Clase 02

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Clase 2: Alrededor del trabajo, derivas de la

subjetividad

Introducción

Las transformaciones que se vienen sucediendo en el mundo del trabajo, es decir, en


relación con esa práctica que tan relevante es en nuestro cotidiano y que tanta influencia
ejerce sobre nuestras conciencias, tienen una importancia mayúscula, imposible de disminuir
o disimular. Por supuesto, no se trata de que el trabajo haya llegado a su final como se declaró,
sino que mutó respecto de lo que había sido. Incluso drástica fue la mutación, dramática
también. A quienes lo tenemos, se nos cuela por rendijas antes inimaginables. Lo sabemos
bien como docentes: dejó de ser una rareza responder consultas de estudiantes los domingos
por la noche, o por el celular desde el tren. Mucho más aún, claro, a partir de la pandemia.
Luego, por supuesto, están quienes con desesperación intentan remediar la falta de trabajo,
su intermitencia y precarización; y unos podemos ser los otros según la temporada. O lo somos
a través de nuestros hijos/as o alumnos/as que, con más o menos entendimiento, cargan con
este peso, ya sea por lo que sus mayores experimentan como por lo que alcanzan a entrever
para su futuro. Con un abanico de grises en el medio, la figura que compone el trabajo es otra
que la que conocieron nuestros padres o abuelos.

En esta clase pretendemos ubicarnos y pensar la intersección entre la situación


contemporánea del trabajo y sus efectos en la conciencia, en las subjetividades o, como
también se ha dicho, en el “carácter”. Y nos permitiremos, porque lo consideramos
imprescindible, tomar perspectiva desde la historia.

El trabajo como condición de lo humano

Ingentes esfuerzos se invirtieron para que el “animal humano” aceptara que el atributo
que lo define como tal, que precisamente lo humaniza, es su inclinación hacia el trabajo,
inclinación en la que se combinarían predisposición y capacidad. Incluyeron esos esfuerzos
renovadas catequizaciones, campañas militares, encierros y disciplinamientos. También
mucho pensamiento, a la par que educación. Todo un arsenal desplegado durante siglos, entre
el XVI y el XIX, o sea, desde el “descubrimiento”–o la invasión– europea de América hasta que
otras “formas de vida”, las de los pueblos precolombinos así como, entre nosotros, las de los
gauchos, fueron arrinconadas, desplazadas, suprimidas. “Formas de vida” en las que sin dudas
el trabajo ocupaba un lugar, pero que no era el principal, que no se llevaba ni doce, ni diez ni
ocho horas del día. Muy lejos de cualquier supuesta naturaleza, sino como resultado de un
forzamiento que se aceleró con las necesidades de mano de obra de la Revolución Industrial.
Al mismo tiempo, los inmigrantes que llegaron a América no fueron, como se pretendió, los
europeos más y mejor adaptados al sistema productivo capitalista; sabemos que se soñó con
ingleses, franceses y alemanes, tanto mejor si eran protestantes. Llegaron más que nada los
que ese sistema productivo, ya sea por su dinámica propiamente económica o por resultantes
políticas, expulsaba. Inmigrantes pobres del sur de Italia o de España, cuando no de Turquía,
Siria o el este europeo. Luego de que resistieran mutuamente con los criollos sobrevivientes
a veces con mucho de indio –cosa que se puede leer en Martín Fierro–, en la experiencia que
los unía del trabajo, que era dura, difícil, llena de asperezas, fueron encontrando un mismo
lenguaje.

Recomendamos la lectura de la obra de teatro de Armando Discépolo,


Babilonia. Una hora entre criados. Es de 1925 y ocurre por entero en una
cocina de una mansión en Buenos Aires, entre “los de abajo” se dice un
par de veces, que han llegado desde distintos puntos de Europa y desde
las provincias. Aún no llegan a constituir un pueblo, pues las diferencias
están muy por delante de una voluntad que se manifieste unida. Pero a
su vez están en tensión con los de “arriba” que también son inmigrantes
que han hecho fortuna y esconden sus orígenes. Las promesas de una
Argentina económicamente pujante siguen vivas aunque empiezan a
chocar con límites muy concretos.
El trabajo en los treinta años gloriosos
Salvo en coyunturas de crisis como la de 1930, trabajo en ese entonces no escaseaba
pero, eso sí, las condiciones en que ocurría lindaban con la superexplotación. Faltaban leyes y
las que ya se habían aprobado pocas veces se cumplían. Se hablaba eventualmente de
“derechos” pero estaban muy lejos de ser reconocidos. Esto fue así hasta que el poder del
número y de la organización llegó a atemorizar a las clases dominantes que, también de
acuerdo con las necesidades de la reproducción del capital, dieron lugar –aquí y allá– a una
transformación sustancial de la relación entre el Estado y los trabajadores. Su resultante fue
el Estado de Bienestar. La condición trabajadora, asumida y hecha carne individual y
colectivamente, le otorgó una nueva identidad a las clases populares y, con ella, una inédita
confianza. Aportamos una pequeña escena que nos llega del libro Doña María del historiador
Daniel James: recuerda María Roldán, trabajadora de Berisso y dirigente del Partido Laborista,
que el 17 de octubre de 1945, mientras una muchedumbre clamaba y esperaba a Perón en la
Plaza de Mayo, mantuvo este diálogo con el presidente Farrell. “’¿Quién es usted, señora?’.
‘Yo soy una mujer que corto carne con una cuchilla así, más grande que yo, del frigorífico
Swift.’ ‘Pero, ¿quién es?’ ‘Me llamo María Roldán.’” A la pregunta por la identidad –la mujer
en cuestión está a punto de dirigirse con sus palabras a la multitud y el general que es Farrell
quiere saber quién protagonizará ese hecho que bordea el escándalo–, responde con una
acción laboral y con el señalamiento de un instrumento de trabajo. Intimidante, se define por
el trabajo y se nota que está repleta de buen orgullo. Solo después vendrá el nombre y el
apellido, lo que indica el documento de identidad, lo “personal”.

Para Eric Hobsbawm los años de plena vigencia del Estado de Bienestar, que van del
final de la Segunda Guerra Mundial –o sea, son coincidentes en nuestras latitudes con la
irrupción del peronismo– hasta mediados de la década del setenta, constituyen la “edad de
oro del capitalismo”. Hay algún viso de ironía en esta caracterización, quizás porque el libro
de Hobsbawm es de 1994, cuando se reveló que esa “edad” fue fugaz, pero el contraste con
lo que la sucedió hace que se mantenga en pie. Se le viene prestando mucha atención a ese
momento para pensar, en contrapunto, el mundo contemporáneo. En uno de los libros
principales al respecto y al que de manera indirecta ya hacíamos referencia, La corrosión del
carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, el sociólogo
Richard Sennett traza la biografía laboral de un hombre al que llama Enrico, que transcurre
durante esos años, los de la estabilidad del “largo plazo”, del trabajo como continuidad y
“carrera”, de una vivencia del tiempo que no se le escapaba de las manos al trabajador. La
coloca en oposición a la de su hijo, Rico, cuya experiencia laboral tiene lugar en los años
ochenta y noventa del siglo pasado.

Les proponemos que lean la introducción del libro La corrosión del


carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo
capitalismo, y su primer capítulo titulado este libro, “A la deriva”, donde
estas dos biografías laborales se entrecruzan. Presten especial atención
a las “consecuencias personales” de un modo y otro de trabajo: ¿Cómo
se definen/caracterizan la subjetividad en cada caso? ¿Es posible
reconocer rasgos de estos modelos en nuestras propias biografías
laborales "o en las biografías laborales de nuestros parientes mayores"?

Casi al mismo tiempo, porque La corrosión del carácter es de 1998 y Modernidad


Líquida de 2000, el también sociólogo Zygmunt Bauman, en el capítulo “Trabajo” de ese libro,
entiende a la coyuntura que duró tres décadas –del ‘45 al ‘75– como el punto más alto de la
“modernidad sólida” o del “capitalismo pesado”, en tanto sellaba “el compromiso mutuo”
entre los trabajadores pero, sobre todo, entre el capital y el trabajo. Saben que se necesitan y
por eso negocian y llegan a acuerdos, surcando y superando los conflictos. Vale añadir que fue
el momento de mayor vigencia y potencia de las escuelas técnicas. Ambos textos desarrollan
esta perspectiva desde un mundo que ya es muy parecido al nuestro, aunque queda para
evaluar cuánto las desigualdades globales ponen en entredicho que hayamos compartido por
igual y por entero, desde aquí en la Argentina y en nuestra América, ese mundo que por
momentos añoran y parece un paraíso del que se ha caído. La mirada de Sennett, y a veces la
nuestra también, está transida de melancolía por lo que se perdió, sobre todo cuando nos
situamos frente al ya no tan nuevo paisaje laboral y social. En un libro de 2006 –La cultura del
nuevo capitalismo–, Sennett describe sucintamente, con una imagen, la escena
contemporánea afectada por la mutación del trabajo: “La fragmentación de las grandes
instituciones ha dejado en estado fragmentario la vida de mucha gente: los lugares en los que
trabajan se asemejan más a estaciones de ferrocarril que a pueblos, la vida familiar ha
quedado perturbada por la exigencias del trabajo, y la migración se ha convertido en el ícono
de la era global, con más movimiento que asentamiento.” A lo que nosotros podríamos sumar
la obsesión por reciclar las viejas estaciones de tren; o los pueblos que con menguante
actividad productiva se vuelven fantasmas. Concluye este sociólogo que “si uno tiene
disposición a la nostalgia –¿y qué espíritu sensible no la tiene?–, solo encontrará en esta
situación una razón más para lamentarse.” Se entiende esta mirada desde nuestra relación
actual con el trabajo –fragmentaria, a corto plazo, inestable, precaria, etc.–, incluso porque es
válida desde nuestra experiencia argentina y latinoamericana.

Invitamos a ver el docudrama de 1949/50 Recuerdos de una obrera. La


historiadora Clara Kryger, en su libro Cine y propaganda, publicado en 2022,
llama la atención sobre este, al que reconoce como docudrama por la mezcla
de escenas documentales con otras de ficción que componen una narración.
Durante mucho tiempo estuvo postergado, recién en 2021 el Archivo General
de la Nación lo puso en circulación. No se sabe con precisión el año de
grabación y tampoco quién fue su director. Por otra parte, es muy inusual
para ese entonces, y no solo para nuestro país, que el relato sea el de una
mujer obrera, precedida por una voz en off que parece expresar el marco que
le proporciona el Estado.

Triunfo y crisis del capitalismo


Al calor de los derechos y las protecciones sociales que como nunca antes rigieron
durante los años de vigencia del Estado de Bienestar, a la par de la participación cada vez más
importante de los trabajadores en el PBI de las economías nacionales, se supuso que se estaba
cerca de encontrar la solución definitiva para que nunca más el trabajo se viviera, o más
sencillamente fuera, una pesadilla; para que se convirtiera en un aliado seguro de la
humanidad redimida. Había señales que tornaban verosímil la suposición que hoy
calificaríamos de utópica, pues se acarició esa ocasión liberadora de la alienación y de la
explotación. “La definición del hombre como un ser que trabaja debe cambiarse por la del
hombre como un ser que desea”, escribía el poeta mexicano Octavio Paz, en un ensayo vecino
a las insurrecciones estudiantiles y populares del año 1968, que se dispararon en cantidad de
ciudades del mundo, y que en la Argentina se continuaron en 1969 con una marca
fuertemente obrera cuyo pico fue Cordobazo. Resuelto el trabajo, garantizado como una
realidad inalienable y bajo control de las leyes y los derechos, era hora de darle lugar al deseo,
palabra que irrumpe con fuerza en esa coyuntura. El deseo corría parejo con la libertad, con
una vida más plena e intensa, a la vez que buscaba derretir los barrotes de la “jaula de hierro”,
reducir la cantidad de horas frente a la máquina, ganar tiempo para una vida que también le
abriera paso al ocio creativo. Ahora bien, pisando esa coyuntura y aplastando ese horizonte
tan prometedor, la experiencia del trabajo empezó a resquebrajarse. Al ritmo de la crisis
económica de mediados de los años setenta, disparada por el aumento del precio del petróleo
y que suele entenderse como síntoma del agotamiento del régimen de producción fordista, el
de la “era del compromiso mutuo”, cundieron los despidos y el redisciplinamiento.
Subrayemos que esto fue prácticamente coincidente en nuestra historia con el golpe militar
de 1976 que pretendió clausurar toda una época. Incluso que la dictadura de Pinochet que se
inicia en Chile con el golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende se la cataloga en
las ciencias sociales como el experimento de vanguardia en la redefinición de las relaciones
laborale

Sugerimos el visionado de la película Mundo grúa


(1999), ópera prima del director argentino Pablo
Trapero. En un registro que se acerca al documental,
acompañamos al protagonista en un desencantador
periplo en busca de una oportunidad laboral como
operario de una máquina que no alcanza a dominar.
En palabras de Trapero: “La película se llama Mundo grúa porque, más allá del
hecho concreto de que el protagonista maneja una grúa, el título suena a
cuelgue, y el Rulo está como medio colgado en el mundo.”
Les proponemos detenerse en las transformaciones del mundo del trabajo que
se retratan en este film y ponerlos en relación con las condiciones que se
promueven en el docudrama “Recuerdos de una obrera”: ¿es posible trazar
similitudes y diferencias entre ambas obras con el momento actual?

Echemos otra luz: Hannah Arendt en La condición humana advertía sobre “el
advenimiento de la automatización, que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas
y liberará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y la servidumbre a
la necesidad.” Corría el año 1958 y la introducción del libro está dedicada a sopesar los
significados que bullían en el hecho descomunal de los primeros satélites lanzados al espacio.
Ambas cuestiones aún parecían presagiar la realización de la “utopía”, pues al romper
ataduras señalaban la posibilidad de una emancipación sin límites. Arendt, sin embargo, veía
a las dos cosas con otros ojos. “Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de
trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada
podría ser peor.” Lo que siguió a la crisis de mediados de los setenta fue una nueva inyección
de capital y tecnología en el proceso productivo que permitió ahorrar en mano de obra y, de
paso, desarticular lo que los trabajadores habían aprendido desde que se los había emplazado
en esa posición. A moverse por la topera, diríamos con Deleuze y su Posdata sobre las
sociedades de control - una de nuestras primeras lecturas en estas clases-, a no dejarse
atenazar por el trabajo y los espacios de encierro. Una posición, la trabajadora, fue
desplazada, herida por las transformaciones en el proceso productivo y en la legislación. La
aparición masiva y sostenida, ya no momentánea, de trabajadores altamente precarizados o
desocupados, puso otro elemento fundamental del paisaje social transformado.

Informática, robotización y “disminución de costos”. La desesperación cundió y hubo


cantidad de luchas con ánimo de resistencia que las más de las veces fueron doblegadas. Los
mineros ingleses, por ejemplo, quisieron impedir a mediados de los años ochenta que cerraran
las minas, sus fuentes de trabajo. Del otro lado tenían a Margaret Thatcher, la “dama de
Hierro”, que era muy bien conocida en nuestro país. “Se refería a los mineros como el
‘enemigo interno’, con el mismo lenguaje con que había hablado poco antes del enemigo
exterior durante la guerra de las Malvinas.” (Historia mínima del neoliberalismo, Fernando
Escalante Gonzalbo) Con mucha menos repercusión, en Bolivia ocurrió algo muy similar en
1986, cuando cerró la COMIBOL –el ente que administraba las minas del Estado, creado en
1952– y, por lo tanto, perdió articulación el proletariado minero, principal protagonista de la
historia popular de ese país en el siglo XX. Quien luego sería vicepresidente de ese país
hermano, nos referimos a Álvaro García Linera, ha escrito sobre esa dramática situación y
propone que esa experiencia de trabajo fue lo más moderno que conoció Bolivia y proveyó de
una identidad colectiva poderosísima a quienes se hundían en los socavones. El mandato de
la época señaló que había que aceptar la “flexibilización”, palabra que se puso tan de moda
como, más cerca en el tiempo, el elogio del “emprendedurismo”. Quizás suene a
simplificación, pero ambas expresiones parecen animadas tácitamente por el “sálvese quien
pueda y cómo pueda”. Fue así que arremetieron las acusaciones de una parte de la sociedad
–la que tiene trabajo y está integrada a través del consumo, pero a veces también la que
apenas conoce el trabajo informal y mal remunerado–, sobre la otra, achacándole indolencia,
cuando no vagancia.

Lo cierto es que ni en América Latina, ni tampoco en Europa y los Estados Unidos, hay
trabajo tal como se lo había conocido, para el conjunto de la población. Pero tampoco del
nuevo: aun si dejáramos de lado todos los cuestionamientos que nos merece la precarización
que suele imperar en los servicios de delivery, aun si decidiéramos amigarnos con lo que
producen los youtubers, es evidente que ni una ni otra alternativa –tampoco las dos juntas–
se acercan siquiera a solucionar este enorme problema. Hoy vivimos en relación con el trabajo
una ya conocida zozobra y en parte –sólo en parte– nos acostumbramos a tratar
cotidianamente con ella. Se suponía que era pisar sobre seguro, porque incluso el capitalismo
iba a precisar del pleno empleo, también porque nos habíamos convencido de que el trabajo
le daba forma y estatuto a nuestra personalidad. Desde hace un tiempo que es arena
movediza. En diálogo con la clase anterior, digamos que el mundo contemporáneo encuentra
uno de sus perfiles en relación con este fin, el del trabajo “sólido” o entendido como
compromiso asumido y con garantías de una vez y para siempre. Al mismo tiempo, de este
lado del umbral, percibimos que el trabajo subsiste pero escasea y deja a muchas y muchos
afuera; está omnipresente o aparece y se va. Si incluimos el deterioro de los salarios,
fenómeno que sólo se interrumpió luego de la crisis de comienzos de siglo XXI, la del 2001, el
cuadro se hace aún más inquietante. Siempre en riesgo, constituye una de las más relevantes
incertidumbres que acechan. Por lo tanto, “la edad de oro del capitalismo” –o los “treinta
gloriosos años– y el Estado de Bienestar se vuelven quizás más presente que nunca, porque
se han ausentado. Nuestra época ronda este vacío.

Nos preguntamos por las figuras que suceden al trabajador en la centralidad que supo
ocupar en el escenario social. Como habrán podido ver, en el análisis comparativo de Sennett
el hijo de Enrico, un abnegado trabajador sindicalizado, asciende socialmente, gracias a los
beneficios y esfuerzos de sus padres estudia en la universidad y pasa a codearse con las clases
acomodadas. Pero, así y todo, la insatisfacción con la nueva situación está a la orden del día.
Cambia de trabajo –de casa y de ciudad en la que vive– muy frecuentemente, apenas tiene
tiempo para estar con sus hijos que prácticamente no cuentan con su presencia. Pero el
motivo principal de padecimiento parece ser que no puede hacer de su experiencia una fuente
de legitimidad ante ellos, nada puede emanar como sabiduría aprendida que se transmite de
generación en generación porque lo único constante ha sido el cambio, el no haber echado
raíces, un compromiso siempre leve con cada empresa en la que trabajó. Ni siquiera la traición
es la figura que cataloga su comportamiento, es algo menor. Bauman alude a esta situación
ironizando con la imagen de lo que era el vínculo amoroso que llegaba a definirse por siempre,
mientras que el mundo contemporáneo ante todo conoce relaciones que se asumen desde
sus inicios como momentáneas. Sin exacerbación de celos, sin dramas amorosos.
Mencionamos el planteo de Sennett porque es muy útil, pero en la Argentina el
trastocamiento último en el mundo laboral no produjo ascenso social, más bien todo lo
contrario. Es decir, el malestar o incluso el dolor de Rico existe pero no ya con el aliciente de
un vida más holgada y confortable económicamente, sino al revés. Por lo menos no es esta la
resultante principal.

Volviendo ahora sí a la pregunta, en primer lugar deberíamos decir que la relación con
el trabajo se ha vuelto tan variada y fragmentada que estalló la relativa homogeneidad que
brindaba esa experiencia fundamentalmente para las clases populares. El sociólogo Juan
Villarreal propone, con muchos cuadros y números, que la sociedad argentina previa a la
dictadura que se inicia en 1976 era una sociedad “altamente homogénea por abajo” y
“altamente heterogénea por arriba”. La condición primera estaba dada por la relevancia de la
clase trabajadora industrial, cosa que diferenciaba su estructura económica y social de los
restantes países de América Latina. El exitoso proceso de sustitución de importaciones, así
como los distintos apuntalamientos a políticas de carácter desarrollista, le habían dado esta
presencia a la clase obrera industrial, lo que permite entender el peso histórico de gremios
como la UOM –de trabajadores metalúrgicos– o de SMATA –de trabajadores mecánicos de
empresas automotoras–, que a la vez forjaron la identidad del primer peronismo. La política
de “desindustrialización” de la dictadura y la primacía que adquirió el capital financiero no
perseguía tan solo ni principalmente objetivos económicos, sino que tenía el propósito de
incidir transformando, astillando esa “homogeneidad por abajo”. Al mismo tiempo, logró un
nivel de unidad “por arriba”, de entrecruzamiento y fusión de intereses, inédito. El escrito de
Juan Villarreal titulado “Los hilos sociales del poder” es de 1985, cuando apenas se percibía la
magnitud de esta transformación. Destacada de la nueva heterogeneidad propiciada con éxito
por la dictadura a los “cuentapropistas”, una fractura en la experiencia trabajadora, un
repliegue sobre lo individual.

Consumo y endeudamiento

Con ánimo de acercarnos a un modelo, o de continuar con él, se podría argüir que una
de esas figuras quizás central, que sucede o eclipsa a la del trabajador, es la del consumidor.
Sin dudas es necesario el modelo, reviste utilidad ejercitar con él ya que ayuda a cartografiar
y le da algo de legibilidad a lo que está presente, ahora, de este lado de la línea de
transformaciones que, además, no se detienen. De este lado del umbral, como si se tratara de
lo que llegó para quedarse al menos por un rato. Apelamos nuevamente a Zygmunt Bauman:
algunas ideas planteadas al respecto en Modernidad líquida, un par de años antes las había
plasmado en Trabajo, consumismo y nuevos pobres, en especial en el capítulo que lleva por
título “De la ética del trabajo a la estética del consumo”. La nueva época, el nuevo pliegue del
capitalismo, ya no habilita ni celebra al trabajador que encarna esa ética que Max Weber
célebremente ligó con el protestantismo, ética que postergaba el instante placentero del
consumo, la momentánea satisfacción, en pos del ahorro y del progreso, que aceptaba la
dedicación continúa a una misma labor, que incluso valoraba la rutina con sus saberes y
disciplinas. La consumación de la actividad laboral pasó a ser la práctica del consumo que,
expandida, se constituye como una experiencia estética en puro presente.

En sintonía con este planteo, el también sociólogo y politólogo chileno Tomás Moulián
deja en claro que en el Chile que nace de la larga dictadura de Pinochet –brutal corte en su
historia que no duda en catalogar como una revolución tan regresiva como modernizadora–
el desplazamiento en cuestión, del trabajo al consumo, acentúa cuál es la práctica que, en un
presente gris, sin un horizonte abierto de expectativas, permite alcanzar algún grado de
satisfacción e identidad. El libro se llama Chile actual: anatomía de un mito, es de 1997 y de
inmediato después del levantamiento de octubre de 2019 fue subrayado como uno de los
libros críticos fundamentales respecto de la dictadura así como de los gobiernos
postdictatoriales que, Constitución de 1980 mediante, la sucedieron. La derrota política de los
trabajadores con el golpe del ’73 que derriba al gobierno socialista de Allende, seguida de la
transformación del mundo laboral vía flexibilización y altas tasas de desempleo, implicó la
fragmentación y la dispersión de los procesos productivos, cosa que supuso la reducción
drástica del poder de los sindicatos. El conjunto de este proceso hace disminuir sensiblemente
la posibilidad de que alrededor de la experiencia del trabajo se construya, para decirlo de
nuevo con Sennett, carácter. O que la subjetividad salga vigorosa de ese trance.

Moulián sostiene que el mecanismo fundamental que permite el encumbramiento del


consumo –en tanto consumismo– es la deuda. En un trabajo apenas posterior, El consumo me
consume, define al consumismo como una práctica que es tal porque excede al mecanismo de
retribución salarial clásico, que obliga al endeudamiento. Los consumos que con anterioridad
estaban garantizados por pautas salariales que el Estado fijaba y legislaba –incluso tomando
partido a la hora de establecerlas–, en la nueva circunstancia conllevan al endeudamiento.
Con los ojos de hoy, eran consumos básicos, sencillos, previos a la explosión que los ha
expandido y diversificado y que los hace ocupar, como se suele decir, las 24 horas de todos
los días. Pero en el caso chileno, la magnitud que adquirió la readecuación del Estado a las
coordenadas del neoliberalismo condujo, por ejemplo, a un proceso violento de privatización
de la educación, que brinda ese “servicio” solo a aquellos que pueden pagarlo, lo que
constituyó una de las razones centrales del endeudamiento de la población. A la par, se
multiplicaron las ofertas de tarjetas de crédito, tarjetas de consumo en grandes tiendas y
préstamos de todo tipo. Para Moulián se trata del surgimiento del ciudadano credit card.
“Paraíso del consumidor” es el título del capítulo que en especial nos interesa. El shopping es
el nuevo templo que, además, fortalece la ficción de la igualdad que se practica en el “paseo
de compras”. Y ante la ausencia de otras gratificaciones, de otros “cielos”, es incuestionable
que convenza el que ofrece el consumo. Si el trabajo ya no promete ni deja atisbar ningún
paraíso, el consumo toma la posta e incluso lo realiza a través de gratificaciones que,
inevitablemente, tienen una duración acotada. El caso chileno se lleva así muy bien con la
propuesta de Deleuze, el “hombre encerrado” reemplazado por el “hombre endeudado”. O
conviviendo. Exitoso como pocos países en América Latina en la aplicación del neoliberalismo,
se aleja Chile de la fórmula de tanta riqueza del escrito de Deleuze, que advierte que la
pobreza reinante en buena parte del mundo impide el funcionamiento de la deuda y del
control. No obstante, quizás sea su posición latinoamericana lo que permite que Moulian
subraye notablemente que el gran problema es el de la desafiliación social. Se pregunta cómo
sigue habiendo sociedad cuando el Estado abandona a manos del mercado la regulación de la
vida; y la respuesta es a través de la deuda y del consumo. Es decir, más injusta pero es una
sociedad.

En lo que hace a la cuestión de la identidad, citamos el escrito de Maristella Svampa


que forma parte de la bibliografía no obligatoria –“Identidades astilladas”-, que nace de una
investigación de campo realizada en la segunda mitad de la década de los noventa y que
plantea la situación de distintas generaciones de obreros que trabajan en una fábrica
metalúrgica. Deja ver de qué manera la generación más joven de trabajadores, aunque
comparta las condiciones de vida y explotación con sus mayores, construye su identidad
mucho más en relación con la música que con la experiencia laboral. La música, además –o
superponiendo significados-, es el heavy metal, el rock pesado. Esto no quiere decir que no
activen gremialmente, que no reclamen, que no se sumen a la lucha, pero lo hacen de una
manera distinta, más episódica y discontinua, con distancia desconfiada del sindicato así como
del texto político de mayor aliento. En estallidos. Se podría decir, en este caso, que el
“consumo cultural” –el de la música heavy- es el alimento de una identidad. Pero por todo lo
que confluye en la situación de los trabajadores de las generaciones más jóvenes, este estudio
de Svampa logra, cosa que habla muy bien de él, producir cierta insatisfacción ante lo que
nombraríamos tan solo como consumo. Se impone entonces la impresión de que el nombre
“consumidor” es demasiado limitado, demasiado vago y generalizador, para definir o al menos
rozar el sentido de vidas que, también es cierto, ya no se miran a sí mismas como fundamental
ni únicamente trabajadoras. Con el nombre trabajador era mucho lo que quedaba abarcado,
incluso una proyección política que, sin ser lineal, enfilaba hacia un cuadrante. Un hombre o
una mujer se podían definir, presentar a sí mismos como trabajadores. En su reverso, no
podría pasar lo mismo con el nombre “consumidor”. Hay un malestar en el nombre que se
revela insuficiente. No obstante, y entendemos que esto es fundamental, no hay comparación
posible entre lo que produce por un lado el trabajo como identidad y por otro el consumo.
Imposible que de esta nueva práctica tan visibilizada y celebrada surja una figura que entre
otras cosas pueda proponer una forma de vida superadora para el conjunto social.

Nuevos pobres

La otra figura que sintética y también modélicamente tendríamos que mencionar es la


del pobre. Está a punto de despuntar esta palabra en algunos de los textos que más nos
interesan sobre el tema al que nos venimos abocando, pero notablemente se lo prefiere
evitar. Imposible no ver una decisión teórica y política al respecto. Antes de explicitar el
propósito de esta decisión, digamos que, así como en el análisis de Moulián, muy atento a
Chile, el acento está puesto en la deuda y en el consumo, en un análisis como el de Denis
Merklen en Pobres ciudadanos (2006), atenido a lo ocurrido en la Argentina, con la
descomposición de la sociedad salarial en los años noventa y la retirada del Estado incluso de
la ayuda social, se destaca que lo que se produjo fue un “proceso de empobrecimiento y de
desafiliación masivo”. La destrucción de buena parte del aparato productivo y la redisposición
de otra parte vía automatización, produjo desocupación en masa, es decir, el trabajador pasó
a ser un desocupado, y sólo para sectores de la clase media funcionó el endeudamiento que
la hizo engrosar las filas del consumismo. Ante semejante abandono y desestructuración, el
repliegue a las formas que ofrecía el barrio fue una de las estrategias de supervivencia de las
clases populares. Y a partir de 1996 desde esa posición se inició un proceso de movilización
social que añadía una nueva táctica al repertorio de luchas de las clases populares, el piquete.
Esto llevó al punto más alto en los años que rodearon bien de cerca al 2001. Se trató, al decir
de Merklen, de demandas por trabajo que, se sabía, se encauzaban alrededor de la ayuda
social. Se sabía porque la generación de trabajo asalariado, si es que tal cosa puede ocurrir,
no es algo que se invente por un par de medidas. Y las condiciones de abandono, pobreza y
precarización precisaban de respuestas inmediatas. Sin dudas esto era nuevo, en su magnitud,
pero había situaciones en nuestro pasado que permitían trazar que nuestra historia nunca
había estado libre de la intemperie; o protegida por completo de ella. Pensemos, sino, en lo
que quedó expresado en la serie de Juanito Laguna, creada por el artista plástico Antonio Berni
entre finales de los años cincuenta y comienzo de los sesenta, para tener una pregnante
presencia en nuestra imaginación cultural. O sea: la figura del pibe pobre, desasistido, que se
inscribió más potentemente en nuestra sensibilidad, procede de los “treinta años gloriosos”,
del momento de vigencia del Estado de Bienestar.

Ahora sí, el malestar con este otro nombre, con la palabra “pobre”. Un capítulo de su
libro Merklen lo titula “Una alquimia al revés o cómo convertir trabajadores en pobres”,
porque dejar de nombrar trabajadores –o trabajadores desocupados como decidieron hacerlo
los movimientos que los nuclearon sobre todo entre fines de los noventa y principios de los
2000, los MTD– fue una potentísima operación de sentido, de política de la más vasta. La
primera vez que salta a las grandes estadísticas es en 1980 cuando el INDEC construye un
“Mapa de la pobreza”. Así, mientas el terrorismo de Estado se había ensañado con la clase
trabajadora y obstaculizaba la agremiación y el funcionamiento de los sindicatos, la “pobreza”
-como un fenómeno casi natural, neutro, un mal que sucedió-, pasa a estar en el listado de los
temas que se quieren atender en busca de una solución. Esto, dice Merklen, muy en relación
con los organismos internacionales que también en esa coyuntura de contundente
reformulación del capitalismo, colocan a la pobreza entre sus prioridades a combatir. De
repente, los trabajadores –en vías de una mayor precarización, flexibilización, sino del
desempleo– son compelidos a “descubrirse” como pobres. Que es casi lo mismo que hacerlos
declinar de su condición de sujetos. De este modo, en 2000, el Banco Mundial enunciaba que
“nuestro sueño es un mundo libre de pobreza”.

Las clases populares, desasistidas, al borde de la desafiliación social, pasan a


comportarse con las tácticas del “cazador”: esta es otra hipótesis de Denise Merklen. Mientras
que el trabajador es sedentario, una y otra vez recorre el mismo surco; carente de trabajo, el
desocupado o precarizado está al acecho, a la caza de oportunidades. La coyuntura del 2001
puso de relieve una situación en la que la supervivencia, de una o de otra forma, obligaba a
trabajar con restos, con sobras, que no son sólo materiales sino también simbólicas,
ideológicas y políticas. Cosa que aún hoy nos define.

Sueño y reparación

Como ciertos motores de nafta, el operario


se alimenta de sopa, una porción de papas
hervidas, un sangúche de milanesa y dos
frutas que pueden ser naranjas o manzanas.
Todo esto sobre una bandeja de telgopor
envuelto en nylon. Además un vaso plástico
y una serie de jarras con jugo o agua
en forma regular dispersas sobre la mesa.
Si bien el menú no se repite en forma exacta
día a día, semana a semana, mes a mes,
ciertas vitaminas dominan la composición.
El paladar de cada uno de los comensales
se adapta a un sistema de sabores y pesos
que varía según el grado de importancia
de la empresa y la calidad de la licitación.
Quienes se dedican a proveer las raciones
saben sin duda que no conviene generar
somnolencia (usualmente modorra o fiaca),
aunque es posible que un sueño limitado
de entre veinte o treinta minutos, la cabeza
caída sobre el respaldar, sueltos los brazos
a ambos lados de la silla, permita renovar
las fuerzas del cuerpo con un plus de eficacia.
Con una pala en la mano a punto de ser
hundida en el montón de tierra, el operario
se asemeja desde muy lejos a la máquina
que hace lo mismo aunque con rapidez
mayor y en mayor cantidad. El sol, la lluvia
y la acción constante también debilitan
el artefacto e imprimen marcas notables
no sólo en la carrocería sino en el sistema
de transmisión y aún en el motor mismo;
su siempre inminente vejez, sin embargo,
se mide menos por progresivas deficiencias
que por la aparición de un nuevo modelo
de funcionalidad más amplia y costo más bajo.

Sergio Raimondi, Poesía Civil. 2001

Cierre

Todas estas transformaciones no pueden sino repercutir en las escuelas y en cada una
de las aulas, donde la tarea es la transmisión de la cultura, es la educación, pero donde se
expresa invariablemente la sociedad y sus crisis. Aunque nuestro trabajo, en su sentido
estrictamente social y económico, siga siendo similar al de maestras y maestros en las décadas
de los sesenta o setenta, la biografía laboral previa de cada una y uno de nosotros, incluso por
nuestras situaciones familiares, ya es muy otra. Por supuesto, en lo que hace a nuestros chicos
y chicas, a sus padres o a los adultos que los cuidan, sus conciencias –subjetividades o
caracteres– mucho le deben a esta mutación mayúscula en el mundo del trabajo. De modo
que los educadores nos encontramos ante la extrañeza de por un lado reconocernos, con
guardapolvo blanco, con rituales y muchas veces también en los mismos edificios, que colegas
que ejercieron esta profesión hace 60 ó 70 años, cuando el mundo era otro. Y, al mismo
tiempo, nos sabemos rodeados por circunstancias que nada saben de seguridad, de
estabilidad, de largo plazo. Nuestra propia subjetividad está situada en este tembladeral. Ya
lo decíamos pero ahora le damos tono de pregunta: ¿de qué manera influye en quienes día a
día nos ven y escuchan en el aula, cuando hacemos todo por transmitirles conocimientos y
cultura, la realidad y el drama del trabajo? ¿En cuánto estas circunstancias los determina
acrecentando el desafío que implica la educación? La pregunta apunta a mensurar, porque no
hay duda que, aunque no lo perciban plenamente -cosa que también nos pasa a nosotros
sumergidos en la vorágine cotidiana-, los influye y no poco. Puesto que el sostén del trabajo
como pilar sólido de la existencia humana volvió inteligible y hasta deseable al futuro que
nacería de sus redes, abrimos otra interrogación ya en relación con lo que abordaremos en la
última clase: ¿cómo se entrelaza la vivencia de la precarización de laboral, de la falta del
trabajo o incluso la del agobio que produce que se filtre por todos lados, con su proyección
sobre el futuro, en qué medida no la condiciona obstaculizándola?

Actividad
Luego del desarrollo de esta clase les proponemos volver sobre la lectura de la
introducción y el capítulo “A la deriva” del libro La corrosión del carácter. Las consecuencias
personales del trabajo en el nuevo capitalismo, del sociólogo Richard Sennett.

El foro “Biografías laborales” propone un intercambio al estilo de un juego de postas


en el que cada publicación se entrelazará con la de otro/a colega. Para comenzar su tutor/a
compartirá una cita del texto de Sennett. Quien intervenga a continuación deberá retomar
esa cita y hacer un comentario reflexionando a propósito de lo que allí se plantea. Al final de
su publicación deberá incorporar a su vez otra cita del texto que será el puntapié de la
reflexión para quien tome la posta.

La idea es hacer avanzar la reflexión de modo colectivo proponiendo, a partir de


nuestra experiencia, matices e interrogantes al planteo de Sennett: qué reconocemos como
transformaciones en el mundo del trabajo hoy y cómo irradian sobre la escena educativa.
En el recorrido de la clase encontrarán materiales (películas, poemas, cortos) y reflexiones de
otros autores que pueden nutrir el ejercicio.

Para tener en cuenta:

● en su intervención, mencionen el nombre de la persona cuya publicación


están comentando
● identifiquen con claridad las citas entre comillas.

Material de lectura obligatorio


Sennett, R. (2000) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo bajo el
nuevo capitalismo. (Introducción y “A la deriva”) Barcelona: Anagrama. Disponible en
https://ruanorevuelta.files.wordpress.com/2016/11/sennet-r-la-corrosiocc81n-del-
caracc81cter.pdf Fecha de consulta: 20 de septiembre de 2022.
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Deleuze, G. (1990). “Posdata a la sociedad de control”. Disponible en
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2242769 Fecha de consulta: 20 de
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Escalante Gonzalbo, F. (2015) Historia mínima del neoliberalismo. México: El Colegio
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Merklen, D. (2006) Pobres ciudadanos Las clases populares en la era democrática.
(Argentina 1983-2003). Buenos Aires: Ed. Gorla.
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Santiago: LOM/Arcis
Paz, O. (1968). “Crítica de la pirámide” en El laberinto de la soledad, Madrid: Cátedra.
Raimondi, Sergio. (2001). Poesía civil, Bahía Blanca: Vox
Recuerdos de una obrera. Cortometraje de ficción política producida por el Servicio
Internacional Cinematográfico Argentino a comienzos de la década de 1950. Archivo
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https://www.youtube.com/watch?v=OiHcgdRrP_Q Fecha de consulta 20 de
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Svampa, M. (2009) Identidades astilladas: De la patria metalúrgica al heavy metal”
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Sennett, R. (2000) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo
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Política económica y cambio social 1976-1983. Jozami, E; Paz, P; Villarreal, J. Buenos
Aires: Siglo XXI.

Créditos

Autor: Javier Trímboli


Cómo citar este texto:
Trímboli, Javier (2022). Clase Nro.2: Alrededor del trabajo, derivas de la subjetividad. El mundo
contemporáneo y sus transformaciones: sociedad, escuelas y estudiantes. Buenos Aires: Ministerio de
Educación de la Nación.

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