Clase 12 - El Niño Feliz

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DOROTHY CORKILLE BRIGGS

EL NIÑO FELIZ


su clave psicológica























Título del original inglés:


YOUR CHILDS SELF - ESTEEM
Doubleday & Comp. Inc., Nueva York
1970 by Dorothy Corkille Briggs




















Traducción: Oscar Muslera


1ª Edición: 1972










INDICE
Agradecimientos
Una omisión de nuestra cultura
I. EL FENOMENO DE LOS ESPEJOS
3. Los espejos influyen la conducta
4. El precio de los espejos distorsionados
5. La trampa de los reflejos negativos
6. Pulimento de los espejos representados por los padres
II. EL CLIMA DEL AMOR
7. El verdadero encuentro
8. La seguridad que brinda la confianza
9. La seguridad del no enjuiciamiento
10. La seguridad de sentirse apreciado
11. La seguridad de ser "dueños" de nuestros sentimiento
12. La seguridad de la empatía
13. La seguridad de tener crecimiento exclusivo


III. LOS SENTIMIENTOS NEGATIVOS Y LA AUTOESTIMA
14. Cómo tratar los sentimientos negativos del niño
15. Cómo descifrar el código de la ira
16. Cómo desenmascarar los celos
IV. EL CRECIMIENTO MENTAL Y LA AUTOESTIMA
17. Motivación, inteligencia y creatividad
V. SEXO Y AUTOESTIMA
18. El matrimonio entre el sexo y el amor
19. Conclusión
Lista de ideas básicas























DEDICADO A. LA MEMORIA
de mi padre, el Coronel John. D. Corkille,
y de mi madre, Relen Young Corkille,
POR LO MUCHO QUE LES DEBO.


























El hombre quiere ser confirmado en su ser
por el hombre, y desea la presencia
del ser del otro... secreta y
turbadamente espera un SI que
le permita ser y que puede llegar
a él sólo de persona a persona


Martin Buber












AGRADECIMENTOS


Si el lector encuentra algún valor en la lectura de este libro, este valor
no proviene sólo de mí, sino también de mi interacción con todas las personas
y experiencias que hallé en la vida.
Me siento particularmente agradecida a:
Edward Bordin, Duane Bowen, Max Levin y Lois Southard, por sus
inspiradoras enseñanzas;
Thomas Gordon, cuyas sobresalientes lecciones aclararon mi
pensamiento en torno del hecho de que la ira es un subproducto, de la vital
distinción entre los mensajes destinados al “Yo” y los destinados al "Tú", del
manejo del poder y de los mecanismos de la democracia hogareña;
Frank Barron, S.I. Hayakawa, Abraharn Maslow y Carl Rogers, por sus
tareas y conceptos, que despertaron mi curiosidad profesional;
Tom Johnston y Sam Warren, por una década de apoyo, mientras yo
trabajaba con grupos de progenitores,
innumerables niños y adultos, por haber permitido que yo compartiese
algunas porciones de sus mundos privados, gracias a lo cual me fue posible
concentrar el enfoque de los conceptos que expongo en esta obra. Su aporte
me habilitó para escribir desde una posición de experiencia personal profunda,
en vez de tener que hacerlo apoyada sólo en la teoría;
Myrtle Spencer, por la tarea de afirmación, de inspiración y de "madre
substituta" que llevó a cabo cuando mi manuscrito atravesaba sus etapas
embrionarias;
Charlotte Himber, por su apoyo muy especial en momentos cruciales de
mi proyecto de libro;
Tom Larson, Mary y Norman Lcwis, Nancy Lichina, Judy Miller, Betty
Riley, Sylvia W. Rosen, Jean Schrimmer, Barbara Spaulding y Elsa van
Bergen, de la editorial Doubleday and Company Inc., de Nueva York, por sus
actitudes personales, su asistencia editorial y su apoyo moral durante la
realización de este proyecto;
Mary Baker, Karen Brown, Dorothy McAuliffe y Mary Starley, por su
aporte al mecanografiado del original;




Laurie y Kerrie Sue, por lo mucho que me enseñaron acerca de la
naturaleza humana, y por haber asumido otras tareas mías, activamente y en
incontables ocasiones, con el fin de que yo quedase en libertad para escribir.
A todos ellos, mi sincero reconocimiento.
DOROTHY CORKILLE BRIGGS
Península de Palos Verdes California



UNA OMISION
DE NUESTRA CULTURA


Hace ya muchos años que los psicólogos se concentran en el estudio y
la curación de las enfermedades mentales. Sin embargo, la difusión de los
trastornos psicológicos es tan extensa, que no alcanzan los profesionales
disponibles para atender a todos los afectados. Una investigación llevada a
cabo sobre 175.000 habitantes de la ciudad de Nueva York demostró que sólo
el 18,5 por ciento de aquellos individuos se hallaba exento de síntomas de
enfermedad mental. El número de los que marchan por la vida tambaleándose
bajo el peso de sus conflictos internos y derrochando sus posibilidades
potenciales en defensas malsanas asume, pues, proporciones de epidemia. Los
episodios neuróticos se han transformado en una manera de vivir.


Este alarmante fenómeno es un indicio acusador contra una
desafortunada omisión de nuestra cultura: nosotros, los padres, no estamos
entrenados debidamente para llevar a cabo la tarea que nos toca. Pero el
hecho es que, mientras se invierten sumas inmensas en la enseñanza de
conocimientos teóricos y profesionales, el arte del progenitor capaz de formar
a sus hijos queda librado al azar, o a unas pocas lecciones sueltas. Y eso pese
a que, paradójicamente, sostenemos que los niños constituyen nuestro recurso
nacional más importante.


Por otra parte, cuando se trata de vigilar el desarrollo físico e
intelectual de nuestros hijos, nos remitimos sin limitaciones a los servicios
profesionales de médicos y educadores; en cambio, para la orientación de los
niños hacia la salud emocional confiamos casi por completo en nuestras
propias fuerzas. Hasta cuando existen síntomas inequívocos de que algo
funciona mal, muchos padres sienten la consulta con el psiquiatra como una
confesión de fracaso, y sólo la utilizan como recurso extremo.




Entre las pautas que empleamos para evaluar a los niños y la forma en
que olvidamos dar a los padres entrenamiento específico para su trabajo
existe una discrepancia que, según parece, se funda en el supuesto de que
todo ser humano ha de saber cómo se cría a un niño. En los hechos, en
cambio, el ser padres no nos dota ni con los conocimientos ni con la habilidad
que se necesitan para formar jóvenes confiados en sí mismos, emocionalmente
estables, y capaces de vivir como personas que funcionan plenamente y
desarrollan existencias significativas. En suma, debemos llegar a la
conclusión de que no prestamos a la prevención de la enfermedad la atención
que merece por ser nuestra más válida esperanza de hacer que desciendan los
elevados índices de difusión que alcanzan los desórdenes emocionales.


La mayoría de nosotros hace todo lo que puede; muchas veces, por
desgracia eso no significa otra cosa que dar vueltas y vueltas sobre las
mismas equivocaciones Por otra porte, tanto nosotros como nuestros hijos
tenemos que vivir con el producto de nuestros errores involuntarios, errores
estos que tenderán a transmitirse a las generaciones futuras. Así, pues, todos
sufrimos en alguna medida las consecuencias de aquella omisión de nuestra
cultura.


En la búsqueda de líneas de orientación, muchos padres recurrimos a
la abundante bibliografía disponible acerca de la crianza de los niños. Pero
allí, las materias que nos interesan se encaran como temas separados,
aislados entre sí. Esos libros no presentan una estructura básica coherente -
la autoestima del niño - sobre la cual podamos apoyar cada elemento
importante de nuestra vida en común con nuestros hijos.


La presente obra se concibió justamente sobre una estructura de esa
clase. Ofrece así una nueva manera de considerar el desarrollo del niño, en
virtud de la cual todo crecimiento y todo comportamiento se observan ante el
telón de fondo compuesto por la búsqueda de identidad y autorrespeto que
dicho niño lleva a cabo. Aquí se expone específicamente cómo inducir en
nuestros hijos la formación de un sólido sentido del propio valor, que los
habilitará para alcanzar la felicidad personal en todos los órdenes de la vida.
Es necesario tener en cuenta que, a menos que comprendamos por completo
la naturaleza del material humano y trabajemos con él, nos moveremos a
ciegas y acaso tengamos que pagar por ello un alto precio.




Nuestro libro se debe a que veinticinco años de trabajo en psicología y
educación, junto con su propia experiencia de madre, dieron a su autora la
firme convicción de que la tarea del progenitor es demasiado importante para
que se la deje librada a la imaginación y a la intuición. La conciencia plena
de los hechos relacionados con dicha tarea puede servir para que evaluemos
y distribuyamos debidamente las responsabilidades en torno de aquellos que
se encuentran a nuestro cuidado, para que adquiramos confianza en nosotros
mismos como padres, y para que hallemos caminos hacia nuestro propio
desarrollo personal.


A lo largo de los años, muchos de los progenitores que asistieron a
clases de la autora expresaron haber observado cambios alentadores en sí
mismos y en sus hijos, tras aplicar algunas de las ideas que exponemos en el
presente volumen. He aquí algunas citas textuales de tales expresiones:


Esta manera de ver el crecimiento de los niños me dio un nuevo tipo de
confianza en mí misma. Ahora me siento una persona más libre, no tan
temerosa de las responsabilidades de los padres.


Toda nuestra familia está ahora más unida, y existen entre
nosotros muchos menos conflictos. A medida que mi actitud
iba cambiando, todo se fue haciendo más suave en nuestra
casa.

Me siento más tranquila y paciente; hasta mi esposo lo ha notado.

Aprendí a vernos a mí misma y a mis hijos bajo una nueva luz; ahora
me siento mucho más comprensiva. Además, esto sirvió,
indirectamente, para que mi marido y yo nos acercásemos más el uno
al otro.


¡He aprendido a vivir con mis hijos, en lugar de hacerlo pese a ellos!


En mi carácter de padre, me parecía ridículo tomar lecciones acerca de
cómo criar niños. Por entonces, no comprendía mi ceguera. Hoy se ha
abierto un nuevo mundo ante mis ojos. Sólo lamento no haber sabido
todo esto antes de tener hijos




Estas declaraciones son, sin duda, pruebas poderosas de la utilidad del
concepto que nos guía. El saber lo que hacemos y el disponer de una
estructura básica que nos oriente son elementos que bien pueden servirnos
para vivir con nuestros hijos de manera que los haga emocionalmente sanos.
Con estos elementos, no tendremos dudas acerca de que ellos pisan sobre
suelo firme.
El hecho de que usted, lector, tenga este libro entre las manos habla del
cuidado que pone usted en su hijo y en sus relaciones con él. También insinúa
que desea usted que se materialice su esperanza de que él llegue a ser una
persona de funcionamiento pleno. Ese cuidado suyo, junto con su interés por
la búsqueda de ideas nuevas, lo pone a usted, y también a su hijo, en el
camino del crecimiento positivo.





















BASES
DE LA SALUD MENTAL


Sueños y realidades


Sin duda, todos tuvimos muchas ideas acerca de cómo trataríamos a
nuestros hijos, mucho antes de que estos vinieran al mundo. Detrás de todas
esas ideas estuvo siempre la dedicación: estábamos decididos a que la tarea
fuese bien hecha. La mayoría de las personas toman muy en serio la condición
de padres: se juegan a ello por entero, en el sentido literal de la expresión.
Después, la realidad comienza a descargar golpes contra todos los planes
concebidos de antemano, y lo que al principio pareció cosa simple se
transforma en algo mucho más complejo.
Si bien ocupan poco espacio, los niños suscitan en nosotros emociones
muy amplias y profundas. La alegría, la seguridad, el deleite, se mezclan en
tomo de ellos con la preocupación, la culpa y la duda. La fatiga y la
frustración también se hacen presentes en buena medida. Un día tenemos que
arrostrar la haraganería y el desorden, y emitir a torrentes la palabra “no”; al
día siguiente llegarán los abrazos y las chácharas amorosas, y vaya uno a
encontrar el teléfono desocupado. Problemas, siempre nuevos, que cambian
pero nunca acaban. Y no hay forma de dar marcha atrás.
De todos modos, nos esforzamos por hacer lo mejor de que seamos
capaces. Así, invertimos grandes cantidades de cuidado, tiempo, energía y
dinero. No ahorrarnos esfuerzos: lo mejor en comidas y ropas, los juguetes
más atractivos, la atención médica más adecuada y el continuar
constantemente a su disposición, para que nuestros hijos disfruten de todas las
ventajas posibles. Hay quienes llegan a renunciar a la satisfacción de algunas


de sus necesidades elementales para tener con qué dar a sus niños la
mejor educación y la mejor asistencia médica.
No obstante, y pese a las buenas intenciones y a los esfuerzos sinceros,
abundan los jovencitos que decepcionan a sus padres. Se atrasan en los
estudios, se manifiestan emocionalmente inmaduros, se rebelan o se retraen
indebidamente. O frecuentan el trato con otros muchachos que no andan tras
nada bueno. “¿Cómo puede ser que mi hijo tenga problemas, con lo mucho
que hice y me esforcé por él?"; esta pregunta tortura a muchos padres bien
intencionados.
Por otra parte, tampoco pueden ser muy bajos los niveles de ansiedad de
aquellos cuyos hijos no tropiezan con problemas serios, cuando todos sabemos
en qué forma crecen a diario las tasas de delincuencia juvenil, adición a las
drogas, deserción escolar, enfermedades venéreas y nacimientos ilegítimos.
En estas circunstancias, no debe extrañar que una insistente intranquilidad se
abra camino una y otra vez hasta nuestra conciencia, para hacer que nos
preguntemos cómo mantener a nuestros muchachos alejados de esos caminos
de desdicha. En los momentos cruciales, la incertidumbre nos susurra:
“¿Estaré haciendo bien las cosas?" "¿Tendré que castigar, discutir o ignorar?"
“¿Qué hacer ahora? " Y entonces, todas aquellas grandes ideas - aquellas
firmes convicciones- se enturbian y desaparecen.
La realidad puede hacemos perder la confianza en nosotros mismos
como padres. Con todo, seguiremos aferrados al sueño de lo que nuestros hijos
podrían llegar a ser. ¿Cómo transformar ese sueño en realidad?


El ingrediente fundamental


Para la mayoría de los padres, las esperanzas en tomo de los niños se
fundan en algo más que el evitarles la postración nerviosa, el alcoholismo o la
delincuencia. Lo que queremos para ellos es todo lo positivo de la vida: la
confianza interna, el sentimiento de tener objeto y compromisos, las relaciones
significativas y constructivas con los demás, el éxito en el estudio y en el
trabajo. Por encima de todo, la felicidad. Lo que queremos es claro. Nuestras
dudas se desarrollan casi siempre en torno de cómo ayudarles a alcanzar esas
metas. Y en este sentido, los padres ansiamos disponer de una regla básica que
nos guíe en cuanto a qué hacer y qué no hacer, especialmente en los
momentos de tensión y desconcierto.
Hoy día, se ha acumulado ya experiencia suficiente para darnos
precisamente una fórmula de ese tipo: el niño que posee autoestima elevada es
el que más probabilidades tiene de triunfar. Más y más investigaciones
demuestran que entre el niño (o el adulto) que funciona plenamente y la




persona que marcha por la vida entre tropiezos existe una diferencia
fundamental.


La diferencia reside en la actitud de uno y otro hacia sí mismo; en
su grado de autoestima.


¿Qué es la autoestima? Es lo que cada persona siente por sí misma. Su
juicio general acerca de sí mismo, la medida en que le grada su propia persona
en particular.
La autoestima elevada no consiste en un engreimiento ruidoso. Es, en
cambio, un silencioso respeto por uno mismo, la sensación del propio valor.
Cuando uno la siente en lo profundo de su ser, se alegra de ser quien es. El
engreimiento no es más que una delgada capa que cubre la falta de autoestima.
Aquel cuya autoestima es elevada no pierde el tiempo en impresionar a los
demás: sabe que tiene valor.
El concepto que el niño tiene de sí mismo influye en la elección de sus
amigos, en la forma en que se lleva con los demás, en la clase de persona con
la que se ha de casar y en la medida de lo productivo que será en el futuro.
Afecta su creatividad, su integridad y su estabilidad, y decide si ha de ser
conductor o seguidor. Su sentimiento del propio valor constituye el núcleo de
su personalidad, y determina la forma en que emplea sus aptitudes y
habilidades. La actitud hacia sí mismo pesa en forma directa sobre la forma en
que vivirá todas las etapas de su vida. De hecho, la autoestima es el factor que
decide el éxito o el fracaso de cada niño como ser humano.
Así, pues, resultaría difícil exagerar la importancia de la autoestima para
nuestros hijos. Todo padre que se preocupe por ellos debe ayudarlos a creer
firme y sinceramente en sí mismos.


Dos necesidades básicas


El respeto sólido por uno mismo se funda en dos convicciones
principales:


"Soy digno de que me amen"
("Importo y tengo valor porque existo")
y
"Soy valioso ("Puedo manejarme a mí mismo y manejar lo
que me rodea, con eficiencia. Sé que tengo algo que ofrecer a los demás ")




Aunque individualmente único como persona, todo niño tiene estas
mismas necesidades psicológicas de sentirse valioso y digno de amor. Y esas
necesidades no terminan con la infancia. Todos las tenemos, y nos
acompañarán hasta la muerte. Su satisfacción es tan esencial para el bienestar
emocional como el oxígeno para la supervivencia física. Al fin de cuentas,
cada uno de nosotros es, para sí mismo, “el compañero de cuarto" de toda la
vida. Por mucho que uno se esfuerce, la única persona cuyo contacto no puede
eludir es uno mismo. Lo mismo les ocurre a nuestros hijos. Con nadie viven
en tanta intimidad como consigo mismos, y tanto para su crecimiento óptimo
como para que logren una vida significativa y gratificante, es de la máxima
importancia el respeto por sí mismos.
Llegados a este punto, alguien podría aducir: "Esto no me concierne,
porque yo amo a mi hijo y pienso que es valioso". Notemos, entonces, que la
prescripción no habla de que "uno ame a su niño", sino de que "el niño se
sienta amado". Y existe una enorme diferencia entre ser amado y sentirse
amado.
Lamentablemente, son muchos los padres que están seguros de amar a
sus hijos, al mismo tiempo que, por alguna razón, estos últimos no reciben el
mensaje de ese amor. Tales padres no, han sido capaces de comunicar sus
sentimientos. En la Segunda Parte de este libro expondremos los siete
elementos básicos que hacen que el niño sienta el amor; por ahora, importa
comprender lo siguiente:


Lo que afecta el desarrollo del niño es su sentimiento de ser
amado o no.


Lo mismo que ocurre con el amor se aplica al hecho de que el niño se
sienta valioso. Debemos saber cómo llega a destino el mensaje que le
transmitimos en cuanto a que él es eficiente y tiene algo para ofrecer a los
demás. De esa manera también este sentimiento podrá transformarse en parte
integrante de su imagen de sí mismo.
Ahora bien: ¿de dónde proviene esta autoestima que constituye el
ingrediente decisivo de la salud mental? El estudio llevado a cabo por Stanley
Coopersmith 1, entre otros, indica que este factor no se relaciona ni con la
fortuna familiar, ni con la educación, ni con la zona geográfica de residencia,
ni con las clases sociales, ni con la ocupación del padre, ni con el hecho de

1
1. Coopersinith, Stanley: The Antecedents of Self-Esteem, San Francisco, W. H. Freeman and
Company, 1967.


que la madre esté siempre en casa. Depende, en cambio de la calidad de
las relaciones que existan entre el niño y aquellos que desempeñan papeles
importantes en su vida.
Todo niño normal nace con la potencialidad necesaria para alcanzar la
salud mental. Pero el hecho de que esa potencialidad florezca se cumplirá o
no, de acuerdo con el clima psicológico en que le toque vivir. Para saber si el
clima que rodea a nuestros hijos los nutre o los marchita, debemos indagar y
comprender:


1. en qué medida se induce la autoestima elevada;
2. en qué forma la visión de sí mismo por parte del niño afecta su
comportamiento;
3. cuál es el precio que el niño paga por vivir con una autoestima baja;
4. qué podemos hacer para fomentar la autoestima elevada.


Estos temas constituyen la base de la Primera Parte de nuestro libro,
titulada "El fenómeno de los espejos"
Una vez que hayamos comprendido el proceso por medio del cual se
llega a la autoestima, tendremos que adquirir conciencia de los factores
específicos que permiten al niño llegar a la conclusión de que él es digno de
que lo amen. El material correspondiente se expone en nuestra Segunda Parte,
"El clima del amor'.
En las restantes secciones consideramos:


1. la influencia de los sentimientos sobre la autoestima, junto con las maneras
positivas de manejar tales sentimientos;
2. los efectos de la autoestima sobre la inteligencia y la creatividad, junto con
la manera de fomentar el desarrollo mental;
3. la influencia de la educación sexual sobre la autoestima.


Al comprender qué es lo que hace funcionar a nuestros hijos,
dispondremos de un medio que nos permitirá evaluar el clima que les
proporcionarnos. Así podremos detectar las porciones de ese clima que se
deben cambiar. Y, lo que es más importante, así nos ahorraremos también, en
gran medida, las consecuencias que para nosotros y nuestros hijos podría tener
el realizar a tientas nuestra labor de progenitores.
Muchas investigaciones recientes indican que las buenas intenciones de
los padres para con sus hijos tienen más probabilidades de convertirse en
realidad cuando los primeros dan a los segundos una vida en la que estos se
sienten contentos de ser quienes son. Ya no podemos ignorar ni dejar librado




al azar algo que sabemos que es la característica más importante de todo
joven: su grado de respeto por sí mismo.


La clave del éxito de los padres reside en ayudar a los niños a
desarrollar altos niveles de autoestima.









1


EL FENOMENO

DE LOS ESPEJOS

2


LOS ESPEJOS CREAN
NUESTRAS PROPIAS
IMAGENES


Las conclusiones que obtenemos de los espejos


¿Alguna vez se imaginó usted a sí mismo como espejo? Pues sepa que
lo es: un espejo psicológico que su hijo emplea para construir su propia
identidad. Y sepa también que toda la vida de él ha de resultar afectada por las
conclusiones que obtenga de la observación implícita.
Los niños nacen sin sentido del yo. Cada uno de nosotros debe aprender
a ser humano, en el sentido que usted y yo asignamos a esa palabra. En
ocasiones, se han hallado niños que lograron sobrevivir en completa aislación
respecto de otras personas. Carente de lenguaje, de conciencia, de necesidad
de los demás y de sentido de la identidad, el "niño lobo" es humano sólo en
apariencia. El estudio de semejantes casos nos enseña que la personalidad
consciente no es instintiva. Se trata, en cambio, de una realización social, que
aprendernos de la vida en contacto con los demás.


El descubrimiento de uno mismo


Imaginemos a un niño típico, y veamos de qué manera foda su imagen de sí
mismo.


Rojo y arrugado, Pedrito acaba de nacer. Sus orgullosos padres
comunican a todas sus relaciones la llegada de un individuo distinto y nuevo:
su hijo. Pero nadie informa a Pedrito de su propia llegada. De todos modos, él
no comprendería el mensaje en estos momentos. Tras haber sido uno con su




madre y el ambiente del claustro materno durante nueve meses, no sabe
dónde termina él y dónde empieza el resto del mundo. No sabe que él es una
persona.
Comienza así a recibir nuevas sensaciones que excitan su curiosidad:
tocar, ser tocado, padecer el hambre, oir, ver objetos borrosos. Aunque cuenta
con medios muy primitivos, comienza con ellos a explorar su extraño mundo
nuevo. Cuando Pedrito se toca los pies, obtiene sensaciones en ellos y en los
dedos de sus manos. En cambio, cuando toca su osito, la sensación se produce
sólo en sus dedos. A medida que el día pasa, comienza a darse cuenta de que
sus pies son parte de él mismo, mientras que el osito no lo es.
Al mismo tiempo, nota que las personas son distintas de las cosas. Las
primeras van y vienen, hacen ruidos y lo ayudan a sentirse más cómodo. Un
día advierte la diferencia que existe entre meter un bizcocho en la boca de su
madre y meterlo en su propia boca. Comienza entonces a sentir que él y ella
son diferentes, aunque en esta etapa todavía se considera una extensión de su
madre, acaso a la manera de la cola de un perro.
Al madurar su cerebro, Pedrito aprende a hablar. El lenguaje es la
herramienta que finalmente le permite sentirse separado por completo; un
elemento esencial para la adquisición de la conciencia de sí mismo. Veamos
cómo ocurre tal cosa.
Mediante la imitación, Pedrito descubre que ciertos sonidos
corresponden a determinados objetos. Pronto advierte que, además, los objetos
se pueden rotular cualitativamente. Aprende, por ejemplo, fuego caliente",
"nene lastimado", "papá grande”.
Por último, también aprende su propio nombre. Desde este momento,
dispone de un símbolo que le permite pensar en sí mismo separado de los
demás. Este logro constituye un enorme paso adelante. Lo habilita para
asociar cualidades consigo mismo, de la misma manera en que antes lo hacía
sólo con las cosas. Ahora puede decir "Pedrito caliente", o "Pedrito
lastimado", o "Pedrito grande"; hablar de sí, mismo, describirse y juzgarse.
También puede pensar en sí mismo en comparación, con otros ("Yo más
grande que Tito"), y en términos de tiempo ("Pedrito se va pronto").
Entre los quince y los dieciocho meses de edad, Pedrito concebirá la
sospecha de ser un individuo separado de los demás, pero tal concepto seguirá
siendo borroso para él hasta los dos años o dos años y medio, época en que
recibirá el impacto de la conciencia plena del fenómeno. Antes que eso, sin
embargo, el conocimiento de su nombre le brindará una especie de marco,
dentro del cual podrá ubicar diversos rótulos descriptivos. Todo niño




construye su propia imagen de sí mismo, primero mediante los sentidos,
y luego mediante el lenguaje.


Mensajes sin palabras


Importa, sin embargo, destacar el hecho de que, mucho antes de
entender el significado de las palabras, Pedrito habrá reunido impresiones
generales acerca de sí mismo (y del mundo), a través de la forma en que los
demás lo traten. El es sensible al hecho de que lo levanten en brazos
tiernamente o lo sacudan como si fuera una bolsa de papas; sabe si los brazos
que lo rodean se encuentran en proximidad cálida o si sólo le brindan apoyo
vago y sin interés. Advierte cuándo se respeta su apetito, y cuándo se lo
ignora. El tacto, los movimientos corporales, las tensiones musculares, los
tonos de voz y las expresiones faciales de quienes lo rodean envían a Pedrito
una corriente ininterrumpida de mensajes. Y su "radar" es sorprendentemente
preciso. (Por cierto que algunos niños suelen ser mucho más sensibles que
otros, pero todos captan esta clase de mensajes.)
Los niños se mantienen particularmente atentos a los estados
emocionales de sus madres. Cuando la madre de Pedrito está apurada o tensa,
él se muestra exigente y poco dispuesto a colaborar en el cambio de pañales y
en la comida. Cuando ella, en cambio, se siente tranquila y dispone de tiempo
para hacerse cargo de cualquier travesura, él se pone pacífico y apacible como
un cordero. ¿Conspiración? No; todo lo que el bebé hace es responder al
lenguaje corporal, que le informa si el tiempo psicológico es bueno o
tormentoso.
Imaginemos ahora que damos a Pedrito dos madres diferentes, y
veremos en qué medida las primeras impresiones que tendrá de sí mismo
dependerán de la calidad de los mensajes corporales de ellas.
Cuando la madre A baña a Pedrito, se concentra más en el niño mismo
que en la realización de la tarea. Sus músculos se encuentran relajados, su
tono de voz es juguetón y suave, hay una luz bondadosa en sus ojos. Ella
observa los rollitos de grasa del bebé, los hoyuelos de los deditos de sus pies.
Se deleita ante las reacciones de él cuando se le echa agua sobre el vientre.
Cuando él gorjea, ella le responde. Cuando él chapalea con el puño en el agua,
observa la reacción de ella, que se ríe y se agrega al juego. Aquí no se
pronuncian palabras, pero los dos se están comunicando. Pedrito palpa y ve
cómo su madre le corresponde. Todavía no sabe que está separado de ella,
pero recibe experiencias tempranas de que lo valoran.




La madre B siempre aprovecha para leer los momentos en que Pedrito
toma su biberón. Lo sostiene flojamente y con indiferencia. Cuando él se
mueve, los brazos de ella no responden al movimiento. Si él se toma de la
blusa de B, ella le desprende los dedos sin siquiera mirarlo. Pedrito y su madre
no comparten la experiencia. De hecho, aquí no se produce en modo alguno
un contacto humano, directo, de persona a persona. Ahora mismo, la madre de
Pedrito es para él todo su mundo, y sus primeras experiencias le enseñan que
no merece atención. Para él, el mundo es un lugar bastante frío, en el que él
mismo posee escasa importancia. Es fácil advertir que con sólo que le toque
en suerte la madre A o la madre B, Pedrito desarrollará un conjunto bastante
distinto de impresiones tempranas acerca de sí mismo.
Algunos experimentos con niños parecen indicar que el grado de
correspondencia cálida que brindemos a la criatura habrá de constituir los
cimientos de la visión positiva de sí misma que dicha criatura tenga en el
futuro. Esta correspondencia está compuesta por los tipos de atención,
sonrisas, abrazos, canciones y conversaciones que demos a los niños (véase el
Capítulo Quinto). Los padres que juegan con sus hijos pueden hacerlo de
manera que refleje cálido respeto y deleite. Esos reflejos ponen al bebé en el
camino hacía la autoestima elevada. Los padres que, por lo contrario, nunca
juegan con su hijo, o bien lo cuidan con eficiencia fría y carente de
correspondencia, no le transmiten impresiones precoces de la importancia que
él tiene para ellos. Y no es muy alegre advertir que en torno de uno sólo hay
indiferencia o rechazo.
Antes de ponernos ansiosos por las veces en que, hasta hoy, nos hemos
mostrado enojados, distantes o tensos ante nuestros niños, convendrá que
tengamos en cuenta que los mensajes únicos o poco frecuentes no causan
daños irreversibles. Lo que cuenta es la cantidad de los mensajes de amor o de
falta de interés que emitamos, así como su intensidad. Si los momentos de
placer son más que los otros, el bebé recibe ese mensaje.
Así, pues, antes de aprender el significado de las palabras todo niño
reúne activamente miles y miles de impresiones acerca de sí mismo,
impresiones estas que le llegan del lenguaje corporal de quienes lo rodean.
Para el niño, recién más adelante adquieren estas impresiones forma concreta
de enunciados definidos acerca de sí mismo como persona. Pero este hecho no
disminuye en nada la importancia de las mencionadas impresiones, puesto que
los mensajes posteriores se apoyarán en ellas, y eso las transforma en
elementos capaces de almacenar fuerzas tremendas.









Los mensajes hablados


Cuando el niño comienza a comprender el significado de las palabras,
se inaugura para él un nuevo medio de describirse a sí mismo.
Pedrito, que recién comienza a dar sus primeros pasos, arrebata el
juguete de su amigo, deleitado con la magnífica presa que acaba de cobrar. A
su edad, la preocupación por las necesidades de los demás no existe, y el
llanto de su compañero de juegos lo deja completamente sin cuidado. Su
madre lo reprende: " ¡Pedrito! ¡Eso no está bien! ¡Nene malo!”
Para el niño pequeño, los demás -en especial sus padres- son espejos
infalibles. Cuando su madre lo describe como malo, Pedrito concluye que esa
debe ser una de las cualidades que él posee, y se pone a sí mismo ese rótulo
para ese momento particular. Las palabras (y las actitudes) de ella poseen un
peso tremendo (véanse, en el Capítulo Séptimo, maneras constructivas de
hablar a los niños).
Imaginemos que la madre sea para Pedrito un espejo que
constantemente le devuelva reflejos negativos de sí mismo. A lo largo de los
años, el niño sólo oirá, entonces, expresiones de este cariz: “¡Nada puedo
hacer con este chico, es una criatura imposible!” “¿Qué quieres ahora? " (en
tono impaciente, como quien dice "¡Dios mío, otra vez! "); "¿Por qué no
consigues buenas notas, como tu hermana?”; "Invitaron a Pedrito a pasar el fin
de semana fuera" (en tono de gran alivio); "No veo la hora en que acaben las
vacaciones y Pedrito vuelva a la escuela". Al ingresar Pedrito al primer grado,
las palabras de su madre a la maestra fueron: "La compadezco, señorita;
¡ahora él va a estar con usted la mayor parte del día!" Cuando se ve con qué
aplanadora le tocó vivir, comprende uno por qué Pedrito desarrolló una
imagen tan chata de sí mismo. No sería de extrañar el que se tuviera a sí
mismo por algo así como un dolor de muelas.
De una cosa no caben dudas: las palabras tienen poder. Tanto pueden
servir para erigir como para derrumbar el propio respeto. Pero las palabras
deben acompañar a sentimientos verdaderos. La alta autoestima no proviene
de la adulación; de hecho, nada puede ser peor que esta última. A menos que
las palabras coincidan con las actitudes, los niños advierten la discrepancia
entre unas y otras. Y de ese modo, comienzan a desconfiar de lo que decimos
(el Capítulo Sexto expone con mayor amplitud la importancia de los mensajes
coherentes).




Como ocurre con los mensajes sin palabras, las explosiones verbales
negativas que ocurren de vez en cuando no tienen efectos permanentes. Todos
los padres perdemos la paciencia en ocasiones (aun así, los sentimientos
negativos se pueden evacuar en forma constructiva; véase Capítulo Séptimo).
Pero el niño que vive sumergido en la difamación verbal, llega por último a la
siguiente conclusión: "Debo de ser una persona insignificante. Cuando uno no
le gusta a sus propios padres, ¿a quién más habría de gustarle? "


El trato define la propia imagen


La autoestima elevada proviene, entonces, de las reflexiones positivas
que se hagan en torno del niño. Alguien podría aducir que conoce personas
que, cuando niños, tuvieron las peores relaciones posibles con sus padres y
con la gente en general y que, pese a todo, son hoy gente exitosa, que parece
muy segura de sí misma y logra realizaciones sobresalientes.
Existen, en efecto, muchas personas así. Pero los atributos externos del
"éxito" no son índice seguro de paz interior. Con mucha frecuencia, individuos
que parecen exitosos vistos desde fuera, pagan, en su interior, un alto precio
por ello: viven tras las máscaras de la falsa confianza en sí mismos, la
alienación, las defensas neuróticas y el descontento constante. Sujetos
solitarios que no gustan de sí mismos, suelen usar la ocupación permanente
como escapatoria. Y se sienten inadaptados, por muchas pruebas de "éxito"
externo que logren reunir.
La autoestima legítima, que es lo que nos interesa aquí y ahora, se
refiere a lo que uno piensa de sí mismo en privado, y no al hecho de poder
presentar una buena fachada o acumular riqueza y status.
Para componerse autoimágenes de personas verdaderamente adecuadas,
para sentirse completamente bien por dentro, los niños necesitan experiencias
vitales que prueben que ellos son valiosos y dignos de que se los ame. No
basta con decir a un niño que él es un individuo especial. Lo que cuenta es la
experiencia, que habla con más fuerza que las palabras.


Todo niño se valora a sí mismo tal como haya sido valorado.


Son varios los factores que se combinan para transformamos en el
espejo más importante de cuantos existen para nuestros hijos: la prolongada
dependencia en torno de la satisfacción de necesidades físicas y emocionales,
el permanente contacto, y el hecho de que nuestros reflejos de su imagen son




los primeros que ellos reciben. Los niños muy pequeños amplían la
imagen de sus padres hasta dar a estos proporciones de dioses.
Un niño de cuatro años expresó la visión infantil típica del poder de los
padres en momentos en que, un atardecer, pasaba en automóvil, con su padre,
frente a un grupo de casas. El niño señaló una de las casas, que tenía luces
encendidas y las persianas cerradas, y preguntó:
-¿Qué hace la gente que está dentro de esa casa, papá?
-No sé, hijo-. Respondió el padre.
-Bueno, y por qué no sabes? - insistió la criatura.
Para los pequeños, papá y mamá todo lo pueden y todo lo saben; son
verdaderos salvavidas... Es perfectamente lógico que a los tres o cuatro años
se crea que los padres son capaces de ver a través de las persianas cerradas.
En consecuencia de lo dicho, el niño razona así: "Estos dioses
todopoderosos me tratan como yo lo merezco. Lo que ellos dicen de mí es lo
que soy." Emplea entonces las palabras y los mensajes corporales que recibe
de ellos para formar su imagen de sí mismo, y se esfuerza por adecuarse a la
visión que ellos tienen de él. Se trata de una imagen a la cual vivirá aferrado,
como veremos en el capítulo siguiente.
En nuestra condición de padres, debemos tener presente que el reflejo
de sí mismos que damos a nuestros hijos tiene poderosos efectos sobre la zona
de crecimiento de su sentido de sí mismos.


También los demás son espejos


Por supuesto, uno no es el único espejo de la vida de su hijo. Toda
persona que pase con él períodos prolongados influye sobre la autoimagen M
niño. Importa poco si se trata de parientes, vecinos, niñeras o mucamas. Es
mucho lo que los maestros aportan a la visión de sí mismo por parte del niño,
debido al constante contacto y al considerable poder que los educadores
ejercen sobre los educandos. Los hermanos también constituyen espejos; el
niño no depende mucho de ellos para la satisfacción de sus necesidades físicas
y emocionales, pero sí como fuentes de estímulo social y de competencia, y
como parte íntima de su vida diaria. Los hermanos reaccionan constantemente
ante el niño como persona.
Alrededor de los seis años, el niño deja de depender totalmente de su
familia. La manera en que los niños ajenos a su hogar reaccionan ante él se
hace cada vez más importante. Pronto advierte que otros jovencitos valoran
ciertas cualidades. Y el hecho de poseerlas o no, afecta sus sentimientos
acerca de sí mismo. Los varones tienden a apreciar las dotes atléticas, la pura




fuerza física y el coraje. Las niñas admiran por lo general la atracción
física, la pulcritud, la sociabilidad y el trato amable, y asignan a la ternura y a
la virtud moral más importancia que los muchachos.
El niño que posee los rasgos que resultan estimables para sus
compañeros de edad se siente más apto que el que no los tiene, porque recibe
de su grupo reiterados reflejos positivos de su imagen. El jovencito cuyos
intereses y valores son notoriamente distintos de los demás individuos de su
edad tiende a sentirse aislado; después, comienza a considerar que vale menos
que los demás. Desde los seis años hasta la adolescencia, el niño necesita cada
vez mas apoyo social por parte de otros cuyos valores coincidan con los de él.


Dominio y realización


Cuando el niño que da sus primeros pasos advierte que se encuentra
separado de los demás, trata de superar su desamparo mediante el dominio de
sí mismo y de su entorno. Los éxitos y los fracasos que obtiene en esta tarea se
reflejan en su actitud hacia sí mismo. Veamos cómo funciona este fenómeno.
Todo niño recibe mensajes de su propio cuerpo. Eduardo, por ejemplo,
ha heredado piernas largas y fuertes, y músculos bien coordinados. Así, le
resulta fácil destacarse en todos los deportes. Sus compañeros pugnan por
alistarlo en sus equipos; sus maestros y sus padres rezuman cálida aprobación
hacia él. Su capacidad le permite verse a sí mismo de manera muy distinta de
lo que hace su amigo Claudio, cuyo cuerpo menudo y mal coordinado nutre la
convicción, por parte de su dueño, de que poco tiene que ofrecer a su grupo en
cuanto a rasgos valorados.
El ritmo de crecimiento, el nivel de energías, la talla física, la
apariencia, la fuerza, la inteligencia, los modales, las capacidades y las
incapacidades de todo chico generan reacciones. El niño llega a conclusiones
acerca de quién es él, de acuerdo con sus propias comparaciones de sí mismo
con los demás, y de acuerdo también con las reacciones de los demás ante él.
Cada una de tales reacciones suma o resta algo a lo que él siente acerca de su
propio valor.
Las actitudes de los demás hacia la capacidad del niño son más
importantes para él que la posesión de cualquier rasgo particular. El hecho de
cualquier incapacidad le resulta mucho menos vital que las reacciones que
dicha incapacidad suscita en quienes lo rodean. Las actitudes de piedad y de
desdén hacen que el jovencito se sienta infortunado, y mutilan su imagen de sí
mismo en el terreno correspondiente.




La escuela presenta -tanto en el aula como en el patio de recreo- una
cantidad de obstáculos nuevos que el niño deberá sortear para sentirse capaz.
Tomemos por ejemplo a Julia, niña de maduración rápida tanto en lo físico
como en lo mental. Julia se encuentra preparada para asumir las tareas
escolares, en especial la lectura, antes que muchas de sus compañeras. Y
aprende a verse a sí misma bajo una luz distinta de la que Josefina, más lenta
en su desarrollo, siente para sí. Julia elabora, por consiguiente, cierto respeto
privado por su propia capacidad mental; para ello, posee pruebas concretas de
ser más que apta para la actividad escolar.
Una niña del segundo grado, con alto nivel de rendimiento en la
escuela, escribió: "Me gusto a mí misma, porque hago bien mis tareas". La
conciencia de su capacidad aumentaba en ella la alegría de ser quien era.
Cuando se considera la importancia de la habilidad para la autoestima,
se debe tener en cuenta que los éxitos pesan más cuando se producen en los
terrenos que más interesan al niño. A los doce años, Ignacio era un pianista
consumado, pero en materia de deportes figuraba siempre entre los últimos.
Su talento musical significaba poco para él mismo, ya que sus amigos no lo
valoraban.
Toda actividad a la que se dedique proporciona al niño más información
acerca de sí mismo. En los clubes, en los deportes, en la iglesia, en los grupos
sociales, en la escuela y en el trabajo, el jovencito enriquece constantemente
su colección de descripciones de sí mismo con reflejos que recoge por todas
partes.


Las respuestas a la pregunta "¿quién soy? "


La visión que de sí mismo tiene cada niño es el producto de la corriente
de imágenes reflejadas que le llega de muchas fuentes: el trato que recibe de
los demás, el dominio físico que pueda ejercer sobre sí mismo y sobre su
entorno, y el grado de realización y reconocimiento que logre en terrenos
importantes para él. Estas imágenes reflejadas son como instantáneas de sí
mismo que él pegase en un álbum fotográfico imaginario. Constituyen la base
de su identidad; y se transforman en su autoimagen o autoconcepto, o sea en
sus respuestas personales a la pregunta “¿Quién soy? "
Importa tener presente que la imagen que uno tiene de sí mismo puede
ser acertada o no. Todo ser humano posee ser y autoimagen. Cuanto más se
aproxime la visión que de sí mismo tenga el niño a lo que realmente es en ese
preciso momento más realista será su comportamiento en la vida.




El señor y la señora K. necesitan que Lila, su hija, se destaque. Esta,
que ha asimilado los elogios exagerados de sus padres, se considera cantante
de talento, ilusión alimentada por una profesora de canto ávida de dinero. Lila
tropieza con dificultades, porque el público se muestra indiferente a sus dotes
vocales. Si no cambia la autoimagen qué han alentado en ella los, padres y la
profesora, corre el riesgo de agotarse en el esfuerzo de llegar a ser algo para lo
cual carece de talento. Eso sólo puede llevarla a la frustración y el fracaso,
sino al ridículo ante los demás. Así, Lila no tiene mucha razón para gustar de
sí misma. Y si cambia su autoimagen de manera que esta se adapte a sus
verdaderas habilidades, no podrá dedicarse por entero a la tarea de
transformarse en concertista de canto, meta que sus padres ansían para ella.
Naturalmente, cuanto más se adapte el autoconcepto de una persona a
sus verdaderas habilidades, aptitudes y potenciales, tanto más probable será
que esa persona alcance el éxito, ya que también será más probable que se
considere a sí misma como adecuada.


Surgimiento de la autoestima


Al mismo tiempo que el niño recoge las descripciones que otros hacen
de él, asimila también las actitudes que esos otros tienen acerca de las
cualidades implícitas en tales descripciones. Cuando el señor T., por ejemplo,
dice a su hija Luisa "Dios mío, ¡qué bochinchera eres! ", un segundo mensaje
-que es un juicio de valor- acompaña sus palabras. Su tono y su expresión
facial agregan: "Y eso es malo". De esa manera, Luisa aprende a considerarse
bochinchera, y a pensar que ese es un rasgo negativo. La situación puede
llevarla a renunciar a una parte natural de su ser, para obtener aprobación y
ganar en autorrespeto, o bien a adoptar el juicio de su padre y sentirse un poco
menos aceptable.


Las palabras son menos importantes que los juicios
que las acompañan.


El señor S. suele llamar "monstruo" a su hijo Samuelito. Pero lo hace
con tono cariñoso y de orgullo. Es como si le dijera: "Hijo, eres un gran tipo".
Samuelito se define a sí mismo como monstruo, pero lleva ese rótulo con
orgullo. Recordemos esta premisa: el lenguaje corporal habla siempre en tono
más alto que las palabras.
El juicio de sí mismo por parte del niño surge de los juicios de los demás. Y
cuanto más gusta de su autoimagen, mayor es su autoestima.




Hacia los cinco años, todo niño ha recogido, por lo general, imágenes
reflejadas de sí mismo en cantidad suficiente para dar forma a su primera
estimación general de su propio valor. Tal vez no se sienta conforme consigo
mismo en todo momento pero si, en términos generales, se siente básicamente
digno de que lo quieran y valioso, estará contento de ser quien es.
Cuando cualquier persona dice ser inepta, no comenta en realidad cosa alguna
acerca de su persona. Piensa que habla de su valor personal (su yo). Lo que
hace, en cambio, es referirse a la calidad de sus relaciones con otras personas,
de las cuales ha recibido los elementos con los cuales formó su autoimagen.
En términos de la forma en que cada persona vive su vida, es válida la
afirmación de que "No importa quién es uno, sino quién cree uno que es".
Bernardo, niño del quinto grado, se explayó sobre ese concepto en una
composición escolar acerca de qué era lo que había que agradecer el Día de
Acción de Gracias:


¡Me alegro de no ser un pavo! Agradezco que yo sea yo, y que
usted sea usted. Me alegra estar poniéndome habilidoso en la escuela.
Me alegra estar aquí y no allá. Me alegro de ser una persona y no un
perro, o un gato... Me alegra venir a esta escuela. Me alegra tener
buenos amigos con los cuales jugar. Me alegra tener un hermano con
quien hablar, en casa. ¡Estoy agradecido de ser yo!


Es este un elocuente testimonio de la positividad de los espejos que rodeaban
a Bernardo.


Recordémoslo: ningún niño -puede "verse" a sí mismo en forma directa; sólo
lo hace en el reflejo de sí mismo que le devuelven los demás. Sus "espejos"
moldean literalmente su autoimagen. La clave del tipo de identidad que el
niño se construye se relaciona directamente con la forma en que se lo juzga.
Por consiguiente, todo lo que ocurra entre él y quienes lo rodean es de
importancia vital.


Toda identidad positiva se articula en experiencias
vitales positivas.

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