Historia Contemporánea España (I) - Apuntes+anexo Jorge

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TEMA 1.- LA CRISIS DINÁSTICA Y EL LEVANTAMIENTO

1. EL VÁLIDO Y EL PRÍNCIPE DE ASTURIAS

El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaran al rey las acusaciones


contra su persona hizo que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo el Príncipe de
Asturias, futuro Fernando VII. Para conseguirlo, Godoy apartó al Príncipe de Asturias de
las tareas de Gobierno. Además logró sembrar la desconfianza de Carlos IV en su hijo al
que tachó según reconoció el propio Fernando VII de ser un joven sin talento, sin
instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, un bestia, que tales que fueron las
expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. Todo ello
provocó el resentimiento, la indignación y la desconfianza en el Príncipe de Asturias.
Como consecuencia de esto, junto al Príncipe se unieron todos los que aborrecían a
Godoy, formando el “Partido Fernandista” que fue creciendo en la medida que aumentaba
el poderío de Godoy. La opinión pública consideraba a Carlos IV bueno, débil y necio; a la
reina, como una mala mujer; a Godoy como un monstruo, y al Príncipe de Asturias como
la esperanza personificada. De hecho se puede afirmar que el reinado de Carlos IV fue en
realidad el reinado de María Luisa y de Godoy separados antagónicamente del Príncipe de
Asturias y su entorno por un abismo insalvable.
La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar al Príncipe de Asturias, cuya
animadversión le había manifestado paladinamente durante la grave enfermedad de Carlos
IV, y a conseguirse un trono propio e independiente. Para lograrlo comenzó a esparcir la
idea de que el príncipe Fernando era incapaz de gobernar y, dado que sus hermanos eran
menores de edad, sería preciso nombrar un regente en caso de fallecimiento de Carlos IV.
Los fernandistas prepararon un decreto firmado por el Príncipe de Asturias, como rey de
Castilla, con la fecha en blanco, para el caso de que acaeciera la muerte del rey. Godoy se
enteró de la trama y mediante un anónimo comunicó a Carlos IV “la existencia de un
complot dirigido por Fernando VII para destronarle y envenenar a la reina”. Movido por
ésta, el rey secuestró los papeles de don Fernando el 29 de octubre de 1807 siendo este
arrestado un día después como reo de alta traición. Godoy, viendo la reacción popular, que
consideraba todo el asunto como una treta del favorito, se presentó con carácter de
mediador entre los padres y el hijo de tal forma que el 5 de noviembre concedía el perdón
al heredero de la Corona, aunque mandaba continuar la causa contra sus cómplices. El
Consejo de Castilla, encargado de instruir la causa (Proceso de El Escorial), procedió con
gran energía y sin plegarse a los deseos de Godoy dictó sentencia absolutoria para todos
los acusados que a pesar de ello fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y de
los Reales Sitios.
El llamado Proceso de El Escorial, no fue más que una acusación calumniosa contra
el Príncipe de Asturias y no existió la supuesta conspiración sino en la malignidad del
príncipe de la Paz, sostenida por la pasión de la reina y la credulidad del rey. La comedia
preparada por Godoy fue contraproducente, pues mostró la desunión de la familia real. La
posesión de un trono propio fue lograda por Godoy, al menos teóricamente, a finales de
noviembre de 1807 cuando el embajador de Francia firmó el Tratado de Fontainebleau por
el que se dividía Portugal en tres partes independientes; La Lusitania septentrional quedaría
en manos de la exreina de Etruria; El Principado de los Algarbes sería para Godoy, y la
tercera, correspondería al Centro, entre el Duero y el Tajo, se reservaba para futuras
compensaciones.

2. ANTECEDENTES DE LA INTERVENCIÓN NAPOLEÓNICA

La debilidad de Godoy y la impotencia del Príncipe de Asturias hizo que ambos


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buscasen fuera de la Corte un aliado para robustecer su posición. Este fue Napoleón
Bonaparte, el hombre más grande del siglo, cuyos talentos y hazañas provocaban antes de
marzo de 1808 un auténtico delirio en la mentalidad común. Todos admiraban al
emperador francés por varios motivos, para las minorías ilustradas, representaba la gran
síntesis revolucionaria, el clero recordaba Napoleón había restablecido el culto católico en
Francia, los militares veían en él la más alta representación del genio de la guerra; los
hombres moderados respetaban en él al severo magistrado que había restablecido el orden
y concierto en todos los ramos de la administración.
El embajador francés expresó elocuentemente esta opinión en un despacho dirigido
al propio Napoleón: Toda España desea otro orden de cosas; todo el mundo sufre y espera
con paciencia que el emperador se digne ocuparse un día de este país para volver a poner
cada cosa en su lugar. El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el
Tratado de Fontainebleau, por el que se permitía el paso hacia Portugal de las tropas
francesas acantonadas en la frontera, al Príncipe de Asturias a solicitar en matrimonio a
cualquier princesa de la dinastía Bonaparte y a los partidarios de Fernando a acariciar la
esperanza de tomar el poder con ayuda de los buenos oficios del emperador. Napoleón se
convirtió así en árbitro de los destinos de España cuando su poder se encontraba en pleno
apogeo después de las victorias de Jena y Austerlitz y tras la firma con Rusia de la paz de
Tilsit.
No es posible precisar cuando decidió el emperador invadir España, pero hay
motivos para creer que esta decisión fue tardía, ya que durante mucho tiempo Napoleón
vio en la Península un aliado forzoso, de cuyos recursos, especialmente la escuadra podría
valerse. Destrozada la flota española en Trafalgar, el peligro de una intervención directa de
los franceses, se hacía mayor, puesto que España había perdido su condición de aliado útil
y sólo podría servir como objeto de explotación. Los planes napoleónicos sobre el Reino
hispano no fueron estáticos sino que evolucionaban a la par que recibía información sobre
el estado del país. Aprovechó las apetencias territoriales de Godoy y Carlos IV utilizando
el territorio español para dominar Portugal cerrando sus costas al tráfico comercial con
Inglaterra mediante la firma del Tratado de Fontainebleau. Aún antes de la firma del
tratado, un ejército francés al mando de Junot cruzó el Bidasoa el 16 de octubre de 1807,
con el pretexto de tomar parte en la guerra de Portugal. A principios de noviembre Junot
entraba en Lisboa casi al mismo tiempo que el general español Francisco María Solano,
Marqués del Socorro, se apoderaba de Gelves, y Francisco de Taranco de todo el norte de
Portugal, incluido Oporto. La familia real portuguesa, la reina María I recluida por
demente hacía dieciséis años, y su hijo el regente don Juan, con su mujer, la infanta
española Joaquina Carlota, bajo la protección de la flota británica, tuvo que embarcarse
rápidamente hacia el Brasil, donde llegó a principios de 1808.
No existen motivos para creer que Napoleón Bonaparte pensaba en algún momento
en la anexión de España a Francia. Más bien pretendía crear un país satélite que
coadyuvara el mantenimiento del nuevo orden europeo. Fue a partir de diciembre cuando
Napoleón decidió eliminar a los Borbones del trono español, ya que durante la entrevista
con su hermano José en Venecia le insinuó que podría ser rey de España. Tres fueron las
razones que le impulsaron a intervenir:
El motivo estratégico: el deseo de afianzar y consolidar definitivamente el bloqueo
continental, débilmente garantizado por el Tratado de Fontainebleau.
El temor a cualquier rama de la dinastía de los Borbones, pues podría convertirse en
un potencial catalizador de la oposición legitimista,
Los Borbones españoles consideraron a Napoleón como árbitro supremo de sus
disensiones internas cada vez más numerosas y públicas, y éste supo ampliar el arbitraje de
los problemas familiares a la situación de todo el reino
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1.1. COMIENZO DE LA INVASIÓN NAPOLEÓNICA

Para poder intervenir directamente en la problemática española, se comenzó a


principios de 1808, la ocupación militar de toda la Península Ibérica mediante la
introducción de tropas que previamente habían sido acantonadas allende los Pirineos. Se
calcula en 90.000 hombres el conjunto de tropas francesas que se encontraban en España a
principios del mes de marzo y que más por astucia que por la fuerza, lograron apoderarse
de las ciudadelas de Figureras, Montjuich, San Sebastián y Pamplona. Las órdenes
recibidas por los generales y los gobernadores de las plazas citadas eran que no dieran a los
generales franceses ningún motivo de queja y la de conservar con las tropas de su mando la
mejor armonía, facilitándoles todos los medios de subsistencia, hospitalidad y transportes y
cuantos auxilios pudieran pedir unos buenos aliados.
La toma de plazas fuertes por los franceses debería haber producido una enemistad
general de los españoles hacia éstos, pero el desconocimiento de lo ocurrido la dificultad
de las comunicaciones, y por la escasísima libertad de prensa, hizo que triunfase la
optimista interpretación esparcida por los fernandistas según la cual, los franceses venían a
proteger al Príncipe de Asturias contra el de la Paz, castigando a este último por haber en
1806 tenido y declarado el intento de separarse de la amistad de Napoleón. Sin embargo, el
parte de Pamplona con la noticia de haber penetrado los franceses por la frontera navarra y
el aviso de Cataluña, con la entrada de la primera columna francesa, originaron un
momento de pánico en la corte que se encontraba el Real Sitio de Aranjuez. Los reyes
estaban asustados, el príncipe de la Paz, asaltado por grandes zozobras, no sabía que hacer
al carecer del apoyo de cuatro de sus cinco ministros, que ya se inclinaban decididamente
por el Príncipe de Asturias. Esta situación fue in crescendo porque se ignoraban las
verdaderas intenciones de Napoleón, ya que ocultaba sus planes. Finalmente llegó a
España la destronada reina de Etruria, quien contó su accidentado viaje y mostró su
opinión de que el designio de Napoleón podría ser acabar con la dinastía de los Borbones.
Ante esta situación Godoy intentó convencer a Carlos IV de que la única salida era
mudar de asiento a lugar seguro. El plan de Godoy consistía en el traslado de la Corte a
Badajoz y desde allí a Sevilla o Cádiz donde, en el caso de no poder mantener la guerra
con los franceses, sería fácil, con la ayuda de Gran Bretaña, embarcarse para Mallorca o
para México. Con esta finalidad Godoy dirigió las oportunas instrucciones a los generales
Juan Carrafa y Francisco María Solano, para que en cualquier momento, estuviesen
dispuestos a dejar Portugal y replegarse a España. Toda la historiografía está de acuerdo de
que esta medida era conveniente y acertada, como afirma el Conde de Toreno “don Manuel
Godoy, en aconsejar viaje, obró atinadamente y la posteridad no podrá en esta parte
censurarle”. El profesor Seco es de la opinión que “ahora no puede cabernos duda de que,
llevada a efecto, aquella medida hubiese salvado la dignidad de la Corona, abriendo al
mismo tiempo por nuevos derroteros a la historia de América”.
Parece ser que el rey estaba dispuesto al traslado, pero no así el príncipe heredero,
algunos miembros de la familia real, como el infante don Antonio que hasta entonces había
llevado una vida retirada de la política dedicada a sus devociones, a sus bordados y al
toque de zampoña, y lógicamente todo el partido fernandino. Esta posición, se
fundamentaba en la creencia de que único interés del emperador era persuadir a Carlos IV
para que cediera la corona a su hijo, o al menos lo asociara al trono, con el consiguiente
retiro de Godoy. Los partidarios del Príncipe de Asturias no sólo alimentaron esta creencia,
sino que fomentaron el miedo de Carlos IV a los alborotos populares a través de anónimos
en los que se mostraba que los súbditos se hallaban consternados por la decisión real de no
esperar al emperador de los franceses, poniendo de por medio un ejército que la
consternación de los vasallos, temerosos de un suceso semejante, podría llevar a un
extremo peligroso la lealtad a los reyes. Por otra parte, Carlos IV fue presionado por el
marqués Caballero para que no se hiciera ese viaje, ya que consideraba que esa resolución
no era otra cosa que la guerra, y, por lo tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de
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quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable.

3. EL MOTÍN DE ARANJUEZ

El 13 de marzo Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid y se tomó la decisión


de trasladar la corte a Sevilla el día 15, para lo que se avisó al mayordomo de palacio y se
dieron las órdenes definitivas sobre el movimiento de los ejércitos de Solano y Carrafa, al
mismo tiempo se mandaba venir sin estrépito a gran parte de las tropas que se encontraban
en Madrid. Los partidarios del príncipe al tener conocimiento de estos movimientos,
mostraron su oposición al viaje, ya que entendían que con este se perdía la amistad y
protección de Napoleón, por lo que corrieron la voz de que había salido la orden de viaje
de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y disgusto. En Madrid el
conde de Montijo se encargó de unir en torno al Príncipe de Asturias a todos los nobles con
el beneplácito del Consejo de Castilla, el órgano político más importante y representativo
de la monarquía
El día 14 en el Consejo de Ministros, el marqués de Caballero se negó a firmar
cualquier resolución que supusiese la huida de la familia real, y por primera vez se enfrentó
a Godoy, criticándole en presencia del rey. Ante esto, los demás ministros se crecieron y
contaron al rey lo que habían callado durante más de quince años; el poder de Godoy
comenzó a desaparecer. Carlos IV lleno de confusión, mandó que se consultase al Consejo
de Castilla (tal y como ordenaba la tradición). Al día siguiente el Consejo que había sido
ganado por el Conde de Montijo, adoptó la postura de oposición a Godoy, desaconsejando
el viaje real y ordenando a las tropas en Aranjuez que impidieran a cualquier precio el viaje
de la familia real a Andalucía. Mientras, en Aranjuez se intentó tranquilizar a la población
con una proclama de Carlos IV en la que se desmentía la posibilidad de cualquier viaje.
Los reyes salieron a pasear por la tarde entre las aclamaciones del pueblo, que a pesar de
esto no dejó de ser desconfiado, entre otras cosas porque seguían llegando tropas al Real
Sitio alcanzando la cifra de 10.000 soldados, número excesivo para una población de 4.000
almas. Además el Conde de Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de
los pueblos limítrofes para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía
forzar la caída de Godoy estaba dispuesto para el momento en que Carlos IV, que sin duda
terminaría obedeciendo al valido, abandonase el Real Sitio de Aranjuez. Hay por tanto, en
este plan tres componentes: una dirección nobiliaria, la utilización del pueblo y el apoyo
del ejército.
En la noche del jueves 17 al viernes 18 de marzo se formaron en Aranjuez
numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que
atravesaban en silencio las calle del Real Sitio, capitaneados por el omnipresente Conde de
Montijo, rondando especialmente la casa de Godoy y las inmediaciones del camino de
Ocaña. Algunas fuentes afirman que se oyó un tiro, y otras que el Príncipe de Asturias
puso una luz en su ventana; de cualquier forma, el hecho es que la tropa fue
inmediatamente a los distintos puntos desde donde podía desprenderse el viaje, mientras
que el pueblo rodeaba el palacio. Aunque estos se calmaron con facilidad, primero porque
el mayordomo mayor les aseguró que los reyes se encontraban allí, y posteriormente
porque tanto el Príncipe de Asturias como el resto de la familia real se asomaron a un
balcón para asegurar que no se había marchado. Aunque el pretexto de la asonada fuera el
anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, en realidad el motivo de
fondo era el odio existente a Godoy, destrozando a hachazos la puerta principal y
saqueando todo el palacio menos una habitación con esteras y alfombras donde el valido se
había encerrado con llave.
Los reyes se mantuvieron en vela toda la noche, quedaron espantados al enterarse
del saqueo de la residencia de Godoy, tal vez recordando el asalto a las Tullerías durante el
Revolución Francesa. Preocupados más por la suerte del favorito que por su propia
seguridad y como medio de apaciguar el tumulto, Carlos IV cedió a las presiones de sus
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ministros y de los cortesanos y firmó a las cinco de la mañana, un decreto por el que
tomaba personalmente el mando del Ejército y de la Marina, exonerando, por lo tanto a
Godoy de los empleos de generalísimo y almirante. El conocimiento de este decreto, junto
con la presencia de la familia real en el balcón de palacio (la reina apareció indignada y el
rey lloroso) a las siete de la mañana, calmó inmediatamente los ánimos y parecía no sólo
que una nueva era de paz y de ventura comenzaba, sino que con la destitución de Godoy
debía acabar todo: la rabia del pueblo, la perturbación de los ánimos e incluso el mismo
motín, cuyos aparentes fines se habían logrado.
El 19 por la mañana Godoy acosado por el hambre salió de donde se había
escondido y fue descubierto. La noticia de que había sido encontrado el valido se difundió
rápidamente por el Real Sitio, dándose cuenta a los reyes. Inmediatamente una numerosa y
enfurecida turba de hombres y mujeres acudió al palacio de Godoy con ánimo de saciar en
él su saña. La tropa, junto con una partida de guardias de corps, evitó que el pueblo entrase
en palacio y linchara al antiguo favorito. Pero en cuanto Carlos IV tuvo noticias del
descubrimiento de Godoy dispuso que al momento fuese su hijo Fernando a tranquilizar al
pueblo para que pudiese conducir sin peligro de su vía al cuartel de guardias de corps,
prometiéndole que el decreto dado el día anterior sería cumplido y que le haría partir lejos
de la corte. La gente se calmó al prometerles el Príncipe de Asturias que abriría causa a
Godoy, acto seguido fue trasladado al cuartel de guardias de corps protegido por un
escuadrón del mismo cuerpo; pero a pesar de esta protección, llegó, según un relato de la
época, con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies
destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche para trasladar al
Príncipe de la Paz a Granada por orden real, evitando así el inicio inmediato de la causa
contra él, originó de nuevo la irritación del pueblo que se concentró ante el cuartel matando
una mula, cortando los tirantes y destrozando el coche. Los amotinados querían que Godoy
fuera procesado en Madrid o Aranjuez. Este tumulto también pudo ser apaciguado por el
futuro Fernando VII, Carlos IV viéndose privado por el hombre de confianza y siendo
incapaz de tomar las enérgicas medidas que exigían las circunstancias, consultó sin estar
presente la reina María Luisa, con los ministros y algunas personas de la corte sobre la
conducta que debía observar ante esta situación. Le aconsejaron abdicar en favor de su hijo
como único medio de salir de la crisis. A las siete de la noche del día 19 de marzo, Carlos
IV convocó a todos los ministros del Despacho y les leyó el siguiente decreto Como los
achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del
gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en clima más
templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado después de la más seria
deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y mi muy caro hijo el Príncipe de Asturias.
Por tanto, es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como Rey y señor natural de
todos mis reinos y dominios. Y para que este mi Real decreto de libre y espontánea
abdicación tenga su exacto y debido cumplimiento, lo comunicaréis al Consejo y demás a
quienes corresponda. Dado en Aranjuez, a 19 de marzo de 1808. Yo el Rey. Comenzaba el
reinado de Fernando VII.

1.2. LA EXALTACIÓN AL TRONO

En Madrid la abdicación de Carlos IV se conoció a las once de la noche del mismo


día 19 y la noticia no cundió demasiado debido a la intempestiva hora, al día siguiente
domingo cuando el Consejo de Castilla anunció oficialmente la exaltación al trono del
Fernando VII, el entusiasmo de la gente, que ya se había manifestado contra Godoy dos
días antes quemando las casas de sus familiares y protegidos, creció sin límites mientras el
retrato del nuevo rey era llevado por las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. El
jubileo en toda España fue enorme, en provincias, una vez conocida la noticia del ascenso
al trono del Príncipe de Asturias, se repitieron las fiestas. En la mayoría de las ciudades y
pueblos se arrastraba el busto o retrato de Godoy por las calles, se echaban las campanas al
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vuelo y se acaban con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor.
La caída de Godoy fue acompañada por la maldición de casi todos los españoles,
incluso por la prensa, donde fue tratado de Príncipe de la Injusticia, Generalísimo de la
Infamia, Gran Almirante de la Traición o ruina de la nación española. Por contra, la
opinión que se tenía de Fernando VII alcanzó cotas inigualables, convirtiéndose en un
mito. Cualquier aspecto de su vida era interpretado favorablemente, el hecho de salvar la
vida de Godoy, el descrédito del padre, el desprecio recibido continuamente por la reina
madre, el odio manifestado por el valido. Fernando VII comenzó su reinado convertido en
un ídolo y, como tal, se idolatraba sin juzgarle. Era llamado el Deseado.
Fernando VII conservó de momento los mismos ministros de su padre, pero en
breve espacio de tiempo cambió la mayoría de ellos. La primera sustitución se hizo
desplazando del Ministerio de Hacienda a Miguel Cayetano Soler y nombrando para el
cargo a Miguel Ángel de Azanza, persona de gran prestigio adquirido durante su estancia
en México como virrey, que se encontraba confinado en Granada por Godoy. En el
Ministerio de Guerra, Antonio Olaguer Feliú fue sustituido por Gonzalo O`Farril y Herrer,
teniente general, viajero infatigable y gran conocedor de las ideas militares de Napoleón.
Ministro de Gracia y Justicia fue nombrado Sebastián Piñuela y Alonso viejo funcionario
del mismo Ministerio y a la sazón del Consejo de Castilla. En Marina continuó Francisco
Gil Lemos, miembro de la Orden de San Juan de Jerusalén. Finalmente, en el Ministerio de
Estado, Pedro Cevallos, quién se vio obligado a dimitir por el parentesco de su mujer con
Godoy, Fernando VII no sólo no lo aceptó sino que publicó en una Gaceta un decreto
explicando el porque no lo aceptaba.
Las primeras medidas que adoptó el nuevo rey junto con su Gobierno tuvieron
como finalidad conseguir el máximo apoyo tanto interior como exterior. Para alcanzar el
reconocimiento de todos los ciudadanos fue suprimido el impuesto del vino que había sido
creado durante la guerra contra Portugal, se suspendió la venta del séptimo de los bienes
eclesiásticos y se abolió la Superintendencia general de Policía que había sido creada el
año anterior. Al mismo tiempo se levantó el extrañamiento de los hombres ilustres, que
Godoy había alejado de la corte, como Floridablanca, Jovellanos y Cabarrús, mientras que
los procesados en la causa de El Escorial fueron además llamados junto al rey, resarcidos
en sus cargos, como la Presidencia del Consejo de Castilla para el duque del Infantado o la
Mayordomía mayor para el de San Carlos, y condecorados con una medalla en cuyo
reverso podía leerse la leyenda Por el Rey: Premio a la inocencia.
Por contraposición algunos seguidores del anterior valido, especialmente los que
habían intervenido en el Proceso de Escorial, fueron proscritos y todos sus bienes, efectos,
acciones y derechos de Godoy fueron confiscados al tiempo que era trasladado al Castillo
de Villaviciosa donde estuvo incomunicado y vigilado de día y de noche por los guardias
de corps mandados por el marqués de Castelar. Al ser la confiscación una pena y no estar
Godoy juzgado ni sentenciado, Fernando VII tuvo que cambiar el día 29 de marzo la
confiscación por el embargo y poco después ordenó la formación de causa Godoy por sus
extravíos y excesos públicos, manejos de intereses y demás que resulte.
La mayoría de estas disposiciones consiguió el fin propuesto, la población creía que
empezaba a hacerse justicia y sentía que el actual rey insuflaba un nuevo aire a la vida de
la nación cuando, ordenó un informe detallado de los caminos y canales que estaban en
construcción o en proyecto, exhortando a todos que le propusieran los medios necesarios
para la conclusión del canal del Manzanares y del que conduciría las aguas del Jarama a
Madrid. Quizá la manifestación más clara fue el delirante recibimiento que el pueblo de
Madrid le tributó (Ramón Mesonero Romanos) “Hombres y mujeres, niños y ancianos se
abalanzaban a besar sus manos, sus ropas, los estribos de su silla; otros arrojaban al aire
sus sombreros y despojándose de sus capas y mantillas las tendían a los pies de los
caballos”.
La necesidad de contar con el apoyo externo, es decir, la protección de Napoleón
Bonaparte era evidente, dado su prestigio. Por ello, Fernando VII le comunicó
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inmediatamente por carta su elevación al trono tras la abdicación de su padre y nombró una
embajada extraordinaria formada por los duques de Medinaceli y Frías y por el conde de
Fernán-Núñez para que confirmaran “que no iba a cambiar su política con respecto a
Francia y que intentaría por todos los medios posibles estrechar más los vínculos de
alianza...”Por otra parte también se intentó tranquilizar a los ciudadanos, mandando al
Consejo de Castilla que procurase persuadir a la población de que las tropas francesas
venían como amigos y con objetos útiles al rey y a la nación.
A esta razón de prestigio napoleónico habría que añadir dos más: la reticencia tanto
diplomática como militar al reconocimiento de Fernando VII como rey de España y el
cambio de actitud de Carlos IV con respecto a su abdicación. Nada más acontecida la
abdicación de Carlos IV, el embajador francés Beauharnais, que había tomado parte en el
proceso de El Escorial y en la preparación del motín de Aranjuez, fue el único
representante diplomático acreditado en la corte que no reconoció formalmente a Fernando
VII por rey de España mientras no recibiera instrucciones precisas de París, tras lo cual
desapareció discretísimamente de todos los actos de la corte.
Las fuerzas francesas en la Península habían sido puestas bajo el mando del
General Murat (gran Duque de Berg y de Cleves y cuñado de Napoleón). Murat tenía la
esperanza de que una vez abandonada la Península por los Borbones, el emperador le
ceñiría la corona de España, sin embargo, Napoleón eligió a Murat, su compañero de
armas para la empresa de España únicamente porque en ocasiones sabía desplegar una
energía terrible, pero en ningún momento para darle la corona, puesto que desconfiaba de
su capacidad política y diplomática. Así pues, no le informó de sus futuros planes, lo que
motivó las quejas de Murat por lo que consideraba una falta de confianza.

4. EL PLEITO DINÁSTICO

Los acontecimientos de Aranjuez sorprendieron tanto a Murat como a Napoleón,


para el primero lo ocurrido desbarataba sus cálculos ya que la familia real no abandonaría
la Península, todo ello le indujo a no dilatar su entrada en Madrid para lo que dispuso que
un cuerpo dirigido por Dupont se acercase a Madrid por Guadarrama al mismo tiempo que
Moncey lo hacía por Somosierra. Acompañado de dos divisiones de este último cuerpo del
ejército, y seguido por una tercera, Murat avanzó sin temor hacia Madrid. En el Molar,
Murat recibió una carta de la ex reina de Etruria, en la que le rogaba que fuese
inmediatamente a Aranjuez para “hablar de cosas que me interesan y que interesan
principalmente a la vida de mis padres ...”, de esta forma la hermana de Fernando VII
ofrecía en bandeja la posibilidad de intervenir a los franceses en los asuntos de la familia
real, oportunidad que fue inmediatamente aprovechada, Murat envió a Aranjuez al Jefe de
Estado Mayor con instrucciones concretas.
El 23 de marzo las tropas francesas entraron en Madrid por la puerta de Alcalá a
tambor batiente, siendo recibidas con demostraciones de júbilo, toda la población se
esmeró en agasajar a los franceses. Los grandes, alojaron a los generales en sus casas,
pudiendo de esta forma Murat, presumir ante Napoleón de tener la ciudad a sus pies. El
embajador francés en la corte española recibió de Murat la orden de no reconocer
diplomáticamente a Fernando VII hasta que no llegasen instrucciones concretas de
Napoleón.
En Aranjuez, el general Monthion que llevaba instrucciones concretas de Murat
para conseguir de Carlos IV cualquier acto de protesta que avivase la enemistad entre
padre e hijo, extremó las amabilidades para con los reyes padres tratándoles como
auténticos reyes en ejercicio. Éstos se interesaron por Godoy al que consideraban en
peligro de muerte y solicitaron ayuda de Napoleón para asegurar la vida del príncipe de la
Paz. El informe oral de su jefe de Estado Mayor, junto a las cartas de la reina María Luisa
en las que no trataba con cariño a su hijo Fernando VII, movió a Murat a ordenar la
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inmediata vuelta a Aranjuez de Monthion con la misión de conseguir del viejo rey una
retractación de su renuncia al trono. El 23 regresó el militar a Madrid con el siguiente
documento de Carlos IV, al que previamente se le había adelantado la fecha dos días para
darle mayor verosimilitud “Protesto y declaro que mi decreto de 19 de marzo, en el que he
abdicado la Corona en favor de mi hijo, es un acto a que me he visto obligado para evitar
mayores infortunios, y la efusión de sangre de mis amados vasallos, y por consiguiente
debe ser considerado nulo.”
El porqué el rey protesta y anula una abdicación que fue considerada por sus
contemporáneos como un acto libre y espontáneo, tal vez se deba a que se vio abandonado
por todos, advirtiendo la diferencia existente entre un rey en ejercicio y otro retirado,
mientras que la reina estaba además despechada, airada y atribulada por el riesgo que
corría Godoy. Los reyes vieron la posibilidad de enmendar su precipitación al observar
como eran tratados por los principales jefes del Ejército francés, fundando su reclamación
en haber abdicado en medio de una sublevación popular. Sin embargo, la anulación ha sido
tratada por la historiografía como un error gravísimo, una deslealtad, rayana en crimen de
lesa majestad, hacia el nuevo rey. De hecho supuso la apertura de un pleito sucesorio entre
padre e hijo que fundamentó, si no legal al menos aparentemente, la futura intervención de
Bonaparte. Napoleón concibió la idea de enfrentar a padre e hijo hasta que se destrozaran
mutuamente, de suerte que actuando como árbitro, quedase él como único vencedor.
Fernando VII no pudo menos que intentar lograr el apoyo francés que a primera vista le era
negado por Murat al no reconocerle formalmente como rey de España y al tratar
despectivamente a sus consejeros. Consciente o inconscientemente, justificada o
injustificadamente, el arbitraje napoleónico quedaba ya establecido.
El emperador envió a Madrid a Savary con una doble finalidad: por un lado valerse
de todos los medios posibles para que Fernando VII acudiera a Bayona a entrevistarse con
el propio Napoleón, y, por otro tenía que mostrar a Murat sus planes de sustitución de los
Borbones por los Bonaparte y encargarle que enviara a Francia, escalonadamente y al resto
de la familia real junto a Godoy.
Savary viendo la animadversión que entre los consejeros de Fernando VII había
originado el no reconocimiento de Fernando VII por parte francesa, decidió inspirar por la
suavidad de sus palabras y por su condescendencia la confianza que Murat no había
logrado, así que para fomentar la credulidad de los consejeros reales y atraerse la simpatía
de Fernando VII, no le negó el tratamiento de majestad durante la entrevista que le fue
concedida nada más llegar a Madrid. Sus objetivos se cumplieron tan bien, que nada más
abandonar el palacio, el rey mandó publicar un decreto en la Gaceta de Madrid,
anunciando que saldría por el camino de Somosierra, al encuentro del emperador de los
franceses.
A las diez de la mañana del día 10 de abril, sin pompa alguna ni ruido, el rey,
acompañado del ministro Cevallos, del duque de San Carlos, Escoiquiz, el conde de
Villariezo y los marqueses de Ayerbe, de Guadalcazar y de Feria, emprendía viaje hacia
Burgos con la esperanza de encontrarse en cualquier momento con Napoleón Bonaparte.
La descripción más exacta de la partida corresponde a Murat, quien en carta a Napoleón le
comunica: La partida se ha efectuado esta mañana sin resistencia, el general Savary viaja
con el Príncipe y será dueño de su persona, puesto que le escoltan nuestras tropas y el
mariscal Bessières y el general Verdier le proporcionarán los medios necesarios para
hacerle llegar.
A Fernando VII le convenía la entrevista en territorio español para que Bonaparte
se conociera su popularidad. Por todas partes era aclamado siendo para todos El Deseado,
el derrocador del odioso valido y el motín de Aranjuez había sido la expresión de la
voluntad popular. El joven rey no podía considerarse en el trono sin el apoyo y
reconocimiento de Napoleón, dado que la familia real se encontraba dividida, las plazas
fuertes en poder de los franceses y 40.000 hombres acantonados en Madrid. La
conveniencia de la entrevista quedaba fuera de duda. El viaje del rey fue un continuo
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triunfo. Los pueblos salían en masa con sus autoridades y clero para festejar el paso del rey
junto con vuelo de campanas, fuegos artificiales y descargas de pólvora, mientras Savary
aseguraba que, dadas las noticias que había recibido, el encuentro con Napoleón se haría en
Burgos. En el trayecto la comitiva real había observado que el camino estaba lleno de
tropas francesas, lo que unido a los 8.000 hombres de infantería y caballería situados en
Burgos, hacía que el rey estuviese en poder de los franceses, desde que salió de Madrid. Al
no encontrar a Napoleón ni tener noticias de una posible aproximación, los consejeros del
rey debatieron la posibilidad de regresar a la corte, permanecer en Burgos o trasladarse
hasta Vitoria; prevaleció esta última opción, alentada por Savary, para no dar motivo de
disgusto a Napoleón que pudiera crear problemas para un inmediato reconocimiento de
Fernando VII como rey. De hecho el 14 de abril el joven monarca llegaba a Vitoria sin
tampoco encontrar a Napoleón que excusaba su tardanza por sus múltiples ocupaciones.
Las dudas planteadas en Burgos resurgieron de nuevo pero con más intensidad
debido tanto a la carta del emperador, que se acababa de recibir, llena de reconvenciones y
veladas amenazas, como por los avisos que llegaban desde Madrid sobre las intenciones
francesas manifestadas por Murat y a las sugerencias de algunos personajes, como Mariano
Luis de Urquijo, antiguo ministro de Carlos IV, o el duque de Mahón, comandante general
de Guipúzcoa. En la noche del 18 de abril el rey decidió el viaje con la unánime
aprobación de su Consejo después de oír decir a Savary, recién llegado de Francia, adonde
se había trasladado para entregar a Napoléon una carta de queja de Fernando VII y de
donde había vuelto con instrucciones para arrestar al rey si rehusaba ir a Francia a
entrevistarse con el emperador, que se dejaba cortar la cabeza si al cuarto de hora de haber
llegado a Bayona no le ha reconocido el emperador por rey de España y de las Indias. Por
sostener su empeño empezará, probablemente, por darle el tratamiento de alteza; pero a los
cinco minutos le dará el de majestad y a los tres días estará todo arreglado y S.M. podrá
restituirse a España inmediatamente. Al cruzar el río Bidasoa el 20 de abril Fernando VII
entraba en territorio francés, dejando tras de sí un país gobernado por una Junta de
Gobierno en Madrid.
La Junta de Gobierno: El joven rey (contaba 24 años) había dejado en Madrid una
Junta Suprema de Gobierno presidida por su tío el infante don Antonio e integrada por
cinco ministros que constituían su primer y efímero Gobierno: Cevallos de Estado; Gil de
Lemos, de Marina; Azanza de Hacienda; O`Farril, de Guerra y Piñuela de Gracia y
Justicia. Cevallos, que acompañó a Fernando VII en el viaje, fue nexo de unión entre el
monarca y la Junta. La media de edad, ausente Cevallos era de sesenta y seis años y medio
por lo que no era fácil encontrar entre ellos una capacidad de reacción ante
acontecimientos tan imprevistos como capitales; sucesos y situaciones que estaban muy
alejados de la rutina del despacho de los asuntos a que estaban acostumbrados y exigían en
cambio, una rapidez de visión y decisión que no suelen encontrarse en esas edades.
Los componentes de la Junta tenían como misión gobernar el reino en nombre del
rey, poseían facultadas necesarias para entender cualquier asunto urgente y en principio
fueron reconocidos por todas las autoridades de la nación que a pesar de que
posteriormente algunos miembros alegaron falta de competencias. Durante los veinticuatro
días (del 10 al 4 de mayo) en que actuó de presidente el tío de Fernando VII, la Junta tuvo
una doble finalidad: defender los derechos al trono de Fernando y conservar la buena
armonía con los franceses. Esa doble finalidad se vio amenazada por dos problemas: la
cesión de Godoy a los franceses y el mantenimiento de la tranquilidad pública en toda la
Nación especialmente en Madrid.
Conviene destacar la importancia en esos momentos de la figura de Godoy, después
del Motín de Aranjuez, Godoy era el enemigo público número uno, el centro de todas las
críticas, la causa de todos los males. Su prisión, su encausamiento, su futuro juicio y
posible liberación, eran una cuestión nacional de tanta importancia que todos los que
intervinieron en este último asunto (el Consejo de Castilla, Cevallos, O´Farril, o el marqués
de Castelar) tuvieron que justificarse posteriormente o eximirse de cualquier
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responsabilidad. Ya, la misma mañana en que salió de Madrid Fernando, el gran duque de
Berg intentó conseguir que la Junta de Gobierno le entregase a Godoy con la falsa excusa
de habérselo ofrecido el rey el día anterior. La Junta se negó a su entrega por no poseer
permiso expreso del rey y ante la insistencia de Murat, pidió instrucciones a Fernando VII,
quien, desde Vitoria, prometió a Napoleón indultar a Godoy caso que fuese condenado a
muerte por el Consejo de Castilla. Al mismo tiempo, Cevallos, por real orden comunicó
que la liberación de Godoy era exclusiva competencia del rey. La carta de Fernando VII
dio pie a Napoleón para afirmar que el Príncipe de Asturias había puesto a su disposición a
Godoy y ordenó inmediatamente a Murat que reclamase con energía su entrega. Según
Azanza y O`Farril, las amenazas del rudo general fueron tan atroces e inauditas que la
Junta de Gobierno, después de larga deliberación, decidió unánimemente entregar esa
noche al preso, tanto por debilidad hacia los franceses, como para defender los derechos de
Fernando.
Para la opinión pública la entrega de Godoy a los franceses fue un baño de agua de
nieve y lo que es peor, empezó a dudarse del patriotismo de las autoridades de tal modo
que incluso el propio encargado de su custodia, el marqués de Castelar, comenzó a estar
receloso de algunas disposiciones que ya les parecían hostiles. La animadversión hacia los
franceses fue in crescendo, porque estos se sentían dominadores apropiándose de todo los
que les parecía y porque los jefes y oficiales comenzaron a expandir la noticia de que
Napoleón había resuelto poner en el trono a Carlos IV, lo que originó sangrientos
altercados en Burgos y Toledo. Los comentarios franceses respondían a un plan
establecido por Murat, quien el 16 de abril, comunicó a la Junta, a través de O`Farril que
tenía órdenes del emperador para no reconocer otro soberano que Carlos IV, ya que su
abdicación había sido forzada. La Junta, argumentó que era Carlos IV, y no el gran duque
de Berg, quien debía comunicar a Fernando VII su resolución de volver a tomar las riendas
del Gobierno. Un día después el mismo Carlos IV, aleccionado por Murat, comunicó a la
Junta la nulidad de su abdicación, su decisión de volver a tomar el poder y la confirmación
provisional de los miembros de la Junta. Desde ese momento se agriaron las relaciones
entre el gran duque de Berg y la Junta. Inmediatamente ésta notificó a Fernando todo lo
ocurrido para que él tomase una decisión clara y tajante.
Ante las continuas reclamaciones de las autoridades francesas, las españolas se
vieron obligadas a una incesante vigilancia para mantener el orden público y la emisión
continua de bandos en los que llegó a prohibirse que se hablara con los generales franceses
sin el miramiento debido. La exacerbación de los ánimos en Madrid fue acentuándose. El
30 de abril Murat por medio del embajador francés Laforest, exigió a la Junta de Gobierno
que permitiera la salida del infante don Francisco dando a entender que estaba dispuesto a
recurrir a la fuerza en caso necesario y sobre todo a proclamar a Carlos IV y apoderarse del
Gobierno. Ante la importancia de lo exigido, la Junta de Gobierno convocó a los
presidentes, gobernadores, y decanos de los Consejos de Castilla, Indias, Hacienda, y
Órdenes junto con dos magistrados de cada uno de estos tribunales y se reunió en sesión
permanente, planteándose crudamente el dilema entre plegarse a la voluntad de los
franceses o comenzar las hostilidades contra ellos. Se decidió lo segundo y se mandó
formar una nueva junta, compuesta por tres tenientes generales y tres ministros de
tribunales, para que en el caso de quedar inhabilitada por la violencia pudiese hacerse
cargo de la dirección de la nación española con plenitud de poderes.

5. EL DOS DE MAYO

A pesar de la alegada falta de competencias, la Junta fue el poder reconocido por


todos hasta el 2 de mayo, cuando los franceses intentaron llevarse al menor de los hijos de
Carlos IV. Un pequeño grupo de personas reunidas ante el Palacio Real impidió la salida
del infante don Francisco de Paula. En tanto la intervención de un batallón de la guardia,
que utilizó la artillería contra los amotinados, sólo sirvió para extender el levantamiento a
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toda la ciudad. Los franceses se vieron atacados por personas que expresaban así su odio al
invasor, y la población lanzada a la calle siguió a líderes ocasionales, que trataron de cerrar
las puertas de la ciudad con el fin de evitar la entrada de refuerzos franceses. Así, en
alguna de ellas se luchó encarnizada aunque brevemente antes de franquearlas las tropas
procedentes del exterior. Desalojadas de la calle de Alcalá por la carga de la caballería, las
gentes se concentraron en la Puerta del Sol y el Parque de Monteleón, cuya guarnición
abrió el parque y sacó los cañones a la calle, donde se desarrolló una lucha tan violenta
como desesperada en la que todos los medios utilizables eran buenos. Una vez reducidos
los focos de resistencia, los franceses practicaron una represión totalmente incontrolada, de
la que Goya dejó testimonio en Los fusilamientos de la Moncloa.
La Junta de Gobierno y el Consejo de Castilla intentaron por todos los medios
calmar los ánimos, tanto de la población de Madrid como del propio Murat, consiguiendo
exclusivamente la ruina de todo su prestigio y autoridad. El 2 de Mayo significó en Madrid
el divorcio entre la autoridad oficial amilanada ante Murat y el pueblo, que con certero
instinto se negó a obedecer a unas instituciones que a todas las luces comenzaban a
someterse a los dictados de Napoleón. Es significativo en este aspecto la actuación del
magistrado, Juan Pérez Villaamil, que redactó la declaración de guerra a Napoleón y la
hizo firmar al alcalde de Móstoles. Ante el sometimiento de las instituciones centrales, una
minúscula autoridad local asumió la responsabilidad de tomar una decisión que aquéllas no
habían tenido el valor de dictar. Los sucesos del 2 y 3 de mayo, conocidos en el resto de
España por los partes oficiales publicados en la Gaceta de Madrid y por todas las personas
que abandonaron la corte crearon un clima de absoluta desconfianza ante las intenciones de
los franceses en todo el territorio nacional.

6. LAS ABDICACIONES DE BAYONA

Cuando Fernando VII entró en Francia el 20 de abril no fue recibido por ninguna
autoridad hasta que llegó a Bayona, donde fue alojado en un viejo caserón, el castillo de
Marrac. Indirectamente, a través de Escoiquiz, Savary y los duques del Infantado y de San
Carlos, pero no de forma tajante, Napoleón hizo ver a Fernando VII que había determinado
irrevocablemente el destronamiento de los Borbones en España, la instauración de su
dinastía y, por tanto la renuncia por sí y por toda la familia de la Corona de España e
Indias. La sorpresa y perplejidad que cundió en el rey y en su comitiva fue inmensa; de
golpe se dieron cuenta que se encontraban prisioneros e impotentes. Durante diez días,
hasta que llegaron los reyes padres, Napoleón insistió sobre Fernando VII y sus consejeros
en la necesidad de su renuncia como único medio de garantizar la paz en España. La
resistencia del monarca, mantenida con decoro y sin ceder ni un ápice, obligó a Napoleón
cambiar de táctica: lograr el favor de los reyes padres.
Éstos llegaron a Bayona, el último día de abril donde fueron recibidos con todos los
honores regios que no se tuvieron con Fernando. En el palacio de Gobierno se encontraron
con Godoy, a quien, según Toreno, estrecharon en su seno una y repetidas veces con gran
clamor y llanto, mientras que a su hijo le saludaron con el mayor desprecio y con
semblante en que estaban pintados el odio y el furor. Napoleón logró que el propio Carlos
IV pidiera a Fernando VII la devolución de la Corona en una conferencia mantenida entre
ellos y en la que se utilizaron expresiones tan duras como la petición por la reina María
Luisa a Napoleón de que castigase la actuación de su hijo en un cadalso. Por carta fechada
el día 1 de mayo, Fernando VII ofrecía devolver la Corona siempre y cuando se hiciese
formalmente en Madrid ante las Cortes de los Reinos o, al menos, ante una representación
de todas las principales instituciones del país. Napoleón, convenientemente avisado, se
ofreció a Carlos IV para contestar a esta carta, lo que hizo acto seguido planteándose que
no era precisa la devolución de la Corona porque yo soy rey por el derecho de mis padres;
mi abdicación es el resultado de la fuerza y de la violencia; no tengo, pues, nada que
recibir de vos ni menos puedo consentir a ninguna reunión en junta, nueva necia sugestión
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de los hombres sin experiencia que os acompañan.
Fernando VII respondió el 4 de mayo con firmeza, rebatiendo todos los argumentos
expuestos y finalizando con una descripción exacta de la situación: ruego, por último, a
V.M. encarecidamente que se penetre de nuestra situación actual, y de que se trata de
excluir para siempre del trono de España nuestra dinastía, sustituyendo en su lugar la
imperial Francia; que esto no podemos hacerlo sin el expreso conocimiento de todos los
individuos que tienen y pueden tener derecho a la Corona, ni tampoco sin el expreso
consentimiento de la nación española reunida en Cortes y en un lugar seguro; que además
de esto, hallándose en un país extraño, no habría quien se persuadiese que obramos con
libertad y esta sola consideración anularía cuando hiciésemos, y podría producir fatales
consecuencias.
Napoleón paseaba a caballo en la tarde del 5 cuando recibió a un oficial de órdenes
que, sin detenerse, había cabalgado desde Madrid con los despachos de Murat
comunicando el levantamiento del 2 de mayo. Estos sucesos, no pudieron menos que herir
al engreído emperador, quien ordenó de inmediato una nueva conferencia entre los reyes
padres, Fernando VII y él mismo. Carlos IV insistió a su hijo que renunciase a la Corona.
Napoleón ante una escena que se alargaba sin conseguir nada, se despidió diciendo:
Príncipe, es necesario optar entre la cesión y la muerte. Si de aquí a media noche no habéis
reconocido a vuestro padre por vuestro rey legítimo y no la hacéis saber en Madrid, seréis
tratado como un rebelde.
La amenaza de muerte surtió efecto porque todos estaban convencidos que
Napoleón era capaz de llevarla a cabo; a la mañana siguiente Fernando VII renunció a la
Corona en favor de Carlos IV. Lo que no sabía es que el día anterior el rey padre había
cedido a Napoleón la Corona de España como única persona que puede restablecer el
orden. Las condiciones estipuladas fueron el mantenimiento de la integridad del Reino, su
independencia y la conservación de la religión católica. Los Borbones, por el
desmoralizado Carlos IV, por la inexperiencia de Fernando VII y sobre todo por la
omnipotencia de Napoleón habían dejado jurídicamente de ser reyes de España.
La familia real española (incluyendo los infantes) estaban en poder del emperador,
lo mismo que los documentos de abdicación de uno y otro monarca; las tropas francesas
ocupaban los puntos estratégicos del norte y centro de la Península; la insurrección de
Madrid había sido sofocada en un plazo de horas y los órganos de la Administración (la
Junta de Gobierno y el Consejo de Castilla), se mostraban sumisos. Napoleón Bonaparte, el
dominador de Europa, se encontraba convertido finalmente en dueño de los destinos de
España.
El nuevo régimen francés, el reinado de José I y los afrancesados.

1.3. AFRANCESAMIENTO INSTITUCIONAL

El 3 de mayo por la noche el infante don Antonio comunicó por escrito a los
miembros de la Junta su intención de salir de madrugada para Bayona por requerimiento de
su sobrino Fernando, despidiéndose con un Dios la dé buena. Adiós señores, hasta el valle
de Josafat. Era la única persona con capacidad suficiente para tomar iniciativas y tanto es
así que lo primero que hizo la Junta fue consultar la nueva situación con el gran duque de
Berg; consulta que fue aprovechada por Murat para exigir estar presente en las
deliberaciones de la Junta de Gobierno por creerlo conveniente al buen orden y a la quietud
pública. Los ancianos componentes de la Junta, natos o asociados, como el decano Consejo
de Castilla, después de negarse, aceptaron su petición.
La secuencia de cesiones continuó cuando, el 7 de mayo Murat presentó un decreto
de Carlos IV por el que se le nombraba lugarteniente general del Reino. Este decreto era
jurídicamente ilegal e inválido, ya que Fernando VII no había renunciado a la Corona, a
pesar de lo cual la Junta de Gobierno accedió a su cumplimiento pero no a su publicación.
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La Junta siguió plegándose a los deseos franceses.
El 9 y 10 de mayo Azanza y O`Farril recibieron dos decretos de Fernando VII en
los que hallándose sin libertad y, consiguientemente, imposibilitado para salvar su persona
y la Monarquía, autorizaba la constitución de cualquier cuerpo que ejerciese las funciones
de soberanía, ordenaba empezar las hostilidades contra los franceses desde el momento en
que el rey fuese internado en Francia y, finalmente por el segundo decreto se mandaba
convocar Cortes para proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la
defensa del Reino. La Junta opinó que las nuevas circunstancias hacía su ejecución
imposible. La actitud de la Junta desde la marcha del infante don Antonio es difícilmente
disculpable. La admisión de Murat hay que considerarla como muestra de debilidad. La
aceptación del mismo como lugarteniente del Reino es inconcebible jurídicamente. Y por
último, la inhibición ante los dos últimos decretos de Fernando VII mostró una falta
absoluta de iniciativa dejando escapar entre las manos la autoridad que poseían: la
soberanía.
El consejo de Castilla, pieza fundamental de la Monarquía española, intermediario
necesario entre el rey y sus súbditos y el más directo y más inmediato de los poderes
subordinados al rey estuvo a tanto de todos los sucesos desde el momento en que su decano
y gobernador interino, el viejo don Arias Mon y Velarde, participó en las sesiones de la
Junta de Gobierno. Sin embargo, aceptó todos los acontecimientos con la excusa de que su
actuación dependía de la Junta de Gobierno, lo cual no fue óbice para que ilegal
nombramiento como lugarteniente del duque de Berg fuese aceptado y que el Consejo en
pleno acudiese a felicitar al gran duque de Berg por su nombramiento. Cuesta trabajo
pensar que el Consejo de Castilla, Tribunal Supremo de Justicia del Reino, encargado de
dictaminar en todos los asuntos graves, publicar paces o pragmáticas y examinas los
Breves Apostólicos, no viese en toda esta problemática ningún asomo de ilegalidad,
plegándose al poder francés y dejando pasar el grado de soberanía que poseía.

1.4. EL NUEVO RÉGIMEN FRANCÉS

Tras las abdicaciones de Bayona, Napoleón creyó llegado el momento de poner en


práctica la introducción de la dinastía Bonaparte en el trono de España. El emperador,
antes de que los Borbones le hubiesen cedido sus derechos ya había intentado que su
hermano Luis abandonase el trono de Holanda, obligó a su hermano mayor José, rey de
Nápoles, a que aceptara la Corona española, considerándola como una promoción por ser
una nación más rica y con mayor población. Pero, se guardó de hacerlo público ya que
quería salvar las apariencias, por lo que intentó por todos los medios que la cesión de la
Corona aparentase ser un deseo de condescendencia ante los deseos de los españoles. De
ahí que recomendase expresamente a su cuñado que consiguiese el apoyo de todas las
instituciones españolas: es preciso que el Consejo de Castilla, el Supremo de Guerra y la
Junta de Gobierno suscriban una proclama y que interpongan su influencia para que se
demande por rey de España al de Nápoles. Azanza y O`Farril recuerdan en su Memoria
justificativa que no hubo cuerpo ni autoridad alguna que desde luego rehusase
descubiertamente. El Consejo de Castilla incluso llegó a hacer un panegírico del nuevo rey,
al que consideraba adornado de las mismas virtudes, actividad y talentos que su hermano el
emperador.
Napoleón quiso presentarse ante el pueblo español como el reformador que
cambiaría una monarquía vieja y viciada por otra nueva y prestigiosa que haría posible la
prosperidad del país, la felicidad de todos, las sanas reformas tanto tiempo anheladas y el
fin de una era de miserias y de injusticias: Yo quiero, decía en el manifiesto que se publicó
el 25 de mayo, que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos y que exclaméis: el
regenerador de nuestra patria”. Se trata por tanto, no solo de un cambio dinástico, sino
también de un cambio de régimen. Napoleón fiel a su espíritu sintetizador, proponía
abandonar el Ancien Régime y adoptar el nuevo orden sin experimentar quebrantos,
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desórdenes ni convulsiones.
Para justificar jurídicamente el cambio dinástico, Napoleón hizo suya la idea de
Azanza de reunir una Junta de notables, a modo de Cortes que en nombre del pueblo
español aprobase el traspaso de la Corona. El 24 de mayo Murat y la Junta de Gobierno,
siguiendo instrucciones del emperador, ordenaron que el 15 de junio se reuniesen en
Bayona una diputación general de 150 miembros en representación de los tres brazos:
clero, nobleza y estado llano. El hecho de convocar estamentalmente, debe de verse como
un deseo de Napoleón de ganarse a las elites conservadoras, sin tener que reunir
formalmente a las Cortes, lo que le llevaría un tiempo excesivo. El que la reunión tuviera
lugar en Francia fue un desacierto, pero Napoleón estimaba escandaloso penetrar en
España para imponer desde aquí su voluntad.
Diez días antes de la apertura de la Asamblea, solamente habían llegado a Bayona
un 17% de los Diputados, pues muchos de los nombrados se negaron a asistir, a veces
aduciendo enfermedades inexistentes, mientras que la mayor parte vino a la fuerza o ante
el miedo a perder sus cargos. Ante el temor de tener que renunciar a la celebración de la
Asamblea debido al escaso número de representantes, se tuvo que nombrar unos nuevos a
trancas y barrancas, llegándose a repartir credenciales entre los españoles residentes en
Bayona. Por fin con la asistencia de 65 notables de los que sólo 42 presentaban poderes en
regla pudo inaugurarse la Junta española en Bayona. Posteriormente se sumaron algunos
más, alcanzando la cifra de 91 en la sesión final del 7 de julio. La Asamblea constituyó en
el fondo un fracaso de Napoleón, no siendo más que una agrupación de individuos que
únicamente se representaban a sí mismos, pero no a la nación española.
Las doce sesiones que se celebraron en el palacio llamado el Obispado viejo fueron
presididas por Miguel José de Azanza, asistido por Mariano Luis de Urquijo, miembro del
Consejo de Estado, y Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda como secretarios.
Inmediatamente se vio que la finalidad no era la de proponer soluciones y reformas a los
males de la patria, sino la de aprobar obedientemente una Constitución, redactada fuera de
ella. En sólo nueve sesiones se examinó, discutió y aprobó un texto de 146 artículos, que
hay que considerar como una carta libremente otorgada por el monarca y no como una
Constitución discutida y aprobada por una Asamblea Constituyente.
El origen cronológico de la llamada Constitución de Bayona hay que situarlo el 19
de mayo, cuando Napoleón decidió dotar a los españoles de un texto constitucional que
debería plasmar sus deseos reformadores. Maret su ministro de Asuntos Exteriores fue el
encargado de redactar un proyecto que hizo con base en el senatus consultus de 18 de
mayo de 1804 y que fue informado por Azanza, Urquijo, tres miembros del Consejo de
Castilla, a los que Bonaparte trató de bestias y finalmente por el inquisidor general
Raimundo Etenhard. Parece ser que solo hizo caso a este último, suprimiendo el artículo
que declaraba abolido el Tribunal de la Inquisición. El texto de la Constitución establece
un sistema político bastante autoritario, basado en cuerpo colegiados: Senado, Cortes y
Consejo de Estado, sin coordinación entre ellos y sin que posean iniciativa legal. Se
declaraba la independencia de la judicatura, aun sin proclamar enfáticamente el principio
de división de poderes y se enuncian sin demasiado énfasis determinados derechos de los
ciudadanos, como la inviolabilidad de domicilio, la libertad de movimientos, la supresión
de los privilegios y la igualdad de todos los españoles ante la ley. Para la situación política
española, la Constitución de Bayona era considerada tan avanzada que dio la fecha de 1813
como plazo para su completa aplicación.
La Constitución de Bayona que pudo haber sido un camino hacia una España más
liberal y moderna, no se aplicó apenas, sólo a intervalos y con la protección de las tropas
francesas, y la mayor parte de los españoles ni siquiera se enteraron de su existencia. Tuvo,
sin embargo, una gran trascendencia porque si hasta entonces el término Constitución sólo
expresaba el conjunto de leyes fundamentales del Reino, (según Jovellanos), es a partir de
entonces un conjunto de disposiciones articuladas que constituían un pacto o contrato entre
el soberano y el pueblo. Además creó la necesidad en gran parte de aquellos que se
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oponían al poder francés de poseer un texto constitucional que se enfrentara al concedido
por Napoleón.

1.5. EL REINADO DE JOSÉ I.

Su reinado comenzó oficialmente el 8 de julio después de jurar la Constitución y de


recibir seguidamente el juramento de fidelidad de los componentes de la Junta española en
Bayona, a pesar de que su nombramiento como rey de España fue publicado el 4 de junio
de 1808. A punto de cumplir los cuarenta años, el nuevo monarca era apuesto, había
estudiado leyes y ejercido el comercio en Marsella para sostener a toda su familia; de
carácter benévolo y le hacía disfrutar la literatura y las artes. De su agudeza intelectual es
una prueba la correspondencia que mantuvo con el emperador en la que le decía con
rayana exactitud y extraordinaria clarividencia la situación política de España. En contra de
lo dicho por la propaganda patriótica, no era ni tuerto, ni borracho, ni jugador, aunque sí
amante de la vida suntuosa y cómoda.
Obediente a su hermano, que le había ordenado que se instalara inmediatamente en
Madrid, José se puso en camino acompañado por un séquito formado por varios de los que
le habían reconocido en Bayona, con la intención de gobernar benévolamente, y de pasar a
la historia de su nuevo país. Sin embargo, su recibimiento fue hostil. Un recibimiento tan
sombrío y glacial que escribió a su hermano diciendo: Enrique IV tenía un partido, Felipe
V no tenía sino un competidor que combatir, y yo tengo por enemigo a una nación de doce
millones de habitantes, bravos y exasperados hasta el extremo.
De iure José I quiso ejercer plenamente la soberanía real apoyándose en los
ministros de su Gobierno, compuesto por personas de reconocido prestigio que habían
integrado el primer Gobierno de Fernando VII y por significados reformistas ilustrados de
los reinados de Carlos III y Carlos IV, con el fin de granjearse la opinión favorable de los
sectores más influyentes del país. Su política se basaba en atraerse a sus súbditos
sedicentes por medio de reformas ilustradas, realizando una intensa actividad
propagandística que mostraba la inutilidad de una resistencia armada, en vez de infundir
temor como había hecho Murat en Madrid, o de aniquilarlos como proponía Napoleón,
sobre todo desde la Batalla de Medina de Rioseco. De facto José I se vio mediatizado por
la doble tutela que le impuso su hermano por medio de un militar, el mariscal Jourdan, y
un civil, el embajador La Forest: ambos tenían como misión convertir a José I en un alter
ego del emperador de los franceses. Realmente poco pudo hacer, porque el 1 de agosto el
rey y su Gobierno abandonaron apresuradamente Madrid presos de pánico producido al
confirmarse la derrota francesa en Bailen.

1.6. LOS AFRANCESADOS

A todos los españoles se les planteó el dilema de definirse ante el nuevo régimen;
los que lo aceptaron recibieron el nombre de josefinos, juramentados o afrancesados. Para
una mejor comprensión conviene aclarar previamente los significados del término
afrancesado. La primera y más amplia acepción es la de la persona o institución que recibe
una fuerte influencia cultural de Francia a partir del s. XVIII. En este sentido el
afrancesamiento es algo permanente en España durante todo el s. XIX. Concretando más,
afrancesados son aquellas personas que durante la guerra de la Independencia colaboraron
con el poder francés, ocuparon cargos en el Gobierno intruso o juraron fidelidad al nuevo
monarca. A partir de 1811, y durante un siglo y medio, han sido denostados vejatoriamente
por la historiografía, como unos meros traidores capaces de vender a su país,
imposibilitando los esfuerzos de los propios interesados por lograr su rehabilitación ante la
sociedad española y ante los gobiernos de los que podrían recibir una pensión que les
permitiera sobrevivir.
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Cronológicamente los primeros afrancesados fueron los españoles que acudieron a
la Junta de Bayona, sancionaron la Constitución dada por Napoleón y juraron fidelidad al
nuevo monarca. El conjunto de ellos no permaneció estable porque alguno como Pedro
Cevallos abandonó el bando extranjero en cuanto tuvo un mínimo de libertad. Este
conjunto de josefinos aumentó cuando en octubre de 1808 se exigió el juramento de
fidelidad con carácter obligatorio a todos los funcionarios de la nueva Administración, a
todos los religiosos e incluso a los acreedores del Estado, es decir, a todos aquellos cuya
supervivencia económica o legal dependía del nuevo Estado.
Entre los juramentados se puede distinguir a los colaboracionistas activos y pasivos
según participasen de forma entusiástica en el Gobierno josefino o lo acatasen con más o
menos estoicismo, siendo estos los más numerosos, ya que no quedaba más remedio que
jurar fidelidad al rey intruso cuando la ciudad estaba ocupada por franceses. Pero en
ningún momento constituyeron clase política.
Al hablar de afrancesamiento hay que centrar el tema en los colaboracionistas
activos; el grupo de militares, políticos e intelectuales que conscientemente optaron por la
dinastía francesa. Este grupo, que pertenecía a la clase dirigente, no fue en ningún
momento tan homogéneo como pudiera parecer, puesto que unos los fueron por motivos
ideológicos, como el conde Cabarrús, el sacerdote Juan Antonio Llorente o el dramaturgo
Leandro Fernández Moratín y otros para evitar una guerra que se adivinaba desastrosa,
como los ministros Azanza y O`Farril. Los colaboradores activos, que constituyeron el eje
del Gobierno y de la Administración del rey José, fueron realmente pocos, ya que se
calcula que al finalizar la guerra pasaron la frontera francesa unas 12.000 familias.
El ideal de los estrictamente afrancesados apenas se diferenciaba del sostenido por
Despotismo Ilustrados del s. XVIII. Son todos monárquicos en cuanto son partidarios del
sistema, sin distinguir dinastías. Además la nueva dinastía les aseguraba evitar los
movimientos revolucionarios, la anarquía, que les podría impedir poner en práctica un
programa de reformas políticas y sociales. Por ellos sufrieron la enemistad enconada tanto
de los defensores del Antiguo Régimen como de los liberales; para los primeros los
afrancesados, eran revolucionarios enemigos del rey y, en consecuencia, del Estado,
conceptos unívocos en su mente (según Artola); para los segundos el programa ilustrado de
los afrancesados se quedaba corto por su absoluto respeto a la ley y al orden.
Hoy día se reconoce que, cuando menos, en muchos de ellos hubo una dosis de
buena voluntad y un deseo de resolver los problemas de su patria. Su situación dependió
siempre del poder francés: cuando los franceses abandonaron el territorio donde vivían, su
existencia fue precaria pues la represión, cualquiera que fuera el régimen gobernante, se
mantuvo constante hasta 1830.

7. ALZAMIENTO, JUNTAS SUPREMAS Y FORMACIÓN DE JUNTA


CENTRAL:

1.7. ALZAMIENTO.

El dos de mayo no fue la señal para un insurrección general contra los franceses,
pero se produjo una total desconfianza sobre las intenciones napoleónicas con respecto al
futuro de la Monarquía española, y en algunos casos asonadas, tanto por las noticias
llegadas desde Oviedo y Gijón, como por la recepción del bando de los alcaldes de
Móstoles, en Badajoz y Sevilla. Las órdenes dadas por el Consejo de Castilla a todas las
autoridades provinciales encaminadas al mantenimiento de la tranquilidad, impidieron que
esos tumultos llegasen a más.
Desde el 22 de mayo, en Cartagena, hasta el 31 del mismo en Zaragoza, un rosario
de sublevaciones contra los franceses surge por España, Oviedo, La Coruña, Badajoz,
Sevilla, Murcia, Valencia, Zaragoza... Este alzamiento que marcó el principio de la guerra
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de la Independencia, sólo se llevó cabo en los territorios no ocupados por los franceses. El
primer detonante fue el conocimiento de las abdicaciones de Bayona, así ocurrió en
Valencia donde el 23 de mayo se recibió la Gaceta de Madrid con dicha noticia. Después
de leer en voz alta un vecino de la ciudad el comunicado de las abdicaciones, la multitud
rompió los ejemplares de las gacetas y comenzaron con vítores a Fernando VII y mueras a
los franceses.
El carácter popular de los alzamientos no se ha puesto nunca en duda. En Zaragoza,
estaba la casa de Administración de Correos, calles y plazas inmediatas cubiertas de un
inmenso gentío conducido por un estudiante que sacó su escarapela encarnada y
colocándosela de sombrero exclamó : “Está visto: el que quiera sígame”. Sin embargo, sí
hay diferentes opiniones sobre la espontaneidad del alzamiento. El profesor Corona apuntó
la posibilidad de que el levantamiento fuese una conspiración en todo el territorio nacional,
mientas que la historiografía liberal siempre ha considerado que la sublevación fue
totalmente espontánea como corresponde a la típica exaltación romántica del concepto
pueblo.
Es difícil asegurar que hubiera un plan general en toda España, si se puede
constatar la existencia de grupos de personas que se encontraban sensibilizados ante los
acontecimientos hispano-franceses. En La Coruña el capitán general trasladó el regimiento
de Navarra a El Ferrol porque varios de sus oficiales asistían a conciliábulos secretos con
civiles. En Sevilla un grupo de ilustrados se reunía asiduamente en un sitio llamado El
Blanquillo desde que se tuvieron noticias de los sucesos ocurridos en Madrid el 2 de Mayo.
En Valencia, en Zaragoza, etc. Una vez en movimiento, la masa popular comandada por
cualquier líder espontáneo, un anónimo estudiante en Valencia o el guarnicionero
Sinforiano López y Aliá en La Coruña, se dirigían a las autoridades para que declarasen la
guerra a los franceses y para que defendiesen La Religión, la Patria, las leyes y el Rey
como se dijo en Sevilla En algunos lugares la población se armó, en muchos casos con la
complicidad de oficiales de artillería, asaltando el arsenal de Oviedo, la Real Maestranza
de Artillería de Sevilla o el Castillo de Santander.
Dada la estructura administrativa de la época, la autoridad suprema en cada región
era, prácticamente, el capitán general, que también ejercía de presidente de la Audiencia.
De su actitud dependía el gran parte el rumbo que cada una siguiera. Sin rapidez de
comunicaciones, en la imposibilidad de mantener contactos con otros de una situación de
emergencia como requiriera decisiones inmediatas, cada uno debió valerse por sí mismo y
como militares, la disciplina y la obediencia les llevaba a obedecer sin discusión las
órdenes de la autoridad superior.
Además, las autoridades centrales que habían repetido una y otra vez que los
franceses debían ser tratados como amigos y aliados, lo que hace más comprensivo el
bando del capitán general Solano y 11 generales más: Nuestros soberanos que tenían su
legítimo derecho y autoridad para convocarnos y conducirnos a sus enemigos, lejos de
hacerlo han declarado padre e hijo, repetidas veces, que los que se tomaban por tales son
sus amigos íntimos, y en su consecuencia se ha ido espontáneamente y sin violencia con
ellos ¿quién reclama pues nuestros sacrificios?.
Por último, no conviene olvidar que su formación convertía en dogma el que los
paisanos y habitantes de los pueblos abiertos no deben hacer la menor defensa, sino
obedecer a quien venza, y que sus conocimientos del ramo les llevaba a considerar como
irreal, absurda e ilógica la posibilidad e una guerra o un enfrentamiento armado entre un
ejército prácticamente encuadro apoyado por masas populares mal armadas y pero
disciplinadas y el mejor ejército que hasta entonces había existido en Europa. Ante la
indecisión de las máximas autoridades provinciales, el pueblo intentó que se
comprometiesen, como hicieron con el capitán general de Castilla la Vieja construyendo
ante su casa una horca para él, y cuando no lo consiguieron fueron destituidos (el de
Granada fue desposeído de su bastón de mando), encarcelados, como el de Mallorca, o
asesinados como el de Andalucía o el gobernador militar de Badajoz.
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Por su parte existían cuerpos intermedios en el ámbito regional, las Audiencias,
cuya misión era doble: por un lado constituían la representación del Consejo de Castilla y
por otro, presididas por la autoridad militar, eran las supremas instancias del Gobierno
regional. El afrancesamiento de la máxima centralización, y la actitud nada clara de los
mandos militares produjo una falta casi total de iniciativa. Al fallar las cabezas fallaron los
órganos provinciales.

1.8. LAS JUNTAS SUPREMAS.

Al no responder las autoridades provinciales a los deseos de la masa popular, ésta


delegó su responsabilidad en instituciones ancestrales, como la centenaria Junta General
del Principado de Asturias, la Diputación del Reino de Aragón que no se habían reunido
desde la derogación de los fueros a comienzos del S. XVIII. En donde no existían estas
instituciones se crearon las Juntas Supremas. En la composición de las mismas se detecta
perfectamente cómo el pueblo confía en sus miembros de la jerarquía tradicional (Palafox
en Zaragoza, Saavedra en Sevilla o Floridablanca en Murcia), al mismo tiempo que la
forma de estructurarse las nuevas Juntas corresponde a la mentalidad del Antiguo
Régimen: en Valencia los miembros de la Junta Suprema son nombrados por estamentos al
igual que en Sevilla. Al analizar la composición de las Juntas supremas, puede verse que el
pueblo es desplazado por ellas (sólo hay una pequeña representación auténticamente
popular en la Junta de Valencia), lo que es comprensible si se tiene en cuenta el alto índice
de analfabetismo que a principios de siglo existía en España. Lo que si que es cierto que
salvo la Junta del Principado de Asturias donde dos de sus representantes tenían ya ideas
liberales, no se detecta en ninguna Junta suprema un carácter revolucionario liberal entre
sus miembros.
Algunas de estas Juntas fueron auténticos polos de expansión del alzamiento contra
los franceses. El de Zaragoza no sólo trajo consigo la extensión del movimiento a todo el
reino de Aragón, sino también a las provincias colindantes de Cataluña, Navarra y Castilla
la Vieja; donde las ciudades de Tortosa, Sangüesa, Logroño y Burgo de Osma se alzaron
sucesivamente de fines de mayo a primeros de junio. La Junta General del Principado de
Asturias envió comisionados a Galicia y León y la de Sevilla a los reinos limítrofes de
Jaén, Granada, Cádiz y Badajoz. Lo primero que hicieron fue declarar la guerra a
Napoleón. Para lo que tuvieron que formar un ejército, tanto para su instrucción como para
su mantenimiento, necesitaban desembolso económico, y para resolver el problema, que se
convirtió en angustioso, las Juntas en el interior organizaron colectas, suprimieron
impuestos, crearon nuevas contribuciones e incluso llegaron a acuñar moneda; y en el
exterior enviaron comisionados a Gran Bretaña solicitando ayuda económica y militar.
Las Juntas supremas constituyen un poder supremo, un poder soberano, del que
fueron plenamente conscientes. Así se afirmaba en una de las primeras proclamas de
Asturias: La Junta General de este Principado habiendo reasumido la soberanía... o el de
Sevilla considerando esta suprema Junta, que residiendo en ella toda autoridad soberana...
Pero este concepto de soberanía no tiene ninguna de las connotaciones propias de la
Revolución francesa, pues se trataba exclusivamente de la asunción de la autoridad. La
marcha de la familia real, las abdicaciones de Bayona, la pasividad del Gobierno Central,
el golpe de Estado dado por Murat y la presencia de tropas francesas, hizo que, tanto el
pueblo que se alzó como los individuos que compusieron las Juntas, considerasen al reino
en orfandad y la autoridad sin nadie que pudiera ejercerla. Es esta autoridad las que las
Juntas en un momento dramático y esencial ejercitan plenamente. Se ha considerado
revolucionarias a las Juntas por su enfrentamiento con las máximas instituciones del
Antiguo Régimen, las Juntas e instituciones (fieles al monarca intruso)
Las Juntas se consideraron legitimadas porque al no poder Fernando VII ejercer su
autoridad por hallarse cautivo, no los órganos centrales de la Monarquía por haberse
vendido a los franceses o por encontrarse la Corte ocupada por un ejército enemigo, esta
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autoridad, esta soberanía volvía a recaer en el pueblo, quien a su vez transmitía a una
institución ya existente o a una creada en aquel momento. De hecho se aplicaba de nuevo
la clásica fundamentación jurídica utilizada en el famoso compromiso de Caspe.

1.9. LA FORMACIÓN DE LA JUNTA CENTRAL

A primera vista la proliferación de Juntas supremas puede dar idea de localismo y


regionalismo rayanos en la anarquía. Sin embargo, desde el primer momento hay una
conciencia de unidad, una tendencia a que la fragmentación de la soberanía desapareciese,
volviendo a surgir un poder único y fuerte. A comienzos de junio en Sevilla se consideró la
única representación de la Monarquía española, de tal forma que el primer alistamiento de
mozos para luchar contra los franceses comenzaba así: Fernando VII Rey de España y de
las Indias y la Junta Suprema de gobierno ambas en su nombre. Cuando fue conocida esta
actitud por las otras Juntas se consideraron, no sin cierto fundamento, como un deseo de
supremacía sobre las demás. A mediados del mismo mes la Junta de Galicia propuso a sus
más cercanas, la del Principado de Asturias y León, la unificación de las tres instituciones
en una sola, en la reunión de las Cortes de Galicia, León, Asturias y la parte de Castilla que
fuese posible por no estar ocupada por los franceses. Fruto de estas conversaciones fue la
firma de un efímero Tratado de unión entre los reinos de Castilla, León y Galicia para la
defensa de sus respectivos territorios, conservación de su anterior gobierno y expulsión de
sus enemigos de toda la Monarquía. A mediados de julio la conciencia de unidad de las
Juntas supremas se robusteció por dos factores: la victoria de la batalla de Bailén y la
insistente presión británica para que existiera un interlocutor válido que canalizara las
ayudas económicas y militares en el país.
Después de comprobar que el abandono de Madrid por las tropas francesas como
consecuencia de los reveses militares sufridos era un auténtico abandono y no un
movimiento táctico de diversión, el Supremo Consejo Real de Castilla quiso adherirse a los
intentos de formar un Gobierno central único, proponiendo a todas las Juntas la formación
de una Asamblea, también llamada Junta Suprema Central, que estaría compuesta por
algunos de los vocales de las juntas provinciales y por miembros del Consejo encabezados
por el propio gobernador. A parte de las funciones militares, esta institución debía
convocar a Cortes, formadas exclusivamente por los procuradores de las ciudades y villas
con derecho a voto, con la exclusiva finalidad de nombrar un Consejo de Regencia
compuesto por veinte personas. Estaba claro que el Consejo no quería perder la
oportunidad de ocupar el poder, si no todo al menos una parte, para lo que estaba dispuesto
a compartirlo con las Juntas. A través de la contestación de las Juntas, la de Sevilla fue
extremadamente dura, se observaba clarísimamente la existencia de un clima de tensión
ante una posible intromisión del Consejo Supremo de Castilla en la formación de un poder
único. El fundamento de la tensión estribaba en la actitud, aleatoria y circunstancial según
algunos historiadores, puramente afrancesada según otros que había seguido el Consejo
ante el poder del intruso. A finales de mes, cuando publicó el manifiesto exculpatorio que
previamente había prometido a las Juntas, tuvo que renunciar a sus deseos de compartir la
autoridad suprema, la cual debía depositarse en la forma y modo que estime la Nación
misma en Cortes, o por medio de Diputados de las Juntas y de las Provincias que no las
tengan, en las que las personas o cuerpo que elija y que el Consejo será el primero en
reconocer. Con ello terminaba en derrota la primera escaramuza del Supremo y Real
Consejo de Castilla por participar en el poder.
La propuesta de formar un Gobierno único que tuvo una mayor acepción fue
realizada por la Junta de Valencia que en un manifiesto exponía la indispensable y urgente
necesidad de que se establezca una central que entienda y decida a nombre de nuestro
amado soberano Fernando VII. La favorable acogida de esta idea se debió no sólo a la
conciencia de unidad, sino también a que la Junta Central, compuesta por diputados
miembros de cada una de las Juntas Supremas, no debía ser soberano sino suprasoberana y,
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por tanto, las Juntas provinciales conservarían gran parte de su soberanía renunciando sólo
a aquella fracción en la que el interés general lo exigiese, como, por ejemplo, la dirección
de la guerra, las relaciones exteriores y los asuntos de América. La circular de la Junta de
Valencia originó un extenso intercambio epistolar entre las diversas Juntas, y como
consecuencia un perfilamiento de la idea de Junta Central. A finales de agosto todas las
Juntas supremas de España estaban ya de acuerdo en constituir un Gobierno central que
adoptase la forma de Junta compuesta por dos diputados de cada una de ellas y que
asumiese la soberanía mientras estuviera cautivo Fernando.
A comienzos de septiembre, aprovechando la reunión de Madrid de los principales
generales que mandaban los ejércitos españoles, se intentó crear un Consejo de Regencia
formado por el duque del Infantado y los generales Castaños y Cuesta, que se encargaría de
las cuestiones militares, mientras que las civiles serían resueltas por el Consejo de Castilla.
conviene hacer notar que don Gregorio Cuesta había sido gobernador del Consejo y el
duque del Infantado era en aquel momento su presidente. A pesar de la presión ejercida por
el representante diplomático británico, la negativa de Francisco Javier Castaños hizo que
fracasara la segunda y última tentativa del Consejo de Castilla por participar del poder
unificado.
A mediados de septiembre los diputados de las Juntas supremas, siguiendo la
propuesta valencia, se fueron reuniendo en dos centros: Aranjuez y Madrid. En torno a la
patriarcal figura del conde de Floridablanca se agruparon en el Real Sitio los
representantes de Murcia, Extremadura y Andalucía. Según Jovellanos, los de Sevilla y
algunos otros diputados, ya fuese por preocupación contra el Consejo, ya por otra razón,
venían embargados y dispuestos a resistir el establecimiento del Gobierno Central en
Madrid. Los de Aragón, Asturias, Cataluña y Valencia se reunieron en la madrileña casa de
príncipe Pío diputado por Valencia, y eran partidarios de que las sesiones previas se
celebrasen en la Villa y Corte por ser la sede de los órganos de gobierno de la monarquía.
A tal fin, enviaron al príncipe Pío a Aranjuez con la esperanza de que, debido a su amistad
personal con el conde de Floridablanca, lograra que éste se trasladara a Madrid. El príncipe
Pío no sólo no convenció a nadie sino que fue convencido, entre otras cosas, por ser
mayoría los presentes en Aranjuez.
En la posada donde se hospedaba Floridablanca se celebraron las sesiones
preparatorias actuando como secretario Martín de Garay y presidiendo el conde por ser el
más anciano de los presentes. En las mismas se decidió solamente que formasen parte de la
Junta Central los diputados de las supremas que estaban erigidas en las capitales de los
antiguos reinos, quedando excluidos de esta forma los representantes de Álava, Cádiz,
Ciudad Real, Cartagena, La Mancha, Santander, Soria y Vizcaya. A las nueve y media de
la mañana del día 25 de septiembre de 1808, los 25 representantes de las Juntas supremas
más de las dos terceras partes de los que deben componer la Junta de gobierno se reunieron
en la capilla real del palacio de Aranjuez donde, ante el obispo De Laodicea, juraron sobre
los Evangelios sus cargos y después de oír un Te Deum, declararon legítimamente
constituida la Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino, el adjetivo hacía ver que en
ella descansaba la autoridad de toda la Monarquía, tanto que todas sus disposiciones
comenzaron con el protocolo Fernando VII y en su nombre la Junta Central. España volvía
a tener Gobierno.
Los diputados residentes en Madrid se trasladan a Aranjuez cuando ven que la
mayor parte de los representantes se encuentra allí, los poderes o credenciales son
aprobados por unanimidad, el presidente y el secretario son elegidos de forma interina y la
instauración se decidió por todos, aunque algunos de ellos, como Jovellanos, no estuvieran
totalmente de acuerdo con ella. Desde el conde de Toreno se ha venido diciendo que los 34
individuos que compusieron la Junta Central eran, como repúblicos, desconocidos en el
reino, fuera de don Antonio Valdés, del Conde de Floridablanca y de don Gaspar Melchor
de Jovellanos. Esta afirmación, que es auténtica, se ha entendido como si los centrales no
tuviesen ninguna experiencia en nada, lo cual atenta a la verdad, puesto que fueron
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personas curtidas, la flor y nata de las regiones y casi todos ellos llevaban tras de sí una
fecunda experiencia en funciones de gobierno en el ámbito provincial: así se puede
encontrar a un regente de Chancillería, dos intendentes provinciales, dos obispos, dos
vicarios generales o cuatro regidores perpetuos.
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TEMA 2.- GUERRA Y REVOLUCIÓN

8. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA PENETRACIÓN FRANCESA


HASTA BAILÉN

1.10. REPRESIÓN DE LAS SUBLEVACIONES.

El alzamiento en las zonas no dominadas por los franceses fue considerado por Murat
como repetición de lo ocurrido el 2 de mayo en Madrid. Brotes aislados de rebelión fáciles de
sofocar si de daba a la represión militar el carácter de una simple acción policíaca. Las tropas
españolas estaban dispersas y desorganizadas, y no parecía difícil escarmentar a los civiles
como ya se había hecho en Madrid. Napoleón, mal informado por los optimistas partes que
recibía de Murat, trazó un plan basado en dos bases de operaciones: Álava y Madrid, desde
donde se haría un despliegue en abanico que debería dominar la mitad norte y la mitad sur de
la península.
Desde la primera base el mariscal Bessières, con 25.000 hombres debía ocuparse de
mantener las líneas de comunicación entre Madrid y la frontera, someter las provincias
septentrionales y dominar a los rebeldes de Zaragoza para permitir las comunicaciones con
Cataluña. El primer enfrentamiento entre franceses y españoles se produce cuando el general
Cuesta decide tomar la ofensiva y cortar el camino de Burgos a Madrid con 5.000 soldados, la
mayoría voluntarios, sin apenas instrucción, cometiendo la imprudencia de atravesar el puente
de Cabezón. El 12 de junio, 9.000 franceses al mando de Lasalle se lanzaron al ataque y
derrotaron una tras otra a todas la inexpertas unidades españolas. Valladolid fue ocupada y
pocos días después Santander.
Cuesta, con los restos del Ejército de Castilla, logró que la Junta de Galicia pusiera a su
disposición todo su ejército de 25.000 hombres y decide volver a poner en peligro las
comunicaciones entre Madrid e Irún, planteando la lucha convencional en campo raso, aunque
el general Blake, que mandaba el ejército de Galicia, era partidario de esperar a los franceses
en las montañas. Bessières organizó un ejercito de unos 14.000 hombres. El choque se produjo
en Medina de Rioseco, con las tropas españolas divididas en dos partes muy distantes, situadas
sin protección en los flancos. El general francés decidió atacar por el medio, envolver y
aplastar a los gallegos y después a los castellanos de Cuesta. La operación fue un éxito, Blake
perdió cerca de 3.000 hombres y toda su artillería mientras que los franceses aseguraron el
camino de Madrid de José I que se había detenido en Burgos. Para Napoleón esta batalla
suponía la solución definitiva de los asuntos en España, y para el pueblo español conocer los
horrores de la guerra.
El despliegue por el Valle del Ebro pareció al comienzo llevar las mismas trazas,
Logroño fue ocupado y las tropas que pudieron reunir José Palafox y Melzy fueron derrotadas
en Tudela, Mallén y Alagón, refugiándose en Zaragoza, ciudad de edificios sólidos, rodeada
por murallas y protegida por el río Ebro. El general francés Lefevre pensaba que un ataque
decidido acabaría con cualquier resistencia. La población de la ciudad se defendió con
verdadero heroísmo. Incapaz de hacer verdaderos progresos, Lefevre tuvo que contentarse con
esperar refuerzos, que cuando llegaron, se vieron incapaces de tomar casa a casa una ciudad en
una guerra completamente distinta a todo lo visto anteriormente, pues en ella no sólo actuaban
ejércitos profesionales, sino que participaban también paisanos de toda clase y edad, hombres,
mujeres y niños. Las noticias de Bailén hicieron levantar el cerco y retirarse hacia Vitoria a un
ejército que salía maltrecho en su prestigio.
Desde la segunda base de operaciones, Madrid, salieron dos columnas dirigidas por
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Dupont y Moncey, que llegó el 28 de junio a Valencia, donde la Junta Suprema de ese reino
había hecho todo lo necesario para la defensa de la ciudad, estableciendo barricadas,
fortificaciones e inundación de los campos de los alrededores para hacerlos intransitables.
Después de perder más de 1.000 hombres y al saber que no podía recibir refuerzos de Cataluña
por que todo el litoral se había alzado en armas, Moncey emprendió la retirada hacia Madrid
por el camino de Almansa.
Desde Barcelona Duherme debía dominar toda Cataluña y enviar una columna en
ayuda de Moncey, que junto con las fuerzas que se dirigían a Manresa y Lérida tuvieron que
detener su avance al llegar al paso de Bruch. Finalmente hubo que levantar el cerco de Gerona
y huir hacia Barcelona, donde llegó con su ejército hambriento y desmoralizado después de
haber destruido todo el material utilizado para el asedio y haber sido hostigado continuamente
por los somatenses.

1.11. BAILÉN.

El mariscal Dupont se dirigió desde Toledo hacia el sur, avanzando tan deprisa que
dejó son controlar el terreno que quedaba a su retaguardia. El general Echavarri con más de
10.000 voluntarios civiles pretendió defender Córdoba, pero las fuerzas españolas fueron
puestas en fuga. Los Franceses entraron en Córdoba sin dificultad y sin ningún respeto hacia la
vida o la propiedad de sus habitantes, saquearon la ciudad, violaron a las mujeres y mataron a
decenas de ciudadanos. La indignación al saberse la noticia de la actuación francesa originó el
levantamiento general de todos los pueblos de la comarca, la ruptura de las comunicaciones de
Dupont con Madrid y la venganza en cualquier soldado francés. La guerra tenía ya un carácter
brutal por ambos bandos.
El general Castaños, gobernador militar del Campo de Gibraltar, que contaba con sus
tropas regulares, un numeroso cuerpo de voluntarios, cerró al francés la retirada de
Despeñaperros, al tiempo que contraatacaba en Bailén. Dupont, con indecisión y lentitud
comenzó la batalla el 19 de junio, finalizando tres días después con la capitulación de todas las
tropas francesas.
Bailén tuvo numerosas consecuencias. Psicológicamente originó una nueva esperanza
que aumentó más al conocerse la resistencia de Zaragoza y Gerona. Hasta entonces, cada
reino, cada región, cada ciudad o pueblo había reaccionado al compás de las circunstancias
con una tendencia defensiva: resistir al invasor, defender al país de la perfidia de Napoléon,
mantener la independencia frente a un rey impuesto y no querido. A partir de Bailén comenzó
a pensarse en otros problemas: el Gobierno estaba atomizado, fraccionado en poderes locales.
Surgió la necesidad de que un poder único, acatado por todos y con autoridad suficiente,
gobernara en nombre de Fernando VII. La solución fue la constitución de la Junta Central
Suprema Gubernativa del Reino.
El fracaso de Dupont significó la primera derrota campal sufrida por el ejercito
napoleónico. Estratégicamente Bailén abrió el camino hacia Madrid, pues el 31 de julio el rey
José tuvo que abandonar la Corte para replegarse primero a Burgos y posteriormente a Vitoria.
La derrota provocó las iras imperiales de Napoleón, que descalificó a Dupont, y envió con
tropas de refuerzo al mariscal Ney, el más valiente entre los valientes, para intentar estabilizar
una situación que empezaba a ser caótica por el repliegue general de todas la tropas francesas
en España y la momentánea pérdida del ejército de Junot que, tras la derrota infringida por las
ingleses que habían desembarcado en Portugal, se vio obligado a firmar el tratado de Cintra.
Este repliegue subió el ánimo de los españoles, pues les hizo creer que Bailén era repetible y
que podía ganarse, sólo con valor y patriotismo, una guerra de tipo convencional frente a
Napoleón. La alegría de la victoria duró poco, pues la unidad del poder político no estuvo
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acompañada de un mando único militar ni de una auténtica previsión de un plan coordinado de
defensa.

1.12. NAPOLEÓN EN ESPAÑA

José Bonaparte estaba dispuesto a abandonar la empresa, pero Napoleón intuyó el


desprestigio de su causa y de su Ejército si desistía de intervenir en España. Él mismo, al
mando del Ejército francés, poniéndose al frente de su Grand Armée que, con 250.000
hombres y distribuida en siete cuerpos de ejército, formaba una masa de choque formidable.
El plan español consistía en repetir la acción de Bailén. Napoleón ordenó una total
inactividad a su ejército, esperando que las tropas españolas se adentrasen por los flancos
hasta posiciones en las que la retirada fuese difícil, dejando desguarnecido el centro que sería
atacado y roto con una doble finalidad: envolver a los dos ejércitos laterales y ocupar de nuevo
Madrid. Las operaciones comenzaron tal como lo había previsto el emperador: las fuerzas del
centro, defendido por Belvedere, fueron aniquiladas en Gamonal. Con Burgos en su poder,
Napoleón comenzó la segunda fase de la gran maniobra estratégica que había planeado:
destruido el centro, inició un movimiento de flanqueo, atacando a los ejércitos españoles de
Blake y Castaños por su retaguardia. Las tropas españolas, más lentas en la maniobra, sin
organización, sin un mando unificado y con gran indisciplina no pudieron resistir.
En menos de un mes Napoleón había dispersado a lo mejor del Ejército español. A
finales de noviembre dirigió sus tropas hacia el sur superando el puerto de Somosierra, gracias
a la carga de la caballería polaca, llegando a Madrid el 2 de diciembre. Tras intimidar a la
población con un cañoneo y ocupar el retiro, la Junta de Defensa de la ciudad aceptó la
rendición.
Antes de entrar en la ciudad, Napoleón, en pleno ejercicio de sus derechos de
conquista, dictó desde el campamento imperial de Chamartín cuatro decretos, en los que
declaraba abolidos los derechos feudales, suprimido el Tribunal de la Inquisición, reducidos
drásticamente los conventos de monjes holgazanes, nacionalizando sus bienes y trasladadas las
aduanas interiores, lo que debería ser especialmente provechoso para los comerciantes. Estos
decretos se corresponden perfectamente con una mentalidad ilustrada, tanto en los económico
como en lo religioso, y estaban encaminados a la regeneración de España, asegurando su
grandeza y su prosperidad en el marco de una Constitución liberal que proporcionaba una
monarquía templada y constitucional en lugar de una monarquía absoluta. No consiguieron
aumentar los adeptos al gobierno de José I porque, dictados por el propio emperador, fueron
considerados por la gran mayoría como una injerencia extranjera, aumentando la xenofobia
existente. Desde el punto de vista religioso fueron un poderoso argumento para que la mayor
parte del clero predicase una auténtica cruzada contra los ateos, antirreligiosos y demoníacos
franceses, robusteciendo en las capas populares como contraposición la necesidad de la unión
del Altar y el Trono. Sin embargo, para el historiador francés Dufour, no dejaron de ser un
aliciente para los liberales de las futuras cortes, constituyendo un hito capital en la formación
del pensamiento político contemporáneo. Usando el derecho de conquista, Napoleón cedió de
nuevo la corona a su hermano y con la amenaza de convertir las provincias españolas en
departamentos franceses, obligó a los madrileños a prestar fidelidad al rey José, dando
ejemplo a las provincias.
La presencia de un ejercito inglés, mandando por Moore, que desde Portugal había
penetrado por Salamanca, obligó al emperador francés a abandonar la idea de adentrarse más
en el país y a tomar una de sus fulminantes y arriesgadas decisiones: cruzar el puerto de
Guadarrama cubierto de nieve, y caer por sorpresa sobre los ingleses. Moore, que no quiso
emprender un choque frontal, inició una penosa y dramática retirada hacia La Coruña, seguido
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por las tropas francesas. En Astorga, Napoleón recibió noticias sobre el rearme de Austria y
sobre una conspiración urdida en París. Dado que el ejército inglés iba debilitándose,
Napoleón, ante la gravedad de las noticias abandonó España dejando a los generales Soult y
Ney que derrotaron a los ingleses en la Coruña el 16 de enero, obligándoles a reembarcarse.

1.13. LAS GUERRILLAS

A principios de 1809, tras la campaña napoleónica, la mayor parte de la mitad norte de


España se encontraba bajo control francés, aunque con algunos focos aislados de resistencia
apoyados por los restos del ejército regular español en Valencia con Blake, en Galicia con el
marqués de la Romana y en Asturias con Ballesteros. Las tropas españolas estaban
desorganizadas y apenas quedaban 10.000 soldados en pie de combate. Es en este momento
cuando aparece un conjunto de bandas armadas. Estas, rehuyendo las acciones campales,
realizaban pequeñas operaciones dispersas que hacían intolerable la vida a las fuerzas de
ocupación. Los franceses comenzaron a llamar a esa forma de combatir la petit guerre, de
donde deriva la palabra española guerrilla. En enero de 1.809 ya aparecen nombres como el
cura Merino y del carbonero Juan Martín El Empecinado, Renovales y Espoz y Mina.
Las guerrillas significaron la participación popular en la guerra con una mentalidad
colectiva de lucha a muerte contra el invasor. Fueron la manifestación de la Nación en armas
que llevaba a cabo una guerra irregular, sin normas, la guerra total, o, como afirma Artola, la
primera aparición histórica de lo que hoy se denomina guerra revolucionaria. El origen es
múltiple, pueden ser grupos de militares, tanto soldados como oficiales, que dislocados del
ejército regular derrotado deciden seguir la guerra por su cuenta, también son conjuntos de
antiguos contrabandistas y bandoleros acogidos al indulto por defender la patria contra los
franceses, o grupos de gente honrada de todos los orígenes sociales.
El campo de operaciones era razonablemente grande, el terreno accidentado e
inaccesible y el carácter nacional se adecuaba a este tipo de guerra informal e irregular. Hay,
como ha señalado Artola, una específica doctrina en lo que se refiere al dominio del espacio
que consiste en renunciar a conservar el terreno como medio de mantenerla propia capacidad
de combatir: la guerrilla ejerce una actividad dinámica y versátil, de agrupamiento y
dispersión continua.
Esta acción dinámica nunca se lleva a cabo en un enfrentamiento en campo abierto
contra todo un cuerpo de ejército enemigo, sino que se buscan las pequeñas escaramuzas, los
amagos y las emboscadas, aprovechando el perfecto conocimiento del terreno y la carencia de
problemas logísticos de abastecimiento y comunicaciones; en suma, la táctica de un ejército
irregular que tiene que habérselas con un enemigo superior y mejor organizado. Para ello
contaba con el apoyo incondicional de la población civil, de la cual los propios guerrilleros
formaban parte, en tanto que los franceses nunca sabían si el pacífico labrador que
encontraban trabajando la tierra no era uno de los que media hora antes había diezmado una
columna napoleónica en el barranco próximo. Las Memorias de los oficiales franceses en
España recogen el nerviosismo, hasta la desmoralización, de sentirse aislados en un país hostil,
en el que cualquier actitud había de ser mirada con desconfianza. El número es difícilmente
calculable, porque toda la geografía española estaba cubierta de pequeñas unidades que
hicieron imposible la vida a los franceses. La máxima concentración se dio en zonas
montañosas como las estribaciones pirenaicas y en las cercanías de las vías de comunicación.

1.14. LAS GUERRILLAS CONSIGUIERON TRES RESULTADOS IMPORTANTES


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Obstaculizaron las comunicaciones entre los ejércitos franceses; las órdenes de
Napoleón tardaron cuarenta días en llegar desde París a Madrid, e incluso lograron cortarlas a
principios de 1812 entre el rey José y el general Marmont, lo que llevó a este general a
combatir en la batalla de Los Arapiles con 14.000 hombres menos de los que podía haber
tenido.
Fueron una valiosa fuente de información para los militares aliados, por ejemplo,
Wellington se dispuso a atacar un destacamento francés con una fuerza de 18.000 hombres,
convencido que el enemigo sólo contaba con 10.000, cuando en realidad constituían tres
cuerpos de ejército con más de 50.000 soldados, pero gracias a la información de los
guerrilleros se pudo evitar un combate que habría supuesto una derrota total y probablemente
el fin de la intervención británica en la Península.
Las guerrillas obligaron a destinar un número elevado de tropas para la protección de
las comunicaciones y a la fijación e inmovilización de fuerzas francesas en las ciudades, de tal
forma que Wellwesley no hubiera tenido posibilidad de triunfar si a sus fuerzas les hubiera
hecho frente el conjunto de las francesas.

1.15. LA GUERRA DE DESGASTE

A comienzos de 1809 la tropas francesas intentaron extender su dominio a todo el


territorio español, lo que implicó una típica guerra de desgaste que requirió tres largos años
(1809-1811), al final de los cuales los franceses poseyeron gran número de provincias
españolas a cambio del sacrificio de buena parte de sus posibilidades humanas. Las
operaciones se ralentizaron debido tanto a la ausencia de Napoleón, como por el deseo de no
repetir errores pasados, por lo que se cuidó de forma sistemática el dominio de los puntos
clave y de las vías de comunicación.
La ocupación se llevó a cabo siguiendo tres líneas de penetración: Levante, Andalucía
y Portugal. En la primera el objetivo inicial fue la unión de los ejércitos que operaban en le
valle del Ebro con los que actuaban en Cataluña, lo que se consiguió con la ocupación de
Zaragoza y Lérida en el interior y Tortosa y Tarragona en la costa. El heroísmo derrochado en
los sitios de Zaragoza y Gerona impresionaron tanto a los franceses como a los españoles. En
la primera de las ciudades 40.000 hombres, soldados y paisanos, mandados por Palafox
tuvieron en jaque a dos cuerpos de ejército, mandados por Moncey y De Mortier durante dos
meses, y que pudieron vencer la resistencia de los situados mediante la voladura, uno tras otro,
de los edificios de la ciudad.
Después de tomar Tarragona en junio de 1811, el marisca Suchet se propuso conquistar
Valencia, lo que le llevó bastante tiempo por la resistencia de Sagunto y porque sus tropas de
retaguardia sufrieron serios ataques guerrilleros en Calatayud, Cervera y Ayerbe. La entrada
en Valencia, a principios de 1.812, permitió el avance hasta Denia sin llegar a dominar
Alicante, ya que las fuerzas de ataque francesas disminuían por la cantidad de hombres que
debían custodiar las ciudades y mantener las comunicaciones, y también por la necesidad de
enviar refuerzos a Napoleón para su campaña en Rusia.
En el centro, un ejército de 50.000 hombres, preparado con enorme esfuerzo por la
Junta Central, abandonó Sierra Morena y se adentró en La Macha al mando de Aréizaga con el
objetivo de alcanzar Madrid. La lentitud de su marcha hacia el Norte permitió a José I reunir
un gran ejército en Aranjuez, que, el 19 de noviembre, derrotó totalmente a los españoles en
Ocaña. El dominio de La Mancha dejaba expedito el camino hacia Andalucía a cualquier
avance concertado francés.
La victoria de Napoleón sobre los austriacos en Wagram permitió el envío de refuerzos
a España: 90.000 soldados cruzaron los Pirineos e iniciaron un avance arrollador que liberó las
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guarniciones sitiadas de Navarra y Castilla la Vieja. La llegada de estas tropas y la victoria de
Kellerman en Alba de Tormes, permitió a José I destinar miles de hombres a operaciones de
campaña. Abandonando la idea de expulsar a los ingleses, José I decidió ordenar la invasión
de Andalucía por un doble motivo. En primer lugar porque la acción permitiría llevar a cabo la
idea acariciada de vengar la afrenta de Bailén, y en segundo lugar porque el dominio de
Andalucía era tentador para el Gobierno afrancesado por ser la región más grande, rica y
poblada del país, y Sevilla poseía además grandes arsenales y almacenes de pertrechos
militares, beneficios que le aliviarían de sus agobios económicos y quizá la captura del
Gobierno rebelde.
La expedición, mandada por el mariscal Soult, a la que acompañaba el propio rey,
penetró por Despeñaperros, en enero alcanzó el Guadalquivir y se bifurcó en dos líneas, una
que se dirigió a Granada y Málaga por Jaén, y otra que siguió hacia Sevilla, que se rindió el 1
de febrero, y hacia Cádiz.
Los 20.000 franceses que asediaron Cádiz se enfrentaron con obstáculos insalvables.
La flota conjunta hispano-británica suponía una gran fuerza artillera flotante a la que se
sumaban las baterías de la ciudad y los barcos cañoneros que la Junta de Cádiz había armado.
El Ejército que al mando del duque de Alburquerque había operado en Extremadura consiguió
refugiarse en la ciudad un día antes de la llegada de los franceses, con lo que elevó a 20.000 el
número de soldados defensores. Al volar los españoles el puente de Zuazo, el río Santi Petri se
convirtió en un foso natural insalvable. La ciudad parecía estar, y así fue, a salvo de todo
ataque.
La campaña de Andalucía marcó cierto auge militar, se había conquistado toda
Andalucía menos Cádiz, y político, la Junta Central se disolvió al ser excesivo el peso de las
continúas derrotas. Hay un cambio total en el Ejército francés que dejó de ser atacante por
tener que dedicar, y, por tanto, fijar y dispersar, cerca de 100.000 hombres para la guarnición
de las ciudades, el mantenimiento de las comunicaciones y el sitio de Cádiz. Estos objetivos
absorbieron la casi totalidad de los efectivos y redujeron el volumen de las fuerzas operativas
de tal forma, que durante los dos años largos que duró la ocupación francesa de Andalucía
apenas hubo batallas importantes.
La ofensiva contra Portugal tenía como finalidad arrojar de la Península al cuerpo de
ejército británico de 12.000 hombres que al mando de sir Arthur Wellesley había
desembarcado en Lisboa. Napoleón había previsto un triple ataque: el ejército de Soult desde
Galicia, las fuerzas de Lapisse desde el Oeste y el ejército de Víctor desde el sur deberían
confluir conjuntamente en Lisboa. La ofensiva de Wellesley desde Lisboa hizo que Soult se
retirara primero hacia Galicia y después, al sentirse aislado por la falta de cooperación de Ney,
hacia Zamora.
José I fue informado del fracaso de Soult en Portugal y Galicia y del avance de unos
20.000 españoles bajo el mando del general Venegas desde Sierra Morena en dirección a
Madrid, el propio rey en persona hizo que Venegas se retirase a la sierra. El peligro para
Madrid no era Venegas sino el avance hacia Talavera de un ejército aliado formado por 76.000
hombres que, al mando conjunto de Cuesta y Wellesley, avanzaba decididamente hacia el
oeste con el fin de derrotar al ejército central de José I y amenazar Madrid. El enfrentamiento
ocurrió en Talavera de la Reina, del 27 al 29 de junio de 1809, con resultados poco claros para
ambos bandos, los franceses se retiraron hacia Madrid, mientras los aliados se replegaron
sobre Badajoz, convirtiendo Portugal en una excelente base de operaciones.
A principios de 1810, Napoleón estaba convencido de que la presencia de los ingleses
en Portugal era lo que mantenía la resistencia en España y decidió arrojar a Wellesley
mediante una nueva ofensiva que debía alcanzar Lisboa. La estrategia aliada, eminentemente
defensiva, se basaba en tres elementos: en primer lugar se utilizó la táctica de arrasar amplias
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zonas, destruyendo puentes, barcas y transbordadores, quemar los recursos alimenticios y
medios de transporte que no pudieran trasladarse a Lisboa y evacuar la población de la zona.
Ello levaría, si la ofensiva francesa se prolongaba, a forzar la retirada enemiga por falta de
alimentos. En segundo lugar fue la creación de un formidable ejército de 70.000 soldados
regulares ingleses, portugueses y españoles. Finalmente, ingenieros británicos y trabajadores
portugueses construyeron la línea Torres Vedras: una colosal barrera de obstáculos naturales y
fortificaciones que se extendía a lo largo de 47 Km. desde el Atlántico hasta el estuario del
Tajo.
Masséna se topó con las líneas aliadas hacia mediados de octubre y, lleno de asombro,
buscó en vano algún punto por donde atravesarlas, por lo que envió a París al general Foy con
el siguiente mensaje para Napoleón: He llegado a la conclusión de que pondría en un gran
peligro al Ejército de Su Majestad si intentase atacar estas formidables líneas defendidas por
30.000 ingleses y 30.000 portugueses, apoyados por 50.000 campesinos armados. Wellington
se limitó a permitir que los franceses permanecieran en sus posiciones sabiendo que se
debilitarían por la carencia de alimentos debido a la política de arrasamiento y por el
padecimiento de todo tipo de enfermedades.
El fracaso francés tuvo una importancia crítica en la campaña peninsular, Napoleón
había realizado un esfuerzo para expulsar a los ingleses enviando a Portugal un poderoso
ejército, e incluso pareció que nada ni nadie sería capaz de detener la pesada máquina bélica
francesa. Pero la visión de Wellington fue decisiva; la línea de Torres Vedras era lo que
necesitaba para contener a los veteranos de Napoléon, A partir de entonces la expulsión de los
ingleses era una quimera y su participación en la campaña peninsular terminaría siendo
crucial.

1.16. LAS VICTORIAS ALIADAS

La situación de Wellington fue más sólida por la ruptura de relaciones entre el Imperio
francés, que deseaba Polonia, y el imperio ruso, cuya nobleza quería abandonar el bloqueo
continental que perjudicaba sus intereses económicos. La crisis obligó a Napoleón a disminuir
sus fuerzas en la Península para destinarlas a la campaña oriental. El caudillo inglés, al mando
de un ejército anglo-portugués, se apoderó de Salamanca y se enfrentó a las tropas francesas
de Marmont en una ondulada llanura, próxima a la ciudad, donde había dos alturas llamadas
Los Arapiles. La victoria, aunque no constituyó una derrota total, tuvo resultados decisivos,
pues Madrid fue liberado el 13 de agosto, el rey debió huir a Valencia y Soult levantó el sitio
de Cádiz y abandonó toda Andalucía.
Con la ayuda de Soult, José I comenzó una contraofensiva que le llevó a ocupar de
nuevo Madrid el 3 de noviembre. Wellington se retiró hasta Ciudad Rodrigo y a pesar de ello
fue designado generalísimo de todos los ejércitos aliados con la única oposición del general
Ballesteros. La catastrófica derrota de Napoleón en Rusia obligó a un nuevo debilitamiento de
las fuerzas francesas en España, hasta el punto de que por primera vez las fuerzas aliadas
superaban con creces a las francesas; tanto que con relativa facilidad Wellington con un gran
ejército de 52.000 soldados ingleses, 29.000 portugueses y más de 20.000 españoles, capturó
Salamanca y Zamora a finales de mayo, ocupó, esta vez de forma definitiva, Madrid y planteó
la batalla decisiva de Vitoria, donde el rey intruso tuvo que emprender una rápida retirada.
El 28 de junio, José I estableció su cuartel general en la ciudad francesa de San Juan de
Luz; San Sebastián, Pamplona, Zaragoza y Valencia fueron evacuadas y sólo quedaba Suchet
en Barcelona, donde pudo permanecer hasta abril de 1814. La guerra de la Independencia
estaba ganada; una guerra nacional de liberación que en el marco europeo sirvió de modelo y
estímulo para que las poblaciones alemanas y rusas rechazaran también la dominación
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hegemónica francesa.
La historiografía británica considera básica, fundamental, e imprescindible la actuación
de los británicos y especialmente la de su general en jefe sir Arthur Wellesley, duque de
Wellington, vizconde de Talavera, duque de Ciudad Rodrigo y grande de España, tanto que
incluso Carr considera la batalla de Bailén como un azar afortunado. Sin minusvalorar la
importancia británica, Wellington no hubiera podido mantenerse en la Península durante tanto
tiempo, y mucho menos salir triunfante del conflicto, si las tropas regulares y las guerrillas
españolas no hubieran sido una amenaza constante que obligó a los franceses a distraer gran
número de tropas y les impidió poseer una fuerte concentración operativa.
Demográficamente, la guerra supuso un saldo de cerca del millón de muertos, mientras
que económicamente España quedó destrozada.

9. REVOLUCIÓN

1.17. LA JUNTA CENTRAL Y LA CONVOCATORIA A CORTES

Aunque en ningún momento hubo una definición precisa de las funciones de la Junta
Central, ni en su Reglamento para el gobierno interior, puede afirmarse sin lugar a dudas que
actuó realmente como si fuera el rey, para lo que evitó una posible insubordinación del
Consejo de Castilla y doblegó a las Juntas provinciales estableciendo que los vocales reunidos
en cuerpo representan a la nación entera y no a la provincia de que con diputados.
No han sido apenas estudiados los diecisiete meses de actuación de la Junta, aunque
tomó importantes decisiones de carácter diplomático, como el tratado de paz, amistad y
alianza con el Reino Unido de 14 de enero de 1809; fiscal, como la contribución extraordinaria
de guerra; o militar, como la formación del ejército mandado por Aréizaga.
Las escasas victorias militares obtenidas por la Junta Central crearon el descontento
general, las críticas de algunas Juntas y del Consejo reunido, la hostilidad de los prepotentes
embajadores británicos y sobre todo una profunda desunión entre sus miembros. El leit motiv
que unió a todos fue la concentración de poderes en pocas manos y la convocatoria de Cortes.
La poca credibilidad que la Junta Central tenía a finales de 1809 se perdió el 23 de
enero al trasladarse a la Isla de León cuando, tras la derrota de Ocaña, Sevilla se vio
amenazada por los franceses. Seis días después los vocales que no habían sido detenidos por el
camino disolvieron la Junta Central transfiriendo sin limitación alguna todo el poder y
autoridad que ejercía a un Consejo de Regencia, compuesto por cinco personas, que debía
preparar el terreno para que se reunieran las Cortes.
El que la convocatoria a Cortes fuese el medio adecuado para hacer frente a los
problemas del momento apareció cuando Fernando VII decretó, el 5 de mayo, que se
reuniesen con el fin de proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender la
defensa del Reino. Entre la multitud de hojas, panfletos y folletos que aparecieron después de
Bailén, hay algunos escritos que se referían también a la convocatoria, lo que demuestra que
existía conciencia de que las Cortes, fuesen del tipo que fuesen, constituían la representación
de los súbditos reales.
En la sesión de la Junta Central de 7 de octubre de 1808, Jovellanos propuso la
convocatoria de Cortes para que éstas nombraran una Regencia. La propuesta fue desestimada
por un sector, el más numerosos dirigido por Floridablanca.
El tema volvió a suscitarse en abril de 1809 cuando el diputado por Aragón, Lorenzo
Calvo de Rojas propuso que se convocaran unas Cortes que opusieran al regeneracionismo de
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Napoleón unas reformas del Estado con caracteres más legales y con la fuerza de una
Constitución bien ordenada. Luciano de la Calzada acertó al afirmar que se había producido
plenamente el cambio conceptual de unas Cortes para ganar la guerra a unas Cortes para
conquistar la libertad.
La moción prosperó aunque no en los términos propuestos y se decidió que la
Secretaría general redactara una proyecto de decreto convocando a Cortes, y éstas redactarían
una constitución que serviría de barrera a la arbitrariedad, consuelo de la desolación, premio
de vuestro valor, esperanza de la victoria; es decir, se hacía de la posible Constitución un mito
político y la panacea contra todos los males. Jovellanos, como buen ilustrado, aceptaba e
incluso recomendaba convocar las Cortes, pero ser opuso a las ideas expuestas en el
manifiesto argumentando que la plenitud de la soberanía reside en el monarca, y ninguna parte
ni porción de ella existe, ni puede existir, en otra persona o cuerpo fuera de ella, y afirmando
que ya existía una Constitución o conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del
soberano y de los súbditos, y los medios saludables para preservar unos de otros.
Por decisión de la Junta Central, el 22 de mayo apareció un decreto convocando a
Cortes para el año 1810 sin dar muchas precisiones sobre su naturaleza y atribuciones,
pidiendo informes a instituciones civiles y eclesiásticas, junto con sabios y personas ilustradas,
sobre los puntos que se habían de tratar en las Cortes y creando una Comisión de Cortes en la
Junta Central, encargada de estudiar esa consulta al país. Estuvo formada por cinco diputados
presididos por Jovellanos que poseía la clara intención de orientar, controlar y dirigir el
proceso político de cuya importancia tenía una visión más clara que la mayoría de los
centrales.
Esta comisión creó hasta siete Juntas auxiliares, con el objeto de preparar los proyectos
de reforma de la Administración que posteriormente pasados a las futuras Cortes. Estuvieron
compuestas de las personas de más instrucción y experiencia. Algunas de ellas se significaron
como decididos representantes de la ideología liberal, tal es así que en la Junta auxiliar de
legislación se comenzó a elaborar un nuevo código constitucional a cargo del jurista Antonio
Ranz Romanillos.
El 1 de enero de 1810 la Junta Central, decidida a que las Cortes tuviesen una
composición estamental, las convocó para el 1 de marzo de 1810 y envió las convocatorias
para las Juntas superiores, para las ciudades con voto en Cortes y para las provincias. No se
expidieron, por dificultades administrativas, las convocatorias para los otros dos estamentos.
Al disolverse, la Junta Central redactó un decreto sobre Cortes en el que precisaba que la
reunión se realizase en dos Cámaras y se daban pautas para controlar estrechamente la
actuación de la Cortes. Los liberales consiguieron, pues, a última hora, evitar que saliera a la
luz una norma que iba en contra de su planteamiento ideológico.
La Regencia, presidida por Castaños puede decirse que su situación era de incapacidad,
pues al no tener recursos con los que mantener los restos del aparato del Estado, se puso en
manos económicamente de la Junta de Cádiz, que se hizo cargo provisionalmente en su
distrito de todas las rentas de la Corona y de los caudales procedentes de América y asegurar
por medio de una distribución económica y oportuna el mantenimiento de las cargas políticas
y judiciales del Gobierno, y la subsistencia y aumento de los ejércitos nacionales. Gracias a su
poder económico, la Junta de Cádiz pudo hacer presión política y pedir la pronta reunión de
Cortes, el mismo día la Regencia acordaba que se realice aquel augusto congreso en todo el
próximo mes de agosto.
La presión de los representantes de algunas Juntas Provinciales, el miedo a que se
produjeran alborotos en la ciudad, el desconocimiento de los antecedentes de la convocatoria y
las noticias sobre la independencia de algunos territorios americanos pueden explicar que la
Regencia vacilara al principio y se inhibiera después en cuestiones políticas decisivas. Todo
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ello permitió que el 24 de septiembre de 1810, los liberales que se encontraban en Cádiz
convirtiesen unas Cortes que debían ser bicamerales en una Asamblea constituyente.

1.18. INSTALACIÓN Y COMPOSICIÓN DE LAS CORTES

La sesión de apertura de las Cortes, en el Teatro Cómico de Isla de León, actual San
Fernando, se celebró con el signo de la improvisación debido no a una oposición sino a la falta
de un programa político claro y delimitado de la Regencia, que no había previsto ningún tipo
de reglamento, ni la composición de la mesa presidencial, ni siquiera el orden del día que
debía ser debatido. Después de jurar los diputados y tras un breve discurso de su presidente, el
obispo de Orense, la Regencia se retiró, dejando por escrito las renuncias a sus cargos con el
argumento de que únicamente los habían aceptado hasta la instalación de las Cortes. Estas
estaban formadas por 104, de los que 47 eran suplentes elegidos precipitadamente cuatro días
antes de la apertura entre los originarios de las regiones que se encontraban en Cádiz.
La laguna normativa que dejó la Regencia fue inteligentemente aprovechada por
algunos liberales, representados por el sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero, quien
propuso que se aprobase un trabajo que llevaba escrito Manuel Luján, que era un auténtico
proyecto de decreto, en el primer punto establecía que los diputados que componen este
Congreso y que representan a la Nación española se declaran legítimamente constituidos en
Cortes generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional. En el segundo
punto se reconocía, proclamaba y juraba de nuevo a Fernando VII, declarando nula la renuncia
a favor de Napoleón no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e
ilegales, sino principalmente por faltarles el consentimiento de la nación. Las Cortes se
reservaban el ejercicio del poder legislativo en toda su extensión por no ser conveniente que
estuvieran reunidos el poder legislativo, el ejecutivo y el judiciario. Finalmente se hacía
responsable del ejecutivo a la Regencia, que debería reconocer y acatar la soberanía de las
Cortes. La propuesta fue aprobada con relativa facilidad, constituyendo materialmente el
primer decreto de la Cortes o Congreso Nacional. Una transformación que se asienta en el
dogma rusoniano de la soberanía nacional y en el principio de la división de poderes tan caro a
Montesquieu.
Pero ¿cómo pudo ser aprobado por unanimidad un decreto que eliminaba jurídicamente
la soberanía total del monarca y establecía los fundamentos de un nuevo régimen político?.
Existen varias razones, primero, porque el enunciado era tan simple que podía servir para
cualquier persona que no tuviera una fuerte formación jurídica. En segundo lugar, se anhelaba
ardientemente la presencia de un poder fuerte que ni se dejara llevar por la desmoralización de
las derrotas, como ocurrió a la Junta Central ni estuviera quieta como la Regencia. Además,
estaba muy extendido el deseo de reformas desde la privanza de Godoy durante el reinado de
Carlos IV, y finalmente, las circunstancias de la guerra crearon una coyuntura favorable a las
reformas de Cádiz: una ciudad sitiada pero bien abastecida por el ambiente propio de una urbe
comercial y con el aflujo de los individuos más inconformistas de las clases dirigentes entre
los que se escogieron a la mayoría de los diputados suplentes: una minoría dentro del pequeño
grupo culto de un país analfabeto, que se encontraba perfectamente unida desde los tiempos de
la Junta Central en Sevilla, tanto que Martínez Quinteiro ha llegado a hablar de trabajo en
equipo para fijar una declaración de principios que obligase en el futuro a las mismas Cortes.
La única persona que de momento se dio cuenta del cambio político realizado fue don
Pedro Quevedo y Quintano, obispo de Orense, que después de renunciar a la presidencia de la
Regencia y al escaño como diputado, envió un escrito a las Cortes con observaciones críticas
sobre el decreto aprobado. El obispo planteó el problema de la existencia de un rey soberano y
unas Cortes también soberanas, cuando por su propia definición la soberanía debería ser única.
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Las cortes, celosas de su autoridad, le obligaron a jurar acatamiento. Ni que decir tiene que el
obispo de Orense se convirtió posteriormente en el símbolo del partido realista.
El 24 de febrero de 1811 las cortes inician sus sesiones en la iglesia de San Felipe Neri,
en la ciudad de Cádiz, después de haber realizado 332 sesiones en la Isla de León. No se sabe
con certeza el número de diputados que compusieron las Cortes, se habla de 303, 291, e
incluso 240, pero sí es seguro que la Constitución llevaba la firma de 185 y que en la sesión de
clausura de las Cortes extraordinarias, se contaron 223 diputados. La diferencia entre los
diputados asistentes a la instalación y los que cerraron el periodo legislativo demuestra que
más de la mitad fueron incorporándose paulatinamente según lo permitieron las circunstancias
de la guerra.
La conclusión y las imprecisiones existentes en torno al número se repiten se analizan
los nombres, la posición social o la categoría jurídica de los miembros. Suárez se ha fijado en
la edad que tenían los que intervinieron en las sesiones contrastando la juventud y el ímpetu de
los diputados liberales con la mayor edad y moderación de los realistas. Solís, basándose en
datos de 1813, establece la siguiente clasificación:

Salta a la vista el sorprendente


Profesión Nº % número de eclesiásticos, casi un tercio
del total, lo que no indica que el clero
Eclesiásticos. 90 30,9
tuviese una representación en calidad
Abogados. 56 19,2 de tal, pues no participaron en las
Catedráticos 15 5,1 sesiones del Congreso, al igual que los
Militares. 39 13,4 nobles, como miembros de una
Funcionarios. 49 16,8 categoría socio-jurídica, sino como
Nobles. 14 4,8 representantes de una Junta superior
Comerciantes. 8 2,7 de un reino, de una provincia o de una
villa.
Profesión desconocida. 20 6,9

La inmensa mayoría de los diputados eclesiásticos representaban clero urbano e


ilustrado, no hay ningún párroco rural, porque los obispos no se preocuparon de presentarse a
las elecciones, ya que teóricamente, iban a ser llamados por su pertenecía a uno de los dos
estamentos privilegiados. El minúsculo porcentaje de nobles explica la misma razón expuesta
con respecto a los obispos.
Cerca del 56% de los diputados pertenecía al tercer estamento o estado llano. En
realidad no hubo ningún diputado que fuese artesano, obrero e manufacturas o bracero del
campo. La participación de un gran número de funcionarios se explica por su elevado grado de
instrucción. Hay que resaltar la escasa representación de la burguesía comercial, sobre todo si
se tiene en cuenta que en el Cádiz de 1810 daban el tono de la ciudad los comerciantes de
clase, allí diferente de la de los tenderos. La carencia de nervio político podría explicarse no
sólo por la necesaria atención a sus negocios y empresas, sino también porque los liberales ya
se encargarían de defender sus intereses de forma propicia. Se ha considerado que los
diputados de la Cortes de Cádiz son la representación de la irrupción en la política de las
clases medias españolas, aunque parece más exacto afirmar que la irrupción es la de la minoría
urbana ilustrada que, precisamente por estas dos connotaciones, no representó nunca a la
mayoría de la población rural e iletrada de España.
La calificación de las Cortes de Cádiz como liberales no puede indicar que tuviese una
composición política homogénea y uniforme, que todos los diputados fuesen liberales. Toda
división en partidos políticos tal y como hoy en día se entienden, o como eran a mediados del
34 de 71
siglo XIX es anacrónica cuando se aplica a una época en la que no existían ni estructuras de
partido ni disciplina de voto. Por eso, en el Diario de Sesiones puede verse como un diputado
defiende un día una opinión conservadora en un tema y otro día adopta una postura
innovadora en otro.
Ante la división excesivamente simple entre realistas y liberales, Suárez distingue tres
tendencias políticas en el seno de la Cortes: los conservadores, opuestos a todo plan de
reforma aferrándose a la perduración tanto del espíritu como de la letra del Antiguo Régimen;
los renovadores, que deseaban reformar la situación española de acuerdo con la tradición y los
innovadores, también llamados liberales, que pretendían adoptar un auténtico Nuevo Régimen.
La homogeneidad no existe dentro de cada tendencia. Por su mayor categoría intelectual y su
perspicaz habilidad, los innovadores, que no constituyeron nunca una mayoría, fueron capaces
de llevar en todo momento la iniciativa y sus criterios prevalecieron siempre frente a una masa
amorfa y silenciosa. Así se pudo llevar a cabo el proceso reformador de la Cortes de Cádiz.

1.19. LAS REFORMAS GADITANAS

El proceso reformador que llevan a cabo los liberales en las Cortes de Cádiz consiste
en la sustitución de las estructuras sociales, económicas y políticas de la Monarquía del
Antiguo Régimen por la de una Estado liberal. A lo largo de las sesiones se lleva a cabo un
conjunto homogéneo y escalonado de reformas políticas (1810-12), sociales (1812-13) y
económicas (1813-14) que, en su conjunto, transforman totalmente la situación jurídico
política de la Monarquía española.
Al conjunto de reformas políticas corresponde el ya citado primer decreto
estableciendo la soberanía nacional y la división de poderes con los que se sustentaban los
principios fundamentales del Estado liberal. Tres días después de la instalación de las Cortes,
comenzó a tratarse el tema de la libertad de imprenta: del derecho de cualquier ciudadano a
expresar sus ideas políticas, con la posibilidad de denunciar, juzgar y castigar los abusos
mediante el establecimiento de una Junta Nacional de Censura. Durante el debate comenzó a
decantarse la diversidad de la Cámara al exponer sus criterios los que la defendían y los que se
oponían, por ser antisocial, antipolítica y antipatriótica. La aprobación de la ley por 68 votos
contra 32, supuso quebrar el monopolio que hasta entonces había tenido la Monarquía y que
había ejercido utilizando al Tribunas de la Inquisición como instrumento. Pero e ningún
momento fue un ataque a la Iglesia al excluir del ámbito de la ley la manifestación de
opiniones que atañeran a la religión, para lo que la Iglesia seguía siendo competente. La
proliferación de escritos aparecidos no quiere decir que hubiera un clima de diálogo, sino todo
lo contrario; la libertad de expresión escrita sirvió para radicalizar postura y fue utilizada para
acallar las voces contrarias a cualquier posición.
Las reformas políticas más importantes se llevaron a acabo mediante una Constitución
política de la Monarquía española que, al ser promulgada el 19 de marzo de 1812, recibió el
popular nombre de La Pepa. De esta norma legal, piedra angular de todo el liberalismo
español, conviene destacar su gestación, su contenido y su importancia.
La necesidad de una Constitución se uso a debate cuando el diputado liberal Mejía
Lequerica leyó un proyecto de decreto en el que, rememorando el juramento de la Asamblea
Nacional francesa en 1789, proponía que los diputados no se separarán sin haber hecho una
Constitución. El decreto no fue aprobado, pero se constituyó una comisión que propondría un
proyecto de Constitución política de la Monarquía. La comisión acordó recabar la ayuda de
algunas personas instruidas, que no bajaría de tres ni pasaría de cinco, con voz y voto. Tan
sólo un individuo fue llamado, Antonio Ranz Romanillos, exsecretario de la Junta e Notables
de Bayona, traductor de la Constitución otorgada por Napoleón y exconsejero de Estado de
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José I hasta que los franceses abandonaron Madrid como consecuencia de la victoria de
Bailén. Ranz, que también había formado parte de la Junta auxiliar de legislación fue instado a
presentar el proyecto de Constitución. Suárez ha demostrado, según las actas de la Comisión
de legislación, que ésta no elaboró el anteproyecto, sino que se limitó a trabajar sobre el texto
redactado y presentado por Ranz. Las dos aportaciones principales de la Comisión a la futura
Constitución fueron la inclusión de los principios generales de la nación española, elaborados
por Muñoz Torrero, y la incorporación en el articulado, no en el preámbulo, de una
declaración de los derechos del hombre. El que gran parte del proyecto de Constitución fuese
obra de un solo hombre es lo que le confiere un elevado grado de homogeneidad. El 18 de
agosto de 1811 se presentaron a las Cortes los cuatro primeros títulos del proyecto de
Constitución. Una semana después comenzó el debate parlamentario y, durante la discusión
afloraron las distintas concepciones que existían sobre los conceptos de nación y de soberanía
nacional. Suárez afirma que los defensores de la soberanía real y de las Cortes estamentales,
antes de finalizar el mes de agosto, tenían ya conciencia de que habían perdido la batalla.
La Constitución de 1812 consta de 384 artículos agrupados en diez títulos: De la
Nación española y de los españoles; Del territorio de las Españas, su religión y su gobierno, y
de los ciudadanos españoles; De las Cortes; Del Rey; De los tribunales y de la administración
de justicia en los civil y la criminal; Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos;
De las contribuciones; De la fuerza militar nacional; De la Instrucción pública y De la
observancia de la Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella.
La Constitución estableció una Monarquía liberal y parlamentaria basada en los
principios de la soberanía nacional y de la separación de poderes. Ahora bien, la separación de
poderes no equivalía a la igualdad entre los mismos, pues de hecho el poder legislativo alcanza
una preeminencia, una hegemonía con respecto al ejecutivo, cuyas atribuciones se restringían
considerablemente tanto para que el rey no fuese un obstáculo al desarrollo de las Cortes como
para que la institución alcanzase un papel más centrado en la representación.
Aunque a los constituyentes gaditanos les interesaba más realzar el papel hegemónico
de la vida parlamentaria que sobrevalorar los derechos humanos, la Constitución de 1812
intentó configurar una sociedad nueva centrada en el individuo y basada en dos principios
básicos: la libertad y la propiedad.
Consecuencia de la reforma política son los cambios administrativos llevados a cabo.
Los seculares Consejos desaparecen, excepto el Consejo de Estado, único del rey, cuya
principal función sería la de asesorar al monarca en las escasas decisiones que le permitía la
ley. Para cubrir el hueco que dejaba la desaparición del Consejo de Castilla, se creó un nuevo
Ministerio, el de la Gobernación de la Península. La estructura histórica pero irracional y
complicada de reinos e intendencias se sustituyó por la división en provincias, sin determinar
o decidir el número de ellas, que serían dirigidas por un jefe político, nombrado desde el
Gobierno, con audiencia y una delegación de Hacienda; esta uniformación supone también
una centralización, pues se pierden las diversidades regionales. El tema de las provincias es el
clásico préstamo francés en cuanto se intenta adaptar la estructura departamental en contra del
criterio de algunos realistas, que preferían que la división se hiciese atendiendo a unas pocas
regiones.
Desde el verano de 1812 hasta la primavera de 1813, las Cortes se dedicaron
preferentemente a la reforma social. Con anterioridad, en agosto de 1811, habían promulgado
la importante ley de Señoríos, que suprimía las preeminencias jurídicas de la nobleza. Las
Cortes distinguieron entre el señorío jurisdiccional manifestado en las relaciones jurídicas
entre señor y vasallo, y el señorío territorial o propiedad de la tierra, declarando abolidos del
primero los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos que tengan el mismo
origen de señorío. Los diputados gaditanos no osaron nacionalizar, suprimir, los señoríos
territoriales que fueron convertidos en propiedad particular por la razón de que confiscarlos
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iba en contra del principio del liberalismo de la propiedad individual, y la burguesía
revolucionaria comprendía que la defensa del derecho de propiedad era tan fundamental para
sus intereses como para los de los nobles. Tampoco se atrevieron a suprimir el mayorazgo,
según el cual las propiedades nobiliarias vinculadas al hijo mayor pasaban todas juntas para
evitar que con el reparto entre todos los descendientes se disolviera el patrimonio familiar.
Con ello las propiedades de las grandes familias quedaban inalteradas mientras que las
relaciones entre señor y vasallo se convirtieron en contratos de particular a particular. El hecho
de no desvincular la propiedad nobiliaria ha sido considerado por algunos autores como una
muestra evidente de la ambigüedad de la obra reformadora de Cádiz, aunque también podría
hablarse de prudencia política, pues su actuación en este tema se atrajo la antipatía de gran
parte de la nobleza que en unión del clero formaron la gran confederación y se propusieron
destruir y aniquilar una institución que consideraban origen y fundamento de toda reforma.
La igualación social no sólo comprendía la desaparición de leyes privadas, privilegios,
para los nobles, sino también para la Iglesia en cuanto estamento privilegiado. Esta vez, sin
embargo, no se redujo a la abolición de los señoríos eclesiásticos, sino también a una solapada
incautación de sus bienes por un procedimiento indirecto: no devolver a los religiosos los
edificios o conventos incautados por el Gobierno del rey José, bajo pretexto de necesidades de
guerra. También se prohibió que las órdenes religiosas pudieran tener dos o más casas en una
misma población, y se suprimieron aquellos conventos que no contases con un mínimo de 12
individuos profesos. Tras tormentosas sesiones se abolió el Tribunal de la Inquisición: una
institución obsoleta que había sido utilizada por los monarcas como tribunal de política
cultural.
No cabe duda que la Iglesia española a comienzos de la guerra de la Independencia
necesitaba que se llevara a cabo una auténtica reforma, en la cual participaban todos los
políticos, cualquiera que fuese su posición ideológica, y en el caso de los liberales no se puede
observar una postura antirreligiosa o laica. Por eso las reformas religiosas que introducen los
liberales van acompañadas de claras manifestaciones de religiosidad, como evocar el nombre
de Dios todopoderoso, en el comienzo de la Constitución establecer que la religión de la
Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera, o
declarar a Santa Teresa de Jesús copatrona de España.
La política religiosa de las Cortes originó un movimiento de resistencia de la Iglesia
que creó también una radicalización de las posiciones políticas, las cuales se manifestaron en
una fuerte propaganda antiliberal, que llegó a impedir que se promulgara la ley de reforma de
los conventos de religiosos, primer paso manifiestamente claro hacia la desamortización
eclesiástica, presentada por el diputado Antonio Cano Manuel en septiembre de 1812.
Al deseo de una mayor igualdad corresponde la supresión de las pruebas de nobleza
para ingresar en las academias militares o para ocupar cualquier puesto que hasta entonces
hubiera exigido distinción, y la igualdad ante la ley, el pago de los impuestos o el servicio
militar.
Las reformas económicas se llevaron a cabo durante el último año de la Cortes con
cuatro leyes que establecen la libertad absoluta en el campo de las relaciones económicas. La
ley Agrícola (copiada en muchos de sus párrafos del famoso Informe sobre el expediente de la
ley Agraria de Jovellanos) permitía total libertad de cultivos, dejaba al arbitrio del productor el
precio de los artículos y promovía el cercamiento de las propiedades. La ley Ganadera
suprimía el viejo Concejo de la Mesta y relegaba todo a la iniciativa particular. La ley de
Industria dejaba que cualquier ciudadano estableciera la fábrica, máquina o artefacto que
desease, sin necesidad de pedir permiso. La ley de Comercio, en línea con las anteriores,
habilitaba para la profesión a todos los ciudadanos españoles sin limitaciones ni condiciones
de ninguna clase. De la implantación, al menos teórica, del liberalismo en el campo
económico, se derivan, según Artola, consecuencias trascendentales: de una parte, la extinción
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del régimen gremial, y con él la desaparición del control de la calidad del trabajo, la fijación
de los precios según la tasación de peritos y, los más grave, la libre contratación del trabajo, en
que se aplicará hasta sus últimas consecuencias el principio jovellanista de la justicia de toda
relación contractual libremente aceptada y con ella se dará principio a la más ignominiosa
explotación del trabajo humano sobre el que se fundamentará, junto con la desamortización, el
poder económico de la burguesía liberal convirtiéndola, aunque fuera una contradicción en
una clase diferenciada y privilegiada de la demás.
Cuando Argüelles, en el discurso preliminar de la Constitución, aseguró que nada había
en ella que no estuviera consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes
cuerpos de legislación española, sacó a la luz un tema que ha servido de discusión desde
entonces a los historiadores: ¿Hasta que punto la Constitución y el resto de las reformas se
fundamentaban totalmente en la tradición española y no era una mera copia de lo legislado
anteriormente por los revolucionarios franceses? Argüelles sólo reconoce que se aplicaron los
adelantos experimentados en Europa en el campo del Derecho Político Ya en 1813, en un
folleto anónimo impreso en Madrid, se tachaba de francesismo a la Constitución porque la
Comisión ha esforzado sólo su ingenio para introducir en España la Constitución francesa del
91, aunque en la forma de las elecciones se ha separado de ella tomando la base y modelo de
la que ha adoptado la Constitución, también francesa, llamada del año 81.
Las Cortes de Cádiz, y en especial la Constitución, fue durante todo el reinado de
Fernando VII una bandera política a la que se debía defender o atacar según se fuera liberal o
conservador. Esta radicalización del tema, junto con la politización ha llegado hasta mediados
de nuestro siglo, y así, la pertenencia de los historiadores a una determinada ideología ha
supuesto, sino el falseamiento de los hechos, si al menos la omisión de los que no coincidían
con las ideas que tenían, de tal forma que los intereses o los puntos de vista partidistas han
impedido la comprensión de los hechos y del momento histórico.
Más acorde con la realidad sería la utilización de un concepto : el préstamo. Aunque
algunos artículos de la Constitución están literalmente calcados de algunas Constituciones
francesas, no puede decirse que la obra reformadora de los diputados gaditanos se una copia e
la Revolución francesa. Tanto es así que el liberalismo español, por miedo a que surgiera la
violencia, no se atrevió a una solución drástica en lo referente a la cuestión religiosa. Más bien
lo que hubo fue un préstamo acomodado a las circunstancias concretas por las que pasaban
España y Cádiz.
Por último, conviene destacar que las reformas que se llevan a cabo en Cádiz se
hicieron en nombre de todos los españoles, pero sin la participación de éstos, que se hallaban o
luchando contra el enemigo u ocupados por éstos. La mayoría de la población española
permaneció al margen del cambio político experimentado y no está claro que recibiera un alto
grado de aceptación desde el momento que los legisladores publicaron como propaganda todo
tipo de adhesiones. De hecho no hubo ninguna guerra civil por defender la Constitución de
Cádiz en 1814.
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TEMA 3.- EL SEXENIO ABSOLUTISTA (1814- 1820)

10. EL TRATADO DE VALENÇAY

En el otoño de 1813, Napoleón Bonaparte, vencido en la Batalla de las Naciones


(Leipzig), se vio en la necesidad de eliminar el frente sur y concentrar sus fuerzas contra los
ejércitos centroeuropeos. Por lo que comisionó al conde de La Forest, antiguo embajador en
Madrid, para que se entrevistase con Fernando VII en Valençay. El plan de Napoleón era
restablecer en el trono de España a Fernando VII y firmar un tratado de paz. Al saber que el
monarca español no veía con buenos ojos a los liberales, achacó a Inglaterra la situación
política de España en la que fomenta la anarquía y el jacobismo y procura aniquilar la
Monarquía y destruir la nobleza para restablecer una república. Con esto Napoleón intentaba
convertirse en garante de Fernando VII como rey constitucional al mismo tiempo que
enemistarle a los ingleses, lo que evitaría la invasión de Francia por los Pirineos. El rey,
comprendió inmediatamente que cuando Napoleón recurría a él era porque su situación no era
muy halagüeña. Dándose cuenta que aunque prisionero en Valençay, se encontraba ya en una
situación moral de vencedor, por lo que escribió a Napoleón dos días después “que no hacía
nada sin el consentimiento de la nación española y, por consiguiente, de la Junta”. Con ello
ganaba tiempo y no se comprometía con Napoleón ni con la Regencia, a la que llamaba Junta,
sabiendo que tanto la Junta Central se había disuelto en 1810 como que un decreto de las
Cortes, el 1 de enero de 1811, declaraba nulo cualquier tratado firmado por el monarca
mientras continuase prisionero de los franceses.
Napoleón que necesitaba resolver cuanto antes el problema español, hizo ir a Valençay
al exiliado duque de San Carlos y a Pedro Macanaz quienes presionaron al rey para que
aceptara las proposiciones francesas. El 11 de diciembre el conde La Forest firmaba con el
duque de San Carlos un tratado de Paz y amistad por el S.M. el emperador de los franceses y
rey de Italia reconocía a don Fernando VII y sus sucesores, según el orden de sucesión
establecido por las leyes fundamentales de España, como rey de España y de las Indias, al
mismo tiempo que se mantenía la integridad del territorio español (Tratado de Valençay). En
realidad más que un tratado era una claudicación total del emperador, que presionado por la
guerra centroeuropea, se vio forzado a dejar en libertad a Fernando VII a cambio de la paz
entre los dos países.
Por separado, y en distintas fechas, Fernando VII envió a España al duque de San
Carlos y al general Palafox, también liberado por Napoleón, con la finalidad de conseguir la
ratificación temporal del tratado, más como un intento de quebrar el orden, ya que la
ratificación del tratado habría supuesto el incumplimiento del decreto de 1 de enero de 1811 y
el reconocimiento de Fernando VII como rey absoluto, que por un deseo de guardar las
formas. La misión de ambos aristócratas resultó un fracaso porque la Regencia se mantuvo
firme, invocó el decreto que las Cortes habían aprobado y pasó una copia del mismo al duque
de San Carlos para que el rey tuviera exacto conocimiento de él. Pero, tanto el duque de San
Carlos como el general Palafox llevaban consigo una segunda misión comunicada en una
instrucción reservada: “ la de analizar la atmósfera política que se respiraba en Madrid, ya que
el rey sospechaba (con razón), que el espíritu jacobino dominaba en la Regencia y en las
Cortes”.
El ambiente que encontraron los emisarios era el de esperanza y tensa incertidumbre.
Todo el mundo deseaba la vuelta de Fernando VII, los realistas para que acabara con el
régimen constitucional y los liberales porque el reconocimiento del texto constitucional y de
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las reformas realizadas en las Cortes supondría su definitivo refrendo. La incertidumbre fue
convirtiéndose en agitación por ambas partes: los conservadores comenzaron a conspirar,
llegando a solicitar la ayuda del embajador inglés para colocar en el trono a la princesa Carlota
Joaquina. Mientras que los liberales en las sesiones secretas de las Cortes, debatían el medio
de lograr la aquiescencia del rey en el mismo momento de pisar la raya fronteriza, aprobando
la propuesta de Martínez de la Rosa por la cual sería condenado a muerte cualquiera que
propusiera el más mínimo cambio en el texto constitucional.

1.20. FERNANDO VII EN ESPAÑA

Las Cortes que habían iniciado sus sesiones el 15 de enero, se apresuraron a promulgar
un decreto fijando el itinerario real y los medios para restablecer a Fernando VII en el trono.
De esta forma se intentaba tener controlado al rey desde su entrada al territorio nacional hasta
su llegada a Madrid y se exponía con toda claridad que no se le reconocería hasta que prestara
juramento a la Constitución promulgada en Cádiz. Las cortes designaron al General Copons,
capitán general de Cataluña y uno de los militares más adictos al sistema liberal, como
encargado de recibir al rey y entregarle un pliego de la Regencia solicitando que aprobase la
obra de las Cortes y jurase la Constitución.
El 24 de marzo de 1814, Fernando VII cruzó el río Fluvía, el recibimiento popular fue
apoteósico, todos intentaban acercarse al rey para besarle la mano con la rodilla en tierra como
signo de acatamiento y pleitesía. Igual hizo Copons, que no pudo entregar el escrito de la
Regencia, cuando el rey quiso. El rey consciente de su ascendiente sobre las poblaciones,
contestó vagamente a la Regencia haciendo alusión a las innumerables pruebas de fidelidad
que le ofrecían sus vasallos palabra prohibida por las Cortes por considerarla denigrante. El
rey se dirigió desde Gerona hasta Valencia, tal y como le había marcado la Regencia, pero
atendiendo a la invitación de Palafox y con la excusa de un voto a la Virgen del Pilar, se
dirigió a Zaragoza. Se ha considerado esta modificación como un desafío a las órdenes de la
Regencia, aunque también pudo tratarse de la forma de ganar tiempo y realizar el máximo de
consultas posibles.
Fernando VII se trasladó desde Zaragoza a Valencia, pero antes de llegar se encontró
en los llanos de Puzol con el presidente de la Regencia, el cardenal Borbón, que había ido a su
encuentro con instrucciones precisas de no ceder al poder ejecutivo que él representaba hasta
que el rey no hubiese jurado la Constitución. Todas las fuentes coinciden el relatar el
encuentro de ambos personajes frente a frente, sin querer ceder ninguno de los dos “ Llega (el
cardenal Borbón), vuelves la cara como si no le hubieras visto, le das la mano en ademán de
que te la bese. ¡Terrible compromiso! Esta lucha duró como seis a siete segundos en que se
observó que el rey hacía esfuerzos para levantar la mano y el cardenal para bajársela. Cansado
sin duda, el rey de la resistencia del cardenal, entiende su brazo y presenta la mano: Besa. El
cardenal no pudo negarse a esta acción de tanto imperio y se la besó”. Triunfaste Fernando, en
este momento, y desde este momento, empieza la segunda época de tu reinado. No cabe duda
que en la lucha entre los dos poderes, venció el real. Fernando VII había doblegado a la
autoridad de las Cortes innovadoras tan claramente que las tropas del segundo ejército,
mandadas por Elío, rindieron honores reales al monarca a pesar de haberlo prohibido la
Regencia.
La situación en España desde la entrada del rey hasta el decreto que expidió el 4 de
mayo es de una política indecisa en la que el rey era el árbitro, puesto que los liberales le
necesitaban para el proceso de reformas iniciado en Cádiz permaneciera, mientras que los
conservadores esperaban del monarca la destrucción de las estructuras políticas creadas por los
primeros. La mayoría de la nobleza se sentía herida por la supresión de los señoríos, y la
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mayoría de la jerarquía eclesiástica se oponía a las reformas liberales de forma hostil y
belicosa. El pueblo llano experimentaba la esperanza, lógica después de los padecimientos de
una guerra, en un futuro feliz en el que todos los males pasados tendrían remedio. Para los
españoles de 1814 esa esperanza se centraba en la persona de Fernando VII el Deseado. La
tensión entre partidarios y enemigos de las ideas liberales se trasladó al choque entre el rey y
la Regencia. En este conflicto de poder ganará el más fuerte. Las tropas del segundo ejército
mandadas por Elío, rindieron honores reales al monarca a pesar de haberlo prohibido la
Regencia.

1.21. EL DECRETO DE 4 DE MAYO

Al llegar a Valencia un grupo de diputados no liberales de las Cortes ordinarias


presentaron al rey el Manifiesto de los persas, llamado así porque comenzaba, con la típica
erudición dieciochesca, afirmando que “era costumbre en los antiguos persas pasar cinco días
en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos,
robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor, para que a la entrada en
España, de vuelta de su cautividad, se penetrase del estado de la nación, del deseo de sus
provincias y del remedio que creían oportuno.
El manifiesto constaba de 143 párrafos, de los que más del 90% se dedican
exclusivamente a criticar con acritud la obra de las Cortes gaditanas, tanto en lo referente a la
Constitución como en lo relativo a la legislación promulgada. El manifiesto está firmado por
69 diputados, lo que supone más de un tercio de las Cortes ordinarias de 1813, aunque algunos
estamparon su rúbrica después de haber sido presentado al rey. En el manifiesto se pide la
convocatoria de las Cortes a la manera antigua, propugnando reformas políticas que
reconociendo la libertad, la propiedad y la seguridad de las personas, eviten a la Monarquía
arbitraria mediante leyes emanadas conjuntamente del rey y de las Cortes.
No parece muy exacto, como afirmaron los liberales, que el Manifiesto fuese la pieza
maestra del pensamiento reaccionario. Sus partidarios, los persas, no fueron unos simples
arcaizantes, sino, unos entendidos en las doctrinas jurídicas modernas manifestadas a través
del uso de un tecnicismo jurídico de estilo moderno. El Manifiesto puede también ser
encuadrado como una acción más, esta vez escrita, dentro de la lucha política contra los
liberales; una acción que demuestra la existencia de una oposición que no debe tacharse de
forma simplista, como reaccionaria y absolutista.
Que el Manifiesto de los persas hizo daño a los liberales lo prueba no sólo el hecho que
fuera tildado de aborto, sino que hubo una represión contra los firmantes durante el trienio
liberal. El problema es saber si la actitud liberar contra los firmantes del Manifiesto de los
persas se llevó a cabo por las ideas expuestas o porque se le considero como un paso
importante recibido por Fernando VII para restablecer el régimen político anterior al de las
Cortes de Cádiz.
De hecho el rey se encontró en Valencia con un tercio de los diputados, en los que se
incluía al presidente de las Cortes, que le exigían que acabara con el proceso reformador
liberal, el cabildo catedralicio el pedía el restablecimiento de la Inquisición, mientras que el
general Elío con toda la oficialidad del II Ejército juró conservarle en el trono con todos sus
derechos. A los apoyos, total en la población y parciales en el campo clerical, militar y
político, se une el hecho trascendental de la abdicación de Bonaparte, con lo que desaparecía
la amenaza de una posible invasión francesa. Todo ello hizo posible que Fernando VII pudiera
firmar el decreto del 4 de mayo con toda tranquilidad y recuperar la plena soberanía
El decreto fue redactado conjuntamente por Juan Pérez Villaamil y el ex regente
Miguel Lardizábal en el camino de Madrid a Valencia, donde fueron llamados por el rey. El
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texto posee tres partes claramente diferenciadas: en la primera se relata negativamente las
actividades de las Cortes, mientras en la segunda se expone un plan de reformas centradas en
una convocatoria a Cortes con procuradores de España y de las Indias en las que se
conservaría el decoro de la dignidad real y sus derechos y los que pertenecen a los pueblos que
son igualmente inviolables. El monarca se comprometía a defender la libertad y seguridad
individual como muestra de un gobierno moderado, permitiría la libertad de prensa y
establecería la separación entre las rentas del Estado y de la Corona. Las leyes se establecerían
conjuntamente por el rey y las Cortes. En la tercera y última parte Fernando VII declara
abiertamente que no piensa jurar la Constitución, valorando los decretos de las Cortes como
“nulos y de ningún valor ni efecto”.
Se ha discutido si el restablecimiento del Antiguo Régimen, llevado a cabo en el
decreto de 4 de mayo, fue o no un golpe de Estado. Es indudable que el rey tuvo un apoyo
popular, mientras la política liberar no era sentida como algo propio y natural, como se
demostraba en la ruptura de las placas de mármol que daban el nombre de Constitución a
plazas de pueblos y ciudades o en la necesidad de publicar tres veces el decreto de suspensión
de las pruebas de nobleza porque nadie se había aprovechado de ella. Por otra parte la
oposición de algunos políticos a las reformas liberales se robusteció con la llegada del rey de
España. Vayo, el primer historiador liberal del reinado de Fernando VII, consideró que este
decreto debió de ser el primer acto de un ministerio sabio que, sobreponiéndose a los bandos
que dividían al país, quisiera plantar una monarquía moderada sobre bases duraderas y
superiores a las pasiones. Los hechos posteriores del reinado convirtieron estos propósitos en
papel mojado y el rey desaprovechó una oportunidad única de lograr una convivencia entre las
dos Españas que durante la guerra de la Independencia se habían formado.

1.22. POLÍTICA INTERIOR

Historiar seis años de gobierno fernandino no es tarea fácil, porque ha escrito Suárez,
el carácter del sistema de Fernando VII es el no tener ninguno y, por tanto, no se puede hablar
de un programa coherente, de un criterio firme o de una línea política constante. Fernando VII,
(según Artola) se convierte a partir de 1814 en el único monarca legitimista de España cuya
manifestación más clara es le gobierno personal en el que la labor del Gobierno no es más que
la voluntad del rey sin estar limitada o contrapesada por la acción colegiada de los Consejos.
De las pocas cosas positivas se han escrito sobre el carácter de Fernando VII es su
sencillez, simpatía y campechanía con algún rasgo de sensibilidad, como el que le movió a
indultar a la mujer que atentó contra él en julio de 1814. Su desconfianza y su tendencia al
disimulo, achacadas normalmente a que fue educado rodeado de personas que contaban
absolutamente todo lo que hacía no sólo a sus padres sino a Godoy, le llevó a recelar de todos
los hombres valiosos que le pudieran hacer sombra. No era capaz, por su cobardía innata, de
enfrentarse a las situaciones con todas sus consecuencias, como se vio perfectamente en
Bayona. Era listo, lo que permitía resolver pequeños problemas, pero no inteligente por lo que
no supo comprender la grave problemática por la que atravesaba el país. A estos rasgos del
monarca habría que añadir la mediocridad de las personas que le podían aconsejar: ministros y
sus amigos. Fernando VII tuvo que cesar a su primer ministro de Gracia y Justicia, Macanaz
por cohecho con la venta de cargos en Filipinas. El último ministro de la Guerra José María
Alós, se dedicaba a confeccionar alegraluces de papel que luego iba echando a un cesto. La
tertulia de sus amigos, llamada camarilla por el lugar donde se celebraba casi diariamente a la
caída de la tarde, fue tildada de Gobierno Oculto y se le achacaron numerosas intromisiones en
las tareas de Gobierno, aunque no parece que la camarilla haya existido como cuerpo político.
La falta de un sistema político, el carácter del rey, la mediocridad de sus consejeros y
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la inestabilidad ministerial (28 ministros para sólo cinco ministerios), hizo que el Sexenio
Absolutista, juzgado por sus resultados fuese un auténtico fracaso que defraudó las esperanzas
de la mayoría de los españoles. Desde el 4 de mayo comenzó la restauración de todos los
organismos del Antiguo Régimen, desmantelando una tras otra las estructuras políticas,
sociales y económicas de las Cortes de Cádiz. Una lectura superficial de la colección de
Decretos de nuestro señor Fernando VII da una falsa idea de que se llevaron a cabo numerosas
medidas tendentes a reorganizar la situación del país, pero de hecho la lentitud burocrática
hizo que todo quedara en meros deseos de reformas.
Sin embargo tres cosas resaltan durante el Sexenio: la represión contra afrancesados y
liberales, los intentos de reforma contra la Hacienda y el robustecimiento de la oposición
liberal. Fernando VII había prometido en Valençay que todos los españoles que habían servido
al rey José volverían a los honores y derechos de que gozaban, en Toulouse prometió a los
afrancesados que les permitiría el regreso a la patria sin mirar partidos ni opiniones pasadas.
Pero el día de su primera onomástica en el trono firmó un decreto de proscripción, desterrando
a cuantos desempeñaron cargos políticos y militares superiores al de capitán del ejército. Los
que no cumplan estas condiciones podían residir en España, pero alejados de la Corte unas 20
leguas. Este decreto acabó con todas las ilusiones de los afrancesados que al parecer eran unos
12.000, y nadie criticó esta medida porque había un gran ambiente de hostilidad hacia ellos.
Una serie de órdenes tienden a mitigar la represión contra los afrancesados, pero el odio que
existía contra ellos debía ser tan intenso que en febrero de 1819 se tuvo que mandar por real
orden que no se incomodara a los afrancesados que habían vuelto a España legalmente como
consecuencia del decreto de 15 de febrero de 1818.
Al poco tiempo de este decreto de Valencia, se mandó encarcelar a aquellos liberales
que habían atentado contra la soberanía nacional. Hubo cerca de un centenar de detenciones y
procesamientos que eran innecesarias e impolíticas pero que contaban con el apoyo popular.
Como los trámites judiciales eran lentos ya que los jueces no encontraban materia que juzgar,
Fernando VII manifestó su deseo de ver terminadas las causas y poco después acabó dictando
directa y personalmente las sentencias, condenando a 60 personas a diferentes penas de prisión
y destierro en castillos, presidios africanos y conventos, aunque la represión no fue cruel. Por
primera vez se castigaba a un número muy elevado de personas.
La situación económica que encontró Fernando VII en 1814 fue deplorable: el país se
encontraba destrozado, la agricultura esquilmada, la industria deshecha, las comunicaciones
inservibles y las arcas de la Hacienda vacías. A todo ello hay que añadir el comienzo de la
emancipación americana, que trajo como consecuencia el corte brutal de la llegada de metal
acuñable y del comercio ultramarino. La falta de numerario paralizó la vida económica: los
precios cayeron estrepitosamente, las casas de banca y las empresas quebraron y el tráfico
comercial se redujo substancialmente. Ante el déficit presupuestario (se calcula que rondaba
los 383 millones de reales en 1816), el rey se negaba tanto a rebajar la ley de la moneda, que
desaparecía en manos de los comerciantes y contrabandistas, como a conseguir dinero, ya
fuera del exterior mediante un empréstito o del interior por la instauración de una contribución
especial al clero y a la nobleza.
En diciembre de 1816 fue nombrado ministro de Hacienda Martín de Garay, antiguo
secretario de la Junta Central, al que la historiografía ha considerado criptoliberal, dispuesto a
formular un nuevo plan fiscal que aliviara la escasez de recursos del Estado. Además de
imponer una drástica reducción del gasto público el plan de Garay consistía en suprimir
paulatinamente las rentas provinciales, sus equivalentes y algunos tributos menores por una
contribución general, proporcional a los ingresos de cada contribuyente, que se repartiría entre
todas las poblaciones del reino, salvo las grandes capitales y en los puertos donde, por la
dificultad de asignación de la cuota se mantendrían los derechos de puertas por todas las
mercancías que se introdujeran. Su aplicación dependía del establecimiento de unos
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complicados cuadernos de riqueza, pueblo a pueblo, fracasó ante la violenta oposición que
surgió de todas las capas sociales. Martín Garay dimitió a finales de 1817, justo cuando se
produce una concentración del tráfico comercial y un nuevo derrumbe de los precios. El
resentimiento y descontento de la burguesía comercial ante la caótica situación económica
hace que sus esperanzas se dirijan hacia la oposición liberal.

1.23. LOS PRONUNCIAMIENTOS

Por su parte el ejército tenía motivos de queja. A raíz de la guerra de la Independencia


se integran a él dos tipos de militares: los regulares, antiguos oficiales de cuartel, casi todos
fieles al rey y los guerrilleros, hombres cuya profesión anterior no era la castrense y que, sin
embargo, se habían distinguido en la lucha. A la vuelta de Fernando VII los primeros (no
siempre más destacados en la lucha) pasaron a ocupar los puestos de mando más importantes,
mientras los segundos se vieron relegados y hacían patente su disgusto aun cuando no fuesen
partidarios de ninguna manera de un golpe militar. Además, la reducción del Ejército y el
regreso de los oficiales prisioneros en Francia dio lugar a que gran cantidad de ellos se
quedaran sin empleo. Muchos liberales héroes de guerra y guerrilleros se vieron incluidos
entre éstos, y los restantes no recibieron paga completa o fueron destinados a oscuros puestos
en provincias por lo que achacaron su relegación a una deliberada condena política. Sus jefes
comenzaron alinearse con los liberales y la tendencia se acentuó después del fracaso de
Ballesteros, nombrado ministro de Guerra, ante el peligro que suponía el imperio de los Cien
Días de Napoleón. Muchos de éstos se hicieron masones y pasaron a formar parte de la
facción que aspiraba a un cambio de sistema. No hay ningún año del sexenio en el que el
descontento no se manifieste en la intervención armada del elemento militar en contra del
Gobierno establecido. Esta intervención, propia del siglo XIX recibe el nombre de
Pronunciamiento.
Primer pronunciamiento, en septiembre de 1814, Espoz y Mina, uno de los guerrilleros
más famosos de la guerra de la Independencia, movilizó sus fuerzas. Parece ser que el
liberalismo de Espoz y Mina fue más consecuencia que causa, ya que el pronunciamiento
estaba determinado porque el monarca no le nombró virrey de Navarra y eligió a un militar de
la vieja estirpe. Cuando llegó a las puertas de Pamplona, sus guerrilleros le abandonaron al no
poder mostrar las órdenes del rey para el asalto a la ciudad; tuvo que esconderse y
posteriormente, huir a Francia donde se dedicó a conspirar. El segundo pronunciamiento,
otoño 1815, lo llevó a cabo en La Coruña, un joven militar idealista y romántico llamado Juan
Díaz Porlier, cuyos éxitos en la guerra de la Independencia fueron premiados con el
nombramiento de mariscal de campo a la edad de 16 años. Esta vez el pronunciamiento ya no
es de tipo personal ni aislado del contesto general del país, sino que tuvo un claro matiz
general y liberal. Debido a una denuncia de su secretario por mantener correspondencia
peligrosa fue confinado en el castillo de San Antón de La Coruña, pero aprovechando que se
le había concedido un permiso para tomar unos baños en Arteijo, organizó el descontento de
bastantes militares, desesperados por el retraso en el cobro de los haberes y en la noche del 17
al 18 de septiembre de 1815 entró en La Coruña y logró levantar a la guarnición en nombre de
la libertad y en contra del yugo de la feroz tiranía. Con el apoyo de la guarnición de El Ferrol,
Porlier dominó buena parte de Galicia, pero en el camino hacia Santiago, donde se habían
reunido las tropas fieles al Gobierno, fue traicionado por sus propios suboficiales y detenido.
Fue condenado a muerte por un Consejo de Guerra y ahorcado en La Coruña, sabiendo morir
con gallardía. En el pronunciamiento de Porlier participaron no sólo militares sino también
comerciantes y clérigos; es decir, comenzó a haber una participación de la burguesía
comerciante que veía lesionados sus intereses ante la desastrosa política económica que
llevaba a cabo el Gobierno.
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Tercer pronunciamiento (febrero de 1816), dirigido por el militar Vicente Richart,
apoyado por el ex diputado Calatrava y el general Renovales. La conjura llamada
Conspiración del Triángulo, tenía como fin el secuestro del rey que debería ser llevado a
palacio para que jurara la Constitución, que sería aclamada por todos los ángulos de Madrid.
La delación de varios conspiradores dio al traste con todos los planes: a Richart se le ajustició
en la horca y su cabeza cortada para, clavada en una pica, exhibirla durante meses al público,
como lección y escarmiento de revoltosos.
Cuarto pronunciamiento (noche del 4 al 5 de abril de 1817) en Calcetas donde Lace,
militar que en las guerrillas había alcanzado el grado de teniente general, se sublevó con el
apoyo de Milanes del Box en Gerona y de Cree en Barcelona. El pronunciamiento fracasó por
la falta de organización, Lace fue hecho prisionero, condenado a muerte y fusilado en los
fosos del castillo Bellver en Mallorca, porque Castaños, capitán general de Cataluña, temía
que se alterase la tranquilidad pública si se verificaba la ejecución de la pena en Barcelona. En
el pronunciamiento de Lace idealizado posteriormente por los liberales, también hubo
participación de la burguesía comerciante, aunque Ponente ha demostrado que en grado menor
de lo que se creía. La intentona de Laca sirvió para que las autoridades realistas neutralizaran
la labor de algunas logias de la Masonería
Quinto pronunciamiento, en 1819 por el general Vidal que intentó eliminar a todas las
autoridades de Valencia que debían asistir a una función de teatro en la Nochevieja de 1819.
El plan fracasó porque debido al fallecimiento de la reina Isabel se suspendieron todos los
festejos de fin de año. Denunciados por un traidor, el propio capitán general de Valencia,
Francisco Javier Elío y Olondriz, detuvo a los conspiradores, 13 de los cuales fueron
ajusticiados el 22 de enero, Entre ellos se encontraba Félix Beltrán de Lis miembro de una de
las familias más destacadas de la burguesía valenciana.
Como puede verse, el pronunciamiento militar, fenómeno nuevo, se convierte en una
forma específica de combatir el sistema político imperante y se mantendrá a lo largo de toda la
historia contemporánea en España.

1.24. LA CAÍDA DEL RÉGIMEN

El pronunciamiento de Riego fue uno más en la larga cadena de los que tuvieron lugar
en el sexenio 1814-1820, con la diferencia de que éstos fracasaron mientras que aquél
consiguió, el objetivo que todos perseguían: que la facción liberal alcanzase el poder para
realizar una serie de cambios políticos, sociales y económicos desde la base ideológica opuesta
a la del Antiguo Régimen.
Causas: La incompetencia de las autoridades llegaba al punto de que mientras gran
parte de la población se daba cuenta, porque era secreto a voces, de que algo se tramaba en
Cádiz, los responsables se obstinaban en despreciarlo todo. Al descontento de un mal gobierno
hay que añadir la mala racha de los asuntos económicos: una deuda pública en constante
aumento, un exceso de empleados civiles y militares, un país deshecho por la guerra que
rehacía lentamente, la recesión general europea. La falta de recursos americanos y los ingresos
procedentes sólo de fuentes tributarias mantenían el erario en constante penuria y, aunque la
presión fiscal era cada vez mayor, la recaudación de fondos nunca llegaba para atender las
necesidades del gasto público. Además, la crisis del comercio exterior, por la progresiva
pérdida de las colonias, acentuaba el déficit comercial que ya no se podía pagar con dinero
americano y drenaba la circulación monetaria. Por otra parte, el clero era incapaz de adaptar la
explotación de sus enormes riquezas a los nuevos tiempos y de hacer frente a la presión fiscal,
el campesinado se veía frenado en su progreso por el régimen señorial y la burguesía unía a la
pérdida de los mercados coloniales la imposibilidad de expansión del mercado nacional. A
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esta situación hay que añadir como causas de descontento económico en 1820: el fracaso de
Garay, la disminución en la recaudación y la expedición a América. Muchos militares se
hicieron masones y aspiraban a un cambio de sistema. Los pronunciamientos fueron
encabezados sin excepción por hombres del nuevo Ejército.
Al malestar del Ejército y del país hay que sumar no sólo la desilusión de los liberales
de 1814, sino la de aquellos que de buena fe pensaron que el rey cumpliría con las promesas
hechas en Valencia, e incluso, el descontento de algunos realistas que, aunque no eran
partidarios de una revolución tampoco estaban conformes con la política llevada a cabo. Los
liberales vieron como en 1814 cómo se derrumbaba el edificio levantado por ellos en Cádiz y
se les castigaba. Por lo que luchaba por conseguir ver triunfar de nuevo la Constitución y a las
personas perseguidas en los más altos puestos. Mientras, los que habían apoyado al rey,
confiando en las reformas prometidas el 4 de mayo, pronto llegaron a la conclusión de que
habían sido burlados, pues al cabo de seis años no se habían cumplido. Por otro lado, los
realistas se quejaban de la supresión de los periódicos, de la censura etc. también hay que
añadir al descontento, las ideas que llevaban que llevaban inevitablemente a quienes las
profesaban a intentar el cambio, cualquiera que hubiese sido la política llevada a cabo si no
contaba con la Constitución y sus hombres.
Con todos estos elementos, sólo faltaba el brazo ejecutor para quebrar la defensa al
poder establecido. La ocasión se presentó con el ejército expedicionario que se hallaba en
Cádiz con el fin de combatir el levantamiento independentista de Ultramar. La moral de las
tropas se veía minada por las condiciones en que se hizo el reclutamiento, ya que muchos de
ellos fueron reclutados de forma violenta, puesto que la mayoría de los soldados habían
cumplido su servicio en la guerra de la Independencia. Muchos oficiales de infantería
recibieron ascensos con la condición de embarcarse y los de caballería no tenían más remedios
que aceptar este destino o pedir el retiro. Además tanto entre gran parte de la oficialidad como
de la tropa se dudaba de un éxito definitivo en América. Las noticias sobre el trato que los
rebeldes americanos daban a los prisioneros y las condiciones de vida en esas tierras hacían
repugnante a muchos la idea de embarcarse.
Este ambiente fue fomentado y explotado por la masonería que veían en el ejército
expedicionario el instrumento ideal para protagonizar un levantamiento con posibilidades de
éxito. Alcalá Galiano, uno de los principales protagonistas en esta labor de zapa, cuenta como
a partir de 1818 las sociedades secretas de Andalucía y especialmente la de Cádiz se dedicaron
a organizar la sublevación. El primer intento tuvo lugar el 8 de julio de 1819, pero fracasó
porque el Conde de Labisbal, que capitaneaba las tropas y estaba enterado y favorecía la
conjura, no se decidió a erigirse en caudillo y lo abortó. Tal vez temía un fracaso, y las
consecuencias que pudiera acarrearle. Pero el golpe asestado a los conspiradores no fue tan
duro como para no empezar casi inmediatamente a reorganizarse pero en condiciones más
difíciles.
El ejército tuvo que dispersarse por varios puntos de la Baja Andalucía, cuando la
epidemia que ya se había declarado en San Fernando, amenazaba a Cádiz, por lo que el
esfuerzo de captación de los organizadores tuvo que dispersarse. Este inconveniente tuvo su
lado ventajoso para los conspiradores ya que la epidemia impidió el embarque que hubiese
acabado con todos sus plantes. Por otra parte, no todos los adictos del momento anterior
perseveraron y los que lo hicieron no pertenecían a las clases más altas del Ejército. A pesar de
la escasez de medios materiales y humanos, se lanzaron a la empresa y el 1 de enero de 1820
el comandante Rafael de Riego proclamó la Constitución en Cabezas de San Juan. El 3 de
enero, el coronel Antonio Quiroga, designado para encabezar el movimiento, tomaba San
Fernando y se disponía a entrar en Cádiz, que era el objetivo más importante. El retraso en
hacerlo y la resistencia encontrada en la Cortadura bastaron para estropear los planes e impedir
que pudiesen entrar en la ciudad hasta el 15 de marzo en que se proclamó la Constitución.
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El resto del tiempo hasta que se conoció el juramento de la Constitución por el rey, los
sublevados no pudieron hacer otra cosa que mantener el ejército de San Fernando entre Cádiz
y las tropas enviadas por el Gobierno al mando de Freyre y acudir a otros puntos de Andalucía
en petición de auxilio. Éste no llegó y la columna mandada por Riego con este fin se
encontraba prácticamente disuelta sin haber tenido lugar ningún choque de importancia con el
ejército gubernamental. La revolución corría el riesgo de morir de inanición, el fracaso parecía
seguro, no por la acción del Gobierno, sino por la falta de vitalidad.
En febrero de 1820 era imposible pensar en el triunfo y, sin embargo lo consiguieron.
La razón principal del éxito residió en gran parte en los errores que cometió el poder central.
El 1º fue la falta de energía para sofocar la rebelión nada más producirse y haber permitido
que una fuerza insignificante se pasease por Andalucía sin hacerle frente. Ninguno de los altos
mandos se atrevió a encabezar la insurrección y declararse abiertamente a favor de ella, pero
tampoco la atacaron, e incluso la veían con buenos ojos. Esto no quiere decir que Fernando
VII no contase con personas capaces de sofocar el levantamiento. Elío podía haber sido uno de
ellos y también el marqués de las Amarillas, militar disciplinado complemente contrario a una
revolución, que había surgió del incumplimiento de embarcarse a América. Otro de los errores
del Gobierno fue el silencio guardado acerca de los que sucedía en Andalucía y posteriormente
en otros puntos de la Península. A falta de noticias, el rumor exageraba los acontecimientos,
causando inquietud y despertando la desconfianza en el Gobierno. Se confirmaba así cómo la
supresión de los periódicos, por el decreto de 27 de abril de 1815, perjudicaba la causa real en
lugar de favorecerla porque, ya que el Gobierno guardaba tan obstinado silencio, al menos la
prensa realista hubiera podido informar.
El 2º factor decisivo en el éxito del levantamiento de Riego fue la ola de
pronunciamientos que a partir de febrero se produjo en varios puntos del país. Se había
perdido un tiempo precioso al no eliminar el foco gaditano. Lo que dio lugar a que produjesen
nuevos pronunciamientos en otros puntos del país. También en estos nuevos levantamientos
jugaron un papel importante las sociedades secretas, contribuyendo a organizar y animar los
movimientos en apoyo del primero de ellos.
La primera caja de resonancia fue Galicia. El 21 de febrero se proclamó la
Constitución en La Coruña, siguiéndole El Ferrol y Vigo. El Conde de San Román abandonó
Galicia a los insurrectos y huyó a Castilla. A Galicia siguieron Zaragoza el 5 de marzo,
Barcelona el 10 y Pamplona el 11. Si añadimos a esto la proclamación de la Constitución el 4
de marzo en Ocaña donde el conde de Labisbal al mando del ejército que debía formarse en La
Mancha para combatir a los insurgentes y la defección de parte de la Guardia Real, se puede
decir que el golpe se había consumado. En todos los lugares donde se proclamó la
Constitución, antes de que el rey la jurase, o se conociese que lo había hecho, se formaron las
juntas de gobierno provinciales que asumieron el poder a la espera de que se instituyeran
nuevas autoridades emanadas de un poder constitucional.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el Gobierno rompió, por fin, el silencio
oficial el 4 de marzo, publicando en la Gaceta el Decreto del día 3. En él se reconocían los
males que aquejaban al país, las dificultades por las que no se habían llevado a cabo las
reformas, y se dejaba traslucir vagamente la intención de realizarlas con la esperanza de
fuesen “ una firme barrera y sostén fuerte contra las ideas perturbadoras del orden”. A partir
de este momento se inició la carrera que terminaría con la claudicación total del rey.
Tres días más tarde se mandaba celebrar Cortes con arreglo a la observancia de las
Leyes fundamentales que tengo juradas, y al día siguiente, 7 de marzo, el rey se decidía a jurar
la Constitución de 1812 y a convocar Cortes con arreglo a ella. El rey no tuvo más remedio
que precipitar los acontecimientos ante la ola de pronunciamientos que se empezaba a
extender por todas partes y que afectó también a la capital.
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El 9 de marzo de 1820 Fernando VII, temeroso tal vez de ver en peligro la Corona, se
vio obligado a aceptar oficialmente el triunfo de la revolución con el juramento de la
Constitución y el nombramiento de una Junta, lo que ponía en evidencia que no tenía
confianza en cumplir lo jurado. Ello suponía el primer triunfo de liberalismo español en lucha
abierta y la primera oportunidad de los liberales para ejercer el poder de forma práctica. Se
pondrán en vigor leyes y decretos que se dictaron por las Cortes de Cádiz, pero que no
pudieron ponerse en la practica.
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TEMA 4.- EL TRIENIO LIBERAL (1820-1823)

11. LA JUNTA PROVISIONAL

El Trienio Liberal se inicia el 7 de marzo de 1820 con la promesa de Fernando VII de


jurar la Constitución y el juramento efectivo dos días más tarde. Entre esas fechas y la reunión
solemne de las Cortes el 9 de julio tuvo lugar la transición política que dio paso a la segunda
etapa del liberalismo decimonónico español. La pieza clave fue la Junta provisional, impuesta
por Fernando VII el 9 de marzo, cuya misión consistió en asegurar el éxito de la sublevación
de signo liberal iniciada el 1 de enero en Cabezas de San Juan por el ejército expedicionario
destinado a combatir los movimientos independentistas de las colonias americanas. De su
forma de proceder dependió en gran parte la transición sin grandes traumas y la orientación
política del poder por los moderados.
La Junta Provisional, presidida por el cardenal Borbón, estuvo formada por diez
personas de la confianza del pueblo, esto es reconocidos liberales, aunque no los más
relevantes, puesto que los más importantes de las Cortes de Cádiz estaban encarceladas,
desterradas o exiliadas. Bajo la fórmula de Órgano consultivo ejerció amplísimos poderes y
gobernó el país en la sombra, ya que dictámenes, acordados generalmente por unanimidad,
nunca tuvieron carácter público. Sin embargo, las decisiones importantes pasaron por sus
manos y necesitaron su aprobación en una suma de facultades propias de una Regencia
Provisional, de la Diputación permanente de las Cortes y del Consejo de Estado, cuyo origen
se encuentra en: llenar el vacío del poder establecido. En ella se depositó la soberanía
nacional, hasta traspasarla a las nuevas Cortes. De ahí que su autoridad estuviera por encima
de las Juntas provisionales creadas a partir de febrero, e incluso del propio rey y del Gobierno.
Como Regencia gobernó constitucionalmente sin Cortes y como Diputación permanente veló
por la reposición de las leyes y su cumplimiento dando cuenta de ello únicamente a la
representación nacional.
Legalizada la revolución con la sanción real que reconoció la Constitución de 1812 y
toda la obra de las Cortes de Cádiz, la transición se inició con la promulgación, por orden
cronológico, de los decretos de carácter político, económico y social. Con ello se volvió al
sistema jurídico interrumpido en 1814 sin discusión ni enmienda de los textos, pero con las
limitaciones que imponían los seis años transcurridos. En la práctica el retorno como si nada
hubiera pasado fue imposible, ya que habían ocurrido hechos muy graves como la destrucción
de la obra gaditana, la persecución de sus más eminentes promotores o la represión de las
nuevas tentativas y sobre todo la división del país en dos partes irreconciliables. El nuevo
régimen no pudo olvidar que uno de los principales artífices de esta catástrofe fue el propio
rey. Uno de los pilares de Nuevo Régimen, el Gobierno Constitucional, no fue desde el punto
de vista legal, puesto que se hurtó al rey la facultad de elegirlo. La imposición de la Junta fue
el resultado de la resistencia de Fernando VII a formar un Gabinete compuesto por personas
que reunieran ideológicamente, y a ser posible en los demás aspectos, las condiciones
necesarias para abordar el cambio sin reserva alguna. La elección de primerísimas figuras de
las Cortes de Cádiz, como Agustín Argüelles, abrió el camino para el mal entendimiento con
el rey, fundamentado en mutuo recelo y resentimiento, por lo que fue el primer error del
Trienio Liberal. La Junta se vio en la necesidad de dar un testimonio fehaciente de la voluntad
del rey y de su propia voluntad para reponer el sistema político de Cádiz. Hubo en ello una
clara cesión a presiones extremistas de las Juntas provinciales y de las Sociedades patrióticas
que habían recusado nombramientos de ministros como los de Amarillas (guerra), Salazar
(Marina) y Parga (Gobernación de la Península).
La etapa provisional abierta en marzo sólo podría cerrarse con la instalación de Cortes
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como única institución capaz de consolidar el sistema liberal. La convocatoria formalmente
hecha por el rey (fue elaborada por la Junta Provisional), contempló la reunión de Cortes
ordinarias, cerrando la posibilidad a cualquier reforma constitucional, con una serie de ajustes
en cuanto a plazos para la elección de diputados y número suplentes por Ultramar que
permitiesen acelerar el proceso. Esta forma de convocatoria se consideró a posteriori como
otro error, incluso por los propios autores de la Constitución de 1812, pero en aquel momento
nadie puso en duda el acierto de tal decisión; por otra parte en ningún momento se pensó en
reponer las Cortes de 1814 con los mismos diputados. Al igual para Ayuntamientos y
Diputaciones, seis años de gobierno absoluto habían dado lugar a comportamientos claramente
anticonstitucionales como los adoptados por los diputados firmantes del Manifiesto de abril de
aquel año.
El Nuevo Régimen contó en la cúspide del poder con el rey, poco dispuesto a colaborar
en su implantación, el Gobierno, primero a la medida del monarca y del régimen derrocado,
después a la del sistema constitucional, y con la Junta provisional encargada de realizar la
transición. Su ejercicio se vio directamente influido por la actitud de cada una de las partes; en
la medida en que influyeron en las decisiones, Las Juntas Provinciales, las Sociedades
Patrióticas y el Ejército.
La conducta del rey en los primeros meses pasó por dos fases. La primera hasta el 22
de marzo, se caracterizó por la resistencia a medidas que abocaran irremediablemente a la
Monarquía a un régimen aceptado, aunque no deseado, cuyo futuro era imprevisible. A partir
de la formación del nuevo Gobierno, la convocatoria a Cortes, la comunicación exterior, del
cambio de régimen a las demás potencias y sin apoyo interior ni exterior, la obstrucción inicial
dio paso a la resignación y a la indiferencia como actitudes predominantes. La Junta, por su
parte, fue respetuosa pero firme con el rey, de modo que en la diaria discusión de los asuntos
de Estado dejó testimonio patente de la desconfianza en la intención y actuación real, mientras
que transmitió a la opinión pública un convencimiento de su buena voluntad que estaba lejos
de sentir.
El Gobierno, tanto el antiguo como el provisional o el llamado constitucional, careció
casi por completo de autoridad. Su competencia quedó reducida, a las cuestiones de trámite, a
la preparación de trabajos para las futuras Cortes y a la consulta y cumplimiento de las
resoluciones de la Junta Provisional. Sin embargo, la Junta provisional ofreció resistencias a
esta omnipotencia y algunas de las medidas más discutidas, como el conflicto de los diputados
firmantes del Manifiesto de 1814 o la prohibición de pasar de la línea del Ebro a los emigrados
en Francia con la retirada de José I, fueron obra de este Gobierno. El éxito fue posible por el
constante temor existente a una revolución radical, sólo era cuestión de tiempo y oportunidad.
Las Juntas debían disolverse automáticamente en el momento en que la soberanía pasase a los
representantes legítimamente elegidos.
El Ejército sublevado llamado también Ejercito de la Isla, podría desmantelarse sin
peligro contando con la superior autoridad de las Cortes. Las Sociedades patrióticas recibirían
al menor desorden todo el peso de la ley. El mantenimiento de estos grupos, dio lugar a una
serie de concesiones y obstáculos que lastraron la política moderada e impidieron en gran
medida una reconciliación.
Las Juntas provinciales no sólo funcionaron como entes autónomos en sus propios
territorios antes del juramento del rey, sino que pretendieron continuar en la misma línea
después de él. De este modo consiguieron la confirmación de las autoridades civiles y
militares elegidas por ellas y que su opinión se tuviera en cuenta para nombramientos futuros.
Siguieron manejando los fondos de las rentas, con grave perjuicio para el erario y pusieron en
vigor normas como la supresión del derecho de puertas que el Gobierno central no había
sancionada. En cambio se resistieron a obedecer aquellas medidas que de alguna manera
socavasen su autoridad, como reposición de las Diputaciones de 1814 o la reorganización de
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sus respectivos ejércitos, y presionaron para que se formase un nuevo gobierno y se
destituyese a los ministros sospechosos (Amarillas, Salazar y Parga), persecución de no
adictos etc.
La fuerza de las Sociedades patrióticas radicó en la creación y difusión de la opinión
pública de la que se autoconsideraron sus depositarios y defensores. Como en el caso de las
Juntas el poder central utilizó su influencia para respaldar su propia política, pero se negó a
admitir cualquier propuesta que socavase su autoridad, máxime si iba acompañada de una
manifestación pública como la petición de dimisión del ministro de guerra.
El Ejército de la Isla constituyó el paradigma de las fuerzas militares que participaron
en el cambio de régimen. Su fuerza procedía del prestigio alcanzado por su contribución al
éxito de la revolución. Aunque sus logros ceñidos a Andalucía eran muy limitados, sirvió de
ejemplo para el resto y llegó alcanzar categoría de mito. La falta de participación de las
fuerzas propició el retorno liberal, y su no incorporación a las tareas de gobierno, El germen
de la división y del enfrentamiento existía ya en esta época y la marginación, que se consideró
un éxito a la larga se demostró como un gran error político. Los liberales del 12 se encontraron
instalados en el poder e incapaces de dar cabida a los autores de la revolución. Éstos por su
parte, contaban con datos suficientes para saber que el método más eficaz para conseguir sus
propósitos era la amenaza y el desorden. Así se inició la espiral que llevaría a la toma del
poder a la fracción exaltada.
Los moderados adoptaron la vía intermedia que resultó un objetivo inalcanzable. Sus
pretensiones de neutralizar al adversario y de anular al enemigo político dio lugar a
ambigüedades que no contentaron a nadie. Las concesiones al ala radical se tradujeron en
exigencias cada vez más extremistas. Las medidas para contener a los realistas y uniformar al
país bajo el credo liberal tampoco evitaron el comienzo de una sorda pero evidente oposición.
La exigencia generalizada de juramento a la Constitución, enseñanza de la Ley fundamental
desde el púlpito y la escuela, la separación de empleados de sus puestos por razones políticas,
no hicieron sino ahondar la división iniciada en 1814 con el retorno de Fernando VII.
La oposición eclesiástica se debió a los presupuestos que el Nuevo Régimen, que
restringían su enorme influencia, y a la disminución de las atribuciones de la Corona, que
mermaba su propio poder. La supresión del Tribunal de la Inquisición y la ley de Libertad e
Imprenta supusieron para la Iglesia un serio recorte a su ascendiente cultural y político.
Medidas como la obligación de predicar la Constitución no estuvieron exentas de
revanchismo, y otras relativas secularizaciones y prohibición de nuevas profesiones, así como
venta de fincas, con el fin de disminuir el clero regular en número y poder económico. Las
protestas de la Santa Sede y hostilidad del alto clero aumentaron a la vez que se ponía en vigor
la legislación gaditana. Esto alimentó un creciente anticlericalismo durante el Trienio.
A los problemas existentes hay que añadir el temor a una intervención europea, de tal
modo que la política exterior se redujo prácticamente a un aspecto más de la política interior.
En consecuencia, los principales esfuerzos se dirigieron a mitigar toda impresión desfavorable
sobre el Nuevo Régimen y así evitar la injerencia exterior. De momento se conjuró un ataque
armado y una advertencia oficial a las Cortes, a una política intervencionista por falta de
apoyo de Londres y Viena, pero sin descarar una acción posterior a tenor de los
acontecimientos.
A los problemas existentes se vino a sumar la precaria situación económica heredada
de épocas anteriores y los costes derivados de la propia coyuntura revolucionaria. El legado de
Carlos IV se agudizó con el empobrecimiento general causado por la guerra de la
Independencia, el mantenimiento de un ejército para sofocar los movimientos independentistas
de las colonias y la ausencia de caudales americanos. Los gastos extraordinarios por el retorno
de Napoleón a Francia y la fiebre amarilla en Andalucía aumentaron todavía más las
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penalidades. A esta crisis interna se superpuso la crisis internacional de precios y la falta de un
adecuado mercado nacional que colocaran al país en una posición favorable al cambio político
y viceversa: la situación económica no fue buena aliada para la consolidación del nuevo
sistema. La propia revolución aportó en los primeros meses más factores desfavorables:
debido a la autonomía de las regiones donde se iba proclamando la Constitución, a la falta de
confianza en un gobierno provisional erigido al margen de ellas y a la escasez crónica del
erario, la nación estuvo al borde de la suspensión de pagos. La Junta se trazó una política de
supervivencia que permitiese llegar hasta la reunión de las Cortes. Infundir confianza en la
transición era primordial, para que las provincias aportasen sus caudales y Tesorería. Para ello
se llevó a cabo la reforma administrativa de la Hacienda señalada por la legislación gaditana y
se tendió al ahorro del gasto público, el control de los funcionarios y de los ingresos, así como
el pago de los gastos más urgentes. Para recabar fondos recurrieron a solicitar un préstamo a
los comerciantes y a mantener el sistema tributario del Antiguo Régimen para evitar el colapso
de la Hacienda. Objetivos que no llegaron a alcanzarse, por los enfrentamientos con los
conservadores.

1.25. LA ETAPA MODERADA

Las Cortes reunidas el 9 de julio en el palacio de doña María de Aragón, (de mayoría
moderada), afrontó el problema creado por el Ejército de la Isla, que con sus jefes ascendidos
al generalato, exigía en Andalucía entre festejos una recompensa en regla para los salvadores
de la patria en el momento de verificar su entrada triunfal en Madrid, donde según rumores se
daría un golpe de Estado. Ante la posibilidad de que se cumpliese y alegando razones
económicas, se mandó disolver el ejército, pero las algaradas que se produjeron en Cádiz y
San Fernando obligaron a dimitir al ministro de Guerra, marqués de las Amarillas, y tuvo que
ser llamado Riego a Madrid para separarlo de sus tropas con el pretexto de concederle la
capitanía de Galicia. El flamante general con su falta de discreción y su incontinencia verbal,
en un homenaje que le dio en Madrid la Sociedad Patriótica La Fontana de Oro, se enfrentó
directamente con el jefe político de Madrid en una función que organizó en su honor en el
Teatro Príncipe. La inmediata destitución de Riego como capitán general de Galicia fue
seguida de algaradas, manifestaciones y motines callejeros. La lucha se trasladó a las Cortes
cuyas sesiones adquirieron un tono violento planteándose el dilema entre la libertad sin orden
y el orden sin libertad, entre los moderados y exaltados.
El incidente de Riego (fue trasladado a Oviedo), supuso a partir de ese momento que
los liberales dejasen de ser un bloque monopolítico para dividirse en dos tendencias: los
primeros llamados doceañistas, por haber participado en las Cortes de Cádiz, y los segundos
veinteañistas, para estos la revolución no había llegado a su fin, por lo que había que seguir
luchando y cambiarlo todo. La institución monárquica era puramente accidental, aunque no
pensasen en su supresión, buscaban el apoyo popular, comenzaron a ser llamados exaltados.
También se abordó el problema de las Sociedades patrióticas, reuniones de liberales en
lugares públicos, normalmente cafés, donde los ciudadanos subidos en sillas, improvisaban
arengas encaminadas a celebrar el advenimiento de la libertad. Para evitar manifestaciones y
algaradas como las ocurridas durante la estancia de Riego, las Sociedades patrióticas fueron
suprimidas porque no eran necesarias para el ejercicio de la libertad, aunque se permitía
formar grupos de oradores, mientras que no se constituyan en sociedades. Los exaltados,
hicieron caso omiso a la prohibición, algunas sociedades como La Fontana y la Gran Cruz de
Malta continuaron existiendo y La Landaburiana se creó después.
Más influyentes que las sociedades patrióticas fueron las Sociedades secretas como la
masonería, que tuvo una participación en la preparación del pronunciamiento de Cabezas de
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San Juan. Posteriormente buscó la adquisición del poder político mediante el dominio de
cargos gubernamentales. La división de los moderados y exaltados tuvo su reflejo en la
masonería con la escisión de los más radicales que formaron la sociedad secreta de los
comuneros e hijos y vengadores de Padilla: la Comunería debía ser considerada como un
movimiento en defensa de la Constitución con claro matiz nacionalista donde el supremo
jerarca se llamaba el Gran Castellano y ejercía su poder sobre comunidades, merindades,
castillos, fortalezas y torres.
En la etapa moderada se sentaron las bases del sistema hacendístico y de la política
económica que iba a regir durante el Trienio Liberal. El plan de Hacienda presentada a las
Cortes partía de dos principios: aumentar los ingresos del erario sin recargar los impuestos y
equilibrar el presupuesto. Esto sólo se podría alcanzar aumentando la riqueza interna con la
colaboración de la propia Hacienda y de la acción gubernamental. El primer programa
económico del Trienio Liberal contempló los siguientes puntos: necesidad de conocer la
verdadera situación del país, para lo que se imponía la recopilación de datos fiables,
reparación de las pérdidas ocasionadas por la guerra y consiguiente sacrificio del erario,
reconocimiento propio como potencia de segundo orden y mantenimiento de la paz, tanto
exterior e interior como con las posesiones ultramarinas; protección al trabajo; cotización
sobre el producto líquido de las rentas y elaboración de un presupuesto de gastos de acuerdo
con las posibilidades de los contribuyentes. Con este programa se estableció el sistema que iba
a regir durante el Trienio Liberal. De él se deduce una notable disminución de los ingresos, en
parte debida al retroceso de la actividad económica, en parte deliberada para aliviar al
contribuyente y favorecer la producción. Este proyecto sólo podía llevarse a cabo con un
momentáneo endeudamiento previsto en el presupuesto de 1821 en 200 millones de reales.
Con este ensayo se trataba de ver si el país podría enjugar su deuda con vistas al relanzamiento
económico, pero la situación atrasada del país aún tenía que despojarse de las viejas
estructuras y esto no se iba a resolver en tres años.
Las Cortes continuaron las reformas inconclusas en la etapa gaditana, destacando la
legislación socio-religiosa con la supresión de las vinculaciones, la prohibición a la Iglesia de
adquirir bienes inmuebles, la reducción del diezmo, la supresión de la Compañía de Jesús y la
reforma de las comunidades religiosas. Esta ley suprimía todos los monasterios de las órdenes
monacales, prohibía fundar nuevas casas y aceptar nuevos miembros, al mismo tiempo que
facilitaba 100 ducados a todos aquellos religiosos o monjas que abandonasen su orden. Los
liberales buscaban con estas reformas aumentar los ingresos del Estado y quebrantar cualquier
oposición religiosa a su política. En este segundo objetivo consiguió un efecto contrario: el rey
y sus partidarios decidieron hacer frente de modo activo al proceso revolucionario, y el rey
con el apoyo del nuncio, se negó en principio a sancionar la ley. El enfrentamiento entre el rey
y los liberales (tanto exaltados como moderados) fue constante, comenzando siempre con una
actitud de firmeza por parte del monarca y terminando con su claudicación. Tal vez la crisis
más famosa ocurrió cuando en el discurso, escrito por Argüelles, de apertura de las Cortes el 1
de marzo de 1821, Fernando VII introdujo, la coletilla, quejándose de la falta de autoridad del
Gobierno ante los ultrajes y desacatos de todas clases cometidos a mi dignidad y decoro contra
lo que exige el orden y el respeto que se me debe como rey constitucional.
De la crisis de la coletilla salió un nuevo Gobierno moderado que marcó una segunda
etapa en el Trienio Liberal y que se caracterizó por el desbordamiento de los moderados tanto
por los liberales exaltados como por los realistas. El nuevo Gobierno decidió ser
eminentemente realizador, que en plano económico se concretó en un ajuste del presupuesto
con un déficit previsto de más de 550 millones de reales, en un crédito extranjero por importe
de 300 millones, en la devaluación monetaria y en la emisión de un empréstito nacional que no
logró a cubrirse. Por su parte las Cortes llevaron a cabo dos importantes reformas
administrativas que tenían en común la imposición de un centralismo muchos más exigente
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que el borbónico. La 1ª de ellas fue la división de España en 49 provincias, y el
robustecimiento de los correspondientes organismos, diputaciones y tesorerías que debían
permitir una mejor y mayor recaudación tributaria. La 2ª La Ley de Instrucción Pública, que
establecía tres etapas de enseñanza que se hicieron clásicas, primaria, media y superior, fijaba
en 10 el número de universidades y cercenaba la autonomía universitaria al establecer unos
planes de estudios idénticos en todo el país.

1.26. LA REVOLUCIÓN EXALTADA

A partir de octubre de 1821 hay una serie de alzamientos y asonadas a lo largo de toda
España. Los centros principales fueron Cádiz y La Coruña, al igual que la habían sido a
comienzos de 1820, y sus líderes- Riego, Quiroga y Espoz y Mina- los mismos que se alzaron
ese año. Comenzó en Zaragoza donde Riego, que había sido nombrado capitán general de
Aragón, estaba relacionado con dos conspiradores franceses republicanos. El general Riego
fue destituido sobre la base de un informe del jefe político de Zaragoza. El nuevo capitán
general, Ricardo Álava, logró restablecer precariamente el orden público y en Madrid, a pesar
de haberse clausurado una vez más la Sociedad patriótica La Fontana de Oro, otra asonada se
produjo la noche del 18 de septiembre, siendo reprimida enérgicamente por el jefe político
Martínez San Martín mediante cargas de caballería y, pasada la medianoche el Gobierno
controlaba la situación. Cádiz y La Coruña se mantuvieron al margen del Gobierno,
desarrollándose auténticas escenas de anarquía. En Galicia la rebelión fue encabezada por el
propio capitán general, Espoz y Mina, que publicó un manifiesto denunciando el “feroz
absolutismo del Gobierno servil que había en Madrid”. Los exaltados no consiguieron el
triunfo total en Galicia por la decidida intervención del general Latre que pudo atrincherarse
en Lugo e impedir el avance de Mina hacia el interior. Aunque no llegó a una situación de
guerra civil, el Gobierno tuvo que transigir con los rebeldes exaltados concediéndoles
paulatinamente lo que en el fondo buscaban: una participación en los resortes del poder.
Los menos extremistas de los exaltados negociaron con algunos moderados y en medio
de un clima de entendimiento lograron prácticamente todo los que pedían. Cuatro ministros
abandonaron el Gobierno, y poco después una nueva crisis ministerial dio entrada a un nuevo
Gabinete, de los moderados presidido por Martínez de la Rosa, llamado Rosita la Pastelera por
su espíritu conciliador, que proyectó una reforma constitucional con Cortes bicamerales, claro
anticipo del Estatuto Real Isabelino. La pérdida de las elecciones de 1822 por los moderados y
el que la intentona de la Guardia de Infantería de palacio fuera abortada por la Milicia
Nacional y no por el Gobierno el 17 de julio hizo saltar el gobierno moderado de Martínez de
la Rosa.
A partir de julio de 1822 el poder ejercido por los exaltados con el Gobierno de
Evaristo de San Miguel primero y posteriormente cuando ya había comenzado la intervención
francesa con el Álvaro Flórez de Estrada. Pero este triunfo no supuso resolver los problemas
que acuciaban al país. La falta de autoridad vino, en primer lugar por la incapacidad de los
ministros, reconocida posteriormente por el propio San Miguel.
El apoyo incondicional y absoluto de la masonería trajo consigo la oposición de los
moderados; una oposición a todos los niveles porque el Gobierno removió a la mayor parte de
los empleados de la Administración. Finalmente las potencias de la Quíntuple Alianza
amenazaron con intervenir. La falta de autoridad del Gobierno se tradujo en un
endurecimiento de la vida política, que adquirió las connotaciones propias de un ambiente de
guerra civil con posturas irreconciliables y acciones extremistas como matanzas,
deportaciones y destrucciones.
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1.27. LA CONTRARREVOLUCIÓN REALISTA

Si la revolución exaltada no llegó a degenerar en una confrontación bélica, no ocurrió


lo mismos con la contrarrevolución realista que, comenzando con pequeños alzamientos,
terminó convirtiéndose en la primera guerra civil de la historia contemporánea en España. En
esta contrarrevolución actuaron tres elementos diferentes que normalmente no estaban
conjuntados sino dispersos. El 1º El rey, que a lo largo de todo el Trienio vivió su experiencia
de monarca constitucional sin la menor voluntad de entendimiento con las Cortes y con el
Gobierno. En el ejercicio de sus funciones favoreció las opciones políticas más moderadas,
toleró, si no estimuló, las iniciativas subversivas de la Guardia Real y usó el veto hasta el
límite permitido por la Constitución. Al margen de estas acciones, realizó otras que constituían
una alteración flagrante de las normas constitucionales, como el nombramiento de un capitán
general para Madrid sin el preceptivo refrendo ministerial, la protección que brindó en el
palacio real a los guardias rebeldes a la autoridad militar y la demanda de una intervención
militar de las potencias legitimistas como única solución para recuperar el poder autoritario
que había practicado a su regreso de Francia.
En 2º lugar, está la resolución armada de forma de partidas, con precedente en las
guerrillas de la Guerra de la Independencia, sin organización entre ellas ni unificación de
mandos. Las proclamas muestran una oposición frontal al régimen liberal, pero no una vuelta
pura y simple al pasado sino más bien la edificación de un nuevo régimen con un carácter
renovador, en el que la soberanía de Fernando VII sea algo más que un símbolo. El
movimiento de protestas intentó ser capitalizado por una Junta de Bayona, capitaneada por el
general Eguía y por la Junta de Toulouse, dirigida por el marqués de Mataflorida, que por
exigencia francesa conquistó la plaza fuerte de Urgell, estableciendo una Regencia que logró
reunir a 13.000 hombres con el fin de rescatar al rey de manos de los liberales. Esta regencia
fue incapaz de vencer a las tropas liberales al mando de Espoz y Mina, por la carencia de
recursos económicos. El triunfo de las armas liberales llevó a la Regencia a refugiarse en
Llivia y posteriormente a internarse en Francia.
La impotencia de los realistas para vencer al liberalismo, junto con la petición de ayuda
de Fernando VII, forzó la intervención militar extranjera en los asuntos internos españoles
decretada el 20 de octubre de 1822 en el Congreso de Verona. La invasión, que se encomendó
a Francia por la desconfianza que provocaba en la cancillería austriaca la posible participación
rusa, se inició el 7 de abril de 1823. No se produjo la resistencia popular que esperaba el
Gobierno liberal y los tres ejércitos formados precipitadamente al mando de Espoz y Mina,
Ballesteros y el conde de La Bisbal se rindieron sin apenas combatir. Los Cien Mil Hijos de
San Luis al mando del duque de Angulema, encontraron poca oposición. Esto fue debido por
el descontento con la política económica y sobre todo en los medios agrarios, que repercutió
en el deterioro del sistema político constitucional del Trienio, incrementado por la mala
cosecha de 1822 creando condiciones adecuadas para un gran levantamiento rural.
A finales de la primavera de 1823, el Gobierno liberal tuvo que evacuar Madrid y se
trasladó a Sevilla junto con las Cortes y con el rey, a pesar de que éste había alegado un ataque
de gota. La derrota de las fuerzas gubernamentales en Despeñaperros, obligó un nuevo
traslado a Cádiz, que se pudo hacer declarando loco al rey, hecho que Fernando VII nunca
perdonaría y creando una Regencia encargada del poder ejecutivo. Una vez en Cádiz, tuvo
lugar el único combate de las tropas francesas: el asalto al poco defendido fuerte del
Trocadero. El 29 de septiembre las Cortes decidieron dejar libre al rey y negociar con el duque
de Angulema. Con ello finalizó la segunda REVOLUCIÓN LIBERAL española y se abrió el
último período de existencia del Antiguo Régimen en España.
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1.28. EL PROCESO DE EMANCIPACIÓN AMERICANA

Al comenzar el Siglo XIX, los dominios de España en América se extendían por todo
el continente desde México hasta la Patagonia con la exclusión de Brasil. Cuando murió
Fernando su hija Isabel sólo recibió las islas de Cuba y Puerto Rico. En veinticinco años se
produjo, un proceso de disgregación del Imperio forjado en el siglo XVI; el proceso estuvo
muy unido a la crisis política de la metrópolis y desembocó con la independencia de la
mayoría de los territorios del imperio.
El proceso emancipador tiene su origen el siglo XVIII, al iniciarse la monarquía
borbónica se impuso una reordenación del imperio encaminada a perfeccionar el sistema
político y mejorar la situación económica de las colonias. Con tal fin se adoptaron medidas
como la abolición de los repartimientos, creación de intendencias o la autorización del libre
comercio de todos los puertos españoles con los territorios americanos. Esta nueva política,
unida al reforzamiento del control burocrático-administrativo, originó una gran expansión
económica caracterizada por un aumento espectacular de los intercambios entre la metrópoli y
las colonias. A la vez que aumentó la presión fiscal y se negó la libertad económica entre los
virreinatos y la Península a cualquier país extranjero.
La nueva política dio lugar a la aparición de una clase mercantil entre criollos, con
intereses centrados en aumentar el comercio con el exterior y de participar en la vida política
del territorio donde se encontraban. El primero se oponía al nuevo pacto colonial y el segundo
se vio frustrado porque la alta dirección política del imperio ultramarino continuó reservada a
los españoles peninsulares. También desempeñó un destacado papel emancipador la difusión
entre lasa clases altas americanas de la ideología ilustrada que contribuyó a crear nuevas
visiones y proyectos políticos de carácter autónomo. La expulsión de la Compañía de Jesús,
creó un vacío cultural que fue cubierto con las ideas ilustradas y como consecuencia los
jesuitas expulsados entre los que había mayoría criollos, pusieron de relieve muchos de los
males que se padecía, imputables a la administración española.
Los ingleses practicaron una política intervencionista en América donde veían desde el
punto de vista económico, un enorme campo de expansión y desde el punto de vista de las
relaciones internacionales un medio para disminuir el poder de España, aliada de Francia por
los pactos de familia. Para su política de intervención fue clave el dominio del Atlántico que
consiguió tras la destrucción de la escuadra española en Trafalgar. Muestra de la política de
intervención británica fue la penetración en el estuario de La Plata, con el ataque a Buenos
Aires en 1806, y la financiación de las expediciones de Francisco Miranda en 1804 y 1806 que
acabaron en un total fracaso. Desde el punto de vista económico la introducción de mercancías
por el contrabando fue continua siendo fomentada por las propias clases altas criollas.
El complejo panorama americano hizo crisis ante los acontecimientos que ocurrieron a
partir de 1808 en la Península Ibérica. Al igual que en la metrópoli, también en América hubo
un pequeño sector de la burocracia colonial que pensó en la posibilidad de acatar a José I y
seguir gobernando en su nombre como lo habían hecho en el de Fernando VII. El
levantamiento español hizo inviable esta postura al dar por supuesto el carácter intruso del
nuevo rey, por lo que se hizo necesario determinar en quien radicaba la soberanía y sobre la
base de la doctrina populista de clara raigambre española, muy presente sobre todo en este
primer período del proceso emancipador hispanoamericano, se llegó a la conclusión de que el
poder había revertido de nuevo a su primitivo titular: el pueblo o comunidad.
Al contrario que en la Península, en América la intervención popular estuvo casi
ausente, pero los prohombres locales también tomaron riendas de la política agrupados en
torno a los cabildos, institución cuya autoridad no era representativa del poder central, sino de
los habitantes de la ciudad. De este modo, con la colaboración a veces de los propios
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funcionarios españoles, nacieron en América, las Juntas similares a las de España, que
detentaban la soberanía mientras Fernando VII, considerado prisionero a la fuerza de
Napoleón, no pudiera ejercer el poder.
Entre 1808 y 1810 en América las Juntas de Montevideo (septiembre 1808), La Paz
(julio 1809), Quito (agosto 1809), Caracas (abril 1810) y Santiago de Chile (septiembre 1810),
nacen en relación con las magistraturas ya existentes, sobre todo el cabildo, lo que les confiere
una legitimidad que se ejerció en la circunscripción de la Audiencia en cuya capital había
surgido la Junta. Alguna como la de Montevideo, cesó cuando llegó al Río de la Plata un
nuevo virrey. Caso especial fue el de e Perú donde el enérgico virrey, José Abascal y Sousa, se
pronunció por seguir recibiendo órdenes de las autoridades españolas con o sin rey. Pero el
problema más grave que surgió en el seno de las Juntas fue el de la rivalidad entre criollos y
peninsulares que formaban parte de ellas. En el momento de su constitución ni unos ni otros
pensaron más que en salvar el problema de vacío de poder y prever lo que pudiera pasar en el
futuro de continuar la ocupación francesa en la Península. Ni los criollos eran paladines de una
autonomía, ni los peninsulares se mostraron totalmente sumisos a las directrices que se les
indicaban desde España. Tanto unos y otros proclamaron su lealtad al Fernando VII y se
acusaron mutuamente de deslealtad a la Monarquía. Los peninsulares pensaban que los
criollos deseaban la ruina militar de España en su lucha contra Napoleón como medio de
lograr la independencia, los criollos, pensaban por su parte, que eran los peninsulares los que
precipitaban el desastre para asegurar el dominio de las Indias a una España sometida a
Francia.
La crisis de la Monarquía española se manifestó en un principio como una lucha entre
magistraturas coloniales (Cabildos, Audiencias, gobernadores, virreyes) para hacerse con el
poder. En audiencias, gobernaciones y virreinatos predominaban el peninsular, mientras que
en los cabildos lo hacían los criollos. Una forma de acceder al poder fue la convocatoria
extraordinaria de Cabildo abierto o reunión de todos los ciudadanos, solución permitida por la
ley en casos excepcionalmente graves, lo que posibilitó el acceso de prohombres criollos
alterando la primitiva composición del órgano municipal. Del forcejeo para hacerse con el
poder se originó un deterioro de las propias instituciones de la administración colonial con la
consiguiente pérdida de su orden y autoridad coloniales. Lo que quedó patente al plantearse el
problema político de las relaciones entre las Juntas americanas y los organismos centrales
surgidos en la Península.
En general, hubo una gran inclinación en afirmar la plena soberanía de cada Junta,
hasta 1811 todas reconocieron el poder en nombre de Fernando VII, pero no hubo unanimidad
en hacerlo con órganos de poder peninsulares como el Consejo de Regencia, debido a la
inestabilidad política en la Península. Entre 1809 1811 lo que se produjo en América, no fue
en levantamiento contra la metrópoli sino la desaparición de su autoridad por incapacidad de
ejercerla, ni siquiera ante el peligro de una agresión exterior. La no aceptación de los órganos
metropolitanos desencadenó la lucha armada que en esta primera etapa debe ser considerada
como una guerra civil. Hasta 1813 no tuvo lugar el envío de tropas desde España. La lucha se
libró entre españoles que diferían en las ideas: los fieles a un rey que no podía reinar y los no
deseaban seguir unidos a la insegura España.
La primera proclamación de independencia la realizó la Junta de Caracas en julio de
1811. Por el estado actual de los conocimientos históricos se puede afirmar que la lucha en
América se entabló entre los grupos más elevados de la sociedad, criollos y peninsulares, que
disputaban hacerse con el poder caído. Se consideraban sus herederos tanto los funcionarios
peninsulares como los criollos ricos y poderosos en el ámbito local. La divergencia real entre
ambos contendientes estaban en sentirse representantes de la comunidad española o de la
americana, no siendo preciso modificar demasiado las instituciones políticas, de tal forma que
el monarca podía ser aceptado por ambas comunidades.
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El problema surge cuando no hay una identificación de posturas entre los liberales
españoles y los americanos debido al centralismo de la Constitución gaditana que limitada el
poder local. Esto era muy grave para América porque los intereses locales se contraponían a
los del poder central de la metrópoli. El régimen comercial vino a ponerlo de manifiesto al
quedar subordinados los intereses americanos a los de la Península; tal vez por ello cuando
una disposición de la Regencia restableció la prohibición de comerciar con extranjeros la Junta
de Caracas proclamó la independencia. La Constitución de Cádiz que concedía a los súbditos
americanos derechos políticos plenos, lo hizo, sin embargo, como integrados a un imperio
unificado que ya no existía. La oposición de intereses subsistió y los liberales peninsulares no
apoyaron las pretensiones de los americanos con lo que la fidelidad a Fernando VII evolucionó
hacia un separatismo robustecido por la vuelta al absolutismo del monarca.
Cuando en 1815 se restableció la paz en Europa la sublevación en América parecía
vencida. En México habían fracasado los dos intentos de Hidalgo y Morelos. El virrey Abascal
dominaba todo el espacio peruano-chileno y la llegada de un ejército de 10.000 hombres al
mando del general Morillo permitió la ocupación de Venezuela después de recuperar
Cartagena de Indias tras un durísimo asedio. Solo en torno a Buenos Aires el movimiento
insurreccional no llegó a ser pacificado. Sin embargo, es a partir de esta fecha cuando cambia
el tono de los acontecimientos debido al apoyo que recibieron los revolucionarios de Estados
Unidos y Gran Bretaña. Así pudo Bolívar, refugiado en Jamaica, recibir material de guerra y
preparar expediciones al continente, mientras la flota del almirante inglés aseguraba el control
de la costa chilena.
A partir de 1816 la lucha se reanudó con la conquista de Chile por el general San
Martín, mientras Bolívar, reinstalado en Nueva Granada consiguió derrocar a los escasos
españoles y entrar como vencedor en Bogotá en 1818. Fernando VII trató de conseguir ayuda
de toda Europa en el Congreso de Aquisgrán, pero fracasó a pesar del apoyo ruso, por la
negativa de Gran Bretaña, en virtud del principio de no intervención. Al gobierno peninsular
no le quedó más remedios que actuar sólo formando un fuerte ejército que, trasladado de la
Península a América, terminase con los movimientos independentistas. La sublevación de
Riego dio al traste con los planes del gobierno central.
Abortada la expedición que debía de llevar auxilios de hombres y material a los
ejércitos que luchaban contra los insurgentes, sin posibilidades políticas ni económicas de
organizar una nueva, sólo quedó la esperanza de que el nuevo régimen instaurado en los
territorios allende los mares, animase a los americanos a deponer las armas y volver a la
obediencia de la metrópoli. A partir de 1820 se intentó la pacificación con el cese de las
hostilidades y a través de la negociación por medio de las autoridades ultramarinas, con una
representación parlamentaria, el envío de comisionados por parte de los disidentes e, incluso
esperar la llegada de éstos, mandando emisarios con amplias instrucciones para llegar a
acuerdos. Sin embargo, ya en 1820 el gobierno peninsular no esperaba que por las
providencias que ha tomado se experimente desde luego una mutación repentina. Este
reconocimiento público de que una solución positiva estaba lejos de alcanzarse y la exclusión
de los presupuestos de caudales que no fuesen a Cuba, hace pensar que se daba por perdido el
imperio colonial. En la disyuntiva entre paz digna o guerra civil se optó por la primera sin
grandes seguridades ni esperanzas de conseguirlo.
La derrota española de Carambolo en 1821 permitió el dominio de Venezuela por
Morillo mientras que, en México Itúrbide relanza el proceso bélico que finalizaría con la
primera dictadura militar americana. La conferencia de Guayaquil en 1822 entre Bolívar y San
Martín permitió delimitar las áreas de influencia de los dos caudillos y acelerar la liberación
de todo el territorio peruano tras la batalla de Ayacucho en diciembre de 1824. A partir de ese
momento sólo quedaban dos islotes, como la guarnición española del puerto de El Callao: el
imperio español había muerto aunque la metrópoli se resistió largamente a reconocer un hecho
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consumado.
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TEMA 5.- LA DÉCADA OMINOSA (1823-1833)

12. LA RESTAURACIÓN

El 1 de octubre de 1823, cuando Fernando VII desembarcó en El Puerto de Santa


María y fue recibido por el duque de Angulema, finalizó la etapa del Gobierno
constitucional y comenzó un nuevo ciclo de diez años de duración, durante el cual el rey
impuso su soberanía. Ésta década se le denominó ominosa, al ser la reacción absolutista
más violenta que la de 1814, ha sido una de las etapas más confusas y menos conocidas
de la crisis del Antiguo Régimen.
La misión de los llamados Cien mil hijos de San Luis ha sido únicamente la de
derrocar al régimen liberal y restablecer en el trono de sus mayores a Fernando VII. No
estaba previsto que se convirtiera en un ejército de ocupación. Se había pensado en una
rápida intervención para evitar una comparación con la odiada ocupación napoleónica. La
experiencia de 1820 y la defensa del régimen liberal por gran parte de los militares hizo
que Fernando VII desconfiase de la fidelidad de los restos del ejército derrotado por
Angulema. La necesidad de un brazo armado que garantizase la estabilidad del Gobierno
absoluto del rey y que evitase cualquier intentona liberal, dio lugar a que Fernando VII
mostrara interés en solicitar la permanencia del ejército francés en España. Pero, Luis
XVIII no solamente no se opuso, sino que aceptó, porque ello suponía el fortalecimiento
de la situación francesa en el exterior, el mejorar las relaciones comerciales hispano-galas
en perjuicio de las posiciones que los británicos habían alcanzado durante el Trienio. El 9
de febrero de 1824 se firmó en Madrid un convenio por el que las tropas francesas
permanecerían en España hasta que se afianzase el Gobierno de Fernando VII y se
asegurase la tranquilidad del país. El convenio, que en principio tenía una duración de
cinco meses, permitió el establecimiento de un ejército de 45.000 hombres.
Posteriormente fue prorrogado sine die disminuyendo los efectivos a 22.000 hombres.
La intervención directa de este ejército en la política española fue escasa, ya que
solamente se redujo a la destacada participación de la liberación de la plaza de Tarifa,
tomada por un grupo de liberales al mando de Francisco de Valdés en agosto de 1824. La
ocupación finalizó con la evacuación en septiembre de 1828 de las tropas francesas que
estaban de guarnición en Cádiz, cuando ya la Monarquía absolutista se encontraba
asentada y cuando el rey podía prescindir de este ejército.
El mismo día en que desembarcó en El Puerto de Santa María, Fernando VII
declaró, en un real decreto rubricado por él, que desde el 7 de marzo de 1820 había
carecido de libertad y el Gobierno liberal le había obligado a sancionar leyes y expedir
decretos y órdenes en contra de su voluntad; con todo ello reconocía una situación real
que los liberales se habían empeñado en no ver. Por medio de este decreto, el rey
declaraba nulos y de ningún valor todos los actos del gobierno llamado constitucional, de
cualquier clase y condición que sea. Por último el rey ratificaba a su confesor Víctor Sáez
como ministro de Estado, y comunicaba la aprobación, de forma interina, de todo lo
realizado por la Junta provisional de gobierno de Oyarzun y por la Regencia del Reino de
Madrid.
El rey tardó en llegar a Madrid un mes y medio y fue apoteósico: el propio
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Fernando VII en su itinerario, dictado por su secretario en 1824, describe el clima


existente y el entusiasmo de las gentes, que llegó incluso a utilizar un carro que sólo se
empleaba para llevar al Santísimo Sacramento, como ocurrió en Pinto.

1.29. LOS GOBIERNOS.

Una vez en Madrid, Fernando VII cesó a Víctor Sáez como ministro de Estado y
le dio el obispado de Tortosa; nombró un nuevo Ministerio claramente moderado dirigido
por el marqués de Casa Irujo y después por Ofalia. El gobierno tuvo un claro matiz
reformista y emprendió la difícil tarea de restablecer una Administración desquiciada por
los acontecimientos vividos desde 1822. Destaca el nombramiento como ministro de
Hacienda de Luis López Ballesteros y Luis Salazar en el de Marina, por ser los dos
ministros más estables de toda la década y el carácter moderado de la mayor parte de los
miembros del Gabinete.
España desde 1822, se hallaba en estado de verdadera guerra civil. A finales de
1823: los realistas vencedores esperaban la reparación de los perjuicios sufridos en los
años de dominio liberal y castigo de los causantes; los liberales vencidos se mostraron
dispuestos a recuperar el poder y adoptaron una actitud retadora y desafiante. En los
pueblos, los bandos familiares tomaron pretexto de las actitudes políticas para encubrir
venganzas personales; derivando al fanatismo.
Este Gobierno tuvo que seguir las instrucciones que el rey dio al marqués de Casa
Irujo y constituyen el único testimonio directo del pensamiento de Fernando VII acerca
de orientaciones políticas. El primer punto de las Bases sobre las que ha de caminar
indispensablemente el nuevo Consejo de Ministros mandaba plantear una buena policía
en todo el Reino, cosa lógica si se tiene en cuenta que los pronunciamientos habidos
durante el sexenio habían demostrado paladinamente la inutilidad de la labor policíaca
llevada a cabo por la Inquisición durante el sexenio. Este fracaso, unido al desinterés por
la ortodoxia religiosa y el carácter obsoleto del Tribunal, explica que la Inquisición no
fuese restablecida en 1823, lo que causó perplejidad en los obispos. Ante la falta de apoyo
del Gobierno, dos de ellos el de Valencia y Orihuela, crearon unas Juntas de fe que fueron
consideradas ilegales por el regalista Consejo de Castilla.
La segunda base se centraba en la disolución del Ejército y formación de otro
nuevo. Lo primero se llevó a cabo inmediatamente, tanto en las milicias provinciales
como en las divisiones y cuerpo de ejército formado por la necesidad de la guerra de la
rebelión. Las razones dadas para estas medidas se basan en que, una vez restablecido el
rey en sus derechos, el Ejército, que desde la guerra de la Independencia era excesivo,
resultaba innecesario, que una reducción de los efectos supondría una economía
sustancial para la hacienda y una utilidad para la agricultura. Pero el licenciamiento de los
soldados sin haberles dado los socorros para la marcha originó intranquilidad pública.
Para el restablecimiento del orden público se crearon también el 13 de enero, las
comisiones militares y al cabo de siete meses ni un robo ocurría, pero el ámbito de
actuación se extendió también a los asuntos políticos. De los 1094 inculpados en los
veinte meses de actuación, el 53% correspondieron a delitos estrictamente políticos. La
depuración política, llamada entonces purificaciones también afectó a civiles de acuerdo
con el cuarto punto de las Bases que ordenaba limpiar todas las Secretarías del Despacho,
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Tribunales y demás oficinas de todos los que hayan sido adictos al sistema constitucional.
Si se tiene en cuenta las humillaciones que tuvo que pasar Fernando VII en las que
había participado la masonería, se explica perfectamente que la quinta Base dada a sus
ministros consistiera en trabajar incesantemente en destruís las Sociedades secretas y toda
especie de secta. El rey ordenó a sus ministros textualmente: Nada que tenga relación con
las Cámaras ni con ningún género de representación; esta aversión rotunda y sin fisura
hacia la representatividad venía de las Cortes de Cádiz que le habían despojado de su
soberanía y del trato que le habían dispensado las Cortes del Trienio. La cuestión en este
punto se planteaba como lucha entre dos poderes absolutos: el del rey y de las Cortes.
Finalmente, la última instrucción de las Bases mandaba que no se reconocieran los
empréstitos constitucionales, porque los consejeros del rey consideraron que éste era el
castigo más propio para escarmentar a los que fomentaban las rebeliones, con el auxilio
de sus capitales. El ministro de Hacienda encargado de llevarle a cabo fue López
Ballesteros, al que la historiografía ha tratado de liberal y mago de las finanzas. Durante
la Década Ominosa la hacienda sufrió los mismos problemas que durante el Trienio: falta
de numerario disponible, deuda creciente, imposibilidad de una imposición fiscal más
fuerte, mecanismos agarrotados por carencia de medios o retrasos de pagas y necesidad
de recurrir a empréstitos, que a corto plazo, terminan por aumentar los débitos del Estado,
López Ballesteros mantuvo las antiguas rentas intentando mejorar la recaudación
impositiva. Para ello reformó la propia organización interna del Ministerio, disminuyendo
las facultades del Consejo de Hacienda y creando la Dirección General de Rentas, el
Tribunal Mayor de Cuentas, la Contaduría General de Valores y la Caja de Amortización.
Además se supo rodear de un buen equipo de funcionarios como no lo había habido desde
tiempos de Carlos III. Las reformas llevadas a cabo en el campo de los impuestos fueron
modestas, ya que se volvió al Antiguo Régimen. El mérito de López Ballesteros fue el
establecimiento de los Presupuestos Generales del Estado, con una coordinación completa
entre todos sus elementos y debidamente asentados los ingresos y gastos por partida
doble; se prefirió cobrar menos pero cobrar bien, con efectividad y regularidad y
administrar adecuadamente.
Si en el campo fiscal López Ballesteros permaneció anclado en el Antiguo
Régimen, no puede decirse lo mismo con respecto a los empréstitos exteriores, donde
siguió la política comenzada en el Trienio. Siguiendo la instrucción dada por el rey a sus
ministros de no reconocer los empréstitos constitucionales, la hacienda se encontró
liberada de pagar más de 1.000 millones de reales que se debían, pero al mismo tiempo se
le cerraban las puertas en el exterior de la banca extranjera, lo que obligó a operaciones
poco favorables que sólo hacían aumentar la deuda exterior, pero que a la larga, hizo que
la Hacienda estuviera realmente asfixiada, no sólo en las postrimerías la década sino en
gran parte del reinado de Isabel II.
La presión de los aliados (llegó a amenazar con la retirada de las tropas
francesas),hizo que el proyecto de ley presentado por Ofalia para declarar una amnistía
por motivos políticos y que había quedado pospuesto desde enero de 1824, volviera a
tratarse. La amnistía aprobada el 14 de mayo de 1824 no contentó a nadie. Los realistas la
recibieron mal, porque podría ser utilizada por los liberales y se consideró posteriormente
que su aplicación tuvo perniciosos efectos. Los moderados, tanto realistas como liberales,
consideraron que las excepciones incluidas en el decreto la convertían en raquítica y
mezquina. Para los revolucionarios era papel mojado ya que estaban excluidos de ellas.
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El 11 de julio fue destituido Ofalia de la Secretaría de Estado para el que se


nombró a Cea Bérmudez ministro plenipotenciario ante el zar de Rusia. Antes de que Cea
Bérmudez pudiese llegar a España (a mediados de septiembre), el ministro de la Guerra,
el moderado general Cruz fue también sustituido por Aymerich general realista exaltado,
hasta entonces al frente de los Voluntarios realistas. Los quince meses que gobernó Cea
Bérmudez se pueden caracterizar porque no hubo una unidad lógica de actuación, debido
a la desunión de los miembros del Consejo de Ministros que les llevó a una serie de
intrigas y alianzas entre ellos. El gobierno tuvo que hacer frente a conspiraciones
realistas, como la conocida del llamado mariscal de campo Joaquín Capapé y a
sublevaciones liberales plasmadas en la toma de Tarifa por Valdés, desembarco de Pablo
Iglesias en Almería, movimientos armados en Jimena etc. Estas conspiraciones originaron
la reacción del gobierno que prohibió todo tipo de sociedades secretas, incluso realistas
que habían comenzado a crearse, al tiempo que disponía que todo revolucionario que
fuera detenido con armas en mano, fuera entregado a una comisión militar que lo juzgara
y ejecutara la sentencia si era encontrado culpable.
Desde comienzos de 1825 se intentó la supresión de las comisiones militares
porque según el Consejo de Castilla, estaban en contradicción con las leyes. Un incidente
sonado entre el presidente de la Comisión militar de Madrid, el general Francisco
Chaperón, y Luis Fernández de Córdoba sirvió para que el tema se agilizara y el 4 de
agosto se suprimieran al ser consideradas innecesarias, tanto porque la actividad y energía
con que actuaron habían aminorado los delitos que dieron lugar a su institución, como por
existir ya una fuerza militar suficiente para impedir los intentos de revolución. A los
pocos días de la supresión de las Comisiones militares tuvo lugar una sublevación realista
del mariscal de campo Jorge Bessières, cuyos preparativos conocía la policía desde hacía
dos meses manteniendo informado al ministro de Gracia y Justicia. El Gobierno y el rey
no quisieron precipitarse, como había sucedido con Capapé y esperaron a que se realizase
con el fin de descubrir todos los hilos de la trama. El 15 de agosto Bessières salió de
Madrid hacia Getafe donde se le unieron algunos oficiales y un escuadrón con lo que
comenzó realmente la sublevación. En Brihuega, a donde con anterioridad se había
enviado una porción de armas, se le agregaron los voluntarios realistas y todos juntos
aclamaron a Fernando VII rey absoluto. El ministro de Guerra se mantuvo firme a la
primera intimidación de las tropas reales, mandadas por el conde de España, que había
salido en persecución de los rebeldes. La firmeza gubernamental hizo que el escuadrón de
Getafe volviese a su base, que ninguna unidad del Ejército secundase a los rebeldes y que,
finalmente, Bessières se entregase en Molina de Aragón, donde fue fusilado la mañana
del 26. Coincidiendo con este alzamiento, fueron descubiertas otras conspiraciones
realistas en Granada, Tortosa y Zaragoza, lo que indica la existencia de un cierto plan. La
sublevación de Bessières tuvo dos consecuencias importantes: por un lado se acordó
expulsar de Madrid, en el término de seis horas, a los realistas más importantes y por otro
se mandó crear una Junta Consultiva del Reino, subordinada al Consejo de Ministros,
compuesta por veinte personas con el objeto de llevar a cabo un estudio incesante, una
meditación asidua y un examen prolijo de lo que exigen la justicia y la política. Esta Junta
apenas tuvo tres meses y medio de existencia, porque a finales de año se prefirió
restablecer el Consejo de Estado.
El país pasaba por momentos difíciles, había un ambiente de intranquilidad, una
profunda división entre los españoles y sobre todo una gran penuria económica
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manifestada por ejemplo en la indigencia de la población andaluza o en el permiso de los


marinos de guerra para que pudiesen alimentarse mediante la pesca por el retraso del
cobro de sus haberes.
El 24 de octubre de 1824 Cea Bérmudez fue sustituido en la Secretaría de Estado
por el duque del Infantado, incondicional partidario de Fernando VII desde que fuera
Príncipe de Asturias. El nuevo presidente, conservador a ultranza, a pesar de ello el
Gabinete siguió siendo moderado con López Ballesteros en Hacienda. Salazar en Marina,
y Zambrano en Guerra, de tal forma que la historiografía de la época ve que en este
momento se inicia una liberalización en el panorama general del país; liberalización que
no pudo ser mayor porque la tentativa de los hermanos Bazán, la oposición de los
ministros ante la prepotencia que iba alcanzando el Consejo de Estado y los
acontecimientos en Portugal impidieron llevar a cabo una política constructiva.
La primera medida del duque del Infantado fue reformar el Consejo de Estado,
que había dejado de reunirse. El Consejo tendría como misión proponer, consultar y
preparar reformas y planes de mejora positivos. Para ello los consejeros gozarían de toda
seguridad política, para expresar con toda libertad sus dictámenes y votos y se disponía
que no podrían ser separados, ni alejados de la Corte sino era por delitos graves o por
orden Real. La supremacía del Consejo de Estado sobre el Consejo de Ministros era un
paso para alejar toda idea de parcialidad por parte de los ministros que hasta entonces
habían gobernado el país sin contrapeso ni asesoramiento alguno. El enfrentamiento al
despotismo ilustrado se vio contrapesada con la mayoría conservadora de los
componentes del Consejo y se manifestó en el cese del Consejo de Ministros decretado
por Fernando VII en febrero de 1826.
De todas formas cualquier acción reformista hubiera chocado con desembarco de
los hermanos Bazán en las costas levantinas. El embajador español en París, ya había
anunciado con varios meses de anticipación las tramas de los emigrados españoles en
Gibraltar, citando al ex coronel Bazán como jefe de la conspiración. De esta forma
pudieron prevenir a los capitanes generales, especialmente de Valencia, de la existencia
de un proyecto de desembarco y forzar a las autoridades en Gibraltar a que expulsaran a
los dos hermanos. A pesar de ello durante la noche del 18 al 19 de febrero Antonio y Juan
Fernández Bazán desembarcaron en las costas de Guardamar, con la pretensión de
provocar un levantamiento general, fueron combatidos por los realistas de los pueblos de
alrededor. Los que no murieron durante el combate fueron hechos prisioneros y algunos
de ellos fusilados. La conspiración de los Bazán es uno más de los tristes episodios que
jalonaron toda la década, en el que unos pocos hombres se lanzan directamente a la
muerte movidos por un idealismo carente de base real.
Durante los últimos meses de gestión de Infantado al frente del Ministerio de
Estado tuvo lugar uno de los hechos menos conocidos y mas ininteligibles del reinado de
Fernando VII: la llamada conspiración de los moderados. Dentro del plan de los
emigrados, a cuya cabeza estaba Espoz y Mina, uno de ellos Juan de Olaverría, concibió
el proyecto de implantar el régimen constitucional a través del mismo Fernando VII
sirviéndose de los moderados. Espoz y Mina autorizó el proyecto. Olaverría envió a un
exclaustrado Juan de Mata Echeverría, que en muy poco tiempo se situó tan
excelentemente que le fue imposible entrar en contacto con rey.
El proyecto presentado por Fernando VII era totalmente moderado; comprendía un
manifiesto en el que el rey daba al olvido el pasado y anunciaba reformas como la
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disolución del Consejo de Estado y la creación de un Consejo Supremo de Estado,


compuesto por un número doble de miembros al de las provincias del reino. Su función
consistiría en proponer las reformas que debían de hacerse en las leyes fundamentales. El
rey nombraría un nuevo Ministerio, con Espoz y Mina al frente de la Secretaría de
Guerra, que debería desembarazarse de todos los realistas exaltados deportándolos a
Filipinas. El proyecto que en el primer momento desunió a Fernando VII y Carlos María
Isidro, fracasó por la presión de los ministros moderados López Ballesteros, Salazar y
Zambrano, que le hicieron ver al rey la posibilidad de realizar lo que quisiera sin
necesidad de utilizar a Espoz y Mina.
Otro problema del Gobierno del duque del Infantado fue Portugal, cuyo rey Juan
VI había fallecido el 10 de marzo de 1826 sin designar sucesor. La regencia establecida
reconoció al emperador de Brasil, Pedro hijo mayor del fallecido, como rey de Portugal.
Don Pedro renunció a la Corona en favor de su hija María de la Gloria de 7 años. El
cambio de régimen favoreció la recepción de liberales españoles que se refugiaron en el
país vecino. El 19 de agosto de 1826 cesaba el duque del Infantado después diez meses de
gobierno, su cese tal vez fue motivado por las presiones de los otros cuatro ministros que
se encontraban arrinconados por las atribuciones concedidas al nuevo Consejo de Estado
y la supresión de las reuniones del Gabinete ministerial. Su sucesor González Salmón por
su profesión: diplomático con experiencia en el conflicto portugués.
El primer problema con el que tuvo que enfrentarse fue el de Portugal. El
Gobierno adoptó en principio una actitud de amplia tolerancia con los realistas
portugueses que se refugiaron en España, pero la presión de Francia e Inglaterra obligó a
dejar de apoyar la opción de la reina viuda Carlota Joaquina y mantener una clara postura
de neutralidad. La guerra civil portuguesa constituyó, una pesada carga para la Hacienda
española, por los gastos que ocasionaron tanto la constitución de un ejército que se
extendía desde el Miño hasta Huelva como el mantenimiento de los campos que se
crearon para internar a los refugiados portugueses.
Desde 1827 la atención del Gobierno se dirigió a Cataluña, donde existía un gran
descontento por parte de los realistas, especialmente por los Voluntarios que se quejaban
de haber recibido una licencia ilimitada sin haber sido admitidos en el Ejército. La
irritación de los realistas, agraviados o malcontents, había ido creciendo hasta estallar en
1827. La sublevación comenzó en marzo, con el intento de sorprender a la ciudad de
Tortosa, para poner en libertad a los realistas detenidos. Durante los meses de marzo y
abril se levantaron otras partidas en Vic y Manresa, pero fueron esporádicas. El Gobierno
al tanto, redujo el peligro con prevenciones más que con medidas drásticas. A fines de
abril concedió el indulto en un gesto conciliador con el fin de cesar la insurrección. Pero,
las partidas siguieron multiplicándose llegando en agosto a ocupar Manresa, Vic y Berga.
La insurrección alcanzó al grado que el mismo Fernando VII decidió viajar a Cataluña
para pacificarla. Tan pronto el rey invitó a los insurrectos a dejar las armas, estos
comenzaron a disolverse, el 10 de octubre todo estaba prácticamente terminado: Fernando
VII pudo permanecer casi un año en Barcelona, lo que se tradujo en la prohibición de
introducir algodón procedente de fábricas extranjeras y la conversión del puerto de
Barcelona en puerto franco. En estos momentos el régimen alcanza un momento de
equilibrio.
1.30. ECONOMÍA
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Desde el punto de vista económico la guerra de la Independencia supuso la


destrucción continua y total de las pocas riquezas económicas con las que se contaba.
Industrias y comunicaciones fueron sus sectores más afectados. Los catalanes se quejaban
con razón de la destrucción de casi todas sus fábricas de lana y algodón y lo mismo
ocurrió en Valencia, Segovia y Cuenca. Las calzadas quedaron prácticamente
intransitables por el continuo paso de ejércitos y desaparecieron numerosos puentes.
También se sufrió por la pérdida del imperio en América ya que a finales del Siglo XVIII
la posesión de las colonias constituía el más importante soporte de la prosperidad
económica. Su emancipación trajo consigo una carencia total del metal acuñable, ya que
casi la totalidad de este metal procedía de América. Por ello, las acuñaciones se hicieron
raras y de poca calidad, teniendo que recurrir al cobre por negarse Fernando VII a rebajar
vergonzosamente la ley de la moneda, escaseó brutalmente el dinero circulante. A esto
hay que añadir el corte del comercio con ultramar que originó la falta de productos como
el café, cacao, azúcar, algodón o tabaco y, sobre todo, la pérdida del mercado de
exportación de una buena parte de productos manufacturados del ramo textil y
metalúrgico, ya que los artículos extranjeros, salvo los adquiridos mediante contrabando
pasaban antes por la Península. El resultado de la pérdida de los territorios, fue la
imposibilidad de reconstruir la economía, maltrecha por la guerra de la Independencia
con las consecuencias de la falta de dinero circulante, la disminución de tráfico comercial,
la quiebra de las manufacturas e industrias por la incapacidad de encontrar un mercado, la
penuria de la Hacienda y el desequilibrio de la balanza exterior.
Durante todo el reinado se asistió a una caída libre de los precios. Puede afirmarse
que en 1833 los precios, cuya caída se opera (según Vicens) en cascada son un tercio de
los de 1812. La baja afecta a los productos ganaderos y agrícolas alcanzando los
garbanzos, producto fundamental para la dieta alimenticia, un descenso de un 80%. El
comercio exterior de España muestra una fuerte contracción que reduce en 1827 tanto las
importaciones como las exportaciones en un tercio respecto a 1792 como resultado, no
solo de las causas ya nombradas, sino también del aumento considerable del contrabando,
que llega en algunos momentos a ser tres veces mayor que el comercio legal.
La situación económica es tan precaria que pasa a ser una economía de
subsistencia en un ámbito local o a lo sumo comarcal pero nunca un mercado nacional a
gran escala. La estructura de la propiedad agrícola es propia del Antiguo Régimen:
grandes propiedades con diferentes formas de amortización y vinculaciones que apenas
cambiaron de mano a pesar de las medidas desamortizadoras del gobierno francés o las
tomadas por las Cortes durante el Trienio liberal. Las quejas por las altas rentas
aumentaron o se extendieron a modificaciones. Un diputado liberal afirmaba en las Cortes
que la cabaña lanar se había reducido en más de un 60%. Las necesidades de los
diferentes ejércitos dejaron esquilmada a la cabaña equina hasta el punto de que
desaparecieran varias razas autóctonas. Como en toda deflacción, hubo un retroceso a la
tierra que se mostró tanto en un aumento de las inversiones en tierras como en el deseo de
todas las tendencias políticas en fomentar la agricultura como único medio que permitiese
salir de la crisis.
El sector industrial fue el que llevó la peor parte, sobre todo el textil en todas sus
modalidades. El índice de producción descendió hasta la octava parte de los que había
sido a finales del Siglo XVIII. La paralización del comercio por la pérdida de colonias
trajo consigo una contracción del tráfico interno que se plasmó en un aumento de quiebras
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de establecimientos comerciales que en Cádiz llegó a ser de 196 entre 1813 y 1824. Las
dificultades del comercio interior se vieron agravadas por el deterioro de los caminos
interiores que encareció en más de un tercio el valor final del producto. A todo ello vino a
sumarse el aumento de la inseguridad como consecuencia de la conversión de guerrilleros
como Jaime el Barbudo en Alicante en auténticos bandoleros. A esto se suma las
dificultades que para la circulación de bienes creaban en el comercio tanto interior como
exterior los impedimentos legales de los gravámenes, aduanas e impuestos.
Todos estos componentes de deflación se tradujeron en un empeoramiento de las
condiciones de vida en que se desenvolvía el español medio del primer tercio del siglo
XIX creando un problema de pobreza rayana en la miseria. En la administración pública
la corrupción era frecuente ya que se cobraba escaso sueldo y a veces tan tarde que el
Gobierno tuvo que autorizar a los marinos a pescar desde los barcos para poder comer.

1.31. LA CUESTIÓN DINÁSTICA

El 18 de mayo de 1829 falleció la tercera esposa de Fernando VII, doña María


Josefa Amalia, sin hijos. El vio inmediatamente la posibilidad de tener descendencia, idea
que siempre había acariciado, si contraía nuevo matrimonio. Sus achaques y la avanzada
edad de cuarenta y cinco años le forzaron a tomar una rápida decisión, de tal forma que
antes de celebrarse los funerales de su difunta esposa se lo comunicó a Grijalba y cinco
días más tarde al Consejo de Ministros. En ese momento el porvenir del infante don
Carlos, sucesor legal de Fernando VII, parecía inseguro, ya que si el rey tenía hijos se
vería desplazado en la línea sucesoria. El desplazamiento en esta línea de sucesión causó
cierto temor entre los realistas, ya que estos tenían puestas sus esperanzas en el infante.
Para los moderados y también para los liberales, el posible nuevo matrimonio planteaba
una nueva situación esperanzadora ya que don Carlos podría verse excluido. A este
planteamiento político se unió la rivalidad de la familia real por influir en el ánimo del
rey; por un lado se encontraba la princesa María Francisca de Así, esposa del infante don
Carlos, y su hermana María Teresa, princesa de Beira y por otro la infanta napolitana
Luisa Carlota, esposa del infante don Francisco de Paula; también las tendencias políticas
la princesa napolitana se apoyaba en los liberales y las princesas portuguesas en los
realistas.
Fueron desechadas una princesa de Baviera y otra de Cerdeña, presentadas por los
realistas, la infanta Luisa Carlota propuso como candidata a su propia hermana María
Cristina. Su juventud, (23 años) y el descender de una familia prolífica decidieron al rey,
el 9 de diciembre se celebró la boda en Aranjuez y dos días más tarde la nueva reina
recibió una entusiasta y cariñosa acogida en Madrid.
La legalidad dinástica antes del matrimonio real era la siguiente: Felipe V,
siguiendo la ancestral costumbre de los Borbones, había establecido la Ley Sálica,
mediante el auto acordado el 10 de mayo de 1713, llamado también Nuevo Reglamento
para la Sucesión, al ordenar que fuesen preferidos todos mis descendientes varones por la
línea recta de varonía a las hembras y sus descendientes aunque ellas y los suyos fuesen
de mejor grado y línea... Y siguiendo acabadas todas las líneas masculinas del príncipe,
infante y demás hijos y descendientes míos legítimos varones de varones...suceda en
dichos Reinos la hija o hijas del último Reinante varón asignado mío en quien feneciere la
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varonía. Las Cortes aprobaron el 30 de septiembre de 1789, la vuelta a la costumbre


inmemorial plasmada en las Partidas por la que si el Rey no tuviera hijo varón, heredará
el Reino la hija mayor, y pasaron su acuerdo al Consejo de Castilla para que se siguiera el
trámite de la publicación mediante una pragmática. Sin embargo, por razones de índole
exterior, el Gobierno, según Floridablanca, decidió aplazar hasta otro instante más
oportuno la publicación de un acto que ya está completo en la sustancia.
A comienzos de abril de 1830 Fernando VII mandó publicar en la Gaceta la
Pragmática Sanción en fuerza de ley decretada por el rey don Carlos IV a petición de las
Cortes del año 1789, y mandada publicar por Su Majestad reinante para la observancia
perpetua de la Ley 2ª, que establece la sucesión regular en la Corona de España. Con esta
Ley el infante don Carlos quedaba prácticamente excluido de la sucesión, puesto que si la
reina María Cristina tenía una hija podría suceder directamente a su padre.
La publicación de la Pragmática cuando la reina María Cristina estaba en cinta
mientras que nadie la recordó al hallarse embarazada Isabel de Braganza segunda esposa
del rey, demuestra el interés existente en 1830 que faltaba en 1818, cuando nadie temía
por la vida del rey y cuando don Carlos ni ninguno de sus partidarios se habían hecho a la
idea de que podía reinar. A ello habría que añadir motivos familiares, pues la nueva
familia política del rey presionó al monarca hasta el punto de que los padres de María
Cristina, que habían venido con su hija y permanecían en España, no regresaron a
Nápoles hasta bien entrado el mes de abril.
Aunque la intencionalidad de la publicación de la Pragmática Sanción es dudosa,
sus efectos políticos fueron indudables. A partir de ese momento los realistas se opusieron
a esta alteración de la ley sucesoria por el interés que tenían por don Carlos. Por su parte,
los liberales no se opusieron a la modificación del orden de sucesión, porque éste era el
único camino para lograr sus esperanzas, ya que eliminaban definitivamente a don Carlos
y se abría la posibilidad de una minoría, lo que, a la larga les daría un amplio margen de
actuación.
En julio de 1830 fue derrocado el rey francés Carlos X y se instauró la Monarquía
constitucional en la persona de Luis Felipe de Orleáns. El no reconocimiento diplomático
del nuevo régimen hizo que el Gobierno francés alentara las actividades de los liberales
emigrados españoles. El talante liberal del nuevo régimen sirvió de acicate para que éstos
creyesen llegado el momento de restaurar la Constitución de 1812 mediante un conjunto
de invasiones armadas en distintos puntos de la geografía española. Fue patente la ayuda
de banqueros y de los viejos revolucionarios franceses que financiaron los viajes de los
emigrados hacia la frontera. Era tan del dominio público en Francia que los liberales
pretendían una invasión armada en España y que, producida ésta, la población entera los
apoyaría calurosamente, que los títulos del Gobierno español bajaron en la Bolsa de París
mientras que se duplicó el valor de las cotizaciones de los Bonos de las Cortes del
Trienio. En París se formó una Junta de personalidades que a los pocos días se trasladó a
Perpiñán, siendo constante la afluencia de emigrados como Chapalangarra y Jáuregui
hacia la frontera hispano-francesa.
El gobierno reaccionó tomando medidas políticas y militares. La frontera con
Francia se guarneció y tanto capitanes generales de Navarra, como los de Aragón y
Cataluña se encontraban al tanto de las intenciones liberales. Políticamente el Gobierno
resucitó el decreto que, a raíz de la sublevación de Besares, el 17 de agosto de 1825,
declaraba traidores y reos de pena de muerte a los que fueran aprehendidos con las armas
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en la mano en cualquier puesto del territorio español o a quienes auxiliaren con armas y
municiones, víveres o dinero a los rebeldes o les favoreciesen con avisos y consejos.
La actuación de la Junta de Perpiñán fue ineficaz, porque la discordia existente
entre los partidarios de Mina y los de Torrijos, la lucha entre masones y comuneros por el
poder había llegado a tal grado que era imposible la reconciliación. La desunión de los
liberales hizo que la invasión no se realizase de forma conjugada y armónica.
Cronológicamente empezó en Navarra el 13 de octubre de 1830, cuando 800 hombres
dirigidos por Valdés penetró en Navarra por Urdax, seguido de Mina, mientras
Chapalangarra, el coronel de Pablo, lo hizo por Valcarlos, donde fue abatido por Eraso y
donde murió. Mina se dirigió a Vera de Bidasoa, que tomó e intentó sin éxito sublevar a
Irún, pero el general Llauder acudió a Vera y puso en fuga a los liberales, obligándoles a
pasar la frontera. Una semana más tarde, Milans y Brunet, penetraron en Cataluña por La
Junquera, limitándose sus acciones a meras correrías perseguidas muy de cerca por
fuerzas del Ejército. Lo mismo ocurrió en Aragón donde después de vagar por las faldas
de los Pirineos, tuvieron que regresar a Francia. En Orense, un tal Antonio Rodríguez con
70 hombres proclamó la Constitución, siendo batido inmediatamente. El poco éxito de
estos intentos y las medidas tomadas por el gobernador inglés en Gibraltar hicieron que
una expedición a las costas levantinas organizada por Torrijos, Manzanares y Palarea se
pospusiera sine die. La pretendida invasión liberal fue un fracaso. De plan general de
acciones liberales quedaron sin llevar a la práctica las que tenían como foco de origen
Gibraltar, aunque éstas se fueron desarrollando a lo largo de 1831 con un fracaso total y
continuo.
Fernando VII ordenó inmediatamente la documentación necesaria para remitirla al
embajador español, conde Ofalia, a fin de que reconociese a Luis Felipe I de Orleáns
como rey de Francia con tal que desarmase e hiciese internar en Francia a los emigrados.
Falto de reconocimientos exteriores, el rey francés se apresuró a cumplir la condición
impuesta por el Gobierno español y con la misma facilidad con que había armado a los
liberales expatriados los desarmaron.
La Revolución de 1830 y el comienzo de las intentonas liberales tuvieron dos
consecuencia en el plano interior: Por un lado se cerraron las Universidades para evitar
que aumentara la agitación estudiantil. y por otro, el dominio de la situación permitió que
con motivo del nacimiento de la princesa Isabel, se concediese un indulto general, que
permitió que emigrados como Mendíbil, Canga de Argüelles y Calero volvieran a España.
El 14 de septiembre del 1832, a la enfermedad de gota que padecía Fernando VII
se le unió un fuerte catarro que llevó a los médicos a declarar que el rey se hallaba en
grave peligro de muerte. Esa misma mañana y ante la situación en que se encontraba el
rey, Calomarde convocó al conde de Alcudia, ministro de Estado; al barón Antonini
embajador de Nápoles en España y a González Maldonado, oficial mayor del Ministerio
de Gracia y Justicia, a una reunión en la que se trató de la necesidad de saber qué medios
debían de tomarse para asegurar la sucesión al trono del la princesa Isabel; al mismo
tiempo se llamaba a los ministros ausentes y se enviaba a Madrid a Zambrano, Ministro
de Guerra, con el fin de asegurar el orden y la tranquilidad en toda la capital y de toda la
Monarquía. Se decidió que la reina María Cristina se hiciera cargo del Gobierno y que el
infante don Carlos renunciara a sus hipotéticos derechos. Lo primero se consiguió
mediante la firma por Fernando VII (como pudo) de un decreto, autorizando a la reina
para el despacho; decreto que María Cristina puso en seguida en práctica, despachando
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ese día con el Ministro de Estado. Para lograr lo segundo se establecieron contactos a
través del conde de Alcudia con don Carlos, al que se le ofreció la corregencia, la
regencia e incluso el matrimonio de su hijo con la heredera Isabel. El infante rechazó
todas las resoluciones posibles porque su conciencia le impedía reconocer una ley no
aceptada por sus abuelos y su religión no le consentía privar a sus hijos de sus derechos.
La situación que podría crearse en caso de la muerte del rey, era de guerra civil,
según fue informada la reina por Antonini y por el jefe de la Guardia Real. Además los
embajadores de Austria y Cerdeña presionaron para que se ratificara el auto acordado de
1713,.ya que las potencias de la declinante Santa Alianza temía la instauración de una
España liberal. Entre la sucesión de su hija o la guerra civil, María Cristina se inclinó por
la última, por lo que se preparó un decreto que debía permanecer en secreto hasta la
muerte de Fernando VII, derogando la Pragmática Sanción. Ante su esposa y los
ministros que se encontraban en la Granja, el rey rubricó de forma no violenta y con la
pluma que había puesto en su mano la reina el decreto que antes había sido leído por el
Ministro de Justicia, Francisco Tadeo Calomarde.
El decreto se convirtió en un secreto a voces, así que las noticias de la derogación
sirvieron de acicate a los liberales que inmediatamente empezaron a desarrollar sus
actividades y mover sus resortes con vistas a mantener la Pragmática Sanción. Desde que
Zambrano volvió a Madrid para cuidad del mantenimiento del orden público, funcionaba
en la Villa y Corte un junta de hombres resueltos a que no reinara el infante don Carlos.
Esta junta compuesta por el marqués de Miraflores, los condes de Parcent, Puñoenrrostro
y Cartagena, los hermanos Juan y Rufino Carrasco y Donoso Cortés. Algunos de ellos
pertenecían al moderantismo, contaban con extensas e influyentes relaciones entre los
grandes y nobles, mientras que los hermanos Carrasco, fueron los encargados de la
práctica del plan que consistía en ganarse el favor de la reina, para que por medio de un
cambio ministerial, se mantuviera la Pragmática Sanción. Para ello fueron reclutadas
personas que, una vez en La Granja, recorrieron las calles del real sitio gritando ¡Viva
María Cristina! y ¡Viva Isabel!, mientras que los nobles y numerosos jóvenes se
presentaban a la reina ofreciéndoles sus servicios en contra de don Carlos. Lo que decidió
el cambio de actitud en la reina fue el regreso, reventando caballos, de su hermana la
infanta Luisa Carlota, que se había enterado del decreto secreto por el gobernador del
Consejo de Castilla. Restablecido el rey, se contó con una fuerza militar adicta (la
división de Pastors), se llevó a cabo el plan previsto por la Junta liberal, cambiando todo
el Gobierno por un nuevo presidido por el embajador de España en Londres Cea
Bermúdez. Don Carlos perdió con este gabinete la posibilidad de acceder directamente al
trono español: se había producido un auténtico golpe de Estado.
El nuevo Gabinete con el total apoyo de la reina, se planteó dos objetivos
fundamentales: hacerse con el poder a todos los niveles y resolver el problema planteado
con la firma del decreto derogatorio de la Pragmática Sanción. El primer objetivo se logró
sustituyendo cuidadosa y paulatinamente todos los mandos militares y policiales
comprometidos con las ideas del infante don Carlos y desmontando los cuerpos de
voluntarios realistas, para lo que se les privó de cobrar tributos directamente, ordenando
que la Hacienda real fuese la única institución que se hiciese cargo de la percepción de los
impuestos. Por otra parte se concedió una amnistía general, esta amnistía supuso un pacto
entre los liberales y la reina: la monarquía isabelina se asentaría con el apoyo de todos los
liberales mientras que éstos realizarían sus ideales bajo la bandera de la legitimidad.
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El segundo objetivo tuvo dos fases diferenciadas. En la primera se buscó a una


cabeza de turco en la persona de Calomarde, que fue desterrado a 40 leguas de la Corte y
de los sitios reales y posteriormente perseguido hasta que pudo huir a Francia. Para poner
en práctica la segunda fase se esperó a dominar plenamente el país. A las doce de la
mañana del 31 de diciembre de 1832, el rey declaró públicamente que el decreto por el
que había derogado la Pragmática Sanción era nulo y de ningún valor, siendo opuesto a
las leyes fundamentales de la Monarquía y a las obligaciones que como rey y como padre
debo a mi augusta descendencia, al mismo tiempo que tachaba a sus ministros desleales,
ilusos, embusteros y pérfidos. Esta declaración hizo posible que la infanta Isabel fuese
jurada heredera por unas Cortes restringidas en mayo en 1833.
El 29 de septiembre de 1833, Fernando VII murió dejando como herencia a su hija
Isabel una guerra civil que ensangrentaría el territorio español y las bases para poder
establecer un nuevo régimen: el liberal.
TEMA 6.- LA REGENCIA DE MARÍA CRISTINA.

La muerte de Fernando VII señala el inicio de una nueva fase en la Historia de


España, en donde se dan dos procesos distintos: por una parte significa la consolidación del
liberalismo y por otra la guerra carlista, que supone el último intento de resistencia de los
absolutistas. María Cristina de Nápoles, no era liberal, ni tenía nada en común con aquellos
que, tras la muerte del rey se ofrecían a defender los derechos de su hija Isabel al trono.
Educada en la corte napolitana de Francisco I y en el seno de una familia que había sufrido la
intervención napoleónica y posteriormente la revolución liberal 1820-1821, podía clasificarse
de absolutista. Sin embargo, las aspiraciones de su cuñado el infante don Carlos María Isidro,
no le dejaban otra alternativa si quería proteger a su hija.
Tampoco los liberales sentían simpatía por María Cristina, pero vieron en ella un
instrumento para defender sus ideas. La regente, extranjera y con una hija muy pequeña
todavía, podían servir, amparando en la transición política que se adivinaba, cuando menos
difícil y delicada. Convenía a las dos partes, aunque no existieran razones profundas de
identidad, esa falta de sintonía serían la base de los conflictos que surgirían durante la
Regencia. María Cristina tratará de apoyarse en liberales más templados pero la guerra civil,
siempre desplaza a los dos bandos hacia los extremos. En un principio se rodeo de
reformistas que habían colaborado con su esposo en la última etapa de su reinado y que
habían intervenido a favor de un cierto aperturismo del régimen. Uno de los más importantes
era Francisco Cea Bermúdez, quien se hizo cargo de las riendas del Gobierno a la muerte del
rey. Pocos días más tarde, la reina gobernadora (como también se le llamó), publicó un
manifiesto en el que se declaraba partidaria de seguir en la línea marcada por su esposo
durante los últimos años de su reinado. El manifiesto expresaba lo que pensaba Cea
Bermúdez: reformismo administrativo y conservadurismo político. Su propósito era
tranquilizar a los realistas que no se habían pasado al bando carlista, pero que desconfiaban
de las veleidades aperturistas. También se deja traslucir en el texto el deseo de ganarse a los
liberales con las reformas o con la libertad de comercio. Sin embargo el deseo de concordia
no prosperó y estalló la guerra. Pero, el hecho de que el poder y el aparato estatal estuviese en
manos de cristinos permitió que el gobierno abortase muchas revoluciones antes de su
nacimiento. Solo consiguieron mantenerse en las regiones vasco-navarras, Cataluña y el
Maestrazgo.
Para llevar a cabo su política reformas se nombró ministro de Fomento a Javier de
Burgos, quien llevó a cabo una de las obras más importantes que tuvieron lugar en ese
período, consistente en la división de España en 49 provincias. La medida no constituía una
novedad, ya que la división del país en circunscripciones más pequeñas y funcionales, ya se
habían intentado en ocasiones anteriores. Las más recientes, durante el reinado de José
Bonaparte y durante el Trienio Constitucional en 1822, que con pequeños retoques fue la que
se aplicó en 1833. En ella se aprecia el deseo de buscar la relación entre las nuevas
circunscripciones que se crean y los antiguos reinos. Surge así una estructura territorial y
administrativa del país, partiendo de la división tradicional que desarrollaría el régimen
político del liberalismo, y a pesar de la criticas, su eficacia se pone de manifiesto por el
simple hecho de haber sido la única reforma de la época que ha perdurado hasta nuestros
días, hasta la nueva división territorial de las Comunidades Autónomas reguladas por la
Constitución de 1978.
Las reformas administrativas con ser eficaces no satisfacían a los más liberales, que
pedían reformas políticas. Algunos de los liberales que había regresado del exilio y que
tenían ideas exaltadas en su juventud, habían templado su actitud política en el de exilio e
influyeron en la evolución de la política española (Martínez de la Rosa, Istúriz, Mendizábal
no iban a tardar en aparecer en la política). Sin embargo, el golpe decisivo contra Cea
Bermúdez no lo dieron los liberales sino los generales Llauder y Quesada a comienzos de
1834 (capitanes generales de Cataluña Castilla la Vieja) y solicitaron de la reina gobernadora
reformas políticas y una reunión de Cortes. Cea Bermúdez tuvo que dimitir el 15 de enero de
1834. El liberalismo daba un paso hacia adelante, mientras la guerra carlista se recrudecía en
el Norte.
1. LA PRIMERA GUERRA CARLISTA

Es difícil, hablar de los orígenes del carlismo, que tomó forma definida a partir de la
muerte de Fernando VII, ya que el nombre del infante Carlos María Isidro, había sido
esgrimido con anterioridad durante la Ominosa Década, por aquellos que lo consideraron
como posible salida a su actitud aperturista que adoptó el monarca y que dio brotes de
insurrección en la llamada guerra de los Agraviados. Don Carlos se mantuvo apartado de
estas actividades conspiratorias que incitaban sus partidarios, mientras viviese su hermano.
Don Carlos nacido en Madrid en 1788, era cuatro años menor que Fernando, había recibido
una elevada educación, estuvo casado con la princesa portuguesa María Francisca de Asís y
cuando enviudó con la hermana de ésta María Teresa de Braganza. Estos matrimonios le
llevaron a la corte de su cuñado el rey Miguel de Portugal, quien se hallaba enfrentado con su
hermano Pedro, en un conflicto que reunía unas características similares a las que iban a
producirse en España. A la muerte de Fernando VII, el infante don Carlos se negó a
reconocer la legitimidad de la princesa de Asturias para ocupar el trono, al que se creía con
más derechos y adoptó el nombre de Carlos V. El manifiesto de Abrantes, que publicó el 1 de
octubre de 1833, había valer sus pretensiones, haciendo en él referencia más a las razones
jurídicas que ideológicas.
Las insurrecciones carlistas comenzaron a producirse en el mes de octubre de 1833 y
se generalizaron por todo el país, aunque solo cuajaron en el País Vasco, Navarra, Cataluña y
el Maestrazgo. En los primeros momentos pareció que el Gobierno Central no iba a encontrar
dificultades para sofocar estos brotes, ya que la mayor parte de estos estaban dirigidos por
personas con poca organización y carecían de armamento adecuado. Bilbao y Victoria
pasaron rápidamente al mando carlista, si bien esta situación duraría poco. En Navarra
fracasó el levantamiento en un principio y San Sebastián y Tortosa permanecieron al margen
del conflicto. En levante los cabecillas de sublevación no se pusieron de acuerdo, y aunque
entre ellos había militares como Carnicer, sus divisiones y rencillas dificultarían el triunfo.
Tampoco Cataluña el bando carlista tuvo un brillante comienzo, a lo que sin duda contribuyó
la eficaz labor represora del capitán general Llauder. El bando carlista carecía de jefes
capaces y sus fuerzas estaban organizadas en partidas, sin dirección ni mando. Por eso los
tres primeros meses de la guerra constituyeron una fase poco definida, en la que sólo hubo
tanteos, que si tuvieron algunas significación fue la de esbozar la geografía de un conflicto
para señalar donde se centraban los focos más importantes del conflicto y dónde podían los
cristinos contar con la fidelidad de la población. Pero la falta de decisión y las dificultades
con las que tuvieron que enfrentarse los primeros gobiernos de María Cristina para asentar el
sistema constitucional de una manera definitiva, permitieron a los carlistas extender su
movimiento, lograr una cierta organización y conseguir armamento para hacer frente a la
ofensiva posterior.
Las razones de la causa carlista: El levantamiento carlista fue secundado
fundamentalmente en las regiones forales, ya que la cuestión foral está en el fondo de las
aspiraciones de los insurrectos, aunque su defensa no fuese la única causa que provocó el
levantamiento. El liberalismo era centralizador y contrario a cualquier tipo de privilegios en
el plano personal, económico o institucional. Los gobiernos autonómicos, las exenciones
fiscales, la aplicación de justicia con jueces propios y según las leyes tradicionales, y la
exención de quintas en el servicio militar, formaban parte de estos regímenes peculiares que
habían mantenido sus diferencias con el resto de las regiones españolas. En Guipúzcoa, Álava
y Vizcaya, la conciencia foral estaba fuertemente arraigada y lo mismo ocurría en Navarra,
cuyo sistema de autogobierno era aún más fuerte que en las llamadas Provincias Exentas por
su peculiar régimen fiscal. Por lo que podría pensarse en una relación entre carlismo y
foralismo, ya que en otras regiones españolas donde no existía tal conciencia, el carlismo, o
no existió, o tuvo un apoyo muy débil, como fue el caso de Andalucía o Extremadura; y si la
cuestión foral no explica suficientemente la geografía del carlismo, sus razones habrá que
buscarlas en la realidad social de esos territorios. En términos generales se ha dicho que la
guerra carlista es la lucha del campo contra la ciudad. Y en afecto, la base social del carlismo
hay que buscarla esencialmente en las clases rurales de las Provincias Vascongadas, de
Navarra, de Aragón y de Cataluña. Las ciudades importantes como Bilbao, después de los
primeros momentos, San Sebastián, Pamplona o Vitoria, se decantaron por la defensa del
sistema liberal. Sin duda como ha puesto de manifiesto Fernández Pinedo en su estudio sobre
las transformaciones económico-sociales en el País Vasco desde la Edad Media las ventas de
bienes comunales que se llevaron a cabo en Guipúzcoa y Vizcaya a partir de 1808,
contribuyeron a deteriorar la situación de un amplio sector del campesinado y la alteración de
sus status económico explicaría su adscripción al bando carlista. Pero a pesar de que una
situación similar se producía en otras zonas de España, como en Andalucía, en las que
también se degradó la situación del campesino pobre durante el primer tercio del siglo XIX,
sin embargo, no apoyaron a de don Carlos. El apoyo al carlismo en las zonas norte del país
sería una respuesta a la amenaza de proletarización, más que a la proletarización misma del
campesinado. En el campesinado vasco o navarro se mantenía, a pesar de todo una situación
de equilibrio social que no existía en el Sur, en donde los contrastes entre ricos y pobres eran
mucho más evidentes, y donde la mayor parte de sus elementos estaban ya fuertemente
proletarizados. Ideológicamente el movimiento carlista era débil. Su única atractivo: la
defensa de las ideas tradicionales de la Monarquía por derecho divino, la Religión y la
Iglesia, supuestamente amenazado por el triunfo de la revolución liberal. Sólo el clero, cuyo
apoyo a don Carlos y a lo que representaba era perfectamente explicable en razón de la
actitud que el liberalismo había tomado con respecto a los bienes de la Iglesia, acertó a dotar
al movimiento de una mínima cobertura ideológica. En este sentido el carlismo se convirtió
en el símbolo de la resistencia frente a la descomposición de las formas de vida tradicionales,
o en el símbolo de la oposición a la revolución, a cuyo triple lema: igualdad, libertad y
fraternidad, opuso simplemente la alianza del altar y el trono.
La complejidad del fenómeno carlista y su distribución en la geografía española, sólo
puede explicarse teniendo en cuenta estos tres elementos: el foral, el socioeconómico y el
ideológico; que juntos dieron fuerza a un movimiento capaz de enfrentarse a la voluntad
testamentaria de Fernando VII y al sistema establecido a partir de 1883. La guerra que duró
siete años y después de esos alzamientos iniciales en el otoño de 1833 cobró una dimensión
más seria como consecuencia de la mejor organización de las fuerzas carlistas y de la postura
adoptada por las potencias extranjeras.
El desarrollo de la guerra civil: Decisiva importancia para el desarrollo del conflicto
tuvo el nombramiento del coronel Tomás Zumalacárregui para el mando superior de las
tropas carlistas en Navarra, el 14 de noviembre de 1833, este había luchado en la guerra de la
Independencia y después había militado en las facciones realistas durante el Trienio
constitucional y aunque había servido a las órdenes de algunos mandos que se habían
mostrado fieles a la causa de Isabel II, como los generales Fernández de Córdoba y Quesada,
éstos no pudieron atraerse la lealtad del veterano coronel que vivía retirado en Pamplona. Si,
por el contrario, supieron hacerlo los carlistas navarros, que pronto comprobarían los
resultados positivos de su acertada elección.
Simultáneamente a este nombramiento en el bando carlista, el Gobierno de Cea
Bermúdez designó al general Sarsfield para que se hiciese cargo del ejército cristino y
limpiase la zona de Castilla de las bandas dispersas de elementos carlistas y marchase
después hacia el Norte para reprimir los brotes existentes. El 19 de noviembre marchó
Sarsfield con las escasas tropas que había logrado reunir, hacia Victoria, ciudad que tomó el
día 21 sin apenas resistencia. A continuación se dirigió a Bilbao, ciudad que cayó fácilmente
en sus manos cuatro días después. Las dos únicas capitales que habían estado inicialmente en
poder de los carlistas, pasaban al bando liberal, relegando el movimiento insurreccional a las
zonas rurales. Sin embargo, Sarsfield, descontento por no encontrar el apoyo que pretendía
para reforzar posiciones ganadas, dimitió y fue sustituido por el general Jerónimo Valdés.
Zumalacárregui lo único que hizo hasta la primavera de 1834 fue aprovechar su
conocimiento del terreno para utilizar con éxito la táctica de hostigamiento al enemigo
mediante la sorpresa y la rapidez de acción. Pero, al mismo tiempo, la posición que fue
adquiriendo y la fama que consiguió en todo el territorio sublevado le permitieron tomas
medidas para dotar a su ejército de una mejor organización y una disciplina más estricta. El
27 de enero de 1834 se apoderó de la fábrica de armas de Orbaiceta, lo que supuso poder
repartir entre sus soldados 50.000 cartuchos, repuestos de fusiles y la obtención de un cañón
de bronce, esta toma le supuso las ulteriores conquistas de puntos fortificados.
Valdés quejoso por la falta de medios, fue sustituido pronto por Quesada como
general en jefe del ejército del Norte, y la zona de Vizcaya se confiaba al general Espartero.
Quesada quiso resolver la guerra mediante negociaciones con Zumalacárregui, el cual había
servido con anterioridad a sus órdenes. Sin embargo, éste sólo aceptó las propuestas liberales
con el fin de ganar tiempo. Al cabo de un mes se reanudaron las hostilidades con un
encarnizamiento y una violencia como no se habían conocido hasta entonces. A los
fusilamientos de prisioneros por parte del ejército cristino se sucedían las ejecuciones de los
soldados capturados por los carlistas. Quesada se daba cuenta de que sin un mayor apoyo por
el Gobierno, difícilmente podría ocupar y dominar aquellos territorios. Los escasos hombres
con los que contaba no le permitían ocupar las provincias vascas y aislar totalmente al
enemigo. Necesitaba según el unos 14.000 hombres más para obligarles a luchar y para
hacerme con sus recursos. Pero, la guerra también se incrementaba, sobre todo en Cataluña y
en el Maestrazgo. Aquí los carlistas consiguieron algunos éxitos en las escaramuzas
conducidas por Carnier y Cabrera. Sin embargo, no existía la posibilidad de una ocupación
del territorio como en el Norte.
Don Carlos desde Portugal, fomentaba la insurrección realista. El Gobierno liberal, no
se atrevía a intervenir militarmente más allá de la frontera con el país vecino para no
enturbiar las relaciones con Inglaterra, su tradicional aliada. Inglaterra había reconocido a la
hija de Fernando VII, como también lo había hecho Francia. Las llamadas potencias de la
Santa Alianza, Austria, Rusia y Prusia, aunque no la habían llegado a reconocer a don Carlos,
le prestaban su apoyo moral y sus simpatías. El Gobierno de Martínez de la Rosa, a través de
su embajador en Londres, el marqués de Miraflores, negoció un acuerdo con Gran Bretaña,
Francia y el Gobierno portugués de doña María, firmado el 22 de abril, mediante el cual se
comprometía apoyo a la reina portuguesa frente a don Miguel y a Isabel en España contra su
tío. El acuerdo sellaba la llamada Cuádruple Alianza.
Don Carlos tuvo que salir de Portugal, y después de pasar por Inglaterra se dispuso a
entrar en España, lo que hizo el 12 de julio. Rodil que había sustituido a Quesada en el
ejército del Norte, se esforzaba por establecer una línea de fortificaciones desde Pamplona a
Vitoria, por una parte y desde aquella ciudad a Logroño por otra. Sin embargo, no pudo
impedir que don Carlos atravesase las provincias vasco-navarras impunemente, ni que
Zumalacárregui fuese aumentando sus batallones con los que hostigaba a las tropas cristinas.
Los fracasos sucesivos del general Rodil en el verano de 1834, llevó al Gobierno a disponer
que se formasen dos ejércitos, uno destinado a operar en Navarra, a cuyo frente se designó al
general Mina, el antiguo guerrillero que conocía perfectamente el territorio. El otro ejército se
destinó a las Vascongadas y estaba a las órdenes del general Osma.
La situación del conflicto no cambió mucho y se desarrollaba según el esquema
inicial: marchas y contramarchas de ejército liberal que infructuosamente trataba de fijar a las
escurridizas tropas enemigas que rehuían el combate abierto a esta forma, los liberales no
podían dominar el territorio ni los carlistas ocupar nuevas posiciones. El general Fernández
de Córdoba llamó a esta fase la guerra lánguida, lo que refleja el ritmo con que se
desarrollaba. Era evidente que no eran sólo los cambios en el mando lo que llevaría a la
rápida victoria a la causa real, sino mayores dotaciones de armas, pertrechos y hombres para
lo que necesitaban más medios económicos de los disponían.
Valdés se hizo cargo por segunda vez del ejército del Norte y su propósito de derrotar
a Zumalacárregui le llevó a iniciar una acción precipitada sin medir las consecuencias.
Penetró en la sierras de Urbasa y Andía, y en el valle de las Amézcoas siendo derrotado
estrepitosamente por los carlistas el 22 abril de 1835. Su retirada hasta Estella fue penosa y
perdió gran número de hombres, así como su equipo y armamento.
En el Maestrazgo, la situación de los carlistas seguía siendo débil, pero Cabrera se
hizo cargo del mando al morir Carnier cuando se trasladaba a Navarra para pedir refuerzos a
don Carlos. El ascenso de Cabrera que algunos creyeron producto de maquinaciones,
contribuyó a mejorar la posición de los insurrectos de aquella zona, Igualmente en la
primavera de 1835, el carlismo pareció reforzarse por Cataluña, Castilla la Nueva y
Extremadura. Sin embargo no duró mucho tiempo.
La falta de entendimiento entre el general Zumalacárregui y el entorno político y
burocrático de don Carlos se puso de manifiesto con motivo de la decisión de atacar Bilbao.
El general navarro era partidario de dirigir todos los esfuerzos a poner sitio a Vitoria y desde
allí penetrar por Burgos y Castilla, donde esperaba encontrar buena acogida por parte de la
población civil. Pero don Carlos y su corte impusieron su criterio y decidieron llevar a cabo
la toma de Bilbao por su importancia y por su riqueza como puerto de mar. El 10 de julio se
presentaron las tropas carlistas ante las murallas de la capital vizcaína y el 15 fue herido
Zumalacárregui en una pierna. Diez días más tarde moría en Gegama. El sitio de Bilbao
fracasó y el 1 de julio tuvieron que retirarse las tropas que le asediaban. Pero, más importante
que el fracaso fue la desaparición de la figura que había contribuido a la creación de un
verdadero ejército. La inexistencia de un militar de su talla que tomase el relevo se advirtió a
las pocas semanas, cuando las tropas critinas al mando de Fernández de Córdoba derrotaron a
los carlistas en Mendigorría, el 16 de julio. Fue un golpe muy duro para el bando carlista,
aunque no cambió el curso de la guerra, porque el ejército liberal no era capaz de aprovechar
una victoria como aquélla, puesto que se encontraba muy justo de fuerzas y escaso de moral,
ya que los soldados no recibían sus pagas desde hacía tiempo. Sin embargo está claro que la
muerte de Zumalacárregui y la derrota de Mendigorría señalan la terminación de la primera
fase de la guerra.
Expediciones carlistas y derrota final: La táctica de salir del territorio del Norte
mediante expediciones que trataban de introducirse en el campo del adversario para provocar
a los españoles a favor de la causa de don Carlos se había practicado desde 1835.En agosto de
ese año Juan Antonio Guergué había partido para Cataluña para unificar las distintas fuerzas
que operaban en aquella región. No tuvo éxito, pero a pesar de ello los hombre que rodeaban
al pretendiente eran partidarios de estas expediciones, en contra de la opinión de los militares
experimentados, como Eguía, quienes pensaba que era un derroche inútil.
La más importante de esta expedición fue la del general Gómez, quien llevó una
espectacular incursión norte a sur, entre julio y diciembre de 1836, al mando de 3.000
hombres marchó primero a Asturias, desde allí a Castilla la Vieja, después pasó por Aragón,
bajó a Cuenca y Andalucía que recorrió hasta Gibraltar, la resonancia de aquella expedición
fueron importantes pero los resultados fueron nulos, ya que ante el acoso de las fuerzas
liberales, (mandaron en su persecución a Rodil, Espartero o Narváez), Gómez tuvo que
regresar al Norte, sin haber cumplido un objetivo concreto. Su peripecia sirvió para demostrar
su habilidad para sortear al enemigo, el escaso control que los cristianos podían ejercer sobre
territorios que en principio se habían mostrado adictos a Isabel.
En 1837 tuvo lugar la Expedición Real, ya que fue el pretendiente el que intentó llegar
hasta Madrid para negociar una solución a la guerra con la reina gobernadora, e incluso el
matrimonio de Isabel y el hijo de don Carlos. Pero al llegar a las puertas de la ciudad, los
carlistas no se decidieron a atacar. Madrid estaba defendida sólo por la Milicia Nacional y las
fuerzas de don Carlos apenas hubiesen encontrado resistencia. El porqué se retiraron es una
cuestión a la que no se ha dado una razón convincente. Sin embargo, la Expedición Real
constituye un episodio importante en el desarrollo del conflicto por cuanto señala el intento
de dar una solución a la política negociada. A partir de este fracaso se entra en la última fase
de la guerra. En esta etapa se aprecia ya una notable superioridad del ejército liberal sobre el
carlista, producto de la desamortización de los bienes eclesiásticos. Sus beneficios si bien es
cierto que más reducidos de lo que en un principio habían pensado, sirvió al menos para dotar
de medios al ejército del Norte. Ahora bajo el bando del general Espartero, podía contar con
10.000 hombres y 700 cañones. El general restableció la disciplina en el ejército y castigó
severamente los brotes de desobediencia que se habían producido en su seno y que habían
dado lugar a violentos enfrentamientos, e incluso a los asesinatos del general Sarsfield y el
coronel Mendívil.
En el bando carlista también fue determinante la entrega del mando al general Maroto,
hombre de una personalidad carismática y gran popularidad, lo que provocó celos y
sospechas entre los elementos que rodeaban a don Carlos. Desde su nombramiento, su labor
consistió en poner orden en las filas del ejército y limitarse a mover las tropas con la mayor
prudencia. Maroto formaba parte de la facción transaccionista, abierta a una solución de tipo
político, aun a costa de importantes renuncias, y fue eliminando puestos clave a los
apostólicos, enemigos acérrimos de cualquier acuerdo político. La actitud del nuevo jefe del
ejército avivó las tensiones, que desembocaron en un intento de conspiración contra Maroto,
descubierta por la rápida acción de éste, mandó fusilar a elementos tan destacados como los
generales Sanz y Guergué, así como a otros jerarcas destacados del carlismo intransigente.
Dada la situación, parecía evidente que no había otra salida que la pactada. Espartero se hacía
más dueño del territorio carlista y en la ofensiva emprendida en la primavera de 1839 dejó
bien claro que la resistencia sería cada vez más difícil.
Al parecer, los contactos entre Espartero y Maroto, que habían sido compañeros de
armas en el Perú, se habían iniciado en febrero de 1839, pero las negociaciones eran
complejas y difíciles- El general carlista pretendía “ que se reconociesen los derechos de don
Carlos, aunque fuese mediante el matrimonio entre su heredero y la hija de Fernando VII”.
Por su parte Espartero alegaba no tener autorización más que para excluir a don Carlos y a su
familia de toda pretensión al trono español y para reconocer los fueros y los mandos y
empleos del ejército carlista. Tanto Francia como Inglaterra presionaban para el pretendiente
renunciase a sus derechos y finalizar el conflicto. Mientras que Espartero proseguía la
campaña con todas sus fuerzas para apoyar las negociaciones. Se apoderó de los fuertes de
Ramales y Guardamino en Vizcaya, hecho de armas por el se le dio el título de Duque de la
Victoria. Más tarde ocupó Orduña, Amurrio y Valmaseda y entró en Vitoria el 9 de agosto.
Puestas así las cosas Maroto se avino a firmar el 31 de agosto de 1839 el Convenio de
Vergara, mediante el cual reconocía los derechos de Isabel al trono español y conseguía a
cambio promesas sobre la conservación de los fueros, así como el mantenimiento de pagas y
empleos oficiales de su ejército. Un sector del carlismo nunca le perdonaría su actitud, que
fue considerada como una verdadera traición.
Don Carlos abandonó España el 14 de septiembre y con ello se liquidaban las
posibilidades del carlismo después de siete largos años de lucha. Todavía Cabrera en la zona
de Levante, ignorando el acuerdo de Vergara, siguió peleando durante algún tiempo dando
muestras de agresividad y coraje que le valieron el apelativo de El tigre del Maestrazgo. Al
final acudió Espartero con importantes contingentes de su ejército para forzar la retirada a
Francia, que no consiguió hasta comienzos de 1840.

1. MARTÍNEZ DE LA ROSA Y EL ESTATUTO REAL.

Mientras transcurría la guerra carlista, los liberales iban ganando terreno en el ámbito
político e institucional de la Regencia de María Cristina. Después de la dimisión de Cea
Bermúdez y tras un intento de recomposición del mismo Gabinete, la reina gobernadora
acabó transigiendo con Martínez de la Rosa a quién nombró nuevo jefe de Gobierno.
Martínez de la Rosa era un hombre joven, aunque había participado en las Cortes de Cádiz
donde llegó a defender la pena de muerte para los que intentasen modificar la Constitución.
Su radicalismo se había suavizado mucho durante el Trienio Constitucional, pero sobre todo
los años de destierro que tuvo que pasar en Francia durante la segunda etapa absolutista de
Fernando VII le habían convertido en un liberal moderado. Sin embargo, fue considerado una
especie de símbolo de concordia, su designación significaba un paso del sistema político
hacia la izquierda.
Entre las medidas que tomó el nuevo Gabinete destaca la supresión de los conventos
cuyos miembros apoyasen la facción de don Carlos, lo cual significa la primera medida
tomada contra la Iglesia el nuevo régimen y la concesión de una amnistía total. Pero lo que
realmente significó la aportación de Martínez de la Rosa al proceso de transición política al
liberalismo pleno fue la promulgación del Estatuto Real de 1834, con lo que satisfacía a los
generales Llauder y Quesada y se proporcionaba al régimen político como instrumento válido
para el funcionamiento de las Cortes.
El Estatuto Real venía a sustituir a la Constitución de 1812, cuya inviabilidad práctica
se había puesto de manifiesto durante el Trienio. Aunque este documento no puede ser
considerado como una Constitución. Tomás Villarroya lo califica, por la forma de su
promulgación como una Constitución otorgada, es decir impuesta desde el poder y no
elaborada por una asamblea constituyente elegida por el pueblo. En este sentido, el Estatuto
guardaría cierta semejanza con la que se hizo aprobar el rey francés Luis XVIII. Para Palacio
Atard, no resulta adecuado asimilarla a una Carta Otorgada, puesto que no aparece en su
texto ninguna declaración de la soberanía real otorgante, autolimitándose por propia
voluntad, como es propio de los documentos de esta naturaleza. En cualquier caso, lo que está
claro es que el Estatuto Real no es una Constitución, en el puro sentido jurídico, pues se
limita a regular el funcionamiento del órgano legislativo y para nada se refiere a los poderes
ejecutivo y judicial, que quedan al margen de su articulado. Además no establece principios
de ninguna clase, ni trata de definir el conjunto del sistema político que pone en marcha
también como un simple reglamento de funcionamiento de las Cortes.
El Estatuto Real está estructurado en cinco títulos y éstos divididos en 50 artículos.
Establece la reunión de las Cortes en dos Cámaras: el estamento de próceres y el de
procuradores El primero de ellos estaría formado por arzobispos, obispos, y grandes de
España, títulos de Castilla y los propietarios o intelectuales que tuviesen una renta superior a
60.000 reales y fuesen designados por la Corona. En el estamento de procuradores tendrían
asiento todos los españoles mayores de treinta años, poseedores de una renta anual de al
menos 12.000 reales, elegidos de acuerdo con la Ley Electoral correspondiente. Esa ley se
promulgó el 20 de mayo y establecía dos escalones en el proceso electoral 1. Las Juntas
electorales de partido, formadas por los individuos que integraban el Ayuntamiento y número
igual de los mayores contribuyentes, de tal forma que el cuerpo electoral, lo compondrían de
16 a 26 ciudadanos. 2. Las Juntas electorales de provincia, formadas por los compromisarios
elegidos por las Juntas de partido y que eran los que elegían directamente a los Diputados. El
sistema electoral era por consiguiente, extremadamente censitario, ya que los españoles con
derecho al voto no llegaban al 15 % de la población. Por otra parte, según el Estatuto, la
iniciativa legal quedaba enteramente reservada a la Corona y las Cortes sólo podían
enmendar o rechazar los proyectos que presentaba la reina gobernadora a través del Gabinete.
Las Cortes eran convocadas y disueltas por el rey, aunque necesariamente debían reunirse
para discutir los presupuestos. Si las Cortes fuesen disueltas, tendrían obligatoriamente que
reunirse otras en el plazo de un año.
El Estatuto Real no convenció ni a los conservadores ni a los liberales. Los primeros
no se dejaron seducir por las referencias a las Partidas o a la nueva Recopilación, ni por la
terminología que trataba de enlazar con las Cortes tradicionales, denominando estamentos a
los dos brazos o cámaras que ahora las componían. Los liberales por su parte, continuaban
encontrando pocas concesiones en el Estatuto, lo seguían viendo como un acto de
absolutismo real y querían que se reconociese en el texto una más amplia y eficaz
intervención de los ciudadanos. El intento centrista de Martínez de la Rosa no podía
mantenerse, durante mucho tiempo en una dinámica que llevaba inevitablemente al régimen
hacia una posición cada vez más liberal.
La desatención de las propuestas reformistas provocó un conflicto entre el ejecutivo y
legislativo. Sus diferencias fueron avivadas por conspiradores que querían conseguir el poder
por medio del pronunciamiento o la revolución, ante la imposibilidad de obtenerlo por vía
legal. La tensión se acentuó por los sucesos que tuvieron lugar en Madrid en julio de 1834.
La epidemia de cólera, que ya había afectado al sur de España, comenzó a incidir sobre la
capital, a pesar de las medidas que se habían tomado para evitar su propagación. La
mortandad fue terrible y entre la población atemorizada surgió el rumor de que la culpa la
tenían los frailes, partidarios de don Carlos, que habían contaminado las aguas de Madrid. La
reacción de los más exaltados fue inmediata y comenzaron las matanzas de jesuitas,
mercedarios y franciscanos, quema de conventos y violencias de todo tipo.
Pero lo que hizo caer a Martínez de la Rosa no fueron estos incidentes, sino una causa
externa, que tuvo que enfrentarse a la guerra carlista. Ante la posibilidad de que una guerra
larga, no podría resolverse sin intervención extranjera, envió al marqués de Miraflores a
Londres para que gestionase el apoyo de Gran Bretaña y de las otras potencias favorables al
mantenimiento de los regímenes liberales. Fruto de estas gestiones fue la firma de Cuádruple
Alianza. Pero Martínez de la Rosa esperaba más de estos acuerdos, y aunque Gran Bretaña
envió ayuda económica y voluntarios británicos, Francia sólo aportó respaldo moral y no
quiso comprometerse. La inoperancia de la ayuda extranjera, con la consiguiente
prolongación de la guerra y la oposición creciente en las Cortes, donde el Gobierno, a pesar
de sus esfuerzos no conseguía obtener apoyo estable, acabaron por hacer dimitir a Martínez
de la Rosa en junio de 1835.

2. LA RADICALIZACIÓN DEL RÉGIMEN

El nombramiento de un nuevo Ministerio presidido por el conde de Toreno significó


un nuevo peldaño en el proceso de transición hacia un liberalismo pleno. Don Francisco
María Queipo de Llano era otro liberal exaltado, que había evolucionado hacia posturas más
moderadas al alcanzar una edad más madura. También, como Martínez de la Rosa había
estado en el exilio y como autor del Estatuto había abandonado las veleidades revolucionarias
de su juventud. La lentitud con que llevaba a cabo una Monarquía plenamente constitucional,
encrespó el ánimo de los más impacientes, que se sintieron defraudados; se generalizaron los
incidentes al mes de haberse producido el nombramiento por la oposición en Cádiz, Málaga y
Granada. En Barcelona también se registraron motines populares y en ésta y otras ciudades se
formaron juntas revolucionarias que proclamaron su propósito de apoyar las reformas más
radicales. En la capital catalana se registró uno de los hechos más lamentables y fue la
destrucción de la fábrica de Bonaplata, que era por entonces la factoría textil más importante
del país. La revuelta política fue apoyada por quienes querían reivindicaciones sociales.
Afloraban los primeros síntomas del malestar social que se extendía por las grandes ciudades
en las que existían industrias y en las que el hacinamiento de la población trabajadora, las
condiciones de trabajo y la amenaza de que el creciente maquinismo redujera los puestos
laborales, contribuían a sembrar la inquietud que, en casos como éste, degeneraba en actos de
violencia. Sin embargo, las clases medias instigadoras de las revueltas, no estaban dispuestas
a perder el control y se organizaron en juntas para controlarlo. La Junta de Barcelona, cuyo
principal organizador era Pascual de Madoz, fue seguida por juntas similares en Valencia y
Zaragoza. Inmediatamente surgieron juntas en toda España. En su mayoría estaban
compuestas por elementos exaltados anticlericales, pero de una cierta posición social
(abogados, empresarios, propietarios, etc.), e incluso algunos de distinguidas familias como
era el conde de Almodóvar en Valencia. Su aspiración era la de sustituir el Estatuto Real por
la Constitución de 1812, y en muchas ciudades se volvía a oír el himno de Riego.
Toreno impotente ante estos desórdenes, no tuvo otra alternativa que la de dimitir, el
13 de septiembre. Su Gobierno no había durado ni tres meses. Aunque la reina gobernadora
se resistió a aceptar la dimisión de Toreno, no tuvo más remedio que buscar un sustituto. En
ese momento fue cuando apareció en la escena política Juan Álvarez Méndez -Mendizábal-,
que había ido a Madrid para hacerse cargo de la cartera de Hacienda en el Gabinete de
Toreno. María Cristina desconfiaba de él porque era un exaltado y no estaba dispuesta a
entregar las riendas del Gobierno a una persona que se había convertido en poco tiempo en la
esperanza de los protagonistas de los disturbios de meses anteriores. La intervención de
Villiers (embajador británico) fue decisiva y el 15 de septiembre María Cristina encargaba la
formación de Gobierno a Juan Álvarez Mendizábal.
La personalidad de Mendizábal es una de las más sobresalientes de toda la historia del
s. XIX. Nacido en Cádiz, en el seno de una familia de comerciantes, tuvo una educación
característica en los medios mercantiles de aquella ciudad: idiomas, contabilidad, relaciones
comerciales...El ambiente gaditano influyó en su formación. Siendo joven (nacido el 25-02-
1790), participó en la Guerra de la Independencia. Estuvo en Madrid trabajando a las órdenes
de la familia Bertrán de Lis y durante el Trienio Constitucional, viajó por Francia e Inglaterra
por motivos de negocios, ya en España participó en la defensa del régimen liberal. Durante la
Ominosa Década, tuvo que marchar al exilio a Inglaterra, donde emprendió varios negocios
que le llevaron a París. Participó en la guerra civil portuguesa, y ayudó con su organización
financiera a recuperar el trono a don Pedro, frente a don Miguel.
Durante el corte gobierno del Conde de Toreno, Mendizábal se había prestado a
solucionar los problemas financieros que acosaban al reino y que se habían agravado por el
hecho de no reconocer la deuda contraída durante el Trienio. Rodeado de una aureola de
prestigio y fama de personaje relacionado con altos círculos financieros internacionales, se
convirtió en el hombre clave de la situación. En el político providencial, capaz de resolver
con éxito todos los problemas de España.
Se comprometió con María Cristina a gobernar con el Estatuto, lo cual era una
contradicción con las expectativas que habían puesto en él los exaltados. Sin embargo, su
dinamismo y su capacidad de gestión, le hicieron ganarse el respeto de muchos ciudadanos.
Centró su gestión en tres puntos: guerra carlista, desamortización de los bienes eclesiásticos y
la recuperación del crédito. Con el fin de contar con el apoyo suficiente para poner en marcha
su programa, llamó a hombres que habían estado en política durante el anterior período
constitucional (Mina, Quiroga, López de Baños) sin deshacerse de los que habían colaborado
en el sostenimiento de la Regente. Las Juntas se disolvieron en su mayoría, excepto la de
Sevilla y Cádiz, que se mostraron insatisfechas con las promesas de Mendizábal. Convirtió la
Milicia Urbana en Milicia Nacional aumentando su dotación considerablemente, ya que pasó
de 30.000 a 40.000 miembros. Otro decreto de su Gobierno dispuso del levantamiento de una
quinta de 100.000 hombres destinados a dar un impulso a la guerra del Norte, introdujo la
novedad de eximir del servio a aquellos que pagasen una cuota de 4.000 reales o bien 1.000
reales y un caballo, procedimiento que después sería imitado por otros gobiernos en épocas
posteriores. Sin embargo la quinta nunca llegó a completarse y los hombres que la integraron
estaban mal pertrechados y poco preparados por los que no fueron de gran ayuda al general
Fernández de Córdoba en el Norte y que protestó por las condiciones en que llegaban los
reclutas.
Las Cortes se inauguraron el 16 de noviembre y en el discurso que Mendizábal
redactó para la reina gobernadora se proponían tres proyectos de ley para su discusión:
institucionalización de la prensa libre, la responsabilidad ministerial y la reforma electoral.
Este último punto provocó un largo debate en el que se definieron las posturas de los más
moderados, por una parte, y de los progresistas que apoyaban al Gabinete por otra y se
mostraron partidarios de una ley electoral menos restrictiva que la de 1834.Cuando comenzó
la discusión del proyecto, en enero de 1835,se registró una división entre los que querían el
sufragio indirecto y los que lo querían directo. Finalmente se llegó a un compromiso por
ambas posturas de proponer elecciones mixtas, es decir combinación de los procedimientos
directo e indirecto. Pero en las votaciones que tuvieron lugar el 14 de enero en el estamento
de procuradores fue rechazada la propuesta. Mendizábal no se había definido por ninguna
solución, pero lo que estaba claro es que el resultado de la votación significaba el
mantenimiento del sistema existente, que era el indirecto. El primer ministro sintiéndose
amenazado pidió el voto de confianza a las Cortes. El debate contribuyó a perfilar las
posiciones dentro del liberalismo, que acabarían por cristalizar en dos partidos diferentes. Al
fina Mendizábal obtuvo la confianza y disolvió la legislatura, lo que le permitió gobernar sin
oposición.
3. LA DESAMORTIZACIÓN DE MENDIZÁBAL Y SUS RESULTADOS

Todos los especialistas en el tema coinciden en señalar que el fenómeno hay que
considerarlo en bloque, desde las medidas que se llevaron a cabo en el reinado de Carlos III
hasta la ley de Madoz en 1855. Así pues, la desamortización eclesiástica de Mendizábal no
fue más que un jalón importante de un proceso más amplio, cuya culminación no se produjo
hasta finales del siglo XIX.
El término desamortización no supone solamente el acto jurídico mediante el cual los
bienes que han estado amortizados adquieren la condición de bienes libres para sus propios
poseedores, como ocurría con los mayorazgos, sino que implica también que sus poseedores
pierden la propiedad que pasa al Estado, bajo cuyo dominio se convierten en bienes
nacionales. El Estado los vende a particulares y al adquirirlos los compradores, se convierten
en bienes libres. Así pues la desamortización es una operación compleja cuyo beneficiario
principal es el Estado, que es el que expropia unos bienes para después venderlos a terceros.
La desamortización más conocida es la de Mendizábal. Su nombre unido a la
desamortización eclesiástica, pero también en las anteriores hubo desamortización de bienes
eclesiásticos, ya que poco antes de la subida al poder de Mendizábal se aprobaron dos reales
decretos (15 julio 1834 y 4 julio 1835) mediante los cuales se suprimía definitivamente la
Inquisición y se abolía de nuevo en España la Compañía de Jesús. Los bienes de ambas
instituciones se dedicaban por parte del Estado a la extinción de la deuda pública. El mismo
mes de julio se decretó la supresión de conventos y monasterios que tuviesen menos de doce
profesos, aplicándose sus bienes a la misma finalidad que los anteriores. Mendizábal, no
adoptó una política absolutamente novedosa, lo que hizo el gaditano fue sistematizar y
radicalizar estas medidas de sus antecesores.
El 11 de octubre de 1835, Mendizábal promulgó un decreto mediante el cual se
suprimían las órdenes religiosas y se justificaba la medida, en tanto se consideraban
desproporcionados sus bienes a los medios que entonces tenía la nación. Otro decreto,
promulgado el 19 de febrero de 1836, se declaraban en venta todos los bienes de las
Comunidades y corporaciones religiosas extinguidas, y también aquellos que ya hubiesen
pasado a la consideración de bienes nacionales, o la adquiriesen en el futuro. La venta debería
hacerse de forma pública, partiendo de la tasación oficial, a partir de la cual los posibles
adquirientes pujarían por ellas mediante subasta, adjudicándoseles a aquellos que ofreciesen
un precio más alto por ellos. El decreto regulaba también la forma en que debería hacerse el
pago, estableciendo dos procedimientos diferentes, uno: para aquellos que lo hiciesen en
títulos de la deuda y, otro para los que lo efectuasen en dinero en metálico. Los primeros
deberían abonar una quinta parte del precio del remate en metálico, antes de que se otorgase
escritura pública, y el resto en cada uno de los ocho años siguientes a dicho otorgamiento en
títulos de deuda a su valor nominal. La realidad, los títulos de la deuda se habían depreciado
de tal manera que eran un auténtico papel mojado del que sus tenedores no sabían cómo
desprenderse. Mediante este procedimiento, se les ofrecía la oportunidad de hacer un buen
negocio, ya que no sólo se les permitía pagar el precio de los bienes eclesiásticos a los que
podían acceder, con ellos, sino que se les reconocía su valor nominal. El Estado rescataba, de
esta forma, la deuda que tenía pendiente con estos particulares, pero sin duda, no era el medio
que prefería, ya que sus necesidades más urgentes tenía que satisfacerlas con dinero.
En cuanto pagasen con dinero en metálico se les ofrecía más facilidades, puesto que al
Gobierno le interesaba más este procedimiento y esperaba así animar a los compradores que
podían satisfacer el precio de esta manera. La quinta parte deberían abonarla igualmente en
metálico y para el resto se les concedería dieciséis años de plazo.
Hubo a continuación otros dos decretos desamortizadores, pero en realidad lo único
que venían a establecer era una ampliación de las medidas aprobadas anteriormente, sobre
todo el de 19 de julio de 1837, que suprimía el diezmo y extendía la desamortización a los
bienes del clero secular.
Resultados de la desamortización: Se puede afirmar que en 1835 había en España
49.323 religiosos repartidos en un total de 1.925 conventos y 22.447 religiosas, distribuidas
en 1.081 conventos. En su conjunto, se ha calculado que la Iglesia poseía el 18% de las tierras
cultivables en España. En cuanto al volumen de ventas se calcula su valor en 13.000 millones
de reales a lo largo del siglo XIX, y de este total 3.500 millones corresponderían a la
desamortización de Mendizábal.
En cuanto a las consecuencias sociales de la desamortización eclesiástica hay que
decir que fueron al menos dobles. Hay que tener en cuenta por una parte a los compradores,
entre los que hay que distinguir a los que integran la burguesía de negocios que vive en las
grandes ciudades y que generalmente se dedica a la especulación. Algunos de éstos compran
las tierras para venderlas posteriormente y otros lo hacen para convertirse en terratenientes,
puesto que la posesión de la tierra constituye todavía un medio de conseguir consideración
social y, además, la tierra sigue siendo un valor seguro frente a las alteraciones económicas.
A raíz de este fenómeno, surgirá una nueva burguesía agrícola que unida a la antigua nobleza,
la cual aprovecha también la oportunidad para redondear y aumentar sus posesiones a costa
de las tierras de la Iglesia, que será la aristocracia de la época isabelina; defensora del
régimen, y enemiga de cualquier cambio político que implique reforma o alteración del status
adquirido. Pero también hay compradores más modestos, como profesionales o funcionarios
civiles o militares que acudieron a las subastas de las fincas medianas o pequeñas que por lo
general se hallaban localizadas en lugares próximos a donde vivían.
La desamortización eclesiástica tuvo también otra consecuencia de carácter social,
que podría calificarse de negativa, ya que no significó una reforma agraria, en el sentido de
que no sirvió para crear una nueva estructura de la propiedad agrícola más favorable para los
campesinos pobres. Eso fue lo que provocó por parte de Flórez Estrada un ataque en las
Cortes y en la prensa al proyecto de Mendizábal tal como fue concebido. Para Flórez Estrada,
debía ser un instrumento para conseguir un cambio en la estructura de la propiedad, y para
ello había que entregar las tierras desamortizadas en arrendamientos enfitéuticos, es decir, a
muy largo plazo y a muy bajo precio, a los mismos arrendatarios que las estaban trabajando
para la Iglesia.
Sin ser un revolucionario radical, Flores Estrada se daba cuenta que la situación del
pequeño campesino no sólo no iba a mejorar con las medidas desamortizadoras, sino que iba
a empeorar en relación con lo que tenían cuando la tierra que trabajaban pertenecía a la
Iglesia. En efecto, los nuevos propietarios endurecieron de tal manera las condiciones de
arrendamiento de la tierra, subiendo las rentas y realizando nuevos contratos de
arrendamiento a corto plazo, que el número de colonos descendió notablemente. El trabajo
asalariado significa el trabajo del jornalero, por lo que se agravaron sus condiciones de vida.
El malestar que provocó esta nueva situación degeneraría al poco tiempo en protestas y
manifestaciones de violencia, convirtiendo al campo en zonas como Andalucía, en un caldo
de cultivo para la revuelta social.
Desde el punto de vista económico para el país, la desamortización debía suponer, al
menos teóricamente, un aumento de la capacidad productiva y un crecimiento de su riqueza
agrícola, ya que al adquirir la condición de bienes libres las tierras que hasta entonces habían
estado en situación de manos muertas, entraban en el mercado de la oferta y la demanda y
eran objeto de una revalorización y que al pasar a nuevos propietarios hacía pensar que
hubiese más interés en sacar el mayor rendimiento posible. Pero, lo cierto es que la
producción agrícola no aumentó sensiblemente, a pesar de que se pusieron en cultivo tierras
que hasta entonces habían estado sin roturar. Por otra parte, tampoco se produjo de forma
inmediata, una inversión por parte de los nuevos propietarios en mejorar la técnica de las
explotaciones, por la sencilla razón que los que tenían dinero prefirieron comprar nuevas
tierras. En resumen si bien se registró un aumento de la superficie cultivada, se produjo
también una reducción de los rendimientos medios por superficie cultivada.
Con respecto a los efectos económicos de la desamortización, se ha especulado
también sobre la relación existente entre este fenómeno y el de la industrialización ya que se
produjo trasvase de capitales de la economía urbana a la economía rural. Pero si los
resultados de la desamortización en el plano económico no fueron tan positivos como cabría
esperar, tampoco para el Estado hubo tantos beneficios. Puede decirse que el Estado hizo un
mal negocio, pues a pesar que las fincas se vendieron a un precio alto, se dieron muchas
facilidades y al establecerse un sistema de venta a plazos, se devaluaban con el paso del
tiempo. La deuda del Estado no disminuyó, sino que aumentó y la reforma de Hacienda que
se había previsto, no pudo realizarse. Mientras que la guerra carlista, cuya resolución la había
hecho depender Mendizábal de los recursos, tardaría aún tres años en finalizar.
Los mejores resultados que obtuvo Mendizábal con su programa, fue en la
consolidación del régimen liberal, ya que los nuevos propietarios de tierras se convirtieron en
los más firmes defensores de su política. La Iglesia nada pudo hacer para evitar la
desamortización de sus bienes, pero los decretos de Mendizábal fueron decisivos para
producir sus total distanciamiento del liberalismo. Fueron muy pocos obispos los que
aceptaron este régimen y la mayor parte se comprometió abiertamente con el carlismo. Como
consecuencia de esa tensión que se produjo entre Iglesia y Estado, en octubre de 1836 el Papa
Gregorio XVI decidió romper sus relaciones con el Gobierno español.
Negativos fueron también los resultados de la desamortización en el aspecto cultural,
por su rico patrimonio artístico y documental. Muchos edificios de valioso estilo
arquitectónico fueron abandonados o derruidos. Innumerables retablos, cuadros, tallas y
esculturas de imágenes religiosas se perdieron o, en el mejor de sus casos pasaron a manos
particulares, sustrayéndose así del disfrute abierto de los fieles. Muchos archivos fueron
destruidos y las bibliotecas sufrieron en muchos casos un irreparable deterioro, cuando fueron
dispersados sus fondos. Desconociéndose en la actualidad las pérdidas de estos tesoro
artísticos.
4. LA SARGENTADA DE LA GRANJA Y LA CONSTITUCIÓN DE 1837

El Gobierno de Mendizábal, cada vez más enfrentado con la regente, la cual buscaba
la vuelta de los moderados, y también hostigado por algunos progresistas que trataban de
remozar los altos mandos del ejército cristino, dimitió el 14 de mayo de 1836. Le sustituyó
Javier Istúriz, lo que significaba un paso atrás en la izquierdización del régimen, ya que el
nueve Jefe del Gabinete era más templado y ecléctico. Su mayor dificultad era que se
encontraba con un apoyo minoritario en las Cortes, lo que podía obstaculizar su labor de
gobierno. Se aplicó por primera vez en la mecánica constitucional, una medida que consistía
en disolver las Cortes para proceder a unas nuevas elecciones con el fin de obtener mayoría
adicta. María Cristina firmó el decreto de disolución de las Cortes, con lo que establecía un
precedente que iba a convertirse pronto en táctica ordinaria cuando se producía un contraste
entre el Ejecutivo y el Legislativo; y en vez de producirse crisis de Gobierno lo que se
producía era una crisis de las Cortes que se renovaban para amoldarse al color del Gabinete.
Sin embargo en 1836, antes de que se llegaran a reunir las Cortes se produjo una
revolución, por individuos temerosos de que el nombramiento de Istúriz significase un
retroceso político, comenzaron a demostrar su descontento, primero en Málaga, después en
Cádiz, Sevilla, Granada, Córdoba, Zaragoza, Barcelona y otras capitales importantes del país.
La situación parecía semejante a la que se había producido en 1835, cuando las juntas
revolucionarias obligaron a la dimisión del conde de Toreno. En esta ocasión Istúriz intentó
sofocar la revuelta obligando a la regente a firmar un manifiesto en defensa del Gobierno
cuyo lenguaje resultaba comprometido, ya que le hacía parecer como jefe del partido
moderado.
La culminación de estos incidentes fue el llamado Motín de La Granja. En La Granja,
donde se hallaba la Corte en aquellos momentos, la guardia se sublevó el 12 de agosto y una
comisión formada por dos sargentos y un soldado pidió a la reina gobernadora que firmase un
decreto para restablecer la Constitución de 1812, a lo que no tuvo más remedio que acceder.
La revolución de los sargentos de La Granja, provocó una crisis de Gobierno e Istúriz fue
sustituido por José María Calatrava, un progresista que había destacado durante el Trienio
Constitucional por su exaltado liberalismo. Calatrava nombró ministro de Hacienda a
Mendizábal y comenzó a poner en vigor algunas de las leyes que habían sido aprobadas en
las dos anteriores épocas del régimen constitucional: La Ley de Ayuntamiento de 1823, El
plan de estudios de 1822,El Reglamento de Beneficencia de ese mismo año y las leyes de la
Milicia Nacional, libertad de Imprenta, Competencia de Jurisdicción, Sucesión de
Mayorazgos y Gobierno Interior de las Provincias. Pero la determinación más importante del
Gobierno fue la convocatoria de unas Cortes Constituyentes para el mes de octubre, que iba a
ser destinada aprobar una nueva Constitución, dada la imposibilidad de poder regirse por la
de 1812, puesta en vigor durante unas pocas semanas.
En la Comisión designada para presentar el proyecto de Constitución estaban los
diputados Agustín Argüelles, Joaquín María Ferrer y Salustiano Olózaga. Su labor culminó el
30 de noviembre, cuando presentaron las bases sobre las que había de fundarse el nuevo
código y, después de dos meses y medio de debates, la Constitución fue finalmente aprobada
el 22 de mayo de 1837.Considerada como un código transaccionista, en que pueden
advertirse concesiones por parte de los progresistas y por parte de los moderados.
Una de las características de la Constitución de 1837 es su brevedad, sobre todo si se
compara con la anterior de 1812.Consta de 13 títulos, con un total de 77 artículos, más dos
adicionales. En su preámbulo queda claro el principio de soberanía nacional y, a juicio de
Tomás de Villarroya, esa declaración se hace al principio del documento para dejar clara su
condición de base y fundamento de todo el orden político. En los diez primeros artículos se
especifican los derechos de los españoles: libertad de expresión, derecho de petición, garantía
de seguridad y derecho a la propiedad. Con respecto a la religión el artículo 11 se limita a
declarar que la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión católica
que profesan los españoles, pero no prohíbe como en el texto gaditano el ejercicio de
cualquier otra.
De Título II al V trata de las Cortes y en ellos se contempla su división en dos
Cámaras, que ya se denominan Senado y Congreso de los Diputados. Su organización
responde al esquema moderado, pues los diputados son elegidos por el método directo en
circunscripciones provinciales de un diputado a lo menos por cada 50.000 almas, sin
exigencia de arraigo, por un período de tres años y posibilidad de reelección. Sin embargo, la
elección seguía teniendo carácter censitario, por lo que dominaba la burguesía en el mundo
político. En cuanto al Senado, no tenía carácter nobiliario (excepto en lo que se refería a los
hijos del rey y al heredero inmediato de la Corona), y estaba compuesto por un número de
senadores igual a los tres quintos de los diputados, nombrados por el rey, entre los elegidos
en lista triple por los miembros electores que en cada provincia nombraban los diputados al
Congreso El Senado era renovable cada tres años.
Los títulos VI, VII y VIII están dedicados al rey y a la Corona y resulta curioso
señalar, que a pesar de lo que reza el preámbulo sobre la soberanía nacional, a la hora de
regular los mecanismos para la elaboración de leyes, se dice claramente que la potestad para
hacer éstas reside en las Cortes con el Rey. Al rey corresponde además la convocatoria,
supresión y la disolución del Congreso de los Diputados y comparte con las dos Cámaras la
iniciativa legislativa. Todas estas disposiciones refleja una plasmación del ideal moderado,
que tiñó algunos aspectos de este documento.
En lo referente a los ministros en el Título IX se establece la necesidad del refrendo
ministerial a las disposiciones reales, y se hace compatible el puesto de ministro con el de
Senador o Diputado.
Cuando atribuye el poder judicial a los tribunales y juzgados en el Título X, así como
el Título siguientes, que se refiere a las Diputaciones y a los Ayuntamiento, en XII, sobre las
contribuciones, la Constitución de 1837 remite a posteriores Leyes orgánicas para la
ordenación de los detalles. Sin embargo, los procedimientos electivos que establece para
Diputaciones y Ayuntamientos constituyen dos claros logros de los progresistas.
Por último el Título XIII trata De la fuerza militar nacional, que recoge la existencia
en cada provincia de cuerpo de la Milicia Nacional.
En suma, el texto de la Constitución registra un cierto equilibrio entre las dos fuerzas
políticas del régimen. Pero en realidad, esto no fue así, pues muchos de sus preceptos no
fueron observados y los mecanismos de gobierno que estableció resultaron desvirtuados.
María Cristina siguió apoyándose y apoyando a los moderados, y el nombramiento de
sucesivos Gobiernos, así como su destitución, se hizo al margen de las reglas propias de
juego parlamentario.
TEMA 7.- LA REGENCIA DE ESPARTERO.

1. LA DEFINICIÓN DE LOS PARTIDOS

Hasta 1836 resulta comprometido hablar en España de partidos políticos. Desde la


revolución liberal, a comienzos de siglo, se habían registrado dos tendencias en el seno del
liberalismo que cristalizaron durante el Trienio en la formación de dos grupos: los
moderados y los exaltados. Ninguno de ellos, llegó a formular con claridad un programa
concreto que recogiesen sus aspiraciones políticas, ni tampoco consiguió una estructura
organizativa que les permitiese funcionar en la vida parlamentaria como grupo coherente y
disciplinado. Tradicionalmente se han venido señalando dos generaciones dentro del
liberalismo, cada una de ellas representó durante el Trienio Constitucional una de esas
posturas, radical o moderada. Se ha hablado de doceañistas o moderados y de los
veinteañistas o exaltados. Pues bien, durante los años de exilio de la Ominosa década,
muchos de los exaltados templaron sus posturas políticas, bien por madurez o bien por los
contactos que tuvieron con políticos europeos más moderados. Las dos tendencias políticas
siguieron existiendo siendo difícil de definir dónde terminaba una y dónde comenzaba la
otra, llegándose oficialmente a negar esta realidad desde los altos círculos del liberalismo
como si fuese algo negativo pertenecer a un grupo u otro. Martínez de la Rosa que él jamás
había pertenecido a partido alguno, Olózaga se negaba a reconocer su filiación partidista y
Mendizábal con su programa político lo que pretendía era unir las dos alas del liberalismo,
pero fracasó. Sin embargo, fueron precisamente las medidas decretadas por Mendizábal en
1835 y 1836 las que contribuyeron decisivamente a fijar las posiciones políticas y a definir lo
que, por su doctrina constitucional, por su composición social y por su criterio acerca de
cómo llevar la guerra carlista, podían comenzar a denominarse con rigor, partidos políticos.
Los moderados se organizaron a partir de 1836 frente a los excesos demagógicos de
Mendizábal y el peligro que podía suponer para las clases más conservadoras dentro del
liberalismo la aplicación de medidas cada vez más radicales. Los radicales conformes con los
logros de la Constitución no estaban dispuestos a renunciar a estos, hay que tener en cuenta
que en el sector moderado estaba integrado por elementos entre los que había antiguos
colaboradores de Fernando VII y que habían aceptado el testamento del monarca, pero no
habían asimilado las transformaciones políticas. Sin embargo, llevaron a cabo una
importante aportación a la consolidación del régimen liberal, mediante la configuración de
una filosofía política que se convertiría en base doctrinal del sistema. A esta filosofía se le
denominó doctrinarismo, o, liberalismo doctrinario.
El doctrinarismo había nacido en Francia durante la época de la Restauración y había
cobrado vigencia durante la Monarquía de Luis Felipe de Orleáns, los españoles exiliados en
el país vecino tomaron contacto con las principales figuras del pensamiento francés
(Benjamín Constant, Guizot o Royer Collard entre los más destacados). Uno de estos
exiliados Andrés Borrego, fue quien mejor supo adaptar estas ideas al caso español, hasta el
punto de ser considerado como el fundador del partido Moderado por el hecho de haberle
proporcionado cohesión y estructura mediante la aplicación de las teorías doctrinarias.
El doctrinarismo se basa en la soberanía de la capacidad, que en España alcanza su
más expresa formulación de teorizadores políticos (Juan Donoso Cortés, Juan Francisco
Regencia de Espartero (1840-1843).

Pacheco, Antonio Alcalá Galiano y Andrés Borrego) durante los años de la Regencia de
María Cristina. Para Andrés Borrego, no era más que una tercera vía entre la soberanía por la
gracia de Dios y la soberanía popular: lo que él llamaba soberanía de la razón. Borrego sitúa
la soberanía de la razón entre las clases intermedias, que son las más ilustradas, las que
tienen más iniciativa y que además, por ser intermedias son intermediarias, es decir
constituyen una especie de puente entre los sectores más favorecidos y los más deprimidos
de la sociedad.
Con Alcalá Galiano estas teorías llegan a un mayor grado de desarrollo, tal vez se
vieron influenciadas por Bentham (a quien había conocido y estudiado en su estancia en
Inglaterra). No creía que hubiese un régimen político que teóricamente fuese perfecto y que
funcionase en la práctica, pero sí en la existencia de un sistema concreto aplicable a una
nación concreta y en período determinado. Afirmaba el político gaditano que donde estaba el
poder físico (entendido como capacidad de influencia, no fuerza bruta), y el poder moral, allí
debía estar el poder político. Decía que debían ostentar el Gobierno aquellos que teniendo la
razón, tenían capacidad para imponerla.
Pacheco nos habla de la soberanía de voluntad; el hombre es soberano en cuanto
ejerce su voluntad y la que debe dominar entre todas las voluntades es la mejor voluntad y
aunque Pacheco no precisa método para determinar a los que poseen mejor voluntad si
apunta el criterio de selectividad de las leyes electorales que lleven a escoger a aquellos
ciudadanos que por sus méritos o su probidad merezcan estar entre los buenos. Lo que estaba
haciendo, era expresar la teoría del sufragio censitario.
Pero entre todos sobresale Donoso Cortés que es el más completo y profundo de los
teorizadores políticos de la Regencia. Su altura intelectual, su prodigiosa capacidad de
síntesis, su agudeza para llegar a la primera raíz de las ideas, lo elevan muy por encima del
nivel medio de sus contemporáneos. Cabe distinguir dos etapas en su trayectoria: la 1ª en la
que desarrolla su pensamiento político y doctrinario y la 2ª se hace más conservador hasta
alcanzar puntos de coincidencia con el tradicionalismo, es su etapa europea.
Donoso desarrolla sus teorías políticas en sus Lecciones de Derecho que expuso en el
Ateneo de Madrid, a finales de 1836. Su principio básico es que sólo en la inteligencia reside
el poder. De acuerdo con esta idea, establece una relación entre inteligencia y el poder, de tal
forma que el más inteligente está legitimado para ser el más poderoso. El pensamiento
político de Donoso se diferencia del doctrinarismo francés, en que estos tienden a hermanar
de forma armónica los principios de inteligencia y de la justicia, mientras que para el teórico
español no hay más principio depositario de la soberanía legítima que la inteligencia, puesto
que esta, por el hecho de serlo, es también razón, justicia y hasta fuerza. Así pues Donoso
preconiza un poder en manos de la inteligencia, los inteligentes, que precisamente por serlo
son buenos y con su inteligencia y bondad pueden hacer felices a los pueblos. Donoso ha
sido criticado por su excesivo teorismo y carencia en sus planteamientos de normas
concretas de aplicación, aunque hay que reconocer su influencia en la época.
Todas estas teorías se convirtieron en la base doctrinal del moderantismo que va
tomando forma concreta a partir de 1836. Pero también hay que tener en cuenta que algunos
de estos principios, como el de la justificación del sufragio censitario y la selectividad en
cuenta a la participación política de los ciudadanos, fueron aceptados también por los
progresistas, pero con matizaciones.
En lo que respecta al soporte social del moderantismo, hay que recordar que sus

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Regencia de Espartero (1840-1843).

integrantes procedían de diversos campos: realistas reformistas de los años 1814 y 1820,
desengañados de la etapa del Trienio Constitucional, burócratas convencidos de las
excelencias del nuevo sistema administrativo liberal, burgueses, amantes de la libertad y del
orden y profesionales, propietarios etc. que representaban al sector conservador de la clase
media con el ideal de aunar el progreso con la tradición.
El progresismo como partido político nace simultáneamente al partido moderado.
Proviene de la rama más radical del liberalismo se le denominó exaltada y exaltados fueron
desde entonces los integrantes del grupo político que tomó el poder encabezado por Evaristo
San Miguel y todavía en 1834 se definía las facciones políticas del sistema como moderada y
exaltada. Sin embargo, al comentar las elecciones que tuvieron lugar en 1836, en la prensa de
entonces aparecía ya la denominación de progresista para calificar al grupo más radical que
ganó las elecciones.
En el vago programa de los progresistas apenas pueden detectarse algunos puntos
claros que puedan servir como elementos distintivos frente al moderantismo: el principio de
soberanía nacional, frente al de la soberanía compartida entre el rey y las Cortes que
defendían los moderados; Milicia Nacional, como fuerza garantizadora de sus aspiraciones
políticas; la libertad de expresión sin previa censura, relegando a los jurados de imprenta la
misión de calificar los delitos, lo cual (como después se demostró) abrió la puerta a la
demagogia libelista; la lucha contra los impopulares impuestos de consumos y el estanco de
la sal; y por último, la elegibilidad de los Ayuntamientos y Diputaciones frente al sistema de
designación directa, que apoyaban sus oponentes políticos.
En cuanto a la composición social del progresismo, era fundamentalmente la de las
clases urbanas subempleadas, cuyas miserias y humillaciones han sido descritas por Galdós
en sus novelas. De cualquier forma, parece estar claro que el progresismo tenía su casi
exclusivo soporte en el medio urbano pues fuera de él carecía de sentido. Carr Pujal en su
Historia política de Cataluña del Siglo XIX, afirma que en 1836 ante el peligro de crisis del
Gobierno Mendizábal, los fabricantes, propietarios y comerciantes de Madrid acordaron
elevar una exposición a la reina gobernadora en apoyo del Gabinete. De igual manera, la
Junta de Comercio de Barcelona, celebradas elecciones de marzo de 1836 con victoria del
grupo gubernamental, acordó felicitar a Mendizábal y ofrecerse como sus firme e
incondicional apoyo.
De toda la vaguedad de progresistas y moderados presentan en ésta su inicial
andadura en el panorama político de la Regencia de María Cristina, serían las contiendas en
el Parlamento, la prensa y la calle las que más contribuirían a ir definiendo paulatinamente
los contornos ideológicos y su actitud en la práctica de estas dos ramificaciones del
liberalismo que protagonizaron el reinado de Isabel II.

2. LA REVOLUCIÓN DE 1840

La incompatibilidad entre la regente María Cristina y Baldomero Espartero surgió a


partir de la entrevista en Esparraguera. Posteriormente, cuando ambos personajes se
dirigieron a Barcelona, el recibimiento que se le dispensó al duque de la Victoria fue más
entusiástico que el que recibió la propia reina. Las suspicacias que esta actitud de los
barceloneses levantó en María Cristina le llevaron a firmar al día siguiente la Ley de
Ayuntamientos. Eso confirmó la ruptura entre los dos y en aquellas circunstancias la Regente

3
Regencia de Espartero (1840-1843).

tenía una posición más desventajosa que Espartero, que había perdido parte de su prestigio
por su apoyo a los moderados. Pero, además su situación personal también había contribuido
a desprestigiar su figura. A los tres meses de enviudar contrajo matrimonio con el guardia de
corps Fernando Muñoz, era un matrimonio morganático que intentó mantenerse en un
discreto disimulo, ya que según testamento de Fernando VII un nuevo matrimonio
impedirían a la reina mantener la tutela sobre sus hijas, por lo tanto perdería la Regencia. A
pesar de todo fue imposible que trascendiese dicho acontecimiento, sobre todo cuando
comenzó a dar sus frutos, nada menos que siete hijos. Los sucesivos embarazos de la reina y
las situaciones a las que dieron lugar fueron bien aprovechadas por sus enemigos políticos,
que utilizarían el conflicto de la ley de Ayuntamientos para provocar su caída.
El 16 de julio estallaron en Barcelona las primeras manifestaciones de protesta contra
la regente. A pesar de que, la capital catalana constituía un importante reducto del
moderantismo, sustentado por una rica burguesía mercantil e industrial más fuerte allí que en
otra ciudad del país, el hecho de que las autoridades locales perteneciesen al progresismo
favoreció la movilización de los elementos más exaltados contra María Cristina. Dos días
más tarde, Espartero exigió a la Regente la dimisión del Gabinete y la anulación de la Ley de
Ayuntamientos. O el Ministerio o yo, era la alternativa del general, aunque la Regente se
mantenía firme en su negativa, los ministros presentaron la dimisión. Sin embargo, no fue
suficiente para evitar el estallido de la revuelta, de tal manera que Barcelona se convirtió en
la cabeza de la protesta contra la Regente, que se vio obligada a huir a Valencia donde creía
contar con el apoyo del ejército del Centro.
Mientras en Madrid había estallado un movimiento insurreccional el día 1 de
septiembre, por el que la Milicia Nacional ocupó los principales edificios oficiales y se hizo
cargo de la situación, ya que no encontró resistencia por parte del Ejército. Se creó una Junta
de Gobierno presidida por el alcalde, Joaquín Ferrer, cuya primera provisión fue declararse
gobierno hasta que la reina no nombrase uno que satisficiese a los amotinados y ofrecerse al
General Espartero, cuya aprobación esperaba. El hecho de que a los días volviesen abrir los
comercios, se reanudasen las operaciones de bolsa y los bonos de la deuda pública subieran
rápidamente de valor indica que la élite financiera aprobaba la revolución y estaba dispuesta
a ayudarla.
A la semana siguiente se formaron juntas revolucionarias en todo el país: Ávila,
Huesca, granada, Lérida, Cádiz, Salamanca entre otras capitales españolas, refrendaron la
revolución iniciada en Barcelona y Madrid. La Regente quedó aislada en Valencia y
Espartero, que se había manifestado ya en apoyo de las juntas, quedó dueño de la situación.
El 27 de septiembre fue recibido apoteósicamente en Madrid, declarándose tres días de fiesta
y se organizaron representaciones teatrales y corridas de toros. El triunfo de los progresistas
y el encumbramiento de Espartero señalan el final de la Regencia de María Cristina.
Desde Valencia la Regente no tuvo más remedio que nombrar un nuevo Gabinete,
compuesto por progresistas y presidido por Joaquín María Ferrer. Sin embargo, se dispuso a
dimitir antes de aceptar las condiciones políticas que le propuso el nuevo Gobierno y entre
las que estaba, la anulación de la Ley de Ayuntamientos. El 12 de octubre presentó su
abdicación oficial y cinco días más tarde embarcaba rumbo a Francia donde permanecería en
el exilio, pero no ajena ni al margen del desarrollo de la política española.

4
Regencia de Espartero (1840-1843).

3. LA REGENCIA DE ESPARTERO

La salida de María Cristina del país dejaba el camino libare a los progresistas y a
Espartero como su figura indiscutible. Para Carlos Seco, si alguno de los militares que
llegaron al poder en el S XIX disfrutó de un amplio e incondicional consenso, es fue
Espartero en 1840.
Baldomero Espartero (su verdadero nombre era el de Joaquín Fernández Álvarez,
aunque utilizó su segundo nombre y tercer apellido) era un militar de una dilatada
experiencia en el campo de las armas. Había nacido en el seno de una familia humilde de La
Mancha, pues su padre era carretero de oficio. En un principio había sido destinado a la
carrera eclesiástica, pero al estallar la guerra de la Independencia, cuando sólo contaba con
15 años tomó las armas contra los franceses. En 1815 con el grado de subteniente, embarcó
para América con el general Morillo, donde permaneció hasta 1824 donde tomó parte de las
campañas para reprimir los brotes independentistas. Aunque no estuvo presente en la Batalla
de Ayacucho, a sus amigos políticos se les aplicó el apelativo de ayacuchos. Pero, su
verdadera consagración como militar se produjo en la guerra carlista. Liberal convencido y
muy inclinado hacia las ideas progresistas fue escalando posiciones hasta llegar a sustituir al
general Fernández de Córdoba en el ejército del Norte. Su primer gran triunfo se produjo en
la liberación del sitio de Bilbao, donde obtuvo una gran victoria en Luchana, por lo que la
Regente le concedió el condado de aquel lugar. Más tarde recibiría el título de duque de la
Victoria.
Sus biógrafos coinciden en señalarlo como hombre de temperamento moderado y en
atribuir su adscripción al progresismo a motivos puramente circunstanciales. Su aversión a la
reina gobernadora surgió en los últimos momentos de la regencia, llegó a convertirse en
absoluta incompatibilidad y le llevó a militar en el partido contrario al que ella protegía. Los
dos eran símbolos del triunfante liberalismo: la regente, símbolo de legitimidad; el
generalísimo, símbolo de victoria. Pero, con una gran diferencia Espartero regresaba de la
guerra carlista como vencedor; María Cristina, seguía siendo la viuda de Fernando VII, el
motivo que había provocado su alianza con el bando liberal, dejaba de existir en el momento
que había terminado la guerra civil. Desde el punto de vista político, Espartero era una figura
con grandes limitaciones, sin embargo, era ambicioso.
Espartero y los progresistas desterraron a María Cristina, pero nada se intentó contra
la Monarquía, ni tampoco contra la dinastía. Pero la heredera era menor de edad y había que
prolongar la Regencia hasta que Isabel cumpliese catorce años, como establecía la
Constitución de 1837.
Desde la insurrección de septiembre, las Juntas provinciales habían enviado
delegados para formar una Junta Central. Cuando Espartero llegó a la capital, a finales de
mes, se le transfirió el poder y pasó a convertirse en presidente del Consejo de Ministros.
Con él formaron gobierno profetisas como Joaquín Ferrer, Álvaro Gómez Becerra y Manuel
Cortina. El Ministerio-regencia tomó medidas destinadas a incrementar los efectivos de la
Milicia Nacional, a impulsar la venta de bienes eclesiásticos y a revisar la política arancelaria
con la colaboración de destacados elementos de la industria y el comercio. Se convocaron
elecciones a Cortes, donde triunfaron los progresistas. Esas Cortes se plantearon la cuestión
de la Regencia. Algunos diputados eran partidarios de la Regencia de tres personas: los
trinitarios, mientras que otros se inclinaban por la de una sola :los unitarios. En la votación,

5
Regencia de Espartero (1840-1843).

que se llevó a cabo el 8 de mayo de 1841, obtuvieron una amplia mayoría los partidarios de
la Regencia única. A continuación en otra votación, Espartero fue elegido Regente por 179
votos, frente a 103 que obtuvo Agustín Argüelles. Comenzaba así la Regencia de Espartero,
que incurrió en el mismo error que María Cristina, ser regente de un partido. La única
diferencia era que si María Cristina había apoyado a los moderados, Espartero apoyaría a los
progresistas.
El nuevo regente tuvo que enfrentarse no solo a las críticas de los moderados sino
también a las de los progresistas. Esa fue una de las claves más importantes de su fracaso.
No obstante, la Milicia Nacional le fue siempre fiel, incluso después de su caída. En los
barrios populares de Madrid siempre fue considerado como un héroe, sin embargo, en
Barcelona se ganó el aborrecimiento de la mayoría de su población. Pero lo más importante
para su carrera política, es que le fueron abandonando las fuerzas vivas del país: las Cortes,
la prensa, la burguesía y hasta el Ejército.
Espartero contó desde el primer momento con la oposición de los moderados
alentados desde París por la reina María Cristina. El 7 de octubre se produjo una intentona
contra el Regente dirigida por los generales Concha, Pezuela, Diego de León y otros,
intentaron tomar el Palacio Real y apoderarse de la reina-niña Isabel. El golpe fracasó por la
rápida intervención de Espartero, y Diego de León fue capturado y ejecutado. La caída de
Espartero, tal vez se deba a su excesivo personalismo. Ya que nunca hizo política de partido,
porque no entendía a los políticos, y además su visión simplista del mando y su ignorancia
del derecho constitucional, junto con su ambición, le hicieron confundir la jefatura del
Estado con el ejercicio del poder ejecutivo. Quería mantener los hilos de la política concreta
y eso le llevó a marginar a los elementos más valiosos y destacados de su partido Olózaga,
Mendizábal, Fermín Caballero, que no se prestaban al juego y se pasaron a la oposición.

4. LA POLÍTICA ECONÓMICA

La oposición a Espartero no sólo vino determinada por motivos políticos, sino


también por motivos económicos. El regente había mostrado una gran inclinación por el
librecambismo, al que había llegó a través de su admiración por Inglaterra y por su contacto
con los más importante ideólogos del progresismo y no por propios intereses. La cuestión del
libre comercio contra el proteccionismo fue debatida en el Congreso, y en las discusiones se
pusieron de manifiesto los contrapuestos intereses de andaluces y catalanes. Éstos apoyaban
fuertemente la protección de la industria nacional mediante la aplicación de fuertes tarifas
arancelarias, mientras que en Andalucía y también en Madrid, había poderosos intereses
comerciales relacionados con capitales ingleses, que demandaban una completa libertad de
comercio con todas las naciones.
Después de la guerra de la Independencia y de la emancipación de las colonias
americanas, en España se había practicado una política proteccionista para estimular la
producción nacional. Sin embargo, fracasó a causa del contrabando. El comercio ilícito se
efectuaba por todas las fronteras y el litoral español, hasta el punto que existía una verdadera
invasión de mercancías procedentes de otros países que circulaban impunemente por gran
parte del territorio, a pesar de las prohibiciones. El contrabando era el procedimiento que
utilizaba la industria de los países más desarrollados para colocar sus productos en el
mercado español, ante la imposibilidad de hacerlo por vía oficial. A través de Gibraltar, Gran

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Regencia de Espartero (1840-1843).

Bretaña introducía sus productos, con toda una red de contrabandistas. Hubo años en que las
mercancías inglesas que entraron de contrabando a través de Gibraltar triplicaron en volumen
a las que llegaron a España por los canales oficiales, perjudicando sobre todo a la industria
textil.
La necesidad de acabar con esta lacra y la creencia de que bajando los aranceles se
haría un bien al país, llevó a Espartero a aprobar la reforma arancelaria el 9 de julio de 1841,
la nueva disposición no significaba absoluta libertad de comercio, ya que algunos productos
seguían prohibidos, pero si era una puerta abierta a las manufacturas extranjeras. El resultado
de esta política fue muy negativo para algunos y tuvo aspectos positivos para otros. Como
consecuencia de estas medidas, muchas fábricas y talleres de Cataluña tuvieron que cerrar y
la producción textil descendió en cifras globales de 24.000 a 10.000. Sin embargo, Vicens
Vives afirmaba que la adopción de una política económica de liberalismo moderado tuvo un
efecto de asegurar el triunfo final de nuestra economía contemporánea. Se refería a las
posibilidades que esa política abrió a la industria española para renovar su maquinaria, con
vistas a una modernización de su equipamiento.
La política arancelaria, la creciente división dentro del progresismo y los brotes de
republicanismo que comenzaron aparecer en determinadas ciudades, se materializaron en
agudas críticas al gobierno, en movimientos proteccionistas en Barcelona, en los que pronto
destacaría el barrio de Güell y hasta en verdaderas revoluciones, como la de 1842 en la
capital catalana. Es la primera vez que un movimiento político español aparece como
republicano (Tuñón de Lara). En efecto Abdón Terradas, jefe utópico, fue uno de los
protagonistas principales de aquellos sucesos de Barcelona.
Espartero solicitó y obtuvo un voto de las Cortes para reprimir la sedición en
Barcelona. El 20 de noviembre de 1842, el general Van Halen inició el bloque a la ciudad y
cuando llegó el regente, la negativa de los revolucionarios a deponer las armas el 3 de
diciembre bombardeó Barcelona desde Montjuich. El cañoneo duró cerca de doce horas,
durante las cuales dispararon más de 100 proyectiles que destruyeron más de 400 edificios.
La sublevación fue dominada y se impuso a la capital una contribución de extraordinaria de
12 de millones como castigo a su actitud de rebeldía. Las consecuencias fueron muy
negativas, ya que desde su intervención en Barcelona, Espartero tenía los días contados
como regente.
5. LA CAÍDA DE ESPARTERO

La reina-madre María Cristina desde París y con el apoyo de elementos moderados, y


del propio rey de Francia Luis Felipe de Orleáns (molesto por la creciente influencia que
Inglaterra había cobrado en España a partir de 1840) fue una pieza clave para la caída de
Espartero.
El general Narváez y otros altos jefes del partido moderado dirigían la Orden Militar
Española, especie de sociedad caballeresca que en 1842 había conseguido 400 afiliados en la
Región de Cataluña. Sabedor Espartero que la dirección de todas las intrigas se hallaba en
París, trató de presionar por medio del embajador inglés para obligar a Francia a abandonar
su postura. Pero, Espartero olvidaba que la oposición se fraguaba también dentro del partido
progresista. A su regreso de Barcelona, y para evitar criticas que generó su política de
represión, clausuró el Congreso y convocó elecciones para el mes de marzo. A esas
elecciones, los llamados progresistas puros que no estaban de acuerdo con Espartero, se

7
Regencia de Espartero (1840-1843).

presentaron por separado y en algunas listas, conjuntamente con los moderados. Los
resultados fueron confusos y el nuevo Congreso apareció dividido en cuatro o cinco
facciones distintas.
En la sesión parlamentaria del 20 de mayo de 1843 se produjo la ruptura formal entre
las Cortes y el Gobierno, y Olózaga conquistó indiscutiblemente el liderazgo de la oposición
progresista con su célebre discurso ¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina!.
Efectivamente, dentro de las Cortes, una mayoría de 87 diputados que se tituló a sí misma
partido nacional, se opuso a los 47 ministrables (partido legal) y retiró la confianza al
Gobierno. Era la tesis progresista de que la legalidad de un Gabinete sólo puede apoyarse en
la confianza parlamentaria. Espartero solo pudo disolver el Congreso el 26 de mayo.
La crisis política fue acompañada inmediatamente por la insurrección. Varias
ciudades se levantaron en armas. En unas eran los estudiantes, en otras los militares y en
otras los comerciantes y artesanos. Todos se volvieron contra Espartero. Pero, la alianza
entre moderados y progresistas era puramente circunstancial y destinada a no perdurar en el
momento que desapareciese el motivo que les había unido. Sin embargo, la carecía de un
plan conjunto se observó en los levantamientos que comenzaron a producirse en las
provincias. Las primeras sublevaciones (Málaga y Granada) fueron de carácter
exclusivamente progresistas; las de Valencia y Sevilla tuvieron un carácter de antirregencia,
pero no puede señalarse una dirección moderada. En Reus se había sublevado el progresista
general Prim, en tanto que el general Serrano, con González Bravo, habían acudido a
Barcelona. En Zaragoza, el general Seoane, fiel a Espartero, había conseguido dominar la
situación. Pero toda la franja mediterránea desde Barcelona a Sevilla, parecía perdida para el
regente hacia el 25 de julio de 1843.
Espartero adoptó una actitud habitual en él: la expectativa. No salió de campaña hasta
el 28 de junio. En cambio los moderados se apresuraron para no perder la iniciativa. Narváez
desde Francia se dirigió a Valencia, donde fue muy bien acogido. Prim y Serrano no se
atrevían a marchar sobre Madrid por el impedimento que significaba Seoane en Zaragoza. El
regente salió para Ciudad Real y Albacete, circunstancia que Narváez aprovechó para
dirigirse a Madrid. Seoane desde Zaragoza, trató de salirle al paso y los dos generales se
enfrentaron en Torrejón de Ardoz entre el 22 y 23 de julio. La victoria fue para Narváez y se
debió a razones de superioridad en la organización, disciplina y capacidad de mando. Madrid
intentó resistir por medio de la Milicia Nacional, compuesta por 15.000 hombres, pero el
corte de suministro de agua por parte de los atacantes, obligó al Gobierno a abrir las puertas
de la capital, bajo las siguientes condiciones: 1º ) respeto a la Constitución de 1837; 2ª )
mantenimiento de la Milicia Nacional; 3º) respecto a los funcionarios públicos a los que no
se perseguiría por razones de tipo político.
Espartero conoció la caída de Madrid cuando se encontraba en Sevilla, intentando
asediar la ciudad. Al enterarse del curso de los acontecimientos se marchó a Cádiz, donde
embarcó para Inglaterra. Terminaba así la regencia de Espartero, como había terminado tres
años antes la de su antecesora María Cristina.

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TEMA 8 LA DÉCADA MODERADA.

1. LA CONSTITUCIÓN DE 1845

El tránsito hacia el modernismo culminó cuando el 2 de mayo de 1844 la reina


nombraba un Gobierno presidido por Narváez. El distinto origen histórico e ideológico de los
elementos del moderantismo daba lugar a diversas proyecciones programáticas, es posible
señalar las siguientes:
La llamada facción Viluma, por el hecho de estar liderada por don Manuel de la
Pezuela, marqués de Viluma, y que preconizaba la idea de la reconciliación nacional, una
síntesis entre la tradición y la revolución. Uno de los procedimientos para conseguirla sería
aquella que algunos intentaron con motivo de la Expedición Real durante la guerra carlista; el
matrimonio del hijo de Carlos V con la reina Isabel. Este grupo defendía un sistema
representativo pero restringido y auténtico; no por medio de los partidos políticos, sino a
través de los cuerpos sociales españoles. Esta idea de tender la mano a los carlistas no era
vista con agrado por la mayor parte de los políticos, que no aceptaron el programa de Viluma.
En el otro extremo estaba el grupo de los puritanos, encabezados por Joaquín
Francisco Pacheco. Este sector buscaba un moderantismo estrictamente legal y constitucional
y se separó del grueso del partido con motivo de la discusión del proyecto de la Constitución
de 1845. Pacheco creía que era suficiente con reformar la existente de 1837. Son también
partidarios del orden y de la conservación de los logros del liberalismo, pero quieren un
moderantismo legal, la aplicación estricta de las leyes existentes. En su programa entra
también la idea de la reconciliación, pero a diferencia de la facción Viluma, sólo en el seno
de los vencedores de la guerra civil. Preconizan un entendimiento con los progresistas, y
Pacheco, junto con Ríos Rosas, lanza la idea de un turno de partidos en el poder, determinado
por unas elecciones sinceras y limpias.
La gran masa centrista de los moderados, cuyo cerebro era Pidal y su cabeza visible el
general Narváez, constituía el tercero de los grupos. No mostraban una especial preocupación
por la reconciliación, y se basaban en el principio de que el poder no se otorga, se conquista.
Triunfó este último, no sólo porque tendía más a los hechos que a las ideas, sino
porque contaba con la figura del general Narváez, el cual era natural de Loja (Granada),
nacido en 1800. Uno de los rasgos más peculiares de su carácter: el de los bruscos cambios de
estado de ánimo. Tomó parte en la guerra carlista, en la que fue ascendiendo rápidamente.
Terminada la guerra, comenzó su carrera política como diputado, pero su implicación en la
lucha contra Espartero le llevó de nuevo al destierro, de donde volvió en 1843 para contribuir
de una forma decisiva en la caída del regente. El apelativo por el que era conocido: El
espadón de Loja.
Cuando Narváez fue nombrado presidente del Consejo, disolvió las Cortes y convocó
nuevas elecciones, en las que fue elegido un solo diputado de la oposición. En las nuevas
Cortes se planteó la necesidad de reformar la Constitución de 1837, aunque al final acabó
imponiéndose otra distinta.
La Constitución de 1845 es un documento que expresa con exactitud el ideario
político del moderantismo, aunque en realidad conserva la misma estructura externa de la
anterior. Está dividida en 13 títulos y éstos en 80 artículos, tres más que los que componían la
La década moderada (1844-1854).

del 37. Lo primero que se reforma es el preámbulo, en el que se justifica la existencia


histórica de dos grandes instituciones, la Monarquía y la Cortes. Entonces se omite la
soberanía anciano y se incluye el principio de la soberanía compartida, más en consonancia
con el ideario moderado. En lo referente a los derechos del ciudadano, no aparecen
especificados, sino regulados.
Se introdujeron algunas modificaciones en la composición y en la naturaleza del
Congreso de los Diputados. La duración del mandato parlamentario se aumentó de tres a
cinco años. Desaparecía la cláusula según la cual si el rey no convocaba las Cortes en un año,
éstas debían reunirse obligatoriamente el 1 de diciembre, aunque se mantenía aquella que
establecía que en el caso de la disolución de las Cortes por el monarca, habrían de celebrarse
nuevas elecciones en el plazo de tres meses.
La Ley Electoral del 18 de marzo de 1846 vino a ampliar las modificaciones del
propio texto constitucional con respecto al Congreso. El número de diputados aumentó a 349
para que así pudiesen estar mejor representados todos los intereses del país y al mismo
tiempo pudiesen solaparse mejor las frecuentes ausencias, se restringía el cuerpo electoral, de
tal manera que sólo se concedía el derecho al voto a los españoles mayores de veinticinco
años que pagasen 400 reales de contribución directa y a determinadas capacidades o
categorías profesionales que pagasen la mitad de esa cantidad. Según Artola, si en la Ley
Electoral vigente con la Constitución de 1837 el número de españoles con derecho al voto
oscilaba entre los 500.000 y los 600.000 individuos, ahora esa cifra quedaba reducida a los
97.000. Otra novedad importante en cuanto a las elecciones fue la de cambiar las
circunscripciones provinciales por los distritos, con el objeto de que cada elector votase al
mismo número de candidatos.
El Senado sufrió las reformas más importantes. Descartado el Senado electivo, y
también el hereditario que defendió ardorosamente Bravo Murillo en los debates, se
estableció una alta Cámara de designación regia entre determinadas categorías que
disfrutaban de ciertas rentas, con un número ilimitado y de condición vitalicia.
En cuanto al rey, su figura queda reforzada al retirarse algunas de las limitaciones a su
libertad que establecía la Constitución de 1837. La más discutida de todas fue aquella que
requería una autorización por una ley especial para que pudiese contraer matrimonio, y que
ahora se sustituye (art. 47) por una cláusula que dice así: El rey antes de contraer matrimonio
lo pondrá en conocimiento de las Cortes, a cuya aprobación se someterán las estipulaciones y
contratos matrimoniales que deban ser objeto de una ley. Lo mismo se observará respecto al
inmediato sucesor de la Corona. El propósito de esta modificación quedó frustrado porque el
matrimonio de Isabel II dio lugar en España y en Europa a una serie de intrigas poco acordes
con el respeto que la nueva redacción había querido para la realeza.
La función de los Ayuntamientos queda reducida a la meramente administrativa, ya
que se les quita toda dimensión política que venían ejerciendo, principalmente al servicio del
partido progresista.
El título X sólo cambió en vez de poder judicial pasó a encabezarse con el de
administración de justicia, significativamente.
Por último, en el título XIII sólo se suprime un artículo, pero precisamente aquel que
se refería a la Milicia Nacional, con lo que se elimina un instrumento que los progresistas
habían manejado a su antojo.
El aspecto más importante de la Constitución de 1845 es que el Gobierno puede

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La década moderada (1844-1854).

contar con una Cámara, el Senado, y reunir, suspender o disolver la otra, sin más cortapisa
que la de reunirla obligatoriamente una vez al año para aprobar los presupuestos, y convocar
su elección dentro de los tres meses siguientes a su disolución. Eso permitió que las Cortes
permanecían cerradas, lo que sin duda constituyó una tentación para una Corona que
inclinaba sin disimulo por el mantenimiento en el poder del partido moderado.
La Constitución de 1845 es la base política sobre la que descansa el sistema liberal
hasta la Revolución de 1868, y si la del 37 había significado una transacción entre los
principios moderados y los progresistas, la aprobada ahora adquiere un claro signo moderado.

2. LA POLÍTICA DE NARVÁEZ

El primer Gobierno de Narváez duró escasamente dos años (2 de mayo 1844-12 de


febrero 1846), y de él formaron parte destacados elementos del moderantismo. Pidal
(Gobernación), Mon (Haciendo), Mayans (Gracia y Justicia), Armero (Maina) y Viluma
(Estado) que sería sustituido por Martínez de la Rosa.
Narváez era un hombre sin experiencia gubernamental, pero decidido a aplicar una
política autoritaria, como no era menos de esperar, dado su temperamento y su carácter más
dado a la acción que a la reflexión. Eso le llevó a infringir la Constitución con la justificación
de que era necesario salvar las instituciones y conservar los logros conseguidos. Declaró el
estado de sitio en varios lugares del país, procedió a encarcelar a algunos enemigos políticos
y suprimió la institución del jurado. Ante las críticas que se levantaron, incluso desde su
propio partido, argumentó que las Constituciones no se infringen cuando se salva al Estado o
se evita el hundimiento de las instituciones.
Las dificultades eran promovidas por los progresistas, quienes desde la aprobación de
la Constitución se habían aplicado a su tarea revolucionaria, renunciando a la participación
política mediante la práctica del retraimiento. A través de sus tres periódicos más conocidos,
El Eco del Comercio, El Espectador y El Clamor Público.
Narváez tenía que hacer frente no sólo a estas insurrecciones progresistas, sino a las
intrigas de las camarillas de su propio partido. En desacuerdo con su política. Primero fue la
dimisión del marqués de Viluma, después de los puritanos de Pacheco y Pastor Díaz, y por
último 50 diputados, en desacuerdo con el presidente del Consejo sobre el matrimonio que
proyectaba la reina con el conde de Trapani, y encabezados por Pidal y Mon.
Narváez se vio obligado a presentar la dimisión, después de veintiún meses de
gobierno. La dimisión de Narváez fue la primera de una continuada y frecuente serie de crisis
ministeriales, que ponía de manifiesto que, a falta de un progresismo fuerte, era suficiente la
división y los enfrentamientos entre los propios moderados para provocar esta crisis. Hasta
junio de 1854 hubo, después de éste de Narváez, doce Gobiernos diferentes, alguno de los
cuales sólo se sostuvo en el poder por espacio de unas horas.
El marqués de Miraflores sustituyó a Narváez y a diferencia de su antecesor contó con
el apoyo de una gran mayoría en las Cortes y con la opinión favorable de la prensa. Su
propósito era el de dar primacía a las leyes por encima de las pasiones y de los intereses
partidistas. Poco pudo hacer Miraflores desde el Gobierno. Encauzó las negociaciones con la
Santa Sede, tomó algunas medidas fiscales consistentes en la reducción de algunos
impuestos, y se mostró contrario a la candidatura del conde Trapani al matrimonio con Isabel

3
La década moderada (1844-1854).

II. Esta postura le granjeó la enemistad con Narváez, quien a pesar de haber sido el que
aconsejó su nombramiento, intervino ahora para provocar su caída.
En una tormentosa sesión de Cortes, el 16 de marzo, saltó la crisis. Narváez volvió
por segunda vez al poder, en el que sólo pudo mantenerse esta vez hasta el 6 de abril. No
obstante, en el espacio de esos diecinueve días de gobierno dejó de nuevo constancia de su
autoritarismo y de la intransigencia de su talante. Utilizó el procedimiento de gobernar por
decreto para no tener que someterse a lo que él llamaba discusiones políticas irritantes. Se
publicó entonces la nueva ley Electoral, y Javier de Burgos, como ministro de la
Gobernación, tomó medidas para llevar a cabo una repoblación forestal y para reorganizar la
Academia de Bellas Artes. Poco más pudo hacer Narváez, ya que la dimisión de su ministro
de Marina, Pezuela, a quien no se le aceptó la reforma que quería introducir en la Bolsa,
arrastró también al presidente del Consejo.
Sustituyó a Narváez Javier de Istúriz, quien consiguió mantenerse en el Gobierno
desde el 6 de abril de 1846 hasta el 27 de enero de 1847. Pero pudo tener también la
satisfacción de ver resuelto el matrimonio de la reina.
La candidatura del conde de Trapani. Don Francisco de Paula de Borbón Sicilia,
conde de Trapani, hermano de María Cristina y tío de Isabel II. Era apoyado por Francia, no
era bien visto por Austria, que temía que de esta forma se escapase de su tutela el reino de las
Dos Sicilias. Dentro de España, los progresistas rechazaban esta candidatura por tratarse del
hermano de la odiada ex regente y por contar con el apoyo del Gobierno francés.
Los progresistas se decantaban por la candidatura del infante don Enrique, duque de
Sevilla. Era primo de la reina y exaltado de ideas políticas. Por su participación en una
intentona progresista fue desterrado a Francia, donde siguió intrigando con elementos de este
partido, como Olózaga, Cortina y el propio Espartero.
Se habló también en 1844 de la candidatura del hijo del monarca francés. Luis Felipe
de Orleáns, el duque de Aumale. Esta solución era grata a Narváez, pero tropezaba con la
decidida oposición de Inglaterra por la previsible ruptura del equilibrio europeo que de ello
podía resultar.
Otra posibilidad que el Gobierno Istúriz barajó fue la del Príncipe Leopoldo de
Sajonia-Coburgo, pero tropezó con la oposición del rey francés, toda vez que un Coburgo era
rey consorte de Gran Bretaña. Los problemas internacionales que suscitaba el matrimonio de
la reina española fueron resueltos en la conferencia de EU (septiembre de 1845) acordaron
que Isabel II debería casarse con un Borbón, con el objeto e que no se alterase la paz
internacional.
La única salida posible era la de un candidato español, y entre éstos el que resultaba
menos controvertido era don Francisco de Asís, hijo de los infantes Francisco de Paula y
Luisa Carlota, y hermano, por tanto, del ya descartado don Enrique, duque de Sevilla. Era un
hombre poco inclinado a la política y con escasa personalidad. La doble ceremonia se celebró
el 10 de octubre de 1846, el día que Isabel cumplía dieciséis años. El matrimonio de Isabel II
constituyó un fracaso.
La crisis del matrimonio real afectó al Gobierno Istúriz, el cual perdió apoyos tras las
elecciones que se celebraron el 25 de diciembre de 1846. Los progresistas consiguieron un
mayor número de escaños y, unidos a los puritanos de Pacheco, hicieron dimitir a Istúriz. La
división en el seno del partido moderado, revocaba esta inestabilidad, en la que también
intervenían las animadversiones personales.

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La década moderada (1844-1854).

No fue fácil encontrar a la persona que se responsabilizase de formar nuevo Gobierno,


la reina consiguió convencer al duque de Sotomayor, quien fue nombrado presidente del
Consejo el 28 de Enero de 1847. En su discurso ante el Congreso mostró su propósito de
esforzarse por conseguir la unión del moderantismo.
A pesar de su buena voluntad, no lo conseguiría. Los progresistas, los carlistas y,
sobre todo, la facción puritana, reforzada con incorporaciones como la de José de Salamanca
o el general Serrano, se encargarían de hacerle la vida imposible. El Gobierno Sotomayor, sin
el apoyo de Narváez, no podía durar mucho, como así fue. A los dos meses exactos de su
nombramiento, Sotomayor tenía que dejar el puesto al líder de los puritanos, Joaquín
Francisco Pacheco. No dio muestras el nuevo jefe del Gabinete de una exquisita aplicación de
las leyes, como había predicado cuando se hallaba en la oposición y que le había valido el
apelativo de pontífice del puritanismo. Se valió de la intriga, violó la legalidad y, en
definitiva, se mostró tan impuro en el ejercicio de la política como lo eran habitualmente los
que antes o después que él alcanzaban la confianza regia. Nada pudo hacer para sofocar las
críticas y el malestar general que se respiraba en le país.
La dimisión de Pacheco se produjo el 31 de agosto, y tras un breve Gobierno
presidido por García Goyena, que siguió la línea trazada por su antecesor de intentar llegar a
un acuerdo con la oposición, volvió al poder el general Narváez. El tercer Gobierno de
Narváez fue el más largo de todos, pues salvo un breve paréntesis de diecinueve horas del
Gobierno del conde de Cleonard, permaneció en la presidencia del Consejo hasta el 10 de
enero de 1851, es decir, tres años y tres meses. A esa estabilidad gubernamental contribuyó la
unión de las distintas facciones moderadas, que junto a la firmeza de Narváez, permitieron a
éste desempeñar el poder de una forma dictatorial. Entre las novedades de su tercer Gobierno,
hay que contar a Luis Sartorius, al que encargó la cartera de Gobernación. Había sido
Sartorius periodista, y dentro del partido moderado había pertenecido a una fracción
denominada polaca.
El Gobierno de Narváez tuvo que enfrentarse pronto a una prueba difícil: la crisis
económica y los sucesos revolucionarios de 1848. En cuanto a la primera, puede calificarse
de una típica crisis de crecimiento, consecuencia de la alegre y desordenada expansión de los
años anteriores y también de las malas cosechas de los años 1846 y 1847. La carestía de
productos agrícolas, la crisis financiera y la quiebra de numerosas compañías industriales,
desencadenaron en varios países europeos un nuevo ciclo revolucionario, que tuvo también
sus repercusiones en España.
La revolución que tuvo lugar en Francia en el mes de febrero acabó con la Monarquía
de Luis Felipe de Orleáns. Un mes más tarde, el 26 de marzo, se desarrollaron en Madrid
unos incidentes promovidos por el ala radical del progresismo, entre cuyos elementos
destacaban ya Fernando Garrido, Sixto Cámara, José María Orense y Ordax Avecilla, que no
tardarían en integrarse en el nuevo partido demócrata. Los elementos más viejos del
progresismo no se atrevieron a dar el paso adelante y la revuelta sólo fue protagonizada por
medio millar de personas. Narváez obró con rapidez y dureza y consiguió controlar con
prontitud la situación, utilizando a la Policía y al Ejército. Hubo un segundo intento el 7 de
mayo en la capital y en varias ciudades españolas. En esta ocasión, el levantamiento reunía
las típicas características del pronunciamiento militar, pues lo encabezaban hombres como
Gándara, Buceta, Serrano y Muñiz, y el peso de la acción corría a cargo de Regimiento
España, que tenía su sede en el cuartel de San Mateo de la capital madrileña. También se le
atribuye una importante participación en la preparación de la revuelta a José de Salamanca,

5
La década moderada (1844-1854).

quien estaba enfrentado a Narváez. En esta ocasión, tampoco le costó mucho trabajo a las
fuerzas gubernamentales reprimir este brote.
Narváez salió fortalecido de los incidentes, y el hecho de haber detenido la
Revolución en los Pirineos, le convirtió en un héroe para las fuerzas conservadoras de España
y de Europa. Eso le valió el reconocimiento de la Monarquía de Isabel II por parte de Austria,
Prusia y Piamonte, en el plano internacional, y la concesión de poderes especiales, en el
ámbito político nacional.
Para prevenir las posibles consecuencias de la caída de la Monarquía de Orleáns en
Francia, Narváez había conseguido que las Cortes autorizaran, el 28 de febrero, a que si las
circunstancias lo exigieren, pueda adoptar las disposiciones que estime conducentes para la
conservación de la tranquilidad y del orden público, declarándose par dicho caso en suspenso
las garantías individuales que concede el artículo 7º de la Constitución política de la
Monarquía... Lo que en realidad obtenía el jefe de Gobierno era la concesión de poderes
dictatoriales, que iban a ser criticados por unos, como Cortina y Benavides; justificados por
otros, como Andrés Borrego y Fernández de Córdova, y ensalzados por los más
conservadores, como fue el caso de Donoso Cortés.
La formación de un bloque unido facilitó la tarea del Gobierno de Narváez y explica
su mayor perdurabilidad. Pedro, al mismo tiempo, se registró a partir de entonces un
deslizamiento del progresismo hacia la izquierda, que daría origen a la formación del partido
demócrata en 1849.
Los poderes extraordinarios con los que fue investido Narváez le permitieron llevar a
cabo algunas importantes realizaciones materiales, se terminó de construir el Palacio de las
Cortes, en la Carrera de San Jerónimo, y también se pudieron culminar las obras del Teatro
Real. Se urbanizó la Puerta del Sol y se dispuso el abastecimiento de agua a Madrid,
mediante la construcción del Canal de Isabel II. Las obras públicas fueron impulsadas en todo
el país, y otros departamentos, como el de Comercio, Industria e Instrucción Pública, en
manos de Bravo Murillo, o el de Gobernación, encabezado por Sartorius, desplegaron una
importante actividad y llevaron a cabo numerosas reformas económicas y administrativas.
Narváez no era bien visto por los personajes más importantes de la Corte, en la que
contaba con la antipatía del propio rey consorte. Esta falta de entendimiento no es suficiente
para explicar la dimisión de Narváez el 19 de octubre de 1849, y el nombramiento del fugaz
Gobierno del conde de Cleonard, que, tras unas horas, dio paso de nuevo al general de Loja.
Hubo una intriga, en la que al parecer intervinieron dos curiosos personajes que llegaron a
alcanzar una notable influencia en la Corte: el padre Fulgencio y sor Patrocinio. El primero
era confesor del rey, y la monja que tenía fama de milagrera, alcanzó considerable
predicamento ante don Francisco de Asís y doña Isabel. La historiografía tradicional atribuye
a ambos religiosos las presiones para que se efectuase un cambio de Gobierno más
conservador y católico. Carmen Llorca, por su parte, en su biografía de Isabel II, cree que el
cambio se debió al deseo de la reina de mantener un romance con el marqués de Edmar, sin el
obstáculo que podía suponer para ella la presencia de Narváez en el Gobierno. Comellas, sin
descartar loa caprichos de la reina, o los consejos palaciegos, no se sorprende por este
repentino cambio, dada la atmósfera de presiones, intrigas y cabildeos en que vivía la Corte, y
que hacía posible cualquier decisión de este tipo en una reina que no tenía un criterio muy
firme, ni unas ideas muy claras.
El Gobierno Cleonard fue una anécdota más en la vida política de aquellos años.

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La década moderada (1844-1854).

Narváez continuo gobernando durante más de un año con simpatías con que contaba en
palacio. Algunos de sus ministros dimitieron, como Bravo Murillo, disconformes con la
política de alegre dispendio que practicaba el Gobierno. Donoso Cortés, el teórico valedor de
la omnipotencia de Narváez, le retiró también su apoyo. En un discurso que pronunció en la
Cámara, el 30 de diciembre de 1850, criticó el despilfarro y la corrupción administrativa que
se había alcanzado. La dimisión de éste se produjo el 10 de enero siguiente.

3. LA ETAPA DE BRAVO MURILLO

Bravo Murillo había dimitido como ministro de Hacienda por desacuerdo con las
directrices políticas y económicas de Narváez. No resultaba ilógico que fuese llamado en
sustitución de éste.
Juan Bravo Murillo era un tecnócrata. Había nacido en Fregenal de la Sierra en 1803,
y estudió en la Universidad de Sevilla, donde coincidió con Joaquín Francisco Pacheco y con
Donoso Cortés. Ocupó varios cargos oficiales durante el reinado de Isabel II. Su honradez y
su capacidad de trabajo se complementaban con unas ideas muy claras de lo que, a su juicio,
debía ser el ejercicio de la política: un medio y no un fin, para alcanzar la buena gobernación
y la prosperidad de los Estados.
Su Gobierno estuvo formado por elementos que no habían jugado un papel importante
en la política de los años precedentes, aunque gozaba de cierto prestigio en la
Administración: Bertrán de Lis, en Estado; Fermín Artela, en Gobernación, y Santiago
Fernández Negrete en Fomento. Entre los propósitos que traía, señala Valera, el de rebajar la
preponderancia que hasta entonces tenían los militares, arreglar la Hacienda y la cuestión de
la Deuda, y reformar la Constitución.
En líneas generales, puede decirse que el nuevo Gobierno fue bien acogido, y buena
prueba de ello fue el apelativo El Honrado Consejo de la Mesta que recibió inmediatamente y
que refleja la consideración y la estima de que gozaban los hombres que componían. Pero
estas simpatías no iban a ser suficientes para contrarrestar el malestar que su propósito de
hacer recaer las responsabilidades políticas en civiles y no en militares, iba a provocar en
determinados círculos castrenses. Las tensiones en este sentido comenzaron a raíz de la
dimisión del ministro de la Guerra, conde de Mirasol, y su sustitución por Francisco
Lersundi, un joven militar, más bajo en el escalafón que los generales consagrados. Uno de
los que mostró su descontento fue el general Leopoldo O’Donnell. Narváez y su círculo
político, en el que se encontraban Pidal y Sartorius, también se le pusieron enfrente, y para
evitar dificultades en unas Cortes en la que había elementos dispuestos a entorpecer sus
proyectos, pidió a la reina su disolución el 30 de julio, con lo que Bravo Murillo, adoptó la
práctica de gobernar por decreto. Eso le valió la fama de absolutista y antiparlamentario y la
granjeó la oposición de una clase política.
Ese sentido de reforzar el poder ejecutivo mediante una reforma política tuvo el
proyecto constitucional que quiso poner en marcha en 1852. Para esta iniciativa contó con el
aliento que le proporcionaba el golpe de Estado que había dado en Francia, el 2 de diciembre
de 1851, Luis Napoleón, lo cual significaba un giro a la derecha en la política del país vecino.
Las reformas fueron expuestas muy sumariamente en la Gaceta, e incluía una nueva
Constitución y una serie de leyes orgánicas sobre las dos Cámaras, sobre las elecciones, sobre
la seguridad y el orden y sobre el reforzamiento del poder de la Corona.

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La década moderada (1844-1854).

Los proyectos constitucionales de Bravo Murillo merecieron una crítica negativa. Fue
calificado de reaccionario, y fueron precisamente los moderados quienes levantaron las
protestas más airadas. Lo que la proyectada reforma significaba era un deslizamiento hacia la
derecha mediante un refuerzo del poder ejecutivo y una limitación de las libertades
parlamentarias con una reducción de suponer para controlar las acciones del Gobierno.
Su labor para mejorar la situación del erario público fue, desde luego, mucho más
positiva que la frustrada reforma política. Bravo había ya ocupado la cartera de Hacienda en
1849 y había propuesto una serie de medidas para acabar con la deuda interior que, según
Artola, ascendía a 1.944 millones. Contrató con el Banco de San Fernando la recaudación de
los impuestos, suprimió empleos inútiles, cuyas retribuciones constituían una pesada carga en
los presupuestos del Estado, y suprimió las intendencias provinciales. Cuando fue nombrado
jefe del Gabinete conservó la cartera de Hacienda para llevar a cabo estas medidas, además
de la dirección de la política general.
Su plan quedó concretado en la Ley de 1 de agosto de 1851, en la que se establecía la
consolidación de la deuda de la siguiente forma: se destinaba una cantidad al pago de los
intereses de la deuda diferida durante diecinueve años, al final de los cuales quedaba
consolidada.
Como base de esta operación se recurriría a los bienes mostrencos, baldíos y
realengos que no fuesen de aprovechamiento común, así como a una asignación
presupuestaria de 12 millones anuales.
La operación tenía sus fallos, pero al menos Bravo Murillo tuvo la valentía de afrontar
uno de los problemas más graves que venían arrastrando los Gobiernos liberales y darle una
solución que si bien no fue definitiva, sí al menos permitió regenerar el crédito del Estado.
En las reformas administrativas fue también donde Bravo Murillo consiguió sus
logros más señalados. Uno de los problemas más graves que tenía planteada la
Administración, era el de la remoción de los funcionarios en cada cambio de situación
política. La figura del cesante es una de las más características de la sociedad española del
siglo XIX. Estos cesantes constituían un caldo de cultivo para cualquier intentona
revolucionaria, pues les interesaba un nuevo cambio de situación para volver a ocupar los
puestos de los que habían sido desplazados.
Dentro de los planes de Bravo Murillo estaba el de lograr una completa separación
entre la Administración y la política, de tal manera que los argos públicos fuesen cubiertos
por oposición mediante un procedimiento establecido de antemano y en el que no entrarían a
jugar las opiniones políticas. De igual forma atendiendo rigurosamente el orden de méritos se
efectuarían los ascensos en el escalafón. Bravo Murillo publicó un decreto el 18 de junio de
1852, mediante el cual se dictaban unas normas para el ingreso en el funcionariado. El
decreto quedaría sin efecto a los pocos meses, a causa de la circunstancia que originaba el
problema que había que resolver: el cambio del Gobierno.
En el haber de Bravo Murillo hay que incluir la firma del concordato con la Santa
Sede, el 17 de octubre de 1851. Los historiadores reconocen sus esfuerzos por dotar al país de
una maquinaria burocrática moderna, ágil y eficaz, y por acabar con las lacras de la actividad
parlamentaria que obstaculizaban la acción del Gobierno, así como su decidida actitud de
apartar a los militares de la política. Como afirmó más tarde Donoso Cortés, su fallo fue el de
no hacerse con un general que respaldase sus reformas y no haber buscado el apoyo del
verdadero pueblo. Y sin el apoyo del pueblo, con la marginación de los militares y con la

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La década moderada (1844-1854).

inquina de la mayor parte de los político, tanto los progresistas como muchos moderados que
no estaban de acuerdo con sus reformas políticas, Bravo Murillo se quedó solo. Todos
hicieron pública su oposición al Gobierno, coordinados por la reina madre María Cristina, la
cual convenció a su hija para que le obligase a firmar la dimisión. El 13 de diciembre de 1853
fue presentada y dos días más tarde la reina nombraba nuevo Gobierno.
El fracaso de las reformas de Bravo Murillo dejó al régimen sin ninguna perspectiva.
La confianza de la reina recayó esta vez sobre Federico Roncali, quien formó Gobierno con
personas procedentes de las distintas fracciones del partido moderado, entre los que incluían
tres generales. Pero esta concesión no contentó ni a Narváez ni a O’Donnell, quienes en esos
momentos representaban al auténtico poder militar. La oposición que encontró en el
organismo legislativo le obligó a presentar la dimisión, y el 14 de abril se formó nuevo
gobierno presidido por otro militar: Francisco Lersundi. Pedro este nuevo Gabinete navegó
también en el deseo de agradar a todos, sin concentra a nadie en realidad.
El Gobierno Lersundi no duró mucho tiempo, y el 18 de septiembre fue sustituido por
otro encabezado por Luis José Sartorius, conde de San Luis. No era éste un hombre de
grandes principio, pero sí tenía un cierto sentido práctico de la política, y en este orden se le
ha llegado a comparar con Bravo Murillo. Cuando ocupó el Ministerio de la Gobernación, en
1849, creó el sello de correos, para regularizar y agilizar la correspondencia en toda España.
Ahora, desde la presidencia del Consejo intentó hacer aprobar muchos proyectos de leyes en
las Cortes, entre los que se encontraban algunos que habían sido preparados por Bravo
Murillo, como el de la ley de Ferrocarriles. Pero a Sartorius no se le perdonaba su rápido
encumbramiento, su reciente ennoblecimiento, ni esa fama de cierta inmoralidad y falta de
ética política de las que le acusaban sus enemigos.
El conde de San Luis suprimió la prensa de oposición y ordenó el confinamiento de
varios generales, entre ellos Dulce, Ros de Olano y O’Donnell. Esas medidas no sólo no
acallaron las críticas, sino que las recrudecieron. Todos se preparaban para dar un golpe de
fuerza. Durante los primeros meses de 1854 la oposición al Gobierno era un hervidero en el
que progresistas, puritanos, seguidores de Narváez, militares despechados... todos
conspiraban para derribar al Gobierno de Sartorius.
El 28 de junio de 1854 estallaría la revolución cuyo triunfo cerraría la primera etapa
del reinado de Isabel II. Así concluía la Década moderada, un largo período de predominio
del liberalismo conservador. No todo fueron ilegalidades políticas e irregularidades
administrativas, sino que los moderados realizaron también una importante labor, haciendo
aprobar una gran cantidad de leyes como no se había hecho en España desde los tiempos de
las Cortes de Cádiz, y realizando una serie de reformas que convirtieron a los moderados en
los auténticos fundadores del Estado español contemporáneo.

4. LAS REFORMAS HACENDÍSTICAS Y FINANCIERAS

Al comenzar el reinado de Isabel II, la situación financiera y hacendística del país era
auténticamente caótica. Hasta 1845 estuvieron vigentes los impuestos del Antiguo Régimen,
como la alcabala, la sisa y los diezmos. En general, el sistema impositivo hasta entonces en
vigor había ido basándose en los tributos indirectos más que en los directos, que eran
prácticamente inexistentes.

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La década moderada (1844-1854).

Las Cortes de Cádiz también intentaron implantar un sistema de impuestos directos,


pero el proyecto se frustró por utópico y por prematuro.
Desde comienzos del siglo XIX. Los gastos aumentaron considerablemente, mientras
que los ingresos quedaron estancados o, incluso, disminuyeron con las leyes que promulgó
Mendizábal en 1835 y 1836. Produjo unos beneficios más cortos de los previstos. De manera
que la situación del Tesoro cuando los moderados llegaron al poder no podía ser más
precaria.
Alejandro Mon, ministro de Hacienda en el Gobierno de Narváez, sería quien
abordase el fondo del problema al llevar a cabo una profunda reforma fiscal. En un principio
pensó en el recurso más socorrido, como era el de la suspensión de pagos. Previamente tomó
algunas medidas de saneamiento, entre las que incluyó el desarriendo de la renta del tabaco,
una de las principales fuentes de ingreso del Estado y que había sido adjudicada a particulares
durante el Gobierno de González Bravo. Además consolidó la deuda, con el objetivo de
aliviar la presión que los acreedores ejercían sobre el Estado y les obligó a aceptar títulos al 3
por 100.
Los detalles técnicos de la reforma corrieron a cargo de Ramón de Santillán, quien
basó su trabajo en la unidad y la sencillez. Creó un solo impuesto sobre la propiedad
territorial y estableció otra contribución directa, llamada subsidio sobre los productos de la
riqueza mueble, y otra para las rentas, que llamó derechos de inquilinato, y otra sobre las
transmisiones de propiedad, que llamó derechos de hipoteca.
En cuanto a los impuestos indirectos, también fueron objeto de una considerable
simplificación. Se estableció una única contribución llamada de consumos. Las rentas
estancadas no sufrieron ninguna modificación y continuaron como antes.
La contribución territorial directa pasaba a constituir el capítulo más importante de los
ingresos de la Hacienda, aproximadamente un cuarto de total. La forma de cobro era
asignándole una cantidad a recaudar a cada provincia, según estimaciones previas
aproximadas a sus posibilidades reales, y dentro de cada provincia se repartiría también, de
forma similar, un cupo entre los municipios.
La reforma fue muy impopular y levantó muchas protestas, porque afectaba al bolsillo
de los contribuyentes. A pesar de no ser el más importante, el impuesto de los consumos se
convirtió en el más contestado y fue la bandera que enarboló la oposición progresista en cada
intentona revolucionaria que emprendía para alcanzar el poder. Por otra parte, al establecer el
sistema de arriendo para el cobro de estos impuestos s escala local, el procedimiento se
convirtió en un medio de presión sobre el electorado. Sin embargo, a pesar de las críticas y
aun reconociendo sus deficiencias, la reforma hacendística de 1845 representó un progreso
considerable.
Se estableció un sistema para una recaudación cuantiosa en un país pobre, los recursos
del Estado comenzaron a crecer y sustituyeron en gran parte a una escasa y débil iniciativa
particular, proporcionando oportunidades a los acreedores y trabajo a una legión de
empleados y funcionarios. Gracias a sus nuevas disponibilidades, la Administración pudo
multiplicar su actividad y lanzarse a nuevas empresas. En los cien años siguientes a la
promulgación de la reforma, cambió en España absolutamente todo y lo único que se
mantuvo, con escasas modificaciones, fue el nuevo sistema tributario. Sin duda, ésa era la
mejor prueba de su eficacia y de su oportunidad.
Similar proceso de simplificación sufrió el sistema monetario español durante este

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La década moderada (1844-1854).

primer período del reinado de Isabel II. Hubo un momento en el que en España coexistían
cuatro tipos de monedas de distinta procedencia: las españolas, las portuguesas, las inglesas y
las francesas, y eso sin contar las que hizo acuñar José Bonaparte en la zona ocupada.
En 1848 se emprendieron medidas de reforma con el objeto de nacionalizar la
circulación monetaria e impedir la exportación de la moneda de mayor ley. En realidad, las
medidas consisten en una devaluación monetaria. Se fijó la acuñación del nuevo real de plata
a la talla de 175 en el marco de 4.608 gramos.
Después de esta reforma, la moneda patrón pasó a ser la peseta, aunque oficialmente
esa consideración no la alcanzaría hasta la nueva reforma que llevó a cabo Laureano
Figuerola, en octubre de 1868. De cualquier manera, estas medidas contribuyeron a
estabilizar la vida económica en general, y fueron completadas con otras disposiciones que se
emitieron en los años sucesivos.
Afectado por estas medidas, el mundo de las finanzas alcanzó un desarrollo capital. El
Banco de San Fernando, creado por López Ballesteros en 1829 a partir del de San Carlos, se
convirtió en el Banco del Gobierno en 1845. Un año antes había sido creado el Banco de
Isabel II por iniciativa de José de Salamanca y del conde de Santa Olalla, con el privilegio de
emisión de billetes. El auge de estas entidades era la expresión de esa fase de prosperidad y
de expansión económica con que se inicia el reinado de Isabel II y que convirtió el año de
1846 en el año del verdadero boom en la historia económica del siglo, y especialmente en el
campo de las finanzas.
La Bolsa también experimentó una reactivación sorprendente después de la
languideciente trayectoria que había venido arrastrando desde su creación en 1831. Sin
embargo, a partir de 1847 se quebró esta etapa y comenzó una extraña crisis, cuyos orígenes
hay que buscarlos fuera de España. También en los otros países europeos se abusó del crédito
y se vivió a expensas del futuro, que se auguraba próspero. Para afrontar la crisis, los dos
bancos, el de San Fernando y el de Isabel II, tuvieron que fusionarse el 25 de febrero de 1847,
con lo que se pondrían las bases para la creación del futuro Banco de España en 1856.

5. LA INDUSTRIALIZACIÓN Y LOS FERROCARRILES

El título de la obra de Nicolás Sánchez Albornoz, España hace un siglo: una economía
dual (Barcelona, 19968), se ha hecho ya clásico para definir la doble estructura económica
existente en España durante los dos primeros tercios del siglo XIX. Por una parte, la
economía tradicional, basada fundamentalmente en la agricultura y que apenas sufre
transformaciones desde el Antiguo Régimen. Por otra, los tímidos brotes de modernización
que se van produciendo con los inicios de la industrialización.
El desarrollo de la industria en España se realiza básicamente a través de dos sectores:
el siderúrgico y el textil. La siderurgia moderna nace en Andalucía. Manuel Heredia creó en
Marbella, en 1832, el primer alto horno que existió en España. Poco más tarde surgieron otros
alimentaban de carbón vegetal y que pudieron mantener su rentabilidad a costa de dejar
esquilmados los bosques existentes en su entorno. Su fracaso se produjo, como ha estudiado
Jordi Nadal, cuando se hizo necesario recurrir al carbón mineral que había que transportar
desde los centros mineros asturianos. La industria siderúrgica fue desplazándose hacia el
Norte y se creó un alto horno en Mieres en 1848 e inmediatamente otros en Vizcaya, que

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La década moderada (1844-1854).

pudieron utilizar con un coste mucho más reducido al carbón de coque de los yacimientos de
Asturias. En 1848 se producían en España 43.000 toneladas de hierro, cantidad que fue
incrementándose en los años sucesivos a raíz del aumento de las necesidades de las industrias
ferroviaria y textil.
El hecho decisivo de la época en el plano económico fue la transformación del equipo
industrial de la producción textil catalana. En 1841 trabajaban en esta industria 97.346
obreros y en 1847 eran 97.786 obreros.
A partir de 1844, los industriales importantes comenzaron a importar maquinaria que
utilizaba como fuerza motriz el vapor -las selfactinas- lo cual hizo temer por el despido de los
obreros. Sin embargo, el hecho de que su número permanecieses estable en 1847 y que en
1860 se elevase a la cifra de 125.000, indicaba claramente un aumento en extensión de la
producción. De este proceso salió constituida la industria textil catalana.
Este equipamiento industrial se vio facilitado por las medidas flexibilizadoras del
comercio exterior que fueron adoptadas durante la regencia del general Espartero, que sin
romper el proteccionismo como norma que regía las relaciones económicas con otros países,
permitió una mayor fluidez en la importación de algunos productos, como este tipo de
maquinaria. Por otras parte, la creciente producción textil catalana fue haciéndose con la
demanda existente en todo el país, sin tener que competir con el escandaloso contrabando.
Sin la ilegal competencia de los productos textiles procedentes de Gran Bretaña o de Francia,
la producción catalana se vio estimulada al amparo de la demanda interior.
En cuanto a la industria del ferrocarril, sus primeros pasos comenzaron a darse
durante la Década moderada. Hubo iniciativas muy tempranas para construir ferrocarriles en
España. Ya en tiempos de Fernando VII se estudiaron algunos proyectos, como el que iba
desde El Portal, en Jerez de la Frontera, hasta El Puerto de Santa María, y que tenía por
objeto el transporte del vino hasta el puerto en el que debía ser embarcado para su
distribución.
La falta de capital y la falta de conocimientos técnicos eran aspectos del atraso
económico general que padecía el país y que indudablemente retardaron el progreso de la red
ferroviaria, el capital extranjero desconfiaba de la seriedad de los distintos Gobiernos
españoles que con tanto frecuencia habían optado por negarse a pagar sus deudas.
Todo parece indicar que fue la política del Gobierno lo que obstaculizó la expansión
ferroviaria en España durante la primera mitad de siglo XIX. El cierre de la Escuela de
Ingenieros de Caminos y Canales durante el reinado del Fernando VII fue un inconveniente
de primer orden en la formación de técnicos preparados para poner en marcha la
mecanización de los transportes, aunque también hay que tener en cuenta que la guerra
carlista constituyó un obstáculo insalvable. En 1844 se creó una comisión para asesorar al
Gobierno en esta cuestión, y su decisión más importante consistió en el establecimiento del
ancho de las vías mayor que el de la red existente en Europa. Se ha dicho que esta decisión
trataba de evitar una posible invasión francesa, pero en realidad respondía a la creencia por
parte de los miembros de la comisión de que era necesario un ancho de vías mayor para
facilitar el equilibrio de las máquinas de vapor, las cuales, a causa de la dificultosa orografía
peninsular, requerirían un mayor peso y volumen que las que estaban en funcionamiento en el
resto de Europa. Más tarde se demostró que superar los obstáculos que presentaba el terreno
español no era un problema difícil de solucionar con unas vías de igual anchura que las de
otros países, pero la diferencia se mantuvo.

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La década moderada (1844-1854).

La primera línea de ferrocarril que se puso en funcionamiento en España fue la de


Barcelona-Mataró en 1848 y con un a longitud de 28 kilómetros. Su construcción se había
emprendido por una sociedad local, la Gran Compañía Española del Camino de Hierro de
Barcelona a Mataró y viceversa, bajo la protección de la reina madre María Cristina, y en la
que predominaba capital español. La parte técnica, sin embargo, estuvo en manos extranjeras,
británicas, ya que tanto los ingenieros como el material empleado procedían de Inglaterra.
Las operaciones comerciales y financieras estaban también a cargo de una firma británica: la
Mackenzie & Brassey, que tenía asimismo participación en el ferrocarril.
La línea Barcelona-Mataró fue muy rentable en sus inicios y su éxito se debió más al
transporte de pasajeros que al de mercancías, al menos en sus primeros años. Su gran acogida
se debió a que su trazado enlazaba varios pueblos de la costa barcelonesa, con lo que la
mayor parte de su negocio debió hacerlo en domingos y días festivos.
En abril de 1845 se había otorgado la concesión del ferrocarril Madrid-Aranjuez, de
unos 50 kilómetros de recorrido. Al año siguiente comenzaron las obras, pero hubieron de
interrumpirse a causa de la crisis financiera y a deficiencias en la dirección, así como a
dificultades de tipo político. Su principal promotor fue José de Salamanca, quien, después de
haber sido ministro, tuvo que exiliarse tras la crisis de 1847, con lo que las obras del
ferrocarril quedaron interrumpidas. Por fin en 1849, las obras recibieron el impulso del
Gobierno y la línea pudo inaugurarse solemnemente en 1851.
La tercera línea ferroviaria que se puso en funcionamiento fue la que hacía el
recorrido entre Sama de Langreo y Gijón, de 40 kilómetros. Su concesión data también de
1845, aunque su construcción son se inició hasta 1850, y su entrada en servicio no se produjo
hasta 1855. Su finalidad era la de transportar carbón desde la cuenca minera asturiana hasta el
mar, donde era embarcado.
El ritmo de construcción del ferrocarril fue muy lento en estos primero años, de tal
manera que hasta 1855 sólo se había tendido 475 kilómetros de vía. En los años posteriores
las obras tomaron un impuso considerable y en 1868 se habían puesto ya en explotación otros
4.899 kilómetros. De todas formas no hubo una planificación para ordenar y sistematizar las
construcciones desde un principio. La construcción y la explotación de los ferrocarriles dejó a
la iniciativa privada y sólo se salvó el principio jurídico de que los caminos de hierro
pertenecían al Estado en virtud del dominio del suelo. Hasta la ley de Ferrocarriles aprobada
en 1855, la normativa sobre esta cuestión fue confusa. Si el primer período de construcción
ferroviaria intensa tuvo lugar en la década de 1856-65, de durante la Década moderada
cuando los primeros ferrocarriles comenzaron a circular por España.

6. LA IGLESIA Y EL ESTADO

Hubo circunstancias que deterioraron seriamente las relaciones que el Gobierno


español mantenía con Roma. Sin duda, las medidas desamortizadoras de Mendizábal,
asestaban un golpe tremendo a la Iglesia en grado tal que habrían de pasar largos años hasta
que, no ya la Iglesia, sino el país, pudiera reponerse de sus efectos. Este fenómeno, junto con
las matanzas de frailes, la supresión de las órdenes religiosas, el destierro de varios prelados,
etc., hacen del período 1833-43 el más extenso de los períodos tipificados en la historia
española por su signo anticlerical.

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La década moderada (1844-1854).

Una vez terminada la guerra y asegurada en el trono Isabel II, la Santa Sede comenzó
a cambiar su actitud de recelo y desconfianza hacia el sistema liberal encabezado por ella.
Cuando fue elegido Papa Pío IX en 1846, el Gobierno español concibió esperanzas de que se
reconociese a la reina española y se restableciesen las relaciones diplomáticas que se habían
interrumpido a raíz de las medidas desamortizadoras. Las relaciones se normalizaron en
1848, pero los acontecimientos en Italia impidieron que se arreglasen.
Normalizada la situación política, pudo firmarse el concordato entre el Estado español
y la Santa Sede el 22 de enero de 1851, para ser ratificado y publicado por las Cortes el 17 de
octubre siguiente. Las negociaciones habían sido largas y difíciles, pues se habían comenzado
en 1844 con las instrucciones había cursado el Gobierno a Castillo y Ayensa, antiguo
secretario y confidente de la reina madre María Cristina, designado para llevar a cabo en
Roma los contactos con las autoridades vaticanas. La Sagrada Congregación de Negocios
Eclesiásticos Extraordinarios llevó cuidadosamente las discusiones, porque la Santa Sede
exigía, antes que nada, la suspensión de las ventas de los bienes que se habían incautado a la
Iglesia para llevar a cabo su desamortización, y pretendía obtener la garantía de una decorosa
dotación para el mantenimiento del clero. Se ha venido considerando tradicionalmente a este
concordato como un concordato económico. El problema que late en el fondo de estas
cuestiones económicas era el reconocimiento a la posesión de bienes por parte de la Iglesia y
la independencia de sus ministros.
Los Gobiernos moderados, fueron emitiendo una serie de disposiciones para allanar el
camino al arreglo definitivo. Tal sentido tuvo la creación de seminarios en las diócesis en las
que no había, o la concesión a los obispos de facultades para vigilar las escuelas públicas y
las publicaciones consideradas nocivas.
El texto del concordato contaba de 46 artículos, y el primero de ellos se reconocía la
unidad católica de España, con gran escándalo del progresismo y de la naciente democracia.
A continuación se establecía que la instrucción en las universidades, escuelas y seminarios,
serían en todo conforme a la religión católica. Se estipulaba la libertad de predicación y
actuación de los prelados, A LOS QUE EL Gobierno debía prestar su apoyo en su función. Y
al mismo tiempo se recogía aquella disposición mediante la cual tendrían derecho a impedir
la publicación de libros contrarios a la ortodoxia católica. Se establecía una nueva división de
las diócesis, suprimiendo algunas y creando otras.
Con respecto a las órdenes religiosas, que constituían uno de los puntos más
controvertidos del concordato, se establece en el artículo 30 que a fin de que en toda la
Península haya el número suficiente de ministros y operarios evangélicos de quienes puedan
valerse los prelados para hacer misiones en los pueblos de sus diócesis, auxiliar a los
párrocos, asistir a los enfermos y para otras obras de caridad y utilidad pública, el Gobierno
de S.M., que se propone mejorar oportunamente los Colegios de Misiones de Ultramar,
tomará desde luego las disposiciones convenientes para que se establezca donde sea
necesario, oyendo previamente a los prelados diocesanos, casas y congregaciones religiosas
de San Vicente de Paúl, San Felipe Neri y otra Orden de las aprobadas por la Santa Sede, las
cuales servirán al propio tiempo de lugares de retiro para los eclesiásticos, para hacer
ejercicios espirituales y para otros usos más piadosos.
Los obispos emplearían la cláusula que permitía el establecimiento de otra Orden de
las aprobadas por la Santa Sede, para permitir otra orden en cada diócesis, con lo cual
desatendían todo propósito limitador.

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La década moderada (1844-1854).

En cuanto a las religiosas, el Gobierno español se comprometía en el concordato a


fomentar el instituto de las hermanas de la Caridad y a conservar otras casas de monjas que se
dedicasen a la vida contemplativa, dejando a los prelados los criterios de admisión y
profesión de novicias en los conventos.
Desde el artículo 31 hasta el 35, se fijaba la dotación de todo el clero, cardenales,
arzobispos y hasta de los curas párrocos, a quienes se dejaban con menos medios y recursos
con que vivir que al más desvalido jornalero. Se establecen también las dotaciones del
Gobierno para la subsistencia de las casas y las congregaciones religiosas. Además el
Gobierno se comprometía a devolver a éstas los bienes de su pertenencia que aún no lo
habían sido en virtud de una ley promulgada el 3 de abril de 1845 y los que aún quedaban por
enajenar en los conventos de frailes. Por su parte, la Santa Sede suscribía el compromiso de
instar a sus prelados a vender estos bienes en subasta pública a invirtiesen el producto en
inscripciones intransferibles de la deuda del Estado, al 3 por 100.
En el artículo 42, el Papa prometía por sí y por su sucesores no molestar a los
adquieres de los bienes eclesiásticos desamortizados.
La firma del concordato dio lugar a los juicios más controvertidos. Con la firma del
concordato, el Gobierno conseguía un doble propósito por una parte, el reconocimiento del
régimen liberal encabezado por Isabel II, y, por otra, la legitimación de las ventas de los
bienes eclesiásticos desamortizados. La Iglesia también logró, mediante este acuerdo, dos
cosas que le resultaban de vital importancia en esta época: en primer lugar obtuvo garantía
suficientes por parte del Estado español para ejercer la libertad de jurisdicción sin ninguna
traba ni obstáculo, y en segundo lugar consiguió una seguridad gracias a la declaración en la
que el Estado se comprometía a atender el mantenimiento del culto y del clero como
compensación al despojo sufrido.
Sin embargo, la Iglesia perdía lo que hasta entonces había constituido la mejor
defensa de su autonomía e independencia: sus bienes.
Vicens Vives ha criticado el concordato de 1851 porque sometió la Iglesia al Estado y
le impidió el resurgimiento que experimentó por aquella época en otros países europeos, en
los que mostró un mayor empuje y una mayor capacidad para adaptares a los nuevos tiempos.
Para Comellas, esta situación que la Iglesia española alcanzó en el siglo XIX no procede del
concordato sino de la frialdad de las relaciones, de la rutina y de la falta de conexiones entre
los dos poderes. Para este historiador, si las relaciones entre la Iglesia y el Estado no
adquirieron a partir de entonces un sentido más espontáneo y funcional no fue por culpa del
Concordato, sino a pesar de él.

7. SOCIEDAD Y CULTURA

En la década de los cuarenta ha cristalizado una nueva sociedad, cuyas diferencias con
la sociedad existente durante el Antiguo Régimen, especialmente desde el punto de vista
organizativo y jurídico, son bien patentes. Los decretos que se aprobaron en las Cortes de
Cádiz con la intención de acabar con los tradicionales privilegios estamentales y establecer la
igualdad jurídica de todos los españoles, no fueron por sí solos capaces de cambiar de raíz la
organización social. Pero, contribuyeron a impulsar un proceso que treinta años más tarde, a
una sociedad profundamente transformada. Los grupos sociales coexisten de forma más

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La década moderada (1844-1854).

abierta que durante el Antiguo Régimen. Comienza a haber una mayor cercanía entre los
distintos sectores de la sociedad. El antiguo estamento popular va conociendo y asumiendo
los derechos que le asisten, que son los mismos que asisten a los poderosos, y aunque en la
práctica esta igualdad no siempre se cumpla, hay que toma de conciencia de clase que los
lanza a reivindicar una serie de mejoras en sus condiciones de vida mediante las armas que
van poniéndose en sus manos: la organización sindicada y los conflictos laborales.
La movilidad social se incrementa con la desaparición de las barreras legales que
impedían el trasvase de uso grupos a otros.
Las estimaciones de Madoz, quien calcula ya para el inicio de la regencia de María
Cristina, en 1834, una población de 14.186.000 habitantes, según el censo general de ese año.
Este aumento general de la población española se debe a tres factores: al progresivo aumento
de la natalidad, al descenso de la tasa de mortalidad -a pesar de la sangría que significó la
larga guerra carlista- y la disminución de la emigración al continente americano después de la
consumación de la independencia colonial.
Donde se advierte un mayor crecimiento de la población es en las ciudades:
Barcelona, Madrid, Sevilla, Valencia, Málaga, que se consolidan durante este período como
grandes centros urbanos. Se inicia en esta época una remodelación urbana, que con los planes
de ensancha pretende dar acogía a la avalancha migratoria que busca asentarse en las
ciudades.
La emigración del campo a la ciudad es un fenómeno que se inició durante el Antiguo
Régimen, pero que se acentúa hora porque muchos campesinos han empeorado su situación
como consecuencia de las transformaciones que han operado en el terreno de la propiedad
agraria y buscan refugia en la urbe. La ciudad aparece ahora como el foco de cultura, de arte
y, sobre todo, donde se concentran algunas industrias nacientes que ofrecen trabajo a una
mano de obra barata, que es capaz de soportar condiciones de vida infrahumanas. La capital
de España alcanza los 300.000 habitantes, Barcelona se acerca a los 200.000 y Sevilla
recupera los 120.000 habitantes.
La Revolución liberal había hecho desaparecer la tradicional sociedad estamental. Sin
embargo, la nobleza continuaba manteniendo ese halo de prestigio y ese atractivo como ideal
de vida, que habían sido sus características -además de la posesión de riquezas- durante el
Antiguo Régimen.
El proceso de la desamortización dio lugar también a la emergencia de una burguesía
terrateniente que formaría, junto con la nobleza tradicional, la nueva aristocracia, que iba a
mantener la primacía sobre el resto de la sociedad, porque a su poder económico añadiría
también un considerable poder político. Sería esta burguesía la que iba a dar el nuevo tono a
la oligarquía dominante en la época isabelina.
Esta nueva aristocracia se veía apoyada en su acceso al poder político por las teorías
doctrinarias. Como es difícil escoger a los mejores o a los más inteligentes, se adopta el
módulo económico para determinar quiénes tienen derecho a votar y quiénes tiene derecho a
ser elegidos. Es, pues, el dinero el que determina la bondad y la inteligencia de las personas.
Era uno de los tópicos del Romanticismo, que hizo exclamar en las Cortes, en 1844, a un
diputado, Calderón Collantes, esta frase: La pobreza, señores, es signo de estupidez.
Pero el dinero no basta, y el burgués enriquecido busca el ennoblecimiento que la
Corona a le otorga sin grandes dificultades. El gran número de títulos concedidos por Isabel
II, en comparación con los que se concedieron en otras épocas de nuestra Historia.

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La década moderada (1844-1854).

Característica de los años de mediados del siglo XIX es la burguesía de negocios, que
dedicaba sus afanes e inquietudes al mundo de la industria, del comercio y del movimiento de
riqueza en general. Es más activa y emprendedora que la burguesía terrateniente, aunque
menos números, y su presencia se advierte sólo en las zonas periféricas del Cantábrico y en
Valencia, Bilbao y Barcelona se convierten en las dos capitales que, con la introducción del
maquinismo, el desarrollo de la industria y, en general, del mundo empresarial, concentran a
lo más selecto de esta burguesía.
Pero quienes dan el tono a la España isabelina son las llamadas clases medias.
Comprende a todos aquellos que no pertenecen ni a la aristocracia ni al proletariado. Se trata
de un sector social que adquiere personalidad precisamente en esta época que siente un gran
deseo de aparentar por encima de sus posibilidades reales. Quizá para evitar que se les
confunda con los de abajo quieren marcaran distancias y ésta es la única forma que tiene para
ello. Se hace indispensable mantener el decoro.
El medio urbano es el escenario que exige un ritmo de vida que no todos tiene
posibilidades de seguir, y los que mayores esfuerzos realizan para adaptarse a él son los
integrantes de las clases medias. Tres grupos principales: los intelectuales, los militares y los
funcionarios. Entre los primeros cabe señalar a los profesionales, especialmente los médicos
y los abogados. Aquéllos, de una mentalidad más radical, ya que su continuo contacto con las
enfermedades y con las miserias humanas les lleva a adoptar frecuentemente una postura de
rebeldía y de contestación al orden existente. En cuanto a los abogados algunos consiguen
destacar en el panorama político, ya que la especialización en leyes se convierte en una
plataforma que facilita el acceso a los cargos oficiales. Pero otros vegetan en mediocres
bufetes que apenas les proporcionan medios para sostener el tren de vida que les exige
socialmente el título que poseen. También pueden incluirse en este grupo a los periodistas,
que disfrutan de un poder que no siempre concuerda con el nivel económico que les
proporciona su escasa retribución, y a los profesores en todas sus categorías.
Los militares constituían un sector en el que cabe distingue un estrato superior,
formado por los generales y altos mandos; uno inferior, que era el de la tropa, y se nutría con
gentes procedentes de las capas inferiores de la sociedad, y uno intermedio, que es el que
contribuía a nutrir a estas clases medias de la sociedad española. Hay en esta época
abundancia de militares, consecuencia en parte de la guerra civil recién terminada, y la mayor
parte de ellos constituyen los cuadros intermedios y bajos de la oficialidad. Estos cuadros
intermedios del Ejército no cabe duda de su importancia como elemento de discordia por su
descontento a causa de su paga escasa e irregular y de sus dificultades para el ascenso dentro
del escalafón.
Los funcionarios, cuyo crecimiento se explica por la formación de un Estado que
tiende a la centralización y a la burocratización y por la inclinación que sienten los españoles
a buscar la seguridad que proporciona el vivir de los presupuestos oficiales. Pero en esta
época, esa seguridad era muy relativa, ya que los cambios de Gobierno significaban una
remoción completa de los acuerdos de la Administración. Esa inestabilidad en el trabajo,
daba lugar, alternativamente, según el partido que estuviese en el poder, a la figura del
cesante.
En la mayor parte de la población española se produce en esta época un proceso de
proletarización. A las consecuencias de la desamortización afectó al campesinado modesto,
que tuvo que aceptar las condiciones que le ofrecía el nuevo propietario de las antiguas tierras
de la Iglesia. El número de jornaleros era ya de 2.300.000 a finales de la década de los

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La década moderada (1844-1854).

cincuenta. Sus condiciones de vida eran, por lo general, miserables. No trabajaban más de
200 jornadas al año, por un salario que oscilaba alrededor de los seis reales al día, pagado a
veces, la mitad en dinero y la mitad en especie. Por todo ello, desde el inicio del reinado de
Isabel II, comienza a manifestarse de forma violenta un descontento que irá generalizándose
en sucesivas etapas. En primer lugar, las tensiones desembocaron en la quema de cosechas,
en la intensificación del bandolerismo y en la ocupación de fincas. En 1845, la creación de la
Guardia Civil supuso, entre otras cosas, el intento de atajar los continuos desórdenes en las
zonas rurales. Sin embargo, los levantamientos campesinos en Andalucía continuaron
produciéndose de forma intermitente. La Revolución de 1854, por ejemplo, aunque en Sevilla
tuvo un carácter fundamentalmente político, se vio secundada por la acción de las masas
campesinas, que se levantaron en Utrera, Morón de la Frontera, El Arrabal y en algunos otros
pueblos. En 1861, de nuevo la revuelta adquirió dramáticos tintes sociales y del Álamo,
levantó una partida el 28 de junio, se apoderó del pueblo de Iznájar y trató de proclamar la
República. Cuando se presentaron en Loja las fuerzas del Gobierno, disolvió su ejército, que
llegó a contar con 100.000 individuos, y huyó.
Se manifestaba ya de forma evidente la polarización de los enfrentamientos que se
estaban dando en el campo andaluz entre los propietarios de la tierra y los desposeídos de
ella. El problema de la tierra y las luchas sociales que éste originaba serían el principal factor
de inestabilidad que presidiría el desarrollo del campo andaluz en lo sucesivo.
La situación del obrero en las ciudades no era mucho mejor que la del campesino. La
desaparición del artesano y del régimen gremial que lo protegía dio paso al sistema
capitalista, en el que la fábrica sustituyó al viejo taller, que no podía sobrevivir sin el apoyo
corporativo. Las condiciones de trabajo distaban mucho de satisfacer las necesidades de una
familia, cuyos miembros en su totalidad tenían también que trabajar para poder sufragar un
mínimo de subsistencia.
El proletariado industrial no era todavía muy numeroso en el reinado de Isabel II.
Algo más de 150.000 hombres integraban este sector, que se concentraba fundamentalmente
en Cataluña. El hacinamiento de los barrios periféricos, el desarraigo de una población
emigrante procedente de las regiones más deprimidas y, en general, las precarias condiciones
de vida, propiciaron los disturbios laborales que comenzaron a producirse por aquellos años.
Las primeras acciones de los trabajadores urbanos habían tenido lugar en Barcelona
en 1835, y se reprodujeron tres años más tarde. En 1840 se fundó el primer sindicato que
existió en España: la Asociación de Protección Mutua de Tejedores de Algodón, o Sociedad
de Tejedores, que inmediatamente fue prohibido por las autoridades. Consiguió una rápida
implantación durante la regencia de Espartero llegó a alcanzar en 1842 los 50.000 militantes.
La llegada de los moderados al poder acentuó las medidas represivas contra el
asociacionismo obrero que, sin embargo, seguía organizando huelgas y movimientos de
resistencia, como los de agosto de 1844 en Barcelona, o el de marzo de 1846 en Sabadell.
A partir de 1850 se intensificó el movimiento asociacionista y fue entonces
precisamente cuando el antiguo tornero Josep Anselm Clavé organizó unos coros que
funcionaban como sociedades obreras de apoyo mutuo. En marzo de 1854 se produjo en
Barcelona la primera huelga general, que intentó ser reprimida por el Ejército, lo cual
provocó lucha en las calles, barricadas, varios obreros muertos y muchos heridos. El
conflicto, que amenazaba con extenderse a otras ciudades de Cataluña, terminó con el
compromiso de las autoridades de legalizar las sociedades obreras y de proceder a la
reglamentación de las condiciones de trabajo. Sin embargo, las medidas fueron estimadas

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La década moderada (1844-1854).

insuficientes y los obreros catalanes se sumaron a la revolución de julio de 1854, con la


esperanza de que los progresistas atenderían mejor sus reivindicaciones. Pero no fue así, y
uno de los más destacados dirigentes sindicalistas, José Barceló, fue condenado a muerte y
fueron prohibidas las asociaciones obreras. En 1855 se declaró una huelga general en toda
Cataluña y el movimiento obrero fue extendiéndose por otras zonas de España, como Béjar,
Lugo, Valencia, Cádiz y Málaga. Las expectativas que los dirigentes sindicalistas habían
puesto en un Gobierno progresista se frustraron y eso explica las simpatías que desde
entonces depositaron en los demócratas y en los republicanos.
Este período que abarca el segundo tercio del siglo XIX está presidido por el
Romanticismo. Éste ha sido definido como un modo de ser y de actuar ante la realidad, como
una rebeldía frente a las rígidas normas del clasicismo imperante hasta entonces, como una
llamada a la libertad y una exaltación del individualismo.
Se trata de un fenómeno cuyos límites cronológicos podrían situarse en España entre
la muerte de Fernando VII y los años centrales del siglo.
El estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas, en 1835, puede
considerados como el triunfo de la revolución romántica en nuestro país. Un año antes se
había estrenado en Madrid la obra de Francisco Martínez de la Rosa, La conjuración de
Venecia, que el escritor y político granadino había escrito durante su destierro en París.
Los amantes de Teruel, de Eugenio Hartzenbusch, o El trovador, de García Gutiérrez,
representan también el mejor drama romántico de la época, con todos los ingredientes de
amores apasionados, trágicas muertes y sentimientos exaltados. Cómo no incluir también en
esta apretada relación el celebérrimo Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, que, estrenado el 28
de marzo de 1844, es el único drama romántico que ha seguido representándose hasta
nuestros días.
La narrativa presenta en este período dos tendencias características: la novela
histórica, en la que se deja notar la influencia de Walter Scott, y los relatos costumbristas.
Dentro de la primera de estas tendencias hay que destacar a Manuel Fernández y González,
quien consiguió popularizar de forma extraordinaria sus relatos. Entre los costumbristas, una
de las figuras señeras es Mesonero Romanos, quien en su Panorama matritense, por ejemplo,
trazaba de forma colorista y con humor los rasgos más vivos de la capital de España. En
Andalucía, Serafín Estébanes Calderón representa la estética de lo pintoresco. Distinto era el
costumbrismo de Mariano José de Larra, más vivos del escritor romántico en lo que se refiere
a su trayectoria vital y, sobre todo, en las circunstancias de su trágico suicidio.
El género de la poesía lírica es el que mejor permite expresar todo lo que el
Romanticismo encerraba de exaltación de las pasiones, de sentimiento de rebeldía contra el
orden establecido y, sobre todo, de estética de lo individual. En este dominio, Espronceda se
nos revela como el ejemplo paradigmático del poeta romántico.
Algo posteriores en el tiempo son Ramón de Campeador y Gustavo Adolfo Bécquer.
Éste sin duda el poeta más popular de nuestro siglo XIX, ha sido clasificado como
neorromántico, como posromántico, y también como el romántico más grande y más puro del
siglo XIX español.
En esta panorámica de la lírica española de la época no pueden dejar de citarse
nombres como los de Rosalía de Castro en Galicia, Buenaventura Carles Aribau y Jacint
Verdaguer en Cataluña y Carolina Coronado en Extremadura.
Aunque la corriente romántica no acabó de apagarse del todo, el Realismo fue

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La década moderada (1844-1854).

ganando terreno por su concepto de una literatura útil al progreso social. Frente al
Romanticismo, El Realismo preconizaba la observación de la realidad para plasmarla con
certera fidelidad. En Francia, el vértice que señala la frontera entre el Romanticismo y el
Realismo, se sitúa en la Revolución de 1848. A partir de entonces, esta corriente, que tiende
hacia lo concreto, hacia la realidad constatable, se ve acompañada por el Positivismo, un
sistema filosófico que se basa en el método experimental y que se niega a aceptar toda la
verdad que no pueda ser demostrada mediante la observación directa del mundo sensible.
Ello dio lugar a notables avances en las ciencias de la naturaleza que propician una cada vez
más sólida confianza en el futuro y en el progreso indefinido de la humanidad. Este
optimismo vital se refleja también en la literatura, en el arte, en la historia, e incluso en la
religión. El utilitarismo, el empirismo, el recurso al sentido común son actitudes típicamente
burguesas, que alcanzan su apogeo cuando también lo hacen en España las clases medias.
La observación de la realidad social, las costumbres, la caracterización de los tipos
madrileños o andaluces, no ya con un espíritu crítico ni mediante la sátira mordaz, como
hacía Larra, sino con una postura benevolente y de complacencia, serán los temas que
dominen en la literatura española a partir de mediados del siglo XIX. Balzac abrió así el
camino de la novela moderna que siguieron después Dickens, Doctoyevski, Flaubert, Zola,
Tolstoi y tantos otros.
En España esta nueva narrativa arraigó primero en los folletines publicados de la
prensa social, en los que se describía el nuevo marco social urbano, con las miserias de los
bajos fondos y los ambientes sórdidos de los suburbios donde se hacinaban los trabajadores
industriales. Este mundo se contraponía al de los ricos, y entre ambos se tramaban historias
melodramáticas, en las que con frecuencia salía malparado el aristócrata poderoso y triunfaba
el oprimido.
Frente a este tipo de realismo social, Fernán Caballero (su verdadero nombre era el de
Cecilia Böhl de Faber), representa una narrativa realista desde una óptica distinta. Rechaza
ese afán por describir los aspectos más negros de una sociedad para presentar unos cuadros
idílicos de la vida andaluza en la que trabajadores y poderosos viven en perfecta armonía bajo
la misma devoción religiosa y apegados a las antiguas costumbres.
Al final del reinado de Isabel II y en el Sexenio revolucionario, comienzan a aparecer
nombres en la narrativa española, cuya producción más importante se realizaría ya en la
época de la Restauración. Entre ellos, José M. de Pereda, Pedro Antonio de Alarcón y, el
entonces muy joven, Benito Pérez Galdós.
La mayor parte de los escritores que aquí se ha relacionado se iniciaron en la prensa,
en la que siguieron colaborando después. La prensa, y sobre todo la prensa política, se
desarrolló extraordinariamente a partir de 1837. La capital de España era la que acogía a un
mayor número de periódicos, que llegaron a alcanzar la cifra de 27. En el resto del país, en su
conjunto, se publicaban alrededor de 30 periódicos. La profesión periodística no sólo se
convirtió en una plataforma importante para saltar a la carrera política, desde el punto y hora
en que se convirtió en el cuarto poder, sino que sirvió también a muchos escritores para
obtener los recursos económicos que el simple cultivo de las letras no podía ofrecer. El Eco
del Comercio, La Abeja, El Español y El Siglo, en Madrid; El Vapor, El Europeo y La
Guardia Nacional, en Barcelona, eran algunos de los periódicos más importantes en la época
isabelina.
En el terreno de las artes plásticas domina también en el período comprendido entre la

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La década moderada (1844-1854).

regencia de María Cristina y el final del reinado de Isabel II, la corriente romántica. En la
pintura, el precedente inmediato de esta corriente está representado por la figura de Francisco
de Goya, el pintor más genial de todo el siglo XIX. El Romanticismo en la pintura se
caracteriza por su interés por la historia y por su afán por lo literario. Se acentúa en estos años
lo pintoresco y lo típico y se arrinconan los temas religiosos.
En la capital de España, Leonardo Alenza y Eugenio Lucas y Padilla figuran entre los
artistas más interesantes del romanticismo español. Fue más conocido Federico Madrazo, a
quien se le ha llegado a considerar como el pintor que mejor representa el arte oficial del
reinado.
Sin que pueda hablarse de una escuela paisajística española romántica, existe una
serie de individualidades con algunas características comunes. El pintor más sobresaliente en
este sentido es Genaro Pérez Villaamil. Su pintura era muy del agrado de la clase burguesa,
con cuadros generalmente de pequeño formato y de un estilo fino y amable, efectuados con
facilidad y maestría, y de un dibujo elegante. De parecidos rasgos son también los paisajes de
Antonio Brugada, Vicente Camarón y Antonio Lucas Vázquez. En Barcelona, Luis Rigalt,
hijo del también pintor Pablo Rigalt, cultivó asimismo el paisaje.
Desde mediados de la centuria, además de la pintura romántica paisajística y
costumbrista, aparecen tendencias realistas en las que predomina también la temática e
cuestiones históricas. Mariano Fortuny, que fue comisionado para marchar a África con el
general Prim para realizar una especie de crónica gráfica de la guerra de Marruecos, fue el
que alcanzó una mayor fama y éxito comercial. Eduardo Cano, José Casado del Alisal, con
sus conocidas obras La rendición de Bailén y La campana de Huesca, o Antonio Gisbert, con
su famoso cuadro El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros. En este sentido, no debemos
olvidar a Eduardo Rosales, a quienes algunos crítico lo consideran como la cumbre del
género. Su obra más conocida, El testamento de Isabel la Católica.
En el campo de la escultura, la influencia de lo romántico en contraposición a lo
neoclásico no resulta fácilmente detectable, quizá porque es un arte que se presta menos a
reflejar lo que el espíritu romántico quería expresar. Los nombres de Ponciano Ponzano, José
Grajera y los hermanos Bellver sobresalen en el panorama escultórico de la época.
Por su parte, la arquitectura experimenta en el tramo central del siglo XIX un gran
desarrollo, impulsada por la iniciativa oficial y también por la aristocracia, que construye
palacios y residencias en los grandes centros urbanos. En estas obras predomina una base
clasicista, a partir de la cual los arquitectos se toman una serie de licencias un tanto
heterodoxas que tienen como finalidad aligerar y agilizar los pesados y macizos edificios del
período anterior. El Palacio del Congreso de los Diputados y el Teatro Real en Madrid son
los edificios más representativos de la época isabelina.
El edificio de la Biblioteca Nacional, o Palacio de Bibliotecas y Museos como
también se le conocía, se proyectó en las postrimerías del reinado de Isabel II.
Expresión genuina del ascenso de la burguesía catalana en este período es el edificio
del Liceo de Barcelona, donde se reunía lo mejor de la sociedad para presenciar las
representaciones de ópera.
Desde el punto de vista urbanístico, uno de los aspectos más interesantes de este
período del reinado de Isabel II es el de los ensanches de Madrid y Barcelona, proyectados
por los ingenieros Carlos María de Castro e Ildefonso Cerdá, respectivamente.
No puede estar completa una visión de la vida cultural y artística de la España de los

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La década moderada (1844-1854).

años centrales del siglo XIX, sin una referencia a la música de este período. Frente al gusto
italianizante de la burguesía más refinada y elegante, se difundió también por esta época la
zarzuela. Francisco Barbieri estrenó Pan y toros en 1864 y con esta obra se iniciaba el género
casticista, con un lenguaje callejero y una música pegadiza.
Como contraste a este panorama, la música instrumental suscitaba por estos años
bastante menos interés. Apenas se celebraban conciertos.

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TEMA 9.- PROGRESISTAS, MODERADOS Y UNIÓN LIBERAL

1. LA REVOLUCIÓN DE 1854

El predominio de los moderados en el poder finaliza en 1854. El golpe que acabó con
el Gobierno del conde de San Luis presenta tres frentes distintos que concluyen en su
propósito de provocar un cambio político: un pronunciamiento de generales conservadores;
una oposición política por parte de los progresistas y de un sector del mismo moderantismo, y
una revuelta popular, que se traduce en la ya tradicional formación de Juntas Locales y
provinciales por todo el país.
El partido moderado se hallaba deshecho y desgastado, y algunos de sus miembros
afines al sector puritano prepararon con algunos destacados militares una acción para cambiar
la línea política seguida por los polacos y sustituirla por una de un liberalismo más sincero y
abierto. Entre los políticos estaban Ríos Rosas, Fernández de los Ríos, el marqués de Vega de
Armijo y Cánovas del Castillo; entre los militares, O’Donnell, Dulce y Serrano. A estos
hombres se debió la iniciativa revolucionaria, aunque en una segunda fase entraron a jugar
los elementos progresistas y populares, descontentos con la carestía que habían provocado las
exportaciones de trigo a Inglaterra para compensar la desaparición de las exportaciones rusas
como consecuencia de la guerra de Crimea.
El 28 de junio, el general Domingo Dulce, director general de Caballería, se
pronunció en el Campo de Guardias, y O’Donnell, que había permanecido escondido durante
algún tiempo para escapar a la represión del Gobierno Satorius, junto con los generales Ros
de Olano Mesina, acudió a unirse a ellos. El Gobierno envió para someter a los sublevados al
general Blaser, y las dos fuerzas se enfrentaron el día 30 en Vicálvaro, donde se produjo una
escaramuza de resultado indeciso. La Vicalvarada no produjo ni vencedores ni vencidos, y
por el momento parecía que los militares que se habían pronunciado no tenían apoyo
suficiente para alcanzar su propósito. O’Donnell, que se convirtió enseguida en la cabeza
visible de los sublevados, no tenía nada en común con los progresistas, pero comprendió que
sin su apoyo sería imposible el triunfo, y por eso atendió los consejos que proponían el
llamamiento a esta fuerza política. Ésa fue la intención del Manifiesto de Manzanares,
redactado por Antonio Cánovas del Castilllo. Algunos historiadores han dudado a la hora de
atribuirle esa finalidad concreta al Manifiesto, pero es clara la sintonía de muchos de sus
postulados con el credo progresista: “Nosotros queremos la consagración del trono, pero sin
camarilla que le deshonre; queremos la práctica religiosa de las leyes fundamentales,
mejorándolas, sobre todo la electoral y la de imprenta; queremos la rebaja de los impuestos,
fundada en una estricta economía; queremos que se respeten en los empleos militares y
civiles la antigüedad y los merecimientos; querremos arrancar los pueblos a la centralización
que los devora, dándoles la independencia local necesaria para que conserven y aumenten sus
intereses propios; y como garantía de todo esto, queremos plantearnos sobre sólidas bases la
Milicia Nacional”.
Se formó un nuevo Gobierno encabezado por el general Fernández de Córdova e
integrado por hombres como Ríos Rosas, el duque de Rivas, Gómez de la Serna y Catero, es
decir, por progresistas respetables y por alguno moderados. Pero Fernández de Córdova era
un militar de talante esencialmente conservador y sacó las tropas a la calle con la intención de
De 1854 a 1868.

reprimir rápidamente los brotes revolucionarios, cosa que no consiguió, puesto que a partir
del día siguiente se formaron barricadas en las calles y se incrementó e número de paisanos
armados que acudían al centro de Madrid desde los barrios populares. El duque de Rivas
sustituyó a Fernández de Córdova, que pasó a ocupar la cartera de Guerra en nuevo
Ministerio. La situación era confusa, y para controlarla, los progresistas más avanzados
decidieron crear una Junta de Salvación, Armamento y Defensa, cuya presidencia fue
ofrecida al viejo general Evaristo San Miguel, cuya carrera política había comenzado treinta
años antes, al ocupar la presidencia del Gobierno exaltado durante el Trienio constitucional.
El general San Miguel pactó con la reina Isabel II la aceptación de los principios
progresistas y la formación de un nuevo Gobierno presidido por Baldomero Espartero, que se
hallaba en Logroño retirado de la política. Espartero había recuperado su popularidad, y la
noticia de que había sido llamado por la reina convirtió en júbilo la amenazadora actitud del
pueblo sublevado.
Palacio Atard ha hecho notar la marcha inversa de estos acontecimientos con relación
a los que tuvieron lugar en 1843. En efecto, si en aquella fecha fueron los moderados los que
se aprovecharon de un golpe que habían iniciado los progresistas contra su propio Gobierno,
ahora serán los progresistas los que sacasen ventaja de una revolución a la que habían sido
llamados por un grupo de moderados disconformes contra un Gobierno de correligionarios.
Aquellas jornadas de julio no eran más que la consecuencia del peligroso juego
político a que daba lugar el sistema de la Constitución de 1845 y la propia actitud de la reina
Isabel II. La Corona era persistente en su deseo de mantener al partido moderado en le poder,
y eso se conseguía mediante la manipulación de la voluntad popular expresada en unas
elecciones que en realidad eran una farsa. Al encargar a un miembro del partido moderado
que formara Gobierno, le daba también el poder para formar unas Cortes con el apoyo
suficiente. El electorado no era muy numeroso y se podía controlar mediante procedimientos
diversos, de tal manera que se podía garantizar el resultado deseado. Eso no daba opción a los
progresistas, que veían bloqueado su acceso al poder a causa del pacto entre la Corona y los
moderados. La única forma de conseguir el Gobierno, ya que no por la vía legal de las
elecciones, era el golpe, la revolución. Y así fue como lo consiguieron en 1854. Eso no sería
óbice, sin embargo, para que el progresismo tratase de utilizar desde el Gobierno exactamente
los mismos procedimientos que sus opuestos políticos. No contaban, empero, con una baza
fundamental, cual era la confianza de Isabel II.

2. EL BIENIO PROGRESISTA Y LA DESAMORTIZACIÓN DE MADOZ

Para aceptar el poder, Espartero impulso esta condición a la Corona a través de su


ayudante, el general Allende Salazar: la convocatoria de unas Cortes constituyentes, ya que la
revolución estaba por encima de la legalidad vigente, y la soberanía nacional era superior al
trono. La reina aceptó su propuesta sin ningún genero de restricción. Por Madrid el pueblo
estalló en manifestaciones de júbilo.
El Gobierno que presidía Espartero tenía en la cartera de Guerra al general O’Donnell,
lo cual no dejaba de resultar contradictorio, dadas las distintas miras políticas que tenían
ambos militares. Pero O’Donnell había sedo el hombre fuerte del momento y los dos tenían
por delante la tarea de desarmar la revolución, que seguía siendo dueña de la calle a través de
las Juntas, la propaganda y las reuniones patrióticas. Para conseguirlo, Espartero propuso a la

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De 1854 a 1868.

reina la convocatoria de las Cortes Constituyentes para el 8 de noviembre y que éstas


estuviesen formadas solamente por el Congreso de los Diputados, para evitar un posible
desacuerdo con el Senado. E Realidad, lo que se trataba de impedir era la presión
conservadora que la Cámara Alta podía ejercer a la hora de elaborar el nuevo documento. El
Gobierno propuso también la aplicación de la ley Electoral de 20 de Julio de 1837, mediante
la cual se otorgaba mayor extensión al sufragio y se hacía con ello más difícil su
manipulación.
Otra medida que dispuso el nievo Gobierno fue la salida del país de la reina madre
María Cristina, que había sido acusad por los revolucionarios de ser la culpable de los
cabildeos palaciegos y de los escándalos que habían dado lugar a aquella situación política.
La medida le valió las primeras críticas al duque de la Victoria por parte de una extrema
izquierda, que consideró la expatriación de María Cristina como una forma de liberarla de las
responsabilidades a las que tenía que responder ante el país. Espartero no sólo hizo frente a
estas críticas, sino que dedicó todo el esfuerzo a reprimir los restos revolucionarios con todo
vigor.
Las Cortes se reunieron y el discurso de la Corona fue tan hábil y ajustado que, a
juicio de Valera, “volvió Isabel II a ser la verdadera reina de España, con mayor popularidad
y apoyo. Como presidente del Congreso fue elegido Pascual de Madoz. Y se nombró una
comisión para que se preparase el nuevo texto constitucional. El proceso de elaboración fue
largo, porque se redactaron primero unas bases que dieron lugar a amplias discusiones que se
reflejaron en votos particulares. El 23 de enero de 1855 comenzaron esas discusiones y hasta
un año más tarde no quedó concluido el dictamen para su aprobación definitiva. Uno de los
puntos más conflictivos fue el de la soberanía nacional, auténtico caballo de batalla de las
diferentes concepciones políticas de moderados y progresistas. Éstos querían que este
principio quedase reflejado en el texto y no ya en el preámbulo sino dentro de su articulado,
para que quedase así constancia de su esencialidad. Ríos Rosas y Cánovas del Castilla
basaban su argumentación en contra, en el hecho de que tal formulación podía llevar al
establecimiento del voto universal, que estaba lejos de sus postulados políticos. Para los
progresistas, en cambio, este principio, como decía uno de sus diputados, “era una verdad tan
clara que es difícil de demostrar, por lo mismo que la luz del sol no se demuestra, sino que se
ve.”
En lo que se refiere a los derechos individuales, el proyecto constitucional trataba de
reforzarlos y garantizarlos, introduciendo algunas novedades con respecto a lo que se había
proclamado en las leyes fundamentales anteriores, como era la abolición de la pena capital
para los delitos políticos. No obstante, no prosperaron algunas propuestas para la
introducción del sufragio universal, defendido ardorosamente pro José María Orense, o los
derechos sociales a la seguridad del trabajo y a la educación, apoyados por el diputado García
Ruiz
El Problema religioso estalló entre los partidarios de que en el texto se recogiese la
unidad católica de España y los que pretendían introducir la libertad de cultos. Al final, se
impuso una fórmula de transacción con la que estaban de acuerdo unos y otros: “La nación se
obliga a mantener y proteger el culto y los ministros de la religión católica que profesan los
españoles. Pero ningún español podrá ser perseguido por sus opiniones o creencias religiosas,
mientras que no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión”.
Con respecto al poder legislativo, se mantenía el Senado, pero se hacía enteramente
electivo, de tal forma que los integrantes de esta Cámara serían designados por el mismo

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De 1854 a 1868.

procedimiento que los diputados al Congreso, y por otra parte, para tratar de evitar esa arma
tan frecuentemente utilizada por la Corona en connivencia con el partido de sus simpatías,
como era el de la disolución de las Cortes, se propuso la eliminación de esa facultad. No se
aprobó una medida tan radical, pero se limitó mediante esta fórmula: “Cada año estarán
reunidas las Cortes a lo menos cuatro meses consecutivos, cantados desde el día que se
constituya el Congreso de los Diputados. Cuando el rey suspenda o disuelva las Cortes antes
de cumplirse este término, las Cortes nuevamente abiertas estarán reunidas hasta completarlo.
En el primer caso previsto en el párrafo anterior, la suspensión de las Cortes en una o más
veces no podrá exceder de treinta días.”
Donde el proyecto de la comisión dejaba ver más claramente su inclinación
progresista era en las cuestiones referentes a los municipios, a la Milicia Nacional y a la
institución del jurado. Con respecto al primero, se dejaba bien claro que los Ayuntamientos
serían elegido por los vecinos, eso sí, siempre que pagasen contribución directa a los gastos
del Estado, de la provincia o del distrito municipal. En cuanto a la Milicia Nacional, se
establecía su creación aun cuando se remitía a una ley posterior su organización y el tipo de
servicio que debería prestar. Lo mismo ocurría con el jurado, cuyo funcionamiento quedaría
regulado por leyes orgánicas y ordinarias.
Con todos sus fallos y limitaciones sobre todo por su carácter eminentemente
progresista, Tomás Villarroya hace de él una valoración positiva en algunos aspectos, trataba
de eliminar algunos obstáculos tradicionales que entorpecían el normal funcionamiento de la
práctica política. El proyecto de 1856 merece la consideración de un documento hijo de una
situación dominada por los progresistas en el que su partido debía contar con todas las
ventajas, lo cual estaba muy lejos de favorecer la convivencia política.
La Constitución, finalmente, no pudo ser aprobada, por eso fue conocida como la non
nata, puesto que la crisis de 1856 provocó la disolución de las Cortes. Pero ahí queda el texto
como expresión de las aspiraciones políticas de aquellos que habían hecho triunfar la
Revolución de 1854.
Mejor suerte que la frustrada Constitución tuvo la ley Desamortizadora promulgada el
1 de mayo de 1855, conocida como la Desamortización de Madoz, ministro de Hacienda.
Esta ley supone el inicio de la última etapa del largo proceso que se había iniciado en el siglo
XVIII. También llamada desamortización civil, afectaba no sólo a bienes de este tipo, sino
también a bienes pertenecientes al clero, lo cual serviría para agravar las tensiones entre el
Estado español y la Santa Sede, que se habían reavivado con motivo de la discusión en torno
a la libertad religiosa.
Aunque los estudios existentes no son tan abundantes ni completos como los que se
han realizado ya saber la que llevó a cabo Mendizábal, podemos afirmar que en cuanto a
volumen de ventas ésta fue la más importante. Los bienes desamortizados en 1837 alcanzaron
la cifra de 3.5 millones de reales, la de 1855 ascendieron a 5.700 millones.
La ley pretendía ser -como rezaba su preámbulo- “una revolución fundamental en la
manera de ser de la nación española, el golpe dado al antiguo deplorable régimen, y la forma
y el resumen de la generación política de nuestra patria.” En su virtud, se declaraban en
ventea todos los bienes pertenecientes a manos muertas que no lo habían sido en anteriores
desamortizaciones, es decir, todos los predios rústicas y urbanos, censo y foros del clero, de
las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén, de cofradías,
obras pías y santuarios, de propios y comunes de los pueblos, de beneficencia y de

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De 1854 a 1868.

instrucción pública, De toso ellos, los que destacaban por su importancia eran los bienes que
pertenecían a los municipios, tanto los que eran propiedad del pueblo en su conjunto -
propios- y los beneficios que producían revertían en la totalidad de la comunidad, en forma,
por ejemplo, de mejoras de infraestructura, como los comunes, que siendo también del pueblo
podían ser disfrutados personal e individualmente por los vecinos del mismo para llevar el
ganado a pastar o para recoger leña para el hogar.
La finalidad de la ley Madoz era fundamentalmente, como lo había sido la de
Mendizábal, la de obtener medios económicos para el Estado. Tampoco en esta ocasión
aparece como una preocupación por parte de los progresistas el acceso a la tierra de los
desposeídos. Los bienes desamortizados pasarían a propiedad de aquellos que más pudieran
pagar por ellos. Es decir, se utilizó también el procedimiento de la subasta pública para su
venta, NO obstante, se introdujeron algunas mejoras técnicas en cuanto a la forma de pago,
pues ésta sólo podría hacerse en metálico y en un plazo de quince años, con un descuento del
5% sobre los plazos adelantados. Estas condiciones se modificaron en parte en 1856,
admitiéndose en alguno casos títulos de Deuda para pagar la mitad del valor total de los
bienes adquiridos, pero sólo al valor de cotización del día anterior a la operación.
Así pues, en todo caso podría hablarse de unas consecuencias sociales negativas, al
arrebatarle a los pueblos los únicos medios de financiación que tenían en la mayor parte de
los casos para mejorar la calidad de vida de los vecinos y atender a los gastos de los servicios
comunes, o bien al dejar a los habitantes más pobres sin la posibilidad siquiera de aprovechar
esas tierras comunales para mantener su precaria subsistencia. Sólo en contados casos
pudieron los municipios verse libres de la enajenación de su patrimonio, cuando justificaban
que sus propiedades eran de aprovechamiento común y quedaban exceptuadas de la venta.
Para compensar la perdida de sus fuentes de ingresos, los municipios sólo disponían de los
impopulares impuestos sobre los consumos, tan denostados y atacados por las clases menos
favorecidas.
De otro lado, la desamortización de los bienes del clero incluidos en esta ley planteaba
de nuevo, a los cuatro años de la firma del Concordato, las relaciones con la Santa Sede. Por
este motivo, la reina se negó en un principio a sancionar la ley cuando se la presentaron en
Aranjuez, donde se hallaba, Espartero y O’Donnell. Tras algunas dilaciones y excusas no
tuvo más remedio que sancionarla, aun con graves problemas de conciencia, lo que provocó
la ruptura con Roma.
Cuando las Cortes constituyentes suspendieron sus sesiones en julio de 1855, habían
aprobado más de 90 leyes, y entre ellas la ley general de Ferrocarriles, que regulaba la
expansión de este medio de transporte. Después de un año, los moderados habían recobrado
energías y se aprestaban de nuevo a recuperar el Gobierno. Espartero era el centro de sus
críticas, que se ejercían sobre todo a través del periódico clandestino titulado El Padre Cobos.
Pero sus censuras encontraban también eco popular, debido a la actitud siempre engreída del
duque de la Victoria y al descontento generalizado que habían provocado algunas de las
disposiciones aprobadas por los progresistas que tendían a favorecer claramente a los
elementos afines a su política, como pensiones, recompensas y ascensos en el escalafón
militar. Lo que Fernando Garrido llegó a calificar de tontería tradicional de los progresistas, y
que no era más que su escasa capacidad para detentar el poder sin el concurso de un figurón
como Espartero, les llevará de nuevo a la división. Por una parte, los progresistas puros que
se negaban a colaborar con un Gobierno que mantenía a O’Donnell como segundo de abordo;
por otra, los que tendían hacia un centro liberal por huir del radicalismo de los demócratas.

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De 1854 a 1868.

Las divergencias se acentuaron ante la actitud que tomó el Gobierno para reprimir
algunas revueltas de carácter social que se produjeron en Barcelona, Zaragoza y Valencia,
que más tarde se extendieron a Castilla, y que desembocaron en el incendio de fábricas de
harina, barcas que servían para su transporte y en saqueos de casas y almacenes. En muchos
casos, la Milicia se puso de parte de los revoltosos y esa crisis de poder fue aprovechado por
la reina para destituir a Espartero y nombrara a O’Donnell jefe de Gabinete, el 14 de julio de
1856. Era un auténtico golpe de Estado, ya que la maniobra iba en contra de la mayoría
parlamentaria, pero era también el único final posible de ese ocasional maridaje de los dos
generales. Ganó el menos cándido, pues Espartero no sólo no supo cortar el deslizamiento del
Gobierno hacia la derecha, impulsado por O’Donnell, sino que fue utilizado por éste como
parachoques de los embates que procedían de la izquierda, valiéndose del carisma y la
popularidad que seguí ateniendo el duque de la Victoria.
O’Donnell fue recibido en las Cortes con un voto de censura, mientras que en las
calles se enfrentaban los milicianos con las tropas leales al Gobierno. Espartero se negó a
ponerse al frente de la Milicia por temor a que el triunfo de la revolución provocase la caída
del trono. La resistencia de los milicianos no duró mucho tiempo. Fueron sometidos por el
Gobierno, primero en la capital, y poco más tarde en Barcelona y Zaragoza.
Con una mayoría hostil en las Cortes, O’Donnell optó por disolverlas, con lo que
moría la Constitución aún no nacida, y restableció la Constitución de 1845, aunque
añadiéndole un Acta adicional mediante la que introducía algunas medidas liberalizadores,
que fue aceptada por la Corona. O’Donnell, que había sido el autor y el principal protagonista
de la Revolución de 1854, acababa ahora con ella. La reina ya no le necesitaba, puesto que
estaba ya trazado el camino para la vuelta de los moderados. El pretexto para darle el cese era
fútil, pero refleja a las mil maravillas la precaria base en la que se sustentaban los Gobiernos
y el papel que la Corona seguía jugando en el funcionamiento de la maquinaria política de la
época. Con motivo de sus cumpleaños, el 10 de octubre, Isabel II dio una fiesta en palacio, en
la que desairó al jefe del Gabinete, prestando toda su atención a Narváez, que acababa de
regresar a Madrid. Fue suficiente para que O’Donnell presentase su dimisión al día siguiente.

3. EL BIENIO MODERADO.

Narváez sustituyó a O’Donnell en la presidencia del Consejo. Era la cuarta vez que
ascendía a este puesto, y venía acompañado ahora de elementos ultraconservadores, como
Nocedal, en Gobernación, y de reformistas eficaces, como Claudio Moyano, en Fomento. La
vuelta de los moderados la poder significaba, según la práctica política de entonces, no sólo
la remoción completa de empleados, sino la destrucción de la tarea legislativa llevada a cabo
por los inmediatos antecesores. Por de pronto, se derogaron todos los decretos, leyes y
disposiciones que violaban el Concordato de 1851, y se restablecieron las relaciones con la
Santa Sede. Se suspendió la aplicación de la ley desamortizadora de 1855. Se confirmó el
restablecimiento de la Constitución de 1845, pero sin el Acta adicional que había hecho
aprobar el Gabinete O’Donnell, y se suprimieron todas las disposiciones que los progresistas
habían introducido para el gobierno de los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales. En
definitiva, se volvía a la situación anterior a la Revolución de 1854.
Frente a esta labor destructiva, el Gobierno presidido por Narváez llevó a cabo en esta
ocasión una notable tarea legislativa que mereció el reconocimiento de historiadores como

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De 1854 a 1868.

Pirala o Garrido, tan poco sospechosos comulgar con la política moderada. Los moderados
contaron con una aplastante mayoría en la Cámara, pues en las elecciones celebradas el 25 de
marzo sólo salió media docena de diputados progresistas.
Las Cortes se abrieron el 1 de mayo, la primera cuestión que abordaron fue la reforma
del Senado, en el que en lo sucesivo se exigirían más requisitos para adquirir la condición de
senador, con el objeto de que se prestigiase más la alta Cámara. En este sentido, se introdujo
la novedad de hacer hereditario el cargo para aquellos grandes de España que disfrutasen de
una renta de 200.000 reales. La medida, sin embargo, no tuvo efecto por el temor de los
Gobiernos que se sucedieron a que aquello pudiese dar lugar al restablecimiento de las
vinculaciones.
También presentó el Gobierno un proyecto de ley de imprenta, que se convirtió en ley
el 13 de julio de 1857. En ella se introducía la censura previa para la publicación de
periódicos y se exigía a la directores un depósito permanente de 300.000 reales se era de
Madrid, y de 200.000 se era de provincias, para responder de los posibles delitos que
determinasen unos jueces especiales, que se creaban también al efecto. Además de estas
leyes, el Gobierno Narváez realizó importantes trabajos estadísticos, como el censo general
de población de 1857, promulgó la ley de Instrucción Pública y fundó la Academia de
Ciencias Morales y Políticas. Pero junto a esta política de realizaciones y de reformas
administrativas, el Gobierno moderado hizo gala de una gran dureza en las represiones que
llevó a cabo contra los autores de graves desórdenes que tuvieron lugar aquel verano de 1857
en Andalucía.
Sólo había transcurrido un año desde su nombramiento, cuando se produjo la caída
del Gobierno Narváez; la reina desconfiaba de su carácter autoritario. Lo cierto es que ni
siquiera con una mayoría parlamentaria fuerte podía sostenerse un Gobierno que no contaba
con la confianza de la Corona, aunque fuese tan moderado. En el colmo de la insensatez, la
reina hizo un intento de presidir ella misma un Gabinete, de lo que fue disuadida por Bravo
Murillo, tras mostrarle su condición de inviolable.
El encargado de formar nuevo Gobierno fue le general Armero (15 de octubre de
1857-11 de enero de 1858). Armero era un hombre de transición que pretendía situarse entere
el radicalismo de los progresistas y el reaccionarismo de los moderados. No pudo hacer nada:
una desfavorable votación en las Cortes provocó su sustitución por Javier Istúriz. Éste, a
pesar de su dilatada experiencia política, no fue capaz tampoco de mantenerse más allá de
algunos meses (11 de enero-30 de junio de 1858). A pesar de contar también con el apoyo del
sector más duro del moderantismo encabezado por Bravo Murillo, fue despegándose de él
para conectar con los elementos más liberales, i incluso con algunos del partido progresista.
Parecía llegada la hora de los que intentaban llevar a la política española una solución de
centro. El Gobierno de los moderados se había desacreditado a causa de sus escisiones, que
ponían de manifiesto su desgaste. Su contenido político no se había renovado, seguía
alimentándose ideológicamente del doctrinarismo de la época de María Cristina, y no se
había producido el relevo de sus principales líderes. Pero lo mismo les ocurría a los
progresistas. El fracaso de la Revolución de 1854 había puesto al descubierto la inviabilidad
de una solución puramente progresista. El resultado de la deserción de miembros de una y
otra opción política fue la formación de la Unión Liberal, una nueva fuerza que intentaría
conciliar la libertad con el orden y que llenaría la vida política española, al menos hasta 1863.

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De 1854 a 1868.

4. LA UNIÓN LIBERAL

En 1858 se abre una nueva etapa en el reinado de Isabel II en la que se ensaya una
solución política representada por la Unión Liberal. Esta fuerza estaba integrada por
elementos convergentes de los dos partidos históricos, e inspirada por un militar, el general
Leopoldo O’Donnell, y un civil, José Posada Herrera, antiguo progresista, político hábil y
con sentido práctico, además un buen orador. Por su parte, O’Donnell, nacido en Canarias y
de origen irlandés, había iniciado su ascenso en la carrera militar en la guerra carlista, donde
llegó a alcanzar el grado de teniente general cuando sólo tenía treinta años. Durante la
regencia de Espartero se convirtió en uno de los elementos más destacados del partido
moderado. Fue nombrado capitán general de la Habana y senador, pero su actividad política
era todavía muy limitada. Rompió con Narváez en 1848 por disconformidad con la represión
de movimiento progresista y saltó al protagonismo político con motivo de la Vicalvarada.
El objetivo de estos hombres de la Unión Liberal era el de hallar el difícil equilibrio
entre la libertad y el orden u conciliar los diversos intereses que habían venido enfrentándose
sistemáticamente en forma de poder y de oposición. Como partido de síntesis, La Unión
Liberal carecía de un programa propio y de un cuerpo de doctrina original. Es más,
O’Donnell consideraba la intransigencia doctrinal y los dogmas políticos como trabas
insalvable para la buena marcha del Gobierno. Posada Herrera, por su parte contaba al partido
moderado y la partido progresista porque cada uno pretendía imponer su propia Constitución,
cada uno tenía su propio sistema de administración, e incluso, cada uno tenía sus propios
funcionarios. Creía que había que partir de las instituciones existentes para consolidarlas y
hacerlas eficaces, para después llevar a cabo su perfeccionamiento y adaptación a los tiempos
venideros. Su eclecticismo y pragmatismo le llevaban a acoger a todos aquellos que aceptase
la dinastía y la Constitución y no tuviese opiniones contrarias en lo esencial al proyecto, sin
tener en cuenta su procedencia ni su denominación. Los procedentes de los dos partidos
tradicionales que acudieron a la llamada de la Unión Liberal eran los resellados: los
moderados Martínez de la Rosa, Alejandro Mon e Istúriz, y a los progresistas Santa Cruz,
Lafuente, Cortina y Zavala. Frente ellos quedaban, por la derecha, el conde de San Luis, el
marqués de Pidal, González Bravo y Moyano, y por la izquierda, los puros, encabezados por
Espartero y con el concurso de Olózaga, Madoz, Sagasta, Calvo Asencio y Sánchez Silva.
Bravo Murillo, al que la Unión Liberal le parecía que vivía de la difamación de los demás,
optaron por retirarse de la política.
El 30 de junio se constituyó el Gobierno presidido por O’Donnell -el gobierno largo-,
de una duración superior a los cuatro años. En Gobernación llevaba a Posada Herrera, en
Datado a Saturnino y en Hacienda a Pablo Salaverría. La consiguiente disolución de las
Cortes fue acompañada de la convocatoria de elecciones para finales de octubre. Los
mecanismos de influencia y de presión se pusieron en funcionamiento con el objeto de
obtener una mayoría cómoda en el Congreso. Los gobernadores civiles fueron aleccionados,
se cambió a todo el personal de la Administración y se rectificaron las listas electorales.
Por su habilidad para manipular la voluntad de los electores desde el Ministerio de la
Gobernación, Posada Herrera fue calificado de Gran Elector. Y consiguió fabricar una gran
mayoría sin que por ellos dejasen de estar representados los hombres más destacados de la
oposición, que ejercieron una crítica brillante y tenaz a la labor del Gobierno. Allí estaba
Aparisi y Guijarro, jefe del partido absolutista; González Bravo, cabeza visible de los
moderados que contaban con 30 diputados, y Salustiano Olózaga, al frente de una veintena de

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De 1854 a 1868.

progresistas. Los unionistas, por su parte, formaban una mayoría unida en tango persistiese la
autoridad de O’Donnell y el control y la capacidad maniobrera de Posada Herrera, pues la
diversidad de su origen y la carencia de nexo ideológico entre ellos hacía extremadamente
frágil su cohesión. Como quiera que fuese, lo cierto es que aquellas Cortes tuvieron una
duración de cinco años, lo cual suponía un auténtico récord en el inestable panorama de la
política española de aquellos años.
El Congreso abrió sus sesiones el 1 de diciembre. En los debates se puso pronto de
manifiesto que la palabrería y las acusaciones mutuas, junto con la falta de preocupación por
los problemas de fondo que tenía planteado el país, eran cosas que no había podido desterrar
de la vida parlamentaria el dominio que en ella ejercía la Unión Liberal. Cuando se repasan
las actas de las sesiones, sorprende la abundancia de discursos sobre cuestiones nimias y de
poca monta y la caso total carencia de discursos sobre proyectos legislativos destinados a
llevar a la práctica las ideas de cada uno. El hecho de si debía o no erigirse una estatua a
Mendizábal mereció, por ejemplo, una larga discusión entre progresistas y moderados. Otro
asunto al que, tanto el Congreso como el Senado, dedicaron varias sesiones fue el proceso
seguido contra Esteban Collantes, el cual había sido ministro de Fomento con el conde de San
Luis en 1854 y había sido acusado de haber cometido delitos de fraude. Esteban Collantes
quedó absuelto, pero el proceso había desatado las pasiones políticas de las dos Cámaras y
agotado varias sesiones en su desarrollo.
Algunos acontecimientos interiores no consiguieron del todo alterar la tranquilidad
que vivió el país en aquella etapa. Un intento republicano dirigido por Sixto Cámara, que
intentó sublevar a la guarnición de Olivenza, y que le costo la vida, y un frustrado regreso del
conde de Montemolín, que desistió cuando nació el hijo varón de Isabel II, Alfonso. La
guerra de África inició una seria de aventuras exteriores que explican la desactivación de los
endémicos conflictos domésticos durante algún tiempo.
Pero la estabilidad política de estos años tiene mucho que ver con la prosperidad
económica. El Gobierno de la Unión Liberal era consciente de que el desarrollo y la creación
de riqueza eran no sólo el camino para una España nueva, sino el mejor antídoto contra la
revuelta social. El presupuesto extraordinario de 1859 preveía una serie de inversiones en este
sentido, a base de la captación de ingresos extraordinarios y de préstamo. El ferrocarril
comenzó su auténtica expansión a comienzos de la década de los sesenta, y la industria
metalúrgica se benefició de la política de O’Donnell de construcción naval para dotar al país
de una escuadra capaz de enfrentarse a las de las primeras potencias del mundo.
Estos años, sólo alterados ocasionalmente por brotes de republicanismo o
manifestaciones de descontento social, como la revuelta de la Loja, fueron aprovechadas por
la reina para realizar algunos viajes por distintas regiones del país.
No todo era un camino de rosas. La Unió Liberal iba dejando en el trayecto algunos
de los elementos que más habían contribuido a llevarla al poder. Ríos Rosas, Alonso
Martínez, Concha y Cánovas del Castilla. Estas deserciones y el desgaste natural provocado
por su larga permanencia en el poder forzaron la dimisión de O’Donnell el 27 de febrero de
1863.
La causa concreta de la caída del Ministerio fue la negativa de la reina a acceder a los
deseos de O’Donnell de disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones para que se
pronunciasen sobre la cuestión de una reforma constitucional. La actitud de Isabel II parecía
responder al deseo de que no se aboliese aquella otra reforma que se había aprobado en julio

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De 1854 a 1868.

de 1857, en la que se reforzaban los requisitos para la obtención de un escaño en el Senado.


Sin embargo, más tarde autorizó al Ministerio Mon para que en 1864 la derogase
definitivamente. Sea cual fuere la intención o el capricho de la reina, lo cierto es que la
postura precipitó la caída de O’Donnell, dando con ello fin a aquel ensayo de centro, que
subsistió mientras que duró el poder.
A partir de ese momento, y hasta el final del reinado de Isabel II, resulta difícil
encontrar una explicación coherente y racional sobre la evolución de la política española. Los
progresistas no se encontraban en condiciones de gobernar, porque su partido se hallaba
desorganizado y dividido. La reina, por su parte, seguía desconfiando de un partido al que
consideraba como cripto-revolucionario. Su actitud a partir de entonces será la del
retraimiento, y desde ahí iría inclinado cada vez más hacia la acción revolucionaria.
Los demócratas también se hallaban divididos ente la antigua dirección de Rivero y
Orense y la nueva generación representada por Pi y Margall y Castelar; entre los
individualistas y los socialistas. Sin embargo, trataban de atraerse a los progresistas
decepcionados, alentando las disensiones entre ellos. La Corona no podía contar con los
demócratas por su actitud antidinástica y revolucionaria.
Quedaban lo moderados, pero también éstos se hallaban fragmentados en varios
grupos y habían demostrado una nula capacidad de recuperación, porque en realidad sus
cuadros directivos habían sido los más afectados por el centrismo de la Unión Liberal, que se
había ocupado un territorio política que ahora resultaba difícil volver a ganar. De todas
formas, la reina optó por ellos porque los consideró como la solución menos mala.

5. LA GUERRA DE ÁFRICA

El aspecto más interesante de la etapa de la Unión Liberal fue el de la política


exterior. Desde la pérdida de las colonias del continente americano, los problemas de la
política interior habían atraído de tal manera la atención de los distintos Gobiernos, que se
puede afirmar que España vivió durante más de tres décadas con un escasísimo contacto con
el exterior y prácticamente aislada en el contexto de la política internacional.
Como ha señalado Jover, ese aislamiento puede parecer contradictorio con la
integración de España en la Cuádruple Alianza (Inglaterra, Francia, España y Portugal) cuyo
tratado se firmó en Londres en 1834 y que contribuyó a crear un sistema regional europeo
occidental, parlamentario y liberal. Sin embargo, no hay tal contradicción -según Jover- se
tenemos en cuenta que ese entendimiento de la diplomacia española con otras potencias no
tendía otro objeto que el de asegurar la estabilidad del Estado y su integridad territorial,
quedando siempre al margen de cualquier otra implicación internacional que trascendiese las
fronteras españolas.
La guerra de África hay que entenderla como una cuestión que, aparte de los aspectos
relativos a la defensa de unos territorios pertenecientes a España, afectó a la política interior
por cuanto sirvió al general O’Donnell para crear en torno al Gobierno de la Unión Libera un
consenso generalizado, impulsado por la exaltación nacionalista que provocó el conflicto.
Los problemas en Marruecos se habían iniciado a comienzos del reinado de Isabel II,
a raíz de la ocupación en 1843 de algunos territorios colindantes con la plaza de Ceuta que
ponía en peligro su defensa. Ante la reclamación que formuló el ministro de Estado, el bajá

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De 1854 a 1868.

de Tánger prometió devolverlos. No se había cumplido su promesa cuando los rifeños


atacaron la plaza de Melilla en marzo del año siguiente. El Gobierno de Narváez presentó con
ese motivo una reclamación más enérgica, que fue contestada negativamente por el sultán de
Marruecos. La intervención mediadora de Francia e Inglaterra facilitó la firma de los
convenios de Tánger (25 de agosto de 1844) y Larache (6 de mayo de 1845), mediante los
que se restituían a Ceuta y Melilla sus antiguos límites. Sin embargo, los convenios no se
cumplieron, puesto que continuaron las agresiones, el comercio español no recibió las
ventajas pactadas, ni las plazas de Ceuta y Melilla recobraron sus antiguos límites. España
volvió a reclamar de nuevo a Marruecos en 1848 y el sultán respondió calificando de
invasión de su territorio la ocupación de las islas Chafarinas por tropas españolas. La ruptura
parecía inevitable y se produjo en 1859, cuando se acababa de firmar un nuevo acuerdo, el
Convenio de Tetuán (25 de agosto). De forma inesperada, los moros de la cábila de Anghera
atacaron la plaza de Ceuta, destruyeron sus defensas y arrancaron el escudo de España de la
piedra que marcaba el límite ente el territorio español y el marroquí.
España declaró la guerra a Marruecos el 22 de octubre, y contó para ello con la
simpatía de las naciones europeas, excepto Inglaterra, que desconfiaba de la presencia
española al otro lado de Gibraltar. Se reunieron 40.000 hombres desembarcados en Ceuta y
divididos en tres cuerpos mandados por los generales Echagüe, Zavala y Ros de Olano.
Contaba también con una reserva mandada por el general Prim y con una división de
caballería bajo el mando del general Alcalá Galiano. La jefatura suprema la asumió el
presidente del Gobierno, O’Donnell, quien marcó como principal objetivo la toma de Tetuán.
Por su parte, El Ejército marroquí estaba mandado por el hermano del sultán, Muley-
el-Abbas, y estaba compuesto por tropas permanentes y accidentales, que en total se
acercaban a la suma de 40.000 hombres, pero poco disciplinados y faltos de una mínima
organización.
Los primeros enfrentamientos tuvieron lugar en las cercanías de Ceuta, donde las
tropas españolas sufrieron numerosas bajas a monos de los moros que peleaban con gran
entusiasmo. Hasta comienzos de 1860 no pudieron los españoles iniciar su marcha a Tetuán.
El general Prim se adelantó con sus tropas penetrando en el valle de los Castillejos, donde fue
sorprendido por el enemigo y colocado en una difícil situación. La ayuda del general Zavala y
el arrojo y la valentía de Prim consiguieron que los marroquíes se retiraran, no sin antes
causar unas 700 bajas en las tropas españolas. Su comportamiento la valdría a Prim el
sobrenombre del héroe de los Castillejos. A pesar de las dificultades tomaron el Monte
Negrón, lo que les facilitó el camino para llegar al objetivo final.
El 4 de febrero se preparó el Ejército para tomar Tetuán. Al día siguiente, O’Donnell
entró en Tetuán, que ya no ofreció resistencia. Muley-el-Abbas trató de dilatar las
negociaciones para fijar las condiciones de paz con el objeto de rehacer sus fuerzas, cosa que
consiguió en Wad-Ras, delante del desfiladero de Fondak, en el camino que llevaba de
Tetuán a Tánger.
El Ejército español siguió avanzando, mientras la escuadra bombardeaba Larache y
Arcila. En Wad-Ras se trabó e más duro combate de toda la campaña el 23 de marzo. Al
final, los marroquíes tuvieron que retirarse a las alturas de Fondak, dispuestos a continuar, si
era necesario, la resistencia.
El conflicto había agotado a los dos contendientes y Muley-el-Abbas, presionado por
Inglaterra, a la que no interesaba que los españoles siguieran avanzando por la otra orilla del

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De 1854 a 1868.

estrecho, se presentó a O’Donnell para ajustar las condiciones de paz, mediante la firma de
unas bases preliminares, que fueron ratificadas el 26 de abril de 1860, en el Tratado de Wad-
Ras. Tetuán quedaba en poder de los españoles hasta que éstos recibiesen una entrega de 400
millones de reales en concepto de indemnización de guerra. Marruecos cedía a España todo el
territorio comprendido desde el mar, siguiendo las alturas de Sierra-Bullones hasta el
barranco de Anghera. Asimismo le cedía a perpetuidad la costa del océano en Santa Cruz la
Pequeña (Ifni) para que crease allí un establecimiento de pesquería, como el que había tenido
allí en otros tiempos. El rey de Marruecos se comprometía, por otra cláusula del tratado, a
ratificar el convenio referente a las plazas españolas de Melilla, El Peñón y Alhucemas, que
habían firmado los plenipotenciarios de los dos países, en Tetuán, el 24 de agosto de 1850.
Desde el punto de vista comercial, España recibiría por parte de Marruecos el tratamiento de
nación favorecida.
La guerra fue el aglutinante que puso de acuerdo a todos los partidos. La oposición
mostró un mayor ardor intervencionista que el del propio Gobierno. Pero ese entusiasmo fue
enfriándose a causa de las numerosas bajas. Posteriormente dio origen a importantes críticas
por los escasos resultados de la intervención, ya que Marruecos no cumplió sus compromisos.
Marruecos consiguió que Tetuán se desalojase antes de que fuese satisfecha toda la
indemnización, y el tratado de comercio que se había firmado el 20 de noviembre de 1861
benefició más a Francia e Inglaterra que a la misma España. Los gastos de la guerra incidió
en la crisis general de 1864-1868. Eso sí, la guerra permitió a O’Donnell recibir el título de
duque de Tetuán.

6. LA INTERVENCIÓN EN ULTRAMAR

La política exterior española durante la etapa de la Unión Liberal se proyecta en


Ultramar en las siguientes intervenciones: colaboración con Francia en la expedición a la
Conchinchina (1857-1863); participación española en la expedición a México (1861-1862).
En su conjunto, como ha señalado Jover, parece revivir pasadas hazañas imperiales. Para
Jover, ello es el resultado de una especie de recepción tardía del nacionalismo romántico, que
no trata de alterar el statu quo territorial preexistente, sino más bien satisfacer
emocionalmente a los españoles, sobre todo la clase media, cuya adhesión al régimen se trata
de promover, y facilitar en pleno régimen de los generales el protagonismo de los militares,
que sacarán ventaja, personal y políticamente, de estas expediciones.
La expedición a Conchinchina se llevó a cabo, en buena medida, a remolque de
Francia, que tenía puestas sus miras en Indochina y en Anam por razones económicas y
estratégicas. El motivo que provocó el envió a Oriente de una fuerza combinada fue el
asesinato de los obispos españoles Sampedro y Díaz y de otros misioneros que evangelizaban
aquellas tierras. Aunque el mando de la expedición se le cedió a los franceses, fueron los
españoles enviados a Manila bajo el mando del coronel Palanca. Una vez terminada la guerra
y garantizada la labor cristianizadora de los misioneros, el Gobierno francés declaró “que era
necesario que la España buscase en otro punto del imperio la compensación de los sacrificios
que había hecho, pues Saigón y lo conquistado pertenecían a Francia”. Así pues terminó
aquella aventura en la que los españoles pudieron darse cuenta de la servidumbre que
imponía la alianza con Francia y las desventajas que tenían la confianza ciega en Napoleón
III.

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De 1854 a 1868.

La intervención en México se hizo también conjuntamente con Francia y con


Inglaterra, interesadas estas dos potencias en abrir zonas de influencias en el continente
americano. México se hallaba enzarzado en una serie de luchas interiores entre conservadores
y radicales, encabezados éstos por Benito Juárez, que triunfante en diciembre de 1860 tomó
una serie de medidas perjudiciales para los interese extranjeros. El embajador español,
Joaquín Francisco Pacheco, que no supo entenderse con Juárez, fue expulsado del país y se
suspendió el pago de la deuda exterior. Algunos mexicanos solicitaron la intervención de
España, Francia e Inglaterra para dotar a México de un Gobierno estable y fuerte. Napoleón
III se manifestó dispuesto a acudir a la llamada, y en principio contó con la colaboración de
Inglaterra. España, más que para pedir reparación a los agravios de los mexicanos, decidió
sumarse al acuerdo para evitar que las otras potencias obrasen por su cuenta. Así, e 31 de
octubre de 1861 se formó en Londres el pacto entre las tres naciones para enviar tropas de
intervención.
España preparó su expedición desde Cuba, y la puso al mando del general Prim, quien
precipitó su salida desde la Habana antes de ponerse de acuerdo con los aliados, tomando
Veracruz y San Juan de Ulúa, a mediados de diciembre. En esta fortaleza se reunieron los tres
jefes expedicionarios y manifestaron su intención de no interferir en las cuestiones internas
de México, sino sólo de tenderle una mano amiga; manifestación totalmente falsa pues
Napoleón III tenía ya el propósito de colocar al archiduque Maximiliano como emperador de
aquellas tierras. Las fuerzas aliadas se internaron hasta Orizaba, donde el general Prim llevó a
cabo varias entrevistas con los representantes de Juárez y firmó la llamada Convención de la
Soledad (19 de febrero de 1862), por la que el Gobierno mexicano, aun declarando que se
mantendría firme ante cualquier intento de revocación, aceptaba entrar en negociaciones. La
Convención fue rechazada por Francia, ya que obstaculizaba su propósito con respecto a
Maximiliano. Napoleón envió otro ejército a Veracruz, cuyos jefes, el general Lorenzez y el
almirante Jurien de la Gravière, trataron de convencer a Prim y al jefe de los expedicionarios
ingleses, sir Wike, de que los tres Gobiernos aliados estaban de acuerdo con la candidatura
del archiduque. No lo consiguieron, y el representante francés declaró que su expedición es
una expedición francesa y no está a las órdenes de nadie.
Las decisiones se confirmaron en la conferencia que tuvo lugar en Orizaba el 9 de
abril, a partir de la cual se separaron las fuerzas inglesas y españolas, regresando Prim a La
Habana para no hacerse cómplice de la implantación en México de una monarquía que
desaparecería en cuanto dejaran de apuntarla las bayonetas extrajeras.
La decisión de Prim fue muy personal y no contó en un principio con e beneplácito de
O’Donnell, ni de la reina Isabel II. Sin embargo comprendieron la honradez y la gallardía del
general Prim, aprobando su actitud y felicitándole por su comportamiento.
Francia, que con motivo de estos incidentes retiró a su embajador en Madrid, continuó
en solitario la aventura mexicana, consiguiendo al fin su propósito de coronar a Maximiliano,
que acabaría trágicamente su breve reinado, que le constó la vida, el 10 de junio de 1867.
La política de prestigio impulsado desde el Gobierno por O’Donnell dio lugar también
al episodio de la efímera reincorporación de Santo Domingo a la Corona española. Desde la
paz de Basilea (1695), España había cedido a Francia la pare española de la isla, aunque sus
habitantes nunca habían aceptado a sus nuevos dominadores. Constituida en República
independiente en 1844, corría el peligro de ser absorbida por Haití, cuyo titulado emperador,
Faustino Soulouque, amenazó en 1858 con invadir el territorio dominicano. Fue entonces
cuando su presidente, Pedro Santana, pidió protección a los Gobiernos de Madrid y

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De 1854 a 1868.

Washington. La ayuda de esta última fue pronto descartada al conocerse su intención de


apoderarse de la había dominicana de Samaná, y eso reforzó el acercamiento a España, a la
que se pidió que aceptase el protectorado o la anexión de Santo Domingo. O’Donnell no
quería tomar una decisión precipitada, cuando se vio sorprendido por la decisión unilateral
del Gobierno dominicano de declarar como soberana a la reina Isabel II y anexionar la
República a la Corona de Castilla. Cerciorado el respaldo con que contaba tal decisión a
través del capitán general de Cuba, el Gobierno español, tras comprobar también la
conformidad de las potencias europeas, decretó el 19 de marzo de 1861 la reincorporación a
la Monarquía del territorio que comprendía la República Dominicana. Santana fue nombrado
capitán general, se creó una Audiencia y se organizó la Administración Pública.
Los Estado Unidos nada pudieron hacer para impedir esta anexión, porque se hallaban
atenazados por la guerra de Secesión, pero en las otras Repúblicas hispanoamericanas estos
hechos fueron mal vistos. En el interior pronto comenzaron a alzarse también voces de
protesta, que al poco tiempo se trocaron en brotes independentistas. Su represión se adivinaba
dura y costosa, de ahí que se creara un estado de opinión favorable a la derogación del
decreto de anexión. Narváez, a la sazón jefe del Gobierno, era partidario del abandono de
Santo Domingo, pero tropezaba con la negativa de la reina. Por fin, se presentó en las Cortes
un proyecto de ley que derogaba el decreto de 1861, aunque las tropas españolas
abandonaron la isla antes de que se llagase a su aprobación. El reconocimiento definitivo de
la independencia de la República de Santo Domingo no se realizó hasta diciembre de 1874.
Por último, las expediciones a Perú y Chile hay que encajarlas también dentro de la
misma línea que las intervenciones anteriores y son en gran medida consecuencia de los
acontecimientos que se habían desarrollado en México y en Santo Domingo. Las relaciones
de España con Perú habían seguido una trayectoria peculiar. Aquélla no había reconocido aún
de forma expresa la independencia de ésta, ni ésta había ratificado un acuerdo comercial con
España que se había negociado en 1853. son embargo, ambas naciones se habían mantenido
de forma cordial. Las expediciones a México y a Santo Domingo levantaron ciertas
suspicacias en el Gobierno peruano, que fortificó sus puertos y se negó a admitir al
vicecónsul español. El Gobierno de Madrid quiso entonces hacer una demostración de fuerza
y envió una escuadrilla formada por dos fragatas y dos goletas al Pacífico, que zarpó en 1862,
siendo bien recibida en varios puertos. Cuando se hallaba en El Callao ocurrieron unos
incidentes que desataron el conflicto. Unos trabajadores españoles fueron asesinados y otros
heridos, en una hacienda peruana, en extrañas circunstancias. Como las autoridades de aquel
país no acertaban a castigar a los culpables, España había enviado a un comisario especial
para investigar el asunto. Sin embargo, el comisario no fue reconocido por el Gobierno
peruano. Ante aquella actitud, el almirante Pinzón, que mandaba la escuadrilla española,
tomó las islas Chinchas, que se hallaban frente a la embocadura del puerto limeño. La
mediación de los encargados de Negocios de Francia, Inglaterra y Chile, pidiendo al
almirante español que abandonase las islas y las dejase a la protección de sus respectivos
Gobiernos hasta que se solucionase el contencioso entre los dos países, no dio resultado. La
escuadra española fue reforzada con cuatro fragatas más y Pinzón fue sustituido por el
general Pareja, en diciembre de 1864. Pareja tomó el puerto de El Callao y consiguió que el
Gobierno peruano negociase un tratado con España en el que se comprometía a indemnizarla
con tres millones de pesetas a cambio de la devolución de las islas.
El acuerdo no satisfizo a nadie, y un cambio de gobierno en Perú fue aprovechado por
las nuevas autoridades para negarse a reconocer el tratado, firmar una alianza con Chile y

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De 1854 a 1868.

declarar la guerra a España a comienzos de 1866. Los barcos españoles se habían dirigido a
Valparaíso para pedir satisfacciones, pero sus condiciones eran muy precarias, ya que le era
muy difícil abastecerse y no podían conseguir refugio en ningún lugar de la inmensa costa del
pacífico. El general Pareja se suicidó, y ocupó su lugar el brigadier Méndez Núñez, quien
recibió órdenes de resistir en aquellas aguas. Bombardeó primero el puerto de Valparaíso, y
el 2 de mayo entro en el puerto de El Callao, desde donde bombardeó sus fortificaciones sin
atender las advertencias de la escuadra norteamericano, que se hallaba fondeada en las
proximidades. Méndez Núñez fue herido en el combate y hubo numerosas bajas en las
dotaciones de los barcos españoles. Ambas partes se atribuyeron la victoria y las relaciones se
mantuvieron hostiles, hasta que en 1871 se firmó un armisticio entre España y las Repúblicas
de Perú, Ecuador y Chile.
Aquellas incursiones españolas en territorio americano demostraron una considerable
falta de sensibilidad hacia los territorios de sus antiguas colonias, que entendieron la
injerencia como una arrogante postura de la nación que no había acertado aún a asimilar el
hecho de la independencia. Costó trabajo restañar las heridas que dejó esta política en las
repúblicas americanas, y aunque se normalizaron las relaciones diplomáticas quedaría
durante muchos años una cierta desconfianza hacia la actitud prepotente mostrada por la
antigua metrópolis.

7. EL FINAL DEL REINADO DE ISABEL II

La caída de O’Donnell, el 2 de marzo de 1863,dio paso de nuevo a los moderados,


que alternaron el poder con los unionistas hasta la caída de Isabel II en 1868. El marqués de
Miraflores, que representaba un moderantismo de izquierda, sucedió al duque de Tetuán u se
mantuvo en el poder hasta el 17 de enero de 1874. Su convocatoria de elecciones a Cortes fue
tachada de atentatoria contra el derecho de reunión electoral por progresistas y demócratas,
que alegaron la imposibilidad de albar los obstáculos tradicionales para justificar su postura
de retraimiento. No por ello se vio libre Miraflores de una fuerte oposición en las Cortes,
integrada por moderados históricos y por unionistas, que consiguieron colocar en la
presidencia a Ríos Rosas, el cual tuvo que dirigir unas tumultuosas sesiones en las que
resultaba imposible tomar laguna decisión. El fracaso de este Gobierno se resolvió con su
sustitución por uno de nuevo, presidido por Lorenzo Arrazola, un moderado histórico,
conciliador, que tuvo que dimitir al mes y medio de haber sido nombrado, por no haber
conseguido el decreto de disolución de las Cortes que pretendía. Alejandro Mon fue su
sucesor, pero su gestión corrió la misma suerte que la de sus antecesores.
En esta danza continua de Gobiernos, le tocó el turno a Narváez, cuando el partido
progresista pareció encontrar el camino de una mayor cohesión y unidad bajo la jefatura de
Prim, que arrastro consigo a algunas de las personas que habían militado en la Unión Liberal.
Poro los intentos de construir su sistema bipartidista, alentados por la reina madre María
Cristina, no podían prosperar por la persistencia de fracciones irreconciliables y por los
cabildeos palaciegos, que seguían ejerciendo una sustancial influencia en el desarrollo de la
vida política.
Narváez seguía resolviendo problemas a golpe de espada, como ocurrió con ocasión
de las manifestaciones estudiantiles que tuvieron lugar del 8 al 10 de abril de 1865. Los
estudiantes mostraron su protesta por la destitución de Castelar de su cátedra por haber

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De 1854 a 1868.

publicado un artículo -El rasgo- aludiendo a la cesión que hizo la reina de una pare del real
patrimonio para atender a las dificultades de la Hacienda. El Ejército reprimió con dureza las
algaradas callejeras, con el consiguiente escándalo de la oposición y con la indignación de la
opinión pública. Hasta el Ayuntamiento y la Diputación de Madrid dimitieron por aquellos
sucesos de la noche de San Daniel, y Alcalá Galiano, el antiguo liberal revolucionario, que en
aquellos momentos desempeñaba la cartera de Fomento, se vio tan afectado por ellos que
murió víctima de la impresión.
Criticado por todos, y cada vez con menos apoyos dentro del Ejército, la reina cesó a
Narváez y le sustituyó por O’Donnell, quien formó Gobierno el 21 de junio. Sus esfuerzos
por reimplantar el programa de la Unión Liberal no tenían ya objeto, pues los progresistas
que le habían apoyado anteriormente no estaban dispuestos a escucharle ahora, a pesar de las
medidas que aprobó para rehabilitar a los catedráticos separados, para liberalizar la prensa o
para flexibilizar los procedimientos electorales. Los progresistas habían pasado ya del
retraimiento a la actitud revolucionaria, y Prim intentó sin suerte, a comienzos de 1866,
sublevarse contra el Gobierno al frente de algunas fuerzas. El 22 de junio la sublevación
corrió a cargo de los sargentos de artillería de San Gil, disconformes con las medidas que les
impedían el ascenso a la oficialidad hasta el grado de comandante, como ocurría en
infantería. Alentados por los demócratas, atentos siempre a cualquier brote de subversión, los
sargentos intentaron apoderarse del Ministerio de la Gobernación para establecer allí un
Gobierno provisional, pero la resistencia de las fuerzas que lo protegían frustró el asalto.
Refugiados en el cuartel del San Gil fueron sometidos, tras una dura pelea, por las tropas
mandadas por el general Serrano. El Gobierno ordenó el fusilamiento de 66 insurrectos, a
pesar de que Silvela pidiese en el Congreso que la sagrada prerrogativa de la gracia empieza a
templar la severidad de la justicia. O’Donnell perdió la confianza de la reina y fue obligado a
dimitir. Su resentimiento le hizo exclamar que no volvería a pisar Palacio mientras reinase
Isabel II.
El 10 de julio de 1866 Narváez formó su sexto y último Gobierno, y se sostendría ya
en el poder hasta su muerte, el 23 de abril de 1868. Su gestión estuvo condicionada por el
temor a la revolución que se adivinaba y en la que trabajaban activamente los más
importantes miembros de la oposición. A las pocas semanas de su toma de posesión se
reunieron en Ostende progresistas y demócratas para acordar la caída del régimen. Mediante
el Pacto de Ostende, firmado entre otros por Prim, Sagasta, Pierrad y Ruiz Zorrilla, se acordó
destruir todo lo existente en las altas esferas del poder y la elección de una asamblea
constituyente por sufragio universal para que determinase la forma de gobierno que habría de
establecer en el país. Se creó un centro revolucionario permanente en Bruselas, a cuyo frente
se situó el general Prim quien preparó un golpe para el mes de agosto del año siguiente. Al
grito de abajo lo existente, alguno militares iniciaron el levantamiento en Cataluña, en
Aragón, en algunos puntos de la provincia de Cuenca, en Béjar y en as cercanías de Madrid.
Sin embargo, el Gobierno anduvo listo y se movió con rapidez para reprimir estos intentos
que, de todas formas, contaron con escaso apoyo. Prim, que había acudido a Valencia para
dirigir desde allí la insurrección, se encontró con la negativa a colaborar con él de algunos
militares comprometidos que se mostraron en desacuerdo con la abolición de las quintas,
incluida en el programa revolucionario. Prim regresó a Marsella y desde allí marchó a los
Pirineos, donde esperó inútilmente a las fuerzas que debían ayudarle a atravesar la frontera.
La intentona había fracasado.
La política de Narváez, gobernando sin las cortes y practicando un acusado

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De 1854 a 1868.

despotismo militar, provocó deserciones hasta en el seno de la familia real. El infante don
Enrique desde París denunció en la prensa la situación que se vivía en España. El duque de
Montpensier le hizo presente a la reina, a través de su hermana, la necesidad de cambiar la
política practicada por el Gobierno, en el sentido de una mayor liberalización. La negativa de
Isabel II a prestar oídos a estas advertencias de sus hermanos inclinó a éstos al bando de la
revolución. Fernández de Córdova comunicó a los duques de Montpensier, en diciembre de
1867, en su palacio de Sevilla, que algunos generales, como Serrano y Dulce, obrarían con
energía para colocarlos en ellos en trono si éste quedase vacante.
No obstante, la deserción más determinante fue la de O’Donnell y los unionistas. El
duque de Tetuán retiró su apoyo al régimen en razón de los agravios cometidos por la reina,
pero se negó a desenvainar la espada contra ella. Cuando tras el fallecimiento de Narváez fue
nombrado primer ministro González Bravo, un civil que empleaba también la mano dura,
pero sin el prestigio y la autoridad de que había disfrutado el espadón de Loja, otros generales
unionistas se mostraron dispuestos a pronunciarse. Para llegar a los sediciosos, el Gobierno
envió al destierro a Canarias a los Generales Serrano, Dulce, Serrano Bedoya, Caballero de
Rodas; a Lugo, al general Zavala; a Soria, a Fernández de Córdova, y a Baleares, a Echagüe.
Los duques de Montpensier fueron expulsados de España para que su presencia no pudiera
contribuir a fomentar la conspiración. Pero estas medidas fueron contraproducentes, pues
algunos militares se sumaron a la conspiración por solidaridad con sus compañeros. La única
diferencia que separaba a los unionistas de los progresistas era el candidato de aquéllos, el
duque de Montpensier, a quien Prim no esta dispuesto a aceptar, ya que, según él, apoyar a un
Orleáns le granjearía la hostilidad de Napoleón III. La cuestión se solventó, al igual que con
los demócratas, con la relegación de la decisión sobre el régimen a establecer a una asamblea
constituyente.
El frente revolucionario ya estaba formado. Progresistas, unionistas y demócratas se
unieron bajo el propósito común de derribar a la Monarquía de Isabel II. La coalición no era
sólida, pues Prim desconfiaba de los demócratas después del fracaso del año anterior, y los
progresistas veían con recelo a los generales unionistas. No obstante, como afirmaba
Olózaga, había un obstáculo que era preciso derribar, y no era posible derribarlo sin el
concurso de todos. La revolución se inició con un pronunciamiento naval en Cádiz y
triunfaría en su propósito de destronar a la dinastía de los Borbones.

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TEMA 10.- EL SEXENIO REVOLUCIONARIO.

Los estudios sobre la Revolución de 1868 no eran muy abundantes. Se desconocían


muchos aspectos de aquel importante fenómeno que dio paso a una nueva etapa de la Historia
contemporánea de España. Las publicaciones que trataban el tema eran una mera descripción
de los acontecimientos sin tener en cuenta los factores que provocaron su estallido, ni las
consecuencias. Con motivo del centenario de la Revolución del 68 han aparecido una serie de
trabajos que han puesto de manifiesto la verdadera dimensión de La Gloriosa. Tres revistas
dedicaron números especiales a la celebración de su centenario. Los artículos publicados
contribuyeron a desvelar algunos importantes aspectos de aquel fenómeno revolucionario. Esas
revistas fueron Atlántida, Cuadernos para el Diálogo y Revista de Occidente. El estudio de J.L.
Comellas sobre las causas de la Revolución, el de J.M. Jover sobre sus resultados o el de N.
Sánchez Albornoz sobre su trasfondo económico, constituyen hoy elementos de consulta para
entender en toda su amplitud los hechos que provocaron el desmoronamiento de Isabel II.
La Revolución de 1868 sigue dando lugar a interpretaciones controvertidas. Para los
especialistas en historia económica, como N. Sánchez Albornoz, o Vicens Vives, los factores
económicos fueron decisivos en el desencadenamiento de la Revolución. Por su parte, los
historiadores políticos, como Artola, ha incidido en los factores de tipo político. Palacio Atard,
en su estudio sobre La España del siglo XIX, ha llegado a afirmar que La Gloriosa fue... una
revolución de Carácter político, tal vez la más impolítica de las revoluciones políticas.

LA REVOLUCIÓN DE 1868

1.1. LAS CAUSAS DE LA REVOLUCIÓN


Fernández Almagro afirmó que la Revolución española de 1868 era el eco de la
Revolución europea de 1848, aunque haya en ambas ciertos rasgos comunes (barricadas,
participación del estudiantado por primera vez, discrepancia en los objetivos de la burguesía y
el proletariado) veinte años son muchos para poder hablar de “eco”. En España también se dio
la Revolución del 48, aunque rápidamente sometida por la intervención de Narváez. J.L.
Comellas prefiera incluir la Revolución de 1868 en un nuevo ciclo revolucionario, que se da en
todo el mundo sobre los años setenta y que, según él, señala el paso entre la Alta y la Baja
Edad Contemporánea. En ese momento despunta una nueva España y unos nuevos españoles.
Vicens Vives veía en esa generación un espíritu europeísta, culturalísta, democrática, provista
de un dinamismo especial, en la que se funden ideas de libertad y progreso. Para Vicens, esta
generación posee un bagaje intelectual más profundo que la generación romántica, y de ahí su
carácter doctrinario y programático. Con ella se consagra el tipo de político civil, jurista y
especializado, y desaparece el político temperamental y militar de la era isabelina.
Aunque inadecuado, a la Revolución española de 1868 se le puede aplicar el esquema
de la de 1848 establecido por el francés Labrousse, aunque con algunos reparos. Su idea
central es la de que una revolución típica nace de un triple haz de factores políticos, sociales y
económicos: la crisis económica da a la crisis política una fuerza social.
La crisis política era perceptible antes de que estallase la crisis de 1868. El reinado de
Isabel II se basaba en un sistema constitucional en el que la Constitución no se cumplía y en el
que la representación prácticamente no existía. De los dos partidos que funcionaban dentro del
El sexenio revolucionario.

sistema, era el moderado, con mayor poder social y económico, los que daban un sistemático
apoyo a la reina Isabel II, y el que monopolizaba el poder. Los progresistas habían tenido que
limitarse a permanecer en la oposición y a utilizar el golpe de Estado o el pronunciamiento
para acceder al poder. La Revolución de 1854 permitió la aparición de un tercer partido: la
Unión Liberal, que pretendía la aglutinación de los dos grupos contrapuestos, aunque lo que
consiguió fue la formación de un nuevo grupo de carácter centrista. Pero su escaso contenido
ideológico y la falta de doctrina terminaría con su rápida disolución, dejando la situación a
merced del moderantismo. Por otra parte, identificados en sus propósitos, el trono de Isabel II
y el partido moderado, apoyándose mutuamente, aquella revolución que derribase al fin a los
moderados del poder, lo haría también con la propia monarquía.
El partido moderado, más de veinte años en el poder, se hallaba desgastado, sin figuras
que hubiesen renovado a los antiguos líderes, y sin nuevas ideas en su programa, además
desprestigiado por una defectuosa administración, un centralismo falto de agilidad y unos
negocios económicos oscuros y por los escándalos palaciegos.
Pero hay que tener en cuenta los factores nuevos, que van a imprimirle a la Revolución
caracteres que desbordan a los de una simple protesta. Son factores que nacen no ya del
descontento contra los moderados, sino del descontento contra los progresistas. En 1849 nació
el partido demócrata como consecuencia de la escisión que se produjo en el equipo progresista
con motivo de la revolución del año anterior. Los futuros demócratas no alcanzarían un cierto
peso específico en el panorama político española hasta 1854, cuando se dieron cuenta de que la
diferencia entre el progresismo y el moderantismo era más de forma que de fondo.
Los demócratas basaban su programa en tres principios:
• El de la estricta soberanía nacional.
• La proclamación enfática de los derechos del hombre “indiscutibles, inalienables,
imprescindibles e ilegislables”.
• El sufragio universal.
El contenido doctrinal de este partido lo proporcionó el ambiente universitario de aquel
tiempo. En los años sesenta aparecieron los demócratas de cátedra, como los llamó Menéndez
Pelayo, y fueron las doctrinas krausistas, importadas a la Universidad española desde
Alemania por Sanz Río, con su rígida moral social, con su ética de comportamiento, con su
austeridad personal, las que adoptaron muchos de estos nuevos elementos de la generación del
68 en su modo de enfrentarse con la realidad social, cultural y política de España. De esta
forma se configuró un nuevo movimiento político que proporcionó a la Revolución un
contenido doctrinal del que habían carecido otras revoluciones españolas desde 1812.
¿Qué grupos sociales participaron de alguna manera en la Revolución del 1868? ¿Qué
crisis social tiene su reflejo en el estallido de La Gloriosa? El Partido demócrata, excepto en
los que se refiere al núcleo originario procedente del progresismo, comprende grupos e
intereses nuevos. Su composición social no era muy diferente de la de los otros grupos
políticos, y podría hablarse de pequeña burguesía, comprendiendo en ella a los hombres de
profesiones liberales, médicos, universitarios, periodistas, maestros y muy escasos pequeños
negociantes.
En cuanto a los militares, es necesario advertir la pérdida de su carácter aristocratizante,
y el que en sus filas comiencen abundar elementos de la media o baja burguesía a partir de la
segunda mitad del siglo XIX. No olvidemos, como señala Comellas, que fue el ejército bajo
burgués y alejado de los salones el que materializó la Revolución de 1868.

2
El sexenio revolucionario.

Hay que tener en cuenta que la Revolución del 68 es un hecho de masas. Aunque el
levantamiento contra la Monarquía de Isabel II lo organizaran, lo dirigieran y controlaran
miembros de la pequeña y mediana burguesía, la secundaron elementos del bajo pueblo, como
no había ocurrido hasta entonces. Esta participación de la masa en el fenómeno revolucionario
proporcionó al 68 una dimensión peculiar, que más tarde le haría derivar hacia cauces más
tempestuosos.
La llamada cuestión social de España estaba agudizada por una serie de tensiones que
habían ido generándose durante la primera mitad del siglo. La moderación del índice de
crecimiento demográfico por la iniciación de una nueva corriente emigratoria, pone de
manifiesto un síntoma de crisis social: el exceso de mano de obra o la falta de oferta de trabajo.
Pero también se debe a factores de la propia dinámica demográfica, pues hay un sorprendente
bache en el índice de la natalidad, cuya cota más baja se produce precisamente en 1868.
Para comprender el problema social en la última etapa de la Monarquía isabelina hay
que tener en cuenta la estructura social del momento y las tensiones que había provocado la
Revolución liberal. España era un país agrícola y la población española continuaba siendo
campesina en una abrumadora mayoría. Esta característica diferencia los movimientos de
subversión social que se producen en la España del siglo XIX, de los que tienen lugar en el
resto de Europa. En España no se produjo nunca una revolución de las estructuras agrarias
como ocurrió en Francia a partir de 1789. El régimen latifundista se mantuvo a pesar de las
desamortizaciones. La consagración de la alta burguesía y la aristocracia como grandes
propietarios y la ruptura de las condiciones contractuales de la tradición feudal determinaron el
surgimiento de un proletariado rural sin derechos ni recursos, y que eran un caldo de cultivo
para las revueltas campesinas que comenzarían en los años centrales del siglo.
Se había producido la proletarización del artesanado. La desaparición de las
corporaciones gremiales y el paulatino proceso de industrialización, más modesto en España
que en los países de la Europa occidental, daría origen a la aparición de un proletariado urbano
cuyas precarias condiciones de vida serían causa de inquietud y malestar crecientes. Desde
1821 se habían producido revueltas campesinas, lo que J.M. Jover denominó prehistoria del
movimiento obrero, pero un movimiento generalizado no se produciría hasta que la demagogia
proporcionase a las masas una doctrina o una bandera que defender, o una crisis económica
general contribuyese a aglutinar a todos los descontentos. Y eso fue lo que ocurrió en 1868.
La crisis económica estudiada por N. Sánchez Albornoz encaja dentro del modelo que
Labrouse trazó para las revoluciones de la primera mitad del siglo. Labrousse sitúa cada
levantamiento revolucionario en una coyuntura económica crítica. Una crisis de subsistencias
puede constituir el detonante de una revolución. Una mala cosecha, el paro y la carestía, la
caída del consumo que afecta a los empresarios, suelen venir juntos. Los únicos que se
benefician de la crisis son los ricos labradores, los amos del suelo y los comerciantes de
granos. El resto de la sociedad sufre sus consecuencias.
La Gloriosa se inició con un clásico pronunciamiento militar, que pronto adquirió el
carácter de revolución. Quienes la desencadenaron y los fines que perseguían eran
eminentemente burgueses, y sin embargo, puede advertirse en ella una destacada participación
de la masa popular. En el orden económico vemos una crisis agrícola de subsistencia, en medio
de la cual estalla la revolución. Esta coyuntura se produce durante una larga fase de expansión
de todos los sectores de la economía española, que, sin embargo, frena una crisis financiera y
comercial antes de que se inicie el pronunciamiento.
Ni la crisis de subsistencia por sí sola, ni la crisis financiera eran capaces de generar un

3
El sexenio revolucionario.

movimiento revolucionario como el del 68, pero tuvieron una influencia decisiva. El
descontento de las clases populares era compartido por los ahorristas, cuyas rentas
disminuyeron; por los banqueros, amenazados por la quiebra; por los comerciantes e
industriales, cuyos negocios se paralizaban, e incluso por los propietarios, que veían
depreciados sus bienes. Por tanto, fue la confluencia de los tres factores (crisis política, social y
económica) lo que proporcionó al pronunciamiento de septiembre de 1868 su verdadera
dimensión revolucionaria.

1.2. EL TRIUNFO DE “LA GLORIOSA” Y EL GOBIERNO PROVISIONAL

Estas circunstancias desembocaron en la Revolución de 1868. La dirección de la


conspiración revolucionaria del partido progresista estaba en manos de Juan Prim, pues un
militar podría arrastras tras de sí al Ejército. Prim, un revolucionario realista, no un
conspirador romántico según Raymond Carr, aparecía como el hombre del momento. Después
de una larga travesía militar y política, del progresismo al moderantismo, para acabar de nuevo
en las filas progresistas, de Gobernador de Puerto Rico a Capitán General de Granada, de la
Guerra de Marruecos a la intervención en México, Juan Prim se dispuso a la única alianza
revolucionaria que le quedaba abierta, la de la izquierda progresista y de sus aliados
demócratas. Fue unánimemente aceptado por todos como cabeza del comité revolucionario
establecido en Ostende en agosto de 1866. Sin embargo, desengañado de esta alianza por su
ineficacia, se volvió hacia la Unión Liberal, cuyos generales habían sido desterrados por la
política autoritaria de Narváez y González Bravo. El golpe, preparado en el exilio, tuvo
también colaboradores en el interior, como el general Serrano y el almirante Topete.
La Revolución debía comenzar con un pronunciamiento naval en Cádiz, seguida de la
declaración de los generales. Y así fue, Topete dio el primer grito a bordo de la escuadra
anclada en el puerto de Cádiz el 17 de septiembre. Bajo el lema “¡Viva España con honra!”
Los pronunciados manifestaban un espíritu regeneracionista que en aquellos momentos
suscitaron una simpatía general.
Dos días después llegaron los generales unionistas como Serrano y algunos civiles
como Sagasta. Prim nombró una Junta revolucionaria que pasó a controlar la ciudad de Cádiz.
En Sevilla se formó una Junta provisional revolucionaria que lanzó un manifiesto en el que se
recogían los principios fundamentales del programa de los demócratas: sufragio universal,
libertad de imprenta, abolición de la pena de muerte, abolición de las quintas, supresión de los
derechos de puertas y consumos y elección de unas Cortes constituyentes que realizaran una
nueva Constitución. Tras Sevilla, Málaga, Almería y Cartagena, otras muchas ciudades se
sumaron a la revuelta.
En Madrid las fuerzas leales a Isabel II se organizan, y un ejército al mando del
marqués de Novaliches se enfrenta a los revolucionarios que desde el sur marchaban hacía
Madrid. En el puente de Alcolea, cerca de Córdoba, se libra una batalla (27 de septiembre), en
la que la habilidad de Serrano decantó la victoria del lado revolucionario. El camino hacía
Madrid quedaba libre y la reina, de vacaciones en San Sebastián inicia el exilio rumbo a
Francia.
En Madrid se forma una Junta formada por unionistas, progresistas y demócratas
presidida por Eduardo Chao, encargada de organizar unas elecciones cuyo fin era el
nombramiento de una Junta definitiva. Barcelona, Zaragoza se suman a la Revolución y

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El sexenio revolucionario.

forman sus respectivas Juntas. La monarquía de Isabel II se había desintegrado sin resistencia
y a primeros de octubre se forma un Gobierno provisional presidido por el general Serrano, y
formado por Prim en la cartera de Guerra, Topete en Marina, Ruiz Zorrilla en Fomento y
Sagasta en Gobernación. La primera tarea es eliminar la dualidad de poderes provocada por la
existencia de las Juntas revolucionarias locales.
Para lograr su propósito, Serrano tuvo que hacer una serie de concesiones a los
demócratas: sufragio universal masculino, libertad de prensa y asociaciones e institución del
jurado. Los demócratas aceptaron la composición del Gobierno con progresistas y unionistas y
se mostraron de acuerdo con la solución de una Monarquía democrática. Sin embargo, este
punto dividió a los demócratas. Los cimbrios habían aceptado el sistema monárquico, pero los
que se oponían al pacto con el Gobierno formaron el partido Republicano, entre los cuales, la
corriente federalista de Pi y Margall tenía gran apoyo en las provincias, en donde las Juntas se
habían mostrado anticentralistas. Este anticentralsimo estaba alimentado por el descontento
económico y por el desengaño ante el Gobierno provisional por su postura antirrevolucionaria,
cuando curiosamente se había basado en esta fuerza para derribar a Isabel II.
¿Quiénes eran los integrantes de estas Juntas? Aunque sin tener estudios precisos sobre
su composición, sabemos que ni el bajo pueblo ni las clases acomodadas formaban parte de
ellas. En Andalucía los elementos revolucionarios eran una clase media urbana formada por
abogados, comerciantes y hasta banqueros, y todos tenían en común un fuerte anticlericalismo
contra una Iglesia que había sido el pilar más sólido del uniformismo político. Resultado de
esta actitud fue la expulsión de los jesuitas y los ataques a las iglesias y monumentos
religiosos. Sin embargo, hubo propuestas de la separación Iglesia-Estado, desechadas por ser
demasiado radicales.
En Barcelona la dirección estaba en manos de políticos profesionales, con presencia de
algunos obreros (cosa que no sucede en Madrid ni en Andalucía). Esta estrecha relación
procedía de las décadas anteriores a la Revolución.
En valencia la Junta no representaba ningún peligro para el Gobierno, los demócratas
eran una minoría, y su presidente era progresista, que una vez nombrado gobernador de la
provincia, la Junta se disolvió.
Para la disolución de las Juntas, el principal problema eran los Voluntarios de la
Libertad, milicias populares, armadas a raíz del triunfo de la Revolución, y que, dueños de la
calle, eran una especie de veladores del orden revolucionario. La acción emprendida por Prim
firmando un decreto para su reorganización, pero cuyo propósito era su disolución, terminó
con las milicias, no sin antes sofocar algunas resistencias en Cádiz y Málaga. Esta disolución
hizo más fácil la desaparición de las Juntas, y el Gobierno quedaba con las manos libres para
convocar unas Cortes constituyentes que diesen forma legal al sistema salido de la Revolución.

2. LAS CORTES CONSTITUYENTES

Las Cortes que debían dar carácter definitivo a la solución monárquica aceptada por la
mayoría de la coalición revolucionaria de septiembre se convocaron para el 11 de febrero de
1869. ¿Cómo se produjo la elección? ¿Cuáles fueron sus resultados? Martínez Cuadrado
considera que no hubo arbitrariedades gubernamentales y que Sagasta dirigió las operaciones
correctamente, propiciando una amplia libertad de prensa, de expresión y de reunión. El paso
del sufragio censitario, vigente todo el periodo de la Monarquía isabelina, al sistema del

5
El sexenio revolucionario.

sufragio universal, puesto en marcha con motivo de esta convocatoria, invalidaba los
mecanismos del antiguo encasillado, y en sólo tres meses no hubo tiempo material para montar
un sistema con corruptelas apropiadas, aunque tan poco tiempo si induce a pensar que
existieran unos censos rigurosos para ejercer el derecho al voto. De todas formas, el dispositivo
de Sagasta y el ambiente general del país dieron como resultado una Asamblea dominada por
la coalición revolucionaria (progresistas, demócratas cimbrios y liberales unionistas). Los
republicanos y los carlistas formaban una minoría, pues serían derrotados en todas las
votaciones, A pesar de todo, los republicanos, representados por sus principales figuras
(Salmerón, Figueras, Pi y Margall y Castelar, brillantes oradores) darían la batalla para
imponer los principios que defendían.
Las Cortes de constituyen (22 de febrero) bajo la presidencia de Nicolás M. Rivero. Su
convocatoria respondía a la elaboración de una nueva Constitución que recogiera los principios
fundamentales de la Revolución de Septiembre. Su resultado fue la Constitución de 1869 que
apenas tuvo un momento de efectividad durante los cinco años en que estuvo teóricamente
vigente. Sin embargo, y como afirma Sánchez Agesta, constituye un curioso documento
(parecida a las Constituciones del siglo XIX) no por su idoneidad como instrumento de
gobierno, sino por cuanto fija y pondera la ideología de los inquietos grupos que aparecen en la
vida política.
La Constitución consta de 11 títulos, divididos en 112 artículos, es una Constitución
intermedia entre la más extensa de 1812 y la más breve de 1837. En cuanto a los principios que
la informan, esta Constitución consagra un tipo de liberalismo radical, frente al liberalismo
doctrinario de la época isabelina. Su espíritu se plasma en la explicitación de todos y cada uno
de los derechos, a los que los diputados llamaban naturales, para afirmar que la enumeración
de los derechos consignados en este título no implica la prohibición de cualquier otro no
consignado expresamente. El énfasis puesto en el derecho a la libertad personal, inviolabilidad
de domicilio y de correspondencia, libertad de enseñanza, de industria, de propiedad, etc.,
constituye una de las principales características de este texto.
Uno de los puntos de mayor controversia se refiere a la libertad religiosa. Por primera
vez se reconocía en un documento constitucional el derecho de los españoles a prácticas,
pública o privadamente, otra religión distinta a la católica, lo que escandalizó a los elementos
más conservadores que seguían defendiendo el mantenimiento en España de la unidad católica,
pero decepcionó a aquellos que veían como elemento esencial de la libertad ciudadana la
separación entre la Iglesia y el Estado, ya que se establecía la obligación por parte del estado
de mantener el culto y los ministros de la Religión Católica, y como afirma Santiago Pestchen,
se daba un paso por el camino de la libertad y de la secularización, guardando a la actividad
espiritual de la iglesia un respeto más profundo.
El título II de la Constitución, que trata de los poderes públicos, establece claramente
que la soberanía reside esencialmente en la nación, de la que emanan todos los poderes. En su
artículo 33 determina como forma de gobierno la Monarquía. Este punto suscitó una enérgica
intervención de varios diputados republicanos (Salmerón, Pi y Margall y Castelar) y una
réplica de otros varios (Silvela, Montero Ríos y Ríos Rosas). Al final se aprobó el artículo por
214 votos contra 71.
El título III se refiere al poder legislativo: Las Cortes se dividen en dos cámaras
(Senado y Congreso) de acuerdo con la tradición del Estatuto Real de 1834. Se especifica la
constitución del órgano legislativo, y para ser elegido diputado se requiere ser español, mayor
de edad y gozar de todos los derechos civiles, y para ser elector, las condiciones que establezca

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El sexenio revolucionario.

en su momento la ley electoral. El título IV trata del rey, cuya persona es inviolable y no está
sujeta a responsabilidad, pero es el que nombra a sus ministros, también tiene la facultad de
suspender las Cortes. El título V se refiere a la sucesión a la Corona, y aunque se establece el
carácter hereditario de la autoridad real, se elude la referencia a cualquier dinastía en concreto,
si llegase a extinguirse la dinastía que sea llamada a la posesión de la Corona, las Cortes harán
nuevos llamamientos como más convenga a la Nación. El título VI está dedicado a los
ministros, quienes son responsables ante las Cortes. El título VII trata del poder judicial y en él
se establece el funcionamiento de los jurados para todos los delitos políticos y comunes que
determine la Ley. El título VIII hace referencia alas Diputaciones y a los Ayuntamientos y en
él se consagra el centralismo administrativo. El título IX trata de las contribuciones, el X de las
provincias de Ultramar, y, por último, el XI de la reforma de Constitución.
Tomás Villarroya ha señalado la indudable influencia que ejerció en la elaboración de
esta Constitución la belga de 1831 y la norteamericana de 1787. Para Antonio Carro, la
Constitución de 1869 es un código político sistematizado, y para Pedro Farias representa el
cenit y el ocaso del liberalismo extremo español.

3. LA ELECCIÓN DE UN MONARCA PARA ESPAÑA

Aprobada la Constitución de 1869, en la que se recogía el principio monárquico, el


paso siguiente era la búsqueda de un rey. Había quedado clara la exclusión de la dinastía
borbónica, y las indagaciones en las Cortes europeas para encontrar un rey capaz de aceptar el
cargo, constituye uno de los episodios más sainetescos de nuestra Historia.
Venía a complicar más las cosas la oposición de los republicanos, que no acataron el
acuerdo mayoritario. Sus protestas alcanzaron las mayores cotas de violencia en Tarragona,
donde el Gobierno Civil quiso reprimir una manifestación que había organizado para recibir al
general Pierrad, en la que se enarboló una bandera en la que podía leerse ¡Viva la República
federal!. Los manifestantes asesinaron al secretario del Gobierno Civil y la respuesta del
ministro de la Gobernación fue el apresamiento de Pierrad y la disolución de los Voluntarios
de Tarragona y Tortosa. Aquella medida fue interpretada como una provocación y levantó una
airada protesta de los diputados que se encontraban en Madrid. En Barcelona se produjeron
algunas manifestaciones de protesta, duramente reprimidas. El estallido revolucionario se
corrió a varias provincias y amenazó con poner en peligro la transición a la nueva Monarquía.
El Gobierno provisional presentó a la Cortes un proyecto para declarar en suspenso las
garantías constitucionales mientras durase la insurrección y declarar el estado de guerra en
aquellos lugares en los que se requiriese una intervención armada. Con la protesta de los
diputados republicanos (Castelar, Figueras y Pi y Margall), la ley fue aprobada (5 de octubre) y
el general Prim pudo reprimir los brotes republicanos en Zaragoza, Alicante, Valencia y
Andalucía. Restablecida la tranquilidad, la ley fue derogada y restablecidas las garantías
constitucionales.
La búsqueda de un nuevo rey dividió a la coalición revolucionaria, cada partido
pretendía nombrar a un candidato que favoreciese sus intereses. Los unionistas querían al
duque de Montpensier, don Antonio de Orleáns (casado con la hermana de Isabel II, quien
había intrigado y suministrado fondos a los revolucionarios, pero tanto él como la oligarquía
conservadora tropezó con dos obstáculos: El duelo que sostuvo con don Enrique de Borbón (12
de marzo), que cayó herido mortalmente, lo que le restaba posibilidades a sus pretensiones,

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El sexenio revolucionario.

pero más importancia tuvo la oposición que Napoleón III hizo, comprometiendo en ello al
mismo Prim.
Demócratas y progresistas miraban hacia don Fernando de Coburgo, viudo de la reina
de Portugal. Esta candidatura podía constituir en el futuro la base de una hipotética unión
ibérica, pero no era bien vista esta candidatura por Inglaterra ni por Francia. Pero fue el mismo
candidato quien renunció por razones de edad.
Prim se esforzó por traer al archiduque Leopoldo de Hohenzollern-Sigmarigen, pero de
nuevo surgió la tenaz oposición del emperador francés, quien alegaba el peligro que correría el
equilibrio europeo en el caso de ser aceptado el candidato alemán. Su presión sobre Guillermo
de Prusia para que se retirara esta candidatura sería causa de la guerra franco-prusiana y de la
desaparición del Segundo Imperio francés.
Hubo también un intento de proponer al general Espartero, pero rehusó alegando su
edad y su cansancio político.
Por lo tanto, no quedaban muchas opciones y, sobre todo se quería encontrar a alguien
que no sembrase inquietud en las cancillerías europeas. Las negociaciones ante el monarca
italiano Víctor Manuel dieron su fruto, y el segundo hijo Amadeo, duque de Aosta, aceptó la
Corona española, si la voluntad de las Cortes me prueba que esa es la voluntad de la nación
española. Aunque realmente fue por la voluntad del general Prim, que fue quien llevó a cabo
las gestiones. El 16 de octubre de 1870 tuvieron lugar las votaciones en las Cortes para la
elección del rey, cuyo resultado fue:

Candidato Votos
República unitaria 2
República (sin calificativo) 1
Duquesa de Montpensier 1
En blanco 19
Amadeo de Saboya 191
República Federal 60
Duque de Montpensier 27
General Espartero 8
Alfonso de Borbón 2
República unitaria 2
República (sin calificativo) 1
Duquesa de Montpensier 1
En blanco 19

Así pues, y como el número de representantes era de 334, el presidente de las Cortes,
Ruiz Zorrilla, proclamó al duque de Aosta como rey de los españoles.

4. LA PRIMERA GUERRA DE CUBA

La primera intentona independentista de Cuba surgió a raíz de la Revolución española

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El sexenio revolucionario.

de 1868 y fue consecuencia de la desidia y la alta de atención que los gobiernos liberales
habían prestado al más importante reducto del imperio colonial español en América. Los
intentos independentistas se habían producido en la isla desde comienzo del siglo XIX por
motivaciones diversas, como el ejemplo de los países que se habían emancipado en tiempos de
Fernando VII; la intervención norteamericana con fines políticos y económicos, la creciente
desigualdad social. Pero sobre todo, la conciencia nacionalista que la población cubana había
adquirido frente a la gran incomprensión de la Administración española. La existencia de una
sociedad esclavista había evitado el exceso de radicalismo entre las elites locales, por el temor
de que cualquier revuelta fuese capitalizada por la población de color frente a la oblación
blanca dominante.
Cuba estaba gobernada por un capitán general. Los criollos soportaban cada vez pero el
dominio de los peninsulares, pues se veían excluidos de los cargos públicos y se sentían
discriminados por la política económica de la metrópoli, con importantes barreras arancelarias
al comercio de otros países, especialmente EE.UU. El aumento de la producción de azúcar y de
tabaco durante el siglo XIX había proporcionado a la isla una importancia económica como en
toda su historia y la había situado en un lugar de privilegio en el conjunto del comercio
español.
A finales de los cincuenta, el general Serrano intentó canalizar las inquietudes
independentistas, creando un partido político reformista y democrático para agrupar a criollos
y peninsulares, pero la destitución de Serrano (1866) arrojó a los cubanos reformistas al campo
separatista intransigente. A pesar del estallido revolucionario del 68 y del envío a Cuba de
Domingo Dulce como capitán general con la promesa de celebrar elecciones democráticas y de
aplicar las libertades del programa revolucionario, era tarde para satisfacer las aspiraciones
secesionistas.
El llamado grito de Yara fue lanzado el 10 de octubre del 68 por un propietario cubano
llamado Carlos Manuel Céspedes con el propósito de establecer una República Cubana
independiente. Fue seguido por los líderes independentistas Máximo Gómez y Antonio Maceo,
que contaron con el apoyo de los esclavos negros y de los plantadores pobres de la provincia
de Oriente, y así el levantamiento caía en manos de una guerrilla compuesta por cerca de
10.000 hombres. El general Dulce intentó llevar a cabo una política conciliadora entre los
secesionistas criollos y los leales a España, pero su política fracasó. El general Prim, desde
Madrid, mantuvo una actitud flexible y negociadora para acabar con un conflicto que
entorpecía el desenvolvimiento del Gobierno revolucionario. Por un lado intentó traspasar la
isla a los EE.UU. y por otra mantuvo una actitud abierta con los insurrectos cubanos para tratar
de encontrar una solución al problema. Hasta donde estaba dispuesto a llegar es una cuestión
sin respuesta debido a su asesinato en diciembre de 1870.
Diez años duró la llamada Guerra Larga, a pesar de la franca ayuda de los
norteamericanos, los insurrectos fueron vencidos por el cansancio y las rencillas entre sus
líderes. En febrero de 1878 se firma la paz de Zanjón, que no era más que una tregua, pues el
problema de fondo causante del conflicto no se resolvió.

5. EL REINADO DE AMADEO I

La gran desgracia que Amadeo de Saboya sufrió fue el asesinato de su principal


valedor, el general Prim, que caía víctima de un atentado a finales de diciembre, quedando de

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El sexenio revolucionario.

esta forma huérfana una Monarquía cuyo futuro se presentaba lleno de dificultades de toda
índole.
Prim se había mostrado como el más capaz de los líderes revolucionarios, y había sido
el hombre de orden que había impuesto mayor sensatez en las rivalidades y rencillas de las
distintas facciones políticas. Respetado por todos, se erigió como el principal núcleo de unión
de las diferentes opciones que participaron en el destronamiento de Isabel II. Con su muerte la
coalición del 68 se deshizo. Sobre sus asesinos Pedrol Rius publicó un estudio sobre este
asunto, tomando como fuente de información el sumario. En él se señalaba a José Paúl Angulo
como principal instigador del crimen. El encausado era diputado y propietario del El Combate,
órgano de la extrema izquierda del partido federal. Su odio hacia Prim era manifiesto. A pesar
de que las investigaciones parecían estar destinadas a sembrar la confusión, las sospechas
apuntaban también a personas cercanas al duque de Montpensier.
Amadeo de Saboya, nacido en Turín en 1845, había recibido una educación plenamente
liberal como correspondía a la corte piamontesca, sobre todo a partir de las revoluciones de
1848. A pesar de que algunos historiadores le han atribuido una escasa capacidad política, el
rey mostró siempre deseo de acertar y de hacer las cosas bien, con buena voluntad y con gran
sentido común. Pero los problemas políticos con los que se enfrentó le desbordaron, de tal
forma, que su reinado pude considerarse como un rotundo fracaso, pero no puede imputársele a
él sólo el fracaso, pues siempre mostró respeto por la Constitución y por una absoluta
neutralidad en el trato con los partidos políticos. Lo que ocurrió es que al tener que designar
primer ministro, tal como señalaba la Constitución, se veía obligado a tomar una opción,
puesto que éste le pedía inmediatamente la disolución de las Cortes.
Don Amadeo llegó a Madrid el 2 de enero de 1871, la nobleza le trató con cierta
hostilidad y los carlistas siempre le llamaron extranjero.
El primer Gobierno de la nueva Monarquía lo presidió el ex regente Serrano, que
también ocupó la cartera de Guerra; Cristino Martos la de Estado; Ulloa la de Gracia y Justicia;
la de Hacienda a Moret; la de Gobernación a Sagasta; la de Fomento a Ruiz Zorilla; la de
marina a Berenguer y la de Ultramar a López de Ayala. De esta forma estaban representadas
todas las fuerzas monárquicas que habían hecho la Revolución. Se convocaron elecciones para
marzo, y como las anteriores, fueron relativamente honestas. Se emitieron un total de
2.700.000 votos de un censo de aproximadamente. 4.000.000. Resultó vencedora la coalición
gubernamental, formada por progresistas, unionistas y demócratas cimbrios con 1.700.000
votos y 235 diputados. La oposición, formada por carlistas, monárquicos alfonsinos y
republicanos obtuvieron 1.000.000 de votos con 137 diputados.
Pero la coalición vencedora llevaba el germen de la descomposición y no tardaría
mucho tiempo en iniciarse la escisión, con lo que se caería en el endémico problema de la
política española: la fragmentación de los partidos y el personalismo. Los progresistas se
dividieron en dos: los que siguieron a Sagasta, más pragmáticos y moderados, que apoyaban el
mantenimiento de la colaboración con los conservadores, y los más doctrinarios y extremistas
que, encabezados con los conservadores; y los más doctrinarios y extremistas que,
encabezados por Ruiz Zorrilla, formaron el partido radical, al que se unieron los demócratas
cimbrios. Ruiz Zorrilla consiguió ganarse la confianza de la Corona y éste le encargó la
formación de un nuevo Gobierno. Las dificultades para obtener el debido apoyo en las Cortes
le obligaron a cerrar la Cámara hasta pasado el verano.
La reapertura de las Cortes señaló la caída del efímero gobierno de Ruiz Zorilla que fue
reemplazado por el General Malcampo, de la línea de Sagasta.

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El sexenio revolucionario.

En octubre se planteó en las cortes el debate sobre la legalidad o ilegalidad de la


Internacional de Trabajadores, mostrando Candau, ministro de la Gobernación, su disposición
a disolverla como atentatoria a la seguridad del Estado. En los debates se puso de manifiesto la
postura de los distintos grupos de la Cámara ante el problema. Los conservadores y moderados
se mostraron de acuerdo con el Gobierno. Los Carlistas, por medio de Cándido y Ramón
Nocedal, aprovecharon la ocasión, además de denostar a la Internacional, para ampliar sus
críticas a toda la civilización contemporánea, a la Monarquía de don Amadeo y al lucero del
alba, planteando esta alternativa: elegir entre don Carlos o el petróleo.
Cánovas del Castillo apoyó la postura contra la Internacional en la defensa de la
propiedad privada, afirmando que los propietarios españoles, los propietarios de todo el mundo
se defenderán, y harán bien, contra la invasión de tales ideas. Para el político conservador el
mantenimiento del orden social y la garantía de los derechos individuales era lo que tenía
verdadera legitimidad.
A favor de la Internacional intervino Pi y Margall, que realizó una serie de
disquisiciones acerca del concepto de propiedad privada, a la que no podía considerársele
inviolable, pues hasta los conservadores habían llevado a cabo expropiaciones en casos en que
había sido considerada de utilidad pública. Salmerón también intervino a favor de la
Internacional mostrando una dialéctica brillante desde el punto de vista de la burguesía liberal.
El resultado de la votación fue de 192 votos a favor de la declaración de
inconstitucionalidad de la Internacional y 38 votos en contra. Así pues, la I Internacional fue
declarada fuera de la Ley por las Cortes de la Monarquía democrática.
Ante la incapacidad del Gobierno, Malcampo dimitió, pasando Sagasta a ocupar la
presidencia del Consejo. Se convocan nuevas elecciones para tratar de conseguir una mayoría
más cómoda a comienzos de 1872, y el nuevo gobierno pone en marcha sus mecanismos de
presión en algunas provincias, siendo acusado de crear ”lázaros” procedimiento que consistía
en utilizar nombres de personas que habían fallecido en las votaciones. El resultado fue
favorable a los conservadores y sagastinos o constitucionales. Sin embargo, el descubrimiento
de un fondo de 2.000.000 de pesetas para una finalidad poco clara, junto al retraimiento de los
radicales, obligaron a dimitir a Sagasta (mayo 72). Tras un efímero gobierno de Serrano, que
para enfrentarse con la insurrección carlista y los desórdenes promovidos por la izquierda,
solicitó del rey la suspensión de las garantías constitucionales, don Amadeo entregó su
confianza a Ruiz Zorilla. El líder de los radicales convocó nuevas elecciones para agosto.
El panorama no podía ser mas desesperanzador. Las elecciones de agosto se
desarrollaron con limpieza y registraron una gran abstención (54%). Los resultados dieron una
aplastante mayoría a los radicales con 274 diputados, los constitucionales de Sagasta 79 y los
alfonsinos 9.
La cómoda mayoría de los radicales no se tradujo en un Gobierno estable y eficaz, a
causa de los crecientes problemas que tenía planteado el país. La guerra de Cuba, la guerra
carlista y las insurrecciones republicanas, entorpecieron la labor del nuevo Gobierno. No
obstante se produjeron importantes reformas como el recorte del presupuesto de la Iglesia y la
abolición de la esclavitud en Puerto Rico. Este asunto se llevaba arrastrando desde hacía
algunos años, pues España era la única nación donde subsistía la esclavitud. El mismo don
Amadeo llegó a afirmar: No me importa perder la Corona si ha de ser por la libertad de los
esclavos. La votación dio una aplastante mayoría a favor de la abolición de la esclavitud en
Puerto Rico (21-12-1872).
La falta de colaboración conservadora y moderada dejó al Gobierno a merced de los

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El sexenio revolucionario.

extremos. La rebelión carlista volvió a estallar en el Norte y los republicanos federales


provocaron una corta insurrección en El Ferrol. La crisis del régimen parecía acentuarse
cuando se produjo el nombramiento del general Hidalgo de Quintana como capitán general de
Vascongadas. Hidalgo, que entonces era sólo capitán, había participado en la rebelión que se
había producido en el cuartel de San Gil en Madrid en junio de 1866. Consecuencia de
aquellos sucesos fue la muerte de varios oficiales de artillería por parte de los amotinados, y
aunque Hidalgo estaba exento de toda culpa, el nombramiento de un militar con aquellos
antecedentes liberales para ocupar un puesto de tanta responsabilidad en el centro de la
rebelión carlista provocó el rechazo del Cuerpo de Artillería. Su intención de dimitir fue
contrarrestada por el nombramiento que el Gobierno le confirió como capitán general de
Cataluña. Pero también en esta región los oficiales de artillería respondieron dimitiendo en
masa de sus grados y empleo. Ante este desafío, el Gobierno de Ruiz Zorrilla tomó la
resolución de disolver el Cuerpo de Artillería. El correspondiente decreto fue presentado a don
Amadeo, quien dudó ante la difícil alternativa, pues si lo firmaba se indisponía con los
militares, y si no lo hacía, se enemistaba con los únicos políticos que aún le seguían siendo
fieles. Tomó la decisión de firmar el decreto y abdicar del trono el 11 de febrero.
El reinado de Amadeo I de Saboya había durado dos años y dos meses. Aquel rey que
tenia un desconocimiento de las costumbres, de la mentalidad y sobre todo de la vida política
del país, acabó reconociendo que no tenía fuerza de ánimo suficiente para superar la avalancha
de problemas que se habían cernido sobre él.
¿Abdicó don Amadeo o fue echado?. Los avatares de la política española le empujaron
a tomar aquella decisión, que no se hubiese producido bajo un sistema más estable. Lo cierto
es que a partir del mes de febrero de 1873 sólo quedaba un camino posible, y ese camino era el
de la república.

6. LA TERCERA GUERRA CARLISTA.

La llama del carlismo no se había extinguido en algunas regiones del norte de España, a
pesar de la derrota sufrida hacía treinta años y de la crisis de dirección que la que había
atravesado. La crisis se había producido como consecuencia de la descalificación del legítimo
heredero de la causa carlista, el infante don Juan, quien ocupaba ese lugar por la muerte de sus
hermanos, el conde de Montemolín y don Fernando. La princesa de Beira, viuda de don Carlos
María Isidro, había condenado los errores ideológicos de don Juan y su proclividad hacia el
liberalismo, que había culminado con el reconocimiento de Isabel II. Ello llevó a su hijo Carlos
a la asunción de la jefatura política del carlismo con el nombre de Carlos VII. Además de
asumir el mando de las operaciones durante la guerra, comenzó a desarrollar una ideología
coherente, basada en la defensa de unas Cortes organizadas corporativamente y un cierto grado
de descentralización administrativa en beneficio de las regiones forales que apoyaban el
movimiento.
A pesar de este impulso, el carlismo seguía representando en España a aquellas fuerzas
que se resistían a aceptar los cambios socioeconómicos y políticos que había introducido la
revolución liberal desde comienzo del siglo XIX. El destronamiento de Isabel II había alentado
las esperanzas de quienes creían válidos todavía los planteamientos ultraconservadores del
descendiente del hermano de Fernando VII en unos momentos en los que los excesos
anticlericales y la libertad religiosa recogida en la Constitución de 1869 habían sembrado la

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El sexenio revolucionario.

alarma entre los sectores más integristas de la población española.


Durante el tiempo en que el trono español se halló vacante, los carlistas interrumpieron
su propaganda a través de numerosos periódicos y de una gran cantidad de folletos y hasta de
fotografías de Carlos VII, para poner de manifiesto el fracaso de la Monarquía liberal y la
necesidad de establecer una monarquía tradicional. Pero como afirma R. Carr, el fracaso de su
intento, cuando el país se hallaba en una situación de indefensión, era la prueba de su inherente
debilidad.
El carlismo se hallaba dividido en dos tendencias: los legalistas y los activistas. Los
primeros creían que el fracaso de la Revolución de septiembre y el desfondamiento del
régimen salido de ella llevarían a los españoles a aceptar el carlismo como única solución para
salvaguardar el orden social y el respeto a la religión. El representante de esta tendencia era
Nocedal. Su papel se reforzó con la alianza contra natura que los carlistas efectuaron con los
republicanos, lo que les proporcionó la posibilidad de combatir a la coalición revolucionaria.
Pero las elecciones de 1872, cuando el gobierno se opuso con procedimientos poco claros a los
candidatos carlistas, la otra tendencia existente, la de los activistas, apareció como la única
viable. Esta tendencia creía en la necesidad de un levantamiento armado para imponer su
credo. Los partidarios de la insurrección llamaron al general Cabrera, figura legendaria del
carlismo, para que se hiciera cargo de la dirección de las operaciones militares. Si embargo,
cabrera, en vista de las dificultades para organizar la campaña, y su avanzada edad, dimitió.
Don Carlos reunió en el cantón suizo de Vaud a la Junta de Vevey (abril-70) donde se
trató de una nueva organización del carlismo y se alentó el estallido de algunos
levantamientos, que con muy poca fuerza y escaso éxito estallaron en Vascongadas, La Rioja y
Burgos. En abril del 72 don Carlos encargó a Eustaquio Díaz de la Rada que iniciase una serie
de levantamientos en las regiones del Norte, Extremadura y Andalucía, y él mismo acudió a
Vera de Bidasoa para ponerse al frente de sus fuerzas. El gobierno envió al General Moriones
para hacerles frente, y en Orquieta los carlistas fueron derrotados, teniendo don Carlos que
atravesar de nuevo la frontera (mayo-72). En Vizcaya, la ofensiva gubernamental estuvo
dirigida por el duque de la Torre, con similar suerte para los carlistas. Éstos tuvieron que
aceptar en mayo la firma del Convenio de Amorebieta, por el cual se concedía el indulto a los
insurrectos que depusiesen las armas, se permitía el retorno de los exiliados. Pero en
Guipúzcoa y Cataluña siguieron desarrollándose algunas escaramuzas.
La abdicación de Amadeo de Saboya y la proclamación de la República dieron nuevo
impulso a la insurrección carlista, que triunfó en Beramendi y Alpens, lo que permitió a don
Carlos volver a España (julio-73) para tomar Estella (24 de agosto) y hacer de ella su capital.
La ofensiva carlista se concentró en los triunfos de Santa Bárbara de Mañeru y de Montejurra,
en el frente navarro-aragonés; en Montagut, en Cataluña y Segorbe, Burriana y Murviedro, en
el Maestrazgo
A comienzos de 1874 el objetivo carlista era la toma de Bilbao, pero Serrano pudo
entrar en la ciudad en mayo y reforzar su posición. Las tropas gubernamentales marcharon
sobre Estella, pero allí la fuerte resistencia de los carlistas provocó un duro enfrentamiento que
dio lugar a la batalla de Abárzua. Las tropas de don Carlos intentaron entonces apoderarse de
Pamplona e Irún, pero fracasaron. La campaña se interrumpió por el invierno y por la
proclamación de Alfonso XII mediante el pronunciamiento de Sagunto vino a dar un nuevo
sesgo a la guerra. La restauración de la Monarquía borbónica les restaba apoyos en algunos
sectores conservadores que se consideraban satisfechos con la vuelta de un sistema que
garantizaba la desaparición de la situación errática que el país había seguido en los últimos

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El sexenio revolucionario.

años. Pero las perspectivas de mayor estabilidad política que se abrían permitieron al Ejército
regular una mejor organización de las operaciones. El ejército del Norte se dividió en dos: uno
al mando de Martínez Campos, ocupó Lizondo, Irún y Tolosa, mientras que Estella caía en
manos de su lugarteniente Primo de Rivera (febrero-76). El otro al mando del general Quesada,
presionó desde Bilbao y Orduña para intentar envolver al enemigo. Alfonso XII decidió
ponerse al frente de sus tropas, y ante esta ofensiva don Carlos cruzó con sus tropas la frontera
con Francia (28 de febrero). Así terminaba la guerra que ponía fin a las pretensiones del
candidato carlista al trono español.

7. LA PRIMERA REPÚBLICA

La República de 1873 nace como consecuencia del proceso revolucionario iniciado en


1868 con La Gloriosa. Como ha señalado Josep Fontana, la caída de los Borbones fue el
resultado en el plano político de la propia dinámica del capitalismo español, que necesitaba
apoyarse en sectores políticos más progresivos que posibilitasen su desarrollo. Los excesos
radicales de 1869 situaron en una postura defensiva a las fuerzas conservadoras ligadas a los
intereses económicos, que trabajaron para establecer una Monarquía constitucional fácilmente
controlable. El intento fracasó por la dispersión de las fuerzas que la sustentaban y la situación
de vacío de poder que se creó, dio como resultado la Primera República española.
Prim había sostenido que una República en España era inconcebible, pues el
republicanismo era minoritario. Sin embargo, la Asamblea, compuesta por el Senado y el
Congreso, votó la reforma de la Constitución para poder declarar como forma de gobierno de
la nación la República, que fue proclamada por 319 votos a favor. Aquella proclamación, en
opinión de Palacio Atard, era el resultado de una alianza oportunista entre los radicales y los
republicanos, pues ante la propuesta de Figueras de que la solución republicana era la única
solución salvadora de la patria, los radicales, que hasta entonces habían sido el principal apoyo
de la Monarquía constitucional, no tuvieron inconveniente en apoyarla, no sin la oposición de
su jefe Ruiz Zorrilla. Además, la proclamación de la República tuvo un origen ilegal, porque
no era constitucional la fusión de las dos Cámaras para alternar la forma de gobierno. Además,
los republicanos estaban muy divididos, los que supondría un problema añadido.
Figueras fue nombrado presidente del Consejo, del que formaban parte tres
republicanos (Pi y Margall, Castelar y Salmerón), y cinco radicales. Cristino Martín, radical,
fue elegido presidente de la Asamblea.
La nueva República española sólo fue reconocida internacionalmente por los EE.UU.,
Suiza, Costa Rica y Guatemala. Sin embargo, ni la Francia de Thiers, ni la Alemania de
Bismark, se mostraron partidarias de su reconocimiento por la desconfianza que suscitaba un
sistema que podía recordar en algún momento la Comuna parisiense. Tampoco Inglaterra lo
hizo por los recelos de la posibilidad de que España llegase a establecer con Portugal una
unión ibérica.
Los dirigentes del partido republicano encontraron una oposición bicéfala: por un lado
los radicales que deseaban una República no federal, sino unitaria, y por otra, los federalistas
extremistas, que deseaban la República federal inmediatamente como una expresión del
impulso revolucionario de la base. Pi y Margall reconoció que las aspiraciones de estos últimos
no eran viables, pues la propuesta de proclamación de la República había sido votada con la
condición de que fuesen unas Cortes constituyentes las que determinasen la forma que debía

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El sexenio revolucionario.

adoptar esa República. De ahí que Pi insistiera en la necesidad de redactar un proyecto de


Constitución. Pi y Margall es considerado el padre del federalismo español, pues en su obra La
reacción y la revolución, publicada en 1854 aparece como el prototipo del intelectual
republicano. Para él, el hombre era un ser ingobernable, y afirmaba que todo hombre era
esencial y radicalmente libre, soberano de sí mismo. Guillermo Trujillo opina que en el
pensamiento político de Pi y Margall tuvo una influencia considerable el sistema político
norteamericano que conoció a través de Tocqueville, además del socialismo utópico de
Proudhon, junto con la doctrina krausista del pluralismo social.
Los republicanos intransigentes no compartían la actitud de Pi y Margall y alentaron los
desórdenes y manifestaciones violentas. En Madrid, se formó el Comité de Salud Pública con
el objeto de proceder a la inmediata formación de cantones. El 8 de marzo se proclamó en
Cataluña el Estado catalán, y la Diputación se hizo con todos los poderes, decretando la
abolición del Ejército. El gobierno tuvo que hacer concesiones a los federales.
La crisis estalló el 24 de febrero como consecuencia de la disidencia entre los radicales
y los republicanos federales. El día siguiente, el Gobierno de coalición republicano-radical fue
sustituido por un Ministerio formado exclusivamente por republicanos en el que seguía estando
a la cabeza Figueras y como ministro de estado, Castelar, de gobernación Pi y Margall. La
Asamblea, sin embargo seguía estando dominada por los radicales, por lo que el Gobierno trató
de conseguir su disolución para proceder a una nuevas elecciones. Éstas se celebran el 10 de
mayo, y su resultado fue una aplastante mayoría de los federales, que era consecuencia del
retraimiento practicado por los radicales, alfonsinos y carlistas. La participación electoral fue
sólo de un 25%, la más baja de toda la historia parlamentaria española. Pi y Margall diría más
tarde refiriéndose a las Cortes salidas de aquellas elecciones: se apresuraron a declarar, con
sólo dos votos en contra, que la federación era la forma de gobierno de la Nación española.
Pero los radicales, que no renunciaron, a pesar de todo, al control sobre el Gobierno,
consiguieron nombrar una comisión permanente en la que se constituían mayoría para
fiscalizarlo. Pero paralelamente, los radicales tramaban una conspiración para proclamar una
República unitaria con la colaboración de varios generales entre los que se hallaban el general
Serrano. Pi y Margall pudo disolver la comisión, con lo que los radicales desaparecieron de la
escena política. Ello restaría al régimen republicano el concurso de la derecha, con lo cual se
produciría un inevitable deslizamiento hacía la extrema izquierda, dominada por los
intransigentes extremistas.
Pi y Margall fue nombrado presidente del Consejo a raíz de la constitución de las
nuevas Cortes y de la sorprendente huía a Francia de Figueras. El nuevo Gobierno trató de
satisfacer al mismo tiempo la aspiración de la derecha: orden, y la de la izquierda: federación.
El empeño era complicado, además Pi y Margall tenía que enfrentarse simultáneamente a la
guerra carlista, a las conspiraciones alfonsinas y a los federalistas intransigentes, que habían
iniciado ya un movimiento revolucionario cantonalista.

1.3. EL MOVIMIENTO CANTONALISTA

El nombramiento como presidente del Gobierno de Pi y Margall no sólo no sirvió para


controlar los excesos de los federalistas, sino que dio rienda suelta a los que querían llevar sus
doctrinas a los extremos más radicales. A juicio de Antoni Jutglar, le faltó al nuevo presidente
la habilidad y la energía suficientes para asegurar lo que según él debía ser la garantía del
orden: el programa y el sistema federal. Pero los excesos dieron lugar al fenómeno de los

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El sexenio revolucionario.

cantones.
Cuando Pi y Margall ocupó la presidencia seguían vigentes los problemas de orden
público que habían acompañado a la República desde su proclamación, especialmente en
Andalucía. Por eso trató de conseguir que los gobernadores civiles restablecieran la
normalidad en las provincias donde ésta se hallaba más alterada para no tener que recurrir al
ejército. Málaga y después Sevilla, Cádiz, San Fernando y Sanlúcar fueron las poblaciones en
las que hubo agitaciones. Aunque en algunas de ellas la situación pudo controlarse, la
insurrección se extendió por Levante, Extremadura e incluso Castilla. Su triunfo iba
acompañado de la proclamación del correspondiente cantón y de la destitución de las
autoridades que aún seguían fieles al poder central. El propósito de los sublevados se resume
en la proclama del Comité de Salud Pública de Cádiz: El Comité se ocupará sin descanso en la
adopción de medidas necesarias para salvar la República y contrarrestar el espíritu
centralizador de las organizaciones políticas pasadas y salvar para siempre al pueblo español
de todas las tiranías.
En Alcoy, ciudad con una importante industria manufacturera que ocupaba a un buen
número de obreros, se había instalado la sede de la Comisión Federal de la Federación
Regional Española de la Primera Internacional. El 9 de julio, una huelga general organizada
por los bakunistas derivó hacía una situación de violencia que acabó con el asesinato del
alcalde y el incendio de una fábrica. Hubo que recurrir al ejército, que, al mando del general
Velarde, restableció el orden. Los sucesos de Alcoy revisten un carácter especial por tratarse
de una insurrección puramente obrera con una participación destacada de los
internacionalistas, cosa que no ocurrió en el movimiento cantonal en general. Cuando se
sometió Alcoy, estalló la insurrección en Cartagena. El cantón de Cartagena es otro de los
episodios pintorescos del siglo XIX. El grito de ¡Viva Cartagena! Se ha convertido en la
expresión del individualismo de nuestro pueblo y una muestra de la tendencia a los
movimientos centrífugos. La proclamación del cantón de Cartagena se produjo en colaboración
con el Comité de Salud Pública de Madrid. El 12 de julio, los insurrectos, entre los cuales se
hallaban un estudiante de medicina (Manuel Cárceles); un veterinario ((Nicolás Eduarte), y un
grupo de Voluntarios de la República, se apoderaron de las Casas Consistoriales y trataron de
atraerse a la marinería de la base naval. El movimiento cantonal se vio reforzado no sólo por
las tripulaciones de los buques Almansa y Vitoria, sino por el regimiento Iberia que el
gobierno había mandado para sofocar la sublevación de Málaga, y que se unió a los
sublevados.
Pi y Margall se enfrentaba a un difícil reto: el de proceder a la urgente restauración del
orden y la autoridad y de reducir a los insurrectos mediante la utilización de la fuerza, cosa que
repugnaba a su talante democrático, a su respeto a la libertad y a su carácter antimilitarista.
Para salvar la gravedad llevó a la Asamblea el proyecto de Constitución para.....restablecer el
orden quitando a las provincias todo pretexto de disgregación. El 17 de julio se presentó un
proyecto que había sido redactado por Castelar en veinticuatro horas. Era un documento
estructurado en 117 artículos divididos en 17 títulos. En su virtud, la nación española asumía la
forma de una República federal, integrada por diferentes estados, aparte de las regiones
peninsulares se incluía a Cuba y Puerto Rico. En el título II se detallaban los derechos
individuales de los españoles con una precisión similar a la de la Constitución de 1869. Otra de
las novedades es la aparición de un cuarto poder que se añadía a los poderes tradicionales y se
denominaba poder de relación. Ese poder sería ejercido por el presidente de la República. En el
título XIII se establecían las facultades de los diferentes Estados que componían la nación y se
delimitaban las competencias de éstos con relación al poder federal.

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El sexenio revolucionario.

El proyecto fue discutido y en el debate, se puso de manifiesto la falta de acuerdo entre


los republicanos de distinto signo, lo que hizo imposible su aprobación. Ante las críticas que
recibió Pi y Margall por parte de muchos diputados que le acusaban de la insurrección cantonal
por su política de concesiones y contemporizaciones, dimitió. Fue elegido nuevo presidente
Nicolás Salmerón. En cinco meses se habían sucedido ya cinco Gobiernos y dos presidentes.
Salmerón, elegido con el apoyo de los monárquicos, se disponía a adoptar una actitud de
mayor firmeza ante la revolución cantonal, que se había extendido por el Sur y el Levante. Sus
primeras medidas consistieron en reorganizar el ejército para sanearlo. Formó expedientes a la
autoridades que habían tomado parte en las sublevaciones cantonales, como los gobernadores
civiles de Murcia y Alicante, y algunos oficiales, como Pierrad y Pozas. Recurrió a los
militares monárquicos como Martínez Campos, o radicales como Pavía, a quienes nombró
respectivamente, capitanes generales de Valencia y Andalucía, las regiones donde se había
centrado el conflicto, para que actuasen con mano dura.
Pavía reunió un ejército de uno 3.000 hombres, suficientes para reducir gradualmente
los desorganizados y mal armados cantones andaluces. Córdoba, Sevilla y Cádiz fueron
cayendo una tras otra. Otras ciudades resistieron algún tiempo más, como Málaga, y sobre todo
Cartagena, que resistiría hasta enero de 1874.
Pero ¿quiénes eran los promotores del movimiento cantonal? Sus principales dirigentes
eran estudiantes, profesores y algunos intelectuales y profesionales. Los conservadores
presentaron el levantamiento como una revolución social, pero según Raimon Carr, su falló
consistió en no serlo. Solamente el levantamiento de Alcoy y algunas acciones aisladas en
Andalucía tuvieron aspectos de revolución social. Sin embargo, el papel de la Internacional,
excepto en Alcoy, fue muy reducido. La revolución fue en todas partes el golpe de mano de
activistas políticos, de una burguesía, que José Mª Jover ha caracterizado como la del político
de café, provinciano, protagonistas de la bohemia madrileña del tercer cuarto del siglo XIX.
Inquieto, luchador, con una fe sin límites, si no en sus ideas, sí en sí mismo, él hará en buena
parte la revolución del 68 y él dirigirá la aventura cantonal.
La utilización de la fuerza del Ejército por parte de Salmerón le atrajo el ataque de la
Izquierda en las Cortes. Además se negaba a firmar dos sentencias de muerte propuestas por la
autoridad militar, el 5 de septiembre dimitió, y las Cortes confiaron la presidencia del Consejo
a Emilio Castelar.
Castelar fue el último presidente de la República, su gestión se centró en la captación
de los radicales. Protegió a los monárquicos y pactó con la Santa Sede, lo cual significaba un
importante golpe de timón para que la República se moviese hacía la derecha. Su más
destacado éxito fue el recuperar la confianza del Ejército. La República se hacía conservadora
y eso provocó la oposición de la izquierda, incluido Salmerón, quién acusó a Castelar de crear
una república que podían disfrutar los no republicanos. El Gobierno fue derrotado por dos
veces en el Parlamento y crecía la posibilidad de que se restableciese el sistema federalista.
Ante este peligro el ahora capitán general de Madrid, Manuel Pavía irrumpió en las Cortes el 3
de enero y acabó con las Cortes constituyentes republicanas.
El golpe del general Pavía representaba una vuelta a la tradicional concepción del papel
del Ejército en la España liberal. Cuando se llegaba a un momento de crisis política y de
disolución social como el que se había alcanzado, el Ejército debía asumir la responsabilidad
de poner las cosas en su sitio, restableciendo el orden y reconduciendo la marcha del país por
los cauces de la verdadera voluntad nacional.

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El sexenio revolucionario.

1.4. LA REPÚBLICA PRESIDENCIALISTA DE SERRANO

Disueltas las Cortes, Pavía reunió a una serie de jefes políticos y generales para
entregarles el poder. Serrano, Concha, Topete, Berenguer, junto con Rivero, Martos, Sagasta y
otros diputados, acordaron que el Gobierno que se formase siguiera llamándose Poder
Ejecutivo de la República. Se acordó también que se nombrase presidente de la República a
Serrano, que el Gobierno estuviese presidido por Zavala y formado por Sagasta, Martos,
Topete, Echegaray, Mosquera, Balaguer y García Ruiz. Así la República no dejaba de existir,
aunque tomaba una forma diferente, con una clase política formada por la alta burguesía, la
aristocracia, el clero y las clases medias y sectores populares que se veían afectados por la
inseguridad y el desorden que padecía el país. eL afán de concentrar las fuerzas políticas en
apoyo a la solución presidencialista llevó a Serrano a recabar la ayuda de Cánovas,
representante de la solución alfonsina, y de Castelar, el más conservador de los republicanos,
pero ninguno aceptó la oferta que se les hizo, al no estar de acuerdo con esa salida.
Serrano, que había tomado como modelo al general francés Mac Mahon y a su papel en
la III República francesa, dio preeminencia al Ejército y disolvió la Internacional. A los pocos
días se rendía el último reducto cantonalista, Cartagena. Pero aún quedaba pendiente la guerra
carlista que entorpecía cualquier intento estabilizador de la situación política del país. Desde
enero, Bilbao estaba sitiado y el Ejército liberal no había podido romper el cerco. Serrano, que
había tomado el mando del Ejército del Norte, pretendía conseguir una victoria para reforzar su
posición política. Pero si en el Norte estaban los carlistas, en Madrid conspiraban los
alfonsinos, cada vez con más partidarios entre los jefes militares. Los generales Concha,
Echagüe y Martínez Campos se mostraron, en abril del 74, decididos partidarios del
restablecimiento de una Monarquía encabezada por el hijo de Isabel II.
Si el gobierno presidido por el general Zavala se limitaba a capear el temporal militar y
político, en lo financiero tuvo que tomar una medida de importancia. Echegaray, ministro de
Hacienda, hizo aprobar un decreto por el que el Banco de España recibía el monopolio de la
emisión de billetes, pudiendo poner en circulación dinero por valor cuatro veces superior al
encaje de oro y plata, y por el quíntuplo de su capital efectivo, que fue elevado a 100 millones
de pesetas.
La situación económica que la Revolución había heredado de la Monarquía isabelina no
podía ser más precaria. La deuda superaba los ingresos anuales y los gastos comenzaban a
crecer a raíz del triunfo de La Gloriosa, con lo que la situación era más difícil. La postura de
Figuerola fue la de llevar a cabo una serie de reformas para llegar a la nivelación del
presupuesto de forma gradual. Para él, el principal problema que había padecido la economía
residía en los obstáculos que la política proteccionista de la era isabelina habían impuesto al
desarrollo mercantil e industrial de España. De ahí que su principal actuación se centrase en la
supresión de aquellos tributos que obstaculizaban la libertad de comercio o la circulación de
mercancías.
Para llegar a la nivelación gradual de los presupuestos había que recurrir al crédito,
tanto para hacer frente al déficit heredado como para financiar los que se habían de producir en
el proceso de transición. A partir de entonces se efectuaron una serie de operaciones de crédito
con bancos extranjeros, la mayor parte de las cuales han sido calificadas de leoninas por Sardá,
que elevaron la deuda exterior española, hasta alcanzar los 4.413 millones de pesetas en 1881.
Pero lo que más notoriedad dio al ministro Figuerola fue el arancel promulgado en
1869, el cual ha sido considerado como la máxima expresión del librecambismo español del

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El sexenio revolucionario.

siglo XIX. Sin embargo, esas medidas liberalizadoras fueron en un principio respaldadas por
conservadores y liberales. La reforma arancelaria contenía más bien un sistema de protección
moderado que un abierto librecambismo. A pesar de sus inconvenientes, la reforma estimuló la
circulación de mercancías y también la circulación de numerario. Las acuñaciones aumentaron
durante el reinado de Amadeo I. Tuñón de Lara afirma que el comercio exterior y la
producción durante el año de la República se mantuvieron bien y la balanza comercial tuvo su
único año de saldo favorable. En cambio, la brusca subida del oro en el mercado nacional
agravó la situación por el retraimiento de las clases adineradas que prefirieron guardar sus
reservas. Los fondos públicos bajaron y las peticiones de reembolsar billetes aumentaron. Se
produjo una cierta crisis bancaria, pero las mayores consecuencias las sufrió el régimen
presidido por el general Serrano.
El 3 de septiembre Zavala dimitió, le sustituye Sagasta, lo que no evitó que los
alfonsinos siguiesen conspirando. A finales de 1874, España había alcanzado su máximo grado
de cansancio político. Después de una Revolución, un régimen provisional, una Monarquía
democrática y una República que había atravesado en su corta duración por dos fases
diferentes, ahora el régimen del general Serrano se mostraba falto de perspectivas y con escaso
futuro. La rueda política estaba a punto de completar un giro de 360º, y de nuevo la Monarquía
borbónica aparecía como la única salida posible a tantos intentos frustrados de encontrar una
nueva solución política para el país.

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TEMA 11: LA RESTAURACIÓN (1875-1885)

1. CÁNOVAS ARTÍFICE DE LA RESTAURACIÓN.

Éste o un epígrafe semejante abunda en cualquier manual sobre la Restauración. A Cánovas


se le han atribuido los defectos y virtudes del régimen político iniciado en 1875. En sus escritos se
han descifrado las claves ideológicas y políticas de la Restauración.
Aunque haya habido otros protagonistas importantes, ideólogos como Alonso Martínez,
políticos como Sagasta o Silvela, el tiempo de la Restauración que vamos a sintetizar (1875-1895),
es por excelencia la España de Cánovas.
Su figura fue objeto de controversia ya durante su vida. La crítica más destacada fue la del
escritor y crítico Leopoldo Alas Clarín en 1886.
El primer centenario de su nacimiento (1928) Francisco Bergamín hacía una valoración muy
ajustada del Cánovas político: No consintió jamás que ni el clericalismo ni el militarismo
determinaran ninguna clase de obscuridad, de debilidad sobre esta autonomía del poder civil. Él
mató el militarismo y los pronunciamientos militares en España. Él redujo a la Iglesia a su
verdadero cometido.
Eduardo Sanzy Escartín, por su parte, aprovechaba esa misma ocasión para poner de relieve
el giro proteccionista en lo económico e intervencionista en materia de protección social, que había
impulsado Cánovas desde 1890. Aspectos ambos que sólo la historiografía más reciente ha
valorado y estudiado.
En los años cincuenta de este siglo, el perfil biográfico de Cánovas quedó bien planteado por
Melchor Fernández Almagro y por J.L. Comellas. En sus estudios predomina la valoración muy
positiva de su figura y su obra política. Posteriormente en los años sesenta y setenta, la
historiografía, retomando y reproduciendo a veces la crítica regeneracionista a un régimen
oligárquico y caciquil, responsabiliza a Cánovas de los límites y defectos del sistema político por
él diseñado. Subraya y critica su antisocialismo, su defensa exclusivista del derecho de propiedad y
su consiguiente oposición al sufragio universal, así como su connivencia con la corrupción
electoral como práctica habitual.
Carlos Seco insiste en la valoración de algunos elementos del proyecto canovista, recuerda,
no democrático (Cánovas siempre rechazó el sufragio universal), pero profundamente liberal,
integrados y civilista, a diferencia del proyecto isabelino de los moderados. Recuerda su capacidad
de integración de la derecha católica a través de Alejandro Pidal y Mon, ministro de Fomento en
1884; y de la izquierda posibilista, con cuyo principal representante, Castelar, siempre mantuvo
una buena amistad, su rotunda afirmación del Estado civilista frente al anterior protagonismo de
los pronunciamientos militares. Su talante conciliador en el tratamiento de la cuestión foral.

1.1. CÁNOVAS COMO HISTORIADOR Y POLÍTICO

Uno de los tópicos más difundidos por las historias de la Restauración las biografías de
Cánovas ha sido la consideración del proyecto político de Cánovas como una proyección-
plasmación de su tarea como investigador de la historia de España, y concretamente de la España
de los Austrias, de la decadencia.
Un reciente estudio de Esperanza Yllán ha venido a matizar sustancialmente esta visión
La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

tópica de la relación entre el Cánovas historiador y el político. Según esta autora, no es tanto la
concepción histórica de Cánovas lo que determina y explica su proyecto político de la
Restauración, sino que el la progresiva definición de su proyecto político lo que explica su
evolución historiográfica.
Este proyecto político configurado de forma definitiva durante el Sexenio tiene sus raíces en
un largo proceso que arranca de la experiencia revolucionaria de 1854 y encuentra su inmediato
precedente en el Gobierno de la Unión Liberal (1858-1863): Esta línea de continuidad ideológica
(afirma E. Yllán), que comienza con el grupo disidente del moderantismo, continúa con la Unión
Liberal y triunfa, al fin, con la Restauración, constituye un hecho fundamental que ha de ser tenido
en cuenta a la hora de rastrear los orígenes ideológicos del sistema canovista.

1.2. EL MANIFIESTO DE SANDHURST O EL PROGRAMA DE LA


RESTAURACIÓN

Quizá la mejor síntesis del proyecto canovista de restauración alfonsina lo constituye el


llamado Manifiesto de Sandhurst, que, redactado por Cánovas, remitió el joven Alfonso, el 1 de
diciembre de 1874, desde la Academia militar próxima a Londres, como respuesta a las numerosas
felicitaciones recibidas con motivo de su cumpleaños. Se trata de un texto redactado por Cánovas,
previamente aprobado por los representantes de la causa, con una clara intención propagandística,
dentro de la campaña de creación de un amplio movimiento de opinión a favor de la causa
alfonsina. La próxima proclamación del nuevo rey (un mes después), tras el golpe de Sagunto, dio
aún más relieve de manifiesto programático a un texto breve, síntesis perfecta de los principios
inspiradores del nuevo régimen:
Llenar con legitimidad dinástica un vacío político y jurídico que de hecho se había ido
agrandando durante el Sexenio era la principal justificación, y argumento del proyecto restaurador.
Conciliar, pacificar, buscar vías de transacción, para dar cabida al máximo de posiciones, y
evitar exclusiones a priori, era la principal aspiración, el objetivo esencial, para dar estabilidad al
régimen, y apartarlo de los vaivenes de los pronunciamientos.
Este modelo conciliador se fundamentaría en una soberanía nacional compartida entre el rey
y las Cortes.
La solución tolerante anunciada a la polémica cuestión religiosa sería la mejor expresión de
ese carácter conciliador del proyecto.

2. LA INSTAURACIÓN DE UN NUEVO RÉGIMEN

La pugna entre moderados y alfonsinos por controlar el proceso de instauración del nuevo
régimen se manifestó inmediatamente después del golpe de Martínez Campos. La primera tarea de
Cánovas en el mismo desarrollo del pronunciamiento será afirmar su jefatura política amenazada
brevemente por los moderados, que pretenderán usufructuar el golpe de su general. A partir de este
momento Cánovas tuvo que ejercer una difícil función de arbitraje entre las dos tendencias, para
ampliar el máximo de apoyos, según su proyecto conciliador, pero sin romper la unidad del
movimiento alfonsino.
La constitucionalización y consolidación política del nuevo régimen, de acuerdo con las
directrices anunciadas en el Manifiesto de Sandhurst, se convierte en la primera y difícil tarea de
Cánovas en los dos primeros años de la Restauración. Junto a esta consolidación política y
estrechamente vinculada a ella, era igualmente urgente la pacificación militar en el norte de la

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

Península y en Cuba. La pacificación civil y militar eran objetivos prioritarios y para su logro iba a
utilizar dos instrumentos básicos: Un nuevo partido liberal-conservador, con la izquierda de los
moderados, los unionistas y la derecha de los constitucionales, y un rey-soldado, que asumiría
protagonismo directo en la guerra carlista para reforzar su imagen, y subordinar cualquier nuevo
intento de pronunciamiento.
La definición y consolidación política del nuevo régimen pasaba por la elaboración de unas
bases constitucionales que se encarga redactar a una comisión de 39 notables, sacados de una
asamblea de ex diputados y ex senadores. Elaboradas las bases en el verano de 1875, era preciso
elegir unas nuevas Cortes constituyentes (elecciones de enero de 1876) que aprobarían la nueva
Constitución (febrero a junio de 1876).
Este proceso político se desarrolló de acuerdo con los planes y directrices de Cánovas, pero
con fuertes resistencias de los moderados, principales opositores, junto con los carlistas, al carácter
tolerante y abierto de la Constitución que se trataba de implantar. De esta manera el proceso
político señalado sirvió también para depurar las posiciones políticas personales y para configurar
definitivamente el nuevo partido liberal-conservador sobre la ruina del viejo partido moderado.
Esta configuración del partido conservador habría de ser el pilar fundamental del nuevo régimen, y
constituyó, por tanto, en la atención de Cánovas, el principal objetivo de la transición política, la
garantía de la consolidación del nuevo régimen.

2.1. LA DICTADURA DE CÁNOVAS

Cánovas se vio obligado, para desarrollar su proyecto, a maniobrar hábilmente a derecha e


izquierda. Hasta abril-mayo de 1875, tomó una serie de medidas tendentes a contentar a los
moderados, para dividirlos y atraérselos a su proyecto. Entre esas medidas destacan las destinadas
al control de la prensa y el orden público, y a la recuperación de la posición de la Iglesia.
La más significativa, aunque no contó con el beneplácito del jefe de Gobierno, fue el
polémico decreto de Orovio sobre la ortodoxia moral y política de las enseñanzas impartidas por
los profesores del Estado, que provocó la llamada segunda cuestión universitaria: la expulsión de
sus cátedras de los profesores krausistas, que dio lugar a la fundación de la Institución Libre de
Enseñanza. Pero Varela Ortega ha situado el episodio en su verdadero contexto: la pugna
moderados-canovistas por la definición del nuevo régimen. Cánovas, a pesar de sus esfuerzos para
llegar a un acuerdo de facto con los krausistas para no hacer efectivo el castigo, se habría visto
obligado a encajar de momento esta situación tan contraria a sus proyectos. Sin ninguna dificultad
en la fundación de la ILE y en el amplio desarrollo de sus actividades e influencias, dentro y fuera
de la enseñanza pública, durante toda la Restauración.
La pugna moderados-canovistas, siguiendo a Varela Ortega, se va a centrar durante la
transición política (1875-76) en tres cuestiones:
* Retorno de Isabel II, bandera desde el comienzo de la Restauración de los moderados y
de los cruzados de la unidad católica, Cánovas logrará retrasarla hasta julio de 1876, cuando la
transición política estaba prácticamente concluida, con la nueva Constitución ya promulgada y la
guerra carlista terminada.
* El restablecimiento de la Constitución de 1845, y por tanto, de la unidad católica en ella
proclamada, era la mejor expresión de proyecto restaurador de los moderados, exclusivista y
revanchista, a diferencia del proyecto canovista, abierto y conciliador.
* La causa de unidad católica era enormemente popular. La última guerra carlista se
alimentaba ampliamente del sentimiento neocatólico y ultramontano. La cuestión religiosa fue la

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

más delicada que tuvo que afrontar Cánovas para sacar adelante su proyecto.
Desde el primer momento, la unidad católica fue el leit motiv de la propaganda y
movilización de los moderados contra los canovistas, pero especialmente a partir del momento en
que sus criterios fueron claramente derrotados en las bases constitucionales preparadas por la
Comisión de Notables en el verano de 1875. Perdida la batalla en la alta esfera política, se
intensifica la movilización y la protesta en la prensa, recogida de firmas, manifestaciones y
peregrinaciones, con el apoyo y las directrices vaticanas. La permanencia de la guerra carlista
añadía un factor más de riesgo que la diplomacia vaticana utilizaba como instrumento de presión.
Para Cánovas, sin embargo, la respuesta a este reto, es decir, la afirmación de su proyecto
conciliador (tolerancia de cultos frente a unidad católica), con todos los riesgos políticos
mencionados, se convirtió en la clave para la disolución de los moderados como grupo, y la
configuración definitiva de su partido político, el liberal-conservador.

2.2. LA ASAMBLEA DE NOTABLES Y LAS BASES CONSTITUCIONALES

Si hasta mayo de 1875, la política de Cánovas había tendido a dar confianza a su derecha (los
viejos moderados), a partir de este momento, y especialmente con la convocatoria de la Asamblea
de Notables (mayo de 1875), tenderá a establecer lazos con su izquierda, ex unionistas y ex
constitucionales, para la elaboración de su proyecto constitucional. En la gran Asamblea de
Notables, los moderados eran mayoritarios. La maniobra de Cánovas consistió en encargar la
elaboración de las bases constitucionales a una comisión de 39 en la que estaban representados
paritariamente las tres tendencias: moderados, canovistas y constitucionales escindidos del partido
sagastino. Con esa composición, Cánovas logrará sacar adelante su proyecto de Bases (y
concretamente la polémica cuestión de la tolerancia de cultos), con el apoyo de los constitucionales
y la oposición de los moderados. Con esta operación política ponía además las bases de la
constitución del partido liberal-conservador.
Conviene recordar que la Asamblea de Notables, punto de partida del largo proceso de
elaboración de la Constitución de 1876, fue en un principio una iniciativa de los constitucionales
monárquicos, con Alonso Martínez al frente, escindidos de la jefatura de Sagasta. La iniciativa fue
acogida, ampliada y apoyada por el Gobierno. La magna Asamblea de Notables de 341 ex
diputados y ex senadores más 238 adhesiones, se limitó a manifestar públicamente la intención
conciliadores y constituyente que estaba en el origen de los convocasteis.
Pero el verdadero trabajo de redactar las bases constitucionales fue encargado a una
Comisión reducida de 39 notables, que a su vez delegó en una subcomisión de nueve. Alonso
Martínez, desde dentro, y Cánovas, desde fuera, son los redactores efectivos de esas bases, origen
inmediato de la Constitución. Los trabajos de la Subcomisión y de la Comisión se prolongaron
durante casi dos meses, por el encono que suscitó la base 11 reguladora de la cuestión religiosa. En
torno a esta cuestión política fundamental se perfilaron las respectivas posiciones: la disidencia de
algunos moderados históricos, y la alianza de los canovistas con algunos constitucionales.
Por su parte, por indicación de Cánovas, la Comisión de los Notables en vísperas de las
primeras elecciones (enero de 1876), presentaba su trabajo. El llamado Manifiesto de los Notables,
verdadero manifiesto preelectoral, al justificar las bases constitucionales hacían un nuevo
llamamiento al consenso.
La convocatoria de las primeras elecciones que deberían aprobar la nueva Constitución
suscitó un debate en el Consejo de Ministros sobre la conveniencia o no de mantener el sufragio
universal de acuerdo con la Ley electoral de 1870. El debate concluyó en crisis ministerial y en

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

dimisión de Cánovas que abrió camino a un breve Gobierno presidido por el general Jovellar. Al
hacerlo así, evitaba la descalificación de los moderados históricos, salvando su liderazgo sobre el
partido conservador que trataba de crear.
Aprobada la fórmula electoral, tres meses después, Cánovas recuperó la jefatura del Gobierno
para afrontar personalmente la realización de las elecciones. Para ello contaba con el que se
consideraba ya un gran experto en fabricar elecciones, Romero Robledo.
Las elecciones, con las fórmulas habituales de intervenciones fraudulentas, garantizaron una
amplia mayoría para el nuevo partido conservador, respetando una minoría significativa para el
partido opositor (40 escaños), e incluso para algunas minorías distantes del sistema. La fabricación
parlamentaria de la mayoría conservadora consolidaba el proceso de configuración del partido
liberal-conservador, que sustentaría la aprobación de la Constitución, así como su aplicación y
desarrollo. Con ello Cánovas, como afirma Varela Ortega, hizo dentro del movimiento alfonsino,
marginando, antes de la Restauración, al partido dinástico mayoritario, el partido moderado, y
durante ella anulando su versión contrarrevolucionaria.

2.3. LA CONSTITUCIÓN DE 1876

La Constitución de 1876, por su larga vigencia, ocupa un lugar destacado en la historia del
constitucionalismo español. La mejor expresión del proyecto canovista: su pragmatismo, su
flexibilidad, su carácter ecléctico y ambiguo. Y, por todo ello, su capacidad de ser aceptable y
adaptable por unos y otros.
La mayoría la ha valorado como una mezcla dosificada de las Constituciones de 1845
(moderada) y de 1868 (liberal radical). Concretamente la Constitución canovista asumiría casi
íntegramente los derechos y libertades proclamados en la del 69, aunque algunos de esos derechos,
como la libertad de asociación, serían regulados mucho más tarde. Sin embargo, en lo esencial, la
Constitución de 1876 recogía la base doctrinaria moderada de la del 45. Un riguroso análisis
comparativo de la Constitución del 76 con todas las anteriores, desde la de Cádiz, como el que ha
hecho el profesor Manuel Martínez Sospedra que ha cuestionado este punto de vista, subrayando
por una lado la inspiración burkeana (inglesa) más que doctrinaria (francesa) en el proyecto de
Cánovas, y por otro, la estrecha dependencia del articulado del 76 respecto de toda la tradición
constitucional española del siglo XIX. Según este estudio, los dos puntos quizá más novedosos de
la Constitución del 1876, los que mejor expresan el pacto conciliador, la regulación de la tolerancia
de cultos (art.11) y la composición del Senado (en parte electivo, en parte vitalicio por derecho
propio y en parte por nombramiento real), no son tampoco originales. El régimen de tolerancia
estaba regulado de forma análoga en la nonata Constitución de 1856; y el modelo de Senado, en el
voto particular presentado por el puritano Pacheco, antiguo jefe de Cánovas, a la reforma
constitucional de 1845.
Según el citado estudio, en la Constitución de 1876 influyen no sólo las del 45 y del 69, sino
también, y de una manera más fundamental, la de 1837: La Constitución de 1837 proporciona no
sólo el modelo político y la arquitectura de la Constitución canovista, sino también en lo referente
a la organización y funcionamiento de las Cámaras, las Fuerzas Armadas y Ultramar.
En suma, todos los estudios sobre la Constitución de 1876 insisten en su fundamental
continuismo con la tradición constitucional española que arranca de Cádiz. La originalidad de la
del 76 y la base de su larga vigencia sería esa mezcla realista de fórmulas ya ensayadas, que tan
bien se manifiesta en los temas ya citados de la regulación de la cuestión religiosa y la
composición del Senado.

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

3. LA POLÍTICA DE LOS CONSERVADORES

3.1. EL FIN DE LA GUERRA CARLISTA

La transición política se va a ver acompañada y condicionada por las vicisitudes de la guerra


carlista. Una guerra cuya liquidación urgía al nuevo régimen, pero que no se hizo sin importantes
desgastes financieros y humanos.
La resistencia carlista en tres focos geográficos de desigual importancia: el Centro (La
Mancha, Aragón), Cataluña, el Norte (País Vasco y Navarra). Mientras que en el Centro no había
propiamente un ejército, sino partidas de guerrilleros atrincheradas en alguna plaza fuerte, en
Cataluña la ocupación carlista del espacio era mucho mayor, y en el Norte había un Estado
organizado y un ejército regular y numeroso. Las fases finales de la guerra coinciden con la
sucesiva liquidación de la resistencia en esos tres focos.
En la liquidación de la resistencia del Centro jugó un papel importante la declaración del
viejo general Cabrera (en París el 11 de marzo del 75) reconociendo la legitimidad de Alfonso XII.
Cuando en enero del 75 Martínez Campos tomó el mando de la campaña de Cataluña, los
carlistas ocupaban las tres cuartas partes del territorio. Aquí la clave de la resistencia militar se
localizaba en las plazas de Olot y Seo de Urgell. Por tanto, la toma de Olot (19 de mayo) y la de
Seo de Urgell, tras más de un mes de sitio, en agosto del 75, marcó e fin de la guerra en Cataluña.
La campaña del Norte fue la más larga. Aquí había dos ejércitos regulares frente a frente, si
bien el desequilibrio de fuerzas llegó a ser de cuatro a uno, a favor del ejército liberal, cuando la
liquidación de la resistencia en Cataluña permitió concentrar todo el esfuerzo en el Norte. En
diciembre del 75, con Jovellar ministro de la Guerra, tras el breve paréntesis de su presidencia del
Consejo, se reorganizaron las fuerzas en dos grandes cuerpos de ejército.
Se concedía el mando supremo de los dos cuerpos de ejército al rey, que se presentó en el
teatro de operaciones en la fase final de la guerra (febrero del 76), como lo había hecho también
hacía un año en el momento inicial de su reinado. La guerra carlista sirvió así para prestigiar y
afianzar la figura del joven Alfonso XII, entre el pueblo, como pacificador del país, y entre los
militares, como rey-soldado, supremo jefe del Ejército.
La ocupación de Estella (17-19 de febrero) y la de Tolosa (21 de febrero), la entrada de
Alfonso XII en San Sebastián y en Pamplona (28 de febrero), la entrada de Alfonso XII, en San
Sebastián y en Pamplona (28 de febrero), al mismo tiempo que don Carlos pasaba la frontera,
marca el final de la guerra y el regreso triunfal de Alfonso XII a Madrid. El final de la guerra
coincidía prácticamente con la apertura de Cortes para debatir la Constitución del 76.
La relativamente rápida victoria liberal se explica por la conjunción de varios factores. Por un
lado, las divisiones internas en el seno del carlismo, y algunas desafecciones significativas como la
del mítico general Cabrera. Por otro, el esfuerzo financiero, bélico y diplomático del Gobierno de
Madrid. La superioridad numérica del ejército liberal era de 4 a 1 según algunas estimaciones,
aparte de la mayor disciplina y eficacia de un ejército regular. El tiempo jugaba a favor de un
régimen en trance de consolidación constitucional (el final de la guerra coincidía con el final de
ese proceso).
La abolición de los fueros vascos, otras consecuencia de la derrota carlista, no significó la
anulación de algunas particularidades, como la posibilidad de mantener conciertos económicos
dando pie así a una vía de reconciliación.
Acabada la guerra carlista y consolidada la transición, tocaba abordar de manera más
decidida el conflicto cubano, que se venía prolongando desde el inicio del Sexenio revolucionario.

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

La pacificación de Cuba se vincula a la llegada de Martínez Campos en noviembre de 1876, como


general en jefe, manteniéndose Jovellar como capitán general (la estrecha compenetración entre
Jovellar y Martínez Campos ya se había manifestado en la guerra carlista.)
El éxito de la gestión militar y política de Martínez Campos en Cuba se debió a la conjunción
de varios factores:
* Un fuerte incremento de soldados y recursos militares, además del grupo de oficiales de
confianza que se llevó consigo le daban una clara superioridad militar;
* Una política de contactos con los líderes cubanos para llegar cuanto antes a acuerdos de
paz;
* Gestos humanizadores en las zonas que iba recuperando, dentro de una política de
atracción;
* El cansancio de una guerra demasiado larga para todos los contendientes.
* Los contactos con los líderes independentistas para establecer unas condiciones de paz
dieron un primer fruto en febrero de 1878, con la capitulación de los ejércitos del centro. Los
puntos principales del acuerdo eran los siguientes:
* Concesión a la isla de Cuba de las mismas condiciones políticas, orgánicas y
administrativas de las que disfruta la isla de Puerto Rico.
* Amnistía política e indulto general.
* Libertad a los colonos asiáticos y esclavos que hallen en las filas insurrectas.
La resistencia de Antonio Maceo en Oriente prolongó unos meses más la guerra hasta su
rendición en abril de 1878. En total había pasado un año y medio desde la llegada de Martínez
Campos, pero diez años desde el comienzo de la guerra.
Durante la segunda mitad del año 1878, Martínez Campos, capitán general de Cuba, comenzó
la reconstrucción de la posguerra, pero a principios de 1869 sería requerido en Madrid como
alternativa conservadora al Gobierno Cánovas.
El acceso a la presidencia del Consejo de Ministros de Martínez Campos tenía que ver con su
prestigio como pacificador de Cuba. Los problemas y dificultades que encontró en su breve
gestión tuvieron también estrecha relación con la difícil y polémica aplicación de las bases
acordadas en la Paz de Zanjón. La resistencia más significativa fue la que el Senado, controlado
por los conservadores canovistas, impuso al proyecto de ley de Abolición de la Esclavitud.
La aplicación de las condiciones de paz era tanto más urgente si se quería evitar el rebrote de
la guerra independentista, como de hecho ocurrió enseguida en agosto de 1879. La guerra chiquita
duró escasamente un año, y el control militar de la situación, a cargo de Polavieja, fue rápido.
Ahora bien, la Paz de Zanjón no podía acabar con la tendencia profunda de Cuba a la
independencia como reconocía el propio general Polavieja en carta al capitán general Blanco en
junio del 79.
Finalmente, el nuevo Gobierno Cánovas, que sustituyó al de Martínez Campos logró sacar
adelante la ley de Abolición de la Esclavitud (13 de febrero de 1880), pero no las otras reformas
administrativas y económicas pactadas para Cuba.

3.2. ORDEN PÚBLICO Y CONTROL DE LAS LIBERTADES

La preocupación por el orden y la legislación restrictiva de las libertades reconocidas en la


Constitución es algo que siempre se ha atribuido característicamente a la gestión de Cánovas en los
primeros años de la Restauración, a diferencia de la liberalización promovida por el Gobierno
fusionista de Sagasta en el bienio 1881-83.

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

En efecto, Cánovas gobernó durante la transición (enero del 75 a enero del 77) con un
régimen de excepción -estado de sitio y suspensión de garantías constitucionales- que se prolongó
incluso más allá de la aprobación de la Constitución del 76. Ahora bien, esta situación se había
decretado ya durante el año 74. Cánovas aplicó la represión y el control de las libertadas con un
cierto carácter selectivo, sin revanchismo, y no impidiendo la actividad políticas de los grupos
desgastados.
La Ley de 10 de enero de 1877, que exculpaba y justificaba toda la política represiva
excepcional llevada a cabo desde enero del 74, supuso el final de la dictadura de Cánovas y el
inicio de la regulación, aunque restrictiva, de las libertades. Entre ellas, la de una de las más
polémicas a los largo del siglo XIX, la libertad de imprenta.
Según la Ley de 7 de enero de 1879, la libertad de imprenta quedaba sometida a las
siguientes condiciones: autorización gubernativa para las nuevas publicaciones; depósito previo;
respeto a la religión, sobre todo a la religión del Estado, al rey e institución monárquica, a la
propiedad y a la familia, a orden público y al Ejército; establecimiento de un tribunal especial para
delitos de imprenta. El libro de J. Timoteo Álvarez "Restauración y prensa de masas" nos presenta
las diversas formas de presión gubernamental que sufrió la prensa en estos primeros años de la
Restauración: censura e irregularidades telegráficas en la comunicación de noticias; irregularidades
en la distribución postal de periódicos; intervenciones directas de organismos de la
Administración; utilización habitual del fondo de reptiles, diversas formas de regalos y sobornos.
Una mayor cantidad de expedientes a lo largo de 1880, en el marco de la Ley de 1879. Se
trata de una censura claramente política, centrada fundamentalmente en periódicos de Madrid de
signo antidinástico. Según el citado estudio, los motivos de denuncias eran: por injuriar al
Gobierno o instituciones, por exaltar la libertad y la República, por ataques al Ejército o Guardia
Civil, por exaltación y defensa del carlismo, por injurias a rey o a la familia real.

3.3. LA GUARDIA CIVIL Y LA JURISDICCIÓN MILITAR

Más allá de las declaraciones constitucionales y de las leyes reguladoras de las libertades, en
la práctica, el ejercicio garantizado de esas libertades se vio muy condicionado por la ausencia de
una policía y fuerzas de orden público profesionalizadas y no militarizadas. La Guardia Civil era el
instrumento habitualmente utilizado por las autoridades para imponer el orden. Pero una normativa
reciente la había convertido de hecho en un cuerpo militar, de forma que cualquier delito contra
ella pasaba a la jurisdicción militar.
Las escasas diferencias de las respectivas políticas gubernamentales: unos y otros dejaron en
manos del Ejército y la Guardia Civil (militarizada) la defensa del orden público ante la práctica
inexistencia de un aparato policial específico. Esta utilización de la Guardia Civil frente a delitos
comunes implicó en la práctica la presencia de la jurisdicción militar en el juicio de conductas
relacionadas con el ejercicio de los derechos y libertades teóricamente garantizados en la
Constitución y en las leyes complementarias.
El propio Gobierno liberal, en circular del 7 de febrero de 1881, aconsejaba a los alcaldes no
acudir tan frecuentemente de la Guardia Civil para solucionar los conflictos locales, con el fin de
evitar la comisión de delitos. Pero la intervención de la Guardia Civil fue en aumento, en la medida
en que se carecía de una administración policial civil y profesional, y cuando los modernos
conflictos sociales iban creciendo.
Esta invasión de la jurisdicción militar matiza en alguna medida la imagen tan extendida del
carácter civilista de la Restauración frente al régimen de pronunciamientos de la Monarquía

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

isabelina. Ahora la presencia del poder militar en el sistema político era de otro tipo, pero no
menos importante.
Una de las primeras medidas del Gobierno liberal fusionista fue precisamente tolerar esas
celebraciones. Pero más adelante, frente a movilizaciones de los gremios industriales catalanes,
contra las reformas fiscales de Camacho, se proclamó el estado de sitio en Barcelona y en todo el
país, en agosto-septiembre del 83, frente a las conspiraciones republicanas.
La política económica de los conservadores trató de poner orden el algunos asuntos urgentes,
como la deuda pública que no había dejado de crecer en el Sexenio, y en los primeros años de la
Restauración por la prolongación de la guerra carlista. Organizar el presupuesto y sanear la deuda
fueron los principales objetivos de Salaverría y Barzanallana, ministros de Hacienda con Cánovas.
Pero también aquí la política de los conservadores aprovechaba medidas tomadas en el año 1874.
Los hacendistas de la Restauración se encontraban bastante cómodos en el sistema que les había
diseñado don Juan Francisco Camacho en el Decreto de 26 de junio de 1874, por el que se
aprobaban los presupuestos del siguiente año económico.
Los dos primeros años de la Restauración están marcados por el efecto de la guerra, cuyo
gasto absorber casi la mitad del presupuesto. Sólo la liberación de gastos de la guerra permitió al
Gobierno plantearse como objetivo prioritario el arreglo de la deuda. El ahorro de la guerra pasaba
casi íntegramente a saldar los intereses de la deuda.
Una política decidida frente al déficit público creciente obligaba a un presupuesto
equilibrado, lo que equivale a decir un aumento de los ingresos fiscales, pues la reducción de
gastos era prácticamente imposible.
La política comercial, el objetivo principal de la política gubernamental en los cinco primeros
años de la Restauración era favorecer al máximo el comercio como fuente de ingresos aduaneros.
La política de los hombres de la Restauración estaba guiada por un sentido más pragmático que
ideológico tendente a favorecer la exportación de la principal producción española de la época: el
vino.
La política comercial de los conservadores en estos años se basó en el efecto complementario
de dos instrumentos: el arancel de doble columna y los tratados comerciales bilaterales.
Hasta 1881 el arancel se planteó más desde necesidades hacendísticas que comerciales. Si no
se produjo de forma inmediata el viraje proteccionista fue precisamente porque el Estado
necesitaba incrementar los ingresos fiscales, y el impuesto de aduana era una buena fuente. El
ministro García Barzanallana incluyó en los presupuestos de 1877-78 unos derechos
extraordinarios sobre la importación y otros sobre los productos más competitivos del comercio de
exportación.
Los acuerdos comerciales más importantes en estos años fueron los llevados a cabo con
Francia (en diciembre de 1877 y enero de 1880), con Bélgica (julio de 1876 y 1878) y con Austria-
Hungría (junio de 1880). La ausencia más significativa era la falta de acuerdos con Inglaterra.
En suma, antes de 1881, los conservadores ya habían iniciado una política de apertura al
comercio exterior. Lo que se traducía en una evolución favorable de la balanza comercial,
deficitaria sólo en 1874 y 1876, y muy positiva en 1880 y 1881, sobre todo por el efecto del
creciente aumento de la exportación de vino a Francia.
¿Política de recogimiento? Frente a la imagen de un Cánovas defensor de una política
aislacionista, Jover ha caracterizado la política exterior de los conservadores en esa primera fase de
la Restauración como política de recogimiento, que trata de evitar tanto el aislamiento como el
compromiso. Cánovas, observador de la realidad internacional, ha captado muy bien el auge del
mundo anglosajón, la decadencia de la raza latina y la hegemonía alemana en la nueva Europa.
Jerónimo Bécker, rechazando el calificativo de aislacionista al referirse a la política exterior

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

de los liberales en los años ochenta, reconocía comparativamente el carácter defensivo de la


política exterior de los conservadores, a diferencia de la de los liberales.
Refiriéndonos más concretamente a la evolución de esa política de recogimiento, hay que
mencionar en primer lugar las gestiones para lograr el reconocimiento del nuevo régimen por los
Estados europeos. Entre la inicial desconfianza de Inglaterra ante una Monarquía católica
intolerante, y el apoyo de Francia a los refugiados republicanos y Carlistas, la Alemania de
Bismarck aparece como el más firme valedor. El acuerdo hispano-alemán de 31 de diciembre de
1877, dice Jover, constituye e instrumento diplomático que viene a confirmar el apoyo y la
simpatía dispensados por el Gobierno alemán a la Monarquía alfonsina desde los días de su
establecimiento. Dicho acuerdo, en todo caso, no suponía la integración plena de España en el
sistema de alianzas bismarckiano.
Aparte de la política de tratados comerciales con los países europeos (uno de los objetivos
básicos de la política económica de los conservadores), la cuestión que obliga ineludiblemente a
Cánovas a intervenir en el foro internacional es la creciente presión colonial europea sobre África.
La conferencia de Madrid (junio-julio de 1880) sobre los problemas que planteaba la
presencia europea en el debilitado reino de Marruecos fue la ocasión para afirmar el protagonismo
de España, y en concreto de Cánovas, en el marco internacional.
La iniciativa privada de algunos intelectuales, como Costa, suplía la débil iniciativa
gubernamental. A partir de la Real Sociedad Geográfica, fundada a finales de 1976, y la
Asociación Española para la Explotación de África, fundada en 1877, se creó más tarde la
Sociedad de Africanistas, durante el Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil
celebrado en Madrid en 1883. Este grupo africanista madrileño, en el que jugó un destacado papel
Joaquín Costa, promovió varias expediciones a Río de Oro, Sahara y Golfo de Guinea, y pidió al
Gobierno la ocupación de Santa Cruz del Mar Pequeña, la anexión de Guinea y el Muni, y la
intensificación de las relaciones políticas y comerciales de España con Marruecos.

4. EL TURNO DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

La prueba de fuego de la consolidación del régimen lo constituía el ejercicio efectivo del


turno o acceso alternativo al poder por fuerzas políticas distintas, sin recurrir al pronunciamiento
militar o a la presión revolucionaria. Ello implicaba previamente la existencia de dos partidos
distintos, pero fieles en lo esencial a las bases constitucionales de la Monarquía constitucional
restaurada.
El partido conservador se había ido configurando, no sin dificultades, ya durante el Sexenio
revolucionario, en torno a Cánovas y el movimiento alfonsista. Aun así su consolidación no había
estado exenta de fuertes tensiones entre el grupo de los moderados (mayoritarios inicialmente en el
alfonsismo) y los canovistas. La batalla constitucional, y más concretamente, la definición del
régimen de tolerancia del artículo 11, habían terminado de configurar un partido cuyo eje central lo
constituían los canovistas, con aportes de la derecha (antiguos moderados), y provisionalmente de
la izquierda (la derecha de los constitucionales con Alonso Martínez).
El partido liberal tardó más en configurarse y en encontrar un líder indiscutible, y ello
explica, entre otras razones, su tardanza en acceder al Gobierno. Inicialmente, en 1875-76, la
escisión de los disidentes de Alonso Martínez, por la derecha, y de los seguidores de Ruiz Zorrilla,
por la izquierda, había debilitado a los constitucionales. La base irrenunciable del programa de los
hombres vinculados a Sagasta era la Constitución de 1869.
Durante los primeros años de Gobierno conservador canovista (1876-78) los constitucionales

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

de Sagasta fluctuaban entre la tendencia conspiradora republicana (contactos Zorrilla-Serrano-


Castelar) y la posibilidad de llegar a gobernar sobre la base de la aceptación de la Constitución de
1876, como un mínimo a desarrollar.
El desgaste político de los conservadores en el ejercicio del poder, las divisiones que la Paz
de Zanjón, y las concesiones reformistas que ella implicaba, provocaron en ese grupo las
expectativas que suscitó el regreso del general pacificador Martínez Campos, parecían anunciar
una crisis política y una posibilidad para los liberales.
La sustitución de Martínez Campos por Cánovas provocó el enfrentamiento parlamentario
entre los dos personajes sobre su respectivo protagonismo y responsabilidad en el proceso
restaurador. En ese debate (junio de 1880) Cánovas enfatizaría la trama civil restaurador afrente al
pronunciamiento de Sagunto.
La posibilidad de acceder al poder obligaba a los liberales a configurar un partido amplio. A
lo largo de 1880 se creó el partido liberal-fusionista y se pusieron las bases de su acceso al poder.
A mediados de mayo de 1880 se llegó por fin a un acuerdo de fusión entre los constitucionales de
Sagasta, los centralistas de Alonso Martínez y los seguidores de Martínez Campos. Era un partido
aún demasiado heterogéneo, poco cohesionado, a juicio de Cánovas y los conservadores, que se
resistían a ceder al poder. Pero precisamente por esa heterogeneidad contenía suficientes garantías
(los militares y el grupo de Alonso Martínez) de respetar la Constitución de 1876 y abortar
cualquier tentación revolucionaria constituyente.
Durante el segundo semestre del año 1880 se presionó de distintas formas sobre el rey para
que, de acuerdo con el poder moderados que le reservaba de hecho la Constitución, encargara a los
liberales la formación de un Gobierno. Es lo que ocurrió en enero-febrero de 1881 con la dimisión
del Gobierno Cánovas y el encargo que recibió Sagasta.
Este primer ejercicio pacífico del turno, por más que se tratara de una operación sin riesgo,
controlada y facilitada por el propio Cánovas, no debe ser minusvalorada a posteriori. Como señala
Varela Ortega, la figura de un Sagasta domesticado es muy posterior. En aquel momento
significaba el fin del exclusivismo, el cumplimiento de uno de los principios básicos del nuevo
régimen, la garantía de consolidación del mismo, o, en un sentido amplio, el final de la transición
política.
La permanencia de los liberales en el poder dependía directamente de la capacidad de Sagasta
para mantener unido un partido inicialmente tan heterogéneo.
Las rivalidades y dificultades entre familias se manifestaron a la hora de distribuirse los
puestos administrativos y los cargos políticos en las elecciones municipales y generales. Sagasta,
para mantener el equilibrio entre tendencias, favoreció electoralmente a grupos de su derecha
(centralistas de Alonso Martínez) por encima de su verdadera representación inicial en el partido.
Ahora bien, desde el punto de vista ideológico, esta variedad de familias se resumía en dos
bloques bastante incompatibles: los demócratas o facciones de izquierda, procedentes del
progresismo y partidarios de la soberanía nacional, y las facciones derechistas, procedentes de
centralistas y conservadores, partidarios del principio doctrinarios de la soberanía compartida. Esta
divisoria fundamental haría difícil, al margen de las rivalidades personales, el desarrollo de un
programa liberal coherente.

4.1. LA DIVISIÓN DE LOS REPUBLICANOS

A los dieciocho meses del Gobierno Liberal, la Unión Republicana aparecía hecha girasen.
Así, aunque los liberales no hubieran hecho otra cosa, podían vanagloriarse de haber disuelto en la

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

impotencia al partido revolucionario.


En primer lugar hay que anotar el abandono del republicanismo del grupo seguidor de Moret
que constituyó el Partido Monárquico Democrático.
En segundo lugar, entre la primavera y el otoño del año 1881, se sucedieron debates internos
en el seno del partido zorrillista entre los partidarios de la lucha real y los del pronunciamiento.
Tras el triunfo de la segunda tesis, algunos significados partidarios de la oposición legalista,
Martos, Montero Ríos, Echegaray, Canalejas, Romero Girón, abandonaron el partido.
Unos meses más tarde, tras el fracaso de una tentativa militarista, Salmerón, Muro y Azcárate
formaron un grupo parlamentario republicano, distinto del zorrillista, contrarios al golpismo.

4.2. LA IZQUIERDA DINÁSTICA

La desintegración de la Unión Republicana y los abandonos del republicanismo, a la vez que


fortalecían el régimen (la Monarquía constitucional restaurada) debilitaban aún más el partido
liberal-fusionista. Con los antiguos republicanos, Moret, Montero Ríos, Martos y sus respectivos
seguidores, se formó en el verano de 1882 un nuevo partido, la Izquierda Dinástica, que aspiraba a
desplazar a Sagasta y a constituir el auténtico partido liberal.
Las presiones constantes de este grupo hacían cada vez más difícil el mantenimiento del
Gobierno de coalición fusionista. Sagasta, finalmente, se vio obligado, en enero de 1883, a
nombrar un nuevo Gobierno, desprendiéndose de algunos de los hombres más significativos de su
ala derecha: Romero Girón sustituyó a Alonso Martínez en Gracia y Justicia, y Sardoal, a Vega de
Armijo en Estado. Así reconstruía la coalición, ahora basculando hacia la izquierda. Si el nuevo
Gobierno fusionista se mantuvo varios meses (hasta el verano) fue sobre todo por los
personalismos de las figuras de la Izquierda Dinástica: Serrano, Montero Ríos, López Domínguez,
Martos, Moret. La acción unitaria de todos ellos podía acabar en cualquier momento con el
Gobierno de Sagasta.
En el verano de 1883 dos hechos vinieron a deteriorar la situación política, dando al traste
con Sagasta y su coalición fusionista. En primer lugar, un pronunciamiento militar republicano
(iniciado en Badajoz el 5 de agosto de 1883) alentado por Ruiz Zorrilla con elementos de la
Asociación Republicana Militar. Aunque frustrado, y con escasa repercusión real, sirvió para
quemar al ministro de la Guerra, obligado a dimitir, por su desconocimiento de la conspiración
militar y su torpe reacción. En segundo lugar, el deterioro en las relaciones diplomáticas franco-
españolas que provocó la visita del rey Alfonso XII a Alemania, acabó con la dimisión del
ministro de Estado, Vega de Armijo, otro de los representantes de la derecha liberal. La oposición
conjunta de la Izquierda Dinástica y de los conservadores obligó a Sagasta a dimitir y dar paso a
un Gobierno de mayoría de la Izquierda Liberal, presidido por Posada Herrera Los conservadores
aprovecharon las divisiones que se venían arrastrando en el seno de la coalición liberal, y la crisis
de orden público en Andalucía (quema de cosechas, acontecimientos de la Mano Negra), para
desacreditar y deslegitimar el liderazgo de Sagasta en la familia liberal.

4.3. EL GOBIERNO DE 90 DÍAS DE LA IZQUIERDA DINÁSTICA

El primer bienio de gobiernos liberales en la Restauración durante la Monarquía de Alfonso


XII terminó con un breve e inestable Gobierno, presidido por un político de la generación anterior,
Posada Herrera, en el que participaban importantes figuras de la Izquierda Dinástica: Moret en
Gobernación, Sardoal en Fomento, López Domínguez, sobrino de Serrano, en Guerra, y como jefe

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

de Gobierno en la sombra, Martos. En los proyectos ministeriales había un indudable aliento


reformista, muy superior a la posibilidad real de llevarlos a cabo.
El Gobierno había nacido con la benevolencia y el pacto de Sagasta, que pasó a ocupar la
presidencia del Congreso de los Diputados. El nuevo Gobierno, que no logró el decreto de
disolución de unas Cortes con mayoría sagastina, dependió constantemente de la buena voluntad
del líder liberal. Según define la situación el propio Sagasta, se trataba de un Gobierno sin mayoría
y una mayoría sin Gobierno.
Desde el primer momento los proyectos políticos reformistas, las señas de identidad de la
izquierda liberal (el sufragio universal y la reforma constitucional de 1876) tropezaron con las
reticencias y el rechazo de Sagasta. Ello adquirió su máxima expresión pública en el debate del
mensaje a la nación, donde, con gran regocijo de Cánovas, Sagasta se convirtió en el mejor
defensor del principio de la soberanía compartida, pilar fundamental del régimen.
Esta actitud política de Sagasta, además de impedir el Gobierno de la Izquierda Dinastía, y la
recomposición de la coalición liberal, y, por tanto, la permanencia de los liberales en el poder,
significaba que el Partido Liberal de Sagasta abandonaba la tradición Constitucional-Progresista de
soberanía nacional por la canovista doctrinaria de soberanía compartida. Al terminar la primera
experiencia del turno liberal, el régimen político quedaba consolidado.

4.4. EL ÚLTIMO GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ALFONSO XII

Lo más significativo del nuevo Gobierno conservador formado por Cánovas en enero de
1884, fue la incorporación de Alejandro Pidal y Mon en el Ministerio de Fomento. Para Cánovas
significaba la ampliación por la derecha de la base del partido y la integración en el régimen de
una parte del electorado carlista.
La inclusión de Pidal en el Ministerio acarreó al Gobierno varios problemas políticos y
diplomáticos, al suscitar las presiones encontradas de los integristas y de los liberales y
republicanos. Dos incidentes representativos de esta situación ocuparon buena parte del tiempo y
de las preocupaciones del Gobierno:
En el verano de 1884, unas declaraciones parlamentarias de Pidal sobre el reino de Italia y el
poder temporal de los Papas (la cuestión romana), convenientemente provocadas y explotadas por
los liberales, provocaron un delicado problema diplomático difícil de enmendar, pues una
rectificación oficial del Gobierno español ante el italiano provocaría la indignación del Vaticano y
la agitación de los católicos contra el Gobierno y contra el ministro Pidal.
El octubre del 84, el discurso inaugural de la Universidad Central, a cargo Miguel Morayta,
en presencia del ministro, volvió a suscitar la polémica sobre la libertad de cátedra. El contenido
del discurso y la personalidad de Morayta, Gran Oriente de la masonería, provocaron la inmediata
reacción católica: pastorales de obispos contra el liberalismo, la masonería y las escuelas laicas, y
escritos en la prensa integrista cuestionando la presencia de Pidal en el Ministerio.

4.5. LA CUESTIÓN DE LAS CAROLINAS

Otros factores contribuyeron a desgastar el Gobierno conservador a lo largo de 1885, de


forma que, aunque no se hubiera producido la muerte del rey, probablemente se habría producido
el relevo de los liberales.
La política exterior española se vio condicionada por el creciente movimiento colonial
europeo. La Conferencia de Berlín en 1885, sobre la exploración y colonización de África,

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

estableció, como se sabe, unas reglas de juego para delimitar la soberanía mediante la ocupación
real de los territorios explorados por los respectivos países europeos.
Una derivación más de la iniciativa colonial europea, en el marco de la Conferencia de
Berlín, fue la impugnación real. Era la aplicación al Pacífico de los principios aprobados en Berlín
para la explicación de África. La reclamación alemana (agosto del 85) provocó una fuerte reacción
popular (manifestaciones patrióticas en Madrid ante la embajada alemana el 4 de septiembre).
Bismarck rectificó y propició el acuerdo negociado proponiendo a León XIII como árbitro. La
resolución de la Santa Sede (octubre del 85) reconocía la soberanía de España, pero le obligaba a
hacerla efectiva mediante la ocupación militar y administrativa, a la vez que garantizaba a
Alemania la libertad de comercio y de explotación agrícola. Al margen del dictamen concreto, el
arbitraje de la Santa Sede sirvió sobre todo para superar definitivamente las tensiones entre León
XIII y Bismarck.

4.6. EL CÓLERA DE 1885

La epidemia del cólera, que es extendió por el Sur y por Valencia y Murcia durante el verano
de 1885, contribuyó al desprestigio del ministro de Gobernación, Romero Robledo, que se vio
obligado a dimitir, y al desgaste del Gobierno conservador. La equivocada política ministerial
frente a la epidemia, basada casi exclusivamente en el aislamiento y la cuarentena, y su resistencia
a utilizar la vacuna Ferrán, provocaron las críticas generalizadas, y diversas políticas sanitarias
cantonalistas al margen de las decisiones del Gobierno.
El cólera puso, por otra parte, de relieve los límites y contradicciones de la sociedad de la
época:
* El bajo nivel científico de algunos lugares y autoridades académicas, con su resistencia
visceral a experimentar con la vacuna Ferrán;
* Las malas condiciones sanitarias e higiénicas de muchas poblaciones;
* Las fuertes desigualdades sociales quedaron reflejadas en las distintas tasas de
mortalidad por barrios y clases sociales. Las clases acomodadas huyeron hacia el Norte,
prolongando sus vacaciones en el verano del 85;
El peso del factor católico y eclesiástico en la sociedad de la época: la predicación de la
epidemia como castigo moral. En un sentido positivo, la atención curativa y hospitalaria de
personas e instituciones religiosas y seglares suplió en buena medida las deficiencias de la
beneficencia pública.
En las elecciones municipales de 1885 los liberales, en coalición con los republicanos,
consiguieron resultados muy favorables en ciudades como Madrid. A estos avances liberales, se
unió la incertidumbre política que provocaba la inminente muerte del rey, y el retorno de las
amenazas antidinásticas, de derecha y de izquierda, carlistas y republicanos, respectivamente. Al
decir de Cánovas, la muerte del rey, y el vacío político subsiguiente, imponían una segunda
Restauración. A ello obedeció el supuesto pacto de El Pardo, o más bien, la tregua por la que
Cánovas ofrecía apoyar un Gobierno liberal presidido por Sagasta.

5. LA POLÍTICA DE LOS LIBERALES (1881-84)

El nuevo Gobierno de Sagasta inició su mandato con una serie de medidas y circulares que
ampliaban el marco de la libertad de expresión, derogando barreras censoras, impuestas en los
primeros momentos de la Restauración:

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

* La circular de Albareda (febrero del 81), consagrando la libertad de cátedra, posibilita la


vuelta de los profesores krausistas a sus cátedras, anulando los efectos del decreto de Orovio.
* La autorización de los actos conmemorativos de la primera República, al amparo de la
ley de Reuniones Públicas de 1880, era la primera oportunidad de propaganda pública para los
republicanos.
* Otra circular del ministro de Gracia y Justicia (marzo del 81) levantaba la censura sobre
el tratamiento de cuestiones políticas fundamentales.
Todas estas circulares liberalizadoras ampliaban sin duda el marco de expresión, y
despertaban en Castelar esperanzas.
El talante y la iniciativa reformista del Gobierno fusionista se aprecia en una serie de
proyectos educativos, judiciales y económicos que promueven los ministros responsables de esa
gestión: Albareda en Fomento, Alonso Martínez en Gracia y Justicia, Camacho en Hacienda. A lo
que habría que añadir la nueva política exterior de Vega de Armijo.
Uno de los principales objetivos del ministro Alonso Martínez era la promulgación de un
nuevo Código Civil. En estos años se avanza significativamente, pero hasta 1889 no va a salir
delante.
Entre las reformas judiciales promovidas en este tiempo podemos señalar: la promulgación
de la ley de Enjuiciamiento Criminal, la aprobación de las bases para la elaboración del Código
Penal del Ejército y de la Armada y para la organización de los tribunales militares; es
establecimiento de Audiencias de lo Criminal en toda España: la creación de tribunales colegiados
y la institucionalización del juicio oral y público.
En el Ministerio de Fomento, a cuyo frente estuvo Albareda, se cifraron parte de los impulsos
reformistas liberales.
En Educación, aparte de la derogación del decreto Orovio sobre libertad de cátedra, conque
inauguró su mandato, el objetivo prioritario fue la significación de la enseñanza primaria pública:
garantizar el pago puntual a los maestros de sus salarios y acabar con el mal endémico de los
atrasos. La preocupación pedagógica de un Ministerio, en el que influyeron hombres de la
Institución Libre de Enseñanza, o la implantación de la asignatura de gimnasia en los institutos. La
preocupación por la renovación de los planes de estudios universitarios se concretó en la creación
de cuatro nuevas de cátedras de estudios superiores en la Universidad Central.
La educación popular como instrumento de reforma social, otra de las líneas de acción
propugnadas por los krausistas, encuentra también reflejo en la política de Albareda. Por un lado,
con el impulso a las bibliotecas populares, creadas en 1869; por otro, con el apoyo a las escuelas
de artes y oficios.
Las directrices básicas de la política agraria, comercial e industrial venían marcadas por el
Ministerio de Hacienda por lo que las competencias del de Fomento en muchas de estas materias
eran muy reducidas. De ahí las medidas sobre creación de granjas-modelo, concurso para la
ubicación de cartillas agrícolas, fomento de las exposiciones agrícolas, y reforma del Instituto
Agrícola Alfonso XII.
La preocupación gubernamental por la emigración. El proyecto de Repoblación Rural trataba
de frenar la emigración al extranjero.
La Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico impulsó notablemente la
publicación de censos de población y estadísticas de emigración.
La gestión económica de Camacho al frente del Ministerio de Hacienda se reflejó en una
serie de reformas hacendísticas y fiscales que provocaron importantes resistencias y
movilizaciones de los sectores e intereses afectados. No se trata de una política totalmente
novedosa, pues retomaba con más experiencia, proyectos planteados por él mismo en 1874.

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

Tampoco significaba una ruptura con la política de los ministros conservadores. El objetivo
prioritario de los primeros ministros de la Restauración, Salaverría y Barzanallana, era la
contención del déficit, el equilibrio presupuestario, como paso previo al arreglo de la deuda
pública, y éste fue el principal objetivo y logro de la gestión de Camacho el 31 de diciembre del 81
fueron acompañados de una serie de reformas administrativas las cuales introducidas por Camacho
y eliminadas, en buena parte, por Gobiernos conservadores, eran las siguientes:
* Creación de la Inspección General de la Hacienda Pública.
* Creación de la Dirección General de lo Contencioso-Administrativo.
* Organización de la administración económica provincial.
* Procedimiento para las reclamaciones económico-administrativas.
* Creación del Cuerpo de Inspectores de la Contribución Industrial y del Comercio.
La polémica liberales-conservadores en torno a la implantación de esas reformas caracteriza
las respectivas posiciones. Se suprimieron algunos impuestos, como los que gravaban la
fabricación y el consumo de la sal. Estos se sustituyeron por otro nuevo impuesto equivalente a los
de la sal, contribución directa que se exige a los contribuyentes por inmuebles, cultivo y ganadería
o industrial y del comercio y a quienes paguen determinados alquileres de fincas no destinadas a la
industria. Este impuesto, uno de los más combatidos, influyó en el aumento de los ingresos del
Estado y en el equilibrio presupuestario.
La contribución territorial (el impuesto sobre inmuebles, cultivo y ganadería), era, con
diferencia, el principal de los impuestos directos, pero el aumento de la recaudación por esta
partida pasaba por la actualización del catastro. Aunque siguió dominando la ocultación de la
riqueza.
La reforma de la contribución industrial fue tan contestada por los gremios que el Estado
tuvo que aceptar muy pronto (en febrero del 82) una revisión del primer reglamento.
En cuanto a los impuestos indirectos, el impuesto de consumos, el más importante después
del de aduanas, fue reforzado por los liberales. Se trató de adaptar mejor la distribución local del
impuesto no sólo al tamaño de la población sino al de su capacidad de consumo, el aumento en la
recaudación del impuesto por consumos compensó la reducción de ingresos que, en ese capítulo,
había supuesto la eliminación de los impuestos de la sal.
Los ingresos por monopolio, la renta del tabaco siguió constituyendo una de las partidas
fundamentales, como lo venía siendo desde el inicio de la Restauración. La aportación de
Camacho consistió en el proyecto de invertir una parte importante de esos ingresos en lo
modernización de las fábricas de tabaco.
Junto al aumento de los ingresos fiscales, el equilibrio presupuestario se basó también en una
política de contención del gasto. La clave de esa contención del gasto estuvo en la importante
reducción de los intereses de la deuda pública.
Esta conversión de la deuda, considerada como uno de los mayores éxitos de la gestión de
Camacho, además de posibilitar el equilibrio presupuestario, contribuyó a la recuperación del
crédito público en los mercados internacionales, al éxito de la conversión de la deuda contribuyó
un proceso de transformación del sistema monetario español: abandono del patrón oro, aumento de
la circulación fiduciaria y depreciación de la peseta. El respiro respecto al agobio de la deuda sólo
duró algunos años hasta el 98.
Sus reformas fiscales desataron la resistencia y la protesta de grupos económicos afectados.
La protesta de los gremios de Barcelona frente a la reforma del impuesto de contribución
industrial, en febrero-marzo de 1882, se unió al movimiento proteccionista frente a la negociación
del tratado comercial con Francia.
Una de las iniciativas recaudatorias de Camacho, el proyecto de venta de montes públicos y

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

dehesas boyales, encontró resistencia en el propio Gabinete ministerial, la del ministro Albareda,
promotor de diversas iniciativas de fomento de la agricultura. Albareda y Camacho, dos de los
ministros reformistas del primer Gobierno liberal-fusionista, serían sustituidos en el nuevo
Gobierno por Pelayo Cuesta, en Hacienda, y Germán Gamazo, en Fomento.
La política de apertura comercial de los liberales es un elemento más de su política
económica, pero también caracteriza su política exterior. El régimen de acuerdos comerciales se
generalizó durante la década de los ochenta. Los más trascendentales, por el volumen del
intercambio, fueron el de Francia (1882) y el de Inglaterra (1885). En ambos casos favorecer la
exportación del vino fue el interés principal, y en las dos ocasiones los acuerdos tropezaron con
fuerte resistencia de los grupos interesados. La resistencia catalana, notable ya en febrero-mayo de
1882, frente al acuerdo con Francia, se hizo aún mayor en 1885, contra el tratado con Inglaterra.
El equilibrio presupuestario conseguido hacía menos urgente ahora la utilización del arancel
como fuente básica de ingresos fiscales.
Junto a los tratados comerciales, los Gobiernos adoptaron otras medidas favorecedoras del
comercio, y compensatorias para los sectores más afectados por aquellos tratados: mayores
facilidades para la circulación interior; desarrollo del tráfico con las Antillas, reducción selectiva
de derechos arancelarios para la importación de aquellos artículos considerados materias primas
para la industria. Estas últimas medidas favorecieron a la mayoría de los sectores: el textil, la
industria jabonera, químicas de transformación, y la industria en general, por la rebaja del precio
del carbón.
En suma, el balance del comercio exterior español en los años ochenta, hasta 1885, es
positivo. El sostenido superávit de la balanza comercial, cuyo volumen no dejó de crecer en estos
años, aunque con un carácter concentrado y dependiente de Francia (vinos) e Inglaterra
(minerales).

5.1. POLÍTICA EXTERIOR

La orientación de la política exterior, en línea de continuidad con la ya iniciada, aunque más


tímidamente por los conservadores, tenía que adaptarse a la nueva realidad europea, presidida por
el sistema de alianzas de Bismarck. Por otra parte, algunos conflictos significativos con Francia, en
el norte de África, y con Inglaterra, en Gibraltar, aconsejaban buscar en la alianza alemana el
contrapeso a la política mediterránea de las otras potencias. Ello, sin perjuicio del impuso a las
negociaciones para la firma de tratados comerciales.
Vega de Armijo llevó a cabo una serie de iniciativas, en distintos frentes, con escaso éxito,
para afirmar de manera más clara la presencia española en el contexto internacional.
La relación con la vecina Francia se vio sometida a varias tensiones por asuntos relacionados
con el norte de África. Las publicaciones, exploraciones y congresos de los africanistas madrileños
contribuyeron a conformar una política gubernamental más decidida en esta zona.
La debilidad real de la posición exterior española en estos años se aprecia en la marginación
de que fue objeto en conflictos como el de Suez o el canal de Panamá, en cuyos arreglos se vio
apartada a pesar de sus intentos de intervención. La tensión con Inglaterra se manifestó a propósito
de la delimitación de aguas jurisdiccionales en Gibraltar. Fernández Almagro habla de adversas
peripecias, pero no en paridad de aislamiento diplomático.
Pero el episodio más significativo de la política exterior de los liberales en este bienio lo
constituye el viaje de Alfonso XII por Europa en septiembre de 1883. Su estancia en el Imperio
austro-húngaro y en la Alemania de Bismarck, con participación entusiasta en maniobras militares,

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

provocó el consiguiente incidente diplomático, que no se saldó demasiado favorablemente para


España. Pues, a pesar de los esfuerzos en esa dirección, España no consiguió por ahora entrar en la
Triple Alianza. Habría que distinguir, en relación con esa orientación pro-alemana, la política
gubernamental de Vega de Armijo de la política personal de Alfonso XII.

5.2. MOVILIZACIONES SOCIALES Y POLÍTICAS

La ampliación del marco legal de expresión, reunión y asociación, impulsada por el Gobierno
fusionista, posibilitó la organización de algunas movilizaciones, expresiones y manifestaciones
públicas, frente a determinadas políticas (fiscales) o situaciones sociales de crisis (Andalucía)
La propaganda republicana, liberal-laicista, y, en general, de los grupos políticos e
ideológicos contrarios al sistema, encuentra más posibilidades de reunirse y expresarse. Una de las
primeras medidas del Gobierno fusionista fue el permiso para las conmemoraciones republicanas
del 11 de febrero.
La política fiscal y comercial del ministro Camacho provocó, como ya se ha señalado, en los
meses de febrero a mayo de 1882, la reacción de los grupos afectados. El reglamento de la
contribución industrial provocó una campaña de protestas, primero en Madrid, y después
Barcelona, donde se vinculó al rechazo proteccionista del tratado comercial con Francia. Es en
Barcelona donde la campaña cobró mayor fuerza. La regionalización de la polémica
proteccionistas-librecambistas en Barcelona (Fomento de la Producción Nacional) y Madrid
(Círculo de la Unión Mercantil) contribuyó a la expresión anticipada de sentimientos nacionalistas,
pro y anticatalanistas, que sólo más tarde cuajarán en movimientos.

5.3. MOVILIZACIÓN CATÓLICA

En estos años se agudizaron las tensiones y divisiones internas de los católicos españoles en
torno a la postura a adoptar ante el régimen. Por un lado, la política de libertades y al afirmación de
la tolerancia constitucional provocan la protesta integrista y carlista. Las consignas moderadas y la
política posibilista propugnada desde el Vaticano contribuyeron a agudizar las tensiones. La
fundación en 1881 de La Unión Católica por Alejandro Pidal y Mon, con el apoyo y bendiciones
de la jerarquía eclesiástica, aunque de momento no pasó de ser una iniciativa minoritaria,
contribuyó decisivamente a crear ese clima de división interna entre los católicos españoles.
La peregrinación a Roma organizada pro Nocedal en 1882, y desautorizada por la jerarquía
por su carácter partidista, iniciaba una larga cadena de enfrentamientos entre seglares y clérigos
integristas, de un lado, y Vaticano y algunos obispos, de otro. La llegada a España del nuevo
nuncio, Rampolla, coincidió con la difusión de un documento pontificio, la encíclica Cum Multa,
que trataba de mediar en la división, estableciendo unas reglas del juego. La primera tarea del
nuncio era lograr la comprensión correcta y la aceptación por todos de los criterios y directrices
contenidas en el citado documento.

5.4. MOVILIZACIÓN OBRERA INCIPIENTE

La persecución de los internacionalistas, el cierre de sus lugares de reunión y la prohibición


de sus órganos de expresión obtuvo un primer respiro durante el bienio liberal 81-83.
Al final de este período, en diciembre del 83, surgirá la primera iniciativa gubernamental de

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

carácter reformista, aunque sólo fuera en el plano informativo: la convocatoria de una información
oral y escrita sobre la condición de las clases trabajadoras, para cuya consulta se reglamentaba la
creación de comisiones provinciales y locales de reformas sociales.

5.5. LOS ANARQUISTAS

A pesar de la declaración de ilegalidad, la Federación Regional española de la AIT siguió


celebrando congresos y haciendo propaganda y actividad sindical, llegando a punto culminante
durante la primera República autoritaria. Ahora sí se impone la clandestinidad. El cierre de locales
y de periódicos, la imposibilidad de hacer reuniones y congresos públicos repercutió en la vida de
la organización.
De acuerdo con esta evolución de la organización, el nihilismo y la propaganda por el hecho
es la tendencia dominante en el movimiento anarquista en estos primeros años de la Restauración
canovista, como lógica respuesta a las condiciones impuestas por la represión. La crisis ideológica
y organizativa de la Federación Regional Española se traduce también en un importante descenso
de federaciones y militantes.
En torno a 1880 se agudiza el debate interno entre los partidarios de la lucha sindical y del
insurreccionalismo. Dicho desplazamiento de tendencia y de líderes se produjo durante la
celebración de una conferencia extraordinaria en Barcelona, en febrero de 1881; y se completa con
un cambio organizativo. En septiembre de 1881 se constituye en Barcelona la Federación de
Trabajadores de la Región Española, que venía a sustituir a la antigua Federación Regional
Española. No era un mero cambio de nombre, sino que respondía a la nueva coyuntura política.
La rápida decadencia de la FTRE, tras el auge inicial de los años 1881-82, no se debió sólo,
como la historiografía ha tendido a decir, a los efectos de la represión indiscriminada por los
acontecimientos de La Mano Negra. En la organización anarquista había desde el principio dos
grupos catalanes y andaluces, con necesidades y problemas distintos, difíciles de poner de acuerdo
estratégica y tácticamente. Desde esta división geográfica y sociológica (jornaleros a destajo,
artesanos y obreros ) se entiende la división ideológica y organizativa entre anarco-colectivistas y
anarco-comunistas, partidarios de la lucha laboral o de la insurrección.
Los congresos de Barcelona (septiembre del 81) y Sevilla, un año después, marcan el apoyo
de la organización: a finales del 82, según un balance de la propia organización, la Federación
contaba con 60.000 adheridos, la mayoría de las federaciones, y, por tanto, de la representación en
los congresos, correspondía a Cataluña y Andalucía.
El affaire de La Mano Negra viene a acelerar la crisis de FTRE. Aunque la inaccesibilidad de
los archivos militares ha impedido hasta ahora una valoración histórica definitiva de los hechos,
parece que la existencia de sociedades secretas como La Mano Negra no fue un invento de la
policía para justificar la represión generalizada de los anarquistas. Pero también es cierto que se
aprovechó la ocasión para hacerlo. Fernández Almagro subraya la verosimilitud de los hechos,
cargando las tintas sobre el carácter delincuente más que revolucionario de la asociación: Todo se
mezclaba en “La Mano Negra”: el iluminismo ideológico, la degradación criminal, intuiciones de
un nuevo orden social, bárbara sed de venganzas, ruindades familiares… Pero no hace ni una sola
referencia a la base social y económica del conflicto, las periódicas crisis de subsistencias, el paro
crónico, etc.
El proceso judicial de los implicados en el asesinato de El Blanco de Benaocaz, en mayo-
junio del 83, que acabó con un veredicto de ocho penas de muerte y siete de trabajos forzados, se
convirtió en un proceso general a La Mano Negra y a los anarquistas. La organización de la

19
La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

Federación no salió en defensa de los condenados. Antes bien expresaron la condena de las tácticas
violentas. El Congreso de Valencia (octubre del 83), sin dejar de condenar expresamente las
acciones criminales, denunció también la represión indiscriminada del Gobierno.
En el caso de los anarquistas, la liberalización política tuvo efectos efímeros. Tras la
represión de 1883, y a causa también de las divisiones internas mencionadas, el anarquismo
español entrará en un largo período de decadencia organizativa y sindical, a partir de 1885. La
Federación de Trabajadores de la Región Española se disolvió en 1888, justo en el momento en
que nacía en Barcelona la UGT. El anarquismo entraba en una fase propagandística (publicaciones,
escuelas), que coincide de nuevo con el surgimiento de tendencias insurreccionales y atentados
terroristas en los años noventa.

5.6. LOS SOCIALISTAS

Para los socialistas, la libertad política del bienio es también la ocasión para organizarse
sindical y políticamente, tras la clandestinidad forzada del período anterior (1874-81). La primera
fundación del partido sindicalista en 1879, en la clandestinidad, no tuvo apenas trascendencia más
allá del pequeño núcleo de tipógrafos e intelectuales que se había configurado durante el Sexenio
como el minoritario grupo marxista madrileño frente a la mayoritaria tendencia Bakunista de la
sección española de la primera Internacional.
Según Santiago Castillo, en la Historia del socialismo español, el año 1882 fue crucial para la
configuración sindical y política del socialismo. El PSOE y la UGT celebraron en Barcelona, en
1882, sus respectivos congresos pre-fundacionales, en medio de importantes tensiones ideológicas
entre la tendencia marxista-guesdiana del grupo madrileño, y las tendencias reformistas,
posibilistas y demócratas, vinculadas a sociedades obreras catalanas. Los programas fundacionales
aprobados en distintos congresos celebrados entre 1882 y 1884, reflejan los pactos entre
tendencias.
En la consolidación propagandística y organizativa del primer socialismo español jugó un
papel fundamental el grupo de Madrid, y concretamente el de tipógrafos. La larga huelga de
tipógrafos de Madrid en 1882 consolidó y prestigió la Asociación General del Arte de Imprimir, en
1884, la Información oral, convocada por la Comisión de Reformas Sociales para el Estudio de la
Condición de Vida Obrera, fue una excelente oportunidad aprovechada por los socialistas como
plataforma pública y legal para hacer propaganda de sus ideas. En esa tribuna intervinieron, por
extenso, Iglesias, Morato y Matías Gómez Latorre, entre otros.
En general, la libertad de asociación regulada por la Ley de 1887, permitió la salida a la luz
pública de sociedades obreras de oficios, mutualidades y sociedades de resistencia, no encuadradas
en ninguna organización política, socialista o anarquista, que habían pervivido en situación de
semiclandestinidad, como testimonian las primeras encuestas gubernamentales sobre asociaciones
de 1881-82.
Entre todas las asociaciones obreras no vinculadas al anarquismo ni al socialismo destaca la
agrupación textil catalana Las Tres Clases del Vapor.

6. LA IGLESIA ANTE LA RESTAURACIÓN

En la Comisión de Notables, y en los debates constituyentes, la definición del régimen de


tolerancia del artículo 11 provocó, además de numerosos debates, presiones diplomáticas y
movilizaciones católicas diversas. En última instancia, al final del proceso se observa un cierto

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

desfase entre el relativo acuerdo diplomático Santa Sede-Gobierno español, y el enfrentamiento y


automarginación de la mayoría del catolicismo español respecto del régimen canovista.
Aprobada la Constitución de 1876, la batalla se planteaba a la hora de aplicar y desarrollar el
artículo 11. Las primeras circulares del Gobierno Cánovas tendían a tranquilizar a la jerarquía
católica, restringiendo al máximo la tolerancia reconocida en la Constitución. El 23 de octubre de
1876 la presidencia del Consejo de Ministros envió una circular a los gobernadores civiles con
instrucciones concretas sobre la aplicación restrictiva del artículo 11. Estas reglas crearían
problemas a la implantación de escuelas protestantes. Liberales como Alonso Martínez (tan
identificado con las bases constitucionales) y José Luis Albareda protestaron ante esta
interpretación tan estricta.
Esta interpretación restrictiva suscitó protestas y presiones también de embajadores
extranjeros, el británico, especialmente interesados en la existencia de un marco tolerante para la
propaganda protestante.

6.1. CONFLICTOS JURÍDICOS IGLESIA-ESTADO

El marco legal en el que se mueve la Iglesia católica durante la Restauración era bastante
ambiguo, pues dependía de dos fuentes hasta cierto punto contradictorias: por un lado el
Concordato de 1851, que seguía vigente, y, por otro, el régimen de tolerancia religiosa y de respeto
genérico a las libertades que proclamaba la Constitución de 1876.
Las cuestiones concretas que la aplicación del nuevo principio constitucional suscitó se
referían a los siguientes aspectos: el proyecto de ley de Instrucción Pública y las medidas concretas
relacionadas con planes de estudio, enseñanza la de la religión en los centros públicos, control y
censura moral de los contenidos de la enseñanza a cargo de los obispos, requisitos legales para el
reconocimiento oficial de los centros privados.
La presión conjunta de la Santa Sede y de la jerarquía católica española parecían haber
conseguido frenar esta aplicación a la enseñanza de la tolerancia constitucional. Hasta 1884, de
nuevo con el Gobierno Cánovas-Pidal, no se planteará de nuevo un proyecto de ley de Instrucción
Pública.
Lo que los obispos impugnaban era la obligatoriedad de la enseñanza primaria, principio que
entendían consagraba el monopolio del Estado docente sobre otras instancias (familia, Iglesia).
Igualmente entendían que el proyecto no garantizaba suficientemente la ortodoxia doctrinal de la
enseñanza, pues el derecho de los obispos a inspeccionar y censurar los contenidos de la enseñanza
(derecho reconocido en el Concordato), quedaba pospuesto o dependiente de la principal función
inspectora que correspondía al Estado.
Aparcado el polémico proyecto de ley, la circular del ministro liberal Albareda, de 3 de
marzo del 81, reponiendo en sus cátedras a los profesores krausistas, suscitó condenas y críticas
episcopales y la reacción de la recién fundada Unión Católica.
La llegada del católico Alejandro Pidal y Mon al Ministerio de Fomento en 1884 era una
oportunidad para sacar adelante los criterios católicos. Un proyecto general volvió a quedar
frustrado, pero durante su ministerio Pidal aprobó medidas tendentes a favorecer la enseñanza
privada religiosa que comenzaba a tener una importante implantación en España.

6.2. EL MATRIMONIO CANÓNICO Y EL CÓDIGO CIVIL

La larga negociación sobre la base 3ª del Código Civil, relativo al estatuto jurídico del

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

matrimonio en España, es otro buen test para el estudio de la relación Iglesia-Estado durante la
Restauración.
El 17 de mayo de 1880 se inició el trámite parlamentario de un proyecto de ley sobre efectos
civiles del matrimonio. Pero la Iglesia no admitía ningún tipo de regulación civil de lo que
consideraba ante todo un sacramento, únicamente sujeto, según el derecho canónico, a la
jurisdicción eclesiástica.
Con la llegada de los liberales al poder, la Iglesia no pudo eludir por más tiempo la
regulación jurídica del matrimonio. Se iniciará un largo proceso de negociaciones (Santa Sede-
Gobierno español) acerca de los términos en que debería redactarse la base 3ª del Código Civil,
referida a la regulación jurídica del matrimonio. Para los liberales era ineludible regular esta
cuestión en el marco de un Código Civil largamente gestado. El acuerdo final, en 1887, puso a
prueba la relación del Vaticano con los gobierno liberales, revelando la buena disposición
recíproca para el acuerdo y la tolerancia.
El acuerdo final dio lugar a declaraciones optimistas por ambas partes, que confirmaron el
buen clima que presidía las relaciones Santa Sede-gobiernos liberales. Más allá del acuerdo
concreto, el embajador en la Santa Sede, Groizard, transmitía a su ministro (Moret) el expreso
apoyo del Papa al régimen.
Otra serie de conflictos jurídicos y diplomáticos se suscitaron por la aplicación en el ejercicio
de los derechos y obligaciones del Estado con la Iglesia, fijados en el Concordato de 1851, y
heredados del régimen de patronato real sobre la Iglesia. El conflicto regalista, tan crucial en el
siglo XVII, pervivía y se manifestaba en conflictos más o menos importantes con motivo de:
* La presentación de cargos eclesiásticos;
* La defensa del fuero eclesiástico, y, en general, de la capacidad autónoma de la Iglesia
para reunirse en concilio provinciales y sínodos diocesanos;
* El cumplimiento de las obligaciones económicas del presupuesto del Estado (dotado de
culto y clero) y el estatuto jurídico de los bienes eclesiásticos;
* La fundación de casa de religiosos, al amparo de la ambigüedad del Concordato;
* La exención del servicio militar para los seminaristas;
* El funcionamiento de instituciones heredades del antiguo régimen de patronato.
*
6.3. DE LA INTRANSIGENCIA A LA CONCILIACIÓN.

Entre 1876 y 1885 se va a producir un giro en la orientación que desde él Vaticano se


imprime al catolicismo hispano. Se pasa del recelo a la solidaridad y al apoyo mutuo frente a la
amenaza republicana y socialista que aparece en los años ochenta (…) La modificación en el
sistema de relaciones Iglesia-Estado se ve acompañada de un fenómeno que va ligado a ella: las
tensiones en el interior del movimiento católico.
Desde el principio. El objetivo de los gobiernos conservadores y liberales fue conseguir para
el régimen político, de parte de la Iglesia jerárquica, el reconocimiento y la benevolencia que les
permitiera contrarrestar la intransigencia y la hostilidad de la mayoría de los católicos hacia un
régimen liberal, y, por tanto, intrínsecamente perverso (el liberalismo es pecado). Se trataba de
conseguir del Vaticano la descalificación explícita o al menos implícita de los católicos más
intransigentes.
La mayor parte de esa jerarquía compartía plenamente el criterio tradicionalista-carlista,
según el cual el único estatus admisible era el de la unidad católica de la Constitución de 1845.
Para este sector, muy mayoritario en el catolicismo español, y el más militante, el pacto posibilista

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

alcanzado con el artículo 11, era rechazable y condenable, al igual que todo el sistema político.
Esta mayoría católica intransigente iba a aprovechar cualquier ocasión para poner en contradicción
la ortodoxia católica antiliberal (el Syllabus) y el Concordato vigente, con los desarrollos y
aplicaciones legales del régimen de tolerancia. En último extremo iba a malinterpretar la
iniciativas posibilistas y conciliadoras tomadas por el Vaticano en sucesivas ocasiones, incluso
hasta colocarse frontalmente en situación de desobediencia respecto a sus obispos.
Por otra parte, las directrices posibilitas que marcó, para toda la Iglesia, el nuevo pontificado
de león XIII, hay que entenderlas en le contexto de la evolución de la cuestión romana.
Desbloquear el aislamiento internacional, recuperar el prestigio y la función internacional de la
Santa Sede era su objetivo prioritario, y a él se habían de supeditar en buena medida las políticas
de las Iglesias locales.
A los intereses diplomáticos en juego hay que añadir la progresiva convergencia de objetivos.
Lo que la religión y la Iglesia en concreto podían ofrecer a los Estados era el auxilio en la
predicación y defensa de unos principios y valores sociales burgueses (orden, propiedad,…) que se
veían crecientemente amenazados por la revolución socialista. León XIII apelaba varias veces a
esta tarea-función moral de la Iglesia. Por parte de los gobiernos, también los conservadores y
liberales españoles reconocían esa inestimable ayuda, a cambio de la cual se estaba dispuesto a
ofrecer garantías a la Iglesia.
Esta convergencia de objetivos y la política posibilista que de ella se derivaba no era, sin
embargo, comprendida ni aceptada por los católicos intransigentes, provocando, concretamente en
el caso de España, fuertes descalificaciones y divisiones.
La situación se exacerbó y radicalizó a partir de 1881, coincidiendo con el intento frustrado
de crear un asociación de católicos, la Unión Católica. Se trataba de una iniciativa de seglares
católicos cualificados, con Alejandro Pidal y Mon al frente, pero impulsada directamente por la
jerarquía. El proyecto de la Unión Católica constituyó enseguida un rotundo fracaso, pues no pasó
de ser una alternativa minoritaria, que de momento agudizó la división y las tensiones.
La capacidad movilizadora de los tradicionalistas en torno a Cándido Nocedal y El Siglo
Futuro era muy superior, como se demostró en los preparativos de la peregrinación de los católicos
españoles a Roma programada para 1882. La peregrinación de 1882, inicialmente encargada por la
Santa Sede a Nocedal, quiso ser utilizada por éste para afirmar las posiciones tradicionalistas y
descalificar a la Unión Católica y a los partidarios del posibilismo. Este intento de exclusivismo
político generó l a desautorización del Vaticano, y una serie de intervenciones contrapuestas de
obispos, seglares y periódicos, que provocaron la suspensión de la peregrinación nacional.
La radicalización de posturas, las descalificaciones recíprocas, y, sobre todo, la puesta en
cuestión de la autoridad de los obispos, por parte de periodistas clérigos o seglares, obligaron a la
Santa Sede a intervenir directamente con un documento específicamente dirigido a los católicos
españoles, la Cum Multa. Ésta, al igual que las intervenciones posteriores del Vaticano, pretendía
salvar la unidad política de los católicos, sobre bases suprapartidistas, y, por tanto, sobre el
reconocimiento de un cierto pluralismo político que tendría que respetarse. Ese pluralismo incluía,
por supuesto, el respeto a la posición política de los católicos alfonsinos, llamados,
despectivamente, mestizos por los intransigentes.
El llamamiento vaticano, por tanto, lejos de pacificar los ánimos, suscitaba nuevas
descalificaciones a partir de interpretaciones distintas.

6.4. LA NUNCIATURA DE RAMPOLLA

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

En este clima de fuerte división de los católicos llega a España el nuevo nuncio Rampolla. Su
gestión, durante los años 1883-87, coincidiendo con la crisis política provocada por la desaparición
de Alfonso XII y el inicio de la Regencia, será decisiva para la consolidación de las posturas
posibilistas y el aislamiento de las intransigentes.
Pronto las esperanzas depositadas por los intransigentes en el nuevo nuncio se vería
frustradas. Sus llamamientos a la obediencia jerárquica para la correcta interpretación de la Cum
Multa, y su invitación a respetar la legalidad vigente, junto a las garantías que acordó con el
Gobierno de la Izquierda Dinástica, configuraron los objetivos y el talante de su gestión.
La vuelta al poder de los conservadores, en 1884, y, especialmente, la presencia del máximo
representante de la Unión Católica, Alejandro Pidal y Mon, en el Gobierno, va a generar tensiones
y aumentar el clima de división, poniendo a prueba la gestión conciliadora del nuncio. La
presencia de Pidal y Mon en el Gobierno, parece que por expreso deseo del rey, llenaba uno de los
objetivos más deseados por Cánovas: integrar a los católicos en el régimen, apartándolos del
carlismo y del abstencionismo político. Este gesto provocaría la ira y la oposición de la derecha
católica, y el permanente recelo de la izquierda liberal. Desde ambos flancos se pondrían
obstáculos a la gestión del ministro.
El primer incidente importante se suscitó por una intervención del ministro Pidal y Mon
sobre la cuestión romana que provocó las protestas del Gobierno italiano.
El discurso del catedrático de la Universidad de Madrid, y Gran Oriente de la Masonería
española, Miguel Morayta, con motivo de la inauguración oficial del curso universitario 1884-85,
presidida por el ministro Pidal, se convirtió en el inicio de otro largo incidente que le desgastó aún
más. El discurso de Morayta provocó la reacción indignada de la prensa católica y de algunos
obispos, no ya contra el citado discurso, sino contra la tolerancia y la permisividad de un ministro
católico ante una forma de propaganda masónica y racionalista.
En medio de esta polémica suscitada por el discurso de Morayta, una pastoral del obispo de
Plasencia, Casdas y Souto, de 23 de enero de 1885, venía a potenciar la ofensiva integrista contra
el Gobierno Cánovas-Pidal y la política conciliadora. Lo más grave era que la pastoral implicaba
también a la Monarquía en la dirección errónea de la política tolerante del Gobierno. Dicha
pastoral provocó un importante conflicto diplomático, en el que la gestión mediadora del nuncio
Rampolla fue decisiva. Pero la división de los católicos españoles se agudizó. El desafío integrista
apuntaba ya no sólo a una determinada orientación política de la Iglesia (el posibilismo), sino a la
legitimidad y superioridad de la autoridad del nuncio, delegado pontificio, sobre la de los obispos.
Según la argumentación integrista, las directrices del nuncio, dependientes por necesidad de
factores diplomáticos, no podía estar por encima de las orientaciones episcopales, de por sí más
independientes.
La ofensiva integrista, al poner en cuestión a la autoridad del nuncio sobre los obispos,
atacaba los fundamentos de la política conciliadora que por vía diplomática estaban desarrollando,
respectivamente, el Gobierno de Cánovas y la Santa Sede. Se imponía, pues, una reacción urgente
y contundente por parte de ésta. El 15 de abril, el secretario de Estado, Jacobini, desautorizaba
expresamente un artículo del órgano integrista El Siglo Futuro y le exigía una rectificación pública.
Esta contraofensiva del Vaticano frente a los integristas quedó reforzada, en el plano internacional,
por la rectificación pública (el 20 de junio de 1885) de otro de los máximos representantes del
integrismo, el cardenal Pitra, prefecto de la Biblioteca Vaticana.
La gestión posibilista de Rampolla culminó en este año crucial de 1885 con el expreso apoyo
de una buena parte de la jerarquía católica española a la Regencia recién inaugurada; pacto mucho
menos conocido pero no menos decisivo para la consolidación del régimen, que el pacto Cánovas-
Sagasta de El Pardo. Un grupo significativo de cinco arzobispos y veinte obispos asistieron en

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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).

Madrid a los funerales de Alfonso XII, lo que dio ocasión al nuncio para varias reuniones y
acuerdos sobre la política más conveniente. El documento más importante fue la declaración del 14
de diciembre de 1885, que significaba la aplicación en España de las directrices políticas dadas por
León XIII a toda la Iglesia en la encíclica Inmortale Dei.
La sustitución con que la regente y los liberales en el poder recibía estos gestos y estas
declaraciones del Vaticano y de los obispos españoles, cuando se iniciaba una nueva etapa política.
A cambio de este apoyo, los Gobiernos liberales de Sagasta tendrían la mejor disposición a pactar
con el nuncio las cuestiones siempre conflictivas de la enseñanza, el matrimonio, etc.
La regencia se inició, pues, bajo el signo de este pacto entre liberales (el ministro Moret, el
embajador en la Santa Sede, Alejandro Groizard) y la Iglesia, sobre la base del respeto y la
colaboración recíproca. Para el ministro Moret había objetivos coincidentes que justificaban y
garantizaban la perdurabilidad del pacto: la defensa del orden social frente a las nuevas amenazas
revolucionarias. Rampolla, como nuncio en España, y Groizard, como embajador español en la
Santa Sede, representaban y protagonizaban ese difícil camino hacia la conciliación, defendido por
conservadores, liberales y algunos católicos, y torpedeado por el mayoritario catolicismo
tradicionalista.

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TEMA 16. LA ÉPOCA REGENERACIONISTA: “LA
REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA” (1902-14)

La crítica al régimen de la Restauración no comenzó con la derrota del 98; sus


antecedentes se remontan a 1885 con la publicación del libro del catalanista Valentín Almirall,
consideradas el antecedente del regeneracionismo posterior. El 98 creó una conciencia crítica de
la sociedad.
La necesidad de una regeneración se sitúa a consecuencia del desastre, era necesario
sanear la política, la economía, desechar el analfabetismo y conseguir un catolicismo auténtico.
Regeneracionistas en uno u otro sentido, lo fueron todos los españoles del reinado de
Alfonso XIII, desde el rey hasta algunos republicanos que conspiraron contra él. Existía la
urgencia por conseguir una transformación del país. No había unanimidad en los medios para
conseguirlo ni tampoco en el resultado final de esa transformación.
¿Qué define el término “regeneracionista”? El tránsito al siglo XX, la primera etapa del
reinado de Alfonso XIII, la dictadura de Primo Rivera, ciertos dirigentes republicanos de los
años 30 (Azaña), divisiones de la derecha franquista.

1. ALFONSO XIII, EL REY REGENERACIONISTA

El inicio de la época regeneracionista coincide con el advenimiento al trono en mayo de


1902 de Alfonso XIII. La monarquía española no era propietaria de tierras y su fortuna no podía
compararse a las de las demás monarquías europeas, como la inglesa o la belga. Al rey le
rodeaban nobles de alta alcurnia y personas que fueron ennoblecidas por él desde un origen
burgués. Sus inversiones se dirigieron a empresas industriales, con lo que labró una fortuna
discreta para ser un monarca reinante.
Alfonso XIII no era culto ni se le puede atribuir la condición de intelectual, pero era
inteligente, o mejor dicho, listo, con una agudeza que superaba a los miembros de la clase
política de la época. La mayor parte de los políticos, incluso los que eran contrarios a su régimen
le atribuyeron un sincero patriotismo y una voluntad decidida para conseguir la regeneración del
país. Fue acusado por los sectores liberales y republicanos de tendencias autoritarias, incluso
después de su reinado.
Al juzgar su actuación, hay que basarse en el sistema constitucional español que no era
una puridad, una monarquía democrática, sino una monarquía doctrinaria en que el poder
legislativo le correspondía a las Cortes con el rey y éste, en teoría podía nombrar y separar
libremente a sus ministros. Hay que ver que en el momento de debatir la Constitución de 1876,
Cánovas, autor fundamental de la Restauración, consideró que la monarquía era algo anterior a la
soberanía nacional, de tal manera que nada era posible ni legítimo sin el concurso de su
voluntad.
Los poderes del rey derivaban en parte del propio texto constitucional. Lo que no cambió
fue el comportamiento del electorado. La importancia y el peligro de la función política del
monarca eran que los profesionales de la vida pública apelaban a él como quienes en una
democracia lo haría al electorado.
Había un mundo aristocrático que rodeaba al Palacio Real y le aislaba de la opinión, pero
gran parte de esa aristocracia era reciente y muy a menudo defendía posiciones liberales. El
De 1902 a 1914 (I).
medio conservador católico parece que ejercía una influencia en el rey, menor que durante la
regencia de Mª Cristina, una Habsburgo y por tanto muy conservadora.
La intervención del monarca fue muy importante en dos cosas: la restauración borbónica
se produjo por una intervención militar y el principal protagonista de ello, Martínez Campos, fue
consultado en todas las crisis de la Restauración. Había además una tradición de
intervencionismo político de los militares, presente aún en las últimas conspiraciones
republicanas. Al rey le correspondía según la ley fundamental sólo el mando supremo del
ejército y los nombramientos necesitaban su aprobación previa y directa. El rey al tomar el
mando del ejército no necesitaba ser refrendado por ningún ministro. Debía tener un
comportamiento muy especial con la oficialidad.
No se puede decir que el ejército jugara un papel predominante en la época
regeneracionista, ni se le atribuye al monarca tal propósito. Además, Alfonso XIII era consciente
del papel que jugó el Ejército en el pasado y procuró evitar el enfrentamiento entre el poder civil
y el militar y fue gestor de los intereses del uno ante el otro y viceversa.
Hay que destacar también la intervención del monarca en las relaciones internacionales,
ya que era pariente de la mayor parte de los monarcas europeos. Además, la inestabilidad
gubernamental provocaba que él mantuviese una relación más constante con los embajadores
extranjeros en España. Y con los representantes de nuestro país en el exterior. Podemos decir
que Alfonso XIII no lo hizo mal si juzgamos el destino de la monarquía española en el contexto
de le Europa de su tiempo.

2. EL PRIMER REGENERACIONISMO CONSERVADOR

Cuando llegó al trono Alfonso XIII, España estaba pasando por la 1ª experiencia
regeneracionista, que tuvo como protagonista al partido conservador. En noviembre de 1898,
Joaquín Costa reclamó un partido regenerador, un partido nacional que supiera resolver los
problemas españoles tras el desastre del 98. Resolverlos parecía sencillo pues, por un lado se
necesitaba conseguir una amplia descentralización y por otro, una activa política económica de la
Administración en el sentido de facilitar las comunicaciones y promover los regadíos.
La iniciativa de Costa coincidió con la puesta en marca de un movimiento semejante por
Basilio Paraíso, organizador de un movimiento de la Cámaras de Comercio, que nacía de la
angustia de las clases medias campesinas. La protesta comenzó con la formación de una liga de
productores. Fue una especie de protesta colectiva con la negativa de pagar impuestos. A
principios de 1900 los que protestaban se agruparon en un partido: la Unión Nacional pero que
sólo duró unos meses. Joaquín Costa quedó aislado y evolucionó hacia el republicanismo radical.
Decía que sólo con el triunfo de la República sería posible una verdadera regeneración en
España.
Las fórmulas regeneracionistas encontraron su instrumentación en los partidos de turno,
principalmente en el conservador. Este partido lo dirigió Silvela, que en principio sólo había
logrado el apoyo de la aristocracia, pero luego, se convirtió en el representante dentro de su
partido, de los sectores que propiciaban un acercamiento a las masas católicas y a quienes, hasta
ese momento, no habían intervenido en política. Su programa pretendía la reforma del partido y
su proyección hacia el futuro, integrando los intereses mercantiles, regionalistas y
regeneracionistas, mediante una política anticaciquil, reformadora de la Admón. y que
movilizara a la opinión pública. Con dicho programa Silvela consiguió la jefatura del partido
conservador.

2
De 1902 a 1914 (I).
Llegó al poder en marzo de 1899, proponiendo en lo político combatir el caciquismo por
medio de la descentralización política y la reforma de la admón. local; en lo económico, con la
nivelación presupuestaria y fomentando los intereses productivos; en lo social, con la puesta en
práctica de las primeras disposiciones de reforma social nacidas de la influencia de la doctrina
social católica y en la cuestión religiosa, con el mantenimiento de las buenas relaciones con el
Vaticano.
Entre sus ministros, Pidal representaba la política de vinculación con Roma; Villaverde
pretendía un programa hacendístico de nivelación presupuestaria y Eduardo Dato quería
introducir la legislación protectora del obrero. También contó Silvela con Durán i Bas, que
estaba en contacto con los círculos catalanistas y confiaban en el progreso de Silvela y con el
General Polavieja que tenía interés especial en la reforma militar y además era calificado como
general cristiano. Pero Polavieja se encontró con que su regeneracionismo militar se enfrentaba
con que Fernández Villaverde quería llegar a una nivelación presupuestaria.
Durán i Bas dimitió porque los propósitos descentralizadores no se concretaban y porque
el programa hacendístico de Fernández Villaverde chocó con la alta burguesía catalana.
Eduardo Dato (conservador) se dedicó a promover la reforma social en 3 vertientes: una
ley de accidentes de trabajo; regulación del trabajo de mujeres y niños y el descanso dominical,
que se aprobó en 1904. Dichas normas encontraron una fuerte resistencia en una parte de la
burguesía catalana que creía que así se ponía en peligro la supervivencia de la industria nacional.
En 1901 subió al poder el Partido Liberal. Alfonso XIII comenzó su reinado gobernando
con este partido. Sagasta que presidió este gabinete no era un político regeneracionista. Su
habilidad y paciencia habían conseguido mantener unido a un partido liberal que se denominaba
fusionista. Este turno liberal introdujo un cierto cambio en la vida del partido: incorporación de
un programa anticlerical que sería clave en la política española durante 15 años y que tuvo como
consecuencia inmediata la división del partido.
En diciembre de 1902 Silvela volvió al poder. A su partido se incorporó un grupo del
partido liberal que había ido evolucionando desde el proteccionismo al conservadurismo y que
ahora lo dirigía Maura. El rey chocaba con Silvela y además el partido se dividía. En 1903
dimitió Fernández Villaverde y a Maura se le acusaba de no haber actuado a favor del
encasillado monárquico como era habitual. Maura dimitió y poco después Silvela, tras una crisis
que se llamó “oriental” por la presunta intervención de Alfonso XIII que residía en el Palacio de
Oriente, aunque el carácter depresivo de Silvela jugó un papel importante.
De este modo se planteaba un problema de jefatura en el partido conservador que se
debatiría durante unos años, sin aclararse. Fue llamado a gobernar Fernández Villaverde, experto
hacendista. Su triunfo personal significaba la victoria del conservadurismo más dócil a palacio y
a los aristócratas. Su prestigio derivaba de que en la etapa de Silvela había sido el único ministro
que llevó a la práctica su programa.
Cuando comenzó, la situación de la Hacienda Pública era catastrófica. El peso que la
deuda tenía hizo que se centrara en ella y la necesidad le obligó a recurrir a procedimiento poco
ortodoxos, pero estos le permitieron la reducción del peso de la deuda. Además la reforma fiscal
paralela fue en realidad muy modesta. Su gobierno duró de julio a diciembre de 1903, lo que
indica que no tenía en apoyo total de su partido. Tomó la dirección del partido conservador y de
la presidencia del Consejo de Ministros Antonio Maura, que contó con la práctica unanimidad
del partido. Tenía fuerzas para enfrentarse con los problemas del país, aunque decían de él que
era jactancioso sin poderlo remediar.
Se enfrentó con la izquierda (y con los liberales) por el problema religioso. En junio de

3
De 1902 a 1914 (I).
1904 el gobierno conservador entabló negociaciones con Roma para tratar del statu quo de las
órdenes religiosas, aunque sus propósitos no se vieron cumplidos. También tuvo que enfrentarse
con la prensa de izquierdas y no pudo ver aprobada en las Cortes una reforma de la Admón.
local, que pretendía. Una discrepancia con el rey, respecto al nombramiento de un alto cargo
militar, pero sobre todo la división de los conservadores, provocaron su caída.
En diciembre de 1904, sólo 40 días, le sucedió Alzárraga y a principios de 1905 volvió al
poder Villaverde. En sólo dos años había habido 4 presidentes, 5 crisis y 66 ministros.

3. TURNO DE LOS LIBERALES: PROBLEMAS CLERICALES Y MILITARES

La situación de los liberales era en 1905 parecida a la de los conservadores: de desunión.


Entre los liberales destacan el Conde de Romanones, organizador de los comités madrileños de
partido y Canalejas, que hizo una propaganda popular que podía considerarse como radical. Los
liberales centraron su preocupación en la cuestión clerical y esto agotó al partido con disputas
internas. El problema principal nacía de la presencia y la actuación de las órdenes religiosas que
a diferencia del clero secular que estaba descendiendo en número de miembros, había crecido
muy significativamente durante la Restauración. Las órdenes contribuyeron a la vertebración de
la Iglesia y la proporcionó capacidad de renovación y formación; pero esto hizo que hubiera
reticencias de una parte de la sociedad. La razón estaba en la conexión entre algunas de ellas y
los medios de la alta burguesía enriquecida, como la conexión de los jesuitas con el Marqués de
Comillas. A las órdenes se les atribuyó por parte de los sectores anticlericales una desmesurada
codicia y un gran poder económico.
Otra cuestión decisiva era la de las enseñanzas. Las doctrinas que se enseñaban en los
centros religiosos eran a veces contrarias al liberalismo. La cuestión religiosa se centró en los
problemas educativos y en la posible limitación de las órdenes religiosas y estuvo presente en la
lucha política de la etapa anterior a la 1ª guerra mundial.
La cuestión clerical se mezcló con la lucha por la jefatura del partido liberal. En 1er lugar
en el poder de Montero Ríos a quien cedió el puesto Moret, aunque ni éste ni Canalejas habían
aceptado colaborar con él, lo que desde el principio creaba una división latente.
El ejército tras la derrota de la guerra colonial empezaba a tener dificultades materiales:
de las 55 mil bajas sufridas en Cuba, sólo algo más de 2000 lo fueron en combate, siendo el resto
debido a enfermedades. La formación era deplorable y en los 1os años del XX se hizo un
esfuerzo en dotar de artillería al Ejército, pero el nivel al que se llegó fue la mitad del ejército
francés; 13 años después de la 1ª Guerra Mundial, los españoles carecían de cascos de acero.
Todo ello tenía como origen la existencia de un nº de oficiales muy superior a los efectivos
existentes. Había 500 generales, y 25000 oficiales para unos efectivos de 80-100000 hombres.
Con la disminución de puestos provocada por la desaparición de las colonias, una buena parte de
esos oficiales no tendrían nunca donde ejercer su función. De 1898 a 1909 hubo 20 cambios
ministeriales en la cartera de Guerra.
En esta situación es normal que se produzca una vuelta parcial del Ejército a la política y
esta intervención fue fundamentalmente reactiva. En los nacionalismos periféricos que surgían,
el ejército como colectivo vio la reproducción del independentismo cubano o filipino. Montero
Ríos quiso acudir a la declaración del estado de guerra, pero a ello se negaron sus adversarios del
partido Liberal; no existía unanimidad en la clase política dirigente por lo que era prácticamente
imposible enfrentarse a los militares e incluso los guardias civiles del Congreso parecían
dispuestos si se producía el golpe, a plegarse al él. El presidente del gobierno dimitió.

4
De 1902 a 1914 (I).
En diciembre de 1905 Moret sustituyó a Montero Ríos. A estas alturas muchos de los
principios en que había basado su pensamiento como el librecambismo, parecían ir en contra de
la tendencia general. Aceptó la herencia de Montero para intentar salir cuanto antes del conflicto
militar, aceptando las cesiones que se le pidieran. No sólo castigó la insubordinación de los
oficiales que habían tomado la justicia por su mano, sino que además entregó el Mº de la Guerra
al General Luque, que se había identificado con la protesta barcelonesa.
La ley de Jurisdicciones fue aprobada en marzo de 1906. a partir de ese momento, el
Ejército se convertía en monopolizador del patriotismo, mientras que no todas las clases sociales
estaban obligadas al servicio militar, dada la posibilidad de la redención económica del mismo.
La reacción de catalanistas y republicana fue iracunda y de ello surgió Solidaridad
Catalana. Moret solicitó del rey la disolución de las Cortes justificándolo con la enunciación de
un amplio programa que incluía desde la libertad de cultos hasta la reforma del Senado. El rey
rechazó la idea porque en el seno del propio partido del presidente, no estaban de acuerdo con
Moret.
En julio de 1906 el General López Domínguez sustituyó a Moret en el poder. Tenía un
programa inspirado por el propio Canalejas y situaba el centro del interés de los liberales en el
problema clerical; el Conde de Romanones derogó una disposición conservadora por la que se
exigía la condición de no católico probada para contraer matrimonio civil.
El último intento del gobierno liberal le correspondió al Marqués de Vega de Armijo en
diciembre de 1906, que aunque trató de tener su propio programa sobre la cuestión de las
órdenes religiosas, su gobierno no era sino una acumulación de facciones personalistas destinado
a la rápida desintegración. Durante los 5 primeros años del reinado de Alfonso XIII lo más
característico fue la inestabilidad que facilitaba la intervención real pero no era exclusivamente
provocada por el monarca.

4. EL CATALANISMO

Cataluña fue la única región que logró la independencia electoral respecto del encasillado
hecho en Madrid. En los orígenes del catalanismo hubo un componente tradicionalista y otro
federal. La defensa de unos intereses económicos y el arraigo de una cultura renacida. El factor
económico-social y el cultural jugaron una función previa a la implantación del catalanismo
como fuerza política. Alcanzó la mayoría de edad durante el gobierno de Silvela. En Barcelona
el general Polavieja consiguió un apoyo como no tuvo en el resto de la Península, las grandes
familias industriales de la región nutrieron las filas de lo que luego sería la Unió Regionalista,
adherida a los manifiestos del general.
Silvela después de proporcionar poder al catalanismo, le dio también motivos para la
protesta. La resistencia frente a los proyectos fiscales de Fernández Villaverde estuvo localizada
sobre todo en Barcelona.
La Lliga Regionalista creada en 1901 acogió a los antiguos polaviejistas, pero en ella
jugó un papel más decisivo otro sector que se había llamado Centre Nal. Catalá y que estaba
formado por intelectuales procedentes del Ateneo, profesionales y miembros de una generación
juvenil con una formación catalanistas, pero que pronto tomaron una postura pragmática, capaz
de conformarse con el regionalismo, siempre que éste permitiera dar satisfacción y cauce a las
reivindicaciones de Cataluña.
El catalanismo derrotó al sistema del encasillado en las elecciones de 1901. Desde

5
De 1902 a 1914 (I).
entonces la capital catalana y luego toda la región no seguirían ya las sugerencias de Madrid
respecto a los resultados electorales. El catalanismo pactó con sectores de la política catalana
sobre los que podía ejercer la hegemonía doctrinal y práctica, lo hizo 1º con unos carlistas y
luego con unos monárquicos. No desaprovechó además la ocasión para firmar una actitud
realista.
En las elecciones de 1907, Solidaridad Catalana que agrupó contra el sistema del turno a
todos los partidos de implantación regional, desde carlistas a republicanos, logró un gran triunfo
en todos los distritos electorales catalanes. Desde ese momento, el catalanismo no sólo fue un
hecho barcelonés, sino catalán. Pero la victoria de Solidaridad Catalana no puede atribuirse sólo
a los regionalistas; sus victorias electorales estuvieron siempre amenazadas por la existencia del
republicanismo radical y un catalanismo de izquierdas.
Gran parte de las victorias de la Lliga fueron consecuencia de un equipo dirigente
compacto y eficaz. Enrique Prat de la Riba era ideólogo. Cambó fue el que intervino en la
política nacional española transformando sus presupuestos esenciales. Puig y Cadafalch se ocupó
de las instituciones culturales de la región y Durán y Ventosa fue el responsable de la actuación
de los concejales de la Lliga en el Ayuntamiento barcelonés.
La doctrina de la Lliga era conservadora desde el punto de vista social. No era en el
panorama de la política española un grupo reaccionario sino un partido de centro-derecha que
por su organización y manera de actuar representaba una verdadera modernización de la vida
pública española. De hecho, la Lliga aceptaba plenamente el liberalismo parlamentario y la
democracia política. También tuvo sus limitaciones, la más importante de ellas fue no lograr en
su seno a la totalidad del catalanismo político. Resultó incapaz de atraerse a los medios obreros
catalanes, incluso sus repetidos triunfos electorales en Barcelona los logró con menos de ¼ parte
del electorado. En el catalanismo de izquierdas hubo no sólo una voluntad de acercamiento al
mundo proletario sino también una atracción hacia los intelectuales.
En 1904 apareció “El Poble Catalá”, en 1906 esa misma izquierda catalanista creó el
“Centre Nacionalista Republicá” y en 1910 “La Unió Federal Nacionalista Republicana”. Pero el
catalanismo de izquierdas careció de un equipo de dirección política mismamente semejante al
de la Lliga. Sin embargo, en estos medios catalanistas de izquierda nació y se desarrollo un
sindicalismo catalanista.
En 1910 Prat de la Riba fue elegido por 3ª vez como presidente de la Diputación de
Barcelona y al año siguiente se comenzaron los trámites para la creación de la Mancomunidad
que llevó a cabo una obra importante, sobre todo en materia educativa y en obras públicas y fue
expresión de la capacidad de la Lliga para estar en la vanguardia del catalanismo.

5. VIEJO Y NUEVO REPUBLICANISMO

El republicanismo era ya una fuerza política en los comienzos de la Restauración. A


principios de siglo, importantes intelectuales se vincularon al movimiento republicano (Costa y
Pérez Galdós) y en los núcleos urbanos las votaciones republicanas siguieron siendo nutridas
hasta dar la sensación de poner en peligro las instituciones monárquicas.
En el republicanismo (considerado por Galdós como una Torre de Babel), se daban
ideologías contrapuestas. En la izquierda el partido federal gozaba de la reputación intelectual de
Pi i Margall y de sintonizar con el movimiento obrero sobre todo con el de significación
anarquista. El centro estaba representado por el republicanismo unitario de Ruiz Zorrilla que

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De 1902 a 1914 (I).
confiaba en los pronunciamientos militares para derrocar a la monarquía. La derecha era
partidaria de la actuación exclusivamente legal: su ideario era la herencia de la revolución de
1868 y su jefe era Salmerón.
Tras el desastre del 98, los republicanos se unieron y se convirtieron en 1900 en la Unión
Nacional Republicana, con ello el republicanismo obtuvo excelentes resultados electorales en
1901 y 1903, convirtiéndose Salmerón en el jefe de todo el partido. Los sectores más
izquierdistas le reprocharon actitudes dictatoriales y personalistas y los federales estuvieron al
margen de cualquier colaboración con los otros grupos.
El federalismo ya antes había sido elemento de desunión en la I República y era en
regiones como Cataluña en las que se planteaban las reivindicaciones nacionalistas donde el
republicanismo obtenía sus mejores resultados electorales. Desde 1905 el federalismo catalán se
independizó del resto.
En 1906 la Solidaridad Catalana agrupó en una protesta general de toda Cataluña a
republicanos de esta región con la extrema derecha. La jefatura de Salmerón fue de nuevo
discutida por lo que tuvo que dimitir y fue sustituido por Azcárate que hizo lo mismo en 1908 lo
que demuestra la incapacidad del partido para tener un liderazgo estable. Pronto el
republicanismo se convirtió en un mosaico de actitudes y concepciones de la vida.
En Málaga, la unidad de los republicanos fue conseguida bastantes antes de que se
alcanzase en la organización nacional. Contaron con prensa de difusión grande y crearon centros
en cada barrio, propiciando una política de masas; contaron también con el apoyo de los centros
obreros e hicieron una importante labor reformista en las instituciones municipales. Entre 1909 y
1913 controlaron el ayuntamiento y después se desunieron.
La fórmula más característica del republicanismo fue una actitud exaltada protagonizada
por líderes más o menos calificables de intelectuales, pero siempre populares; era revolucionaria
con un sentido más anticlerical que propiciador de una revolución social y a la vez con una
capacidad de atracción indudable sobre la clase obrera.
El prototipo de este republicanismo nos lo ofrece Alejandro Lerroux que fue durante años
un factor imprescindible en la política barcelonesa. Era una figura de relativa importancia en el
periodismo de izquierdas de la capital. En 1900 se presentó a las sociedades obreras barcelonesas
en un congreso anarquista celebrado en Madrid. Se decía defensor de la revolución pero ésta era
siempre vaga en sus contenidos, violenta en su expresión verbal y producto más de arranques
sentimentales que de cualquier teoría. Su popularidad se basaba en frases como: “hay hombres
que trabajan y no comen y hombres que comen y no trabajan”. Era totalmente anticlerical.
Realmente Lerroux se encontró un republicanismo barcelonés dividido en capillas, no
organizado como partido, ni responsable ante el elector y supo dotarle de organización, método y
programa. Lerroux no se identificó con ninguno de los sectores del republicanismo y se situó por
encima de sus disputas. Su partido no fue de la clase trabajadora exclusivamente, pero estuvo
implantado en ella. No tenía inconveniente en afirmar que para algunos republicanos era
anarquista. Desde el principio proporcionó servicios jurídicos y económicos a la población
obrera y consiguió inaugurar la 1ª Casa del Pueblo, bastante antes de que los socialistas lo
hicieran en Madrid. Nunca dejó de apoyarse en las masas. Rentabilizó un anticlericalismo típico
de la plebe urbana de la época, pero no lo controló. Aunque los radicales no provocaron la
Semana Trágica, los jóvenes dirigentes del radicalismo participaron en ella.
Al principio el ideario del partido no era anticatalanista, pero con el paso del tiempo se
hizo españolista. Lerroux lejos de su revolucionarismo inicial en 1910-14, pretendió aparecer
como un moderado político de centro-izquierda, eso le hizo contar con el apoyo de intelectuales

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De 1902 a 1914 (I).
como Baroja y Ortega. A la vez que su influencia descendía en Barcelona.
En Valencia el republicanismo de izquierdas está vinculado con la persona de Blasco
Ibáñez y tiene muchos puntos en común con el lerrouxismo barcelonés, pero es más anticlerical
que él; esa fue la razón de su 1ª presencia en la vida pública. Hacia 1910 el apogeo de la cuestión
clerical y las tensiones provocaron un nuevo auge del republicanismo, beneficiando sobre todo al
grupo socialista. De la iniciativa del grupo parlamentario republicano surgió la unión
republicano-socialista que consiguió la elección de Iglesias por Madrid en 1910.
Con ocasión de la protesta por la actuación de Maura en la Semana Trágica, un sector del
republicanismo, al que se llamó gubernamental, parecía estar dispuesto a colaborar con Moret.
Melquíades Álvarez fue el principal inspirador del nuevo grupo que pasó a denominarse
reformista y que reanudaba la tradición del posibilismo de Castelar. Este partido reformista
despertó gran interés en los medios intelectuales desde Ortega a Azaña. Su programa era
semejante al del liberalismo radical inglés: soberanía del poder civil, secularización del Estado
(matrimonio civil, supresión del impuesto del clero y separación Iglesia-Estado) y reforma
social. Pero la 1ª consecuencia de la aparición del reformismo no fue potenciar las posibilidades
republicanas, sino arruinar la conjunción republicano-socialista; la campaña electoral de 1914
produjo un enfrentamiento entre los dos sectores del ala izquierda.
¿Qué había sucedido? Que la apatía y la desmovilización del electorado español
contribuían a no hacer posible ningún programa y que los movimientos renovadores acaban
haciendo propios los procedimientos habituales en los grupos políticos de turno. Los
intelectuales tuvieron una gran decepción. Azaña, autor del programa del partido en torno a la
cuestión militar, acabó por afirmar que Melquíades Álvarez se había corrompido. En 1914 las
posibilidades de los republicanos que parecían importantes a comienzos de siglo, se habían
desvanecido.

6. MAURA EN EL PODER

Accedió al poder en 1907 en enero, con su partido, el Conservador. Las muertes de


Romero Robledo y Fernández Villaverde contribuyeron a facilitar su llegada. Lo que caracterizó
su gobierno de 1907 a 1909 fue la solidez de la mayoría que le apoyaba. Era un gran orador y
patriota indudable. Partía de la conciencia de que el sistema político de la Restauración carecía
de verdadero apoyo popular.
La misión del partido conservador había de ser, según él, llenar de vida las instituciones
establecidas. A pesar de emplear con su partido un tono exigente, lo mantuvo disciplinado a
pesar de que hubo quien consideró que se inclinaba demasiado a favor de la derecha del partido.
El tono derechista de su gabinete era por la presencia de Rodríguez Sampedro que había firmado
en 1904 el acuerdo con el Vaticano y el Marqués de Figueroa, autor de un libro de tono
antiliberal. Pero la figura que representaba al ala derecha del conservadurismo fue Juan de la
Cierva.
Una de las primeras actuaciones de Maura consistió en imponer por la fuerza de la
Guardia Civil, la entrada en Valencia de su arzobispo a la que se oponían los republicanos
locales. Otra prueba del carácter derechista del gobierno de Maura fueron sus relaciones de
compenetración con los medios clericales. En general, hasta la etapa final de Maura, el
liberalismo no fue una oposición peligrosa para los gobiernos conservadores.
Por parte de Alfonso XIII tampoco mantuvo el intervencionismo que le había

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De 1902 a 1914 (I).
caracterizado en la vida pública anterior. Fue un período de gran producción legislativa, cuya
influencia resultaría perdurable hasta el punto de que en 1909 habían sido aprobadas 264
disposiciones. Las de carácter económico y social supusieron un giro no sólo hacia el
proteccionismo, sino también hacia el nacionalismo económico. Se dictó la Ley de Protección a
la industrial nacional. Se estimulaba la industria nacional aunque fuera en el terreno militar. En
1909 se aprobó una ley de fomento de las industrias y comunicaciones marítimas que estimuló la
siderurgia. Las medidas de desgravación del vino o la regulación del mercado de azúcar tenían el
mismo propósito nacionalista.
También hubo medidas de carácter social como la ley de colonización interior, las de
emigración, sindicatos agrícolas, creación del Instituto Nacional de Previsión, tribunales
industriales, que tuvieron un carácter modernizador.
Lo principal de Maura era su propósito regeneracionista que no sólo era una
transformación del funcionamiento de la Admón. sino también en ponerla en contacto con la
masa neutra. Como ministro de la Gobernación, De la Cierva reorganizó la policía y persiguió en
bandolerismo. Hubo otras medidas de carácter político: la reforma electoral de 1907 que fue la
única desde que se introdujo el sufragio universal hasta la dictadura de Primo de Rivera.
Novedades como el voto obligatorio, la regulación de la composición de las Juntas del Censo
Electora para que actuaran de forma imparcial, la determinación de la validez de las actas con
intervención del Tribunal Supremo y la proclamación automática del candidato que careciera de
contrincante. Esta legislación mostraba el componente liberal de los propósitos de Maura, pero
su proyecto de Ley de Terrorismo daba cuenta de su vertiente autoritaria y por ello renunció a su
aprobación lo que levantó suspicacias en los liberales, porque para él resultaba más decisiva la
aprobación de una nueva Ley de Administración Local.
La tesis de Maura típicamente regeneracionista era el afirmar que el despertar de la masa
neutra debía empezar por el municipio; sólo evitando la intervención excesiva de la Admón.
central se lograría la regeneración del sistema político. La reforma consistía en una considerable
ampliación de la autonomía municipal. Tuvo gran oposición. En la discusión en las Cortes,
Maura había hecho todo lo posible por evitar el triunfo de Solidaridad Catalana; él no admitía el
reconocimiento de cualquier tipo de personalidad regional que supusiera hacer jirones la Patria.
Sin embargo, el hecho de que en la práctica, pese a la existencia de un republicanismo
catalanista, fuera Cambó, quien ejerciera el liderazgo parlamentario de Solidaridad, facilitó un
acercamiento. El presidente actuó con una manifiesta voluntad de transacción y aceptó
enmiendas que de hecho favorecían una germinal autonomía catalana. Maura había sido acusado
en dos ocasiones de corrupción administrativa y la mayor parte de la prensa estaba contra el.

7. LA SEMANA TRÁGICA DE BARCELONA

Todo cambió con motivo de los sucesos de Barcelona. La situación en Barcelona era
explosiva por el problema social, la protesta nacionalista, el republicanismo modernizador, pero
demagógico de Lerroux, la ineficacia policial y la propaganda anarquista.
Un problema en Melilla tuvo como consecuencia la necesidad de solicitar refuerzos a la
Península y recurrir a la 3ª brigada y en ella figuraban reservistas catalanes de edad,
profesionales y con familias dependientes de ellos. Nadie entendía esa decisión y todas las
fuerzas políticas catalanas solicitaron del gobierno que se retractara de esas medidas. El
embarque de las tropas dio lugar a escenas que desembocaron en una enorme iracundia
anticlerical. Esta se concentró en un movimiento acaudillado por un comité de huelga del que

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De 1902 a 1914 (I).
formaron parte los grupos políticos de izquierda. El 26 de julio se produjo la huelga general que
en un principio fue pacífica y unánime. El gobierno civil dimitió. De la Cierva mintió
conscientemente al describir lo sucedido como si se tratara del resultado de un movimiento
nacionalista.
Surgieron violentos incidentes cuando los huelguistas empezaron a atacar a los tranvías
que seguían funcionando. De ahí se pasó a ataque e incendios de los edificios religiosos aunque
en ellos tomaron parte los jóvenes dirigentes del republicanismo radical. Los sectores de clase
media pasaron de la aceptación de la protesta al terror. Hay que decir que no sólo no hubo un
programa de acción ni unos propósitos precisos, sino tampoco panfletos o proclamas que
definieran lo que pretendían quienes dominaban las calles. El movimiento se colapsó por sí
mismo.
La represión fue brutal. Más de mil personas fueron arrestadas y 17 condenadas a muerte;
todas ellas sometidas a los tribunales militares, al final ejecutaron a 5. La figura más conocida de
ellas fue Francisco Ferrer Guardia, cuya muerte levantó indignación en los medios de la
izquierda liberal europea.
Sin embargo, Ferrer era un personaje mediocre, fanático y bastante simple cuyas escuelas
practicaban una enseñanza anticlerical. Parece que esta relacionado con los medios anarquistas.
Los errores del gobierno de Maura en este caso fueron graves, pues no sólo hizo mal a
recurrir a los reservistas, sino que dejó a Barcelona con una guarnición militar insuficiente y con
poca moral. Con la ejecución de Ferrer (en contra de la opinión de algunos conservadores), no
sólo se cometió un error jurídico, sino también político. La responsabilidad principal era de Juan
de la Cierva.
Lo sucedido deterioró el propio sistema político de la Restauración. Moret por la
represión realizada solicitó la dimisión del gobierno de Maura. Afirmó que la mayoría
conservadora había sido modélica, pero tenía que prescindir de Maura y de su ministro de
gobernación. Cuando se producía una discrepancia tan grave entre los dos partidos de turno,
resultaba imprescindible la intervención del rey. Alfonso XIII acabó por aceptar una dimisión de
Maura que no había llegado a presentar verdaderamente.

8. CANALEJAS Y EL REGENERACIONISMO LIBERAL

A Maura le sucedió Moret y a éste Canalejas, en febrero de 1910. Era como Maura, un
regeneracionista, pero estaba por encima de los inmediatos dirigentes del partido que dirigía.
Con él, los liberales encontraron un verdadero jefe. Tenía el sentido de la realidad y un idealismo
sincero y algunos dirigentes del republicanismo como Morote, acabaron integrándose en su
partido. Tuvo problemas repetidos y graves con el orden público. Los conflictos se explican por
la vertebración del movimiento obrero, sobre todo del anarquista y por las esperanzas de
implantación del régimen republicano. A veces las huelgas sólo fueron laborales, pero otras
tenían gran repercusión sobre la vida política al tratarse de los servicios públicos, como los
ferrocarriles. En este caso, Canalejas recurrió a la militarización (sucesos de Cullera).
También la proclamación de la república en Portugal tuvo importantes repercusiones en
España. Ambos países establecieron una cooperación de defensa de los respectivos tronos, pero
cuando se proclamó la república en Portugal sólo se prestó una ayuda indirecta, política y
material a los conspiradores monárquicos portugueses.
Dos cuestiones que resolvió Canalejas fueron 1ª del impuesto de consumos y el servicio

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De 1902 a 1914 (I).
militar. El impuesto gravaba los productos de 1ª necesidad así que el ministro de Hacienda
presentó un proyecto para su sustitución que originó el enojo de los medios acomodados.
Canalejas luchó por la ley de reclutamiento, aunque el cambio no fue grande.
Otras dos grandes cuestiones políticas de esta etapa fueron las Mancomunidades
provinciales y el tratamiento que se dio al problema clerical. Con respecto a la Admón. regional
y local, se había mostrado hasta entonces centralista, pero había cambiado porque se dio cuenta
que no podía decepcionar a los catalanes. En la cuestión religiosa estaba preocupado por la
formación intelectual del clero y pensaba que el Concordato era responsable de la situación de la
Iglesia en España, porque el tener que recibir sus sueldos del gobierno hacía a los clérigos
indolentes. El objetivo de Canalejas era el de una separación amistosa. El Vaticano trató de
emplear una estrategia dilatoria. De este modo se llegó a la ruptura entre los dos poderes.
En junio de 1910 se levantó contra él una campaña en los medios clericales y ese mismo
año fue aprobada la Ley del Candado, que era una disposición provisional y temporal para
impedir durante 2 años el establecimiento de nuevas órdenes religiosas sin autorización. El fallo
fue que se aceptó una enmienda de acuerdo a la cual, la ley perdería su vigencia si al acabar estos
2 años no se había aprobado una ley en la que quedara resuelta la cuestión. En realidad, esta ley
llegó a ser presentada, pero no fue aprobada y la cuestión clerical no encontró una solución. En
noviembre de 1912, Canalejas fue asesinado en la Puerta del Sol.

9. LA AGONÍA DE LA REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA

Con algunos matices podemos decir que Maura y Canalejas tenían el mismo propósito,
aunque fuera con programas diferentes. Trataban de que el sistema político vigente fuera
transformado desde su cúspide por quienes desempeñaban la jefatura del partido liberal y
conservador.
El partido liberal se había caracterizado siempre por basarse en la conveniencia de
cliente, las regionales; ahora, a la muerte de Canalejas, el contenido ideológico del partido se
hizo cada vez más tenue. El Conde de Romanones sustituyó a Canalejas. La cuestión era saber
hasta qué punto debía restablecerse el turno con un nuevo acceso de los conservadores al poder.
El rey había mantenido de momento a los liberales porque el partido parecía unido con el
programa implantado por Canalejas. Pero Maura reaccionó con violencia ante el rey y ante los
liberales, cuando no se le permitió acceder al poder. No admitía la función moderadora y arbitral
del monarca sin que se hubiera producido una alteración del sistema político que permitiera
asegurar que él tenía la mayoría de la opinión a su favor. La intervención de Maura hizo que
arreciara contra él la opinión liberal y muchos conservadores empezaron a sentirse incómodos
con su jefatura. Ya en 1911 Eduardo Dato había marcado distancias con él.
Pero la división definitiva del partido conservador no se produciría hasta después de la
división del liberal, cuyos motivos fueron más prosaicos. Romanones, en su 1ª etapa de gobierno
no pasó de ser el sucesor de Canalejas, utilizando su programa; pero le faltó la fuerza y autoridad
de aquél en su propio partido, porque a diferencia de él, le interesaba mucho más llegar a la
presidencia que ejercerla. Prolongó la ley del Candado; presentó el proyecto relativo a la
creación de Mancomunidades provinciales en el Senado (que Canalejas dejó sin acabar), pero su
defensa del mismo en la Cámara alta fue tan mala, que hasta 1/3 de los votos contrarios eran de
su propio partido. En verano de 1913 la escisión del partido quedó consumada cuando García
Prieto y Montero Ríos crearon el partido liberal-demócrata que arrastró tras de sí a un nº
importante de parlamentarios.

11
De 1902 a 1914 (I).
Así se planteaba la sustitución por el partido conservador, aunque con probabilidad de
división al no estar claro quien sería presidente. Maura había perdido la autoridad que tenía antes
en su partido. En octubre de 1913 el rey llamó para ocupar el poder a Eduardo Dato, que siempre
tuvo una actitud respetuosa con Maura. La mayoría del partido aceptó a Dato como jefe.
Hay que mencionar que a lo largo de su gobierno Maura había atraído a sectores católicos
y el partido conservador adoptó un tono clerical. A diferencia del resto de los grupos políticos
del turno, era capaz de tener unas juventudes activas, una propaganda ideológica de tono católico
e incluso unos círculos obreros confesionales. En realidad, la masa neutra a la que quería apelar
Maura eran sólo los sectores conservadores católicos, pero ni siquiera a ellos consiguió
modernizar.
En adelante, la política española consistió en resolver los problemas surgidos de las
circunstancias, mucho más que intentar programas regeneradores globales.
Esto fue así porque la revolución desde arriba había tenido pocos resultados y la causa
era el mismo planteamiento de los supuestos regeneradores. Había un planteamiento erróneo en
la base de toda la revolución desde arriba y ésta no necesariamente debía conducir al éxito
porque lo característico de la España de comienzos de siglo no era que la legislación fuese
retrasada, sino que se incumplía continuamente.

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TEMA 17.LA ÉPOCA REGENERACIONISTA:
"LA REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA". 1902-1914 (II)

1. EL CATOLICISMO EN LAS SOCIEDADES Y EN LA POLÍTICA

El mundo católico era un factor de renovación de la sociedad española, al menos


potencialmente como el movimiento obrero o los nacionalismos periféricos. En la década
final del S. XIX se había presenciado en España todo un proceso de politización del
catolicismo que habría de tener consecuencias; la desunión impidió que fórmulas de
organización como los Congresos Católicos se plasmaran en realidades eficientes. En los
Congresos ni siquiera los mismos prelados permanecían unidos. Cuestiones como el Reino
de Italia provocaban graves discusiones, protestas diplomáticas y acusaciones de
heterodoxia. En estas condiciones no se volvió a celebrar ningún Congreso después de 1902.
En 1905 el principal dirigente integrista, Nocedal, consideraba que no era suficiente
la licencia eclesiástica para la consideración como ortodoxo de un diario; en 1906 un
documento pontificio trató de lograr la paz entre las diversas tendencias católicos y en 1908
los integristas (ya casi una secta) recibieron una advertencia de Roma. El resultado de esta
evolución fue que poco a poco empezó a imponerse la postura posibilista moderada o liberal
conservadora. El triunfo de esta tendencia tuvo consecuencias importantes y negativas.
Cuando aparecen las actitudes anticlericales durante el cambio de siglo, surgieron,
como reacción, unas Ligas católicas que limitaron su implantación a las ciudades, porque
nadie podía pensar seriamente que en España, fuera a haber una verdadera persecución
religiosa. Tanto ellas como los Comités de defensa social que proliferaron después,
obedecían a un propósito reactivo que se identificó con la versión maurista del
conservadurismo que no creó verdaderos problemas al sistema de turno.
De acuerdo con la evolución hacia la moderación del catolicismo español, en 1899,
en Marqués de Comillas jugó un papel relevante en la Junta permanente destinada a dar
continuidad a la obra de los Congresos, que luego se convertiría en JUNTA DE ACCIÓN
CATÓLICA. Comillas fue el representante más característico del catolicismo oficial de la
época y como tal, persona muy próxima al rey. En los años en que Canalejas estuvo en el
poder, hubo incluso normas de actuación de la Acción Católica. Pero ésta no se desarrolló
hasta la etapa republicana; en 1911 fue vetada una candidatura católica para las elecciones
madrileñas.
Comillas creó una Asociación para el estudio y defensa de los intereses de la clase
obrera, que no perdió nunca su carácter benéfico, más que social. A su alrededor nacieron
también unos Círculos Católicos de Obreros. Era el momento en que el catolicismo, merced
a las encíclicas pontificias, pasaba de una mentalidad benéfico-caritativa a otra propiamente
social, coincidiendo con la tendencia también perceptible en los liberales, a propiciar un
intervencionismo del Estado en estas materias. Durante la Monarquía de A. XIII, en las
instituciones estatales dedicadas a la cuestión social, cooperaron personas procedentes de los
medios católicos junto con otras liberales o socialistas. La intervención católica en estas
cuestiones fue obra del jesuita P. Vicente.
A principios de la 2ª década del siglo, había casi 300 círculos y muchos de ellos
De 1902 a 1914 (II).

tenían una función que no sólo era instructiva. En el campo, la Ley de Sindicatos Agrícolas,
auspiciada en principio por Maura, tuvo unos resultados muy favorables para el mundo
católico-social. Los sindicatos católicos se apoyaban en cooperativas y cajas rurales.
En otros terrenos, el resultado de la acción social católica fue menos positivo. Los
sindicatos profesionales con la pretensión de evitar el calificativo "católico", sólo hicieron su
aparición en la 28 década del siglo. Por el momento, los sindicatos católicos no habían
perdido frente a los socialistas, teniendo la ½ de afiliados. El pontificado de Pío X marcó al
catolicismo español. En España no hubo ningún ejemplo de modernismo religioso.
Unamuno, interesado en estas cuestiones, reconocía que el modernismo no despertó ningún
interés en España e incluso él mismo estaba más próximo del protestantismo liberal y del
modernismo católico. Algunos teólogos o filósofos sobre todo agustinos, dominicos o
capuchinos, parece que tuvieron dificultades o tuvieron que ocultar sus posturas respecto al
evolucionismo, debido al miedo a ser acusados de modernistas.
Todo ello era una muestra de ortodoxia, pero también de aislamiento y de limitación
de la cultura religiosa. Ese era, según Canalejas, el inconveniente del clero español: el escaso
nivel cultural. Ese juicio chocaba con el hecho de que la Iglesia dominaba en la 28 enseñanza
y luchaba por evitar que se prescindiera de la enseñanza del catecismo.
La Asociación Católica de jóvenes Propagandistas, fundada en 1908 por el jesuita P.
Ayala, siendo su primer presidente Ángel Herrera, era un grupo reducido de personas que se
caracterizaban por tener un nivel profesional elevado, que se dedicaron a popularizar los
principios sociales y políticos del catolicismo. El grupo fundamentaba su actividad en las
doctrinas católicas tradicionales; el sometimiento al poder establecido, la distinción entre el
gobierno y la legislación concreta o la defensa de los intereses católicos en todos los
terrenos.
Ángel Herrera partía de un diagnóstico muy realista de lo que era el catolicismo
español de la época, caracterizado por la falta de obediencia a los obispos, la falta de unidad
entre los católicos y la mezcla entre lo religioso y lo político.
Hasta 1890 no había otra prensa católica que los boletines de las diócesis, pero 8 años
después se creó una Asociación de la Buena Prensa y en 1910 se creó una agencia de noticias
confesional. Años después, la prensa católica va alcanzando más difusión, teniendo
prácticamente cada provincia un diario católico, aunque los contenidos variaran desde el
puro clericalismo hasta actitudes más modernas.

2. EL DESARROLLO ECONÓMICO Y LAS TRANSFORMACIONES


SOCIALES ANTES DE LA GUERRA MUNDIAL

La crisis agrícola tuvo en la última década del XIx, repercusiones en el mundo


industrial. En España desde 1892 hubo gran disminución en las exportaciones de vino y
minerales y una disminución de importación de algodón; también hubo un envilecimiento de
la moneda, producido por una Hacienda en déficit. La crisis finisecular fue además peor en
España por el desastre del 98. La política de expansión del gasto público y de aumento de la
circulación fiduciaria fue adecuada. Luego en los 15 primeros años del s. XX la política del
gobierno cambió considerablemente: la política restrictiva de Villaverde no produjo
estancamiento porque había habido un nuevo ciclo al alza, de carácter internacional. Hay que
decir que las consecuencias económicas de la pérdida de las colonias no fueron tan

2
De 1902 a 1914 (II).

negativas: la repatriación de capitales pudo suponer unos 2000 millones de pesetas oro y
también supuso la incorporación de unos empresarios innovadores que habían utilizado
procedimientos modernos. España no dejó por ello de ser considerada como un lugar
apropiado para aversiones económicas extranjeras y la inversión de capital de fuera se
duplicó en los primeros 10 años del siglo. Estos capitales extranjeros optaron por inversiones
en las empresas bancarias, químicas, eléctricas y de servicios (de carácter productivo).
Sin embargo la crisis finisecular tuvo repercusiones importantes en la configuración
de una economía nacional fuertemente protegida.
La tesis nacionalista en economía logró el apoyo sucesivo y acumulado de todos los
sectores productivos españoles. Tuvo en general unas consecuencias positivas: todas las
naciones europeas hicieron lo mismo y la política seguida en España contribuyó a favorecer
un determinado grado de crecimiento económico. Pero la economía española quedó
caracterizada en adelante por una agricultura mayoritariamente poco entable y una industria
dependiente de ella.
El proteccionismo no tenía una explicación puramente arancelaria. Ya en 1891 1896
los aranceles españoles habían experimentado un alza, pero principalmente se produjo con la
reforma de 1906 que creó las barreras aduaneras más elevadas de Europa. En estos los años
del siglo se produjo un aumento del papel del Estado en la ida económica y el de Fomento
llegó a alcanzar el 15% del presupuesto.
En agricultura se produjeron un conjunto de transformaciones que seguirían lego.
Cabe atribuir al desarrollo agrícola un ritmo considerablemente más elevado que el de la
época inmediatamente anterior. Su razón radica en la introducción de una serie de técnicas y
cultivos que supusieron al menos una novedad relativa respecto del asado inmediato. Entre
1900-1914, la partida de las importaciones que más creció fue la de la maquinaria y parte de
ella era agrícola, aunque en no pocas ocasiones fuera tan simple como el arado de vertederas;
empezó a importarse maquinaria más sofisticada, aunque sólo en zonas latifundistas que
podían hacer esas inversiones. A la vez, triplicó la importación de abonos. En 1914 la
producción nacional fue ya superior a la importación. El regadío constituyó una faceta más
del programa regeneracionista. En los años 20 se puede calcular que había en España
alrededor de 1.500.000 hectáreas de regadío. Fue sobre todo la iniciativa individual en
determinadas zonas, como Valencia, la que produjo la difusión del regadío, alimentada por la
confianza en obtener unos rendimientos importantes.
El trigo se vio beneficiado por las nuevas técnicas y el proteccionismo de la política
oficial y como consecuencia hubo un incremento de las superficies cultivadas. La
productividad también creció. La consecuencia de este proceso fue que España que a
comienzos de siglo importaba trigo, en los años 30 se consideraba ya autoabastecida. La vid
tardó en recuperarse de la crisis producida por la filoxera.
El sector más dinámico de la agricultura española era desde fines del XIX el de los
cultivos nuevos, en parte destinados a la exportación: la naranja y la almendra por ejemplo
en Valencia. Durante primer tercio del S. XX duplicó su superficie de cultivo triplicó su
valor. La remolacha fue protegida por la política gubernamental, al haber perdido con las
colonias, la fuente habitual de aprovisionamiento de azúcar. La producción remolachera pasó
de la nada a tener problemas de superproducción. La almendra, como la naranja, favoreció la
parcelación de la propiedad y la existencia de la clase media campesina.
Puede decirse que tanto la apertura hacia el exterior como la creación de un mercado

3
De 1902 a 1914 (II).

verdaderamente nacional, tuvieron como consecuencia una relativa especialización agrícola


o ganadera, dependiente del grado de iniciativa de las élites locales.
En este momento es cuando nació un sistema bancario que perdura aun hoy en sus
rasgos fundamentales. La Banca española había surgido a mediados del XIX. En sus
orígenes hubo 2 factores: 1º la repatriación de capitales procedentes de las colonias, que tuvo
como consecuencia la fundación en 1901 del Banco Hispanoamericano yen 1902 la
conversión del Crédito Mobiliario en el Banco Español de Crédito y 2º fue la capitalización
de la exportación de hierro desde el País Vasco, que produjo o potenció los Bancos de
Bilbao, Vizcaya, Urquijo e incluso el Central. La Banca jugó un papel decisivo en
determinados sectores industriales nuevos.
La falta de empuje en el crecimiento industrial se explica por el descenso de la
producción y exportación de minerales metálicos: el del cobre se produjo lentamente y el del
hierro y el plomo más rápidos. En términos relativos se puede atribuir a la exportación de
mineral, la condición de industria verdaderamente ligada a la economía nacional. La
extracción de carbón experimentó un crecimiento considerable. El país vasco había logrado
una neta superioridad respecto del resto del país en lo que se refiere a siderurgia y
construcción naval; la mitad de la producción de hierro, de acero, del tonelaje de buques y se
producía allí.
En Cataluña, la industria textil sufrió el impacto de la pérdida de las colonias. La
recuperación se produjo gracias al arancel de 1906 que reservaba de hecho, el mercado
interior a los industriales catalanes del textil. Esta industria se convirtió en conservadora. Sin
embargo, Cataluña tuvo otras más dinámicas y agresivas con las que pudo competir e incluso
superar al País Vasco. El sector industrial puntero estuvo constituido por la electricidad, el
cemento y la industria química, además de la industria ligera. De ellas la más importante fue
la industria eléctrica. En 1901 se fundó Hidroeléctrica Ibérica, luego Iberduero y en 1907
Hidroeléctrica Española. En 1913 la industria textil había sustituido el vapor en más de la
mitad de la maquinaria en Sabadell y Tarrasa y en 1916 la sustitución era total. Entre fin del
XIX y comienzos del XX surgieron en España las 1as industrias químicas modernas.
En esta época se rompió con uno de los rasgos del antiguo régimen demográfico, el
de la estabilidad de la población en el lugar de nacimiento. La emigración se hizo 1º hacia
los grandes núcleos urbanos: Barcelona y Madrid. En 1914 llegaron a Argelia 30000
españoles, pero la emigración se dirigió sobre todo a Iberoamérica. La procedencia de los
emigrantes no fueron las regiones de latifundio, sino todo lo contrario.
Aunque parciales, estos eran también los síntomas evidentes de modernización.

3. LOS CONFLICTOS SOCIALES: EL ANARQUISMO

A comienzos de siglo aparecieron formas de protesta nuevas, como las huelgas,


prácticamente inexistente s antes de 1890. La sociedad española, muy desmovilizada, lo era
también respecto a la protesta obrera. Los conflictos muy a menudo se desarrollaban en un
clima de violencia que producía atentados, pero solían concluir con la intervención de una
autoridad mediadora, incluso la militar, que no siempre se decantaba de una forma
automática a favor de los patronos.
La intervención de las autoridades en los conflictos sociales se hacía por motivos de

4
De 1902 a 1914 (II).

puro orden público, al margen de cualquier otra legalidad social. Con el comienzo del siglo
se inició la legislación social en España. Las legislaciones sobre tribunales industriales y fue
producto de la Comisión de Reformas Sociales en 1891 y se convirtieron en ley gracias a una
disposición conservadora de 1908, calcada de otra liberal de 1900 y dicha legislación fue
modificada durante el gobierno de Canalejas en 1912. La citada Comisión había tenido un
carácter informativo pero después pasó a recibir el carácter de Instituto vinculado al de
Fomento. Contó con capacidad inspectora y con una representación obrera que garantizaba la
eficacia de su acción. También el Instituto Nacional de Previsión contó con la colaboración
de personas procedentes del socialismo y del catolicismo (2 mundos distintos).
Pero la conflictividad social fue más reducida por la debilidad del movimiento
sindical y obrero. Sólo en 1910 hubo un diputado socialista en el Parlamento. Hay que tener
en cuenta que hasta la guerra mundial, el republicanismo anticlerical y popular permaneció
fuertemente arraigado en los medios urbanos. El sindicalismo no dependía antes de 1914 de
las dos grandes centrales nacionales y tenía un papel reducido en la vida pública del país. Las
huelgas estuvieron concentradas en unos cuantos puntos y en realidad no había sindicatos
organizados con implantación nacional, ni federación de industria; por eso, cualquier tipo de
solidaridad global mediante la huelga, era impensable.
La debilidad del movimiento obrero en España derivó de su división, que se supo
cuando aumentó la influencia del socialismo. Un rasgo del movimiento obrero en España
fue, hasta la II Republica el peso predominante del socialismo. En España existía una
tradición democrático-federal sobre la que pudo insertarse mucho mejor el anarco-
sindicalismo que el socialismo.
Del anarquismo español de esta época, llama la atención su enorme influencia, que
dio la sensación de que en España era posible que estallara una revolución ácrata y a la vez
una escasa originalidad doctrinal que le sometió a influencias exteriores. Era más influyente
que el socialismo en los años anteriores a la 1a Guerra Mundial. Su tesis principal era la
huelga general revolucionaria; ésta, unida a la acción directa acabó derivando hacia el
anarcosindicalismo y de ahí al sindicalismo. En España esas tesis se insertaron sobre una
tradición de anarcocomunismo insurreccionalista. Hubo partidarios del atentado personal y
detractores del mismo, pero la tendencia espontánea de los anarquistas españoles fue siempre
justificar la violencia.
En el anarquismo había sindicalistas reformistas e intelectuales subempleados que
despreciaban a los obreros. La tradición del atentado personal renació en 1904 con motivo de
la visita de Maura a Barcelona. Moral constituye un buen ejemplo. Fue probablemente el
autor del atentado contra el rey en 1905 y debió contar con el apoyo de Lerroux, lo que
prueba que los límites entre el republicanismo y el anarquismo eran en este momento
imprecisos.
Desde entonces el terrorismo cambió sus formas de actuación: se dedicó a colocar
bombas en lugares de gran concurrencia para crear un clima de tensión. Su desaparición fue
producto más del cansancio de los anarquistas que de la eficacia de las fuerzas policiales.
Otro factor importante fue también la crecida del movimiento sindicalista. Había agitación
social entre 1903 y 1905 en el campo andaluz. La protesta pareció que iba a conmocionar a
la sociedad andaluza y produjo un brusco crecimiento de las sociedades obreras; una
esperanza en el advenimiento del comunismo y la lectura de la prensa obrera. La protesta
coincidió con una muy buena cosecha en 1903, lo que demuestra que no se puede identificar
con la rebelión de una masa proletaria sufriente, sino con una estrategia reivindicativa que

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De 1902 a 1914 (II).

implicaba también la utilización del incendio por ejemplo, como expresión de descontento y
forma de lograr la mejora de los salarios. Lo que se denominaba como el obrero consciente,
propagandista del ideal ácrata, no era un líder religioso y analfabeto, sino un propagador de
las tesis de una cultura anticlerical derivada del federalismo.
Mayor capacidad de difusión del ideal anarquista, tendría la difusión del
anarcosindicalismo a partir de comienzos de siglo. Desde entonces hubo repetidos intentos
de organizar un sindicato nacional. Los Congresos de la Federación de Trabajadores de la
Región Española no establecieron ninguna organización nacional; sirvieron para difundir el
mito de la huelga general y la escuela laica en medios que no eran estrictamente obreros,
sino también pertenecientes al republicanismo más exaltado como el que protagonizaba
Lerroux.
Los medios anarquistas en 1904 crearon una Federación Obrera que en 1907 daría
lugar a "Solidaridad Obrera" e inicialmente figuraron en sus filas republicanos y socialistas.
En el verano de 1910 el sector anarquista se hizo con la dirección del sindicalismo
barcelonés y en otoño se fundó la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), un nuevo
sindicato. Su fórmula de actuación predilecta debía ser la huelga general revolucionaria, de
la que se decía que por ser arma peligrosa, debía ser utilizada con tino. La CNT tenía un
propósito esencialmente revolucionario.
Esta vertiente revolucionaria se apreció en la acción del nuevo sindicato, con ocasión
er
de su 1 congreso celebrado en Barcelona en otoño de 1911. Tuvo lugar una reunión secreta,
posterior al congreso, en la que se preparó una huelga general revolucionaria con la que se
enfrentó el Gobierno de Canalejas. Fue ella la que convirtió a la CNT en una organización
clandestina desde 1911 hasta la guerra mundial.

4. EL SOCIALISMO EN ESPAÑA

El PSOE en el momento de empezar el siglo, era un grupo muy reducido, sin


influencia. Fundado en 1879 por un grupo de tipógrafos, la aristocracia de la clase obrera y
de médicos, sólo 7 años después pudo hacer aparecer su Diario "El Socialista". Su fundador
fue Pablo Iglesias.
El fundamento ideológico de la actuación de los socialistas estaba basado en las
teorías del marxismo a través de escritores franceses. A fines de siglo, para el PSOE sólo se
enfrentaban dos clases: burguesía y proletariado y no había forma de que llegaran a un
acuerdo. Los anarquistas seguían una política de derribo y la huelga general era
contraproducente y a los republicanos le atribuían una ceguera burguesa; por eso no llegan a
ningún acuerdo entre ellos.
El PSOE no fue capaz de aprovechar el sentimiento de protesta ante la guerra
colonial. Iglesias y sus seguidores malinterpretaron a Polavieja, al movimiento de las
Cámaras de Comercio y a los nacionalistas periféricos. En la última década del XIX se
produjo un crecimiento de la UGT y comenzó una flexibilidad en su ideología y estrategia.
El pablismo fue una especie de revolucionarismo reformista o reformismo
revolucionario; en el sentido de que nunca se consideraron incompatibles estas 2 fórmulas.
El fin de siglo supuso un mayor acercamiento al republicanismo y una participación
en los organismos destinados a la reforma social. Un factor más vino a implantar el

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De 1902 a 1914 (II).

socialismo: el regeneracionismo. Los planteamientos que se dieron en los propios dirigentes


del partido se basaron en la consideración del PSOE como instrumento de toma de
conciencia de la clase obrera y de moralización del comportamiento electoral del
proletariado. A principios del S. xx, la tesis de la huelga general, de procedencia anarquista,
había alcanzado gran difusión, pero el PSOE no pretendía recurrir a ella, por lo que poco
éxito podía tener. La UGT experimentó un crecimiento más rápido. En los Congresos
nacionales del partido 1903 -1907, ratificó su repudio a colaborar con los republicanos.
También las Juventudes Socialistas creadas en 1905 estaban más cercanas a la postura de
acercamiento, pero Iglesias mantuvo su actitud inflexible hasta 1908 en que se aceptó la
posibilidad de colaboración, aunque sólo en determinadas circunstancias.
Fue la situación política del final del Gobierno de Maura lo que animó a los
socialistas a cambiar su postura. Es probable que hubiera socialistas entre los participantes en
los hechos de la Semana Trágica, pero además el PSOE había desarrollado en los meses
anteriores una fuerte campaña en contra de la guerra de Marruecos, condenando todo intento
de expansión colonial y sobre todo el sistema de redención del servicio militar mediante
aportaciones económicas (o todos o ninguno). Pero fue la impresión reaccionaria del
gobierno de Maura lo que movió a crear la conjunción republicano-socialista. En otoño de
1909 el partido declaró que lucharía, sólo o con alguna fuerza democrática que se propusiera
el restablecimiento de las garantías y el fin del gobierno de los conservadores. A finales de
año se pactó la alianza.
Esta tuvo un resultado óptimo para el PSOE y la UGT. Las cifras eran ya importantes
aunque estaban ya muy lejos de las de otros países pues la diferencia esencial radicaba no
tanto en los sindicatos como en la presencia en el Parlamento. Aunque muy levemente el
PSOE inició ese camino con la elección de Pablo Iglesias en la lista de la conjunción
republicano-socialista de 1910 por Madrid. Esto le convirtió en una figura política nacional,
símbolo de la clase obrera. Sus intervenciones en el Parlamento se caracterizaron por la
dureza. En 1912 el PSOE celebró el Congreso más importante de su historia, ello que tuvo
una representación internacional y presentó un programa general, municipal y agrario.
Hacia 1912 entraron al partido algunos intelectuales. Uno de ellos fue Julián Besteiro,
procedente del radicalismo. Otros como Araquistain y Núñez de Arenas se vinculaban a la
llamada "Escuela nueva". El 1º tenía una clara posición regeneracionista, pero el 2º supone
un levantamiento en el partido de un sector de izquierdas, no sólo intelectual, sino también
sindicalista.
La relación entre sindicato y partido variaba de unas zonas a otras. La UGT
madrileña era el sindicato predominante que incluía a muchos que no eran socialistas,
mientras que en Asturias y Vizcaya, los dirigentes socialistas procedían de sindicatos.
A finales del XIX era posible aún que el PSOE triunfara en Cataluña, pero los errores
tácticos impidieron que así sucediera; en Málaga también había estado el PSOE pero
desapareció. En cambio, el papel de Madrid en él fue muy grande; los afiliados a la UGT
residían en Madrid y en 1908 el porcentaje era de un 58%, En ese año la Casa del Pueblo de
la Capital se convirtió en una de las instituciones societarias más importantes.
Pero el eje de la política socialista en la 1a década del S. estaba en Bilbao. Su
implantación fue entre los mineros, en su mayoría inmigrantes, como Facundo Perezagua.
Hubo entonces una treintena de huelgas de las que 5 fueron generales. El socialismo se
alimentó de la acción sindical pero acabó por traducirse en votos. En 1913 fue creado el

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De 1902 a 1914 (II).

Sindicato Metalúrgico de Vizcaya. Empezó a haber un acercamiento entre republicanos y


socialistas. Representativo de esta 2ª etapa fue sobre todo Indalecio Prieto, autodidacta, que
dominó el socialismo vizcaíno tras enfrentarse a Perezagua.
En Asturias mucho más tarde y lentamente el socialismo también acabó por
implantarse. Su lentitud fue por: el trabajo en las minas estuvo en manos de quienes pueden
ser definidos como trabajadores mixtos porque eran campesinos que cultivaban sus tierras;
además, la 1ª implantación del sindicato socialista se logró en Gijón donde luego acabarían
triunfando los anarquistas entre los obreros del puerto. En 1902 el PSOE celebró un congreso
en Oviedo. Fue Manuel Llaneza un minero que tuvo que emigrar después de una de las
grandes huelgas de esa etapa quien creó el Sindicato de Obreros mineros de Asturias con un
sindicalismo muy disciplinario y organizado. Era sin duda el más fuete de España y le
permitía controlar a la totalidad de los mineros españoles. Con ello, los socialistas antes de la
guerra mundial tenían en sus manos o bajo su responsabilidad a 3 sectores de importancia:
los tipógrafos (dirigidos por García Quejido), los ferroviarios (por Trifón Gómez) y el de los
mineros en Asturias y en Río Tinto.
En la 2ª década del siglo las perspectivas del socialismo parecen mejorar. En Elche
existía un sindicato de tendencia republicana, el de los alpargateros que desde 1910 se
vinculó al PSOE. Algo parecido en 1912 en Granada y en Cáceres.

5. LA CULTURA ESPAÑOLA Y EL FIN DE SIGLO

Se les denominó a los intelectuales como Generación del 98 pero su influencia,


significación y valores se prolongan más allá del período finisecular. Parte de sus temas son
de los regeneracionistas, en especial Costa, Unamuno, Azorín. En todos los escritores del
período hay un patente nacionalismo regenerador. Hay también algunos temas predilectos
como la necesidad de la transformación económica del país. Esta generación representó una
ruptura con respecto al pasado. Es la primera que sintió como grupo, con una tarea colectiva
que realizar y la 1a que se sintió como intelectual. Desaparece el didactismo realista y la
estética del momento se convirtió en el equivalente del simbolismo. Aparecen nuevas
editoriales de publicaciones de. difusión muy considerable. Había un público más amplio que
el de la 1ª etapa de la Restauración.
Tenían todos ellos unos rasgos comunes en cuanto a aprendizaje y procedencia.
Fueron autodidactas y algunos convirtieron el artículo en forma de vida (Azorín, Maeztu).
Más que nada todos tienen una actitud crítica respecto a España. Azaña afirmó que la
protesta les daba sentido de grupo. Sus incursiones en el terreno de la política práctica fueron
efímeras y contradictorias. Baroja, Maeztu, Unamuno. Quizá la única excepción sea
Cataluña donde el sentimiento nacionalista creó esa conciencia de tarea colectiva que faltaba
en otras latitudes. La generación finisecular fue por tanto individualista y de talante personal
liberal. Fueron más liberales que demócratas. Su preocupación era el ser de España.
Intimismo, renovación temática y evocación histórica aparecen todos estos autores. El
naturalismo triunfó también en el teatro.

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TEMA 18. LA CRISIS DEL PARLAMENTARISMO
(1914-1923).

1. ESPAÑA Y LA 1ª GUERRA MUNDIAL

A partir del desastre del 98, España se convirtió en una potencia de intereses europeos y
proyección norteafricana, cuyo centro neurálgico para la política exterior residía en el Estrecho
de Gibraltar. El hispanismo alcanzó gran influencia y tuvo una contrapartida peninsular en por
ejemplo, Vázquez de Mella, partidario de la constitución de una confederación de Estados
Hispanoamericanos. Tuvo también el hispanismo una vertiente liberal que se tradujo en el
establecimiento de relaciones culturales más estrechas a uno y otro lado del Atlántico,
especialmente con Argentina. Constituyó un fenómeno principalmente cultural sin proyección
política concreta.
España fue a partir de entonces una nación europea de 2º rango, cuya importancia
principal era su situación estratégica a uno y otro lado del Estrecho. No estaba ligada por
ningún tratado a otras potencias por lo que era una potencia aislada en donde los políticos
indicaban su propósito de hacerla salir de la situación en que se encontraba. Pero sólo podía
lograrse por razones económicas o militares y de ese modo, convertirse en un aliado deseable
para las grandes potencias. Su condición mediterránea y sus intereses norteafricanos la ponían
por fuerza en contacto con Francia y Gran Bretaña. En 1907 el discurso de la Corona hizo
mención de los intereses muy considerables que unen a España con estas dos naciones, lo que
influyó en la determinación del puesto que le hubo de corresponder a España en Marruecos.
Los representantes diplomáticos españoles en todo el mundo solían actuar supeditados a estos
dos países.
El papel de Francia y Gran Bretaña en la política exterior española se observa con
examinar la repercusión que sobre España tuvo la revolución portuguesa de 1910. Cuando
cayó el trono de los Braganza, hubo una evidente hostilidad española respecto al nuevo
régimen; sectores carlistas y monárquicos prestaron ayuda a los conspiradores portugueses.
Fue la actitud decidida de Canalejas, pero sobre todo la oposición británica la que explica que
no tuviera lugar la intervención. En 1913, Alfonso XIII hizo una exploración semejante en
Francia con los mismos resultados negativos.
Todo esto contribuyó a fomentar la posición neutralista española cuando estalló la I
Guerra Mundial, pero en realidad, el fundamento esencial de la misma residió en 2 factores: el
casi exclusivo interés por Marruecos y Gibraltar y la debilidad de la posición española en todos
los terrenos.
Somos neutrales porque no podemos ser otra cosa, decía Cambó y la realidad se
comprueba con tener en cuenta que la ½ del Ejército español se encontraba en Marruecos. En
estas condiciones, la postura de la clase dirigente hay que considerarla como acertada, aunque
los intelectuales liberales como Unamuno la calificaran de vergonzosa. Durante ese período,
Alfonso XIII tuvo una intervención humanitaria en los países en guerra.
Si el Estado español fue neutral, la sociedad española vivió fuertes tensiones. La
influencia francesa era mayor que la alemana cuando estalló la guerra, pero Alemania hizo un
gran esfuerzo con inversiones importantes de dinero y enseguida los aliados intentaron
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

contrapesar con otras semejantes. Además, resultaba posible comprar a la prensa.


Los alineamientos ideológicos fueron fundamentales en la adopción de una postura
sobre la guerra, aunque muy a menudo se ocultaran bajo la pretensión de servir intereses
nacionales objetivos. Para la derecha social y política, Alemania representaba el orden y la
autoridad. La prensa conservadora, la mayor parte del Ejército y del Episcopado, fueron
germanófilos. Para la izq. en cambio, aliado de Francia e Inglaterra estaba la causa del derecho,
la libertad, la razón y el progreso. Con el paso del tiempo, el enfrentamiento entre
germanófilos y aliadófilos acabó dando la impresión de que los adversarios de los 2os eran no
tanto los alemanes como los españoles que los defendían. En 1915 una liga antigermanófila se
presentó como órgano del liberalismo y la democracia; entre los que suscribieron el manifiesto
estaban Unamuno, Azaña y Araquistain. Los intelectuales partidarios de Alemania fueron
pocos: Benavente o D'Ors. Incluso a los movimientos obreros llegó el debate. Los socialistas
eran partidarios de un neutralismo matizado por la aliadófila; los anarquistas tenían posturas
antibelicistas.
La clase política estaba muy afectada por la violenta polémica de la sociedad española.
Dato estaba totalmente decidido por la neutralidad y al estallar la guerra ni siquiera situó tropas
en la frontera francesa para evitar cualquier tipo de influencia sobre los acontecimientos. Sólo
Romanones, entre los políticos de turno hizo declaraciones de aliadófila, aunque no implicaron
la beligerancia. Cuando la guerra submarina alemana fue total, empezaron los torpedeamientos
de buques españoles y en abril de 1917, las pérdidas en éstos alcanzaban las 100.000 toneladas.
El hundimiento de navíos fue uno de los aspectos más negativos de la guerra mundial
para España que tampoco logró una mejora territorial en Marruecos, Gibraltar o Portugal. La
neutralidad resultó positiva para España, en especial porque facilitó un importante desarrollo
económico, evitó unas tensiones políticas y sociales tan graves como las que padecieron Italia
y Portugal y realzaron la posición exterior de España en Europa.

2. LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS Y SOCIALES

Esta etapa tuvo una entidad y una trascendencia fundamental en el desarrollo del
capitalismo español. Desde el punto de vista económico supuso un eficaz sistema de
protección automática para la producción española y un sistema de primas a la exportación de
un país cuya balanza comercial era siempre negativa.
No en todas las ramas de la producción se dio la misma situación. Algunos productos
tradicionales de la exportación española sufrieron las circunstancias bélicas de Europa. La
exportación de naranjas descendió porque Gran Bretaña, principal importador, restringió su
comercio, pero además aparecieron otros competidores como Palestina y Sudáfrica. También
la exportación de corcho, la industria de la construcción y la minería (excepto la hulla) vieron
mal su situación; el transporte ferroviario padeció graves estrangulamientos. Pero todos estos
casos fueron excepcionales en una coyuntura enormemente satisfactoria. Esto se observa
viendo que la balanza comercial que tenía un saldo negativo de 100-200 millones de Pta
anuales, pasó a tenerlo positivo por valor de unos 200-500. Lo que había sucedido era, que
productos que se exportaban anteriormente habían visto estimulada la demanda en los países
en guerra o que otros que nunca pudieron tener un mercado exterior, ahora lo tenían gracias a
la renta de situaciones que a España le proporcionó su neutralidad.
Caso muy característico de mejora fue el de la minería hullera asturiana aunque los

2
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

beneficiarios fueron sobre todo los capitalistas. Algo parecido sucedió con la siderurgia vasca
que vio multiplicar por 14 sus cifras de negocios. La industria química pesada se vio
favorecida por la dificultad del comercio con Alemania. Otra industria rentable en esos
momentos fue la naviera. Aumentó la demanda mundial y las dificultades creadas por el
bloqueo alemán tuvieron como resultado un gran aumento de las navieras. Los precios de los
transportes marítimos se septuplicaron en algunos casos. El valor de los tejidos de lana
exportados por la industria textil catalana, fue 20 veces mayor que antes de la guerra. En
general, hay que decir que la economía se vio muy estimulada durante la I Guerra Mundial.
Lo que podía preverse es que esto sería pasajero como sucedió en las minas asturianas
y en las navieras. Sin embargo la siderurgia vasca aprovechó la situación para lograr una
importante modernización; en cambio en Cataluña la industria textil no lo hizo, aunque se
electrificara. Así, cuando acabó la guerra, se plantea una grave crisis. Esta, favoreció la
intervención estatal demandada e incluso exigida desde los distintos sectores de la producción.
La ley de protección de industrias nuevas y de fomento de las existentes, de marzo de 1917,
proporcionó exenciones tributarias y primas a la exportación; más tarde, disposiciones más
sectoriales supusieron la ordenación y nacionalización de las industrias relacionadas con la
defensa nacional.
Desde 1921 se empezó a plantear la necesidad de una revisión arancelaria a la que se
llegaría en Feb de 1922, siendo Cambó ministro de Hacienda. El arancel estableció una barrera
más dura para las importaciones extranjeras. Las trabas económicas a la importación fueron tan
duras que hubo de recurrirse a una Ley de autorización arancelarias que permitieran la
disminución del arancel para poder firmar tratados comerciales con otras naciones.
Pero hay 2 aspectos que demuestran que la economía nacional se había situado en un
nuevo plano, superior y más moderno. Antes de que se produjera la intervención estatal
exigida por los industriales, se había producido una auténtica nacionalización, aunque parcial,
de la industria y las finanzas españolas; la totalidad de la Deuda del Estado de más de 4.500
millones, pasó a manos españolas y sucedió lo mismo con la mitad de los valores industriales.
Aunque el cambio más decisivo fue la modificación del centro de gravedad de la Banca
española, su progreso en todos los terrenos y su papel creciente como financiadora de la
industria nacional.
A principios de siglo aún el capital de la banca catalana era el triple que el de la banca
vasca. La crisis del B, de Barcelona en 1920 supuso el principio del fin de su relevancia. La
Ley de Ordenación de 1921 preveía la obligación de un capital y un interés mínimo, así como
sanciones en caso de incumplimiento y una ley de suspensión de pagos aprobada en 1921.
En un principio la guerra mundial supuso un estancamiento del negocio bancario que
además tenía la competencia de la banca exterior. Pronto la situación cambió: en 1916-1920 el
n° de bancos se duplicó. Desde ese momento, la banca española desempeñó un papel creciente
y decisivo en la industria.
Pero aunque no se redujo la producción de alimentos, la guerra mundial provocó en
España un súbito encarecimiento de los productos de 1ª necesidad, que pudieron subir durante
la guerra algo más de un 15%, que llegaría a un 20% en las pequeñas poblaciones. Los salarios
crecieron también en parte por la presión sindical y en parte por la propia bonanza económica,
pero variaban mucho según las profesiones; en cualquier caso, parecen haber ido por detrás de
los precios en muchos momentos. De lo que no cabe duda es de la aparición de tensiones
sociales e incluso motines, por las dificultades de encontrar lo que entonces se denominaban

3
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

subsistencias.
3. ALTERNATIVAS DE LA POLÍTICA INTERNA (1913-1921)

Después de las negativas de Maura a volver al poder turnándose con los liberales, en
octubre de 1913 lo hicieron los conservadores presididos por Eduardo Dato que de 1907 a
1909 había estado en 28 fila de su partido, probablemente descontento con la gestión de Maura
y De la Cierva. Azorín decía de él que todo es discreto en el Sr. Dato. Era más conservador que
algunos jóvenes mauristas y uno de sus rasgos característicos era la ductilidad en el trato y ante
las circunstancias.
El dirigente principal del partido liberal era el Conde de Romanones, político hábil,
poco respetuoso con la ideología, listo y preocupado sobre todo por engañar al adversario.
La 1ª etapa de la guerra transcurrió durante el Gobierno de Dato que duró hasta
diciembre de 1915. En este tiempo se creó el Mo de Trabajo y una vez estallada la guerra se
concentró principalmente en el mantenimiento de la neutralidad española. Con ese propósito
procuró eludir lo más posible el Parlamento, lo cual le fue reprochado por los mauristas. Maura
prometió mantener una actitud de apoyo al Gobierno, pero eso duró poco y no tuvo reparos en
atacarlo. El maurismo era germanófilo en su propaganda, para conectar con la extrema
derecha. Pero desde el principio fue contradictorio en sus propósitos, aunque en Madrid
consiguieron un apoyo efectivo entre las masas de derechas.
En diciembre, mediante un decreto con el que se trataba de la discusión en las Cortes,
se produjo la aprobación de las Mancomunidades provinciales. Dato pretendía evitar conflictos
en tiempo de guerra y las Mancomunidades desempeñaron un papel político importante,
consiguiendo satisfacer las demandas catalanas. La guerra mundial trajo como consecuencia
que las reivindicaciones catalanistas aumentaran, solicitando un puerto franco para Barcelona,
que Dato no estaba dispuesto a conceder porque hubiera despertado protestas en otras regiones.
Aparte de los liberales, Dato no tenía el apoyo total de los conservadores y sus intentos
por atraerse el maurismo fracasaron y lo mismo ocurrió con De la Cierva que se indignaba ante
las afirmaciones de Dato cuando decía que Pablo Iglesias era honrado. La crisis gubernamental
se produjo por la concordancia de todas las oposiciones en la demanda de un programa
legislativo de medidas económicas.
2ª etapa: Romanones sucedió a Dato como si el sistema de la Restauración continuara
vigente. Además, la forma de llevar a cabo las elecciones era igual que antes: por ello las de
abril de 1916 proporcionaron la mayoría al Gobierno. Sin embargo, ahora estaban los partidos
divididos en clientelas muy fragmentadas y era cada ve más difícil la composición de las
mayorías gubernamentales y del propio Gabinete.
Ante la opinión liberal y ante el Parlamento, pronto destacó uno de los jefes de fila
liberales: Santiago Alba que como casi todos los políticos del momento había estado vinculado
al regeneracionismo finisecular por su talento, su preparación y su programa, que incluía un
acercamiento a la izquierda extradinástica, y parecía destinado a ser el heredero de Canalejas.
El contenido de las reformas económicas que propuso como gestor del Mº de Hacienda era un
programa articulado de medidas que iban desde la reforma fiscal a la promoción del desarrollo
industrial dedicados a programas de contenido regeneracionista como los riegos, las
comunicaciones o la instrucción pública. Una pieza imprescindible del mismo estaba
constituida por un impuesto a los beneficios extraordinarios obtenidos en el período de la
guerra. El proyecto no se hizo realidad por la oposición total de los sectores conservadores del

4
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

país, incluidos los catalanistas de Cambó.


Cambó decía que un Estado que se había negado a plantear y menos a resolver los
problemas económicos que la guerra mundial había revelado, no tenía derecho a pedir
sacrificios a los que se habían beneficiado de ella: Sus razones eran porque dicha contribución
caía sobre todo en industriales y comerciantes mIentras que las medidas de desarrollo
favorecían a las zonas del interior y entre ellas a las del cacicato de Alba. Además, los
proyectos de Alba no contaron con el apoyo de Romanones. A éste le preocupaban otros
sucesos, sobre todo de política exterior.
A Romanones le sucedió en el poder García Prieto y durante su mandato quedó
planteada la cuestión social y a ella se sumó la de las Juntas Militares de Defensa, que en un
principio fueron toleradas pero Romanones después ordenó su disolución que no se llevó a
cabo. Gobernando García Prieto, ordenó de nuevo la disolución de las Juntas y la detención de
sus miembros. La reacción de los militares junteros fue decidida y acabó en victoria; la
mayoría de las guarniciones llegaron a imponerse al Gobierno. Como García Prieto no quiso
admitirlas, tuvo que dimitir. Una vez más, el Ejército hacía patente su presencia en el escenario
público español y una vez más también los liberales se mostraron incapaces de enfrentarse con
él. De ese modo, volvió Eduardo Dato al poder.

3.1. SUCESOS DE AGOSTO DE 1917

La protesta sindical y social experimentó un cambio a partir de 1910 sobre todo desde
que estalló la 1ª Guerra Mundial. La nueva generación de dirigentes controlaba de manera
estricta y manifiesta el aparato sindical del partido. Las nuevas perspectivas en que se
encontraban los movimientos obreros contribuyen a explicar el aumento de la agitación social
que tuvo inmediata trascendencia en el terreno político. El incremento de los precios era
paralelo a la agitación social puesto que si la subida fue moderada hasta 1916, a partir de esa
fecha empezó a ascender y aumentó la distancia con respecto a los salarios.
En julio de 1916 se celebró una reunión conjunta CNT-UGT en Zaragoza y en
diciembre de ese año se decretó una huelga. En marzo de 1917 CNT y UGT redactaron un
manifiesto conjunto en que amenazaban con una huelga general caso de no resolverse el
problema de las subsistencias.
Aunque este problema era grave, lo era aún más el de la situación militar. Hay que
decir que gracias al papel atribuido por la Constitución al rey, así como a la especie de turno
den el de la Guerra, de los generales más prestigiosos, se evitó la directa intervención del
Ejército en la política.
En 1914 el Ejército español necesitaba una reforma urgente, como después de 1898.
Una oficialidad, que suponía del orden del 60% de los presupuestos militares, tenían como
consecuencia la ausencia de material así como de tropas convenientemente preparadas. El
impacto de la subida de precios fue un agravante para una profesión tan mal pagada.
Cuando estalló la guerra mundial, los ministros de la Guerra sucesivos trataron de
promover reformas que amortizando las plazas de oficiales, permitieran sostener a un Ejército
más numeroso. De este intento derivará una protesta organizada en la guarnición de Barcelona.
La Junta de Defensa barcelonesa protestaba contra el favoritismo y contra la deficiente
situación económica de los oficiales. El comienzo de la protesta juntera se produjo en otoño de

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

1916 pero alcanzó su cénit en el verano siguiente cuando se intentaron realizar unos ejercicios
prácticos imprescindibles, para conseguir el ascenso en el seno de la oficialidad. Los capitanes
generales de Barcelona actuaron como representantes del poder central y como emisarios de
las Juntas, mientras que el rey, después de propiciar la disolución de las mismas, acabó
teniendo con: tactos con ellas por una persona interpuesta.
En junio de 1917 los militares junteros habían demostrado que no cedían ante el
Gobierno Central para disolverlos. Daba la sensación de que lo que buscaban era
fundamentalmente una renovación política. Para resolver la situación, Alfonso XIII recurrió al
procedimiento de un cambio del partido en el poder. Eduardo Dato ascendió al poder con un
partido conservador y pareció aceptar el reglamento de las Juntas de Defensa aunque con el
probable propósito de ir sometiéndolas poco a poco gracias a la labor del nuevo ministro de la
Guerra, el general Primo de Rivera.
La forma en que el nuevo gobierno trató la situación, le hizo fracasar, al estar el país en
plena protesta social y ante el espectáculo de la guerra mundial, la protesta militar creó unas
esperanzas de renovación política que con la actitud de Dato se veían decepcionadas.
Como el gobierno había suspendido las garantías constitucionales y no quería reunir a
las Cortes, Cambó organizó una Asamblea de parlamentarios en Barcelona para desde ella,
inducir al poder a que aceptara la reforma. Él confiaba en meterse en el bolsillo a las izquierdas
induciéndolas a la moderación, pero necesitaba para ello a Maura, que permanecía en la
inacción. Así que de esa manera, el maurismo después de haber protestado contra el sistema,
hacía imposible una renovación. A la Asamblea sólo asistieron 71 de los 760 parlamentarios
que representaban a una parte limitada de la política nacional: el reformismo, el
republicanismo, los socialistas y los diputados catalanes. Dato se limitó a disolver la reunión
con una simbólica detención de los participantes en ella. La Asamblea de parlamentarios
demostró que la protesta era heterogénea.
Pero la mayor demostración de heterogeneidad se dio entre la protesta social y la
política. El partido socialista aparecía identificado con un programa parecido al de la
Asamblea, pero al mismo tiempo identificado con el otro movimiento sindical, la CNT desde
meses antes. Largo Caballero visitó Barcelona con el objeto de evitar que los anarquistas se
lanzaran a una inmediata actividad revolucionaria. En Valencia también había un conflicto
social entre los ferroviarios, donde el 9 de agosto su sindicato decidió ir a la huelga (aunque
por la mayoría de 1 voto) y la totalidad del sindicato socialista se lanzó a una huelga en la que
fue acompañado por la CNT. Así sucedieron los sucesos revolucionarios de los días 10 a 13 de
Agosto, cuyo protagonismo principal fue socialista.
La huelga de agosto dio lugar a graves incidentes sobre todo en Asturias, donde las
cifras oficiales contaron 80 muertos y unos 2000 detenidos. De estos sucesos de 1917 podemos
observar que el sistema de la Restauración supo ser liberal y moderado ante circunstancias
revolucionarias como las que sucedieron. Dato y Maura evitaron una posible represión
indiscriminada por parte de los militares en contra de los dirigentes de la huelga. El Ejército,
los parlamentarios y los sindicatos no tenían unos mínimos objetivos comunes en el momento
de la protesta; la confusión del primero y la vía violenta de los últimos, hicieron imposible los
intentos reformistas de los segundos.
De momento se pudo pensar que el Gobierno de Dato había sido el que triunfó en
agosto, pero las Juntas Militares de Defensa se dieron cuenta de que al pasar de su vertiente
regeneradora a la represiva, habían perdido el apoyo popular que tenían.

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

3.2. PRIMEROS GOBIERNOS DE CONCENTRACIÓN (1917-1919)

En la formación del nuevo gobierno, por 1 a vez desde 1909 se le ofreció el poder a
Maura que tuvo un representante en el gabinete. Esto supuso el ensayo de una fórmula de
concentración y los elementos más decisivos en ella fueron, por un lado los catalanistas que
habían sido los responsables de la convocatoria de la Asamblea de Parlamentarios y por otro,
De la Cierva, que se convirtió en representante de las Juntas de Defensa.
El que el regionalismo estuviera representado en el Gobierno significaba la desunión de
quienes habían colaborado en la Asamblea, pero por importante que fuera la presencia del
catalanismo en el poder, el protagonista esencial en el Gobierno fue De la Cierva y su
presencia en el de la Guerra no resolvió el problema de las Juntas, sino que lo agravó. Estas, al
transmitir a De la Cierva un poder que ellas no sabían ejercer, contribuyeron a aumentar el
caos. La reforma militar que patrocinó no reformó nada y además confirmó los males del
ejército; en vez de disminuir las plantillas de la oficialidad, las reformas las aumentaron. De la
Cierva quiso conseguir que sus reformas fueran impuestas por decreto, lo que constituyó uno
de los factores que explican la definitiva crisis del Gobierno. Además, pretendió también
militarizar al personal de Correos, cuando éste quiso actuar de forma semejante a como lo
hicieron las Juntas.
La crisis del gobierno de García Prieto en marzo de 1918 fue aún peor. Ante la
amenaza de la abdicación real y gracias a Romanones, se consiguió la creación de un Gobierno
Nacional en el que aparecían las figuras más importantes de la política española de la época,
desde Maura a Dato, pasando por Cambó y Alba, Romanones y García Prieto.
Este Gobierno Nacional duró 9 meses y consiguió sortear los peligros que rondaban a la
neutralidad española, pero el programa se llevó de forma muy limitada. Una de las principales
preocupaciones del Gabinete fue lograr recursos económicos para financiar las reformas
militares, pero sus medidas eran insuficientes. Otras de las que aprobaron fueron positivas,
pero muy limitadas: la nueva Ley de funcionarios que facilitó la profesionalización de la
admón. y el reglamento de la cámara acortó los debates y creó las comisiones legislativas.
La crisis del Gobierno Nacional se produjo como consecuencia de la actitud de
Santiago Alba. En teoría éste estaba dolido de la no aprobación de la Ley sobre enseñanza
primaria, pero en realidad existía una pugna entre sus propuestas y las de Cambó. Alba intentó
un acercamiento al grupo político que lideraba la Izquierda liberal, el republicanismo. Este
intento no fraguó.
Tras la crisis gubernamental, fue de nuevo García Prieto el encargado de ocupar el
poder; su programa pretendía ser una renovación del liberalismo español, incluyendo la
concesión de la autonomía universitaria y la abolición de la Ley de Jurisdicciones. Se enfrentó
casi enseguida con el problema catalanista, pero fue incapaz de resolverlo. En Noviembre de
1918 la Lliga empezó su campaña en pro de la autonomía integral, Se redactaron unas bases
autonómicas que se entregaron al Gobierno.
A García Prieto le sustituyó Romanones, el político liberal mejor dispuesto a satisfacer
las peticiones catalanistas. La formación de su Gobierno fue muy complicada. Tuvo que
conformarse con tener sólo el apoyo de su grupo, por lo que iba a durar poco (de dic de 1918 a

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

abril de 1919) y fue un Gobierno de excelente gestión. A fines de 1918 la cuestión catalana fue
planteada en las Cortes. Cambó encontró un ambiente poco propicio. Alcalá Zamora acusó a
Cambó de perseguir propósitos como el de la hegemonía en España y la independencia de
Cataluña. El gobierno formó una comisión que presentó a las Cortes un proyecto de Ley que
trataba a la vez de la autonomía municipal y la catalana. Los catalanistas redactaron un
Estatuto de autonomía bastante amplio y pretendieron que se aprobara amenazando con
empezar un movimiento de protesta y desobediencia civil.
Surgió otro problema que hizo desaparecer al catalán 1er plano de la política nacional.
La protesta social en Barcelona. La aparición de la agitación barcelonesa resultó tan grave para
Romanones como para Cambó. El 1º había conseguido sortear el problema catalán pero no
pudo con el social y dimitió cuando las autoridades militares barcelonesas desautorizaron a las
civiles.

3.3. ANARQUISMO EN BARCELONA Y AGITACIÓN CAMPESINA EN


ANDALUCÍA

Como en toda Europa, los años de la posguerra fueron también en España de grave
crisis. La agitación social tuvo como resultado, igual que en otras partes, un aumento de la
influencia de los sindicatos. En 1919 se perdieron, según la estadística oficial, más de 4
millones de jornadas de trabajo con las huelgas. La constitución definitiva de un importante
sindicalismo de procedencia y significado anarquista, ahora alcanzó la plenitud de su
desarrollo adquiriendo gran superioridad respecto del resto del sindicalismo.
Gran importancia tuvo el Congreso de Sans, celebrado por la CNT e el verano de 1918.
Los anarquistas veían en el sindicalismo algo que carecía de sentido si no se dedicaba total y
exclusivamente a ese propósito revolucionario. Hubo en él cuestiones organizativas. El
Congreso se decantó por la acción directa, fórmula que según su patrocinador Ángel Pestaña,
no era el empleo de la violencia, sino que las relaciones entre patronos y obreros se llevarían
sin intermediarios. Otro aspecto importante del Congreso era el repudio de la acción política.
Significó este Congreso también un evidente progreso de organización; establecieron
una cuota de afiliación y la conversión de Solidaridad Obrera en órgano de expresión de la
CNT y sobre todo, la aparición de una nueva dirección del sindicalismo de esta significación.
Parecía haber orientado a la CNT a una fórmula que bien hubiera podido acabar en el
sindicalismo, pero no fue así porque el anarquismo tenía y mantuvo una fuerza superior que
hizo que el sindicalismo no sólo no perdiera su componente revolucionario, sino que además
fuera un anarcosindicalismo.
Se incrementó enormemente la afiliación a la CNT sobre todo en Cataluña, en un
contexto de agitación social creciente. En Barcelona su auge tuvo lugar con la huelga de La
Canadiense en marzo de 1919, una empresa eléctrica. Duró 44 días y supuso la paralización
del 70% de la industria local finalmente los sindicatos consiguieron una victoria pacífica y
prácticamente total en sus reivindicaciones.
La agitación también prendió en Andalucía donde los años 1918-1920 se denominaron
como trienio bolchevique. El estallido de unas reivindicaciones que hicieron pensar a los
propietarios en la inminencia de una conmoción del orden social, cuyos protagonistas fueron
también anarquistas. Se produjo una rebelión campesina y no fueron solo las noticias rusas las
que conmovieron a esos campesinos, sino sus propias condiciones de trabajo. Durante algunos

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

meses, el triunfo de los huelguistas fue repetido y total; luego comenzaron a producirse
huelgas poco justificadas y la consecuencia inevitable fue que unos sindicatos que habían
tenido durante unos meses muchos afiliados, se desvanecieron rápidamente.
El Congreso que celebró la CNT en 1919 en el Teatro de la Comedia de Madrid fue
testimonio de la creciente radicalización del movimiento sindicalista, convertido en puro
anarcosindicalismo. La CNT se adhirió a la revolución rusa y a la Internación Comunista.
Estos antecedentes contribuyeron a explicar la degeneración de la lucha sindical en puro
terrorismo en Barcelona. Había además factores locales. No había una policía capaz de
enfrentarse con el desorden público, defectuosa en su profesionalidad y fácil para la
corrupción, cuando no a la utilización de procedimientos semejantes a los del terrorismo
tampoco la Administración Judicial estuvo en condiciones de ser un instrumento eficaz ni
imparcial contra él.
Alrededor de 1917 hubo también bandas armadas patronales aunque los atentados que
produjeron fueron después y poco numerosos. Esto no quiere decir que todos los sindicatos
apoyaran el terrorismo, pero estos procedimientos habituales fueron una mezcla entre la
aspereza de la lucha social, la tolerancia de la dirección sindicalista y la existencia de personas
dispuestas a ofrecerse para cometer los atentados que fueron pensados y ejecutados por grupos
de jóvenes que tenían poco de sindicalistas y que eran más bien anarquistas actuando con
grupos de afinidad: Durruti dirigía uno de ellos, y García Oliver era el jefe de otro.
El resultado de la agitación social desembocando en terrorismo convirtió a Barcelona
en escenario de una batalla campal. El peor momento fue durante los años 1910 Y 1921 en que
hubo como 300 atentados. La violencia jugó un papel más importante en Bilbao donde tenían
una preponderancia los comunistas, y en Zaragoza. En Barcelona padecieron la violencia
política y social, patronos y abogados de sindicalistas, pero sobre todo obreros; más que de una
lucha entre patronos y obreros se trató de un enfrentamiento violento entre 2 sindicatos desde
1921 fue perfeccionándose y empeorando la situación aparecieron los atracos que convirtieron
la violencia en un negocio y ya en 1923 el pistolerismo se había profesionalizado hasta tal
extremo que la ½ de los atentados tenían víctimas mortales.
Las primeras amenazas revolucionarias hicieron que se creara el Somatén, una especie
de milicia cívica, armada con fusiles, que llegó a tener 65.000 afiliados en Cataluña y que
representaba el orden social. Era burguesa y conservadora pero situada bajo el control de la
autoridad militar, no tuvo parecido alguno con las bandas fascistas.
Fue el Estado fundamentalmente quien se enfrentó al terrorismo, de una manera que
resultaba muy criticable. Usó una política de dureza y brutalidad y no resolvió el problema,
pero tampoco lo hizo la política más templada, seguida desde 1922; aunque entonces hubo
menos violencia, se sumaba a la preexistente. Durante la 1ª posguerra mundial hubo
importantes medidas reformistas en el terreno social, como la creación del Mº de Trabajo
(1920) o la Ley de Accidentes de Trabajo en 1922. Gran parte de estas medidas fueron
auspiciadas por Eduardo Dato que murió en 1921 en un atentado que según parece fue
consentido por los dirigentes de la CNT y financiado por las cajas sindicales.
Tras decidir no pactar con la UGT en 1920, la CNT lo hizo con un criterio defensivo
que no fraguó, al negarse la 2ª central sindical a ir a la huelga cuando se produjo el asesinato
de Layret, en noviembre de ese año. También fue preciso rectificar la actitud de identificación
con la Internacional Comunista. Nin y Maurin fueron los principales dirigentes de la CNT
durante el año 1921 y los que la mantuvieron vinculada al comunismo. En 1922 cambió la

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

situación con la salida de los dirigentes sindicales de las cárceles. En junio de 1922 el
Congreso de Zaragoza no sólo supuso la ruptura con el comunismo, sino también la adopción
de una línea que volvía a ser más sindicalista que anarquista y que patrocinó Salvador Seguí, y
a comienzos de 1923 el propio Seguí fue asesinado, quizá por ellos mismos. A la altura de
Septiembre de ese año, sus sindicatos tenían ya poca fuerza.

3.4. EVOLUCIÓN DEL SOCIALISMO V NACIMIENTO DEL COMUNISMO

El sindicalismo y el partido socialista experimentaron un fuerte crecimiento después de


la I Guerra M. El PSOE pasa de una aliadofilita latente a otra radical que consideraba
criminales a las potencias centrales, favorecía la intervención norteamericana en el conflicto y
afirmaba que, en puro idealismo, el partido debía ser intervencionista. Esta postura chocó
decididamente con la del anarquismo que se manifestó contrario a los dos beligerantes.
En los años de la posguerra el socialismo vio acrecentarse sus efectivos en todos los
frentes. En 1920 el PSOE tenía ya una influencia en algunas ciudades como en Madrid. En la
1ª posguerra el n° de afiliados al PSOE llegó a superar los 50000. cuadruplicando su número,
mientras que los de UGT rondaron los 250.000. La mayoría procedían de Andalucía,
Extremadura y Levante, en el mundo rural. En estas condiciones se explica que el PSOE
comenzara a preocuparse de la política agraria. En el PSOE hubo una mayor receptividad hacia
el comunismo que en la UGT.
Lo que se ha denominado como “pablismo” era el resultado de un partido que sentía la
obligación de seguir mostrándose revolucionario, pero cuya praxis era de hecho reformista. El
impacto de la revolución soviética en España se explica en un primer. momento por la actitud
del PSOE que era aliadófila y recibió con muchas reticencias la noticia de los sucedido en
Rusia. En cambio, la 1ª recepción de los acontecimiento en medios anarquistas fue mucho más
positiva. Sin embargo, la agitación social de la posguerra y el revolucionarismo teórico de los
socialistas les llevaron a saludar con entusiasmo la victoria de los bolcheviques, que parecía
que iban a triunfar. En diciembre de 1919 trató de la posible afiliación a la III Internacional, un
primer Congreso del PSOE. Por vez la se conseguía la ruptura de la conjunción republicano-
socialista. No cabe duda de que si hubiera un referéndum sobre la revolución rusa, el triunfo
abrumador hubiera sido a la postura favorable.
La moción triunfante fue redactada por personas tan diferentes como De los Ríos y
Acevedo y suponía la autonomía táctica del PSOE que además revisaría las doctrinas de la III
Internacional en sus Congresos. Significativo fue también que la UGT se pronunciara, de la
mano de Largo Caballero, en sentido favorable a la permanencia en la II Internacional.
En estos momentos ya existía en España un pequeño partido comunista. Lenin no tenía
ningún interés especial en España, lo que explica que cuando apareció en España un emisario
de la III Internacional, Borodín, en enero de 1920, lo hiciera por casualidad y tan sólo durante
2 semanas. La característica de este 1er partido comunista fue una actitud ultraizquierdista y
antiparlamentaria una voluntad de actuar como grupo de presión sobre los sindicatos obreros y
una imposibilidad efectiva de hacerlo.
En las 1as semanas de 1921, tres delegaciones de dirigentes sindicalistas españoles se
dirigieron a Moscú para entrevistarse con los responsables de la Internacional comunista. Lo
ya decidido por el PSOE era una adhesión con condiciones al nuevo internacionalismo
comunista. Ya en Berlín descubrieron las 21 condiciones impuestas por Lenin, entre las que

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

figuraba la sumisión sin réplica a las directrices de Moscú y el rechazo de la legalidad


burguesa. En España cuando se conocieron las condiciones, las repudiaron. La cuestión no
estaba resuelta. Sólo el hecho de que los dirigentes más importantes del PSOE se lanzasen en
contra de la opción comunista, explica la derrota de ésta. En definitiva, el PSOE aun
declarándose partidario de la revolución rusa, se negó a ingresar en la III Internacional.
El PSOE salió de ella decepcionado y dividido. En este último Congreso sólo estuvo
representada ¼ parte de los afiliados y además hubo una nueva escisión: inmediatamente se
formó el Partido Comunista Obrero Español (PCOE). A finales de 1921 se fusionaron las 2
organizaciones a base de n directorio formado por 6 miembros del PCOE y 9 del PC, pero la
unión definitiva fue en Marzo de 1922.
La estrategia que siguieron los dirigentes del movimiento fue radical y subversiva sobre
todo tras el desastre de Annual y pervivió la duplicidad de procedencias de los militantes que
tuvo como consecuencia el faccionalismo. A fines de 1922 los comunistas cuyo empleo de la
violencia era habitual, fueron acusados de provocar una muerte en el Congreso de la UGT y
perdieron la posibilidad de tener una influencia importante en el terreno sindical. En 1927
España tenía un PCE poco unido y muy sectario (500 militantes). Para el Komintern, España
no fue tan importante porque estaba lejana y poco podía influir en los acontecimientos
mundiales; el comunismo español tardó en nacer yeso minó sus posibilidades.

3.5. PAPEL SOCIAL Y POLÍTICO DEL CATOLICISMO

En torno a la 2ª década del XX habían ido apareciendo los gérmenes de un sindicalismo


de inspiración católica. El jesuita P. Palau era el principal patrocinador de la Acción Social
Popular. No era una a política o sindical, sino religiosa, pero podía haberse convertido en lo
uno y lo otro. La caracterizó una modernidad en los tiempos propagandísticos y de prensa. La
obra de Palau desapareció en 1916 por una creciente prevención en los medios vaticanos
contra el supuesto modernismo en el terreno social y político de parte de las obras sociales
inspiradas por la Compañía de Jesús. La paralización de su actividad arruinó los posibles
reductos de movilización del catolicismo español.
Más cercanas al sindicalismo independiente de los patronos fueron las asociaciones
inspiradas por los dominicos Gerard y Gafo y por el canónigo asturiano Alboleya que
repudiaba una civilización no cristiana desde presupuestos tradicionalistas, pero que entendía
el sindicato como una institución de mejora social. Fue retirado de la acción social. Había
fundado en Asturias una Casa del Pueblo y un Sindicato Obrero Independiente y lamentaba
que todavía hubiera círculos católicos cuyos locales pagaban las propias empresas.
En 1915 se reunió en Valladolid una asamblea de los que hasta entonces habían
desempeñado un papel importante en la acción social católica y se redactaron las bases para
una unión. El Primado, Cardenal Guisasola pareció apoyar el proyecto y publicó una pastoral
titulada Justicia y Caridad en la que se defendía el sindicalismo puro y la huelga. A fines de
1916 se produjo un colapso de las iniciativas unitarias y se consideraron como peligrosos los
sectores más avanzados.
Surge una guerra entre órdenes religiosas pues el sector más propiamente sindicalista
logró apoyos entre dominicos y agustinos, mientras que el "comillismo" lo tuvo entre los
jesuitas. En 1919 surgió el grupo denominado de la Democracia Cristiana que agrupaba a
todos los pensadores y propagandistas. La más importante de las iniciativas en el campo social

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

católico, fue la del sindicalismo agrario. Se intentó en 1912 durante una asamblea en Palencia
con la presencia de Herrera, para crear entidades de mayor amplitud que las provinciales. En
1917 se fundó la Conferencia Nacional Católica Agraria (CONCA) que en 1920 se atribuía
600000 afiliados, cifra superior a la de UGT y sólo comparable a la de la CNT. Los sindicatos
católicos agrarios proporcionaban servicios crediticio s, cooperativas, asesoramiento técnico y
apoyo a través de la creación de fábricas de harina. El sindicalismo católico tenía distinta
significación según las zonas geográficas. En Castilla la Vieja, la Rioja, Aragón y parte de
Levante tuvo un arraigo muy importante que luego serían votos para la derecha católica
durante los años 30 en Andalucía el sindicalismo agrario fue ficticio y sólo reaccionaba frente
al peligro revolucionario.
El aspecto peor del sindicalismo católico durante esta época fue su incapacidad para
lograr la unidad en otros terrenos que no fueran el agrario.
El Sindicato Libre barcelonés, de procedencia católica no fue confesional ni dirigido
por eclesiásticos y mantuvo una posición inaceptable, respecto de la violencia en contra de la
CNT. En la lucha sindical, finalmente, el Libre consiguió por la violencia atraerse a parte
importante de la clase obrera barcelonesa. Sin embargo, cuando desapareció el apoyo del
Gobierno, se desvaneció en buena medida la influencia del Libre. Al emplear la violencia
rompió con la tradición del sindicalismo católico.

3.6. EL TURNO DE LOS CONSERVADORES

Los conservadores fueron los que presidieron la política española entre 1919 y 1921.
Desde abril de 1919 a julio en el poder estuvo: Maura, con un gabinete compuesto por sus
seguidores y con una significación derechista muy acentuada. La prensa maurista comenzó a
hablar de una dictadura que repitiera la hazaña de Pavía, mientras que en Cataluña y el País
Vasco los mauristas se caracterizaron por su oposición al autonomismo y en Castilla
representaban el españolismo centralista.
La situación empeoró con las elecciones pues se celebraron con las garantías
constitucionales suspendidas y Maura conocía las condiciones en que se realizaban. En ellas
Goicoechea como Mº de Gobernación y De la Cierva que le ayudó, emplearon unos
procedimientos poco correctos para crear una mayoría o por lo menos una buena situación para
su jefe político que quitara cualquier sentido a un gobierno de significado derechista que no
fuera presidido por él mismo. A pesar de que en ese conservadurismo había quienes se oponían
a Maura, Dato acabó aceptando la colaboración con su antiguo jefe político durante la campaña
electoral.
La forma de realizarse las elecciones afectó gravemente la imagen de Maura. Este no
perdió la ocasión de mostrarse cercano a la actitud más autoritaria, mientras que sus propósitos
regeneracionistas democráticos y sociales no quedaban más que en pura declaración sin
contenido real.
A Maura le sustituyó J. Sánchez de Toca (lo lógico sería que hubiese sido Dato, pero se
le consideraba muy condescendiente respeto a Maura), quien ejerció la presidencia desde julio
hasta finales de año. Este se caracterizaba por su poca simpatía hacia Maura y por su
vinculación con la tradición liberal-conservadora derivada de Cánovas del Castillo. Su política
respecto a los problemas creados por el terrorismo en Barcelona eludió decantarse hacia
soluciones drásticas. A ello ayudó la presencia en el Mº de la Gobierno de Manuel Burgos y

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

Mazo. De la Cierva se decantó en contra del gobierno de Sánchez de Toca. Una situación
gubernamental como la presidida por S. de Toca era difícilmente perdurable y en efecto, fue
reemplazado a fines de año.
Surgió la crisis y de nuevo el gobierno estuvo presidido por un maurista, Allende-
Salazar que era un personaje probo y falto de aspiraciones muy propio para un gobierno de
transición. Su gobierno fue lo suficientemente ambiguo en su composición como para seguir
políticas relativamente contradictorias en lo que era problema principal del momento: el
terrorismo anarquista en Barcelona.
En mayo de 1920, tras un largo paréntesis de casi un año ascendió al mando Eduardo
Dato, dirigente conservador. Su gobierno sufría presiones por parte de quienes juzgaban que
era posible lanzarse a una política más drástica. Acabó por tolerar que una política de las
características citadas se llevara a cabo y en Noviembre de 1920 se hizo cargo del gobierno
civil barcelonés el general Martínez Anido que llevó a cabo una simple política que contó con
el apoyo entusiasta de una parte de la derecha española. Se trataba de dar la batalla al
sindicalismo anarquista. Su pretendida solución fue una de las peores que pudieron imaginarse
en ese momento.
En diciembre de 1920 se habían celebrado elecciones. Dato fue asesinado en marzo de
1921 y a partir de ese momento la política española pareció hundirse con los interinatos
sucesivos: tras un breve paréntesis presidido por Bugallal, subió al poder Allende Salazar que
presidió el gobierno hasta agosto de 1921, momento en que entró Marruecos en la política
española.

4. EL PROBLEMA DE MARRUECOS HASTA 1919

Después de 1898 la acción colonial española quedó reducida al continente africano. Por
el tratado de 1900 la presencia española en Guinea quedó en menos de 1/10 parte de lo que
debía haber correspondido a nuestro país y a la ½ de lo que los expedicionarios españoles
habían explorado; también en Río de Oro sucedió algo parecido. A Ceuta y Melilla había que
mejorarles su situación estratégica respecto de los indígenas, con operaciones militares.
Desde 1898 el eje de la política exterior de España estuvo centrado en su presencia a
uno y otro lado del Estrecho de Gibraltar, importante vía de comunicaciones comercial y
centro estratégico y vital. Había potencias que tenían interés en Marruecos, con las que España
debía tratar. Gran Bretaña estaba sólidamente establecida en Gibraltar y se dedicaba a proteger
sus intereses comerciales e interesada en que a ambos lados del Estrecho hubiera un poder
débil, sobre todo en Tánger; por eso siempre prefirió a España antes que a Francia, que fue la
gran competidora de nuestro país en la zona, obteniendo finalmente las partes más ricas del
protectorado. Como España no tenía peso propio en la política internacional, muy a menudo se
vio obligada a aceptar los acuerdos impuestos por Francia, una vez que ésta hubo pactado con
el resto de las grandes potencias.
Además de Gran Bretaña, Alemania también tenía intereses en la zona. Marruecos a
comienzos de siglo estaba en plena descomposición política, dividido en 2 zonas: una, Blad el
Maizen, territorio controlado por las autoridades dependientes del Sultán, y Blad el Siba,
comarcas que llevaban una vida autónoma e independiente. Esta situación explica que Francia
y España mantuvieran desde 1902 contactos diplomáticos para delimitar las respectivas áreas
de influencia en el N. de África. Francia propuso un tratado que dejaría a España toda la zona

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

N. del río Sebú, lo que hubiera supuesto el control de una zona agrícola y de ciudades como
Fez. España no se atrevió a firmar el acuerdo por temor a que no fuera aceptado por Gran
Bretaña. Francia hizo una nueva propuesta a España, que debió pagar los gastos del acuerdo
franco-británico; la oferta era limitar el área de influencia española a la zona mucho más al
norte, en una región pobre y montañosa de la que además quedaba excluida Tánger, que era la
posición clave. El acuerdo de oct. de 1904 fue en la práctica, impuesto por los franceses y fue
vergonzosamente aceptado por los gobernantes españoles. Francia aprovechó cualquier
ocasión para traducir en los hechos su protectorado sobre Marruecos y la acción española sólo
seguía a la francesa o aparecía motivada por incidentes. En 1906 comenzaron las
negociaciones de los españoles con El Roghi, un caudillo local de la zona de Melilla, para
obtener concesiones mineras. Un año después se constituyó la Sociedad Minas del Rif y en
1908 los españoles ocuparon La Restinga, lo que se puede considerar como la primera
penetración española en África. Los indígenas atacaron a los obreros españoles que construían
un ferrocarril minero. Este fue el origen de la campaña de 1909 que obligó a formar un ejército
importante y que tuvo como consecuencias la Semana Trágica. Tras combates sangrientos del
Barranco del Lobo y la toma de Gurugú, los españoles consiguieron 300 Km2 más y someter a
las tribus del entorno.
La siguiente expansión en 1917 estuvo motivada por una previa iniciativa francesa.
Este año Alemania abandonó sus pretensiones sobre Marruecos. Francia ocupó Fez. España
tomó Larache y Alcazarquivir en la zona occidental atlántica de Marruecos. Fueron necesarias
nuevas negociaciones franco-españolas con disminución del área de nuestra influencia. Francia
había comprado la definitiva retirada alemana de Marruecos cediéndole una parte del Congo y
ahora España tenía que ceder 45.000 Km2 de la zona que se le atribuyó anteriormente. Por el
tratado de 1912 España aceptaba además la internacionalización de Tánger y no fortificaba la
costa.
La guerra mundial obligó a contemporizar con El Raisuni que desempeñaba una
autoridad efectiva que estaba por encima de la del sultán en la zona oriental. Durante la misma,
se impuso la política que el Conde de Romanones denominó de “medias tintas”.

5. RIFEÑOS Y ESPAÑOLES

El protectorado español tras los acuerdos con Francia había quedado reducido a una
vigésima parte del perteneciente al país vecino. Era una región de poco valor económico sin
ríos, que hicieran posible la agricultura. Sus habitantes tenían cada dos años una sequía y
debían emigrar a otras regiones agrícolas controladas por los franceses para participar en la
recolección, momento que aprovechaban para dotarse de armas. Desde el punto de vista
militar, lo más grave para España era la orografía de la zona española. En el reparto marroquí
le correspondió a España el Rif y la Yebala y tanto uno como otro estaban poblados por
beréberes que tenían la mayor pureza de raza, sobre todo la tribu de Abd el Krim que estaba
formada por clanes en cuya forma de vida, la violencia y la guerra jugaban un papel decisivo.
El logro de un botín frente a un adversario europeo, normalmente descuidado, formaba parte
de su modo de vida habitual.
La unión de ese modo de vida y la orografía explica el tipo de guerra que fue la de
Marruecos, diferente de la que conocían los europeos de la época. Característica de la guerra
del Rif era la periódica y brusca alteración del ánimo de los indígenas que pasaban de la

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

insurrección a la sumisión, con gran facilidad, a causa generalmente de los santones o


morabitas que predicaban periódicamente la guerra santa contra los españoles. Generalmente
estaban mal armados. El gagueo (especie de hostigamiento permanente de un adversario rifeño
bien oculto que disparaba desde posiciones inaccesibles), era la forma de combate de los
rifeños y los españoles estaban condenados a mantener posiciones defensivas en fortines. Para
este tipo de combate, decía Martínez Campos que había que haber utilizado los procedimientos
de los guerrilleros españoles de 1808 a 1812.
El caso español fue el de una potencia de 2º orden que se sentía obligada a una
presencia en el N. de África por razones de prestigio internacional, pero que no obtenía de ella
una rentabilidad económica significativa. Lo que costó, se hubiera empleado mucho mejor en
obras de infraestructura en España. El presupuesto español que se había equilibrado después de
las reformas fiscales de fin de siglo, volvió al déficit a partir de 1909. Se puede decir que los
intereses económicos de grupos capitalistas explican la penetración española. En la 1ª década
del siglo había 3 compañías mineras en el Rif, en las que hubo intereses de conocidos políticos.
Los políticos españoles se sintieron obligados a permanecer en el N. de África por
motivos de prestigio exterior. La guerra marroquí no respondió a ningún proyecto del gobierno
ni del Parlamento. ni de las masas populares. Los disidentes de los partidos utilizaban la
cuestión marroquí para atacar a los que estaban en el poder por la impopularidad del hecho
(Sánchez de Toca contra Maura, éste con Dato). Entre los republicanos y los intelectuales
predominó la actitud de resignada aceptación ante la obligada presencia en Marruecos. De su
impopularidad da noticia el n° de desertores que tenían razones para hacerlo, pues las
condiciones de vida en el Ejército africano eran tan penosas que más bajas producía la
enfermedad que el enemigo.
Marruecos planteó una relación entre la clase política dirigente y los militares. La 1ª
apelaba a que los 2os evitaran los enfrentamiento s con los indígenas pero cuando éstos tenían
lugar, los mandos acababan extralimitándose en sus ofensivas. La única solución viable era el
abandono que Primo de Rivera propuso a los dirigentes políticos y militares de la época.

6. EL DESASTRE DE ANNUAL

Al terminar la I Guerra Mundial Francia intervino de nuevo en Marruecos e hizo


intervenir a España. Durante ésta, la situación había permanecido calmada en el protectorado.
Romanones nombró a un alto comisario civil, un militar: el general Berenguer que supo dirigir
la penetración española en la zona occidental del protectorado. Utilizó las tropas indígenas y
también las unidades de élite, como la Legión, creada en 1920 que tenía la ventaja de evitar el
impacto sobre la opinión pública acerca del n° de bajas. Gracias a estos procedimientos, en
octubre de 1920 se tomó la ciudad de Xauen y la situación de El Raisuni se había hecho ya tan
complicada que era previsible su próxima rendición a las tropas españolas.
El general Fernández Silvestre era el responsable de la Comandancia de Melilla y la
dirigía con una mezcla de campechanía y desorganización que acabó siendo suicida. Además,
actuó con autonomía respecto a Berenguer. El ministro de Guerra sabía que en esa situación
Berenguer no estaba en condiciones de ejercer un verdadero mando sobre su subordinado, pero
de momento, no había operaciones previstas en tomo a Melilla. En verano de 1921 Silvestre
parecía haber obtenido grandes éxitos con poco riesgo: había duplicado la zona controlada por
los españoles en Melilla.

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

Adb el Krim fue un precursor de los futuros líderes de la independencia colonial. Había
sido cadí de Melilla y se enfrentaba desde 1919 con los españoles. Su conocimiento de ellos
era grande y también de los recursos que podía utilizar para conseguir la victoria. De ahí su uso
de la propaganda cuando obtuvo las 1as victorias, que fueron ante todo consecuencia de la
actuación imprudente de Silvestre que lo que quería era llegar a Alhucemas, que desde hacía
tiempo era considerada como posición clave para el control del N. de Marruecos. Aunque Abd
el Krim había amenazado con declarar la guerra en el caso de que atravesara el río Amekuam,
no le importó hacerlo. La caída de la posición de Monde Abarram y Sidi Dris, produjeron
bastantes muertos y tuvieron una repercusión psicológica muy fuerte. Las tribus sometidas se
volvieron contra los españoles, así como las tropas indígenas del Ejército español. Silvestre
agravó la situación no informando a su superior de lo que sucedía.
El 17 de julio de 1921 fueron atacados los puestos españoles de Annual e Igueriben y
no quedó más remedio que una precipitada fuga. Las tropas abandonaron sus puestos y se
dirigieron a Melilla. Sólo algunos resistieron yeso fue lo que impidió la caída de la ciudad,
pero también el hecho de que los rifeños se dedicaron al botín y a la recolección.
Lo sucedido descubría las numerosas imprudencias cometidas por Silvestre a las que
había que añadir los inconvenientes que tenía el Ejército español en África. Los rápidos
refuerzos llegados de la Península permitieron que en octubre de ese año se recuperara la línea
que había en 1909 en la Comandancia de Melilla.
Tanto el intento de llegar a un acuerdo con El Raisuni como el de lograr el rescate de
los prisioneros a cambio de dinero fueron un aliciente y así Abd el Krim llegó a pretender crear
una República del Rif, cuando en realidad presidía a una confederación de tribus.
Lo grave del desastre de Annual no fue el hecho en sí, sino que sucedía con un sistema
político en crisis. Los grupos políticos comenzaron a discutir respecto a las responsabilidades.
El rey tenía amistad con Silvestre, impulsaba la penetración en Marruecos, pero lo más
probable es que sólo le animara a la acción. Fue acusado de intervenir directamente en las
operaciones y esto volvió a decirse en el momento en que se empezó a identificarle con la
Dictadura de Primo de Rivera.

7. LAS ALTERNATIVAS POLÍTICAS Y LA CRISIS DEL SISTEMA

Tras el desastre de Marruecos aparece un Gobierno de Concentración Nacional y lo


presidió Maura, pues su fama de estadista seguía mereciendo respeto a todos los grupos,
aunque sus seguidores fueran repudiados por una parte considerable de la política española. La
verdadera significación del Gabinete estaba representada por 3 figuras: Maura, Cambó como
ministro de Hacienda y De La Cierva como ministro de la Guerra.
Duró el Gobierno Nacional desde agosto de 1921 hasta marzo de 1922 y sirvió para
resolver las urgencias más inmediatas causadas por los problemas de Marruecos a pesar de que
había diferencias de matiz importantes entre sus principales componentes.
A principios de 1922 las Juntas de Defensa que parecía haber patrocinado De la Cierva,
se enfrentaron con él. Algunos liberales presentes en el Gobierno querían abandonarlos ante el
planteamiento de la cuestión de responsabilidad. El Gobierno acabó abandonando el poder por
una cuestión como la divergencia del momento de restablecer las garantías constitucionales en
Barcelona.

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

Su sucesor fue un gobierno presidido por José Sánchez Guerra, heredero de Dato en la
Jefe del partido conservador y opuesto a Maura desde 1913. Destituyó a Martínez Anido del
puesto de Gobernador Civil de Barcelona y planteó ante las Cortes la cuestión de las
responsabilidades ante el desastre. Esto fue lo que produjo el colapso de su Gabinete, pues los
sucesos de Annual tuvieron lugar con un Gobierno conservador y esto afectaba a algunos
dirigentes importantes de su propio partido.
A finales de 1922 llegó al poder un gobierno liberal de concentración. Los liberales,
desde que acabó la I Guerra Mundial habían estado divididos (igual que los conservadores), así
que lo que hizo que llegaran fue la oposición al partido de turno. El gran animador de la
concentración fue Santiago Alba.
Romanones pensaba que en ese período de grave crisis era mejor evitar un gobierno
liberal, que podría provocar una reacción contraria peligrosa. Las elecciones en las que la
Concentración logró la mayoría parlamentaria, no se distinguieron en nada de las anteriores;
145 actas fueron atribuidas sin lucha. La Concentración no dio la sensación de querer
promover una efectiva regeneración electoral a través de una reforma proporcional o del apoyo
conseguido en los medios urbanos.
El gobierno no estuvo unido ni dio sensación de reforma, ni pareció capaz de alejar los
peligros que amenazaban al régimen parlamentario. Las crisis parciales internas habían sido
numerosas y ofrecieron un espectáculo incoherente, incluso una semana antes de la
sublevación militar.
El ministro reformista Pedregal abandonó el poder al no lograr la modificación del
artículo 11 de la Constitución, relativo a la confesionalidad del Estado; más que la oposición
del Rey, lo que tenían los liberales era una Iglesia que podría aumentar sus dificultades con la
protesta.
Ni siguiera Alba, la figura más valiosa del Gabinete, se dio cuenta del inminente golpe
de Estado. La mejor muestra de la inconsciencia de la clase política, es que la prensa hablaba
del golpe como inminente. Lo que realmente había en España en 1923 era una sensación de
vacío. Los gobiernos habían dejado de ser un solo partido para ser heterogéneos. No tiene nada
de particular que los contemporáneos pensara que el Estado iba a la deriva en manos de
partidos arcaicamente reaccionarios que se llamaban conservadores o fútilmente oportunista
(denominación que se daba a los liberales). Hay que recordar el papel que en el sistema
político desempeñaban el monarca y el ejercito. Alfonso XIII siempre propenso a intervenir en
la política partidista, lo cual no fue siempre prudente. Aunque la verdad es, que nunca como en
esta fase final de la Restauración fue reclamada tantas veces una intervención real a favor de la
posición propia o en contra de las demás. Pero los verdaderos problemas de la política
española residían más en su proceso de modernización que en la actitud de Alfonso XIII. El
rey estaba insatisfecho con la política vigente, pero este juicio lo compartía también la opinión
pública.
La actitud del Ejercito era sobre todo dolorida. Había intervenido en la política contra
los movimientos nacionalistas y regionalistas y para defender un orden social. Esto le inducía a
tener una opinión detestable de la clase política dirigente, pero lo sucedido en Marruecos la
hizo aumentar considerablemente. El Ejército criticaba la política de los partidos de turno. Tras
el reestablecimiento de la situación bélica en Marruecos, los motivos de protesta militar
aumentaron. El desastre reprodujo los enfrentamientos internos del Ejército. Para que éste
tuviera una intervención decidida en la política nacional tenía que haber un factor de unión y

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

un dirigente lo suficientemente ambiguo para que lo aceptaran todos. Lo 1º lo tuvo en la


oposición radical a la clase política y lo 2º en Primo de Rivera.
8. LA IMPOTENCIA DE LAS OPOSICIONES

El sistema del turno daba una permanente sensación de crisis y tampoco las oposiciones
parecían estar en condiciones de sustituirlo o cambiarlo de una manera definitiva.
El republicanismo, si en 1910 se adscribía a él un 9% de los diputados del Congreso, en
1923 sólo había un 2,6%. Es decir, que el reinado de Alfonso XIII no se puede decir que fuera
un camino hacia la proclamación de la República. Los reformistas presenciaron en las
elecciones de 1918 (las más veraces de la historia española hasta el momento), la derrota de
Melquíades Álvarez y la elección de sólo 10 diputados reformistas, que en 1919 fueron 7
antiguos republicanos convertidos en reformistas ingresaron en el partido liberal.
Lerroux y sus radicales daban la misma sensación de estar domesticados por el sistema
mucho más que dispuesto a sustituirlo. Lo previsible en 1923 era que el líder radical acabara
siendo uno de los dirigentes del liberalismo. En la posguerra, la implantación del radicalismo
desapareció por rencillas internas y la actuación domesticadora del sistema político, sobre todo
en el momento de llevar a cabo el encasillado. Incluso desapareció la prensa diaria republicana.
Se interpreta que si el voto republicano disminuyó, la razón es porque el PSOE iba
conquistando poco a poco un electorado de izquierdas proletario. La UGT que había llegado en
el momento cumbre de la agitación social de la posguerra a 240000 afiliados, ahora se estancó
en 210000; el comunismo español sólo tenía una influencia reducida, pero consiguió detener el
crecimiento socialista después del trienio revolucionario.
En Madrid el PSOE consiguió en 1923 la elección de 5 candidatos, pero no era ni el
15% de los electores. En 1923 estaba más interesado en conservar su fuerza contra los
adversarios sindicales que en intentar cambiar el sistema político vigente.
En los sectores de la derecha había indicios de modernización pero en todos ellos
resulta patente la sensación de insuficiencia o de que contribuían más a desestabilizar al
parlamentarismo vigente que a crear un sistema político nuevo. EL carlismo siguió siendo
mayoritariamente un partido dividido y controlado por quienes no eran muy diferentes de los
caciques de los partidos de turno. Otro signo de cambio en la derecha fue la aparición de
doctrinas autoritarias y nacionalistas.
Los medios católicos son los que hicieron el mayor esfuerzo por modernizar a la
derecha española, que no resultó y estuvo vinculado a la evolución del maurismo.
La fundación en 1922 del Partido Social Popular, podría haber sido un importante
instrumento de regeneración del sistema político, pero el advenimiento de la Dictadura de
Primo de Rivera cortó su desarrollo.
El último sector político que puede identificarse con una posibilidad regeneradora, es el
regionalismo en sus diferentes vertientes. Surgieron gérmenes regionalistas en zonas que hasta
entonces carecían de ellos. El castellanismo no llegó a realizarse como movimiento político
autónomo. El regionalismo extremeño tomó como modelo el catalanismo, defendiendo los
intereses agrarios y mostrando cierta sensibilidad ante los problemas sociales producto del
reparto de la tierra; esta conciencia social es más manifiesta en Andalucía (BIas Infante)
aunque antes de la I Guerra Mundial sólo se puede hablar de un andalucismo cultural.
Posteriormente acabó vertebrándose políticamente a través de unos centros, pero no llegó a

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

arraigar con verdadera autonomía electoral y se desvaneció en los años 20. El aragonesismo
tuvo una peculiaridad que fue el papel relevante que desempeñaron los emigrados a Cataluña.
Nació también. en la posguerra y desde un principio tuvo una vertiente católica y otra liberal.
Se desvaneció después de 1919.
En Cataluña se puede decir que en los años de la posguerra mundial el Catalanismo
había conseguido una hegemonía política clara. La Lliga creó una Federación Monárquica
Autonomista para disponer de un grupo con el que colaborar y que era monárquico y
conservador. Acabó con la aparición del catalanismo radical. Se creó también Acció Catalá,
menos conservador y más preocupado por la cuestión social del catalanismo mostrando su
deseo de romper con la política a su juicio demasiado colaboracionista que hasta entonces
había adoptado Cambó. Su tono radical le llevó a suscribir un pacto de colaboración con el
nacionalismo vasco y gallego inmediatamente anterior a la implantación de la dictadura de
Primo de Rivera y le sirvió a éste de pretexto para dar el golpe.
En el nacionalismo vasco el problema social jugó un papel menor en las divisiones
internas, pero hubo una muy semejante polarización en tomo al grado de radicalismo del ideal.
Las polémicas internas se remontaron al momento de la I Guerra Mundial en que ya
aparecieron posturas contrapuestas, concretándose en una posición más o menos radical y otra
independentista.
En Galicia no se produjo esta tendencia hacia la radicalización del nacionalismo porque
aún se planteaba la posibilidad de ceñirse a tan sólo una acción cultural. En Valencia el
regionalismo no había conseguido engendrar una fuerza política estable.

9. LA GENERACIÓN DE 1914 Y LA VANGUARDIA ARTÍSTICA Y


LITERARIA

En la España de los años 20, contrastaba el panorama cultural e intelectual con el


político, ya que en ello se había producido una modernización europeizadora, que hacía ver
peor el espectáculo de la vida pública.
Un rasgo de esta generación que aparece después de la del 98 es su ideal de
competencia profesional o técnica, pero siempre europea. Hubo un auténtico regeneracionismo
científico, que fue servido por la Junta de Ampliación de Estudios, creada en 1907 y que
empezó a funcionar en realidad a partir de 1910, dirigida por un directorio apolítico
permanente en que figuraban los grandes prestigios de la cultura española de entonces. Sus
principales instituciones fueron el Centro de Estudios Históricos con Menéndez Pidal a la
cabeza y el Instituto Nal. de Ciencias Físico-Naturales, presidido por Ramón y Cajal.
Ortega logró elevar el pensamiento filosófico español a unas cotas que no había tenido
hasta entonces y que eran difícilmente repetibles, pero aún así, es ante todo un maestro del
artículo, como lo fueron también otros dos grandes ensayistas de esta generación: Manuel
Azaña y Eugenio D'Ors.
La vida pública del país tuvo un importantísimo papel para los intelectuales de la
generación o la situación de la región en que vivían. Entre todos ellos hay que nombrar a Pérez
de Ayala y Ramiro de Maeztu. Nadie estaba en el campo intelectual, al lado del Gobierno de
concentración liberal cuando se sublevó Primo de Rivera.
El espectáculo de la situación fue descrito por personas tan distintas como Machado o

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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)

el dramaturgo Carlos Arniches. La propia prosa neomodernista de Gabriel Miró eligió como
temática el espectáculo de la transformación social de un medio tradicional. Es menos fácil
encontrar el punto exacto de identidad entre la poesía de Juan R. Jiménez y el espíritu de la
generación a la que perteneció.
Esta generación de 1914 se caracterizó por su voluntad europeísta y no tiene nada de
extraño que la progresiva apertura a influencias ultrapirenaicas facilitara el nacimiento de una
vanguardia en el terreno literario y artístico. El inicio del vanguardismo cabe fecharse en 1909,
cuando Ramón Gómez de la Serna publicó en castellano el manifiesto futurista de Marinetti.

20
Constituciones españolas del siglo XIX.
1812 1834 1837 1845 1856 1869 1876
Nonata
Soberanía Nacional Las Cortes Nacional Las Nacional Nacional Las Cortes
con el Rey Cortes con el Rey
con el
Rey
Rigidez o Rígida. Flexible Flexible Flexible Rígida. Rígida. Flexible
flexibilidad
El poder del Poder Poder Igual que Poder Poder Poder Igual que
ejecutivo ejecutivo en 1834 ejecutivo ejecutivo ejecutivo en el
Rey. exclusivam con con veto de leyes con anterior.
ente sanción de a leyes de con veto sanción
leyes. Veto carácter suspensi- de leyes.
suspensivo absoluto vo. Su Veto
nunca figura se suspensi-
absoluto. discute. vo.
El Gobierno. Los Se Es el Igual que Igual que Reconoci Estructura
ministros sobreentie responsa- el el - colegiada
son nde que ble de las anterior. anterior. miento y
considera sobre él medidas de su reconoci-
dos recae el ejecutivas carácter miento de
individual poder colegiado la figura
mente ejecutivo del
por presidente
delegación
real
Las Cortes. Unicamera Bicamera- Bicame- Bicame- Bicame- Bicame- Bicamera-
les. les rales rales rales rales. les.
El Congreso. Diputación Sufragio Sufragio 5 años de Resu- Elegido Electivo.
permanen- censitario censitario mandato rrección por (5 años).
te. indirecto directo (antes 3) de la sufragio
restringido Diputa- universal
ción .
permane
nte.
El Senado. ----- Dos tipos El Rey Nombra- Totalmen Electivo Tres tipos
de elegía de miento te por de
senadores, una lista real de electivo. sufragio senadores
unos natos presentad entre universal natos,
y otros de a por los determi- indirecto designado
elección electores. nadas en dos y
real. catego- grados. colectivos.
rías.
Normas Sufragio No las fija Debe ser Ley Censitari Sufragio Ley
indirecto la directo; electoral. o directo. universal electoral.
electorales. en 4 Constitu- lo demás Desde
grados ción. mediante 1890
una ley sufragio
electoral. universal.

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