Clase 02
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subjetividad
Introducción
Ingentes esfuerzos se invirtieron para que el “animal humano” aceptara que el atributo
que lo define como tal, que precisamente lo humaniza, es su inclinación hacia el trabajo,
inclinación en la que se combinarían predisposición y capacidad. Incluyeron esos esfuerzos
renovadas catequizaciones, campañas militares, encierros y disciplinamientos. También
mucho pensamiento, a la par que educación. Todo un arsenal desplegado durante siglos, entre
el XVI y el XIX, o sea, desde el “descubrimiento”–o la invasión– europea de América hasta que
otras “formas de vida”, las de los pueblos precolombinos así como, entre nosotros, las de los
gauchos, fueron arrinconadas, desplazadas, suprimidas. “Formas de vida” en las que sin dudas
el trabajo ocupaba un lugar, pero que no era el principal, que no se llevaba ni doce, ni diez ni
ocho horas del día. Muy lejos de cualquier supuesta naturaleza, sino como resultado de un
forzamiento que se aceleró con las necesidades de mano de obra de la Revolución Industrial.
Al mismo tiempo, los inmigrantes que llegaron a América no fueron, como se pretendió, los
europeos más y mejor adaptados al sistema productivo capitalista; sabemos que se soñó con
ingleses, franceses y alemanes, tanto mejor si eran protestantes. Llegaron más que nada los
que ese sistema productivo, ya sea por su dinámica propiamente económica o por resultantes
políticas, expulsaba. Inmigrantes pobres del sur de Italia o de España, cuando no de Turquía,
Siria o el este europeo. Luego de que resistieran mutuamente con los criollos sobrevivientes
a veces con mucho de indio –cosa que se puede leer en Martín Fierro–, en la experiencia que
los unía del trabajo, que era dura, difícil, llena de asperezas, fueron encontrando un mismo
lenguaje.
Para Eric Hobsbawm los años de plena vigencia del Estado de Bienestar, que van del
final de la Segunda Guerra Mundial –o sea, son coincidentes en nuestras latitudes con la
irrupción del peronismo– hasta mediados de la década del setenta, constituyen la “edad de
oro del capitalismo”. Hay algún viso de ironía en esta caracterización, quizás porque el libro
de Hobsbawm es de 1994, cuando se reveló que esa “edad” fue fugaz, pero el contraste con
lo que la sucedió hace que se mantenga en pie. Se le viene prestando mucha atención a ese
momento para pensar, en contrapunto, el mundo contemporáneo. En uno de los libros
principales al respecto y al que de manera indirecta ya hacíamos referencia, La corrosión del
carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, el sociólogo
Richard Sennett traza la biografía laboral de un hombre al que llama Enrico, que transcurre
durante esos años, los de la estabilidad del “largo plazo”, del trabajo como continuidad y
“carrera”, de una vivencia del tiempo que no se le escapaba de las manos al trabajador. La
coloca en oposición a la de su hijo, Rico, cuya experiencia laboral tiene lugar en los años
ochenta y noventa del siglo pasado.
Echemos otra luz: Hannah Arendt en La condición humana advertía sobre “el
advenimiento de la automatización, que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas
y liberará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y la servidumbre a
la necesidad.” Corría el año 1958 y la introducción del libro está dedicada a sopesar los
significados que bullían en el hecho descomunal de los primeros satélites lanzados al espacio.
Ambas cuestiones aún parecían presagiar la realización de la “utopía”, pues al romper
ataduras señalaban la posibilidad de una emancipación sin límites. Arendt, sin embargo, veía
a las dos cosas con otros ojos. “Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de
trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada
podría ser peor.” Lo que siguió a la crisis de mediados de los setenta fue una nueva inyección
de capital y tecnología en el proceso productivo que permitió ahorrar en mano de obra y, de
paso, desarticular lo que los trabajadores habían aprendido desde que se los había emplazado
en esa posición. A moverse por la topera, diríamos con Deleuze y su Posdata sobre las
sociedades de control - una de nuestras primeras lecturas en estas clases-, a no dejarse
atenazar por el trabajo y los espacios de encierro. Una posición, la trabajadora, fue
desplazada, herida por las transformaciones en el proceso productivo y en la legislación. La
aparición masiva y sostenida, ya no momentánea, de trabajadores altamente precarizados o
desocupados, puso otro elemento fundamental del paisaje social transformado.
Lo cierto es que ni en América Latina, ni tampoco en Europa y los Estados Unidos, hay
trabajo tal como se lo había conocido, para el conjunto de la población. Pero tampoco del
nuevo: aun si dejáramos de lado todos los cuestionamientos que nos merece la precarización
que suele imperar en los servicios de delivery, aun si decidiéramos amigarnos con lo que
producen los youtubers, es evidente que ni una ni otra alternativa –tampoco las dos juntas–
se acercan siquiera a solucionar este enorme problema. Hoy vivimos en relación con el trabajo
una ya conocida zozobra y en parte –sólo en parte– nos acostumbramos a tratar
cotidianamente con ella. Se suponía que era pisar sobre seguro, porque incluso el capitalismo
iba a precisar del pleno empleo, también porque nos habíamos convencido de que el trabajo
le daba forma y estatuto a nuestra personalidad. Desde hace un tiempo que es arena
movediza. En diálogo con la clase anterior, digamos que el mundo contemporáneo encuentra
uno de sus perfiles en relación con este fin, el del trabajo “sólido” o entendido como
compromiso asumido y con garantías de una vez y para siempre. Al mismo tiempo, de este
lado del umbral, percibimos que el trabajo subsiste pero escasea y deja a muchas y muchos
afuera; está omnipresente o aparece y se va. Si incluimos el deterioro de los salarios,
fenómeno que sólo se interrumpió luego de la crisis de comienzos de siglo XXI, la del 2001, el
cuadro se hace aún más inquietante. Siempre en riesgo, constituye una de las más relevantes
incertidumbres que acechan. Por lo tanto, “la edad de oro del capitalismo” –o los “treinta
gloriosos años– y el Estado de Bienestar se vuelven quizás más presente que nunca, porque
se han ausentado. Nuestra época ronda este vacío.
Nos preguntamos por las figuras que suceden al trabajador en la centralidad que supo
ocupar en el escenario social. Como habrán podido ver, en el análisis comparativo de Sennett
el hijo de Enrico, un abnegado trabajador sindicalizado, asciende socialmente, gracias a los
beneficios y esfuerzos de sus padres estudia en la universidad y pasa a codearse con las clases
acomodadas. Pero, así y todo, la insatisfacción con la nueva situación está a la orden del día.
Cambia de trabajo –de casa y de ciudad en la que vive– muy frecuentemente, apenas tiene
tiempo para estar con sus hijos que prácticamente no cuentan con su presencia. Pero el
motivo principal de padecimiento parece ser que no puede hacer de su experiencia una fuente
de legitimidad ante ellos, nada puede emanar como sabiduría aprendida que se transmite de
generación en generación porque lo único constante ha sido el cambio, el no haber echado
raíces, un compromiso siempre leve con cada empresa en la que trabajó. Ni siquiera la traición
es la figura que cataloga su comportamiento, es algo menor. Bauman alude a esta situación
ironizando con la imagen de lo que era el vínculo amoroso que llegaba a definirse por siempre,
mientras que el mundo contemporáneo ante todo conoce relaciones que se asumen desde
sus inicios como momentáneas. Sin exacerbación de celos, sin dramas amorosos.
Mencionamos el planteo de Sennett porque es muy útil, pero en la Argentina el
trastocamiento último en el mundo laboral no produjo ascenso social, más bien todo lo
contrario. Es decir, el malestar o incluso el dolor de Rico existe pero no ya con el aliciente de
un vida más holgada y confortable económicamente, sino al revés. Por lo menos no es esta la
resultante principal.
Volviendo ahora sí a la pregunta, en primer lugar deberíamos decir que la relación con
el trabajo se ha vuelto tan variada y fragmentada que estalló la relativa homogeneidad que
brindaba esa experiencia fundamentalmente para las clases populares. El sociólogo Juan
Villarreal propone, con muchos cuadros y números, que la sociedad argentina previa a la
dictadura que se inicia en 1976 era una sociedad “altamente homogénea por abajo” y
“altamente heterogénea por arriba”. La condición primera estaba dada por la relevancia de la
clase trabajadora industrial, cosa que diferenciaba su estructura económica y social de los
restantes países de América Latina. El exitoso proceso de sustitución de importaciones, así
como los distintos apuntalamientos a políticas de carácter desarrollista, le habían dado esta
presencia a la clase obrera industrial, lo que permite entender el peso histórico de gremios
como la UOM –de trabajadores metalúrgicos– o de SMATA –de trabajadores mecánicos de
empresas automotoras–, que a la vez forjaron la identidad del primer peronismo. La política
de “desindustrialización” de la dictadura y la primacía que adquirió el capital financiero no
perseguía tan solo ni principalmente objetivos económicos, sino que tenía el propósito de
incidir transformando, astillando esa “homogeneidad por abajo”. Al mismo tiempo, logró un
nivel de unidad “por arriba”, de entrecruzamiento y fusión de intereses, inédito. El escrito de
Juan Villarreal titulado “Los hilos sociales del poder” es de 1985, cuando apenas se percibía la
magnitud de esta transformación. Destacada de la nueva heterogeneidad propiciada con éxito
por la dictadura a los “cuentapropistas”, una fractura en la experiencia trabajadora, un
repliegue sobre lo individual.
Consumo y endeudamiento
Con ánimo de acercarnos a un modelo, o de continuar con él, se podría argüir que una
de esas figuras quizás central, que sucede o eclipsa a la del trabajador, es la del consumidor.
Sin dudas es necesario el modelo, reviste utilidad ejercitar con él ya que ayuda a cartografiar
y le da algo de legibilidad a lo que está presente, ahora, de este lado de la línea de
transformaciones que, además, no se detienen. De este lado del umbral, como si se tratara de
lo que llegó para quedarse al menos por un rato. Apelamos nuevamente a Zygmunt Bauman:
algunas ideas planteadas al respecto en Modernidad líquida, un par de años antes las había
plasmado en Trabajo, consumismo y nuevos pobres, en especial en el capítulo que lleva por
título “De la ética del trabajo a la estética del consumo”. La nueva época, el nuevo pliegue del
capitalismo, ya no habilita ni celebra al trabajador que encarna esa ética que Max Weber
célebremente ligó con el protestantismo, ética que postergaba el instante placentero del
consumo, la momentánea satisfacción, en pos del ahorro y del progreso, que aceptaba la
dedicación continúa a una misma labor, que incluso valoraba la rutina con sus saberes y
disciplinas. La consumación de la actividad laboral pasó a ser la práctica del consumo que,
expandida, se constituye como una experiencia estética en puro presente.
En sintonía con este planteo, el también sociólogo y politólogo chileno Tomás Moulián
deja en claro que en el Chile que nace de la larga dictadura de Pinochet –brutal corte en su
historia que no duda en catalogar como una revolución tan regresiva como modernizadora–
el desplazamiento en cuestión, del trabajo al consumo, acentúa cuál es la práctica que, en un
presente gris, sin un horizonte abierto de expectativas, permite alcanzar algún grado de
satisfacción e identidad. El libro se llama Chile actual: anatomía de un mito, es de 1997 y de
inmediato después del levantamiento de octubre de 2019 fue subrayado como uno de los
libros críticos fundamentales respecto de la dictadura así como de los gobiernos
postdictatoriales que, Constitución de 1980 mediante, la sucedieron. La derrota política de los
trabajadores con el golpe del ’73 que derriba al gobierno socialista de Allende, seguida de la
transformación del mundo laboral vía flexibilización y altas tasas de desempleo, implicó la
fragmentación y la dispersión de los procesos productivos, cosa que supuso la reducción
drástica del poder de los sindicatos. El conjunto de este proceso hace disminuir sensiblemente
la posibilidad de que alrededor de la experiencia del trabajo se construya, para decirlo de
nuevo con Sennett, carácter. O que la subjetividad salga vigorosa de ese trance.
Nuevos pobres
Ahora sí, el malestar con este otro nombre, con la palabra “pobre”. Un capítulo de su
libro Merklen lo titula “Una alquimia al revés o cómo convertir trabajadores en pobres”,
porque dejar de nombrar trabajadores –o trabajadores desocupados como decidieron hacerlo
los movimientos que los nuclearon sobre todo entre fines de los noventa y principios de los
2000, los MTD– fue una potentísima operación de sentido, de política de la más vasta. La
primera vez que salta a las grandes estadísticas es en 1980 cuando el INDEC construye un
“Mapa de la pobreza”. Así, mientas el terrorismo de Estado se había ensañado con la clase
trabajadora y obstaculizaba la agremiación y el funcionamiento de los sindicatos, la “pobreza”
-como un fenómeno casi natural, neutro, un mal que sucedió-, pasa a estar en el listado de los
temas que se quieren atender en busca de una solución. Esto, dice Merklen, muy en relación
con los organismos internacionales que también en esa coyuntura de contundente
reformulación del capitalismo, colocan a la pobreza entre sus prioridades a combatir. De
repente, los trabajadores –en vías de una mayor precarización, flexibilización, sino del
desempleo– son compelidos a “descubrirse” como pobres. Que es casi lo mismo que hacerlos
declinar de su condición de sujetos. De este modo, en 2000, el Banco Mundial enunciaba que
“nuestro sueño es un mundo libre de pobreza”.
Sueño y reparación
Cierre
Todas estas transformaciones no pueden sino repercutir en las escuelas y en cada una
de las aulas, donde la tarea es la transmisión de la cultura, es la educación, pero donde se
expresa invariablemente la sociedad y sus crisis. Aunque nuestro trabajo, en su sentido
estrictamente social y económico, siga siendo similar al de maestras y maestros en las décadas
de los sesenta o setenta, la biografía laboral previa de cada una y uno de nosotros, incluso por
nuestras situaciones familiares, ya es muy otra. Por supuesto, en lo que hace a nuestros chicos
y chicas, a sus padres o a los adultos que los cuidan, sus conciencias –subjetividades o
caracteres– mucho le deben a esta mutación mayúscula en el mundo del trabajo. De modo
que los educadores nos encontramos ante la extrañeza de por un lado reconocernos, con
guardapolvo blanco, con rituales y muchas veces también en los mismos edificios, que colegas
que ejercieron esta profesión hace 60 ó 70 años, cuando el mundo era otro. Y, al mismo
tiempo, nos sabemos rodeados por circunstancias que nada saben de seguridad, de
estabilidad, de largo plazo. Nuestra propia subjetividad está situada en este tembladeral. Ya
lo decíamos pero ahora le damos tono de pregunta: ¿de qué manera influye en quienes día a
día nos ven y escuchan en el aula, cuando hacemos todo por transmitirles conocimientos y
cultura, la realidad y el drama del trabajo? ¿En cuánto estas circunstancias los determina
acrecentando el desafío que implica la educación? La pregunta apunta a mensurar, porque no
hay duda que, aunque no lo perciban plenamente -cosa que también nos pasa a nosotros
sumergidos en la vorágine cotidiana-, los influye y no poco. Puesto que el sostén del trabajo
como pilar sólido de la existencia humana volvió inteligible y hasta deseable al futuro que
nacería de sus redes, abrimos otra interrogación ya en relación con lo que abordaremos en la
última clase: ¿cómo se entrelaza la vivencia de la precarización de laboral, de la falta del
trabajo o incluso la del agobio que produce que se filtre por todos lados, con su proyección
sobre el futuro, en qué medida no la condiciona obstaculizándola?
Actividad
Luego del desarrollo de esta clase les proponemos volver sobre la lectura de la
introducción y el capítulo “A la deriva” del libro La corrosión del carácter. Las consecuencias
personales del trabajo en el nuevo capitalismo, del sociólogo Richard Sennett.
Créditos