2 Hume
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DAVID HUME
1. Vida y obras:
Nació en 1711, en Edimburgo (Escocia) y murió en 1776. Pasó algunos años viviendo en
Francia, donde tuvo contacto con los pensadores de la Ilustración. Era de talante liberal y
escéptico. Defendía la tolerancia y se propuso estudiar la naturaleza humana, de ahí el título
de sus principales obras: “Tratado sobre la naturaleza humana”, “Investigación sobre el
entendimiento humano”, “Investigación sobre los principios de la moral”. También hizo una
crítica de la religión, acusándola de ser fuente de todo tipo de supersticiones, fanatismo e
intolerancia. Por esa causa, lo tacharon de ateo y no le permitieron acceder a la cátedra de
filosofía moral. (Exactamente ateo, no podemos estar seguros, pero sí bastante irreverente, ya
que se atrevió a contrariar el argumento tradicional del orden y la belleza del mundo creado
por Dios afirmando en su obra “Diálogos sobre la religión natural”: “este mundo es la obra de
un dios menor, que avergonzado de su imperfecta obra, salió huyendo para no volver jamás”).
Fue el filósofo que despertó a Kant de su “sueño dogmático”. Tratar de superar esa situación
fue lo que movió a Kant a pensar y a escribir, porque la filosofía de Hume socavó las bases de
la metafísica racionalista de Wolff en las que se educó Kant. Hume no solo criticó la idea de
sustancia y las ideas innatas, como ya empezaron a hacerlo los demás filósofos empiristas,
Locke y Berkeley, sino también, el fundamento del principio de causalidad que es básico en las
ciencias empíricas naturales, y en la metafísica, como en la demostración de la existencia de
Dios. Para ello, analizó el origen de nuestras ideas, a partir del criterio empirista de la validez
del conocimiento: solo son válidas aquellas ideas que tienen en su origen una impresión. La
experiencia es el origen y el límite del conocimiento humano verdadero.
Solo conocemos de la realidad nuestras propias percepciones (todo contenido mental, lo que
Descartes denominaba “ideas” en general). Estas se dividen en dos tipos: las impresiones, que
pueden proceder de la experiencia externa: las sensaciones; o de la experiencia interna de
nuestros estados de conciencia: emociones, pasiones, como el deseo, el miedo, el amor etc. y
las ideas, que solo son débiles copias de las impresiones. Las impresiones son más intensas que
las ideas, tienen más fuerza y vivacidad. Es la diferencia entre el sentir y el pensar, o entre ver
y recordar lo visto, cuando ya no está presente el objeto de la percepción.
Hume distingue además entre impresiones e ideas simples o complejas. Por ejemplo: una
impresión simple puede ser el olor del café; y una impresión compleja, el color, más el sabor y
el olor del café. Toda idea simple procede de una impresión simple, de la que se deriva como
una copia. Por tanto, las impresiones son prioritarias en el conocimiento. En consecuencia,
aquellos términos filosóficos, “la jerga metafísica” en los que no es posible encontrar una
impresión en su origen, carecen de verdadero significado y solo son ideas falsas. Por ejemplo:
la idea de sustancia. Ese es el criterio empirista del significado y de la validez del conocimiento.
Las verdaderas ideas derivan todas ellas de alguna impresión. De la experiencia. Hume
recomendó tirar a las llamas todos los volúmenes de metafísica escolástica o racionalista que
podamos encontrar en una biblioteca, porque solo dirían falsedades y tonterías.
Además, Hume investigó las leyes de la asociación de las ideas: de forma espontánea, nuestro
entendimiento tiene una tendencia natural a asociar nuestras ideas conforme a tres leyes:
Hume distinguirá entre el conocimiento matemático o lógico, que consiste solo en relaciones
entre ideas abstractas, cuya verdad podemos conocer a priori, sin necesidad de la experiencia,
y cuya negación implica una contradicción. Por ejemplo: que “todo triángulo tiene tres
ángulos”, o que “2 y 2 son cuatro”. (Ese conocimiento sí estará a salvo); y las cuestiones de
hecho, que sí necesitan, en cambio, de la experiencia, para poder supuestamente demostrar
su verdad. En ellas, su negación puede ser algo falso, pero no implica una contradicción lógica.
Todo el conocimiento de la ciencia natural, y el de la moral es incluido por Hume, en las
cuestiones de hecho.
Hume realizó una dura crítica de la idea de causalidad al negar la posibilidad de conocer a
priori (al margen de la experiencia), la relación causal entre las cosas, como un vínculo real y
necesario, más allá de la conexión que establece la imaginación. Afirmó, con razón, que en la
ciencia natural, como en la vida cotidiana, tanto las predicciones científicas como nuestras
expectativas sobre el futuro, se basan en la relación causa-efecto. En ella se basa nuestra
certeza, nuestra seguridad sobre el conocimiento de la realidad.
En la filosofía, desde Aristóteles se hablaba de las cuatro causas (material, formal, eficiente y
final). De todas ellas, la principal desde la época moderna será la causa eficiente. Se
consideraba que el principio de que “todo lo que existe tiene su causa” era una verdad
evidente, y que el vínculo causal se daba tanto en el pensamiento como en la realidad.
En la causa se suponía una fuerza o un poder que daba lugar a efectos necesarios que se
derivaban de ella. El argumento causal se extendía incluso más allá de lo que perciben los
sentidos, como en la demostración de la existencia de Dios: el mundo creado se puede
considerar como el efecto del acto creador, y tanto Tomás, como Descartes o Locke, derivaban
que Dios creador existía como una causa necesaria.
La originalidad de Hume consistió en criticar todas esas afirmaciones que se tenían como
evidentes hasta entonces. Para empezar, la relación causal entre las cosas no se puede
conocer a priori, al margen de la experiencia. Hasta que no nos quemamos, no aprendemos
que el fuego tiene ese poder y de la transparencia del agua, Adán en el paraíso nunca podría
haber deducido, contemplando el agua, que esta podría ahogarlo. Entonces, no es lícito saltar
del mundo empírico a supuestas realidades metafísicas, como Dios o el alma, de las cuales no
tenemos experiencia, ni impresión sensible alguna. Todas las demostraciones racionales sobre
la existencia de Dios quedaban invalidadas por la crítica de Hume al principio de causalidad.
Pero, además, si analizamos en la esfera de las cuestiones de hecho, aquellas cuya verdad la
conocemos por la experiencia, el único fundamento que tenemos para establecer la relación
causal es la costumbre de ver repetidamente, que a un suceso “A”, al que llamamos causa, le
sigue siempre un suceso “B”, al que denominamos consecuencia o efecto. Por ejemplo: si
llueve (suceso A o causa), se moja la calle (suceso B o efecto). Pero, lo único que percibimos
realmente en la experiencia es: contigüidad espacial o temporal entre A y B, conjunción
constante entre ambos; y anterioridad en el tiempo de A con respecto a B. La causa va antes
que el efecto.
Los hechos son así, pero podrían ser de otra manera, son contingentes. Es solo la creencia y el
hábito o costumbre de que lo que ha venido ocurriendo así en el pasado, seguirá dándose igual
en el futuro, el único fundamento para nuestro vínculo causal entre A y B. Nuestra mente está
predispuesta a esperar esa sucesión de hechos en el futuro y nada más. Igual que los perros
del fisiólogo ruso Paulov, siglos más tarde, estaban predispuestos a esperar la comida en
cuanto oían sonar la campana, porque siempre había ocurrido así; cuando vemos llover
esperamos ver el suelo mojado, como ocurre normalmente.
Pero, a partir del criterio empirista sobre la validez del conocimiento, solo conocemos
realmente lo que podemos percibir en el presente, nuestras impresiones, o lo ya sucedido en
el pasado, como recuerdo, nuestras ideas. No conocemos con seguridad nada sobre los hechos
futuros. Las ciencias de la naturaleza se basan en la inducción, que es la forma de razonar que
nos permite generalizar, a partir de los casos particulares. De un número limitado de
experimentos, por inducción, la ciencia obtiene leyes universales, como conexión constante
entre los fenómenos naturales. A modo de broma, Russell (filósofo y matemático del siglo XX)
contaba el caso de un “pavo inductivo”, que después de haber anotado meticulosamente en su
diario, que todos los días, sin importar las condiciones meteorológicas, a las nueve de la
mañana siempre le daban de comer, el día de Acción de Gracias, a las nueve menos cinco, lo
mataron para comérselo a él.
La idea de sustancia, ya fue definida por Locke (un empirista anterior a Hume), como una idea
compleja que nace de la abstracción. Por ejemplo: en una rosa, separamos la idea de sujeto
como soporte de las impresiones de cualidades que percibimos siempre conjuntamente: su
olor característico, el color y la suavidad de sus pétalos, o el pinchazo que podemos recibir de
las espinas del tallo, si no tenemos cuidado. Ya Locke afirmó que la sustancia era un soporte
“desconocido”, pero aun así, él creía, siguiendo a Descartes, que la sustancia tenía un valor
objetivo: teníamos certeza intuitiva del yo (por la intuición de la experiencia interna), certeza
demostrativa de Dios, por ser la causa de nuestra existencia y del mundo creado; y certeza
sensible del mundo exterior, de la sustancia material, porque sabemos que las sensaciones son
el efecto de las cosas sobre nuestros sentidos.
Ya Berkeley negó la necesidad de afirmar la sustancia material del mundo. Con las sustancias
mentales o espirituales de Dios o de los hombres, y sus ideas, se podía explicar perfectamente
lo que percibimos de la realidad, como podemos ver en su obra “los diálogos de Hylas y
Filonús”. Tampoco creía este autor en la distinción entre cualidades primarias y secundarias,
desde su punto de vista, el color o el tamaño eran igualmente ideas que la mente puede
percibir. Pero, el más radical y coherente de todos los filósofos empiristas fue Hume, al negar
la existencia de todas las sustancias, ya sean espirituales o materiales.
Desde su posición fenomenista afirma que no es posible conocer de la realidad nada más que
nuestras propias percepciones. Incluso de las sensaciones, solo se podría decir que
desconocemos qué las produce, si hemos de ser coherentes. Una vez realizada la crítica al
principio de causalidad, no podemos asegurar que nuestras sensaciones son el efecto de las
cosas sobre nuestros sentidos, como habían dicho Descartes, Locke y todo el pensamiento
anterior a Hume.
Hume también negará la sustancia infinita de Dios, porque no tenemos ninguna impresión
sensible de Dios. Por tratarse de un ser espiritual no se puede ver, ni oír, ni tocar…Dios podría
ser un hecho de la imaginación humana. La religión y el sentir religioso provienen, según Hume
de las pasiones del miedo ante la muerte, las incertidumbres de la vida, el temor ante lo
desconocido, y la necesidad de esperanza. Se puede tener fe en la existencia de Dios, pero
según Hume, no son válidas las pruebas tradicionales ni a priori, ni a posteriori.
6. El problema del ser humano: crítica del yo como sustancia pensante y espiritual
Yo puedo percibir mi dolor, mi alegría, mis deseos, mis sensaciones, sentimientos, recuerdos…
pero no tengo ninguna impresión aislada del yo, separada de mis propias percepciones.
¿Dónde está mi alma espiritual? El yo no es otra cosa que el conjunto de sus pensamientos. La
conciencia de la identidad personal no viene del carácter sustancial del yo, sino de la memoria
de la sucesión de las propias impresiones. Soy consciente de que soy yo el que hace eso o lo
otro; y de que es a mí, a quien le sucede algo. Pero, cuando dormimos sin soñar es como si no
existiésemos: no puedo atrapar mi yo aisladamente del resto de las percepciones.
Descartes, había afirmado a partir de su descubrimiento del cogito, que existimos como
sustancias pensantes. Pero, para Hume, Descartes había incluido de forma indebida que somos
sustancia. Solo dice ser consciente de sus dudas y de sus pensamientos, pero no de ser una
sustancia. Hume no le dará la razón ni a Descartes, ni a Locke, que también había dicho que del
yo tenemos una certeza intuitiva. Para Hume, tanto del cuerpo como de la mente solo
tenemos nuestras percepciones, como sucede con el resto de la realidad.
Por tanto, Hume concluye que el hombre es solo como un haz de percepciones sucesivas, y
nuestra mente sería solo como el escenario vacío de un teatro, en el que estas tienen lugar.
En la teoría ética de Hume, se afirma contra todo lo dicho por los filósofos anteriores que el
fundamento de la moral y de lo que está bien o mal moralmente, está en nuestras emociones
y sentimientos, no en la razón.
Para empezar, los juicios morales son cuestiones de hecho y no relaciones entre ideas. “Que yo
prefiera que se hunda el mundo entero antes que sufrir un pequeño rasguño en mi dedo
meñique, podrá ser algo falso moralmente, pero no sería una contradicción lógica”. Tampoco
lo sería, continúa Hume, el preferir un bien menor a otro que sé que es mayor. Frente al
intelectualismo ético de Sócrates y de Platón, yo puedo reconocer que algo es bueno, sin que
por ello, me sienta inclinado a realizarlo.
Esto es así, porque la razón en realidad es una esclava de nuestras pasiones. La razón no es la
que nos mueve a obrar, tan solo nos dice cuáles son los mejores medios para lograr lo que
deseamos. Lo que nos mueve a obrar son los sentimientos y las emociones. Aunque podamos
razonar las consecuencias de nuestros actos, cuando elegimos no manda la razón.
Ante un crimen intencionado, por ejemplo, si analizamos nuestras impresiones solo podemos
describir los siguientes hechos: un hombre persigue a otro por la calle, sin que este lo advierta;
de repente, el asesino alcanza a su víctima y le asesta una puñalada mortal. La víctima cae
envuelta en un charco de sangre y el asesino huye. La gente que ha presenciado el crimen se
pone a chillar conmocionada…y grita: ¡asesino! ¿dónde está el mal? El mal de un asesinato
premeditado no está en la descripción de los hechos que percibimos realmente. El mal moral
nace de la reprobación que surge de nuestras emociones. Está en nuestra valoración
sentimental de los hechos.
Si eso fuera así, el relativismo moral sería inevitable, porque cada uno puede “sentir” algo
como bueno o malo, según sus circunstancias. Pero Hume, tratará de salvar ese escollo
diciendo que todos los seres humanos compartimos una naturaleza común que nos lleva a
apreciar positivamente aquellos actos que llevan al bien colectivo porque contribuyen a la paz
y a la seguridad de todos; mientras que tendemos a reprobar lo contrario, como el asesinato.
Por tanto, es solo el utilitarismo lo que justifica nuestras acciones morales: lo que promueve el
bienestar colectivo, como la generosidad, la sinceridad etc. es lo “bueno”; y lo contrario: el
egoísmo, la mentira…es lo “malo”. Por el sentimiento de simpatía podemos superar el egoísmo
y preocuparnos del dolor y la felicidad de otros.
Solamente cabe decir que en Política, Hume se inclinó hacia las formas más democráticas de
gobierno y que fue un gran defensor de la tolerancia. Esa era la actitud más coherente posible
en un autor de talante liberal y escéptico como él. Si no podemos hallar ninguna garantía sobre
el conocimiento de las verdades más importantes para nosotros, siempre será preferible
moderar el apasionamiento en el discurso político y religioso y tratar de evitar dogmatismos y
fanatismo. La misma religión puede ser una creencia ilusoria, pero también es útil conservarla
para mantener buenas costumbres sociales.