Aleph

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Un aleph auditivo

- Julia Ramírez

La mañana del 17 de diciembre en que Saltarín murió, comprendí que llegaba a su fin
mucho más que una vida. Este inocente nombre, es ocurrencia de mi ser de siete años a
quien le fue obsequiado su capricho de tener una rana de mascota. Rana la cual no
saltaba, era acuática; y había durado 13 años encerrada en una pecera en mi cuarto.
Y hoy dejaba este mundo. Tomé entre mis manos su inerte cuerpecito anfibio, y la
enterré debajo del árbol de mi jardín. Recordando el momento en que llegó a mi vida,
sin saber que estaría más de una década conmigo.

Saltarín fue un ser muy extraño. Por años me pregunté sobre su carencia o abundancia
de consciencia. Una vez mi abuelo lo llamó aceituna. No había mucha diferencia práctica
entre la rana y tener una aceituna flotando en una caja de cristal en mi repisa, solía
pensar mi ingenuo ser en ese momento.

Buscaba anhelante alguna prueba de existencia de mi aceituna-mascota. Algo que fuera


más profundo que sus exánimes ojos vidriosos, su albinismo membranoso, su quietud
imposible, tenía que haber algo más. Escudriñaba cada movimiento, cada reacción, pero
por mucho que observaba no había nada a excepción de sus ocasionales movimientos
vagamente se podía considerar un ser con vida. Nunca hubiera imaginado que estaba
buscando con el sentido equivocado.

Hasta aquel día en el que caí en cuenta de lo grande que era realmente esa rana
miniatura. Jamás creí posible que un animal, flotando en medio metro cuadrado acuoso
pudiera invadir el espacio. Inundar la estancia mucho más allá de su umbral acuático. Ni
siquiera contemplaba la posibilidad de que esa invasión que llenaba por completo mis
cuatro paredes de habitación (en sí misma una pecera terrenal) era provocada por la
diminuta criatura hospedada conmigo.

Se dice que se tiene que ver para creer, y es por eso que yo no creía. En el día no había
rastro de que la rana fuera responsable, estaba ahí tan inmovil como siempre (no por
nada me habían preguntado en más de una ocasión que si era de plástico).
En la oscuridad, al no buscar con la vista, la escuché por primera vez. Su croar nocturno.
Se despliega ante mí una sinfonía saturada de matices, una orquesta en la que resuena la
vida completa. Nadie se atrevería a cuestionar la vitalidad de esta canción. Parecía
compuesta por un coro de todas las ranas del mundo. Los sonidos del bosque, susurros
de la ciudad, murmullo de máquinas, voces de gente. Todos los sonidos a la vez, armonía
en la que se empalman las cosas intangibles, siendo posibles únicamente de escuchar,
nunca de ver.
Por supuesto que traté de verla, prendí la luz y abrí los ojos una y otra vez provocando
que cesara el encanto, pero en la claridad, se convertía de nuevo en aceituna.
Sigo escuchando sus sonidos fantasmas, sonidos con los cuales dormí por más de la
mitad de mi vida. Resonancias que se han adherido a mi ser por años, que ya se me
quedaron pegadas, que escucho de vez en cuando en mis sueños.

Es así que encontré la vida, que yo erróneamente había buscado con los ojos cuando en
realidad estaba en el mundo intangible de la escucha. Contenida toda en el pequeño ser
nadador de 13 años que acaba de morir, y con él su ventana al mundo paralelo.

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