El Último Fauno

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El último fauno

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Clemente Palma



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Todo lo había invadido la religión cristiana
desde hacía mucho tiempo. Los dioses del
Olimpo habían renunciado honrosamente a la
inmortalidad en la Tierra. El orgulloso Júpiter
¿para qué había de vivir si no había de reinar?
Y lo mismo Venus, Saturno, Diana y Marte.
Toda la excelsa raza abandonó la Tierra; unos
dioses se embarcaron en el navío de Argos y
fueron a cruzar los negros mares del abismo;
otros fueron a llorar su destierro, sentados en
el carro de la Osa, recorriendo el amplio
camino de la Vía Láctea; y no pocos ocuparon
un sitio en la barca de Carón, el viejo bogador
de la Estigia.
Los sátiros, envejecidos y degenerados, en
vano trataron de sostenerse en las umbrías de
los bosques; la nueva mitología triunfaba en
todo el orbe; los pobrecillos eran arrojados
hacia el Bóreas por la invasión. Algunos, en un
arranque de altivez, se ahorcaron en las
encinas de un monasterio. Otros quisieron
capitular, y se pusieron al habla con San
Antonio; le enviaron un mensajero que dijo al
santo: «Yo soy un mortal como tú y uno de los
habitadores de los bosques que los paganos



adoran bajo el nombre de faunos, sátiros e
íncubos. Vengo en este momento a ti, enviado
por mis semejantes, para suplicarte que
intercedas por nosotros al Dios común». Nada.
Fue en vano este intento de conciliación, que
enterneció a San Antonio «hasta hacerle
derramar lágrimas». En la nueva religión eran
detestados, y las cándidas vírgenes del
cristianismo los rechazaron. ¿Cómo admitir a
esos lúbricos profanadores de la virginidad, a
esos verdugos de la castidad, a esos silvestres y
brutales apologistas de las glorias rojas del
Falo? Los pobres faunos, empujados por la
repugnancia del nuevo espiritualismo, fueron
subiendo hasta el polo y allí murieron
ahogados entre los témpanos, devorados por
los osos blancos, y no pocos asesinados por los
runoyas, que no podían ver, dada su sangre fría
de anfibios, las pícaras costumbres y
desenfrenos de esos hijos del Sur.
Las ninfas de Diana encontraron refugio en las
poéticas selvas de la Germania y cambiaron de
nombre. ¿No conocéis a Loreley, no conocéis a
las hadas? Pues son ellas…



Las ondinas, sirenas y nereidas se ocultaron en
sus palacios de nácar y perlas. De vez en
cuando, alguna ondina se asoma a una ventana
y mira hacia arriba, creyendo ver a través de
las aguas glaucas la quilla del barco de Ulises…
Y cómo se trueca en iracunda la curiosa mirada
al ver la hélice rugiente de un steamer, y,
asomando por las bordas, la cara placentera de
una lady o la faz rojiza de un contramaestre
fumando en pipa…
De esa gran catástrofe, que convirtió el Olimpo
en una montaña solitaria, quedó un faunillo
que contaba dieciséis años, quien, por razones
que no es del caso referir, no pudo seguir la
vertiginosa carrera de los dioses y se vio
obligado a quedarse en la tierra, en medio de
los intrusos. A medida que el tiempo pasaba,
crecía su odio hacia aquellos invasores que le
dejaron huérfano, que sacrificaron su juventud
anhelosa de amores, condenándole al
aislamiento, a la vida oculta y a las fugas
precipitadas. Las pastoras huían de él
haciéndose cruces; los guardadores de ganado
le perseguían, como se persigue al lobo,
agitando los cayados y tirándole piedras. El



faunillo recordaba aquellas alegres cacerías de
ninfas y de pastoras, aquellas gloriosas fiestas
de Baco, aquellas saturnales, en las que en loca
ronda, danzaban en torno de la estatua de
Sileno. ¡Qué hermosos tiempos aquéllos!
Nocherniego y solitario, cruzaba las campiñas,
atravesaba desiertos, ascendía montañas y
vadeaba ríos buscando a sus hermanos, que
habían desaparecido para siempre. Y los siglos
corrían…
En su peregrinación veía a veces cruzar por las
ventanas de algún castillo feudal a las
hermosas castellanas, y una fulguración de
cólera y deseo brotaba de sus ojos. Otras
noches se había detenido por un rato para
contemplar desde una colina las siluetas
vaporosas de las monjas de algún convento
gótico, proyectadas por la luz sacra del coro.
Más de una vez, alguna pastora desvelada
había visto asomarse por la ventana de su
cabaña una cara hermosamente diabólica en la
que brillaban unos ojos encandilados. —¡El
lobo!— había exclamado, ocultándose entre
las sábanas. No, no era el lobo, era el pobre
fauno errante, el expulsado de la nueva



civilización, que acechaba el sueño de las
mujeres jóvenes y bellas. Al día siguiente los
gañanes, armados de picos y horquillas, salían
a perseguir al imaginario lobo. En muchas
ocasiones estuvo el faunillo a punto de perecer
entre los dientes de una jauría o de caer
atravesado por el venablo de algún caballerete
entregado a los placeres cinegéticos, que le
había tomado por un venado o jabalí. Sólo la
rapidez de su carrera pudo salvarle.
Así, en esta vida aventurera y nocturna,
comiendo dátiles en los desiertos y bellotas en
los bosques, bebiendo la leche de las cabras
montaraces y el agua de los arroyos, cruzando
sierras, bosques y llanuras, costeando las
ciudades, pasando a nuevos continentes,
huyendo de los hombres y persiguiendo a las
mozas incautas que tenían la imprudencia de
salir de noche (él fue el padre de esa
generación de íncubos que alarmaba a los
teólogos de la Edad Media), vio transcurrir
cerca de treinta siglos.
Por fin, una tarde llegó a la orilla del mar y vio
frente a la costa un islote. De pronto tuvo una
agradable sorpresa: vio en él formas humanas


que le recordaron las antiguas fábulas y hasta
creyó oír el inolvidable ¡Evohé! de
Anacreonte… Se arrojó al mar y fue nadando,
como cuando cruzaba los lagos de la Arcadia.
Efectivamente, debajo del islote vivían muchas
ondinas que recibieron locas de alegría al joven
rezagado de la muerta Mitología.

* * *
Las ursulinas, huyendo de los calores
ciudadanos, habían ido a pasar el verano a un
monasterio de la orden, que tenían a orillas del
mar. ¡Qué batahola formaban las jóvenes
novicias, retozando alegres sobre la playa
solitaria! Las muchachas daban tregua a las
maceraciones y severidades de la vida mística,
y sentían hervir bulliciosa en sus venas la
sangre inquieta de una infancia no lejana.
Figuraos que la mayor de las novicias no tenía
veinte años. Vestidas de baño bajaban la
pequeña colina. Albas como las santas hostias,
parecían una resurrección de los tiempos del
peplo. Las habríais creído, al verlas bajar en
formación, serias y púdicas, catorce
Cimodeceas conducidas al circo para que sus


carnes vírgenes fueran devoradas por los
leones. Pero una vez en la playa, las hubierais
tomado por catorce vestales que hubieran
enloquecido por habérseles extinguido el
sagrado fuego del ara. La hermana Ágata de la
Cruz (entre ellas se denominaban con los
nombres que pensaban adoptar el día de la
profesión), rubia, resplandeciente, con sus
veinte años de pureza dedicados a los santos
ensueños, era la más endiablada y juguetona.
Toda la playa parecía alegrarse con sus
carcajadas cristalinas, con sus bromas
inocentes, sus carreras y movimientos llenos
de gracia y ligereza. Sus carnes, castamente
veladas por la capa de baño, se estremecían al
entrar en el agua con la ascensión paulatina del
frío. ¡Qué hermosa se ponía cuando cruzaba las
manos y apretaba los dientes a cada caricia
brutal de la ola! Y la pálida Lucía del Sagrario,
siempre con los ojos bajos, pero fulgurantes,
como si llevara detrás de las pupilas una
luminosa visión beatífica. Y Ana del Corazón de
Jesús con sus ojazos negros, profundos y
apasionados, y unos labios que parecían
hechos con sangre de fresas y granadas. Y Rosa
del Martirio, un poco gorda, pero


admirablemente modelada, rebosando salud
por sus frescas mejillas. Y Teresa de los
Dolores, nerviosa, enfermiza, pero expresiva y
graciosa en todos sus movimientos. Y todas,
todas eran hermosas, la que no con la
hermosura prestigiosa del rostro, con la belleza
del cuerpo o con la gracia del movimiento;
todas eran bellas con el perfume inefable de la
pureza, con el atractivo incomparable de la
juventud. Nada más adorable que ese grupo de
niñas saltando, riendo, gritando,
chapaleteando entre las olas, burlándose de las
caricias del mar, que salpicaba con sus
espumas todos esos encantos ofrendados
piadosamente a la Divinidad. Las hermanas
Ágata, Rosa y Ana eran las más valientes y
atrevidas, pues se aventuraban a alejarse de la
playa en peligrosos ejercicios de natación,
seguras de domar con su audacia, las audacias
del océano.
Entretanto, la madre Clara, sentada a la
sombra de una roca, leía devotamente en su
libro de horas, y levantaba con frecuencia la
cabeza, bien para sonreír a alguna de las
novicias que le dirigía alguna zalamería, bien



para reprender suavemente a otra que había
dicho algo vagamente pecaminoso, bien para
observar con inquietud a las atrevidas
nadadoras o bien para consultar la hora en un
modesto relojillo de acero.
El joven fauno, desde su lejano islote, veía la
agitación de todos estos cuerpos puros y
bellos. Las caricias de las ondinas, frías como
peces, helaban todo apasionamiento. ¡Oh,
cómo habían cambiado! No eran ya las
amorosas y vehementes siervas de Calipso. No
eran siquiera como esas cristianas, cuya
austera religión le había dejado huérfano. A la
vista de ellas, toda la sangre que fermentaba
en él hacía veinte siglos le habló al oído
inspirándole innobles deseos: todas las
truhanadas de su estirpe le acudieron a la
cabeza y recordó los raptos fáunicos en las
penumbras del bosque.
Una mañana vio a las tres nadadoras cerca del
islote. El fauno cogió un pulpo y nadó por
debajo del agua hacia el sitio en que, tranquilas
y descuidadas, nadaban charlando y riéndose
las tres jóvenes religiosas.



De pronto, Ágata vio una sombra que se movía
debajo de ella, se volvió asustada, quiso huir,
llamó a sus compañeras, pero ya era tarde.
Unos brazos viscosos y fríos se prendieron a
sus lozanas pantorrillas, impidiéndola todo
movimiento; gritó desesperada, hizo esfuerzos
inauditos, se debatió con toda la energía que
da la perspectiva de una muerte horrible en
plena juventud, todo fue en vano. Los
tentáculos, sembrados de ventosas de los
pulpos, seguían subiendo y entorpeciéndole
todo movimiento. Loca de terror, comenzaba a
sentir el desfallecimiento de la muerte, cuando
una faz hermosa y joven, como la de un Cristo
marino, se juntó a su rostro. Volvió Ágata a la
vida, y, llena de esperanza, se confió a su
salvador, acallando con cierto íntimo goce el
pudor que sentía de verse en brazos de un
hombre. ¡Qué diría la madre Clara! Pero
cuando la impresión mortal que recibiera se
fue desvaneciendo un poco, notó que el joven
la llevaba mar adentro. Quiso detener a su
guía:
—¿A dónde me llevas? El faunillo contestó:



—Cristiana, bajo esta faz juvenil llevo veinte
siglos de desesperación. Mírame bien: soy un
fauno, el último de mi raza. Durante veinte
siglos he buscado vanamente una mujer
amable. No ha llegado… hasta hoy. Te he
espiado, cristiana, te he espiado, y al verte tan
hermosa se ha incendiado mi corazón en amor.
Te amo, cristiana, te amo; eres más bella que
las hijas de la Grecia difunta. Eres mía, y
bendigo los veinte siglos de sufrimiento que he
pasado; te he sorprendido en el mar, como
sorprendían mis hermanos a las pastoras en la
selva. Te llevaré a una isla solitaria; arrullaré tu
sueño con las canciones del viejo Anacreonte…
¡Ámame, cristiana, ámame!
¿Qué pensó la espiritual hermana Ágata de la
Cruz? Se encontraba en medio del mar. Allá,
muy lejos, estaba la madre Clara, rodeada de
las novicias, a quienes habían llevado sus dos
compañeras la noticia de su muerte, devorada
por un monstruo marino; las veía pequeñitas,
las cabezas no más grandes que cabezas de
alfileres…
Veía sobre la colina el monasterio, la casa de
Jesús, el Bien Amado. Aquí, junto a ella, estaba


el fauno, apasionado, hermoso, tembloroso de
amor con lágrimas en los ojos, ofreciéndole un
cariño que había fermentado veinte siglos… Los
faunos no pertenecían a la raza de los judíos.
Se habría dejado morir mil veces antes que
consentir que la tocaran un cabello las manos
de un judío, manos asesinas, manos
enrojecidas con la sangre divina del Salvador.
¿Qué más pensó la espiritual hermana Ágata
de la Cruz?… Después de un rato de silencio y
de reflexión, la novicia comprimió ligeramente
el hombro del fauno, y con voz tímida, que
traducía sus escrúpulos, le dijo:
—Júrame, fauno, que creerás en la divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo.
—Te lo juro, cristiana.
Y el fauno, con su valiosa carga, loco de alegría,
siguió nadando hacia una isla que vagamente
se bosquejaba en el horizonte. Media hora
después habían perdido de vista la tierra, pero
llegó a los oídos de Ágata el sonido lúgubre de
la campana del monasterio que doblaba por
ella. Entonces oró, y dos lágrimas ardientes
cayeron sobre la espalda blanca y tersa del
faunillo. Y siguieron nadando.


* * *

El Gulf of Christiania, de la P. S. N. C., de 7.000
toneladas de desplazamiento, capitán Pfeiffer
(noruego), dos máquinas, 18 millas de andar,
104 metros de eslora y 19 de manga, llevaba
un cargamento de carbón para California, e iba
a todo vapor conduciendo a su bordo 183
pasajeros. Entre ellos se contaba Sara
Bernhardt, la egregia artista, una compañía de
saltimbanquis, seis sacerdotes, y una pareja de
recién casados. He aquí lo que pasó:
Turanio, el clown, un clown francés que había
hecho furor en Nueva York por la donosura de
sus saltos mortales y lo estrambótico de sus
gestos, había cogido uno de los anteojos, y,
recostado sobre la barandilla, escudriñaba el
mar imitando los gestos del piloto. Sara
Bernhardt leía, por centésima vez, Las
memorias de Sara Barnum, libelo que escribió
contra ella María Colombier… ¡Qué gracioso
era Turanio! La recién casada se reía hasta
derramar lágrimas. De pronto, Turanio,
haciendo una pirueta de terror cómico,
exclamó:


—¡Un tiburón blanco!…
En efecto, allá lejos, se veía algo que
vagamente parecía el dorso de un pez blanco,
que aparecía y se ocultaba constantemente.
Stirno, el otro clown, llegó con una nariz
descomunal, armado de una carabina inglesa
de balas explosivas. Las carcajadas atronaron el
buque: se entabló la disputa. Turanio afirmaba
haber visto un tiburón blanco, y Stirno juraba
como un condenado que aquello era un lobo
viejo, que estaba blanco de canas. El modo de
convencerse era darle caza (Sara Bernhardt lo
propuso); Stirno se echó la carabina a la cara y
estuvo acechando el momento en que
apareciera el monstruo. Todos los pasajeros
rodearon al tirador. A Sara le brillaban los ojos
de entusiasmo; la recién casada se tapó los
oídos y parpadeaba nerviosamente, esperando
la detonación. Pasaron cinco, diez, quince
segundos.
—¡Pum!…
Hubo un hurra formidable y la ilustre actriz
aplaudió frenéticamente al ver agitarse la
mancha blanca. Pero después llegó el vapor al
sitio y todos los pasajeros se inclinaron sobre


las bordas para ver al lobo o tiburón. Cuando
llegaron, encontraron dos cuerpos humanos
atravesados por la bala explosiva del gracioso
Stirno. ¡Pero qué ojazos de asombro y espanto
abrieron la afamada Sara y los pasajeros! De
todos los labios salió este grito:
—¡¡Oh!!…
Así fue como murieron la hermana Ágata de la
Cruz y el último fauno.

FIN


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