Historia Contemporánea España (I) - Apuntes+anexo Jorge
Historia Contemporánea España (I) - Apuntes+anexo Jorge
Historia Contemporánea España (I) - Apuntes+anexo Jorge
3. EL MOTÍN DE ARANJUEZ
4. EL PLEITO DINÁSTICO
5. EL DOS DE MAYO
Cuando Fernando VII entró en Francia el 20 de abril no fue recibido por ninguna
autoridad hasta que llegó a Bayona, donde fue alojado en un viejo caserón, el castillo de
Marrac. Indirectamente, a través de Escoiquiz, Savary y los duques del Infantado y de San
Carlos, pero no de forma tajante, Napoleón hizo ver a Fernando VII que había determinado
irrevocablemente el destronamiento de los Borbones en España, la instauración de su
dinastía y, por tanto la renuncia por sí y por toda la familia de la Corona de España e
Indias. La sorpresa y perplejidad que cundió en el rey y en su comitiva fue inmensa; de
golpe se dieron cuenta que se encontraban prisioneros e impotentes. Durante diez días,
hasta que llegaron los reyes padres, Napoleón insistió sobre Fernando VII y sus consejeros
en la necesidad de su renuncia como único medio de garantizar la paz en España. La
resistencia del monarca, mantenida con decoro y sin ceder ni un ápice, obligó a Napoleón
cambiar de táctica: lograr el favor de los reyes padres.
Éstos llegaron a Bayona, el último día de abril donde fueron recibidos con todos los
honores regios que no se tuvieron con Fernando. En el palacio de Gobierno se encontraron
con Godoy, a quien, según Toreno, estrecharon en su seno una y repetidas veces con gran
clamor y llanto, mientras que a su hijo le saludaron con el mayor desprecio y con
semblante en que estaban pintados el odio y el furor. Napoleón logró que el propio Carlos
IV pidiera a Fernando VII la devolución de la Corona en una conferencia mantenida entre
ellos y en la que se utilizaron expresiones tan duras como la petición por la reina María
Luisa a Napoleón de que castigase la actuación de su hijo en un cadalso. Por carta fechada
el día 1 de mayo, Fernando VII ofrecía devolver la Corona siempre y cuando se hiciese
formalmente en Madrid ante las Cortes de los Reinos o, al menos, ante una representación
de todas las principales instituciones del país. Napoleón, convenientemente avisado, se
ofreció a Carlos IV para contestar a esta carta, lo que hizo acto seguido planteándose que
no era precisa la devolución de la Corona porque yo soy rey por el derecho de mis padres;
mi abdicación es el resultado de la fuerza y de la violencia; no tengo, pues, nada que
recibir de vos ni menos puedo consentir a ninguna reunión en junta, nueva necia sugestión
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de los hombres sin experiencia que os acompañan.
Fernando VII respondió el 4 de mayo con firmeza, rebatiendo todos los argumentos
expuestos y finalizando con una descripción exacta de la situación: ruego, por último, a
V.M. encarecidamente que se penetre de nuestra situación actual, y de que se trata de
excluir para siempre del trono de España nuestra dinastía, sustituyendo en su lugar la
imperial Francia; que esto no podemos hacerlo sin el expreso conocimiento de todos los
individuos que tienen y pueden tener derecho a la Corona, ni tampoco sin el expreso
consentimiento de la nación española reunida en Cortes y en un lugar seguro; que además
de esto, hallándose en un país extraño, no habría quien se persuadiese que obramos con
libertad y esta sola consideración anularía cuando hiciésemos, y podría producir fatales
consecuencias.
Napoleón paseaba a caballo en la tarde del 5 cuando recibió a un oficial de órdenes
que, sin detenerse, había cabalgado desde Madrid con los despachos de Murat
comunicando el levantamiento del 2 de mayo. Estos sucesos, no pudieron menos que herir
al engreído emperador, quien ordenó de inmediato una nueva conferencia entre los reyes
padres, Fernando VII y él mismo. Carlos IV insistió a su hijo que renunciase a la Corona.
Napoleón ante una escena que se alargaba sin conseguir nada, se despidió diciendo:
Príncipe, es necesario optar entre la cesión y la muerte. Si de aquí a media noche no habéis
reconocido a vuestro padre por vuestro rey legítimo y no la hacéis saber en Madrid, seréis
tratado como un rebelde.
La amenaza de muerte surtió efecto porque todos estaban convencidos que
Napoleón era capaz de llevarla a cabo; a la mañana siguiente Fernando VII renunció a la
Corona en favor de Carlos IV. Lo que no sabía es que el día anterior el rey padre había
cedido a Napoleón la Corona de España como única persona que puede restablecer el
orden. Las condiciones estipuladas fueron el mantenimiento de la integridad del Reino, su
independencia y la conservación de la religión católica. Los Borbones, por el
desmoralizado Carlos IV, por la inexperiencia de Fernando VII y sobre todo por la
omnipotencia de Napoleón habían dejado jurídicamente de ser reyes de España.
La familia real española (incluyendo los infantes) estaban en poder del emperador,
lo mismo que los documentos de abdicación de uno y otro monarca; las tropas francesas
ocupaban los puntos estratégicos del norte y centro de la Península; la insurrección de
Madrid había sido sofocada en un plazo de horas y los órganos de la Administración (la
Junta de Gobierno y el Consejo de Castilla), se mostraban sumisos. Napoleón Bonaparte, el
dominador de Europa, se encontraba convertido finalmente en dueño de los destinos de
España.
El nuevo régimen francés, el reinado de José I y los afrancesados.
El 3 de mayo por la noche el infante don Antonio comunicó por escrito a los
miembros de la Junta su intención de salir de madrugada para Bayona por requerimiento de
su sobrino Fernando, despidiéndose con un Dios la dé buena. Adiós señores, hasta el valle
de Josafat. Era la única persona con capacidad suficiente para tomar iniciativas y tanto es
así que lo primero que hizo la Junta fue consultar la nueva situación con el gran duque de
Berg; consulta que fue aprovechada por Murat para exigir estar presente en las
deliberaciones de la Junta de Gobierno por creerlo conveniente al buen orden y a la quietud
pública. Los ancianos componentes de la Junta, natos o asociados, como el decano Consejo
de Castilla, después de negarse, aceptaron su petición.
La secuencia de cesiones continuó cuando, el 7 de mayo Murat presentó un decreto
de Carlos IV por el que se le nombraba lugarteniente general del Reino. Este decreto era
jurídicamente ilegal e inválido, ya que Fernando VII no había renunciado a la Corona, a
pesar de lo cual la Junta de Gobierno accedió a su cumplimiento pero no a su publicación.
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La Junta siguió plegándose a los deseos franceses.
El 9 y 10 de mayo Azanza y O`Farril recibieron dos decretos de Fernando VII en
los que hallándose sin libertad y, consiguientemente, imposibilitado para salvar su persona
y la Monarquía, autorizaba la constitución de cualquier cuerpo que ejerciese las funciones
de soberanía, ordenaba empezar las hostilidades contra los franceses desde el momento en
que el rey fuese internado en Francia y, finalmente por el segundo decreto se mandaba
convocar Cortes para proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la
defensa del Reino. La Junta opinó que las nuevas circunstancias hacía su ejecución
imposible. La actitud de la Junta desde la marcha del infante don Antonio es difícilmente
disculpable. La admisión de Murat hay que considerarla como muestra de debilidad. La
aceptación del mismo como lugarteniente del Reino es inconcebible jurídicamente. Y por
último, la inhibición ante los dos últimos decretos de Fernando VII mostró una falta
absoluta de iniciativa dejando escapar entre las manos la autoridad que poseían: la
soberanía.
El consejo de Castilla, pieza fundamental de la Monarquía española, intermediario
necesario entre el rey y sus súbditos y el más directo y más inmediato de los poderes
subordinados al rey estuvo a tanto de todos los sucesos desde el momento en que su decano
y gobernador interino, el viejo don Arias Mon y Velarde, participó en las sesiones de la
Junta de Gobierno. Sin embargo, aceptó todos los acontecimientos con la excusa de que su
actuación dependía de la Junta de Gobierno, lo cual no fue óbice para que ilegal
nombramiento como lugarteniente del duque de Berg fuese aceptado y que el Consejo en
pleno acudiese a felicitar al gran duque de Berg por su nombramiento. Cuesta trabajo
pensar que el Consejo de Castilla, Tribunal Supremo de Justicia del Reino, encargado de
dictaminar en todos los asuntos graves, publicar paces o pragmáticas y examinas los
Breves Apostólicos, no viese en toda esta problemática ningún asomo de ilegalidad,
plegándose al poder francés y dejando pasar el grado de soberanía que poseía.
A todos los españoles se les planteó el dilema de definirse ante el nuevo régimen;
los que lo aceptaron recibieron el nombre de josefinos, juramentados o afrancesados. Para
una mejor comprensión conviene aclarar previamente los significados del término
afrancesado. La primera y más amplia acepción es la de la persona o institución que recibe
una fuerte influencia cultural de Francia a partir del s. XVIII. En este sentido el
afrancesamiento es algo permanente en España durante todo el s. XIX. Concretando más,
afrancesados son aquellas personas que durante la guerra de la Independencia colaboraron
con el poder francés, ocuparon cargos en el Gobierno intruso o juraron fidelidad al nuevo
monarca. A partir de 1811, y durante un siglo y medio, han sido denostados vejatoriamente
por la historiografía, como unos meros traidores capaces de vender a su país,
imposibilitando los esfuerzos de los propios interesados por lograr su rehabilitación ante la
sociedad española y ante los gobiernos de los que podrían recibir una pensión que les
permitiera sobrevivir.
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Cronológicamente los primeros afrancesados fueron los españoles que acudieron a
la Junta de Bayona, sancionaron la Constitución dada por Napoleón y juraron fidelidad al
nuevo monarca. El conjunto de ellos no permaneció estable porque alguno como Pedro
Cevallos abandonó el bando extranjero en cuanto tuvo un mínimo de libertad. Este
conjunto de josefinos aumentó cuando en octubre de 1808 se exigió el juramento de
fidelidad con carácter obligatorio a todos los funcionarios de la nueva Administración, a
todos los religiosos e incluso a los acreedores del Estado, es decir, a todos aquellos cuya
supervivencia económica o legal dependía del nuevo Estado.
Entre los juramentados se puede distinguir a los colaboracionistas activos y pasivos
según participasen de forma entusiástica en el Gobierno josefino o lo acatasen con más o
menos estoicismo, siendo estos los más numerosos, ya que no quedaba más remedio que
jurar fidelidad al rey intruso cuando la ciudad estaba ocupada por franceses. Pero en
ningún momento constituyeron clase política.
Al hablar de afrancesamiento hay que centrar el tema en los colaboracionistas
activos; el grupo de militares, políticos e intelectuales que conscientemente optaron por la
dinastía francesa. Este grupo, que pertenecía a la clase dirigente, no fue en ningún
momento tan homogéneo como pudiera parecer, puesto que unos los fueron por motivos
ideológicos, como el conde Cabarrús, el sacerdote Juan Antonio Llorente o el dramaturgo
Leandro Fernández Moratín y otros para evitar una guerra que se adivinaba desastrosa,
como los ministros Azanza y O`Farril. Los colaboradores activos, que constituyeron el eje
del Gobierno y de la Administración del rey José, fueron realmente pocos, ya que se
calcula que al finalizar la guerra pasaron la frontera francesa unas 12.000 familias.
El ideal de los estrictamente afrancesados apenas se diferenciaba del sostenido por
Despotismo Ilustrados del s. XVIII. Son todos monárquicos en cuanto son partidarios del
sistema, sin distinguir dinastías. Además la nueva dinastía les aseguraba evitar los
movimientos revolucionarios, la anarquía, que les podría impedir poner en práctica un
programa de reformas políticas y sociales. Por ellos sufrieron la enemistad enconada tanto
de los defensores del Antiguo Régimen como de los liberales; para los primeros los
afrancesados, eran revolucionarios enemigos del rey y, en consecuencia, del Estado,
conceptos unívocos en su mente (según Artola); para los segundos el programa ilustrado de
los afrancesados se quedaba corto por su absoluto respeto a la ley y al orden.
Hoy día se reconoce que, cuando menos, en muchos de ellos hubo una dosis de
buena voluntad y un deseo de resolver los problemas de su patria. Su situación dependió
siempre del poder francés: cuando los franceses abandonaron el territorio donde vivían, su
existencia fue precaria pues la represión, cualquiera que fuera el régimen gobernante, se
mantuvo constante hasta 1830.
1.7. ALZAMIENTO.
El dos de mayo no fue la señal para un insurrección general contra los franceses,
pero se produjo una total desconfianza sobre las intenciones napoleónicas con respecto al
futuro de la Monarquía española, y en algunos casos asonadas, tanto por las noticias
llegadas desde Oviedo y Gijón, como por la recepción del bando de los alcaldes de
Móstoles, en Badajoz y Sevilla. Las órdenes dadas por el Consejo de Castilla a todas las
autoridades provinciales encaminadas al mantenimiento de la tranquilidad, impidieron que
esos tumultos llegasen a más.
Desde el 22 de mayo, en Cartagena, hasta el 31 del mismo en Zaragoza, un rosario
de sublevaciones contra los franceses surge por España, Oviedo, La Coruña, Badajoz,
Sevilla, Murcia, Valencia, Zaragoza... Este alzamiento que marcó el principio de la guerra
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de la Independencia, sólo se llevó cabo en los territorios no ocupados por los franceses. El
primer detonante fue el conocimiento de las abdicaciones de Bayona, así ocurrió en
Valencia donde el 23 de mayo se recibió la Gaceta de Madrid con dicha noticia. Después
de leer en voz alta un vecino de la ciudad el comunicado de las abdicaciones, la multitud
rompió los ejemplares de las gacetas y comenzaron con vítores a Fernando VII y mueras a
los franceses.
El carácter popular de los alzamientos no se ha puesto nunca en duda. En Zaragoza,
estaba la casa de Administración de Correos, calles y plazas inmediatas cubiertas de un
inmenso gentío conducido por un estudiante que sacó su escarapela encarnada y
colocándosela de sombrero exclamó : “Está visto: el que quiera sígame”. Sin embargo, sí
hay diferentes opiniones sobre la espontaneidad del alzamiento. El profesor Corona apuntó
la posibilidad de que el levantamiento fuese una conspiración en todo el territorio nacional,
mientas que la historiografía liberal siempre ha considerado que la sublevación fue
totalmente espontánea como corresponde a la típica exaltación romántica del concepto
pueblo.
Es difícil asegurar que hubiera un plan general en toda España, si se puede
constatar la existencia de grupos de personas que se encontraban sensibilizados ante los
acontecimientos hispano-franceses. En La Coruña el capitán general trasladó el regimiento
de Navarra a El Ferrol porque varios de sus oficiales asistían a conciliábulos secretos con
civiles. En Sevilla un grupo de ilustrados se reunía asiduamente en un sitio llamado El
Blanquillo desde que se tuvieron noticias de los sucesos ocurridos en Madrid el 2 de Mayo.
En Valencia, en Zaragoza, etc. Una vez en movimiento, la masa popular comandada por
cualquier líder espontáneo, un anónimo estudiante en Valencia o el guarnicionero
Sinforiano López y Aliá en La Coruña, se dirigían a las autoridades para que declarasen la
guerra a los franceses y para que defendiesen La Religión, la Patria, las leyes y el Rey
como se dijo en Sevilla En algunos lugares la población se armó, en muchos casos con la
complicidad de oficiales de artillería, asaltando el arsenal de Oviedo, la Real Maestranza
de Artillería de Sevilla o el Castillo de Santander.
Dada la estructura administrativa de la época, la autoridad suprema en cada región
era, prácticamente, el capitán general, que también ejercía de presidente de la Audiencia.
De su actitud dependía el gran parte el rumbo que cada una siguiera. Sin rapidez de
comunicaciones, en la imposibilidad de mantener contactos con otros de una situación de
emergencia como requiriera decisiones inmediatas, cada uno debió valerse por sí mismo y
como militares, la disciplina y la obediencia les llevaba a obedecer sin discusión las
órdenes de la autoridad superior.
Además, las autoridades centrales que habían repetido una y otra vez que los
franceses debían ser tratados como amigos y aliados, lo que hace más comprensivo el
bando del capitán general Solano y 11 generales más: Nuestros soberanos que tenían su
legítimo derecho y autoridad para convocarnos y conducirnos a sus enemigos, lejos de
hacerlo han declarado padre e hijo, repetidas veces, que los que se tomaban por tales son
sus amigos íntimos, y en su consecuencia se ha ido espontáneamente y sin violencia con
ellos ¿quién reclama pues nuestros sacrificios?.
Por último, no conviene olvidar que su formación convertía en dogma el que los
paisanos y habitantes de los pueblos abiertos no deben hacer la menor defensa, sino
obedecer a quien venza, y que sus conocimientos del ramo les llevaba a considerar como
irreal, absurda e ilógica la posibilidad e una guerra o un enfrentamiento armado entre un
ejército prácticamente encuadro apoyado por masas populares mal armadas y pero
disciplinadas y el mejor ejército que hasta entonces había existido en Europa. Ante la
indecisión de las máximas autoridades provinciales, el pueblo intentó que se
comprometiesen, como hicieron con el capitán general de Castilla la Vieja construyendo
ante su casa una horca para él, y cuando no lo consiguieron fueron destituidos (el de
Granada fue desposeído de su bastón de mando), encarcelados, como el de Mallorca, o
asesinados como el de Andalucía o el gobernador militar de Badajoz.
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Por su parte existían cuerpos intermedios en el ámbito regional, las Audiencias,
cuya misión era doble: por un lado constituían la representación del Consejo de Castilla y
por otro, presididas por la autoridad militar, eran las supremas instancias del Gobierno
regional. El afrancesamiento de la máxima centralización, y la actitud nada clara de los
mandos militares produjo una falta casi total de iniciativa. Al fallar las cabezas fallaron los
órganos provinciales.
El alzamiento en las zonas no dominadas por los franceses fue considerado por Murat
como repetición de lo ocurrido el 2 de mayo en Madrid. Brotes aislados de rebelión fáciles de
sofocar si de daba a la represión militar el carácter de una simple acción policíaca. Las tropas
españolas estaban dispersas y desorganizadas, y no parecía difícil escarmentar a los civiles
como ya se había hecho en Madrid. Napoleón, mal informado por los optimistas partes que
recibía de Murat, trazó un plan basado en dos bases de operaciones: Álava y Madrid, desde
donde se haría un despliegue en abanico que debería dominar la mitad norte y la mitad sur de
la península.
Desde la primera base el mariscal Bessières, con 25.000 hombres debía ocuparse de
mantener las líneas de comunicación entre Madrid y la frontera, someter las provincias
septentrionales y dominar a los rebeldes de Zaragoza para permitir las comunicaciones con
Cataluña. El primer enfrentamiento entre franceses y españoles se produce cuando el general
Cuesta decide tomar la ofensiva y cortar el camino de Burgos a Madrid con 5.000 soldados, la
mayoría voluntarios, sin apenas instrucción, cometiendo la imprudencia de atravesar el puente
de Cabezón. El 12 de junio, 9.000 franceses al mando de Lasalle se lanzaron al ataque y
derrotaron una tras otra a todas la inexpertas unidades españolas. Valladolid fue ocupada y
pocos días después Santander.
Cuesta, con los restos del Ejército de Castilla, logró que la Junta de Galicia pusiera a su
disposición todo su ejército de 25.000 hombres y decide volver a poner en peligro las
comunicaciones entre Madrid e Irún, planteando la lucha convencional en campo raso, aunque
el general Blake, que mandaba el ejército de Galicia, era partidario de esperar a los franceses
en las montañas. Bessières organizó un ejercito de unos 14.000 hombres. El choque se produjo
en Medina de Rioseco, con las tropas españolas divididas en dos partes muy distantes, situadas
sin protección en los flancos. El general francés decidió atacar por el medio, envolver y
aplastar a los gallegos y después a los castellanos de Cuesta. La operación fue un éxito, Blake
perdió cerca de 3.000 hombres y toda su artillería mientras que los franceses aseguraron el
camino de Madrid de José I que se había detenido en Burgos. Para Napoleón esta batalla
suponía la solución definitiva de los asuntos en España, y para el pueblo español conocer los
horrores de la guerra.
El despliegue por el Valle del Ebro pareció al comienzo llevar las mismas trazas,
Logroño fue ocupado y las tropas que pudieron reunir José Palafox y Melzy fueron derrotadas
en Tudela, Mallén y Alagón, refugiándose en Zaragoza, ciudad de edificios sólidos, rodeada
por murallas y protegida por el río Ebro. El general francés Lefevre pensaba que un ataque
decidido acabaría con cualquier resistencia. La población de la ciudad se defendió con
verdadero heroísmo. Incapaz de hacer verdaderos progresos, Lefevre tuvo que contentarse con
esperar refuerzos, que cuando llegaron, se vieron incapaces de tomar casa a casa una ciudad en
una guerra completamente distinta a todo lo visto anteriormente, pues en ella no sólo actuaban
ejércitos profesionales, sino que participaban también paisanos de toda clase y edad, hombres,
mujeres y niños. Las noticias de Bailén hicieron levantar el cerco y retirarse hacia Vitoria a un
ejército que salía maltrecho en su prestigio.
Desde la segunda base de operaciones, Madrid, salieron dos columnas dirigidas por
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Dupont y Moncey, que llegó el 28 de junio a Valencia, donde la Junta Suprema de ese reino
había hecho todo lo necesario para la defensa de la ciudad, estableciendo barricadas,
fortificaciones e inundación de los campos de los alrededores para hacerlos intransitables.
Después de perder más de 1.000 hombres y al saber que no podía recibir refuerzos de Cataluña
por que todo el litoral se había alzado en armas, Moncey emprendió la retirada hacia Madrid
por el camino de Almansa.
Desde Barcelona Duherme debía dominar toda Cataluña y enviar una columna en
ayuda de Moncey, que junto con las fuerzas que se dirigían a Manresa y Lérida tuvieron que
detener su avance al llegar al paso de Bruch. Finalmente hubo que levantar el cerco de Gerona
y huir hacia Barcelona, donde llegó con su ejército hambriento y desmoralizado después de
haber destruido todo el material utilizado para el asedio y haber sido hostigado continuamente
por los somatenses.
1.11. BAILÉN.
El mariscal Dupont se dirigió desde Toledo hacia el sur, avanzando tan deprisa que
dejó son controlar el terreno que quedaba a su retaguardia. El general Echavarri con más de
10.000 voluntarios civiles pretendió defender Córdoba, pero las fuerzas españolas fueron
puestas en fuga. Los Franceses entraron en Córdoba sin dificultad y sin ningún respeto hacia la
vida o la propiedad de sus habitantes, saquearon la ciudad, violaron a las mujeres y mataron a
decenas de ciudadanos. La indignación al saberse la noticia de la actuación francesa originó el
levantamiento general de todos los pueblos de la comarca, la ruptura de las comunicaciones de
Dupont con Madrid y la venganza en cualquier soldado francés. La guerra tenía ya un carácter
brutal por ambos bandos.
El general Castaños, gobernador militar del Campo de Gibraltar, que contaba con sus
tropas regulares, un numeroso cuerpo de voluntarios, cerró al francés la retirada de
Despeñaperros, al tiempo que contraatacaba en Bailén. Dupont, con indecisión y lentitud
comenzó la batalla el 19 de junio, finalizando tres días después con la capitulación de todas las
tropas francesas.
Bailén tuvo numerosas consecuencias. Psicológicamente originó una nueva esperanza
que aumentó más al conocerse la resistencia de Zaragoza y Gerona. Hasta entonces, cada
reino, cada región, cada ciudad o pueblo había reaccionado al compás de las circunstancias
con una tendencia defensiva: resistir al invasor, defender al país de la perfidia de Napoléon,
mantener la independencia frente a un rey impuesto y no querido. A partir de Bailén comenzó
a pensarse en otros problemas: el Gobierno estaba atomizado, fraccionado en poderes locales.
Surgió la necesidad de que un poder único, acatado por todos y con autoridad suficiente,
gobernara en nombre de Fernando VII. La solución fue la constitución de la Junta Central
Suprema Gubernativa del Reino.
El fracaso de Dupont significó la primera derrota campal sufrida por el ejercito
napoleónico. Estratégicamente Bailén abrió el camino hacia Madrid, pues el 31 de julio el rey
José tuvo que abandonar la Corte para replegarse primero a Burgos y posteriormente a Vitoria.
La derrota provocó las iras imperiales de Napoleón, que descalificó a Dupont, y envió con
tropas de refuerzo al mariscal Ney, el más valiente entre los valientes, para intentar estabilizar
una situación que empezaba a ser caótica por el repliegue general de todas la tropas francesas
en España y la momentánea pérdida del ejército de Junot que, tras la derrota infringida por las
ingleses que habían desembarcado en Portugal, se vio obligado a firmar el tratado de Cintra.
Este repliegue subió el ánimo de los españoles, pues les hizo creer que Bailén era repetible y
que podía ganarse, sólo con valor y patriotismo, una guerra de tipo convencional frente a
Napoleón. La alegría de la victoria duró poco, pues la unidad del poder político no estuvo
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acompañada de un mando único militar ni de una auténtica previsión de un plan coordinado de
defensa.
La situación de Wellington fue más sólida por la ruptura de relaciones entre el Imperio
francés, que deseaba Polonia, y el imperio ruso, cuya nobleza quería abandonar el bloqueo
continental que perjudicaba sus intereses económicos. La crisis obligó a Napoleón a disminuir
sus fuerzas en la Península para destinarlas a la campaña oriental. El caudillo inglés, al mando
de un ejército anglo-portugués, se apoderó de Salamanca y se enfrentó a las tropas francesas
de Marmont en una ondulada llanura, próxima a la ciudad, donde había dos alturas llamadas
Los Arapiles. La victoria, aunque no constituyó una derrota total, tuvo resultados decisivos,
pues Madrid fue liberado el 13 de agosto, el rey debió huir a Valencia y Soult levantó el sitio
de Cádiz y abandonó toda Andalucía.
Con la ayuda de Soult, José I comenzó una contraofensiva que le llevó a ocupar de
nuevo Madrid el 3 de noviembre. Wellington se retiró hasta Ciudad Rodrigo y a pesar de ello
fue designado generalísimo de todos los ejércitos aliados con la única oposición del general
Ballesteros. La catastrófica derrota de Napoleón en Rusia obligó a un nuevo debilitamiento de
las fuerzas francesas en España, hasta el punto de que por primera vez las fuerzas aliadas
superaban con creces a las francesas; tanto que con relativa facilidad Wellington con un gran
ejército de 52.000 soldados ingleses, 29.000 portugueses y más de 20.000 españoles, capturó
Salamanca y Zamora a finales de mayo, ocupó, esta vez de forma definitiva, Madrid y planteó
la batalla decisiva de Vitoria, donde el rey intruso tuvo que emprender una rápida retirada.
El 28 de junio, José I estableció su cuartel general en la ciudad francesa de San Juan de
Luz; San Sebastián, Pamplona, Zaragoza y Valencia fueron evacuadas y sólo quedaba Suchet
en Barcelona, donde pudo permanecer hasta abril de 1814. La guerra de la Independencia
estaba ganada; una guerra nacional de liberación que en el marco europeo sirvió de modelo y
estímulo para que las poblaciones alemanas y rusas rechazaran también la dominación
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hegemónica francesa.
La historiografía británica considera básica, fundamental, e imprescindible la actuación
de los británicos y especialmente la de su general en jefe sir Arthur Wellesley, duque de
Wellington, vizconde de Talavera, duque de Ciudad Rodrigo y grande de España, tanto que
incluso Carr considera la batalla de Bailén como un azar afortunado. Sin minusvalorar la
importancia británica, Wellington no hubiera podido mantenerse en la Península durante tanto
tiempo, y mucho menos salir triunfante del conflicto, si las tropas regulares y las guerrillas
españolas no hubieran sido una amenaza constante que obligó a los franceses a distraer gran
número de tropas y les impidió poseer una fuerte concentración operativa.
Demográficamente, la guerra supuso un saldo de cerca del millón de muertos, mientras
que económicamente España quedó destrozada.
9. REVOLUCIÓN
Aunque en ningún momento hubo una definición precisa de las funciones de la Junta
Central, ni en su Reglamento para el gobierno interior, puede afirmarse sin lugar a dudas que
actuó realmente como si fuera el rey, para lo que evitó una posible insubordinación del
Consejo de Castilla y doblegó a las Juntas provinciales estableciendo que los vocales reunidos
en cuerpo representan a la nación entera y no a la provincia de que con diputados.
No han sido apenas estudiados los diecisiete meses de actuación de la Junta, aunque
tomó importantes decisiones de carácter diplomático, como el tratado de paz, amistad y
alianza con el Reino Unido de 14 de enero de 1809; fiscal, como la contribución extraordinaria
de guerra; o militar, como la formación del ejército mandado por Aréizaga.
Las escasas victorias militares obtenidas por la Junta Central crearon el descontento
general, las críticas de algunas Juntas y del Consejo reunido, la hostilidad de los prepotentes
embajadores británicos y sobre todo una profunda desunión entre sus miembros. El leit motiv
que unió a todos fue la concentración de poderes en pocas manos y la convocatoria de Cortes.
La poca credibilidad que la Junta Central tenía a finales de 1809 se perdió el 23 de
enero al trasladarse a la Isla de León cuando, tras la derrota de Ocaña, Sevilla se vio
amenazada por los franceses. Seis días después los vocales que no habían sido detenidos por el
camino disolvieron la Junta Central transfiriendo sin limitación alguna todo el poder y
autoridad que ejercía a un Consejo de Regencia, compuesto por cinco personas, que debía
preparar el terreno para que se reunieran las Cortes.
El que la convocatoria a Cortes fuese el medio adecuado para hacer frente a los
problemas del momento apareció cuando Fernando VII decretó, el 5 de mayo, que se
reuniesen con el fin de proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender la
defensa del Reino. Entre la multitud de hojas, panfletos y folletos que aparecieron después de
Bailén, hay algunos escritos que se referían también a la convocatoria, lo que demuestra que
existía conciencia de que las Cortes, fuesen del tipo que fuesen, constituían la representación
de los súbditos reales.
En la sesión de la Junta Central de 7 de octubre de 1808, Jovellanos propuso la
convocatoria de Cortes para que éstas nombraran una Regencia. La propuesta fue desestimada
por un sector, el más numerosos dirigido por Floridablanca.
El tema volvió a suscitarse en abril de 1809 cuando el diputado por Aragón, Lorenzo
Calvo de Rojas propuso que se convocaran unas Cortes que opusieran al regeneracionismo de
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Napoleón unas reformas del Estado con caracteres más legales y con la fuerza de una
Constitución bien ordenada. Luciano de la Calzada acertó al afirmar que se había producido
plenamente el cambio conceptual de unas Cortes para ganar la guerra a unas Cortes para
conquistar la libertad.
La moción prosperó aunque no en los términos propuestos y se decidió que la
Secretaría general redactara una proyecto de decreto convocando a Cortes, y éstas redactarían
una constitución que serviría de barrera a la arbitrariedad, consuelo de la desolación, premio
de vuestro valor, esperanza de la victoria; es decir, se hacía de la posible Constitución un mito
político y la panacea contra todos los males. Jovellanos, como buen ilustrado, aceptaba e
incluso recomendaba convocar las Cortes, pero ser opuso a las ideas expuestas en el
manifiesto argumentando que la plenitud de la soberanía reside en el monarca, y ninguna parte
ni porción de ella existe, ni puede existir, en otra persona o cuerpo fuera de ella, y afirmando
que ya existía una Constitución o conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del
soberano y de los súbditos, y los medios saludables para preservar unos de otros.
Por decisión de la Junta Central, el 22 de mayo apareció un decreto convocando a
Cortes para el año 1810 sin dar muchas precisiones sobre su naturaleza y atribuciones,
pidiendo informes a instituciones civiles y eclesiásticas, junto con sabios y personas ilustradas,
sobre los puntos que se habían de tratar en las Cortes y creando una Comisión de Cortes en la
Junta Central, encargada de estudiar esa consulta al país. Estuvo formada por cinco diputados
presididos por Jovellanos que poseía la clara intención de orientar, controlar y dirigir el
proceso político de cuya importancia tenía una visión más clara que la mayoría de los
centrales.
Esta comisión creó hasta siete Juntas auxiliares, con el objeto de preparar los proyectos
de reforma de la Administración que posteriormente pasados a las futuras Cortes. Estuvieron
compuestas de las personas de más instrucción y experiencia. Algunas de ellas se significaron
como decididos representantes de la ideología liberal, tal es así que en la Junta auxiliar de
legislación se comenzó a elaborar un nuevo código constitucional a cargo del jurista Antonio
Ranz Romanillos.
El 1 de enero de 1810 la Junta Central, decidida a que las Cortes tuviesen una
composición estamental, las convocó para el 1 de marzo de 1810 y envió las convocatorias
para las Juntas superiores, para las ciudades con voto en Cortes y para las provincias. No se
expidieron, por dificultades administrativas, las convocatorias para los otros dos estamentos.
Al disolverse, la Junta Central redactó un decreto sobre Cortes en el que precisaba que la
reunión se realizase en dos Cámaras y se daban pautas para controlar estrechamente la
actuación de la Cortes. Los liberales consiguieron, pues, a última hora, evitar que saliera a la
luz una norma que iba en contra de su planteamiento ideológico.
La Regencia, presidida por Castaños puede decirse que su situación era de incapacidad,
pues al no tener recursos con los que mantener los restos del aparato del Estado, se puso en
manos económicamente de la Junta de Cádiz, que se hizo cargo provisionalmente en su
distrito de todas las rentas de la Corona y de los caudales procedentes de América y asegurar
por medio de una distribución económica y oportuna el mantenimiento de las cargas políticas
y judiciales del Gobierno, y la subsistencia y aumento de los ejércitos nacionales. Gracias a su
poder económico, la Junta de Cádiz pudo hacer presión política y pedir la pronta reunión de
Cortes, el mismo día la Regencia acordaba que se realice aquel augusto congreso en todo el
próximo mes de agosto.
La presión de los representantes de algunas Juntas Provinciales, el miedo a que se
produjeran alborotos en la ciudad, el desconocimiento de los antecedentes de la convocatoria y
las noticias sobre la independencia de algunos territorios americanos pueden explicar que la
Regencia vacilara al principio y se inhibiera después en cuestiones políticas decisivas. Todo
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ello permitió que el 24 de septiembre de 1810, los liberales que se encontraban en Cádiz
convirtiesen unas Cortes que debían ser bicamerales en una Asamblea constituyente.
La sesión de apertura de las Cortes, en el Teatro Cómico de Isla de León, actual San
Fernando, se celebró con el signo de la improvisación debido no a una oposición sino a la falta
de un programa político claro y delimitado de la Regencia, que no había previsto ningún tipo
de reglamento, ni la composición de la mesa presidencial, ni siquiera el orden del día que
debía ser debatido. Después de jurar los diputados y tras un breve discurso de su presidente, el
obispo de Orense, la Regencia se retiró, dejando por escrito las renuncias a sus cargos con el
argumento de que únicamente los habían aceptado hasta la instalación de las Cortes. Estas
estaban formadas por 104, de los que 47 eran suplentes elegidos precipitadamente cuatro días
antes de la apertura entre los originarios de las regiones que se encontraban en Cádiz.
La laguna normativa que dejó la Regencia fue inteligentemente aprovechada por
algunos liberales, representados por el sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero, quien
propuso que se aprobase un trabajo que llevaba escrito Manuel Luján, que era un auténtico
proyecto de decreto, en el primer punto establecía que los diputados que componen este
Congreso y que representan a la Nación española se declaran legítimamente constituidos en
Cortes generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional. En el segundo
punto se reconocía, proclamaba y juraba de nuevo a Fernando VII, declarando nula la renuncia
a favor de Napoleón no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e
ilegales, sino principalmente por faltarles el consentimiento de la nación. Las Cortes se
reservaban el ejercicio del poder legislativo en toda su extensión por no ser conveniente que
estuvieran reunidos el poder legislativo, el ejecutivo y el judiciario. Finalmente se hacía
responsable del ejecutivo a la Regencia, que debería reconocer y acatar la soberanía de las
Cortes. La propuesta fue aprobada con relativa facilidad, constituyendo materialmente el
primer decreto de la Cortes o Congreso Nacional. Una transformación que se asienta en el
dogma rusoniano de la soberanía nacional y en el principio de la división de poderes tan caro a
Montesquieu.
Pero ¿cómo pudo ser aprobado por unanimidad un decreto que eliminaba jurídicamente
la soberanía total del monarca y establecía los fundamentos de un nuevo régimen político?.
Existen varias razones, primero, porque el enunciado era tan simple que podía servir para
cualquier persona que no tuviera una fuerte formación jurídica. En segundo lugar, se anhelaba
ardientemente la presencia de un poder fuerte que ni se dejara llevar por la desmoralización de
las derrotas, como ocurrió a la Junta Central ni estuviera quieta como la Regencia. Además,
estaba muy extendido el deseo de reformas desde la privanza de Godoy durante el reinado de
Carlos IV, y finalmente, las circunstancias de la guerra crearon una coyuntura favorable a las
reformas de Cádiz: una ciudad sitiada pero bien abastecida por el ambiente propio de una urbe
comercial y con el aflujo de los individuos más inconformistas de las clases dirigentes entre
los que se escogieron a la mayoría de los diputados suplentes: una minoría dentro del pequeño
grupo culto de un país analfabeto, que se encontraba perfectamente unida desde los tiempos de
la Junta Central en Sevilla, tanto que Martínez Quinteiro ha llegado a hablar de trabajo en
equipo para fijar una declaración de principios que obligase en el futuro a las mismas Cortes.
La única persona que de momento se dio cuenta del cambio político realizado fue don
Pedro Quevedo y Quintano, obispo de Orense, que después de renunciar a la presidencia de la
Regencia y al escaño como diputado, envió un escrito a las Cortes con observaciones críticas
sobre el decreto aprobado. El obispo planteó el problema de la existencia de un rey soberano y
unas Cortes también soberanas, cuando por su propia definición la soberanía debería ser única.
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Las cortes, celosas de su autoridad, le obligaron a jurar acatamiento. Ni que decir tiene que el
obispo de Orense se convirtió posteriormente en el símbolo del partido realista.
El 24 de febrero de 1811 las cortes inician sus sesiones en la iglesia de San Felipe Neri,
en la ciudad de Cádiz, después de haber realizado 332 sesiones en la Isla de León. No se sabe
con certeza el número de diputados que compusieron las Cortes, se habla de 303, 291, e
incluso 240, pero sí es seguro que la Constitución llevaba la firma de 185 y que en la sesión de
clausura de las Cortes extraordinarias, se contaron 223 diputados. La diferencia entre los
diputados asistentes a la instalación y los que cerraron el periodo legislativo demuestra que
más de la mitad fueron incorporándose paulatinamente según lo permitieron las circunstancias
de la guerra.
La conclusión y las imprecisiones existentes en torno al número se repiten se analizan
los nombres, la posición social o la categoría jurídica de los miembros. Suárez se ha fijado en
la edad que tenían los que intervinieron en las sesiones contrastando la juventud y el ímpetu de
los diputados liberales con la mayor edad y moderación de los realistas. Solís, basándose en
datos de 1813, establece la siguiente clasificación:
El proceso reformador que llevan a cabo los liberales en las Cortes de Cádiz consiste
en la sustitución de las estructuras sociales, económicas y políticas de la Monarquía del
Antiguo Régimen por la de una Estado liberal. A lo largo de las sesiones se lleva a cabo un
conjunto homogéneo y escalonado de reformas políticas (1810-12), sociales (1812-13) y
económicas (1813-14) que, en su conjunto, transforman totalmente la situación jurídico
política de la Monarquía española.
Al conjunto de reformas políticas corresponde el ya citado primer decreto
estableciendo la soberanía nacional y la división de poderes con los que se sustentaban los
principios fundamentales del Estado liberal. Tres días después de la instalación de las Cortes,
comenzó a tratarse el tema de la libertad de imprenta: del derecho de cualquier ciudadano a
expresar sus ideas políticas, con la posibilidad de denunciar, juzgar y castigar los abusos
mediante el establecimiento de una Junta Nacional de Censura. Durante el debate comenzó a
decantarse la diversidad de la Cámara al exponer sus criterios los que la defendían y los que se
oponían, por ser antisocial, antipolítica y antipatriótica. La aprobación de la ley por 68 votos
contra 32, supuso quebrar el monopolio que hasta entonces había tenido la Monarquía y que
había ejercido utilizando al Tribunas de la Inquisición como instrumento. Pero e ningún
momento fue un ataque a la Iglesia al excluir del ámbito de la ley la manifestación de
opiniones que atañeran a la religión, para lo que la Iglesia seguía siendo competente. La
proliferación de escritos aparecidos no quiere decir que hubiera un clima de diálogo, sino todo
lo contrario; la libertad de expresión escrita sirvió para radicalizar postura y fue utilizada para
acallar las voces contrarias a cualquier posición.
Las reformas políticas más importantes se llevaron a acabo mediante una Constitución
política de la Monarquía española que, al ser promulgada el 19 de marzo de 1812, recibió el
popular nombre de La Pepa. De esta norma legal, piedra angular de todo el liberalismo
español, conviene destacar su gestación, su contenido y su importancia.
La necesidad de una Constitución se uso a debate cuando el diputado liberal Mejía
Lequerica leyó un proyecto de decreto en el que, rememorando el juramento de la Asamblea
Nacional francesa en 1789, proponía que los diputados no se separarán sin haber hecho una
Constitución. El decreto no fue aprobado, pero se constituyó una comisión que propondría un
proyecto de Constitución política de la Monarquía. La comisión acordó recabar la ayuda de
algunas personas instruidas, que no bajaría de tres ni pasaría de cinco, con voz y voto. Tan
sólo un individuo fue llamado, Antonio Ranz Romanillos, exsecretario de la Junta e Notables
de Bayona, traductor de la Constitución otorgada por Napoleón y exconsejero de Estado de
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José I hasta que los franceses abandonaron Madrid como consecuencia de la victoria de
Bailén. Ranz, que también había formado parte de la Junta auxiliar de legislación fue instado a
presentar el proyecto de Constitución. Suárez ha demostrado, según las actas de la Comisión
de legislación, que ésta no elaboró el anteproyecto, sino que se limitó a trabajar sobre el texto
redactado y presentado por Ranz. Las dos aportaciones principales de la Comisión a la futura
Constitución fueron la inclusión de los principios generales de la nación española, elaborados
por Muñoz Torrero, y la incorporación en el articulado, no en el preámbulo, de una
declaración de los derechos del hombre. El que gran parte del proyecto de Constitución fuese
obra de un solo hombre es lo que le confiere un elevado grado de homogeneidad. El 18 de
agosto de 1811 se presentaron a las Cortes los cuatro primeros títulos del proyecto de
Constitución. Una semana después comenzó el debate parlamentario y, durante la discusión
afloraron las distintas concepciones que existían sobre los conceptos de nación y de soberanía
nacional. Suárez afirma que los defensores de la soberanía real y de las Cortes estamentales,
antes de finalizar el mes de agosto, tenían ya conciencia de que habían perdido la batalla.
La Constitución de 1812 consta de 384 artículos agrupados en diez títulos: De la
Nación española y de los españoles; Del territorio de las Españas, su religión y su gobierno, y
de los ciudadanos españoles; De las Cortes; Del Rey; De los tribunales y de la administración
de justicia en los civil y la criminal; Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos;
De las contribuciones; De la fuerza militar nacional; De la Instrucción pública y De la
observancia de la Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella.
La Constitución estableció una Monarquía liberal y parlamentaria basada en los
principios de la soberanía nacional y de la separación de poderes. Ahora bien, la separación de
poderes no equivalía a la igualdad entre los mismos, pues de hecho el poder legislativo alcanza
una preeminencia, una hegemonía con respecto al ejecutivo, cuyas atribuciones se restringían
considerablemente tanto para que el rey no fuese un obstáculo al desarrollo de las Cortes como
para que la institución alcanzase un papel más centrado en la representación.
Aunque a los constituyentes gaditanos les interesaba más realzar el papel hegemónico
de la vida parlamentaria que sobrevalorar los derechos humanos, la Constitución de 1812
intentó configurar una sociedad nueva centrada en el individuo y basada en dos principios
básicos: la libertad y la propiedad.
Consecuencia de la reforma política son los cambios administrativos llevados a cabo.
Los seculares Consejos desaparecen, excepto el Consejo de Estado, único del rey, cuya
principal función sería la de asesorar al monarca en las escasas decisiones que le permitía la
ley. Para cubrir el hueco que dejaba la desaparición del Consejo de Castilla, se creó un nuevo
Ministerio, el de la Gobernación de la Península. La estructura histórica pero irracional y
complicada de reinos e intendencias se sustituyó por la división en provincias, sin determinar
o decidir el número de ellas, que serían dirigidas por un jefe político, nombrado desde el
Gobierno, con audiencia y una delegación de Hacienda; esta uniformación supone también
una centralización, pues se pierden las diversidades regionales. El tema de las provincias es el
clásico préstamo francés en cuanto se intenta adaptar la estructura departamental en contra del
criterio de algunos realistas, que preferían que la división se hiciese atendiendo a unas pocas
regiones.
Desde el verano de 1812 hasta la primavera de 1813, las Cortes se dedicaron
preferentemente a la reforma social. Con anterioridad, en agosto de 1811, habían promulgado
la importante ley de Señoríos, que suprimía las preeminencias jurídicas de la nobleza. Las
Cortes distinguieron entre el señorío jurisdiccional manifestado en las relaciones jurídicas
entre señor y vasallo, y el señorío territorial o propiedad de la tierra, declarando abolidos del
primero los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos que tengan el mismo
origen de señorío. Los diputados gaditanos no osaron nacionalizar, suprimir, los señoríos
territoriales que fueron convertidos en propiedad particular por la razón de que confiscarlos
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iba en contra del principio del liberalismo de la propiedad individual, y la burguesía
revolucionaria comprendía que la defensa del derecho de propiedad era tan fundamental para
sus intereses como para los de los nobles. Tampoco se atrevieron a suprimir el mayorazgo,
según el cual las propiedades nobiliarias vinculadas al hijo mayor pasaban todas juntas para
evitar que con el reparto entre todos los descendientes se disolviera el patrimonio familiar.
Con ello las propiedades de las grandes familias quedaban inalteradas mientras que las
relaciones entre señor y vasallo se convirtieron en contratos de particular a particular. El hecho
de no desvincular la propiedad nobiliaria ha sido considerado por algunos autores como una
muestra evidente de la ambigüedad de la obra reformadora de Cádiz, aunque también podría
hablarse de prudencia política, pues su actuación en este tema se atrajo la antipatía de gran
parte de la nobleza que en unión del clero formaron la gran confederación y se propusieron
destruir y aniquilar una institución que consideraban origen y fundamento de toda reforma.
La igualación social no sólo comprendía la desaparición de leyes privadas, privilegios,
para los nobles, sino también para la Iglesia en cuanto estamento privilegiado. Esta vez, sin
embargo, no se redujo a la abolición de los señoríos eclesiásticos, sino también a una solapada
incautación de sus bienes por un procedimiento indirecto: no devolver a los religiosos los
edificios o conventos incautados por el Gobierno del rey José, bajo pretexto de necesidades de
guerra. También se prohibió que las órdenes religiosas pudieran tener dos o más casas en una
misma población, y se suprimieron aquellos conventos que no contases con un mínimo de 12
individuos profesos. Tras tormentosas sesiones se abolió el Tribunal de la Inquisición: una
institución obsoleta que había sido utilizada por los monarcas como tribunal de política
cultural.
No cabe duda que la Iglesia española a comienzos de la guerra de la Independencia
necesitaba que se llevara a cabo una auténtica reforma, en la cual participaban todos los
políticos, cualquiera que fuese su posición ideológica, y en el caso de los liberales no se puede
observar una postura antirreligiosa o laica. Por eso las reformas religiosas que introducen los
liberales van acompañadas de claras manifestaciones de religiosidad, como evocar el nombre
de Dios todopoderoso, en el comienzo de la Constitución establecer que la religión de la
Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera, o
declarar a Santa Teresa de Jesús copatrona de España.
La política religiosa de las Cortes originó un movimiento de resistencia de la Iglesia
que creó también una radicalización de las posiciones políticas, las cuales se manifestaron en
una fuerte propaganda antiliberal, que llegó a impedir que se promulgara la ley de reforma de
los conventos de religiosos, primer paso manifiestamente claro hacia la desamortización
eclesiástica, presentada por el diputado Antonio Cano Manuel en septiembre de 1812.
Al deseo de una mayor igualdad corresponde la supresión de las pruebas de nobleza
para ingresar en las academias militares o para ocupar cualquier puesto que hasta entonces
hubiera exigido distinción, y la igualdad ante la ley, el pago de los impuestos o el servicio
militar.
Las reformas económicas se llevaron a cabo durante el último año de la Cortes con
cuatro leyes que establecen la libertad absoluta en el campo de las relaciones económicas. La
ley Agrícola (copiada en muchos de sus párrafos del famoso Informe sobre el expediente de la
ley Agraria de Jovellanos) permitía total libertad de cultivos, dejaba al arbitrio del productor el
precio de los artículos y promovía el cercamiento de las propiedades. La ley Ganadera
suprimía el viejo Concejo de la Mesta y relegaba todo a la iniciativa particular. La ley de
Industria dejaba que cualquier ciudadano estableciera la fábrica, máquina o artefacto que
desease, sin necesidad de pedir permiso. La ley de Comercio, en línea con las anteriores,
habilitaba para la profesión a todos los ciudadanos españoles sin limitaciones ni condiciones
de ninguna clase. De la implantación, al menos teórica, del liberalismo en el campo
económico, se derivan, según Artola, consecuencias trascendentales: de una parte, la extinción
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del régimen gremial, y con él la desaparición del control de la calidad del trabajo, la fijación
de los precios según la tasación de peritos y, los más grave, la libre contratación del trabajo, en
que se aplicará hasta sus últimas consecuencias el principio jovellanista de la justicia de toda
relación contractual libremente aceptada y con ella se dará principio a la más ignominiosa
explotación del trabajo humano sobre el que se fundamentará, junto con la desamortización, el
poder económico de la burguesía liberal convirtiéndola, aunque fuera una contradicción en
una clase diferenciada y privilegiada de la demás.
Cuando Argüelles, en el discurso preliminar de la Constitución, aseguró que nada había
en ella que no estuviera consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes
cuerpos de legislación española, sacó a la luz un tema que ha servido de discusión desde
entonces a los historiadores: ¿Hasta que punto la Constitución y el resto de las reformas se
fundamentaban totalmente en la tradición española y no era una mera copia de lo legislado
anteriormente por los revolucionarios franceses? Argüelles sólo reconoce que se aplicaron los
adelantos experimentados en Europa en el campo del Derecho Político Ya en 1813, en un
folleto anónimo impreso en Madrid, se tachaba de francesismo a la Constitución porque la
Comisión ha esforzado sólo su ingenio para introducir en España la Constitución francesa del
91, aunque en la forma de las elecciones se ha separado de ella tomando la base y modelo de
la que ha adoptado la Constitución, también francesa, llamada del año 81.
Las Cortes de Cádiz, y en especial la Constitución, fue durante todo el reinado de
Fernando VII una bandera política a la que se debía defender o atacar según se fuera liberal o
conservador. Esta radicalización del tema, junto con la politización ha llegado hasta mediados
de nuestro siglo, y así, la pertenencia de los historiadores a una determinada ideología ha
supuesto, sino el falseamiento de los hechos, si al menos la omisión de los que no coincidían
con las ideas que tenían, de tal forma que los intereses o los puntos de vista partidistas han
impedido la comprensión de los hechos y del momento histórico.
Más acorde con la realidad sería la utilización de un concepto : el préstamo. Aunque
algunos artículos de la Constitución están literalmente calcados de algunas Constituciones
francesas, no puede decirse que la obra reformadora de los diputados gaditanos se una copia e
la Revolución francesa. Tanto es así que el liberalismo español, por miedo a que surgiera la
violencia, no se atrevió a una solución drástica en lo referente a la cuestión religiosa. Más bien
lo que hubo fue un préstamo acomodado a las circunstancias concretas por las que pasaban
España y Cádiz.
Por último, conviene destacar que las reformas que se llevan a cabo en Cádiz se
hicieron en nombre de todos los españoles, pero sin la participación de éstos, que se hallaban o
luchando contra el enemigo u ocupados por éstos. La mayoría de la población española
permaneció al margen del cambio político experimentado y no está claro que recibiera un alto
grado de aceptación desde el momento que los legisladores publicaron como propaganda todo
tipo de adhesiones. De hecho no hubo ninguna guerra civil por defender la Constitución de
Cádiz en 1814.
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Las Cortes que habían iniciado sus sesiones el 15 de enero, se apresuraron a promulgar
un decreto fijando el itinerario real y los medios para restablecer a Fernando VII en el trono.
De esta forma se intentaba tener controlado al rey desde su entrada al territorio nacional hasta
su llegada a Madrid y se exponía con toda claridad que no se le reconocería hasta que prestara
juramento a la Constitución promulgada en Cádiz. Las cortes designaron al General Copons,
capitán general de Cataluña y uno de los militares más adictos al sistema liberal, como
encargado de recibir al rey y entregarle un pliego de la Regencia solicitando que aprobase la
obra de las Cortes y jurase la Constitución.
El 24 de marzo de 1814, Fernando VII cruzó el río Fluvía, el recibimiento popular fue
apoteósico, todos intentaban acercarse al rey para besarle la mano con la rodilla en tierra como
signo de acatamiento y pleitesía. Igual hizo Copons, que no pudo entregar el escrito de la
Regencia, cuando el rey quiso. El rey consciente de su ascendiente sobre las poblaciones,
contestó vagamente a la Regencia haciendo alusión a las innumerables pruebas de fidelidad
que le ofrecían sus vasallos palabra prohibida por las Cortes por considerarla denigrante. El
rey se dirigió desde Gerona hasta Valencia, tal y como le había marcado la Regencia, pero
atendiendo a la invitación de Palafox y con la excusa de un voto a la Virgen del Pilar, se
dirigió a Zaragoza. Se ha considerado esta modificación como un desafío a las órdenes de la
Regencia, aunque también pudo tratarse de la forma de ganar tiempo y realizar el máximo de
consultas posibles.
Fernando VII se trasladó desde Zaragoza a Valencia, pero antes de llegar se encontró
en los llanos de Puzol con el presidente de la Regencia, el cardenal Borbón, que había ido a su
encuentro con instrucciones precisas de no ceder al poder ejecutivo que él representaba hasta
que el rey no hubiese jurado la Constitución. Todas las fuentes coinciden el relatar el
encuentro de ambos personajes frente a frente, sin querer ceder ninguno de los dos “ Llega (el
cardenal Borbón), vuelves la cara como si no le hubieras visto, le das la mano en ademán de
que te la bese. ¡Terrible compromiso! Esta lucha duró como seis a siete segundos en que se
observó que el rey hacía esfuerzos para levantar la mano y el cardenal para bajársela. Cansado
sin duda, el rey de la resistencia del cardenal, entiende su brazo y presenta la mano: Besa. El
cardenal no pudo negarse a esta acción de tanto imperio y se la besó”. Triunfaste Fernando, en
este momento, y desde este momento, empieza la segunda época de tu reinado. No cabe duda
que en la lucha entre los dos poderes, venció el real. Fernando VII había doblegado a la
autoridad de las Cortes innovadoras tan claramente que las tropas del segundo ejército,
mandadas por Elío, rindieron honores reales al monarca a pesar de haberlo prohibido la
Regencia.
La situación en España desde la entrada del rey hasta el decreto que expidió el 4 de
mayo es de una política indecisa en la que el rey era el árbitro, puesto que los liberales le
necesitaban para el proceso de reformas iniciado en Cádiz permaneciera, mientras que los
conservadores esperaban del monarca la destrucción de las estructuras políticas creadas por los
primeros. La mayoría de la nobleza se sentía herida por la supresión de los señoríos, y la
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mayoría de la jerarquía eclesiástica se oponía a las reformas liberales de forma hostil y
belicosa. El pueblo llano experimentaba la esperanza, lógica después de los padecimientos de
una guerra, en un futuro feliz en el que todos los males pasados tendrían remedio. Para los
españoles de 1814 esa esperanza se centraba en la persona de Fernando VII el Deseado. La
tensión entre partidarios y enemigos de las ideas liberales se trasladó al choque entre el rey y
la Regencia. En este conflicto de poder ganará el más fuerte. Las tropas del segundo ejército
mandadas por Elío, rindieron honores reales al monarca a pesar de haberlo prohibido la
Regencia.
Historiar seis años de gobierno fernandino no es tarea fácil, porque ha escrito Suárez,
el carácter del sistema de Fernando VII es el no tener ninguno y, por tanto, no se puede hablar
de un programa coherente, de un criterio firme o de una línea política constante. Fernando VII,
(según Artola) se convierte a partir de 1814 en el único monarca legitimista de España cuya
manifestación más clara es le gobierno personal en el que la labor del Gobierno no es más que
la voluntad del rey sin estar limitada o contrapesada por la acción colegiada de los Consejos.
De las pocas cosas positivas se han escrito sobre el carácter de Fernando VII es su
sencillez, simpatía y campechanía con algún rasgo de sensibilidad, como el que le movió a
indultar a la mujer que atentó contra él en julio de 1814. Su desconfianza y su tendencia al
disimulo, achacadas normalmente a que fue educado rodeado de personas que contaban
absolutamente todo lo que hacía no sólo a sus padres sino a Godoy, le llevó a recelar de todos
los hombres valiosos que le pudieran hacer sombra. No era capaz, por su cobardía innata, de
enfrentarse a las situaciones con todas sus consecuencias, como se vio perfectamente en
Bayona. Era listo, lo que permitía resolver pequeños problemas, pero no inteligente por lo que
no supo comprender la grave problemática por la que atravesaba el país. A estos rasgos del
monarca habría que añadir la mediocridad de las personas que le podían aconsejar: ministros y
sus amigos. Fernando VII tuvo que cesar a su primer ministro de Gracia y Justicia, Macanaz
por cohecho con la venta de cargos en Filipinas. El último ministro de la Guerra José María
Alós, se dedicaba a confeccionar alegraluces de papel que luego iba echando a un cesto. La
tertulia de sus amigos, llamada camarilla por el lugar donde se celebraba casi diariamente a la
caída de la tarde, fue tildada de Gobierno Oculto y se le achacaron numerosas intromisiones en
las tareas de Gobierno, aunque no parece que la camarilla haya existido como cuerpo político.
La falta de un sistema político, el carácter del rey, la mediocridad de sus consejeros y
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la inestabilidad ministerial (28 ministros para sólo cinco ministerios), hizo que el Sexenio
Absolutista, juzgado por sus resultados fuese un auténtico fracaso que defraudó las esperanzas
de la mayoría de los españoles. Desde el 4 de mayo comenzó la restauración de todos los
organismos del Antiguo Régimen, desmantelando una tras otra las estructuras políticas,
sociales y económicas de las Cortes de Cádiz. Una lectura superficial de la colección de
Decretos de nuestro señor Fernando VII da una falsa idea de que se llevaron a cabo numerosas
medidas tendentes a reorganizar la situación del país, pero de hecho la lentitud burocrática
hizo que todo quedara en meros deseos de reformas.
Sin embargo tres cosas resaltan durante el Sexenio: la represión contra afrancesados y
liberales, los intentos de reforma contra la Hacienda y el robustecimiento de la oposición
liberal. Fernando VII había prometido en Valençay que todos los españoles que habían servido
al rey José volverían a los honores y derechos de que gozaban, en Toulouse prometió a los
afrancesados que les permitiría el regreso a la patria sin mirar partidos ni opiniones pasadas.
Pero el día de su primera onomástica en el trono firmó un decreto de proscripción, desterrando
a cuantos desempeñaron cargos políticos y militares superiores al de capitán del ejército. Los
que no cumplan estas condiciones podían residir en España, pero alejados de la Corte unas 20
leguas. Este decreto acabó con todas las ilusiones de los afrancesados que al parecer eran unos
12.000, y nadie criticó esta medida porque había un gran ambiente de hostilidad hacia ellos.
Una serie de órdenes tienden a mitigar la represión contra los afrancesados, pero el odio que
existía contra ellos debía ser tan intenso que en febrero de 1819 se tuvo que mandar por real
orden que no se incomodara a los afrancesados que habían vuelto a España legalmente como
consecuencia del decreto de 15 de febrero de 1818.
Al poco tiempo de este decreto de Valencia, se mandó encarcelar a aquellos liberales
que habían atentado contra la soberanía nacional. Hubo cerca de un centenar de detenciones y
procesamientos que eran innecesarias e impolíticas pero que contaban con el apoyo popular.
Como los trámites judiciales eran lentos ya que los jueces no encontraban materia que juzgar,
Fernando VII manifestó su deseo de ver terminadas las causas y poco después acabó dictando
directa y personalmente las sentencias, condenando a 60 personas a diferentes penas de prisión
y destierro en castillos, presidios africanos y conventos, aunque la represión no fue cruel. Por
primera vez se castigaba a un número muy elevado de personas.
La situación económica que encontró Fernando VII en 1814 fue deplorable: el país se
encontraba destrozado, la agricultura esquilmada, la industria deshecha, las comunicaciones
inservibles y las arcas de la Hacienda vacías. A todo ello hay que añadir el comienzo de la
emancipación americana, que trajo como consecuencia el corte brutal de la llegada de metal
acuñable y del comercio ultramarino. La falta de numerario paralizó la vida económica: los
precios cayeron estrepitosamente, las casas de banca y las empresas quebraron y el tráfico
comercial se redujo substancialmente. Ante el déficit presupuestario (se calcula que rondaba
los 383 millones de reales en 1816), el rey se negaba tanto a rebajar la ley de la moneda, que
desaparecía en manos de los comerciantes y contrabandistas, como a conseguir dinero, ya
fuera del exterior mediante un empréstito o del interior por la instauración de una contribución
especial al clero y a la nobleza.
En diciembre de 1816 fue nombrado ministro de Hacienda Martín de Garay, antiguo
secretario de la Junta Central, al que la historiografía ha considerado criptoliberal, dispuesto a
formular un nuevo plan fiscal que aliviara la escasez de recursos del Estado. Además de
imponer una drástica reducción del gasto público el plan de Garay consistía en suprimir
paulatinamente las rentas provinciales, sus equivalentes y algunos tributos menores por una
contribución general, proporcional a los ingresos de cada contribuyente, que se repartiría entre
todas las poblaciones del reino, salvo las grandes capitales y en los puertos donde, por la
dificultad de asignación de la cuota se mantendrían los derechos de puertas por todas las
mercancías que se introdujeran. Su aplicación dependía del establecimiento de unos
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complicados cuadernos de riqueza, pueblo a pueblo, fracasó ante la violenta oposición que
surgió de todas las capas sociales. Martín Garay dimitió a finales de 1817, justo cuando se
produce una concentración del tráfico comercial y un nuevo derrumbe de los precios. El
resentimiento y descontento de la burguesía comercial ante la caótica situación económica
hace que sus esperanzas se dirijan hacia la oposición liberal.
El pronunciamiento de Riego fue uno más en la larga cadena de los que tuvieron lugar
en el sexenio 1814-1820, con la diferencia de que éstos fracasaron mientras que aquél
consiguió, el objetivo que todos perseguían: que la facción liberal alcanzase el poder para
realizar una serie de cambios políticos, sociales y económicos desde la base ideológica opuesta
a la del Antiguo Régimen.
Causas: La incompetencia de las autoridades llegaba al punto de que mientras gran
parte de la población se daba cuenta, porque era secreto a voces, de que algo se tramaba en
Cádiz, los responsables se obstinaban en despreciarlo todo. Al descontento de un mal gobierno
hay que añadir la mala racha de los asuntos económicos: una deuda pública en constante
aumento, un exceso de empleados civiles y militares, un país deshecho por la guerra que
rehacía lentamente, la recesión general europea. La falta de recursos americanos y los ingresos
procedentes sólo de fuentes tributarias mantenían el erario en constante penuria y, aunque la
presión fiscal era cada vez mayor, la recaudación de fondos nunca llegaba para atender las
necesidades del gasto público. Además, la crisis del comercio exterior, por la progresiva
pérdida de las colonias, acentuaba el déficit comercial que ya no se podía pagar con dinero
americano y drenaba la circulación monetaria. Por otra parte, el clero era incapaz de adaptar la
explotación de sus enormes riquezas a los nuevos tiempos y de hacer frente a la presión fiscal,
el campesinado se veía frenado en su progreso por el régimen señorial y la burguesía unía a la
pérdida de los mercados coloniales la imposibilidad de expansión del mercado nacional. A
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esta situación hay que añadir como causas de descontento económico en 1820: el fracaso de
Garay, la disminución en la recaudación y la expedición a América. Muchos militares se
hicieron masones y aspiraban a un cambio de sistema. Los pronunciamientos fueron
encabezados sin excepción por hombres del nuevo Ejército.
Al malestar del Ejército y del país hay que sumar no sólo la desilusión de los liberales
de 1814, sino la de aquellos que de buena fe pensaron que el rey cumpliría con las promesas
hechas en Valencia, e incluso, el descontento de algunos realistas que, aunque no eran
partidarios de una revolución tampoco estaban conformes con la política llevada a cabo. Los
liberales vieron como en 1814 cómo se derrumbaba el edificio levantado por ellos en Cádiz y
se les castigaba. Por lo que luchaba por conseguir ver triunfar de nuevo la Constitución y a las
personas perseguidas en los más altos puestos. Mientras, los que habían apoyado al rey,
confiando en las reformas prometidas el 4 de mayo, pronto llegaron a la conclusión de que
habían sido burlados, pues al cabo de seis años no se habían cumplido. Por otro lado, los
realistas se quejaban de la supresión de los periódicos, de la censura etc. también hay que
añadir al descontento, las ideas que llevaban que llevaban inevitablemente a quienes las
profesaban a intentar el cambio, cualquiera que hubiese sido la política llevada a cabo si no
contaba con la Constitución y sus hombres.
Con todos estos elementos, sólo faltaba el brazo ejecutor para quebrar la defensa al
poder establecido. La ocasión se presentó con el ejército expedicionario que se hallaba en
Cádiz con el fin de combatir el levantamiento independentista de Ultramar. La moral de las
tropas se veía minada por las condiciones en que se hizo el reclutamiento, ya que muchos de
ellos fueron reclutados de forma violenta, puesto que la mayoría de los soldados habían
cumplido su servicio en la guerra de la Independencia. Muchos oficiales de infantería
recibieron ascensos con la condición de embarcarse y los de caballería no tenían más remedios
que aceptar este destino o pedir el retiro. Además tanto entre gran parte de la oficialidad como
de la tropa se dudaba de un éxito definitivo en América. Las noticias sobre el trato que los
rebeldes americanos daban a los prisioneros y las condiciones de vida en esas tierras hacían
repugnante a muchos la idea de embarcarse.
Este ambiente fue fomentado y explotado por la masonería que veían en el ejército
expedicionario el instrumento ideal para protagonizar un levantamiento con posibilidades de
éxito. Alcalá Galiano, uno de los principales protagonistas en esta labor de zapa, cuenta como
a partir de 1818 las sociedades secretas de Andalucía y especialmente la de Cádiz se dedicaron
a organizar la sublevación. El primer intento tuvo lugar el 8 de julio de 1819, pero fracasó
porque el Conde de Labisbal, que capitaneaba las tropas y estaba enterado y favorecía la
conjura, no se decidió a erigirse en caudillo y lo abortó. Tal vez temía un fracaso, y las
consecuencias que pudiera acarrearle. Pero el golpe asestado a los conspiradores no fue tan
duro como para no empezar casi inmediatamente a reorganizarse pero en condiciones más
difíciles.
El ejército tuvo que dispersarse por varios puntos de la Baja Andalucía, cuando la
epidemia que ya se había declarado en San Fernando, amenazaba a Cádiz, por lo que el
esfuerzo de captación de los organizadores tuvo que dispersarse. Este inconveniente tuvo su
lado ventajoso para los conspiradores ya que la epidemia impidió el embarque que hubiese
acabado con todos sus plantes. Por otra parte, no todos los adictos del momento anterior
perseveraron y los que lo hicieron no pertenecían a las clases más altas del Ejército. A pesar de
la escasez de medios materiales y humanos, se lanzaron a la empresa y el 1 de enero de 1820
el comandante Rafael de Riego proclamó la Constitución en Cabezas de San Juan. El 3 de
enero, el coronel Antonio Quiroga, designado para encabezar el movimiento, tomaba San
Fernando y se disponía a entrar en Cádiz, que era el objetivo más importante. El retraso en
hacerlo y la resistencia encontrada en la Cortadura bastaron para estropear los planes e impedir
que pudiesen entrar en la ciudad hasta el 15 de marzo en que se proclamó la Constitución.
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El resto del tiempo hasta que se conoció el juramento de la Constitución por el rey, los
sublevados no pudieron hacer otra cosa que mantener el ejército de San Fernando entre Cádiz
y las tropas enviadas por el Gobierno al mando de Freyre y acudir a otros puntos de Andalucía
en petición de auxilio. Éste no llegó y la columna mandada por Riego con este fin se
encontraba prácticamente disuelta sin haber tenido lugar ningún choque de importancia con el
ejército gubernamental. La revolución corría el riesgo de morir de inanición, el fracaso parecía
seguro, no por la acción del Gobierno, sino por la falta de vitalidad.
En febrero de 1820 era imposible pensar en el triunfo y, sin embargo lo consiguieron.
La razón principal del éxito residió en gran parte en los errores que cometió el poder central.
El 1º fue la falta de energía para sofocar la rebelión nada más producirse y haber permitido
que una fuerza insignificante se pasease por Andalucía sin hacerle frente. Ninguno de los altos
mandos se atrevió a encabezar la insurrección y declararse abiertamente a favor de ella, pero
tampoco la atacaron, e incluso la veían con buenos ojos. Esto no quiere decir que Fernando
VII no contase con personas capaces de sofocar el levantamiento. Elío podía haber sido uno de
ellos y también el marqués de las Amarillas, militar disciplinado complemente contrario a una
revolución, que había surgió del incumplimiento de embarcarse a América. Otro de los errores
del Gobierno fue el silencio guardado acerca de los que sucedía en Andalucía y posteriormente
en otros puntos de la Península. A falta de noticias, el rumor exageraba los acontecimientos,
causando inquietud y despertando la desconfianza en el Gobierno. Se confirmaba así cómo la
supresión de los periódicos, por el decreto de 27 de abril de 1815, perjudicaba la causa real en
lugar de favorecerla porque, ya que el Gobierno guardaba tan obstinado silencio, al menos la
prensa realista hubiera podido informar.
El 2º factor decisivo en el éxito del levantamiento de Riego fue la ola de
pronunciamientos que a partir de febrero se produjo en varios puntos del país. Se había
perdido un tiempo precioso al no eliminar el foco gaditano. Lo que dio lugar a que produjesen
nuevos pronunciamientos en otros puntos del país. También en estos nuevos levantamientos
jugaron un papel importante las sociedades secretas, contribuyendo a organizar y animar los
movimientos en apoyo del primero de ellos.
La primera caja de resonancia fue Galicia. El 21 de febrero se proclamó la
Constitución en La Coruña, siguiéndole El Ferrol y Vigo. El Conde de San Román abandonó
Galicia a los insurrectos y huyó a Castilla. A Galicia siguieron Zaragoza el 5 de marzo,
Barcelona el 10 y Pamplona el 11. Si añadimos a esto la proclamación de la Constitución el 4
de marzo en Ocaña donde el conde de Labisbal al mando del ejército que debía formarse en La
Mancha para combatir a los insurgentes y la defección de parte de la Guardia Real, se puede
decir que el golpe se había consumado. En todos los lugares donde se proclamó la
Constitución, antes de que el rey la jurase, o se conociese que lo había hecho, se formaron las
juntas de gobierno provinciales que asumieron el poder a la espera de que se instituyeran
nuevas autoridades emanadas de un poder constitucional.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el Gobierno rompió, por fin, el silencio
oficial el 4 de marzo, publicando en la Gaceta el Decreto del día 3. En él se reconocían los
males que aquejaban al país, las dificultades por las que no se habían llevado a cabo las
reformas, y se dejaba traslucir vagamente la intención de realizarlas con la esperanza de
fuesen “ una firme barrera y sostén fuerte contra las ideas perturbadoras del orden”. A partir
de este momento se inició la carrera que terminaría con la claudicación total del rey.
Tres días más tarde se mandaba celebrar Cortes con arreglo a la observancia de las
Leyes fundamentales que tengo juradas, y al día siguiente, 7 de marzo, el rey se decidía a jurar
la Constitución de 1812 y a convocar Cortes con arreglo a ella. El rey no tuvo más remedio
que precipitar los acontecimientos ante la ola de pronunciamientos que se empezaba a
extender por todas partes y que afectó también a la capital.
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El 9 de marzo de 1820 Fernando VII, temeroso tal vez de ver en peligro la Corona, se
vio obligado a aceptar oficialmente el triunfo de la revolución con el juramento de la
Constitución y el nombramiento de una Junta, lo que ponía en evidencia que no tenía
confianza en cumplir lo jurado. Ello suponía el primer triunfo de liberalismo español en lucha
abierta y la primera oportunidad de los liberales para ejercer el poder de forma práctica. Se
pondrán en vigor leyes y decretos que se dictaron por las Cortes de Cádiz, pero que no
pudieron ponerse en la practica.
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TEMA 4.- EL TRIENIO LIBERAL (1820-1823)
Las Cortes reunidas el 9 de julio en el palacio de doña María de Aragón, (de mayoría
moderada), afrontó el problema creado por el Ejército de la Isla, que con sus jefes ascendidos
al generalato, exigía en Andalucía entre festejos una recompensa en regla para los salvadores
de la patria en el momento de verificar su entrada triunfal en Madrid, donde según rumores se
daría un golpe de Estado. Ante la posibilidad de que se cumpliese y alegando razones
económicas, se mandó disolver el ejército, pero las algaradas que se produjeron en Cádiz y
San Fernando obligaron a dimitir al ministro de Guerra, marqués de las Amarillas, y tuvo que
ser llamado Riego a Madrid para separarlo de sus tropas con el pretexto de concederle la
capitanía de Galicia. El flamante general con su falta de discreción y su incontinencia verbal,
en un homenaje que le dio en Madrid la Sociedad Patriótica La Fontana de Oro, se enfrentó
directamente con el jefe político de Madrid en una función que organizó en su honor en el
Teatro Príncipe. La inmediata destitución de Riego como capitán general de Galicia fue
seguida de algaradas, manifestaciones y motines callejeros. La lucha se trasladó a las Cortes
cuyas sesiones adquirieron un tono violento planteándose el dilema entre la libertad sin orden
y el orden sin libertad, entre los moderados y exaltados.
El incidente de Riego (fue trasladado a Oviedo), supuso a partir de ese momento que
los liberales dejasen de ser un bloque monopolítico para dividirse en dos tendencias: los
primeros llamados doceañistas, por haber participado en las Cortes de Cádiz, y los segundos
veinteañistas, para estos la revolución no había llegado a su fin, por lo que había que seguir
luchando y cambiarlo todo. La institución monárquica era puramente accidental, aunque no
pensasen en su supresión, buscaban el apoyo popular, comenzaron a ser llamados exaltados.
También se abordó el problema de las Sociedades patrióticas, reuniones de liberales en
lugares públicos, normalmente cafés, donde los ciudadanos subidos en sillas, improvisaban
arengas encaminadas a celebrar el advenimiento de la libertad. Para evitar manifestaciones y
algaradas como las ocurridas durante la estancia de Riego, las Sociedades patrióticas fueron
suprimidas porque no eran necesarias para el ejercicio de la libertad, aunque se permitía
formar grupos de oradores, mientras que no se constituyan en sociedades. Los exaltados,
hicieron caso omiso a la prohibición, algunas sociedades como La Fontana y la Gran Cruz de
Malta continuaron existiendo y La Landaburiana se creó después.
Más influyentes que las sociedades patrióticas fueron las Sociedades secretas como la
masonería, que tuvo una participación en la preparación del pronunciamiento de Cabezas de
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San Juan. Posteriormente buscó la adquisición del poder político mediante el dominio de
cargos gubernamentales. La división de los moderados y exaltados tuvo su reflejo en la
masonería con la escisión de los más radicales que formaron la sociedad secreta de los
comuneros e hijos y vengadores de Padilla: la Comunería debía ser considerada como un
movimiento en defensa de la Constitución con claro matiz nacionalista donde el supremo
jerarca se llamaba el Gran Castellano y ejercía su poder sobre comunidades, merindades,
castillos, fortalezas y torres.
En la etapa moderada se sentaron las bases del sistema hacendístico y de la política
económica que iba a regir durante el Trienio Liberal. El plan de Hacienda presentada a las
Cortes partía de dos principios: aumentar los ingresos del erario sin recargar los impuestos y
equilibrar el presupuesto. Esto sólo se podría alcanzar aumentando la riqueza interna con la
colaboración de la propia Hacienda y de la acción gubernamental. El primer programa
económico del Trienio Liberal contempló los siguientes puntos: necesidad de conocer la
verdadera situación del país, para lo que se imponía la recopilación de datos fiables,
reparación de las pérdidas ocasionadas por la guerra y consiguiente sacrificio del erario,
reconocimiento propio como potencia de segundo orden y mantenimiento de la paz, tanto
exterior e interior como con las posesiones ultramarinas; protección al trabajo; cotización
sobre el producto líquido de las rentas y elaboración de un presupuesto de gastos de acuerdo
con las posibilidades de los contribuyentes. Con este programa se estableció el sistema que iba
a regir durante el Trienio Liberal. De él se deduce una notable disminución de los ingresos, en
parte debida al retroceso de la actividad económica, en parte deliberada para aliviar al
contribuyente y favorecer la producción. Este proyecto sólo podía llevarse a cabo con un
momentáneo endeudamiento previsto en el presupuesto de 1821 en 200 millones de reales.
Con este ensayo se trataba de ver si el país podría enjugar su deuda con vistas al relanzamiento
económico, pero la situación atrasada del país aún tenía que despojarse de las viejas
estructuras y esto no se iba a resolver en tres años.
Las Cortes continuaron las reformas inconclusas en la etapa gaditana, destacando la
legislación socio-religiosa con la supresión de las vinculaciones, la prohibición a la Iglesia de
adquirir bienes inmuebles, la reducción del diezmo, la supresión de la Compañía de Jesús y la
reforma de las comunidades religiosas. Esta ley suprimía todos los monasterios de las órdenes
monacales, prohibía fundar nuevas casas y aceptar nuevos miembros, al mismo tiempo que
facilitaba 100 ducados a todos aquellos religiosos o monjas que abandonasen su orden. Los
liberales buscaban con estas reformas aumentar los ingresos del Estado y quebrantar cualquier
oposición religiosa a su política. En este segundo objetivo consiguió un efecto contrario: el rey
y sus partidarios decidieron hacer frente de modo activo al proceso revolucionario, y el rey
con el apoyo del nuncio, se negó en principio a sancionar la ley. El enfrentamiento entre el rey
y los liberales (tanto exaltados como moderados) fue constante, comenzando siempre con una
actitud de firmeza por parte del monarca y terminando con su claudicación. Tal vez la crisis
más famosa ocurrió cuando en el discurso, escrito por Argüelles, de apertura de las Cortes el 1
de marzo de 1821, Fernando VII introdujo, la coletilla, quejándose de la falta de autoridad del
Gobierno ante los ultrajes y desacatos de todas clases cometidos a mi dignidad y decoro contra
lo que exige el orden y el respeto que se me debe como rey constitucional.
De la crisis de la coletilla salió un nuevo Gobierno moderado que marcó una segunda
etapa en el Trienio Liberal y que se caracterizó por el desbordamiento de los moderados tanto
por los liberales exaltados como por los realistas. El nuevo Gobierno decidió ser
eminentemente realizador, que en plano económico se concretó en un ajuste del presupuesto
con un déficit previsto de más de 550 millones de reales, en un crédito extranjero por importe
de 300 millones, en la devaluación monetaria y en la emisión de un empréstito nacional que no
logró a cubrirse. Por su parte las Cortes llevaron a cabo dos importantes reformas
administrativas que tenían en común la imposición de un centralismo muchos más exigente
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que el borbónico. La 1ª de ellas fue la división de España en 49 provincias, y el
robustecimiento de los correspondientes organismos, diputaciones y tesorerías que debían
permitir una mejor y mayor recaudación tributaria. La 2ª La Ley de Instrucción Pública, que
establecía tres etapas de enseñanza que se hicieron clásicas, primaria, media y superior, fijaba
en 10 el número de universidades y cercenaba la autonomía universitaria al establecer unos
planes de estudios idénticos en todo el país.
A partir de octubre de 1821 hay una serie de alzamientos y asonadas a lo largo de toda
España. Los centros principales fueron Cádiz y La Coruña, al igual que la habían sido a
comienzos de 1820, y sus líderes- Riego, Quiroga y Espoz y Mina- los mismos que se alzaron
ese año. Comenzó en Zaragoza donde Riego, que había sido nombrado capitán general de
Aragón, estaba relacionado con dos conspiradores franceses republicanos. El general Riego
fue destituido sobre la base de un informe del jefe político de Zaragoza. El nuevo capitán
general, Ricardo Álava, logró restablecer precariamente el orden público y en Madrid, a pesar
de haberse clausurado una vez más la Sociedad patriótica La Fontana de Oro, otra asonada se
produjo la noche del 18 de septiembre, siendo reprimida enérgicamente por el jefe político
Martínez San Martín mediante cargas de caballería y, pasada la medianoche el Gobierno
controlaba la situación. Cádiz y La Coruña se mantuvieron al margen del Gobierno,
desarrollándose auténticas escenas de anarquía. En Galicia la rebelión fue encabezada por el
propio capitán general, Espoz y Mina, que publicó un manifiesto denunciando el “feroz
absolutismo del Gobierno servil que había en Madrid”. Los exaltados no consiguieron el
triunfo total en Galicia por la decidida intervención del general Latre que pudo atrincherarse
en Lugo e impedir el avance de Mina hacia el interior. Aunque no llegó a una situación de
guerra civil, el Gobierno tuvo que transigir con los rebeldes exaltados concediéndoles
paulatinamente lo que en el fondo buscaban: una participación en los resortes del poder.
Los menos extremistas de los exaltados negociaron con algunos moderados y en medio
de un clima de entendimiento lograron prácticamente todo los que pedían. Cuatro ministros
abandonaron el Gobierno, y poco después una nueva crisis ministerial dio entrada a un nuevo
Gabinete, de los moderados presidido por Martínez de la Rosa, llamado Rosita la Pastelera por
su espíritu conciliador, que proyectó una reforma constitucional con Cortes bicamerales, claro
anticipo del Estatuto Real Isabelino. La pérdida de las elecciones de 1822 por los moderados y
el que la intentona de la Guardia de Infantería de palacio fuera abortada por la Milicia
Nacional y no por el Gobierno el 17 de julio hizo saltar el gobierno moderado de Martínez de
la Rosa.
A partir de julio de 1822 el poder ejercido por los exaltados con el Gobierno de
Evaristo de San Miguel primero y posteriormente cuando ya había comenzado la intervención
francesa con el Álvaro Flórez de Estrada. Pero este triunfo no supuso resolver los problemas
que acuciaban al país. La falta de autoridad vino, en primer lugar por la incapacidad de los
ministros, reconocida posteriormente por el propio San Miguel.
El apoyo incondicional y absoluto de la masonería trajo consigo la oposición de los
moderados; una oposición a todos los niveles porque el Gobierno removió a la mayor parte de
los empleados de la Administración. Finalmente las potencias de la Quíntuple Alianza
amenazaron con intervenir. La falta de autoridad del Gobierno se tradujo en un
endurecimiento de la vida política, que adquirió las connotaciones propias de un ambiente de
guerra civil con posturas irreconciliables y acciones extremistas como matanzas,
deportaciones y destrucciones.
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1.27. LA CONTRARREVOLUCIÓN REALISTA
Al comenzar el Siglo XIX, los dominios de España en América se extendían por todo
el continente desde México hasta la Patagonia con la exclusión de Brasil. Cuando murió
Fernando su hija Isabel sólo recibió las islas de Cuba y Puerto Rico. En veinticinco años se
produjo, un proceso de disgregación del Imperio forjado en el siglo XVI; el proceso estuvo
muy unido a la crisis política de la metrópolis y desembocó con la independencia de la
mayoría de los territorios del imperio.
El proceso emancipador tiene su origen el siglo XVIII, al iniciarse la monarquía
borbónica se impuso una reordenación del imperio encaminada a perfeccionar el sistema
político y mejorar la situación económica de las colonias. Con tal fin se adoptaron medidas
como la abolición de los repartimientos, creación de intendencias o la autorización del libre
comercio de todos los puertos españoles con los territorios americanos. Esta nueva política,
unida al reforzamiento del control burocrático-administrativo, originó una gran expansión
económica caracterizada por un aumento espectacular de los intercambios entre la metrópoli y
las colonias. A la vez que aumentó la presión fiscal y se negó la libertad económica entre los
virreinatos y la Península a cualquier país extranjero.
La nueva política dio lugar a la aparición de una clase mercantil entre criollos, con
intereses centrados en aumentar el comercio con el exterior y de participar en la vida política
del territorio donde se encontraban. El primero se oponía al nuevo pacto colonial y el segundo
se vio frustrado porque la alta dirección política del imperio ultramarino continuó reservada a
los españoles peninsulares. También desempeñó un destacado papel emancipador la difusión
entre lasa clases altas americanas de la ideología ilustrada que contribuyó a crear nuevas
visiones y proyectos políticos de carácter autónomo. La expulsión de la Compañía de Jesús,
creó un vacío cultural que fue cubierto con las ideas ilustradas y como consecuencia los
jesuitas expulsados entre los que había mayoría criollos, pusieron de relieve muchos de los
males que se padecía, imputables a la administración española.
Los ingleses practicaron una política intervencionista en América donde veían desde el
punto de vista económico, un enorme campo de expansión y desde el punto de vista de las
relaciones internacionales un medio para disminuir el poder de España, aliada de Francia por
los pactos de familia. Para su política de intervención fue clave el dominio del Atlántico que
consiguió tras la destrucción de la escuadra española en Trafalgar. Muestra de la política de
intervención británica fue la penetración en el estuario de La Plata, con el ataque a Buenos
Aires en 1806, y la financiación de las expediciones de Francisco Miranda en 1804 y 1806 que
acabaron en un total fracaso. Desde el punto de vista económico la introducción de mercancías
por el contrabando fue continua siendo fomentada por las propias clases altas criollas.
El complejo panorama americano hizo crisis ante los acontecimientos que ocurrieron a
partir de 1808 en la Península Ibérica. Al igual que en la metrópoli, también en América hubo
un pequeño sector de la burocracia colonial que pensó en la posibilidad de acatar a José I y
seguir gobernando en su nombre como lo habían hecho en el de Fernando VII. El
levantamiento español hizo inviable esta postura al dar por supuesto el carácter intruso del
nuevo rey, por lo que se hizo necesario determinar en quien radicaba la soberanía y sobre la
base de la doctrina populista de clara raigambre española, muy presente sobre todo en este
primer período del proceso emancipador hispanoamericano, se llegó a la conclusión de que el
poder había revertido de nuevo a su primitivo titular: el pueblo o comunidad.
Al contrario que en la Península, en América la intervención popular estuvo casi
ausente, pero los prohombres locales también tomaron riendas de la política agrupados en
torno a los cabildos, institución cuya autoridad no era representativa del poder central, sino de
los habitantes de la ciudad. De este modo, con la colaboración a veces de los propios
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funcionarios españoles, nacieron en América, las Juntas similares a las de España, que
detentaban la soberanía mientras Fernando VII, considerado prisionero a la fuerza de
Napoleón, no pudiera ejercer el poder.
Entre 1808 y 1810 en América las Juntas de Montevideo (septiembre 1808), La Paz
(julio 1809), Quito (agosto 1809), Caracas (abril 1810) y Santiago de Chile (septiembre 1810),
nacen en relación con las magistraturas ya existentes, sobre todo el cabildo, lo que les confiere
una legitimidad que se ejerció en la circunscripción de la Audiencia en cuya capital había
surgido la Junta. Alguna como la de Montevideo, cesó cuando llegó al Río de la Plata un
nuevo virrey. Caso especial fue el de e Perú donde el enérgico virrey, José Abascal y Sousa, se
pronunció por seguir recibiendo órdenes de las autoridades españolas con o sin rey. Pero el
problema más grave que surgió en el seno de las Juntas fue el de la rivalidad entre criollos y
peninsulares que formaban parte de ellas. En el momento de su constitución ni unos ni otros
pensaron más que en salvar el problema de vacío de poder y prever lo que pudiera pasar en el
futuro de continuar la ocupación francesa en la Península. Ni los criollos eran paladines de una
autonomía, ni los peninsulares se mostraron totalmente sumisos a las directrices que se les
indicaban desde España. Tanto unos y otros proclamaron su lealtad al Fernando VII y se
acusaron mutuamente de deslealtad a la Monarquía. Los peninsulares pensaban que los
criollos deseaban la ruina militar de España en su lucha contra Napoleón como medio de
lograr la independencia, los criollos, pensaban por su parte, que eran los peninsulares los que
precipitaban el desastre para asegurar el dominio de las Indias a una España sometida a
Francia.
La crisis de la Monarquía española se manifestó en un principio como una lucha entre
magistraturas coloniales (Cabildos, Audiencias, gobernadores, virreyes) para hacerse con el
poder. En audiencias, gobernaciones y virreinatos predominaban el peninsular, mientras que
en los cabildos lo hacían los criollos. Una forma de acceder al poder fue la convocatoria
extraordinaria de Cabildo abierto o reunión de todos los ciudadanos, solución permitida por la
ley en casos excepcionalmente graves, lo que posibilitó el acceso de prohombres criollos
alterando la primitiva composición del órgano municipal. Del forcejeo para hacerse con el
poder se originó un deterioro de las propias instituciones de la administración colonial con la
consiguiente pérdida de su orden y autoridad coloniales. Lo que quedó patente al plantearse el
problema político de las relaciones entre las Juntas americanas y los organismos centrales
surgidos en la Península.
En general, hubo una gran inclinación en afirmar la plena soberanía de cada Junta,
hasta 1811 todas reconocieron el poder en nombre de Fernando VII, pero no hubo unanimidad
en hacerlo con órganos de poder peninsulares como el Consejo de Regencia, debido a la
inestabilidad política en la Península. Entre 1809 1811 lo que se produjo en América, no fue
en levantamiento contra la metrópoli sino la desaparición de su autoridad por incapacidad de
ejercerla, ni siquiera ante el peligro de una agresión exterior. La no aceptación de los órganos
metropolitanos desencadenó la lucha armada que en esta primera etapa debe ser considerada
como una guerra civil. Hasta 1813 no tuvo lugar el envío de tropas desde España. La lucha se
libró entre españoles que diferían en las ideas: los fieles a un rey que no podía reinar y los no
deseaban seguir unidos a la insegura España.
La primera proclamación de independencia la realizó la Junta de Caracas en julio de
1811. Por el estado actual de los conocimientos históricos se puede afirmar que la lucha en
América se entabló entre los grupos más elevados de la sociedad, criollos y peninsulares, que
disputaban hacerse con el poder caído. Se consideraban sus herederos tanto los funcionarios
peninsulares como los criollos ricos y poderosos en el ámbito local. La divergencia real entre
ambos contendientes estaban en sentirse representantes de la comunidad española o de la
americana, no siendo preciso modificar demasiado las instituciones políticas, de tal forma que
el monarca podía ser aceptado por ambas comunidades.
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El problema surge cuando no hay una identificación de posturas entre los liberales
españoles y los americanos debido al centralismo de la Constitución gaditana que limitada el
poder local. Esto era muy grave para América porque los intereses locales se contraponían a
los del poder central de la metrópoli. El régimen comercial vino a ponerlo de manifiesto al
quedar subordinados los intereses americanos a los de la Península; tal vez por ello cuando
una disposición de la Regencia restableció la prohibición de comerciar con extranjeros la Junta
de Caracas proclamó la independencia. La Constitución de Cádiz que concedía a los súbditos
americanos derechos políticos plenos, lo hizo, sin embargo, como integrados a un imperio
unificado que ya no existía. La oposición de intereses subsistió y los liberales peninsulares no
apoyaron las pretensiones de los americanos con lo que la fidelidad a Fernando VII evolucionó
hacia un separatismo robustecido por la vuelta al absolutismo del monarca.
Cuando en 1815 se restableció la paz en Europa la sublevación en América parecía
vencida. En México habían fracasado los dos intentos de Hidalgo y Morelos. El virrey Abascal
dominaba todo el espacio peruano-chileno y la llegada de un ejército de 10.000 hombres al
mando del general Morillo permitió la ocupación de Venezuela después de recuperar
Cartagena de Indias tras un durísimo asedio. Solo en torno a Buenos Aires el movimiento
insurreccional no llegó a ser pacificado. Sin embargo, es a partir de esta fecha cuando cambia
el tono de los acontecimientos debido al apoyo que recibieron los revolucionarios de Estados
Unidos y Gran Bretaña. Así pudo Bolívar, refugiado en Jamaica, recibir material de guerra y
preparar expediciones al continente, mientras la flota del almirante inglés aseguraba el control
de la costa chilena.
A partir de 1816 la lucha se reanudó con la conquista de Chile por el general San
Martín, mientras Bolívar, reinstalado en Nueva Granada consiguió derrocar a los escasos
españoles y entrar como vencedor en Bogotá en 1818. Fernando VII trató de conseguir ayuda
de toda Europa en el Congreso de Aquisgrán, pero fracasó a pesar del apoyo ruso, por la
negativa de Gran Bretaña, en virtud del principio de no intervención. Al gobierno peninsular
no le quedó más remedios que actuar sólo formando un fuerte ejército que, trasladado de la
Península a América, terminase con los movimientos independentistas. La sublevación de
Riego dio al traste con los planes del gobierno central.
Abortada la expedición que debía de llevar auxilios de hombres y material a los
ejércitos que luchaban contra los insurgentes, sin posibilidades políticas ni económicas de
organizar una nueva, sólo quedó la esperanza de que el nuevo régimen instaurado en los
territorios allende los mares, animase a los americanos a deponer las armas y volver a la
obediencia de la metrópoli. A partir de 1820 se intentó la pacificación con el cese de las
hostilidades y a través de la negociación por medio de las autoridades ultramarinas, con una
representación parlamentaria, el envío de comisionados por parte de los disidentes e, incluso
esperar la llegada de éstos, mandando emisarios con amplias instrucciones para llegar a
acuerdos. Sin embargo, ya en 1820 el gobierno peninsular no esperaba que por las
providencias que ha tomado se experimente desde luego una mutación repentina. Este
reconocimiento público de que una solución positiva estaba lejos de alcanzarse y la exclusión
de los presupuestos de caudales que no fuesen a Cuba, hace pensar que se daba por perdido el
imperio colonial. En la disyuntiva entre paz digna o guerra civil se optó por la primera sin
grandes seguridades ni esperanzas de conseguirlo.
La derrota española de Carambolo en 1821 permitió el dominio de Venezuela por
Morillo mientras que, en México Itúrbide relanza el proceso bélico que finalizaría con la
primera dictadura militar americana. La conferencia de Guayaquil en 1822 entre Bolívar y San
Martín permitió delimitar las áreas de influencia de los dos caudillos y acelerar la liberación
de todo el territorio peruano tras la batalla de Ayacucho en diciembre de 1824. A partir de ese
momento sólo quedaban dos islotes, como la guarnición española del puerto de El Callao: el
imperio español había muerto aunque la metrópoli se resistió largamente a reconocer un hecho
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consumado.
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12. LA RESTAURACIÓN
Una vez en Madrid, Fernando VII cesó a Víctor Sáez como ministro de Estado y
le dio el obispado de Tortosa; nombró un nuevo Ministerio claramente moderado dirigido
por el marqués de Casa Irujo y después por Ofalia. El gobierno tuvo un claro matiz
reformista y emprendió la difícil tarea de restablecer una Administración desquiciada por
los acontecimientos vividos desde 1822. Destaca el nombramiento como ministro de
Hacienda de Luis López Ballesteros y Luis Salazar en el de Marina, por ser los dos
ministros más estables de toda la década y el carácter moderado de la mayor parte de los
miembros del Gabinete.
España desde 1822, se hallaba en estado de verdadera guerra civil. A finales de
1823: los realistas vencedores esperaban la reparación de los perjuicios sufridos en los
años de dominio liberal y castigo de los causantes; los liberales vencidos se mostraron
dispuestos a recuperar el poder y adoptaron una actitud retadora y desafiante. En los
pueblos, los bandos familiares tomaron pretexto de las actitudes políticas para encubrir
venganzas personales; derivando al fanatismo.
Este Gobierno tuvo que seguir las instrucciones que el rey dio al marqués de Casa
Irujo y constituyen el único testimonio directo del pensamiento de Fernando VII acerca
de orientaciones políticas. El primer punto de las Bases sobre las que ha de caminar
indispensablemente el nuevo Consejo de Ministros mandaba plantear una buena policía
en todo el Reino, cosa lógica si se tiene en cuenta que los pronunciamientos habidos
durante el sexenio habían demostrado paladinamente la inutilidad de la labor policíaca
llevada a cabo por la Inquisición durante el sexenio. Este fracaso, unido al desinterés por
la ortodoxia religiosa y el carácter obsoleto del Tribunal, explica que la Inquisición no
fuese restablecida en 1823, lo que causó perplejidad en los obispos. Ante la falta de apoyo
del Gobierno, dos de ellos el de Valencia y Orihuela, crearon unas Juntas de fe que fueron
consideradas ilegales por el regalista Consejo de Castilla.
La segunda base se centraba en la disolución del Ejército y formación de otro
nuevo. Lo primero se llevó a cabo inmediatamente, tanto en las milicias provinciales
como en las divisiones y cuerpo de ejército formado por la necesidad de la guerra de la
rebelión. Las razones dadas para estas medidas se basan en que, una vez restablecido el
rey en sus derechos, el Ejército, que desde la guerra de la Independencia era excesivo,
resultaba innecesario, que una reducción de los efectos supondría una economía
sustancial para la hacienda y una utilidad para la agricultura. Pero el licenciamiento de los
soldados sin haberles dado los socorros para la marcha originó intranquilidad pública.
Para el restablecimiento del orden público se crearon también el 13 de enero, las
comisiones militares y al cabo de siete meses ni un robo ocurría, pero el ámbito de
actuación se extendió también a los asuntos políticos. De los 1094 inculpados en los
veinte meses de actuación, el 53% correspondieron a delitos estrictamente políticos. La
depuración política, llamada entonces purificaciones también afectó a civiles de acuerdo
con el cuarto punto de las Bases que ordenaba limpiar todas las Secretarías del Despacho,
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Tribunales y demás oficinas de todos los que hayan sido adictos al sistema constitucional.
Si se tiene en cuenta las humillaciones que tuvo que pasar Fernando VII en las que
había participado la masonería, se explica perfectamente que la quinta Base dada a sus
ministros consistiera en trabajar incesantemente en destruís las Sociedades secretas y toda
especie de secta. El rey ordenó a sus ministros textualmente: Nada que tenga relación con
las Cámaras ni con ningún género de representación; esta aversión rotunda y sin fisura
hacia la representatividad venía de las Cortes de Cádiz que le habían despojado de su
soberanía y del trato que le habían dispensado las Cortes del Trienio. La cuestión en este
punto se planteaba como lucha entre dos poderes absolutos: el del rey y de las Cortes.
Finalmente, la última instrucción de las Bases mandaba que no se reconocieran los
empréstitos constitucionales, porque los consejeros del rey consideraron que éste era el
castigo más propio para escarmentar a los que fomentaban las rebeliones, con el auxilio
de sus capitales. El ministro de Hacienda encargado de llevarle a cabo fue López
Ballesteros, al que la historiografía ha tratado de liberal y mago de las finanzas. Durante
la Década Ominosa la hacienda sufrió los mismos problemas que durante el Trienio: falta
de numerario disponible, deuda creciente, imposibilidad de una imposición fiscal más
fuerte, mecanismos agarrotados por carencia de medios o retrasos de pagas y necesidad
de recurrir a empréstitos, que a corto plazo, terminan por aumentar los débitos del Estado,
López Ballesteros mantuvo las antiguas rentas intentando mejorar la recaudación
impositiva. Para ello reformó la propia organización interna del Ministerio, disminuyendo
las facultades del Consejo de Hacienda y creando la Dirección General de Rentas, el
Tribunal Mayor de Cuentas, la Contaduría General de Valores y la Caja de Amortización.
Además se supo rodear de un buen equipo de funcionarios como no lo había habido desde
tiempos de Carlos III. Las reformas llevadas a cabo en el campo de los impuestos fueron
modestas, ya que se volvió al Antiguo Régimen. El mérito de López Ballesteros fue el
establecimiento de los Presupuestos Generales del Estado, con una coordinación completa
entre todos sus elementos y debidamente asentados los ingresos y gastos por partida
doble; se prefirió cobrar menos pero cobrar bien, con efectividad y regularidad y
administrar adecuadamente.
Si en el campo fiscal López Ballesteros permaneció anclado en el Antiguo
Régimen, no puede decirse lo mismo con respecto a los empréstitos exteriores, donde
siguió la política comenzada en el Trienio. Siguiendo la instrucción dada por el rey a sus
ministros de no reconocer los empréstitos constitucionales, la hacienda se encontró
liberada de pagar más de 1.000 millones de reales que se debían, pero al mismo tiempo se
le cerraban las puertas en el exterior de la banca extranjera, lo que obligó a operaciones
poco favorables que sólo hacían aumentar la deuda exterior, pero que a la larga, hizo que
la Hacienda estuviera realmente asfixiada, no sólo en las postrimerías la década sino en
gran parte del reinado de Isabel II.
La presión de los aliados (llegó a amenazar con la retirada de las tropas
francesas),hizo que el proyecto de ley presentado por Ofalia para declarar una amnistía
por motivos políticos y que había quedado pospuesto desde enero de 1824, volviera a
tratarse. La amnistía aprobada el 14 de mayo de 1824 no contentó a nadie. Los realistas la
recibieron mal, porque podría ser utilizada por los liberales y se consideró posteriormente
que su aplicación tuvo perniciosos efectos. Los moderados, tanto realistas como liberales,
consideraron que las excepciones incluidas en el decreto la convertían en raquítica y
mezquina. Para los revolucionarios era papel mojado ya que estaban excluidos de ellas.
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de establecimientos comerciales que en Cádiz llegó a ser de 196 entre 1813 y 1824. Las
dificultades del comercio interior se vieron agravadas por el deterioro de los caminos
interiores que encareció en más de un tercio el valor final del producto. A todo ello vino a
sumarse el aumento de la inseguridad como consecuencia de la conversión de guerrilleros
como Jaime el Barbudo en Alicante en auténticos bandoleros. A esto se suma las
dificultades que para la circulación de bienes creaban en el comercio tanto interior como
exterior los impedimentos legales de los gravámenes, aduanas e impuestos.
Todos estos componentes de deflación se tradujeron en un empeoramiento de las
condiciones de vida en que se desenvolvía el español medio del primer tercio del siglo
XIX creando un problema de pobreza rayana en la miseria. En la administración pública
la corrupción era frecuente ya que se cobraba escaso sueldo y a veces tan tarde que el
Gobierno tuvo que autorizar a los marinos a pescar desde los barcos para poder comer.
en la mano en cualquier puesto del territorio español o a quienes auxiliaren con armas y
municiones, víveres o dinero a los rebeldes o les favoreciesen con avisos y consejos.
La actuación de la Junta de Perpiñán fue ineficaz, porque la discordia existente
entre los partidarios de Mina y los de Torrijos, la lucha entre masones y comuneros por el
poder había llegado a tal grado que era imposible la reconciliación. La desunión de los
liberales hizo que la invasión no se realizase de forma conjugada y armónica.
Cronológicamente empezó en Navarra el 13 de octubre de 1830, cuando 800 hombres
dirigidos por Valdés penetró en Navarra por Urdax, seguido de Mina, mientras
Chapalangarra, el coronel de Pablo, lo hizo por Valcarlos, donde fue abatido por Eraso y
donde murió. Mina se dirigió a Vera de Bidasoa, que tomó e intentó sin éxito sublevar a
Irún, pero el general Llauder acudió a Vera y puso en fuga a los liberales, obligándoles a
pasar la frontera. Una semana más tarde, Milans y Brunet, penetraron en Cataluña por La
Junquera, limitándose sus acciones a meras correrías perseguidas muy de cerca por
fuerzas del Ejército. Lo mismo ocurrió en Aragón donde después de vagar por las faldas
de los Pirineos, tuvieron que regresar a Francia. En Orense, un tal Antonio Rodríguez con
70 hombres proclamó la Constitución, siendo batido inmediatamente. El poco éxito de
estos intentos y las medidas tomadas por el gobernador inglés en Gibraltar hicieron que
una expedición a las costas levantinas organizada por Torrijos, Manzanares y Palarea se
pospusiera sine die. La pretendida invasión liberal fue un fracaso. De plan general de
acciones liberales quedaron sin llevar a la práctica las que tenían como foco de origen
Gibraltar, aunque éstas se fueron desarrollando a lo largo de 1831 con un fracaso total y
continuo.
Fernando VII ordenó inmediatamente la documentación necesaria para remitirla al
embajador español, conde Ofalia, a fin de que reconociese a Luis Felipe I de Orleáns
como rey de Francia con tal que desarmase e hiciese internar en Francia a los emigrados.
Falto de reconocimientos exteriores, el rey francés se apresuró a cumplir la condición
impuesta por el Gobierno español y con la misma facilidad con que había armado a los
liberales expatriados los desarmaron.
La Revolución de 1830 y el comienzo de las intentonas liberales tuvieron dos
consecuencia en el plano interior: Por un lado se cerraron las Universidades para evitar
que aumentara la agitación estudiantil. y por otro, el dominio de la situación permitió que
con motivo del nacimiento de la princesa Isabel, se concediese un indulto general, que
permitió que emigrados como Mendíbil, Canga de Argüelles y Calero volvieran a España.
El 14 de septiembre del 1832, a la enfermedad de gota que padecía Fernando VII
se le unió un fuerte catarro que llevó a los médicos a declarar que el rey se hallaba en
grave peligro de muerte. Esa misma mañana y ante la situación en que se encontraba el
rey, Calomarde convocó al conde de Alcudia, ministro de Estado; al barón Antonini
embajador de Nápoles en España y a González Maldonado, oficial mayor del Ministerio
de Gracia y Justicia, a una reunión en la que se trató de la necesidad de saber qué medios
debían de tomarse para asegurar la sucesión al trono del la princesa Isabel; al mismo
tiempo se llamaba a los ministros ausentes y se enviaba a Madrid a Zambrano, Ministro
de Guerra, con el fin de asegurar el orden y la tranquilidad en toda la capital y de toda la
Monarquía. Se decidió que la reina María Cristina se hiciera cargo del Gobierno y que el
infante don Carlos renunciara a sus hipotéticos derechos. Lo primero se consiguió
mediante la firma por Fernando VII (como pudo) de un decreto, autorizando a la reina
para el despacho; decreto que María Cristina puso en seguida en práctica, despachando
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ese día con el Ministro de Estado. Para lograr lo segundo se establecieron contactos a
través del conde de Alcudia con don Carlos, al que se le ofreció la corregencia, la
regencia e incluso el matrimonio de su hijo con la heredera Isabel. El infante rechazó
todas las resoluciones posibles porque su conciencia le impedía reconocer una ley no
aceptada por sus abuelos y su religión no le consentía privar a sus hijos de sus derechos.
La situación que podría crearse en caso de la muerte del rey, era de guerra civil,
según fue informada la reina por Antonini y por el jefe de la Guardia Real. Además los
embajadores de Austria y Cerdeña presionaron para que se ratificara el auto acordado de
1713,.ya que las potencias de la declinante Santa Alianza temía la instauración de una
España liberal. Entre la sucesión de su hija o la guerra civil, María Cristina se inclinó por
la última, por lo que se preparó un decreto que debía permanecer en secreto hasta la
muerte de Fernando VII, derogando la Pragmática Sanción. Ante su esposa y los
ministros que se encontraban en la Granja, el rey rubricó de forma no violenta y con la
pluma que había puesto en su mano la reina el decreto que antes había sido leído por el
Ministro de Justicia, Francisco Tadeo Calomarde.
El decreto se convirtió en un secreto a voces, así que las noticias de la derogación
sirvieron de acicate a los liberales que inmediatamente empezaron a desarrollar sus
actividades y mover sus resortes con vistas a mantener la Pragmática Sanción. Desde que
Zambrano volvió a Madrid para cuidad del mantenimiento del orden público, funcionaba
en la Villa y Corte un junta de hombres resueltos a que no reinara el infante don Carlos.
Esta junta compuesta por el marqués de Miraflores, los condes de Parcent, Puñoenrrostro
y Cartagena, los hermanos Juan y Rufino Carrasco y Donoso Cortés. Algunos de ellos
pertenecían al moderantismo, contaban con extensas e influyentes relaciones entre los
grandes y nobles, mientras que los hermanos Carrasco, fueron los encargados de la
práctica del plan que consistía en ganarse el favor de la reina, para que por medio de un
cambio ministerial, se mantuviera la Pragmática Sanción. Para ello fueron reclutadas
personas que, una vez en La Granja, recorrieron las calles del real sitio gritando ¡Viva
María Cristina! y ¡Viva Isabel!, mientras que los nobles y numerosos jóvenes se
presentaban a la reina ofreciéndoles sus servicios en contra de don Carlos. Lo que decidió
el cambio de actitud en la reina fue el regreso, reventando caballos, de su hermana la
infanta Luisa Carlota, que se había enterado del decreto secreto por el gobernador del
Consejo de Castilla. Restablecido el rey, se contó con una fuerza militar adicta (la
división de Pastors), se llevó a cabo el plan previsto por la Junta liberal, cambiando todo
el Gobierno por un nuevo presidido por el embajador de España en Londres Cea
Bermúdez. Don Carlos perdió con este gabinete la posibilidad de acceder directamente al
trono español: se había producido un auténtico golpe de Estado.
El nuevo Gabinete con el total apoyo de la reina, se planteó dos objetivos
fundamentales: hacerse con el poder a todos los niveles y resolver el problema planteado
con la firma del decreto derogatorio de la Pragmática Sanción. El primer objetivo se logró
sustituyendo cuidadosa y paulatinamente todos los mandos militares y policiales
comprometidos con las ideas del infante don Carlos y desmontando los cuerpos de
voluntarios realistas, para lo que se les privó de cobrar tributos directamente, ordenando
que la Hacienda real fuese la única institución que se hiciese cargo de la percepción de los
impuestos. Por otra parte se concedió una amnistía general, esta amnistía supuso un pacto
entre los liberales y la reina: la monarquía isabelina se asentaría con el apoyo de todos los
liberales mientras que éstos realizarían sus ideales bajo la bandera de la legitimidad.
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Es difícil, hablar de los orígenes del carlismo, que tomó forma definida a partir de la
muerte de Fernando VII, ya que el nombre del infante Carlos María Isidro, había sido
esgrimido con anterioridad durante la Ominosa Década, por aquellos que lo consideraron
como posible salida a su actitud aperturista que adoptó el monarca y que dio brotes de
insurrección en la llamada guerra de los Agraviados. Don Carlos se mantuvo apartado de
estas actividades conspiratorias que incitaban sus partidarios, mientras viviese su hermano.
Don Carlos nacido en Madrid en 1788, era cuatro años menor que Fernando, había recibido
una elevada educación, estuvo casado con la princesa portuguesa María Francisca de Asís y
cuando enviudó con la hermana de ésta María Teresa de Braganza. Estos matrimonios le
llevaron a la corte de su cuñado el rey Miguel de Portugal, quien se hallaba enfrentado con su
hermano Pedro, en un conflicto que reunía unas características similares a las que iban a
producirse en España. A la muerte de Fernando VII, el infante don Carlos se negó a
reconocer la legitimidad de la princesa de Asturias para ocupar el trono, al que se creía con
más derechos y adoptó el nombre de Carlos V. El manifiesto de Abrantes, que publicó el 1 de
octubre de 1833, había valer sus pretensiones, haciendo en él referencia más a las razones
jurídicas que ideológicas.
Las insurrecciones carlistas comenzaron a producirse en el mes de octubre de 1833 y
se generalizaron por todo el país, aunque solo cuajaron en el País Vasco, Navarra, Cataluña y
el Maestrazgo. En los primeros momentos pareció que el Gobierno Central no iba a encontrar
dificultades para sofocar estos brotes, ya que la mayor parte de estos estaban dirigidos por
personas con poca organización y carecían de armamento adecuado. Bilbao y Victoria
pasaron rápidamente al mando carlista, si bien esta situación duraría poco. En Navarra
fracasó el levantamiento en un principio y San Sebastián y Tortosa permanecieron al margen
del conflicto. En levante los cabecillas de sublevación no se pusieron de acuerdo, y aunque
entre ellos había militares como Carnicer, sus divisiones y rencillas dificultarían el triunfo.
Tampoco Cataluña el bando carlista tuvo un brillante comienzo, a lo que sin duda contribuyó
la eficaz labor represora del capitán general Llauder. El bando carlista carecía de jefes
capaces y sus fuerzas estaban organizadas en partidas, sin dirección ni mando. Por eso los
tres primeros meses de la guerra constituyeron una fase poco definida, en la que sólo hubo
tanteos, que si tuvieron algunas significación fue la de esbozar la geografía de un conflicto
para señalar donde se centraban los focos más importantes del conflicto y dónde podían los
cristinos contar con la fidelidad de la población. Pero la falta de decisión y las dificultades
con las que tuvieron que enfrentarse los primeros gobiernos de María Cristina para asentar el
sistema constitucional de una manera definitiva, permitieron a los carlistas extender su
movimiento, lograr una cierta organización y conseguir armamento para hacer frente a la
ofensiva posterior.
Las razones de la causa carlista: El levantamiento carlista fue secundado
fundamentalmente en las regiones forales, ya que la cuestión foral está en el fondo de las
aspiraciones de los insurrectos, aunque su defensa no fuese la única causa que provocó el
levantamiento. El liberalismo era centralizador y contrario a cualquier tipo de privilegios en
el plano personal, económico o institucional. Los gobiernos autonómicos, las exenciones
fiscales, la aplicación de justicia con jueces propios y según las leyes tradicionales, y la
exención de quintas en el servicio militar, formaban parte de estos regímenes peculiares que
habían mantenido sus diferencias con el resto de las regiones españolas. En Guipúzcoa, Álava
y Vizcaya, la conciencia foral estaba fuertemente arraigada y lo mismo ocurría en Navarra,
cuyo sistema de autogobierno era aún más fuerte que en las llamadas Provincias Exentas por
su peculiar régimen fiscal. Por lo que podría pensarse en una relación entre carlismo y
foralismo, ya que en otras regiones españolas donde no existía tal conciencia, el carlismo, o
no existió, o tuvo un apoyo muy débil, como fue el caso de Andalucía o Extremadura; y si la
cuestión foral no explica suficientemente la geografía del carlismo, sus razones habrá que
buscarlas en la realidad social de esos territorios. En términos generales se ha dicho que la
guerra carlista es la lucha del campo contra la ciudad. Y en afecto, la base social del carlismo
hay que buscarla esencialmente en las clases rurales de las Provincias Vascongadas, de
Navarra, de Aragón y de Cataluña. Las ciudades importantes como Bilbao, después de los
primeros momentos, San Sebastián, Pamplona o Vitoria, se decantaron por la defensa del
sistema liberal. Sin duda como ha puesto de manifiesto Fernández Pinedo en su estudio sobre
las transformaciones económico-sociales en el País Vasco desde la Edad Media las ventas de
bienes comunales que se llevaron a cabo en Guipúzcoa y Vizcaya a partir de 1808,
contribuyeron a deteriorar la situación de un amplio sector del campesinado y la alteración de
sus status económico explicaría su adscripción al bando carlista. Pero a pesar de que una
situación similar se producía en otras zonas de España, como en Andalucía, en las que
también se degradó la situación del campesino pobre durante el primer tercio del siglo XIX,
sin embargo, no apoyaron a de don Carlos. El apoyo al carlismo en las zonas norte del país
sería una respuesta a la amenaza de proletarización, más que a la proletarización misma del
campesinado. En el campesinado vasco o navarro se mantenía, a pesar de todo una situación
de equilibrio social que no existía en el Sur, en donde los contrastes entre ricos y pobres eran
mucho más evidentes, y donde la mayor parte de sus elementos estaban ya fuertemente
proletarizados. Ideológicamente el movimiento carlista era débil. Su única atractivo: la
defensa de las ideas tradicionales de la Monarquía por derecho divino, la Religión y la
Iglesia, supuestamente amenazado por el triunfo de la revolución liberal. Sólo el clero, cuyo
apoyo a don Carlos y a lo que representaba era perfectamente explicable en razón de la
actitud que el liberalismo había tomado con respecto a los bienes de la Iglesia, acertó a dotar
al movimiento de una mínima cobertura ideológica. En este sentido el carlismo se convirtió
en el símbolo de la resistencia frente a la descomposición de las formas de vida tradicionales,
o en el símbolo de la oposición a la revolución, a cuyo triple lema: igualdad, libertad y
fraternidad, opuso simplemente la alianza del altar y el trono.
La complejidad del fenómeno carlista y su distribución en la geografía española, sólo
puede explicarse teniendo en cuenta estos tres elementos: el foral, el socioeconómico y el
ideológico; que juntos dieron fuerza a un movimiento capaz de enfrentarse a la voluntad
testamentaria de Fernando VII y al sistema establecido a partir de 1883. La guerra que duró
siete años y después de esos alzamientos iniciales en el otoño de 1833 cobró una dimensión
más seria como consecuencia de la mejor organización de las fuerzas carlistas y de la postura
adoptada por las potencias extranjeras.
El desarrollo de la guerra civil: Decisiva importancia para el desarrollo del conflicto
tuvo el nombramiento del coronel Tomás Zumalacárregui para el mando superior de las
tropas carlistas en Navarra, el 14 de noviembre de 1833, este había luchado en la guerra de la
Independencia y después había militado en las facciones realistas durante el Trienio
constitucional y aunque había servido a las órdenes de algunos mandos que se habían
mostrado fieles a la causa de Isabel II, como los generales Fernández de Córdoba y Quesada,
éstos no pudieron atraerse la lealtad del veterano coronel que vivía retirado en Pamplona. Si,
por el contrario, supieron hacerlo los carlistas navarros, que pronto comprobarían los
resultados positivos de su acertada elección.
Simultáneamente a este nombramiento en el bando carlista, el Gobierno de Cea
Bermúdez designó al general Sarsfield para que se hiciese cargo del ejército cristino y
limpiase la zona de Castilla de las bandas dispersas de elementos carlistas y marchase
después hacia el Norte para reprimir los brotes existentes. El 19 de noviembre marchó
Sarsfield con las escasas tropas que había logrado reunir, hacia Victoria, ciudad que tomó el
día 21 sin apenas resistencia. A continuación se dirigió a Bilbao, ciudad que cayó fácilmente
en sus manos cuatro días después. Las dos únicas capitales que habían estado inicialmente en
poder de los carlistas, pasaban al bando liberal, relegando el movimiento insurreccional a las
zonas rurales. Sin embargo, Sarsfield, descontento por no encontrar el apoyo que pretendía
para reforzar posiciones ganadas, dimitió y fue sustituido por el general Jerónimo Valdés.
Zumalacárregui lo único que hizo hasta la primavera de 1834 fue aprovechar su
conocimiento del terreno para utilizar con éxito la táctica de hostigamiento al enemigo
mediante la sorpresa y la rapidez de acción. Pero, al mismo tiempo, la posición que fue
adquiriendo y la fama que consiguió en todo el territorio sublevado le permitieron tomas
medidas para dotar a su ejército de una mejor organización y una disciplina más estricta. El
27 de enero de 1834 se apoderó de la fábrica de armas de Orbaiceta, lo que supuso poder
repartir entre sus soldados 50.000 cartuchos, repuestos de fusiles y la obtención de un cañón
de bronce, esta toma le supuso las ulteriores conquistas de puntos fortificados.
Valdés quejoso por la falta de medios, fue sustituido pronto por Quesada como
general en jefe del ejército del Norte, y la zona de Vizcaya se confiaba al general Espartero.
Quesada quiso resolver la guerra mediante negociaciones con Zumalacárregui, el cual había
servido con anterioridad a sus órdenes. Sin embargo, éste sólo aceptó las propuestas liberales
con el fin de ganar tiempo. Al cabo de un mes se reanudaron las hostilidades con un
encarnizamiento y una violencia como no se habían conocido hasta entonces. A los
fusilamientos de prisioneros por parte del ejército cristino se sucedían las ejecuciones de los
soldados capturados por los carlistas. Quesada se daba cuenta de que sin un mayor apoyo por
el Gobierno, difícilmente podría ocupar y dominar aquellos territorios. Los escasos hombres
con los que contaba no le permitían ocupar las provincias vascas y aislar totalmente al
enemigo. Necesitaba según el unos 14.000 hombres más para obligarles a luchar y para
hacerme con sus recursos. Pero, la guerra también se incrementaba, sobre todo en Cataluña y
en el Maestrazgo. Aquí los carlistas consiguieron algunos éxitos en las escaramuzas
conducidas por Carnier y Cabrera. Sin embargo, no existía la posibilidad de una ocupación
del territorio como en el Norte.
Don Carlos desde Portugal, fomentaba la insurrección realista. El Gobierno liberal, no
se atrevía a intervenir militarmente más allá de la frontera con el país vecino para no
enturbiar las relaciones con Inglaterra, su tradicional aliada. Inglaterra había reconocido a la
hija de Fernando VII, como también lo había hecho Francia. Las llamadas potencias de la
Santa Alianza, Austria, Rusia y Prusia, aunque no la habían llegado a reconocer a don Carlos,
le prestaban su apoyo moral y sus simpatías. El Gobierno de Martínez de la Rosa, a través de
su embajador en Londres, el marqués de Miraflores, negoció un acuerdo con Gran Bretaña,
Francia y el Gobierno portugués de doña María, firmado el 22 de abril, mediante el cual se
comprometía apoyo a la reina portuguesa frente a don Miguel y a Isabel en España contra su
tío. El acuerdo sellaba la llamada Cuádruple Alianza.
Don Carlos tuvo que salir de Portugal, y después de pasar por Inglaterra se dispuso a
entrar en España, lo que hizo el 12 de julio. Rodil que había sustituido a Quesada en el
ejército del Norte, se esforzaba por establecer una línea de fortificaciones desde Pamplona a
Vitoria, por una parte y desde aquella ciudad a Logroño por otra. Sin embargo, no pudo
impedir que don Carlos atravesase las provincias vasco-navarras impunemente, ni que
Zumalacárregui fuese aumentando sus batallones con los que hostigaba a las tropas cristinas.
Los fracasos sucesivos del general Rodil en el verano de 1834, llevó al Gobierno a disponer
que se formasen dos ejércitos, uno destinado a operar en Navarra, a cuyo frente se designó al
general Mina, el antiguo guerrillero que conocía perfectamente el territorio. El otro ejército se
destinó a las Vascongadas y estaba a las órdenes del general Osma.
La situación del conflicto no cambió mucho y se desarrollaba según el esquema
inicial: marchas y contramarchas de ejército liberal que infructuosamente trataba de fijar a las
escurridizas tropas enemigas que rehuían el combate abierto a esta forma, los liberales no
podían dominar el territorio ni los carlistas ocupar nuevas posiciones. El general Fernández
de Córdoba llamó a esta fase la guerra lánguida, lo que refleja el ritmo con que se
desarrollaba. Era evidente que no eran sólo los cambios en el mando lo que llevaría a la
rápida victoria a la causa real, sino mayores dotaciones de armas, pertrechos y hombres para
lo que necesitaban más medios económicos de los disponían.
Valdés se hizo cargo por segunda vez del ejército del Norte y su propósito de derrotar
a Zumalacárregui le llevó a iniciar una acción precipitada sin medir las consecuencias.
Penetró en la sierras de Urbasa y Andía, y en el valle de las Amézcoas siendo derrotado
estrepitosamente por los carlistas el 22 abril de 1835. Su retirada hasta Estella fue penosa y
perdió gran número de hombres, así como su equipo y armamento.
En el Maestrazgo, la situación de los carlistas seguía siendo débil, pero Cabrera se
hizo cargo del mando al morir Carnier cuando se trasladaba a Navarra para pedir refuerzos a
don Carlos. El ascenso de Cabrera que algunos creyeron producto de maquinaciones,
contribuyó a mejorar la posición de los insurrectos de aquella zona, Igualmente en la
primavera de 1835, el carlismo pareció reforzarse por Cataluña, Castilla la Nueva y
Extremadura. Sin embargo no duró mucho tiempo.
La falta de entendimiento entre el general Zumalacárregui y el entorno político y
burocrático de don Carlos se puso de manifiesto con motivo de la decisión de atacar Bilbao.
El general navarro era partidario de dirigir todos los esfuerzos a poner sitio a Vitoria y desde
allí penetrar por Burgos y Castilla, donde esperaba encontrar buena acogida por parte de la
población civil. Pero don Carlos y su corte impusieron su criterio y decidieron llevar a cabo
la toma de Bilbao por su importancia y por su riqueza como puerto de mar. El 10 de julio se
presentaron las tropas carlistas ante las murallas de la capital vizcaína y el 15 fue herido
Zumalacárregui en una pierna. Diez días más tarde moría en Gegama. El sitio de Bilbao
fracasó y el 1 de julio tuvieron que retirarse las tropas que le asediaban. Pero, más importante
que el fracaso fue la desaparición de la figura que había contribuido a la creación de un
verdadero ejército. La inexistencia de un militar de su talla que tomase el relevo se advirtió a
las pocas semanas, cuando las tropas critinas al mando de Fernández de Córdoba derrotaron a
los carlistas en Mendigorría, el 16 de julio. Fue un golpe muy duro para el bando carlista,
aunque no cambió el curso de la guerra, porque el ejército liberal no era capaz de aprovechar
una victoria como aquélla, puesto que se encontraba muy justo de fuerzas y escaso de moral,
ya que los soldados no recibían sus pagas desde hacía tiempo. Sin embargo está claro que la
muerte de Zumalacárregui y la derrota de Mendigorría señalan la terminación de la primera
fase de la guerra.
Expediciones carlistas y derrota final: La táctica de salir del territorio del Norte
mediante expediciones que trataban de introducirse en el campo del adversario para provocar
a los españoles a favor de la causa de don Carlos se había practicado desde 1835.En agosto de
ese año Juan Antonio Guergué había partido para Cataluña para unificar las distintas fuerzas
que operaban en aquella región. No tuvo éxito, pero a pesar de ello los hombre que rodeaban
al pretendiente eran partidarios de estas expediciones, en contra de la opinión de los militares
experimentados, como Eguía, quienes pensaba que era un derroche inútil.
La más importante de esta expedición fue la del general Gómez, quien llevó una
espectacular incursión norte a sur, entre julio y diciembre de 1836, al mando de 3.000
hombres marchó primero a Asturias, desde allí a Castilla la Vieja, después pasó por Aragón,
bajó a Cuenca y Andalucía que recorrió hasta Gibraltar, la resonancia de aquella expedición
fueron importantes pero los resultados fueron nulos, ya que ante el acoso de las fuerzas
liberales, (mandaron en su persecución a Rodil, Espartero o Narváez), Gómez tuvo que
regresar al Norte, sin haber cumplido un objetivo concreto. Su peripecia sirvió para demostrar
su habilidad para sortear al enemigo, el escaso control que los cristianos podían ejercer sobre
territorios que en principio se habían mostrado adictos a Isabel.
En 1837 tuvo lugar la Expedición Real, ya que fue el pretendiente el que intentó llegar
hasta Madrid para negociar una solución a la guerra con la reina gobernadora, e incluso el
matrimonio de Isabel y el hijo de don Carlos. Pero al llegar a las puertas de la ciudad, los
carlistas no se decidieron a atacar. Madrid estaba defendida sólo por la Milicia Nacional y las
fuerzas de don Carlos apenas hubiesen encontrado resistencia. El porqué se retiraron es una
cuestión a la que no se ha dado una razón convincente. Sin embargo, la Expedición Real
constituye un episodio importante en el desarrollo del conflicto por cuanto señala el intento
de dar una solución a la política negociada. A partir de este fracaso se entra en la última fase
de la guerra. En esta etapa se aprecia ya una notable superioridad del ejército liberal sobre el
carlista, producto de la desamortización de los bienes eclesiásticos. Sus beneficios si bien es
cierto que más reducidos de lo que en un principio habían pensado, sirvió al menos para dotar
de medios al ejército del Norte. Ahora bajo el bando del general Espartero, podía contar con
10.000 hombres y 700 cañones. El general restableció la disciplina en el ejército y castigó
severamente los brotes de desobediencia que se habían producido en su seno y que habían
dado lugar a violentos enfrentamientos, e incluso a los asesinatos del general Sarsfield y el
coronel Mendívil.
En el bando carlista también fue determinante la entrega del mando al general Maroto,
hombre de una personalidad carismática y gran popularidad, lo que provocó celos y
sospechas entre los elementos que rodeaban a don Carlos. Desde su nombramiento, su labor
consistió en poner orden en las filas del ejército y limitarse a mover las tropas con la mayor
prudencia. Maroto formaba parte de la facción transaccionista, abierta a una solución de tipo
político, aun a costa de importantes renuncias, y fue eliminando puestos clave a los
apostólicos, enemigos acérrimos de cualquier acuerdo político. La actitud del nuevo jefe del
ejército avivó las tensiones, que desembocaron en un intento de conspiración contra Maroto,
descubierta por la rápida acción de éste, mandó fusilar a elementos tan destacados como los
generales Sanz y Guergué, así como a otros jerarcas destacados del carlismo intransigente.
Dada la situación, parecía evidente que no había otra salida que la pactada. Espartero se hacía
más dueño del territorio carlista y en la ofensiva emprendida en la primavera de 1839 dejó
bien claro que la resistencia sería cada vez más difícil.
Al parecer, los contactos entre Espartero y Maroto, que habían sido compañeros de
armas en el Perú, se habían iniciado en febrero de 1839, pero las negociaciones eran
complejas y difíciles- El general carlista pretendía “ que se reconociesen los derechos de don
Carlos, aunque fuese mediante el matrimonio entre su heredero y la hija de Fernando VII”.
Por su parte Espartero alegaba no tener autorización más que para excluir a don Carlos y a su
familia de toda pretensión al trono español y para reconocer los fueros y los mandos y
empleos del ejército carlista. Tanto Francia como Inglaterra presionaban para el pretendiente
renunciase a sus derechos y finalizar el conflicto. Mientras que Espartero proseguía la
campaña con todas sus fuerzas para apoyar las negociaciones. Se apoderó de los fuertes de
Ramales y Guardamino en Vizcaya, hecho de armas por el se le dio el título de Duque de la
Victoria. Más tarde ocupó Orduña, Amurrio y Valmaseda y entró en Vitoria el 9 de agosto.
Puestas así las cosas Maroto se avino a firmar el 31 de agosto de 1839 el Convenio de
Vergara, mediante el cual reconocía los derechos de Isabel al trono español y conseguía a
cambio promesas sobre la conservación de los fueros, así como el mantenimiento de pagas y
empleos oficiales de su ejército. Un sector del carlismo nunca le perdonaría su actitud, que
fue considerada como una verdadera traición.
Don Carlos abandonó España el 14 de septiembre y con ello se liquidaban las
posibilidades del carlismo después de siete largos años de lucha. Todavía Cabrera en la zona
de Levante, ignorando el acuerdo de Vergara, siguió peleando durante algún tiempo dando
muestras de agresividad y coraje que le valieron el apelativo de El tigre del Maestrazgo. Al
final acudió Espartero con importantes contingentes de su ejército para forzar la retirada a
Francia, que no consiguió hasta comienzos de 1840.
Mientras transcurría la guerra carlista, los liberales iban ganando terreno en el ámbito
político e institucional de la Regencia de María Cristina. Después de la dimisión de Cea
Bermúdez y tras un intento de recomposición del mismo Gabinete, la reina gobernadora
acabó transigiendo con Martínez de la Rosa a quién nombró nuevo jefe de Gobierno.
Martínez de la Rosa era un hombre joven, aunque había participado en las Cortes de Cádiz
donde llegó a defender la pena de muerte para los que intentasen modificar la Constitución.
Su radicalismo se había suavizado mucho durante el Trienio Constitucional, pero sobre todo
los años de destierro que tuvo que pasar en Francia durante la segunda etapa absolutista de
Fernando VII le habían convertido en un liberal moderado. Sin embargo, fue considerado una
especie de símbolo de concordia, su designación significaba un paso del sistema político
hacia la izquierda.
Entre las medidas que tomó el nuevo Gabinete destaca la supresión de los conventos
cuyos miembros apoyasen la facción de don Carlos, lo cual significa la primera medida
tomada contra la Iglesia el nuevo régimen y la concesión de una amnistía total. Pero lo que
realmente significó la aportación de Martínez de la Rosa al proceso de transición política al
liberalismo pleno fue la promulgación del Estatuto Real de 1834, con lo que satisfacía a los
generales Llauder y Quesada y se proporcionaba al régimen político como instrumento válido
para el funcionamiento de las Cortes.
El Estatuto Real venía a sustituir a la Constitución de 1812, cuya inviabilidad práctica
se había puesto de manifiesto durante el Trienio. Aunque este documento no puede ser
considerado como una Constitución. Tomás Villarroya lo califica, por la forma de su
promulgación como una Constitución otorgada, es decir impuesta desde el poder y no
elaborada por una asamblea constituyente elegida por el pueblo. En este sentido, el Estatuto
guardaría cierta semejanza con la que se hizo aprobar el rey francés Luis XVIII. Para Palacio
Atard, no resulta adecuado asimilarla a una Carta Otorgada, puesto que no aparece en su
texto ninguna declaración de la soberanía real otorgante, autolimitándose por propia
voluntad, como es propio de los documentos de esta naturaleza. En cualquier caso, lo que está
claro es que el Estatuto Real no es una Constitución, en el puro sentido jurídico, pues se
limita a regular el funcionamiento del órgano legislativo y para nada se refiere a los poderes
ejecutivo y judicial, que quedan al margen de su articulado. Además no establece principios
de ninguna clase, ni trata de definir el conjunto del sistema político que pone en marcha
también como un simple reglamento de funcionamiento de las Cortes.
El Estatuto Real está estructurado en cinco títulos y éstos divididos en 50 artículos.
Establece la reunión de las Cortes en dos Cámaras: el estamento de próceres y el de
procuradores El primero de ellos estaría formado por arzobispos, obispos, y grandes de
España, títulos de Castilla y los propietarios o intelectuales que tuviesen una renta superior a
60.000 reales y fuesen designados por la Corona. En el estamento de procuradores tendrían
asiento todos los españoles mayores de treinta años, poseedores de una renta anual de al
menos 12.000 reales, elegidos de acuerdo con la Ley Electoral correspondiente. Esa ley se
promulgó el 20 de mayo y establecía dos escalones en el proceso electoral 1. Las Juntas
electorales de partido, formadas por los individuos que integraban el Ayuntamiento y número
igual de los mayores contribuyentes, de tal forma que el cuerpo electoral, lo compondrían de
16 a 26 ciudadanos. 2. Las Juntas electorales de provincia, formadas por los compromisarios
elegidos por las Juntas de partido y que eran los que elegían directamente a los Diputados. El
sistema electoral era por consiguiente, extremadamente censitario, ya que los españoles con
derecho al voto no llegaban al 15 % de la población. Por otra parte, según el Estatuto, la
iniciativa legal quedaba enteramente reservada a la Corona y las Cortes sólo podían
enmendar o rechazar los proyectos que presentaba la reina gobernadora a través del Gabinete.
Las Cortes eran convocadas y disueltas por el rey, aunque necesariamente debían reunirse
para discutir los presupuestos. Si las Cortes fuesen disueltas, tendrían obligatoriamente que
reunirse otras en el plazo de un año.
El Estatuto Real no convenció ni a los conservadores ni a los liberales. Los primeros
no se dejaron seducir por las referencias a las Partidas o a la nueva Recopilación, ni por la
terminología que trataba de enlazar con las Cortes tradicionales, denominando estamentos a
los dos brazos o cámaras que ahora las componían. Los liberales por su parte, continuaban
encontrando pocas concesiones en el Estatuto, lo seguían viendo como un acto de
absolutismo real y querían que se reconociese en el texto una más amplia y eficaz
intervención de los ciudadanos. El intento centrista de Martínez de la Rosa no podía
mantenerse, durante mucho tiempo en una dinámica que llevaba inevitablemente al régimen
hacia una posición cada vez más liberal.
La desatención de las propuestas reformistas provocó un conflicto entre el ejecutivo y
legislativo. Sus diferencias fueron avivadas por conspiradores que querían conseguir el poder
por medio del pronunciamiento o la revolución, ante la imposibilidad de obtenerlo por vía
legal. La tensión se acentuó por los sucesos que tuvieron lugar en Madrid en julio de 1834.
La epidemia de cólera, que ya había afectado al sur de España, comenzó a incidir sobre la
capital, a pesar de las medidas que se habían tomado para evitar su propagación. La
mortandad fue terrible y entre la población atemorizada surgió el rumor de que la culpa la
tenían los frailes, partidarios de don Carlos, que habían contaminado las aguas de Madrid. La
reacción de los más exaltados fue inmediata y comenzaron las matanzas de jesuitas,
mercedarios y franciscanos, quema de conventos y violencias de todo tipo.
Pero lo que hizo caer a Martínez de la Rosa no fueron estos incidentes, sino una causa
externa, que tuvo que enfrentarse a la guerra carlista. Ante la posibilidad de que una guerra
larga, no podría resolverse sin intervención extranjera, envió al marqués de Miraflores a
Londres para que gestionase el apoyo de Gran Bretaña y de las otras potencias favorables al
mantenimiento de los regímenes liberales. Fruto de estas gestiones fue la firma de Cuádruple
Alianza. Pero Martínez de la Rosa esperaba más de estos acuerdos, y aunque Gran Bretaña
envió ayuda económica y voluntarios británicos, Francia sólo aportó respaldo moral y no
quiso comprometerse. La inoperancia de la ayuda extranjera, con la consiguiente
prolongación de la guerra y la oposición creciente en las Cortes, donde el Gobierno, a pesar
de sus esfuerzos no conseguía obtener apoyo estable, acabaron por hacer dimitir a Martínez
de la Rosa en junio de 1835.
Todos los especialistas en el tema coinciden en señalar que el fenómeno hay que
considerarlo en bloque, desde las medidas que se llevaron a cabo en el reinado de Carlos III
hasta la ley de Madoz en 1855. Así pues, la desamortización eclesiástica de Mendizábal no
fue más que un jalón importante de un proceso más amplio, cuya culminación no se produjo
hasta finales del siglo XIX.
El término desamortización no supone solamente el acto jurídico mediante el cual los
bienes que han estado amortizados adquieren la condición de bienes libres para sus propios
poseedores, como ocurría con los mayorazgos, sino que implica también que sus poseedores
pierden la propiedad que pasa al Estado, bajo cuyo dominio se convierten en bienes
nacionales. El Estado los vende a particulares y al adquirirlos los compradores, se convierten
en bienes libres. Así pues la desamortización es una operación compleja cuyo beneficiario
principal es el Estado, que es el que expropia unos bienes para después venderlos a terceros.
La desamortización más conocida es la de Mendizábal. Su nombre unido a la
desamortización eclesiástica, pero también en las anteriores hubo desamortización de bienes
eclesiásticos, ya que poco antes de la subida al poder de Mendizábal se aprobaron dos reales
decretos (15 julio 1834 y 4 julio 1835) mediante los cuales se suprimía definitivamente la
Inquisición y se abolía de nuevo en España la Compañía de Jesús. Los bienes de ambas
instituciones se dedicaban por parte del Estado a la extinción de la deuda pública. El mismo
mes de julio se decretó la supresión de conventos y monasterios que tuviesen menos de doce
profesos, aplicándose sus bienes a la misma finalidad que los anteriores. Mendizábal, no
adoptó una política absolutamente novedosa, lo que hizo el gaditano fue sistematizar y
radicalizar estas medidas de sus antecesores.
El 11 de octubre de 1835, Mendizábal promulgó un decreto mediante el cual se
suprimían las órdenes religiosas y se justificaba la medida, en tanto se consideraban
desproporcionados sus bienes a los medios que entonces tenía la nación. Otro decreto,
promulgado el 19 de febrero de 1836, se declaraban en venta todos los bienes de las
Comunidades y corporaciones religiosas extinguidas, y también aquellos que ya hubiesen
pasado a la consideración de bienes nacionales, o la adquiriesen en el futuro. La venta debería
hacerse de forma pública, partiendo de la tasación oficial, a partir de la cual los posibles
adquirientes pujarían por ellas mediante subasta, adjudicándoseles a aquellos que ofreciesen
un precio más alto por ellos. El decreto regulaba también la forma en que debería hacerse el
pago, estableciendo dos procedimientos diferentes, uno: para aquellos que lo hiciesen en
títulos de la deuda y, otro para los que lo efectuasen en dinero en metálico. Los primeros
deberían abonar una quinta parte del precio del remate en metálico, antes de que se otorgase
escritura pública, y el resto en cada uno de los ocho años siguientes a dicho otorgamiento en
títulos de deuda a su valor nominal. La realidad, los títulos de la deuda se habían depreciado
de tal manera que eran un auténtico papel mojado del que sus tenedores no sabían cómo
desprenderse. Mediante este procedimiento, se les ofrecía la oportunidad de hacer un buen
negocio, ya que no sólo se les permitía pagar el precio de los bienes eclesiásticos a los que
podían acceder, con ellos, sino que se les reconocía su valor nominal. El Estado rescataba, de
esta forma, la deuda que tenía pendiente con estos particulares, pero sin duda, no era el medio
que prefería, ya que sus necesidades más urgentes tenía que satisfacerlas con dinero.
En cuanto pagasen con dinero en metálico se les ofrecía más facilidades, puesto que al
Gobierno le interesaba más este procedimiento y esperaba así animar a los compradores que
podían satisfacer el precio de esta manera. La quinta parte deberían abonarla igualmente en
metálico y para el resto se les concedería dieciséis años de plazo.
Hubo a continuación otros dos decretos desamortizadores, pero en realidad lo único
que venían a establecer era una ampliación de las medidas aprobadas anteriormente, sobre
todo el de 19 de julio de 1837, que suprimía el diezmo y extendía la desamortización a los
bienes del clero secular.
Resultados de la desamortización: Se puede afirmar que en 1835 había en España
49.323 religiosos repartidos en un total de 1.925 conventos y 22.447 religiosas, distribuidas
en 1.081 conventos. En su conjunto, se ha calculado que la Iglesia poseía el 18% de las tierras
cultivables en España. En cuanto al volumen de ventas se calcula su valor en 13.000 millones
de reales a lo largo del siglo XIX, y de este total 3.500 millones corresponderían a la
desamortización de Mendizábal.
En cuanto a las consecuencias sociales de la desamortización eclesiástica hay que
decir que fueron al menos dobles. Hay que tener en cuenta por una parte a los compradores,
entre los que hay que distinguir a los que integran la burguesía de negocios que vive en las
grandes ciudades y que generalmente se dedica a la especulación. Algunos de éstos compran
las tierras para venderlas posteriormente y otros lo hacen para convertirse en terratenientes,
puesto que la posesión de la tierra constituye todavía un medio de conseguir consideración
social y, además, la tierra sigue siendo un valor seguro frente a las alteraciones económicas.
A raíz de este fenómeno, surgirá una nueva burguesía agrícola que unida a la antigua nobleza,
la cual aprovecha también la oportunidad para redondear y aumentar sus posesiones a costa
de las tierras de la Iglesia, que será la aristocracia de la época isabelina; defensora del
régimen, y enemiga de cualquier cambio político que implique reforma o alteración del status
adquirido. Pero también hay compradores más modestos, como profesionales o funcionarios
civiles o militares que acudieron a las subastas de las fincas medianas o pequeñas que por lo
general se hallaban localizadas en lugares próximos a donde vivían.
La desamortización eclesiástica tuvo también otra consecuencia de carácter social,
que podría calificarse de negativa, ya que no significó una reforma agraria, en el sentido de
que no sirvió para crear una nueva estructura de la propiedad agrícola más favorable para los
campesinos pobres. Eso fue lo que provocó por parte de Flórez Estrada un ataque en las
Cortes y en la prensa al proyecto de Mendizábal tal como fue concebido. Para Flórez Estrada,
debía ser un instrumento para conseguir un cambio en la estructura de la propiedad, y para
ello había que entregar las tierras desamortizadas en arrendamientos enfitéuticos, es decir, a
muy largo plazo y a muy bajo precio, a los mismos arrendatarios que las estaban trabajando
para la Iglesia.
Sin ser un revolucionario radical, Flores Estrada se daba cuenta que la situación del
pequeño campesino no sólo no iba a mejorar con las medidas desamortizadoras, sino que iba
a empeorar en relación con lo que tenían cuando la tierra que trabajaban pertenecía a la
Iglesia. En efecto, los nuevos propietarios endurecieron de tal manera las condiciones de
arrendamiento de la tierra, subiendo las rentas y realizando nuevos contratos de
arrendamiento a corto plazo, que el número de colonos descendió notablemente. El trabajo
asalariado significa el trabajo del jornalero, por lo que se agravaron sus condiciones de vida.
El malestar que provocó esta nueva situación degeneraría al poco tiempo en protestas y
manifestaciones de violencia, convirtiendo al campo en zonas como Andalucía, en un caldo
de cultivo para la revuelta social.
Desde el punto de vista económico para el país, la desamortización debía suponer, al
menos teóricamente, un aumento de la capacidad productiva y un crecimiento de su riqueza
agrícola, ya que al adquirir la condición de bienes libres las tierras que hasta entonces habían
estado en situación de manos muertas, entraban en el mercado de la oferta y la demanda y
eran objeto de una revalorización y que al pasar a nuevos propietarios hacía pensar que
hubiese más interés en sacar el mayor rendimiento posible. Pero, lo cierto es que la
producción agrícola no aumentó sensiblemente, a pesar de que se pusieron en cultivo tierras
que hasta entonces habían estado sin roturar. Por otra parte, tampoco se produjo de forma
inmediata, una inversión por parte de los nuevos propietarios en mejorar la técnica de las
explotaciones, por la sencilla razón que los que tenían dinero prefirieron comprar nuevas
tierras. En resumen si bien se registró un aumento de la superficie cultivada, se produjo
también una reducción de los rendimientos medios por superficie cultivada.
Con respecto a los efectos económicos de la desamortización, se ha especulado
también sobre la relación existente entre este fenómeno y el de la industrialización ya que se
produjo trasvase de capitales de la economía urbana a la economía rural. Pero si los
resultados de la desamortización en el plano económico no fueron tan positivos como cabría
esperar, tampoco para el Estado hubo tantos beneficios. Puede decirse que el Estado hizo un
mal negocio, pues a pesar que las fincas se vendieron a un precio alto, se dieron muchas
facilidades y al establecerse un sistema de venta a plazos, se devaluaban con el paso del
tiempo. La deuda del Estado no disminuyó, sino que aumentó y la reforma de Hacienda que
se había previsto, no pudo realizarse. Mientras que la guerra carlista, cuya resolución la había
hecho depender Mendizábal de los recursos, tardaría aún tres años en finalizar.
Los mejores resultados que obtuvo Mendizábal con su programa, fue en la
consolidación del régimen liberal, ya que los nuevos propietarios de tierras se convirtieron en
los más firmes defensores de su política. La Iglesia nada pudo hacer para evitar la
desamortización de sus bienes, pero los decretos de Mendizábal fueron decisivos para
producir sus total distanciamiento del liberalismo. Fueron muy pocos obispos los que
aceptaron este régimen y la mayor parte se comprometió abiertamente con el carlismo. Como
consecuencia de esa tensión que se produjo entre Iglesia y Estado, en octubre de 1836 el Papa
Gregorio XVI decidió romper sus relaciones con el Gobierno español.
Negativos fueron también los resultados de la desamortización en el aspecto cultural,
por su rico patrimonio artístico y documental. Muchos edificios de valioso estilo
arquitectónico fueron abandonados o derruidos. Innumerables retablos, cuadros, tallas y
esculturas de imágenes religiosas se perdieron o, en el mejor de sus casos pasaron a manos
particulares, sustrayéndose así del disfrute abierto de los fieles. Muchos archivos fueron
destruidos y las bibliotecas sufrieron en muchos casos un irreparable deterioro, cuando fueron
dispersados sus fondos. Desconociéndose en la actualidad las pérdidas de estos tesoro
artísticos.
4. LA SARGENTADA DE LA GRANJA Y LA CONSTITUCIÓN DE 1837
El Gobierno de Mendizábal, cada vez más enfrentado con la regente, la cual buscaba
la vuelta de los moderados, y también hostigado por algunos progresistas que trataban de
remozar los altos mandos del ejército cristino, dimitió el 14 de mayo de 1836. Le sustituyó
Javier Istúriz, lo que significaba un paso atrás en la izquierdización del régimen, ya que el
nueve Jefe del Gabinete era más templado y ecléctico. Su mayor dificultad era que se
encontraba con un apoyo minoritario en las Cortes, lo que podía obstaculizar su labor de
gobierno. Se aplicó por primera vez en la mecánica constitucional, una medida que consistía
en disolver las Cortes para proceder a unas nuevas elecciones con el fin de obtener mayoría
adicta. María Cristina firmó el decreto de disolución de las Cortes, con lo que establecía un
precedente que iba a convertirse pronto en táctica ordinaria cuando se producía un contraste
entre el Ejecutivo y el Legislativo; y en vez de producirse crisis de Gobierno lo que se
producía era una crisis de las Cortes que se renovaban para amoldarse al color del Gabinete.
Sin embargo en 1836, antes de que se llegaran a reunir las Cortes se produjo una
revolución, por individuos temerosos de que el nombramiento de Istúriz significase un
retroceso político, comenzaron a demostrar su descontento, primero en Málaga, después en
Cádiz, Sevilla, Granada, Córdoba, Zaragoza, Barcelona y otras capitales importantes del país.
La situación parecía semejante a la que se había producido en 1835, cuando las juntas
revolucionarias obligaron a la dimisión del conde de Toreno. En esta ocasión Istúriz intentó
sofocar la revuelta obligando a la regente a firmar un manifiesto en defensa del Gobierno
cuyo lenguaje resultaba comprometido, ya que le hacía parecer como jefe del partido
moderado.
La culminación de estos incidentes fue el llamado Motín de La Granja. En La Granja,
donde se hallaba la Corte en aquellos momentos, la guardia se sublevó el 12 de agosto y una
comisión formada por dos sargentos y un soldado pidió a la reina gobernadora que firmase un
decreto para restablecer la Constitución de 1812, a lo que no tuvo más remedio que acceder.
La revolución de los sargentos de La Granja, provocó una crisis de Gobierno e Istúriz fue
sustituido por José María Calatrava, un progresista que había destacado durante el Trienio
Constitucional por su exaltado liberalismo. Calatrava nombró ministro de Hacienda a
Mendizábal y comenzó a poner en vigor algunas de las leyes que habían sido aprobadas en
las dos anteriores épocas del régimen constitucional: La Ley de Ayuntamiento de 1823, El
plan de estudios de 1822,El Reglamento de Beneficencia de ese mismo año y las leyes de la
Milicia Nacional, libertad de Imprenta, Competencia de Jurisdicción, Sucesión de
Mayorazgos y Gobierno Interior de las Provincias. Pero la determinación más importante del
Gobierno fue la convocatoria de unas Cortes Constituyentes para el mes de octubre, que iba a
ser destinada aprobar una nueva Constitución, dada la imposibilidad de poder regirse por la
de 1812, puesta en vigor durante unas pocas semanas.
En la Comisión designada para presentar el proyecto de Constitución estaban los
diputados Agustín Argüelles, Joaquín María Ferrer y Salustiano Olózaga. Su labor culminó el
30 de noviembre, cuando presentaron las bases sobre las que había de fundarse el nuevo
código y, después de dos meses y medio de debates, la Constitución fue finalmente aprobada
el 22 de mayo de 1837.Considerada como un código transaccionista, en que pueden
advertirse concesiones por parte de los progresistas y por parte de los moderados.
Una de las características de la Constitución de 1837 es su brevedad, sobre todo si se
compara con la anterior de 1812.Consta de 13 títulos, con un total de 77 artículos, más dos
adicionales. En su preámbulo queda claro el principio de soberanía nacional y, a juicio de
Tomás de Villarroya, esa declaración se hace al principio del documento para dejar clara su
condición de base y fundamento de todo el orden político. En los diez primeros artículos se
especifican los derechos de los españoles: libertad de expresión, derecho de petición, garantía
de seguridad y derecho a la propiedad. Con respecto a la religión el artículo 11 se limita a
declarar que la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión católica
que profesan los españoles, pero no prohíbe como en el texto gaditano el ejercicio de
cualquier otra.
De Título II al V trata de las Cortes y en ellos se contempla su división en dos
Cámaras, que ya se denominan Senado y Congreso de los Diputados. Su organización
responde al esquema moderado, pues los diputados son elegidos por el método directo en
circunscripciones provinciales de un diputado a lo menos por cada 50.000 almas, sin
exigencia de arraigo, por un período de tres años y posibilidad de reelección. Sin embargo, la
elección seguía teniendo carácter censitario, por lo que dominaba la burguesía en el mundo
político. En cuanto al Senado, no tenía carácter nobiliario (excepto en lo que se refería a los
hijos del rey y al heredero inmediato de la Corona), y estaba compuesto por un número de
senadores igual a los tres quintos de los diputados, nombrados por el rey, entre los elegidos
en lista triple por los miembros electores que en cada provincia nombraban los diputados al
Congreso El Senado era renovable cada tres años.
Los títulos VI, VII y VIII están dedicados al rey y a la Corona y resulta curioso
señalar, que a pesar de lo que reza el preámbulo sobre la soberanía nacional, a la hora de
regular los mecanismos para la elaboración de leyes, se dice claramente que la potestad para
hacer éstas reside en las Cortes con el Rey. Al rey corresponde además la convocatoria,
supresión y la disolución del Congreso de los Diputados y comparte con las dos Cámaras la
iniciativa legislativa. Todas estas disposiciones refleja una plasmación del ideal moderado,
que tiñó algunos aspectos de este documento.
En lo referente a los ministros en el Título IX se establece la necesidad del refrendo
ministerial a las disposiciones reales, y se hace compatible el puesto de ministro con el de
Senador o Diputado.
Cuando atribuye el poder judicial a los tribunales y juzgados en el Título X, así como
el Título siguientes, que se refiere a las Diputaciones y a los Ayuntamiento, en XII, sobre las
contribuciones, la Constitución de 1837 remite a posteriores Leyes orgánicas para la
ordenación de los detalles. Sin embargo, los procedimientos electivos que establece para
Diputaciones y Ayuntamientos constituyen dos claros logros de los progresistas.
Por último el Título XIII trata De la fuerza militar nacional, que recoge la existencia
en cada provincia de cuerpo de la Milicia Nacional.
En suma, el texto de la Constitución registra un cierto equilibrio entre las dos fuerzas
políticas del régimen. Pero en realidad, esto no fue así, pues muchos de sus preceptos no
fueron observados y los mecanismos de gobierno que estableció resultaron desvirtuados.
María Cristina siguió apoyándose y apoyando a los moderados, y el nombramiento de
sucesivos Gobiernos, así como su destitución, se hizo al margen de las reglas propias de
juego parlamentario.
TEMA 7.- LA REGENCIA DE ESPARTERO.
Pacheco, Antonio Alcalá Galiano y Andrés Borrego) durante los años de la Regencia de
María Cristina. Para Andrés Borrego, no era más que una tercera vía entre la soberanía por la
gracia de Dios y la soberanía popular: lo que él llamaba soberanía de la razón. Borrego sitúa
la soberanía de la razón entre las clases intermedias, que son las más ilustradas, las que
tienen más iniciativa y que además, por ser intermedias son intermediarias, es decir
constituyen una especie de puente entre los sectores más favorecidos y los más deprimidos
de la sociedad.
Con Alcalá Galiano estas teorías llegan a un mayor grado de desarrollo, tal vez se
vieron influenciadas por Bentham (a quien había conocido y estudiado en su estancia en
Inglaterra). No creía que hubiese un régimen político que teóricamente fuese perfecto y que
funcionase en la práctica, pero sí en la existencia de un sistema concreto aplicable a una
nación concreta y en período determinado. Afirmaba el político gaditano que donde estaba el
poder físico (entendido como capacidad de influencia, no fuerza bruta), y el poder moral, allí
debía estar el poder político. Decía que debían ostentar el Gobierno aquellos que teniendo la
razón, tenían capacidad para imponerla.
Pacheco nos habla de la soberanía de voluntad; el hombre es soberano en cuanto
ejerce su voluntad y la que debe dominar entre todas las voluntades es la mejor voluntad y
aunque Pacheco no precisa método para determinar a los que poseen mejor voluntad si
apunta el criterio de selectividad de las leyes electorales que lleven a escoger a aquellos
ciudadanos que por sus méritos o su probidad merezcan estar entre los buenos. Lo que estaba
haciendo, era expresar la teoría del sufragio censitario.
Pero entre todos sobresale Donoso Cortés que es el más completo y profundo de los
teorizadores políticos de la Regencia. Su altura intelectual, su prodigiosa capacidad de
síntesis, su agudeza para llegar a la primera raíz de las ideas, lo elevan muy por encima del
nivel medio de sus contemporáneos. Cabe distinguir dos etapas en su trayectoria: la 1ª en la
que desarrolla su pensamiento político y doctrinario y la 2ª se hace más conservador hasta
alcanzar puntos de coincidencia con el tradicionalismo, es su etapa europea.
Donoso desarrolla sus teorías políticas en sus Lecciones de Derecho que expuso en el
Ateneo de Madrid, a finales de 1836. Su principio básico es que sólo en la inteligencia reside
el poder. De acuerdo con esta idea, establece una relación entre inteligencia y el poder, de tal
forma que el más inteligente está legitimado para ser el más poderoso. El pensamiento
político de Donoso se diferencia del doctrinarismo francés, en que estos tienden a hermanar
de forma armónica los principios de inteligencia y de la justicia, mientras que para el teórico
español no hay más principio depositario de la soberanía legítima que la inteligencia, puesto
que esta, por el hecho de serlo, es también razón, justicia y hasta fuerza. Así pues Donoso
preconiza un poder en manos de la inteligencia, los inteligentes, que precisamente por serlo
son buenos y con su inteligencia y bondad pueden hacer felices a los pueblos. Donoso ha
sido criticado por su excesivo teorismo y carencia en sus planteamientos de normas
concretas de aplicación, aunque hay que reconocer su influencia en la época.
Todas estas teorías se convirtieron en la base doctrinal del moderantismo que va
tomando forma concreta a partir de 1836. Pero también hay que tener en cuenta que algunos
de estos principios, como el de la justificación del sufragio censitario y la selectividad en
cuenta a la participación política de los ciudadanos, fueron aceptados también por los
progresistas, pero con matizaciones.
En lo que respecta al soporte social del moderantismo, hay que recordar que sus
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Regencia de Espartero (1840-1843).
integrantes procedían de diversos campos: realistas reformistas de los años 1814 y 1820,
desengañados de la etapa del Trienio Constitucional, burócratas convencidos de las
excelencias del nuevo sistema administrativo liberal, burgueses, amantes de la libertad y del
orden y profesionales, propietarios etc. que representaban al sector conservador de la clase
media con el ideal de aunar el progreso con la tradición.
El progresismo como partido político nace simultáneamente al partido moderado.
Proviene de la rama más radical del liberalismo se le denominó exaltada y exaltados fueron
desde entonces los integrantes del grupo político que tomó el poder encabezado por Evaristo
San Miguel y todavía en 1834 se definía las facciones políticas del sistema como moderada y
exaltada. Sin embargo, al comentar las elecciones que tuvieron lugar en 1836, en la prensa de
entonces aparecía ya la denominación de progresista para calificar al grupo más radical que
ganó las elecciones.
En el vago programa de los progresistas apenas pueden detectarse algunos puntos
claros que puedan servir como elementos distintivos frente al moderantismo: el principio de
soberanía nacional, frente al de la soberanía compartida entre el rey y las Cortes que
defendían los moderados; Milicia Nacional, como fuerza garantizadora de sus aspiraciones
políticas; la libertad de expresión sin previa censura, relegando a los jurados de imprenta la
misión de calificar los delitos, lo cual (como después se demostró) abrió la puerta a la
demagogia libelista; la lucha contra los impopulares impuestos de consumos y el estanco de
la sal; y por último, la elegibilidad de los Ayuntamientos y Diputaciones frente al sistema de
designación directa, que apoyaban sus oponentes políticos.
En cuanto a la composición social del progresismo, era fundamentalmente la de las
clases urbanas subempleadas, cuyas miserias y humillaciones han sido descritas por Galdós
en sus novelas. De cualquier forma, parece estar claro que el progresismo tenía su casi
exclusivo soporte en el medio urbano pues fuera de él carecía de sentido. Carr Pujal en su
Historia política de Cataluña del Siglo XIX, afirma que en 1836 ante el peligro de crisis del
Gobierno Mendizábal, los fabricantes, propietarios y comerciantes de Madrid acordaron
elevar una exposición a la reina gobernadora en apoyo del Gabinete. De igual manera, la
Junta de Comercio de Barcelona, celebradas elecciones de marzo de 1836 con victoria del
grupo gubernamental, acordó felicitar a Mendizábal y ofrecerse como sus firme e
incondicional apoyo.
De toda la vaguedad de progresistas y moderados presentan en ésta su inicial
andadura en el panorama político de la Regencia de María Cristina, serían las contiendas en
el Parlamento, la prensa y la calle las que más contribuirían a ir definiendo paulatinamente
los contornos ideológicos y su actitud en la práctica de estas dos ramificaciones del
liberalismo que protagonizaron el reinado de Isabel II.
2. LA REVOLUCIÓN DE 1840
3
Regencia de Espartero (1840-1843).
tenía una posición más desventajosa que Espartero, que había perdido parte de su prestigio
por su apoyo a los moderados. Pero, además su situación personal también había contribuido
a desprestigiar su figura. A los tres meses de enviudar contrajo matrimonio con el guardia de
corps Fernando Muñoz, era un matrimonio morganático que intentó mantenerse en un
discreto disimulo, ya que según testamento de Fernando VII un nuevo matrimonio
impedirían a la reina mantener la tutela sobre sus hijas, por lo tanto perdería la Regencia. A
pesar de todo fue imposible que trascendiese dicho acontecimiento, sobre todo cuando
comenzó a dar sus frutos, nada menos que siete hijos. Los sucesivos embarazos de la reina y
las situaciones a las que dieron lugar fueron bien aprovechadas por sus enemigos políticos,
que utilizarían el conflicto de la ley de Ayuntamientos para provocar su caída.
El 16 de julio estallaron en Barcelona las primeras manifestaciones de protesta contra
la regente. A pesar de que, la capital catalana constituía un importante reducto del
moderantismo, sustentado por una rica burguesía mercantil e industrial más fuerte allí que en
otra ciudad del país, el hecho de que las autoridades locales perteneciesen al progresismo
favoreció la movilización de los elementos más exaltados contra María Cristina. Dos días
más tarde, Espartero exigió a la Regente la dimisión del Gabinete y la anulación de la Ley de
Ayuntamientos. O el Ministerio o yo, era la alternativa del general, aunque la Regente se
mantenía firme en su negativa, los ministros presentaron la dimisión. Sin embargo, no fue
suficiente para evitar el estallido de la revuelta, de tal manera que Barcelona se convirtió en
la cabeza de la protesta contra la Regente, que se vio obligada a huir a Valencia donde creía
contar con el apoyo del ejército del Centro.
Mientras en Madrid había estallado un movimiento insurreccional el día 1 de
septiembre, por el que la Milicia Nacional ocupó los principales edificios oficiales y se hizo
cargo de la situación, ya que no encontró resistencia por parte del Ejército. Se creó una Junta
de Gobierno presidida por el alcalde, Joaquín Ferrer, cuya primera provisión fue declararse
gobierno hasta que la reina no nombrase uno que satisficiese a los amotinados y ofrecerse al
General Espartero, cuya aprobación esperaba. El hecho de que a los días volviesen abrir los
comercios, se reanudasen las operaciones de bolsa y los bonos de la deuda pública subieran
rápidamente de valor indica que la élite financiera aprobaba la revolución y estaba dispuesta
a ayudarla.
A la semana siguiente se formaron juntas revolucionarias en todo el país: Ávila,
Huesca, granada, Lérida, Cádiz, Salamanca entre otras capitales españolas, refrendaron la
revolución iniciada en Barcelona y Madrid. La Regente quedó aislada en Valencia y
Espartero, que se había manifestado ya en apoyo de las juntas, quedó dueño de la situación.
El 27 de septiembre fue recibido apoteósicamente en Madrid, declarándose tres días de fiesta
y se organizaron representaciones teatrales y corridas de toros. El triunfo de los progresistas
y el encumbramiento de Espartero señalan el final de la Regencia de María Cristina.
Desde Valencia la Regente no tuvo más remedio que nombrar un nuevo Gabinete,
compuesto por progresistas y presidido por Joaquín María Ferrer. Sin embargo, se dispuso a
dimitir antes de aceptar las condiciones políticas que le propuso el nuevo Gobierno y entre
las que estaba, la anulación de la Ley de Ayuntamientos. El 12 de octubre presentó su
abdicación oficial y cinco días más tarde embarcaba rumbo a Francia donde permanecería en
el exilio, pero no ajena ni al margen del desarrollo de la política española.
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Regencia de Espartero (1840-1843).
3. LA REGENCIA DE ESPARTERO
La salida de María Cristina del país dejaba el camino libare a los progresistas y a
Espartero como su figura indiscutible. Para Carlos Seco, si alguno de los militares que
llegaron al poder en el S XIX disfrutó de un amplio e incondicional consenso, es fue
Espartero en 1840.
Baldomero Espartero (su verdadero nombre era el de Joaquín Fernández Álvarez,
aunque utilizó su segundo nombre y tercer apellido) era un militar de una dilatada
experiencia en el campo de las armas. Había nacido en el seno de una familia humilde de La
Mancha, pues su padre era carretero de oficio. En un principio había sido destinado a la
carrera eclesiástica, pero al estallar la guerra de la Independencia, cuando sólo contaba con
15 años tomó las armas contra los franceses. En 1815 con el grado de subteniente, embarcó
para América con el general Morillo, donde permaneció hasta 1824 donde tomó parte de las
campañas para reprimir los brotes independentistas. Aunque no estuvo presente en la Batalla
de Ayacucho, a sus amigos políticos se les aplicó el apelativo de ayacuchos. Pero, su
verdadera consagración como militar se produjo en la guerra carlista. Liberal convencido y
muy inclinado hacia las ideas progresistas fue escalando posiciones hasta llegar a sustituir al
general Fernández de Córdoba en el ejército del Norte. Su primer gran triunfo se produjo en
la liberación del sitio de Bilbao, donde obtuvo una gran victoria en Luchana, por lo que la
Regente le concedió el condado de aquel lugar. Más tarde recibiría el título de duque de la
Victoria.
Sus biógrafos coinciden en señalarlo como hombre de temperamento moderado y en
atribuir su adscripción al progresismo a motivos puramente circunstanciales. Su aversión a la
reina gobernadora surgió en los últimos momentos de la regencia, llegó a convertirse en
absoluta incompatibilidad y le llevó a militar en el partido contrario al que ella protegía. Los
dos eran símbolos del triunfante liberalismo: la regente, símbolo de legitimidad; el
generalísimo, símbolo de victoria. Pero, con una gran diferencia Espartero regresaba de la
guerra carlista como vencedor; María Cristina, seguía siendo la viuda de Fernando VII, el
motivo que había provocado su alianza con el bando liberal, dejaba de existir en el momento
que había terminado la guerra civil. Desde el punto de vista político, Espartero era una figura
con grandes limitaciones, sin embargo, era ambicioso.
Espartero y los progresistas desterraron a María Cristina, pero nada se intentó contra
la Monarquía, ni tampoco contra la dinastía. Pero la heredera era menor de edad y había que
prolongar la Regencia hasta que Isabel cumpliese catorce años, como establecía la
Constitución de 1837.
Desde la insurrección de septiembre, las Juntas provinciales habían enviado
delegados para formar una Junta Central. Cuando Espartero llegó a la capital, a finales de
mes, se le transfirió el poder y pasó a convertirse en presidente del Consejo de Ministros.
Con él formaron gobierno profetisas como Joaquín Ferrer, Álvaro Gómez Becerra y Manuel
Cortina. El Ministerio-regencia tomó medidas destinadas a incrementar los efectivos de la
Milicia Nacional, a impulsar la venta de bienes eclesiásticos y a revisar la política arancelaria
con la colaboración de destacados elementos de la industria y el comercio. Se convocaron
elecciones a Cortes, donde triunfaron los progresistas. Esas Cortes se plantearon la cuestión
de la Regencia. Algunos diputados eran partidarios de la Regencia de tres personas: los
trinitarios, mientras que otros se inclinaban por la de una sola :los unitarios. En la votación,
5
Regencia de Espartero (1840-1843).
que se llevó a cabo el 8 de mayo de 1841, obtuvieron una amplia mayoría los partidarios de
la Regencia única. A continuación en otra votación, Espartero fue elegido Regente por 179
votos, frente a 103 que obtuvo Agustín Argüelles. Comenzaba así la Regencia de Espartero,
que incurrió en el mismo error que María Cristina, ser regente de un partido. La única
diferencia era que si María Cristina había apoyado a los moderados, Espartero apoyaría a los
progresistas.
El nuevo regente tuvo que enfrentarse no solo a las críticas de los moderados sino
también a las de los progresistas. Esa fue una de las claves más importantes de su fracaso.
No obstante, la Milicia Nacional le fue siempre fiel, incluso después de su caída. En los
barrios populares de Madrid siempre fue considerado como un héroe, sin embargo, en
Barcelona se ganó el aborrecimiento de la mayoría de su población. Pero lo más importante
para su carrera política, es que le fueron abandonando las fuerzas vivas del país: las Cortes,
la prensa, la burguesía y hasta el Ejército.
Espartero contó desde el primer momento con la oposición de los moderados
alentados desde París por la reina María Cristina. El 7 de octubre se produjo una intentona
contra el Regente dirigida por los generales Concha, Pezuela, Diego de León y otros,
intentaron tomar el Palacio Real y apoderarse de la reina-niña Isabel. El golpe fracasó por la
rápida intervención de Espartero, y Diego de León fue capturado y ejecutado. La caída de
Espartero, tal vez se deba a su excesivo personalismo. Ya que nunca hizo política de partido,
porque no entendía a los políticos, y además su visión simplista del mando y su ignorancia
del derecho constitucional, junto con su ambición, le hicieron confundir la jefatura del
Estado con el ejercicio del poder ejecutivo. Quería mantener los hilos de la política concreta
y eso le llevó a marginar a los elementos más valiosos y destacados de su partido Olózaga,
Mendizábal, Fermín Caballero, que no se prestaban al juego y se pasaron a la oposición.
4. LA POLÍTICA ECONÓMICA
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Regencia de Espartero (1840-1843).
Bretaña introducía sus productos, con toda una red de contrabandistas. Hubo años en que las
mercancías inglesas que entraron de contrabando a través de Gibraltar triplicaron en volumen
a las que llegaron a España por los canales oficiales, perjudicando sobre todo a la industria
textil.
La necesidad de acabar con esta lacra y la creencia de que bajando los aranceles se
haría un bien al país, llevó a Espartero a aprobar la reforma arancelaria el 9 de julio de 1841,
la nueva disposición no significaba absoluta libertad de comercio, ya que algunos productos
seguían prohibidos, pero si era una puerta abierta a las manufacturas extranjeras. El resultado
de esta política fue muy negativo para algunos y tuvo aspectos positivos para otros. Como
consecuencia de estas medidas, muchas fábricas y talleres de Cataluña tuvieron que cerrar y
la producción textil descendió en cifras globales de 24.000 a 10.000. Sin embargo, Vicens
Vives afirmaba que la adopción de una política económica de liberalismo moderado tuvo un
efecto de asegurar el triunfo final de nuestra economía contemporánea. Se refería a las
posibilidades que esa política abrió a la industria española para renovar su maquinaria, con
vistas a una modernización de su equipamiento.
La política arancelaria, la creciente división dentro del progresismo y los brotes de
republicanismo que comenzaron aparecer en determinadas ciudades, se materializaron en
agudas críticas al gobierno, en movimientos proteccionistas en Barcelona, en los que pronto
destacaría el barrio de Güell y hasta en verdaderas revoluciones, como la de 1842 en la
capital catalana. Es la primera vez que un movimiento político español aparece como
republicano (Tuñón de Lara). En efecto Abdón Terradas, jefe utópico, fue uno de los
protagonistas principales de aquellos sucesos de Barcelona.
Espartero solicitó y obtuvo un voto de las Cortes para reprimir la sedición en
Barcelona. El 20 de noviembre de 1842, el general Van Halen inició el bloque a la ciudad y
cuando llegó el regente, la negativa de los revolucionarios a deponer las armas el 3 de
diciembre bombardeó Barcelona desde Montjuich. El cañoneo duró cerca de doce horas,
durante las cuales dispararon más de 100 proyectiles que destruyeron más de 400 edificios.
La sublevación fue dominada y se impuso a la capital una contribución de extraordinaria de
12 de millones como castigo a su actitud de rebeldía. Las consecuencias fueron muy
negativas, ya que desde su intervención en Barcelona, Espartero tenía los días contados
como regente.
5. LA CAÍDA DE ESPARTERO
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Regencia de Espartero (1840-1843).
presentaron por separado y en algunas listas, conjuntamente con los moderados. Los
resultados fueron confusos y el nuevo Congreso apareció dividido en cuatro o cinco
facciones distintas.
En la sesión parlamentaria del 20 de mayo de 1843 se produjo la ruptura formal entre
las Cortes y el Gobierno, y Olózaga conquistó indiscutiblemente el liderazgo de la oposición
progresista con su célebre discurso ¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina!.
Efectivamente, dentro de las Cortes, una mayoría de 87 diputados que se tituló a sí misma
partido nacional, se opuso a los 47 ministrables (partido legal) y retiró la confianza al
Gobierno. Era la tesis progresista de que la legalidad de un Gabinete sólo puede apoyarse en
la confianza parlamentaria. Espartero solo pudo disolver el Congreso el 26 de mayo.
La crisis política fue acompañada inmediatamente por la insurrección. Varias
ciudades se levantaron en armas. En unas eran los estudiantes, en otras los militares y en
otras los comerciantes y artesanos. Todos se volvieron contra Espartero. Pero, la alianza
entre moderados y progresistas era puramente circunstancial y destinada a no perdurar en el
momento que desapareciese el motivo que les había unido. Sin embargo, la carecía de un
plan conjunto se observó en los levantamientos que comenzaron a producirse en las
provincias. Las primeras sublevaciones (Málaga y Granada) fueron de carácter
exclusivamente progresistas; las de Valencia y Sevilla tuvieron un carácter de antirregencia,
pero no puede señalarse una dirección moderada. En Reus se había sublevado el progresista
general Prim, en tanto que el general Serrano, con González Bravo, habían acudido a
Barcelona. En Zaragoza, el general Seoane, fiel a Espartero, había conseguido dominar la
situación. Pero toda la franja mediterránea desde Barcelona a Sevilla, parecía perdida para el
regente hacia el 25 de julio de 1843.
Espartero adoptó una actitud habitual en él: la expectativa. No salió de campaña hasta
el 28 de junio. En cambio los moderados se apresuraron para no perder la iniciativa. Narváez
desde Francia se dirigió a Valencia, donde fue muy bien acogido. Prim y Serrano no se
atrevían a marchar sobre Madrid por el impedimento que significaba Seoane en Zaragoza. El
regente salió para Ciudad Real y Albacete, circunstancia que Narváez aprovechó para
dirigirse a Madrid. Seoane desde Zaragoza, trató de salirle al paso y los dos generales se
enfrentaron en Torrejón de Ardoz entre el 22 y 23 de julio. La victoria fue para Narváez y se
debió a razones de superioridad en la organización, disciplina y capacidad de mando. Madrid
intentó resistir por medio de la Milicia Nacional, compuesta por 15.000 hombres, pero el
corte de suministro de agua por parte de los atacantes, obligó al Gobierno a abrir las puertas
de la capital, bajo las siguientes condiciones: 1º ) respeto a la Constitución de 1837; 2ª )
mantenimiento de la Milicia Nacional; 3º) respecto a los funcionarios públicos a los que no
se perseguiría por razones de tipo político.
Espartero conoció la caída de Madrid cuando se encontraba en Sevilla, intentando
asediar la ciudad. Al enterarse del curso de los acontecimientos se marchó a Cádiz, donde
embarcó para Inglaterra. Terminaba así la regencia de Espartero, como había terminado tres
años antes la de su antecesora María Cristina.
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TEMA 8 LA DÉCADA MODERADA.
1. LA CONSTITUCIÓN DE 1845
2
La década moderada (1844-1854).
contar con una Cámara, el Senado, y reunir, suspender o disolver la otra, sin más cortapisa
que la de reunirla obligatoriamente una vez al año para aprobar los presupuestos, y convocar
su elección dentro de los tres meses siguientes a su disolución. Eso permitió que las Cortes
permanecían cerradas, lo que sin duda constituyó una tentación para una Corona que
inclinaba sin disimulo por el mantenimiento en el poder del partido moderado.
La Constitución de 1845 es la base política sobre la que descansa el sistema liberal
hasta la Revolución de 1868, y si la del 37 había significado una transacción entre los
principios moderados y los progresistas, la aprobada ahora adquiere un claro signo moderado.
2. LA POLÍTICA DE NARVÁEZ
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La década moderada (1844-1854).
II. Esta postura le granjeó la enemistad con Narváez, quien a pesar de haber sido el que
aconsejó su nombramiento, intervino ahora para provocar su caída.
En una tormentosa sesión de Cortes, el 16 de marzo, saltó la crisis. Narváez volvió
por segunda vez al poder, en el que sólo pudo mantenerse esta vez hasta el 6 de abril. No
obstante, en el espacio de esos diecinueve días de gobierno dejó de nuevo constancia de su
autoritarismo y de la intransigencia de su talante. Utilizó el procedimiento de gobernar por
decreto para no tener que someterse a lo que él llamaba discusiones políticas irritantes. Se
publicó entonces la nueva ley Electoral, y Javier de Burgos, como ministro de la
Gobernación, tomó medidas para llevar a cabo una repoblación forestal y para reorganizar la
Academia de Bellas Artes. Poco más pudo hacer Narváez, ya que la dimisión de su ministro
de Marina, Pezuela, a quien no se le aceptó la reforma que quería introducir en la Bolsa,
arrastró también al presidente del Consejo.
Sustituyó a Narváez Javier de Istúriz, quien consiguió mantenerse en el Gobierno
desde el 6 de abril de 1846 hasta el 27 de enero de 1847. Pero pudo tener también la
satisfacción de ver resuelto el matrimonio de la reina.
La candidatura del conde de Trapani. Don Francisco de Paula de Borbón Sicilia,
conde de Trapani, hermano de María Cristina y tío de Isabel II. Era apoyado por Francia, no
era bien visto por Austria, que temía que de esta forma se escapase de su tutela el reino de las
Dos Sicilias. Dentro de España, los progresistas rechazaban esta candidatura por tratarse del
hermano de la odiada ex regente y por contar con el apoyo del Gobierno francés.
Los progresistas se decantaban por la candidatura del infante don Enrique, duque de
Sevilla. Era primo de la reina y exaltado de ideas políticas. Por su participación en una
intentona progresista fue desterrado a Francia, donde siguió intrigando con elementos de este
partido, como Olózaga, Cortina y el propio Espartero.
Se habló también en 1844 de la candidatura del hijo del monarca francés. Luis Felipe
de Orleáns, el duque de Aumale. Esta solución era grata a Narváez, pero tropezaba con la
decidida oposición de Inglaterra por la previsible ruptura del equilibrio europeo que de ello
podía resultar.
Otra posibilidad que el Gobierno Istúriz barajó fue la del Príncipe Leopoldo de
Sajonia-Coburgo, pero tropezó con la oposición del rey francés, toda vez que un Coburgo era
rey consorte de Gran Bretaña. Los problemas internacionales que suscitaba el matrimonio de
la reina española fueron resueltos en la conferencia de EU (septiembre de 1845) acordaron
que Isabel II debería casarse con un Borbón, con el objeto e que no se alterase la paz
internacional.
La única salida posible era la de un candidato español, y entre éstos el que resultaba
menos controvertido era don Francisco de Asís, hijo de los infantes Francisco de Paula y
Luisa Carlota, y hermano, por tanto, del ya descartado don Enrique, duque de Sevilla. Era un
hombre poco inclinado a la política y con escasa personalidad. La doble ceremonia se celebró
el 10 de octubre de 1846, el día que Isabel cumplía dieciséis años. El matrimonio de Isabel II
constituyó un fracaso.
La crisis del matrimonio real afectó al Gobierno Istúriz, el cual perdió apoyos tras las
elecciones que se celebraron el 25 de diciembre de 1846. Los progresistas consiguieron un
mayor número de escaños y, unidos a los puritanos de Pacheco, hicieron dimitir a Istúriz. La
división en el seno del partido moderado, revocaba esta inestabilidad, en la que también
intervenían las animadversiones personales.
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La década moderada (1844-1854).
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La década moderada (1844-1854).
quien estaba enfrentado a Narváez. En esta ocasión, tampoco le costó mucho trabajo a las
fuerzas gubernamentales reprimir este brote.
Narváez salió fortalecido de los incidentes, y el hecho de haber detenido la
Revolución en los Pirineos, le convirtió en un héroe para las fuerzas conservadoras de España
y de Europa. Eso le valió el reconocimiento de la Monarquía de Isabel II por parte de Austria,
Prusia y Piamonte, en el plano internacional, y la concesión de poderes especiales, en el
ámbito político nacional.
Para prevenir las posibles consecuencias de la caída de la Monarquía de Orleáns en
Francia, Narváez había conseguido que las Cortes autorizaran, el 28 de febrero, a que si las
circunstancias lo exigieren, pueda adoptar las disposiciones que estime conducentes para la
conservación de la tranquilidad y del orden público, declarándose par dicho caso en suspenso
las garantías individuales que concede el artículo 7º de la Constitución política de la
Monarquía... Lo que en realidad obtenía el jefe de Gobierno era la concesión de poderes
dictatoriales, que iban a ser criticados por unos, como Cortina y Benavides; justificados por
otros, como Andrés Borrego y Fernández de Córdova, y ensalzados por los más
conservadores, como fue el caso de Donoso Cortés.
La formación de un bloque unido facilitó la tarea del Gobierno de Narváez y explica
su mayor perdurabilidad. Pedro, al mismo tiempo, se registró a partir de entonces un
deslizamiento del progresismo hacia la izquierda, que daría origen a la formación del partido
demócrata en 1849.
Los poderes extraordinarios con los que fue investido Narváez le permitieron llevar a
cabo algunas importantes realizaciones materiales, se terminó de construir el Palacio de las
Cortes, en la Carrera de San Jerónimo, y también se pudieron culminar las obras del Teatro
Real. Se urbanizó la Puerta del Sol y se dispuso el abastecimiento de agua a Madrid,
mediante la construcción del Canal de Isabel II. Las obras públicas fueron impulsadas en todo
el país, y otros departamentos, como el de Comercio, Industria e Instrucción Pública, en
manos de Bravo Murillo, o el de Gobernación, encabezado por Sartorius, desplegaron una
importante actividad y llevaron a cabo numerosas reformas económicas y administrativas.
Narváez no era bien visto por los personajes más importantes de la Corte, en la que
contaba con la antipatía del propio rey consorte. Esta falta de entendimiento no es suficiente
para explicar la dimisión de Narváez el 19 de octubre de 1849, y el nombramiento del fugaz
Gobierno del conde de Cleonard, que, tras unas horas, dio paso de nuevo al general de Loja.
Hubo una intriga, en la que al parecer intervinieron dos curiosos personajes que llegaron a
alcanzar una notable influencia en la Corte: el padre Fulgencio y sor Patrocinio. El primero
era confesor del rey, y la monja que tenía fama de milagrera, alcanzó considerable
predicamento ante don Francisco de Asís y doña Isabel. La historiografía tradicional atribuye
a ambos religiosos las presiones para que se efectuase un cambio de Gobierno más
conservador y católico. Carmen Llorca, por su parte, en su biografía de Isabel II, cree que el
cambio se debió al deseo de la reina de mantener un romance con el marqués de Edmar, sin el
obstáculo que podía suponer para ella la presencia de Narváez en el Gobierno. Comellas, sin
descartar loa caprichos de la reina, o los consejos palaciegos, no se sorprende por este
repentino cambio, dada la atmósfera de presiones, intrigas y cabildeos en que vivía la Corte, y
que hacía posible cualquier decisión de este tipo en una reina que no tenía un criterio muy
firme, ni unas ideas muy claras.
El Gobierno Cleonard fue una anécdota más en la vida política de aquellos años.
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La década moderada (1844-1854).
Narváez continuo gobernando durante más de un año con simpatías con que contaba en
palacio. Algunos de sus ministros dimitieron, como Bravo Murillo, disconformes con la
política de alegre dispendio que practicaba el Gobierno. Donoso Cortés, el teórico valedor de
la omnipotencia de Narváez, le retiró también su apoyo. En un discurso que pronunció en la
Cámara, el 30 de diciembre de 1850, criticó el despilfarro y la corrupción administrativa que
se había alcanzado. La dimisión de éste se produjo el 10 de enero siguiente.
Bravo Murillo había dimitido como ministro de Hacienda por desacuerdo con las
directrices políticas y económicas de Narváez. No resultaba ilógico que fuese llamado en
sustitución de éste.
Juan Bravo Murillo era un tecnócrata. Había nacido en Fregenal de la Sierra en 1803,
y estudió en la Universidad de Sevilla, donde coincidió con Joaquín Francisco Pacheco y con
Donoso Cortés. Ocupó varios cargos oficiales durante el reinado de Isabel II. Su honradez y
su capacidad de trabajo se complementaban con unas ideas muy claras de lo que, a su juicio,
debía ser el ejercicio de la política: un medio y no un fin, para alcanzar la buena gobernación
y la prosperidad de los Estados.
Su Gobierno estuvo formado por elementos que no habían jugado un papel importante
en la política de los años precedentes, aunque gozaba de cierto prestigio en la
Administración: Bertrán de Lis, en Estado; Fermín Artela, en Gobernación, y Santiago
Fernández Negrete en Fomento. Entre los propósitos que traía, señala Valera, el de rebajar la
preponderancia que hasta entonces tenían los militares, arreglar la Hacienda y la cuestión de
la Deuda, y reformar la Constitución.
En líneas generales, puede decirse que el nuevo Gobierno fue bien acogido, y buena
prueba de ello fue el apelativo El Honrado Consejo de la Mesta que recibió inmediatamente y
que refleja la consideración y la estima de que gozaban los hombres que componían. Pero
estas simpatías no iban a ser suficientes para contrarrestar el malestar que su propósito de
hacer recaer las responsabilidades políticas en civiles y no en militares, iba a provocar en
determinados círculos castrenses. Las tensiones en este sentido comenzaron a raíz de la
dimisión del ministro de la Guerra, conde de Mirasol, y su sustitución por Francisco
Lersundi, un joven militar, más bajo en el escalafón que los generales consagrados. Uno de
los que mostró su descontento fue el general Leopoldo O’Donnell. Narváez y su círculo
político, en el que se encontraban Pidal y Sartorius, también se le pusieron enfrente, y para
evitar dificultades en unas Cortes en la que había elementos dispuestos a entorpecer sus
proyectos, pidió a la reina su disolución el 30 de julio, con lo que Bravo Murillo, adoptó la
práctica de gobernar por decreto. Eso le valió la fama de absolutista y antiparlamentario y la
granjeó la oposición de una clase política.
Ese sentido de reforzar el poder ejecutivo mediante una reforma política tuvo el
proyecto constitucional que quiso poner en marcha en 1852. Para esta iniciativa contó con el
aliento que le proporcionaba el golpe de Estado que había dado en Francia, el 2 de diciembre
de 1851, Luis Napoleón, lo cual significaba un giro a la derecha en la política del país vecino.
Las reformas fueron expuestas muy sumariamente en la Gaceta, e incluía una nueva
Constitución y una serie de leyes orgánicas sobre las dos Cámaras, sobre las elecciones, sobre
la seguridad y el orden y sobre el reforzamiento del poder de la Corona.
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La década moderada (1844-1854).
Los proyectos constitucionales de Bravo Murillo merecieron una crítica negativa. Fue
calificado de reaccionario, y fueron precisamente los moderados quienes levantaron las
protestas más airadas. Lo que la proyectada reforma significaba era un deslizamiento hacia la
derecha mediante un refuerzo del poder ejecutivo y una limitación de las libertades
parlamentarias con una reducción de suponer para controlar las acciones del Gobierno.
Su labor para mejorar la situación del erario público fue, desde luego, mucho más
positiva que la frustrada reforma política. Bravo había ya ocupado la cartera de Hacienda en
1849 y había propuesto una serie de medidas para acabar con la deuda interior que, según
Artola, ascendía a 1.944 millones. Contrató con el Banco de San Fernando la recaudación de
los impuestos, suprimió empleos inútiles, cuyas retribuciones constituían una pesada carga en
los presupuestos del Estado, y suprimió las intendencias provinciales. Cuando fue nombrado
jefe del Gabinete conservó la cartera de Hacienda para llevar a cabo estas medidas, además
de la dirección de la política general.
Su plan quedó concretado en la Ley de 1 de agosto de 1851, en la que se establecía la
consolidación de la deuda de la siguiente forma: se destinaba una cantidad al pago de los
intereses de la deuda diferida durante diecinueve años, al final de los cuales quedaba
consolidada.
Como base de esta operación se recurriría a los bienes mostrencos, baldíos y
realengos que no fuesen de aprovechamiento común, así como a una asignación
presupuestaria de 12 millones anuales.
La operación tenía sus fallos, pero al menos Bravo Murillo tuvo la valentía de afrontar
uno de los problemas más graves que venían arrastrando los Gobiernos liberales y darle una
solución que si bien no fue definitiva, sí al menos permitió regenerar el crédito del Estado.
En las reformas administrativas fue también donde Bravo Murillo consiguió sus
logros más señalados. Uno de los problemas más graves que tenía planteada la
Administración, era el de la remoción de los funcionarios en cada cambio de situación
política. La figura del cesante es una de las más características de la sociedad española del
siglo XIX. Estos cesantes constituían un caldo de cultivo para cualquier intentona
revolucionaria, pues les interesaba un nuevo cambio de situación para volver a ocupar los
puestos de los que habían sido desplazados.
Dentro de los planes de Bravo Murillo estaba el de lograr una completa separación
entre la Administración y la política, de tal manera que los argos públicos fuesen cubiertos
por oposición mediante un procedimiento establecido de antemano y en el que no entrarían a
jugar las opiniones políticas. De igual forma atendiendo rigurosamente el orden de méritos se
efectuarían los ascensos en el escalafón. Bravo Murillo publicó un decreto el 18 de junio de
1852, mediante el cual se dictaban unas normas para el ingreso en el funcionariado. El
decreto quedaría sin efecto a los pocos meses, a causa de la circunstancia que originaba el
problema que había que resolver: el cambio del Gobierno.
En el haber de Bravo Murillo hay que incluir la firma del concordato con la Santa
Sede, el 17 de octubre de 1851. Los historiadores reconocen sus esfuerzos por dotar al país de
una maquinaria burocrática moderna, ágil y eficaz, y por acabar con las lacras de la actividad
parlamentaria que obstaculizaban la acción del Gobierno, así como su decidida actitud de
apartar a los militares de la política. Como afirmó más tarde Donoso Cortés, su fallo fue el de
no hacerse con un general que respaldase sus reformas y no haber buscado el apoyo del
verdadero pueblo. Y sin el apoyo del pueblo, con la marginación de los militares y con la
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La década moderada (1844-1854).
inquina de la mayor parte de los político, tanto los progresistas como muchos moderados que
no estaban de acuerdo con sus reformas políticas, Bravo Murillo se quedó solo. Todos
hicieron pública su oposición al Gobierno, coordinados por la reina madre María Cristina, la
cual convenció a su hija para que le obligase a firmar la dimisión. El 13 de diciembre de 1853
fue presentada y dos días más tarde la reina nombraba nuevo Gobierno.
El fracaso de las reformas de Bravo Murillo dejó al régimen sin ninguna perspectiva.
La confianza de la reina recayó esta vez sobre Federico Roncali, quien formó Gobierno con
personas procedentes de las distintas fracciones del partido moderado, entre los que incluían
tres generales. Pero esta concesión no contentó ni a Narváez ni a O’Donnell, quienes en esos
momentos representaban al auténtico poder militar. La oposición que encontró en el
organismo legislativo le obligó a presentar la dimisión, y el 14 de abril se formó nuevo
gobierno presidido por otro militar: Francisco Lersundi. Pedro este nuevo Gabinete navegó
también en el deseo de agradar a todos, sin concentra a nadie en realidad.
El Gobierno Lersundi no duró mucho tiempo, y el 18 de septiembre fue sustituido por
otro encabezado por Luis José Sartorius, conde de San Luis. No era éste un hombre de
grandes principio, pero sí tenía un cierto sentido práctico de la política, y en este orden se le
ha llegado a comparar con Bravo Murillo. Cuando ocupó el Ministerio de la Gobernación, en
1849, creó el sello de correos, para regularizar y agilizar la correspondencia en toda España.
Ahora, desde la presidencia del Consejo intentó hacer aprobar muchos proyectos de leyes en
las Cortes, entre los que se encontraban algunos que habían sido preparados por Bravo
Murillo, como el de la ley de Ferrocarriles. Pero a Sartorius no se le perdonaba su rápido
encumbramiento, su reciente ennoblecimiento, ni esa fama de cierta inmoralidad y falta de
ética política de las que le acusaban sus enemigos.
El conde de San Luis suprimió la prensa de oposición y ordenó el confinamiento de
varios generales, entre ellos Dulce, Ros de Olano y O’Donnell. Esas medidas no sólo no
acallaron las críticas, sino que las recrudecieron. Todos se preparaban para dar un golpe de
fuerza. Durante los primeros meses de 1854 la oposición al Gobierno era un hervidero en el
que progresistas, puritanos, seguidores de Narváez, militares despechados... todos
conspiraban para derribar al Gobierno de Sartorius.
El 28 de junio de 1854 estallaría la revolución cuyo triunfo cerraría la primera etapa
del reinado de Isabel II. Así concluía la Década moderada, un largo período de predominio
del liberalismo conservador. No todo fueron ilegalidades políticas e irregularidades
administrativas, sino que los moderados realizaron también una importante labor, haciendo
aprobar una gran cantidad de leyes como no se había hecho en España desde los tiempos de
las Cortes de Cádiz, y realizando una serie de reformas que convirtieron a los moderados en
los auténticos fundadores del Estado español contemporáneo.
Al comenzar el reinado de Isabel II, la situación financiera y hacendística del país era
auténticamente caótica. Hasta 1845 estuvieron vigentes los impuestos del Antiguo Régimen,
como la alcabala, la sisa y los diezmos. En general, el sistema impositivo hasta entonces en
vigor había ido basándose en los tributos indirectos más que en los directos, que eran
prácticamente inexistentes.
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primer período del reinado de Isabel II. Hubo un momento en el que en España coexistían
cuatro tipos de monedas de distinta procedencia: las españolas, las portuguesas, las inglesas y
las francesas, y eso sin contar las que hizo acuñar José Bonaparte en la zona ocupada.
En 1848 se emprendieron medidas de reforma con el objeto de nacionalizar la
circulación monetaria e impedir la exportación de la moneda de mayor ley. En realidad, las
medidas consisten en una devaluación monetaria. Se fijó la acuñación del nuevo real de plata
a la talla de 175 en el marco de 4.608 gramos.
Después de esta reforma, la moneda patrón pasó a ser la peseta, aunque oficialmente
esa consideración no la alcanzaría hasta la nueva reforma que llevó a cabo Laureano
Figuerola, en octubre de 1868. De cualquier manera, estas medidas contribuyeron a
estabilizar la vida económica en general, y fueron completadas con otras disposiciones que se
emitieron en los años sucesivos.
Afectado por estas medidas, el mundo de las finanzas alcanzó un desarrollo capital. El
Banco de San Fernando, creado por López Ballesteros en 1829 a partir del de San Carlos, se
convirtió en el Banco del Gobierno en 1845. Un año antes había sido creado el Banco de
Isabel II por iniciativa de José de Salamanca y del conde de Santa Olalla, con el privilegio de
emisión de billetes. El auge de estas entidades era la expresión de esa fase de prosperidad y
de expansión económica con que se inicia el reinado de Isabel II y que convirtió el año de
1846 en el año del verdadero boom en la historia económica del siglo, y especialmente en el
campo de las finanzas.
La Bolsa también experimentó una reactivación sorprendente después de la
languideciente trayectoria que había venido arrastrando desde su creación en 1831. Sin
embargo, a partir de 1847 se quebró esta etapa y comenzó una extraña crisis, cuyos orígenes
hay que buscarlos fuera de España. También en los otros países europeos se abusó del crédito
y se vivió a expensas del futuro, que se auguraba próspero. Para afrontar la crisis, los dos
bancos, el de San Fernando y el de Isabel II, tuvieron que fusionarse el 25 de febrero de 1847,
con lo que se pondrían las bases para la creación del futuro Banco de España en 1856.
El título de la obra de Nicolás Sánchez Albornoz, España hace un siglo: una economía
dual (Barcelona, 19968), se ha hecho ya clásico para definir la doble estructura económica
existente en España durante los dos primeros tercios del siglo XIX. Por una parte, la
economía tradicional, basada fundamentalmente en la agricultura y que apenas sufre
transformaciones desde el Antiguo Régimen. Por otra, los tímidos brotes de modernización
que se van produciendo con los inicios de la industrialización.
El desarrollo de la industria en España se realiza básicamente a través de dos sectores:
el siderúrgico y el textil. La siderurgia moderna nace en Andalucía. Manuel Heredia creó en
Marbella, en 1832, el primer alto horno que existió en España. Poco más tarde surgieron otros
alimentaban de carbón vegetal y que pudieron mantener su rentabilidad a costa de dejar
esquilmados los bosques existentes en su entorno. Su fracaso se produjo, como ha estudiado
Jordi Nadal, cuando se hizo necesario recurrir al carbón mineral que había que transportar
desde los centros mineros asturianos. La industria siderúrgica fue desplazándose hacia el
Norte y se creó un alto horno en Mieres en 1848 e inmediatamente otros en Vizcaya, que
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La década moderada (1844-1854).
pudieron utilizar con un coste mucho más reducido al carbón de coque de los yacimientos de
Asturias. En 1848 se producían en España 43.000 toneladas de hierro, cantidad que fue
incrementándose en los años sucesivos a raíz del aumento de las necesidades de las industrias
ferroviaria y textil.
El hecho decisivo de la época en el plano económico fue la transformación del equipo
industrial de la producción textil catalana. En 1841 trabajaban en esta industria 97.346
obreros y en 1847 eran 97.786 obreros.
A partir de 1844, los industriales importantes comenzaron a importar maquinaria que
utilizaba como fuerza motriz el vapor -las selfactinas- lo cual hizo temer por el despido de los
obreros. Sin embargo, el hecho de que su número permanecieses estable en 1847 y que en
1860 se elevase a la cifra de 125.000, indicaba claramente un aumento en extensión de la
producción. De este proceso salió constituida la industria textil catalana.
Este equipamiento industrial se vio facilitado por las medidas flexibilizadoras del
comercio exterior que fueron adoptadas durante la regencia del general Espartero, que sin
romper el proteccionismo como norma que regía las relaciones económicas con otros países,
permitió una mayor fluidez en la importación de algunos productos, como este tipo de
maquinaria. Por otras parte, la creciente producción textil catalana fue haciéndose con la
demanda existente en todo el país, sin tener que competir con el escandaloso contrabando.
Sin la ilegal competencia de los productos textiles procedentes de Gran Bretaña o de Francia,
la producción catalana se vio estimulada al amparo de la demanda interior.
En cuanto a la industria del ferrocarril, sus primeros pasos comenzaron a darse
durante la Década moderada. Hubo iniciativas muy tempranas para construir ferrocarriles en
España. Ya en tiempos de Fernando VII se estudiaron algunos proyectos, como el que iba
desde El Portal, en Jerez de la Frontera, hasta El Puerto de Santa María, y que tenía por
objeto el transporte del vino hasta el puerto en el que debía ser embarcado para su
distribución.
La falta de capital y la falta de conocimientos técnicos eran aspectos del atraso
económico general que padecía el país y que indudablemente retardaron el progreso de la red
ferroviaria, el capital extranjero desconfiaba de la seriedad de los distintos Gobiernos
españoles que con tanto frecuencia habían optado por negarse a pagar sus deudas.
Todo parece indicar que fue la política del Gobierno lo que obstaculizó la expansión
ferroviaria en España durante la primera mitad de siglo XIX. El cierre de la Escuela de
Ingenieros de Caminos y Canales durante el reinado del Fernando VII fue un inconveniente
de primer orden en la formación de técnicos preparados para poner en marcha la
mecanización de los transportes, aunque también hay que tener en cuenta que la guerra
carlista constituyó un obstáculo insalvable. En 1844 se creó una comisión para asesorar al
Gobierno en esta cuestión, y su decisión más importante consistió en el establecimiento del
ancho de las vías mayor que el de la red existente en Europa. Se ha dicho que esta decisión
trataba de evitar una posible invasión francesa, pero en realidad respondía a la creencia por
parte de los miembros de la comisión de que era necesario un ancho de vías mayor para
facilitar el equilibrio de las máquinas de vapor, las cuales, a causa de la dificultosa orografía
peninsular, requerirían un mayor peso y volumen que las que estaban en funcionamiento en el
resto de Europa. Más tarde se demostró que superar los obstáculos que presentaba el terreno
español no era un problema difícil de solucionar con unas vías de igual anchura que las de
otros países, pero la diferencia se mantuvo.
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La década moderada (1844-1854).
6. LA IGLESIA Y EL ESTADO
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Una vez terminada la guerra y asegurada en el trono Isabel II, la Santa Sede comenzó
a cambiar su actitud de recelo y desconfianza hacia el sistema liberal encabezado por ella.
Cuando fue elegido Papa Pío IX en 1846, el Gobierno español concibió esperanzas de que se
reconociese a la reina española y se restableciesen las relaciones diplomáticas que se habían
interrumpido a raíz de las medidas desamortizadoras. Las relaciones se normalizaron en
1848, pero los acontecimientos en Italia impidieron que se arreglasen.
Normalizada la situación política, pudo firmarse el concordato entre el Estado español
y la Santa Sede el 22 de enero de 1851, para ser ratificado y publicado por las Cortes el 17 de
octubre siguiente. Las negociaciones habían sido largas y difíciles, pues se habían comenzado
en 1844 con las instrucciones había cursado el Gobierno a Castillo y Ayensa, antiguo
secretario y confidente de la reina madre María Cristina, designado para llevar a cabo en
Roma los contactos con las autoridades vaticanas. La Sagrada Congregación de Negocios
Eclesiásticos Extraordinarios llevó cuidadosamente las discusiones, porque la Santa Sede
exigía, antes que nada, la suspensión de las ventas de los bienes que se habían incautado a la
Iglesia para llevar a cabo su desamortización, y pretendía obtener la garantía de una decorosa
dotación para el mantenimiento del clero. Se ha venido considerando tradicionalmente a este
concordato como un concordato económico. El problema que late en el fondo de estas
cuestiones económicas era el reconocimiento a la posesión de bienes por parte de la Iglesia y
la independencia de sus ministros.
Los Gobiernos moderados, fueron emitiendo una serie de disposiciones para allanar el
camino al arreglo definitivo. Tal sentido tuvo la creación de seminarios en las diócesis en las
que no había, o la concesión a los obispos de facultades para vigilar las escuelas públicas y
las publicaciones consideradas nocivas.
El texto del concordato contaba de 46 artículos, y el primero de ellos se reconocía la
unidad católica de España, con gran escándalo del progresismo y de la naciente democracia.
A continuación se establecía que la instrucción en las universidades, escuelas y seminarios,
serían en todo conforme a la religión católica. Se estipulaba la libertad de predicación y
actuación de los prelados, A LOS QUE EL Gobierno debía prestar su apoyo en su función. Y
al mismo tiempo se recogía aquella disposición mediante la cual tendrían derecho a impedir
la publicación de libros contrarios a la ortodoxia católica. Se establecía una nueva división de
las diócesis, suprimiendo algunas y creando otras.
Con respecto a las órdenes religiosas, que constituían uno de los puntos más
controvertidos del concordato, se establece en el artículo 30 que a fin de que en toda la
Península haya el número suficiente de ministros y operarios evangélicos de quienes puedan
valerse los prelados para hacer misiones en los pueblos de sus diócesis, auxiliar a los
párrocos, asistir a los enfermos y para otras obras de caridad y utilidad pública, el Gobierno
de S.M., que se propone mejorar oportunamente los Colegios de Misiones de Ultramar,
tomará desde luego las disposiciones convenientes para que se establezca donde sea
necesario, oyendo previamente a los prelados diocesanos, casas y congregaciones religiosas
de San Vicente de Paúl, San Felipe Neri y otra Orden de las aprobadas por la Santa Sede, las
cuales servirán al propio tiempo de lugares de retiro para los eclesiásticos, para hacer
ejercicios espirituales y para otros usos más piadosos.
Los obispos emplearían la cláusula que permitía el establecimiento de otra Orden de
las aprobadas por la Santa Sede, para permitir otra orden en cada diócesis, con lo cual
desatendían todo propósito limitador.
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La década moderada (1844-1854).
7. SOCIEDAD Y CULTURA
En la década de los cuarenta ha cristalizado una nueva sociedad, cuyas diferencias con
la sociedad existente durante el Antiguo Régimen, especialmente desde el punto de vista
organizativo y jurídico, son bien patentes. Los decretos que se aprobaron en las Cortes de
Cádiz con la intención de acabar con los tradicionales privilegios estamentales y establecer la
igualdad jurídica de todos los españoles, no fueron por sí solos capaces de cambiar de raíz la
organización social. Pero, contribuyeron a impulsar un proceso que treinta años más tarde, a
una sociedad profundamente transformada. Los grupos sociales coexisten de forma más
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La década moderada (1844-1854).
abierta que durante el Antiguo Régimen. Comienza a haber una mayor cercanía entre los
distintos sectores de la sociedad. El antiguo estamento popular va conociendo y asumiendo
los derechos que le asisten, que son los mismos que asisten a los poderosos, y aunque en la
práctica esta igualdad no siempre se cumpla, hay que toma de conciencia de clase que los
lanza a reivindicar una serie de mejoras en sus condiciones de vida mediante las armas que
van poniéndose en sus manos: la organización sindicada y los conflictos laborales.
La movilidad social se incrementa con la desaparición de las barreras legales que
impedían el trasvase de uso grupos a otros.
Las estimaciones de Madoz, quien calcula ya para el inicio de la regencia de María
Cristina, en 1834, una población de 14.186.000 habitantes, según el censo general de ese año.
Este aumento general de la población española se debe a tres factores: al progresivo aumento
de la natalidad, al descenso de la tasa de mortalidad -a pesar de la sangría que significó la
larga guerra carlista- y la disminución de la emigración al continente americano después de la
consumación de la independencia colonial.
Donde se advierte un mayor crecimiento de la población es en las ciudades:
Barcelona, Madrid, Sevilla, Valencia, Málaga, que se consolidan durante este período como
grandes centros urbanos. Se inicia en esta época una remodelación urbana, que con los planes
de ensancha pretende dar acogía a la avalancha migratoria que busca asentarse en las
ciudades.
La emigración del campo a la ciudad es un fenómeno que se inició durante el Antiguo
Régimen, pero que se acentúa hora porque muchos campesinos han empeorado su situación
como consecuencia de las transformaciones que han operado en el terreno de la propiedad
agraria y buscan refugia en la urbe. La ciudad aparece ahora como el foco de cultura, de arte
y, sobre todo, donde se concentran algunas industrias nacientes que ofrecen trabajo a una
mano de obra barata, que es capaz de soportar condiciones de vida infrahumanas. La capital
de España alcanza los 300.000 habitantes, Barcelona se acerca a los 200.000 y Sevilla
recupera los 120.000 habitantes.
La Revolución liberal había hecho desaparecer la tradicional sociedad estamental. Sin
embargo, la nobleza continuaba manteniendo ese halo de prestigio y ese atractivo como ideal
de vida, que habían sido sus características -además de la posesión de riquezas- durante el
Antiguo Régimen.
El proceso de la desamortización dio lugar también a la emergencia de una burguesía
terrateniente que formaría, junto con la nobleza tradicional, la nueva aristocracia, que iba a
mantener la primacía sobre el resto de la sociedad, porque a su poder económico añadiría
también un considerable poder político. Sería esta burguesía la que iba a dar el nuevo tono a
la oligarquía dominante en la época isabelina.
Esta nueva aristocracia se veía apoyada en su acceso al poder político por las teorías
doctrinarias. Como es difícil escoger a los mejores o a los más inteligentes, se adopta el
módulo económico para determinar quiénes tienen derecho a votar y quiénes tiene derecho a
ser elegidos. Es, pues, el dinero el que determina la bondad y la inteligencia de las personas.
Era uno de los tópicos del Romanticismo, que hizo exclamar en las Cortes, en 1844, a un
diputado, Calderón Collantes, esta frase: La pobreza, señores, es signo de estupidez.
Pero el dinero no basta, y el burgués enriquecido busca el ennoblecimiento que la
Corona a le otorga sin grandes dificultades. El gran número de títulos concedidos por Isabel
II, en comparación con los que se concedieron en otras épocas de nuestra Historia.
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La década moderada (1844-1854).
Característica de los años de mediados del siglo XIX es la burguesía de negocios, que
dedicaba sus afanes e inquietudes al mundo de la industria, del comercio y del movimiento de
riqueza en general. Es más activa y emprendedora que la burguesía terrateniente, aunque
menos números, y su presencia se advierte sólo en las zonas periféricas del Cantábrico y en
Valencia, Bilbao y Barcelona se convierten en las dos capitales que, con la introducción del
maquinismo, el desarrollo de la industria y, en general, del mundo empresarial, concentran a
lo más selecto de esta burguesía.
Pero quienes dan el tono a la España isabelina son las llamadas clases medias.
Comprende a todos aquellos que no pertenecen ni a la aristocracia ni al proletariado. Se trata
de un sector social que adquiere personalidad precisamente en esta época que siente un gran
deseo de aparentar por encima de sus posibilidades reales. Quizá para evitar que se les
confunda con los de abajo quieren marcaran distancias y ésta es la única forma que tiene para
ello. Se hace indispensable mantener el decoro.
El medio urbano es el escenario que exige un ritmo de vida que no todos tiene
posibilidades de seguir, y los que mayores esfuerzos realizan para adaptarse a él son los
integrantes de las clases medias. Tres grupos principales: los intelectuales, los militares y los
funcionarios. Entre los primeros cabe señalar a los profesionales, especialmente los médicos
y los abogados. Aquéllos, de una mentalidad más radical, ya que su continuo contacto con las
enfermedades y con las miserias humanas les lleva a adoptar frecuentemente una postura de
rebeldía y de contestación al orden existente. En cuanto a los abogados algunos consiguen
destacar en el panorama político, ya que la especialización en leyes se convierte en una
plataforma que facilita el acceso a los cargos oficiales. Pero otros vegetan en mediocres
bufetes que apenas les proporcionan medios para sostener el tren de vida que les exige
socialmente el título que poseen. También pueden incluirse en este grupo a los periodistas,
que disfrutan de un poder que no siempre concuerda con el nivel económico que les
proporciona su escasa retribución, y a los profesores en todas sus categorías.
Los militares constituían un sector en el que cabe distingue un estrato superior,
formado por los generales y altos mandos; uno inferior, que era el de la tropa, y se nutría con
gentes procedentes de las capas inferiores de la sociedad, y uno intermedio, que es el que
contribuía a nutrir a estas clases medias de la sociedad española. Hay en esta época
abundancia de militares, consecuencia en parte de la guerra civil recién terminada, y la mayor
parte de ellos constituyen los cuadros intermedios y bajos de la oficialidad. Estos cuadros
intermedios del Ejército no cabe duda de su importancia como elemento de discordia por su
descontento a causa de su paga escasa e irregular y de sus dificultades para el ascenso dentro
del escalafón.
Los funcionarios, cuyo crecimiento se explica por la formación de un Estado que
tiende a la centralización y a la burocratización y por la inclinación que sienten los españoles
a buscar la seguridad que proporciona el vivir de los presupuestos oficiales. Pero en esta
época, esa seguridad era muy relativa, ya que los cambios de Gobierno significaban una
remoción completa de los acuerdos de la Administración. Esa inestabilidad en el trabajo,
daba lugar, alternativamente, según el partido que estuviese en el poder, a la figura del
cesante.
En la mayor parte de la población española se produce en esta época un proceso de
proletarización. A las consecuencias de la desamortización afectó al campesinado modesto,
que tuvo que aceptar las condiciones que le ofrecía el nuevo propietario de las antiguas tierras
de la Iglesia. El número de jornaleros era ya de 2.300.000 a finales de la década de los
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cincuenta. Sus condiciones de vida eran, por lo general, miserables. No trabajaban más de
200 jornadas al año, por un salario que oscilaba alrededor de los seis reales al día, pagado a
veces, la mitad en dinero y la mitad en especie. Por todo ello, desde el inicio del reinado de
Isabel II, comienza a manifestarse de forma violenta un descontento que irá generalizándose
en sucesivas etapas. En primer lugar, las tensiones desembocaron en la quema de cosechas,
en la intensificación del bandolerismo y en la ocupación de fincas. En 1845, la creación de la
Guardia Civil supuso, entre otras cosas, el intento de atajar los continuos desórdenes en las
zonas rurales. Sin embargo, los levantamientos campesinos en Andalucía continuaron
produciéndose de forma intermitente. La Revolución de 1854, por ejemplo, aunque en Sevilla
tuvo un carácter fundamentalmente político, se vio secundada por la acción de las masas
campesinas, que se levantaron en Utrera, Morón de la Frontera, El Arrabal y en algunos otros
pueblos. En 1861, de nuevo la revuelta adquirió dramáticos tintes sociales y del Álamo,
levantó una partida el 28 de junio, se apoderó del pueblo de Iznájar y trató de proclamar la
República. Cuando se presentaron en Loja las fuerzas del Gobierno, disolvió su ejército, que
llegó a contar con 100.000 individuos, y huyó.
Se manifestaba ya de forma evidente la polarización de los enfrentamientos que se
estaban dando en el campo andaluz entre los propietarios de la tierra y los desposeídos de
ella. El problema de la tierra y las luchas sociales que éste originaba serían el principal factor
de inestabilidad que presidiría el desarrollo del campo andaluz en lo sucesivo.
La situación del obrero en las ciudades no era mucho mejor que la del campesino. La
desaparición del artesano y del régimen gremial que lo protegía dio paso al sistema
capitalista, en el que la fábrica sustituyó al viejo taller, que no podía sobrevivir sin el apoyo
corporativo. Las condiciones de trabajo distaban mucho de satisfacer las necesidades de una
familia, cuyos miembros en su totalidad tenían también que trabajar para poder sufragar un
mínimo de subsistencia.
El proletariado industrial no era todavía muy numeroso en el reinado de Isabel II.
Algo más de 150.000 hombres integraban este sector, que se concentraba fundamentalmente
en Cataluña. El hacinamiento de los barrios periféricos, el desarraigo de una población
emigrante procedente de las regiones más deprimidas y, en general, las precarias condiciones
de vida, propiciaron los disturbios laborales que comenzaron a producirse por aquellos años.
Las primeras acciones de los trabajadores urbanos habían tenido lugar en Barcelona
en 1835, y se reprodujeron tres años más tarde. En 1840 se fundó el primer sindicato que
existió en España: la Asociación de Protección Mutua de Tejedores de Algodón, o Sociedad
de Tejedores, que inmediatamente fue prohibido por las autoridades. Consiguió una rápida
implantación durante la regencia de Espartero llegó a alcanzar en 1842 los 50.000 militantes.
La llegada de los moderados al poder acentuó las medidas represivas contra el
asociacionismo obrero que, sin embargo, seguía organizando huelgas y movimientos de
resistencia, como los de agosto de 1844 en Barcelona, o el de marzo de 1846 en Sabadell.
A partir de 1850 se intensificó el movimiento asociacionista y fue entonces
precisamente cuando el antiguo tornero Josep Anselm Clavé organizó unos coros que
funcionaban como sociedades obreras de apoyo mutuo. En marzo de 1854 se produjo en
Barcelona la primera huelga general, que intentó ser reprimida por el Ejército, lo cual
provocó lucha en las calles, barricadas, varios obreros muertos y muchos heridos. El
conflicto, que amenazaba con extenderse a otras ciudades de Cataluña, terminó con el
compromiso de las autoridades de legalizar las sociedades obreras y de proceder a la
reglamentación de las condiciones de trabajo. Sin embargo, las medidas fueron estimadas
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ganando terreno por su concepto de una literatura útil al progreso social. Frente al
Romanticismo, El Realismo preconizaba la observación de la realidad para plasmarla con
certera fidelidad. En Francia, el vértice que señala la frontera entre el Romanticismo y el
Realismo, se sitúa en la Revolución de 1848. A partir de entonces, esta corriente, que tiende
hacia lo concreto, hacia la realidad constatable, se ve acompañada por el Positivismo, un
sistema filosófico que se basa en el método experimental y que se niega a aceptar toda la
verdad que no pueda ser demostrada mediante la observación directa del mundo sensible.
Ello dio lugar a notables avances en las ciencias de la naturaleza que propician una cada vez
más sólida confianza en el futuro y en el progreso indefinido de la humanidad. Este
optimismo vital se refleja también en la literatura, en el arte, en la historia, e incluso en la
religión. El utilitarismo, el empirismo, el recurso al sentido común son actitudes típicamente
burguesas, que alcanzan su apogeo cuando también lo hacen en España las clases medias.
La observación de la realidad social, las costumbres, la caracterización de los tipos
madrileños o andaluces, no ya con un espíritu crítico ni mediante la sátira mordaz, como
hacía Larra, sino con una postura benevolente y de complacencia, serán los temas que
dominen en la literatura española a partir de mediados del siglo XIX. Balzac abrió así el
camino de la novela moderna que siguieron después Dickens, Doctoyevski, Flaubert, Zola,
Tolstoi y tantos otros.
En España esta nueva narrativa arraigó primero en los folletines publicados de la
prensa social, en los que se describía el nuevo marco social urbano, con las miserias de los
bajos fondos y los ambientes sórdidos de los suburbios donde se hacinaban los trabajadores
industriales. Este mundo se contraponía al de los ricos, y entre ambos se tramaban historias
melodramáticas, en las que con frecuencia salía malparado el aristócrata poderoso y triunfaba
el oprimido.
Frente a este tipo de realismo social, Fernán Caballero (su verdadero nombre era el de
Cecilia Böhl de Faber), representa una narrativa realista desde una óptica distinta. Rechaza
ese afán por describir los aspectos más negros de una sociedad para presentar unos cuadros
idílicos de la vida andaluza en la que trabajadores y poderosos viven en perfecta armonía bajo
la misma devoción religiosa y apegados a las antiguas costumbres.
Al final del reinado de Isabel II y en el Sexenio revolucionario, comienzan a aparecer
nombres en la narrativa española, cuya producción más importante se realizaría ya en la
época de la Restauración. Entre ellos, José M. de Pereda, Pedro Antonio de Alarcón y, el
entonces muy joven, Benito Pérez Galdós.
La mayor parte de los escritores que aquí se ha relacionado se iniciaron en la prensa,
en la que siguieron colaborando después. La prensa, y sobre todo la prensa política, se
desarrolló extraordinariamente a partir de 1837. La capital de España era la que acogía a un
mayor número de periódicos, que llegaron a alcanzar la cifra de 27. En el resto del país, en su
conjunto, se publicaban alrededor de 30 periódicos. La profesión periodística no sólo se
convirtió en una plataforma importante para saltar a la carrera política, desde el punto y hora
en que se convirtió en el cuarto poder, sino que sirvió también a muchos escritores para
obtener los recursos económicos que el simple cultivo de las letras no podía ofrecer. El Eco
del Comercio, La Abeja, El Español y El Siglo, en Madrid; El Vapor, El Europeo y La
Guardia Nacional, en Barcelona, eran algunos de los periódicos más importantes en la época
isabelina.
En el terreno de las artes plásticas domina también en el período comprendido entre la
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regencia de María Cristina y el final del reinado de Isabel II, la corriente romántica. En la
pintura, el precedente inmediato de esta corriente está representado por la figura de Francisco
de Goya, el pintor más genial de todo el siglo XIX. El Romanticismo en la pintura se
caracteriza por su interés por la historia y por su afán por lo literario. Se acentúa en estos años
lo pintoresco y lo típico y se arrinconan los temas religiosos.
En la capital de España, Leonardo Alenza y Eugenio Lucas y Padilla figuran entre los
artistas más interesantes del romanticismo español. Fue más conocido Federico Madrazo, a
quien se le ha llegado a considerar como el pintor que mejor representa el arte oficial del
reinado.
Sin que pueda hablarse de una escuela paisajística española romántica, existe una
serie de individualidades con algunas características comunes. El pintor más sobresaliente en
este sentido es Genaro Pérez Villaamil. Su pintura era muy del agrado de la clase burguesa,
con cuadros generalmente de pequeño formato y de un estilo fino y amable, efectuados con
facilidad y maestría, y de un dibujo elegante. De parecidos rasgos son también los paisajes de
Antonio Brugada, Vicente Camarón y Antonio Lucas Vázquez. En Barcelona, Luis Rigalt,
hijo del también pintor Pablo Rigalt, cultivó asimismo el paisaje.
Desde mediados de la centuria, además de la pintura romántica paisajística y
costumbrista, aparecen tendencias realistas en las que predomina también la temática e
cuestiones históricas. Mariano Fortuny, que fue comisionado para marchar a África con el
general Prim para realizar una especie de crónica gráfica de la guerra de Marruecos, fue el
que alcanzó una mayor fama y éxito comercial. Eduardo Cano, José Casado del Alisal, con
sus conocidas obras La rendición de Bailén y La campana de Huesca, o Antonio Gisbert, con
su famoso cuadro El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros. En este sentido, no debemos
olvidar a Eduardo Rosales, a quienes algunos crítico lo consideran como la cumbre del
género. Su obra más conocida, El testamento de Isabel la Católica.
En el campo de la escultura, la influencia de lo romántico en contraposición a lo
neoclásico no resulta fácilmente detectable, quizá porque es un arte que se presta menos a
reflejar lo que el espíritu romántico quería expresar. Los nombres de Ponciano Ponzano, José
Grajera y los hermanos Bellver sobresalen en el panorama escultórico de la época.
Por su parte, la arquitectura experimenta en el tramo central del siglo XIX un gran
desarrollo, impulsada por la iniciativa oficial y también por la aristocracia, que construye
palacios y residencias en los grandes centros urbanos. En estas obras predomina una base
clasicista, a partir de la cual los arquitectos se toman una serie de licencias un tanto
heterodoxas que tienen como finalidad aligerar y agilizar los pesados y macizos edificios del
período anterior. El Palacio del Congreso de los Diputados y el Teatro Real en Madrid son
los edificios más representativos de la época isabelina.
El edificio de la Biblioteca Nacional, o Palacio de Bibliotecas y Museos como
también se le conocía, se proyectó en las postrimerías del reinado de Isabel II.
Expresión genuina del ascenso de la burguesía catalana en este período es el edificio
del Liceo de Barcelona, donde se reunía lo mejor de la sociedad para presenciar las
representaciones de ópera.
Desde el punto de vista urbanístico, uno de los aspectos más interesantes de este
período del reinado de Isabel II es el de los ensanches de Madrid y Barcelona, proyectados
por los ingenieros Carlos María de Castro e Ildefonso Cerdá, respectivamente.
No puede estar completa una visión de la vida cultural y artística de la España de los
21
La década moderada (1844-1854).
años centrales del siglo XIX, sin una referencia a la música de este período. Frente al gusto
italianizante de la burguesía más refinada y elegante, se difundió también por esta época la
zarzuela. Francisco Barbieri estrenó Pan y toros en 1864 y con esta obra se iniciaba el género
casticista, con un lenguaje callejero y una música pegadiza.
Como contraste a este panorama, la música instrumental suscitaba por estos años
bastante menos interés. Apenas se celebraban conciertos.
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TEMA 9.- PROGRESISTAS, MODERADOS Y UNIÓN LIBERAL
1. LA REVOLUCIÓN DE 1854
El predominio de los moderados en el poder finaliza en 1854. El golpe que acabó con
el Gobierno del conde de San Luis presenta tres frentes distintos que concluyen en su
propósito de provocar un cambio político: un pronunciamiento de generales conservadores;
una oposición política por parte de los progresistas y de un sector del mismo moderantismo, y
una revuelta popular, que se traduce en la ya tradicional formación de Juntas Locales y
provinciales por todo el país.
El partido moderado se hallaba deshecho y desgastado, y algunos de sus miembros
afines al sector puritano prepararon con algunos destacados militares una acción para cambiar
la línea política seguida por los polacos y sustituirla por una de un liberalismo más sincero y
abierto. Entre los políticos estaban Ríos Rosas, Fernández de los Ríos, el marqués de Vega de
Armijo y Cánovas del Castillo; entre los militares, O’Donnell, Dulce y Serrano. A estos
hombres se debió la iniciativa revolucionaria, aunque en una segunda fase entraron a jugar
los elementos progresistas y populares, descontentos con la carestía que habían provocado las
exportaciones de trigo a Inglaterra para compensar la desaparición de las exportaciones rusas
como consecuencia de la guerra de Crimea.
El 28 de junio, el general Domingo Dulce, director general de Caballería, se
pronunció en el Campo de Guardias, y O’Donnell, que había permanecido escondido durante
algún tiempo para escapar a la represión del Gobierno Satorius, junto con los generales Ros
de Olano Mesina, acudió a unirse a ellos. El Gobierno envió para someter a los sublevados al
general Blaser, y las dos fuerzas se enfrentaron el día 30 en Vicálvaro, donde se produjo una
escaramuza de resultado indeciso. La Vicalvarada no produjo ni vencedores ni vencidos, y
por el momento parecía que los militares que se habían pronunciado no tenían apoyo
suficiente para alcanzar su propósito. O’Donnell, que se convirtió enseguida en la cabeza
visible de los sublevados, no tenía nada en común con los progresistas, pero comprendió que
sin su apoyo sería imposible el triunfo, y por eso atendió los consejos que proponían el
llamamiento a esta fuerza política. Ésa fue la intención del Manifiesto de Manzanares,
redactado por Antonio Cánovas del Castilllo. Algunos historiadores han dudado a la hora de
atribuirle esa finalidad concreta al Manifiesto, pero es clara la sintonía de muchos de sus
postulados con el credo progresista: “Nosotros queremos la consagración del trono, pero sin
camarilla que le deshonre; queremos la práctica religiosa de las leyes fundamentales,
mejorándolas, sobre todo la electoral y la de imprenta; queremos la rebaja de los impuestos,
fundada en una estricta economía; queremos que se respeten en los empleos militares y
civiles la antigüedad y los merecimientos; querremos arrancar los pueblos a la centralización
que los devora, dándoles la independencia local necesaria para que conserven y aumenten sus
intereses propios; y como garantía de todo esto, queremos plantearnos sobre sólidas bases la
Milicia Nacional”.
Se formó un nuevo Gobierno encabezado por el general Fernández de Córdova e
integrado por hombres como Ríos Rosas, el duque de Rivas, Gómez de la Serna y Catero, es
decir, por progresistas respetables y por alguno moderados. Pero Fernández de Córdova era
un militar de talante esencialmente conservador y sacó las tropas a la calle con la intención de
De 1854 a 1868.
reprimir rápidamente los brotes revolucionarios, cosa que no consiguió, puesto que a partir
del día siguiente se formaron barricadas en las calles y se incrementó e número de paisanos
armados que acudían al centro de Madrid desde los barrios populares. El duque de Rivas
sustituyó a Fernández de Córdova, que pasó a ocupar la cartera de Guerra en nuevo
Ministerio. La situación era confusa, y para controlarla, los progresistas más avanzados
decidieron crear una Junta de Salvación, Armamento y Defensa, cuya presidencia fue
ofrecida al viejo general Evaristo San Miguel, cuya carrera política había comenzado treinta
años antes, al ocupar la presidencia del Gobierno exaltado durante el Trienio constitucional.
El general San Miguel pactó con la reina Isabel II la aceptación de los principios
progresistas y la formación de un nuevo Gobierno presidido por Baldomero Espartero, que se
hallaba en Logroño retirado de la política. Espartero había recuperado su popularidad, y la
noticia de que había sido llamado por la reina convirtió en júbilo la amenazadora actitud del
pueblo sublevado.
Palacio Atard ha hecho notar la marcha inversa de estos acontecimientos con relación
a los que tuvieron lugar en 1843. En efecto, si en aquella fecha fueron los moderados los que
se aprovecharon de un golpe que habían iniciado los progresistas contra su propio Gobierno,
ahora serán los progresistas los que sacasen ventaja de una revolución a la que habían sido
llamados por un grupo de moderados disconformes contra un Gobierno de correligionarios.
Aquellas jornadas de julio no eran más que la consecuencia del peligroso juego
político a que daba lugar el sistema de la Constitución de 1845 y la propia actitud de la reina
Isabel II. La Corona era persistente en su deseo de mantener al partido moderado en le poder,
y eso se conseguía mediante la manipulación de la voluntad popular expresada en unas
elecciones que en realidad eran una farsa. Al encargar a un miembro del partido moderado
que formara Gobierno, le daba también el poder para formar unas Cortes con el apoyo
suficiente. El electorado no era muy numeroso y se podía controlar mediante procedimientos
diversos, de tal manera que se podía garantizar el resultado deseado. Eso no daba opción a los
progresistas, que veían bloqueado su acceso al poder a causa del pacto entre la Corona y los
moderados. La única forma de conseguir el Gobierno, ya que no por la vía legal de las
elecciones, era el golpe, la revolución. Y así fue como lo consiguieron en 1854. Eso no sería
óbice, sin embargo, para que el progresismo tratase de utilizar desde el Gobierno exactamente
los mismos procedimientos que sus opuestos políticos. No contaban, empero, con una baza
fundamental, cual era la confianza de Isabel II.
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De 1854 a 1868.
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De 1854 a 1868.
procedimiento que los diputados al Congreso, y por otra parte, para tratar de evitar esa arma
tan frecuentemente utilizada por la Corona en connivencia con el partido de sus simpatías,
como era el de la disolución de las Cortes, se propuso la eliminación de esa facultad. No se
aprobó una medida tan radical, pero se limitó mediante esta fórmula: “Cada año estarán
reunidas las Cortes a lo menos cuatro meses consecutivos, cantados desde el día que se
constituya el Congreso de los Diputados. Cuando el rey suspenda o disuelva las Cortes antes
de cumplirse este término, las Cortes nuevamente abiertas estarán reunidas hasta completarlo.
En el primer caso previsto en el párrafo anterior, la suspensión de las Cortes en una o más
veces no podrá exceder de treinta días.”
Donde el proyecto de la comisión dejaba ver más claramente su inclinación
progresista era en las cuestiones referentes a los municipios, a la Milicia Nacional y a la
institución del jurado. Con respecto al primero, se dejaba bien claro que los Ayuntamientos
serían elegido por los vecinos, eso sí, siempre que pagasen contribución directa a los gastos
del Estado, de la provincia o del distrito municipal. En cuanto a la Milicia Nacional, se
establecía su creación aun cuando se remitía a una ley posterior su organización y el tipo de
servicio que debería prestar. Lo mismo ocurría con el jurado, cuyo funcionamiento quedaría
regulado por leyes orgánicas y ordinarias.
Con todos sus fallos y limitaciones sobre todo por su carácter eminentemente
progresista, Tomás Villarroya hace de él una valoración positiva en algunos aspectos, trataba
de eliminar algunos obstáculos tradicionales que entorpecían el normal funcionamiento de la
práctica política. El proyecto de 1856 merece la consideración de un documento hijo de una
situación dominada por los progresistas en el que su partido debía contar con todas las
ventajas, lo cual estaba muy lejos de favorecer la convivencia política.
La Constitución, finalmente, no pudo ser aprobada, por eso fue conocida como la non
nata, puesto que la crisis de 1856 provocó la disolución de las Cortes. Pero ahí queda el texto
como expresión de las aspiraciones políticas de aquellos que habían hecho triunfar la
Revolución de 1854.
Mejor suerte que la frustrada Constitución tuvo la ley Desamortizadora promulgada el
1 de mayo de 1855, conocida como la Desamortización de Madoz, ministro de Hacienda.
Esta ley supone el inicio de la última etapa del largo proceso que se había iniciado en el siglo
XVIII. También llamada desamortización civil, afectaba no sólo a bienes de este tipo, sino
también a bienes pertenecientes al clero, lo cual serviría para agravar las tensiones entre el
Estado español y la Santa Sede, que se habían reavivado con motivo de la discusión en torno
a la libertad religiosa.
Aunque los estudios existentes no son tan abundantes ni completos como los que se
han realizado ya saber la que llevó a cabo Mendizábal, podemos afirmar que en cuanto a
volumen de ventas ésta fue la más importante. Los bienes desamortizados en 1837 alcanzaron
la cifra de 3.5 millones de reales, la de 1855 ascendieron a 5.700 millones.
La ley pretendía ser -como rezaba su preámbulo- “una revolución fundamental en la
manera de ser de la nación española, el golpe dado al antiguo deplorable régimen, y la forma
y el resumen de la generación política de nuestra patria.” En su virtud, se declaraban en
ventea todos los bienes pertenecientes a manos muertas que no lo habían sido en anteriores
desamortizaciones, es decir, todos los predios rústicas y urbanos, censo y foros del clero, de
las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén, de cofradías,
obras pías y santuarios, de propios y comunes de los pueblos, de beneficencia y de
4
De 1854 a 1868.
instrucción pública, De toso ellos, los que destacaban por su importancia eran los bienes que
pertenecían a los municipios, tanto los que eran propiedad del pueblo en su conjunto -
propios- y los beneficios que producían revertían en la totalidad de la comunidad, en forma,
por ejemplo, de mejoras de infraestructura, como los comunes, que siendo también del pueblo
podían ser disfrutados personal e individualmente por los vecinos del mismo para llevar el
ganado a pastar o para recoger leña para el hogar.
La finalidad de la ley Madoz era fundamentalmente, como lo había sido la de
Mendizábal, la de obtener medios económicos para el Estado. Tampoco en esta ocasión
aparece como una preocupación por parte de los progresistas el acceso a la tierra de los
desposeídos. Los bienes desamortizados pasarían a propiedad de aquellos que más pudieran
pagar por ellos. Es decir, se utilizó también el procedimiento de la subasta pública para su
venta, NO obstante, se introdujeron algunas mejoras técnicas en cuanto a la forma de pago,
pues ésta sólo podría hacerse en metálico y en un plazo de quince años, con un descuento del
5% sobre los plazos adelantados. Estas condiciones se modificaron en parte en 1856,
admitiéndose en alguno casos títulos de Deuda para pagar la mitad del valor total de los
bienes adquiridos, pero sólo al valor de cotización del día anterior a la operación.
Así pues, en todo caso podría hablarse de unas consecuencias sociales negativas, al
arrebatarle a los pueblos los únicos medios de financiación que tenían en la mayor parte de
los casos para mejorar la calidad de vida de los vecinos y atender a los gastos de los servicios
comunes, o bien al dejar a los habitantes más pobres sin la posibilidad siquiera de aprovechar
esas tierras comunales para mantener su precaria subsistencia. Sólo en contados casos
pudieron los municipios verse libres de la enajenación de su patrimonio, cuando justificaban
que sus propiedades eran de aprovechamiento común y quedaban exceptuadas de la venta.
Para compensar la perdida de sus fuentes de ingresos, los municipios sólo disponían de los
impopulares impuestos sobre los consumos, tan denostados y atacados por las clases menos
favorecidas.
De otro lado, la desamortización de los bienes del clero incluidos en esta ley planteaba
de nuevo, a los cuatro años de la firma del Concordato, las relaciones con la Santa Sede. Por
este motivo, la reina se negó en un principio a sancionar la ley cuando se la presentaron en
Aranjuez, donde se hallaba, Espartero y O’Donnell. Tras algunas dilaciones y excusas no
tuvo más remedio que sancionarla, aun con graves problemas de conciencia, lo que provocó
la ruptura con Roma.
Cuando las Cortes constituyentes suspendieron sus sesiones en julio de 1855, habían
aprobado más de 90 leyes, y entre ellas la ley general de Ferrocarriles, que regulaba la
expansión de este medio de transporte. Después de un año, los moderados habían recobrado
energías y se aprestaban de nuevo a recuperar el Gobierno. Espartero era el centro de sus
críticas, que se ejercían sobre todo a través del periódico clandestino titulado El Padre Cobos.
Pero sus censuras encontraban también eco popular, debido a la actitud siempre engreída del
duque de la Victoria y al descontento generalizado que habían provocado algunas de las
disposiciones aprobadas por los progresistas que tendían a favorecer claramente a los
elementos afines a su política, como pensiones, recompensas y ascensos en el escalafón
militar. Lo que Fernando Garrido llegó a calificar de tontería tradicional de los progresistas, y
que no era más que su escasa capacidad para detentar el poder sin el concurso de un figurón
como Espartero, les llevará de nuevo a la división. Por una parte, los progresistas puros que
se negaban a colaborar con un Gobierno que mantenía a O’Donnell como segundo de abordo;
por otra, los que tendían hacia un centro liberal por huir del radicalismo de los demócratas.
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De 1854 a 1868.
Las divergencias se acentuaron ante la actitud que tomó el Gobierno para reprimir
algunas revueltas de carácter social que se produjeron en Barcelona, Zaragoza y Valencia,
que más tarde se extendieron a Castilla, y que desembocaron en el incendio de fábricas de
harina, barcas que servían para su transporte y en saqueos de casas y almacenes. En muchos
casos, la Milicia se puso de parte de los revoltosos y esa crisis de poder fue aprovechado por
la reina para destituir a Espartero y nombrara a O’Donnell jefe de Gabinete, el 14 de julio de
1856. Era un auténtico golpe de Estado, ya que la maniobra iba en contra de la mayoría
parlamentaria, pero era también el único final posible de ese ocasional maridaje de los dos
generales. Ganó el menos cándido, pues Espartero no sólo no supo cortar el deslizamiento del
Gobierno hacia la derecha, impulsado por O’Donnell, sino que fue utilizado por éste como
parachoques de los embates que procedían de la izquierda, valiéndose del carisma y la
popularidad que seguí ateniendo el duque de la Victoria.
O’Donnell fue recibido en las Cortes con un voto de censura, mientras que en las
calles se enfrentaban los milicianos con las tropas leales al Gobierno. Espartero se negó a
ponerse al frente de la Milicia por temor a que el triunfo de la revolución provocase la caída
del trono. La resistencia de los milicianos no duró mucho tiempo. Fueron sometidos por el
Gobierno, primero en la capital, y poco más tarde en Barcelona y Zaragoza.
Con una mayoría hostil en las Cortes, O’Donnell optó por disolverlas, con lo que
moría la Constitución aún no nacida, y restableció la Constitución de 1845, aunque
añadiéndole un Acta adicional mediante la que introducía algunas medidas liberalizadores,
que fue aceptada por la Corona. O’Donnell, que había sido el autor y el principal protagonista
de la Revolución de 1854, acababa ahora con ella. La reina ya no le necesitaba, puesto que
estaba ya trazado el camino para la vuelta de los moderados. El pretexto para darle el cese era
fútil, pero refleja a las mil maravillas la precaria base en la que se sustentaban los Gobiernos
y el papel que la Corona seguía jugando en el funcionamiento de la maquinaria política de la
época. Con motivo de sus cumpleaños, el 10 de octubre, Isabel II dio una fiesta en palacio, en
la que desairó al jefe del Gabinete, prestando toda su atención a Narváez, que acababa de
regresar a Madrid. Fue suficiente para que O’Donnell presentase su dimisión al día siguiente.
3. EL BIENIO MODERADO.
Narváez sustituyó a O’Donnell en la presidencia del Consejo. Era la cuarta vez que
ascendía a este puesto, y venía acompañado ahora de elementos ultraconservadores, como
Nocedal, en Gobernación, y de reformistas eficaces, como Claudio Moyano, en Fomento. La
vuelta de los moderados la poder significaba, según la práctica política de entonces, no sólo
la remoción completa de empleados, sino la destrucción de la tarea legislativa llevada a cabo
por los inmediatos antecesores. Por de pronto, se derogaron todos los decretos, leyes y
disposiciones que violaban el Concordato de 1851, y se restablecieron las relaciones con la
Santa Sede. Se suspendió la aplicación de la ley desamortizadora de 1855. Se confirmó el
restablecimiento de la Constitución de 1845, pero sin el Acta adicional que había hecho
aprobar el Gabinete O’Donnell, y se suprimieron todas las disposiciones que los progresistas
habían introducido para el gobierno de los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales. En
definitiva, se volvía a la situación anterior a la Revolución de 1854.
Frente a esta labor destructiva, el Gobierno presidido por Narváez llevó a cabo en esta
ocasión una notable tarea legislativa que mereció el reconocimiento de historiadores como
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De 1854 a 1868.
Pirala o Garrido, tan poco sospechosos comulgar con la política moderada. Los moderados
contaron con una aplastante mayoría en la Cámara, pues en las elecciones celebradas el 25 de
marzo sólo salió media docena de diputados progresistas.
Las Cortes se abrieron el 1 de mayo, la primera cuestión que abordaron fue la reforma
del Senado, en el que en lo sucesivo se exigirían más requisitos para adquirir la condición de
senador, con el objeto de que se prestigiase más la alta Cámara. En este sentido, se introdujo
la novedad de hacer hereditario el cargo para aquellos grandes de España que disfrutasen de
una renta de 200.000 reales. La medida, sin embargo, no tuvo efecto por el temor de los
Gobiernos que se sucedieron a que aquello pudiese dar lugar al restablecimiento de las
vinculaciones.
También presentó el Gobierno un proyecto de ley de imprenta, que se convirtió en ley
el 13 de julio de 1857. En ella se introducía la censura previa para la publicación de
periódicos y se exigía a la directores un depósito permanente de 300.000 reales se era de
Madrid, y de 200.000 se era de provincias, para responder de los posibles delitos que
determinasen unos jueces especiales, que se creaban también al efecto. Además de estas
leyes, el Gobierno Narváez realizó importantes trabajos estadísticos, como el censo general
de población de 1857, promulgó la ley de Instrucción Pública y fundó la Academia de
Ciencias Morales y Políticas. Pero junto a esta política de realizaciones y de reformas
administrativas, el Gobierno moderado hizo gala de una gran dureza en las represiones que
llevó a cabo contra los autores de graves desórdenes que tuvieron lugar aquel verano de 1857
en Andalucía.
Sólo había transcurrido un año desde su nombramiento, cuando se produjo la caída
del Gobierno Narváez; la reina desconfiaba de su carácter autoritario. Lo cierto es que ni
siquiera con una mayoría parlamentaria fuerte podía sostenerse un Gobierno que no contaba
con la confianza de la Corona, aunque fuese tan moderado. En el colmo de la insensatez, la
reina hizo un intento de presidir ella misma un Gabinete, de lo que fue disuadida por Bravo
Murillo, tras mostrarle su condición de inviolable.
El encargado de formar nuevo Gobierno fue le general Armero (15 de octubre de
1857-11 de enero de 1858). Armero era un hombre de transición que pretendía situarse entere
el radicalismo de los progresistas y el reaccionarismo de los moderados. No pudo hacer nada:
una desfavorable votación en las Cortes provocó su sustitución por Javier Istúriz. Éste, a
pesar de su dilatada experiencia política, no fue capaz tampoco de mantenerse más allá de
algunos meses (11 de enero-30 de junio de 1858). A pesar de contar también con el apoyo del
sector más duro del moderantismo encabezado por Bravo Murillo, fue despegándose de él
para conectar con los elementos más liberales, i incluso con algunos del partido progresista.
Parecía llegada la hora de los que intentaban llevar a la política española una solución de
centro. El Gobierno de los moderados se había desacreditado a causa de sus escisiones, que
ponían de manifiesto su desgaste. Su contenido político no se había renovado, seguía
alimentándose ideológicamente del doctrinarismo de la época de María Cristina, y no se
había producido el relevo de sus principales líderes. Pero lo mismo les ocurría a los
progresistas. El fracaso de la Revolución de 1854 había puesto al descubierto la inviabilidad
de una solución puramente progresista. El resultado de la deserción de miembros de una y
otra opción política fue la formación de la Unión Liberal, una nueva fuerza que intentaría
conciliar la libertad con el orden y que llenaría la vida política española, al menos hasta 1863.
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De 1854 a 1868.
4. LA UNIÓN LIBERAL
En 1858 se abre una nueva etapa en el reinado de Isabel II en la que se ensaya una
solución política representada por la Unión Liberal. Esta fuerza estaba integrada por
elementos convergentes de los dos partidos históricos, e inspirada por un militar, el general
Leopoldo O’Donnell, y un civil, José Posada Herrera, antiguo progresista, político hábil y
con sentido práctico, además un buen orador. Por su parte, O’Donnell, nacido en Canarias y
de origen irlandés, había iniciado su ascenso en la carrera militar en la guerra carlista, donde
llegó a alcanzar el grado de teniente general cuando sólo tenía treinta años. Durante la
regencia de Espartero se convirtió en uno de los elementos más destacados del partido
moderado. Fue nombrado capitán general de la Habana y senador, pero su actividad política
era todavía muy limitada. Rompió con Narváez en 1848 por disconformidad con la represión
de movimiento progresista y saltó al protagonismo político con motivo de la Vicalvarada.
El objetivo de estos hombres de la Unión Liberal era el de hallar el difícil equilibrio
entre la libertad y el orden u conciliar los diversos intereses que habían venido enfrentándose
sistemáticamente en forma de poder y de oposición. Como partido de síntesis, La Unión
Liberal carecía de un programa propio y de un cuerpo de doctrina original. Es más,
O’Donnell consideraba la intransigencia doctrinal y los dogmas políticos como trabas
insalvable para la buena marcha del Gobierno. Posada Herrera, por su parte contaba al partido
moderado y la partido progresista porque cada uno pretendía imponer su propia Constitución,
cada uno tenía su propio sistema de administración, e incluso, cada uno tenía sus propios
funcionarios. Creía que había que partir de las instituciones existentes para consolidarlas y
hacerlas eficaces, para después llevar a cabo su perfeccionamiento y adaptación a los tiempos
venideros. Su eclecticismo y pragmatismo le llevaban a acoger a todos aquellos que aceptase
la dinastía y la Constitución y no tuviese opiniones contrarias en lo esencial al proyecto, sin
tener en cuenta su procedencia ni su denominación. Los procedentes de los dos partidos
tradicionales que acudieron a la llamada de la Unión Liberal eran los resellados: los
moderados Martínez de la Rosa, Alejandro Mon e Istúriz, y a los progresistas Santa Cruz,
Lafuente, Cortina y Zavala. Frente ellos quedaban, por la derecha, el conde de San Luis, el
marqués de Pidal, González Bravo y Moyano, y por la izquierda, los puros, encabezados por
Espartero y con el concurso de Olózaga, Madoz, Sagasta, Calvo Asencio y Sánchez Silva.
Bravo Murillo, al que la Unión Liberal le parecía que vivía de la difamación de los demás,
optaron por retirarse de la política.
El 30 de junio se constituyó el Gobierno presidido por O’Donnell -el gobierno largo-,
de una duración superior a los cuatro años. En Gobernación llevaba a Posada Herrera, en
Datado a Saturnino y en Hacienda a Pablo Salaverría. La consiguiente disolución de las
Cortes fue acompañada de la convocatoria de elecciones para finales de octubre. Los
mecanismos de influencia y de presión se pusieron en funcionamiento con el objeto de
obtener una mayoría cómoda en el Congreso. Los gobernadores civiles fueron aleccionados,
se cambió a todo el personal de la Administración y se rectificaron las listas electorales.
Por su habilidad para manipular la voluntad de los electores desde el Ministerio de la
Gobernación, Posada Herrera fue calificado de Gran Elector. Y consiguió fabricar una gran
mayoría sin que por ellos dejasen de estar representados los hombres más destacados de la
oposición, que ejercieron una crítica brillante y tenaz a la labor del Gobierno. Allí estaba
Aparisi y Guijarro, jefe del partido absolutista; González Bravo, cabeza visible de los
moderados que contaban con 30 diputados, y Salustiano Olózaga, al frente de una veintena de
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De 1854 a 1868.
progresistas. Los unionistas, por su parte, formaban una mayoría unida en tango persistiese la
autoridad de O’Donnell y el control y la capacidad maniobrera de Posada Herrera, pues la
diversidad de su origen y la carencia de nexo ideológico entre ellos hacía extremadamente
frágil su cohesión. Como quiera que fuese, lo cierto es que aquellas Cortes tuvieron una
duración de cinco años, lo cual suponía un auténtico récord en el inestable panorama de la
política española de aquellos años.
El Congreso abrió sus sesiones el 1 de diciembre. En los debates se puso pronto de
manifiesto que la palabrería y las acusaciones mutuas, junto con la falta de preocupación por
los problemas de fondo que tenía planteado el país, eran cosas que no había podido desterrar
de la vida parlamentaria el dominio que en ella ejercía la Unión Liberal. Cuando se repasan
las actas de las sesiones, sorprende la abundancia de discursos sobre cuestiones nimias y de
poca monta y la caso total carencia de discursos sobre proyectos legislativos destinados a
llevar a la práctica las ideas de cada uno. El hecho de si debía o no erigirse una estatua a
Mendizábal mereció, por ejemplo, una larga discusión entre progresistas y moderados. Otro
asunto al que, tanto el Congreso como el Senado, dedicaron varias sesiones fue el proceso
seguido contra Esteban Collantes, el cual había sido ministro de Fomento con el conde de San
Luis en 1854 y había sido acusado de haber cometido delitos de fraude. Esteban Collantes
quedó absuelto, pero el proceso había desatado las pasiones políticas de las dos Cámaras y
agotado varias sesiones en su desarrollo.
Algunos acontecimientos interiores no consiguieron del todo alterar la tranquilidad
que vivió el país en aquella etapa. Un intento republicano dirigido por Sixto Cámara, que
intentó sublevar a la guarnición de Olivenza, y que le costo la vida, y un frustrado regreso del
conde de Montemolín, que desistió cuando nació el hijo varón de Isabel II, Alfonso. La
guerra de África inició una seria de aventuras exteriores que explican la desactivación de los
endémicos conflictos domésticos durante algún tiempo.
Pero la estabilidad política de estos años tiene mucho que ver con la prosperidad
económica. El Gobierno de la Unión Liberal era consciente de que el desarrollo y la creación
de riqueza eran no sólo el camino para una España nueva, sino el mejor antídoto contra la
revuelta social. El presupuesto extraordinario de 1859 preveía una serie de inversiones en este
sentido, a base de la captación de ingresos extraordinarios y de préstamo. El ferrocarril
comenzó su auténtica expansión a comienzos de la década de los sesenta, y la industria
metalúrgica se benefició de la política de O’Donnell de construcción naval para dotar al país
de una escuadra capaz de enfrentarse a las de las primeras potencias del mundo.
Estos años, sólo alterados ocasionalmente por brotes de republicanismo o
manifestaciones de descontento social, como la revuelta de la Loja, fueron aprovechadas por
la reina para realizar algunos viajes por distintas regiones del país.
No todo era un camino de rosas. La Unió Liberal iba dejando en el trayecto algunos
de los elementos que más habían contribuido a llevarla al poder. Ríos Rosas, Alonso
Martínez, Concha y Cánovas del Castilla. Estas deserciones y el desgaste natural provocado
por su larga permanencia en el poder forzaron la dimisión de O’Donnell el 27 de febrero de
1863.
La causa concreta de la caída del Ministerio fue la negativa de la reina a acceder a los
deseos de O’Donnell de disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones para que se
pronunciasen sobre la cuestión de una reforma constitucional. La actitud de Isabel II parecía
responder al deseo de que no se aboliese aquella otra reforma que se había aprobado en julio
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5. LA GUERRA DE ÁFRICA
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estrecho, se presentó a O’Donnell para ajustar las condiciones de paz, mediante la firma de
unas bases preliminares, que fueron ratificadas el 26 de abril de 1860, en el Tratado de Wad-
Ras. Tetuán quedaba en poder de los españoles hasta que éstos recibiesen una entrega de 400
millones de reales en concepto de indemnización de guerra. Marruecos cedía a España todo el
territorio comprendido desde el mar, siguiendo las alturas de Sierra-Bullones hasta el
barranco de Anghera. Asimismo le cedía a perpetuidad la costa del océano en Santa Cruz la
Pequeña (Ifni) para que crease allí un establecimiento de pesquería, como el que había tenido
allí en otros tiempos. El rey de Marruecos se comprometía, por otra cláusula del tratado, a
ratificar el convenio referente a las plazas españolas de Melilla, El Peñón y Alhucemas, que
habían firmado los plenipotenciarios de los dos países, en Tetuán, el 24 de agosto de 1850.
Desde el punto de vista comercial, España recibiría por parte de Marruecos el tratamiento de
nación favorecida.
La guerra fue el aglutinante que puso de acuerdo a todos los partidos. La oposición
mostró un mayor ardor intervencionista que el del propio Gobierno. Pero ese entusiasmo fue
enfriándose a causa de las numerosas bajas. Posteriormente dio origen a importantes críticas
por los escasos resultados de la intervención, ya que Marruecos no cumplió sus compromisos.
Marruecos consiguió que Tetuán se desalojase antes de que fuese satisfecha toda la
indemnización, y el tratado de comercio que se había firmado el 20 de noviembre de 1861
benefició más a Francia e Inglaterra que a la misma España. Los gastos de la guerra incidió
en la crisis general de 1864-1868. Eso sí, la guerra permitió a O’Donnell recibir el título de
duque de Tetuán.
6. LA INTERVENCIÓN EN ULTRAMAR
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De 1854 a 1868.
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De 1854 a 1868.
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De 1854 a 1868.
declarar la guerra a España a comienzos de 1866. Los barcos españoles se habían dirigido a
Valparaíso para pedir satisfacciones, pero sus condiciones eran muy precarias, ya que le era
muy difícil abastecerse y no podían conseguir refugio en ningún lugar de la inmensa costa del
pacífico. El general Pareja se suicidó, y ocupó su lugar el brigadier Méndez Núñez, quien
recibió órdenes de resistir en aquellas aguas. Bombardeó primero el puerto de Valparaíso, y
el 2 de mayo entro en el puerto de El Callao, desde donde bombardeó sus fortificaciones sin
atender las advertencias de la escuadra norteamericano, que se hallaba fondeada en las
proximidades. Méndez Núñez fue herido en el combate y hubo numerosas bajas en las
dotaciones de los barcos españoles. Ambas partes se atribuyeron la victoria y las relaciones se
mantuvieron hostiles, hasta que en 1871 se firmó un armisticio entre España y las Repúblicas
de Perú, Ecuador y Chile.
Aquellas incursiones españolas en territorio americano demostraron una considerable
falta de sensibilidad hacia los territorios de sus antiguas colonias, que entendieron la
injerencia como una arrogante postura de la nación que no había acertado aún a asimilar el
hecho de la independencia. Costó trabajo restañar las heridas que dejó esta política en las
repúblicas americanas, y aunque se normalizaron las relaciones diplomáticas quedaría
durante muchos años una cierta desconfianza hacia la actitud prepotente mostrada por la
antigua metrópolis.
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De 1854 a 1868.
publicado un artículo -El rasgo- aludiendo a la cesión que hizo la reina de una pare del real
patrimonio para atender a las dificultades de la Hacienda. El Ejército reprimió con dureza las
algaradas callejeras, con el consiguiente escándalo de la oposición y con la indignación de la
opinión pública. Hasta el Ayuntamiento y la Diputación de Madrid dimitieron por aquellos
sucesos de la noche de San Daniel, y Alcalá Galiano, el antiguo liberal revolucionario, que en
aquellos momentos desempeñaba la cartera de Fomento, se vio tan afectado por ellos que
murió víctima de la impresión.
Criticado por todos, y cada vez con menos apoyos dentro del Ejército, la reina cesó a
Narváez y le sustituyó por O’Donnell, quien formó Gobierno el 21 de junio. Sus esfuerzos
por reimplantar el programa de la Unión Liberal no tenían ya objeto, pues los progresistas
que le habían apoyado anteriormente no estaban dispuestos a escucharle ahora, a pesar de las
medidas que aprobó para rehabilitar a los catedráticos separados, para liberalizar la prensa o
para flexibilizar los procedimientos electorales. Los progresistas habían pasado ya del
retraimiento a la actitud revolucionaria, y Prim intentó sin suerte, a comienzos de 1866,
sublevarse contra el Gobierno al frente de algunas fuerzas. El 22 de junio la sublevación
corrió a cargo de los sargentos de artillería de San Gil, disconformes con las medidas que les
impedían el ascenso a la oficialidad hasta el grado de comandante, como ocurría en
infantería. Alentados por los demócratas, atentos siempre a cualquier brote de subversión, los
sargentos intentaron apoderarse del Ministerio de la Gobernación para establecer allí un
Gobierno provisional, pero la resistencia de las fuerzas que lo protegían frustró el asalto.
Refugiados en el cuartel del San Gil fueron sometidos, tras una dura pelea, por las tropas
mandadas por el general Serrano. El Gobierno ordenó el fusilamiento de 66 insurrectos, a
pesar de que Silvela pidiese en el Congreso que la sagrada prerrogativa de la gracia empieza a
templar la severidad de la justicia. O’Donnell perdió la confianza de la reina y fue obligado a
dimitir. Su resentimiento le hizo exclamar que no volvería a pisar Palacio mientras reinase
Isabel II.
El 10 de julio de 1866 Narváez formó su sexto y último Gobierno, y se sostendría ya
en el poder hasta su muerte, el 23 de abril de 1868. Su gestión estuvo condicionada por el
temor a la revolución que se adivinaba y en la que trabajaban activamente los más
importantes miembros de la oposición. A las pocas semanas de su toma de posesión se
reunieron en Ostende progresistas y demócratas para acordar la caída del régimen. Mediante
el Pacto de Ostende, firmado entre otros por Prim, Sagasta, Pierrad y Ruiz Zorrilla, se acordó
destruir todo lo existente en las altas esferas del poder y la elección de una asamblea
constituyente por sufragio universal para que determinase la forma de gobierno que habría de
establecer en el país. Se creó un centro revolucionario permanente en Bruselas, a cuyo frente
se situó el general Prim quien preparó un golpe para el mes de agosto del año siguiente. Al
grito de abajo lo existente, alguno militares iniciaron el levantamiento en Cataluña, en
Aragón, en algunos puntos de la provincia de Cuenca, en Béjar y en as cercanías de Madrid.
Sin embargo, el Gobierno anduvo listo y se movió con rapidez para reprimir estos intentos
que, de todas formas, contaron con escaso apoyo. Prim, que había acudido a Valencia para
dirigir desde allí la insurrección, se encontró con la negativa a colaborar con él de algunos
militares comprometidos que se mostraron en desacuerdo con la abolición de las quintas,
incluida en el programa revolucionario. Prim regresó a Marsella y desde allí marchó a los
Pirineos, donde esperó inútilmente a las fuerzas que debían ayudarle a atravesar la frontera.
La intentona había fracasado.
La política de Narváez, gobernando sin las cortes y practicando un acusado
16
De 1854 a 1868.
despotismo militar, provocó deserciones hasta en el seno de la familia real. El infante don
Enrique desde París denunció en la prensa la situación que se vivía en España. El duque de
Montpensier le hizo presente a la reina, a través de su hermana, la necesidad de cambiar la
política practicada por el Gobierno, en el sentido de una mayor liberalización. La negativa de
Isabel II a prestar oídos a estas advertencias de sus hermanos inclinó a éstos al bando de la
revolución. Fernández de Córdova comunicó a los duques de Montpensier, en diciembre de
1867, en su palacio de Sevilla, que algunos generales, como Serrano y Dulce, obrarían con
energía para colocarlos en ellos en trono si éste quedase vacante.
No obstante, la deserción más determinante fue la de O’Donnell y los unionistas. El
duque de Tetuán retiró su apoyo al régimen en razón de los agravios cometidos por la reina,
pero se negó a desenvainar la espada contra ella. Cuando tras el fallecimiento de Narváez fue
nombrado primer ministro González Bravo, un civil que empleaba también la mano dura,
pero sin el prestigio y la autoridad de que había disfrutado el espadón de Loja, otros generales
unionistas se mostraron dispuestos a pronunciarse. Para llegar a los sediciosos, el Gobierno
envió al destierro a Canarias a los Generales Serrano, Dulce, Serrano Bedoya, Caballero de
Rodas; a Lugo, al general Zavala; a Soria, a Fernández de Córdova, y a Baleares, a Echagüe.
Los duques de Montpensier fueron expulsados de España para que su presencia no pudiera
contribuir a fomentar la conspiración. Pero estas medidas fueron contraproducentes, pues
algunos militares se sumaron a la conspiración por solidaridad con sus compañeros. La única
diferencia que separaba a los unionistas de los progresistas era el candidato de aquéllos, el
duque de Montpensier, a quien Prim no esta dispuesto a aceptar, ya que, según él, apoyar a un
Orleáns le granjearía la hostilidad de Napoleón III. La cuestión se solventó, al igual que con
los demócratas, con la relegación de la decisión sobre el régimen a establecer a una asamblea
constituyente.
El frente revolucionario ya estaba formado. Progresistas, unionistas y demócratas se
unieron bajo el propósito común de derribar a la Monarquía de Isabel II. La coalición no era
sólida, pues Prim desconfiaba de los demócratas después del fracaso del año anterior, y los
progresistas veían con recelo a los generales unionistas. No obstante, como afirmaba
Olózaga, había un obstáculo que era preciso derribar, y no era posible derribarlo sin el
concurso de todos. La revolución se inició con un pronunciamiento naval en Cádiz y
triunfaría en su propósito de destronar a la dinastía de los Borbones.
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TEMA 10.- EL SEXENIO REVOLUCIONARIO.
LA REVOLUCIÓN DE 1868
sistema, era el moderado, con mayor poder social y económico, los que daban un sistemático
apoyo a la reina Isabel II, y el que monopolizaba el poder. Los progresistas habían tenido que
limitarse a permanecer en la oposición y a utilizar el golpe de Estado o el pronunciamiento
para acceder al poder. La Revolución de 1854 permitió la aparición de un tercer partido: la
Unión Liberal, que pretendía la aglutinación de los dos grupos contrapuestos, aunque lo que
consiguió fue la formación de un nuevo grupo de carácter centrista. Pero su escaso contenido
ideológico y la falta de doctrina terminaría con su rápida disolución, dejando la situación a
merced del moderantismo. Por otra parte, identificados en sus propósitos, el trono de Isabel II
y el partido moderado, apoyándose mutuamente, aquella revolución que derribase al fin a los
moderados del poder, lo haría también con la propia monarquía.
El partido moderado, más de veinte años en el poder, se hallaba desgastado, sin figuras
que hubiesen renovado a los antiguos líderes, y sin nuevas ideas en su programa, además
desprestigiado por una defectuosa administración, un centralismo falto de agilidad y unos
negocios económicos oscuros y por los escándalos palaciegos.
Pero hay que tener en cuenta los factores nuevos, que van a imprimirle a la Revolución
caracteres que desbordan a los de una simple protesta. Son factores que nacen no ya del
descontento contra los moderados, sino del descontento contra los progresistas. En 1849 nació
el partido demócrata como consecuencia de la escisión que se produjo en el equipo progresista
con motivo de la revolución del año anterior. Los futuros demócratas no alcanzarían un cierto
peso específico en el panorama político española hasta 1854, cuando se dieron cuenta de que la
diferencia entre el progresismo y el moderantismo era más de forma que de fondo.
Los demócratas basaban su programa en tres principios:
• El de la estricta soberanía nacional.
• La proclamación enfática de los derechos del hombre “indiscutibles, inalienables,
imprescindibles e ilegislables”.
• El sufragio universal.
El contenido doctrinal de este partido lo proporcionó el ambiente universitario de aquel
tiempo. En los años sesenta aparecieron los demócratas de cátedra, como los llamó Menéndez
Pelayo, y fueron las doctrinas krausistas, importadas a la Universidad española desde
Alemania por Sanz Río, con su rígida moral social, con su ética de comportamiento, con su
austeridad personal, las que adoptaron muchos de estos nuevos elementos de la generación del
68 en su modo de enfrentarse con la realidad social, cultural y política de España. De esta
forma se configuró un nuevo movimiento político que proporcionó a la Revolución un
contenido doctrinal del que habían carecido otras revoluciones españolas desde 1812.
¿Qué grupos sociales participaron de alguna manera en la Revolución del 1868? ¿Qué
crisis social tiene su reflejo en el estallido de La Gloriosa? El Partido demócrata, excepto en
los que se refiere al núcleo originario procedente del progresismo, comprende grupos e
intereses nuevos. Su composición social no era muy diferente de la de los otros grupos
políticos, y podría hablarse de pequeña burguesía, comprendiendo en ella a los hombres de
profesiones liberales, médicos, universitarios, periodistas, maestros y muy escasos pequeños
negociantes.
En cuanto a los militares, es necesario advertir la pérdida de su carácter aristocratizante,
y el que en sus filas comiencen abundar elementos de la media o baja burguesía a partir de la
segunda mitad del siglo XIX. No olvidemos, como señala Comellas, que fue el ejército bajo
burgués y alejado de los salones el que materializó la Revolución de 1868.
2
El sexenio revolucionario.
Hay que tener en cuenta que la Revolución del 68 es un hecho de masas. Aunque el
levantamiento contra la Monarquía de Isabel II lo organizaran, lo dirigieran y controlaran
miembros de la pequeña y mediana burguesía, la secundaron elementos del bajo pueblo, como
no había ocurrido hasta entonces. Esta participación de la masa en el fenómeno revolucionario
proporcionó al 68 una dimensión peculiar, que más tarde le haría derivar hacia cauces más
tempestuosos.
La llamada cuestión social de España estaba agudizada por una serie de tensiones que
habían ido generándose durante la primera mitad del siglo. La moderación del índice de
crecimiento demográfico por la iniciación de una nueva corriente emigratoria, pone de
manifiesto un síntoma de crisis social: el exceso de mano de obra o la falta de oferta de trabajo.
Pero también se debe a factores de la propia dinámica demográfica, pues hay un sorprendente
bache en el índice de la natalidad, cuya cota más baja se produce precisamente en 1868.
Para comprender el problema social en la última etapa de la Monarquía isabelina hay
que tener en cuenta la estructura social del momento y las tensiones que había provocado la
Revolución liberal. España era un país agrícola y la población española continuaba siendo
campesina en una abrumadora mayoría. Esta característica diferencia los movimientos de
subversión social que se producen en la España del siglo XIX, de los que tienen lugar en el
resto de Europa. En España no se produjo nunca una revolución de las estructuras agrarias
como ocurrió en Francia a partir de 1789. El régimen latifundista se mantuvo a pesar de las
desamortizaciones. La consagración de la alta burguesía y la aristocracia como grandes
propietarios y la ruptura de las condiciones contractuales de la tradición feudal determinaron el
surgimiento de un proletariado rural sin derechos ni recursos, y que eran un caldo de cultivo
para las revueltas campesinas que comenzarían en los años centrales del siglo.
Se había producido la proletarización del artesanado. La desaparición de las
corporaciones gremiales y el paulatino proceso de industrialización, más modesto en España
que en los países de la Europa occidental, daría origen a la aparición de un proletariado urbano
cuyas precarias condiciones de vida serían causa de inquietud y malestar crecientes. Desde
1821 se habían producido revueltas campesinas, lo que J.M. Jover denominó prehistoria del
movimiento obrero, pero un movimiento generalizado no se produciría hasta que la demagogia
proporcionase a las masas una doctrina o una bandera que defender, o una crisis económica
general contribuyese a aglutinar a todos los descontentos. Y eso fue lo que ocurrió en 1868.
La crisis económica estudiada por N. Sánchez Albornoz encaja dentro del modelo que
Labrouse trazó para las revoluciones de la primera mitad del siglo. Labrousse sitúa cada
levantamiento revolucionario en una coyuntura económica crítica. Una crisis de subsistencias
puede constituir el detonante de una revolución. Una mala cosecha, el paro y la carestía, la
caída del consumo que afecta a los empresarios, suelen venir juntos. Los únicos que se
benefician de la crisis son los ricos labradores, los amos del suelo y los comerciantes de
granos. El resto de la sociedad sufre sus consecuencias.
La Gloriosa se inició con un clásico pronunciamiento militar, que pronto adquirió el
carácter de revolución. Quienes la desencadenaron y los fines que perseguían eran
eminentemente burgueses, y sin embargo, puede advertirse en ella una destacada participación
de la masa popular. En el orden económico vemos una crisis agrícola de subsistencia, en medio
de la cual estalla la revolución. Esta coyuntura se produce durante una larga fase de expansión
de todos los sectores de la economía española, que, sin embargo, frena una crisis financiera y
comercial antes de que se inicie el pronunciamiento.
Ni la crisis de subsistencia por sí sola, ni la crisis financiera eran capaces de generar un
3
El sexenio revolucionario.
movimiento revolucionario como el del 68, pero tuvieron una influencia decisiva. El
descontento de las clases populares era compartido por los ahorristas, cuyas rentas
disminuyeron; por los banqueros, amenazados por la quiebra; por los comerciantes e
industriales, cuyos negocios se paralizaban, e incluso por los propietarios, que veían
depreciados sus bienes. Por tanto, fue la confluencia de los tres factores (crisis política, social y
económica) lo que proporcionó al pronunciamiento de septiembre de 1868 su verdadera
dimensión revolucionaria.
4
El sexenio revolucionario.
forman sus respectivas Juntas. La monarquía de Isabel II se había desintegrado sin resistencia
y a primeros de octubre se forma un Gobierno provisional presidido por el general Serrano, y
formado por Prim en la cartera de Guerra, Topete en Marina, Ruiz Zorrilla en Fomento y
Sagasta en Gobernación. La primera tarea es eliminar la dualidad de poderes provocada por la
existencia de las Juntas revolucionarias locales.
Para lograr su propósito, Serrano tuvo que hacer una serie de concesiones a los
demócratas: sufragio universal masculino, libertad de prensa y asociaciones e institución del
jurado. Los demócratas aceptaron la composición del Gobierno con progresistas y unionistas y
se mostraron de acuerdo con la solución de una Monarquía democrática. Sin embargo, este
punto dividió a los demócratas. Los cimbrios habían aceptado el sistema monárquico, pero los
que se oponían al pacto con el Gobierno formaron el partido Republicano, entre los cuales, la
corriente federalista de Pi y Margall tenía gran apoyo en las provincias, en donde las Juntas se
habían mostrado anticentralistas. Este anticentralsimo estaba alimentado por el descontento
económico y por el desengaño ante el Gobierno provisional por su postura antirrevolucionaria,
cuando curiosamente se había basado en esta fuerza para derribar a Isabel II.
¿Quiénes eran los integrantes de estas Juntas? Aunque sin tener estudios precisos sobre
su composición, sabemos que ni el bajo pueblo ni las clases acomodadas formaban parte de
ellas. En Andalucía los elementos revolucionarios eran una clase media urbana formada por
abogados, comerciantes y hasta banqueros, y todos tenían en común un fuerte anticlericalismo
contra una Iglesia que había sido el pilar más sólido del uniformismo político. Resultado de
esta actitud fue la expulsión de los jesuitas y los ataques a las iglesias y monumentos
religiosos. Sin embargo, hubo propuestas de la separación Iglesia-Estado, desechadas por ser
demasiado radicales.
En Barcelona la dirección estaba en manos de políticos profesionales, con presencia de
algunos obreros (cosa que no sucede en Madrid ni en Andalucía). Esta estrecha relación
procedía de las décadas anteriores a la Revolución.
En valencia la Junta no representaba ningún peligro para el Gobierno, los demócratas
eran una minoría, y su presidente era progresista, que una vez nombrado gobernador de la
provincia, la Junta se disolvió.
Para la disolución de las Juntas, el principal problema eran los Voluntarios de la
Libertad, milicias populares, armadas a raíz del triunfo de la Revolución, y que, dueños de la
calle, eran una especie de veladores del orden revolucionario. La acción emprendida por Prim
firmando un decreto para su reorganización, pero cuyo propósito era su disolución, terminó
con las milicias, no sin antes sofocar algunas resistencias en Cádiz y Málaga. Esta disolución
hizo más fácil la desaparición de las Juntas, y el Gobierno quedaba con las manos libres para
convocar unas Cortes constituyentes que diesen forma legal al sistema salido de la Revolución.
Las Cortes que debían dar carácter definitivo a la solución monárquica aceptada por la
mayoría de la coalición revolucionaria de septiembre se convocaron para el 11 de febrero de
1869. ¿Cómo se produjo la elección? ¿Cuáles fueron sus resultados? Martínez Cuadrado
considera que no hubo arbitrariedades gubernamentales y que Sagasta dirigió las operaciones
correctamente, propiciando una amplia libertad de prensa, de expresión y de reunión. El paso
del sufragio censitario, vigente todo el periodo de la Monarquía isabelina, al sistema del
5
El sexenio revolucionario.
sufragio universal, puesto en marcha con motivo de esta convocatoria, invalidaba los
mecanismos del antiguo encasillado, y en sólo tres meses no hubo tiempo material para montar
un sistema con corruptelas apropiadas, aunque tan poco tiempo si induce a pensar que
existieran unos censos rigurosos para ejercer el derecho al voto. De todas formas, el dispositivo
de Sagasta y el ambiente general del país dieron como resultado una Asamblea dominada por
la coalición revolucionaria (progresistas, demócratas cimbrios y liberales unionistas). Los
republicanos y los carlistas formaban una minoría, pues serían derrotados en todas las
votaciones, A pesar de todo, los republicanos, representados por sus principales figuras
(Salmerón, Figueras, Pi y Margall y Castelar, brillantes oradores) darían la batalla para
imponer los principios que defendían.
Las Cortes de constituyen (22 de febrero) bajo la presidencia de Nicolás M. Rivero. Su
convocatoria respondía a la elaboración de una nueva Constitución que recogiera los principios
fundamentales de la Revolución de Septiembre. Su resultado fue la Constitución de 1869 que
apenas tuvo un momento de efectividad durante los cinco años en que estuvo teóricamente
vigente. Sin embargo, y como afirma Sánchez Agesta, constituye un curioso documento
(parecida a las Constituciones del siglo XIX) no por su idoneidad como instrumento de
gobierno, sino por cuanto fija y pondera la ideología de los inquietos grupos que aparecen en la
vida política.
La Constitución consta de 11 títulos, divididos en 112 artículos, es una Constitución
intermedia entre la más extensa de 1812 y la más breve de 1837. En cuanto a los principios que
la informan, esta Constitución consagra un tipo de liberalismo radical, frente al liberalismo
doctrinario de la época isabelina. Su espíritu se plasma en la explicitación de todos y cada uno
de los derechos, a los que los diputados llamaban naturales, para afirmar que la enumeración
de los derechos consignados en este título no implica la prohibición de cualquier otro no
consignado expresamente. El énfasis puesto en el derecho a la libertad personal, inviolabilidad
de domicilio y de correspondencia, libertad de enseñanza, de industria, de propiedad, etc.,
constituye una de las principales características de este texto.
Uno de los puntos de mayor controversia se refiere a la libertad religiosa. Por primera
vez se reconocía en un documento constitucional el derecho de los españoles a prácticas,
pública o privadamente, otra religión distinta a la católica, lo que escandalizó a los elementos
más conservadores que seguían defendiendo el mantenimiento en España de la unidad católica,
pero decepcionó a aquellos que veían como elemento esencial de la libertad ciudadana la
separación entre la Iglesia y el Estado, ya que se establecía la obligación por parte del estado
de mantener el culto y los ministros de la Religión Católica, y como afirma Santiago Pestchen,
se daba un paso por el camino de la libertad y de la secularización, guardando a la actividad
espiritual de la iglesia un respeto más profundo.
El título II de la Constitución, que trata de los poderes públicos, establece claramente
que la soberanía reside esencialmente en la nación, de la que emanan todos los poderes. En su
artículo 33 determina como forma de gobierno la Monarquía. Este punto suscitó una enérgica
intervención de varios diputados republicanos (Salmerón, Pi y Margall y Castelar) y una
réplica de otros varios (Silvela, Montero Ríos y Ríos Rosas). Al final se aprobó el artículo por
214 votos contra 71.
El título III se refiere al poder legislativo: Las Cortes se dividen en dos cámaras
(Senado y Congreso) de acuerdo con la tradición del Estatuto Real de 1834. Se especifica la
constitución del órgano legislativo, y para ser elegido diputado se requiere ser español, mayor
de edad y gozar de todos los derechos civiles, y para ser elector, las condiciones que establezca
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El sexenio revolucionario.
en su momento la ley electoral. El título IV trata del rey, cuya persona es inviolable y no está
sujeta a responsabilidad, pero es el que nombra a sus ministros, también tiene la facultad de
suspender las Cortes. El título V se refiere a la sucesión a la Corona, y aunque se establece el
carácter hereditario de la autoridad real, se elude la referencia a cualquier dinastía en concreto,
si llegase a extinguirse la dinastía que sea llamada a la posesión de la Corona, las Cortes harán
nuevos llamamientos como más convenga a la Nación. El título VI está dedicado a los
ministros, quienes son responsables ante las Cortes. El título VII trata del poder judicial y en él
se establece el funcionamiento de los jurados para todos los delitos políticos y comunes que
determine la Ley. El título VIII hace referencia alas Diputaciones y a los Ayuntamientos y en
él se consagra el centralismo administrativo. El título IX trata de las contribuciones, el X de las
provincias de Ultramar, y, por último, el XI de la reforma de Constitución.
Tomás Villarroya ha señalado la indudable influencia que ejerció en la elaboración de
esta Constitución la belga de 1831 y la norteamericana de 1787. Para Antonio Carro, la
Constitución de 1869 es un código político sistematizado, y para Pedro Farias representa el
cenit y el ocaso del liberalismo extremo español.
7
El sexenio revolucionario.
pero más importancia tuvo la oposición que Napoleón III hizo, comprometiendo en ello al
mismo Prim.
Demócratas y progresistas miraban hacia don Fernando de Coburgo, viudo de la reina
de Portugal. Esta candidatura podía constituir en el futuro la base de una hipotética unión
ibérica, pero no era bien vista esta candidatura por Inglaterra ni por Francia. Pero fue el mismo
candidato quien renunció por razones de edad.
Prim se esforzó por traer al archiduque Leopoldo de Hohenzollern-Sigmarigen, pero de
nuevo surgió la tenaz oposición del emperador francés, quien alegaba el peligro que correría el
equilibrio europeo en el caso de ser aceptado el candidato alemán. Su presión sobre Guillermo
de Prusia para que se retirara esta candidatura sería causa de la guerra franco-prusiana y de la
desaparición del Segundo Imperio francés.
Hubo también un intento de proponer al general Espartero, pero rehusó alegando su
edad y su cansancio político.
Por lo tanto, no quedaban muchas opciones y, sobre todo se quería encontrar a alguien
que no sembrase inquietud en las cancillerías europeas. Las negociaciones ante el monarca
italiano Víctor Manuel dieron su fruto, y el segundo hijo Amadeo, duque de Aosta, aceptó la
Corona española, si la voluntad de las Cortes me prueba que esa es la voluntad de la nación
española. Aunque realmente fue por la voluntad del general Prim, que fue quien llevó a cabo
las gestiones. El 16 de octubre de 1870 tuvieron lugar las votaciones en las Cortes para la
elección del rey, cuyo resultado fue:
Candidato Votos
República unitaria 2
República (sin calificativo) 1
Duquesa de Montpensier 1
En blanco 19
Amadeo de Saboya 191
República Federal 60
Duque de Montpensier 27
General Espartero 8
Alfonso de Borbón 2
República unitaria 2
República (sin calificativo) 1
Duquesa de Montpensier 1
En blanco 19
Así pues, y como el número de representantes era de 334, el presidente de las Cortes,
Ruiz Zorrilla, proclamó al duque de Aosta como rey de los españoles.
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El sexenio revolucionario.
de 1868 y fue consecuencia de la desidia y la alta de atención que los gobiernos liberales
habían prestado al más importante reducto del imperio colonial español en América. Los
intentos independentistas se habían producido en la isla desde comienzo del siglo XIX por
motivaciones diversas, como el ejemplo de los países que se habían emancipado en tiempos de
Fernando VII; la intervención norteamericana con fines políticos y económicos, la creciente
desigualdad social. Pero sobre todo, la conciencia nacionalista que la población cubana había
adquirido frente a la gran incomprensión de la Administración española. La existencia de una
sociedad esclavista había evitado el exceso de radicalismo entre las elites locales, por el temor
de que cualquier revuelta fuese capitalizada por la población de color frente a la oblación
blanca dominante.
Cuba estaba gobernada por un capitán general. Los criollos soportaban cada vez pero el
dominio de los peninsulares, pues se veían excluidos de los cargos públicos y se sentían
discriminados por la política económica de la metrópoli, con importantes barreras arancelarias
al comercio de otros países, especialmente EE.UU. El aumento de la producción de azúcar y de
tabaco durante el siglo XIX había proporcionado a la isla una importancia económica como en
toda su historia y la había situado en un lugar de privilegio en el conjunto del comercio
español.
A finales de los cincuenta, el general Serrano intentó canalizar las inquietudes
independentistas, creando un partido político reformista y democrático para agrupar a criollos
y peninsulares, pero la destitución de Serrano (1866) arrojó a los cubanos reformistas al campo
separatista intransigente. A pesar del estallido revolucionario del 68 y del envío a Cuba de
Domingo Dulce como capitán general con la promesa de celebrar elecciones democráticas y de
aplicar las libertades del programa revolucionario, era tarde para satisfacer las aspiraciones
secesionistas.
El llamado grito de Yara fue lanzado el 10 de octubre del 68 por un propietario cubano
llamado Carlos Manuel Céspedes con el propósito de establecer una República Cubana
independiente. Fue seguido por los líderes independentistas Máximo Gómez y Antonio Maceo,
que contaron con el apoyo de los esclavos negros y de los plantadores pobres de la provincia
de Oriente, y así el levantamiento caía en manos de una guerrilla compuesta por cerca de
10.000 hombres. El general Dulce intentó llevar a cabo una política conciliadora entre los
secesionistas criollos y los leales a España, pero su política fracasó. El general Prim, desde
Madrid, mantuvo una actitud flexible y negociadora para acabar con un conflicto que
entorpecía el desenvolvimiento del Gobierno revolucionario. Por un lado intentó traspasar la
isla a los EE.UU. y por otra mantuvo una actitud abierta con los insurrectos cubanos para tratar
de encontrar una solución al problema. Hasta donde estaba dispuesto a llegar es una cuestión
sin respuesta debido a su asesinato en diciembre de 1870.
Diez años duró la llamada Guerra Larga, a pesar de la franca ayuda de los
norteamericanos, los insurrectos fueron vencidos por el cansancio y las rencillas entre sus
líderes. En febrero de 1878 se firma la paz de Zanjón, que no era más que una tregua, pues el
problema de fondo causante del conflicto no se resolvió.
5. EL REINADO DE AMADEO I
9
El sexenio revolucionario.
esta forma huérfana una Monarquía cuyo futuro se presentaba lleno de dificultades de toda
índole.
Prim se había mostrado como el más capaz de los líderes revolucionarios, y había sido
el hombre de orden que había impuesto mayor sensatez en las rivalidades y rencillas de las
distintas facciones políticas. Respetado por todos, se erigió como el principal núcleo de unión
de las diferentes opciones que participaron en el destronamiento de Isabel II. Con su muerte la
coalición del 68 se deshizo. Sobre sus asesinos Pedrol Rius publicó un estudio sobre este
asunto, tomando como fuente de información el sumario. En él se señalaba a José Paúl Angulo
como principal instigador del crimen. El encausado era diputado y propietario del El Combate,
órgano de la extrema izquierda del partido federal. Su odio hacia Prim era manifiesto. A pesar
de que las investigaciones parecían estar destinadas a sembrar la confusión, las sospechas
apuntaban también a personas cercanas al duque de Montpensier.
Amadeo de Saboya, nacido en Turín en 1845, había recibido una educación plenamente
liberal como correspondía a la corte piamontesca, sobre todo a partir de las revoluciones de
1848. A pesar de que algunos historiadores le han atribuido una escasa capacidad política, el
rey mostró siempre deseo de acertar y de hacer las cosas bien, con buena voluntad y con gran
sentido común. Pero los problemas políticos con los que se enfrentó le desbordaron, de tal
forma, que su reinado pude considerarse como un rotundo fracaso, pero no puede imputársele a
él sólo el fracaso, pues siempre mostró respeto por la Constitución y por una absoluta
neutralidad en el trato con los partidos políticos. Lo que ocurrió es que al tener que designar
primer ministro, tal como señalaba la Constitución, se veía obligado a tomar una opción,
puesto que éste le pedía inmediatamente la disolución de las Cortes.
Don Amadeo llegó a Madrid el 2 de enero de 1871, la nobleza le trató con cierta
hostilidad y los carlistas siempre le llamaron extranjero.
El primer Gobierno de la nueva Monarquía lo presidió el ex regente Serrano, que
también ocupó la cartera de Guerra; Cristino Martos la de Estado; Ulloa la de Gracia y Justicia;
la de Hacienda a Moret; la de Gobernación a Sagasta; la de Fomento a Ruiz Zorilla; la de
marina a Berenguer y la de Ultramar a López de Ayala. De esta forma estaban representadas
todas las fuerzas monárquicas que habían hecho la Revolución. Se convocaron elecciones para
marzo, y como las anteriores, fueron relativamente honestas. Se emitieron un total de
2.700.000 votos de un censo de aproximadamente. 4.000.000. Resultó vencedora la coalición
gubernamental, formada por progresistas, unionistas y demócratas cimbrios con 1.700.000
votos y 235 diputados. La oposición, formada por carlistas, monárquicos alfonsinos y
republicanos obtuvieron 1.000.000 de votos con 137 diputados.
Pero la coalición vencedora llevaba el germen de la descomposición y no tardaría
mucho tiempo en iniciarse la escisión, con lo que se caería en el endémico problema de la
política española: la fragmentación de los partidos y el personalismo. Los progresistas se
dividieron en dos: los que siguieron a Sagasta, más pragmáticos y moderados, que apoyaban el
mantenimiento de la colaboración con los conservadores, y los más doctrinarios y extremistas
que, encabezados con los conservadores; y los más doctrinarios y extremistas que,
encabezados por Ruiz Zorrilla, formaron el partido radical, al que se unieron los demócratas
cimbrios. Ruiz Zorrilla consiguió ganarse la confianza de la Corona y éste le encargó la
formación de un nuevo Gobierno. Las dificultades para obtener el debido apoyo en las Cortes
le obligaron a cerrar la Cámara hasta pasado el verano.
La reapertura de las Cortes señaló la caída del efímero gobierno de Ruiz Zorilla que fue
reemplazado por el General Malcampo, de la línea de Sagasta.
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El sexenio revolucionario.
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La llama del carlismo no se había extinguido en algunas regiones del norte de España, a
pesar de la derrota sufrida hacía treinta años y de la crisis de dirección que la que había
atravesado. La crisis se había producido como consecuencia de la descalificación del legítimo
heredero de la causa carlista, el infante don Juan, quien ocupaba ese lugar por la muerte de sus
hermanos, el conde de Montemolín y don Fernando. La princesa de Beira, viuda de don Carlos
María Isidro, había condenado los errores ideológicos de don Juan y su proclividad hacia el
liberalismo, que había culminado con el reconocimiento de Isabel II. Ello llevó a su hijo Carlos
a la asunción de la jefatura política del carlismo con el nombre de Carlos VII. Además de
asumir el mando de las operaciones durante la guerra, comenzó a desarrollar una ideología
coherente, basada en la defensa de unas Cortes organizadas corporativamente y un cierto grado
de descentralización administrativa en beneficio de las regiones forales que apoyaban el
movimiento.
A pesar de este impulso, el carlismo seguía representando en España a aquellas fuerzas
que se resistían a aceptar los cambios socioeconómicos y políticos que había introducido la
revolución liberal desde comienzo del siglo XIX. El destronamiento de Isabel II había alentado
las esperanzas de quienes creían válidos todavía los planteamientos ultraconservadores del
descendiente del hermano de Fernando VII en unos momentos en los que los excesos
anticlericales y la libertad religiosa recogida en la Constitución de 1869 habían sembrado la
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años. Pero las perspectivas de mayor estabilidad política que se abrían permitieron al Ejército
regular una mejor organización de las operaciones. El ejército del Norte se dividió en dos: uno
al mando de Martínez Campos, ocupó Lizondo, Irún y Tolosa, mientras que Estella caía en
manos de su lugarteniente Primo de Rivera (febrero-76). El otro al mando del general Quesada,
presionó desde Bilbao y Orduña para intentar envolver al enemigo. Alfonso XII decidió
ponerse al frente de sus tropas, y ante esta ofensiva don Carlos cruzó con sus tropas la frontera
con Francia (28 de febrero). Así terminaba la guerra que ponía fin a las pretensiones del
candidato carlista al trono español.
7. LA PRIMERA REPÚBLICA
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cantones.
Cuando Pi y Margall ocupó la presidencia seguían vigentes los problemas de orden
público que habían acompañado a la República desde su proclamación, especialmente en
Andalucía. Por eso trató de conseguir que los gobernadores civiles restablecieran la
normalidad en las provincias donde ésta se hallaba más alterada para no tener que recurrir al
ejército. Málaga y después Sevilla, Cádiz, San Fernando y Sanlúcar fueron las poblaciones en
las que hubo agitaciones. Aunque en algunas de ellas la situación pudo controlarse, la
insurrección se extendió por Levante, Extremadura e incluso Castilla. Su triunfo iba
acompañado de la proclamación del correspondiente cantón y de la destitución de las
autoridades que aún seguían fieles al poder central. El propósito de los sublevados se resume
en la proclama del Comité de Salud Pública de Cádiz: El Comité se ocupará sin descanso en la
adopción de medidas necesarias para salvar la República y contrarrestar el espíritu
centralizador de las organizaciones políticas pasadas y salvar para siempre al pueblo español
de todas las tiranías.
En Alcoy, ciudad con una importante industria manufacturera que ocupaba a un buen
número de obreros, se había instalado la sede de la Comisión Federal de la Federación
Regional Española de la Primera Internacional. El 9 de julio, una huelga general organizada
por los bakunistas derivó hacía una situación de violencia que acabó con el asesinato del
alcalde y el incendio de una fábrica. Hubo que recurrir al ejército, que, al mando del general
Velarde, restableció el orden. Los sucesos de Alcoy revisten un carácter especial por tratarse
de una insurrección puramente obrera con una participación destacada de los
internacionalistas, cosa que no ocurrió en el movimiento cantonal en general. Cuando se
sometió Alcoy, estalló la insurrección en Cartagena. El cantón de Cartagena es otro de los
episodios pintorescos del siglo XIX. El grito de ¡Viva Cartagena! Se ha convertido en la
expresión del individualismo de nuestro pueblo y una muestra de la tendencia a los
movimientos centrífugos. La proclamación del cantón de Cartagena se produjo en colaboración
con el Comité de Salud Pública de Madrid. El 12 de julio, los insurrectos, entre los cuales se
hallaban un estudiante de medicina (Manuel Cárceles); un veterinario ((Nicolás Eduarte), y un
grupo de Voluntarios de la República, se apoderaron de las Casas Consistoriales y trataron de
atraerse a la marinería de la base naval. El movimiento cantonal se vio reforzado no sólo por
las tripulaciones de los buques Almansa y Vitoria, sino por el regimiento Iberia que el
gobierno había mandado para sofocar la sublevación de Málaga, y que se unió a los
sublevados.
Pi y Margall se enfrentaba a un difícil reto: el de proceder a la urgente restauración del
orden y la autoridad y de reducir a los insurrectos mediante la utilización de la fuerza, cosa que
repugnaba a su talante democrático, a su respeto a la libertad y a su carácter antimilitarista.
Para salvar la gravedad llevó a la Asamblea el proyecto de Constitución para.....restablecer el
orden quitando a las provincias todo pretexto de disgregación. El 17 de julio se presentó un
proyecto que había sido redactado por Castelar en veinticuatro horas. Era un documento
estructurado en 117 artículos divididos en 17 títulos. En su virtud, la nación española asumía la
forma de una República federal, integrada por diferentes estados, aparte de las regiones
peninsulares se incluía a Cuba y Puerto Rico. En el título II se detallaban los derechos
individuales de los españoles con una precisión similar a la de la Constitución de 1869. Otra de
las novedades es la aparición de un cuarto poder que se añadía a los poderes tradicionales y se
denominaba poder de relación. Ese poder sería ejercido por el presidente de la República. En el
título XIII se establecían las facultades de los diferentes Estados que componían la nación y se
delimitaban las competencias de éstos con relación al poder federal.
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Disueltas las Cortes, Pavía reunió a una serie de jefes políticos y generales para
entregarles el poder. Serrano, Concha, Topete, Berenguer, junto con Rivero, Martos, Sagasta y
otros diputados, acordaron que el Gobierno que se formase siguiera llamándose Poder
Ejecutivo de la República. Se acordó también que se nombrase presidente de la República a
Serrano, que el Gobierno estuviese presidido por Zavala y formado por Sagasta, Martos,
Topete, Echegaray, Mosquera, Balaguer y García Ruiz. Así la República no dejaba de existir,
aunque tomaba una forma diferente, con una clase política formada por la alta burguesía, la
aristocracia, el clero y las clases medias y sectores populares que se veían afectados por la
inseguridad y el desorden que padecía el país. eL afán de concentrar las fuerzas políticas en
apoyo a la solución presidencialista llevó a Serrano a recabar la ayuda de Cánovas,
representante de la solución alfonsina, y de Castelar, el más conservador de los republicanos,
pero ninguno aceptó la oferta que se les hizo, al no estar de acuerdo con esa salida.
Serrano, que había tomado como modelo al general francés Mac Mahon y a su papel en
la III República francesa, dio preeminencia al Ejército y disolvió la Internacional. A los pocos
días se rendía el último reducto cantonalista, Cartagena. Pero aún quedaba pendiente la guerra
carlista que entorpecía cualquier intento estabilizador de la situación política del país. Desde
enero, Bilbao estaba sitiado y el Ejército liberal no había podido romper el cerco. Serrano, que
había tomado el mando del Ejército del Norte, pretendía conseguir una victoria para reforzar su
posición política. Pero si en el Norte estaban los carlistas, en Madrid conspiraban los
alfonsinos, cada vez con más partidarios entre los jefes militares. Los generales Concha,
Echagüe y Martínez Campos se mostraron, en abril del 74, decididos partidarios del
restablecimiento de una Monarquía encabezada por el hijo de Isabel II.
Si el gobierno presidido por el general Zavala se limitaba a capear el temporal militar y
político, en lo financiero tuvo que tomar una medida de importancia. Echegaray, ministro de
Hacienda, hizo aprobar un decreto por el que el Banco de España recibía el monopolio de la
emisión de billetes, pudiendo poner en circulación dinero por valor cuatro veces superior al
encaje de oro y plata, y por el quíntuplo de su capital efectivo, que fue elevado a 100 millones
de pesetas.
La situación económica que la Revolución había heredado de la Monarquía isabelina no
podía ser más precaria. La deuda superaba los ingresos anuales y los gastos comenzaban a
crecer a raíz del triunfo de La Gloriosa, con lo que la situación era más difícil. La postura de
Figuerola fue la de llevar a cabo una serie de reformas para llegar a la nivelación del
presupuesto de forma gradual. Para él, el principal problema que había padecido la economía
residía en los obstáculos que la política proteccionista de la era isabelina habían impuesto al
desarrollo mercantil e industrial de España. De ahí que su principal actuación se centrase en la
supresión de aquellos tributos que obstaculizaban la libertad de comercio o la circulación de
mercancías.
Para llegar a la nivelación gradual de los presupuestos había que recurrir al crédito,
tanto para hacer frente al déficit heredado como para financiar los que se habían de producir en
el proceso de transición. A partir de entonces se efectuaron una serie de operaciones de crédito
con bancos extranjeros, la mayor parte de las cuales han sido calificadas de leoninas por Sardá,
que elevaron la deuda exterior española, hasta alcanzar los 4.413 millones de pesetas en 1881.
Pero lo que más notoriedad dio al ministro Figuerola fue el arancel promulgado en
1869, el cual ha sido considerado como la máxima expresión del librecambismo español del
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El sexenio revolucionario.
siglo XIX. Sin embargo, esas medidas liberalizadoras fueron en un principio respaldadas por
conservadores y liberales. La reforma arancelaria contenía más bien un sistema de protección
moderado que un abierto librecambismo. A pesar de sus inconvenientes, la reforma estimuló la
circulación de mercancías y también la circulación de numerario. Las acuñaciones aumentaron
durante el reinado de Amadeo I. Tuñón de Lara afirma que el comercio exterior y la
producción durante el año de la República se mantuvieron bien y la balanza comercial tuvo su
único año de saldo favorable. En cambio, la brusca subida del oro en el mercado nacional
agravó la situación por el retraimiento de las clases adineradas que prefirieron guardar sus
reservas. Los fondos públicos bajaron y las peticiones de reembolsar billetes aumentaron. Se
produjo una cierta crisis bancaria, pero las mayores consecuencias las sufrió el régimen
presidido por el general Serrano.
El 3 de septiembre Zavala dimitió, le sustituye Sagasta, lo que no evitó que los
alfonsinos siguiesen conspirando. A finales de 1874, España había alcanzado su máximo grado
de cansancio político. Después de una Revolución, un régimen provisional, una Monarquía
democrática y una República que había atravesado en su corta duración por dos fases
diferentes, ahora el régimen del general Serrano se mostraba falto de perspectivas y con escaso
futuro. La rueda política estaba a punto de completar un giro de 360º, y de nuevo la Monarquía
borbónica aparecía como la única salida posible a tantos intentos frustrados de encontrar una
nueva solución política para el país.
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TEMA 11: LA RESTAURACIÓN (1875-1885)
Uno de los tópicos más difundidos por las historias de la Restauración las biografías de
Cánovas ha sido la consideración del proyecto político de Cánovas como una proyección-
plasmación de su tarea como investigador de la historia de España, y concretamente de la España
de los Austrias, de la decadencia.
Un reciente estudio de Esperanza Yllán ha venido a matizar sustancialmente esta visión
La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
tópica de la relación entre el Cánovas historiador y el político. Según esta autora, no es tanto la
concepción histórica de Cánovas lo que determina y explica su proyecto político de la
Restauración, sino que el la progresiva definición de su proyecto político lo que explica su
evolución historiográfica.
Este proyecto político configurado de forma definitiva durante el Sexenio tiene sus raíces en
un largo proceso que arranca de la experiencia revolucionaria de 1854 y encuentra su inmediato
precedente en el Gobierno de la Unión Liberal (1858-1863): Esta línea de continuidad ideológica
(afirma E. Yllán), que comienza con el grupo disidente del moderantismo, continúa con la Unión
Liberal y triunfa, al fin, con la Restauración, constituye un hecho fundamental que ha de ser tenido
en cuenta a la hora de rastrear los orígenes ideológicos del sistema canovista.
La pugna entre moderados y alfonsinos por controlar el proceso de instauración del nuevo
régimen se manifestó inmediatamente después del golpe de Martínez Campos. La primera tarea de
Cánovas en el mismo desarrollo del pronunciamiento será afirmar su jefatura política amenazada
brevemente por los moderados, que pretenderán usufructuar el golpe de su general. A partir de este
momento Cánovas tuvo que ejercer una difícil función de arbitraje entre las dos tendencias, para
ampliar el máximo de apoyos, según su proyecto conciliador, pero sin romper la unidad del
movimiento alfonsino.
La constitucionalización y consolidación política del nuevo régimen, de acuerdo con las
directrices anunciadas en el Manifiesto de Sandhurst, se convierte en la primera y difícil tarea de
Cánovas en los dos primeros años de la Restauración. Junto a esta consolidación política y
estrechamente vinculada a ella, era igualmente urgente la pacificación militar en el norte de la
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
Península y en Cuba. La pacificación civil y militar eran objetivos prioritarios y para su logro iba a
utilizar dos instrumentos básicos: Un nuevo partido liberal-conservador, con la izquierda de los
moderados, los unionistas y la derecha de los constitucionales, y un rey-soldado, que asumiría
protagonismo directo en la guerra carlista para reforzar su imagen, y subordinar cualquier nuevo
intento de pronunciamiento.
La definición y consolidación política del nuevo régimen pasaba por la elaboración de unas
bases constitucionales que se encarga redactar a una comisión de 39 notables, sacados de una
asamblea de ex diputados y ex senadores. Elaboradas las bases en el verano de 1875, era preciso
elegir unas nuevas Cortes constituyentes (elecciones de enero de 1876) que aprobarían la nueva
Constitución (febrero a junio de 1876).
Este proceso político se desarrolló de acuerdo con los planes y directrices de Cánovas, pero
con fuertes resistencias de los moderados, principales opositores, junto con los carlistas, al carácter
tolerante y abierto de la Constitución que se trataba de implantar. De esta manera el proceso
político señalado sirvió también para depurar las posiciones políticas personales y para configurar
definitivamente el nuevo partido liberal-conservador sobre la ruina del viejo partido moderado.
Esta configuración del partido conservador habría de ser el pilar fundamental del nuevo régimen, y
constituyó, por tanto, en la atención de Cánovas, el principal objetivo de la transición política, la
garantía de la consolidación del nuevo régimen.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
más delicada que tuvo que afrontar Cánovas para sacar adelante su proyecto.
Desde el primer momento, la unidad católica fue el leit motiv de la propaganda y
movilización de los moderados contra los canovistas, pero especialmente a partir del momento en
que sus criterios fueron claramente derrotados en las bases constitucionales preparadas por la
Comisión de Notables en el verano de 1875. Perdida la batalla en la alta esfera política, se
intensifica la movilización y la protesta en la prensa, recogida de firmas, manifestaciones y
peregrinaciones, con el apoyo y las directrices vaticanas. La permanencia de la guerra carlista
añadía un factor más de riesgo que la diplomacia vaticana utilizaba como instrumento de presión.
Para Cánovas, sin embargo, la respuesta a este reto, es decir, la afirmación de su proyecto
conciliador (tolerancia de cultos frente a unidad católica), con todos los riesgos políticos
mencionados, se convirtió en la clave para la disolución de los moderados como grupo, y la
configuración definitiva de su partido político, el liberal-conservador.
Si hasta mayo de 1875, la política de Cánovas había tendido a dar confianza a su derecha (los
viejos moderados), a partir de este momento, y especialmente con la convocatoria de la Asamblea
de Notables (mayo de 1875), tenderá a establecer lazos con su izquierda, ex unionistas y ex
constitucionales, para la elaboración de su proyecto constitucional. En la gran Asamblea de
Notables, los moderados eran mayoritarios. La maniobra de Cánovas consistió en encargar la
elaboración de las bases constitucionales a una comisión de 39 en la que estaban representados
paritariamente las tres tendencias: moderados, canovistas y constitucionales escindidos del partido
sagastino. Con esa composición, Cánovas logrará sacar adelante su proyecto de Bases (y
concretamente la polémica cuestión de la tolerancia de cultos), con el apoyo de los constitucionales
y la oposición de los moderados. Con esta operación política ponía además las bases de la
constitución del partido liberal-conservador.
Conviene recordar que la Asamblea de Notables, punto de partida del largo proceso de
elaboración de la Constitución de 1876, fue en un principio una iniciativa de los constitucionales
monárquicos, con Alonso Martínez al frente, escindidos de la jefatura de Sagasta. La iniciativa fue
acogida, ampliada y apoyada por el Gobierno. La magna Asamblea de Notables de 341 ex
diputados y ex senadores más 238 adhesiones, se limitó a manifestar públicamente la intención
conciliadores y constituyente que estaba en el origen de los convocasteis.
Pero el verdadero trabajo de redactar las bases constitucionales fue encargado a una
Comisión reducida de 39 notables, que a su vez delegó en una subcomisión de nueve. Alonso
Martínez, desde dentro, y Cánovas, desde fuera, son los redactores efectivos de esas bases, origen
inmediato de la Constitución. Los trabajos de la Subcomisión y de la Comisión se prolongaron
durante casi dos meses, por el encono que suscitó la base 11 reguladora de la cuestión religiosa. En
torno a esta cuestión política fundamental se perfilaron las respectivas posiciones: la disidencia de
algunos moderados históricos, y la alianza de los canovistas con algunos constitucionales.
Por su parte, por indicación de Cánovas, la Comisión de los Notables en vísperas de las
primeras elecciones (enero de 1876), presentaba su trabajo. El llamado Manifiesto de los Notables,
verdadero manifiesto preelectoral, al justificar las bases constitucionales hacían un nuevo
llamamiento al consenso.
La convocatoria de las primeras elecciones que deberían aprobar la nueva Constitución
suscitó un debate en el Consejo de Ministros sobre la conveniencia o no de mantener el sufragio
universal de acuerdo con la Ley electoral de 1870. El debate concluyó en crisis ministerial y en
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
dimisión de Cánovas que abrió camino a un breve Gobierno presidido por el general Jovellar. Al
hacerlo así, evitaba la descalificación de los moderados históricos, salvando su liderazgo sobre el
partido conservador que trataba de crear.
Aprobada la fórmula electoral, tres meses después, Cánovas recuperó la jefatura del Gobierno
para afrontar personalmente la realización de las elecciones. Para ello contaba con el que se
consideraba ya un gran experto en fabricar elecciones, Romero Robledo.
Las elecciones, con las fórmulas habituales de intervenciones fraudulentas, garantizaron una
amplia mayoría para el nuevo partido conservador, respetando una minoría significativa para el
partido opositor (40 escaños), e incluso para algunas minorías distantes del sistema. La fabricación
parlamentaria de la mayoría conservadora consolidaba el proceso de configuración del partido
liberal-conservador, que sustentaría la aprobación de la Constitución, así como su aplicación y
desarrollo. Con ello Cánovas, como afirma Varela Ortega, hizo dentro del movimiento alfonsino,
marginando, antes de la Restauración, al partido dinástico mayoritario, el partido moderado, y
durante ella anulando su versión contrarrevolucionaria.
La Constitución de 1876, por su larga vigencia, ocupa un lugar destacado en la historia del
constitucionalismo español. La mejor expresión del proyecto canovista: su pragmatismo, su
flexibilidad, su carácter ecléctico y ambiguo. Y, por todo ello, su capacidad de ser aceptable y
adaptable por unos y otros.
La mayoría la ha valorado como una mezcla dosificada de las Constituciones de 1845
(moderada) y de 1868 (liberal radical). Concretamente la Constitución canovista asumiría casi
íntegramente los derechos y libertades proclamados en la del 69, aunque algunos de esos derechos,
como la libertad de asociación, serían regulados mucho más tarde. Sin embargo, en lo esencial, la
Constitución de 1876 recogía la base doctrinaria moderada de la del 45. Un riguroso análisis
comparativo de la Constitución del 76 con todas las anteriores, desde la de Cádiz, como el que ha
hecho el profesor Manuel Martínez Sospedra que ha cuestionado este punto de vista, subrayando
por una lado la inspiración burkeana (inglesa) más que doctrinaria (francesa) en el proyecto de
Cánovas, y por otro, la estrecha dependencia del articulado del 76 respecto de toda la tradición
constitucional española del siglo XIX. Según este estudio, los dos puntos quizá más novedosos de
la Constitución del 1876, los que mejor expresan el pacto conciliador, la regulación de la tolerancia
de cultos (art.11) y la composición del Senado (en parte electivo, en parte vitalicio por derecho
propio y en parte por nombramiento real), no son tampoco originales. El régimen de tolerancia
estaba regulado de forma análoga en la nonata Constitución de 1856; y el modelo de Senado, en el
voto particular presentado por el puritano Pacheco, antiguo jefe de Cánovas, a la reforma
constitucional de 1845.
Según el citado estudio, en la Constitución de 1876 influyen no sólo las del 45 y del 69, sino
también, y de una manera más fundamental, la de 1837: La Constitución de 1837 proporciona no
sólo el modelo político y la arquitectura de la Constitución canovista, sino también en lo referente
a la organización y funcionamiento de las Cámaras, las Fuerzas Armadas y Ultramar.
En suma, todos los estudios sobre la Constitución de 1876 insisten en su fundamental
continuismo con la tradición constitucional española que arranca de Cádiz. La originalidad de la
del 76 y la base de su larga vigencia sería esa mezcla realista de fórmulas ya ensayadas, que tan
bien se manifiesta en los temas ya citados de la regulación de la cuestión religiosa y la
composición del Senado.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
En efecto, Cánovas gobernó durante la transición (enero del 75 a enero del 77) con un
régimen de excepción -estado de sitio y suspensión de garantías constitucionales- que se prolongó
incluso más allá de la aprobación de la Constitución del 76. Ahora bien, esta situación se había
decretado ya durante el año 74. Cánovas aplicó la represión y el control de las libertadas con un
cierto carácter selectivo, sin revanchismo, y no impidiendo la actividad políticas de los grupos
desgastados.
La Ley de 10 de enero de 1877, que exculpaba y justificaba toda la política represiva
excepcional llevada a cabo desde enero del 74, supuso el final de la dictadura de Cánovas y el
inicio de la regulación, aunque restrictiva, de las libertades. Entre ellas, la de una de las más
polémicas a los largo del siglo XIX, la libertad de imprenta.
Según la Ley de 7 de enero de 1879, la libertad de imprenta quedaba sometida a las
siguientes condiciones: autorización gubernativa para las nuevas publicaciones; depósito previo;
respeto a la religión, sobre todo a la religión del Estado, al rey e institución monárquica, a la
propiedad y a la familia, a orden público y al Ejército; establecimiento de un tribunal especial para
delitos de imprenta. El libro de J. Timoteo Álvarez "Restauración y prensa de masas" nos presenta
las diversas formas de presión gubernamental que sufrió la prensa en estos primeros años de la
Restauración: censura e irregularidades telegráficas en la comunicación de noticias; irregularidades
en la distribución postal de periódicos; intervenciones directas de organismos de la
Administración; utilización habitual del fondo de reptiles, diversas formas de regalos y sobornos.
Una mayor cantidad de expedientes a lo largo de 1880, en el marco de la Ley de 1879. Se
trata de una censura claramente política, centrada fundamentalmente en periódicos de Madrid de
signo antidinástico. Según el citado estudio, los motivos de denuncias eran: por injuriar al
Gobierno o instituciones, por exaltar la libertad y la República, por ataques al Ejército o Guardia
Civil, por exaltación y defensa del carlismo, por injurias a rey o a la familia real.
Más allá de las declaraciones constitucionales y de las leyes reguladoras de las libertades, en
la práctica, el ejercicio garantizado de esas libertades se vio muy condicionado por la ausencia de
una policía y fuerzas de orden público profesionalizadas y no militarizadas. La Guardia Civil era el
instrumento habitualmente utilizado por las autoridades para imponer el orden. Pero una normativa
reciente la había convertido de hecho en un cuerpo militar, de forma que cualquier delito contra
ella pasaba a la jurisdicción militar.
Las escasas diferencias de las respectivas políticas gubernamentales: unos y otros dejaron en
manos del Ejército y la Guardia Civil (militarizada) la defensa del orden público ante la práctica
inexistencia de un aparato policial específico. Esta utilización de la Guardia Civil frente a delitos
comunes implicó en la práctica la presencia de la jurisdicción militar en el juicio de conductas
relacionadas con el ejercicio de los derechos y libertades teóricamente garantizados en la
Constitución y en las leyes complementarias.
El propio Gobierno liberal, en circular del 7 de febrero de 1881, aconsejaba a los alcaldes no
acudir tan frecuentemente de la Guardia Civil para solucionar los conflictos locales, con el fin de
evitar la comisión de delitos. Pero la intervención de la Guardia Civil fue en aumento, en la medida
en que se carecía de una administración policial civil y profesional, y cuando los modernos
conflictos sociales iban creciendo.
Esta invasión de la jurisdicción militar matiza en alguna medida la imagen tan extendida del
carácter civilista de la Restauración frente al régimen de pronunciamientos de la Monarquía
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
isabelina. Ahora la presencia del poder militar en el sistema político era de otro tipo, pero no
menos importante.
Una de las primeras medidas del Gobierno liberal fusionista fue precisamente tolerar esas
celebraciones. Pero más adelante, frente a movilizaciones de los gremios industriales catalanes,
contra las reformas fiscales de Camacho, se proclamó el estado de sitio en Barcelona y en todo el
país, en agosto-septiembre del 83, frente a las conspiraciones republicanas.
La política económica de los conservadores trató de poner orden el algunos asuntos urgentes,
como la deuda pública que no había dejado de crecer en el Sexenio, y en los primeros años de la
Restauración por la prolongación de la guerra carlista. Organizar el presupuesto y sanear la deuda
fueron los principales objetivos de Salaverría y Barzanallana, ministros de Hacienda con Cánovas.
Pero también aquí la política de los conservadores aprovechaba medidas tomadas en el año 1874.
Los hacendistas de la Restauración se encontraban bastante cómodos en el sistema que les había
diseñado don Juan Francisco Camacho en el Decreto de 26 de junio de 1874, por el que se
aprobaban los presupuestos del siguiente año económico.
Los dos primeros años de la Restauración están marcados por el efecto de la guerra, cuyo
gasto absorber casi la mitad del presupuesto. Sólo la liberación de gastos de la guerra permitió al
Gobierno plantearse como objetivo prioritario el arreglo de la deuda. El ahorro de la guerra pasaba
casi íntegramente a saldar los intereses de la deuda.
Una política decidida frente al déficit público creciente obligaba a un presupuesto
equilibrado, lo que equivale a decir un aumento de los ingresos fiscales, pues la reducción de
gastos era prácticamente imposible.
La política comercial, el objetivo principal de la política gubernamental en los cinco primeros
años de la Restauración era favorecer al máximo el comercio como fuente de ingresos aduaneros.
La política de los hombres de la Restauración estaba guiada por un sentido más pragmático que
ideológico tendente a favorecer la exportación de la principal producción española de la época: el
vino.
La política comercial de los conservadores en estos años se basó en el efecto complementario
de dos instrumentos: el arancel de doble columna y los tratados comerciales bilaterales.
Hasta 1881 el arancel se planteó más desde necesidades hacendísticas que comerciales. Si no
se produjo de forma inmediata el viraje proteccionista fue precisamente porque el Estado
necesitaba incrementar los ingresos fiscales, y el impuesto de aduana era una buena fuente. El
ministro García Barzanallana incluyó en los presupuestos de 1877-78 unos derechos
extraordinarios sobre la importación y otros sobre los productos más competitivos del comercio de
exportación.
Los acuerdos comerciales más importantes en estos años fueron los llevados a cabo con
Francia (en diciembre de 1877 y enero de 1880), con Bélgica (julio de 1876 y 1878) y con Austria-
Hungría (junio de 1880). La ausencia más significativa era la falta de acuerdos con Inglaterra.
En suma, antes de 1881, los conservadores ya habían iniciado una política de apertura al
comercio exterior. Lo que se traducía en una evolución favorable de la balanza comercial,
deficitaria sólo en 1874 y 1876, y muy positiva en 1880 y 1881, sobre todo por el efecto del
creciente aumento de la exportación de vino a Francia.
¿Política de recogimiento? Frente a la imagen de un Cánovas defensor de una política
aislacionista, Jover ha caracterizado la política exterior de los conservadores en esa primera fase de
la Restauración como política de recogimiento, que trata de evitar tanto el aislamiento como el
compromiso. Cánovas, observador de la realidad internacional, ha captado muy bien el auge del
mundo anglosajón, la decadencia de la raza latina y la hegemonía alemana en la nueva Europa.
Jerónimo Bécker, rechazando el calificativo de aislacionista al referirse a la política exterior
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
A los dieciocho meses del Gobierno Liberal, la Unión Republicana aparecía hecha girasen.
Así, aunque los liberales no hubieran hecho otra cosa, podían vanagloriarse de haber disuelto en la
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
Lo más significativo del nuevo Gobierno conservador formado por Cánovas en enero de
1884, fue la incorporación de Alejandro Pidal y Mon en el Ministerio de Fomento. Para Cánovas
significaba la ampliación por la derecha de la base del partido y la integración en el régimen de
una parte del electorado carlista.
La inclusión de Pidal en el Ministerio acarreó al Gobierno varios problemas políticos y
diplomáticos, al suscitar las presiones encontradas de los integristas y de los liberales y
republicanos. Dos incidentes representativos de esta situación ocuparon buena parte del tiempo y
de las preocupaciones del Gobierno:
En el verano de 1884, unas declaraciones parlamentarias de Pidal sobre el reino de Italia y el
poder temporal de los Papas (la cuestión romana), convenientemente provocadas y explotadas por
los liberales, provocaron un delicado problema diplomático difícil de enmendar, pues una
rectificación oficial del Gobierno español ante el italiano provocaría la indignación del Vaticano y
la agitación de los católicos contra el Gobierno y contra el ministro Pidal.
El octubre del 84, el discurso inaugural de la Universidad Central, a cargo Miguel Morayta,
en presencia del ministro, volvió a suscitar la polémica sobre la libertad de cátedra. El contenido
del discurso y la personalidad de Morayta, Gran Oriente de la masonería, provocaron la inmediata
reacción católica: pastorales de obispos contra el liberalismo, la masonería y las escuelas laicas, y
escritos en la prensa integrista cuestionando la presencia de Pidal en el Ministerio.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
estableció, como se sabe, unas reglas de juego para delimitar la soberanía mediante la ocupación
real de los territorios explorados por los respectivos países europeos.
Una derivación más de la iniciativa colonial europea, en el marco de la Conferencia de
Berlín, fue la impugnación real. Era la aplicación al Pacífico de los principios aprobados en Berlín
para la explicación de África. La reclamación alemana (agosto del 85) provocó una fuerte reacción
popular (manifestaciones patrióticas en Madrid ante la embajada alemana el 4 de septiembre).
Bismarck rectificó y propició el acuerdo negociado proponiendo a León XIII como árbitro. La
resolución de la Santa Sede (octubre del 85) reconocía la soberanía de España, pero le obligaba a
hacerla efectiva mediante la ocupación militar y administrativa, a la vez que garantizaba a
Alemania la libertad de comercio y de explotación agrícola. Al margen del dictamen concreto, el
arbitraje de la Santa Sede sirvió sobre todo para superar definitivamente las tensiones entre León
XIII y Bismarck.
La epidemia del cólera, que es extendió por el Sur y por Valencia y Murcia durante el verano
de 1885, contribuyó al desprestigio del ministro de Gobernación, Romero Robledo, que se vio
obligado a dimitir, y al desgaste del Gobierno conservador. La equivocada política ministerial
frente a la epidemia, basada casi exclusivamente en el aislamiento y la cuarentena, y su resistencia
a utilizar la vacuna Ferrán, provocaron las críticas generalizadas, y diversas políticas sanitarias
cantonalistas al margen de las decisiones del Gobierno.
El cólera puso, por otra parte, de relieve los límites y contradicciones de la sociedad de la
época:
* El bajo nivel científico de algunos lugares y autoridades académicas, con su resistencia
visceral a experimentar con la vacuna Ferrán;
* Las malas condiciones sanitarias e higiénicas de muchas poblaciones;
* Las fuertes desigualdades sociales quedaron reflejadas en las distintas tasas de
mortalidad por barrios y clases sociales. Las clases acomodadas huyeron hacia el Norte,
prolongando sus vacaciones en el verano del 85;
El peso del factor católico y eclesiástico en la sociedad de la época: la predicación de la
epidemia como castigo moral. En un sentido positivo, la atención curativa y hospitalaria de
personas e instituciones religiosas y seglares suplió en buena medida las deficiencias de la
beneficencia pública.
En las elecciones municipales de 1885 los liberales, en coalición con los republicanos,
consiguieron resultados muy favorables en ciudades como Madrid. A estos avances liberales, se
unió la incertidumbre política que provocaba la inminente muerte del rey, y el retorno de las
amenazas antidinásticas, de derecha y de izquierda, carlistas y republicanos, respectivamente. Al
decir de Cánovas, la muerte del rey, y el vacío político subsiguiente, imponían una segunda
Restauración. A ello obedeció el supuesto pacto de El Pardo, o más bien, la tregua por la que
Cánovas ofrecía apoyar un Gobierno liberal presidido por Sagasta.
El nuevo Gobierno de Sagasta inició su mandato con una serie de medidas y circulares que
ampliaban el marco de la libertad de expresión, derogando barreras censoras, impuestas en los
primeros momentos de la Restauración:
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
Tampoco significaba una ruptura con la política de los ministros conservadores. El objetivo
prioritario de los primeros ministros de la Restauración, Salaverría y Barzanallana, era la
contención del déficit, el equilibrio presupuestario, como paso previo al arreglo de la deuda
pública, y éste fue el principal objetivo y logro de la gestión de Camacho el 31 de diciembre del 81
fueron acompañados de una serie de reformas administrativas las cuales introducidas por Camacho
y eliminadas, en buena parte, por Gobiernos conservadores, eran las siguientes:
* Creación de la Inspección General de la Hacienda Pública.
* Creación de la Dirección General de lo Contencioso-Administrativo.
* Organización de la administración económica provincial.
* Procedimiento para las reclamaciones económico-administrativas.
* Creación del Cuerpo de Inspectores de la Contribución Industrial y del Comercio.
La polémica liberales-conservadores en torno a la implantación de esas reformas caracteriza
las respectivas posiciones. Se suprimieron algunos impuestos, como los que gravaban la
fabricación y el consumo de la sal. Estos se sustituyeron por otro nuevo impuesto equivalente a los
de la sal, contribución directa que se exige a los contribuyentes por inmuebles, cultivo y ganadería
o industrial y del comercio y a quienes paguen determinados alquileres de fincas no destinadas a la
industria. Este impuesto, uno de los más combatidos, influyó en el aumento de los ingresos del
Estado y en el equilibrio presupuestario.
La contribución territorial (el impuesto sobre inmuebles, cultivo y ganadería), era, con
diferencia, el principal de los impuestos directos, pero el aumento de la recaudación por esta
partida pasaba por la actualización del catastro. Aunque siguió dominando la ocultación de la
riqueza.
La reforma de la contribución industrial fue tan contestada por los gremios que el Estado
tuvo que aceptar muy pronto (en febrero del 82) una revisión del primer reglamento.
En cuanto a los impuestos indirectos, el impuesto de consumos, el más importante después
del de aduanas, fue reforzado por los liberales. Se trató de adaptar mejor la distribución local del
impuesto no sólo al tamaño de la población sino al de su capacidad de consumo, el aumento en la
recaudación del impuesto por consumos compensó la reducción de ingresos que, en ese capítulo,
había supuesto la eliminación de los impuestos de la sal.
Los ingresos por monopolio, la renta del tabaco siguió constituyendo una de las partidas
fundamentales, como lo venía siendo desde el inicio de la Restauración. La aportación de
Camacho consistió en el proyecto de invertir una parte importante de esos ingresos en lo
modernización de las fábricas de tabaco.
Junto al aumento de los ingresos fiscales, el equilibrio presupuestario se basó también en una
política de contención del gasto. La clave de esa contención del gasto estuvo en la importante
reducción de los intereses de la deuda pública.
Esta conversión de la deuda, considerada como uno de los mayores éxitos de la gestión de
Camacho, además de posibilitar el equilibrio presupuestario, contribuyó a la recuperación del
crédito público en los mercados internacionales, al éxito de la conversión de la deuda contribuyó
un proceso de transformación del sistema monetario español: abandono del patrón oro, aumento de
la circulación fiduciaria y depreciación de la peseta. El respiro respecto al agobio de la deuda sólo
duró algunos años hasta el 98.
Sus reformas fiscales desataron la resistencia y la protesta de grupos económicos afectados.
La protesta de los gremios de Barcelona frente a la reforma del impuesto de contribución
industrial, en febrero-marzo de 1882, se unió al movimiento proteccionista frente a la negociación
del tratado comercial con Francia.
Una de las iniciativas recaudatorias de Camacho, el proyecto de venta de montes públicos y
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
dehesas boyales, encontró resistencia en el propio Gabinete ministerial, la del ministro Albareda,
promotor de diversas iniciativas de fomento de la agricultura. Albareda y Camacho, dos de los
ministros reformistas del primer Gobierno liberal-fusionista, serían sustituidos en el nuevo
Gobierno por Pelayo Cuesta, en Hacienda, y Germán Gamazo, en Fomento.
La política de apertura comercial de los liberales es un elemento más de su política
económica, pero también caracteriza su política exterior. El régimen de acuerdos comerciales se
generalizó durante la década de los ochenta. Los más trascendentales, por el volumen del
intercambio, fueron el de Francia (1882) y el de Inglaterra (1885). En ambos casos favorecer la
exportación del vino fue el interés principal, y en las dos ocasiones los acuerdos tropezaron con
fuerte resistencia de los grupos interesados. La resistencia catalana, notable ya en febrero-mayo de
1882, frente al acuerdo con Francia, se hizo aún mayor en 1885, contra el tratado con Inglaterra.
El equilibrio presupuestario conseguido hacía menos urgente ahora la utilización del arancel
como fuente básica de ingresos fiscales.
Junto a los tratados comerciales, los Gobiernos adoptaron otras medidas favorecedoras del
comercio, y compensatorias para los sectores más afectados por aquellos tratados: mayores
facilidades para la circulación interior; desarrollo del tráfico con las Antillas, reducción selectiva
de derechos arancelarios para la importación de aquellos artículos considerados materias primas
para la industria. Estas últimas medidas favorecieron a la mayoría de los sectores: el textil, la
industria jabonera, químicas de transformación, y la industria en general, por la rebaja del precio
del carbón.
En suma, el balance del comercio exterior español en los años ochenta, hasta 1885, es
positivo. El sostenido superávit de la balanza comercial, cuyo volumen no dejó de crecer en estos
años, aunque con un carácter concentrado y dependiente de Francia (vinos) e Inglaterra
(minerales).
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
La ampliación del marco legal de expresión, reunión y asociación, impulsada por el Gobierno
fusionista, posibilitó la organización de algunas movilizaciones, expresiones y manifestaciones
públicas, frente a determinadas políticas (fiscales) o situaciones sociales de crisis (Andalucía)
La propaganda republicana, liberal-laicista, y, en general, de los grupos políticos e
ideológicos contrarios al sistema, encuentra más posibilidades de reunirse y expresarse. Una de las
primeras medidas del Gobierno fusionista fue el permiso para las conmemoraciones republicanas
del 11 de febrero.
La política fiscal y comercial del ministro Camacho provocó, como ya se ha señalado, en los
meses de febrero a mayo de 1882, la reacción de los grupos afectados. El reglamento de la
contribución industrial provocó una campaña de protestas, primero en Madrid, y después
Barcelona, donde se vinculó al rechazo proteccionista del tratado comercial con Francia. Es en
Barcelona donde la campaña cobró mayor fuerza. La regionalización de la polémica
proteccionistas-librecambistas en Barcelona (Fomento de la Producción Nacional) y Madrid
(Círculo de la Unión Mercantil) contribuyó a la expresión anticipada de sentimientos nacionalistas,
pro y anticatalanistas, que sólo más tarde cuajarán en movimientos.
En estos años se agudizaron las tensiones y divisiones internas de los católicos españoles en
torno a la postura a adoptar ante el régimen. Por un lado, la política de libertades y al afirmación de
la tolerancia constitucional provocan la protesta integrista y carlista. Las consignas moderadas y la
política posibilista propugnada desde el Vaticano contribuyeron a agudizar las tensiones. La
fundación en 1881 de La Unión Católica por Alejandro Pidal y Mon, con el apoyo y bendiciones
de la jerarquía eclesiástica, aunque de momento no pasó de ser una iniciativa minoritaria,
contribuyó decisivamente a crear ese clima de división interna entre los católicos españoles.
La peregrinación a Roma organizada pro Nocedal en 1882, y desautorizada por la jerarquía
por su carácter partidista, iniciaba una larga cadena de enfrentamientos entre seglares y clérigos
integristas, de un lado, y Vaticano y algunos obispos, de otro. La llegada a España del nuevo
nuncio, Rampolla, coincidió con la difusión de un documento pontificio, la encíclica Cum Multa,
que trataba de mediar en la división, estableciendo unas reglas del juego. La primera tarea del
nuncio era lograr la comprensión correcta y la aceptación por todos de los criterios y directrices
contenidas en el citado documento.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
carácter reformista, aunque sólo fuera en el plano informativo: la convocatoria de una información
oral y escrita sobre la condición de las clases trabajadoras, para cuya consulta se reglamentaba la
creación de comisiones provinciales y locales de reformas sociales.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
Federación no salió en defensa de los condenados. Antes bien expresaron la condena de las tácticas
violentas. El Congreso de Valencia (octubre del 83), sin dejar de condenar expresamente las
acciones criminales, denunció también la represión indiscriminada del Gobierno.
En el caso de los anarquistas, la liberalización política tuvo efectos efímeros. Tras la
represión de 1883, y a causa también de las divisiones internas mencionadas, el anarquismo
español entrará en un largo período de decadencia organizativa y sindical, a partir de 1885. La
Federación de Trabajadores de la Región Española se disolvió en 1888, justo en el momento en
que nacía en Barcelona la UGT. El anarquismo entraba en una fase propagandística (publicaciones,
escuelas), que coincide de nuevo con el surgimiento de tendencias insurreccionales y atentados
terroristas en los años noventa.
Para los socialistas, la libertad política del bienio es también la ocasión para organizarse
sindical y políticamente, tras la clandestinidad forzada del período anterior (1874-81). La primera
fundación del partido sindicalista en 1879, en la clandestinidad, no tuvo apenas trascendencia más
allá del pequeño núcleo de tipógrafos e intelectuales que se había configurado durante el Sexenio
como el minoritario grupo marxista madrileño frente a la mayoritaria tendencia Bakunista de la
sección española de la primera Internacional.
Según Santiago Castillo, en la Historia del socialismo español, el año 1882 fue crucial para la
configuración sindical y política del socialismo. El PSOE y la UGT celebraron en Barcelona, en
1882, sus respectivos congresos pre-fundacionales, en medio de importantes tensiones ideológicas
entre la tendencia marxista-guesdiana del grupo madrileño, y las tendencias reformistas,
posibilistas y demócratas, vinculadas a sociedades obreras catalanas. Los programas fundacionales
aprobados en distintos congresos celebrados entre 1882 y 1884, reflejan los pactos entre
tendencias.
En la consolidación propagandística y organizativa del primer socialismo español jugó un
papel fundamental el grupo de Madrid, y concretamente el de tipógrafos. La larga huelga de
tipógrafos de Madrid en 1882 consolidó y prestigió la Asociación General del Arte de Imprimir, en
1884, la Información oral, convocada por la Comisión de Reformas Sociales para el Estudio de la
Condición de Vida Obrera, fue una excelente oportunidad aprovechada por los socialistas como
plataforma pública y legal para hacer propaganda de sus ideas. En esa tribuna intervinieron, por
extenso, Iglesias, Morato y Matías Gómez Latorre, entre otros.
En general, la libertad de asociación regulada por la Ley de 1887, permitió la salida a la luz
pública de sociedades obreras de oficios, mutualidades y sociedades de resistencia, no encuadradas
en ninguna organización política, socialista o anarquista, que habían pervivido en situación de
semiclandestinidad, como testimonian las primeras encuestas gubernamentales sobre asociaciones
de 1881-82.
Entre todas las asociaciones obreras no vinculadas al anarquismo ni al socialismo destaca la
agrupación textil catalana Las Tres Clases del Vapor.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
El marco legal en el que se mueve la Iglesia católica durante la Restauración era bastante
ambiguo, pues dependía de dos fuentes hasta cierto punto contradictorias: por un lado el
Concordato de 1851, que seguía vigente, y, por otro, el régimen de tolerancia religiosa y de respeto
genérico a las libertades que proclamaba la Constitución de 1876.
Las cuestiones concretas que la aplicación del nuevo principio constitucional suscitó se
referían a los siguientes aspectos: el proyecto de ley de Instrucción Pública y las medidas concretas
relacionadas con planes de estudio, enseñanza la de la religión en los centros públicos, control y
censura moral de los contenidos de la enseñanza a cargo de los obispos, requisitos legales para el
reconocimiento oficial de los centros privados.
La presión conjunta de la Santa Sede y de la jerarquía católica española parecían haber
conseguido frenar esta aplicación a la enseñanza de la tolerancia constitucional. Hasta 1884, de
nuevo con el Gobierno Cánovas-Pidal, no se planteará de nuevo un proyecto de ley de Instrucción
Pública.
Lo que los obispos impugnaban era la obligatoriedad de la enseñanza primaria, principio que
entendían consagraba el monopolio del Estado docente sobre otras instancias (familia, Iglesia).
Igualmente entendían que el proyecto no garantizaba suficientemente la ortodoxia doctrinal de la
enseñanza, pues el derecho de los obispos a inspeccionar y censurar los contenidos de la enseñanza
(derecho reconocido en el Concordato), quedaba pospuesto o dependiente de la principal función
inspectora que correspondía al Estado.
Aparcado el polémico proyecto de ley, la circular del ministro liberal Albareda, de 3 de
marzo del 81, reponiendo en sus cátedras a los profesores krausistas, suscitó condenas y críticas
episcopales y la reacción de la recién fundada Unión Católica.
La llegada del católico Alejandro Pidal y Mon al Ministerio de Fomento en 1884 era una
oportunidad para sacar adelante los criterios católicos. Un proyecto general volvió a quedar
frustrado, pero durante su ministerio Pidal aprobó medidas tendentes a favorecer la enseñanza
privada religiosa que comenzaba a tener una importante implantación en España.
La larga negociación sobre la base 3ª del Código Civil, relativo al estatuto jurídico del
21
La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
matrimonio en España, es otro buen test para el estudio de la relación Iglesia-Estado durante la
Restauración.
El 17 de mayo de 1880 se inició el trámite parlamentario de un proyecto de ley sobre efectos
civiles del matrimonio. Pero la Iglesia no admitía ningún tipo de regulación civil de lo que
consideraba ante todo un sacramento, únicamente sujeto, según el derecho canónico, a la
jurisdicción eclesiástica.
Con la llegada de los liberales al poder, la Iglesia no pudo eludir por más tiempo la
regulación jurídica del matrimonio. Se iniciará un largo proceso de negociaciones (Santa Sede-
Gobierno español) acerca de los términos en que debería redactarse la base 3ª del Código Civil,
referida a la regulación jurídica del matrimonio. Para los liberales era ineludible regular esta
cuestión en el marco de un Código Civil largamente gestado. El acuerdo final, en 1887, puso a
prueba la relación del Vaticano con los gobierno liberales, revelando la buena disposición
recíproca para el acuerdo y la tolerancia.
El acuerdo final dio lugar a declaraciones optimistas por ambas partes, que confirmaron el
buen clima que presidía las relaciones Santa Sede-gobiernos liberales. Más allá del acuerdo
concreto, el embajador en la Santa Sede, Groizard, transmitía a su ministro (Moret) el expreso
apoyo del Papa al régimen.
Otra serie de conflictos jurídicos y diplomáticos se suscitaron por la aplicación en el ejercicio
de los derechos y obligaciones del Estado con la Iglesia, fijados en el Concordato de 1851, y
heredados del régimen de patronato real sobre la Iglesia. El conflicto regalista, tan crucial en el
siglo XVII, pervivía y se manifestaba en conflictos más o menos importantes con motivo de:
* La presentación de cargos eclesiásticos;
* La defensa del fuero eclesiástico, y, en general, de la capacidad autónoma de la Iglesia
para reunirse en concilio provinciales y sínodos diocesanos;
* El cumplimiento de las obligaciones económicas del presupuesto del Estado (dotado de
culto y clero) y el estatuto jurídico de los bienes eclesiásticos;
* La fundación de casa de religiosos, al amparo de la ambigüedad del Concordato;
* La exención del servicio militar para los seminaristas;
* El funcionamiento de instituciones heredades del antiguo régimen de patronato.
*
6.3. DE LA INTRANSIGENCIA A LA CONCILIACIÓN.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
alcanzado con el artículo 11, era rechazable y condenable, al igual que todo el sistema político.
Esta mayoría católica intransigente iba a aprovechar cualquier ocasión para poner en contradicción
la ortodoxia católica antiliberal (el Syllabus) y el Concordato vigente, con los desarrollos y
aplicaciones legales del régimen de tolerancia. En último extremo iba a malinterpretar la
iniciativas posibilistas y conciliadoras tomadas por el Vaticano en sucesivas ocasiones, incluso
hasta colocarse frontalmente en situación de desobediencia respecto a sus obispos.
Por otra parte, las directrices posibilitas que marcó, para toda la Iglesia, el nuevo pontificado
de león XIII, hay que entenderlas en le contexto de la evolución de la cuestión romana.
Desbloquear el aislamiento internacional, recuperar el prestigio y la función internacional de la
Santa Sede era su objetivo prioritario, y a él se habían de supeditar en buena medida las políticas
de las Iglesias locales.
A los intereses diplomáticos en juego hay que añadir la progresiva convergencia de objetivos.
Lo que la religión y la Iglesia en concreto podían ofrecer a los Estados era el auxilio en la
predicación y defensa de unos principios y valores sociales burgueses (orden, propiedad,…) que se
veían crecientemente amenazados por la revolución socialista. León XIII apelaba varias veces a
esta tarea-función moral de la Iglesia. Por parte de los gobiernos, también los conservadores y
liberales españoles reconocían esa inestimable ayuda, a cambio de la cual se estaba dispuesto a
ofrecer garantías a la Iglesia.
Esta convergencia de objetivos y la política posibilista que de ella se derivaba no era, sin
embargo, comprendida ni aceptada por los católicos intransigentes, provocando, concretamente en
el caso de España, fuertes descalificaciones y divisiones.
La situación se exacerbó y radicalizó a partir de 1881, coincidiendo con el intento frustrado
de crear un asociación de católicos, la Unión Católica. Se trataba de una iniciativa de seglares
católicos cualificados, con Alejandro Pidal y Mon al frente, pero impulsada directamente por la
jerarquía. El proyecto de la Unión Católica constituyó enseguida un rotundo fracaso, pues no pasó
de ser una alternativa minoritaria, que de momento agudizó la división y las tensiones.
La capacidad movilizadora de los tradicionalistas en torno a Cándido Nocedal y El Siglo
Futuro era muy superior, como se demostró en los preparativos de la peregrinación de los católicos
españoles a Roma programada para 1882. La peregrinación de 1882, inicialmente encargada por la
Santa Sede a Nocedal, quiso ser utilizada por éste para afirmar las posiciones tradicionalistas y
descalificar a la Unión Católica y a los partidarios del posibilismo. Este intento de exclusivismo
político generó l a desautorización del Vaticano, y una serie de intervenciones contrapuestas de
obispos, seglares y periódicos, que provocaron la suspensión de la peregrinación nacional.
La radicalización de posturas, las descalificaciones recíprocas, y, sobre todo, la puesta en
cuestión de la autoridad de los obispos, por parte de periodistas clérigos o seglares, obligaron a la
Santa Sede a intervenir directamente con un documento específicamente dirigido a los católicos
españoles, la Cum Multa. Ésta, al igual que las intervenciones posteriores del Vaticano, pretendía
salvar la unidad política de los católicos, sobre bases suprapartidistas, y, por tanto, sobre el
reconocimiento de un cierto pluralismo político que tendría que respetarse. Ese pluralismo incluía,
por supuesto, el respeto a la posición política de los católicos alfonsinos, llamados,
despectivamente, mestizos por los intransigentes.
El llamamiento vaticano, por tanto, lejos de pacificar los ánimos, suscitaba nuevas
descalificaciones a partir de interpretaciones distintas.
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
En este clima de fuerte división de los católicos llega a España el nuevo nuncio Rampolla. Su
gestión, durante los años 1883-87, coincidiendo con la crisis política provocada por la desaparición
de Alfonso XII y el inicio de la Regencia, será decisiva para la consolidación de las posturas
posibilistas y el aislamiento de las intransigentes.
Pronto las esperanzas depositadas por los intransigentes en el nuevo nuncio se vería
frustradas. Sus llamamientos a la obediencia jerárquica para la correcta interpretación de la Cum
Multa, y su invitación a respetar la legalidad vigente, junto a las garantías que acordó con el
Gobierno de la Izquierda Dinástica, configuraron los objetivos y el talante de su gestión.
La vuelta al poder de los conservadores, en 1884, y, especialmente, la presencia del máximo
representante de la Unión Católica, Alejandro Pidal y Mon, en el Gobierno, va a generar tensiones
y aumentar el clima de división, poniendo a prueba la gestión conciliadora del nuncio. La
presencia de Pidal y Mon en el Gobierno, parece que por expreso deseo del rey, llenaba uno de los
objetivos más deseados por Cánovas: integrar a los católicos en el régimen, apartándolos del
carlismo y del abstencionismo político. Este gesto provocaría la ira y la oposición de la derecha
católica, y el permanente recelo de la izquierda liberal. Desde ambos flancos se pondrían
obstáculos a la gestión del ministro.
El primer incidente importante se suscitó por una intervención del ministro Pidal y Mon
sobre la cuestión romana que provocó las protestas del Gobierno italiano.
El discurso del catedrático de la Universidad de Madrid, y Gran Oriente de la Masonería
española, Miguel Morayta, con motivo de la inauguración oficial del curso universitario 1884-85,
presidida por el ministro Pidal, se convirtió en el inicio de otro largo incidente que le desgastó aún
más. El discurso de Morayta provocó la reacción indignada de la prensa católica y de algunos
obispos, no ya contra el citado discurso, sino contra la tolerancia y la permisividad de un ministro
católico ante una forma de propaganda masónica y racionalista.
En medio de esta polémica suscitada por el discurso de Morayta, una pastoral del obispo de
Plasencia, Casdas y Souto, de 23 de enero de 1885, venía a potenciar la ofensiva integrista contra
el Gobierno Cánovas-Pidal y la política conciliadora. Lo más grave era que la pastoral implicaba
también a la Monarquía en la dirección errónea de la política tolerante del Gobierno. Dicha
pastoral provocó un importante conflicto diplomático, en el que la gestión mediadora del nuncio
Rampolla fue decisiva. Pero la división de los católicos españoles se agudizó. El desafío integrista
apuntaba ya no sólo a una determinada orientación política de la Iglesia (el posibilismo), sino a la
legitimidad y superioridad de la autoridad del nuncio, delegado pontificio, sobre la de los obispos.
Según la argumentación integrista, las directrices del nuncio, dependientes por necesidad de
factores diplomáticos, no podía estar por encima de las orientaciones episcopales, de por sí más
independientes.
La ofensiva integrista, al poner en cuestión a la autoridad del nuncio sobre los obispos,
atacaba los fundamentos de la política conciliadora que por vía diplomática estaban desarrollando,
respectivamente, el Gobierno de Cánovas y la Santa Sede. Se imponía, pues, una reacción urgente
y contundente por parte de ésta. El 15 de abril, el secretario de Estado, Jacobini, desautorizaba
expresamente un artículo del órgano integrista El Siglo Futuro y le exigía una rectificación pública.
Esta contraofensiva del Vaticano frente a los integristas quedó reforzada, en el plano internacional,
por la rectificación pública (el 20 de junio de 1885) de otro de los máximos representantes del
integrismo, el cardenal Pitra, prefecto de la Biblioteca Vaticana.
La gestión posibilista de Rampolla culminó en este año crucial de 1885 con el expreso apoyo
de una buena parte de la jerarquía católica española a la Regencia recién inaugurada; pacto mucho
menos conocido pero no menos decisivo para la consolidación del régimen, que el pacto Cánovas-
Sagasta de El Pardo. Un grupo significativo de cinco arzobispos y veinte obispos asistieron en
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La Restauración. El reinado de Alfonso XII (1875-1885).
Madrid a los funerales de Alfonso XII, lo que dio ocasión al nuncio para varias reuniones y
acuerdos sobre la política más conveniente. El documento más importante fue la declaración del 14
de diciembre de 1885, que significaba la aplicación en España de las directrices políticas dadas por
León XIII a toda la Iglesia en la encíclica Inmortale Dei.
La sustitución con que la regente y los liberales en el poder recibía estos gestos y estas
declaraciones del Vaticano y de los obispos españoles, cuando se iniciaba una nueva etapa política.
A cambio de este apoyo, los Gobiernos liberales de Sagasta tendrían la mejor disposición a pactar
con el nuncio las cuestiones siempre conflictivas de la enseñanza, el matrimonio, etc.
La regencia se inició, pues, bajo el signo de este pacto entre liberales (el ministro Moret, el
embajador en la Santa Sede, Alejandro Groizard) y la Iglesia, sobre la base del respeto y la
colaboración recíproca. Para el ministro Moret había objetivos coincidentes que justificaban y
garantizaban la perdurabilidad del pacto: la defensa del orden social frente a las nuevas amenazas
revolucionarias. Rampolla, como nuncio en España, y Groizard, como embajador español en la
Santa Sede, representaban y protagonizaban ese difícil camino hacia la conciliación, defendido por
conservadores, liberales y algunos católicos, y torpedeado por el mayoritario catolicismo
tradicionalista.
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TEMA 16. LA ÉPOCA REGENERACIONISTA: “LA
REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA” (1902-14)
Cuando llegó al trono Alfonso XIII, España estaba pasando por la 1ª experiencia
regeneracionista, que tuvo como protagonista al partido conservador. En noviembre de 1898,
Joaquín Costa reclamó un partido regenerador, un partido nacional que supiera resolver los
problemas españoles tras el desastre del 98. Resolverlos parecía sencillo pues, por un lado se
necesitaba conseguir una amplia descentralización y por otro, una activa política económica de la
Administración en el sentido de facilitar las comunicaciones y promover los regadíos.
La iniciativa de Costa coincidió con la puesta en marca de un movimiento semejante por
Basilio Paraíso, organizador de un movimiento de la Cámaras de Comercio, que nacía de la
angustia de las clases medias campesinas. La protesta comenzó con la formación de una liga de
productores. Fue una especie de protesta colectiva con la negativa de pagar impuestos. A
principios de 1900 los que protestaban se agruparon en un partido: la Unión Nacional pero que
sólo duró unos meses. Joaquín Costa quedó aislado y evolucionó hacia el republicanismo radical.
Decía que sólo con el triunfo de la República sería posible una verdadera regeneración en
España.
Las fórmulas regeneracionistas encontraron su instrumentación en los partidos de turno,
principalmente en el conservador. Este partido lo dirigió Silvela, que en principio sólo había
logrado el apoyo de la aristocracia, pero luego, se convirtió en el representante dentro de su
partido, de los sectores que propiciaban un acercamiento a las masas católicas y a quienes, hasta
ese momento, no habían intervenido en política. Su programa pretendía la reforma del partido y
su proyección hacia el futuro, integrando los intereses mercantiles, regionalistas y
regeneracionistas, mediante una política anticaciquil, reformadora de la Admón. y que
movilizara a la opinión pública. Con dicho programa Silvela consiguió la jefatura del partido
conservador.
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De 1902 a 1914 (I).
Llegó al poder en marzo de 1899, proponiendo en lo político combatir el caciquismo por
medio de la descentralización política y la reforma de la admón. local; en lo económico, con la
nivelación presupuestaria y fomentando los intereses productivos; en lo social, con la puesta en
práctica de las primeras disposiciones de reforma social nacidas de la influencia de la doctrina
social católica y en la cuestión religiosa, con el mantenimiento de las buenas relaciones con el
Vaticano.
Entre sus ministros, Pidal representaba la política de vinculación con Roma; Villaverde
pretendía un programa hacendístico de nivelación presupuestaria y Eduardo Dato quería
introducir la legislación protectora del obrero. También contó Silvela con Durán i Bas, que
estaba en contacto con los círculos catalanistas y confiaban en el progreso de Silvela y con el
General Polavieja que tenía interés especial en la reforma militar y además era calificado como
general cristiano. Pero Polavieja se encontró con que su regeneracionismo militar se enfrentaba
con que Fernández Villaverde quería llegar a una nivelación presupuestaria.
Durán i Bas dimitió porque los propósitos descentralizadores no se concretaban y porque
el programa hacendístico de Fernández Villaverde chocó con la alta burguesía catalana.
Eduardo Dato (conservador) se dedicó a promover la reforma social en 3 vertientes: una
ley de accidentes de trabajo; regulación del trabajo de mujeres y niños y el descanso dominical,
que se aprobó en 1904. Dichas normas encontraron una fuerte resistencia en una parte de la
burguesía catalana que creía que así se ponía en peligro la supervivencia de la industria nacional.
En 1901 subió al poder el Partido Liberal. Alfonso XIII comenzó su reinado gobernando
con este partido. Sagasta que presidió este gabinete no era un político regeneracionista. Su
habilidad y paciencia habían conseguido mantener unido a un partido liberal que se denominaba
fusionista. Este turno liberal introdujo un cierto cambio en la vida del partido: incorporación de
un programa anticlerical que sería clave en la política española durante 15 años y que tuvo como
consecuencia inmediata la división del partido.
En diciembre de 1902 Silvela volvió al poder. A su partido se incorporó un grupo del
partido liberal que había ido evolucionando desde el proteccionismo al conservadurismo y que
ahora lo dirigía Maura. El rey chocaba con Silvela y además el partido se dividía. En 1903
dimitió Fernández Villaverde y a Maura se le acusaba de no haber actuado a favor del
encasillado monárquico como era habitual. Maura dimitió y poco después Silvela, tras una crisis
que se llamó “oriental” por la presunta intervención de Alfonso XIII que residía en el Palacio de
Oriente, aunque el carácter depresivo de Silvela jugó un papel importante.
De este modo se planteaba un problema de jefatura en el partido conservador que se
debatiría durante unos años, sin aclararse. Fue llamado a gobernar Fernández Villaverde, experto
hacendista. Su triunfo personal significaba la victoria del conservadurismo más dócil a palacio y
a los aristócratas. Su prestigio derivaba de que en la etapa de Silvela había sido el único ministro
que llevó a la práctica su programa.
Cuando comenzó, la situación de la Hacienda Pública era catastrófica. El peso que la
deuda tenía hizo que se centrara en ella y la necesidad le obligó a recurrir a procedimiento poco
ortodoxos, pero estos le permitieron la reducción del peso de la deuda. Además la reforma fiscal
paralela fue en realidad muy modesta. Su gobierno duró de julio a diciembre de 1903, lo que
indica que no tenía en apoyo total de su partido. Tomó la dirección del partido conservador y de
la presidencia del Consejo de Ministros Antonio Maura, que contó con la práctica unanimidad
del partido. Tenía fuerzas para enfrentarse con los problemas del país, aunque decían de él que
era jactancioso sin poderlo remediar.
Se enfrentó con la izquierda (y con los liberales) por el problema religioso. En junio de
3
De 1902 a 1914 (I).
1904 el gobierno conservador entabló negociaciones con Roma para tratar del statu quo de las
órdenes religiosas, aunque sus propósitos no se vieron cumplidos. También tuvo que enfrentarse
con la prensa de izquierdas y no pudo ver aprobada en las Cortes una reforma de la Admón.
local, que pretendía. Una discrepancia con el rey, respecto al nombramiento de un alto cargo
militar, pero sobre todo la división de los conservadores, provocaron su caída.
En diciembre de 1904, sólo 40 días, le sucedió Alzárraga y a principios de 1905 volvió al
poder Villaverde. En sólo dos años había habido 4 presidentes, 5 crisis y 66 ministros.
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De 1902 a 1914 (I).
En diciembre de 1905 Moret sustituyó a Montero Ríos. A estas alturas muchos de los
principios en que había basado su pensamiento como el librecambismo, parecían ir en contra de
la tendencia general. Aceptó la herencia de Montero para intentar salir cuanto antes del conflicto
militar, aceptando las cesiones que se le pidieran. No sólo castigó la insubordinación de los
oficiales que habían tomado la justicia por su mano, sino que además entregó el Mº de la Guerra
al General Luque, que se había identificado con la protesta barcelonesa.
La ley de Jurisdicciones fue aprobada en marzo de 1906. a partir de ese momento, el
Ejército se convertía en monopolizador del patriotismo, mientras que no todas las clases sociales
estaban obligadas al servicio militar, dada la posibilidad de la redención económica del mismo.
La reacción de catalanistas y republicana fue iracunda y de ello surgió Solidaridad
Catalana. Moret solicitó del rey la disolución de las Cortes justificándolo con la enunciación de
un amplio programa que incluía desde la libertad de cultos hasta la reforma del Senado. El rey
rechazó la idea porque en el seno del propio partido del presidente, no estaban de acuerdo con
Moret.
En julio de 1906 el General López Domínguez sustituyó a Moret en el poder. Tenía un
programa inspirado por el propio Canalejas y situaba el centro del interés de los liberales en el
problema clerical; el Conde de Romanones derogó una disposición conservadora por la que se
exigía la condición de no católico probada para contraer matrimonio civil.
El último intento del gobierno liberal le correspondió al Marqués de Vega de Armijo en
diciembre de 1906, que aunque trató de tener su propio programa sobre la cuestión de las
órdenes religiosas, su gobierno no era sino una acumulación de facciones personalistas destinado
a la rápida desintegración. Durante los 5 primeros años del reinado de Alfonso XIII lo más
característico fue la inestabilidad que facilitaba la intervención real pero no era exclusivamente
provocada por el monarca.
4. EL CATALANISMO
Cataluña fue la única región que logró la independencia electoral respecto del encasillado
hecho en Madrid. En los orígenes del catalanismo hubo un componente tradicionalista y otro
federal. La defensa de unos intereses económicos y el arraigo de una cultura renacida. El factor
económico-social y el cultural jugaron una función previa a la implantación del catalanismo
como fuerza política. Alcanzó la mayoría de edad durante el gobierno de Silvela. En Barcelona
el general Polavieja consiguió un apoyo como no tuvo en el resto de la Península, las grandes
familias industriales de la región nutrieron las filas de lo que luego sería la Unió Regionalista,
adherida a los manifiestos del general.
Silvela después de proporcionar poder al catalanismo, le dio también motivos para la
protesta. La resistencia frente a los proyectos fiscales de Fernández Villaverde estuvo localizada
sobre todo en Barcelona.
La Lliga Regionalista creada en 1901 acogió a los antiguos polaviejistas, pero en ella
jugó un papel más decisivo otro sector que se había llamado Centre Nal. Catalá y que estaba
formado por intelectuales procedentes del Ateneo, profesionales y miembros de una generación
juvenil con una formación catalanistas, pero que pronto tomaron una postura pragmática, capaz
de conformarse con el regionalismo, siempre que éste permitiera dar satisfacción y cauce a las
reivindicaciones de Cataluña.
El catalanismo derrotó al sistema del encasillado en las elecciones de 1901. Desde
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De 1902 a 1914 (I).
entonces la capital catalana y luego toda la región no seguirían ya las sugerencias de Madrid
respecto a los resultados electorales. El catalanismo pactó con sectores de la política catalana
sobre los que podía ejercer la hegemonía doctrinal y práctica, lo hizo 1º con unos carlistas y
luego con unos monárquicos. No desaprovechó además la ocasión para firmar una actitud
realista.
En las elecciones de 1907, Solidaridad Catalana que agrupó contra el sistema del turno a
todos los partidos de implantación regional, desde carlistas a republicanos, logró un gran triunfo
en todos los distritos electorales catalanes. Desde ese momento, el catalanismo no sólo fue un
hecho barcelonés, sino catalán. Pero la victoria de Solidaridad Catalana no puede atribuirse sólo
a los regionalistas; sus victorias electorales estuvieron siempre amenazadas por la existencia del
republicanismo radical y un catalanismo de izquierdas.
Gran parte de las victorias de la Lliga fueron consecuencia de un equipo dirigente
compacto y eficaz. Enrique Prat de la Riba era ideólogo. Cambó fue el que intervino en la
política nacional española transformando sus presupuestos esenciales. Puig y Cadafalch se ocupó
de las instituciones culturales de la región y Durán y Ventosa fue el responsable de la actuación
de los concejales de la Lliga en el Ayuntamiento barcelonés.
La doctrina de la Lliga era conservadora desde el punto de vista social. No era en el
panorama de la política española un grupo reaccionario sino un partido de centro-derecha que
por su organización y manera de actuar representaba una verdadera modernización de la vida
pública española. De hecho, la Lliga aceptaba plenamente el liberalismo parlamentario y la
democracia política. También tuvo sus limitaciones, la más importante de ellas fue no lograr en
su seno a la totalidad del catalanismo político. Resultó incapaz de atraerse a los medios obreros
catalanes, incluso sus repetidos triunfos electorales en Barcelona los logró con menos de ¼ parte
del electorado. En el catalanismo de izquierdas hubo no sólo una voluntad de acercamiento al
mundo proletario sino también una atracción hacia los intelectuales.
En 1904 apareció “El Poble Catalá”, en 1906 esa misma izquierda catalanista creó el
“Centre Nacionalista Republicá” y en 1910 “La Unió Federal Nacionalista Republicana”. Pero el
catalanismo de izquierdas careció de un equipo de dirección política mismamente semejante al
de la Lliga. Sin embargo, en estos medios catalanistas de izquierda nació y se desarrollo un
sindicalismo catalanista.
En 1910 Prat de la Riba fue elegido por 3ª vez como presidente de la Diputación de
Barcelona y al año siguiente se comenzaron los trámites para la creación de la Mancomunidad
que llevó a cabo una obra importante, sobre todo en materia educativa y en obras públicas y fue
expresión de la capacidad de la Lliga para estar en la vanguardia del catalanismo.
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De 1902 a 1914 (I).
confiaba en los pronunciamientos militares para derrocar a la monarquía. La derecha era
partidaria de la actuación exclusivamente legal: su ideario era la herencia de la revolución de
1868 y su jefe era Salmerón.
Tras el desastre del 98, los republicanos se unieron y se convirtieron en 1900 en la Unión
Nacional Republicana, con ello el republicanismo obtuvo excelentes resultados electorales en
1901 y 1903, convirtiéndose Salmerón en el jefe de todo el partido. Los sectores más
izquierdistas le reprocharon actitudes dictatoriales y personalistas y los federales estuvieron al
margen de cualquier colaboración con los otros grupos.
El federalismo ya antes había sido elemento de desunión en la I República y era en
regiones como Cataluña en las que se planteaban las reivindicaciones nacionalistas donde el
republicanismo obtenía sus mejores resultados electorales. Desde 1905 el federalismo catalán se
independizó del resto.
En 1906 la Solidaridad Catalana agrupó en una protesta general de toda Cataluña a
republicanos de esta región con la extrema derecha. La jefatura de Salmerón fue de nuevo
discutida por lo que tuvo que dimitir y fue sustituido por Azcárate que hizo lo mismo en 1908 lo
que demuestra la incapacidad del partido para tener un liderazgo estable. Pronto el
republicanismo se convirtió en un mosaico de actitudes y concepciones de la vida.
En Málaga, la unidad de los republicanos fue conseguida bastantes antes de que se
alcanzase en la organización nacional. Contaron con prensa de difusión grande y crearon centros
en cada barrio, propiciando una política de masas; contaron también con el apoyo de los centros
obreros e hicieron una importante labor reformista en las instituciones municipales. Entre 1909 y
1913 controlaron el ayuntamiento y después se desunieron.
La fórmula más característica del republicanismo fue una actitud exaltada protagonizada
por líderes más o menos calificables de intelectuales, pero siempre populares; era revolucionaria
con un sentido más anticlerical que propiciador de una revolución social y a la vez con una
capacidad de atracción indudable sobre la clase obrera.
El prototipo de este republicanismo nos lo ofrece Alejandro Lerroux que fue durante años
un factor imprescindible en la política barcelonesa. Era una figura de relativa importancia en el
periodismo de izquierdas de la capital. En 1900 se presentó a las sociedades obreras barcelonesas
en un congreso anarquista celebrado en Madrid. Se decía defensor de la revolución pero ésta era
siempre vaga en sus contenidos, violenta en su expresión verbal y producto más de arranques
sentimentales que de cualquier teoría. Su popularidad se basaba en frases como: “hay hombres
que trabajan y no comen y hombres que comen y no trabajan”. Era totalmente anticlerical.
Realmente Lerroux se encontró un republicanismo barcelonés dividido en capillas, no
organizado como partido, ni responsable ante el elector y supo dotarle de organización, método y
programa. Lerroux no se identificó con ninguno de los sectores del republicanismo y se situó por
encima de sus disputas. Su partido no fue de la clase trabajadora exclusivamente, pero estuvo
implantado en ella. No tenía inconveniente en afirmar que para algunos republicanos era
anarquista. Desde el principio proporcionó servicios jurídicos y económicos a la población
obrera y consiguió inaugurar la 1ª Casa del Pueblo, bastante antes de que los socialistas lo
hicieran en Madrid. Nunca dejó de apoyarse en las masas. Rentabilizó un anticlericalismo típico
de la plebe urbana de la época, pero no lo controló. Aunque los radicales no provocaron la
Semana Trágica, los jóvenes dirigentes del radicalismo participaron en ella.
Al principio el ideario del partido no era anticatalanista, pero con el paso del tiempo se
hizo españolista. Lerroux lejos de su revolucionarismo inicial en 1910-14, pretendió aparecer
como un moderado político de centro-izquierda, eso le hizo contar con el apoyo de intelectuales
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De 1902 a 1914 (I).
como Baroja y Ortega. A la vez que su influencia descendía en Barcelona.
En Valencia el republicanismo de izquierdas está vinculado con la persona de Blasco
Ibáñez y tiene muchos puntos en común con el lerrouxismo barcelonés, pero es más anticlerical
que él; esa fue la razón de su 1ª presencia en la vida pública. Hacia 1910 el apogeo de la cuestión
clerical y las tensiones provocaron un nuevo auge del republicanismo, beneficiando sobre todo al
grupo socialista. De la iniciativa del grupo parlamentario republicano surgió la unión
republicano-socialista que consiguió la elección de Iglesias por Madrid en 1910.
Con ocasión de la protesta por la actuación de Maura en la Semana Trágica, un sector del
republicanismo, al que se llamó gubernamental, parecía estar dispuesto a colaborar con Moret.
Melquíades Álvarez fue el principal inspirador del nuevo grupo que pasó a denominarse
reformista y que reanudaba la tradición del posibilismo de Castelar. Este partido reformista
despertó gran interés en los medios intelectuales desde Ortega a Azaña. Su programa era
semejante al del liberalismo radical inglés: soberanía del poder civil, secularización del Estado
(matrimonio civil, supresión del impuesto del clero y separación Iglesia-Estado) y reforma
social. Pero la 1ª consecuencia de la aparición del reformismo no fue potenciar las posibilidades
republicanas, sino arruinar la conjunción republicano-socialista; la campaña electoral de 1914
produjo un enfrentamiento entre los dos sectores del ala izquierda.
¿Qué había sucedido? Que la apatía y la desmovilización del electorado español
contribuían a no hacer posible ningún programa y que los movimientos renovadores acaban
haciendo propios los procedimientos habituales en los grupos políticos de turno. Los
intelectuales tuvieron una gran decepción. Azaña, autor del programa del partido en torno a la
cuestión militar, acabó por afirmar que Melquíades Álvarez se había corrompido. En 1914 las
posibilidades de los republicanos que parecían importantes a comienzos de siglo, se habían
desvanecido.
6. MAURA EN EL PODER
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De 1902 a 1914 (I).
caracterizado en la vida pública anterior. Fue un período de gran producción legislativa, cuya
influencia resultaría perdurable hasta el punto de que en 1909 habían sido aprobadas 264
disposiciones. Las de carácter económico y social supusieron un giro no sólo hacia el
proteccionismo, sino también hacia el nacionalismo económico. Se dictó la Ley de Protección a
la industrial nacional. Se estimulaba la industria nacional aunque fuera en el terreno militar. En
1909 se aprobó una ley de fomento de las industrias y comunicaciones marítimas que estimuló la
siderurgia. Las medidas de desgravación del vino o la regulación del mercado de azúcar tenían el
mismo propósito nacionalista.
También hubo medidas de carácter social como la ley de colonización interior, las de
emigración, sindicatos agrícolas, creación del Instituto Nacional de Previsión, tribunales
industriales, que tuvieron un carácter modernizador.
Lo principal de Maura era su propósito regeneracionista que no sólo era una
transformación del funcionamiento de la Admón. sino también en ponerla en contacto con la
masa neutra. Como ministro de la Gobernación, De la Cierva reorganizó la policía y persiguió en
bandolerismo. Hubo otras medidas de carácter político: la reforma electoral de 1907 que fue la
única desde que se introdujo el sufragio universal hasta la dictadura de Primo de Rivera.
Novedades como el voto obligatorio, la regulación de la composición de las Juntas del Censo
Electora para que actuaran de forma imparcial, la determinación de la validez de las actas con
intervención del Tribunal Supremo y la proclamación automática del candidato que careciera de
contrincante. Esta legislación mostraba el componente liberal de los propósitos de Maura, pero
su proyecto de Ley de Terrorismo daba cuenta de su vertiente autoritaria y por ello renunció a su
aprobación lo que levantó suspicacias en los liberales, porque para él resultaba más decisiva la
aprobación de una nueva Ley de Administración Local.
La tesis de Maura típicamente regeneracionista era el afirmar que el despertar de la masa
neutra debía empezar por el municipio; sólo evitando la intervención excesiva de la Admón.
central se lograría la regeneración del sistema político. La reforma consistía en una considerable
ampliación de la autonomía municipal. Tuvo gran oposición. En la discusión en las Cortes,
Maura había hecho todo lo posible por evitar el triunfo de Solidaridad Catalana; él no admitía el
reconocimiento de cualquier tipo de personalidad regional que supusiera hacer jirones la Patria.
Sin embargo, el hecho de que en la práctica, pese a la existencia de un republicanismo
catalanista, fuera Cambó, quien ejerciera el liderazgo parlamentario de Solidaridad, facilitó un
acercamiento. El presidente actuó con una manifiesta voluntad de transacción y aceptó
enmiendas que de hecho favorecían una germinal autonomía catalana. Maura había sido acusado
en dos ocasiones de corrupción administrativa y la mayor parte de la prensa estaba contra el.
Todo cambió con motivo de los sucesos de Barcelona. La situación en Barcelona era
explosiva por el problema social, la protesta nacionalista, el republicanismo modernizador, pero
demagógico de Lerroux, la ineficacia policial y la propaganda anarquista.
Un problema en Melilla tuvo como consecuencia la necesidad de solicitar refuerzos a la
Península y recurrir a la 3ª brigada y en ella figuraban reservistas catalanes de edad,
profesionales y con familias dependientes de ellos. Nadie entendía esa decisión y todas las
fuerzas políticas catalanas solicitaron del gobierno que se retractara de esas medidas. El
embarque de las tropas dio lugar a escenas que desembocaron en una enorme iracundia
anticlerical. Esta se concentró en un movimiento acaudillado por un comité de huelga del que
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De 1902 a 1914 (I).
formaron parte los grupos políticos de izquierda. El 26 de julio se produjo la huelga general que
en un principio fue pacífica y unánime. El gobierno civil dimitió. De la Cierva mintió
conscientemente al describir lo sucedido como si se tratara del resultado de un movimiento
nacionalista.
Surgieron violentos incidentes cuando los huelguistas empezaron a atacar a los tranvías
que seguían funcionando. De ahí se pasó a ataque e incendios de los edificios religiosos aunque
en ellos tomaron parte los jóvenes dirigentes del republicanismo radical. Los sectores de clase
media pasaron de la aceptación de la protesta al terror. Hay que decir que no sólo no hubo un
programa de acción ni unos propósitos precisos, sino tampoco panfletos o proclamas que
definieran lo que pretendían quienes dominaban las calles. El movimiento se colapsó por sí
mismo.
La represión fue brutal. Más de mil personas fueron arrestadas y 17 condenadas a muerte;
todas ellas sometidas a los tribunales militares, al final ejecutaron a 5. La figura más conocida de
ellas fue Francisco Ferrer Guardia, cuya muerte levantó indignación en los medios de la
izquierda liberal europea.
Sin embargo, Ferrer era un personaje mediocre, fanático y bastante simple cuyas escuelas
practicaban una enseñanza anticlerical. Parece que esta relacionado con los medios anarquistas.
Los errores del gobierno de Maura en este caso fueron graves, pues no sólo hizo mal a
recurrir a los reservistas, sino que dejó a Barcelona con una guarnición militar insuficiente y con
poca moral. Con la ejecución de Ferrer (en contra de la opinión de algunos conservadores), no
sólo se cometió un error jurídico, sino también político. La responsabilidad principal era de Juan
de la Cierva.
Lo sucedido deterioró el propio sistema político de la Restauración. Moret por la
represión realizada solicitó la dimisión del gobierno de Maura. Afirmó que la mayoría
conservadora había sido modélica, pero tenía que prescindir de Maura y de su ministro de
gobernación. Cuando se producía una discrepancia tan grave entre los dos partidos de turno,
resultaba imprescindible la intervención del rey. Alfonso XIII acabó por aceptar una dimisión de
Maura que no había llegado a presentar verdaderamente.
A Maura le sucedió Moret y a éste Canalejas, en febrero de 1910. Era como Maura, un
regeneracionista, pero estaba por encima de los inmediatos dirigentes del partido que dirigía.
Con él, los liberales encontraron un verdadero jefe. Tenía el sentido de la realidad y un idealismo
sincero y algunos dirigentes del republicanismo como Morote, acabaron integrándose en su
partido. Tuvo problemas repetidos y graves con el orden público. Los conflictos se explican por
la vertebración del movimiento obrero, sobre todo del anarquista y por las esperanzas de
implantación del régimen republicano. A veces las huelgas sólo fueron laborales, pero otras
tenían gran repercusión sobre la vida política al tratarse de los servicios públicos, como los
ferrocarriles. En este caso, Canalejas recurrió a la militarización (sucesos de Cullera).
También la proclamación de la república en Portugal tuvo importantes repercusiones en
España. Ambos países establecieron una cooperación de defensa de los respectivos tronos, pero
cuando se proclamó la república en Portugal sólo se prestó una ayuda indirecta, política y
material a los conspiradores monárquicos portugueses.
Dos cuestiones que resolvió Canalejas fueron 1ª del impuesto de consumos y el servicio
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De 1902 a 1914 (I).
militar. El impuesto gravaba los productos de 1ª necesidad así que el ministro de Hacienda
presentó un proyecto para su sustitución que originó el enojo de los medios acomodados.
Canalejas luchó por la ley de reclutamiento, aunque el cambio no fue grande.
Otras dos grandes cuestiones políticas de esta etapa fueron las Mancomunidades
provinciales y el tratamiento que se dio al problema clerical. Con respecto a la Admón. regional
y local, se había mostrado hasta entonces centralista, pero había cambiado porque se dio cuenta
que no podía decepcionar a los catalanes. En la cuestión religiosa estaba preocupado por la
formación intelectual del clero y pensaba que el Concordato era responsable de la situación de la
Iglesia en España, porque el tener que recibir sus sueldos del gobierno hacía a los clérigos
indolentes. El objetivo de Canalejas era el de una separación amistosa. El Vaticano trató de
emplear una estrategia dilatoria. De este modo se llegó a la ruptura entre los dos poderes.
En junio de 1910 se levantó contra él una campaña en los medios clericales y ese mismo
año fue aprobada la Ley del Candado, que era una disposición provisional y temporal para
impedir durante 2 años el establecimiento de nuevas órdenes religiosas sin autorización. El fallo
fue que se aceptó una enmienda de acuerdo a la cual, la ley perdería su vigencia si al acabar estos
2 años no se había aprobado una ley en la que quedara resuelta la cuestión. En realidad, esta ley
llegó a ser presentada, pero no fue aprobada y la cuestión clerical no encontró una solución. En
noviembre de 1912, Canalejas fue asesinado en la Puerta del Sol.
Con algunos matices podemos decir que Maura y Canalejas tenían el mismo propósito,
aunque fuera con programas diferentes. Trataban de que el sistema político vigente fuera
transformado desde su cúspide por quienes desempeñaban la jefatura del partido liberal y
conservador.
El partido liberal se había caracterizado siempre por basarse en la conveniencia de
cliente, las regionales; ahora, a la muerte de Canalejas, el contenido ideológico del partido se
hizo cada vez más tenue. El Conde de Romanones sustituyó a Canalejas. La cuestión era saber
hasta qué punto debía restablecerse el turno con un nuevo acceso de los conservadores al poder.
El rey había mantenido de momento a los liberales porque el partido parecía unido con el
programa implantado por Canalejas. Pero Maura reaccionó con violencia ante el rey y ante los
liberales, cuando no se le permitió acceder al poder. No admitía la función moderadora y arbitral
del monarca sin que se hubiera producido una alteración del sistema político que permitiera
asegurar que él tenía la mayoría de la opinión a su favor. La intervención de Maura hizo que
arreciara contra él la opinión liberal y muchos conservadores empezaron a sentirse incómodos
con su jefatura. Ya en 1911 Eduardo Dato había marcado distancias con él.
Pero la división definitiva del partido conservador no se produciría hasta después de la
división del liberal, cuyos motivos fueron más prosaicos. Romanones, en su 1ª etapa de gobierno
no pasó de ser el sucesor de Canalejas, utilizando su programa; pero le faltó la fuerza y autoridad
de aquél en su propio partido, porque a diferencia de él, le interesaba mucho más llegar a la
presidencia que ejercerla. Prolongó la ley del Candado; presentó el proyecto relativo a la
creación de Mancomunidades provinciales en el Senado (que Canalejas dejó sin acabar), pero su
defensa del mismo en la Cámara alta fue tan mala, que hasta 1/3 de los votos contrarios eran de
su propio partido. En verano de 1913 la escisión del partido quedó consumada cuando García
Prieto y Montero Ríos crearon el partido liberal-demócrata que arrastró tras de sí a un nº
importante de parlamentarios.
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De 1902 a 1914 (I).
Así se planteaba la sustitución por el partido conservador, aunque con probabilidad de
división al no estar claro quien sería presidente. Maura había perdido la autoridad que tenía antes
en su partido. En octubre de 1913 el rey llamó para ocupar el poder a Eduardo Dato, que siempre
tuvo una actitud respetuosa con Maura. La mayoría del partido aceptó a Dato como jefe.
Hay que mencionar que a lo largo de su gobierno Maura había atraído a sectores católicos
y el partido conservador adoptó un tono clerical. A diferencia del resto de los grupos políticos
del turno, era capaz de tener unas juventudes activas, una propaganda ideológica de tono católico
e incluso unos círculos obreros confesionales. En realidad, la masa neutra a la que quería apelar
Maura eran sólo los sectores conservadores católicos, pero ni siquiera a ellos consiguió
modernizar.
En adelante, la política española consistió en resolver los problemas surgidos de las
circunstancias, mucho más que intentar programas regeneradores globales.
Esto fue así porque la revolución desde arriba había tenido pocos resultados y la causa
era el mismo planteamiento de los supuestos regeneradores. Había un planteamiento erróneo en
la base de toda la revolución desde arriba y ésta no necesariamente debía conducir al éxito
porque lo característico de la España de comienzos de siglo no era que la legislación fuese
retrasada, sino que se incumplía continuamente.
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TEMA 17.LA ÉPOCA REGENERACIONISTA:
"LA REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA". 1902-1914 (II)
tenían una función que no sólo era instructiva. En el campo, la Ley de Sindicatos Agrícolas,
auspiciada en principio por Maura, tuvo unos resultados muy favorables para el mundo
católico-social. Los sindicatos católicos se apoyaban en cooperativas y cajas rurales.
En otros terrenos, el resultado de la acción social católica fue menos positivo. Los
sindicatos profesionales con la pretensión de evitar el calificativo "católico", sólo hicieron su
aparición en la 28 década del siglo. Por el momento, los sindicatos católicos no habían
perdido frente a los socialistas, teniendo la ½ de afiliados. El pontificado de Pío X marcó al
catolicismo español. En España no hubo ningún ejemplo de modernismo religioso.
Unamuno, interesado en estas cuestiones, reconocía que el modernismo no despertó ningún
interés en España e incluso él mismo estaba más próximo del protestantismo liberal y del
modernismo católico. Algunos teólogos o filósofos sobre todo agustinos, dominicos o
capuchinos, parece que tuvieron dificultades o tuvieron que ocultar sus posturas respecto al
evolucionismo, debido al miedo a ser acusados de modernistas.
Todo ello era una muestra de ortodoxia, pero también de aislamiento y de limitación
de la cultura religiosa. Ese era, según Canalejas, el inconveniente del clero español: el escaso
nivel cultural. Ese juicio chocaba con el hecho de que la Iglesia dominaba en la 28 enseñanza
y luchaba por evitar que se prescindiera de la enseñanza del catecismo.
La Asociación Católica de jóvenes Propagandistas, fundada en 1908 por el jesuita P.
Ayala, siendo su primer presidente Ángel Herrera, era un grupo reducido de personas que se
caracterizaban por tener un nivel profesional elevado, que se dedicaron a popularizar los
principios sociales y políticos del catolicismo. El grupo fundamentaba su actividad en las
doctrinas católicas tradicionales; el sometimiento al poder establecido, la distinción entre el
gobierno y la legislación concreta o la defensa de los intereses católicos en todos los
terrenos.
Ángel Herrera partía de un diagnóstico muy realista de lo que era el catolicismo
español de la época, caracterizado por la falta de obediencia a los obispos, la falta de unidad
entre los católicos y la mezcla entre lo religioso y lo político.
Hasta 1890 no había otra prensa católica que los boletines de las diócesis, pero 8 años
después se creó una Asociación de la Buena Prensa y en 1910 se creó una agencia de noticias
confesional. Años después, la prensa católica va alcanzando más difusión, teniendo
prácticamente cada provincia un diario católico, aunque los contenidos variaran desde el
puro clericalismo hasta actitudes más modernas.
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De 1902 a 1914 (II).
negativas: la repatriación de capitales pudo suponer unos 2000 millones de pesetas oro y
también supuso la incorporación de unos empresarios innovadores que habían utilizado
procedimientos modernos. España no dejó por ello de ser considerada como un lugar
apropiado para aversiones económicas extranjeras y la inversión de capital de fuera se
duplicó en los primeros 10 años del siglo. Estos capitales extranjeros optaron por inversiones
en las empresas bancarias, químicas, eléctricas y de servicios (de carácter productivo).
Sin embargo la crisis finisecular tuvo repercusiones importantes en la configuración
de una economía nacional fuertemente protegida.
La tesis nacionalista en economía logró el apoyo sucesivo y acumulado de todos los
sectores productivos españoles. Tuvo en general unas consecuencias positivas: todas las
naciones europeas hicieron lo mismo y la política seguida en España contribuyó a favorecer
un determinado grado de crecimiento económico. Pero la economía española quedó
caracterizada en adelante por una agricultura mayoritariamente poco entable y una industria
dependiente de ella.
El proteccionismo no tenía una explicación puramente arancelaria. Ya en 1891 1896
los aranceles españoles habían experimentado un alza, pero principalmente se produjo con la
reforma de 1906 que creó las barreras aduaneras más elevadas de Europa. En estos los años
del siglo se produjo un aumento del papel del Estado en la ida económica y el de Fomento
llegó a alcanzar el 15% del presupuesto.
En agricultura se produjeron un conjunto de transformaciones que seguirían lego.
Cabe atribuir al desarrollo agrícola un ritmo considerablemente más elevado que el de la
época inmediatamente anterior. Su razón radica en la introducción de una serie de técnicas y
cultivos que supusieron al menos una novedad relativa respecto del asado inmediato. Entre
1900-1914, la partida de las importaciones que más creció fue la de la maquinaria y parte de
ella era agrícola, aunque en no pocas ocasiones fuera tan simple como el arado de vertederas;
empezó a importarse maquinaria más sofisticada, aunque sólo en zonas latifundistas que
podían hacer esas inversiones. A la vez, triplicó la importación de abonos. En 1914 la
producción nacional fue ya superior a la importación. El regadío constituyó una faceta más
del programa regeneracionista. En los años 20 se puede calcular que había en España
alrededor de 1.500.000 hectáreas de regadío. Fue sobre todo la iniciativa individual en
determinadas zonas, como Valencia, la que produjo la difusión del regadío, alimentada por la
confianza en obtener unos rendimientos importantes.
El trigo se vio beneficiado por las nuevas técnicas y el proteccionismo de la política
oficial y como consecuencia hubo un incremento de las superficies cultivadas. La
productividad también creció. La consecuencia de este proceso fue que España que a
comienzos de siglo importaba trigo, en los años 30 se consideraba ya autoabastecida. La vid
tardó en recuperarse de la crisis producida por la filoxera.
El sector más dinámico de la agricultura española era desde fines del XIX el de los
cultivos nuevos, en parte destinados a la exportación: la naranja y la almendra por ejemplo
en Valencia. Durante primer tercio del S. XX duplicó su superficie de cultivo triplicó su
valor. La remolacha fue protegida por la política gubernamental, al haber perdido con las
colonias, la fuente habitual de aprovisionamiento de azúcar. La producción remolachera pasó
de la nada a tener problemas de superproducción. La almendra, como la naranja, favoreció la
parcelación de la propiedad y la existencia de la clase media campesina.
Puede decirse que tanto la apertura hacia el exterior como la creación de un mercado
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De 1902 a 1914 (II).
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De 1902 a 1914 (II).
puro orden público, al margen de cualquier otra legalidad social. Con el comienzo del siglo
se inició la legislación social en España. Las legislaciones sobre tribunales industriales y fue
producto de la Comisión de Reformas Sociales en 1891 y se convirtieron en ley gracias a una
disposición conservadora de 1908, calcada de otra liberal de 1900 y dicha legislación fue
modificada durante el gobierno de Canalejas en 1912. La citada Comisión había tenido un
carácter informativo pero después pasó a recibir el carácter de Instituto vinculado al de
Fomento. Contó con capacidad inspectora y con una representación obrera que garantizaba la
eficacia de su acción. También el Instituto Nacional de Previsión contó con la colaboración
de personas procedentes del socialismo y del catolicismo (2 mundos distintos).
Pero la conflictividad social fue más reducida por la debilidad del movimiento
sindical y obrero. Sólo en 1910 hubo un diputado socialista en el Parlamento. Hay que tener
en cuenta que hasta la guerra mundial, el republicanismo anticlerical y popular permaneció
fuertemente arraigado en los medios urbanos. El sindicalismo no dependía antes de 1914 de
las dos grandes centrales nacionales y tenía un papel reducido en la vida pública del país. Las
huelgas estuvieron concentradas en unos cuantos puntos y en realidad no había sindicatos
organizados con implantación nacional, ni federación de industria; por eso, cualquier tipo de
solidaridad global mediante la huelga, era impensable.
La debilidad del movimiento obrero en España derivó de su división, que se supo
cuando aumentó la influencia del socialismo. Un rasgo del movimiento obrero en España
fue, hasta la II Republica el peso predominante del socialismo. En España existía una
tradición democrático-federal sobre la que pudo insertarse mucho mejor el anarco-
sindicalismo que el socialismo.
Del anarquismo español de esta época, llama la atención su enorme influencia, que
dio la sensación de que en España era posible que estallara una revolución ácrata y a la vez
una escasa originalidad doctrinal que le sometió a influencias exteriores. Era más influyente
que el socialismo en los años anteriores a la 1a Guerra Mundial. Su tesis principal era la
huelga general revolucionaria; ésta, unida a la acción directa acabó derivando hacia el
anarcosindicalismo y de ahí al sindicalismo. En España esas tesis se insertaron sobre una
tradición de anarcocomunismo insurreccionalista. Hubo partidarios del atentado personal y
detractores del mismo, pero la tendencia espontánea de los anarquistas españoles fue siempre
justificar la violencia.
En el anarquismo había sindicalistas reformistas e intelectuales subempleados que
despreciaban a los obreros. La tradición del atentado personal renació en 1904 con motivo de
la visita de Maura a Barcelona. Moral constituye un buen ejemplo. Fue probablemente el
autor del atentado contra el rey en 1905 y debió contar con el apoyo de Lerroux, lo que
prueba que los límites entre el republicanismo y el anarquismo eran en este momento
imprecisos.
Desde entonces el terrorismo cambió sus formas de actuación: se dedicó a colocar
bombas en lugares de gran concurrencia para crear un clima de tensión. Su desaparición fue
producto más del cansancio de los anarquistas que de la eficacia de las fuerzas policiales.
Otro factor importante fue también la crecida del movimiento sindicalista. Había agitación
social entre 1903 y 1905 en el campo andaluz. La protesta pareció que iba a conmocionar a
la sociedad andaluza y produjo un brusco crecimiento de las sociedades obreras; una
esperanza en el advenimiento del comunismo y la lectura de la prensa obrera. La protesta
coincidió con una muy buena cosecha en 1903, lo que demuestra que no se puede identificar
con la rebelión de una masa proletaria sufriente, sino con una estrategia reivindicativa que
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De 1902 a 1914 (II).
implicaba también la utilización del incendio por ejemplo, como expresión de descontento y
forma de lograr la mejora de los salarios. Lo que se denominaba como el obrero consciente,
propagandista del ideal ácrata, no era un líder religioso y analfabeto, sino un propagador de
las tesis de una cultura anticlerical derivada del federalismo.
Mayor capacidad de difusión del ideal anarquista, tendría la difusión del
anarcosindicalismo a partir de comienzos de siglo. Desde entonces hubo repetidos intentos
de organizar un sindicato nacional. Los Congresos de la Federación de Trabajadores de la
Región Española no establecieron ninguna organización nacional; sirvieron para difundir el
mito de la huelga general y la escuela laica en medios que no eran estrictamente obreros,
sino también pertenecientes al republicanismo más exaltado como el que protagonizaba
Lerroux.
Los medios anarquistas en 1904 crearon una Federación Obrera que en 1907 daría
lugar a "Solidaridad Obrera" e inicialmente figuraron en sus filas republicanos y socialistas.
En el verano de 1910 el sector anarquista se hizo con la dirección del sindicalismo
barcelonés y en otoño se fundó la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), un nuevo
sindicato. Su fórmula de actuación predilecta debía ser la huelga general revolucionaria, de
la que se decía que por ser arma peligrosa, debía ser utilizada con tino. La CNT tenía un
propósito esencialmente revolucionario.
Esta vertiente revolucionaria se apreció en la acción del nuevo sindicato, con ocasión
er
de su 1 congreso celebrado en Barcelona en otoño de 1911. Tuvo lugar una reunión secreta,
posterior al congreso, en la que se preparó una huelga general revolucionaria con la que se
enfrentó el Gobierno de Canalejas. Fue ella la que convirtió a la CNT en una organización
clandestina desde 1911 hasta la guerra mundial.
4. EL SOCIALISMO EN ESPAÑA
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De 1902 a 1914 (II).
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De 1902 a 1914 (II).
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TEMA 18. LA CRISIS DEL PARLAMENTARISMO
(1914-1923).
A partir del desastre del 98, España se convirtió en una potencia de intereses europeos y
proyección norteafricana, cuyo centro neurálgico para la política exterior residía en el Estrecho
de Gibraltar. El hispanismo alcanzó gran influencia y tuvo una contrapartida peninsular en por
ejemplo, Vázquez de Mella, partidario de la constitución de una confederación de Estados
Hispanoamericanos. Tuvo también el hispanismo una vertiente liberal que se tradujo en el
establecimiento de relaciones culturales más estrechas a uno y otro lado del Atlántico,
especialmente con Argentina. Constituyó un fenómeno principalmente cultural sin proyección
política concreta.
España fue a partir de entonces una nación europea de 2º rango, cuya importancia
principal era su situación estratégica a uno y otro lado del Estrecho. No estaba ligada por
ningún tratado a otras potencias por lo que era una potencia aislada en donde los políticos
indicaban su propósito de hacerla salir de la situación en que se encontraba. Pero sólo podía
lograrse por razones económicas o militares y de ese modo, convertirse en un aliado deseable
para las grandes potencias. Su condición mediterránea y sus intereses norteafricanos la ponían
por fuerza en contacto con Francia y Gran Bretaña. En 1907 el discurso de la Corona hizo
mención de los intereses muy considerables que unen a España con estas dos naciones, lo que
influyó en la determinación del puesto que le hubo de corresponder a España en Marruecos.
Los representantes diplomáticos españoles en todo el mundo solían actuar supeditados a estos
dos países.
El papel de Francia y Gran Bretaña en la política exterior española se observa con
examinar la repercusión que sobre España tuvo la revolución portuguesa de 1910. Cuando
cayó el trono de los Braganza, hubo una evidente hostilidad española respecto al nuevo
régimen; sectores carlistas y monárquicos prestaron ayuda a los conspiradores portugueses.
Fue la actitud decidida de Canalejas, pero sobre todo la oposición británica la que explica que
no tuviera lugar la intervención. En 1913, Alfonso XIII hizo una exploración semejante en
Francia con los mismos resultados negativos.
Todo esto contribuyó a fomentar la posición neutralista española cuando estalló la I
Guerra Mundial, pero en realidad, el fundamento esencial de la misma residió en 2 factores: el
casi exclusivo interés por Marruecos y Gibraltar y la debilidad de la posición española en todos
los terrenos.
Somos neutrales porque no podemos ser otra cosa, decía Cambó y la realidad se
comprueba con tener en cuenta que la ½ del Ejército español se encontraba en Marruecos. En
estas condiciones, la postura de la clase dirigente hay que considerarla como acertada, aunque
los intelectuales liberales como Unamuno la calificaran de vergonzosa. Durante ese período,
Alfonso XIII tuvo una intervención humanitaria en los países en guerra.
Si el Estado español fue neutral, la sociedad española vivió fuertes tensiones. La
influencia francesa era mayor que la alemana cuando estalló la guerra, pero Alemania hizo un
gran esfuerzo con inversiones importantes de dinero y enseguida los aliados intentaron
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
Esta etapa tuvo una entidad y una trascendencia fundamental en el desarrollo del
capitalismo español. Desde el punto de vista económico supuso un eficaz sistema de
protección automática para la producción española y un sistema de primas a la exportación de
un país cuya balanza comercial era siempre negativa.
No en todas las ramas de la producción se dio la misma situación. Algunos productos
tradicionales de la exportación española sufrieron las circunstancias bélicas de Europa. La
exportación de naranjas descendió porque Gran Bretaña, principal importador, restringió su
comercio, pero además aparecieron otros competidores como Palestina y Sudáfrica. También
la exportación de corcho, la industria de la construcción y la minería (excepto la hulla) vieron
mal su situación; el transporte ferroviario padeció graves estrangulamientos. Pero todos estos
casos fueron excepcionales en una coyuntura enormemente satisfactoria. Esto se observa
viendo que la balanza comercial que tenía un saldo negativo de 100-200 millones de Pta
anuales, pasó a tenerlo positivo por valor de unos 200-500. Lo que había sucedido era, que
productos que se exportaban anteriormente habían visto estimulada la demanda en los países
en guerra o que otros que nunca pudieron tener un mercado exterior, ahora lo tenían gracias a
la renta de situaciones que a España le proporcionó su neutralidad.
Caso muy característico de mejora fue el de la minería hullera asturiana aunque los
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
beneficiarios fueron sobre todo los capitalistas. Algo parecido sucedió con la siderurgia vasca
que vio multiplicar por 14 sus cifras de negocios. La industria química pesada se vio
favorecida por la dificultad del comercio con Alemania. Otra industria rentable en esos
momentos fue la naviera. Aumentó la demanda mundial y las dificultades creadas por el
bloqueo alemán tuvieron como resultado un gran aumento de las navieras. Los precios de los
transportes marítimos se septuplicaron en algunos casos. El valor de los tejidos de lana
exportados por la industria textil catalana, fue 20 veces mayor que antes de la guerra. En
general, hay que decir que la economía se vio muy estimulada durante la I Guerra Mundial.
Lo que podía preverse es que esto sería pasajero como sucedió en las minas asturianas
y en las navieras. Sin embargo la siderurgia vasca aprovechó la situación para lograr una
importante modernización; en cambio en Cataluña la industria textil no lo hizo, aunque se
electrificara. Así, cuando acabó la guerra, se plantea una grave crisis. Esta, favoreció la
intervención estatal demandada e incluso exigida desde los distintos sectores de la producción.
La ley de protección de industrias nuevas y de fomento de las existentes, de marzo de 1917,
proporcionó exenciones tributarias y primas a la exportación; más tarde, disposiciones más
sectoriales supusieron la ordenación y nacionalización de las industrias relacionadas con la
defensa nacional.
Desde 1921 se empezó a plantear la necesidad de una revisión arancelaria a la que se
llegaría en Feb de 1922, siendo Cambó ministro de Hacienda. El arancel estableció una barrera
más dura para las importaciones extranjeras. Las trabas económicas a la importación fueron tan
duras que hubo de recurrirse a una Ley de autorización arancelarias que permitieran la
disminución del arancel para poder firmar tratados comerciales con otras naciones.
Pero hay 2 aspectos que demuestran que la economía nacional se había situado en un
nuevo plano, superior y más moderno. Antes de que se produjera la intervención estatal
exigida por los industriales, se había producido una auténtica nacionalización, aunque parcial,
de la industria y las finanzas españolas; la totalidad de la Deuda del Estado de más de 4.500
millones, pasó a manos españolas y sucedió lo mismo con la mitad de los valores industriales.
Aunque el cambio más decisivo fue la modificación del centro de gravedad de la Banca
española, su progreso en todos los terrenos y su papel creciente como financiadora de la
industria nacional.
A principios de siglo aún el capital de la banca catalana era el triple que el de la banca
vasca. La crisis del B, de Barcelona en 1920 supuso el principio del fin de su relevancia. La
Ley de Ordenación de 1921 preveía la obligación de un capital y un interés mínimo, así como
sanciones en caso de incumplimiento y una ley de suspensión de pagos aprobada en 1921.
En un principio la guerra mundial supuso un estancamiento del negocio bancario que
además tenía la competencia de la banca exterior. Pronto la situación cambió: en 1916-1920 el
n° de bancos se duplicó. Desde ese momento, la banca española desempeñó un papel creciente
y decisivo en la industria.
Pero aunque no se redujo la producción de alimentos, la guerra mundial provocó en
España un súbito encarecimiento de los productos de 1ª necesidad, que pudieron subir durante
la guerra algo más de un 15%, que llegaría a un 20% en las pequeñas poblaciones. Los salarios
crecieron también en parte por la presión sindical y en parte por la propia bonanza económica,
pero variaban mucho según las profesiones; en cualquier caso, parecen haber ido por detrás de
los precios en muchos momentos. De lo que no cabe duda es de la aparición de tensiones
sociales e incluso motines, por las dificultades de encontrar lo que entonces se denominaban
3
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
subsistencias.
3. ALTERNATIVAS DE LA POLÍTICA INTERNA (1913-1921)
Después de las negativas de Maura a volver al poder turnándose con los liberales, en
octubre de 1913 lo hicieron los conservadores presididos por Eduardo Dato que de 1907 a
1909 había estado en 28 fila de su partido, probablemente descontento con la gestión de Maura
y De la Cierva. Azorín decía de él que todo es discreto en el Sr. Dato. Era más conservador que
algunos jóvenes mauristas y uno de sus rasgos característicos era la ductilidad en el trato y ante
las circunstancias.
El dirigente principal del partido liberal era el Conde de Romanones, político hábil,
poco respetuoso con la ideología, listo y preocupado sobre todo por engañar al adversario.
La 1ª etapa de la guerra transcurrió durante el Gobierno de Dato que duró hasta
diciembre de 1915. En este tiempo se creó el Mo de Trabajo y una vez estallada la guerra se
concentró principalmente en el mantenimiento de la neutralidad española. Con ese propósito
procuró eludir lo más posible el Parlamento, lo cual le fue reprochado por los mauristas. Maura
prometió mantener una actitud de apoyo al Gobierno, pero eso duró poco y no tuvo reparos en
atacarlo. El maurismo era germanófilo en su propaganda, para conectar con la extrema
derecha. Pero desde el principio fue contradictorio en sus propósitos, aunque en Madrid
consiguieron un apoyo efectivo entre las masas de derechas.
En diciembre, mediante un decreto con el que se trataba de la discusión en las Cortes,
se produjo la aprobación de las Mancomunidades provinciales. Dato pretendía evitar conflictos
en tiempo de guerra y las Mancomunidades desempeñaron un papel político importante,
consiguiendo satisfacer las demandas catalanas. La guerra mundial trajo como consecuencia
que las reivindicaciones catalanistas aumentaran, solicitando un puerto franco para Barcelona,
que Dato no estaba dispuesto a conceder porque hubiera despertado protestas en otras regiones.
Aparte de los liberales, Dato no tenía el apoyo total de los conservadores y sus intentos
por atraerse el maurismo fracasaron y lo mismo ocurrió con De la Cierva que se indignaba ante
las afirmaciones de Dato cuando decía que Pablo Iglesias era honrado. La crisis gubernamental
se produjo por la concordancia de todas las oposiciones en la demanda de un programa
legislativo de medidas económicas.
2ª etapa: Romanones sucedió a Dato como si el sistema de la Restauración continuara
vigente. Además, la forma de llevar a cabo las elecciones era igual que antes: por ello las de
abril de 1916 proporcionaron la mayoría al Gobierno. Sin embargo, ahora estaban los partidos
divididos en clientelas muy fragmentadas y era cada ve más difícil la composición de las
mayorías gubernamentales y del propio Gabinete.
Ante la opinión liberal y ante el Parlamento, pronto destacó uno de los jefes de fila
liberales: Santiago Alba que como casi todos los políticos del momento había estado vinculado
al regeneracionismo finisecular por su talento, su preparación y su programa, que incluía un
acercamiento a la izquierda extradinástica, y parecía destinado a ser el heredero de Canalejas.
El contenido de las reformas económicas que propuso como gestor del Mº de Hacienda era un
programa articulado de medidas que iban desde la reforma fiscal a la promoción del desarrollo
industrial dedicados a programas de contenido regeneracionista como los riegos, las
comunicaciones o la instrucción pública. Una pieza imprescindible del mismo estaba
constituida por un impuesto a los beneficios extraordinarios obtenidos en el período de la
guerra. El proyecto no se hizo realidad por la oposición total de los sectores conservadores del
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
La protesta sindical y social experimentó un cambio a partir de 1910 sobre todo desde
que estalló la 1ª Guerra Mundial. La nueva generación de dirigentes controlaba de manera
estricta y manifiesta el aparato sindical del partido. Las nuevas perspectivas en que se
encontraban los movimientos obreros contribuyen a explicar el aumento de la agitación social
que tuvo inmediata trascendencia en el terreno político. El incremento de los precios era
paralelo a la agitación social puesto que si la subida fue moderada hasta 1916, a partir de esa
fecha empezó a ascender y aumentó la distancia con respecto a los salarios.
En julio de 1916 se celebró una reunión conjunta CNT-UGT en Zaragoza y en
diciembre de ese año se decretó una huelga. En marzo de 1917 CNT y UGT redactaron un
manifiesto conjunto en que amenazaban con una huelga general caso de no resolverse el
problema de las subsistencias.
Aunque este problema era grave, lo era aún más el de la situación militar. Hay que
decir que gracias al papel atribuido por la Constitución al rey, así como a la especie de turno
den el de la Guerra, de los generales más prestigiosos, se evitó la directa intervención del
Ejército en la política.
En 1914 el Ejército español necesitaba una reforma urgente, como después de 1898.
Una oficialidad, que suponía del orden del 60% de los presupuestos militares, tenían como
consecuencia la ausencia de material así como de tropas convenientemente preparadas. El
impacto de la subida de precios fue un agravante para una profesión tan mal pagada.
Cuando estalló la guerra mundial, los ministros de la Guerra sucesivos trataron de
promover reformas que amortizando las plazas de oficiales, permitieran sostener a un Ejército
más numeroso. De este intento derivará una protesta organizada en la guarnición de Barcelona.
La Junta de Defensa barcelonesa protestaba contra el favoritismo y contra la deficiente
situación económica de los oficiales. El comienzo de la protesta juntera se produjo en otoño de
5
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
1916 pero alcanzó su cénit en el verano siguiente cuando se intentaron realizar unos ejercicios
prácticos imprescindibles, para conseguir el ascenso en el seno de la oficialidad. Los capitanes
generales de Barcelona actuaron como representantes del poder central y como emisarios de
las Juntas, mientras que el rey, después de propiciar la disolución de las mismas, acabó
teniendo con: tactos con ellas por una persona interpuesta.
En junio de 1917 los militares junteros habían demostrado que no cedían ante el
Gobierno Central para disolverlos. Daba la sensación de que lo que buscaban era
fundamentalmente una renovación política. Para resolver la situación, Alfonso XIII recurrió al
procedimiento de un cambio del partido en el poder. Eduardo Dato ascendió al poder con un
partido conservador y pareció aceptar el reglamento de las Juntas de Defensa aunque con el
probable propósito de ir sometiéndolas poco a poco gracias a la labor del nuevo ministro de la
Guerra, el general Primo de Rivera.
La forma en que el nuevo gobierno trató la situación, le hizo fracasar, al estar el país en
plena protesta social y ante el espectáculo de la guerra mundial, la protesta militar creó unas
esperanzas de renovación política que con la actitud de Dato se veían decepcionadas.
Como el gobierno había suspendido las garantías constitucionales y no quería reunir a
las Cortes, Cambó organizó una Asamblea de parlamentarios en Barcelona para desde ella,
inducir al poder a que aceptara la reforma. Él confiaba en meterse en el bolsillo a las izquierdas
induciéndolas a la moderación, pero necesitaba para ello a Maura, que permanecía en la
inacción. Así que de esa manera, el maurismo después de haber protestado contra el sistema,
hacía imposible una renovación. A la Asamblea sólo asistieron 71 de los 760 parlamentarios
que representaban a una parte limitada de la política nacional: el reformismo, el
republicanismo, los socialistas y los diputados catalanes. Dato se limitó a disolver la reunión
con una simbólica detención de los participantes en ella. La Asamblea de parlamentarios
demostró que la protesta era heterogénea.
Pero la mayor demostración de heterogeneidad se dio entre la protesta social y la
política. El partido socialista aparecía identificado con un programa parecido al de la
Asamblea, pero al mismo tiempo identificado con el otro movimiento sindical, la CNT desde
meses antes. Largo Caballero visitó Barcelona con el objeto de evitar que los anarquistas se
lanzaran a una inmediata actividad revolucionaria. En Valencia también había un conflicto
social entre los ferroviarios, donde el 9 de agosto su sindicato decidió ir a la huelga (aunque
por la mayoría de 1 voto) y la totalidad del sindicato socialista se lanzó a una huelga en la que
fue acompañado por la CNT. Así sucedieron los sucesos revolucionarios de los días 10 a 13 de
Agosto, cuyo protagonismo principal fue socialista.
La huelga de agosto dio lugar a graves incidentes sobre todo en Asturias, donde las
cifras oficiales contaron 80 muertos y unos 2000 detenidos. De estos sucesos de 1917 podemos
observar que el sistema de la Restauración supo ser liberal y moderado ante circunstancias
revolucionarias como las que sucedieron. Dato y Maura evitaron una posible represión
indiscriminada por parte de los militares en contra de los dirigentes de la huelga. El Ejército,
los parlamentarios y los sindicatos no tenían unos mínimos objetivos comunes en el momento
de la protesta; la confusión del primero y la vía violenta de los últimos, hicieron imposible los
intentos reformistas de los segundos.
De momento se pudo pensar que el Gobierno de Dato había sido el que triunfó en
agosto, pero las Juntas Militares de Defensa se dieron cuenta de que al pasar de su vertiente
regeneradora a la represiva, habían perdido el apoyo popular que tenían.
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
En la formación del nuevo gobierno, por 1 a vez desde 1909 se le ofreció el poder a
Maura que tuvo un representante en el gabinete. Esto supuso el ensayo de una fórmula de
concentración y los elementos más decisivos en ella fueron, por un lado los catalanistas que
habían sido los responsables de la convocatoria de la Asamblea de Parlamentarios y por otro,
De la Cierva, que se convirtió en representante de las Juntas de Defensa.
El que el regionalismo estuviera representado en el Gobierno significaba la desunión de
quienes habían colaborado en la Asamblea, pero por importante que fuera la presencia del
catalanismo en el poder, el protagonista esencial en el Gobierno fue De la Cierva y su
presencia en el de la Guerra no resolvió el problema de las Juntas, sino que lo agravó. Estas, al
transmitir a De la Cierva un poder que ellas no sabían ejercer, contribuyeron a aumentar el
caos. La reforma militar que patrocinó no reformó nada y además confirmó los males del
ejército; en vez de disminuir las plantillas de la oficialidad, las reformas las aumentaron. De la
Cierva quiso conseguir que sus reformas fueran impuestas por decreto, lo que constituyó uno
de los factores que explican la definitiva crisis del Gobierno. Además, pretendió también
militarizar al personal de Correos, cuando éste quiso actuar de forma semejante a como lo
hicieron las Juntas.
La crisis del gobierno de García Prieto en marzo de 1918 fue aún peor. Ante la
amenaza de la abdicación real y gracias a Romanones, se consiguió la creación de un Gobierno
Nacional en el que aparecían las figuras más importantes de la política española de la época,
desde Maura a Dato, pasando por Cambó y Alba, Romanones y García Prieto.
Este Gobierno Nacional duró 9 meses y consiguió sortear los peligros que rondaban a la
neutralidad española, pero el programa se llevó de forma muy limitada. Una de las principales
preocupaciones del Gabinete fue lograr recursos económicos para financiar las reformas
militares, pero sus medidas eran insuficientes. Otras de las que aprobaron fueron positivas,
pero muy limitadas: la nueva Ley de funcionarios que facilitó la profesionalización de la
admón. y el reglamento de la cámara acortó los debates y creó las comisiones legislativas.
La crisis del Gobierno Nacional se produjo como consecuencia de la actitud de
Santiago Alba. En teoría éste estaba dolido de la no aprobación de la Ley sobre enseñanza
primaria, pero en realidad existía una pugna entre sus propuestas y las de Cambó. Alba intentó
un acercamiento al grupo político que lideraba la Izquierda liberal, el republicanismo. Este
intento no fraguó.
Tras la crisis gubernamental, fue de nuevo García Prieto el encargado de ocupar el
poder; su programa pretendía ser una renovación del liberalismo español, incluyendo la
concesión de la autonomía universitaria y la abolición de la Ley de Jurisdicciones. Se enfrentó
casi enseguida con el problema catalanista, pero fue incapaz de resolverlo. En Noviembre de
1918 la Lliga empezó su campaña en pro de la autonomía integral, Se redactaron unas bases
autonómicas que se entregaron al Gobierno.
A García Prieto le sustituyó Romanones, el político liberal mejor dispuesto a satisfacer
las peticiones catalanistas. La formación de su Gobierno fue muy complicada. Tuvo que
conformarse con tener sólo el apoyo de su grupo, por lo que iba a durar poco (de dic de 1918 a
7
La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
abril de 1919) y fue un Gobierno de excelente gestión. A fines de 1918 la cuestión catalana fue
planteada en las Cortes. Cambó encontró un ambiente poco propicio. Alcalá Zamora acusó a
Cambó de perseguir propósitos como el de la hegemonía en España y la independencia de
Cataluña. El gobierno formó una comisión que presentó a las Cortes un proyecto de Ley que
trataba a la vez de la autonomía municipal y la catalana. Los catalanistas redactaron un
Estatuto de autonomía bastante amplio y pretendieron que se aprobara amenazando con
empezar un movimiento de protesta y desobediencia civil.
Surgió otro problema que hizo desaparecer al catalán 1er plano de la política nacional.
La protesta social en Barcelona. La aparición de la agitación barcelonesa resultó tan grave para
Romanones como para Cambó. El 1º había conseguido sortear el problema catalán pero no
pudo con el social y dimitió cuando las autoridades militares barcelonesas desautorizaron a las
civiles.
Como en toda Europa, los años de la posguerra fueron también en España de grave
crisis. La agitación social tuvo como resultado, igual que en otras partes, un aumento de la
influencia de los sindicatos. En 1919 se perdieron, según la estadística oficial, más de 4
millones de jornadas de trabajo con las huelgas. La constitución definitiva de un importante
sindicalismo de procedencia y significado anarquista, ahora alcanzó la plenitud de su
desarrollo adquiriendo gran superioridad respecto del resto del sindicalismo.
Gran importancia tuvo el Congreso de Sans, celebrado por la CNT e el verano de 1918.
Los anarquistas veían en el sindicalismo algo que carecía de sentido si no se dedicaba total y
exclusivamente a ese propósito revolucionario. Hubo en él cuestiones organizativas. El
Congreso se decantó por la acción directa, fórmula que según su patrocinador Ángel Pestaña,
no era el empleo de la violencia, sino que las relaciones entre patronos y obreros se llevarían
sin intermediarios. Otro aspecto importante del Congreso era el repudio de la acción política.
Significó este Congreso también un evidente progreso de organización; establecieron
una cuota de afiliación y la conversión de Solidaridad Obrera en órgano de expresión de la
CNT y sobre todo, la aparición de una nueva dirección del sindicalismo de esta significación.
Parecía haber orientado a la CNT a una fórmula que bien hubiera podido acabar en el
sindicalismo, pero no fue así porque el anarquismo tenía y mantuvo una fuerza superior que
hizo que el sindicalismo no sólo no perdiera su componente revolucionario, sino que además
fuera un anarcosindicalismo.
Se incrementó enormemente la afiliación a la CNT sobre todo en Cataluña, en un
contexto de agitación social creciente. En Barcelona su auge tuvo lugar con la huelga de La
Canadiense en marzo de 1919, una empresa eléctrica. Duró 44 días y supuso la paralización
del 70% de la industria local finalmente los sindicatos consiguieron una victoria pacífica y
prácticamente total en sus reivindicaciones.
La agitación también prendió en Andalucía donde los años 1918-1920 se denominaron
como trienio bolchevique. El estallido de unas reivindicaciones que hicieron pensar a los
propietarios en la inminencia de una conmoción del orden social, cuyos protagonistas fueron
también anarquistas. Se produjo una rebelión campesina y no fueron solo las noticias rusas las
que conmovieron a esos campesinos, sino sus propias condiciones de trabajo. Durante algunos
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
meses, el triunfo de los huelguistas fue repetido y total; luego comenzaron a producirse
huelgas poco justificadas y la consecuencia inevitable fue que unos sindicatos que habían
tenido durante unos meses muchos afiliados, se desvanecieron rápidamente.
El Congreso que celebró la CNT en 1919 en el Teatro de la Comedia de Madrid fue
testimonio de la creciente radicalización del movimiento sindicalista, convertido en puro
anarcosindicalismo. La CNT se adhirió a la revolución rusa y a la Internación Comunista.
Estos antecedentes contribuyeron a explicar la degeneración de la lucha sindical en puro
terrorismo en Barcelona. Había además factores locales. No había una policía capaz de
enfrentarse con el desorden público, defectuosa en su profesionalidad y fácil para la
corrupción, cuando no a la utilización de procedimientos semejantes a los del terrorismo
tampoco la Administración Judicial estuvo en condiciones de ser un instrumento eficaz ni
imparcial contra él.
Alrededor de 1917 hubo también bandas armadas patronales aunque los atentados que
produjeron fueron después y poco numerosos. Esto no quiere decir que todos los sindicatos
apoyaran el terrorismo, pero estos procedimientos habituales fueron una mezcla entre la
aspereza de la lucha social, la tolerancia de la dirección sindicalista y la existencia de personas
dispuestas a ofrecerse para cometer los atentados que fueron pensados y ejecutados por grupos
de jóvenes que tenían poco de sindicalistas y que eran más bien anarquistas actuando con
grupos de afinidad: Durruti dirigía uno de ellos, y García Oliver era el jefe de otro.
El resultado de la agitación social desembocando en terrorismo convirtió a Barcelona
en escenario de una batalla campal. El peor momento fue durante los años 1910 Y 1921 en que
hubo como 300 atentados. La violencia jugó un papel más importante en Bilbao donde tenían
una preponderancia los comunistas, y en Zaragoza. En Barcelona padecieron la violencia
política y social, patronos y abogados de sindicalistas, pero sobre todo obreros; más que de una
lucha entre patronos y obreros se trató de un enfrentamiento violento entre 2 sindicatos desde
1921 fue perfeccionándose y empeorando la situación aparecieron los atracos que convirtieron
la violencia en un negocio y ya en 1923 el pistolerismo se había profesionalizado hasta tal
extremo que la ½ de los atentados tenían víctimas mortales.
Las primeras amenazas revolucionarias hicieron que se creara el Somatén, una especie
de milicia cívica, armada con fusiles, que llegó a tener 65.000 afiliados en Cataluña y que
representaba el orden social. Era burguesa y conservadora pero situada bajo el control de la
autoridad militar, no tuvo parecido alguno con las bandas fascistas.
Fue el Estado fundamentalmente quien se enfrentó al terrorismo, de una manera que
resultaba muy criticable. Usó una política de dureza y brutalidad y no resolvió el problema,
pero tampoco lo hizo la política más templada, seguida desde 1922; aunque entonces hubo
menos violencia, se sumaba a la preexistente. Durante la 1ª posguerra mundial hubo
importantes medidas reformistas en el terreno social, como la creación del Mº de Trabajo
(1920) o la Ley de Accidentes de Trabajo en 1922. Gran parte de estas medidas fueron
auspiciadas por Eduardo Dato que murió en 1921 en un atentado que según parece fue
consentido por los dirigentes de la CNT y financiado por las cajas sindicales.
Tras decidir no pactar con la UGT en 1920, la CNT lo hizo con un criterio defensivo
que no fraguó, al negarse la 2ª central sindical a ir a la huelga cuando se produjo el asesinato
de Layret, en noviembre de ese año. También fue preciso rectificar la actitud de identificación
con la Internacional Comunista. Nin y Maurin fueron los principales dirigentes de la CNT
durante el año 1921 y los que la mantuvieron vinculada al comunismo. En 1922 cambió la
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situación con la salida de los dirigentes sindicales de las cárceles. En junio de 1922 el
Congreso de Zaragoza no sólo supuso la ruptura con el comunismo, sino también la adopción
de una línea que volvía a ser más sindicalista que anarquista y que patrocinó Salvador Seguí, y
a comienzos de 1923 el propio Seguí fue asesinado, quizá por ellos mismos. A la altura de
Septiembre de ese año, sus sindicatos tenían ya poca fuerza.
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católico, fue la del sindicalismo agrario. Se intentó en 1912 durante una asamblea en Palencia
con la presencia de Herrera, para crear entidades de mayor amplitud que las provinciales. En
1917 se fundó la Conferencia Nacional Católica Agraria (CONCA) que en 1920 se atribuía
600000 afiliados, cifra superior a la de UGT y sólo comparable a la de la CNT. Los sindicatos
católicos agrarios proporcionaban servicios crediticio s, cooperativas, asesoramiento técnico y
apoyo a través de la creación de fábricas de harina. El sindicalismo católico tenía distinta
significación según las zonas geográficas. En Castilla la Vieja, la Rioja, Aragón y parte de
Levante tuvo un arraigo muy importante que luego serían votos para la derecha católica
durante los años 30 en Andalucía el sindicalismo agrario fue ficticio y sólo reaccionaba frente
al peligro revolucionario.
El aspecto peor del sindicalismo católico durante esta época fue su incapacidad para
lograr la unidad en otros terrenos que no fueran el agrario.
El Sindicato Libre barcelonés, de procedencia católica no fue confesional ni dirigido
por eclesiásticos y mantuvo una posición inaceptable, respecto de la violencia en contra de la
CNT. En la lucha sindical, finalmente, el Libre consiguió por la violencia atraerse a parte
importante de la clase obrera barcelonesa. Sin embargo, cuando desapareció el apoyo del
Gobierno, se desvaneció en buena medida la influencia del Libre. Al emplear la violencia
rompió con la tradición del sindicalismo católico.
Los conservadores fueron los que presidieron la política española entre 1919 y 1921.
Desde abril de 1919 a julio en el poder estuvo: Maura, con un gabinete compuesto por sus
seguidores y con una significación derechista muy acentuada. La prensa maurista comenzó a
hablar de una dictadura que repitiera la hazaña de Pavía, mientras que en Cataluña y el País
Vasco los mauristas se caracterizaron por su oposición al autonomismo y en Castilla
representaban el españolismo centralista.
La situación empeoró con las elecciones pues se celebraron con las garantías
constitucionales suspendidas y Maura conocía las condiciones en que se realizaban. En ellas
Goicoechea como Mº de Gobernación y De la Cierva que le ayudó, emplearon unos
procedimientos poco correctos para crear una mayoría o por lo menos una buena situación para
su jefe político que quitara cualquier sentido a un gobierno de significado derechista que no
fuera presidido por él mismo. A pesar de que en ese conservadurismo había quienes se oponían
a Maura, Dato acabó aceptando la colaboración con su antiguo jefe político durante la campaña
electoral.
La forma de realizarse las elecciones afectó gravemente la imagen de Maura. Este no
perdió la ocasión de mostrarse cercano a la actitud más autoritaria, mientras que sus propósitos
regeneracionistas democráticos y sociales no quedaban más que en pura declaración sin
contenido real.
A Maura le sustituyó J. Sánchez de Toca (lo lógico sería que hubiese sido Dato, pero se
le consideraba muy condescendiente respeto a Maura), quien ejerció la presidencia desde julio
hasta finales de año. Este se caracterizaba por su poca simpatía hacia Maura y por su
vinculación con la tradición liberal-conservadora derivada de Cánovas del Castillo. Su política
respecto a los problemas creados por el terrorismo en Barcelona eludió decantarse hacia
soluciones drásticas. A ello ayudó la presencia en el Mº de la Gobierno de Manuel Burgos y
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Mazo. De la Cierva se decantó en contra del gobierno de Sánchez de Toca. Una situación
gubernamental como la presidida por S. de Toca era difícilmente perdurable y en efecto, fue
reemplazado a fines de año.
Surgió la crisis y de nuevo el gobierno estuvo presidido por un maurista, Allende-
Salazar que era un personaje probo y falto de aspiraciones muy propio para un gobierno de
transición. Su gobierno fue lo suficientemente ambiguo en su composición como para seguir
políticas relativamente contradictorias en lo que era problema principal del momento: el
terrorismo anarquista en Barcelona.
En mayo de 1920, tras un largo paréntesis de casi un año ascendió al mando Eduardo
Dato, dirigente conservador. Su gobierno sufría presiones por parte de quienes juzgaban que
era posible lanzarse a una política más drástica. Acabó por tolerar que una política de las
características citadas se llevara a cabo y en Noviembre de 1920 se hizo cargo del gobierno
civil barcelonés el general Martínez Anido que llevó a cabo una simple política que contó con
el apoyo entusiasta de una parte de la derecha española. Se trataba de dar la batalla al
sindicalismo anarquista. Su pretendida solución fue una de las peores que pudieron imaginarse
en ese momento.
En diciembre de 1920 se habían celebrado elecciones. Dato fue asesinado en marzo de
1921 y a partir de ese momento la política española pareció hundirse con los interinatos
sucesivos: tras un breve paréntesis presidido por Bugallal, subió al poder Allende Salazar que
presidió el gobierno hasta agosto de 1921, momento en que entró Marruecos en la política
española.
Después de 1898 la acción colonial española quedó reducida al continente africano. Por
el tratado de 1900 la presencia española en Guinea quedó en menos de 1/10 parte de lo que
debía haber correspondido a nuestro país y a la ½ de lo que los expedicionarios españoles
habían explorado; también en Río de Oro sucedió algo parecido. A Ceuta y Melilla había que
mejorarles su situación estratégica respecto de los indígenas, con operaciones militares.
Desde 1898 el eje de la política exterior de España estuvo centrado en su presencia a
uno y otro lado del Estrecho de Gibraltar, importante vía de comunicaciones comercial y
centro estratégico y vital. Había potencias que tenían interés en Marruecos, con las que España
debía tratar. Gran Bretaña estaba sólidamente establecida en Gibraltar y se dedicaba a proteger
sus intereses comerciales e interesada en que a ambos lados del Estrecho hubiera un poder
débil, sobre todo en Tánger; por eso siempre prefirió a España antes que a Francia, que fue la
gran competidora de nuestro país en la zona, obteniendo finalmente las partes más ricas del
protectorado. Como España no tenía peso propio en la política internacional, muy a menudo se
vio obligada a aceptar los acuerdos impuestos por Francia, una vez que ésta hubo pactado con
el resto de las grandes potencias.
Además de Gran Bretaña, Alemania también tenía intereses en la zona. Marruecos a
comienzos de siglo estaba en plena descomposición política, dividido en 2 zonas: una, Blad el
Maizen, territorio controlado por las autoridades dependientes del Sultán, y Blad el Siba,
comarcas que llevaban una vida autónoma e independiente. Esta situación explica que Francia
y España mantuvieran desde 1902 contactos diplomáticos para delimitar las respectivas áreas
de influencia en el N. de África. Francia propuso un tratado que dejaría a España toda la zona
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
N. del río Sebú, lo que hubiera supuesto el control de una zona agrícola y de ciudades como
Fez. España no se atrevió a firmar el acuerdo por temor a que no fuera aceptado por Gran
Bretaña. Francia hizo una nueva propuesta a España, que debió pagar los gastos del acuerdo
franco-británico; la oferta era limitar el área de influencia española a la zona mucho más al
norte, en una región pobre y montañosa de la que además quedaba excluida Tánger, que era la
posición clave. El acuerdo de oct. de 1904 fue en la práctica, impuesto por los franceses y fue
vergonzosamente aceptado por los gobernantes españoles. Francia aprovechó cualquier
ocasión para traducir en los hechos su protectorado sobre Marruecos y la acción española sólo
seguía a la francesa o aparecía motivada por incidentes. En 1906 comenzaron las
negociaciones de los españoles con El Roghi, un caudillo local de la zona de Melilla, para
obtener concesiones mineras. Un año después se constituyó la Sociedad Minas del Rif y en
1908 los españoles ocuparon La Restinga, lo que se puede considerar como la primera
penetración española en África. Los indígenas atacaron a los obreros españoles que construían
un ferrocarril minero. Este fue el origen de la campaña de 1909 que obligó a formar un ejército
importante y que tuvo como consecuencias la Semana Trágica. Tras combates sangrientos del
Barranco del Lobo y la toma de Gurugú, los españoles consiguieron 300 Km2 más y someter a
las tribus del entorno.
La siguiente expansión en 1917 estuvo motivada por una previa iniciativa francesa.
Este año Alemania abandonó sus pretensiones sobre Marruecos. Francia ocupó Fez. España
tomó Larache y Alcazarquivir en la zona occidental atlántica de Marruecos. Fueron necesarias
nuevas negociaciones franco-españolas con disminución del área de nuestra influencia. Francia
había comprado la definitiva retirada alemana de Marruecos cediéndole una parte del Congo y
ahora España tenía que ceder 45.000 Km2 de la zona que se le atribuyó anteriormente. Por el
tratado de 1912 España aceptaba además la internacionalización de Tánger y no fortificaba la
costa.
La guerra mundial obligó a contemporizar con El Raisuni que desempeñaba una
autoridad efectiva que estaba por encima de la del sultán en la zona oriental. Durante la misma,
se impuso la política que el Conde de Romanones denominó de “medias tintas”.
5. RIFEÑOS Y ESPAÑOLES
El protectorado español tras los acuerdos con Francia había quedado reducido a una
vigésima parte del perteneciente al país vecino. Era una región de poco valor económico sin
ríos, que hicieran posible la agricultura. Sus habitantes tenían cada dos años una sequía y
debían emigrar a otras regiones agrícolas controladas por los franceses para participar en la
recolección, momento que aprovechaban para dotarse de armas. Desde el punto de vista
militar, lo más grave para España era la orografía de la zona española. En el reparto marroquí
le correspondió a España el Rif y la Yebala y tanto uno como otro estaban poblados por
beréberes que tenían la mayor pureza de raza, sobre todo la tribu de Abd el Krim que estaba
formada por clanes en cuya forma de vida, la violencia y la guerra jugaban un papel decisivo.
El logro de un botín frente a un adversario europeo, normalmente descuidado, formaba parte
de su modo de vida habitual.
La unión de ese modo de vida y la orografía explica el tipo de guerra que fue la de
Marruecos, diferente de la que conocían los europeos de la época. Característica de la guerra
del Rif era la periódica y brusca alteración del ánimo de los indígenas que pasaban de la
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
6. EL DESASTRE DE ANNUAL
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
Adb el Krim fue un precursor de los futuros líderes de la independencia colonial. Había
sido cadí de Melilla y se enfrentaba desde 1919 con los españoles. Su conocimiento de ellos
era grande y también de los recursos que podía utilizar para conseguir la victoria. De ahí su uso
de la propaganda cuando obtuvo las 1as victorias, que fueron ante todo consecuencia de la
actuación imprudente de Silvestre que lo que quería era llegar a Alhucemas, que desde hacía
tiempo era considerada como posición clave para el control del N. de Marruecos. Aunque Abd
el Krim había amenazado con declarar la guerra en el caso de que atravesara el río Amekuam,
no le importó hacerlo. La caída de la posición de Monde Abarram y Sidi Dris, produjeron
bastantes muertos y tuvieron una repercusión psicológica muy fuerte. Las tribus sometidas se
volvieron contra los españoles, así como las tropas indígenas del Ejército español. Silvestre
agravó la situación no informando a su superior de lo que sucedía.
El 17 de julio de 1921 fueron atacados los puestos españoles de Annual e Igueriben y
no quedó más remedio que una precipitada fuga. Las tropas abandonaron sus puestos y se
dirigieron a Melilla. Sólo algunos resistieron yeso fue lo que impidió la caída de la ciudad,
pero también el hecho de que los rifeños se dedicaron al botín y a la recolección.
Lo sucedido descubría las numerosas imprudencias cometidas por Silvestre a las que
había que añadir los inconvenientes que tenía el Ejército español en África. Los rápidos
refuerzos llegados de la Península permitieron que en octubre de ese año se recuperara la línea
que había en 1909 en la Comandancia de Melilla.
Tanto el intento de llegar a un acuerdo con El Raisuni como el de lograr el rescate de
los prisioneros a cambio de dinero fueron un aliciente y así Abd el Krim llegó a pretender crear
una República del Rif, cuando en realidad presidía a una confederación de tribus.
Lo grave del desastre de Annual no fue el hecho en sí, sino que sucedía con un sistema
político en crisis. Los grupos políticos comenzaron a discutir respecto a las responsabilidades.
El rey tenía amistad con Silvestre, impulsaba la penetración en Marruecos, pero lo más
probable es que sólo le animara a la acción. Fue acusado de intervenir directamente en las
operaciones y esto volvió a decirse en el momento en que se empezó a identificarle con la
Dictadura de Primo de Rivera.
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
Su sucesor fue un gobierno presidido por José Sánchez Guerra, heredero de Dato en la
Jefe del partido conservador y opuesto a Maura desde 1913. Destituyó a Martínez Anido del
puesto de Gobernador Civil de Barcelona y planteó ante las Cortes la cuestión de las
responsabilidades ante el desastre. Esto fue lo que produjo el colapso de su Gabinete, pues los
sucesos de Annual tuvieron lugar con un Gobierno conservador y esto afectaba a algunos
dirigentes importantes de su propio partido.
A finales de 1922 llegó al poder un gobierno liberal de concentración. Los liberales,
desde que acabó la I Guerra Mundial habían estado divididos (igual que los conservadores), así
que lo que hizo que llegaran fue la oposición al partido de turno. El gran animador de la
concentración fue Santiago Alba.
Romanones pensaba que en ese período de grave crisis era mejor evitar un gobierno
liberal, que podría provocar una reacción contraria peligrosa. Las elecciones en las que la
Concentración logró la mayoría parlamentaria, no se distinguieron en nada de las anteriores;
145 actas fueron atribuidas sin lucha. La Concentración no dio la sensación de querer
promover una efectiva regeneración electoral a través de una reforma proporcional o del apoyo
conseguido en los medios urbanos.
El gobierno no estuvo unido ni dio sensación de reforma, ni pareció capaz de alejar los
peligros que amenazaban al régimen parlamentario. Las crisis parciales internas habían sido
numerosas y ofrecieron un espectáculo incoherente, incluso una semana antes de la
sublevación militar.
El ministro reformista Pedregal abandonó el poder al no lograr la modificación del
artículo 11 de la Constitución, relativo a la confesionalidad del Estado; más que la oposición
del Rey, lo que tenían los liberales era una Iglesia que podría aumentar sus dificultades con la
protesta.
Ni siguiera Alba, la figura más valiosa del Gabinete, se dio cuenta del inminente golpe
de Estado. La mejor muestra de la inconsciencia de la clase política, es que la prensa hablaba
del golpe como inminente. Lo que realmente había en España en 1923 era una sensación de
vacío. Los gobiernos habían dejado de ser un solo partido para ser heterogéneos. No tiene nada
de particular que los contemporáneos pensara que el Estado iba a la deriva en manos de
partidos arcaicamente reaccionarios que se llamaban conservadores o fútilmente oportunista
(denominación que se daba a los liberales). Hay que recordar el papel que en el sistema
político desempeñaban el monarca y el ejercito. Alfonso XIII siempre propenso a intervenir en
la política partidista, lo cual no fue siempre prudente. Aunque la verdad es, que nunca como en
esta fase final de la Restauración fue reclamada tantas veces una intervención real a favor de la
posición propia o en contra de las demás. Pero los verdaderos problemas de la política
española residían más en su proceso de modernización que en la actitud de Alfonso XIII. El
rey estaba insatisfecho con la política vigente, pero este juicio lo compartía también la opinión
pública.
La actitud del Ejercito era sobre todo dolorida. Había intervenido en la política contra
los movimientos nacionalistas y regionalistas y para defender un orden social. Esto le inducía a
tener una opinión detestable de la clase política dirigente, pero lo sucedido en Marruecos la
hizo aumentar considerablemente. El Ejército criticaba la política de los partidos de turno. Tras
el reestablecimiento de la situación bélica en Marruecos, los motivos de protesta militar
aumentaron. El desastre reprodujo los enfrentamientos internos del Ejército. Para que éste
tuviera una intervención decidida en la política nacional tenía que haber un factor de unión y
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
El sistema del turno daba una permanente sensación de crisis y tampoco las oposiciones
parecían estar en condiciones de sustituirlo o cambiarlo de una manera definitiva.
El republicanismo, si en 1910 se adscribía a él un 9% de los diputados del Congreso, en
1923 sólo había un 2,6%. Es decir, que el reinado de Alfonso XIII no se puede decir que fuera
un camino hacia la proclamación de la República. Los reformistas presenciaron en las
elecciones de 1918 (las más veraces de la historia española hasta el momento), la derrota de
Melquíades Álvarez y la elección de sólo 10 diputados reformistas, que en 1919 fueron 7
antiguos republicanos convertidos en reformistas ingresaron en el partido liberal.
Lerroux y sus radicales daban la misma sensación de estar domesticados por el sistema
mucho más que dispuesto a sustituirlo. Lo previsible en 1923 era que el líder radical acabara
siendo uno de los dirigentes del liberalismo. En la posguerra, la implantación del radicalismo
desapareció por rencillas internas y la actuación domesticadora del sistema político, sobre todo
en el momento de llevar a cabo el encasillado. Incluso desapareció la prensa diaria republicana.
Se interpreta que si el voto republicano disminuyó, la razón es porque el PSOE iba
conquistando poco a poco un electorado de izquierdas proletario. La UGT que había llegado en
el momento cumbre de la agitación social de la posguerra a 240000 afiliados, ahora se estancó
en 210000; el comunismo español sólo tenía una influencia reducida, pero consiguió detener el
crecimiento socialista después del trienio revolucionario.
En Madrid el PSOE consiguió en 1923 la elección de 5 candidatos, pero no era ni el
15% de los electores. En 1923 estaba más interesado en conservar su fuerza contra los
adversarios sindicales que en intentar cambiar el sistema político vigente.
En los sectores de la derecha había indicios de modernización pero en todos ellos
resulta patente la sensación de insuficiencia o de que contribuían más a desestabilizar al
parlamentarismo vigente que a crear un sistema político nuevo. EL carlismo siguió siendo
mayoritariamente un partido dividido y controlado por quienes no eran muy diferentes de los
caciques de los partidos de turno. Otro signo de cambio en la derecha fue la aparición de
doctrinas autoritarias y nacionalistas.
Los medios católicos son los que hicieron el mayor esfuerzo por modernizar a la
derecha española, que no resultó y estuvo vinculado a la evolución del maurismo.
La fundación en 1922 del Partido Social Popular, podría haber sido un importante
instrumento de regeneración del sistema político, pero el advenimiento de la Dictadura de
Primo de Rivera cortó su desarrollo.
El último sector político que puede identificarse con una posibilidad regeneradora, es el
regionalismo en sus diferentes vertientes. Surgieron gérmenes regionalistas en zonas que hasta
entonces carecían de ellos. El castellanismo no llegó a realizarse como movimiento político
autónomo. El regionalismo extremeño tomó como modelo el catalanismo, defendiendo los
intereses agrarios y mostrando cierta sensibilidad ante los problemas sociales producto del
reparto de la tierra; esta conciencia social es más manifiesta en Andalucía (BIas Infante)
aunque antes de la I Guerra Mundial sólo se puede hablar de un andalucismo cultural.
Posteriormente acabó vertebrándose políticamente a través de unos centros, pero no llegó a
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
arraigar con verdadera autonomía electoral y se desvaneció en los años 20. El aragonesismo
tuvo una peculiaridad que fue el papel relevante que desempeñaron los emigrados a Cataluña.
Nació también. en la posguerra y desde un principio tuvo una vertiente católica y otra liberal.
Se desvaneció después de 1919.
En Cataluña se puede decir que en los años de la posguerra mundial el Catalanismo
había conseguido una hegemonía política clara. La Lliga creó una Federación Monárquica
Autonomista para disponer de un grupo con el que colaborar y que era monárquico y
conservador. Acabó con la aparición del catalanismo radical. Se creó también Acció Catalá,
menos conservador y más preocupado por la cuestión social del catalanismo mostrando su
deseo de romper con la política a su juicio demasiado colaboracionista que hasta entonces
había adoptado Cambó. Su tono radical le llevó a suscribir un pacto de colaboración con el
nacionalismo vasco y gallego inmediatamente anterior a la implantación de la dictadura de
Primo de Rivera y le sirvió a éste de pretexto para dar el golpe.
En el nacionalismo vasco el problema social jugó un papel menor en las divisiones
internas, pero hubo una muy semejante polarización en tomo al grado de radicalismo del ideal.
Las polémicas internas se remontaron al momento de la I Guerra Mundial en que ya
aparecieron posturas contrapuestas, concretándose en una posición más o menos radical y otra
independentista.
En Galicia no se produjo esta tendencia hacia la radicalización del nacionalismo porque
aún se planteaba la posibilidad de ceñirse a tan sólo una acción cultural. En Valencia el
regionalismo no había conseguido engendrar una fuerza política estable.
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La crisis del parlamentarismo (1914-1923)
el dramaturgo Carlos Arniches. La propia prosa neomodernista de Gabriel Miró eligió como
temática el espectáculo de la transformación social de un medio tradicional. Es menos fácil
encontrar el punto exacto de identidad entre la poesía de Juan R. Jiménez y el espíritu de la
generación a la que perteneció.
Esta generación de 1914 se caracterizó por su voluntad europeísta y no tiene nada de
extraño que la progresiva apertura a influencias ultrapirenaicas facilitara el nacimiento de una
vanguardia en el terreno literario y artístico. El inicio del vanguardismo cabe fecharse en 1909,
cuando Ramón Gómez de la Serna publicó en castellano el manifiesto futurista de Marinetti.
20
Constituciones españolas del siglo XIX.
1812 1834 1837 1845 1856 1869 1876
Nonata
Soberanía Nacional Las Cortes Nacional Las Nacional Nacional Las Cortes
con el Rey Cortes con el Rey
con el
Rey
Rigidez o Rígida. Flexible Flexible Flexible Rígida. Rígida. Flexible
flexibilidad
El poder del Poder Poder Igual que Poder Poder Poder Igual que
ejecutivo ejecutivo en 1834 ejecutivo ejecutivo ejecutivo en el
Rey. exclusivam con con veto de leyes con anterior.
ente sanción de a leyes de con veto sanción
leyes. Veto carácter suspensi- de leyes.
suspensivo absoluto vo. Su Veto
nunca figura se suspensi-
absoluto. discute. vo.
El Gobierno. Los Se Es el Igual que Igual que Reconoci Estructura
ministros sobreentie responsa- el el - colegiada
son nde que ble de las anterior. anterior. miento y
considera sobre él medidas de su reconoci-
dos recae el ejecutivas carácter miento de
individual poder colegiado la figura
mente ejecutivo del
por presidente
delegación
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Las Cortes. Unicamera Bicamera- Bicame- Bicame- Bicame- Bicame- Bicamera-
les. les rales rales rales rales. les.
El Congreso. Diputación Sufragio Sufragio 5 años de Resu- Elegido Electivo.
permanen- censitario censitario mandato rrección por (5 años).
te. indirecto directo (antes 3) de la sufragio
restringido Diputa- universal
ción .
permane
nte.
El Senado. ----- Dos tipos El Rey Nombra- Totalmen Electivo Tres tipos
de elegía de miento te por de
senadores, una lista real de electivo. sufragio senadores
unos natos presentad entre universal natos,
y otros de a por los determi- indirecto designado
elección electores. nadas en dos y
real. catego- grados. colectivos.
rías.
Normas Sufragio No las fija Debe ser Ley Censitari Sufragio Ley
indirecto la directo; electoral. o directo. universal electoral.
electorales. en 4 Constitu- lo demás Desde
grados ción. mediante 1890
una ley sufragio
electoral. universal.