Los Viajes de Gulliver - Cuentos Infantiles
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Erase una vez un hombre que se llamaba Gulliver. Era médico de un barco y a menudo emprendía viajes
que le llevaban a tierras muy lejanas. En uno de esos viajes, a bordo del mercante Antílope, no podía ni
imaginar cuán lejos le llevaría el barco ni qué asombrosas aventuras le aguardaban.
Después de muchos meses navegando, el barco se acercó a las costas de una tierra desconocida. De
pronto estalló una terrible tormenta y el viento arrojó al Antílope contra las rocas. Inmediatamente, el
barco se partió en dos. Antes de que se hundiera, los tripulantes, aterrados, se tiraron por la borda. Sólo
Gulliver consiguió nadar a través del furioso oleaje y llegar a tierra sano y salvo. Los otros marineros se
ahogaron todos.
Una vez fuera del agua, Gulliver se arrastró por la playa. Luego, completamente agotado, quedó sumido
en un profundo sueño. Al despertar, sin idea de cuánto tiempo había estado durmiendo, el sol brillaba
intensamente en sus ojos. Soltó un gemido e intentó estirarse, pero comprobó horrorizado que no podía
moverse. ¡Tenía los brazos, las piernas y la espesa cabellera firmemente sujetos al suelo!
Entonces sintió que algo le subía por la pierna. Levantó la cabeza cuanto pudo y vio a un diminuto
personaje -no mayor que su dedo meñique-caminando sobre su pecho. Luego vio con asombro que al
menos otros cuarenta hombrecillos trepaban por todo el cuerpo ¡armados con pequeños arcos y
flechas!
Lanzando un enorme grito, Gulliver trató de liberarse. Rugió tan violentamente que muchos de los
hombrecillos que se habían encaramado a él cayeron al suelo; los otros salieron huyendo. Pero al ver
que Gulliver no podía soltarse, se volvieron y le lanzaron una lluvia de flechas, tan pequeñas y afiladas
como agujas.
-¡Hilo bigismo ad poples Liliput! Ig Golbasto magnifelus Emperoribory… -gritó el hombrecillo al oído de
Gulliver.
Gulliver le respondió: -No comprendo. ¿Dice usted que su país se llama Liliput?
A cierta distancia de la muchedumbre había un magnífico caballo, sobre el cual iba sentado el
emperador, de porte majestuoso. Más alto y bien parecido que el resto de la gente que había visto hasta
entonces Gulliver, el emperador de Liliput lucía un casco de oro, incrustado con piedras preciosas y
decorado con un airoso penacho. En su diestra sostenía una espada casi tan grande como él, con la
empuñadura engarzada con brillantes. El caballo, al ver a Gulliver, se encabritó asustado; entonces el
emperador desmontó y caminó majestuosamente en torno a los enormes pies de Gulliver.
Cerca del templo había una elevada torre, casi tan alta como el propio Gulliver y, con mucho, el edificio
más alto de Liliput. El emperador y sus cortesanos subieron las escaleras de la torre para ver mejor a
Gulliver. Luego se dirigieron a él a través de bocinas. Pero aunque Gulliver les habló en inglés, alemán,
francés, español e italiano, aquéllos parecían no entender una palabra de lo que les decía, y él no lograba
entenderles a ellos. El emperador bajó de la torre y dio unas palmadas. De inmediato le fueron llevadas
al gigante veinte carretas repletas de carne y pan.
Al mirar a la multitud que había congregada a sus pies, Gulliver pudo distinguir a las damas de la corte
por sus lujosos ropajes. Cuando se inclinaron ante él con una reverencia, sus mantos de raso y las colas
plateadas lanzaban destellos. Eran todas tan bonitas que Gulliver sintió deseos de tomar a una en sus
manos para examinar «más de cerca sus diminutos vestidos. Pero era demasiado educado para hacer
semejante cosa.
Las elegantes damas de la corte parecían escandalizadas
y se taparon los ojos cuando vieron a Gulliver tomar
cada carreta una por una y engullir la comida que le
habían ofrecido. Al verle tragar barriles enteros de vino
algunas hasta se desmayaron.
Gulliver tomó en sus manos a sus atacantes y se metió a cinco en el bolsillo. Al sexto lo sostuvo frente a
su boca abierta como si fuera a tragárselo. ¡Cómo gritaba y chillaba aquel hombrecillo!
Pero Gulliver lo depositó suavemente en el suelo y luego colocó a los otros cinco junto a él. Rápidos
como el rayo, todos salieron corriendo tan deprisa como se lo permitían sus piernecillas.
Toda Liliput estaba asombrada de la benevolencia mostrada por Gulliver hacia los hombres que habían
intentado matarlo y corrieron a darle la noticia al emperador. Todos los ministros de Estado se hallaban
reunidos en la corte para discutir lo que había de hacerse con el extraño gigante que las olas habían
arrojado a la playa de Liliput.
-¡Ehg, likibugal bigismo avidaly! -dijo el emperador, lo cual significaba: «está claro que es un gigante
amigable, no hay nada que temer». Pero Gulliver se sentía muy solo encadenado en el templo y deseaba
poder huir y volver a su casa junto a su esposa y sus hijos.
Al descubrir que Gulliver no quería hacerles ningún daño y que era un hombre pacífico y amable, la
gente de Liliput lo desató y lo dejó en libertad.
—Pero debes dar vuelta a tus bolsillos —dijo el emperador— para asegurarnos de que no llevas armas
peligrosas.
Gulliver, que ya entendía algunas palabras del idioma liliputiense, se vació los bolsillos y colocó sus
pertenencias en el suelo. El emperador se sorprendió tanto de lo que vio que dejó que toda la gente de
Liliput se acercase a mirar aquellos objetos maravillosos.
—Ahora debes prometerme que vivirás en paz con todos los liliputienses -dijo el emperador Golbasto—
y que defenderás a Liliput de sus enemigos.
—Me sorprende oír que tenéis enemigos, Majestad —dijo Gulliver, cortés.
—¡Oh, sí! Estamos en guerra con la gente de Blefuscu. ¿No lo sabías? Viven en una isla del otro lado del
mar.
Poniéndose de puntillas, Gulliver pudo ver la isla. En realidad, no estaba muy lejos: sólo un estrecho la
separaba de Liliput.
El puerto de Blefuscu se encontraba al amparo de los acantilados de la isla, y en él había una flota de
cincuenta barcos de guerra, que no eran más grandes que los barcos de juguete con los que había
jugado Gulliver de pequeño.
La gente de Liliput se esforzaba y sudaba bajo el peso de las cincuenta vigas. Eran del tamaño de un
alfiler.
Los liliputienses le llevaron un fino hilo. Gulliver ató el hilo a los anzuelos y entró en el agua caminando.
Nadó unos minutos en dirección a Blefuscu. Al llegar a aguas poco profundas, Gulliver se puso en pie y
caminó hacia la costa.
En la playa se habían reunido treinta mil soldados y marinos de Blefuscu, que iban a invadir Liliput. Pero
la aparición de Gulliver, que surgió de las aguas, llenó sus treinta mil corazones de pánico.
—¡Giganticus! —gritaron, creyendo que Liliput había contratado a un horrible gigante para luchar contra
ellos—. ¡Gentelilli enviagor ferrífero gigantico! ¡Mató ranos!
Los marineros de las cincuenta naves de guerra se
tiraron por la borda y escaparon nadando para
salvarse. Los soldados arrojaron sus arcos y sus
flechas, y huyeron a esconderse en las montañas del
interior del país.
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viajes-gulliver6.jpg)
Gulliver se detuvo en la playa, sacó los hilos y los
Los viajes de Gulliver anzuelos que llevaba y los fue enganchando uno tras
otro a la proa de todos los barcos del puerto. Cortó
las cadenas de las anclas con su cortaplumas y,
luego, tirando de los cincuenta hilos, sacó los barcos del puerto y los llevó a Liliput.
La gente de Liliput gritó hasta quedar ronca al ver a Gulliver acarreando la flota con las cincuenta
cuerdecillas. Cuando llegó a tierra, le aclamaron.
Gulliver llevó los barcos al Puerto Real y luego fue a visitar al emperador.
—Ahora explicadme —dijo, agachándose junto a palacio— ¿Por qué estáis en guerra con Blefuscu?
—¡Porque son muy malos! —contestó el emperador Golbasto, que aún bailaba de alegría por la noticia de
la victoria—. ¡Comen los huevos pasados por agua agujereando la parte redonda! ¿Te lo imaginas? ¡Es
una costumbre repugnante! Pero ahora los hemos derrotado y los obligaremos a comerlos por la parte
puntiaguda.
De repente, se sintió muy solo entre toda aquella gente. Tenía ganas de volver a casa.
Enviaron al heraldo de la corte a anunciar el castigo. Gulliver acababa de volver de Blefuscu y se había
echado al sol mientras se le secaban las ropas. El heraldo se detuvo junto a su oreja y tocó una rara
trompeta.
-Oh, Hombre Montaña, extranjero y traidor —leyó en un pergamino—, el glorioso emperador Golbasto
ha decidido perdonarte la vida.
—Pero como has traicionado a la nación de Liliput, los arqueros reales te arrancarán los ojos con sus
agudas flechas, mañana al mediodía. ¡Dios salve a Golbasto!
Gulliver recogió sus escasas pertenencias y atravesó corriendo la ciudad hasta el puerto. Allí se
encontraba el galeón real de Golbasto, que era el barco más grande de toda la flota liliputiense.
Cargó su chaqueta, su pistola y su sombrero en el galeón, lo sacó del pequeño puerto y salió nadando al
mar. No miró atrás ni una sola vez; lo único que oía era el sonido de las olas a su alrededor.
Después de un rato, trepó al galeón. Era del tamaño de una cuna y se veía obligado a sacar los brazos y
las piernas por el borde. El viento y la corriente del agua lo llevaron a través del océano. Arrullado por el
suave movimiento del galeón, Gulliver cayó en un profundo sueño.
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