar que entroncaban con el proyecto
político de los Austrias hispanos. Y para ello recuperaron la militancia eucarística
de estos y la simbología más habsbúrgica posible.
Tras finalizar la reconstrucción de El Escorial en 1679, hacía falta un gran
pintor que decorara las bóvedas de la escalera y el templo, y que dotara a la Cor-
te de Carlos II de una nueva imagen artística con la que presentarse. Pero este aun
tardaría algunos años en ser contratado.
[72]
3. 1665-1692. Giordano en el Nápoles carolino
12
Destacan los dos volúmenes escritos conjuntamente por O. Ferrari y G. Scavizzi, Luca Giorda-
no, Nápoles, 1992, y Luca Giordano. Nuove ricerche e inediti, Nápoles, 2003.
13
E. González Asenjo, «Envíos de pinturas de Giordano a España en 1688», en A. E. Pérez Sán-
chez (dir.), Luca Giordano..., ob. cit., págs. 72-91. M. Hermoso Cuesta, Lucas Jordán y la corte de
Madrid. Una década prodigiosa 1692-1702, Zaragoza, 2008.
14
Ibíd., pág. 26.
15
M. Hermoso Cuesta, «Apuntes sobre Luca Giordano y el arte efímero», Artigrama, 19, 2004,
págs. 139-154.
[73]
do no se alcanzó. Ese mismo año el bajel inglés «Laoun Merchants» trajo a Espa-
ña 23 pinturas de Giordano de temática religiosa16. En 1688 embarcaron en
Nápoles 45 cuadros de Giordano para Carlos II: habían sido encargados por el
virrey Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, por deseo del mismísimo
monarca, formando parte de una demanda de 122 pinturas17; los lienzos fueron
enviados por los descendientes y herederos del marqués tras su muerte, y abarca-
ban asuntos de temática bíblica, histórica y mitológica, con cuadros de gran inte-
rés como Semíramis en la batalla (Real Sitio de El Escorial, Patrimonio Nacional)
o Caída de Faetón (Real Sitio de El Escorial, Patrimonio Nacional)18. Finalmente,
Giordano, que según sus propias palabras ya había sido invitado en dos ocasiones
por Felipe IV, aceptó en 1690 la oferta de Carlos II para trasladarse a la Corte,
realizando dos años después el viaje en galera desde Nápoles hasta el puerto de
Barcelona y llegando a Madrid el 3 de julio de 1692, instalándose en el Alcázar
Real. Tenía cincuenta y ocho años.
16
Elvira González Asenjo, «Envíos de pinturas de Giordano...», pág. 73.
17
Ibíd., págs. 74 y 75.
18
M. Hermoso Cuesta, Lucas Jordán y la corte..., ob. cit. pág. 72.
19
J. L. Sancho y G. Martínez Leiva, «¿Dónde está el rey? El ritmo estacional de la corte española
y la decoración de los Sitios Reales (1650-1700)», en F. Checa Cremades (dir.), Cortes del Barroco. De
Bernini y Velázquez a Luca Giordano, Madrid, 2003, págs. 85-98; E. Serrano Martín, «Los viajes de
Carlos II», en L. Ribot (dir.), Carlos II. El rey..., ob. cit., págs. 294-324.
[74]
dores del título de rey de Jerusalén— y la realeza bíblica. A partir de representa-
ciones del Quinientos como la de Lucas de Heere, La visita de la reina de Saba al
rey Salomón (1559, Cathédrale Saint-Bavon, Gante), o estampas ya seiscentistas
—como una ilustración del libro Mausolee (...) a la memoire de (...) Isabelle
Claire Eugenie (Bruselas, 1634), diseñada por Nicolás van der Horst y grabada
por Cornelio Galle, el grabado conocido como Alegoría de la inspiración divina de
Carlos II, realizado por Jacobus Harrewyn y diseñada por P. Gyse, o el que abre
el libro de Pedro Rodríguez de Monforte, Sueños mysteriosos de la escritura—, se
había fijado artística y simbólicamente este paralelismo que permitía establecer
un oportuno parentesco subliminal entre los Habsburgo y el linaje de Cristo. Para
el Salón de Reinos del Palacio de El Buen Retiro el Reino de Aragón regaló a
Felipe IV doce grandes leones de plata, encargados al platero Juan Calvo. Por lo
que respecta al desaparecido Alcázar Real, doce leones de bronce dorado se en-
contraban en El Salón Nuevo o Salón de los Espejos, la pieza fundamental del
palacio, destinada a las recepciones, y el espacio de mayor significado político del
edificio, decorado bajo la dirección de Velázquez a partir de 1659, que precisa-
mente había traído de Italia los seis bufetes de pórfido apoyado en las seis parejas
de leones fundidos por Marco Bonarelli. Pero en 1692 estos dos salones del trono
eran ya anacrónicos artística e ideológicamente, e incluso en el caso del Salón de
Reinos había perdido los doce leones de plata, destruidos en 1643 con el propósi-
to de obtener fondos para la Guerra de los Treinta Años20. Esta iba a ser precisa-
mente una de las tareas principales de Giordano en la corte de Carlos II: dotar a
sus palacios de nuevos escenarios regios acordes a las tendencias estéticas que
desde Francia se estaban imponiendo en Europa y a un nuevo discurso político y
propagandístico. Por otra parte, la presencia del pintor en Madrid, como ya ha
destacado Miguel Hermoso Cuesta, aumentaba el prestigio del rey Carlos II, que
había sido capaz de atraer al pintor más famoso de Europa en ese momento a una
corte que no era visitada por un artista de prestigio internacional desde la estan-
cia de Rubens en 1628, y superando incluso a su antepasado Felipe II, que no
consiguió atraer a Tiziano a Madrid: «la presencia de un pintor de tanto prestigio
en la corte madrileña se convierte en un gesto de poder, en una afirmación de
soberanía, pero también en un alarde de buen gusto, en una demostración de que
España es capaz de estar en la vanguardia artística de su tiempo»21.
Es importante destacar —tal como afirmó Giuseppe Scavizzi— que en los
grandes programas iconográficos con los que Giordano decoró los espacios pala-
ciegos y que repasaremos brevemente a continuación, este siempre contó con una
amplia autonomía en la elección de los temas, y que, asesorado por teólogos y
eruditos, pudo negociar con la corona los asuntos a desarrollar22. Por lo tanto, la
aportación del artista no fue solo su genial inspiración a la hora de plasmar deter-
minadas construcciones alegóricas, sino, en gran medida, la elección de las mis-
mas. Las continuas mercedes que Carlos II le concedió durante los ocho años en
20
J. Brown y J. H. Elliott, Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Madrid,
1981, pág. 117.
21
M. Hermoso Cuesta, Lucas Jordán y la corte..., ob. cit., pág. 72.
22
Giuseppe Scavizzi, «La actividad de Giordano desde 1682 hasta su muerte», en A. E. Pérez
Sánchez (dir.), Luca Giordano..., ob. cit., pág. 52.
[75]
los que las vidas del rey y del pintor coincidieron en la corte, el interés con el que
el monarca siguió los trabajos de Giordano, y las alabanzas que le dedicó, prue-
ban el contento del último Austria —y también de la reina María Ana de Neobur-
go y la reina madre Mariana de Austria— y explican la libertad que otorgó a
Giordano23.
23
A. Úbeda de los Cobos, Luca Giordano y el Casón del Buen Retiro, Madrid, 2008, págs. 45-48.
24
Este lienzo de Tiziano, procedente del monasterio de Yuste, fue desplazado al monasterio de
El Escorial en 1574 por mandato de Felipe II, cuando se trasladaron los restos del emperador. Véase
F. Checa Cremades, «Imágenes para el fin de una dinastía...», en F. Checa Cremades (coord.), Arte
Barroco e ideal clásico, ob. cit., pág. 85.
[76]
conseguido su objetivo de dotarse de un rey santo que aumentara su prestigio,
como ya lo poseían otras casas reales como Francia o Portugal. Durante la pri-
mera mitad del siglo xvii las acciones diplomáticas y propagandísticas se habían
sucedido en Roma, y se barajaron varios nombres como posibles candidatos: don
Pelayo, Hermenegildo, Alfonso VIII, Fernando III, Jaime I o incluso los propios
Reyes Católicos, siendo el elegido finalmente Fernando III. Este monarca, rey de
Castilla y León, y primo hermano de san Luis de Francia, recibía culto por tradi-
ción en Sevilla, aunque no reconocido por Roma. Su cuerpo incorrupto y su es-
pada se conservaban en la Capilla Real de la catedral sevillana. Detrás de su
candidatura, además de los intereses ya explicados de la Monarquía, se situaron
las élites eclesiástica, municipal y comercial de Sevilla, y por supuesto el valido
conde duque de Olivares, natural de esta ciudad. Todos unidos con el claro obje-
tivo de promover el prestigio de la urbe y de la realeza hispana. Por fin, en 1671 y
reinando ya Carlos II, el papa Clemente X reconocía el nuevo culto del rey san
Fernando, festejado como un triunfo de la Monarquía, como demuestra el peque-
ño óleo sobre cobre pintado por Jan Van Kessel III Carlos II como san Fernando,
que hacía pareja con el de Mariana de Neoburgo como santa Elena (ambos en
colección particular). A finales del siglo xvii y en los estertores del imperio, la
Pietas austriaca —construida específicamente sobre la devoción a la Cruz, a la
Virgen y al misterio eucarístico—, obtenía la recompensa de una privilegiada re-
cepción celestial que dotaba al monarca de una aureola de santidad25. Y no fue
esta la única ocasión en que Giordano recurrió a reyes canonizados en un espacio
regio. Cuando entre 1698 y 1701, y por encargo de María Ana de Neoburgo,
completó la decoración de la cúpula y los muros de la iglesia madrileña de san
Antonio de los Alemanes, cuyo patronato ejercía la reina, y que habían iniciado
el pintor Francisco Rizi y el escultor Bautista Morelli treinta años antes, incorpo-
ró entre las capillas hornacinas del muro curvo retratos de reyes santos: el empe-
rador san Enrique II, los monarcas san Luis IX de Francia, san Esteban de Hun-
gría y san Fernando III de España, y los príncipes san Hermenegildo de España
y san Hemenerico de Hungría. También pintaría diversos lienzos fernandinos,
que abundaban en el culto regio por los antepasados canonizados: san Fernando,
para el convento de capuchinos del Pardo (El Pardo, convento de Capuchinos),
Aparición de la Virgen y santa Úrsula a san Fernando (Monasterio de San Lorenzo
de El Escorial), y Aparición de la Virgen a san Fernando, para el Real Hospicio del
Ave María y santo rey don Fernando (Madrid, Museo de Historia).
Una vez concluida la decoración pictórica de El Escorial, Giordano trabajó
en el Real Sitio de Aranjuez. De su intervención se ha conservado la bóveda del
despacho del rey, recuperada en 2003 en una restauración emprendida por Patri-
monio Nacional, tras permanecer oculta durante siglos bajo un cielorraso26. El
conjunto se compone de una decoración estucada atribuida a Giambattista Mo-
25
A. Álvarez-Ossorio Alvariño, «Ceremonial de la majestad y protesta aristocrática. La Capilla
Real en la corte de Carlos II», en J. J. Carreras y B. J. García García (eds.), La Capilla Real de los
Austrias. Música y ritual de corte en la Europa moderna, Madrid, 2001, págs. 381-484.
26
J. L. Sancho Gaspar, «Ianus Rex. Otra cara de Carlos II y del Palacio Real de Aranjuez: More-
lli y Giordano en el despacho antiguo del Rey», Reales Sitios, 154, 2002, págs. 34-45; J. Jordán de
Urríes, «Luca Giordano en el Palacio Real de Aranjuez», Reales Sitios, 159, 2004, págs. 60-73.
[77]
relli y de cinco escenas al fresco pintadas por Giordano. Además, las paredes se
cubrieron con lienzos de temática mitológica realizados por el mismo pintor, cen-
trados en episodios de la vida de Orfeo y Apolo. Los estucos representan escudos
de reinos, figuras alegóricas —justicia, esperanza, caridad y prudencia— y mito-
lógicas —Neptuno, Atlas, Hércules y Mercurio. Los lienzos narraban en cinco
episodios el ciclo de Orfeo. Los cuatro frescos que rodean la escena principal
muestran alegorías de las virtudes de la generosidad, la humanidad, la severidad
y la clemencia. En el cénit de la bóveda descubrimos a Carlos II transmutado en
dios Jano bifronte. A sus pies se sitúan las alegorías de las estaciones del año. Esa
omnipresencia prudente, el doble rostro complementario del monarca —severo y
clemente— que dibujan las virtudes de los lienzos y estucos de la bóveda, el poder
de la monarquía —revelado en las personificaciones mitológicas, especialmente
Hércules, Atlas y Neptuno— y la amenaza latente de abrir las puertas del templo
de la guerra retratan a un príncipe que advierte a los demás reinos europeos del
riesgo de provocar las iras del benigno gobernante del Imperio español.
En los años siguientes Giordano trabajó en otros grandes conjuntos al fresco,
como las bóvedas de la sacristía de la catedral de Toledo, la capilla del Alcázar
Real —desaparecida—, la capilla de la Virgen de Atocha —desaparecida tam-
bién—, y la iglesia madrileña de san Antonio de los Alemanes. Pero la bóveda
estelar de Giordano y su mayor homenaje a la Monarquía Hispánica fue el nuevo
Salón de Embajadores del Palacio del Buen Retiro —conocido posteriormente
como Casón— que sustituyó como salón del trono al Salón de Reinos del mismo
palacio, —decorado con lienzos de Velázquez, Zurbarán, Carducho, Maíno, Pe-
reda y otros pintores—, cuya decoración iconográfica ya había quedado muy
desfasada. La decoración pictórica de esta bóveda, conocida como Alegoría del
Toisón de Oro o Apoteosis de la Monarquía española, fue realizada entre los años
1696 y 1697. El edificio, ubicado entre dos jardines, pudo cumplir en tiempos de
Felipe IV el papel de salón de bailes, lo que explicaría sus amplias dimensiones.
Ahora se trataba de dotarlo de una nueva imagen simbólica acorde al gusto de esa
época y a la grandeza de la monarquía, aunque manteniendo actualizados los
elementos principales del viejo salón del trono, como la serie de Hércules, la re-
presentación de los reinos o los lienzos de batallas.
Recordemos la relevancia que el título de soberano de la Orden de caballería
del Toisón de Oro tuvo para la imagen y la fabricación simbólica de la Monarquía
Hispánica. Fundada la Orden por Felipe el Bueno, duque de Borgoña, en 1430,
la soberanía paso a Maximiliano I de Habsburgo cuando este se casó con la nieta
del primero, María de Borgoña. De Maximiliano paso a Carlos V, de este a Felipe II
y desde entonces el título fue heredado por los reyes de España llegando a Carlos II
al alcanzar este el trono. Sin embargo, pocos años después, se produjo una situa-
ción inesperada. Cuando en 1678 el tratado de Nimega firmado por España y
Francia puso fin a la guerra de Holanda, Carlos II se vio obligado a entregar a
Luis XIV el ducado de Borgoña. Esta cesión tuvo como consecuencia que la jefa-
tura de la Orden del Toisón pasara de la Casa de Austria a la de Borbón, pues
estaba asociada al ducado. Carlos II siguió ostentando el cargo de soberano de la
orden ya que se trataba de una distinción vitalicia, pero el título sería transmitido
tras su muerte al Delfín de Francia. No obstante, veinte años después Giordano
pintó la mayor exaltación artística de la Orden del vellocino en el nuevo salón del
[78]
trono del palacio madrileño de El Buen Retiro, en un paso más —el más relevan-
te sin duda— en su estrategia de redefinir la imagen oficial del monarca y de la
Monarquía27.
Hay que tener en cuenta que la decoración del Casón que realizó Luca Gior-
dano ha desaparecido parcialmente. Además de la pintura mural de la bóveda
pintó también las bóvedas de los dos vestíbulos del edificio con escenas de la
Guerra de Granada, que complementaban cuatro lienzos sobre esta misma temá-
tica y de los que se conservan tres: la Toma de una plaza fuerte (Museo Nacional
del Prado), Batalla de Fernando el Católico (Patrimonio Nacional) y Batalla de
Fernando el Católico (Palacio Real de Aranjuez, Patrimonio Nacional). También
realizó una composición alegórica presidida por el carro solar, y una serie de 16
frescos representando los Trabajos de Hércules ubicados entre las ventanas que se
perdieron en el siglo xix, aunque se conservan los bocetos y una serie de grabados.
Esta serie hercúlea permitía establecer un paralelismo con la serie sobre el mismo
héroe que Zurbarán realizó en lienzo para el Salón de Reinos.
La bóveda principal muestra un complejo y rico despliegue iconográfico. En-
trando en la sala por el vestíbulo oriental se descubre en primer lugar a Hércules
entregando a Felipe el Bueno el legendario vellocino, que este se dispone a colgar
del collar. La sustitución de Jasón por Hércules tiene sentido porque este último,
además de formar parte también de la tripulación del Argos —precisamente tras
ambos personajes se descubre la vela del navío—, y de realizar en otra ocasión
una hazaña similar —Jasón recuperó el Toisón en la Cólquide, y Hércules las
manzanas de oro en el jardín de las Hespérides, teniendo ambos héroes que luchar
para conseguirlo con sendos dragones—, se relacionaba directamente con el ori-
gen de la Monarquía Hispánica, pues Hércules fue el primer rey mítico de la pe-
nínsula y supuesto antepasado genealógico del monarca reinante. Sobre esta pri-
mera escena un grupo de alegorías territoriales confeccionan un curioso escudo
heráldico figurativo, en el que aparecen representados los reinos de la monarquía
—estableciendo una segunda correspondencia tras la serie de Hércules con el Sa-
lón de Reinos de Felipe IV: Castilla, León, Aragón, Granada, Sicilia, Austria,
Borgoña, Tirol, Flandes y Brabante. Una gran corona real y un sol que ilumina la
escena cobijan este hermoso grupo. Corona, alegorías territoriales y el collar que
Felipe el Bueno se dispone a completar constituyen una de las más asombrosas
representaciones de la heráldica hispánica.
A continuación se descubren diversas constelaciones —Géminis, Perseo, Leo,
Cisne, etcétera—, y más allá, Júpiter —su águila sobrevuela la escena— presi-
diendo una asamblea mitológica que se ha identificado con el Parnaso, pero que
claramente representa el Olimpo —aparecen Mercurio, Juno, Neptuno, etcétera.
Concluye la decoración de la bóveda una nueva escena con la figura alegórica de
la Majestad de España sentada sobre el globo terráqueo —que metaforiza el tro-
no planetario— y sosteniendo cuatro cetros, rodeada de trofeos, virtudes, pueblos
sometidos y otras personificaciones. Le acompaña un león con cetro que contem-
pla como los enemigos de la monarquía —varios reyes entre ellos— ascienden
27
A. Úbeda de los Cobos, Luca Giordano y el Casón del Buen Retiro, Madrid, 2008, pág. 45. Véa-
se también del mismo autor «Luca Giordano y Carlos II», en F. Checa Cremades (dir.), Cortes del
Barroco..., ob. cit., págs. 73-84.
[79]
encadenados y cabizbajos por las gradas que conducen hasta la alegoría monár-
quica, y que supone una salomonización del trono en coherencia con los otros
dos salones del trono madrileños ya mencionados. Un fiero dragón se agita ante
el estandarte con la Cruz de Borgoña o de San Andrés que ondea un soldado. Al
lado de España un niño despliega una cartela con el lema Omnibus unus («Uno
para todos»). Otras muchas figuras distribuidas por los laterales de la bóveda
completan la composición: ninfas, dioses mitológicos, musas, las Cuatro Edades
de la Humanidad, nuevas escenas hercúleas, filósofos, etcétera.
Con gran acierto Andrés Úbeda destaca el doble carácter ilusionista de la
decoración mural de Luca Giordano en el Casón: «lo que Giordano representó
en el Casón fue una doble ficción, por la presencia de un héroe como Hércules
que difícilmente podía asociarse con un enfermo crónico como Carlos II y por la
exaltación de un símbolo que ya no pertenecía a la Monarquía española»28. Efec-
tivamente, Carlos II fallecía solo tres años más tarde de inaugurarse la bóveda del
Casón, el día 1 de noviembre de 1700. Su cuerpo embalsamado fue expuesto en
una sala de palacio para los últimos homenajes al monarca. Sobre las vestiduras
negras, el cadáver exhibía el deslumbrante collar del Toisón de Oro. Cuando días
después se dispuso el traslado de los restos al panteón de El Escorial, antes de
cerrar el féretro se realizó el rito de desnudar al soberano de la Orden de su collar.
Los caballeros del Toisón rodearon el féretro, se celebró un réquiem, el sacerdote
de la Orden pronunció un sermón de despedida, y finalmente el canciller despojó
a los restos de Carlos II de la insignia que le había acompañado durante todo su
reinado, y la entregó al guardajoyas29.
28
A. Úbeda de los Cobos, Luca Giordano..., ob. cit., pág. 138.
29
E. Postigo Castellanos, «El cisma del Toisón. Dinastía y orden (1700-1748)», en P. Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid,
2001, págs. 331 y 332.
30
Pertenecen a la colección de Patrimonio Nacional, Colección Gil de Barcelona, colección Are-
naza de Madrid, Museo de Bellas Artes de Cádiz, Museo San Pío V de Valencia, Hermitage de san
Petersburgo, Ayuntamiento de la Seo de Urgel, y Monasterio de san Millán de la Cogolla. Véase A.
Pascual Chenel, «Sebastián de Herrera Barnuevo y los retratos ecuestres de Carlos II durante su mi-
noría de edad. Fortuna iconográfica y propaganda política», Reales Sitios, 182, 2009, págs. 4-26. Se-
gún este autor el ejemplar perteneciente a la colección de Patrimonio Nacional sería el prototipo de
todos los demás.
[80]
queño y el ejecutado por Barnuevo es total, hasta el punto de que se trata del
mismo caballo y en la misma actitud —incluso la melena al viento—, y ambos
príncipes visten el uniforme de general. Esta evidente similitud no fue casual, ni
tampoco fruto de la pereza: pretendía otorgar al futuro Carlos II el aura de pres-
tigio que rodeó en su corta vida al hijo de Felipe IV e Isabel de Borbón.
Pero más allá de esta inequívoca inspiración, los retratos ecuestres de Carlos
II pintados por Sebastián Herrera Barnuevo eran herederos de una tradición ico-
nográfica que se remontaba al Imperio Romano, y que evocaba la imagen del
poder absoluto, e incluso la idea imperial31. La estatuaria y la numismática clási-
ca sirvieron de inspiración a los señores y artistas de Italia para configurar una
nueva imagen del poder que superara los modelos de representación medievales,
priorizando la política sobre la religión. A partir especialmente del retrato ecues-
tre en bronce y anónimo del emperador Marco Aurelio (160-180 d.C.), pintores y
escultores renacentistas representaron a los condottieri que lucharon en las gue-
rras de Italia. A partir de 1531, año en que se editó el Emblematum Libellus de
Andrea Alciato, y basándose en el emblema 35 —In advlari nescientem—, la ima-
gen del gobernante a caballo adquirió un significado simbólico, al convertir la
montura en metáfora del Estado que gobierna el Príncipe, razón por la que se
presenta al caballo en posición de corveta: «como un caballo de buena raza, arro-
ja de su lomo a todo aquel jinete que no sabe gobernarla»32. A partir de esta
imagen, otros autores de emblemas, empresas y divisas representaron jinetes so-
bre caballos encabritados como representaciones del poder del príncipe, imagen
por lo tanto de carácter ideológico que hay que tener presente para entender mu-
chas de los retratos ecuestres de los siglos del Barroco33. En la corte española,
retratos ecuestres escultóricos como el de Felipe IV realizado por Pietro Tacca,
discípulo de Giambologna, para los jardines del Palacio del Buen Retiro (entre
1636 y 1640, actualmente en la Plaza de Oriente, Madrid), o pintados como la
mencionada serie ecuestre dinástica realizada por Velázquez para el Salón de Rei-
nos del mismo palacio (entre 1628-1635, Museo Nacional del Prado), ponen de
manifiesto la relevancia y popularidad de esta iconografía, que seguía absoluta-
mente vigente bajo el reinado de Carlos II, como evidencian los lienzos de Sebas-
tián de Herrera Barnuevo citados, el lienzo de José de Ribera, Retrato ecuestre de
Don Juan José de Austria (1648, Palacio Real de El Pardo, Patrimonio Nacional),
o el que pintó del monarca Francisco Rizi, Retrato ecuestre de Carlos II (1679-
1680, Ayuntamiento de Toledo).
También Luca Giordano pintaría diversos retratos ecuestres del rey y de la
reina. El más importante, un gran retrato de Carlos II a caballo realizado para el
Salón de los espejos del Real Alcázar de Madrid, se perdió en el incendio que
arrasó este edificio en 1734. Sí se conservan suyos en cambio dos lienzos de pe-
queño formato con los retratos ecuestres de Carlos II y María Ana de Neoburgo,
que en 1694 se hallaban ubicados en el Obrador de Pintores de Cámara (actual-
31
V. Mínguez, «Cuando el poder cabalgaba», Memoria y Civilización, 12, 2009, págs. 71-108.
32
Traducción de Pilar Pedraza, A. Alciato, Emblemas, ed. S. Sebastián, Madrid, 1985, pág. 69.
33
W. Liedtke, The Royal Horse and Rider: Painting, Sculpture and Horsemanship, 1500-1800, Nue-
va York, 1989, pág. 211.
[81]
mente en el Museo Nacional del Prado)34. Quizá el gran lienzo perdido copiaba
la composición del pequeño lienzo conservado35. El posible boceto muestra al rey
cabalgando un caballo marrón en posición de corveta, que pisotea enemigos de
aspecto oriental. Este lienzo parece forma pareja con el retrato también ecuestre
de Doña Mariana de Neoburgo a caballo (Museo Nacional del Prado). La reina,
vestida con largo traje rojo, cabalga serenamente sobre un caballo blanco entre
alegorías del río Manzanares, náyades que le ofrecen frutos de la tierra, como
frutos y espigas, y angelotes que sostienen una cornucopia. El fondo del paisaje es
marítimo. Se conservan copias de estos dos retratos ecuestres en Buckingham
Palace36. Una última composición ecuestre de Giordano es un boceto de un re-
trato del último Austria, Carlos II a caballo (Museo Nacional del Prado): un pe-
queño óleo sobre lienzo que recupera la posición del caballo en corveta en escor-
zo, cabalgado por un rey vestido de armadura que de nuevo aplasta a los moros
mientras vuelve a mirarnos directamente37.
Desde 1665 hasta 1700 el arte desempeñó como hemos podido ver un papel
esencial en la construcción simbólica del último Austria. Ya en el mismo instante
del nacimiento de Carlos, los servidores de la monarquía pusieron en marcha la
maquinaria propagandística, basada fundamentalmente en la retórica visual,
para ofrecer a súbditos y extranjeros una iconografía apabullante del monarca
que ocultara sus enormes carencias físicas e intelectuales. Y Carlos II se convirtió
de este modo durante su largo reinado en el rey sol, en un Hércules hispánico, en
el fiero león, en un nuevo Salomón, en el digno eslabón de una estirpe de reyes que
las imágenes áulicas habían convertido en casi míticos. La mayor parte de esta
retórica ya estaba presente en realidad durante el reinado de Felipe II, y por su-
puesto siguió vigente en las iconografías de Felipe III y Felipe IV. La diferencia
con el tiempo de Carlos II fue que, en ese momento y debido fundamentalmente
a la innata debilidad del rey, las construcciones simbólicas alcanzaron su clímax,
muchas veces por acumulación, convirtiendo la mitificación de Carlos en una
apoteosis simbólica de la Casa de Austria en su conjunto. Y cuando sorprenden-
temente el reinado de Carlos II se prolongó durante décadas, y la propaganda y
el arte austracistas llegaban imparables a su agotamiento tras 150 años de recurrir
34
La mayoría de los especialistas han valorado estos dos pequeños lienzos como bocetos de dos
grandes cuadros. No obstante, Miguel Hermoso Cuesta, sin descartar esta hipótesis, plantea la posi-
bilidad de que pudieron ser concebidos como obras perfectamente terminadas. Véase M. Hermoso
Cuesta, «Los retratos ecuestres de Carlos II y Mariana de Neoburgo por Lucas Jordán. Una aproxi-
mación a su estudio», Artigrama, 14, 1999, págs. 293-304.
35
M. Hermoso Cuesta, Lucas Jordán y la corte..., ob. cit., págs. 216 y 217.
36
A. E. Pérez Sánchez, «Carlos II a caballo», en A. E. Pérez Sánchez (dir.), Luca Giordano..., ob. cit.,
pág. 195.
37
La profusión de retratos ecuestres carolinos pintados por Luca Giordano es interpretada por
Ándres Úbeda de los Cobos como un posible encargo recibido por el pintor para renovar la imagen
del rey en los espacios representativos de los palacios madrileños. Véase A. Úbeda de los Cobos,
«Luca Giordano y Carlos II», en F. Checa Cremades (dir.), Cortes del Barroco..., ob. cit., págs. 73-84.
[82]
a las mismas imágenes y discursos, apareció en el corte un nuevo pintor de técnica
excepcional especializado en la pintura áulica que fue capaz de renovar por últi-
ma vez las imágenes del poder habsbúrgico potenciando el ilusionismo, la apoteo-
sis y la alegoría.
Carlos II falleció el 1 de noviembre del año 1700, a las 14.49. Su muerte supu-
so el desplome definitivo del discurso retórico de la Casa de Austria, que final-
mente se demostró ficticio, y significó también la muerte inevitable del Imperio.
La circunstancia de que el óbito se produjera el día de Todos los Santos, que su-
cede a la noche de difuntos, fue visto por muchos como un presagio evidente del
fin de la Domus Austriae.
En 1702 Giordano —probablemente huyendo de la Guerra de Sucesión—,
decidió abandonar la corte y regresar a Nápoles, y aprovechó el viaje de Felipe V
a esta misma ciudad para desplazarse con su cortejo hasta Barcelona. Tras em-
barcar, Giordano siguió la ruta Génova, Livorno, Florencia y Roma, siendo reci-
bido en estas dos últimas ciudades por el príncipe Fernando de Medici y por el
papa Clemente XI respectivamente. Finalmente, volvió a abrir su taller en su ciu-
dad natal y aunque para entonces ya tenía más de 70 años, siguió tan activo y
creativo como siempre decorando templos napolitanos y romanos por medio de
conjuntos de frescos y grandes lienzos, e intentando concluir los lienzos que Feli-
pe V le encargó en 1703 para decorar la capilla del Alcázar Real de Madrid, tarea
que sin embargo no pudo terminar al fallecer el pintor el 3 de enero de 1705. Esta
última serie pone de manifiesto que Giordano siguió siendo hasta el último día un
pintor al servicio del rey de España.
Mientras tanto, su huella en la escuela española sobrevivió a su partida, y
durante el siglo xviii su eco en numerosos pintores locales dispersos por la geogra-
fía peninsular, pero también en figuras relevantes como Antonio Palomino, Mi-
guel Jacinto Meléndez, José Vergara, Mariano Salvador Maella, Francisco de
Goya o Vicente López, certificó el impacto renovador de Luca Giordano, no solo
propagandístico, sino también estético, en la corte de Carlos II38.
38
A. E. Pérez Sánchez, «La huella de Luca Giordano en la pintura española», A. E. Pérez Sán-
chez (dir.), Luca Giordano..., ob. cit., págs. 56-71.
[83]
Capítulo 5
1
Crítico literario y artístico, jurista, arqueólogo, historiador del Arte y político, fue catedrático
de Derecho Natural en Santiago, y después de Teoría Literaria y Artística —que se convertiría en
[85]
costumbre entre la alta burguesía, completó su formación académica con viajes y
estancias en Alemania, Francia, Bélgica, Europa Central e Inglaterra. En la pri-
mera de ellas, que realizaría a los quince años, permaneció durante un largo pe-
ríodo de veinte meses.
En 1900, cuando aún no se había licenciado, fue premiado en uno de los con-
cursos convocados por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, gracias
a una memoria sobre los Jurados mixtos para dirimir las contiendas entre patronos
y obreros y para prevenir o remediar las huelgas, en la que, basándose en buena
parte en estudios realizados en Alemania, propugnaba el catolicismo social y el
corporativismo2. Concluidos sus estudios, ejerció un par de años como aboga-
do, actividad que abandonó pronto, cuando su padre fue nombrado por primera
vez presidente del Consejo de Ministros en diciembre de 1903, pasando a hacerse
cargo de su secretaría particular y convirtiéndose en su principal confidente. Des-
de entonces, la identificación entre ambos fue tal, que su padre le consultaría to-
das sus decisiones políticas3. Ese mismo año se había casado con Julia Herrera,
quinta condesa de la Mortera, pasando a ser conde consorte de dicho título, que
ostentaría hasta 1939 en que pasó a su primogénito, utilizando él desde entonces
el de duque de Maura, con grandeza de España, que le fuera concedido en 1930
por Alfonso XIII en reconocimiento a los méritos de su padre, fallecido en 19254.
El 30 de enero de 1904, recién cumplida la edad reglamentaria de veinticinco
años, fue elegido diputado a Cortes por Calatayud, aunque como él mismo con-
fesara posteriormente, salió «sin lucha, porque no se presentó ningún otro con-
trincante». Fue reelegido en otras cinco ocasiones (1905, 1907, 1910, 1914 y 1915),
todas ellas, menos la de 1907, enfrentándose a otros candidatos. En 1917 perdió
su escaño, pero a propuesta del presidente del gobierno, marqués de Alhucemas,
en 1919 el rey le designó para ocupar una senaduría vitalicia5. En su juventud
destacó como orador y polemista en diversos foros y, entre ellos, el Ateneo madri-
leño. En 1909 polemizó en la revista Faro con el joven Ortega y Gasset, sobre una
posible reforma liberal del régimen de la Restauración. En los escritos que publi-
có con tal motivo fue, al parecer, la primera persona que utilizó el término «gene-
Historia del Arte, siendo el primer catedrático de dicha materia— en Salamanca, Granada y la Uni-
versidad Central de Madrid, de la que fue también rector. Estuvo vinculado a la Junta de Ampliación
de Estudios y dentro de ella al Centro de Estudios Históricos. En su carrera política, integrado en el
partido conservador, llegó a ser ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en el breve gobierno del
general Dámaso Berenguer (1930-1931). Sobre dicha etapa de formación y la tarea de Tormo, G.
Maura, Recuerdos de mi vida, Madrid, 1934, pág. 29.
2
Tal memoria fue publicada como libro, con idéntico título, por la imprenta del Asilo de Huér-
fanos del S.C. de Jesús, Madrid, 1901. El premio le fue concedido pro indiviso con Enric Prat de la Riva.
3
J. Tusell, «Gabriel Maura o la fidelidad a la Monarquía constitucional», prólogo a G. Maura
Gamazo, I Duque de Maura, Lo que la censura se llevó (1938-1954) (Crítica política del Movimiento),
Madrid, 1988, pág. 17.
4
El título de conde de la Mortera fue concedido por Amadeo I en 1871 y confirmado por Al-
fonso XII en 1876, en favor de Ramón Casimiro Herrera y San Cibrián, un indiano nacido en dicha
localidad del municipio de Piélagos (Santander) en 1812, que emigró a Cuba con 17 años e hizo una
importante fortuna como armador de buques y empresario cervecero, realizando también una activi-
dad política y militar. I. Roldán de Montaud, Diccionario Biográfico Español (DBE), Real Academia
de la Historia, tomo XXVI, Madrid, 2009, págs. 149-150; Wikipedia, 14/01/2015.
5
G. Maura, Recuerdos de mi vida, ob. cit., págs. 117-121.
[86]
ración del 98»6. Siempre muy ligado a su padre, llegó a pensarse en él como su
sucesor, lo que hizo que algunos medios escritos le denominaran «El Delfín».
Su actividad política se centró especialmente en el problema de Marruecos y
las relaciones internacionales. En 1905 publicó un libro titulado La cuestión de
Marruecos desde el punto de vista español, en el que defendía los intereses africa-
nos de España. Los problemas relacionados con Marruecos inspiraron también
diversos artículos suyos en periódicos y revistas. Gracias al libro citado —y segura-
mente a la influencia de su padre, que en 1907 pasaría a presidir el llamado «gobier-
no largo» (1907-1909)— fue designado tercer delegado plenipotenciario español en
la conferencia internacional de paz celebrada en La Haya (1907), y al año siguiente
primer delegado plenipotenciario español en la Conferencia Naval de Londres. Jun-
to a la política, su interés se orientaba cada vez más hacia la historia, entendiendo
ambas como complementarias. «Hombre político e historiador, —escribió de sí
mismo— lo que presencié me ayudó a comprender lo que estudiaba, tanto como lo
que aprendí a darme cuanta cabal de lo que veía...»7. La evolución de la política
española le llevó a interesarse también por el problema de España y las posibles sa-
lidas a la difícil situación que vivía el régimen de la Restauración, preocupación que
se haría cada vez más acuciante y que enfocó en buena medida desde el análisis
histórico. Aparte de sus intervenciones parlamentarias y conferencias, publicó artí-
culos en periódicos como ABC, o en revistas de la época como Nuestro Tiempo, La
Lectura, La España Moderna o La Cultura Española. Pese a su concepción política
de la historia, sus primeros escritos sobre tema histórico fueron diversos artículos
sobre personajes y costumbres sociales de la Edad Media8.
Gabriel Maura era un hombre de la Restauración, identificado con su padre y
maurista, corriente disidente del partido liberal-conservador, gestada entre 1909 y
1913, de la que sería uno de los principales representantes. Su pensamiento y actitud
política fueron siempre los de un conservador católico y firmemente monárquico,
pese a la existencia dentro del maurismo de sectores críticos con Alfonso XIII. En
1920 Dato le ofreció una cartera ministerial, que no aceptó. Además de su casa en
Madrid, en 1911 compró una finca cerca de Torrelodones y Hoyo de Manzanares,
llamada El Pendolero por el nombre del cerro en que se construyó la casa o chalé. En
los últimos años de la Restauración fue centro de importantes reuniones políticas9.
Durante la dictadura de Primo de Rivera, pese a su reticencia hacia dicho ré-
gimen, formó parte de la Asamblea Nacional Consultiva, en la sección primera
encargada de elaborar un nuevo texto constitucional que nunca llegó a aprobarse.
6
R. Marquina, «El bautista de la Generación del 98», en La Gaceta Literaria, 15 de febrero de
1931.
7
G. Maura, Recuerdos de mi vida, ob. cit., pág. 8.
8
Aparecieron entre 1908 y 1910 en La Lectura. Revista mensual de Ciencias y Artes y este último
año fueron reunidos en el libro Rincones de la Historia. Apuntes para la vida social de España. Siglos VIII
al XIII, Madrid, 1910 (hay otras ediciones entre 1941 y 1955, y una última de 1997). La mayoría de las
ediciones recientes de obras de Gabriel Maura han sido realizadas por iniciativa de la Fundación
Antonio Maura.
9
La finca es bien conocida por haberse rodado en ella una serie de películas y, entre ellas, las dos
de Carlos Saura Mamá cumple cien años y Ana y los lobos. Aunque sigue perteneciendo a la familia,
desde 1971 la administra una sociedad, que hace compatible su utilización por los propietarios con
otros usos.
[87]
Poco después de la dimisión de Primo de Rivera, Maura publicó el libro Al servi-
cio de la Historia. Bosquejo Histórico de la Dictadura, que fue un éxito editorial,
con cinco ediciones al menos en 1930. En él realizaba una dura crítica al régimen
caído, al que censuraba el haber carecido de proyecto político, el apoyo de un
partido gregario, la ausencia de opinión pública y, en definitiva, la falta de legiti-
midad. Ese mismo año, Alfonso XIII le concedió el título de duque en memoria
de su padre. Desde 1930, junto con otros mauristas, trató de articular una alianza
con la Lliga de Cambó, intentando sin demasiado éxito reconstruir el conserva-
durismo liberal mediante la creación, a comienzos de 1931, del llamado Centro
Constitucional. Eran los meses finales de la Restauración, en los que Maura, que
el año anterior había rechazado integrarse como ministro de Fomento en el go-
bierno presidido por el general Dámaso Berenguer, aceptó ser ministro de Traba-
jo en el del almirante Aznar, que habría de ser el último de la Monarquía, «en un
sacrificio sin esperanzas ni ilusiones», escribiría Jesús Pabón10. El propio Maura
confesaría en 1934 que desde que abandonó la Asamblea Nacional Consultiva de
la Dictadura venía pronosticando a sus íntimos que su destino político iba a ser
el de «acompañar a la Corona hasta el cementerio»11. De hecho, el gobierno del
que formaba parte duró menos de dos meses, del 18 de febrero al 14 de abril. Tras
las elecciones celebradas en esta última fecha, Maura redactó por encargo de
Alfonso XIII el documento en el que el monarca anunciaba su renuncia12.
En relación con su actividad política y pública fue vocal de la Junta que infor-
mó sobre la sustitución del impuesto de consumo y de la Junta asesora para la
represión de la trata de blancas. También fue presidente de la Sociedad protectora
de Animales y Plantas y entre 1924 y 1926 de la Federación Española de Fútbol.
En los años finales de la Restauración ocupó diversos cargos en instituciones
culturales de prestigio. En 1921 fue nombrado Vocal de la Junta para la Amplia-
ción de Estudios y en 1930 miembro del Instituto Valencia de don Juan y presi-
dente del patronato de la Biblioteca Nacional. Además de su carrera política,
desarrolló una actividad financiera vinculado a grandes empresas y sociedades
bancarias e industriales. Fue fundador del Banco Español de Crédito, a cuyo
consejo de administración perteneció desde 1917, durante más de cuarenta años.
Participó asimismo en otras sociedades, entre ellas la compañía Italcable, de la
que fue administrador entre 1924 y 1934, lo que le obligaba a viajar a Milán o
Roma de dos a cuatro veces al año, utilizando para ello el tren o el barco13.
Tras la proclamación de la segunda República, Maura salió de España, auto-
exiliándose en Biarritz, si bien regresó en el segundo trienio de dicho régimen14.
10
J. Pabón, «El duque de Maura: 84 años al servicio de la política y de la Historia», nota necro-
lógica consultada en el expediente del duque de Maura de la Real Academia de la Historia (no hay
indicación del periódico en el que se publicó).
11
G. Maura, Recuerdos de mi vida, ob. cit., pág. 199.
12
Ibíd., pág. 209. Según Sánchez Cantón, él fue el autor principal, si bien participaron también
Colom y Cardany. F. J. Sánchez Cantón, «Exmo. Sr. D. Gabriel Maura y Gamazo», necrológica pu-
blicada en el Boletín de la Real Academia de la Historia, CLII, II, 1963, págs. 153-157.
13
G. Maura, Reflexiones, confidencias y recuerdos. Cuaderno I, Madrid, 1992, pág. 107; también
G. Maura, Recuerdos de mi vida, ob. cit., pág. 101.
14
Según Fernando Díaz-Plaja, el hecho que determinó su salida de España fue la violencia que
se desató entre las masas hostiles con motivo de la inauguración del Círculo Monárquico Indepen-
[88]
Lo que si abandonó de forma definitiva fue su dedicación a la política, ocupán-
dose con mayor intensidad de la historia de su tiempo. En 1932 publicaría en
Madrid el libro Dolor de España, en el que valoraba de forma absolutamente ne-
gativa el cambio de régimen, considerando que su deriva llevaba hacia la dictadu-
ra del proletariado. No obstante, no participó en ninguno de los partidos monár-
quicos que entonces se organizaron, ni escribió en sus órganos de expresión. En
1934, redactó en Biarritz un libro de memorias que contiene una descripción de la
política de su época «muy superior en interés —según Tusell— a la que se traslu-
ce en las memorias de un Romanones o un Juan de la Cierva»15. Buena parte de
la guerra civil la pasó en Lisboa o Estoril, donde fue nombrado por el general
Mola miembro de una Junta del Estado Español a la que pertenecía también Gil
Robles, aunque cesaría en 1938 tras la llegada como embajador de Nicolás
Franco, hermano del Caudillo. Maura no participó en la conspiración contra
la República, pero apoyó claramente el levantamiento militar, que ensalzó de
forma entusiasta en diversos textos. En uno de ellos, por ejemplo, escribía:
«Van transcurridos más de doce años desde que nuestra Patria, convertida tres
antes, por azares de varia índole, en fuerza de choque contra la invasión sovié-
tica, salió victoriosa del empeño a costa de muy duros sacrificios» 16. No obs-
tante, pronto comenzarían sus desavenencias con el nuevo régimen, compati-
bles en sus textos con el respeto al dictador. Como afirmaba en un escrito diri-
gido a este a comienzos de los años cincuenta, «Soy, desde 1938, un disidente
notorio del régimen actual; pero nunca puse en duda la rectitud de intención
del gobernante»17. Tal disidencia se inició con la publicación del libro Dilemas
Nacionales, publicado en Lisboa en 1938, en el que se manifestaba contrario al
falangismo y proponía una solución política en la línea de la restauración de
una monarquía tradicional y corporativa. Antes de editarlo se lo envió a Fran-
co en un acto que definió como «acatamiento», pero el resultado fue que no se
publicó en nuestro país. Regresó a España en 1942, reintegrándose a sus activi-
dades. En 1947 rechazó la ley de Sucesión que planteaba, a su juicio, una mo-
narquía electiva, y en mayo de dicho año fue nombrado miembro del consejo
privado del conde de Barcelona. Sus críticas al régimen de Franco —en ocasio-
nes muy duras y valientes— dieron lugar a una serie de escritos breves, que
permanecieron inéditos o se publicaron en Francia, como ocurrió con el titula-
do Presente y porvenir de España18. Solo uno de ellos, La crisis de Europa fue
diente, a la que debió de asistir. Volvería a Madrid en 1935, alternando desde entonces su residencia
entre España y Biarritz. F. Díaz-Plaja, La saga de los Maura, San Cugat del Vallés (Barcelona), 2000,
pág. 131.
15
J. Tusell, «Gabriel Maura o la fidelidad a la Monarquía constitucional...», pág. 16.
16
G. Maura, «Rezago de España en el movimiento de Europa», en G. Maura, Lo que la censura
se llevó, ob. cit., pág. 91.
17
Ibíd., pág. 89. En la Biblioteca Nacional hay una copia del texto mecanografiado, precedido
por la valiente carta a Franco.
18
G. Maura Gamazo, «Le présent et l’avenir politique de l’Espagne», en Contacts Litteraires et
Sociaux. Revue Mensuelle de critique Litteraire, París, 1954. Se hizo asimismo una tirada aparte en la
Imprimerie Réaumur-Clichy, París, 1954. El texto consta de 57 páginas, y en él critica al régimen de
Franco, a quien califica de dictador, si bien en otro lugar habla de «autocracia prudente». En su opi-
nión la perspectiva próxima había de ser la de un cambio de régimen, pues no podía continuar siendo
proscrito el voto de los ciudadanos. Uno de sus capítulos se titula «Las ficciones constituidas». En la
[89]
publicado en España en 1952, formando parte de la colección Biblioteca del Pen-
samiento Actual, dirigida por Rafael Calvo Serer, también monárquico pero bas-
tante menos liberal en aquella época. En los años ochenta, la Fundación Antonio
Maura publicó tales textos inéditos, con un amplio prólogo de Javier Tusell en el
que analizó el perfil político de Maura19. Tusell, para quien tales escritos consti-
tuyen el testamento político de su autor, señala su pertenencia a una generación
de la que forman parte Ortega, Pérez de Ayala o Marañón, que interviene en la
vida española en torno al estallido de la Primera Guerra Mundial, hace ahora
cien años, y cuya principal característica fue «una distintiva condición europea
que los distanciaba de los hombres de la generación de 1898». En la política siem-
pre fue «un monárquico constitucional, tan inequívocamente lo primero como lo
segundo», aunque no dejó de sentir vertientes autoritarias —luego abandona-
das— durante los años veinte y treinta. Ello explica su disidencia del régimen de
Franco y su defensa temprana —entre 1938 y 1954— del parlamentarismo y las
libertades públicas. Su deseo era el establecimiento de una monarquía constitu-
cional, que recogía buena parte de las propuestas que hiciera en la Asamblea
Nacional Consultiva de Primo de Rivera20.
Gabriel Maura fue elegido miembro de número de la Real Academia de la
Historia el 21 de junio de 1912, cuando solo tenía 33 años, para cubrir la vacante
nada menos que de Menéndez y Pelayo. Los proponentes de su candidatura se
basaban sobre todo en sus estudios sobre Carlos II, «que acusan una investiga-
ción profunda, de primera mano, que no tiene semejante en los de la moderna
restauración histórica, con tanto celo emprendida por Cánovas del Castillo, sien-
do Director de esta Academia, y otros ilustres colaboradores»21. No había publi-
cado entonces más que el primer tomo de la que habría de ser su principal obra,
Carlos II y su corte, de la que Sánchez Cantón escribiría: «El efecto causado por
esta publicación fue muy grande, en especial en cuantos nos ensayábamos en la
investigación de lo pasado: era necesario trasnochar, o madrugar, para su posible
lectura en la biblioteca del Ateneo»22. Su ingreso tuvo lugar el domingo 13 de
abril del año siguiente, con un discurso titulado La Historia y su misión en España
según Menéndez Pelayo, en el que no solo rindió el preceptivo recuerdo al acadé-
mico al que sustituía, sino que fue todo él un homenaje a su predecesor. La con-
testación corrió a cargo de Juan Pérez de Guzmán y Gallo, especialista y apasio-
nado defensor de Carlos IV, Maria Luisa de Parma y Godoy. El discurso y el acto
introducción, se presenta a Maura como la más eminente figura del movimiento monárquico que es-
pera de don Juan el restablecimiento de la fraternidad española, desgarrada por la guerra civil.
19
G. Maura Gamazo, I Duque de Maura, Lo que la censura se llevó (1938-1954), ob. cit. Como
indica Pere Gimferrer, la crítica al régimen de Franco no se reduce a los textos dedicados específica-
mente al mismo, sino que aparece también en estudios sobre la Edad Moderna, en consideraciones o
comentarios genéricos destinados a leerse entre líneas, P. Gimferrer, «Prólogo» a G. Maura, Vida y
reinado de Carlos II, Madrid, 1989 y 1990.
20
Algunas de las «vertientes autoritarias» a las que alude Tusell, son evidentes en su libro auto-
biográfico, Recuerdos de mi vida, escrito en Biarritz en 1934. En él aparece, por ejemplo, su escepticis-
mo respecto al sufragio universal y al parlamento o su admiración hacia las dictaduras «civiles» de
Italia o Alemania. Vid, entre otras, las págs. 193, 225 y 234-235.
21
Expediente del duque de Maura en la Real Academia de la Historia.
22
F. J. Sánchez Cantón, «Exmo. Sr. D. Gabriel Maura...».
[90]
tuvieron una amplia acogida en la prensa madrileña, a pesar de que todos los
periódicos consagraban la mayor parte de sus páginas al atentado sufrido aquel
día por el rey en la calle de Alcalá, en que el anarquista catalán Rafael Sánchez
Alegre le disparó varios tiros cuando regresaba a caballo de presidir la jura de
bandera en el paseo de la Castellana. Años después, siendo su padre director de
ella, Maura fue elegido también miembro de número de la Real Academia Espa-
ñola, en la que ingresó el domingo 18 de enero de 1920 con un discurso titulado
Algunos testimonios literarios e históricos contra la falsa tesis de la decadencia es-
pañola23. En la Academia de la Historia llegó a ser el decano o académico más
antiguo, condición que ostentó desde diciembre de 1950 hasta su fallecimiento,
faltándole tan solo tres meses para cumplir el medio siglo como tal24.
En la Real Academia de la Historia contestó a varios discursos de ingreso. El
primero de todos el de quien fuera su formador, Elías Tormo y Monzó (1919), al
que siguió el de Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba (1919),
con quien le unía la común militancia en el maurismo y que durante el régimen de
Franco habría de mantener —según Tusell— una postura similar a la de Maura.
Posteriormente lo hizo a los de Félix de Llanos y Torriglia (1923), Melchor Fer-
nández Almagro (1944), Ramón Carande (1949) y Jesús Pabón y Suárez de Urbi-
na (1954). En la Real Academia Española realizó la misma actividad en relación
de las entradas de Azorín (1924), Armando Cotarelo Valledor (1929) y el ya cita-
do duque de Alba (1943)25.
Aparte de prólogos, trabajos menores (entre ellos numerosas reseñas, en gene-
ral muy extensas), libros de recuerdos personales, artículos en prensa, etc., la obra
escrita de Gabriel Maura puede dividirse en cuatro grupos. Uno primero estaría
formado por estudios diversos sobre personajes y aspectos de la Historia de Es-
paña en las edades Media y, sobre todo, Moderna; el segundo es el que se ocupa
del reinado de Carlos II, que constituye su principal aportación como historia-
dor; el tercero consta de los varios libros que dedica a la historia de su tiempo, que
tienen preferentemente el valor del testigo privilegiado y, en ocasiones, de la do-
cumentación que aporta del archivo de su padre; el cuarto y último son sus escri-
tos de crítica al régimen de Franco. Dejando este últimos grupo de escritos políti-
cos, a los que ya se ha hecho referencia, su obra como historiador del pasado y del
presente se centra en los tres primeros. Creo, no obstante, que un análisis crono-
lógico de su producción resulta más revelador que el temático, pues nos explica,
23
La contestación corrió a cargo del marqués de Figueroa. Algunas reseñas biográficas de Mau-
ra indican erróneamente que fue también miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legisla-
ción o de la de Ciencias Morales y Políticas.
24
En Recuerdos de mi vida habla de las propuestas que le hicieron para elegirle director de la
Academia de la Historia, que él rechazó. Díaz-Plaja indica que no quiso aceptarlas, pese a la unani-
midad que las respaldaba, porque ello le hubiera obligado a relacionarse con altos personajes del ré-
gimen de Franco, incluido el dictador, cosa que no deseaba. F. Díaz-Plaja, La Saga de los Maura, ob.
cit., págs. 134-135.
25
En el Boletín de la Real Academia de la Historia escribió las necrológicas de Luciano Serrano y
Miguel Asín Palacios (1944), el duque de Alba (1953) y Agustín González de Amezúa (1956). En di-
cha revista publicó asimismo diversos informes sobre libros y desde el tomo CIV, en el primer trimes-
tre de 1944, inició una crónica de publicaciones de los académicos de número que tenía como finalidad
informar a los suscriptores de tales novedades. Al principio pensaba hacerlo en cada boletín trimes-
tral, pero solo publicó otra el año siguiente y una tercera en 1946.
[91]
entre otras cosas, la razón por que no concluyó su principal obra, Carlos II y su
corte.
Antes, conviene tener en cuenta que Maura distingue varios tipos de historia:
la general, la crónica, la historia particular y la síntesis. La primera es una visión
de conjunto, difícil de realizar, que lo abarca todo a partir de las síntesis. La cró-
nica hace referencia a los sucesos importantes, algo así como los anales clásicos,
por lo que considera que la de los sucesos acaecidos mientras ocupó el trono el
último de los Austrias «es del dominio público y no será fácil descubrir, durante
esa época, hecho ninguno trascendental hasta ahora ignorado». Faltaba, sin em-
bargo, hacer la historia particular de aquel reinado, previa a la síntesis, que es lo
que pretende con su libro Carlos II y su corte. Ensayo de reconstrucción biográfica,
una historia particular que define en la «Razón de la Obra» como «más analítica
y sistemática que la mera crónica, menos comprensiva y difícil que la general».
Con ella, aspira a suplir «el eslabón que falta en la serie patria de historia particu-
lares; a desbrozar parte del terreno donde se edifique mañana la monumental
Historia de la Civilización española en los siglos xvi y xvii».
La historia particular que realiza no pretende ser una historia del reinado de
Carlos II,
que escrita con los innumerables documentos de la época, inéditos hasta hoy,
ocuparía muchos volúmenes; es un mero ensayo de reconstrucción del más visi-
ble escenario de aquel tiempo: la Corte de Madrid; es la biografía del rey desde
su nacimiento hasta su muerte y las de cuantos gobernantes o servidores le ro-
dearon; es la descripción aproximada de los espectáculos que presenciaron, del
paisaje en que se movieron, del ambiente que les envolvía.
26
Véase «Razón de la obra» de Carlos II y su corte, Madrid 1911, tomo I, y «Nota Única» de Vida
y reinado de Carlos II, Madrid, 1942, vol. 1; A. de Baviera y G. Maura, Documentos inéditos referentes
a las postrimerías de la Casa de Austria en España, Madrid, 1927-1935, 5 vols., Madrid, 1927-35 (an-
teriormente se habían ido publicando durante casi diez años en el Boletín de la Real Academia de la
Historia). Hay una edición de Madrid, 2004, en cuatro volúmenes.
27
Barcelona, 2 vols., 1919 y 1925. Dicho estudio se integró también como última parte de la con-
tinuación, en la Historia general de España de Modesto Lafuente, Barcelona, 1922-27, 27 tomos. El
texto de Maura corresponde a los tomos 26 y 27, si bien la mitad del último está dedicada a los índices
generales de la obra.
28
G. Maura, «Nota Única» de Vida y reinado de Carlos II, ob. cit.
[93]
En 1942 confesaría que, después de la guerra civil y consumada la destrucción
de sus archivos, estuvo durante un tiempo desalentado y a punto de abandonar,
pero lo evitó la aparición en 1940 del libro de Ludwig Pfandl, quien además de ser
«un extranjero más» —ya veremos su prevención historiográfica ante ellos— «no
solo prescindía de todo lo inédito, sino que no utilizaba siquiera todo lo impreso
en castellano». Valiéndose entonces «de lo salvado (por impreso antes), de lo re-
cordado y de lo reconstituido» escribió la que habría de ser su obra más conocida:
Vida y reinado de Carlos II, una historia que no considera ni analítica ni sintética
y que define como «Lo que aprendí en la historia de Carlos II con ocasión de es-
tarla escribiendo»29. En su introducción anunciaba seguir publicando documen-
tos inéditos y estudiar en monografías temas como María Luisa de Orleans, los
hechizos del rey, el comercio con las Indias, el reclutamiento de la oligarquía, etc.,
así como las biografías de algunos personajes. De hecho, y aunque no hizo todo
lo que pensaba, durante un tiempo volvió a ocuparse intensamente de la época de
Carlos II, como prueba que, al año siguiente de Vida y reinado, se publicaran
otros tres libros suyos sobre el reinado del último de los Austrias30.
Su actividad historiográfica en los años cuarenta y cincuenta atendió a los diver-
sos campos de los que se había ocupado hasta entonces en distintas etapas de su
vida. Sobre la Edad Moderna escribió dos libros dedicados respectivamente al prín-
cipe don Juan y a la Armada Invencible, este último basado en la correspondencia
entre Felipe II y el duque de Medina Sidonia, sobre todo la procedente del archivo
ducal, proporcionada por su nieta, la XXI duquesa, Luisa Isabel Álvarez de Toledo
y Maura31. Asimismo publicó un libro sobre Quevedo, fruto de cuatro conferencias
impartidas en noviembre y diciembre de 1945 en la Real Academia de Jurispruden-
cia y Legislación32. Algunos de sus trabajos dispersos sobre la época moderna fue-
ron reunidos en un libro titulado Grandeza y decadencia de España (Madrid, 1948),
que pretendía ser el primer tomo de sus obras completas, aunque nunca se publicó
el segundo; no obstante, reunió también varios ensayos biográficos dispersos —y
algunos inéditos— en el libro titulado Estatuas que vuelven a ser hombres. Rincones
biográficos de la Historia33. Respecto al reinado de Carlos II editó la interesante co-
rrespondencia entre dos embajadores españoles en Londres y Roma34. Asimismo, y
29
La edición original se hizo en tres volúmenes. En 1989, se realizó una edición no venal en dos
volúmenes dentro de un estuche, con prólogo de Pere Gimferrer, que al año siguiente dio lugar a una
edición mucho menos cuidada en un único volumen. Hay una última edición de Barcelona, 2009.
30
María Luisa de Orleans, reina de España. Leyenda e Historia, Madrid, 1943; Supersticiones de
los siglos XVI y XVII y hechizos de Carlos II, Madrid, 1943; y Fantasías y realidades del «Viaje a Ma-
drid» de la condesa D’Aulnoy (del que fue autor también Agustín González de Amezúa), Madrid,
1943.
31
El príncipe que murió de amor. Don Juan, primogénito de los Reyes Católicos, Madrid, 1944
(reeditado en 2000); El designio de Felipe II y el episodio de la Armada Invencible. Según testimonios
coetáneos transcritos y comentados por el autor, Madrid, 1957.
32
Conferencias sobre Quevedo, Madrid, 1946, 208 págs.
33
Madrid, 1950. Los personajes estudiados son san Agustín, Hernán Cortés, Felipe II, el prínci-
pe don Carlos, el rey don Sebastián de Portugal, Miguel de Cervantes y Quevedo (en este último caso,
utilizando parte de lo publicado años antes). En algunos de tales ensayos había colaborado con él
Agustín González de Amezúa.
34
Correspondencia entre dos embajadores, Don Pedro Ronquillo y el marqués de Cogolludo (1689-
1691), (transcripción y notas del duque de Maura), Madrid, 1951, 2 vols.
[94]
en colaboración con Melchor Fernández Almagro, publicó Por qué cayó Alfonso
XIII. Evolución y disolución de los partidos históricos durante su reinado35, un estu-
dio sobre las causas del fracaso final de la monarquía de la Restauración que tuvo
muchas reseñas en prensa, señal del interés que despertó. En él se utilizaban de
forma sistemática por primera vez los fondos del archivo de su padre, Antonio
Maura. Otro trabajo de estos años, terminado de escribir en 1946, fue el dedicado
al marqués de Comillas, prototipo del emigrante enriquecido y regresado a Espa-
ña, como lo había sido también su suegro36. Por último, en los primeros años
cincuenta se intensificaría la crítica al régimen de Franco, probablemente como
consecuencia de la ley de sucesión, que parecía enterrar sus esperanzas de una
pronta restauración de la monarquía en la persona de don Juan de Borbón. Es
una crítica respetuosa, pero no por ello menos dura.
En el prólogo a la edición de Vida y reinado de 1989, Pere Gimferrer alaba el
estilo de Maura, de quien dice que «representa, en la literatura española la culmi-
nación de dos tradiciones..., el estilo solemne, por un lado, y la historia entendida
como género literario, por otro». Su «designio sistemático», prosigue, es el de
«componer una pieza con tanta deliberación artística como una tragedia o un
poema, el mismo designio que hizo la grandeza de Tácito o de Salustio... Así, de
modo impensado y tardío, en años ásperos, la prosa española alcanza una de sus
cimas en Vida y reinado de Carlos II». Aunque señala el carácter anacrónico de su
concepción de la Historia como género literario o como obra de arte, Gimferrer
ensalza «la asombrosa energía expresiva del duque de Maura, el temple de su
prosa, su poderío verbal». En opinión de Antonio Rumeu de Armas, sus dotes
como historiador «fueron excepcionales, destacando por el acopio exhaustivo de
fuentes, el hondo sentido de penetración psicológica y el dominio de un lenguaje
que es modelo de empaque, perfección y casticismo»37. Ciertamente su prosa es
magnífica y tiene la envidiable virtud de atrapar al lector. Con todo, hemos de
reconocer que muchos de sus escritos resultan farragosos, ampulosos, obsesiona-
dos por la búsqueda del párrafo redondo en el que la forma se impone al conteni-
do, hasta el punto de que en ocasiones hay que releer unas líneas, e incluso un
párrafo, para ver qué es lo que ha dicho.
Tusell considera que existe una línea de continuidad entre la historia que prac-
ticó Gabriel Maura y la que hicieron Melchor Fernández Almagro y Jesús Pabón.
Uno de los textos en que se plasma mejor la visión de la historia de Maura es su
discurso de ingreso en la Academia de la Historia. Hay que decir, ante todo, que
se trata de un texto farragoso, terriblemente retorcido y barroco, en el que predo-
mina la forma sobre el fondo, oculto este tras una asfixiante hojarasca frecuente
en la época, como se ve por ejemplo en la contestación de Juan Pérez de Guzmán.
El trasfondo de su concepción de la historia es bastante simple. Para él, la
historia es esencialmente maestra de la vida, como comenzó a serlo en el mundo
romano, «epítome de moral práctica, que mostraba al ciudadano loables y abo-
35
Madrid, 1947, reeditado en 1999.
36
Pequeña historia de una grandeza. El marquesado de Comillas, Barcelona, 1949, 111 págs. Se
trata de una edición de lujo, que constaba únicamente de 300 ejemplares numerados.
37
A. Rumeu de Armas, «Presentación», en M. C. Rivera Fernández de Velasco y M. J. Mirabell Gue-
rin, Inventario del fondo documental de don Gabriel Maura Gamazo, Duque de Maura, Madrid, 1993.
[95]
minables ejemplos, para estimularle al sacrificio de instintos e intereses en aras del
bienestar o del mejoramiento colectivo. El amor a la patria romana se elevó a re-
ligión; tuvo ella culto, confesores y mártires; y con ánimo de perpetuar el renom-
bre de estos claros varones, se escribió la Historia». En el recorrido que realiza
sobre la evolución posterior lamenta la decadencia de tal concepción en la Edad
Moderna, con el resultado de que «la Historia, la virtuosa matrona que fue un
tiempo maestra de la vida, esclava ahora de la dialéctica, cuando no de la mera
retórica, sirve dócil a Lutero y a Erasmo como a dominicos y jesuitas, y a Bossuet
lo mismo que a Voltaire». Es decir, en su opinión, —en una visión absolutamente
maniquea— la historia maestra ha de discernir el bien del mal, para proponer
uno como ejemplo a imitar y condenar el otro.
Aunque critica las doctrinas de Compte o Hegel, reconoce que, en buena par-
te gracias a ellos, el siglo xix aportó a la Historia un cauce nuevo, dando lugar a
la que llama «historia científica», gracias a la «paciente labor analítica», que
«descubre, aquilata y clasifica, con intensidad creciente, hechos desconocidos, da-
tos originales y documentos inéditos», que se analizan con capacidad crítica. Dos
son, por tanto, las bases de su concepción: el análisis concienzudo y crítico de
hechos pasados, que vincula al siglo xix, y la que entiende que es la tarea de su
época: la síntesis o, lo que es lo mismo, el mostrar tales hechos «en reconstruccio-
nes ejemplares a cuantos curan de almas, gobiernan naciones o guían pueblos».
No obstante, como afirma en la Introducción a Vida y reinado, pese a que «la
preceptiva científica coetánea, francesa, inglesa y aun alemana, harta del abuso
de estudios analíticos padecido dondequiera, sobre todo en Alemania, durante el
siglo xix, preconizase ya enérgica y exclusiva la síntesis histórica, me persuadí de
que los españoles, tan rezagados en aquellos desbroces, no podíamos ascender a
esta cumbre mientras no recuperásemos la distancia perdida». A tal designio ana-
lítico, previo a la síntesis, respondió la traza de Carlos II y su corte, pues el estudio
completo de la situación de España durante un determinado período, en todos
los órdenes de la actividad humana es la labor preparatoria, «que el historiador
sintético aprovechará algún día».
La Historia tiene para él la finalidad esencial de educar a las élites, al servicio
de dos grandes objetivos: la patria y la religión. La Historia al servicio de la patria
es en sí misma historia política, llegando a afirmar en uno de sus textos que «la
historia es la política de ayer y la política la historia de mañana». Al poner la
Historia al servicio de la patria muestra aún la fuerte dependencia del nacionalis-
mo. «Nación que no conoce su pasado, vive en constante incertidumbre de su
destino y de la ruta que a él puede conducirle... Por eso es labor política escribir
nuestra Historia, documentada, leal, imparcialmente»38. La Historia, escribe en
su discurso de ingreso en la Academia de la Historia citando a Menéndez Pelayo,
tiene «la misión sacrosanta de señalar a la Patria rumbos regeneradores». Para
ello, hay que conocer los propios de la nación española y señalárselos a los hom-
bres de Estado. «Para guiar a la Patria hacia sus destinos, mejorarla y engrande-
cerla mucho más que el estudio del presente aprovecha el del pasado». Cada na-
ción tiene unos caracteres peculiares, que son los que determinan su personalidad
38
Razón de la obra, en Carlos II y su corte, ob. cit.
[96]
y la distinguen de todas las demás. No tiene sentido imitar a los demás, como se
hizo servilmente con los modelos políticos. El historiador no debe limitarse al
«mero relato, por minucioso y fidedigno que llegue a ser, de las vicisitudes políti-
cas; el de otras actividades, menos clamorosas y transcendentales, pero no menos
características, tiene acaso importancia mayor para descubrir el alma nacional».
Esa alma o esencia nacional española es distinta de todas las otras y el «único,
sempiterno lazo» de su unidad fue la religión. Al revindicar los caracteres propios
muestra su admiración por las naciones renacientes de la época, Alemania e Ita-
lia, ambas basadas en sus tradiciones perspectivas39. Como diría en la contesta-
ción a su discurso Pérez de Guzmán, más explícito en muchos casos que Maura
para señalar las ideas que ambos compartían: «El culto a la Historia es el culto a
la Patria». A finales de los años cuarenta, Maura afirmará que «ningún pueblo
consigue encontrar ideal adecuado para el momento político que está viviendo
sin el auxilio irreemplazable de la Historia»40.
La necesidad de entender e identificarse con los caracteres propios de la na-
ción lleva a Maura a excluir a los historiadores foráneos, incapaces de compren-
derlos, en lo que constituye también una crítica velada a los ataques e incompren-
siones de muchos autores extranjeros de la que comenzaba a conocerse como le-
yenda negra, de quienes resalta las «prevenciones étnicas o religiosas, doctrinales
o afectivas». «Propósito baldío —escribe— será siempre el de reemplazar a los
naturales en el examen crítico de la vida pasada o presente de un pueblo extraño,
por mucho que se les supere en los restantes órdenes de la cultura». El discurso de
contestación de Pérez de Guzmán iba aún más lejos, remitiéndose a Cánovas del
Castillo al criticar «el caos de las ideas exóticas que, ahogando las que nos son
propias, tradicionales y en otros siglos fecundas, de todas partes se nos aportan y
se nos imponen... tal vez —continúa más adelante— para acabar de desnaturali-
zar nuestro espíritu de raza y enflaquecernos y empequeñecernos más de lo que
estamos»41. En la introducción (nota única) de Vida y reinado, Maura señala que
fue Menéndez Pelayo quien le orientó hacia su estudio, al oírle lamentar,
la desidia con que los españoles abandonábamos a plumas extrañas tema tan
genuinamente nuestro como el cambio dinástico sobrevenido en la Monarquía
tradicional. La autoridad del Maestro —continúa— encauzó desde entonces mis
investigaciones, y me permitió comprobar muy luego el fundamento de su queja,
porque los autores invocados por cuantos aludían al asunto se apellidaban Dun-
lop o Mignet, Klopp o Hippeau, Gaedecke o Legrelle.
39
Recordemos las tendencias autoritarias e Maura, luego superadas, a las que alude Tusell. La
mención a los «rumbos regeneradores» es también propia de una visión y un lenguaje de la época.
40
«Apostillas a un prólogo de Menéndez Pidal», publicado en el Boletín de la Real Academia de
la Historia, 1947. Se refiere a la «Introducción» de Menéndez Pidal al volumen I de la Historia de
España dirigida por él y publicada por Espasa-Calpe. Reeditado en Grandeza y decadencia de España,
ob. cit., págs. 277-278.
41
La alusión a la raza es frecuente también en Maura. Por ejemplo, alude a las virtudes de la raza,
o a su pervivencia en España en los últimos trescientos años en Recuerdos de mi vida, ob. cit., págs.
17-18.
[97]
Según era de prever, y no obstante su notoria hispanofilia, desnaturalizaba
Pfandl tanto como los hispanófobos de marras el drama histórico de la Sucesión.
Historiadores alemanes y franceses se acreditan parejamente incapaces de com-
prender nuestra psicología colectiva presente y pretérita; falsean, aun sin querer,
nuestro pasado, y pueden desorientar nefastamente nuestro porvenir.
En las razones que aduce para estudiar la época de Carlos II señala algunos
otros rasgos de su concepción de la Historia. Se reconoce continuador de los es-
tudios dedicados a la historia del siglo xvii de Cánovas y Francisco Silvela «am-
bos encauzaron sus investigaciones no hacia el insustancial siglo xviii o el xvi,
testigo de nuestro fugaz esplendor, sino hacia el siglo xvii, porque durante él fra-
guó la nacionalidad española»...
Pese al tal desmedro, le atrae lo que llama el casticismo del reinado de Carlos
II. En su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia afirmó que fue
Menéndez Pelayo quien le enseñó la urgencia de integrar en la «historia patria» el
estudio de la España de Carlos II «decadente y misérrima en verdad, pero mucho
más castiza que lo fue nunca la del siglo xviii, espiritual y políticamente adultera-
da por tantas exóticas influencias». Le sorprende por ello que un tema tan intere-
sante no hubiera atraído la atención «de los escritores», porque, «sobre integrar
el examen de las causas de nuestra decadencia, permite mostrar el último aspecto
de la España castiza, antes de recibir, durante los siglos xviii y xix, la desnaturali-
zadora influencia francesa». Tal desconocimiento se cubrió en los «libros didácti-
cos» con leyendas y consejas, y una de las consecuencias es la importancia dada
al episodio de los hechizos, hasta el punto de «sacrificar a nota tan pintoresca el
resto del cuadro»43. En la nota única a su libro El príncipe que murió de amor,
publicado en 1944, indica que el estudio de las postrimerías de la casa de Austria
en España le llevó a comprobar «si los rasgos característicos de instituciones,
ideas y costumbres que al término del siglo xvii se desdibujaban y poco después
desaparecerían, eran realmente los tradicionales nuestros o tan extranjerizos
como los borbónicos que los reemplazaban». Por ello, quiso analizar la corte del
heredero de los Reyes Católicos, antes de la llegada de la dinastía que desapareció
con Carlos II. En realidad, como afirma en el epílogo de dicho libro, la desviación
de la trayectoria nacional que otros autores atribuían a la llegada de la dinastía
austriaca se produjo ya, en la política interior, a la muerte de Isabel la Católica,
«nuestra gran reina», a la que seguiría fatalmente «la desnaturalización de nues-
tra política exterior». El «azar dinástico» de la llegada al trono de Carlos V, im-
42
Razón de la obra, en Carlos II y su corte, ob. cit.
43
Ibíd.
[98]
plicó a España como actor principal en las numerosas guerras europeas, «apar-
tándonos de las dos misiones históricas genuinamente nuestras. El mantenimien-
to de la paz mediterránea frente al turco y al moro y la creación del gran Imperio
atlántico». En otro de sus trabajos escribe: «El advenimiento de la Casa de Aus-
tria señala, en verdad, una patente desviación de los cauces políticos nacionales,
que perdura luego durante tres siglos y a consecuencia de la cual, la trayectoria
dinástica sustituye a la histórica». Obviamente, alaba la reacción castellana pre-
sente en el levantamiento comunero, al que define como «masculino movimiento
popular»44.
A pesar de tal desviación, no deja de atraerle la grandeza de la política espa-
ñola en tiempos de los primeros Austrias, aunque en su opinión, «El Imperio es-
pañol no ha llegado a existir. Es impropio calificar con ese título al de Carlos V,
continuador del romano germánico en lo histórico y en lo político, ya que no en
lo geográfico. Aquel otro que, prescindiendo de Flandes y afianzando el predomi-
nio hispánico (o sea hispanoportugués) en mares y océanos, aspiró a crear Felipe II,
zozobró con la Invencible...»45.
44
G. Maura, «Algunos testimonios literarios e históricos contra la falsa tesis de la decadencia
nacional», en Grandeza y decadencia de España, ob. cit., págs. 64-65. Existe un texto suyo posterior
cuyo título resulta significativo al respecto: «Las Cortes castellanas no compartieron ni secundaron la
idea imperial de Carlos V» y que fue una ponencia de siete páginas, mecanografiada, que presentó
al III Congreso de Cooperación Intelectual, organizado en Madrid por el Instituto de Cultura Hispá-
nica en 1958.
45
G. Maura, «Decadencia política de España en el siglo xvii», artículo publicado en el Boletín de
la Real Academia de la Historia, Madrid, 1946, que es en realidad una reseña del primer volumen de
Van Essen sobre el cardenal Infante y la política europea de España, tirada aparte, pág. 25. Incluido
posteriormente en Grandeza y decadencia de España, ob. cit. La cita en págs. 221-222.
46
«Decadencia política de España...», págs. 221-222.
47
«Advertencia preliminar» en Grandeza y decadencia de España, ob. cit.
[99]
La abominación del siglo xviii y del enciclopedismo, propia del conservadu-
rismo historiográfico español y compartida por el franquismo, es otro de los ras-
gos del pensamiento historiográfico de Maura. Lo considera antítesis del Renaci-
miento y critica a los que llama sus «pseudofilósofos» la creencia en la «innata
bondad de la criatura racional», la proclamación del individuo como «abstracto
rey del mundo», el culto a la razón o la abominación de la sociedad, elemento este
último que no se corresponde con la realidad. La crítica se centra en el reinado de
Carlos III por la adopción de influencias exteriores ajenas a la tradición españo-
la48. En fin, otra de las ideas reiteradas, que recorre sobre todo sus estudios sobre
la historia de su tiempo, pero que aparece también en los relativos a la época mo-
derna, es la de la falta de civismo, que considera el principal problema pasado y
presente de la sociedad española. En su discurso de ingreso en la Real Academia
Española defendió frente a regeneracionistas como Joaquín Costa o Macías Pica-
vea que el problema de España no radicaba en la demografía, la fuerza militar o
la economía, sino en la atrofia del civismo. La sociedad española adolecía de «in-
civilidad» y solo necesitaba una revolución, la de la conducta de los gobernantes
y una reforma, la íntima y educadora de cada gobernado. La carencia de ciuda-
danos —en el sentido de civis—, la pésima educación ciudadana de los españoles
es uno de sus argumentos recurrentes49. Desde comienzos del siglo xvi —el mo-
mento en que considera que se inicia la desviación histórica de los destinos nacio-
nales— la gran mayoría de los españoles fue «educada de mal en peor»50.
Como él mismo reconocía, Maura se benefició en sus investigaciones de la
reorganización de los archivos y bibliotecas españoles, que hasta los primeros
años del siglo xx no comenzaron a ser realmente utilizables para la investigación
histórica. Gracias a ello, sus estudios se basaron «en el hallazgo de un colosal
fondo inédito, desdeñado por los de casa e ignorado por los de fuera»51. Los
documentos que cita proceden de una amplia serie de instituciones públicas y
privadas. Entre las primeras, en España, los archivos de Simancas e Histórico
Nacional, así como la Biblioteca Nacional, el archivo y la biblioteca del Palacio
Real, la biblioteca del Escorial, el archivo de la nunciatura en Madrid, la bibliote-
ca de la Real Academia de la Historia, el archivo del Ayuntamiento de Madrid o
el de la Diputación de Zaragoza. Los privados, casi todos ellos nobiliarios, son los
de las casas de Alba, Medinaceli, Orgaz y Osuna, la biblioteca Zabálburu (de los
condes de Heredia Spínola), la del duque de T’Serclaes, la del marqués de Lau-
rencín, y la de don Guillermo Osma. En cuanto a los extranjeros, el Archivio Se-
greto Vaticano, el Museo Británico (impresos), el Public Record Office de Lon-
dres, la correspondencia de España del Quai d’Orsay (Ministerio francés de
Asuntos Exteriores), la biblioteca Nacional de Paris, el archivo y la biblioteca real
de Viena y el archivo de los condes de Harrach, también en Viena. No obstante,
siguiendo una corriente procedente del positivismo y que se mantendría hasta
avanzado el siglo xx, utiliza esencialmente fuentes impresas y mucho menos do-
cumentación manuscrita de archivos.
48
Ibíd.
49
Entre otros, G. Maura, Recuerdos de mi vida, ob. cit., págs. 172-173.
50
«Apostillas a un prólogo de Menéndez...», pág. 272.
51
«Nota Única», en Vida y reinado, ob. cit.
[100]
A modo de conclusión podemos afirmar que si bien la concepción de la histo-
ria de Maura, así como su forma de estudiarla y escribirla, quedan lejos de los
tiempos actuales, lo que sobrevive de él es esencialmente su condición de historia-
dor positivista. Su mérito esencial para los historiadores de hoy radica en la am-
plia revisión de fuentes —especialmente impresas— que realiza, así como en la
infinidad de datos que aporta, que sabe engarzar y utilizar gracias a su fina inte-
ligencia y a su profundo conocimiento del reinado de Carlos II. Cuenta además
con un rasgo de modernidad que le acerca a la historiografía de nuestro tiempo,
el hecho de que el objeto preferente de su estudio sea algo hoy tan en boga como
la corte, que reconstruye con detalle, incluida la descripción minuciosa de mu-
chas de las ceremonias cortesanas, algunas de las cuales —por ejemplo, el bau-
tizo del rey— han sido recreadas por historiadores actuales por su enorme plas-
ticidad y simbolismo. El gran mérito que nadie podrá discutirle es el haber sido
el primer historiador que se acercó de forma detallada y crítica a las fuentes del
reinado de Carlos II, hasta entonces olvidado y casi totalmente desconocido, lo
que le convierte en un autor imprescindible, una fuente inagotable de conoci-
mientos y datos a la que hemos de recurrir sin cesar quienes nos dedicamos al
estudio de aquellos años.
[101]
Segunda parte
GUERRA Y HACIENDA
[103]
Capítulo 6
El problema del declive militar español en el curso del siglo xvii ha sido, sin
duda alguna, uno de los grandes temas de la historiografía española, e internacio-
nal, desde hace muchos años. La pérdida de la preeminencia conseguida en los
campos de batalla en tiempos de Carlos V, y conservada a duras penas en el reinado
de Felipe II —en el trascurso del siglo siguiente—, cuando los tercios viejos fueron
derrotados en varias ocasiones por parte de sus oponentes (franceses, holandeses,
ingleses y portugueses) y ya no parecían estar en posición de hacer frente a las con-
tinuas amenazas que afectaban a la integridad de la Monarquía, llevaría consigo
una leyenda negra sobre las capacidades militares de los ejércitos de la corona2.
1
Este trabajo ha sido posible gracias a la ayuda del proyecto del gobierno español, del Plan Na-
cional MINECO 2013-2015, «Los extranjeros y las reformas en la España borbónica: actitudes y
respuestas de las naciones a las reformas carolinas desde una perspectiva comparada (1759-1793)»,
HAR2012-36884-C02-02. Agradezco a mi amigo Antonio José Rodríguez Hernández su amabilidad
y paciencia a la hora de leer y revisar este texto. Abreviaciones utilizadas: AGS = Archivo General de
Simancas, AHN = Archivo Histórico Nacional, ASM = Archivio di Stato di Milano, CODOIN =
Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, CMC = Contaduría Mayor de Cuen-
tas, DR = Dispacci Reali, E = Estado, GyM = Guerra y Marina, SP = Secretarías Provinciales.
2
Una visión general de la historiografía decimonónica y de la primera mitad del siglo xx relati-
va a la decadencia de España se puede encontrar en E. García Hernán, Milicia general en la edad
moderna. El batallón de Don Rafael de la Barreda y Figueroa, Madrid, 2003, págs. 43-54.
[105]
Un largo proceso que comenzó a finales del reinado de Felipe II y que en
el transcurso de un siglo implicó un crecimiento negativo de toda la estructu-
ra militar de los Austrias. El aparato burocrático-administrativo, que dio ya
preocupantes señales de un progresivo declive a partir de finales del siglo xvi3,
se transformó en breve en un sistema arcaico y primitivo que había perdido
todas sus capacidades para hacer frente a las necesidades de un ejército mo-
derno4.
Dentro del sistema de mando y control, la oficialidad pasó de ser de las más
eficientes de todo el viejo continente a finales del siglo xvi —gracias a un proceso
de dura formación en el campo de batalla—, el sistema del duque de Alba5, a una
masa de incompetentes, coléricos y vanidosos cortesanos sin ninguna experiencia
que llevaron a los ejércitos de la corona al desastre a mitad del siglo siguiente6.
Un problema, el de la falta de oficiales competentes y motivados, que siguió afec-
tando a los reales ejércitos también en los años siguientes. Tanto que a finales del
siglo xvii la baja calidad del mando militar fue tenida como una de las principales
causas de las derrotas padecidas en Cataluña contra los franceses en el curso de
la guerra de los Nueve Años7.
Incluso se ha dicho que la Monarquía llegó a la incapacidad manifiesta de no
poder alistar y mantener en acción grandes ejércitos con los que hacer frente a la
presión de la nueva potencia hegemónica: la Francia de Luis XIV. Los ejércitos
reales redujeron progresivamente su tamaño a causa de las crecientes dificultades
por alistar nuevos bisoños8. Si en los primeros años del reinado de Felipe IV
todavía la corona podía movilizar unos 300.000 militares en los distintos frentes
3
I. A. A. Thompson, Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la España de los Austrias,
1560-1620, Barcelona, 1981. En este documentadísimo trabajo el historiador británico indicaba que
el progresivo abandono de la administración directa de la maquinaria militar, a partir de los últimos
años del siglo xvi, había sido uno de los primeros síntomas de la decadencia militar de España.
4
A este propósito las cortantes afirmaciones de J. C. Domínguez Nafría, «La administración
militar y su control económico en los siglo xvi y xvii», en J. M. Teijeiro de la Rosa (coord.), La Hacien-
da Militar. 500 años de intervención en las Fuerzas Armadas, 2 vols., Madrid, 2002, págs. 25-149.
5
Este sistema preveía que eran necesarios años de dura experiencia en el campo de batalla antes
de llegar a posiciones de mando en el ejército, permitiendo así también a los profesionales de la guerra
—casi siempre soldados de humilde cuna y condición—, poder aspirar a una promoción y a la subida
dentro del escalafón jerárquico. Un método que empezó a entrar en crisis ya a finales del siglo xvi y
fue progresivamente desmantelado en las primeras décadas del siglo siguiente, cuando los profesiona-
les de la guerra fueron substituidos por una masa de cortesanos y aristócratas imberbes y sin ninguna
experiencia. Sobre el sistema de Alba me remito a las páginas de D. Maffi, En defensa del Imperio. Los
ejércitos de Felipe IV y la guerra por la hegemonía europea (1635-1659), Madrid, 2014, págs. 362-366.
6
De hecho, la falta de profesionalidad y la incompetencia del mando hispano en Flandes fue
según Fernando González de León la principal causa de las contundentes derrotas padecidas en las
luchas contra los ejércitos más profesionales de Francia y Holanda a lo largo de la Guerra de los
Treinta años. Cfr. F. González de León, The Road to Rocroi. Class, Culture and Command in the Spa-
nish Army of Flanders, 1567-1659, Leiden-Boston, 2009.
7
A. Espino López, Catalunya durante el reinado de Carlos II. Política y guerra en la frontera ca-
talana, 1679-1697, Barcelona, 1999, págs. 125 y sigs.
8
Una visión crítica que emerge en las páginas de J. Contreras Gay, «Aportación al estudio de los
sistemas de reclutamiento militar en la España moderna», Anuario de Historia Contemporanea, 8,
1981, págs. 7-44; ibíd., «El siglo xvii y su importancia en el cambio de los sistemas de reclutamiento
durante el Antiguo Régimen», Studia Historica. Historia Moderna, 14, 1996, págs. 141-154.
[106]
de lucha9, ya a finales de la década de 1650 España mantenía solo unos 77.000
soldados10. Este progresivo declinar siguió afectando a los reales ejércitos durante
el reinado de Carlos II, que en la Guerra de los Nueve Años disponían de poco
más de 30.000 hombres para defender Milán, los Países Bajos y Cataluña11, y
que a finales del siglo podían contar solo con un puñado de hombres12.
A todo esto se sumaba la incapacidad demostrada por los españoles para
modernizar sus tácticas de combate y la organización y estructura de sus unida-
des, que quedaron ancladas en los viejos y estereotipados métodos heredados del
siglo xvi. Los pesados tercios y las profundas columnas de ataque aparecían como
unos enormes dinosaurios inevitablemente condenados a la derrota y la extinción
frente a los superiores, más móviles y mejor organizados ejércitos adversarios, que
habían sabido modificar y adaptar sus tácticas a las nuevas exigencias del arte de
la guerra13.
En este proceso degenerativo tuvo también una gran influencia la pérdida de
prestigio de la carrera militar dentro de la sociedad española y el consiguiente
alejamiento de la nobleza, que desde siempre había encarnado las virtudes gue-
rreras de la sociedad, del ejército y una profesión de las armas que ahora parecía
menos gratificante y honorable. En la segunda mitad del siglo se observa un fuer-
te abandono de los grandes, y en general de toda la aristocracia, de sus posiciones
de mando dentro de las fuerzas armadas. Esto no solo significó el fin de la presen-
cia de los hidalgos en las filas del ejército como soldados rasos y como oficiales de
las compañías, que con su ejemplo motivaban a los demás soldados a mostrar
valor, sino que también contribuyó a reducir la moral y las capacidades marciales
de la tropa14.
Un conjunto de factores negativos que hacían que los ejércitos hispanos de
finales del siglo no fueran más que una turba indisciplinada, mandados por unos
incompetentes, poco equipados, mal armados y generalmente muy poco dispues-
tos a batirse contra el enemigo y más propensos a rendirse que a luchar15. Ade-
más de todo esto, a todos los niveles era evidente el decaimiento general de la re-
9
G. Parker, «Warfare», en P. Burke (ed.), The New Cambridge Modern History, vol. XIII, Com-
panion Volume, Cambridge, 1979, pág. 205. Una cifra que posteriormente el autor rebajo a 200.000
hombres.
10
Conde de Clonard, Historia orgánica de las armas de infantería y caballería españolas desde la
creación del ejército permanente hasta el día, vol. IV, Madrid, 1853, págs. 417-418.
11
P. H. Wilson, German Armies. War and German Politics 1648-1806, Londres, 1998, pág. 90.
12
Sirvan estos datos con el propósito de ilustrar el cuadro desolador del ejército español que nos
proporciona el general José Almirante en el momento del cambio dinástico, con los Países Bajos,
Milán y Cataluña defendidos solo por unos pocos miles de soldados. Cfr. J. Almirante, Bosquejo de la
Historia Militar de España hasta el fin del siglo XVIII, tomo IV, Hasta el fin del siglo XVIII, Madrid,
1923, págs. 8-30. Muy similar es la descripción que nos proporciona C. Martínez de Campos, España
bélica el siglo XVII, Madrid, 1968, págs. 239-259.
13
M. Roberts, The Military Revolution, Belfast, 1956 (reeditado en C. J. Roger (ed.), The Military
Revolution Debate, Boulder-San Francisco-Oxford, 1995, págs. 13-35); J. Cornette, Le roi de guerre.
Essai sur la souveraineté dans la France du Grand Siècle, París, 2000, pág. 49.
14
Sobre la figura estereotipada del soldado barroco y la creciente pérdida de prestigio de la pro-
fesión militar véase F. Rodríguez de la Flor, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico
(1580-1680), Madrid, 2002, págs. 191-198.
15
A. Espino López, «El declinar militar hispánico durante el reinado de Carlos II», Studia His-
torica. Historia Moderna, 20, 1999, págs. 173-198.
[107]
putación de las armas españolas, no solo entre los enemigos, sino también entre
los mismos aliados de la corona, que no perdían ocasión en desacreditar y dismi-
nuir la importancia de la contribución española al esfuerzo común en la lucha
contra Luis XIV16.
Por último, nos encontramos frente a una degeneración progresiva de las ca-
pacidades militares de la Monarquía española, que al final del siglo había prácti-
camente cesado de ser una gran potencia militar. Sin ejército y sin armada17, ha-
bían fracasado todos sus intentos para reformar la inmóvil estructura de sus
ejércitos, condenados al fracaso18, y estaba totalmente indefensa frente a la po-
lítica agresiva de su vecino galo19. Una situación desastrosa en la cual la Mo-
narquía podía mantenerse a flote solo gracias al interesado apoyo de las otras
potencias europeas que apuntalaron la tambaleante estructura de la corona y
solo esto permitió a Carlos II dejar un imperio prácticamente intacto en manos
de su sucesor20.
Después de un siglo de éxitos increíbles, como había sido el siglo xvi, la centu-
ria siguiente fue etiquetada como el siglo de la total decadencia de las capacidades
castrenses de la Monarquía hispana. Un mito nacido ya en los días siguientes a la
terrible derrota de Rocroi (1643) que los historiadores del siglo xix y de los prime-
ros decenios del Novecientos recuperaron y agigantaron, permitiendo que haya
sobrevivido hasta casi nuestros días21.
16
En su obra reciente Charles-Edouard Levillain continúa con muchos de estos tópicos, y de
hecho no hace ninguna mención a la decisiva aportación española durante la guerra de Holanda para
salvaguardar la posición de la república frente a la ofensiva francesa. Cfr. C. E. Levillain, Vaincre
Louis XIV. Angleterre, Hollande, France: histoire d’une relation triangulaire 1665-1688, Seyssel, 2010.
17
La armada española durante el reinado de Carlos II es la gran olvidada en el panorama histo-
riográfico sobre los últimos Austrias. Las obras de referencia siguen siendo la decimonónica historia
de C. Fernández Duro, Armada española desde la unión de los reinado de Castilla y Aragón, 9 tomos,
Madrid, 1972-73, en particular el tomo V, págs. 87-344; y los volúmenes de F. Olesa Muñido, La orga-
nización naval de los estados mediterráneos y en especial de España durante los siglos XVI y XVII, 2
vols., Madrid, 1968, que dedica muy pocas páginas al reinado de Carlos II. Una reciente visión, si bien
bastante sintética, del poder naval español se puede encontrar en C. Storrs, La resistencia de la Monar-
quía Hispánica 1665-1700, Madrid, 2013, págs. 116-182.
18
E. Martínez Ruiz, «Los ejércitos hispanos en el siglo xvii», en J. Alcalá Zamora y E. Belenguer
(eds.), Calderón de la Barca y la España del Barroco, 2 vols., Madrid 2001, tomo II, págs. 97-120.
19
Sobre el fracaso de la Monarquía española en sus intentos de crear un eficiente sistema fiscal-
militar contrapuesto a sus rivales remito a las consideraciones de J. Glete, War and the State in Early
Modern Europe. Spain, the Dutch Republic and Sweden as Fiscal-Military States, 1500-1660, Londres,
2002.
20
C. Gómez-Centurión Jiménez, «La sucesión de la Monarquía de España y los conflictos inter-
nacionales durante la menor edad de Carlos II (1665-1679)», en J. Alcalá Zamora y E. Belenguer
(eds.), Calderón de la Barca y la España del Barroco, 2 vols., Madrid, 2001, tomo II, págs. 805-835; M.
Herrero Sánchez, El acercamiento Hispano-Neerlandés (1648-1678), Madrid, 2000, pág. 363. Sobre la
política española durante el reinado de Carlos II remito también a H. Kamen, «España en la Europa
de Luis XIV», en P. Molas Ribalta (ed.), La transición del siglo XVII al XVIII. Entre la decadencia y
la reconstrucción, tomo XXVIII de la Historia de España Menéndez Pidal, Madrid, 1993, págs. 205-
298. Sobre la diplomacia europea de la época, y las consideraciones expuestas en J. Black, The Rise of
the European Powers 1679-1793, Londres, 1990, págs. 28-48.
21
Fundamentalmente los trabajos del conde de Clonard, José Almirante y Carlos Martínez de
Campos, citados en las notas anteriores, con su visión pesimista de las capacidades de supervivencia
de la corona. Una mirada muy parecida resalta también de los trabajos de A. Cánovas del Castillo,
Historia de la decadencia de España, desde el advenimiento de Felipe III al Trono hasta la muerte de
[108]
Una visión fuertemente negativa que solo en los últimos años ha empezado a
ser matizada por unos historiadores que han empezado a subrayar, frente a las
pruebas de la creciente debilidad del aparato militar hispano y de la declinación
progresiva de la Monarquía, las capacidades de resistencia y de adaptación de las
fuerzas armadas de la corona. Historiadores entre los cuales destacamos a Luis
Ribot, de quien recordamos en particular su excelente trabajo sobre la guerra de
Mesina22, Christopher Storrs, que ha sabido desmitificar algunos tópicos sobre
la decadencia española en la segunda mitad del siglo xvii señalando como en
realidad España conservó unas fuertes capacidades de resistencia y siguió siendo
una gran potencia en el escenario europeo23, y Antonio José Rodríguez Hernán-
dez y su gran aportación al estudio de los sistemas de reclutamiento en la penín-
sula a finales de siglo, que han demostrado que la Monarquía mantuvo buenas
capacidades para alistar y movilizar miles de hombres a pesar de todas las dificul-
tades encontradas24.
Carlos II, Madrid, 1854; y Bosquejo histórico de la Casa de Austria en España, Madrid, 1869; de
M. Pedregal y Cañedo, Estudios sobre el engrandecimiento y decadencia de España, Madrid, 1878; y de
F. Picatoste Rodríguez, Estudios sobre la grandeza y decadencia de España, 3 vols., Madrid, 1883-87.
22
L. Ribot, La Monarquía de España y la guerra de Mesina (1674-1678), Madrid, 2002.
23
C. Storrs, La resistencia..., ob. cit.
24
A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte. El reclutamiento en Castilla durante la se-
gunda mitad del siglo XVII (1648-1700), Valladolid, 2011.
25
Para una visión de conjunto de estos conflictos remito a D. Maffi, «Las guerras de los Austrias
(1500-1700)», en L. Ribot (coord.), Historia Militar de España, vol. III, La edad moderna, tomo II, El
escenario europeo, Madrid, 2013, págs. 99-103.
26
E. Mira Caballos, «Defensa terrestre de los reinos de Indias», en H. O’Donnell (coord.), His-
toria Militar de España, vol. III, La edad moderna, tomo I, Ultramar y la marina, Madrid, 2012, págs.
143-193.
27
Los presidios africanos siempre estaban sometidos a asaltos musulmanes, pero a partir de la
década de 1670 se manifestó una intensificación de este fenómeno. En 1675 Orán fue sitiada y en los
años siguientes la plaza padeció otros duros ataques: en 1687 cuando el gobernador don Diego de
Bracamonte fue derrotado cerca de la ciudad, en 1687-1688 cuando fue bloqueada otra vez, y en 1693.
Melilla sufrió ataques en 1670, 1678, 1679, 1687 (cuando fue sitiada durante más de 40 días) y 1694.
Los ataques contra el Peñón Vélez de la Gomera fueron rechazados en 1680 y en 1687. En 1681 cae
La Mámora, en 1689 Larache y finalmente en 1694 empieza el sitio de Ceuta que sin interrupción
durará hasta 1727. Falta un estudio orgánico de conjunto sobre los presidios en tiempos de Carlos II,
[109]
conjunto de factores que constriñó a la corona a esfuerzos hercúleos para mante-
ner ejércitos en los diversos frentes de guerra, lejos entre ellos y con escasas co-
nexiones, que hacían muy problemático su abastecimiento y la planificación de
una defensa coordinada contra las ofensivas francesas28.
A pesar de estas dificultades, en estos decenios los ejércitos hispanos siguieron
jugando un papel de primera importancia en el escenario europeo y contribuye-
ron de manera determinante a la defensa de las provincias que constituían la
compleja estructura supranacional de la Monarquía. Flandes, Lombardía y Ca-
taluña representaron los vértices del triángulo defensivo en donde se concentra-
ron prácticamente todos los recursos disponibles y constituyeron la base de los
principales ejércitos de la corona. En particular Bruselas siguió siendo por lo
menos hasta el 1678, si bien algunos autores retrasan esta fecha hasta el 169329,
la plaza de armas principal de la Monarquía. La conservación de esta provincia
era esencial para el mantenimiento del estatus de gran potencia europea y poder
así influir en los equilibrios del Sacro Imperio. Además de esto representaba la
única vía de invasión directa que podía permitir a España y a sus aliados golpear
el corazón de Francia30. Por todas estas razones los vértices políticos de la Mo-
narquía continuaron concentrando allí, durante gran parte de la segunda mitad
del siglo, gran parte de los recursos disponibles31. Unos esfuerzos que solo en
parte fueron compensados por los resultados conseguidos en el campo de batalla.
Sin embargo, como bien ha indicado Richard Bonney, la oposición del ejército de
Flandes fue determinante para obstaculizar la conquista definitiva de la provincia
por parte de Francia. Según el prestigioso historiador anglosajón, la fuerte capa-
cidad de resistencia de las tropas hispanas marcó el límite de la penetración gala
en la región permitiendo la llegada de los refuerzos aliados, y fue una de las razo-
nes principales de la incapacidad de Luis XIV de adueñarse enteramente del
país32.
De hecho el ejército de Flandes, a pesar de las duras derrotas padecidas, de-
mostró en estos años poseer una gran capacidad de recuperación. La invasión de
sobre la bibliografía existente remito al recién trabajo de: A. J. Rodríguez Hernández, La ciudad y la
guarnición de Ceuta (1640-1700). Ejército, fidelidad e integración de una ciudad portuguesa en la mo-
narquía hispánica, Ceuta, 2013.
28
Un problema que no afectaba en absoluto los franceses. Estos pudieron aprovecharse de su
posición central para golpear los órganos vitales del adversario, pudiendo en todo momento concen-
trar sus fuerzas para lanzar un asalto contra cualquiera de los puntos sensibles de la estructura defen-
siva hispana. Flandes, Milán y Cataluña se encontraban todas al alcance de las ofensivas de Luis XIV
y ofrecían un blanco propicio. Un ataque contra Cataluña hubiera puesto bajo presión las fronteras
castellanas, mientras que por contra los españoles no podían alcanzar desde los Pirineos ningún cen-
tro importante de Francia. También un golpe afortunado lanzado contra Milán hubiera podido cor-
tar definitivamente las comunicaciones entre España y Alemania, y puesto en serio peligro a Nápoles.
Sobre la estrategia general francesa de estos años remito a las páginas de J. P. Cénat, Le roi stratège.
Louis XIV et la direction de la guerre 1661-1715, Rennes, 2010.
29
Espino López, Catalunya..., ob. cit., pág. 32.
30
R. A. Stradling, «Catastrophe and Recovery: The Defeat of Spain, 1639-43», en ibíd., Spain’s
Struggle for Europe 1598-1668, Londres, 1994, pág. 198.
31
H. Kamen, Imperio. La forja de España como potencia mundial, Madrid 2003, pág. 476.
32
R. Bonney, «The French Challenge yo the Spanish Netherlands (1635-1700)», en C. Sanz Ayán
y B. J. García García (eds.), Banca, crédito y capital. La Monarquía Hispánica y los antiguos Países
Bajos (1505-1700), Madrid, 2006, págs. 275-296.
[110]
1667 y los grandes éxitos conseguidos por parte de las tropas francesas en la pri-
mera parte de la contienda son imputables en gran medida, además de al crónico
retraso del dinero33, a la abrumadora preponderancia numérica del adversario
más que a deficiencias en la estructura del ejército34. En este conflicto la caballe-
ría española supo demostrar en varias ocasiones su superioridad en los encuen-
tros con los adversarios golpeando duramente las líneas de abastecimiento de los
invasores y derrotando varias columnas enemigas35. Sí es verdad que hubo plazas
que se rindieron prácticamente sin luchar, como Tournai, Courtrai, Oudenarde36,
otras resistieron hasta el extremo, como Lille y Termonde, en donde la guarnición
supo rechazar todos los asaltos enemigos37. De hecho, después de un inicial paseo
militar las fuerzas francesas encontraron una soberbia resistencia, tanto fue así
que no se atrevieron a sitiar ninguna de las plazas principales y mejor guarnecidas
de la región. A pesar de todas las dificultades, por lo tanto, la Monarquía supo
actuar a principios de 1668 con una poderosa movilización de recursos38.
La llegada del conde de Monterrey, gobernador y capitán general desde 1669,
supuso una fuerte reforma del aparato militar hispano en la región que ha sido
casi siempre subestimado por parte de la historiografía. No solo se mejoró nota-
blemente la organización del ejército, sino se rehabilitaron muchas de las fortale-
zas del país. Trabajos que impresionaron a los observadores franceses, y entre
ellos al mismo marqués de Vauban39.
El gran trabajo hecho en estos años permitió al ejército de Flandes desarrollar
un papel protagonista durante la guerra de Holanda. La decisión de Monterrey
de intervenir a favor de Holanda enviando a finales de 1672 un poderoso cuerpo
del ejército40, resultó determinante no solo para permitir a Guillermo III de
Orange parar la ofensiva gala, sino también para convencer el emperador de de-
33
Entre abril de 1667 y el 28 de febrero de 1668 la Pagaduría General de Flandes recibió solo
2.298.769 escudos, suma considerable pero del todo insuficiente para garantizar la supervivencia del
aparato militar. AGS, CMC, III época leg. 959. Cuentas de Diego Enríquez de Castro, pagador general
del ejército de Flandes.
34
La aportación más reciente y en muchos sentidos absolutamente innovadora sobre este con-
flicto es la de A. J. Rodríguez Hernández, España, Flandes y la guerra de Devolución (1667-1668).
Guerra, reclutamiento y movilización para el mantenimiento de los Países Bajos españoles, Madrid,
2007.
35
AGS, E, leg. 2106, s.f. El marqués de Castel Rodrigo a la reina, 5 de octubre de 1667; Rodríguez
Hernández, España, Flandes..., ob. cit., págs. 191-204.
36
Sobre todo por culpa de los burgueses que prefirieron abrir las puertas a los galos que resistir,
temerosos de ver sus bienes saqueados. AGS, E, leg. 2106 s.f. El marqués de Castel Rodrigo a la reina,
5 de junio de 1667.
37
AGS, E, leg. 2106, s.f. El marqués de Castel Rodrigo a la reina, 19 de agosto de 1667. En par-
ticular el ataque contra Termonde se reveló un absoluto fracaso para los galos que dejaron en el
campo más de 3.000 bajas. Cfr. M. Á. Echevarría Bacigalupe, «El ejército de Flandes en la etapa final
del régimen español (1659-1713)», en E. García Hernán y D. Maffi (coords.), Guerra y sociedad en la
Monarquía Hispánica. Política, estrategia y cultura en la Europa moderna (1500-1700), 2 vols., Ma-
drid, 2006, vol. I, pág. 559.
38
Rodríguez Hernández, España, Flandes..., ob. cit., págs. 237 y sigs.
39
De hecho el reducto «a la Monterrey» en Luxemburgo fue plagiado por parte del gran ingenie-
ro francés algunos años más tarde en la construcción de las grandes fortalezas que protegían las en-
tradas de Francia. Cfr. P. Bragard, «Los Países Bajos españoles (1504-1713)», en A. Cámara (ed.), Los
ingenieros militares de la Monarquía Hispánica en los siglos XVII y XVIII, Madrid, 2005, pág. 308.
40
AGS, E, leg. 2119, s.f. El conde de Monterrey a la reina, 30 de noviembre de 1672.
[111]
clarar la guerra contra Francia41. En estos meses las tropas hispanas se señalaron
en la heroica defensa de Maastricht, en donde el mismo Luis XIV galardonó al
maestre de campo Marzio Origlia, comandante del tercio napolitano que se había
desangrado en la lucha, invitándolo a su mesa42. Como también en la toma de la
fortaleza de Haarden (1673)43, en la de Bonn (1673)44, y en las batallas de Seneffe
(1674), cuando solo las cargas de la caballería de Flandes salvaron al ejército alia-
do de una derrota aplastante45, y de Saint-Denis (1678)46. La superioridad de la
caballería española sobre la francesa fue una constante también en los años si-
guientes, cuando en varias ocasiones derrotó a sus enemigos. Recordaremos solo
como en 1676 los dragones y la caballería salida de las plazas de Valenciennes y
Cambrai al mando de don Pedro Casal destrozaron totalmente una columna
gala, capturando 13 estandartes además de una gran cantidad de prisioneros47.
Los desastres que afectaron en los años siguientes al ejército de Flandes no
fueron originados por las deficiencias de la estructura militar hispana, como ha
denunciado en varias ocasiones la historiografía militar del siglo pasado, sino por
una diversa serie de causas. Por un lado, la crónica deficiencia de medios que im-
pidió en varias ocasiones al ejército de Flandes salir en campaña, dejando así la
iniciativa al enemigo48. También la mejor organización logística de los franceses,
que gracias a las reformas del marqués de Louvois, construyeron una red de al-
macenes en la frontera norte que permitía a los galos salir siempre en campaña
con notable anticipo respecto a sus adversarios, y sitiar las plazas antes de que los
41
Herrero Sánchez, El acercamiento Hispano-Neerlandés..., ob. cit., pág. 198; C. J. Ekberg, The Failu-
re of Louis XIV’s Dutch War, Chapel Hill, NC, 1979, págs. 110-127; J. A. Sánchez Belén, «Las relaciones
internacionales de la Monarquía Hispánica durante la regencia de doña Mariana de Austria», Studia
Historica. Historia Moderna, 20, 1999, págs. 137-172. La más reciente y más detallada reconstrucción de
las operaciones militares en el País Bajo meridional en esta guerra es sin duda alguna la de O. van Nimwe-
gen, The Dutch Army and the Military Revolutions 1588-1688, Woodbridge, 2010, págs. 438-513.
42
D. Maffi, «Cacciatori di Gloria. La presenza italiana nell’esercito di Fiandre (1621-1700)», en
P. Bianchi, D. Maffi y E. Stumpo (eds.), Italiani al servizio straniero in età moderna, Milán, 2008, pág. 84.
43
AGS, E, leg. 2124 s.f. El conde de Monterrey a la reina, 18 de septiembre de 1673.
44
Van Nimwegen, The Dutch Army..., ob. cit., págs. 466-467.
45
«Relaciones españolas sobre la batalla de Seneffe 11 de agosto 1674», en CODOIN, vol. XCV,
Madrid, 1890, págs. 53-77; AGS, E, leg. 2126 s.f. Relación del suceso que tubieron las armas de Su Ma-
gestad..., sin fecha (pero agosto de 1674).
46
Van Nimwegen, The Dutch Army..., ob. cit., pág. 510.
47
AGS, E, leg. 2132, s.f. El duque de Villahermosa al rey, 24 de junio de 1676.
48
El dinero llegaba siempre tarde o no llegaba nunca. Entre 1670 y 1676 se pudieron enviar a
Amberes 5.461.315 escudos. Entre marzo de 1675 y junio de 1677 las provisiones previstas alcanzaron
un valor de 2.734.330 escudos y peor todavía resultó la situación en el curso de la campaña de 1678,
cuando la pagaduría denunció unos ingresos de solo 313.874 escudos entre julio y noviembre. De he-
cho en muchas ocasiones los asentistas no cumplieron con sus obligaciones obligando a los capitanes
generales a endeudarse más tomando dinero en empréstito, como ocurrió en el curso de 1675 al duque
de Villahermosa que, a causa de los retrasos de las asistencias, tuvo que pactar un préstamo de
1.000.000 de escudos. J. A. Sánchez Belén, «Las relaciones internacionales...», pág. 161; AGS, CMC,
III época, leg. 1982/3. Cuentas de Sebastián Enríquez de Castro, pagador general del ejército en los Es-
tados de Flandes; AGS, E, leg. 2131 s.f. Don Pedro de Oreyta a don Pedro Coloma, 29 de septiembre
de 1675; AGS, E, leg. 3862 s.f. Relación del cargo y datta que yo, el pagador general don Diego Enríquez
de Castro..., sin fecha (pero finales de 1678). Sobre la precaria situación de la hacienda española en el
reinado de Carlos II remito a las páginas de C. Sanz Ayán, Los Banqueros de Carlos II, Valladolid, 1988
y de J. A. Sánchez Belén, La política fiscal en Castilla durante el reinado de Carlos II, Madrid, 1996.
[112]
aliados pudiesen juntar tropas para socorrerlas49. O por las rivalidades intestinas
entre los altos mandos aliados sobre la conducción de las operaciones, que mer-
maron la estrategia de guerra española en la región50. Así ocurrió, por ejemplo,
en el transcurso del verano de 1674 con los fuertes altercados entre el conde de
Monterrey, el príncipe de Orange y el conde de Souches que paralizaron todas las
operaciones51. En los años siguientes el príncipe de Orange se mostró muy poco
dispuesto a socorrer las plazas españolas sitiadas por parte de Luis XIV, dejándo-
las en varias ocasiones a merced de su destino no queriendo arriesgarse a una
batalla52. De hecho estas rivalidades y los distintos objetivos de guerra existentes
entre imperiales, holandeses y españoles impidieron en varias ocasiones la rápida
conjunción de las fuerzas aliadas con las del ejército de Flandes, que se quedó
prácticamente aislado haciendo frente a las ofensivas francesas53.
Tampoco debemos olvidar la necesidad que tenía el alto mando hispano de
guarnecer un gran número de fortalezas, lo que inevitablemente obligaba a los capi-
tanes generales a inmovilizar dos terceras partes de sus tropas en la tarea de presidiar
las plazas, dejando muy pocos hombres disponibles para formar un ejército de cam-
paña contra el enemigo54. En el curso de 1675 el duque de Villahermosa pudo obrar
solo con la caballería55, en 1676 a duras penas se juntaron 15.000 hombres56 y en
1677 este número se redujo solamente a unos 11.50057, demasiado pocos para poder
hacer frente a un enemigo que movilizaba decenas de miles de ellos58.
Además de todo esto la apertura de una nueva serie de frentes de guerra en el
curso de 1674, con la eclosión de la guerra de Mesina59 y el comienzo de la lucha
49
A. Corvisier, Louvois, París, 1983, pág. 191; O. van Nimwegen, The Dutch Army..., ob. cit., pág. 512.
50
Como reconoce en sus páginas Olaf van Nimwegen, The Dutch Army..., ob. cit., pág. 512.
51
AGS, E, leg. 2125 s.f. El conde de Monterrey a la reina, 30 de mayo de 1674. La sustitución del
conde de Souches en el mes de noviembre no puso fin a las quejas. AGS, E, leg. 2393 s.f. El conde de
Harrach a la reina, 19 de noviembre de 1674.
52
En 1675 los holandeses rehusaron empeñarse en los Países Bajos meridionales. En la campaña
siguiente Guillermo III no quiso socorrer Bouchain cuando el ejército hispano-holandés ya estaba a
la vista de la plaza, negativas que se produjeron repetidamente durante la guerra. Cfr. O. van Nimwe-
gen, The Dutch Army..., ob. cit., págs. 485, 491-493. Tanto fue así que todavía en el curso de 1677 el
conde de Villahermosa se quejaba «de lo poco que podemos fiar de los aliados» denunciando la polí-
tica del príncipe de Orange y la actitud de las unidades auxiliares alemanas. AGS, E, leg. 2134 s.f. El
duque de Villahermosa a la reina, 27 de octubre de 1677.
53
D. Maffi, «Il potere delle armi. La monarchia spagnola e i suoi eserciti (1635-1700): una rivisi-
tazione del mito della decadenza», Rivista Storica Italiana, CXVIII, 2006, págs. 421-422.
54
Un problema que reconocen tanto O. van Nimwegen, The Dutch Army..., ob. cit., pág. 512,
como A. J. Rodríguez Hernández, «El ejército que heredó Felipe V: su número y su composición hu-
mana», en J. M. de Bernardo Ares (coord.), La sucesión de la Monarquía Hispánica, 1665-1725. Bio-
grafías relevantes y procesos complejos, Madrid, Sílex, 2009, págs. 271-272.
55
AGS, E, leg. 2129 s.f. El duque de Villahermosa a la reina, 24 de junio de 1675.
56
AGS, E, leg. 2131 s.f. El duque de Villahermosa a la reina, 4 de marzo de 1676.
57
AGS, E, leg. 2134 s.f. Relación de la composición de los exércitos que se hallan en fabos del Pays
Bajo, 6 de agosto de 1677.
58
Entre 1672 y 1678 el ejército francés estuvo en condiciones de movilizar siempre más de 100.000
hombres para poder intervenir en los Países Bajos. Cfr. J. A. Lynn, Giant of the Grand Siècle. The
French Army 1610-1715, Cambridge, 1997, págs. 45-47.
59
En Sicilia la Monarquía fue obligada a concentrar gran parte de sus reservas para hacer frente
a la amenaza en una guerra que se demostró larga, dura y extremamente costosa. Sobre los aconteci-
mientos de este conflicto remito a las páginas de L. Ribot, La Monarquía de España..., ob. cit.
[113]
en Cataluña60, sin olvidarse de las continuas incursiones argelinas y marroquíes
en el norte de África61, obligó a las autoridades hispanas a malgastar sus limita-
dos recursos sin poderlos concentrarlos en un único sector. Una dispersión que en
varias ocasiones impidió a los españoles poder aprovechar los éxitos conseguidos
en el curso de una campaña. Como ocurrió en Cataluña en 1674, cuando la nece-
sidad de enviar rápidamente tropas a Sicilia desvió a este frente los hombres ya
destinados al ejército del duque de san Germán y salvó a los franceses de la posi-
ción crítica en que se encontraban después de la pérdida de Bellaguarda62. Y to-
davía en 1675, esta vez siendo el perjudicado el ejército de Sicilia, cuando el ata-
que de los argelinos contra Orán impidió a la Monarquía el envío de los refuerzos
ya prometidos a Palermo; hombres esenciales para hacer frente a las necesidades
de la lucha cerca de Mesina63.
Un conjunto de factores que hizo que a partir de 1674 se sumasen los fracasos
con la pérdida del Franco Condado de Borgoña (1674)64, la rendición de unas
cuantas plazas en Flandes65 y en Cataluña66, donde los ejércitos hispanos pade-
cieron también una humillante derrota en Espolla (1677)67.
Los desastres ocurridos durante esta guerra conllevaron una fuerte oleada
reformista dentro de las fuerzas armadas en el curso de los años siguientes a la
paz de Nimega, que para muchos marcó el fin de las ambiciones de España en el
norte de Europa y una revisión general de su estrategia europea68, y, sobre todo,
60
Aquí, no obstante los pocos medios disponibles, el duque de san Germán consiguió derrotar a
los franceses en Morellas y tomar después de un breve sitio Bellaguarda. Cfr. A. Espino López, Las
guerras de Cataluña. El teatro de Marte (1652-1714), Madrid, 2014, pág. 85.
61
C. Storrs, La resistencia..., ob. cit., pág. 113.
62
J. A. Lynn, The Wars of Louis XIV 1667-1714, Londres, 1999, págs. 135-136.
63
L. Ribot, La Monarquía de España..., ob. cit., pág. 161.
64
F. Pernot, La Franche-Comté espagnole. À travers les archives de Simancas, une autre histoire des
Franc-comtois et de leurs relations avec l’Espagne, de 1493 à 1678, Besançon, 2003, págs. 312-318. En
realidad la defensa de esta región representó siempre un verdadero problema. Aislada y rodeada por
Francia, Suiza y el Imperio, demasiado lejos de Bruselas y de Milán, la provincia no disponía de me-
dios propios para asegurar su defensa. El tratado de neutralidad de las dos Borgoñas, sellado entre las
coronas de Francia y España en 1522, con la Confederación Suiza como garante del acuerdo, era el
único amparo que existía para su seguridad frente a una posible invasión francesa. Pero este no fun-
cionó en el curso de la invasión de 1595, y más adelante con ocasión de los ataques franceses al tiempo
de la Guerra de los Treinta años, que duraron hasta 1644, cuando las dos potencias decidieron aplicar
la neutralidad a la región, y tampoco en 1668 cuando la provincia fue rápidamente ocupada por par-
te de las tropas de Condé. L. Febvre, Filippo II e la Franca Contea. La lotta fra la nobiltà e la borghesia
nell’Europa del Cinquecento, Turín, 1979; G. Louis, La guerre de Dix Ans 1634-1644, Besançon, 1998.
En 1670 se decidió confiar la defensa del Franco Condado al gobernador de Milán, pero al estallar un
nuevo conflicto solo fue posible enviar un puñado de soldados, que se juntaron con las milicias locales.
A pesar de todo esto, la escasa guarnición ofreció una fuerte resistencia al enemigo y el país empezó
una fuerte lucha de guerrilla contra el invasor. ASM, DR, cartella 103 s.f. La reina al marqués de Los
Balbases, 12 de marzo de 1670; M. Gresset, «Le rôle du duc de Duras dans les opérations militaires de
1674 en Franche-Comté», en Melanges André Corvisier. Le soldat, la strategié, la mort, París, 1989,
págs. 63-64
65
Entre ellas Valenciennes, Cambrai, Saint Omer y Saint Ghislain en el curso de la campaña
de 1677 y Gante e Ypres en la siguiente. J. Almirante, Bosquejo de la historia militar..., ob. cit., tomo III,
págs. 320-326.
66
Como Figueras y Puigcerdá. Cfr. Espino López, Las guerras de Cataluña..., ob. cit., págs. 101-106.
67
Espino López, Las guerras de Cataluña..., ob. cit., págs. 101-102.
68
A. Serrano de Haro, «España y la Paz de Nimega», Hispania, LII, 1992, págs. 559-584.
[114]
después de la tregua de Ratisbona, que ponía fin a la breve Guerra de Luxembur-
go (1683-1684)69.
En la década de los ochenta los españoles intentaron, con bastante éxito, imi-
tar los modelos militares franceses, lo que demuestra que el alto mando hispano
no estaba tan retrasado o cerrado a las nuevas técnicas y tácticas de combate
como gran parte de la historiografía decimonónica ha afirmado. En estos años la
artillería se dotó de morteros y de nuevas piezas, y en general tanto la artillería de
las plazas en Milán como la de Flandes mejoraron mucho70. Se alistaron nuevas
unidades de dragones, que entraron como dotación fija de los presidios de Cata-
luña, Milán y Bruselas, y se formaron las primeras compañías de granaderos71.
Se abrieron nuevas escuelas en los Países Bajos, y de hecho en las décadas finales
del siglo xvii las plazas españolas se convirtieron en el mejor laboratorio experi-
mental de la época72.
Solo la falta crónica de dinero impidió que se culminaran muchos proyectos,
y que tanto en Flandes como en Milán se formaran importantes ejércitos, ya que
los planes para dotar a las dos provincias con un presidio de 40.000 y 30.000 sol-
dados respectivamente nunca tuvieron éxito73. Idénticas dificultades se encontra-
ron en Cataluña para incrementar sustancialmente el dispositivo militar74.
De hecho las mejoras aportadas a la estructura militar permitieron a los ejér-
citos de Flandes y Lombardía poder actuar con un cierto éxito a lo largo de la
Guerra de los Nueve años. En particular en la frontera norte la caballería hispana
demostró siempre su superioridad frente a los franceses, realizando incursiones
en territorio enemigo y derrotando repetidamente a las columnas enemigas75.
Las tropas hispanas, a pesar de las graves limitaciones impuestas por la escasez de
recursos, dieron buena prueba de su valía con ocasión de las batallas de Fleurus
69
Guerra en la que se produjeron nuevos desastres para las armas hispanas con la pérdida de
Luxemburgo. Sin embargo, el ejército en varias ocasiones dio prueba de saber luchar, como con moti-
vo del sitio de Gerona, en donde los franceses fueron rechazados con grandes bajas, y en el de Luxem-
burgo, donde la guarnición se rindió después de haber infligido a los galos más de 3.000 bajas. Cfr. A.
Espino López, Guerra, fisco y fueros. La defensa de la Corona de Aragón en tiempos de Carlos II, 1665-
1700, Valencia, 2007, págs. 212-219; Almirante, Bosquejo de la historia militar..., ob. cit., tomo III, pág. 331.
70
D. Maffi, La cittadella in armi. Eercito, società e finanza nella Lombardia di Carlo II 1660-1700,
Milán, 2010, págs. 56-60.
71
AGS, E, leg. 3869, doc. 57. El conde de Melgar al rey, 3 de mayo de 1685.
72
F. Cobos Guerra y J. J. de Castro Fernández, «Los ingenieros, las experiencias y los escenarios
de la arquitectura militar española en el siglo xvii», en Cámara (ed.), Los ingenieros militares..., ob.
cit., págs. 91-94.
73
En 1679 el duque de Villahermosa indicó que era necesario mantener en Flandes a 40.000
soldados para poder hacer frente a las amenazas francesas. El alto coste del presidio impidió de hecho
la realización del plan. AGS, E, leg. 3865 s.f. Consulta del Consejo de Estado, 20 de enero de 1680. En
1684 se pensó movilizar 33.640 hombres, pero otra vez la falta de dinero impidió la ejecución del pro-
yecto. AGS, E leg. 3876 s.f. Planta de la gente de guerra..., sin fecha (pero 1684). En 1691 el marqués
de Gastañaga hablaba de mantener unos 52.000 efectivos en Flandes, pero el problema era poder
juntar los 2.000.000 de escudos necesarios para pagar y abastecer a la tropa, por lo que tampoco se
pudo hacer nada. AGS, E, leg. 3885 s.f. La Junta de dependencias de Flandes, 24 de diciembre de 1691.
Igual destino encontró en Milán, en 1690, el plan del conde de Fuensalida de movilizar más de 30.000
soldados. Cfr. Storrs, La resistencia..., ob. cit., págs. 52-53.
74
A. Espino López, Catalunya..., ob. cit., págs. 203 y sigs.
75
J. Childs, The Nine Years war and the British Army 1688-1697. The operations in the Low Coun-
tries, Manchester, 1991, págs. 102-126.
[115]
(1690), Steenkerque (1693), Neerwinden (1693) y, sobre todo, en el sitio de Na-
mur (1695)76.
En Italia el contingente español empeñado en Piamonte y Saboya era sin duda
alguna el más numeroso y el mejor equipado entre las fuerzas aliadas77. Además,
su conducta en las grandes batallas campales de Staffarda (1690) y Marsaglia
(1693), donde padeció el número más elevado de bajas, en la toma de Carmagno-
la (1691), Embrun (1692) y Casale Monferrato (1695), las intervenciones en Mi-
randola (1696-1697) y en Castiglione (1699), restablecieron la autoridad y el pres-
tigio de la corona, demostrando que el ejército conservaba elevadas capacidades
de maniobra y sabía todavía obrar con éxito78.
Frente a los éxitos de Flandes y Milán, se contrapone el desastre de las operacio-
nes en Cataluña, en donde las fuerzas reales no pudieron contener el avance francés.
Allí los ejércitos hispanos fueron derrotados en la batalla del Ter (1694) y se perdie-
ron las plazas de Camprodón (1689), la Seu de Urgel (1693), Rosas (1694), Palamós
(1694), Gerona (1694) y, sobre todo, Barcelona (1697) después de un largo sitio
donde los españoles padecieron más de 4.500 bajas contra las 15.000 de los enemi-
gos79. Una situación que se puede en parte explicar por la peor calidad de las tropas
empleadas en este sector respecto a las de Milán y Bruselas donde, como en los de-
cenios anteriores, estaban acuarteladas las mejores unidades disponibles, con unos
mandos más profesionales y eficientes80. Pero también por la necesidad de hacer
frente a la amenaza marroquí. El sitio de Ceuta, que comenzó en 1694, tuvo fuertes
repercusiones sobre la conducción de la guerra en la frontera catalana, privando a
aquel ejército de las reservas vitales necesarias para parar los ataques franceses. En
particular, el ataque masivo lanzado en 1697 en contra de Melilla resultó particular-
mente nefasto para la defensa de Barcelona, privada de hombres y recursos81.
Ya hemos subrayado cómo en los difíciles años del reinado de Carlos II los
ejércitos hispanos padecieron una contracción en el número de los efectivos, pero
esta nunca fue del alcance descrito por parte de la historiografía militar decimo-
76
D. Maffi, «Il potere delle armi...», págs. 424-425.
77
En 1691 de los 21.000 soldados movilizados para la campaña, 11.000 eran pagados por el rey
de España, y con ocasión del sitio de Casale Monferrato (1695), de los 22.000 hombres empeñados en
el bloqueo de la plaza 14.000 pertenecían al ejército de Lombardía. AGS, E, leg. 3414, doc. 182. El
conde de Fuensalida al rey, 15 de abril de 1691; C. Storrs, «The Army of Lombardy and the Resilien-
ce of the Spanish Power in Italy in the Reign of Carlos II (1665-1700)», War in History, IV, 1997, pág. 382;
D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., págs. 34-44 y 293-294.
78
C. Storrs, War Diplomacy and the Rise of Savoy 1690-1720, Cambridge, 1999, págs. 23-71; ibíd.,
«The Army of Lombardy...», págs. 381-385; D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., págs. 34-44. En particular
la toma de Casale minó de manera considerable el prestigio de Luis XIV en la península italiana, y fue
una clara señal de cómo España conservaba una fuerte capacidad militar en la región. J. Black, Beyond
the Military Revolution. War in the Seventeenth-Century World, Houndmills, 2011, págs. 145-146.
79
A. Espino López, Catalunya..., ob. cit., págs. 103-152.
80
D. Maffi, «Il potere delle armi...», págs. 425, 427-429; ibíd., En defensa, ob. cit., págs. 169-182.
81
C. Storrs, La resistencia..., ob. cit., pág. 27; A. J. Rodríguez Hernández, La ciudad y la guarni-
ción..., ob. cit., págs. 187 y sigs.
[116]
nónica. En realidad todavía —y a pesar de todo—, la Monarquía pudo contar
con unas fuerzas conspicuas y en total una media entre los 87.000 y los 112.000
soldados sirvieron bajo el pabellón de España82. Fuerzas seguramente inferiores
respecto a las de Felipe IV83, pero muy parecidas a las que disponía Felipe II e
incluso mayores de las de su sucesor84.
Aún en el año crítico de 1668, a pesar de que Flandes parecía perdido fren-
te a la ofensiva de las tropas de Luis XIV, más de 62.000 hombres presidiaban
la región85. Además otros 12.000 soldados defendían Milán86, sin contar con
los efectivos presentes en la península (otros 33.987 militares en 1667) 87, en los
presidios italianos de Nápoles, Sicilia y Toscana 88, y las fuerzas de norte de
África89.
En el curso de la Guerra de Holanda, particularmente entre los años 1674 y
1678, durante los cuales España tuvo que luchar al mismo tiempo en Flandes,
Cataluña, el norte de África y Sicilia, se movilizaron más de 100.000 soldados.
Bruselas continuó siendo la principal plaza de armas de la Monarquía, y las
muestras indican la presencia de entre 45.000 y 53.000 efectivos90, además de
otros 10.000 soldados de servicio en Cataluña (que en 1677 alcanzaron los
17.000)91, entre 9.000 y 12.000 militares empeñados en Sicilia92, y una media de
12.000 en Milán93. Hombres a quienes se deben juntar las fuerzas de los presidios
peninsulares, africanos (donde en 1677 servían más de 10.000 reclutas94) y de
Italia (Nápoles y Toscana).
82
A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte..., ob. cit., pág. 41. En realidad calcular, o
mejor dicho, acertar el verdadero tamaño de los ejércitos en el curso del siglo xvii sigue siendo para
todos los historiadores un enigma. Los fraudes eran considerables, y es opinión común que la tercera
o cuarta parte de las fuerzas descritas en las muestras eran fruto de engaños o subterfugios. Un fenó-
meno que afectaba a todos los ejércitos europeos de la Edad Moderna, por lo que se puede tranquila-
mente afirmar que en ninguna ocasión los generales, y los gobiernos centrales, conocieron exactamen-
te la cuantía real de las fuerzas que comandaban. Cfr. D. Maffi, En defensa..., ob. cit., págs. 397-398.
83
D. Maffi, En defensa..., ob. cit., págs. 192-194.
84
I. A. A. Thompson, «Los ejércitos de Felipe II: del tercio a la milicia», en Las sociedades ibéri-
cas y el mar a finales del siglo XVI, tomo II, La Monarquía. Recursos, organización y estrategias, Ma-
drid, 1998, págs. 477-496; G. Parker, La gran estrategia de Felipe II, Madrid, 1998, pág. 336; D. Maffi,
«Las guerras de los Austrias...», pág. 104.
85
C. Storrs, La Resistencia..., ob. cit., pág. 51.
86
D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., pág. 97.
87
H. Kamen, Spain in the Later Seventeenth Century 1665-1700, Londres, 1980, pág. 351. En los
años siguientes la dotación de los presidios de la península, sin contar el ejército de Cataluña, se fijó
siempre entre los 5 y 7.000 soldados. Cfr. A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte..., ob.
cit., págs. 32-35.
88
Mediamente se hacían cargo de la defensa de estos territorios unas fuerzas totales entre los
10.000 y 12.000 hombres. Cfr. L. Ribot, «La presencia de la Monarquía de los Austrias en Italia a fi-
nales del siglo xvii», en Alcalá Zamora y Belenguer (eds.), Calderón de la Barca..., ob. cit., vol. I, págs.
982 y sigs.
89
En años de paz con una media de unos 4.500 efectivos. A. J. Rodríguez Hernández, Los tam-
bores de Marte..., ob. cit., pág. 31.
90
D. Maffi, «Las guerras de los Austrias...», pág. 110.
91
A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte..., ob. cit., págs. 35-37.
92
L. Ribot, La Monarquía de España..., ob. cit., págs. 194-208.
93
D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., pág. 97.
94
C. Storrs, La Resistencia..., ob. cit., pág. 55.
[117]
Todavía en 1695, en plena Guerra de los Nueve Años, cuando las capacidades
militares de España se vieron reducidas, la Monarquía mantenía en armas unos
60.000 soldados entre Bruselas, Milán y Cataluña95. Si a ellos se suman otros
8.509 profesionales en las guarniciones africanas, más de 8.000 en la península y
unos 11.000 hombres en servicio entre Nápoles (con los presidios toscanos) y Si-
cilia96, en total Carlos II disponía todavía de algo menos de 100.000 efectivos de
servicio.
Un dispositivo nada despreciable que hacía todavía de España una gran po-
tencia militar con capacidad para movilizar recursos muy parecidos a los de sus
aliados, que en varias ocasiones no consiguieron alcanzar el tamaño de la aporta-
ción española. En comparación, el emperador nunca movilizó más de 100.000
hombres, y sus huestes generalmente se acercaron a los 80.000, la mayoría de las
cuales estaban empeñadas en la dura tarea de contener al turco en la frontera
húngara97. El Sacro Imperio en el curso de la Guerra de Holanda raramente
mantuvo más de 50.000 efectivos contra Francia, si bien en 1678 se llegaron a
alistar 61.000 soldados. Su contribución fue mayor en el curso de la Guerra de los
Nueve Años, cuando pudo movilizar unos 200.000 combatientes, si bien es ver-
dad que muchos de ellos servían y eran pagados en otros ejércitos aliados98. Los
holandeses solo en 1673 mantuvieron más de 100.000 combatientes, y durante los
años siguientes el tamaño de su ejército se redujo sensiblemente, tanto que en
1675 las muestras nos indican que solo servían unos 68.000 regulares99. De hecho
solo una vez enviaron más de 30.000 hombres para luchar en Flandes100. En tiem-
po de paz la República mantuvo siempre menos tropas que España, y solo en
1685 la fuerza ordinaria de su ejército se fijó en 40.000 plazas101. Durante la Gue-
rra de los Nueve Años volvieron a movilizar un ejército de un tamaño parecido o
incluso superior al español, con una fuerza de entre 70 y 100.000 hombres102. En
cuanto a Inglaterra, el tamaño de sus fuerzas fue siempre notablemente inferior:
en 1678 Carlos II mantenía unos 25.000 efectivos103 y en la Guerra de los Nueve
Años el país contaba con 60.000 hombres, de los cuales solo entre 20.000 y 40.000
estaban disponibles para luchar en el continente104.
Como se advierte, se trató de un dispositivo notable que obligó a la Monar-
quía a realizar hercúleos esfuerzos para conseguir los hombres con que rehacer
sus huestes. Antonio José Rodríguez Hernández ha calculado que de media unos
95
D. Maffi, «Il potere delle armi...», pág. 433.
96
A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte..., ob. cit., pág. 41.
97
M. Hochedlinger, Austria’s Wars of Emergence 1683-1797. War, State and Society in the Habs-
burg Monarchy, Londres, 2003, págs. 105, 163. En 1691 el marqués de Borgomanero afirmaba que de
todas las fuerzas del Emperador poco más de 20.000 hombres quedaban libres para poder obrar en
Alemania, dado que unos 50.000 efectivos eran necesarios para poder defender Hungría y Transilva-
nia: AGS, E, leg. 3934 s.f. El marqués de Borgomanero al rey, 1 de marzo de 1691.
98
Wilson, German Armies, ob. cit., págs. 49, 90-96.
99
J. I. Israel, The Dutch Republic. Its Rise, Greatness, and Fall 1477-1806, Oxford, 1995, pág. 818.
100
O.Van Nimwegen, The Dutch Army..., ob. cit., pág. 534.
101
J. Israel, The Dutch Republic..., ob. cit., pág. 842.
102
J. Childs, The Nine Years War and the British Army 1688-1697. The operations in the Low Coun-
tries, Manchester, 1991, pág. 74
103
C.Storrs, La Resistencia..., ob. cit., pág. 58.
104
J. Childs, The Nine Years..., ob. cit., págs. 19, 72-73.
[118]
40.000-45.000 españoles estaban sirviendo en armas en los ejércitos de la corona
y para mantener este nivel de movilización era necesario un reclutamiento cons-
tante y continuo105. De hecho en Castilla se movilizaron en los años de guerra más
hombres que en los años críticos del reinado de Felipe II106. Entre 1666 y 1694 se
enviaron más de 32.000 españoles a Flandes107 y unos 17.000 a Milán108.
También las demás provincias de la Monarquía fueron llamadas a contribuir
considerablemente a la defensa común. Nápoles, que padecía todavía los efectos
de la gran peste de 1656, siguió siendo uno de los centros principales de recluta-
miento para los ejércitos hispanos. Durante la Guerra de Mesina el reino cons-
tituyó una de las bases principales del ejército hispano, y las levas prosiguieron
de manera incesante también en los años siguientes. Solo entre 1688 y 1696 sa-
lieron del reino más de 8.000 infantes para servir en Milán y Cataluña109. Como
Nápoles, también el Milanesado prosiguió su vocación marcial alistando más de
30.000 soldados durante el reinado de Carlos II110. Entre 1689 y 1690 el ducado
levantó 5.840 hombres para luchar en la frontera piamontesa111. Flandes pro-
porcionó un número notable de soldados hasta el final del dominio español, si
bien en menor medida respecto al reinado de Felipe IV, debido a las amputacio-
nes territoriales y la crisis demográfica112. También se pidieron tropas a los rei-
nos de la corona de Aragón113, y a los demás territorios peninsulares que en
virtud de sus fueros y libertades habían siempre proporcionado un número limi-
tado de reclutas114.
Unos datos que nos proporcionan una idea sobre la persistente y fuerte capa-
cidad de la corona de movilizar sus recursos humanos, de hecho en estos años «el
problema hispano no era tanto la incapacidad de reclutar y formar un poderoso
ejército, sino más bien su imposibilidad económica de mantenerlo»115.
105
A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte..., ob. cit., págs. 42-43.
106
En la Guerra de Devolución se reclutaron 12.000 hombres, durante la Guerra de Holanda,
solo en 1676 más 12.000 castellanos entraron en el ejército. El esfuerzo masivo prosiguió en los años
siguientes: en la Guerra de Luxemburgo se movilizaron unos 10.000 combatientes y la Guerra de los
Nueve años vio otra sangría impresionante con 17.000 bisoños alistados solo en 1694. Un esfuerzo no
menor para un país en profunda crisis demográfica. Cfr. A. J. Rodríguez Hernández, Los tambores de
Marte..., ob. cit., págs. 339-350.
107
A. J. Rodríguez Hernández, «El reclutamiento de españoles para el ejército de Flandes duran-
te la segunda mitad del siglo xvii», en E. García Hernán y D. Maffi (eds.), Guerra y sociedad..., ob. cit.,
vol. II, pág. 429.
108
D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., pág. 103.
109
G. Galasso, Napoli spagnola dopo Masaniello, Roma, 2005, págs. 46-47, 183, 389.
110
D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., pág. 139.
111
AHN, E, leg. 1303 s.f. Relación de las levas que se han hecho desde el año de 1681 hasta el de 1695
con dinero de Cámara y obligación del vestuario y algunos a su costa, sin fecha (pero 1701).
112
E. Rooms, De materiële organisatie van het leger in dienst van Spaans-Habsburgse monarchie in
de Zuidelijke Nederlanden (1659-1700), tesis doctoral inédita, Université Libre de Bruxelles, 1999.
113
A. Espino López, «El esfuerzo de guerra de la corona de Aragón durante el reinado de Carlos
II, 1665-1700. Los servicios de tropas», Revista de Historia Moderna, 22, 2004, págs. 205-249.
114
Como las tierras vascongadas, Galicia, Navarra, Cantabria. Cfr. A. J. Rodríguez Hernández,
Los tambores de Marte..., ob. cit., págs. 213-282; ibíd., «De Galicia a Flandes: reclutamiento y servicio
de soldados gallegos en el Ejército de Flandes (1648-1700)», Obradoiro de Historia Moderna, 16, 2007,
págs. 213-251.
115
A. J. Rodríguez Hernández, España, Flandes..., ob. cit., pág. 382.
[119]
También las críticas que consideraban a España retrasada desde el punto de
vista tecnológico y de la logística militar, resultan ser totalmente infundadas. Ya
hemos visto cómo la corona efectuó la reforma de varios sectores de la actividad
castrense, y sus ejércitos y muchos de sus oficiales gozaron del respeto de buena
parte de sus enemigos y aliados116. En el campo material la aportación española
al esfuerzo aliado fue siempre considerable, y sus ejércitos, en este sentido, nunca
fueron inferiores a los franceses o a los de las demás potencias.
Las acusaciones que muestran a España como un país totalmente desproveí-
do de artillería, no tienen sentido alguno. En una relación de 1674 se manifestaba
que había en todas las plazas peninsulares (con excepción de las del principado de
Cataluña), más de 1.200 piezas de artillería117. La actitud del marqués de Leganés
en Milán hizo que en 1696 el Estado de Milán dispusiese de 50 cañones pesados
de sitio, 16 morteros y 69 cañones de campaña de nuevo modelo, y que todas las
plazas fueran reforzadas y dispusieran de más cañones de lo acostumbrado118. En
Flandes solo la plaza de Valenciennes, después de las reformas llevadas a cabo por
parte del conde de Monterrey, disponía de 115 cañones119, y en el curso de la
Guerra de Holanda los imperiales y los holandeses en varias ocasiones pidieron
armas y pertrechos al ejército de Flandes para poder sitiar las plazas francesas120.
Incluso en 1674 Guillermo de Orange debió solicitar a los españoles 51 cañones y
3 morteros: prácticamente un tren completo de artillería, para poder sitiar una
plaza de importancia121. En la Guerra de los Nueve Años los ingleses tuvieron
que apoyarse en los españoles para obtener un tren de artillería y poder operar en
campaña122. En el Piamonte fue el ejército de Lombardía el que proporcionó a los
aliados prácticamente toda la artillería de sitio y de campaña, pues los imperiales
116
«The fighting qualities of the tercios were still recognised, by the allocation of the place of
honour on the right wing of the allied armies, where they invariably proved (as, for example, at Fleu-
rus, Steenkirke and also Marsala [sic] in Italy) the last regiments to crack». Cfr. R. Stradling, Europe
and the Decline of Spain. A Study of the Spanish System, 1580-1720, Londres, 1981, págs. 182-183.
Sobre la calidad del cuerpo oficiales véase C. Storrs, La Resistencia..., ob. cit., págs. 107-111.
117
ASG, GyM, leg. 2301 s.f. Resumen de la artillería..., 30 de abril de 1674. A título de compara-
ción el ejército francés, el más poderoso y eficiente de todo el viejo continente, a finales del siglo dis-
ponía en total de unos 5.000 cañones: J. Ostwald, Vauban under Siege. Engineering Efficiency and
Martial Vigor in the War of the Spanish Succession, Leiden-Boston, 2007, pág. 268.
118
AGS, SP, leg. 1900, doc. 341. El marqués de Leganés al rey, 13 de diciembre de 1697. En parti-
cular en Alessandria y Valenza había en total unas 60 piezas más y seis morteros. En total la dotación
ordinaria del Milanesado, sin contar las piezas de campaña, montaba unos 400 cañones, por lo que se
puede afirmar que a finales de siglo el ducado disponía de más de 500 piezas de artillería.
119
AGS, E, leg. 2133, s.f. El duque de Villahermosa a la reina, 28 de abril de 1677.
120
Es oportuno recordar cómo España pagó diversos subsidios económicos a sus aliados, sobre
todo en el Sacro Imperio, lo que permitió al Emperador y a los príncipes alemanes proseguir con la
guerra. Véase A. J. Rodríguez Hernández, «El precio de la fidelidad dinástica: colaboración económi-
ca y militar entre la Monarquía Hispánica y el Imperio durante el reinado de Carlos II 1665-1700»,
Studia Historica. Historia Moderna, 33, 2011, págs. 141-176.
121
Sin contar una enorme cantidad de municiones y pertrechos de artillería. AGS, E, leg. 2126, s.f.
Memoria de lo que pidió el príncipe de Orange, sin fecha (pero septiembre de 1674). En el tiempo de la
Guerra de Holanda raramente un tren de sitio estaba compuesto por más de 50 cañones, el caso de
Cambrai en donde Vauban utilizó 106 piezas fue no solo excepcional, sino único. También en la Gue-
rra de los Nueve Años era raro ver un tren de artillería de más de 100 piezas. Cfr. Ostwald, Vauban
under Siege..., ob. cit., págs. 267-268.
122
J. Childs, The Nine Years..., ob. cit., pág. 78.
[120]
no disponían de piezas y el duque de Saboya contaba con solo 20 cañones y 8
morteros123. El sitio de Casale solo fue posible porque el marqués de Leganés
proporcionó los 50 cañones de sitio y los 15 morteros necesarios para batir la
plaza124.
4. Conclusiones
123
C. Storrs, War Diplomacy..., ob. cit., pág. 58.
124
AGS, SP, leg. 1900, doc. 341.
125
C. Storrs, La Resistencia..., ob. cit., pág. 52.
126
D. Maffi, La cittadella..., ob. cit., pág. 48. A título de comparación, el ejército del duque de
Saboya —el más aguerrido entre todas las huestes de los príncipes italianos—, no llegaba a los 10.000
efectivos. Cfr. C. Storrs, War Diplomacy..., ob. cit., pág. 25.
127
L. Ribot, «La presencia de la Monarquía...», págs. 975-995; J. Black, Great Powers and the
Quest for Hegemony. The World Power since 1500, Londres, 2008, págs. 58-60.
[121]
Capítulo 7
1
Trabajo realizado en el marco del proyecto de investigación subvencionado por el Ministerio
de Ciencia e Innovación, Ref.: HAR2012-37007.
2
C. Storrs, La resistencia de la Monarquía Hispánica 1665-1700, Madrid, 2013 (versión original
en inglés editada por Oxford University Press en 2006). En el mismo sentido, Enrique Martínez ha
resaltado el mantenimiento durante el reinado de las posesiones en América, en donde «los territorios
y recursos controlados por España seguían intactos». Cfr. E. Martínez Ruiz. Los soldados del rey. Los
ejércitos de la Monarquía Hispánica (1480-1700), Madrid, 2008, pág. 213.
3
A. J. Rodríguez Hernández, Los Tambores de Marte. El reclutamiento en Castilla durante la
segunda mitad del siglo XVII (1648-1700), Valladolid, 2011.
[123]
organización militar no habría sufrido grandes cambios con respecto a épocas
anteriores. Sin embargo, el país seguía contando con numerosas zonas a proteger,
de ahí que el estado de sus defensas no pueda considerarse una cuestión menor en
la etapa final de la centuria.
Pese a ello, la mayor parte de las investigaciones referidas al siglo xvii tienden
a obviar la realidad defensiva de la península en dicho período. Se trata de una
tendencia presente en los estudios dedicados al análisis de los sistemas de protección
terrestre y que resulta aún más evidente en materia naval, por tratarse de un ámbito
de trabajo que ha generado menor atención entre los historiadores militares4. Estas
disparidades en la orientación historiográfica resultan igualmente perceptibles a la
hora de considerar el problema desde una perspectiva territorial. Con diferencia, el
área mejor conocida es Cataluña, en tanto que su condición de escenario de la única
guerra abierta en territorio peninsular atrajo la atención de la investigación especia-
lizada5. La situación del resto del país ha sido escasamente tratada, pese a que el
análisis del problema desde una perspectiva territorial ofrece un renovado interés
a la luz de las últimas aportaciones de la investigación6.
Entre otras cuestiones, la reinterpretación del período ha servido para presen-
tar al reinado de Carlos II como una etapa en la que no solo se habría avanzado
en el control real del territorio, sino también en el proceso de integración de los
distintos componentes de la monarquía7. En consonancia con dicho plantea-
miento cabría plantearse si esta realidad se reprodujo en el interior de la propia
Castilla, o dicho de otro modo, hasta qué punto la corona de Castilla constituía
un territorio verdaderamente integrado a finales de la época de los Austrias.
La respuesta a esta cuestión debería ayudarnos a entender mejor la labor de
los Borbones, aunque se trata de un asunto complejo que desborda con mucho las
pretensiones de este trabajo. En las páginas siguientes nos limitaremos a esbozar
algunos trazos de dicha problemática partiendo del caso concreto de Galicia, un
espacio al que hemos dedicado buena parte de nuestras investigaciones hasta la
fecha8. Se trata de un área que una vez finalizada la guerra de Portugal iba a
quedar al margen de enfrentamientos directos, aunque tal circunstancia no fue
suficiente para poner fin a la actividad militar en el reino. En consonancia con
dicha realidad, centraremos el análisis en dos cuestiones básicas: el estado defen-
sivo de la región y los posibles cambios experimentados por su organización mi-
litar una vez rematado el conflicto portugués.
4
M. C. Saavedra Vázquez, «Política naval y guerra marítima en la España moderna», en M. R.
García Hurtado, D. L. González Lopo y E. Martínez Rodríguez (eds.), El mar en los siglos modernos,
Santiago de Compostela, 2009, tomo II, págs. 17-51.
5
A. Espino López, Catalunya durante el Reinado de Carlos II. Política y guerra en la frontera
catalana, 1679-1697, Barcelona, 1999 y Las guerras de Cataluña: el teatro de Marte (1652-1714),
Madrid, 2014
6
Entre las últimas monografías de carácter territorial véase A. Espino López, Guerra y defensa
en la Mallorca de Carlos II (1665-1700), Madrid, 2011.
7
C. Storrs. La resistencia..., ob. cit., pág. 383.
8
Sobre este período véase M. C. Saavedra Vázquez, «La actividad militar en Galicia durante el
reinado de Carlos II: primeros datos y reflexiones», en M. López Díaz (ed.), Historia y Modernidad.
Estudios en homenaje al profesor José M. Pérez García, Vigo, Universidad, 2009, págs. 457-476 y «La
decadencia militar del imperio español de los Austrias: algunas consideraciones a partir del caso ga-
llego», Sémata. Ciencias Sociais e Humanidades, vol. 23, 2011, págs. 229-251.
[124]
1. La defensa de Galicia en tiempos de Carlos II
9
J. Contreras Gay, «Consideraciones generales sobre la defensa de la Península entre 1580 y
1640», en V Jornadas Nacionales de Historia Militar, Sevilla, 1998, págs. 647-664.
10
A. Jiménez Estrella, «Las milicias en Castilla: evolución y proyección social de un modelo de
defensa alternativo al ejército de los Austrias», en J. J. Ruiz Ibáñez, (ed.), Las milicias del rey de Espa-
ña. Política, sociedad e identidad en las Monarquías Ibéricas, Madrid, 2009, págs. 72-103.
11
Prueba de ello sería el plan diseñado en 1610 por el gobernador gallego para reducir drástica-
mente las guarniciones gallegas. Un plan que se concibe como un medio para ahorrar dinero y que no
llegó a ejecutarse, pero constituye fiel reflejo de la situación. Cfr. M. C. Saavedra Vázquez, Galicia en
el Camino de Flandes. Actividad militar, economía y sociedad en la España noratlántica, Sada-A Coru-
ña, 1996, págs. 135-136.
12
J. R. Soraluce Blond, Castillos y fortificaciones de Galicia. La arquitectura militar de los si-
glos XVI-XVIII, A Coruña, 1985.
13
Aunque en los inicios del reinado de Felipe IV se constituyó la Escuadra de Galicia, la iniciativa
pronto fracasaría, dejando al reino sumido en su tradicional precariedad defensiva. Véase M. C. Saavedra
[125]
defensa del litoral pasaría a depender de la presencia de armadas reales y de ahí
que Galicia se hubiese beneficiado ampliamente de la orientación atlántica de la
política de la monarquía en las dos últimas décadas del siglo xvi y en los años
treinta del siglo xvii. En el resto del período la falta de cobertura naval iba a con-
vertirse en uno de los principales problemas del sistema defensivo.
La conjunción de todos estos elementos explica que en la documentación ga-
llega de la primera edad moderna se acumulen los testimonios que aluden a la
región como un espacio mal protegido. No resulta necesario esperar al reinado de
Carlos II, por lo tanto, para encontrar huellas de la indefensión del territorio y de
la conciencia del problema por parte de la población y las autoridades locales.
Consecuentemente, cabría plantearse en qué medida esa realidad pudo haber em-
peorado a finales de la época de los Austrias, una cuestión que exige tener en
cuenta las modificaciones experimentadas por la estrategia bélica española en las
décadas centrales del siglo.
Por aquel entonces las urgencias de la guerra de Portugal y el incremento de
las exigencias militares de la corona tendrían un fuerte impacto sobre la organi-
zación militar gallega. El hecho de que la prioridad defensiva hubiera pasado de
la costa a la frontera terrestre tuvo como primer efecto el traslado de las compa-
ñías de los tercios asentadas en la región a las plazas fronterizas. Junto a esta
medida que iba a reducir drásticamente la operatividad de los presidios del reino,
la protección de la raya exigió la construcción de diversos fuertes y reductos de-
fensivos, tarea de resolución dificultosa y que hubo de realizarse contando con la
colaboración de las poblaciones vecinas.
Además, para hacer frente a posibles ataques e intervenir en territorio luso se
constituiría un ejército de naturales, soldados reclutados por pilas y fruto de los
repartos provinciales efectuados por las Juntas del Reino. A cambio de dichos
aportes, la región quedó al margen de las iniciativas destinadas a lograr una ma-
yor profesionalización de las fuerzas que combatían en la península14. Dicha
decisión iba a tener importantes efectos a largo plazo, al consolidar el sistema
militar tradicional en un momento en el que la propia corona dudaba de su efica-
cia. Bien entendido también que la creación del ejército de pilones, el alojamiento
en la región de las tropas del rey o el mantenimiento de cuarteles en la frontera
convirtieron al conflicto luso en una auténtica prueba de fuego para Galicia, de
modo que en la etapa final de la guerra las provincias fronterizas se declaraban
exhaustas15.
Vázquez, «Las Juntas del Reino en la época de Olivares. III. La escuadra de Galicia», en Actas de las
Juntas del Reino de Galicia (en adelante AJRG), vol. V, págs. 3-22.
14
Así iba a quedar al margen de la implantación de los tercios provinciales, una novedad de gran
trascendencia a estos efectos. Véase J. Contreras Gay. «La reorganización militar en la época de la
decadencia española (1640-1700)», Millars. Espai i Història, vol. XXVI, 2003, págs. 131-154. Algunas
matizaciones de interés sobre la naturaleza de dichas unidades en A. J. Rodríguez Hernández, «Los pri-
meros ejércitos peninsulares y su influencia en la formación del Estado Moderno durante el siglo xvii», en
A. González Enciso (ed.), Un estado militar. España, 1650-1820, Madrid, 2012, págs. 19-64.
15
En las deliberaciones de las Juntas del Reino de Galicia reunidas en A Coruña en 1665 para
tratar sobre el encabezado de los servicios de millones, los diputados de Tui y Ourense harían una
amplia relación de los perjuicios provocados en sus provincias por la guerra. De hecho, el diputado
orensano solicitaba una rebaja de la carga fiscal «...por los muchos y continuados trabajos que su
[126]
Una vez firmada la paz, las expectativas de obtener de la corona la satisfac-
ción de los gastos causados por la contienda pronto se revelarían ilusorias, al
igual que cualquier intento de reforzar las defensas del reino16. Muy al contrario,
Galicia pronto hubo de hacer frente a nuevas demandas de la monarquía, inicia-
tivas que tenían como objetivo reforzar el ejército flamenco. Dicha petición se
asentaba sobre el presupuesto teórico de que asegurar el dominio de Flandes
constituía el mejor modo de defender la región, un argumento que se revelaría
poco convincente para obtener reclutas en el reino. De ahí las condiciones en las
que se gestó el primer envío de soldados gallegos a Flandes en 1668, realizado con
enorme sigilo para evitar que los hombres teóricamente movilizados para prote-
ger la frontera conocieran su verdadero destino17. Pese a tales reticencias, la ope-
ración iba a repetirse en varias ocasiones a lo largo del siglo, en consonancia con
la política general de incremento de las contribuciones militares promovida por la
monarquía, estrategia que permitió a las elites territoriales obtener toda suerte de
beneficios18.
Una vez declarado mayor de edad Carlos II en 1675, se iniciaría una nueva
etapa en la historia militar de Galicia, un período marcado por su pérdida de
protagonismo estratégico. De este modo volvía a cobrar fuerza la condición peri-
férica del territorio, situación reforzada en la década final del siglo por el estallido
de la Guerra de los Nueve Años en Cataluña. Dado que la entrada de tropas
francesas en el Principado obligó a dirigir el esfuerzo militar de la monarquía
hacia esa zona, el nuevo orden de prioridades iba a agravar la indefensión pade-
cida por el reino. Se trata de una circunstancia reiterada en la documentación y
que trataremos de analizar en adelante utilizando como punto de partida algunos
indicadores básicos.
El principal de ellos se refiere a la creciente falta de recursos para hacer frente
a los gastos militares de la región. Se trata de una realidad evidente en diversos
ámbitos, pero que dejaría sentir sus efectos de manera muy especial sobre los
presidios, ahogados por la carencia de fondos para el mantenimiento de las uni-
ciudad y provinçia padeçe y a padeçido de veinte y quatro años que a que tiene sobre sus hombros el
peso de la guerra... y tanvién constarle que todos los lugares confinantes con la raya están despobla-
dos». AJRG, VII, págs.342-343.
16
La relación de gastos aducida por las provincias era considerable, cifrándose el importe de la
provisión de paja en 192.500 escudos, el de la hierba en dos millones de maravedíes y los acarretos en
más de 150.000 escudos. A esta estimación efectuada por el diputado santiagués en la Junta de junio
de 1669 había que añadir «... otros diferentes tributos y opresiones, que si de todo se ubiera de açer
relación y cómputo no ay guarismo que lo compreenda». AJRG, VIII, pág. 137.
17
Una vez conocido el destino, el gobernador debió recordar a «todos los oficiales vivos y refor-
mados y soldados rraços de la caballería de los tercios deste reino» su obligación de presentarse con
apercibimiento de que «queden privados del fuero militar y las justicias hordinarias capaces para
prenderlos y castigarlos». Archivo Municipal de A Coruña (AMC), Libros de actas (LA), 9/09/1668,
f. 51 v.
18
A. Espino López, «El esfuerzo de guerra de la Corona de Aragón durante el reinado de Carlos II,
1665-1700. Los servicios de tropas», Revista de Historia Moderna, vol. 22, 2004, págs. 209-249;
A. Rodríguez Hernández, «Servir al rey con hombres. Recompensas concedidas a élites y representan-
tes del rey por su colaboración en el reclutamiento (1630-1700)», en A. Esteban Estríngana (ed.),
Servir al rey en la Monarquía de los Austrias. Medios, fines y logros del servicio al soberano en los siglos XVI
y XVII, Madrid, 2012, págs. 415-443.
[127]
dades y por los retrasos de las pagas a sus integrantes. En un primer momento se
intentó paliar la situación recurriendo a los soldados pilones y obligando a los
contribuyentes de las provincias a proporcionar vestido, calzado y sustento a las
guarniciones, aunque tales prácticas pronto debieron abandonarse ante las pro-
testas suscitadas19. Bien entendido también que algunas necesidades, como la
provisión de leña para los cuerpos de guardia, seguirían corriendo por cuenta de
los vecinos durante todo el reinado20.
La falta de pagas resultaba un problema más difícil de solventar: pese a
que los sueldos de los soldados de servicio en Galicia estaban consignados en
los servicios de 24 millones y 8.000 soldados, a comienzos de los años ochen-
ta los «oficiales vivos, reformados y soldados de los presidios de la ciudad de
la Coruña y villa de Bayona» se verían obligados a solicitar la intercesión de
las Juntas del Reino para lograr su cobro21. Aun así, la situación estaba desti-
nada a reproducirse en adelante, una realidad que desalentaba a los posibles
reclutas y explica que la dotación teórica de las guarniciones nunca estuviera
cubierta.
La consecuencia inmediata de semejante estado de cosas sería el reforzamien-
to del proceso de desprofesionalización de los efectivos militares del reino inicia-
do en las primeras décadas del siglo xvii. Por aquel entonces los presidios de la
región comenzaron a sufrir la alteración de su identidad originaria debido al ac-
ceso de naturales a los mismos. Se trataba de individuos de origen diverso, desde
reclutas forzosos que compensaban la falta de voluntarios castellanos, a mercade-
res enriquecidos que tan solo aspiraban a eludir cargas y gozar de los privilegios
del fuero militar22. Esta situación que mermaba la operatividad de las compañías
no solo se mantuvo, sino que aún se habría recrudecido durante el reinado de
Carlos II.
En particular, iba a convertirse en un grave problema en el caso coruñés debi-
do a su condición de puerto de embarque de la mayor parte de los hombres envia-
dos a Flandes. La necesidad de proporcionarles alojamiento en la ciudad mien-
tras permanecían a la espera de emprender su viaje explica que aumentase la
tendencia de los naturales a sentar plaza como soldado. Con ello trataban de evi-
tar que su casa fuera incluida en la relación de viviendas que habían de acoger a
los reclutas y sus oficiales. De la expansión de tales prácticas y de lo difícil que
resultaba su erradicación da buena cuenta la documentación municipal, en donde
19
En mayo de 1669 los regidores coruñeses acordaron enviar un representante a Pontevedra a
presentar una petición ante el gobernador para «que ordene cesar las molestias y agravios hechos a los
provincianos por los oficiales del presidio». AMC, LA, 10/05 y 26/05/1669. En la intervención de di-
cho diputado en la Junta del Reino se hacía constar que la asistencia a los soldados se produjo «por
averles faltado los socorros reales». AJRG, VIII, pág. 138.
20
Tras pagar los 800 reales que montaba el gasto anual de la leña para los cuerpos de guardia, el
procurador general del concejo de A Coruña iba a pedir al consistorio que solicitase una entrevista
con el sargento mayor para obtener una rebaja en el precio debido a la baja de la moneda, o en su
defecto, permitir a las feligresías pagar en especie. AMC, LA, 21/06/1684, f. 76.
21
Para ello argumentaban lo apurado de su situación, «aviendo tres años que no se socorren y
presisándolos a mendigar por las puertas». AJRG, X, pág. 513.
22
M. C. Saavedra Vázquez, «Los militares de los presidios gallegos en la primera mitad del si-
glo xvii», Studia Historica. Historia moderna, núm. 25, 2003, págs. 117-147.
[128]
figuran numerosos acuerdos solicitando que el gobernador gallego borrase las
plazas del presidio ocupadas por vecinos de la ciudad23.
Al margen de las posibles repercusiones sociales de tales cambios, la insufi-
ciencia de tropas profesionales para proteger los enclaves estratégicos iba a tener
consecuencias inmediatas sobre la organización militar gallega. En particular
obligaría a recurrir a las milicias, que en diversos momentos del reinado debieron
encargarse de realizar turnos de guardia en los presidios. De este modo se incre-
mentaba su contribución a la defensa del país a la vez que se distorsionaba su
naturaleza, en tanto que su intervención ya no respondía a necesidades sobreve-
nidas ni se restringía a los momentos de peligro24.
En paralelo a este fenómeno, la búsqueda por parte de las autoridades milita-
res de vías alternativas para hacer frente a la falta de soldados iba a facilitar el
trasvase a los presidios de algunos efectivos del antiguo ejército de pilones. Esta
política se encuentra bien documentada en el caso coruñés, cuya guarnición reci-
bió en 1670 a un centenar de estos soldados en calidad de voluntarios25. Además
de resolver un problema inmediato, dicha solución alentaría los esfuerzos de los
gobernadores gallegos para restablecer el ejército del reino en las últimas décadas
del siglo. La invasión de Luxemburgo por Luis XIV en 1681 iba a provocar nue-
vas demandas en este sentido, habiéndose llegado a debatir en las Juntas una
propuesta para levantar un nuevo ejército de 10.000 hombres organizados en ter-
cios y reclutados por pilas para guarnecer los puertos y plazas de la frontera26.
Aunque el proyecto no llegó a concretarse, el planteamiento de la corona estaba
poniendo de manifiesto su convicción de que el propio reino debería hacer frente
a su defensa valiéndose de todos los medios posibles.
Además, no era el único ámbito en que comenzaba a resultar evidente el nue-
vo estado de cosas. La escasez de recursos también se dejaba sentir en el estado de
las fortificaciones levantadas en la región durante la primera edad moderna. En
las décadas finales del siglo xvii los recintos fortificados de la costa y la frontera
con Portugal se encontraban en condiciones tan lamentables que algunas edifica-
ciones, como el fuerte de Goyán, hubieron de ser reconstruidas por completo27.
Dadas las penurias de la hacienda real, el reino era muy consciente de la impor-
tancia de su hipotética contribución en este terreno. De ahí que en determinadas
negociaciones, como las relativas al encabezamiento de millones en 1674, las Jun-
tas ofreciesen un servicio de 1.000 hombres y 40.000 escudos, «los quales ayan de
servir para fortificar las plazas deste reyno a orden y distribución del capitán ge-
neral», una cantidad que se incrementó hasta los 100.000 escudos en el pliego
23
AMC, LA, 7/06/1671, fols. 43v-44r.; 26/05/1679, fol. 67; 14/12/1682; 22/06/1695, fols. 39v-40r.
24
En el caso coruñés, a comienzos de 1687 el concejo acordaba enviar un regidor a la corte para
pedir que los vecinos no entrasen de guardia, petición reiterada por escrito algunos meses más tarde,
junto a la demanda de que las compañías de dotación del presidio fuesen reemplazadas. AMC, LA,
sesión 22/01/1687, fol. 20 y 02/09/1687, fol. 108.
25
Serían un total de 108 soldados que se incorporaron a las compañías de don Antonio Fajardo,
don Alonso Zamora, don Francisco de Quiroga y don Juan de Rojas. AMC, LA, 6/02/1670, fols. 11v-13
v.
26
AJRG, X, págs. 534-536.
27
J. Soraluce Blond, Castillos y fortificaciones..., ob. cit., pág. 179.
[129]
presentado a la corona el 6 de abril de 167528. Puesto que el plan no llegó a sus-
tanciarse, las fortificaciones gallegas seguirían deteriorándose hasta el final del
reinado, de modo que las obras se iban a limitar a lo más urgente y debieron rea-
lizarse con la colaboración de milicianos y vecinos.
Estas limitaciones de la organización militar gallega se harían mucho más
evidentes en los momentos en que era necesario hacer frente a gastos extraordi-
narios. Aunque Galicia no fue protagonista de grandes acontecimientos militares
en tiempos de Carlos II, algunas operaciones concretas sí iban a exigir esfuerzos
suplementarios a la región. Las más importantes tendrían que ver con el traslado
de soldados a Flandes, viajes que en su mayor parte se hicieron en navíos de par-
ticulares, aunque no en su totalidad. En dicho contexto cabría referirse a los pro-
blemas provocados por la llegada de la flota real a Galicia en 1679-1680, una ar-
mada a cargo del marqués de Villafiel que había participado previamente en la
guerra de Mesina y que se incorporó a las labores de transporte29.
Se trataba de una pequeña flota formada por cuatro barcos de la armada
flamenca y cinco de la oceánica, a la que poco después se añadirían algunos na-
víos sueltos procedentes de Mallorca y Guipúzcoa. Su estancia de casi dos años
en Galicia sirvió para poner de manifiesto los múltiples problemas a los que se
enfrentaban la marina hispánica y la infraestructura naval gallega. Además, el
hecho de que la operación se hubiera desarrollado en un contexto de reformas
monetarias y escasez de plata complicarían aún más la situación, retrasando su
salida del reino30.
La carencia de hombres de negocios con capacidad para solventar tal even-
tualidad y prestar dinero estaría en el origen de muchos de los problemas provo-
cados por el alojamiento de las compañías de la armada. Las dificultades existen-
tes para acoger a los tripulantes y la infantería que transportaban los buques ex-
plican que el contingente hubiera de repartirse por todo el reino31. Aunque las
autoridades de la flota trataron de aliviar la situación concediendo licencia a los
marineros cántabros y vascos para volver a sus casas, las localidades incluidas en
los repartos tendrían que hacer frente a una pesada carga. Así, se vieron obliga-
das a asistir a la infantería con casa, cubierto y una paga de tres reales diarios,
obligación que iba a debilitar todavía más las ya de por sí maltrechas haciendas
locales32. Además, no fue la única contribución que debieron satisfacer, en tanto
que el traslado a Flandes de dicha infantería acabaría siendo objeto de un repar-
timiento entre las provincias33.
28
AJRG, VIII, pág. 637.
29
Para un análisis pormenorizado de su estancia en Galicia véase M. C. Saavedra Vázquez, «Ma-
rina, decadencia e industria durante el reinado de Carlos II: el ejemplo de Galicia», en A. González
Enciso (ed.), Un estado militar..., ob. cit., págs. 127-156.
30
Sobre el problema de la plata véase J. A. Sánchez Belén, «Arbitrismo y reforma monetaria en
tiempos de Carlos II», Espacio, Tiempo y Forma, serie IV, Historia Moderna, vol. 5, 1992, págs. 135-176.
Ibíd. La política fiscal en Castilla durante el reinado de Carlos II, Madrid, 1996.
31
La distribución del total de 3.155 plazas se haría por el procedimiento tradicional de reparto
por tercias y sextas partes. AMC, LA, 2/06/1679, fol. 72.
32
En el caso coruñés, amplias referencias a la cuestión en AMC, LA, 21/03/1679, fol. 31 y 12/
07/1679, fol. 99v.
33
AMC, LA, 8/12/1679, fol. 164.
[130]
El abastecimiento de las compañías que permanecían en Galicia también iba
a convertirse en una fuente de problemas, pese a que el aprovisionamiento de la
armada estaba teóricamente garantizado por un asiento concertado con el finan-
ciero Francisco Eminente. Sin embargo, pronto surgirían conflictos con su factor
en el reino, lo que venía a poner de manifiesto que la firma de un asiento en Ma-
drid no siempre garantizaba su plena ejecución sobre el terreno. También eviden-
ciaba la precariedad con la que se desarrollaban las labores de acogida de la flota,
un problema que pronto se hizo extensible a la tarea de reparación de los buques,
ante la escasez de suministros y de personal de maestranza34.
La suma de todos estos factores constituye la mejor evidencia del deterioro que
había sufrido la capacidad del reino para recibir armadas reales. Esta afirmación
cobra su verdadero valor si tenemos en cuenta que la escuadra de Villafiel era de
pequeñas dimensiones, un conjunto naval que no resistía la comparación con las
grandes armadas acogidas por la región en otras épocas. En consecuencia, la falta
de medios haría que su estancia en Galicia fuese percibida por la población y las
autoridades locales como una carga, no como un mecanismo de protección del lito-
ral o incentivación de las economías portuarias. Tal circunstancia ayuda a entender
mejor las intensas gestiones desarrolladas en Madrid por las Juntas del Reino en
1681 para que «no vuelva la armada», objetivo que se habría logrado al año siguien-
te. Desde entonces y durante el resto del reinado la actividad naval en Galicia iba a
experimentar un fuerte declive y ante la falta de armadas reales, el corsarismo viz-
caíno se convertiría en el protagonista principal de la guerra marítima35.
Pese al carácter fragmentario de nuestros conocimientos y la falta de investi-
gaciones susceptibles de comparación, el deterioro de las infraestructuras milita-
res y navales gallegas semeja bastante representativo de la realidad defensiva pe-
ninsular. Al margen del caso asturiano, con el que mantiene un fuerte paralelis-
mo36, la situación de los presidios no parece haber sido mejor en Andalucía,
como demuestra el caso de Granada37. Tampoco lo habría sido en la corona de
Aragón, a juzgar por los testimonios disponibles sobre Cataluña y las investiga-
ciones que subrayan el deterioro sufrido por las guarniciones pirenaicas38. El
hecho de que las tropas estacionadas en las Baleares se hubieran movido «entre la
miseria y la desesperación», situación que llegaba a niveles extremos en el caso de
Ibiza, vendría a demostrar que la falta de recursos era un mal generalizado en
España39.
34
M. C. Saavedra Vázquez, «Marina, industria...».
35
Un fenómeno que iba a producirse en paralelo al crecimiento del mismo. Véase E. Otero Lana,
Los corsarios españoles durante la decadencia de los Austrias. El corso español del Atlántico peninsular
en el siglo XVII (1621-1697), Madrid, 1992.
36
E. Martínez-Radío Garrido, «Obligaciones y necesidades en defensa del principado de Astu-
rias en el tránsito del siglo xvii al xviii», Revista de Historia Militar, 101, págs. 205-230.
37
De hecho, los 1.973 hombres de sus guarniciones y fortalezas se verían afectados por la falta de
pagas y la limitación de recursos en el último tercio de siglo. Véase J. Contreras Gay, «La defensa de
la frontera marítima», en F. Andújar Castillo, (ed.), Historia del reino de Granada III. Del siglo de la
crisis al final del Antiguo Régimen, Granada, 2000, pág. 145-177.
38
A. Espino López, «Las guerras en la frontera catalana durante el reinado de Carlos II, 1679-1690»,
en AA.VV., III Congreso de Historia Militar, Zaragoza, 1997, págs. 553-560.
39
A. Espino López, Guerra y defensa en la Mallorca..., ob. cit., pág. 85 y sigs.
[131]
Las lamentables condiciones del sistema fortificador gallego también parecen
extensibles al resto de la península, como certifican algunos ejemplos conocidos.
La contribución de los vecinos a las labores de fortificación, por ejemplo, se pue-
de comprobar en casos como el de Almería, en donde el vecindario debió ocupar-
se del arreglo de las murallas en 167240. En otras ocasiones la aportación de los
naturales adoptaba la forma de donativos o contribuciones para el pago de obras,
como ocurrió en Navarra, cuyas Cortes concedieron 40.000 ducados para las for-
tificaciones de Pamplona en 168441 o en Cantabria, donde los vecinos de Santo-
ña costearon la construcción de una torre artillada en 166842.
En último término, esta tendencia a trasladar los costes de la defensa penin-
sular a las poblaciones afectadas estaba poniendo de manifiesto que el esfuerzo
desarrollado por la monarquía para conservar el imperio se hacía a costa de
abandonar las defensas del país. Con la excepción de Cataluña, cuya condición de
frente de guerra en la última década del siglo particulariza su caso, el resto de los
territorios peninsulares debieron asumir como propia la política de autoprotec-
ción o resignarse al abandono de su sistema defensivo. Esta circunstancia estaba
destinada a proporcionar magníficos testimonios a los propagandistas de la deca-
dencia en tiempos de Carlos II y extendería la sensación de indefensión entre las
localidades del litoral. Sin embargo, su mera acumulación solo refleja una parte
de la realidad, a juzgar por los resultados de las últimas investigaciones y las evi-
dencias aportadas por la documentación de la época.
40
J. Contreras Gay, «La defensa de Almería en la Edad Moderna», en AA.VV., V Jornadas Na-
cionales de Historia Militar. El Mediterráneo: hechos de relevancia histórico-militar y sus repercusiones
en España, Sevilla, 1998, pág. 537.
41
C. Bartolomé, «Cuarteles y alcabalas en Navarra (1513-1700)», Príncipe de Viana, vol. XIV,
1972, págs. 561-594.
42
C. Porras Gil, La organización defensiva española en los siglos XVI y XVII desde el río Eo hasta
el valle de Arán, Valladolid, 1985.
43
C. Storrs, La resistencia de la monarquía..., ob. cit.; E. Martínez, Los soldados del rey..., ob. cit.;
A. Rodríguez, Los tambores de Marte..., ob. cit.
44
En particular se ha llamado la atención sobre la política centralista desarrollada en materia de
reclutamiento en Castilla, una estrategia destinada a racionalizar y abaratar el sistema y a unificar los
criterios de captación de hombres. Véase J. A. Rodríguez Hernández, «Los primeros ejércitos penin-
sulares...», págs. 19-64.
[132]
Bien entendido que esa misma historiografía coincide en afirmar que las me-
didas más relevantes en este terreno se adoptaron con motivo de la Guerra de los
Nueve Años y la conversión de Cataluña en un nuevo escenario del enfrentamien-
to con Francia. Por aquel entonces la apertura de un frente bélico en la península
obligaría a la corona a concentrar todos sus recursos financieros y humanos en el
Principado, reordenando los gastos en función de las nuevas prioridades45. Al
hilo de esa nueva realidad también se promovieron algunas reformas destinadas a
incrementar la eficacia del sistema militar español, sobre todo en el ámbito del
reclutamiento. Se trataba de una política fruto de la necesidad, ante la evidencia
de que la defensa de Cataluña exigía disponer de un gran ejército real, una fuerza
cifrada en un mínimo de 10.000 hombres y que llegaría a doblarse en momentos
concretos46.
El esfuerzo reclutador llevado a cabo por España para hacer frente a este de-
safío ha sido cumplidamente destacado por los especialistas, haciendo hincapié
no solo en las cifras de recluta, sino también en los cambios registrados en la es-
trategia de la corona47. La puesta en marcha de la leva del dos por ciento, que
suponía la recluta de dos soldados por cada cien vecinos ha sido considerada a
estos efectos una novedad de calado y un claro anticipo de la política borbónica
en este campo48. Lo mismo cabe decir de la reforma de la caballería y la reactiva-
ción de la milicia, iniciativa esta última que no llegaría a cuajar, pero cuyos presu-
puestos fueron parcialmente recogidos en la orden de establecimiento de milicias
de 173449.
En contrapartida, la situación previa a la guerra de Cataluña sigue constitu-
yendo una realidad poco conocida, pese al interés inherente a profundizar en el
ambiente de un período en que la voluntad reformadora no se veía condicionada
por las urgencias de una guerra en la península. A este respecto, el caso gallego
puede resultar útil para estudiar la evolución de la organización defensiva en las
dos décadas que se extienden entre el final del conflicto portugués en 1668 y el
estallido de la guerra con Francia en 1689. Cabe recordar que en dicha etapa el
deterioro del sistema defensivo gallego se habría acompañado de la tendencia a
descargar sobre los naturales crecientes responsabilidades militares. Ya hemos
visto algunas manifestaciones de dicho fenómeno, en tanto que los milicianos
sustituían a los soldados en los presidios o los vecinos participaban en las tareas
de fortificación. Sin embargo, el trasvase de cargas y obligaciones habría sido
bastante mayor, dando lugar a intensos procesos de negociación entre el goberna-
dor y la asamblea representativa de Galicia, las Juntas del Reino, un organismo
45
A. Espino López, «El declinar militar hispano durante el reinado de Carlos II», Studia Histó-
rica. Historia Moderna, 20, 1999, págs. 173-198.
46
A. Espino López, Cataluña durante el reinado de Carlos II: política y guerra en la frontera cata-
lana, 1679-1697, Barcelona, 1999, pág. 204.
47
A las cifras se ha referido Antonio Rodríguez para subrayar que la constitución de diez nuevos
tercios en Castilla hizo que en anualidades concretas, como la de 1694, el esfuerzo reclutador castella-
no fuese equiparable al francés. Cfr. A. Rodríguez Hernández, Los tambores de Marte..., ob. cit., pág. 348.
48
Así se ha considerado un claro antecedente de la leva del uno por ciento decretada por Felipe V
en 1703, una leva efectuada a partir de los vecindarios confeccionados en 1693 y 1694. Cfr. C. Storrs,
La resistencia de la monarquía..., pág. 80.
49
E. Martínez Ruiz, Los soldados del rey..., ob. cit., pág. 316.
[133]
que siguió reuniéndose para conceder servicios a la monarquía cuando las Cortes
de Castilla ya habían dejado de hacerlo.
Estas negociaciones en torno a las contribuciones militares gallegas muestran
los amplios márgenes de maniobra de los que disfrutaban las oligarquías regiona-
les y la complejidad de unos procesos que no siempre llegaron a buen puerto.
Entre las propuestas rechazadas por la asamblea cabría citar las referidas a la
constitución de una nueva Escuadra de Galicia, la agrupación naval creada en
tiempos de Felipe IV y cuyo coste y avatares se convirtieron en una importante
fuente de problemas para las Juntas. En tales condiciones, los intentos monárqui-
cos de reeditar la contribución resultan un tanto sorprendentes y han de enten-
derse en el contexto de una política más amplia de reforzamiento de la armada,
una estrategia que no solo afectó a la escuadra gallega sino también a otras escua-
dras provinciales50.
Al calor de dicho impulso las Juntas iban a debatir la propuesta real de resta-
blecimiento de la Escuadra presentada por el gobernador en marzo de 1678. Los
argumentos aducidos a favor de la iniciativa insistían en la necesidad de garanti-
zar la defensa de las costas gallegas frente a las acometidas «de los moros que
tanto las acosan» y en los beneficios que podían reportar a los naturales «que en
dicha hesquadra pueden adelantar sus servicios»51. Frente a tales ventajas, los
diputados gallegos justificarían su negativa señalando la imposibilidad de em-
prender nuevas empresas mientras no se hubieran rematado las cuentas de la es-
cuadra anterior. Una respuesta que reiteraron al año siguiente, cuando la corona
volvió sobre el asunto una vez que había sido visto en la Junta de Armadas52.
Pese a su manifiesta oposición a la iniciativa real, no sería la última vez que la
asamblea tuviera que tratar el tema de la Escuadra. Una década más tarde, en
1689, el gobernador gallego volvía a plantear la cuestión, aunque atemperando el
coste de la medida al proponer que la flota se formase con cuatro buques de la
Armada del Mar Océano que habían de quedar de servicio en el reino53. Sin em-
bargo, tampoco esta alternativa iba a lograr el apoyo de los representantes de las
ciudades, cuyos deseos de eludir nuevas cargas y contribuciones chocaban con la
necesidad de la corona de traspasar al reino los costes de su propia defensa.
En el mismo orden de cosas, cabe referirse a la reiterada negativa de las Juntas
a financiar la construcción de cuarteles en el presidio coruñés, dados los graves
problemas de alojamiento padecidos por la localidad. Aunque se registraron va-
rios intentos de construir cuarteles en A Coruña contando con la contribución de
las Juntas, los diputados gallegos nunca aceptarían hacerse cargo de las obras54.
50
De hecho, en 1676 el rey había ordenado al archivo de Simancas que enviara a Madrid todos
los informes relacionados con las anteriores escuadras de Galicia y Cantabria para que fuesen estu-
diados por la Secretaría de Mar. Cfr. C. Storrs, La Resistencia..., ob. cit., pág. 123.
51
AJRG, vol. IX, pág. 117.
52
AJRG, vol. IX, pág. 137.
53
Archivo General de Simancas (AGS), Guerra Antigua (GA), leg. 3786. El gobernador conde
de Puñonrrostro desde A Coruña a 29/V/1689.
54
Las primeras peticiones al respecto por parte del concejo coruñés se harían en 1675 aprove-
chando la reunión de las Juntas en A Coruña. Tres años más tarde era el gobernador quien presentaba
una propuesta a las Juntas solicitando 16.000 ducados para la construcción de los cuarteles aduciendo
las ventajas derivadas de «estar los soldados juntos y acuartelados para ocasiones urgentes que se
[134]
Semejante resultado venía a poner de manifiesto la capacidad de la institución
para resistir las demandas monárquicas y las presiones del gobernador, una reali-
dad que iba a alcanzar su verdadera dimensión en el momento de debatir la pro-
puesta real de levantar tercios de naturales en sustitución de las milicias. Pese al
aparente interés de la medida, dada la ineficacia y los abusos atribuidos al sistema
de milicias, el asunto se planteó en las Juntas de 1677 y 1681 con escaso éxito55.
Bien entendido que el problema exige un análisis detenido, dado el gran volumen
de documentación generada por la iniciativa y la intención de la corona de utili-
zar los tercios de naturales no solo como sustitutivos de las milicias, sino también
de las fuerzas del ejército real56.
La escasa predisposición a colaborar mostrada por los representantes del rei-
no en estas negociaciones contrasta con el resultado alcanzado en otros casos. De
hecho, en paralelo a estas negativas la asamblea aceptaría contribuir en dos ini-
ciativas dignas de comentario. La primera de ellas se refiere a la creación de una
fábrica de jarcia en Sada, una empresa surgida a instancias de dos hombres de
negocios, Adrián de Roo y Baltasar de Kiel, que habían llegado a Galicia desde
Ostende en 1658. Después de ejercer como corsarios y transportistas de soldados,
en 1675 iban a firmar un asiento con la corona para establecer en Galicia una
fábrica que surtiera a la armada real de jarcia y lona durante 15 años57. A esta
primera iniciativa se añadió en 1684 una fábrica de lino y manteles y en 1695 una
manufactura de paños de lana.
Aunque la fábrica de manteles sería la de resultado más exitoso, por cuanto
iba a derivar en la famosa Mantelería coruñesa58, nuestro interés en adelante se
centrará en la fábrica de jarcia. Dicho establecimiento había surgido al amparo de
la Junta de Comercio y estaba destinado a sufrir numerosos avatares hasta que
acabó siendo trasladado al arsenal de Ferrol. Su construcción ha de enmarcarse
en la política de fomento de la industria naval auspiciada por la corona, a la que
precedió una gran actividad del juez de plantíos en el reino59. Al margen de tales
circunstancias, el elemento a resaltar en este caso sería el papel jugado por las
Juntas del Reino en la puesta en marcha del proyecto.
El principal problema al que debían enfrentarse sus promotores era el retra-
so en la consignación de fondos por parte de la corona. El propio Adrián de
Roo iba a permanecer año y medio negociando el asunto en la corte con escasos
ofrezcan en esta plaza». Ante la negativa de la asamblea, el concejo volvería a retomar el asunto en 1681,
acuciado por la necesidad de dar alojamiento a la infantería de la armada real. AMC, LA, 15/02/1675;
AJRG, vol. IX, pág. 132; AMC, LA, 23/06/1681; AMC, LA, 12/01/1682.
55
AJRG, vol. IX, pág. 133; vol. X, págs. 534-536.
56
De hecho será en la década de los 90 cuando el asunto tome otros derroteros, una vez que la
publicación de la nueva ordenanza de milicias y las quejas que esta iba a provocar hicieran que al
reino ofrezca servir con tres tercios «para resguardo de sus fronteras y costa marítima». AJRG, vol. XI,
págs. 475-477.
57
M. C. Saavedra Vázquez, «Marina, decadencia...», págs. 127-156.
58
L. Enciso Recio, Los establecimientos industriales españoles en el siglo XVIII: la Mantelería de
La Coruña, Madrid, 1963.
59
De ahí las quejas que por sus excesos en las feligresías del coto coruñés fueron debatidas en el
concejo de la ciudad. AMC, LA, 15/04/1676. En el mismo orden de cosas y poco tiempo después el
municipio recibiría una orden real para «que se aliente la introducción en el reino de simiente de cá-
ñamo». AMC, LA, 21/11/1677.
[135]
resultados, de modo que el proceso de creación del establecimiento solo se reac-
tivaría coincidiendo con la estancia de la armada real en Galicia y merced a la
intervención de las Juntas. Para ello fue necesaria una reunión de las ciudades
gallegas en la que se debatió la propuesta gubernamental de librar al asentista
90.000 escudos de vellón en las rentas del reino. En dicha conferencia el gober-
nador no solo iba a defender la importancia de la empresa apoyándose en razo-
nes de carácter general, —la necesidad de evitar la salida de plata para la com-
pra de bastimentos navales—, sino que iba a insistir en los beneficios inherentes
a la iniciativa60.
El hecho de que la concesión se hiciera por una vez y la posibilidad de sacar
alguna ventaja de la misma explican la celeridad con que la asamblea aprobó lo
solicitado por el representante real. Ambas circunstancias volverían a ponerse de
manifiesto con ocasión de otro de los grandes asuntos tratados por las oligar-
quías ciudadanas en tiempos de Carlos II: el envío de reclutas gallegos a Flandes.
La cuantificación del fenómeno ha sido posible gracias a las investigaciones de
Antonio Rodríguez, quien atribuye a Galicia la procedencia del 49% de los reclu-
tas enviados a Flandes desde la península en la segunda mitad del siglo xvii61. En
términos absolutos habrían salido de la región 18.000 hombres desde 1668, unos
infantes solicitados al reino al amparo de las noticias remitidas a la corte sobre la
abundante población de Galicia.
Bien entendido que la importancia de las reclutas no estribaba tanto en la
cantidad total de hombres movilizados como en su concentración en el tiempo.
No en vano iba a tratarse de operaciones desarrolladas sobre todo durante las
décadas de 1670 y 1680 y que tuvieron como precedente lo acontecido en 1668,
cuando parte de los efectivos de los tercios de pilones reunidos para la defensa de
la frontera portuguesa fueron desviados a Flandes. El segundo elemento de inte-
rés sería el procedimiento seguido para la obtención de los soldados, dado que las
reclutas se sustanciaron en su mayor parte mediante levas provinciales gestiona-
das por las Juntas del Reino. Aunque en las negociaciones entabladas con el go-
bernador se harían evidentes las resistencias de la asamblea en algunos casos o las
diferencias de criterio en otros, su mayoritaria aceptación de lo pedido por la co-
rona acabaría cargando sobre las provincias el esfuerzo reclutador y los gastos
derivados del equipamiento y transporte de los hombres.
A cambio de esta contribución, el Reino representado por las Juntas iba a
obtener beneficios de muy diverso tipo, desde ventajas fiscales a la exención de
ocasionales alojamientos de tropas, aunque serían las elites territoriales y locales
quienes lograran las principales contrapartidas. La monarquía era muy conscien-
te de que uno de los principales privilegios que podía ofrecerles era la capacidad
para proponer candidatos a los puestos de oficiales de las nuevas unidades. De ahí
que el sistema de reparto de las patentes de oficiales entre las Juntas del Reino y
las ciudades gallegas hubiera dado sus primeros pasos en tiempos de Felipe IV y
60
El representante real incidía en dos cuestiones: el «aumento de su comercio» y «la mayor con-
veniencia a que le resultará a sus naturales en los más y crecidos xórnales que devengarán en este
exercicio». AJRG, vol. IX, pág. 166.
61
A. J. Rodríguez Hernández, «De Galicia a Flandes: reclutamiento y servicio de soldados galle-
gos en el ejército de Flandes (1648-1700)», Obradoiro de Historia Moderna, 16, 2007, págs. 213-251.
[136]
siguiera desarrollándose con Carlos II, hasta alcanzar su máxima extensión du-
rante la Guerra de Sucesión62.
Esta práctica y las negociaciones que la sostenían admiten diversas lecturas
desde el punto de vista social y político. Así, los envíos de unidades gallegas a
Flandes iban a convertirse en el escenario propicio para que una parte de la no-
bleza regional orientase su actividad hacia el servicio militar. Sin embargo, todo
parece indicar que esa dedicación se encontraba estrechamente vinculada a la
existencia de unidades propias, cuerpos de carácter provincial cuya dirección se
reservaba a los naturales con el propósito de reflejar la preeminencia social de
determinadas familias.
Cabría plantearse hasta qué punto este hecho supuso una verdadera «milita-
rización» de una parte de la nobleza gallega, es decir, cuántos de esos oficiales
estaban dispuestos a seguir sirviendo en el ejército real una vez que sus unidades
originarias hubieran desaparecido. Por lo que se refiere a los tercios gallegos en-
viados a Flandes, sabemos que la mayor parte de ellos tuvieron una existencia
efímera y acabaron siendo reformados, de modo que tan solo uno de los contin-
gentes se mantuvo hasta el siglo xviii. Aunque no estamos en condiciones de de-
terminar cuántos oficiales volvieron al reino como reformados y cuántos pudie-
ron haber desarrollado una carrera profesional fuera de Galicia, esos servicios en
hombres se habrían convertido en una clara oportunidad de integración de las
elites territoriales en las estructuras militares de la corona63.
Esta circunstancia y los demás factores analizados hasta este momento per-
miten afirmar que antes de 1690 la organización militar gallega ya registraba
algunos cambios de interés. El primero de ellos tiene que ver con la modifica-
ción de las funciones militares ejercidas por el reino: frente a las tareas tradicio-
nales de servir como base naval y baluarte defensivo, Galicia en tiempos de
Carlos II habría cobrado creciente importancia como territorio de recluta, una
realidad que sería ampliamente explotada durante el conflicto sucesorio. El se-
gundo de los elementos a considerar se refiere a la modificación de la propia
naturaleza de sus aportaciones de hombres, por cuanto el ejército del reino pa-
rece encaminarse decididamente hacia su asimilación como ejército del rey,
como ejército regular. Se trataría de un proceso incompleto y que no culminó
hasta la época borbónica, pero cuyos primeros pasos se vislumbran con clari-
dad en este momento. Por último, cabría referirse al reforzamiento del papel de
las oligarquías urbanas y provinciales en la organización militar gallega, un fe-
nómeno que estamos lejos de conocer bien y cuyos efectos exigirán un análisis
detenido en los próximos años.
Dicho esto cabría plantearse si la situación gallega, si estos cambios en el sis-
tema defensivo previos a la década de 1690 pueden considerarse representativos
de una tendencia general. Se trata de una cuestión difícil de responder debido a la
62
M. C. Saavedra Vázquez, «La elite militar del Reino de Galicia durante la guerra de Sucesión»
en M. López Díaz (ed.), Élites y poder en las monarquías ibéricas. Del siglo XVII al primer liberalismo,
Madrid, 2013, págs. 223-244.
63
M. C. Saavedra Vázquez, «El papel de las elites territoriales en la organización militar: Galicia
durante el reinado de Carlos II», en E. García Hernán y D. Maffi (eds.), Guerra y sociedad en la mo-
narquía hispánica, 1500-1700, Madrid (en prensa).
[137]
escasez de investigaciones específicas que permitan un análisis comparado. Por
otra parte, no podemos olvidar que la organización militar peninsular en época
de los Austrias era heterogénea, de modo que a la distinción de partida entre Cas-
tilla y Aragón cabría añadir la existencia de diversos modelos organizativos en los
territorios castellanos. Aun contando con estas limitaciones, cabe sospechar que
muchos de los datos reunidos en este caso presentan paralelismos con lo aconte-
cido en aquellos espacios peninsulares que se mantuvieron al margen de enfrenta-
mientos militares directos. En este sentido, la España periférica se perfila como
un vasto territorio afectado no solo por la indefensión, sino también por los cam-
bios derivados de la incapacidad de la monarquía para responder por sí sola a los
retos del período.
3. Conclusiones
64
I. A. A. Thompson, Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la España de los Aus-
trias, Barcelona, 1976. A reseñar también alguna de las derivaciones de esta tesis clásica, como la del
sueco Jean Glete, que considera la falta de colaboración de las elites locales en el esfuerzo bélico como
el elemento determinante de la decadencia militar española. Cfr. J. Glete, War and the State in Early
Modern Europe. Spain, the Dutch Republic and Sweden as fiscal-military states, 1500-1660, Londres,
2002, págs. 136-139.
65
A. J. Rodríguez Hernández, «Los primeros ejércitos peninsulares...», también C. Storrs ha in-
cidido en la cuestión para subrayar que frente a las «afirmaciones de que el sistema militar del reinado
de Carlos II representaba la rendición de la autoridad central efectiva... Carlos II poseía un importan-
te poder real». Cfr. C. Storrs, La resistencia..., ob. cit., pág.112.
66
J. Glete, War and the state in early modern Europe..., ob. cit., pág. 138.
[139]
va perspectiva, dado que la monarquía había sido lo suficientemente hábil como
para involucrar a las élites territoriales en su política y descargar sobre el reino
buena parte del esfuerzo militar. Partiendo de esta base el reinado sí merece una
revalorización, aunque esta no pase tanto por minusvalorar los síntomas de la
decadencia como por resaltar la capacidad de Carlos II para sobreponerse a la
falta de recursos y ensayar respuestas que acabarían siendo retomadas por los
Borbones.
[140]
Capítulo 8
1
J. Fernández de Anuncibay Urreta Basurto, Pláticas de aritmética y palestra de contadores, divi-
didas en tres libros. En el primero y segundo se ejemplifican todas las demandas y requisitos necesarios
para que el que lo aficionare consiga ser perfecto contador. En el tercero las conducentes a los contratos
de compañías, valimientos de juros, cobranza de diezmos, censos, alcabalas y otras muchas curiosidades
que hallarán los novicios traficantes en los comercios y algunos artífices, acomodadas a su deseo. Su autor
(...), natural de la ciudad de Ávila y vecino de la de Segovia. Dedícalas a María Santísima y Señora
Nuestra de las Angustias, Juan Múñoz, Madrid, Chez [sic.], 1732, págs. 165-166. Biblioteca Nacional
de España (BNE), 2/29327.
La deuda pública había sido invento y panacea financiera para los gobiernos
de Florencia, Génova o los propios Estados Pontificios desde la Baja Edad Me-
dia2 y fue ampliamente utilizada por los ayuntamientos de las más importantes
ciudades de los Países Bajos desde el siglo xv. También se instaló como sistema de
financiación en las monarquías peninsulares; primero para la aragonesa3 y des-
pués para la castellana4. En el reinado de Felipe II alcanzó su momento de ma-
yor esplendor, pues ninguna otra monarquía europea del momento fue capaz de
colocar el volumen de deuda consolidada que emitió la Monarquía Hispánica
durante ese período. Si en 1554 el principal de los juros alcanzaba los 14.420.000
ducados en 1598 llegó a los 80.000.0005.
Para entonces existían tres tipos de juros que fueron denominados «al quitar»
cuando eran teóricamente redimibles por la Real Hacienda, en cuyo caso el tene-
dor de la deuda recuperaba el capital principal que había invertido trascurrido un
tiempo fijado; «perpetuos», cuando eran irredimibles y por tanto el principal ya
nunca se recuperaría por el poseedor del título, aunque a cambio recibiría una
2
Sobre la creación y el desarrollo de la deuda pública en los territorios italianos véase C. Cuneo,
Memorie sopra l’antico debito pubblico, mutui, compere e Banca di San Giorgio in Genova, Génova,
1842; F. M. Gianni, «Memoria istorica dello scioglimento del debito pubblico in Toscana», en Scritti
di pubblica economia storico-economici e storico-politici del senatore Francesco Maria Gianni, Floren-
cia, 1848; C. Trasselli, «Sul debito pubblico in Sicilia sotto Alfonso V d’Aragona», Estudios de Histo-
ria Moderna, 6, 1956, págs. 71-112; L. Palermo, «Ricchezza privata e debito pubblico nello stato della
Chiesa durante il xvi secolo», Studi Romani, 22/3, 1974, págs. 298-310; H. Van der Wee, «L’histoire de
la dette publique en Europe du xvie au xviiie siècle», en AA.VV., La dette publique aux XVIIIe et XIXe
siècles. Son développement sur le plan local, régional et national, 9e colloque international, Spa, 12-16 de
septiembre de 1978. Collection Historique Pro Civitate Bruselas, Crédit Communal, 1980, págs. 13-21.
Una más reciente síntesis sobre la evolución de la deuda pública en diversas partes de Europa en J.
Andreu, G. Béaur y J. Y. Grenier, La dette publique dans l’histoire, París, Comité pour l’Histoire éco-
nomique et financiere de la France, 2006.
3
Para el caso concreto del reino de Mallorca véase A. Furió Diego, «Deuda pública e intereses
privados. Finanzas y fiscalidad municipales en la Corona de Aragón», Edad Media. Revista de Histo-
ria, 2, 1999, págs. 35-80.
4
La bibliografía clásica sobre la evolución de los juros en J. Barthe Porcel, «Los juros. Desde el
“yuro de heredat” hasta la desaparición de las “cargas de justicia” (siglos xiii al xx)», Anales de la
Universidad de Murcia, 3, 1948-1949, págs. 219-287; A. Castillo Pintado, «Los juros de Castilla. Apo-
geo y fin de un instrumento de crédito», Hispania, 23, 1963, págs. 43-70; M. Torres López y J. M. Pé-
rez-Prendes y Muñoz de Arraco, Los juros: Aportacion documental para una historia de la deuda públi-
ca de España, Madrid, Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, 1967; P. Toboso Sánchez, La deuda
pública castellana durante el Antiguo Régimen (juros) y su liquidación en el siglo XIX, Madrid, Institu-
to de Estudios Fiscales, 1987; A. Eiras Roel, «Deuda y fiscalidad en la Corona de Castilla en la época
de los Austrias. Evolución e historiografía», Obradoiro de Historia Moderna, 14, 2005, págs. 65-107.
Una publicación provisional más reciente es la de B. Yun y F. Comín, «Las crisis de la deuda pública
en España (siglos xvi-xix)», X Congreso Internacional de la AEHE, 8, 9 y 10 de septiembre de 2011,
Universidad Pablo de Olavide, Carmona. Disponible en: http://www.aehe.net/xcongreso/pdf/sesiones/
sesion-plenaria-a/crisis_yun_comin.pdf. Es una versión sin notas de un trabajo que al parecer se pu-
blicará por Cambrigde University Press en mayo de 2015 bajo el título «Spain: From composite mo-
narchy to nation-state, 1492-1914. An exceptional case?» en un volumen colectivo cooordinado por P.
K. O’Brian y B. Yun titulado The rise of Fiscal States. A Global History 1500-1914.
5
M. A. Echevarría Bacigalupe, «Cortes de Castilla y León y deuda pública: los juros (1575-
1598)», en AA.VV., Las Cortes de Castilla y León, 1188-1988, vol. 1, Valladolid, Junta de Castilla y
León, 1990, págs. 451-463; F. Ruiz Martín, La Monarquía de Felipe II, Madrid, Real Academia de la
Historia, 2003, pág. 139.
[142]
renta indefinida para él y para el resto de los poseedores que lo gozaran sucesiva-
mente por herencia o incluso por compra entre particulares previa aprobación de
la Real Hacienda y, por último, los «vitalicios» que tenían una duración limitada
a la vida del tenedor o, a veces, por la de este y la de un heredero. Todos los juros
emitidos para ser vendidos fueron «al quitar», mientras que los monarcas reser-
varon los «perpetuos» y «vitalicios» para entregarlos —al menos desde un punto
de vista formal—, como merced o recompensa.
Cada juro estaba ubicado en la tesorería de una renta concreta; por ejemplo
en las alcabalas de Toledo, en los puertos secos de Portugal o en el almojarifazgo
de Indias y tenían un orden de antigüedad que otorgaba a los poseedores la se-
cuencia temporal en la que cobrarían de forma que, cuando el número de juros
sobrepasaba el volumen de recaudación de una tesorería concreta, ese orden de
antiguedad marcaba la diferencia entre cobrar puntualmente, o hacerlo con retra-
so. Por esta razón en la definición de los juros no solo era importante marcar el
tipo de interés que cobrarían sus tenedores, también había que señalar si los títu-
los eran de primera, de segunda o incluso de tercera «situación», es decir, si eran
más antiguos o más modernos.
En el siglo xv e incluso en la primera parte del xvi la Real Hacienda puso en
circulación los tres tipos de juros mencionados pero a partir del siglo xvii, las
emisiones quedaron reducidas a los juros «al quitar» y por esa razón todos los
títulos de deuda del seiscientos que se situaron sobre nuevas rentas creadas en esa
centuria fueron de esta única categoría. Si en el siglo xvi la adquisición de deuda
pública había sido un negocio inequívocamente rentable para los subscriptores 6,
a partir del siglo xvii y, sobre todo, desde finales de los años 20 del seiscientos, los
rendimientos de la deuda consolidada empezaron a sufrir mermas definitivas
que ya no cesarían7. Unos descuentos que comenzaron por la reducción de los
intereses previamente pactados con la Corona y que continuaron con quitas di-
rectas sobre los rendimientos del capital que el poseedor del título debía recibir.
Estas quitas comenzaron en 1629 y 1630 y afectaron solo a los poseedores ex-
tranjeros de juros, aunque solo cinco años más tarde se extendieron a todos los
demás8. Cuando la medida comenzó a aplicarse se proclamó que era algo tempo-
ral y extraordinario si bien algo más tarde, como tendremos ocasión de compro-
bar, la Real Hacienda convirtió el procedimiento en un medio ordinario de finan-
ciación. Por esa misma razón estos descuentos, al principio, fueron compensados
con nuevos títulos de deuda pero más tarde ya no contaron con compensación
alguna.
6
A. Castillo Pintado, «El mercado del dinero en Castilla a finales del siglo xvi. Valor nominal y
curso de los juros castellanos en 1594», Anuario de Historia Económica y Social, 3-3, págs. 91-104.
7
A. Domínguez Ortiz, «Juros y censos en la Castilla del Seiscientos», en A. M. Bernal (dir.), Di-
nero, Moneda y Crédito en la Monarquía Hispánica, Madrid, Marcial Pons, págs. 789-806.
8
C. Sanz Ayán, Los banqueros y la crisis de la Monarquía Hispánica de 1640, Madrid, Marcial
Pons, 2013, págs. 65-68.
[143]
1. La situación heredada: reducción del rendimiento
de la deuda consolidada en los reinados de Felipe III y de Felipe IV
Las mermas que sufrieron los juros a lo largo del reinado de Carlos II no eran
una novedad. Cuando en 1598 llegó al trono Felipe III, los ingresos totales de la
Real Hacienda se calculaban en 9,7 millones de ducados, de los que casi la mitad
estaban destinados al pago de juros. Por esta razón desde 1601 se contempló la
posibilidad de modificar las condiciones en las que se había adquirido la deuda
pública con la subsiguiente protesta de las Cortes castellanas9. Sin embargo, las
protestas solo sirvieron para dilatar en el tiempo la decisión de modificar los tér-
minos de aquellos contratos en beneficio de la Real Hacienda. Así, coincidiendo
con el decreto de suspensión de pagos de 1607 y su posterior Medio General, en
enero de 1608 se dictó una pragmática por la cual se «crecían» los juros perpetuos
y vitalicios de 14.000 a 20.000 al millar, lo que en realidad significaba una rebaja
de los intereses previamente pactados de un siete por 100 a un cinco por 10010. El
modo de nombrar los tipos de interés «al millar», estaba instaurado en los proce-
dimientos contables desde la Edad Media y como muy bien señalaba Pérez de
Moya en su Manual de Contadores, «(...) 14.000 al millar quiere decir que, a razón
de 14 ducados, rentan uno»11.
Lo importante de la medida adoptada a comienzos del reinado del tercer Fe-
lipe no fue tanto el rendimiento que se obtuvo de ella, pues no afectaba a los juros
«al quitar» o amortizables que eran la mayoría; lo más relevante fue la novedad
del procedimiento. La maniobra, en teoría, permitía emitir nueva deuda en una
cantidad mayor sobre los mismos rendimientos fiscales gracias a que se pagaban
unos intereses más bajos. En la práctica el poseedor del juro tenía dos posibilida-
des: o dejaba el título tal cual y a partir de entonces cobraría una renta menor al
reducirse los intereses estipulados, o si quería seguir cobrando la misma renta que
antes del «crecimiento» estaba obligado a compensar con una nueva aportación
de dinero el principal de origen, para compensar de este modo la diferencia entre
el capital original que había invertido y el precio al que se crecía el juro. Cualquie-
ra de las dos decisiones comportaba un beneficio para la Real Hacienda. En estos
primeros crecimientos decretados en el reinado de Felipe III los tenedores de deu-
da optaron casi siempre por hacer nuevos aportes de principal.
9
«Señor. El Reyno cumpliendo con su obligacion y deseo del mayor seruicio de V.M. aunque ha
procurado antes que se promulgase la prematica y subida de los tributos, representan a V.M. los inco-
nuenientes della, no se le ha permitido, y compulso de la instancia que los vasallos de V.M... hazen
para que en su nombre suplique a V.M. se sirua... de mandar reueer este negocio... y a esse fin se pro-
ponen las razones que los dueños de los juros tienen, para pedir se les guarden sus contratos, sin alte-
rar ni disminuir los reditos que por ellos resultan» (Año 1601). Biblioteca del Palacio Real (BPR),
III-6464 (33).
10
M. Cuartas Rivero, «Los banqueros y el Medio General de 1608: organización y documenta-
ción en la Sección de la Dirección General del Tesoro, del Archivo de Simancas», en AA.VV., Fuentes
para la historia de la banca y del comercio en España. Actas del II Congreso sobre Archivos Económicos
de Entidades Privadas, Madrid, Banco de España, 1988, págs. 43-64.
11
J. Pérez de Moya, Manual de contadores en que se ponen en suma lo que un contador ha menester
saber y una orden para los que no saben escribir, con oírlo leer, sepan contar (...), Madrid, P. Madrigal,
1589, pág. 172r.
[144]
Durante el reinado de Felipe III la deuda pública creció de modo que 1618
solo quedaron libres de situación el 16 por 100 de las rentas reales, lo que equiva-
lía aproximadamente a 1,6 millones de ducados12. Eran además rentas que no se
contemplaban cantidades fijas como, por ejemplo, las Tres Gracias, el servicio
ordinario y extraordinario, los millones o el capital procedente de Indias.
En el reinado de Felipe IV se produjo una continua emisión de juros por par-
te de la Real Hacienda en mayor medida que nunca y se dio, además, una nueva
vuelta de tuerca a la manipulación de la misma. Si podemos calificar el reinado
de Felipe III como el de los «crecimientos», el de Felipe IV fue el de los «valimien-
tos», lo que no quiere decir que los crecimientos se abandonaran. De hecho, la
bajada unilateral de los intereses se siguió aplicando, pero ahora afectó a los juros
«al quitar» (amortizables) que habían sido comprados con la condición expresa
de que disfrutarían de los mismos intereses hasta su redención.
Sin embargo estas condiciones quedaron en papel mojado cuando por real
cédula de 26 de octubre de 162113 se ordenó crecer a 20.000 al millar —es decir,
bajar a un cinco por 100—, todos los juros que habían quedado exceptuados en
la pragmática de 1608 y se prohibió venderlos a terceros a mayor interés del ahora
estipulado. De nuevo, la mayoría de los tenedores de deuda se avinieron a pagar
la diferencia para no ver mermados sus rendimientos periódicos. El primer año
los beneficios de la operación fueron elevados, ya que la Corona obtuvo por este
sistema un capital extra de casi 3.000.000 de ducados14.
Respecto a las emisiones de deuda pública nueva, el principal problema con-
sistió en definir sobre qué rendimientos fiscales podían recaer. Cuando Felipe IV
accedió al trono la realidad era que las llamadas «rentas antiguas» estaban com-
pletamente enajenadas. Una parte habían sido vendidas a particulares y el resto,
aunque seguían siendo administradas por la Corona, estaban tan gravadas con
juros que apenas quedaba nada disponible, por tanto, si se pretendía hacer nuevas
emisiones de deuda consolidada, era preciso generar más «situado». La única
solución era crear nuevos recursos fiscales. Aparecieron entonces los cientos, el
papel sellado, la media anata de mercedes y, además, las rentas que hasta entonces
no habían soportado deuda pública porque se consideraban demasiado inciertas
en sus rendimientos, —por ejemplo, los millones—, comenzaron a gravarse con
juros a partir de 1626. También se situaron juros en rendimientos tan insospecha-
dos como el asiento de negros, es decir, en los rendimientos de las licencias otor-
gadas por la Corona para que consorcios de comerciantes pudieran introducir
legalmente esclavos africanos en América. Al menos esto fue así en el contrato
firmado en 1631 con dos asentistas portugueses situando la tesorería del mismo
para el pago de juros y otras libranzas en la propia casa de la Contratación15.
12
Archivo Histórico nacional (AHN), Consejos, juros, leg. 333, 60-61. Los diputados del medio
general de 1608 deciden desempeñar tres juros de 16.000 para crecerlos a 20.000 al millar.
13
AHN, Estado, libro 904.
14
P. Toboso Sánchez, La deuda pública castellana..., ob. cit., págs. 169-185.
15
«Sexto asiento de la Provisión de Esclavos Negros para las Indias Occidentales con Melchor
Gómez Ángel y Cristóbal Méndez de Sossa, residentes en Lisboa... En Madrid a 25 de septiembre
de 1631», en J. A. Abreu y Bertodano, Colección de los tratados de paz (...) hechos por los pueblos, re-
yes y Príncipes de España (...) hasta el feliz reinado de Felipe V, Parte II, Madrid, Juan de Zúñiga,
Antonio Marín y Viuda de Peralta, 1745, págs. 288-318.
[145]
Pero con todo, lo más llamativo de este período no fueron las emisiones de
deuda sobre nuevos ingresos, ni los crecimientos de los juros; los recortes defini-
tivos que se realizaron sobre los rendimientos del capital invertido en deuda con-
solidada, es decir, los «valimientos» y los «descuentos», fueron la auténtica
novedad.
Descuentos y valimientos respondían a una misma práctica. Consistían en
detraer para la Real Hacienda, parte de los intereses generados por los títulos de
la deuda que debían ir a manos de los particulares que la habían adquirido. Los
valimientos tenían carácter temporal mientras que los descuentos eran perma-
nentes. Cuando la detracción era transitoria (valimiento), lo único que tenía que
hacer la Corona era no pagar a los juristas una parte de sus réditos16, aunque se
trataba de considerar la operación como un préstamo forzoso que en algún mo-
mento se debería devolver. Por esta razón, el monarca, tras decretar el valimiento,
calmaba su conciencia ordenando se compensase con juros nuevos los secuestros
efectuados sobre los antiguos. La medida suponía, en realidad, una consolidación
de los atrasos que solo lograba incrementar el volumen del situado pero, desde un
punto de vista legal, respetaba el derecho de los poseedores. Paradójicamente en
los nuevos títulos se seguía prometiendo que no se les podría hacer descuento ni
rebaja alguna. El interés osciló entre 20.000 al millar (5 por 100) aunque también
los había de 30.000 (3,3 por 100) y de 34.000 (2,9 por 100)17.
A los nuevos juros se les denominó de «medias annatas» o de «tercias partes»,
dependiendo de si el descuento se había cifrado en la mitad o en un tercio del
rendimiento financiero originario. Normalmente eran colocados sobre los millo-
nes o sobre otras rentas nuevas. La Corona también vendió jurisdicciones, vasa-
llos y señoríos con cuyos capitales se intentó pagar a los interesados.
La aplicación de los «valimientos» se comenzó a contemplar desde principios
del reinado de Felipe IV. En mayo de 162218 se pidió al Consejo de Hacienda que
elaborase un informe del estado de las finanzas de la monarquía, en el que se
propusieron diversos arbitrios y por primera vez se sugirió al monarca que se
valiera de una quinta parte de los réditos de juros para dedicar el capital obtenido
a «desempeñar», es decir, a liberar de deuda, ciertos rendimientos de rentas reales.
Las medidas en este sentido comenzaron muy poco después.
La primera vez que la Corona se valió de una parte de los intereses fue en 1625
cuando dejó de pagar un tercio de las rentas de diferentes juros situados en Llere-
na, Merindad de Fuente el Maestre y de otros lugares de Extremadura y Andalu-
cía19. A partir de los años 1629-1630 se valió también de la media annata de los
juros pertenecientes a extranjeros. Al menos hasta 1634 estuvo en el ánimo de la
Real Hacienda devolver los secuestros de los réditos.
A partir de 1635 los valimientos dejaron de ser transitorios y prácticamente
no dejaron de aplicarse en ningún año posterior. Desde entonces se sistematizó el
16
J. Rodríguez del Barco, Tablas aritméticas para calcular los descuentos a que han estado y están
sujetos muchos de los juros situados sobre todo tipo de rentas comprendidas en el Real Patrimonio, BNE,
mss. 6749 fol. 98-100.
17
AHN, Consejos, juros, leg. 1869, núm. 397, fol. 4.
18
AHN, Estado, libro 904.
19
M. Artola, La Hacienda del Antiguo Régimen, Madrid, Alianza Editorial, 1982, pág. 155.
[146]
procedimiento contra la deuda pública y se procedió al secuestro de la mitad de la
renta que estaba en manos de extranjeros y de un tercio la de los naturales, aun-
que para 1637 se comenzó a descontar también la mitad de los réditos de los
juros que pertenecían a los naturales20. Desde 1660 la Corona no consideró sufi-
ciente el descuento de la media annata y comenzó a ejecutar otras quitas adicio-
nales de modo que los interesados empezaron a percibir, en el mejor de los casos,
del 30 al 45 por 100 de sus rentas.
Aunque cada año las detracciones variaban algo, en general podemos afirmar
que junto al descuento de media annata, formaban el grupo de los denominados
«descuentos ordinarios» una detracción adicional del 5 por 100 practicada a los
juros antiguos y otra, también suplementaria, del 15 por 100 a los modernos,
considerando «antiguos» aquellos que se habían comprado antes de 1635 y mo-
dernos los adquiridos después.
Curiosamente, el mantenimiento de ciertos servicios de abastecimiento mili-
tar o estratégico, estaban vinculados con el rendimiento de grandes paquetes de
deuda pública. Era el caso, por ejemplo, de la Armada del Mar Océano que para
su dotación tenía asignados juros considerados de buena calidad asignados a la
renta de las salinas de Andalucía21. La conservación de estos títulos y la gestión
de su rendimiento llegó a ser tan compleja a partir de que se generalizaron los
valimientos y descuentos, que se creó un oficio específico, el de Depositario Ge-
neral de los Juros de la Dotación de la Armada22, que no solo existió durante el
reinado de Felipe IV sino que se prolongó en el de Carlos II.
La consecuencia directa de todo este proceso de crecimientos, valimientos y
descuentos fue la depreciación de los títulos tanto en la primera emisión como en
lo que hoy llamaríamos el «mercado secundario», es decir, cuando el juro se ven-
día entre particulares previa aprobación de la Real Hacienda 23. Durante el si-
glo xvi ya había empezado a notarse esta devaluación pero lo habitual fue que se
cotizaran a su valor nominal. Sin embargo, a partir del siglo xvii lo verdadera-
mente extraño, y más desde las reducciones de 1621, fue encontrar juros que se
negociasen a su entero precio. A pesar de las disposiciones de 1608 y 1621 que
establecía que los títulos se compraran a unos precios fijos, la Real Hacienda no
pudo acomodar la cotización en el mercado a su propia normativa y si bien los
vendió formalmente a precios concordes con la legislación oficial vigente, en la
práctica solo lograba colocarlos en manos de los hombres de negocios cuando se
comprometía a pagar intereses superiores a los contemplados oficialmente. Por
ejemplo, en 1622, con motivo de las provisiones firmadas con los asentistas, estos
se negaron a aceptar a su precio nominal, juros de la primera situación sobre el
recientemente instituido servicio trienal del Reino de Castilla teniéndolos que ce-
20
En realidad todos los valimientos y descuentos practicados desde 1625 hasta 1675 son expues-
tos ordenada y detalladamente por Ripia en su Práctica de la Administración y cobranza de las rentas
reales, págs. 200-206. También en AHN, Estado, libro 904.
21
Archivo General de Indias (AGI), Indiferente General, 435, L9, fol. 42v.
22
AHN, Clero secular y regular, leg. 1866.
23
Un ejemplo de estos permisos en Real Academia de la Historia (RAH), 9/2311. Autorización
real de venta de un juro... pertenecientes a D. Juan Antonio de Vera y Figueroa y Zúñiga] [Manuscrito]:
dada en la villa de Madrid, a quince días de el mes de maio, año de el nacimiento de Nuestro Salvador
Iesuchristo, de mil seiscientos y sesenta y dos años.
[147]
der la corona al 75 por 100 de su valor24. Otros juros situados en rentas todavía
más antiguas, tuvieron que cederlos al 68 y al 65 por 100 de su valor real. Por
tanto, hay que establecer una clara distinción entre el tipo de interés oficial al que
se vendía el juro y el que finalmente cobraba el asentista. En la práctica, en el
siglo xvii, a pesar de las restricciones que fijaron los tipos de interés en 20.000 al
millar (5 por 100) Felipe IV entregó títulos con intereses del 10 por 100 y aún más
altos25 aunque teóricamente era ilegal.
En 1628, año en que se decidió liquidar la suspensión de pagos del año ante-
rior con juros impuestos sobre las rentas de salinas y los millones26, se contabili-
zaron con una depreciación que oscilaba entre el 20 y el 25 por 100 de su valor
nominal. Por tanto para estas fechas, los asentistas jamás aceptaron los juros a su
entero precio y la Corona no tuvo más remedio que transigir. El descrédito de los
juros llegó a tal punto que a partir de 1656, el propio Consejo de Hacienda empe-
zó a poner todo tipo de condiciones para tomarlos como fianza de los arrenda-
mientos de rentas reales27. Por ejemplo, debían ser juros de primera «situación»
y debían estar sustentados en rentas que la Real Hacienda considerara sólidas.
La consecuencia directa de todos estos procedimientos fue que la deuda, con-
siderada una inversión muy interesante para la mayoría de sus poseedores en el
siglo xvi, parece que dejó de serlo a partir del primer cuarto del siglo xvii. De
hecho, el último monarca que consiguió vender juros de forma voluntaria sin
forzar a los compradores fue Felipe II. Tanto Felipe III como, sobre todo, Felipe IV,
emitieron enormes paquetes de títulos pero no para venderlos directamente a
particulares, sino para entregarlos a través de dos procedimientos.
El primero fue como pago de secuestros forzosos. Normalmente en compen-
sación por la incautación de los réditos de la deuda que se iban a practicar y que,
en un principio, se pensaban devolver aunque fuera con nuevos títulos. También
se entregaron juros en pago de secuestro de metales preciosos o para consolidar la
deuda a corto plazo contraída con los asentistas. Esta gran avalancha de juros
emitidos durante el siglo xvii vino determinada por la necesidad de compensar a
los hombres de negocios por sus asientos; sobre todo, a raíz de las suspensiones
de pagos decretadas por Felipe III y Felipe IV. Solo como consecuencia de las
cuatro suspensiones de pagos decretadas por Felipe IV, se consignaron a los asen-
tistas más de 35 millones de ducados en renta de juros de forma que absorbieron
durante el siglo xvii más del 70 por 100 de los títulos emitidos por la Corona. Los
contratos de adjudicación de estos juros, de los que ha quedado una amplia hue-
lla documental, son distintos de las cartas de privilegio adjudicadas a particulares
ya que en las segundas el tenedor se convertía en un rentista pero en las primeras
se consolidaba una deuda que tenía pendiente la Corona de forma explícita. Las
condiciones en las que se les entregaban los títulos solían ser muy ventajosas y se
24
AGS, Consejo y Juntas de Hacienda (CJH), leg. 419.
25
AHN, Sección Diversos, Juros leg.1853, núm. 103.
26
Acuerdo que el reyno hizo en quinze de Iulio de mil y seiscientos y veinte y ocho años de seryir a su
Magestad con deziocho millones por nueue años, pagados dos ... incluyendo en ellos los quinientos mil
ducados de juros, que dio consentimiento para que su Magestad los pudiesse vender (1628), El Reyno oyó
atentamente (1628), Madrid, Biblioteca del Senado (BS), 38253(42).
27
AGS, CJH, leg. 1025.
[148]
realizaban con un importante quebranto para la Real Hacienda ya que esta entre-
gaba a los banqueros juros con valores nominales al 5 por 100 (20.000 al millar),
pero a ellos se les contabilizaba a un interés mucho más elevado que podía alcan-
zar un 12,5 por 100 (8.000 al millar), 10 por 100 (10.000 al millar) y 7 por 100
(14.000 al millar)28.
Este hecho se puede apreciar, por ejemplo, en la real cédula de 20 de agosto de
1628 en la que se salda una cuenta de 12.149.390 maravedíes que se tiene pendien-
te con Octavio Centurión. Se le paga en juros con un interés legal de 20.000 al
millar (5 por 100), pero en realidad se le entregaron títulos no por los 12.149.390
maravedíes que se le debían sino por 14.293.400, con lo que el asentista obtenía
un beneficio de 2.144.010 maravedíes en cuanto colocara los títulos en el merca-
do, o lo que es lo mismo, con una ganancia de 6,66 por 10029.
El segundo mecanismo arbitrado por la Real Hacienda para colocar deuda
consolidada en manos de particulares fueron las ventas forzosas de emisiones
completas de juros. El rey a través del Consejo de Hacienda que a su vez lo tras-
mitía al Consejo de Castilla, ordenaba la compra de juros a ciertas personas o
instituciones —ya fueran servidores de la Casa Real, ministros, cofradías de mer-
caderes o personas de posición acomodada—, obligando, por ejemplo, en el caso
de los altos «funcionarios», a que dedicaran el sueldo completo de un año a la
compra de deuda consolidada. Ese tipo de operaciones se hizo por primera vez
en 163130. A partir de 1634 se ordenó a todos los ministros de Tribunales y Con-
sejos que compraran juros y a los corregidores se les pidió que efectuaran en sus
distritos las diligencias necesarias para atraerse a particulares dispuestos a adqui-
rirlos. Como la diligencia no arrojó los resultados que se pretendía, a partir de 1637
también ellos mismos fueron obligados a invertir en aquellos títulos. Por ejemplo,
en las escrituras que otorgó ese año el reino de Castilla en Cortes, sobre el servicio
de 9 millones en plata se disponía que se obligaría a comprar a ciertas personas
100.000 ducados de renta a 14.000 al millar para obtener un capital de 1,4 millo-
nes de ducados. Resulta curioso que en este afán por encontrar compradores de
deuda, el rey emitiera licencias que permitían adquirir juros a gentes que por ley
no podían hacerlo, por ejemplo los ministros y contadores del Consejo de Ha-
cienda y de las contadurías. Los abusos a los que debió dar lugar la compra de los
títulos en manos de estos servidores justificó que el 27 de febrero de 1665, solo
meses antes de morir, Felipe IV instara a las autoridades hacendísticas para que
no se dieran nuevas licencias aunque el intento de prohibición no resultó contun-
dente ya que señalaba en su real orden que se procurara evitarlas «cuanto fuese
posible»31.
Conforme transcurrieron los años, las exigencias al personal dependiente de
la administración real y a particulares destacados se fueron haciendo más duras.
28
Véase T. Toboso Sánchez, La deuda pública castellana..., ob. cit., pág. 163.
29
AHN, Consejos, Juros, leg. 285. Real Cédula de 20 de agosto de 1628. Sobre la carrera profesio-
nal de Octavio Centurión véase C. Sanz Ayán, Un banquero en el Siglo de Oro. Octavio Centurión el
financiero de los Austrias, Madrid, La Esfera de los Libros, 2015.
30
A. Domínguez Ortiz, Política y Hacienda de Felipe IV, Madrid, Editorial de Derecho Financie-
ro, 1960, pág. 322.
31
F. M. de Mena, Tomo Tercero de Autos acordados que contiene nueve libros por el orden de títulos
de las leyes de Recopilación, Madrid, Joaquín Ibarra, 1782, pág. 83.
[149]
Un decreto de 14 de mayo de 1640 disponía que para poder saldar parte del im-
porte de los asientos pendientes de ese año, se solicitase a corporaciones y parti-
culares que invirtieran en juros un millón y medio de ducados prometiendo no
manipular estos juros jamás. Una promesa que los interesados sabían que nunca
se cumpliría. Entre ellos se encontraban los oficiales de la Casa de la Contrata-
ción que fueron requeridos con idéntico procedimiento al año siguiente y cuya
orden hubo de ser repetida en varias ocasiones para que fuera obedecida32.
Aunque era el Consejo de Hacienda el que administraba los ingresos obteni-
dos por este sistema, fue el consejo de Castilla el que asumió la dura tarea de
persuadir con una mezcla de súplicas y de amenazas a los elegidos para que ad-
quiriesen los títulos que resultaba tan difícil colocar. También en 1641 se ordenó
a las Cajas Reales de Indias que compraran juros por un importe de 1,2 millones
de ducados y la extensión hacia otros colectivos de este tipo de presión fue cre-
ciendo hasta alcanzar a los más insospechados. Por ejemplo, en 1649 los labrado-
res portugueses de Osuna se querellaron contra Francisco Roco y Córdoba, caba-
llero de Santiago perteneciente al Consejo de Castilla, oidor en Sevilla y veinti-
cuatro en Córdoba, por forzarles a pagar 200.000 maravedíes por vía de préstamo
para compra de juros33.
De todas estas operaciones de compra forzosa una de las más polémicas fue
la que se puso en marcha en 1646, cuando se decidió recaudar 1,4 millones de
ducados por venta de juros repartidos entre las diferentes provincias del reino34.
A cada partido se le asignó un cupo y los corregidores elaboraron relaciones del
porcentaje que correspondería a cada vecino. La Corona tenía una necesidad tan
imperiosa de colocar los títulos que en esa tesitura solicitó que se elaborase un
censo de la población de cada provincia35. El interés que se ofreció fue muy alto,
de un 10 por 100, aunque, como sabemos, no era legal.
Otro tanto ocurrió con la nobleza titulada. Unas relaciones que se encuentran
en la sección de la Contaduría Mayor de Cuentas del Archivo de Simancas36,
reproducen la venta forzada de paquetes de juros, entre 1649 y 1671, gestionada
por Ventura Donis37 para cubrir los gastos de los presidios de España (defensas
costeras de San Sebastián, Fuenterrabía, Ibiza, Mahón, Jaca, Melilla, Peñón,
Orán, Gibraltar, Cartagena, Málaga.). Las mayores cantidades fueron suscritas
por el duque del Infantado38, el de Medina Sidonia, el de Medinaceli o el duque
32
Carta de Fernando Ruiz de Contreras al presidente y oficiales de la Casa de la Contratación sobre
el cobro del préstamo de los 16.000 ducados pedido por S.M. a los ministros de esa casa en forma de
trueque de plata a vellón y sobre la compra de juros exigida a dichos ministros hasta en cantidad de 10.000
ducados (Madrid, 2 de abril de 1641). A.G.I., Indiferente General, 435, l.10, fols. 299v-300.
33
AHN, Consejos (Consejo de Castilla), leg. 25.783, exp. 15.
34
AGS, Cámara de Castilla (CCA), DIV, 24,1. Cada ciudad cabeza de partido hubo de recibir el
«repartimiento», en este caso el de Ávila que ascendía en su totalidad a 891.000 maravedíes.
35
AGS, Diversos de Castilla. Véase también A. Domínguez Ortiz, Política y Hacienda..., ob. cit.,
pág. 323. En algunas provincias se hicieron listas de vecinos que tomaron los juros con mucho detalle.
En Jaén, en concreto, se especificaban las calles y plazas donde vivían los compradores de juros.
36
AGS, Contaduría Mayor de Cuentas (CMC), 3.ª época, legs. 80, 88 y 96.
37
C. Sanz Ayán, «Blasones son escudos: El ascenso económico y social de un asentista del rey en
el siglo xvii. Ventura Donis», Cuadernos de Historia Moderna, 20, 1998, págs. 33-57.
38
AHN, Nobleza, Osuna C. 2037 D.3. Privilegios de juros otorgados por Felipe IV a favor de los Du-
ques de Pastrana y del Infantado situados en la renta de Millones de Guadalajara, 22 de octubre de 1648.
[150]
de Nájera, con compras de 489.600 maravedíes de principal, aunque el mayor in-
versor fue el duque de Medina de las Torres con 734.200. No obstante el resto,
suscribieron, en su mayoría, paquetes de 122.400 maravedíes.
La aplicación de los valimientos y descuentos sobre la deuda consolidada
generó un mecanismo de defensa prácticamente inmediato por parte de los tene-
dores de deuda: la solicitud elevada al rey de la concesión de «reservas». Su apli-
cación permitió que determinados juros quedaran exentos de las medidas recau-
datorias, es decir, «reservados», tal y como se expresaba en la época.
Todos los juristas quisieron conseguir este privilegio y presentaron solicitudes
a la Real Hacienda para tal fin, que canalizaron por distintas vías desde el mismo
momento en que comenzaron las quitas. Por ejemplo, el 18 de marzo de 1636 el
marqués de Leganés escribió a Felipe IV solicitando que la media anata que se
había aplicado a los juros castellanos que poseían extranjeros —particularmente
milaneses y genoveses—, no se aplicara en su totalidad tal y como contemplaba el
decreto. Solicitaba que de las doce mensualidades que los juristas debían cobrar
por sus títulos —y que por la aplicación del descuento se reducirían a seis—, co-
braran al menos diez, es decir, en lugar de aplicar un descuento del 50 por 100 de
los rendimientos pedía que se ejecutase solo un 17 por 10039.
También fundaciones religiosas simbólicas, como el monasterio de El Esco-
rial, se apresuraron a obtener y conseguir exenciones en fechas muy tempranas,
por ejemplo en 1646, en plena campaña de presión sobre los poseedores de deu-
da40. Ante la avalancha de solicitudes de exención, que además se repetían año a
año ya que los valimientos se decretaban por anualidades, los organismos encar-
gados de ratificarlas —normalmente una serie de juntas desgajadas del Consejo
de Hacienda— se vieron obligados a reglamentar qué juros quedarían exentos de
los descuentos y valimientos. Tanto las peticiones como la concesión de la solici-
tud originaron un nuevo tipo de documento expedido por la Contaduría de Ha-
cienda denominado «certificación de reserva»41. El número de juros que se aco-
gió a este derecho fue creciendo a los largo del siglo xvii.
No obstante siempre hay que tener en cuenta que la potestad de la Monarquía
para respetar o no su propia legislación, hizo que en determinados momentos
estas reservas no valieran. Por ejemplo en 1635, al recortar un tercio de los réditos
de los juros, se ordenó abiertamente que no se tuvieran en cuenta las que se ha-
bían expedido42.
Desde 1649 las reservas estuvieron reglamentadas. De modo automático que-
daron incluidos en ellas los juros pertenecientes a ciertas instituciones eclesiásti-
cas y los asignados a la celebración de festividades religiosas de asistencia obliga-
da. Eran los llamados «Cuatro géneros» que afectaban al mantenimiento de los
39
AGS, Estado, leg. 3593 (115). 18 de marzo de 1636. Carta del marqués de Leganés a Felipe IV
sobre el acuerdo de reducción de juros a los naturales de Milán y Génova.
40
El Rey. Por quanto por el Prior, y Conuento Real de San Lorenço se me ha representado, que
auiendole hecho merced de reseruarle la media anata de sus juros por este presente año de mil y seiscien-
tos y quarenta y seis, para que tuuiesse efecto, auia pedido despacho en la Iunta de juros, Biblioteca del
Real Monasterio del Escorial, 130-VI-2(38).
41
Estas certificaciones se encuentran en AHN, Consejos, Juros, legs. 2010-2011; 2013-2015 y 2017-
2018 y AGS, Contadurías Generales (CC.GG.), legs. 1569-1603 y 2673.
42
AHN, Diversos, juros, leg. 2030 Madrid, 13 de marzo de 1635.
[151]
monasterios de monjas, a la redención de cautivos, al sustento de los hospitales y
establecimientos de caridad y al sufragio de los gastos para la celebración de la
festividad del Santísimo Sacramento, es decir, del Corpus Christi.
La firma de concordatos con la Santa Sede que incluían la prorrogación de
excusados y subsidios, tal y como ocurrió en 1659, también derivó en la exención
de descuentos en todos los juros que perteneciesen a las mesas capitulares43. A
partir de octubre de 166144 se unieron a la exención colectiva «por causa de pie-
dad», tal y como figura en la real cédula que lo aprobaba, los juros destinados a
sostener las misas celebradas por las ánimas del purgatorio siendo denominados
a partir de entonces, los juros de los «cinco géneros»45. Del mismo modo se fue-
ron incluyendo los pertenecientes a la Compañía de Jesús, a los Santos Lugares
de Jerusalén, a la Inquisición, a las obras pías de patronato Real46 y a las iglesias
que habían suscrito la concordia para la colectación del subsidio y del excusado47.
Por tanto, las instituciones eclesiásticas en general, conquistaron un espacio de
exclusión de las quitas de deuda que muy pronto provocaron trampas y dispara-
ron la especulación.
Personas influyentes compraron juros a un precio muy bajo consiguiendo lue-
go, tras sucesivos procesos, incluir los juros entre los reservados. En ocasiones los
tenedores hicieron valer sus influencias en la corte e incluso alegaron falsos argu-
mentos para conseguir las reservas, realizándose negocios más o menos oscuros,
como ponen de relieve ciertos testimonios de finales del siglo xvii. Por ejemplo, en
un manuscrito de diversos de Hacienda que se encuentra en la Biblioteca Nacional
se dice explícitamente:
(...) muchos juros se han comprado por seglares naturales de estos reinos que
todavía paran en poder de seglares cuyos privilegios tienen condición y facultad
de poder traspasar a iglesias, monasterios, personas de orden y religión. Estos
cada día se van aplicando a obras pías, lugares píos, capellanías y dotaciones, con
simulación y fingimiento o con sinceridad y buena fe, lo que es bien dificultoso
de averiguar48.
43
Archivo Capitular de la Catedral de Segovia. (ACP), L-111-18.
44
Biblioteca Histórica de Valencia (BVAL), XVII/F273, Real Cédula, Madrid, 24 de octubre
de 1661.
45
AHN, Consejos, Juros, leg. 1990, núm. 2.
46
Algunos ejemplos ilustran esta afirmación. AHN, Consejos, Juros, leg. 8. El provincial de la
Compañía de Jesús de Castilla la Vieja poseía un juro de 18.750 maravedíes de renta anual situado
sobre las alcabalas de la Alpujarra de Granada que cobró íntegro hasta 1727 en que se bajaron sus
intereses percibiendo desde entonces 11.250 maravedíes.
47
Así quedaba reflejado en las escrituras de concordias suscritas para este fín. Véase Escritura de
concordia otorgada por los señores diputados de la Santa Iglesia de Toledo en su nombre y el de los cabil-
dos de las demás santas iglesias y estado eclesiástico destos reynos de la Corona de Castilla y León, sobre
la colectación cobranza y paga de la gracia del Subsidio del vigésimo sexto quinto quinquenio...,Madrid,
15 de abril de 1593, BNE 2/38464.
48
BNE, mss. 11.028.
[152]
conde un fraude a la Real Hacienda del mismo modo que conventos y monaste-
rios constituyeron oasis de fraude para resistir la fiscalidad indirecta ejercida so-
bre los consumos49. Las exenciones de juros asimilados a instituciones eclesiásti-
cas para que, solo tras la muerte del titular, pasaran a poder de las respectivas
instituciones parece que fue una realidad. Era un trato rentable para las dos par-
tes; para el particular que podía mantener el producto completo de sus títulos de
deuda y para el establecimiento eclesiástico que se aseguraba los juros tras la
muerte del titular.
Parece evidente que al menos desde 1661, muchos juros se pusieron en cabeza
de capellanías y obras pías para escapar a los descuentos y también que gentes
que no tenían otra posibilidad, vendieron sus títulos a eclesiásticos por bajos pre-
cios y que más tarde estos lograron las exenciones de manera que los títulos se
revalorizaron50. Por tanto, a comienzos del reinado de Carlos II, los juristas ha-
bían quedado clasificados en diversas clases y mientras a unos se les concedía el
privilegio de cobrar íntegros sus intereses, para otros los rendimientos de su capi-
tal habían quedado reducidos a la mínima expresión e incluso anulados.
49
B. Cárceles de Gea, «La contribución eclesiástica en el Servicio de Millones (1621-1700)», en
E. Martínez Ruiz, V. Suárez Grimón y M. Lobo Cabrera (eds.), Iglesia y sociedad en el Antiguo Régi-
men, Las Palmas de Gran Canaria, Universidad de las Palmas, 1993. págs. 439-448.
50
AHN, Estado, Libro 904.
51
Don Carlos Segundo deste nombre por la gracia de Dios, Rey de Castilla... y la Reyna Doña Ma-
riana de Austria su madre, como tutora... y Gouernadora... Por quanto el Rey mi señor... diò Titulo del
oficio de Corredor major de ventas de juros, y seguros, que se hazen en esta Corte, y Villa de Madrid, a
Iuan Iorge Polero (1666), BNE, V.E./192-83.
52
Un resumen de todos los descuentos efectuados sobre los juros en el reinado de Carlos II en
J. de la Ripia, Práctica de la Administración..., ob. cit., págs. 193-201.
[153]
Durante la primera parte del reinado la continuidad en los procedimientos del
reinado de Felipe IV siguió siendo la norma. Por ejemplo desde 1660 esos des-
cuentos fueron el 5 por 100 sobre los juros antiguos (comprados antes de 1635) y
el 15 por 100 sobre los modernos (los adquiridos después). De manera que los
tenedores de juros solamente percibían entre el 30 y el 45 por 100 de los intereses
que nominalmente les correspondía. A partir de ese momento todo se complicó
aún más. Entre 1662 y 1665 se aplicó la media annata y además un 20 por 100
añadido a los juros antiguos y un 10 por 100 más a los modernos a excepción de
los juros de los cinco géneros.
En el inicio del reinado de Carlos II la gestión de los intereses de la deuda por
parte de la Real Hacienda apenas se distinguió de lo que se venía haciendo con
anterioridad. Se aplicaron enrevesados descuentos añadidos a la media annata
que solían diferir de un año para el siguiente y que a veces tuvieron algunas com-
pensaciones formales y otras veces no, aunque la tónica general fue procurar dis-
minuir los intereses paulatinamente aunque sin tomar medidas drásticas y, sobre
todo, unitarias. En concreto, en 1666 se siguió aplicando la media anata aunque
a las excepciones de los «cinco géneros» hubo que sumar los juros entregados
directamente a los hombres de negocios que se situaron en el derecho del primer
uno por ciento y que este año no tuvieron descuentos.
En 1667 a los títulos al quitar se les aplicó la media annata además de un 5 por
100 adicional para los antiguos y un 15 por 100 para los modernos, por tanto, 55
y 65 por 100 de descuento respectivamente. También los juros de merced —es
decir los que no habían sido comprados a la Real Hacienda sino entregados por
esta como parte de un servicio—, experimentaron una merma del 65 por 100 que
procedía de la media annata ordinaria y del descuento adicional del 15 por 100.
Para 1668 los descuentos adicionales se elevaron: 60 por 100 para los antiguos
y 70 por 100 para los modernos, aunque se decidió dar satisfacción de la media
annata retenida con nuevos juros. Las mermas de 1669 se complicaron todavía
más. Los juros que tenían un interés del 5 por 100 (20.000 al millar) sufrieron
media annata, igual que los de merced, mientras los que fueron adquiridos a un
interés del 4 por 100 (25.000 al millar), experimentaron descuentos del 15 y del 35
por 100 según si eran antiguos o modernos. Además no se dio ningún tipo de sa-
tisfacción por las quitas.
De nuevo se aplicó la media annata en 167053 aunque los juros aplicados al
mantenimiento de presidios y de patronatos reales no tuvieron descuentos. Se
aplicó un 10 por 100 adicional a los de merced que excedieran de 500 ducados de
principal y no se contemplo ningún tipo de satisfacción diferida por estos des-
cuentos. Hacia 1670 los intereses nominales de los juros representaban algo más
de 9 millones anuales de ducados, lo que suponía un capital de 150 millones de
principal.
A partir de 1671 la acumulación de descuentos provocó la anulación comple-
ta de los intereses de algunos títulos. Fue la llamada «annata entera» que afectó a
53
La Reyna nuestra Señora ... por su Real orden de diez y siete de Enero passado deste presente año
de mi seiscientos y setenta, ha sido servida de mandar que por este dicho año se retenga la media anata de
todos los juros perpetuos, y al quitar, que ay, situados en las rentas de millones y otros servicios, 30 de
abril de 1670, Archivo Municipal de Segovia, 859-10 (6).
[154]
los que gozaban de los juros aunque no eran sus originales destinatarios. Eran los
llamados «cesionarios» y a estas alturas eran la mayor parte de los poseedores de
deuda, si bien la Real Hacienda propuso darles satisfacción del 10 por 100 de lo
descontado en ese año. En 1672 y 1673 se aplicó de nuevo la media annata y los
descuentos añadidos, haciendo distinción entre los juros antiguos y los modernos
y también entre los poseedores iniciales y los cesionarios, pero se entregaron nue-
vos juros para satisfacer las mermas aunque solo por el importe de la media an-
nata. Esta deferencia no volvió a contemplarse en los siguientes años. Los peor
parados fueron los cesionarios que en 1672, 1674, 1675 y 1676 tuvieron descuen-
tos del 65 por 100 y en 1673 del 70 por 100, siempre reservados de todo ello los
aplicados a los «cinco géneros».
No obstante, la política de reservas continuó en esta primera etapa del reina-
do de Carlos II como en el precedente. Tanto los «cinco géneros» como los ecle-
siásticos54 y miembros de la nobleza, lograron reservar sus juros de descuentos. A
partir de 1677 con el gobierno de don Juan José de Austria55, los descuentos sobre
los intereses de la deuda adoptaron un carácter diferente ya que se decidió anular
grandes paquetes. El 23 de enero de 1677 don Juan hizo su entrada triunfal en el
Buen Retiro y a partir de ese momento envió un decreto a los Consejos en los que
se invitaba a ministros y subalternos a practicar una gestión leal desterrando in-
moralidades56. En ese contexto, para 1677 se anularon grandes paquetes de deuda
utilizando como criterio la antigüedad de la adquisición de los títulos. La fecha
«frontera» establecida a tal efecto fue la de 1635, que era la que se venía utilizan-
do para distinguir los juros modernos de los antiguos.
Se decretó una medida correctora ejemplar: que los títulos antiguos adquiri-
dos antes de 1635 perderían la mitad de su valor reteniendo además de la media
anata de intereses, una prima subsidiaria del 5 por 100. Respecto a los juros mo-
dernos, es decir, los adquiridos después de 1635, también perderían la mitad de su
valor y se aplicó además de la media annata, una prima de descuento adicional de
un 15 por 100. Este severo añadido para los juros modernos se aplicó porque se
consideraba que estos títulos habían sido adquiridos mediante prácticas especu-
54
La Reyna Gouernadora. Assiento y escritura de Concordia con la Santa Sede que se celebro... en
onze de febrero del año passado de mil y seiscientos y sesenta y seis, sobre la administracion, colecturia,
cobrança, y paga de la gracia y excusado, con el capítulo en el que su magestad fue seruido de hazer mer-
ced al Estado Eclesiastico de reseruar de los juros que tuuiessen los Cabildos eclesiásticos. Dada en
Madrid, 15 de diciembre de 1667 y copia en 1668. Catedral de Segovia (CS), Archivo Capitular (AC),
L-110-39 y también La Reyna Gouernadora. Por quanto en el assiento y escritura de concordia, que se
celebró de orden mia con la Congregacion de las Santas Iglesias Metropolitanas y Catedrales de estos
Reynos de la Corona de Castilla y Leon en dos de Diziembre de el año proximo passado, sobre la admi-
nistracion, colecturia... ay vn capitulo del tenor siguiente. Que por quanto su Magestad fue seruido de
hazer merced al Estado Eclesiastico de reseruar de los juros que tuuiessen, Cédula dada en Madrid, 8 de
febrero de 1666 y copia en 1666, CS, AC, L-111-10.
55
J. Castilla, «El “valimiento” de don Juan José de Austria (1677-1679)», Espacio, Tiempo y For-
ma, Serie IV, Historia Moderna, t. 3, 1990, págs. 197-211. Su acceso al gobierno en BNE, Mss. 18740,
exp. 29, fols, 19 y 20. «Pleito Omenaje hecho por los Grandes Señores»; AHN, Estado, leg. 879,
fols. 279-282; BNE, Mss. 2034, fols. 181 y 182; BNE, Mss. 18211, fols. 19-21; P. Becerra y Serrano,
Panegírico legal y político sobre las dos resoluciones que se han obrado en el retiro de Carlos II y Feliz
venida de Don Juán José de Austria a esta Corte del Reino de Aragón, BNE, V.E./203-7.
56
BNM, Mss. 2289, fols. 55-56. Decreto de 10 de febrero de 1677.
[155]
lativas extremas57. De este modo, la deuda consolidada quedaría reducida en más
de un 50 por 100. No obstante, la capacidad de ejecutar tan drástico decreto pa-
rece que no fue efectiva, ya que a partir de 1677 se siguió publicando anualmente
la quita de la media annata de todos los juros, más 5 por 100 a los juros antiguos,
10 por 100 a los modernos y 15 por 100 a los cesonarios de mercedes.
Hubo que esperar a 1683, en pleno gobierno Medinaceli, para encontrar me-
didas novedosas efectivas. Se decretó entonces aplicar, según real cédula de 29 de
julio de ese mismo año que tendría efecto para 1683 y 1684, la annata entera de
todos los juros compuestos de media annata, es decir, se renunciaba a seguir pa-
gando los juros que se habían generado para compensar las medias annatas eje-
cutadas desde 1635. Al resto de los títulos se les aplicó la media annata tradicio-
nal más 5 por 100 a los juros antiguos, 15 por 100 a los modernos, y 35 por 100 a
los cesionarios, aunque siempre exceptuando los pertenecientes a los «cinco géne-
ros». Este mayor empeño en descargar una parte de los efectos de la deuda no
significó que las reservas dejaran de pedirse58 y concederse, sobre todo si estaban
vinculadas a obras pías.
En 1685 se prorrogaron los efectos de la real cédula de 1683 y además se revi-
saron las adquisiciones ilegales de títulos. Comenzó entonces una revisión que se
pretendía rigurosa de manera que algunos juros quedaron totalmente anulados,
por estimar devuelto con creces el capital del préstamo y reducidos otros al 75 o
50 por 100 de su valor nominal. A raíz de la operación de 1685, la Corona se
ahorró el pago de unos cuatro millones de ducados en intereses de juros. En 1686
a los descuentos aplicados en 1685 se añadió un 4 por 100 más aunque los juros
vitalicios que eran propiedad de militares y viudas que no excedieran de 300 du-
cados de principal quedaron exentos de descuentos.
En un impreso anónimo de 1686 titulado «Desempeño del Patrimonio
Real»59 se afirmaba que los dueños de los juros que no tenían cabimiento los
vendían en el mercado secundario al 6 por 100 de su valor nominal y se denuncia-
ba que los que gozaban de privilegios, ya fueran nobles o eclesiásticos, y los hom-
bres de negocios que podían hacer valer estos juros como «moneda de decreto»,
los compraban a bajo precio y conseguían luego cobrarlos íntegramente en teso-
rería.
También en 1687 Manuel Álvarez Osorio y Redín en el memorial titulado
«Celador General para el bien común de todos»60, denunciaba la mala adminis-
tración que se observaba desde hacía cuarenta años en la gestión de la deuda
57
A. Castillo Pintado, «Los juros de Castilla. Apogeo y fin de un instrumento de Crédito», His-
pania, XXIII, 1963, págs. 65-66.
58
Señor. El Colegio de V. Magestad, con el titulo de San Phelipe y Santiago, en la Universidad de
Alcalà ... Suplica à V. Magestad, con el mayor rendimiento, se sirva expedir su Real Decreto, para que se
le reserven de todos desquentos y valimientos, los juros de su dotacion ò en su defecto se espera de la real
paterna magnificencia de V. Magestad, Año 1683 AÑO 1683. RAH, 14/11556(14).
59
J. Cangas Arguelles, Diccionario de Hacienda con aplicación a España, vol. 2, Madrid, Imprenta
de D. Marcelino Calero, 1834, pág. 28.
60
M. Álvarez Osorio y Redín, Discursos político-económicos: Discurso universal de las causas que
ofenden esta Monarquía y remedios eficaces para todas. Extensión política y económica, y la mejor pie-
dra de toque y crisol de verdades, para descubrir los tesoros que necesita esta Católica Monarquía. Cela-
dor general para el bien común de todos, BNE, V.A. Mss/6659, fols. 162r-164r.
[156]
consolidada. El problema, según el arbitrista, se arrastraba desde mediados de la
década de los 40. En ese escrito, dedicaba el punto primero a cómo «Descubrir los
fraudes de los juros» considerando que el principal problema era que las cuentas
no estaban «fenecidas» en la contaduría y que la connivencia de los contadores
permitía que siguieran cobrando réditos personas que en realidad eran deudores
de la Real Hacienda. Desde 1687 en adelante se dio orden para hacer todos los
años los mismos descuentos, mientras los «cinco géneros» conservaron su exen-
ción pero retocada. El retoque consistió en que los juros comprados antes de 1640
se pagarían íntegramente, pero los adquiridos después de esa fecha sufrirían me-
dia annata. La decisión parecía recoger los ecos de voces críticas como la de Ál-
varez Ossorio que consideraban que «es contra caridad hacer mercedes dando
lugar a que se destruyan los vasallos y rentas reales».
Estos decretos obligaron a monasterios y congregaciones a poner al día el in-
ventario de sus rentas según la nueva directriz que se reiteró en 168961, si bien los
establecimientos de fundación ancestral como por ejemplo, la iglesia magistral de
Alcalá de Henares, siguieron conservando sus privilegios62.
Finalmente, en la última década del siglo y del reinado, concretamente en 169663,
se acometió una reforma administrativa que pretendía atajar algunos de los abu-
sos denunciados décadas atrás. En concreto se rehabilitaron las competencias de
la contaduría de mercedes pertenecientes al Consejo de Hacienda que habían sido
usurpadas por los tesoreros y los arrendadores de rentas, de forma que muchas
operaciones de reconocimiento de títulos para su cobranza no habían quedado
registradas en los libros de esa contaduría y además los arrendadores habían ex-
pedido poderes legitimando la propiedad de los títulos, lo que había generado
una importante bolsa de fraude.
Por lo visto hasta aquí, el reinado de Carlos II resultó un puente necesario
entre los desórdenes que la deuda pública consolidada había experimentado des-
61
Relacion de la Renta de Juros que en el año de 1681. enian la Abadesa, y Religiosas del Convento
de San Plazido, Orden de San Benito de esta Corte, situados en diferentes Rentas Reales, y servicios de
millones por diferentes Privilegios, como parece de las doze Certificaciones dadas por los Contadores de
Relaciones, y del Reyno. Los Juros que tienen cabimento, y à lo que han quedado reducidos conforme las
ordenes generales de los años de 1686. y 1689. Lo que su Magestad se ha valido, y lo que importa la renta
de los juros, que no han tenido cabimiento hasta fin del año de 1693, AHN, Biblioteca Auxiliar, Clero
secular y regular, Leg. 3769.
62
El Rey. Por quanto la Iglesia Magistral de la Vniversidad de Alcalà de Henares tiene vna Carta de
Privilegio, con antelacion tan Antigua, que en mis LIbros de Relaciones no tiene Data, Vn quento, ciento
y veinte y cinco mil maravedis de juro perpetuo, situados los quinientos mil maravedis de ellos en las Al-
cavalas del Partido del Marquesado de Villena ... Y visto en mi Consejo de Hazienda, y convenido me-
diante lo que resolvi ... Y para que esto tenga cumplimiento, por la presente mando à todos los Adminis-
tradores de mis Rentas Reales de dichos Partidos, Tesoreros, Depositarios, Arrendadores, y otras
Personas à quien tocare la paga de los dichos ... que dèn, y paguen à quien fuere Parte legitima por la
dicha Iglesia Magistral de la Vniversidad de Alcalà, AHN, Biblioteca Auxiliar, Clero secular y regu-
lar, Leg. 3577.
63
Aviendo reconcido el Consejo de Hazienda los inconvenientes, y perjuyzios que se han seguido, en
que las legitimaciones de las pertenencias de lo juros situados en las Rentas Reales, y servicios de Millo-
nes, se haga por los Tesoreros ... Arrrendadores de cada vna, y no por los libros de mercedes de su Mages-
tad, donde vnicamente toca. Acordò por punto general se prohiba à todos los Arrendadores .. que deban
pagar juros, èl que los dueños de ellos legitimen en su poder las pertenencias de los juros, Año 1696, Ar-
chivo Municipal de Segovia, leg. 843-25(3).
[157]
de la segunda mitad del reinado de Felipe IV y la proclamada regeneración que se
reclamó como una auténtica necesidad desde el advenimiento del primer Borbón.
Solo en la primera década del reinado de Felipe V, se decretaron tres nuevos des-
cuentos con el nombre de valimientos que afectaron a la deuda consolidada. Con-
cretamente entre 1702 y 1703 se aprobó una contribución directa sobre la renta de
los juros por una suma igual al importe de la manutención de los soldados que
cada provincia estaba obligada a mantener. Además, a partir del 29 de julio de 1708
se comenzó a detraer un dos y medio por 100 adicional para salarios de ministros
y finalmente, por orden de 23 de octubre de 1709 se decidió que la mitad de lo que
quedara líquido de todos los juros sujetos a descuentos y de una tercera parte de
los reservados de descuentos también pasaría a manos de la Real Hacienda. To-
dos estos decretos se adoptaron como medidas temporales.
Probablemente, tras estas medidas de recorte en la renta de juros, estaba la
sugerencia de Melchor de Macanaz que en su «Proyecto sobre la reducción de
censos y juros que dio a la Majestad de Felipe V»64 y a pesar de las reformas
decretadas en la segunda parte del reinado de Carlos II, denunciaba males pare-
cidos a los detectados en los años 1649 y 1650. Proponía hacer una «averigua-
ción» en profundidad del estado de la deuda y en el ínterin el monarca debía va-
lerse «de la mitad del valor líquido de todos ellos» incluidos, por supuesto, los de
obras pías. Denunciaba los mismos fraudes que ya se habían detectado en el siglo xvii
porque se entiende que algunas personas los ponían en cabeza de estas obras pías
para conseguir reserva general y si se reconociesen protocolos, se hallarían los
resguardos aunque la cautela en estos últimos años está tan adelantadas que se
han apartado del peligro de la averiguación haciendo los resguardos por otros
medios más disimulados y secretos.
64
BNE mss. 11.028. 128-153v.
[158]
Capítulo 9
1
Este trabajo se inscribe en el proyecto Comercio y finanzas internacionales en una España en
transición, 1680-1721 (HAR 2011-25907) financiado por el Ministerio de Economía e Innovación.
2
Definiciones de la Orden y caballería de Calatrava conforme al capítulo general celebrado en Ma-
drid año de MDCLII, Madrid, Imprenta del Mercurio, 1748, 2.ª impresión, pág. 1.
3
Para el caso español véase M. V. López Cordón, «Mujer, poder y apariencia o las vicisitudes de
una regencia», Studia Histórica. Historia Moderna, 19, 1998, págs. 49-66.
4
P. Rodríguez de Monforte, Descripción de las honras que se hicieron a la Católica Majestad de D.
Phelippe cuarto, rey de las Españas y del Nuevo Mundo..., Madrid, 1666, págs. 97-97v.
[159]
Su vaticinio, ciertamente audaz, no será desafortunado, porque si durante el rei-
nado de Carlos II se pierden territorios en los Países Bajos españoles y la conser-
vación de la monarquía se debe en gran medida al apoyo de la República de Ho-
landa y de su estatuder Guillermo de Orange, no es menos evidente que a partir
de 1677, pero sobre todo desde 1680, se establecen las bases de la recuperación
económica y demográfica de Castilla5, que se prolongarán en la centuria siguien-
te, reconociéndose así la necesidad urgente de abandonar las políticas adoptadas
en el pasado en materia económica, como defendían los arbitristas, las ciudades
y cierto sector de la clase política6, dada la situación de la economía de Castilla,
de la que dependía el todo de la Monarquía Hispánica. De este proceso, de las
soluciones adoptadas por los ministros de Carlos II para superar la crisis econó-
mica y financiera de España en las últimas décadas del siglo xvii, así como de sus
efectos a corto y medio plazo, se van a ocupar las páginas que siguen, todo ello
enmarcado en una coyuntura internacional poco favorable para los intereses
españoles por la pujanza de Francia y su expansionismo a corta del imperio
hispánico.
5
Una visión reciente y actualizada del reinado de Carlos II en C. Storrs, La resistencia de la
Monarquía Hispánica (1665-1700), Madrid, 2013.
6
Existe una abundante literatura arbitrista sobre el período. Para su acceso se puede consultar
M. Colmeiro Penido, Biblioteca de los economistas españoles de los siglos XV, XVI y XVII, Madrid,
1979; E. Correa Calderón, Registro de arbitristas, economistas y reformadores españoles (1500-1936),
Madrid, 1981; J. M. Sánchez Molledo, Diccionario de arbitristas aragoneses de los siglos XVI y XVII,
Zaragoza, 2005. Una aproximación a la literatura arbitrista en J. L. Sureda Carrión, La hacienda
castellana y los economistas del XVII, Madrid, 1949; M. Grice-Hutchinson, El pensamiento económico
en España (1177-1740), Barcelona, 1982, págs. 187-219; J. I. Gutiérrez Nieto, «El pensamiento econó-
mico, político y social de los arbitristas», en J. M. Jover Zamora (dir.), Historia de España Menéndez
Pidal. Volumen XXVI(1). El siglo del Quijote (1580-1680): Religión, filosofía y ciencia, Madrid, 1986,
págs. 235-354; L. Perdices, La economía política de la decadencia de Castilla en el siglo XVII, Madrid,
1996; A. Dubet, «Los arbitristas, entre discurso y acción política. Propuesta para un análisis de la
negociación política», Tiempos Modernos. Revista Electrónica de Historia Moderna, vol. 4, núm. 9,
2003 y Hacienda, arbitrismo y negociación política: el proyecto de los erarios públicos y montes de piedad
en los siglos XVI y XVII, Valladolid, 2003. Acerca de la figura del arbitrista, J. Vilar, Literatura y Eco-
nomía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro, Madrid, 1973.
[160]
cio7. En esta tesitura no debe sorprender que se elevaran voces a favor de una re-
forma trascendental en el modo de gobernar, en particular en materia tributaria,
pero las posibilidades de acometerlas al inicio del reinado, pese a las esperanzas
depositadas en el rey niño, fueron escasas.
En opinión del padre Everardo Nithard, valido de Mariana de Austria, el que
no se pusieran en ejecución sus proyectos, formulados ya en los últimos años del
reinado de Felipe IV, fue debido a la oposición que encontraron en los Consejos de
Castilla y de Hacienda por «el útil particular de algunos interesados», como escri-
bió a la reina poco antes de su caída en desgracia. En este escrito, justificativo de
su conducta y gobierno, expone además que desde su llegada a Madrid procuró
persuadir al monarca de que adoptase un sistema recaudatorio y administrativo de
la hacienda menos perjudicial para los vasallos. En este sentido menciona que en
una Junta General de Medios, en la que participó por expreso deseo del soberano,
insistió en reformar el sistema monetario, en moderar y suprimir los impuestos
antiguos, en no imponer nuevos tributos, en asignar su recaudación a las justicias
ordinarias y no a los arrendadores, y en gestionar adecuadamente el caudal públi-
co, eliminando los sueldos duplicados de los funcionarios y cercenando gastos
superfluos, así en la armada y galeras como en los ejércitos, todo ello con la mira
puesta en la conservación y aumento de las poblaciones, «sin las cuales no se culti-
varían los campos y viñas ni habría comercio ni consumo»8. Siendo valido de la
reina fue todavía más lejos al proponer que se sustituyeran todos los tributos por
una contribución única, proyecto que no llegó a prosperar9. Sí se aprobaron, en
cambio, algunas medidas de alivio fiscal, tras su caída en desgracia, propuestas por
una Junta de Alivios creada en 1669, entre ellas la suspensión del servicio de quie-
bra de millones, cuyo importe se reputaba en 1.300.000 ducados, así como todas las
cantidades que se adeudaban al erario de este impuesto hasta 1668 y que ascendían
nada menos que a 6.000.000 de ducados. Además se moderaron en un tercio los
repartimientos a los pueblos del servicio de milicias y se les condonaron los débitos
de los donativos impuestos entre 1625 y 165810. No se avanzó más en esta línea en
7
«Relazione di Spagna di Marino Zorzi ambasciatore a Filippo IV e nella minorità di Carlos II
dall’anno 1660 al 1667», en L. Firpo (ed.), Relazioni di Ambasciatori veneti al Senato. Volumen IX.
Spagna (1635-1738), Turín, 1979, pág. 332.
8
Biblioteca Nacional de España (BNE), Mss/8.355, fol. 108. Expone los mismos argumentos en
su defensa frente a los ataques de Juan José de Austria en BNE, Mss/ 8.350, fols. 76-266. En cuanto a
la intervención de Nithard en la citada Junta General de Medios no se dispone por el momento de más
noticias, pues ni siquiera es estudiada por J. F. Baltar Rodríguez, Las Juntas de Gobierno en la Monar-
quía Hispánica (siglos XVI-XVII), Madrid, 1998.
9
A. Matilla Tascón, La única contribución y el catastro de La Ensenada, Madrid, 1947, pág. 22.
Sobre el padre Nithard se puede consultar M. C. Saénz Berceo, «Juan Everardo Nithard, un valido
extranjero», en L. Suárez Fernández y J. A. Escudero (coords.), Los validos, Madrid, 2004, págs. 323-352
y Confesionario y poder en la España del siglo XVII: Juan Everardo Nithard, Logroño, 2014. Del per-
sonaje se ha ocupado también, en un trabajo que carece de toda referencia documental y bibliográfica,
I. Ruiz Rodríguez, «Juan Everardo Nithard, un jesuita al frente de la Monarquía Hispánica», en
L. Martínez Peñas y M. Fernández Rodríguez (coords.), Reflexiones sobre poder, guerra y religión en
la Historia de España, Madrid, 2011, págs. 75-110.
10
BNE, Mss/ 19.700/6. Relación de las consultas que se han hecho a Su Majestad por la Junta de
Alivios desde su formación y que se tuvo la primer junta en la posada del señor presidente del Consejo que
fue en 26 de marzo de este año de 1669 y de la resolución que S. Majestad se ha servido de tomar a las
que hasta ahora han bajado respondidas, fols. 288v-289v, 293v-295 y 297-298. Más información sobre
[161]
parte porque, siguiendo el parecer de Lope de los Ríos, presidente del Consejo de
Hacienda, la firma de la paz con Portugal y Francia no suponía el fin de los gastos
militares, pues había que abonar las pagas de los cabos y oficiales, así como el
mantenimiento de los presidios y de las tropas alojadas, cuyo monto era igual o
superior al que se originaba en tiempo de guerra, a lo que debía añadirse el empe-
ño de las rentas y la escasa o nula predisposición de los asentistas a conceder
créditos nuevos «por las voces que corren de que se bajen los tributos»11.
Entre 1670 y 1677 la corona no se plantea acometer nuevas medidas que afec-
tasen a los ingresos de la hacienda en alivio de los súbditos, y ello a pesar de que
la coyuntura económica era favorable, pues el valor de las remesas de plata ame-
ricana consignadas al monarca se incrementaron notablemente, así como los be-
neficios obtenidos en el comercio colonial, que experimenta un notable auge a
pesar de la guerra anglo-holandesa de 1672-1674, que paralizó el tráfico mercan-
til peninsular con ambas potencias 12, y del conflicto hispano-francés de 1674
a 1678-1679, que afectó al flujo de mercancías y capitales con Francia. Las cifras
son elocuentes: entre 1673 y 1676 arribaron a Cádiz para las casas comerciales
unos 68.200.000 pesos de a 8 reales de plata (49.600.000 ducados de plata) y para
la corona en torno a unos 7.563.594 pesos de a 8 reales de plata (5.546.233 duca-
dos de plata)13. Por otro lado, los registros de mercancías indican que en el mismo
período aumentaron las exportaciones españolas de vino, aceite y aguardiente, así
como de ropas, hacia América14, lo que es confirmado por el comportamiento
alcista de los valores del arrendamiento de los derechos del Almojarifazgo Mayor
de Sevilla y de las rentas de las islas Canarias, que en el primer caso se sitúa en un
77,4 por 100 en 1671/1680 respecto al período 1663/1670, y en el segundo en
un 44,4 por 100 en 1679/1683 en relación a los años 1664-167315. Un incremento
tanto más significativo si se tiene en cuenta que Francisco Baez Eminente había
reducido las tasas aduaneras a las importaciones y a las exportaciones16. Por el
esta Junta y sus resoluciones en J. A. Sánchez Belén, «La Junta de Alivios de 1669 y las primeras re-
formas de la Regencia», Espacio, Tiempo y Forma, IV/1, 1988, págs. 639-688 y La política fiscal en
Castilla durante el reinado de Carlos II, Madrid, 1996, págs. 201-213.
11
BNE, Mss 19700/6. Relación de las consultas..., ob. cit., fol. 308. Sobre los asientos de estos
años, Carmen Sanz Ayan, Los banqueros de Carlos II, Valladolid, 1988. Respecto al endeudamiento
de la hacienda véase J. A. Sánchez Belén, «La Hacienda Real de Carlos II», en Actas de las Juntas del
Reino de Galicia. Volumen XI: 1690-1697, Santiago de Compostela, 2002, págs. 49-85; y J. I. Andrés
Ucendo y R. Lanza García, «Estructura y evolución de los ingresos de la Real Hacienda de Castilla
en el siglo XVII», Studia Histórica. Historia Moderna, 30, 2008, págs. 147-190.
12
Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, leg. 3456/1.
13
M. Morineau, Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours des trésors américains d’après
les gazettes hollandaises (XVIe-XVIIe siècles), París-Londres-Nueva York, 1985, pág. 289, Cuadro 47.
14
L. García Fuentes, El comercio español con América, 1650-1700, Sevilla, 1980; J. M. Oliva Mel-
gar, El monopolio de Indias en el siglo XVII y la economía andaluza. La oportunidad que nunca existió,
Huelva, 2004 y «La metrópoli sin territorio. ¿Crisis del comercio de Indias en el siglo xvii o pérdida
del control del monopolio?», en C. Martínez Shaw y J. M. Oliva Melgar (eds.), El sistema atlántico
español (siglos XVII-XIX), Madrid, 2005, págs. 19-73.
15
J. A. Sánchez Belén, La hacienda..., ob. cit., pág. 63, cuadro VII; J. I. Andrés Ucendo, «Estruc-
tura y evolución...», pág. 178, tabla 7.
16
En 1667 había implantado una rebaja del 25 por 100 (el cuarto de tabla) en el avalúo de las
mercancías (aforo) así como un descuento variable, según los artículos, sobre la cantidad total de
mercancía (gracia del pie de fardo) y un 33 por 100 en el derecho de saca en los géneros destinados a
[162]
contrario, las exportaciones de lana castellana por los puertos de Bilbao y San
Sebastián hacia Inglaterra y Holanda parecen decrecer, como así se desprende del
menoscabo que experimenta el valor de la renta dada en arrendamiento entre
1667/1676 y 1678/1680, pues disminuye en un 29,3 por 10017.
El motivo por el cual se frena el proceso de reformas iniciado en los primeros
años de la regencia obedece, sin duda, al estallido de la guerra franco-holandesa
de 1672, a la que se sumará España en 1673. Lo peor de todo es que la corona,
pese a las remesas de plata americana, se verá precisada a arbitrar nuevas fuentes
de financiación para acudir a los gastos militares, cuyo montante se suma al pago
anual de la ayuda concertada con Holanda, Dinamarca y Brandemburgo, cifrada
en 308.530 ducados en 167618, sin contar los subsidios enviados al Emperador19.
De este modo, no solo se debe recurrir a los préstamos de los hombres de nego-
cios, que proporcionaron 13.054.827 escudos de plata y 14.147.690 escudos de
vellón, sin mencionar los anticipos de los arrendadores para afianzar sus contra-
tos20, sino que se promulgan una serie de disposiciones encaminadas a incremen-
tar los ingresos, entre las cuales cabe citar el recorte de las pensiones, mercedes y
salarios, la suspensión del pago de parte de la deuda consolidada (juros), que os-
cilará entre el 35 y el 45 por 100, aunque en ocasiones alcanzará el 75 por 100, y
la solicitud de donativos, que afectará por igual a todos los reinos peninsulares21.
Así pues, hasta la firma de la Paz de Nimega en 1678 entre España y Francia
cualquier proyecto encaminado al fomento económico del reino y de los vasallos
será relegado a la espera de una coyuntura mejor, ya que la corona no podía,
como deseaban los arbitristas y los vasallos, moderar o eliminar los impuestos
indirectos (alcabalas, cientos y servicios de millones), lo que hubiera favorecido
seguramente el consumo y la producción. Todo lo más que se acometió en estos
años fue la condonación de parte de las contribuciones que los pueblos adeuda-
ban, como la promulgada a nivel general en Castilla por Juan José de Austria
en 1677 y que incidía en las deudas contraídas con anterioridad a 1673, que se
vieron reducidas en torno a un 50 por 100, superando en ocasiones el 70 por 100.
Por lo mismo que se otorgaran exenciones fiscales con carácter temporal a aque-
llas poblaciones afectadas por la epidemia de peste que desde Cartagena se había
propagado por los reinos de Valencia y Murcia (Murcia capital, Orihuela, Elche,
Tabarra, Cieza, Mula y Totana) entre 1676 y 1678, a la que se añadirá un segundo
brote procedente del presidio de Orán y que se extenderá por Andalucía, desde
Málaga a Cádiz, desde Motril a Granada y Jaén, en el trienio 1678-168022.
su comercialización en Castilla y en Europa (A. Girard, Le commerce français à Seville et Cadix aux
temps des Habsbourgs. Contribution à l’étude du commerce étranger en Espagne aux XVIe et XVIIe siècle,
París-Burdeos, 1932, págs. 196-197).
17
J. A. Sánchez Belén, La hacienda..., ob. cit., pág. 63, cuadro VII.
18
AGS, Estado España (EE), leg. 3868. Relación de la ayuda de España a sus aliados, 1676.
19
A. J. Rodríguez Hernández, «Financial and Military cooperation between the Spanish Crown
and the Emperor in the Seventeenth Century», en P. Rauscher (Hg.), Kriegführung und Staatsfinanzen,
Aschendorff, Verlag, 2010, págs. 575-602.
20
C. Sanz Ayán, Los banqueros..., ob. cit., pág. 491, tabla XIII.
21
J. A. Sánchez Belén, La política fiscal..., ob. cit., págs. 79-81, 90-92, 260-261.
22
H. Kamen, La España de Carlos II, Barcelona, 1980, págs. 73-75.
[163]
2. El gobierno de Juan José de Austria
Las condiciones idóneas para que la corona pudiera emprender una radical
política fiscal y económica se producen a partir de 1678 tras la firma de la paz con
Francia. Ahora la corona estaba libre de compromisos militares y podía empren-
der las actuaciones necesarias para reducir los impuestos, combatir la inflación,
renovar el tejido industrial para hacerlo más competitivo, fomentar la agricultura
y equilibrar la balanza comercial activando las exportaciones nacionales frente a
las importaciones del extranjero. A nadie se le escapaba entonces que este conjun-
to de medidas, de claro signo mercantilista, aunque con matices, favorecía el con-
sumo, la producción y el crecimiento demográfico, máxime cuando se tenía la
percepción de que numerosos lugares se estaban despoblando, lo que no siempre
se correspondía con la realidad, pues desde la década de 1660 —si no antes—, se
estaba produciendo un lento pero sostenido crecimiento de la población en el
norte peninsular capaz de generar una emigración constante hacia la capital de la
monarquía y las ciudades mercantiles del litoral cantábrico y andaluz, segura-
mente también del levantino —los altos salarios en Valencia después de la epide-
mia de 1676/1678 debieron de ser un acicate para atraer nuevos pobladores—,
aunque parece estancarse en torno a 168023. Con todo, conviene tener en cuenta
que el fomento económico del reino y la riqueza de los súbditos perseguía en últi-
ma instancia una finalidad recaudatoria, ya que una economía saneada y unos
contribuyentes acomodados generan ingresos más cuantiosos para el erario por
su mayor consumo, en palabras del contador Pedro de la Maza Puente24.
Juan José de Austria, asumiendo la percepción coetánea que se tenía del des-
poblamiento del reino, propiciará la elaboración de un vecindario donde constase
también la riqueza de sus habitantes. A este efecto, el Consejo de Castilla despa-
cha en 15 de enero de 1678 una provisión a las justicias locales con el encargo de
confeccionar un informe detallado de la riqueza de los pueblos y de sus expecta-
tivas de progreso. El documento es importante por cuanto nos descubre la inten-
ción de la corona de reconvertir el agro, en estrecha relación con la ganadería, la
industria y el comercio, para que cada población pudiera obtener el mayor rendi-
miento posible de sus recursos. Como se indica en el prólogo, el objetivo que se
pretenden alcanzar es el progreso en todas las ciudades, villas y lugares del reino:
23
B. Yun Casalilla, «Del centro a la periferia: la economía española bajo Carlos II», Studia His-
torica. Historia Moderna, 20, 1999, págs. 52-53. Una revisión interesante, a partir de un vecindario
poco conocido e incompleto, pero útil, el de 1683, nos la ofrece R. Lanza García, «El vecindario de
1683: una fuente inédita para el estudio de la población de la Corona de Castilla», Revista de Historia
Económica, XXIII/2, 2005, págs. 335-369. Respecto a los altos salarios en Valencia a partir de 1678,
cuyos índices se adelantaron al de los precios, véase E. J. Hamilton, Guerra y precios..., págs. 250-251.
Por otro lado, parece constatarse una fuerte emigración de artesanos sederos de Toledo hacia Valencia
a finales del siglo xvii coincidiendo con los altos salarios y con una reconversión de la producción se-
dera valenciana hacia 1685 caracterizada por la fabricación de tejidos de baja calidad y precio desti-
nados al consumo interior (E. Larruga Bonet, Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comer-
cio, fábricas y minas de España, t. VI, Madrid, 1787-1800, pág. 211; R. Franch Benavent, «El artesa-
nado sedero valenciano en el siglo xvii», en F. J. Aranda [coord.], La declinación de la Monarquía
Hispánica, vol. I, Ciudad Real, Universidad de Castilla-La Mancha, 2004, pág. 521).
24
BNE, Mss/ 19700/29.
[164]
del trato y comercio, labranza y crianza que en ellos hubiere, y que se introduz-
can de nuevo los trataos y granjerías que parecieren más convenientes, según el
estado y disposición de los vecinos y de los lugares y calidad de la tierra, de forma
que en ningún lugar, por pequeño que sea, dejen de interponerse medios para
que aumente el trato que tuviere y se introduzcan otros nuevos atendiendo mu-
cho a que sean géneros y manufacturas que eviten las de fuera25.
Meses después una real cédula dispone que los corregidores informen sobre
los despoblados que hay en sus jurisdicciones, la gente que se necesita para repo-
blarlos y cuántas familias o individuos estarían dispuestos a instalarse en ellos
procedentes de zonas superpobladas del norte peninsular como Burgos, León,
Asturias, Galicia y Vizcaya26. Tan vasto proyecto no parece que llegara a ejecu-
tarse pues solo se ha localizado algún que otro informe, tal que el realizado por el
corregidor de Palencia sobre la villa de Casatejada27. Para ejecutarlo hubiera
sido necesario disponer de una estructura administrativa complementaria a la ya
existente, dotada de la suficiente autonomía para evitar la indiferencia o indolen-
cia de las justicias ordinarias, cuando no su ingerencia atendiendo a sus persona-
les intereses.
En relación al fomento de la agricultura y la ganadería, el primer aspecto que
se trata de abordar en 1678 es el de la deforestación de los montes y el aprovecha-
miento racional de las dehesas y pastos comunales con el propósito de incremen-
tar la cabaña ganadera, para lo cual se requiere a las justicias que se documenten
acerca de la geografía de cada núcleo de población, de las zonas más adecuadas
para el plantío de árboles y de las especies que deberán plantarse según la calidad
del terreno y la abundancia de sus aguas, así como de las peculiares condiciones
de cada dehesa —si están en su ser o han sido roturadas— y de los ganados más
idóneos para el pastoreo. Pero restablecer el uso de las dehesas roturadas y re-
plantar los montes y baldíos de árboles exigía fuertes sumas de dinero que los
pueblos no podían satisfacer por las pesadas cargas fiscales y su injusta distribu-
ción, aparte de que la disminución de la cabaña ganadera, en particular la trashu-
mante, hacía improductivas las dehesas, lo que no sucedía si se roturaban, motivo
por el cual las oligarquías locales y ciertos tratadistas políticos se mostraban par-
tidarios de que las tierras concejiles fueran desamortizadas e incorporadas al cir-
cuito comercial. Este era el parecer de José Pellicer de Ossau y Tovar, quien sugie-
re a Carlos II que se apropie de los baldíos de las villas y ciudades para entregar-
los a los titulares de deuda pública en satisfacción de sus títulos, pues con el
capital obtenido y el que se obtendría de entregar el remanente a censo a particu-
25
BNE, Mss/ 4.466. Provisión del Consejo de Castilla, 15 de enero de 1678. Citado también por
M. Danvila y Collado, El poder civil en España, t. III, Madrid, 1885, pág. 238, H. Kamen, La Espa-
ña..., ob. cit., pág. 58 y J. Castilla Soto, Don Juan José de Austria (hijo bastardo de Felipe IV): Su labor
política y militar, Madrid, 1992, págs. 293-294.
26
AHN, Consejos Suprimidos (Conss), lib. 1.474, exp. 14, y lib. 1.510, exp. 7.
27
H. Kamen, La España..., ob. cit., págs. 58 y 302; J. Castilla Soto, Don Juan José..., ob. cit., pág. 294.
Por nuestra parte, hemos localizado un escrito en respuesta de esta real provisión datado en 1680
(R. Diez de Noreña, Respuesta política, moral, histórica y legal de dos Cédulas Reales y provisión del
Supremo Consejo de Castilla, Toledo, 1680). Sobre la propuesta de la Junta de Medios de 1677 véase
A. Matilla Tascón, La única contribución..., ob. cit., pág. 22.
[165]
lares, se podrían suprimir todos los tributos que abonaban los súbditos, especial-
mente las alcabalas y las tercias reales, y al mismo tiempo se conseguiría el au-
mento de la producción agrícola y ganadera y la repoblación de los lugares28.
La provisión de 15 de enero de 1678 contemplaba además reducir la exten-
sión del viñedo a favor de los cereales, sobre todo cuando todavía no se había
superado la grave crisis frumentaria que tuvo lugar en 1677 y que provocó un
alza espectacular en el precio de la fanega de trigo, que en Castilla la Nueva se
situó en un 47,7 por 100 respecto a 1676, comportamiento similar al que se ob-
serva en Valladolid, si bien en otras localidades, como Granada y Sevilla, la su-
bida de los precios fue aun mayor, temiéndose por este motivo altercados violen-
tos, como el que a comienzos de 1678 comenzaba a gestarse en Barcelona29.
Empero, las pingues ganancias que los cosecheros obtenían con la venta de sus
caldos en América y los elevados gravámenes que se aplicaban al consumo del
vino, por constituir un artículo de primera necesidad —en Madrid, a finales del si-
glo xvii, los impuestos municipales y reales representaban los dos tercios del precio
de venta del vino ordinario—, hacían inviable esta reconversión, por lo que el
viñedo, en lugar de retroceder, fue adquiriendo un mayor peso en la producción
agrícola a expensas de los mismos terrenos comunales, sobre todo en zonas
próximas a los grandes centros de consumo, como Sevilla y Madrid30. En este
sentido se puede citar el comentario del arrendador de la renta del vinagre de la
Villa y Corte en la década de 1670: «esta tierra regularmente era de pan y semi-
lla, hoy se halla la mayor parte de ella plantada de viñedo porque los labradores
no la quieren cultivar sino para el efecto que les de la ganancia, no siendo muy
corta la del pan y cebada [...] sin embargo, por reconocerse mejores, usan de la
granjería de viñas»31.
28
J. Pellicer Ossau y Tovar, Chiron maestro de Príncipes i Héroes, dedicado a la crianza del Rey
Nuestro Señor Don Carlos Segundo, s.l., s.a., s.e., fols. 20-21v. También el regidor de Cuenca Antonio
Muñoz de Castillblanque era partidario de retribuir a los juristas con los baldíos de los concejos
(BNE, Varios Especiales [VE], 181/55, fols. 4-4v). Son interesantes estas propuestas porque con ellas
parece que se desea fortalecer una clase media campesina similar a los yeomen ingleses o a los granje-
ros franceses y de los que se tiene indicios suficientes en España, aunque todavía muy expuestos por
la dependencia de la producción agrícola a los cambios climáticos y a los abusos de los exactores de
impuestos (B. Yun Casalilla, «Del centro a la periferia...», págs. 52-53). Una síntesis actualizada sobre
los estudios de historia agraria y rural en España es la realizada por P. Saavedra, M. Ardit, J. M. Pérez,
L. Rubio, A. L. Cortés Peña y J. López-Salazar Pérez en el dossier dedicado al tema en Studia Histó-
rica. Historia Moderna, 29, 2007, págs. 23-250.
29
AHN, Consejos, leg. 7.187, exp. 45 y lib. 1.474. Real Pragmática de 17 de diciembre de 1677;
Biblioteca de Cataluña, Colección de Fullets Bonsoms, 2623 y 2479; Gaceta de Madrid, 26 de octubre
de 1678; H. Kamen, La España..., ob. cit., pág. 150; E. J. Hamilton, Guerra y precios..., ob. cit., apén-
dice I; P. Ponsot, Atlas de Historia Económica de la Baja Andalucía (siglos XVI-XIX), Granada, 1986,
pág. 522; A. Gutiérrez Alonso, Estudio sobre la decadencia de Castilla. La ciudad de Valladolid en el
siglo XVII, Valladolid, 1989, pág. 168, figura 12.
30
J. I. Andrés Ucendo, «¿Quién pago los tributos en la Castilla del siglo xvii?: el impacto de los
tributos sobre el vino de Madrid», Studia Histórica, 32, 2010, págs. 229-257, «Fiscalidad y precios en
Castilla en el siglo xvii: los precios del vino en Madrid, 1606-1700», Revista de Historia Económica,
XXXIX/2, 2011, págs. 269-298 y «Los precios del vino ordinario en el Madrid del siglo xvii», en
A. Marcos Martín (coord.), Hacer historia desde Simancas. Homenaje a José Luis Rodríguez de Diego,
Valladolid, 2011, págs. 53-71.
31
Archivo de la Villa de Madrid (AVM), Secretaría, caja 2-243-7.
[166]
Finalmente, el mencionado documento, asumiendo las ideas de algunos pro-
yectos arbitristas, como el presentado en 1677 por Miguel Álvarez Osorio y Re-
dín32, plantea la necesidad de construir una red hidráulica, para cuya ejecución
se requería averiguar qué superficies eran aptas para ser transformadas en rega-
dío, cuánto tiempo se emplearía en el trazado de los canales y acequias, y qué
medios se dispondrían para su financiación, si bien, en cualquier caso, correría a
cargo de los pueblos mediante el producto de sus arbitrios33. La corona, conven-
cida de sus ventajas, pese a las dificultades financieras y técnicas que una empresa
de tal envergadura comportaba, aprobará la construcción de una presa y acequia
sobre el río Jarama, que habría de discurrir desde Vaciamadrid hasta cerca de la
ciudad de Toledo, para fertilizar las más de 8.000 fanegas de tierra baldía que el
monarca poseía en la zona y poner en cultivo fibras textiles como el lino y el cá-
ñamo, encargando la empresa a Pedro de Salcedo y, a su muerte, a Lope de los
Ríos, aunque no llegó a ejecutarse34. Más difícil resultaba convencer a los labra-
dores de Galicia, Santander y La Alcarria para que sembraran en sus campos lino
con el que fabricar cualquier clase de lienzos ordinarios de los que se consumían
en Castilla o cáñamo para elaborar el cordellate que demandaba la armada y
evitar así las importaciones de estos géneros de Holanda y Alemania, según acon-
sejaba Álvarez Osorio Redín en la década de 168035.
Frente a los anteriores proyectos, demasiado ambiciosos y mal vistos por cier-
tos grupos sociales y económicos, existían algunas alternativas que podían contri-
buir a incrementar la producción agrícola y ganadera a corto plazo, pero sin mo-
dificar el sistema de la propiedad de la tierra ni introducir mejoras técnicas. La
moderación de las cargas tributarias, su justa distribución entre el vecindario y
una correcta gestión en su cobro y en la administración de los caudales recauda-
dos por las justicias ordinarias, podían facilitar, sin gran dispendio del erario pú-
blico, una mayor rentabilidad de las tierras cultivadas. Los memoriales enviados
al Consejo de Hacienda por los pueblos solicitando el ajuste entre la carga fiscal
y el número de contribuyentes se inscriben en esta dirección, ya que su desfase, a
menudo abusivo, provocaba un mayor endeudamiento y a la larga su despo-
blación: «es notorio [...] que los ricos y poderosos no contribuyen según los
frutos que cogen y venden, porque se reparten a sí o se les reparte muy poco, y se
carga todo a los pobres cosecheros»36. Sin embargo, será la reforma monetaria
32
E. Larruga y Bonet, Memorias políticas..., t. VI, pág. 32.
33
BNE, Mss/ 4.466. Provisión del Consejo..., 1678.
34
E. Larruga y Bonet, Memorias políticas..., ob. cit., t. VI, págs. 33 y 46.
35
M. Álvarez Osorio y Redín, Extensión política y económica y la mejor piedra de toque o
crisol de verdades paraa descubrir los tesoros que necesita esta Católica Monarquía (BNE, Mss/ 6659,
fols. 53-159).
36
BNE, VE, 64/82, fol. 3v. Un ejemplo del injusto repartimiento de las contribuciones lo encon-
tramos en Aranzueque, villa del señorío de los Mendoza, en la provincia de Guadalajara, ya que según
el administrador general de las rentas de la provincia, entre 1623 y 1647 su vecindario se mantuvo en
torno a los 155 vecinos, pero en 1677 se había reducido a 47 vecinos, incluidas las viudas, por lo que
[167]
de 1680-1686, abordada gracias a las remesas americanas que la flota y los galeo-
nes habían conducido a España37, la que origine una revisión importante del sis-
tema fiscal castellano por su repercusión inmediata en las economías doméstica y
empresarial, desastrosa en el corto y medio plazo en las zonas rurales y menos
traumática en los centros urbanos (frente a quiebras estrepitosas se alzan ganan-
cias cercanas al 80 por 100 en apenas un trienio) 38, pero beneficiosa en el
largo tiempo por alcanzarse la tan deseada y perseguida estabilidad monetaria en
Castilla39.
La pragmática de 10 de febrero de 1680, por la que se reducía el valor nominal
de la moneda de molino con liga de plata y la de vellón con igual peso, de ocho a
dos maravedíes —en la misma proporción las restantes piezas— y se tasaba en un
maravedí toda la moneda falsa de cobre sin peso, contemplaba además la suspen-
sión de las deudas contraídas por los pueblos con anterioridad a 1673 y que no
habían sido condonadas en 167740. Aun así, esta medida parecía insuficiente a
los ministros de Carlos II y en 12 de octubre de 1681, tras un largo proceso de
debate, que se había iniciado al menos en el mes de mayo de 1680, y durante el
cual parece ser que se analizaron y sopesaron las propuestas de los arbitristas, se
aprueba una reforma del sistema administrativo de las rentas ordinarias, que en-
trará en vigor el 16 de diciembre de 1682, una vez superados los brotes epidémicos
aparecidos en Córdoba en la primavera de ese año.
Lo que se recoge en dicha real cédula es la suspensión de los arrendamientos
de las rentas ordinarias (alcabalas, unos por ciento y servicios de millones), que
serán sustituidos por un encabezamiento general de las poblaciones del reino, y la
designación de superintendentes provinciales para que recauden y administren
no podían abonar los 8.413 reales de vellón que tenían asignados por repartimiento (AGS, Consejo y
Juntas de Hacienda, leg. 1371. Consulta del Consejo de Hacienda, 24 de abril de 1677; Informe de
Francisco Pérez de la Puente, administrador general de las rentas de Guadalajara, 16 de julio de 1677).
37
Morineau cifra en 4.960.000 pesos el caudal consignado al monarca y en 25.000.000 el destina-
do a particulares (cfr. Incroyables gazettes..., ob. cit., pág. 289, tabla 47). Estos valores difieren de los
aportados por Kamen, que los sitúa, respectivamente, en 2.189.450 pesos y 20.323.173 pesos (La Es-
paña..., ob. cit., págs. 207-213).
38
Un ejemplo de quiebra es la de Nicolás y Manuel Díaz Gutiérrez, vecinos de Toledo, en 1683
(Archivo Histórico de Protocolos de Toledo [AHPT], Prot. 3808, fol. 144). Por el contrario, la compa-
ñía constituida en 1681 por Juan García de la Huerta en Madrid, para el comercio de mercería y
venta de hilo de hierro «en todas las partes del mundo», obtuvo en tres años un aumento de capital
cifrado en un 81,60 (Archivo de Protocolos de Madrid [AHPM], Prot. 10.528, fols. 504-505).
39
E. Collantes Pérez-Ardá y J. P. Merino Navarro, «Alteraciones al sistema monetario en Castilla
durante el reinado de Carlos II», Cuadernos de Investigación Histórica, 1, 1977, págs. 73-98; E. J. Ha-
milton, Guerra y precios..., ob. cit., págs. 60 y 159-162; J. A. Sánchez Belén, «Arbitrismo y reforma
monetaria en tiempos de Carlos II», Espacio, Tiempo y Forma, IV/5, 1992, págs. 136-175; J. Santiago
Fernández, Política monetaria en Castilla durante el siglo XVII, Valladolid, 2000; y C. Font de Villa-
nueva, «Política monetaria y política fiscal en Castilla en el siglo xvii: un siglo de inestabilidades»,
Revista de Historia Moderna, 23, 2005, págs. 329-348 y La estabilización monetaria de 1680-1686.
Pensamiento y política económica, Madrid, 2008. Sobre los efectos económicos a corto plazo de la
reforma, véase J. Porres Martín-Cleto, «Política monetaria y precios en 1680: el caso de Toledo», Ha-
cienda Pública Española, 87, 1984, págs. 155-197; A. Domínguez Ortiz, «La crisis de Castilla en 1677-1687»,
en Crisis y decadencia de la España de los Austrias, Barcelona, pág. 208; J. Bravo Lozano, «La devalua-
ción de 1680. Propuesta de análisis», Hispania, LIII/183, 1993, págs. 115-146.
40
Nueva Recopilación, Auto XXIX, tit. XXI, lib. V. La Instrucción que la acompaña se puede
localizar en AGS, CJH, leg. 1407, aunque hay otros ejemplares en el Archivo Histórico Nacional.
[168]
por cuenta de la Real Hacienda los valores encabezados sin intervención de los
corregidores y demás justicias ordinarias, lo que suponía un ataque frontal al
Consejo de Castilla en materia fiscal41. Pero lo que de verdad importaba a los
súbditos no era tanto la mejora en el sistema de administración y cobranza de las
rentas, como que las cantidades a repartir se ajustasen a sus recursos económicos.
En este sentido las negociaciones con los superintendentes fueron muy positivas
ya que aquellas poblaciones que accedieron a encabezarse obtuvieron descuentos
en las deudas que tenían con el erario (alrededor del 20 por 100) y en las cuotas
que debían satisfacer, cifradas en torno a un 18 por 100, si bien los hubo superio-
res en algunas provincias, como en Córdoba, y muy inferiores, como en Ma-
drid42. También el estamento eclesiástico se benefició de descuentos en sus con-
tribuciones: en 1682 se reduce a la mitad la cuota anual de la décima de 1681
equivalente a 122.500 ducados y en una séptima parte el importe último de la
paga del subsidio y el excusado, y dos años más tarde, en 1684, se modera su
cuantía en un 15 por 100 y se condona el pago de la cuarta parte en plata y el re-
cargo de un 20 por 100 en el caso de abonar dichas contribuciones en vellón y no
en plata43.
La sucesión de malas cosechas y de enfermedades durante 1684 aconsejaron
nuevas rebajas fiscales. El 4 de noviembre de 1685 el Consejo de Hacienda infor-
ma al monarca que se está discurriendo «la forma que generalmente se podrá dar
para que los tributos [...] sean suaves y puedan cobrarse con mayor conveniencia
de los contribuyentes»44. Estas deliberaciones se materializarán en la suspensión,
por real decreto de 3 de febrero de 1686, de los recargos añadidos al servicio de
millones en el reinado de Felipe IV y en la rebaja a la mitad de los cuatro unos por
ciento, salvo los cargados sobre el tabaco, el azúcar de Granada y las mercancías
que tributaban en los almojarifazgos y puertos secos, a lo que se añadirá, una vez
más, una condonación parcial de las deudas de los pueblos, excepto aquellos que
ya se habían beneficiado en 1685. El impacto inmediato de esta medida fue la
caída de los valores de dichas contribuciones, las cuales, junto a ciertos ajustes
41
Se satisfacía así una demanda antigua del Consejo de Hacienda, puesto que en 1669 ya se había
manifestado en contra de que los corregidores intervinieran en el gobierno de las rentas por su com-
plicidad con las elites locales al depender su promoción de los juicios de residencia, razón por la cual
«van siempre tolerando a los vecinos en la paga de los derechos, y especialmente a los poderosos, que
son aquellos de quien más inmediatamente dependen, y como este es su mayor interés granjean la
voluntad de todos a costa de la Real Hacienda» (AGS, CJH, leg. 1250. Consulta del Consejo de Ha-
cienda, 4 de marzo de 1669).
42
En un 20 por 100 calcula José Ignacio Andrés Ucendo la rebaja en los valores del servicio de
millones (La fiscalidad en Castilla en el siglo XVII: los servicios de millones, 1601-1700), Bilbao, 1999,
pág. 88); J. A. Sánchez Belén, «Absolutismo y fiscalidad en Castilla a fines del siglo xvii: El encabeza-
miento general del reino (1682-1685)», Espacio, Tiempo y Forma, IV/2, 1989, págs. 175-218 y La polí-
tica fiscal..., ob. cit., págs. 231-233.
43
J. A. Sánchez Belén, La política fiscal..., ob. cit., pág. 234; J. M. Marqués, La Santa Sede y la
España de Carlos II. La negociación del nuncio Millini, 1675-1685, Roma, 1983, págs. 53 y 59-61;
A. Iturrior Magaña, Estudio del subsidio y el excusado (1561-1808). Contribuciones económicas de la
diócesis de Calahorra y La Calzada a la real Hacienda, Logroño, 1987, págs. 111-112; A. Domínguez
Ortiz, Política fiscal y cambio social en la España del siglo XVII, Madrid, 1984, págs. 143-145.
44
AGS, CJH, leg. 1481. Consulta del Consejo de Hacienda, 4 de noviembre de 1685. Esta coin-
cidencia de intenciones se aprecia en un memorial presentado por el regidor perpetuo de Salamanca,
José de la Serna Cantoral (BNE, VE, 26/45).
[169]
que se hicieron en las alcabalas, oscilaron en torno a un 30 por 100 de media para
el conjunto de Castilla. Respecto a los débitos, estos se vieron reducidos ente un
20 y un 33 por 100, pero hubo poblaciones que se beneficiaron de remisiones su-
periores y aun del total de la cantidad adeudada. A estas bonificaciones hay que
sumar la suspensión en 1688 del derecho sobre el pescado fresco de los ríos otor-
gado por las Cortes para el pago del servicio de dos millones y medio, y en 1691
la reducción en un tercio del repartimiento del chapín de la reina, ahora en una
coyuntura bélica de consecuencias imprevisibles45.
La provisión del Consejo de Castilla de 15 de enero de 1678 buscaba igual-
mente el fomento de la industria y el comercio nacionales, ya que ordenaba a las
justicias locales que indagasen sobre las fábricas y comercio que las ciudades, vi-
llas y lugares habían tenido y conservaban, sobre la red viaria y sobre los medios
más adecuados para mantener, restaurar o implantar estas actividades conforme
a los caudales de los vecinos, calidad de las tierras y abundancia de aguas de las
poblaciones, con el objetivo de que se fabricara todo género de tejidos de seda,
lana o lino, reduciéndose a lo mínimo las importaciones. De aquí también que se
instituya en 19 de enero de 1679 la Real y General Junta de Comercio encargada
de impulsar la modernización de la industria en todo el territorio peninsular a
través de una serie de medidas: conceder franquicias fiscales y créditos a los inver-
sores, facilitar el comercio de las manufacturas españolas en el mercado interior,
promulgar ordenanzas y reglamentar los aspectos relacionados con la red viaria,
los derechos de la carretería, la navegación fluvial y marítima, las unidades de
pesos y medidas, los documentos de crédito y los intercambios comerciales con
América y Europa. Sin embargo, en el mes de abril de 1680 queda suspendida por
tiempo indefinido, aunque dos años más tarde, en 1682, era restablecida por el
duque de Medinaceli46.
Pronto surgen las primeras iniciativas particulares, como la instalación
en 1680 en San Martín de Valdeiglesias de una fábrica de vidrio y cristal, cuya
azarosa vida se prolongará hasta finales de la centuria47. En años sucesivos estas
propuestas, que no se centran solo en la industria textil, sino que se extienden a
otros ramos industriales como la fabricación de jabones o la elaboración de cer-
veza, se generalizan por toda España con la instalación de maestros artesanos
extranjeros, según se constata en las peticiones que llegan a los Consejos de Ha-
cienda y de Castilla48, en su mayoría oriundos de los Países Bajos españoles,
45
AGS, CJH, leg. 1590. Real Cédula de 6 de febrero de 1686 y Consulta del Consejo de Hacienda,
1 de octubre de 1691; J. Canga Argüelles, Diccionario de Hacienda, Madrid, 1833-1834, t. I,
pág. 2024 y t. II, pág. 110.
46
Novísima Recopilación, ley I, tít. I, lib. IX. Sobre la Junta de Comercio, E. Larruga y Bonet,
Historia de la Real y General Junta de Comercio, Moneda y Minas, y dependencias de extranjeros, Ma-
drid, 1788; W. J. Callaham, «A note on the Real y General Junta de Comercio, 1679-1814», Economic
History Review, XXI, 3, 1968, págs. 519-528, y P. Molas Ribalta, «La Junta General de Comercio y
Moneda. La institución y los hombres», Cuadernos de Historia. Anexos a la Revista Hispania, IX,
1978, págs. 1-38.
47
AHN, Consejos, leg. 7190. Consulta del 22 de febrero de 1680; J. Rodríguez García, «Alguna
noticia sobre una fábrica de vidrio de Venecia en San Martín de Valdeiglesias (1679-1689)», Espacio,
Tiempo y Forma, serie IV/2, 1989, págs. 155-174.
48
Una búsqueda minuciosa en los protocolos notariales confirmaría la creación de numerosas
empresas artesanales en España a finales del siglo xvii y permitiría estudiar su evolución.
[170]
aunque los hubo también de Inglaterra y de Génova, e incluso franco-navarros:
Claudio Berter en Sevilla, Hubert Marechal en Cuenca49, Adrián Roo y Baltasar
Kiel en Galicia —se mantendrán activos en el siglo xviii50—, José María de Man-
so Castelo en Málaga51, Juan Trebulet en Valencia, Madrid y Córdoba52, Juan de
Cauhape, contratado por el español Pedro García de Heredia para montar unos
telares de bayetas en Sigüenza, ciudad en la que asimismo se establecen Juan Bau-
tista Turón en 1690 y los hermanos Bernard y Pierre Solance en 169253. También
hubo industriales nacionales que, después de formarse en Europa, regresaron a
España. Es el caso de Domingo Chavarría, que erigió en la Casa de Campo de
Madrid una tenería donde se elaboraron baquetas «como las que se introducían
con el nombre de Moscovia» destinadas a la fabricación de sillas de montar, bo-
tas, zapatos y guarniciones de coches, y al transporte de equipajes de particulares
y del ejército, ampliando el negocio a comienzos del reinado de Felipe V, quien le
concede nuevos privilegios para confeccionar pieles de ante y gamuzas de colores
por tiempo de diez años54. Lo interesante de estas iniciativas es que las manufac-
turas que se pretendían fabricar, de consumo habitual en Castilla, se importaban
de Inglaterra, Holanda y Francia por falta de producción propia55. Por ejemplo,
el plan que Juan Bautista Turón presenta a la Junta de Comercio, y que se será
aprobado, contemplaba la fabricación de bayetas de lana «que llaman de alcon-
cher», así como de otros tejidos de lana (rasillas, barraganes, anascotes, lampa-
rillas, peldefebre y estameñas), géneros que las Provincias Unidas exportaban a
España en cantidades nada despreciables: de un total de 13.030 piezas de todo
tipo de tejidos enviados a Cádiz-Sevilla en los primeros meses de 1684, el 10,4
por 100 (1.354 piezas) correspondía a anascotes, barraganes, peldefebre y lam-
parillas56.
49
En 1691 la empresa de Hubert Marechal contaba con quince telares para la fabricación de te-
jidos de lana y en 1700 con veintidós, llegando a disponer de sesenta y seis en 1727 (E. Larruga Bonet,
Memorias políticas..., t. XIX, págs. 11-23; Relazioni degli Ambasciatori..., ob. cit., pág. 644.
50
AHN, Consejos, lib. 1513. Real Cédula de 16 de septiembre de 1688; AGS, CJH, leg. 1528.
Consulta de la Junta de Comercio, 5 de octubre de 1688; M. Garzón Pareja, La Hacienda..., pág. 135;
Relazioni degli Ambasciatori..., ob. cit., pág. 643. Para un estudio de la industria textil coruñesa, A.
Meijide Pardo, «Aportación a la historia industrial coruñesa. La fábrica textil de Sada (1675-1762)»,
Revista del Instituto José Cornide de Estudios Coruñeses, O/1, 1965, págs. 77-126 y L. M. Enciso Recio, Los
establecimientos industriales españoles en el siglo XVIII. La mantelería de La Coruña, Valladolid, 1963.
51
AGS, CJH, leg. 1514. Consulta del Consejo de Hacienda, 4 de noviembre de 1687, sobre con-
sulta de la Junta de Comercio de 14 de octubre de dicho año.
52
AGS, CJH, leg. 1614, reales decretos de 21 de diciembre de 1692 y 3 de julio de 1693. La pre-
sencia de Juan Trebulet está documentada desde 1679, primero en Valencia y luego en Madrid, donde
se enfrenta con el gremio de la seda. En 1694 aparece ubicado en Córdoba (cfr. E. Larruga, Historia
de la Real y General Junta de Comercio, Moneda y Minas, t. II, Madrid, 1789, págs. 163-171; P. Molas
Ribalta, «Iniciativas textiles en Andalucía (1680-1710)», Andalucía Moderna. Actas II Coloquios de
Historia de Andalucía, t. I, Córdoba, 1983, págs. 443-465.
53
AHN, Consejos, leg. 7223; E. Larruga, Memorias Polítícas..., t. XVI, ob. cit., págs. 180-196.
54
E. Larruga, Memorias Políticas..., t. III, ob. cit., págs. 57-61.
55
Un excelente informe de las manufacturas que España recibía de Europa es el presentado por
Monsieur Patoulet a Luis XIV en 1686 (M. Morienau, Incroyables gazettes..., ob. cit., págs. 326-343).
56
J. A. Sánchez Belén, «El comercio holandés en la bahía de Cádiz en 1684», en C. Martínez
Shaw y J. Oliva Melgar (eds.), El sistema atlántico español..., ob. cit., págs. 163-201.
[171]
Semejante avalancha de empresas industriales extranjeras y nacionales solo
puede justificarse por el apoyo de la Corona. Porque además de proteger a los
fabricantes de los acreedores en caso de dificultades financieras, prohibiendo el
embargo de sus telares, tornos y utensilios por deudas civiles57, se les anticipa
dinero para instalarse en España y se conceden franquicias fiscales a sus manu-
facturas, aparte de otra serie de privilegios como la facultad de adquirir sin
restricciones las materias primas que necesitaban o los alimentos que consu-
mían sus trabajadores libres de impuestos. Tales prebendas estaban perfecta-
mente justificadas, ya que, como el monarca recomendaba a la Junta de Comer-
cio en 1688, era primordial asistirles en lo necesario para que la miseria «no los
arroje otra vez de estos reinos y se malogre el intento de labrarse en ellos todo
género de telas»58. En contrapartida, la corona establece una serie de condicio-
nes a los nuevos fabricantes para que puedan beneficiarse de las exenciones fis-
cales. En el contrato que Juan Bautista Turón suscribe el 24 de junio de 1690 se
obliga con su persona, bienes muebles y raíces, derechos y acciones a instalar en
Cifuentes seis telares para la fabricación de bayetas y a trasladar a la villa a su
numerosa familia en el plazo de ocho meses desde la firma del contrato. Asimis-
mo se compromete a incrementar el número de telares en los siguientes diez
años, a razón de dos telares anuales, a instalar otros dos para la fabricación de
barraganes, estameñas, rasillas, lamparillas y anascotes, a mantener el personal
que tiene contratado (tres maestros), y a enseñar a 26 aprendices españoles todo
lo necesario para que puedan, al cabo de cinco años, «labrar y fabricar dichas
bayetas y demás géneros mencionados» y ocuparse de dichos telares cuando fi-
nalice el contrato59.
El problema al que tuvieron que enfrentarse estos empresarios no fue tanto la
falta de dinero o el desinterés de la corona, como la propia estructura económica
y social del reino que condicionaba la dinámica empresarial de estos estableci-
mientos industriales. Así pues, el fracaso a corto y medio plazo de estas iniciativas
empresariales, que operaban al margen del sistema gremial, hay que vincularlo a
las enormes trabas que tuvieron sus promotores a la hora de colocar sus produc-
tos en el mercado castellano y americano, no obstante la fuerte demanda de mer-
cancías. Por un lado, porque la producción industrial en las zonas rurales fue
progresivamente controlada por mercaderes (verlagssystem) y, en menor medida,
por artesanos (kaufsystem), que proveían las materias primas, organizaban y co-
ordinaban los distintos procesos de la manufactura, se encargaban, a menudo, de
57
AHN, Consejos, libs. 1474 y 1513; Novísima Recopilación, ley XVIII, tit. XXXI, lib. XI, y ley II,
tít. XXIV, lib. VIII.
58
AGS, CJH, leg. 1528. Consulta de la Junta de Comercio, 5 de octubre de 1688; J. I. Fortea
Perez, «La industria textil en el contexto general de la economía cordobesa entre fines del siglo xvii y
principios del xviii: una reactivación fallida», Andalucia Moderna. Actas II Coloquios de Historia de
Andalucía, t. I, Córdoba, 1983, págs. 443-465, y «The textile industry in the economy of Cordoba at
the end of the seventeenth century and the star of the eighteenth centuries: a frustrated recovery», en
I. A. A. Thompson y B. Yun Casalilla (eds.), The Castilian crisis of the seventeenth century. New pers-
pectives on the economic and social history of seventeenth-century, Cambridge, 1994, págs. 136-168.
59
AHPM, Prot. 10530, fols. 420-422. Escritura de obligación de Juan Bautista Turón, 24 de junio
de 1690.
[172]
las fases finales de la producción, y vendían el producto acabado60, en dura com-
petencia con los gremios y con los nuevos fabricantes en el mercado interior, si
bien su éxito fue mayor allí donde la industria estaba espacialmente más dispersa
y donde la mano de obra estaba menos cualificada, pero también dependió de las
instituciones locales, de la estructura social existente en las regiones, de la distri-
bución de la propiedad agraria, de la calidad del producto y del capital inverti-
do61. Por otro lado, porque los comerciantes dedicados a la exportación prefe-
rían adquirir manufacturas fabricadas fuera de nuestras fronteras no solo porque
resultaban más atractivas, aunque fuesen de peor calidad que las nacionales y no
menos baratas, sino porque así lograban escapar del control fiscal y duplicar o
triplicar sus ganancias, como exponía acertadamente la Junta de Comercio en
1688, «no se les puede averiguar la costa que les tienen en la compra para arre-
glárselos por ella a la venta y a la utilidad proporcionada que respectivamente les
debe corresponder»62. Finalmente, por la actitud obstruccionista de los gremios,
que hacían todo lo posible para que no pudieran vender sus manufacturas, en lo
que se vieron apoyados por la Junta de Comercio, convertida, gracias a la juris-
dicción privativa que tenía asignada, en un agente regulador de los negocios ca-
paz de mediar en conflictos entre comerciantes y fabricantes, estuviesen o no
agremiados, y entre estos y los poderes locales. De todos modos, hay evidencias
de que la industria nacional fue adquiriendo en las centurias finales del seiscien-
tos una cierta presencia en el mercado, al menos en el español, quizás al socaire
de la guerra, ya que los pertrechos fabricados para el ejército y las industrias afi-
nes proporcionaron productos de buena calidad (uniformes, tiendas, armas y cue-
ros) a las tropas63.
En cuanto al fomento del comercio nacional, la corona no llegó a establecer
unas pautas generales, pues si se adoptaron algunas medidas proteccionistas, so-
bre todo en la exportación de materias primas, como la lana64, se permitieron, en
cambio, bajas importantes en los derechos de entrada y salida de mercancías en
el Almojarifazgo Mayor de Sevilla, según se ha indicado, y se facilitaron los me-
canismos para que los asentistas de esclavos pudieran comerciar sin restricciones
60
H. Kellenbenz, «La organización de la producción industrial», en E. E. Rich y C. H. Wilson
(dirs.), Historia Económica de Europa. La organización económica de Europa en la Alta Edad Moderna,
vol. V, Madrid, 1981, págs. 581-685; J. Goodman y K. Honeyman, Gainful Pursuits. The Making of
Industrial Europe, 1600-1914, Londres, 1988, págs. 72-74; J de Vries, La economía europea en un
período de crisis, 1600-1750, Madrid, 1982; P. Kriedte, Feudalismo tardío y capitalismo mercantil.
Líneas maestras de la historia económica europea desde el siglo XVI hasta finales del XVIII, Barcelo-
na, 1982.
61
P. Hudson, «La tenencia de tierras y la organización de la manufactura textil en las poblaciones
rurales de Yorkshire c. 1660-1810», en M. Berg (ed.), Mercados y manufacturas en Europa, Barcelona,
1995, págs. 210-246; S. C. Ogilvie y M. Cerman, «Proto-industrialization, economic development and
social change in early modern Europe», en S. C. Ogilvie y M. Cerman, European proto-industrializa-
tion, Cambridge, 1996, págs. 227-239.
62
AGS, CJH, leg. 1528. Consulta de la Junta de Comercio, 29 de octubre de 1688; José I. Fortea
Pérez, «La industria textil...», pág. 457.
63
C. Storrs, «La pervivencia de la monarquía...», pág. 46.
64
J. A. Sánchez Belén, La política fiscal..., ob. cit., pág. 279. En 1699 el conde de Monterrey irá
aún más lejos al proponer que se prohibiera la extracción de lana ordinaria (E. Larruga, Memorias
políticas..., t. IX, pág. 6).
[173]
con los puertos americanos. Lo confirma, entre otros, el asiento suscrito por la
corona con Juan Barroso del Pozo ya que se le autorizaba realizar dos viajes a
sus factorías en el Caribe, sin necesidad de volver a España o de recibir licencias
de la Casa de Contratación, y regresar cargados con plata labrada, monedas y
joyas por un importe total de 300 pesos por tonelada65. Esta y otras medidas
confirman el interés que el comercio con América suscitaba en todas las esferas
de la sociedad española dado el volumen de mercancías y de capitales en circu-
lación, máxime cuando estos últimos solo revertían en una pequeña proporción
en España, y los retornos de materias primas y de artículos coloniales resultaban
insuficientes para el abastecimiento de la población66. Por eso fueron recurrentes
durante todo el reinado las opiniones favorables a la creación de una compañía
general de comercio a imagen de las holandesas e inglesas, integrada por accio-
nistas españoles y que traficase con los frutos y las manufacturas nacionales 67.
La Junta de Comercio no será ajena a este debate y así en 1683 encarga a Luis
Cerdeño y Monzón que elabore un proyecto para la constitución de una compa-
ñía general de comercio. Concluido en abril de 1684, el monarca nombra una
Junta de ministros de los Consejos de Estado, Guerra, Castilla, Hacienda e In-
dias para que proceda a su estudio, si bien jamás se llevará a cabo en parte por
las objeciones formuladas por la Casa de Contratación de Sevilla, que veía peli-
grar su existencia68. Mayor desconfianza mostraba a los proyectos de compañías
formadas por mercaderes y financieros naturales de los Países Bajos meridiona-
les, interesados en el comercio directo con América, pero a finales de la década
de 1690 Carlos II se avino en admitir a sus súbditos flamencos en el tráfico mer-
cantil con Buenos Aires, siempre que lo hicieran bajo pabellón español. La expe-
riencia, sin embargo, no fue demasiado rentable a causa de la Guerra de los
Nueve Años, por lo que los mercaderes optaron por embarcar sus mercancías en
buques ingleses facilitando así su presencia en el cono sur del continente ameri-
cano69.
65
Archivo General de Indias (AGI), Consulados, 1603. Introducción remitida por el Consulado,
Sevilla, 13 de abril de 1680.
66
J. A. Sánchez Belén, «Las exportaciones holandesas de productos coloniales americanos en
España tras la Paz de Münster de 1648», en C. Martínez Shaw y J. A. Martínez Torres (dirs.), España
y Portugal en el mundo (1581-1668), Madrid, 2014, págs. 89-137.
67
Así se manifiesta, entre otros, A. Somoza y Quiroga en 1680 («Único desengaño y perfecto
remedio de los menoscabos de la Corona de Castilla y general alivio de todos sus vasallos». Está pu-
blicado en el Semanario Erudito, vol. XI, Madrid, 1787, págs. 244-245.
68
L. Cerdeño y Monzón, Planta para la formación de una Compañía Universal formada de orden
de S. M por el licenciado [...], caballero del Orden de Santiago, de los Consejos de S. M en el Real de
Castilla, Indias y Santa Cruzada, 26 de abril de 1684 (BNE, Mss/ 1322, fols. 145-178); E. Larruga,
Historia de la Real y General Junta de Comercio..., ob. cit., t. IV, págs. 207 y sigs.; M. Sánchez Apella-
niz, «El proyecto de compañía de comercio en Indias aprobado por la Junta de Comercio en 1683»,
Revista de Derecho Mercantil, XXXIII/83, 1962, págs. 95-118, y J. A. Alejandre García, «Un proyecto
de Compañía Universal de Comercio con las Indias en el siglo xvii», III Congreso del Instituto Inter-
nacional de Historia del Derecho Indiano, Madrid, 1973, págs. 925-984.
69
A. Levae, Recherches historiques sur le commerce des Belges aux Indies pendant le XVII e
et XVIIIe siècles, Bruselas, 1842, págs. 14-17.
[174]
4. Conclusiones
¿Cuál fue el balance final de este conjunto de medidas contra la crisis econó-
mica de Castilla en las postrimerías del siglo xvii? La historiografía no consigue
ponerse de acuerdo a la hora de evaluar las reformas emprendidas por la corona.
Es evidente que la intervención del estado puede ser decisiva en una primera fase,
al alentar las inversiones de capital en las actividades productivas a través de exen-
ciones fiscales, del mismo modo que la bajada de los impuestos indirectos, sobre
todo en la alimentación, permite desviar más dinero hacia la adquisición de obje-
tos manufacturados reactivando así el consumo, pero no es menos obvio que si se
carece de una estructura económica sólida difícilmente el impulso estatal podrá
aprovechar. En el caso que nos ocupa, los síntomas de la recuperación parecen
manifestarse con mayor claridad en el sector agrario que en el manufacturero, a
pesar de la política mercantilista de la corona centrada principalmente en el fo-
mento de la industria nacional, lo cual se puede relacionar, en alguna medida, con
el desvío de créditos a los agricultores, con una cierta reducción de los tipos de
interés y con la estabilización en el tiempo y en el precio de los arrendamientos,
aunque tampoco se debe descartar, por la rentabilidad que genera, la combina-
ción entre cultivos, y entre cultivos y ganadería, así como una diversificación ma-
yor del producto agrario orientado hacia el mercado interregional. La novedad
de este tráfico de productos agrícolas y ganaderos, impulsado muy probablemen-
te por las reducciones fiscales llevadas a cabo por la corona desde 1683 en adelan-
te, es que facilita, a su vez, el comercio de todo tipo de géneros y, a su sombra, la
formación de redes mercantiles, que se expanden por el mundo rural desde las
ciudades, del mismo modo que lo hace la producción industrial, que se reactiva al
margen de las iniciativas estatales, aun cuando estuviese destinada con preferen-
cia hacia el consumo interior, lo que explica las demandas de los arbitristas y de
la Junta de Comercio dirigidas a impedir la saca de materias primas, sobre todo
de lana ordinaria, para ser utilizadas en los talleres nacionales. Asunto muy dis-
tinto es que la recuperación económica de Castilla se diese por igual en todo el
territorio y al mismo tiempo, pues los datos apuntan a que, con la salvedad de
Madrid, fue más lenta en el centro que en la periferia, según se aprecia en el dina-
mismo comercial de las plazas portuarias cantábricas, levantinas y atlánticas
como Málaga, Bilbao, Cádiz y San Sebastián, que fueron capaces de renovar,
desde el mundo de los negocios, el viejo tejido agrícola e industrial de sus respec-
tivas regiones.
[175]
Capítulo 10
1. Introducción1
1
Una primera versión de este trabajo se publicó en inglés, junto a John Reeder, con el título
«Quixotes, Don Juans, rogues and arbitristas in seventeenth century Castile», Economia/ History/
Methodology/Philosophy, 3(4), 2013, págs. 561-591.
[177]
Domínguez Ortiz, Fernández Álvarez, Larraz, Maravall y Sureda, entre otros) y
los numerosos discípulos de todos ellos que en los últimos treinta años han publi-
cado esclarecedoras monografías sobre el tema. Se han aducido variadas explica-
ciones, algunas incluso contradictorias, sobre el atraso más que estancamiento de
Castilla, entre otras, la geografía, la red de transportes, la escasez de capital físico
y humano, el Estado depredador, la fragmentación del mercado, la ociosidad de
los españoles y el catolicismo. Los historiadores, ya apunten una u otra causa del
atraso económico castellano, coinciden en señalar que una parte importante de
los castellanos tuvieron una inclinación por vivir de las rentas no fruto del traba-
jo, los más pudientes, y los pobres por subsistir de la limosna o actividades aleja-
das de los sectores productivos. El marco institucional inadecuado, en definitiva,
no incitaba a utilizar las cualidades industriosas de los castellanos como se ha
apuntado en más de una ocasión y, sobre todo, en el caso de los pícaros.
Este trabajo no indaga en cuáles son las causas del atraso, ni tampoco con-
trasta las teorías explicativas aducidas por los contemporáneos con las de los
historiadores actuales. El objeto es cotejar el perfil de tres personajes que apare-
cen en la literatura del momento y que se han convertido en «mitos universales»2
y la visión de los arbitristas, que fueron caricaturizados por los literatos. Es decir,
la intención es analizar las vidas de los ociosos hidalgos de provincias como don
Quijote, de los seductores aristócratas que vivían en grandes ciudades como don
Juan y de los pícaros que malgastaban su capacidad productiva en actividades
poco provechosas y las más de las veces delictivas.
El arbitrista fue un personaje del que se ocuparon los literatos y ellos precisa-
mente fueron los que acuñaron el significado peyorativo de este término. Quijo-
tes, don Juanes y pícaros fueron criticados en los escritos de los arbitristas cuando
expusieron las diversas causas y soluciones a los problemas económicos de Casti-
lla. En cierto sentido, sus escritos fueron una cruzada a favor del trabajo y en
contra del ocio. Suscribieron lo que señaló González de Cellorigo3 en 1600:
Castilla parecía «una República de hombres encantados que [viven] fuera del or-
den natural» y que habían abandonado los sectores productivos por vivir de las
rentas no fruto del trabajo.
Este artículo se estructura en tres apartados. En primer lugar, se hace un breve
repaso de cómo los literatos fraguaran un nuevo personaje: el arbitrista. A conti-
nuación se analiza los perfiles de los Quijotes, don Juanes y pícaros incidiendo en
su actitud hacia los asuntos económicos. Finalmente, se expone el pensamiento
de los arbitristas que es muy crítico con el ocio y las actividades improductivas a
la que se dedican los tres personajes literarios apuntados. En suma, este trabajo
trata de tres figuras literarias conocidas mundialmente al que se añade el perfil del
arbitrista que tuvo proyección internacional a través de don Quijote. Primero se
da la palabra a los literatos para recabar su opinión sobre los arbitristas y otros
personajes de ficción, y luego a los arbitristas que reflexionaron sobre la compli-
cada situación socio-económica de la época y, en particular, sobre la ociosidad.
2
Otros dos personajes españoles con ocupaciones heterodoxas son la Celestina —la alcahue-
ta— y Carmen y su corte de gitanos, toreros y bandoleros.
3
M. de González de Cellorigo, Memorial de la Política necesaria y útil restauración a la república
de España, y estados de ella, y del desempeño universal de estos reinos, Madrid, 1991, pág. 79.
[178]
2. La figura del arbitrista en los textos literarios
La Castilla del siglo xvii fue muy fructífera desde el punto de vista de la publi-
cación de numerosos libros de diversos géneros: novelas, piezas teatrales, poesías,
tratados de teología moral y ciencia política. A todos ellos habría que añadir los
memoriales, avisos, pareceres, representaciones y todo tipo de escritos sobre asun-
tos económicos. Es definitiva, hubo una gran riqueza de publicaciones, tanto de
tratados escolásticos que tuvieron una amplia proyección europea, como de obras
impresas y manuscritas de arbitristas, en las que nos vamos a centrar en este tra-
bajo.
Los literatos y los arbitristas conocían su producción respectivamente. Demos
en primer lugar la palabra a los novelistas. Estos dejaron constancia en sus publi-
caciones de la existencia de autores dedicados a asuntos económicos y también
fueron ellos precisamente los que acuñaron el término arbitrista en su acepción
peyorativa. Debemos a Cuartas Rivero la explicación más concisa de los orígenes
del término hacendístico arbitrista en el siglo xvi y su posterior evolución en el
sentido de la palabra durante el siglo xvii4. En el siglo xvii, de forma gradual, la
definición del termino arbitrista, esencialmente hacendística y limitada, se fue
ampliando; de referirse solo a los que ofrecían sugerencias sobre cómo mejorar el
sistema fiscal pasó a incluir también a todos los que proponían soluciones, mu-
chas de ellas quiméricas, a los problemas de la economía española, que eran, por
otro lado, cada vez más acuciantes5. No eran pocos ya los analistas que perci-
bían la situación de declive y decadencia. Problemas como el supuesto proceso de
despoblación, el mal funcionamiento del sistema monetario —«la enfermedad
del vellón»—, los bajos niveles de productividad agraria, la falta de competitivi-
dad del sector textil y la inadecuada política comercial, que, según la mayoría de
los autores, debía girar hacia el proteccionismo e incluso al prohibicionismo.
Los literatos del siglo xvii fueron los que más contribuyeron a desprestigiar el
término «arbitrista» como mostró minuciosamente la erudita monografía de Jean
Vilar titulada Literatura y Economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de
Oro (1973). Entre los que sobresalen en ridiculizar la figura del arbitrista y contri-
buyeron de forma decisiva a redefinirlo y desprestigiarlo, hay que destacar a Cer-
vantes, tanto en el Coloquio de los perros (1613), como en la segunda parte de Don
Quijote de la Mancha (1615).
En el Coloquio de los perros dos canes, Cipión y Berganza, tienen una entrete-
nida conversación en la que el segundo expone su vida, al igual que el Lazarillo
de Tormes, a través de los amos que ha tenido. Berganza tras vivir con muchos
amos (comediantes, gitanos, moriscos y mercaderes) y recorrer diversas ciudades
4
M. Cuartas Rivero, Arbitristas del siglo XVI. Catálogo de escritos y memoriales existentes en el
Archivo General de Simancas, Madrid, 1981, págs. I-V.
5
Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, Madrid, 1994, pág. 43, da una definición
completamente peyorativa de la palabra arbitrio, relacionándola con los arbitristas, «gente perdida».
El Diccionario de Autoridades, Madrid, Real Academia Española, 1990, basado casi exclusivamente
en usos y ejemplos del siglo xvii, ofrece una versión más aséptica, volviendo a su sentido hacendístico
original en su voz «Arbitrio», pero luego lo matiza en las citas literarias de Quevedo y Saavedra Fajar-
do, que incluye a continuación, ambas en un sentido absolutamente negativo.
[179]
(de Sevilla a Valladolid, pasando por Granada), da con sus huesos en el hospital
de la Resurrección de Valladolid. Allí se topa con cuatro enfermos: un poeta que
busca la pureza de la composición literaria, un alquimista que intenta encontrar
la piedra filosofal que transmute los metales viles en oro y plata, un matemático
enfrascado en resolver el problema de la cuadratura del círculo y, por fin, un ar-
bitrista obsesionado por proponer arbitrios al monarca. Una vez expuesta la so-
lución a los males de Castilla por parte del arbitrista, Cervantes en boca de uno
de los canes concluye: «Riyéndose todos del arbitrio y del arbitrante, y él también
se riyó de sus disparates, y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por
la mayor parte, los de semejantes humores venían a morir en los hospitales»6.
Los ataques a la figura del arbitrista por parte de escritores literarios alcanza-
ron su punto álgido con Quevedo en la segunda parte de su Política de Dios y
Gobierno de Cristo, escrito en 1635, donde se equipararon directamente a los ar-
bitristas con Judas7. El texto de Quevedo que se fija en los arbitristas y que co-
incide plenamente con Cervantes es La hora de Todos y la Fortuna con Seso (pu-
blicado póstumamente en 1650, escrito probablemente entre 1633 y 1635). En
esta obra, como en el Coloquio de los perros, se retrata y ridiculiza a poetas, alqui-
mistas y arbitristas. En el apartado xvii se refiere a estos últimos y señala que to-
das aquellas personas que están en contacto con ellos «se les consumían los cau-
dales, se les secaban las haciendas, se les desacreditaba el dinero y se les asuraba la
negociación»8 y pone varios ejemplos de arbitrios en el que se muestra los enga-
ños que contienen los mismos: «Para tener inmensas riquezas en un día, quitando
a todos cuanto tienen, y enriqueciéndolos con quitárselo» u «Ofrecer hacer que lo
que falte sobre, sin añadir nada ni quitar cosa alguna, y sin queja de nadie». En
suma, «el Anticristo ha de ser arbitrista [...] Los príncipes pueden ser pobres, mas
en tratando con arbitristas para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes»9.
Desvela los engaños de los arbitrios: se escriben con intención de resolver proble-
mas, pero los acrecientan y empobrecen a la mayoría.
Tal fue el impacto de la visión negativa que los literatos proyectaron sobre los
arbitristas que desde principios del siglo xvii, los autores, que escriben política
económica y que presumen de mayor entendimiento, se sienten casi obligados a
insultar a los arbitristas. Así González de Cellorigo, ya en 1600, criticaba
los arbitrios [...] que no han servido sino de destruir a los Reyes y a los Reinos y
es que por remediar un daño han abierto la puerta a muchos y a todos los que
esta República padece. Porque lo que más destruye las Repúblicas es dar los
Príncipes crédito a personas que ignorando las leyes de la buena política, los
engolfan en un laberinto de errores10.
A partir del segundo tercio del siglo xvii ningún escritor serio sobre temas
económicos se confiesa arbitrista, ni utiliza el término «arbitrio» para describir a
6
M. de Cervantes, Novelas ejemplares, Barcelona, 2001, págs. 620-621.
7
Sobre la Política de Dios, véase J. Vilar, Literatura y economía. La figura satírica del arbitrista en
el Siglo de Oro, Madrid, 1973, págs. 268-270.
8
F. de Quevedo, La Hora de todos y la Fortuna con seso, Madrid, 1987, pág. 200.
9
Ibíd., pág. 204.
10
M. González de Cellorigo, Memorial..., ob. cit., págs. 103-104.
[180]
sus obras. Tal es la labor realizada por los literatos del siglo xvii en la reacuñación
de la palabra arbitrista, que los economistas del xviii, recuperadores de la tradi-
ción autóctona del pensamiento económico español, como Campomanes, tienen
que aclarar las diferencias entre los arbitristas puros y duros parodiados por los
literatos y los «economistas políticos», eso sí, señalando sus debilidades11.
La figura del arbitrista como tal no tuvo una proyección internacional tan
importante como don Quijote, don Juan o los pícaros, de los que trataremos en el
siguiente epígrafe. No obstante, sí que se proyectó su figura indirectamente a tra-
vés de don Quijote. El locus classicus donde Cervantes emplea la metáfora del
arbitrista como personificación de la locura es en el primer capítulo de la segunda
parte del Quijote, cuya función es reintroducirnos a la persistente obsesión de don
Quijote con las novelas caballerescas y la conducta del caballero andante. En el
transcurso de una discusión sobre «razón de estado y modos de gobierno», el
cura para ver «si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera», introduce en
la conversación el tema de la amenaza turca. Don Quijote pica y dice que tiene
«un advertimiento» para aconsejar al rey. El barbero inmediatamente asocia el
advertimiento de don Quijote con los arbitrios «impertinentes» que los descalifi-
ca en los mismos términos que González de Cellorigo: «[...] tiene mostrado la
esperiencia que todos o los mas arbitrios que se dan a Su Majestad o son imposi-
bles o disparatados o en daño del rey o del reino»12.
Cervantes, entonces, con el cuento del loco de Sevilla, insertado a continua-
ción, nos traslada otra vez al escenario de la verdadera demencia, a la casa de
locos de Sevilla, al Hospital de los Inocentes que nos recuerda al de Valladolid,
lugar de encuentro para los cuatro locos del Coloquio de los Perros, y otro arbitrio,
el del monólogo del arbitrista13.
Aun dándose por aludido, don Quijote no se deja intimidar, vuelve a la carga
con su letanía de caballeros andantes y se propone a sí mismo como instrumento
eficaz para derrotar al Turco. El capítulo termina con una discusión entre don
Quijote y el cura acerca de si estos caballeros andantes eran o no «ficción, fábula
y mentira»14.
Cervantes claramente maneja con gran soltura la jerga, el vocabulario y la
psicología de los arbitristas, mostrándose igualmente en este capítulo de la segun-
11
Desde el siglo xx la figura de los arbitristas se ha rehabilitado gracias a diversos trabajos y
monografías. Véase J. I. Gutiérrez Nieto, «El pensamiento económico, político y social de los arbitris-
tas», en J. M. Jover Zamora (ed.), Historia de España, vol. XXVI, Madrid, Espasa Calpe, 1978; M.
Grice-Hutchinson, El pensamiento económico en España (1177-1740), Barcelona, Crítica, 1982; L.
Perdices de Blas, La economía política de la decadencia de Castilla en el siglo XVII. Investigaciones de
los arbitristas sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Madrid, Síntesis, 1996; L. Per-
dices de Blas y J. Reeder, Diccionario del Pensamiento Económico en España, 1500-2000, Madrid,
Fundación ICO-Síntesis, 2003; L. Perdices de Blas y M. Santos Redondo (coords.), Economía y litera-
tura, Madrid, Ecobook, 2006; J. Larraz, La época del mercantilismo en Castilla (1500-1700), Madrid,
FEHM, 2000; A. Dubet y G. Sabatini, «Arbitristas: Acción política y propuesta económica», en J. M.
Martínez Millán y M. A. Visceglia, La monarquía de Felipe III. La Corte, vol. III, Madrid, Fundación
Mafre, 2009.
12
M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, vol. I, Barcelona, 1998, pág. 627. En el capítulo 6,
de la segunda parte, vuelve a aludir Cervantes a los «impertinentes» arbitrios. Ibíd., págs. 671-672.
13
Ibíd., pág. 629.
14
Ibíd., pág. 635.
[181]
da parte de Don Quijote —como en el monólogo del arbitrista del Coloquio de los
perros—, como un lector atento de sus arbitrios y de los escritos de sus detractores.
Los tres personajes de los que vamos a tratar a continuación afloran en una
Castilla, que como el resto del imperio y de Europa, estaba viviendo cambios
económicos substanciales después del descubrimiento de América, entre otros: el
paso del centro del comercio internacional del Mediterráneo al Atlántico, la infla-
ción tras la afluencia de metales preciosas de las minas americanas, la introduc-
ción de nuevos productos procedentes de las colonias, el decaimiento del sector
manufacturero castellano y el despegue económico de las ciudades del norte de
Europa como Ámsterdam.
Si los literatos fueron agudos a la hora de reflejar en sus escritos la aparición
de un nuevo personaje, el arbitrista, no lo fueron tanto para reflejar de una for-
ma consciente los cambios económicos que se estaban produciendo, aunque sus
personajes nos dan muchas pistas sobre lo que estaba ocurriendo en Castilla
durante el siglo xvii. Parece que los literatos, como el resto de los castellanos,
vivían en una «república encantada», como apuntó González de Cellorigo, o
puede que con su literatura quisieran más bien evadir de los problemas cotidia-
nos a sus lectores. La genialidad de los literatos, como la de los pintores y escul-
tores de este Siglo de Oro, contrasta, por lo tanto, con su alejamiento de la rea-
lidad. De los numerosos personajes que aparecen en la amplia producción lite-
raria del siglo xvii hemos elegido a tres que son representativos y, de hecho, se
convirtieron en mitos de proyección internacional: don Quijote, don Juan y el
pícaro.
15
Ibíd., pág. 37.
[182]
algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su
hacienda»16. Tenía un servicio reducido: un ama y un mozo. Vivía con una sobri-
na joven y frecuentaban su casa un cura y un barbero. Sancho, su compañero de
andanzas, es un «labrador vecino suyo, hombre de bien, si es que este título se
puede dar al que es pobre, pero de muy poca sal en la mollera»17. El economista
Piernas y Hurtado incide en que «D. Quijote es el Labrador de posición, aunque
modesta, desahogada, hidalgo de solar conocido y de devengar quinientos suel-
dos, soltero que administra sus rentas y vive de ellas, y en el cual la ociosidad tuvo
no poca culpa de la demencia, mientras que el pobre Sancho el bracero que cuen-
ta por maravedises su jornal»18.
Por lo tanto, en un período de profundos cambios y de desarrollo de grandes
ciudades el hidalgo vive en un pueblo perdido de La Mancha. Los hidalgos ricos
se trasladaban a ciudades comerciales como Sevilla o a la Corte y los de más es-
casos medios se quedan en su pueblo. Cuando don Quijote sale de su aldea viaja
principalmente por el mundo rural, la excepción es Barcelona como queda apun-
tado. Se encuentra en estos viajes a labradores, cabreros y pastores, así como a
posaderos que regentan establecimientos de mala muerte y viajeros de diversas
clases y condiciones: actores, frailes, nobles ociosos, caballeros reales o imagina-
dos, moriscos, reos de la justicia, galeotes, soldados y estudiantes. Sin olvidarse de
un personaje típico del mundo rural: el bandolero.
En un momento de la obra se realiza una descripción de las riquezas de las
diferentes provincias españolas, pero solo se fija en las naturales, no en las manu-
factureras o comerciales19. Don Quijote va más allá y exalta en varias ocasiones
la edad de oro, que más bien parece la descripción del paraíso terrenal, en la que
todas «las cosas eran comunes», en la que «aún no se había atrevido la pesada reja
del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera
madre»20. Es más, afirma con convicción «yo nací por querer del cielo en esta
nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro»21. No obstante, diversos
personajes asocian «villano» y «labrador», por una parte, y «señor» y «caballe-
ro», por otra22.
Tampoco muestra un amplio conocimiento de los otros sectores productivos,
aunque estén unidos al mundo rural, ni los tiene en estima. Cuando se dan cuen-
ta de que los ruidos extraños que se oyen en la oscuridad de la noche son simples
batanes, don Quijote dice a Sancho que no tiene que saber lo con son unos mazos
de batán «que no les he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano
ruin que sois, criado y nacido entre ellos»23.
16
Ibíd., pág. 37.
17
Ibíd., pág. 91.
18
J. M. Piernas y Hurtado, Ideas y noticias económicas del Quijote: ligero estudio bajo ese aspecto
de la inmortal obra de Cervantes, Madrid, 1874, págs. 34-35.
19
M. de Cervantes, Don Quijote..., ob. cit., págs. 192-193.
20
Ibíd., pág.122.
21
Ibíd., pág. 208. Santos y Ramos mantienen que «el Quijote es una burla de la idealización de la
vida rústica» durante el proceso de urbanización del Renacimiento (en L. Perdices de Blas y M. San-
tos Redondo [coords.], Economía..., ob. cit., págs. 83-84).
22
M. de Cervantes, Don Quijote..., ob. cit., pág. 325.
23
Ibíd., pág. 220.
[183]
No tiene en buena estima a las labores mecánicas: «Del linaje plebeyo no ten-
go que decir sino que sirve solo de acrecentar el número de los que viven, sin que
merezcan otra fama ni otro elogio sus grandezas»24. Y concluye: «Dos caminos
hay [...], por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno
es el de las letras, otro, el de las armas»25. Apostilla que los grandes linajes se
demuestran en la virtud, riqueza y liberalidad.
Además, su condición de caballero andante le hace alejarse de las más rudimen-
tarias transacciones económicas y da pruebas abundantes de vivir en «una repúbli-
ca de hombres encantados». Se ha mencionado a menudo sus reticencias a pagar un
salario a su escudero: «No creo yo que jamás los tales escuderos estuvieron a sala-
rio, sino a merced»26. Sancho no es de la misma opinión y el tema sale recurrente-
mente en la novela, a pesar que se le promete el puesto de gobernador de una Ínsu-
la, «una merced». El ventero, en la primera salida del hidalgo, le pregunta si llevaba
dinero, a lo que responde «que no traía blanca, porque él nunca había leído en las
historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiera traído»27. En su segun-
da salida también se niega a pagar al ventero porque no era cosa de caballeros28.
Por último, habría que destacar que Sancho, a diferencia de su amo y al igual
que muchos pobres y pícaros que querían probar suerte en grandes ciudades o en
América, sí que deseaba salir de su aldea. Al final el sensato y pragmático Sancho
se contamina de las excentricidades de su amo, al igual que don Juan, como vere-
mos a continuación, trastorna la vida de los labradores y pescadores. Cervantes
en su obra nos muestra una economía dual. En el Quijote, por una parte, nos
narra las aventuras de un hidalgo que vive en una aldea y viaja principalmente
por el mundo rural y en Rinconete y Cortadillo, por otra, nos relata las andanzas
de estos dos pícaros en la gran urbe de Sevilla.
24
Ibíd., pág. 675.
25
Ibíd., pág. 676.
26
Ibíd., pág. 222.
27
Ibíd., pág. 56.
28
Ibíd., pág. 183.
[184]
el padre de don Juan, don Diego, es el Camarero Mayor de Palacio y «el dueño de
la justicia y es la privanza del rey»29. Don Diego tenía un largo historial al servicio
del monarca desde su juventud cuando recorrió Nápoles y Milán como bravo
soldado30. El tío del mujeriego, don Pedro, es el embajador del rey en Nápoles.
Por lo tanto, el Tenorio pertenece a un clan familiar poderoso y de ello es cons-
ciente. Cuando quiere impresionar a una de sus víctimas, a la campesina Aminta,
el burlador sevillano dice con orgullo:
29
T. de Molina, El burlador de Sevilla y el convidado de piedra en Don Juan, Barcelona, 2011,
pág. 145.
30
Ibíd., pág. 191.
31
Ibíd., págs. 151-152.
32
Ibíd., pág. 214.
[185]
res33. Es decir, sitúa la trama en un reinado con rasgos similares a los de Castilla
de la primera mitad del siglo xvii.
Hasta aquí hemos visto los vicios de la corte y la ociosidad de sus residentes,
aspectos que criticaron los arbitristas. A continuación vamos a detenernos en
cómo don Juan actúa. Ya hemos adelantado que es un noble arropado por un
clan familiar poderoso y un monarca que no quiere quitarse la venda de sus ojos
hasta el final.
Don Juan vive el presente, no le preocupa el futuro en ningún momento y
utiliza una expresión del mundo comercial cuando le recuerdan que su conducta
y calaveradas las pagará en la otra vida: «¡Tan largo me lo fiais!»34. Frase que
repite numerosas veces a lo largo de la obra. Así cuando su criado le recuerda:
Don Juan contesta: «Si tan largo me lo fías, / venga engaños»36. Don Juan es
noble «amigo de regocijo»37. Se desprende de la tutela del más allá, pero su vida
mundana no le conduce al trabajo, sino al ocio y al disfrute inmediato. Desea re-
crearse en su libertad, pero no deja de ser la libertad de un privilegiado.
El Tenorio se vanagloria de su hidalguía y caballerosidad que raya la arrogan-
cia. Octavio precisa que actúa en todo momento «con arrogancia española»38.
Ante el convidado de piedra el Tenorio declara:
Honor
Tengo, y las palabras cumplo,
porque caballero soy39.
Digo que la cumpliré [la palabra dada]
Que soy Tenorio40.
33
Se apunta que Lisboa es «La mayor ciudad de España» (ibíd., pág. 60). Alfonso XI murió
en 1350 y hasta 1580 no se unieron España y Portugal. También don Gonzalo dice que había tratado
con Juan I de Portugal, que nació después de morir Alfonso XI de Castilla (ibíd., pág. 58).
34
Ibíd., pág. 71.
35
Ibíd., pág. 146.
36
Ibíd., pág. 146.
37
Ibíd., pág. 177.
38
Ibíd., pág. 189.
39
Ibíd., pág. 181.
40
Ibíd., pág. 183.
41
Ibíd., pág. 199. El don Juan de Moliére se preocupa poco del dinero. Cfr. Moliére, Don Juan o
el festín de piedra en Don Juan, Barcelona, 2011, págs. 312-321.
[186]
Su criado será el que en todo momento eche en cara a su amo su comporta-
miento irregular. En primer lugar, como queda apuntado, le recuerda que tendrá
que rendir cuentas en la otra vida. También señala que su amo es un perfecto hi-
dalgo siempre que no haya una mujer de por medio42. Finalmente, destaca su
excesiva confianza en su clan y la influencia de su padre sobre el rey. Apunta que
incluso los poderosos tendrán que rendir cuentas:
Por más seductor, alguno puede apuntar que embustero, que resulte don Juan,
por más que el mismo diga que es un caballero, por más que resulte atractiva la
figura de este «desobediente» y «atrevido» personaje y por más que se presente
como «Mancebo excelente, gallardo, noble y galán» 44, hay que tener en cuenta
algunos rasgos de su comportamiento que son dudosos, como apunta su criado.
Don Juan confiesa que «el mayor gusto que en mi puede haber» es «burlar una
mujer» y «dejalla sin honor»45. Le gusta presentarse como «el castigo de la muje-
res» en palabras de su criado46. Es decir, uno de sus juegos favoritos en su vida de
ocioso es engañar y deshonrar a las mujeres, ya sean nobles o plebeyas47. Pero tam-
bién roba (sus yeguas a Tisbea), tima a prostitutas y habla cruelmente de ellas48,
desobedece al monarca pasando una noche en Sevilla cuando se le ha desterrado a
Lebrija y, sobre todo, es capaz de matar a Gonzalo de Ulloa y consiente que se eche
la culpa al marqués de la Mota, siendo este inocente. No tiene ningún reparo en
engañar incluso a sus amigos que pertenecen a su mismo círculo privilegiado.
Otros nobles que aparecen en la trama tienen un comportamiento ocioso,
desleal y arrogante como el de don Juan. Este es el caso del duque Octavio, pero
sobre todo el del marqués de la Mota. Cuando se le va a detener por equivocación
por haber matado a Gonzalo de Ulloa increpa a la justicia diciendo «¿Cómo al
marqués de la Mota hablan así?»49. Incluso ante el monarca se atreve a pregun-
tarle «¿Vuestra alteza a mí mde manda prender?»50. Con don Juan comparte una
cierta burla a la autoridad. Siendo el contrapunto a todos estos nobles don Gon-
zalo de Ulloa, que había hecho buenas gestiones, al servicio del rey, en Lisboa 51.
42
T. de Molina, El burlador..., ob. cit., pág. 89.
43
Ibíd, págs. 145-146.
44
Ibíd., pág. 51.
45
Ibíd., pág. 99.
46
Ibíd., pág. 67.
47
Marañón apunta: «Don Juan [...] no tiene ocupación conocida fuera del comercio con las
mujeres». Añade: «El varón castellano autóctono está representado no por el Don Juan, sino por “El
médico de su honra”; es decir, por el marido, el amante, el padre o el hermano que depositan el honor
conyugal y el familiar en la virtud de la mujer». Cfr. G. Marañón, Amiel. Don Juan, Madrid, Espasa
Calpe, 2008, págs. 71 y 346.
48
T. de Molina, El burlador..., ob. cit., págs. 88-93.
49
Ibíd., pág. 123.
50
Ibíd., pág. 124.
51
En el don Juan de Molière se añade un rasgo nuevo: el Tenorio como librepensador. Cfr. Mo-
lière, Don Juan..., ob. cit., pág. 225. En el libreto de Ponte, Don Giovanni es amante de la libertad. Cfr.
[187]
Otro rasgo a destacar en la obra es el poco aprecio a aquellos que se dedican
a oficios modestos, pero productivos, como agricultores o pescadores. Don Juan
es consciente de que el «honor» se fue a la aldea «huyendo de las ciudades»52,
pero desprecia a los que viven de sus manos en el campo. A Batricio, el honesto
campesino, le relaciona siempre con la «grosería». A los campesinos le impresio-
na el que les visite «¡El hijo del camarero mayor!»53, pero también desconfían de
los nobles. Batricio dice de don Juan «Téngolo por mal agüero; que galán y
caballero»54. A Aminta le pierde el afán de prosperar, pero sabe del peligro al que
se expone cuando se relaciona con el apuesto galán: «La desvergüenza en España
se ha hecho caballería»55. Se denuncia, en definitiva, los excesos y la arrogancia
de los nobles.
Tisbea es una pescadora de la costa tarraconense. Mujer que no aceptar el
amor de los pescadores, sus iguales, pero que cae en las redes de don Juan. Aun-
que fantasiosa por lo menos trabaja. Sabe que hay desigualdad entre ella y don
Juan, pero este la acalla diciendo que:
Amor es rey
que iguala con justa ley
la seda con el sayal56.
No solo se da cuenta de que tal cosa es falsa, sino que pierde su honra y don
Juan le roba incluso sus yeguas.
En suma, aunque en la obra el tratamiento de los personajes dedicados a la
agricultura y a la pesca nos recuerden en algunas ocasiones al que se hace en las
novelas pastoriles, al final don Juan valora más su hidalguía y desprecia la rusti-
cidad de aquellos que se dedican a oficios manuales. Solo hay un momento en que
se aprecia la actividad comercial y es cuando se elogia a una gran urbe, Lisboa57.
Este maltrato a los oficios productivos contrasta con los numerosos criados
que aparecen en la trama. Criados que sirven a sus ociosos amos y colaboran en
los engaños e intrigas de los mismos. Son personas con talento, como el sirviente
de don Juan que es capaz de advertirle en donde va terminar tanta calaverada.
Recuerdan en muchas ocasiones la figura del escudero Sancho Panza. Como en el
caso de los pícaros son talentos desaprovechados para actividades útiles, como
dirán los arbitristas.
L. de Ponte, Don Giovanni en Don Juan, Barcelona, 2011, pág. 491. Un breve ensayo sobre el mito de
don Juan en J. Lasaga Medina, Las metamorfosis del seductor. Ensayo sobre el mito de Don Juan, Ma-
drid, 2004.
52
T. de Molina, El burlador..., ob. cit., pág. 142.
53
Ibíd., pág. 131.
54
Ibíd., pág. 129.
55
Ibíd., pág. 143.
56
Ibíd., pág. 70.
57
Ibíd., pág. 63.
[188]
c) La singular ocupación de los pícaros
58
Véase sobre este punto, L. Perdices de Blas y J. Reeder en L. Perdices de Blas y M. Santos Re-
dondo (coords.), Economía y..., ob. cit., págs. 60-66. Hay que constatar la existencia de un círculo de
literatos, médicos y reformadores residentes en Madrid preocupados por el problema de la mendici-
dad y sus secuelas morales, políticas y económicas, y formado, entre otros, por el novelista Alemán, el
médico Cristóbal Pérez de Herrera, el dramaturgo Félix Lope de Vega, el aposentador real Alonso de
Barros y el abogado y poeta Juan Antonio de Herrera.
59
M. de Cervantes, Novelas..., ob. cit., pág. 164.
60
Ibíd., págs. 165-166.
[189]
cuentes tiene una red de solidaridad de ayuda mutua, como el resto de los gre-
mios, y los agremiados se encomiendan a Dios para que «Él nos libre y conserve
en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia»61. Cervantes, en definitiva,
con socarronería desvela los privilegios y las artimañas de los gremios.
El Guzmán de Alfarache nos familiariza con un pícaro que llega a serlo debido
al ocio, que tiene talento pero lo desperdicia (vagabundo, ladronzuelo, ladrón
profesional, mercader de tratos oscuros, jugador, criado resabiado y proxeneta de
su propia mujer) y además describe un mundo en el que el comercio no está bien
visto, pero tampoco las autoridades que abusan de su poder o los eclesiásticos que
pueden tener buena voluntad pero que contribuyen sin desearlo a la corrupción
de los pobres.
Si Cervantes, en Rinconete y Cortadillo, nos describe una Sevilla sede del mo-
nopolio del comercio colonial y también de gremios que limitan el ejercicio de los
oficios, Alemán la retrata como una ciudad «bien acomodada para cualquier
granjería» y «patria común, dehesa franca, ñudo ciego, campo abierto, globo sin
fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y ninguno
la tiene»62.
En la novela se mantiene constantemente que la vida descarriada del protago-
nista y las «causas de todos su daños» provienen de la ociosidad63, que engendra
a su vez todo tipo de vicios. Es el ocio y el vicio, no la pobreza, lo que motiva a
Guzmán a abandonar su casa materna: «Era yo muchacho vicioso y regalado,
criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda [...], cebado a torreznos,
molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado, más que hijo
de mercader de Toledo o tanto»64. Por si no fuese poco añade: «Es la ociosidad
campo franco de perdición, arado con que se siembran malos pensamientos, se-
milla de cizaña, escardadera que entresaca las buenas costumbres, hoz que niega
las buenas obras, trillo que trilla las honras, carro que acarrea maldades y silo en
que se recogen todos los vicios»65. Alonso de Barros, en el elogio que hace a la
novela al principio de la misma, afirma que el autor «ha retratado tan al vivo un
hijo del ocio»66.
Ya no solo se muestra que el ocio conduce a la picaresca, sino que también se
expone que el pícaro está sobrado de talento desperdiciado en actividades no
adecuadas y en la mayoría de las ocasiones delictivas. El pícaro mendiga, hurta,
juega y se enriquece fácilmente a través del engaño o negocios turbios. Es decir, se
aleja de la siguiente conducta: «confiésate como para morir, cumple con la defini-
ción de justicia, dando a cada uno lo que te toca por suyo; come de tu sudor y no
del ajeno; sírvante para ello los bienes y gajes ganados limpiamente: andarás con
sabor, serás dichoso y todo se te hará bien»67. Alemán repite constantemente que
«No hay trabajo tan amargo que, si quieres, no saques dél un fin dulce»68.
61
Ibíd., pág. 195.
62
M. Alemán, Guzmán de Alfarache, vol. I, Madrid, 2003, pág. 262.
63
Ibíd., pág. 318.
64
Ibíd., pág. 163.
65
Ibíd., pág. 318.
66
Ibíd., pág. 115.
67
Ibíd., pág. 288.
68
Ibíd., pág. 331.
[190]
Resultaba evidente que el hurto y el robo no es una forma de ganarse la vida
decentemente, pero tampoco la mendicidad a la que se estimula, según Alemán,
por una política asistencial mal entendida. En el primer viaje del pícaro a Italia, y
en particular en su estancia en Roma, denuncia que la forma de ejercer la caridad
de los eclesiásticos fomenta la ociosidad. A lo largo de la novela, y en la misma
línea que Cristóbal Pérez de Herrera, se crítica la idea de dar limosna indiscrimi-
nadamente y narra todas las tretas que emplean los que piden sin licencia. Esta
crítica se centra, sobre todo, en aquella parte de la vida de Guzmán que transcu-
rre en Italia. Reprende, en particular, la libertad de limosna que se practica en
Roma: «Justo es dar a cada uno lo suyo, y te confieso que hay en Italia mucha
caridad y tanta, que me puso golosina el oficio nuevo para no dejarlo»69. Es de-
cir, el de pedir.
Resalta que los pobres mendicantes disfrutan de dos tipos de libertades. En
primer lugar, la libertad de «pedir sin perder»70. Los pobres piden igual que los
reyes, solo que estos lo hacen para «el bien común» y «los pobres para sí solos,
por la mala costumbre que tienen»71. La segunda libertad es la «de los cinco
sentidos»: «¿Quién hay hoy en el mundo, que más licenciosa ni francamente goce
dellos que un pobre, con mayor seguridad ni gusto?»72. Concluye con las siguien-
tes palabras: «Después que una vez los hombres abren las bocas al pedir, cerrando
los ojos a la vergüenza, y atan las manos para el trabajo, entulleciendo los pies a
la solicitud, no tiene su mal remedio»73.
La actividad comercial no es vista con buenos ojos. El padre del pícaro era un
comerciante que residió, entre otros lugares, en Génova en donde se dedicó, como
los naturales de esta república, «al cambio y recambios por todo el mundo»74. Su
progenitor tenía fama de «logrero» y su forma de realizar los negocios no era muy
saludable. Alemán más que criticar el oficio de prestamista y comerciante, destaca
los peligros de ejercer dichas actividades. El padre siempre estuvo relacionado con
negocios turbios. No tiene principios morales y religiosos sólidos. En suma, con-
cluye: «cuando todo corra turbio, iba mi padre con el hilo de la gente y no fue
solo el que pecó»75. Cuando hace referencias al mundo comercial, aunque no
quiere ofender a los que actúan correctamente, no sale muy bien parado. Hay una
cierta prevención hacia la riqueza y así declara Guzmán bien avanzada la obra
«Que si la pobreza me hizo atrevido, la riqueza me puso confiado»76. Se cumple
más esta sentencia cuando, como el pícaro, se ha ganado con facilidad y con en-
gaños la riqueza.
Ya no solo se critican algunas actividades comerciales y financieras, sino la de
aquellos que aprovisionan de productos básicos a los pueblos y ciudades. Denun-
cia cómo los regidores fomentan los estancos y hacen subir artificialmente los
69
Ibíd., pág. 386.
70
Ibíd., pág. 404.
71
Ibíd., pág. 407.
72
Ibíd., pág. 407.
73
Ibíd., vol. II, pág. 166.
74
Ibíd., vol. I, pág. 131.
75
Ibíd., pág. 142.
76
Ibíd., vol. II, pág. 336.
[191]
precios de los productos básicos77, pero sobre todo critica a los especuladores que
se enriquecen a costa del pobre78. Por último, también tiene palabras desfavora-
bles para los que viven de los censos79 y para los caballeros y ricos que gastan sin
necesidad y no cuidan de sus haciendas80.
4. La campaña de los arbitristas en contra del ocio y de los mal ocupados
Los arbitristas trataron en sus escritos sobre diversos temas y problemas, pero
entre ellos destacan sus reflexiones sobre la decadencia de Castilla, lo que les llevó
a ser los primeros autores que se detuvieron en la investigación sobre la naturale-
za y causa de la riqueza de las naciones en la Europa de los siglos xvi y xvii. Los
literatos, como queda apuntado en el epígrafe segundo, acertaron al denunciar lo
ridículo de algunas de sus propuestas y planteamientos. No obstante, autores
como Martín González de Cellorigo, Lope de Deza, Sancho de Moncada o Pedro
Fernández de Navarrete, por poner cuatro ejemplos representativos, realizaron
reflexiones interesantes y por este motivo sus obras fueron reeditadas en el si-
glo xviii. Esto no quita que algunas medidas concretas, insistimos, sean muy cues-
tionadas.
Los arbitristas intentaron llamar la atención de los monarcas y sus políticos
para centrar sus miras en el corazón del imperio, Castilla, y destacaron tres con-
secuencias económicas del descubrimiento de América que afectaron negativa-
mente a la economía de esta corona: el alza de los precios que ponía en desventa-
ja los productos castellanos con respecto a los extranjeros, la entrada de metales
preciosos con su inmediata «saca» a los centros financieros y manufactureros
europeos y el abandono de los sectores productivos. Coincidían en señalar que tal
saca se debía al abandono de las actividades productivas por parte de los castella-
nos, que derivaba del desprecio por el trabajo, ya que vivir de rentas no fruto del
trabajo, era trato de nobles. Se dieron cuenta de que lo importante no era la ex-
portación de los metales propiamente dicha, sino el que los castellanos abando-
naban las actividades productivas y, por lo tanto, «la riqueza firme y estable».
Para ellos la riqueza era el fruto de las actividades derivadas del trabajo, no los
metales preciosos. González de Cellorigo sintetiza magistralmente este análisis de
los arbitristas:
77
Ibíd., vol. I, pág. 170.
78
Ibíd., pág. 172.
79
Ibíd., vol. II, págs. 490-511.
80
Ibíd., vol. I, pág. 313.
[192]
de los nuestros y sobrada diligencia de los extranjeros, por cuya industria se saca
diez tanto más que los órdenes del Consejo de Guerra y Estado81.
En Francia, Italia, y en los Países Bajos no hay minas de oro ni plata, y la abun-
dancia de gente lleva a aquellas provincias toda la riqueza de España por medio de
la contratación y de las artes: siendo estos reinos de España los más fértiles de
Europa, y teniendo el dominio de todo el oro y plata de las Indias, están infamados
de estériles, por faltar gente que labre, cultive y beneficie los frutos naturales de
ellos, dándoles el valor industrial, que es el que enriquece las provincias83.
Los arbitristas percibían las ventajas y riquezas que obtenían los extranjeros
transformando materias primas, procedentes estas a menudo de España o de sus
colonias americanas. De esta forma queda resuelta la paradoja, expuesta en la
introducción, de que los «países estériles» (sin recursos naturales como Holanda),
pero «industriosos», se enriquecían, mientras que Castilla, con abundancia de
materias primas y metales preciosos, pero «poco industriosa», se empobrecía.
Aislada la causa del atraso y expuesta la principal medida para restablecer la
abundancia de España, analizaron los obstáculos que se oponían al crecimiento
económico. Entre ellos, destacan el aplauso al ocio, el vivir de las rentas no fruto del
trabajo, el excesivo número de oficios improductivos, la acumulación de la pobla-
ción en la Corte y en algunas ocasiones el lujo84. Es decir, denuncian todo aquello
que es contrario al restablecimiento de los sectores productivos, aquello que practi-
caban en su vida cotidiana los tres personajes literarios aludidos en este capítulo.
Podemos resumir en pocas palabras que el pensamiento de los arbitristas es
una cruzada contra el ocio y a favor del trabajo en cualquiera de los sectores pro-
ductivos. González de Cellorigo85 afirma que «Es pretender ir contra la ordena-
ción de Dios y dar con otros muchos errores querer sacar fruto de la tierra sin
trabajo, que no le da si no es con el sudor de nuestras manos».
Mateo López Bravo apunta que el origen de la ociosidad radica en la conside-
ración del trabajo como una actividad deshonrosa y, en cambio, el ocio como
honroso:
81
M. de González de Cellorigo, Memorial..., ob. cit., págs. 69-70.
82
Comienzan a discrepar en la importancia dada a cada uno de los sectores productivos para
restaurar la riqueza castellana, véase Perdices de Blas, La economía política de la decadencia de Casti-
lla en el siglo XVII, Madrid, 1996, cap. 3.
83
P. Fernández de Navarrete, Conservación de Monarquías y Discursos Políticos, Madrid, 1982,
pág. 65.
84
También hicieron un extenso análisis de los obstáculos derivados de la legislación, como la
política comercial (L. Perdices de Blas, La economía política, ob. cit., cap. 5). En cambio, no prestaron
atención a los obstáculos derivados del medio físico porque, siguiendo la tradición del Laudes Hispa-
nie, resaltaban la fertilidad de Castilla y sus colonias.
85
M. de González de Cellorigo, Memorial..., ob. cit., pág. 73.
[193]
[...] por desgracia [...] todo trabajo, aunque sea compañero de la virtud, no mere-
ce valor ni honra alguna por parte de las leyes y de las costumbres, mientras que
el ocio, por muy manchado que esté de todo crimen, es llamado a los premios y
a los honores. Nada tiene, pues, de especial que todos tengan puestos los ojos en
la ociosidad y que el número de los ociosos crezca de día en día86.
[...] como los que con su trabajo han adquirido alguna hacienda, hallan por me-
dio de ellos [juros] pueden tener rédito descansado, desamparan las artes y ofi-
cios, la labranza y crianza en que se ganan con su sudor la comida, la cual viene
a menguar el comercio, y con él los derechos reales: porque el mercader deja el
trato, el oficial su tienda, el hidalgo que labra sus heredades, las vende y las su-
broga en juros, el tratante deja sus navegaciones, cesando con esto la venta de los
frutos naturales e industriales en que estaba librada la riqueza de las ciudades 88.
86
M. López Bravo, Del Rey y de la razón de gobernar, edición con el título Mateo López Bravo, un
socialista español del siglo XVIII, Madrid, 1977, pág. 264.
87
Ibíd., pág. 266.
88
P. Fernández de Navarrete, Conservación..., ob. cit., págs. 95-96.
[194]
manos de un mayorazgo, y sin querer atender a más que ser holgazanes, vinién-
dose a la Corte, donde acaban de desechar la poca inclinación que tenían a los
oficios mecánicos89.
El mal es mucho más profundo, porque resulta que, con ayuda de la caridad
pública, compramos el ocio de los estudiantes —y con él el lujo y la ambición—
para unos muchachos sin bienes de ninguna clase y, consiguientemente, destina-
dos a la servidumbre y al trabajo artesano, aumentando de este modo la ociosi-
dad que ya nos sobra y desterrando por un sentido de falsa piedad el trabajo del
que andamos tan necesitados90.
89
Ibíd., pág. 95.
90
Ibíd., pág. 360.
91
S. Moncada, Restauración política de España, Madrid, 1974, pág. 205.
92
Ibíd., págs. 198-199.
93
C. Pérez de Herrera, Amparo de Pobres, Madrid, 1975, pág. CXXXVII.
[195]
Un problema aparejado al ocio, en una sociedad que considera más adecuado
vivir de las rentas no fruto del trabajo y que prefiere residir en grandes ciudades,
es el lujo. Lope de Deza94 señala que el exceso de lujo ha causado no solo la apa-
rición de hombres enfermizos, viciosos, ociosos y afeminados, sino la prolifera-
ción de profesiones inútiles en menoscabo de la agricultura. Fernández de Nava-
rrete añade que el lujo no solo es causa de ocio y abandono de actividades pro-
ductivas sino que los hombres consideran que su «caudal» y su «paciencia» no
son suficientes para aguantar las sobrecargas que las costumbres lujosas han in-
troducido a la hora de casarse. Todo ello en menoscabo de la celebración de ma-
trimonios y, consiguientemente, disminución de la población95. El autárquico
Moncada matiza que este lujo realmente perjudica, desde el punto de vista econó-
mico, cuando los productos consumidos son extranjeros96.
5. Conclusiones
94
L. de Deza, Gobierno político de agricultura, Madrid, 1991, págs. 47-48.
95
P. Fernández de Navarrete, Conservación..., ob. cit., pág. 307.
96
S. Moncada, Restauración política..., ob. cit., págs. 108-110. El análisis del ocio realizado por
los arbitristas se puede complementar con el debate sobre el socorro a los pobres que se inicia en el
siglo xvi y continúa en el xvii, protagonizado entre otros por Domingo de Soto, Juan de Robles, Cris-
tóbal Pérez de Herrera y Miquel Giginta. Un debate en el que se considera, con contadas excepciones,
al pobre como un pícaro, un vago que prefiere no trabajar y, en definitiva, un delincuente. Estas ideas
fueron asumidas por los arbitristas, véase L. Perdices de Blas y J. Reeder, Diccionario de Pensamien-
to..., ob. cit., págs. 212-215.
[196]