Make It Sweet - Kristen Callihan
Make It Sweet - Kristen Callihan
Make It Sweet - Kristen Callihan
KRISTEN CALLIHAN
Sinopsis
La vida de Emma no es buena. El mundo la conoce como la princesa Anya en Dark
Castle, pero luego su personaje recibe el hachazo, literalmente. La guinda del pastel es
encontrar a su novio en la cama con otra mujer. Necesita un descanso, y el santuario
llega en forma de Rosemont, una magnífica finca en California que promete descanso y
relajació n.
Entonces conoce al nieto de la propietaria, el ex jugador de hockey y actual recluso
Lucian Osmond, y ve su propio dolor y anhelo reflejados en sus ojos.
Es encantador cuando quiere, pero también reservado y rudo, con muros de
protecció n tan gruesos como los de Emma. A pesar de la creciente atracció n, se evitan
mutuamente.
Pero entonces se produce un bañ o nocturno improvisado, y las deliciosas tartas
caseras y los pasteles de nata de Lucian empiezan a llegar a la puerta de Emma,
tentá ndola a probar la vida de nuevo...
Al tratar de mantenerse separados, só lo se acercan, y sus pedazos rotos podrían
encajar y hacerlos completos.
KRISTEN CALLIHAN
Para los que se encuentran en necesidad de un poco más de comodidad y cuidado.
KRISTEN CALLIHAN
Prólogo
Lucian
Tenía cinco añ os cuando les dije a mis padres que quería volar. Mis padres, segú n
aprendí, harían cualquier cosa dentro de lo razonable para hacerme feliz. Tomaron mi
petició n al pie de la letra y organizaron un viaje en avioneta.
―Bueno ―me preguntó mi padre mientras está bamos sentados en el asiento
trasero de aquel avió n que vibraba con fuerza―. ¿Qué se siente al volar?
Fue bonito y todo, pero yo só lo estaba sentado allí. El avió n volaba, no yo.
Perplejos, dejaron pasar el asunto. Pero yo no lo hice. Ansiaba volar. En el fondo de mis
huesos, lo necesitaba, aunque no podía decir exactamente por qué. El problema
era que no sabía có mo lograr ese objetivo.
Dos añ os después, mi padre me apuntó a clases de hockey por capricho. Me até
un par de patines y aprendí. Me hice má s fuerte, mejor y má s rá pido.
Fue entonces cuando me di cuenta. No era en el aire donde podría volar. Fue
en el hielo.
Hielo.
Yo amaba el hielo. Para mí, el hielo era una amante: cruel, fría, hermosa, brutal,
esencial. La conocía íntimamente: su aroma crujiente, su frío implacable, los diversos
sonidos que emitía, el suave apoyo que me proporcionaba mientras me retorcía y
deslizaba sobre su cuerpo.
La amé desde el primer patinaje. Ella me liberó , me dio un propó sito.
Cuando estaba en el hielo, volaba. No ese vuelo flotante y desconectado, sino una
velocidad tan resbaladiza y rá pida que ya no eras de carne y hueso, sino algo má s: un
dios.
Amaba tanto volar sobre el hielo que podría haber tomado otro camino,
convertirme en patinador de velocidad, tal vez. Y a veces, en los días libres, salía y
hacía precisamente eso: patinar má s y má s rá pido sobre el hielo.
KRISTEN CALLIHAN
Pero el simple hecho de patinar no me proporcionaba el reto que necesitaba. El
hockey lo hizo.
Dios, amaba el hockey. Todo lo que tiene que ver con él. El golpe de mi palo
contra el hielo, la resonancia de conectar con el disco. El juego me hablaba, me
susurraba al oído incluso cuando estaba dormido; mi cuerpo zumbaba, como si
todavía estuviera en el hielo.
Vi los patrones, las jugadas. Las hacía realidad, las sacaba adelante. Si patinar era
volar, el buen hockey era una danza. Tenía cinco parejas de baile. ¿Cuando
trabajá bamos todos juntos? Era una maldita poesía. Una verdadera belleza.
No hay nada como llevar el disco por el hielo, abrirse paso entre el trá fico y
luego, con un pequeñ o movimiento, enviar la galleta a la canasta. Una erecció n
instantá nea. Cada. Vez.
El hockey me definió . Centro. Capitá n. Dos veces ganador de la Copa Stanley, la
primera como uno de los capitanes de equipo má s jó venes en tener su nombre
grabado en esa gran y hermosa monstruosidad de copa. Ganador del Calder, del Art
Ross... Podría seguir.
La cuestió n es que el hockey era mi vida.
Y la vida era muy buena. Mi equipo era una má quina bien engrasada, sin un
cincelador o un tapó n entre nosotros que arrastrara a todos. Está bamos en los
playoffs, haciendo otra carrera por la copa. Era nuestro para ganar.
Los chicos lo sabían. Había algo en el aire: un crepitar de electricidad que
hacía cosquillas en la piel, se metía en las articulaciones y las ponía nerviosas. Ya nos
habíamos sentido así antes. Y habíamos ganado.
Brommy se mostró especialmente jovial mientras nos poníamos el equipo. Su
gran mano me agarró la cabeza y me despeinó enérgicamente.
―Tienes una bonita cabeza de lechuga creciendo ahí, Ozzy. ¿Necesitas un poco de
aderezo para eso?
Al principio, todo el mundo me llamaba Ozzy en referencia a mi apellido,
Osmond. Luego se acortó a Oz, como en El maravilloso mago de Oz. Como si tuviera la
posesió n del disco y ocurriera la magia.
Ignoré las luces blancas que parpadeaban ante mis ojos y la forma en que
el trato brusco de Brommy a mi cabeza hacía que la habitació n se arremolinara -
momentá neamente- y le di una palmada en la cabeza a cambio.
―No todos estilizamos nuestro aspecto, Ricitos de Oro. Pero claro, tú necesitas
toda la ayuda de belleza que puedas conseguir.
KRISTEN CALLIHAN
Un par de chicos resoplaron de buen humor. Brommy sonrió ampliamente,
mostrando su rejilla y la falta de su incisivo lateral derecho. Si se me hubiera
caído un diente, me habría operado y arreglado esa mierda. Pero a Brommy le
gustaba mostrarlo. El enorme guardia izquierdo pensaba que le daba un aspecto má s
intimidante.
También le gustaba decir a las mujeres que había atrapado un disco en el
paréntesis. La mala expresió n lo hacía reír siempre. Las mujeres se tragaban su
actuació n de bobo, así que no iba a discutir sus métodos.
―No todos podemos ser tan guapos como tú , capitá n. ―Buscó la medalla de San
Sebastiá n que llevaba al cuello, la besó dos veces y la volvió a meter bajo su equipo. No
podía culparlo por el ritual; yo me pegaba los palos. Cualquier otro lo hacía y... bueno,
no estaba dispuesto a dejar que nadie má s lo hiciera. O a tocarlos antes de un partido.
No es una opció n.
―Por favor. Linz es el bonito. ―Por lo que le llamamos Feo. Imagínate.
―Linz no tiene una chica preciosa que le prometa amor para siempre. ―Brommy
me dio un codazo con una sonrisa.
Yo luché contra la mía.
―Esto es cierto.
Cassandra, mi prometida9 , era preciosa. Le encantaba el hockey y tenía el
mismo gusto que yo en todo. Nunca nos peleamos. Estar con ella era fá cil. Ella se
encargaba de todo para que yo no tuviera que preocuparme de nada má s que de jugar
el partido. Sus palabras. Pero yo las apreciaba.
No había planeado casarme. Pero Cassandra era tan poco exigente que cuando
me preguntó si íbamos a hacerlo oficial, pensé: ¿Por qué no? No era como si fuera a
encontrar a alguien má s fá cil de llevar. Cassandra era la guinda de mi vida de helado
perfecto.
Los chicos intercambiaron má s insultos. Me puse a pegar palos con Jorgen,
escuché el himno de Mario antes del partido, "Under Pressure", y me mantuve alejado
del camino de nuestro portero, Hap. Si te metes con él antes de un partido, podrías
haber cavado tu propia tumba.
Mentalmente, estaba preparado. Físicamente, mis habilidades se habían
perfeccionado. Pero detrá s de todo ello había un nuevo susurro, un mínimo indicio de
sonido que no quería escuchar. Había ignorado esa voz molesta desde mi ú ltima
conmoció n cerebral. Sonaba muy parecido a mi médico. Odiaba a ese tipo.
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Sabía que no debía odiar a la gente que só lo quería ayudarme. Pero lo hacía.
Porque, ¿qué demonios sabía él? Conocía mi cuerpo mejor que nadie. Mi vida era
perfecta. Nada, ni nadie, iba a cambiar eso.
Así que empujé esa insidiosa vocecita de vuelta a las sombras, donde debía estar.
Siempre había sido bueno en apartar las cosas que no importaban. Centrarse en
el premio. Centrarse en el juego. Eso era todo. Mantener la mente clara y el cuerpo
fuerte.
Mantuve esa concentració n cuando empezó el partido. La mantuve en cada
jugada.
No fue hasta que estaba en el ataque y el disco se enganchó en las tablas que
volví a escuchar esa voz. Por primera vez en mi vida, sentí verdadero miedo. Me
iluminó . La hiperconciencia me erizó la piel. Un parpadeo del tiempo. Apenas dos
segundos entre la vida que conocía y el desastre.
Había escuchado que las cosas se movían despacio en sus peores momentos. Para
mí no fue así.
Un segundo, luché por el disco, con el hombro pegado a las tablas para
protegerme. ¿Y al siguiente? El primer golpe me hizo girar. En el segundo golpe, un
defensor que venía a toda velocidad -un muro de mú sculos de 2 metros y 100 kilos- se
abalanzó sobre mí.
Mi cabeza se golpeó contra el cristal. Una bomba estalló en mi cabeza. ¿Y ese
susurro?
Era un grito completo, que só lo decía una cosa:
Se acabó el juego.
Se apagan las luces.
***
Emma
La vida era buena. ¿Se me permitía decir eso? A veces no estaba segura de que
debiera hacerlo. Como si el hecho de reconocer que era feliz y que todo lo que había
KRISTEN CALLIHAN
deseado estaba cayendo poco a poco en su sitio, pudiera gafarlo. Pero, maldita sea, la
vida era buena.
Después de añ os de luchar por triunfar como actriz -Dios, ese papel comercial
desesperado que acepté como la chica con diarrea; intente mencionar eso en una
conversació n casual para ver có mo va-, finalmente conseguí un papel protagonista en
una serie de televisió n de éxito. Dark Castle. Los fans estaban locos por ella. Y con ese
papel llegó la fama instantá nea.
Recuerdo con mucho cariñ o la primera reunió n del reparto. La mayoría de
nosotros éramos unos novatos, tan ansiosos y emocionados por estar allí. Nuestra
directora, Jess, había mirado a su alrededor, con ojos serios pero también con un
brillo de, bueno, no quería llamarlo orgullo, porque en ese momento no nos conocía
de nada, pero sí una cálida comprensión, tal vez, y nos advirtió :
―Aprovechen este tiempo antes de salir al aire y ú senlo para divertirse. Hagan
todas las cosas que les gustan. Porque después de que el mundo vea este programa,
sus vidas no será n las mismas. La privacidad será una cosa del pasado. Cada vez que
pongan un pie en pú blico, alguien lo notará .
Mi coprotagonista, Macon Saint, resopló ante eso.
―Menos mal que soy un ermitañ o.
El hombre era absolutamente magnífico de una manera bá rbara -lo que
probablemente era la razó n por la que había sido elegido como el Rey Guerrero,
Arasmus- pero la frialdad remota de sus ojos me hizo creerle.
Luego se había enamorado. Y el gran gruñ ó n Macon Saint se había transformado.
Ahora sonreía a todo el mundo y se reía regularmente, como si no pudiera contener su
felicidad. Era a la vez entrañ able y molesto.
Molesta porque no tenía ni idea de lo que se sentía en ese tipo de relació n
vertiginosa de "estoy encantada con mi pareja que me lo da regularmente, y es
espectacular". Quería saberlo. Créeme, lo quería. Pero hasta ahora se me había
escapado.
Jess había tenido razó n: nuestras vidas cambiaron radicalmente. La privacidad
era fugaz, algo que conseguía con un poco de planificació n previa y un poco de suerte.
Todavía podía salir de vez en cuando, pero no había garantía de que me dejaran sola o
de que alguien no me hiciera una foto.
Por otro lado, los fans me adoraban, y los niñ os me pedían a menudo una foto, lo
que resultaba un poco extrañ o dado el contenido de Dark Castle, pero tuve que
asumir que les gustaba má s el aspecto de la princesa Anya de mi papel que el sexo y
las decapitaciones.
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No eran tan simpá ticos los trepadores a los que les gustaba estar un pelo má s
cerca mientras pedían una bonita selfie. Yo había aprendido a poner la mano en los
hombros primero, colocando al aficionado lo suficientemente lejos como para evitar el
manoseo "accidental".
Mi vida cambió en otros aspectos. Conocí a Greg, un jugador de fú tbol
supercaliente y despreocupado que, ademá s, me adoraba -sus palabras-. Greg me
apoyó , pero no se quejó de mi agotador horario de trabajo. Su horario era tan malo
como el mío, ya que estaba de viaje con bastante frecuencia durante la temporada.
Pero lo hicimos funcionar.
Al final de mi tercer añ o en Dark Castle, me sentía contenta, có moda en mi papel.
La princesa Anya era increíblemente popular. La gente siempre nos preguntaba a Saint
o a mí cuá ndo se casarían sus personajes, Arasmus, y Anya. Esperá bamos darles la
respuesta durante el final de temporada. Las posibilidades parecían buenas. Habían
llegado a la ciudadela, y él finalmente se había declarado.
Só lo faltaba que Anya aceptara y que se celebrara la boda. Lo má s
desconcertante de trabajar en Dark Castle fue el hecho de que los productores y
guionistas ocultaron a sus actores tanto el episodio de estreno como el final por una
necesidad ultraparanoica de guardar el secreto, a pesar de que todos habíamos
firmado acuerdos de confidencialidad.
―¿Está s preparada para esto? ―Me preguntó Saint mientras nos acomodá bamos
alrededor de la mesa con los guiones en la mano.
―Como siempre lo estaré, amante.
Resopló con buen humor. A pesar del cará cter rudo de Saint, me gustaba mucho
trabajar con él. Nunca fue egoísta y nunca trató de apoderarse de una escena. Todos
mis compañ eros eran estupendos. El trabajo era un reto, pero todos está bamos a la
altura y nos llevá bamos como una familia. Bueno, una familia que se esforzaba por
destruirse mutuamente en la pantalla.
Una vez que todo el mundo estaba preparado, empezamos a leer nuestras partes.
No fue hasta que nos acercamos al final que la sangre comenzó a drenar de mi cara, y
mis dedos se enfriaron. Porque cada vez estaba má s claro que Anya estaba a punto de
morir.
Me senté allí, diciendo insensiblemente mis líneas, demasiado consciente de las
miradas de compasió n de mis compañ eros, dejando que el guió n llegara al momento
final en el que Anya era decapitada con un hacha por el mayor enemigo de ella y de
Arasmus.
KRISTEN CALLIHAN
Pero no fue hasta que salí de la sala para sentarme sola en una caravana que ya
no ocuparía la pró xima temporada cuando me di cuenta del todo. Me quedé sin
trabajo. Mi espacio feliz ya no existía. El papel de mis sueñ os había desaparecido.
Con el corazó n enfermo y luchando por mantener a raya el miedo a lo
desconocido, volví a casa. Me quedé con un apartamento de alquiler temporal en la
pequeñ a ciudad islandesa donde rodamos. Greg estaba conmigo, ya que su temporada
había terminado y el campo de entrenamiento aú n no había comenzado.
Estaba deseando darme un largo bañ o en la pequeñ a bañ era del apartamento y
luego acurrucarme con Greg, que me dejaría llorar en su hombro y me diría que todo
iba a salir bien.
Só lo que eso no estaba destinado a ser. Estaba tan absorta en mi propio dolor
que no percibí los ruidos del interior del apartamento hasta que estuve prá cticamente
encima de ellos. Y con ellos me refería a Greg y a la joven camarera que nos había
servido la cena hacía dos noches.
Era algo extrañ o, realmente, ver el culo desnudo de mi novio empujando
entre los muslos extendidos de otra. ¿Era ese el aspecto que tenía cuando estaba
encima de mí? Porque tengo que decir que parecía bastante ridículo, bombeando
como un conejo desquiciado. Por otra parte, nunca me había gustado ese método suyo
en particular; rara vez había llegado al orgasmo cuando me habían machacado como
un trozo de carne. Su compañ era, sin embargo, no parecía tener ese problema. O ella
estaba fingiendo, o le encantó . Pero sus chillidos de placer, má s bien entusiastas, se
interrumpieron al verme, y todo el color se le fue de la cara.
Lamentablemente, Greg tardó un poco má s en darse cuenta de que ella se había
congelado debajo de él; Greg siempre fue un amante un poco egoísta. Cuando por fin
se dio cuenta, estaba tan tranquilo como siempre, observá ndome por encima de su
hombro sudoroso sin hacer ningú n movimiento para apartarse de la mujer.
El silencio cayó como un martillo. O tal vez un hacha. ¿Por qué no? Un hacha
podría cortar má s de una cosa hoy. Greg tragó saliva dos veces, su mirada se desvió
hacia mí, como si no pudiera creer que yo estuviera allí. En mi propia casa.
Su voz era algo temblorosa cuando finalmente habló .
―Llegas temprano.
Hay tantas cosas que decir. ¿Gritar, tal vez? ¿Llorar? Pero estaba entumecido.
Completamente insensible. Así que dije lo ú nico que podía.
―Es curioso, creo que he llegado justo a tiempo.
KRISTEN CALLIHAN
Y así, la vida cuidadosamente construida de la que estaba tan orgullosa se
desmoronó .
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Uno
Lucian
Una verdad que había aprendido en la vida: el tierno cuidado de una mujer
que te amaba era el mejor refugio cuando tu alma estaba rota. Por supuesto, no
había pensado que la mujer a la que acudiría sería mi abuela. Sí, ella me amaba. Y sí,
su casa, Rosemont, era un excelente refugio. Pero la triste verdad era que no quedaba
nada para mí en ningú n otro lugar. Mi prometida se había ido, mi carrera se había ido,
y yo estaba roto.
Lo que significa que estaba en Rosemont. Y, aparentemente, a disposició n de mi
abuela. No existía la privacidad cuando se vivía con ella. Entrometerse no era su
segundo nombre, pero debería haberlo sido.
Su voz graciosa y musical consiguió elevarse por encima del sonido de mis
martillazos.
―Tienen un nuevo y maravilloso invento llamado pistola de clavos, Titou. O eso
me han dicho.
Reprimiendo un suspiro, dejé el martillo en el suelo y me giré para encontrarla
de pie en la base de mi escalera, con las manos en las caderas y una sonrisa cariñ osa
pero ligeramente reprobatoria en sus finos labios rojos.
―Me gusta mi martillo.
Un destello iluminó sus ojos verdes como el cristal.
―Un hombre no debería encariñ arse tanto con su herramienta como para cerrar
el resto del mundo.
Lo juro por Dios. Esta era mi vida ahora: tener que apretar los dientes ante las
ocurrencias sexuales de mi impenitente abuela.
―¿Necesitas algo, Mamie?
Al no conseguir que me levante, suspiró y sus hombros se hundieron. Llevaba
uno de sus vestidos de seda y, cuando sus manos se levantaron con fastidio, parecía
una cabecita atascada en una cortina naranja y azul.
KRISTEN CALLIHAN
Me mordí una sonrisa; de lo contrario, descubriría por qué sonreía y se enfadaría
el resto del día.
―¿Recuerdas a Cynthia Maron?
―No puedo decir que sí.
―Es una amiga muy querida para mí. La conociste una vez cuando tenías cinco
añ os.
Era típico de Mamie, siempre una mariposa social, tener un recuerdo perfecto de
todos los que conocía. No me molesté en señ alar que no todos tenían ese talento.
―Muy bien.
Tampoco veía a dó nde quería llegar, pero sabía que lo conseguiría.
―Cynthia tiene una nieta. Emma. ―Mamie se quejó en voz baja―. La pobre ha
pasado un mal rato ú ltimamente y necesita relajarse.
―Va a venir aquí, ¿no? ―Esta no era mi casa. Mamie podía invitar a quien
quisiera a visitarla. Pero maldita sea, había venido aquí para alejarme de todo. Eso
incluía a los invitados.
―Pero claro ―resopló Mamie―. ¿De qué otra cosa iba a hablar?
Era mezquino por mi parte quejarme.
Rosemont siempre había sido un refugio para los que lo necesitaban. La
enorme finca de estilo españ ol, con mú ltiples casas de huéspedes, se encontraba cerca
de la base de las montañ as de Santa Ynez, en Montecito. Bañ ada por la dorada luz del
sol californiano, los extensos terrenos, perfumados con la embriagadora fragancia
de las rosas y los limones frescos, tenían vistas al océano Pacífico.
Estar en Rosemont era estar rodeado de gracia y belleza. Para mí, siempre había
sido un refugio. Un lugar para sanar. A lo largo de los añ os, otros, invitados por Mamie,
encontraron esa misma curació n.
―Só lo era una pregunta ―murmuré, sintiéndome al instante como el niñ o de
catorce añ os enfadado que había sido cuando vine a vivir aquí por primera vez.
Hizo otro gesto de fastidio, pero luego hizo a un lado mi malhumor con un golpe
de mano.
―Ella llega hoy. Pensé que podríamos tomar café y pasteles a eso de las cuatro.
Al instante, supe a dó nde iba esto. Pero me hice el desentendido. En parte porque
el miedo me recorría la espalda y en parte porque eso molestaría a mi abuela. Ah, los
juegos que jugamos. La comprensió n de que era el ú nico tipo de juego al que podía
KRISTEN CALLIHAN
seguir jugando hundió mi estado de á nimo má s rá pido que una piedra cayendo en un
pozo frío y oscuro.
―Muy bien. ―Bajé de la escalera―. ¿Quieres que deje de trabajar mientras tienes
tu fiesta?
Una cadena de maldiciones en francés siguió antes de que un fuerte pellizco en
mi costado casi me hiciera gritar.
Los ojos de Mamie se estrecharon hasta convertirse en rendijas de color verde
escarcha.
―Oh, me pones a prueba estos días, Titou.
Sabía que lo había hecho. El remordimiento se me espesó en la garganta. Era
una mierda estar a mi alrededor. Mamie era la ú nica que podía soportarme. Yo sabía
todo esto. El problema era que no podía salir de eso. Toda mi vida se había ido a la
mierda. La mayoría de los días, era todo lo que podía hacer para no gritar y
enfurecerme hasta que mi voz cedía.
No hablar a menos que sea absolutamente necesario parecía la mejor y má s
segura solució n.
Ni siquiera pude dar una disculpa a mi abuela. Estaba atascado allí, un gran bulto
en el centro de mi pecho.
Volvió a suspirar. Me miró con esos ojos verdes y fríos que tenían el mismo tono
que los míos. La gente suele decir que mirarlos es como mirarse en un espejo: son tan
reflectantes. Esos ojos podían cortar a una persona en pedazos con una sola mirada. El
dicho no era exactamente erró neo; ahora mismo me sentía desollado.
Sus fríos y nudosos dedos me acariciaron la mejilla durante un breve instante y
luché contra el impulso de estremecerme. No me gustaba que la gente me tocara
ahora. En absoluto.
Su mano bajó y se reagrupó visiblemente.
―Ahora bien. Espero que te unas a nosotras.
―No.
Las cejas perfectamente depiladas se levantaron en alto.
―¿No?
Me sentí como si tuviera dos añ os. E igual de petulante. Frotá ndome una mano
en la cara, lo intenté de nuevo.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo acabaré insultando accidentalmente a tu invitada o estropeá ndolo de
alguna manera igualmente embarazosa para ti.
Esto no era una mentira. Había perdido toda mi capacidad de encanto; se había
filtrado fuera de mí y nunca volvió . Algunos días me preguntaba sobre eso, sobre có mo
había cambiado tanto y tan rá pido que ya no me sentía bien en mi propia piel.
―Creo que nuestra invitada será capaz de manejar a gente como tú ―dijo
Mamie secamente.
No caigas en la trampa.
―¿Y eso por qué?
Caí en la trampa. Maldita sea.
Su sonrisa era nada menos que presumida y victoriosa.
―Ella es Emma Maron. La conoces, ¿verdad?
Emma Maron. El nombre bailó alrededor de mi maltratado cerebro. Conocía ese
nombre. ¿Pero có mo? Emma... una imagen de grandes ojos de cierva del color de la
tinta añ il y una boca afelpada y llena de mohínes llenó el ojo de mi mente. Un rostro
ovalado rodeado de pelo blanco con puntas azul eléctrico.
El reconocimiento me golpeó como un golpe ciego. La princesa Anya. Emma
Maron era una de las estrellas de Dark Castle. La delicadamente bella pero
brutalmente feroz princesa Anya, que lideraba ejércitos junto a su amante, Arasmus, el
Rey Guerrero. De acuerdo, yo era un fan. De la serie. En la que había al menos cuatro
líneas argumentales principales. Aun así, no podía creer que me tomara tanto tiempo
ubicar su nombre. De nuevo, mi cerebro era una mierda estos días.
―¿Has invitado a una actriz aquí?
―Me han dicho que la gente famosa prefiere lamerse las heridas en un entorno
privado ―comentó Mamie.
Punto para Mamie.
―¿Por qué necesita lamerse las heridas? ―Me sentí obligado a preguntar―. Es
una estrella del programa de cable má s popular.
―Ya no, la pobrecita. Aparentemente, ha sido cortada. Algú n mago malvado le
quita la cabeza con un hacha al final de la temporada.
―¿No es una mierda? ―Francamente, me sorprendió . Anya era increíblemente
popular. El final de la temporada aú n no se había emitido, pero suponía que habría un
alboroto al respecto.
KRISTEN CALLIHAN
―Lengua, Titou.
―Disculpa, Mamie. ―La mujer tenía la boca má s sucia que yo cuando se
enfadaba, pero seguía siendo mi abuela.
―Hmm. ―Me miró por un segundo―. He dicho demasiado. Esa informació n es
estrictamente confidencial. Podría meterse en problemas si se supiera.
―¿A quién se lo diría? ―Hice un gesto hacia el terreno de la finca, desprovisto de
gente, que actualmente abarcaba mi vida social.
―Sí, es cierto. Y ahora ves por qué este es el lugar perfecto para ella. Tenemos
total privacidad aquí.
―Si ella necesita privacidad, entonces es aú n má s razó n para que me mantenga
fuera de su camino. ―Lo ú ltimo que podía manejar era interactuar con bonitas actrices
rubias.
―Pish. ―Agitó una mano.
―Mamie ―empecé, cansado ahora. Todo el tiempo, tan jodidamente cansado―.
La respuesta es no. No voy a socializar. Me mantendré alejado de ti y dejaré de
martillear mientras comes, ¿de acuerdo?
Nos miramos fijamente. Una abeja pasó zumbando, vibrando en mi oído. No me
inmuté. Lo que sea que Mamie vio en mi expresió n la hizo ceder con un suave
movimiento de cabeza.
―Muy bien. Seré la anfitriona sola. Aunque lo que podría decir para entretener a
una joven, estoy segura de que no lo sé.
Mi abuela era la persona má s pintoresca y animada que había conocido. Y
eso era mucho decir, dada mi profesió n. El dolor me punzó el corazó n. Mi antigua
profesió n.
Me incliné y le di a Mamie un beso en la mejilla.
―Estoy seguro de que se te ocurrirá algo.
Tarareó -un sonido largo y prolongado que indicaba que yo había dicho lo obvio
y luego me dirigió una de sus miradas implorantes.
―Necesitaremos dulces para acompañ ar el café...
Mamie podía manipular con los mejores, pero también era muy transparente al
respecto.
Mis labios se movieron.
―Me encargaré de ello.
KRISTEN CALLIHAN
Volví a poner el pie en el peldañ o de la escalera, cuando ella hizo su ú ltimo
ataque.
―Oh, y debes recoger a Emma en el aeropuerto.
Y ahí estaba. Sabía sin lugar a dudas que mi entrometida abuela estaba jugando a
la celestina. Los dos lo sabíamos. La diferencia es que Mamie realmente pensaba que
tenía una buena oportunidad de tener éxito. Qué equivocada estaba. Podía poner a
la mujer má s perfecta del mundo, y no importaría. Ya no.
―Mamie . . .
―Su vuelo llega a las diez…
―No.
―Así que tendrá s que ponerte en marcha bastante pronto.
―Mamie...
El fuego verde brilló en sus ojos.
―No pongas a prueba mi paciencia, Lucian. Ya le he prometido a Emma que
alguien la recogería. Tú irá s.
Cuando mi abuela hablaba de esa manera, tú escuchabas. Sin excepciones.
―Está bien, Mamie. Voy a ir.
Seguro que no se me escapó el brillo de satisfacció n en sus ojos.
―Bien. Está en Oxnard.
―Oxnard ―casi grité―. ¿Por qué diablos no voló a Santa Bá rbara?
Ella se encogió de hombros otra vez.
―Hay una especie de huelga sindical y la compañ ía aérea desvió los vuelos.
―Genial. ―Oxnard estaba a una hora de distancia, y eso si el trá fico se
comportaba. Que nunca lo hacía.
―Eres un héroe, mon ange.
Sí. Claro. Un héroe.
No dije ni una palabra, sino que simplemente recogí mis herramientas. Dejé que
pensara que había ganado. Recogería a la princesa Emma en el aeropuerto. Sería tan
educado como fuera capaz, y luego me mantendría alejado. Y mi abuela tendría que
vivir con la decepció n.
KRISTEN CALLIHAN
***
Emma
***
Resultó que necesitaba una siesta. Con las ventanas abiertas para dejar entrar la
dulce brisa con aroma a glicinas, y acurrucada en una cama de felpa con mantas
sedosas, dormí sin dar vueltas, sin preocuparme. Fue glorioso. Me desperté
descansada y alerta.
Después de tomar una larga ducha caliente y de secarme el pelo, volví a la sala
de estar y descubrí que habían metido un sobre por la ranura del correo.
Era una invitació n a café y pasteles a las cuatro. En papel pergamino color crema
con caligrafía real. Una vibrante mariposa con los colores del arco iris, ribeteada en
oro, adornaba la esquina inferior de la nota, justo al lado de la firma garabateada con
una floritura: AMALIE.
Era tan maravillosamente antiguo y hermoso. Pegué la nota en la pequeñ a
pizarra de corcho que colgaba junto a la puerta trasera de mi cocina y me
preparé. Y luego dudé. ¿Llego pronto? ¿Sobre la hora? Nunca tarde, eso sería de mala
educació n.
Cuando faltaban veinte minutos para las cuatro, decidí dejar de dar rodeos y
ponerme en marcha. Fuera, el aire era fresco pero no frío. Seguí el sinuoso camino de
pizarra con bordes de musgo hasta la casa grande. La invitació n me había indicado que
me dirigiera a la terraza norte, dondequiera que estuviera. Cuando el camino giró , lo
seguí hacia una puerta que había quedado abierta.
KRISTEN CALLIHAN
A cada paso que daba, los aleteos de anticipació n en mi vientre crecían en
tamañ o y fuerza. Me inquietaba. Cada día conocía a gente nueva. Como actriz, me
encontraba en situaciones sociales constantes. Pero sabía que no era por eso por lo
que mi cuerpo se sentía tenso y caliente o por lo que mi corazó n latía un poco má s
rá pido. Era por él. Quería volver a verlo y me preguntaba si lo haría.
Que el Lucian de los gruñ idos y los hmms se haya metido en mi piel en menos de
dos horas era má s que desconcertante. Era francamente alarmante. Sobre todo
porque sabía que haría todo lo posible por ignorarme como a la peste. Estaba escrito
en cada línea de su grande, hermoso y tenso cuerpo.
―Así que supéralo. Eres una actriz. Hazte la interesante ―murmuré en voz baja.
―¿Hablas sola? ―Dijo una voz desconocida detrá s de mí―. Encajará s
perfectamente.
La sorpresa de descubrir que no estaba sola hizo que el corazó n se me subiera a
la garganta. Me giré para encontrar a un hombre hispano alto con un increíble peinado
a lo Elvis que me sonreía. No había malicia en su expresió n. Parecía felizmente
divertido.
―Hola. ―Extendió una mano perfectamente cuidada. Las largas uñ as rojas
brillaban bajo la luz del sol―. Soy Salvador. Todo el mundo me llama Sal.
Tomé su mano y la estreché.
―Hola, Sal. Soy Emma.
―Oh, sé quién eres. ―Sonrió ampliamente. Me encontré aplastado por su lá piz de
labios carmesí―. Puse la invitació n en tu buzó n.
―Sí. Lucian dijo que debía contactar contigo si necesitaba algo. ―La menció n de
su nombre hizo surgir una efervescente anticipació n que debía reducirse a polvo.
Entonces, ¿no sería mejor saber si vivía en la propiedad o só lo trabajaba aquí y se iba
a casa a...? Dios, ¿estaba casado? ¿Involucrado con alguien? Había coqueteado, pero
muchos imbéciles que tenían relaciones lo hacían. No, no pensaría en el imbécil de
Greg. Sin embargo, había muchas cosas que no sabía sobre Lucian. Y maldita sea si no
quería saberlo.
Me mordí la parte inferior del labio, tratando de averiguar có mo hacer las
preguntas que me quemaban sin parecer totalmente entrometida.
―¿Tú ...? ...ah... Iba a preguntar... ―Sobre Lucian, que no era de mi incumbencia.
Avergonzada por mi entrometimiento, rellené el espacio en blanco con lo primero que
se me ocurrió ―. ¿Qué es ese fantá stico color de labios que llevas?
Con un guiñ o, me dio un codazo.
KRISTEN CALLIHAN
―Cinta de terciopelo. Es muy difícil de conseguir. Sin embargo, tengo un tubo
extra, si te interesa.
―¿Hablas en serio?
Asintió y extendió el brazo para señ alar la puerta abierta.
―Por supuesto. Somos vecinos por el momento.
Cuando entré, Sal enganchó mi codo con el suyo y me guió .
―Vivo en la casa grande con Amalie. Soy su asistente y estilista.
Sal hablaba de ella con una especie de respeto asombrado y profundo cariñ o, y
yo sentía que debía saber quién era Amalie, aparte de ser amiga de la abuela Cynthia.
Las ú nicas personas que conocía que tenían estilistas eran famosas o estaban
relacionadas con alguien famoso. Miré los pantalones negros de Sal, impecablemente
confeccionados, y su camisa de seda dorada de Versace, que sabía que costaba má s
que el alquiler mensual de la mayoría de la gente. Su estilo era una mezcla de Miami y
Nashville, pero le funcionaba.
―Amalie lleva tiempo queriendo conocerte ―continuó Sal.
―Admito que no sé mucho sobre ella. ―Pasamos junto a una fuente con una
estatua de un hombre desnudo que sostiene un tridente―. La abuela dijo que era
encantadora y que tenía el lugar justo para relajarse un rato.
―Tu abuela tenía razó n en ambos aspectos. ―Sal me guió a través del pó rtico
central arqueado y a un patio con otra fuente en el centro. Esta de Afrodita surgiendo
de las olas.
Sal me llevó por un camino lateral hasta un amplio césped. Aquí, la casa principal
se extendía en dos amplias secciones. Miré a mi alrededor y vi el interior a través de
varias puertas francesas.
Delante de la casa estaba la piscina, rodeada de jardines formales pulcramente
recortados. Al otro lado del césped, un camino independiente comenzaba al pie de un
enorme eucalipto y ascendía hacia la ladera, donde había otro bungalow.
―Realmente es una finca ―solté.
―Rosemont es ú nico ―dijo Sal―. Es precioso, ¿verdad?
Los dos miramos el océano de color azul intenso, con puntos de luz dorada en la
parte inferior de la casa. Entonces Sal exhaló un suspiro de felicidad y señ aló una mesa
dispuesta bajo un gran pó rtico que se extendía a lo largo de la casa. La mesa redonda y
las cuatro sillas parecían haber sido arrancadas de una boda de sociedad: un mantel
rosa brillante, un juego completo de zapatos viejos y vajilla de color verde hierba,
KRISTEN CALLIHAN
vasos de cristal, ramos bajos de peonías de color rubor. Incluso había un candelabro
de cristal.
―Vaya.
―Nos gusta un poco de drama en nuestras fiestas ―dijo Sal.
―¿Esto es una fiesta? ―No, no iba a buscarlo.
―Cariñ o, cada comida debería ser una fiesta, ¿no crees?
―Sí, Sal, lo creo.
―Toma asiento. Amalie quería saludarte pero ha recibido una llamada de
Francia. ―Sal me dedicó una sonrisa ladeada―. Parientes. No puede ignorarlos.
―Está bien. ―Dios mío, había una delicada mariposa de cristal en cada plato.
Metida entre las alas de una de las mariposas había una pequeñ a tarjeta con mi
nombre garabateado. ¿Quién era esta mujer?
El resto de las mariposas no tenían nombre, así que tomé asiento. Había
otras tres abiertas. Y no, todavía no me iba a preguntar por él.
Así es, Em. Sólo déjalo ir.
En cuanto me senté, Sal se preocupó por mí.
―¿Quieres beber algo? ¿Vino blanco? ¿Champá n? ¿Gaseosa?
―Gracias, pero esperaré a Amalie.
―Le diré que está s aquí. ―En una onda de seda dorada, Sal se deslizó de
vuelta a la casa principal.
Ahora era una bola de nervios. Durante añ os, había luchado por triunfar en el
mundo de la interpretació n, soportando un montó n de mierda que todavía me erizaba
la piel, aunque me había alejado de cosas que simplemente no podía obligarme a
hacer. Muchas veces, reflexionaba sobre mi vida, y parecía irreal, hecha de cristal o de
azú car hilado.
Mis dedos se crisparon entre los pliegues de mi falda mientras el miedo y los
nervios se arremolinaban en mi interior. No quería pensar en el fracaso. O en la
pérdida. Pero era difícil, sentada aquí, en esta salvaje y solitaria extensió n de tierra, no
sentir que tal vez ésta era la ú ltima bocanada de mi encantadora vida.
―Ah, ahí está s ―exclamó una voz ronca pero muy femenina.
Una escultural mujer morena que podría tener entre cincuenta y setenta añ os se
acercó a mí con una amplia sonrisa en sus labios rosados. Vestida con un traje
pantaló n de seda rosa chicle y unas zapatillas plateadas de pedrería, que deberían
KRISTEN CALLIHAN
haber parecido ridículas pero que de alguna manera resultaban retro chic, era
impresionantemente bella. Y sus ojos tenían el mismo tono que los de Lucian. Pero
mientras que los de él eran má s bien fríos y distantes, los de ella brillaban con astucia
y humor iró nico.
Me gustó al instante.
―Hola.
Me puse de pie para saludarla, y ella me envolvió en un cá lido abrazo y una nube
de Chanel N°5 antes de besarme en cada mejilla.
―Es un placer conocerte, querida. ―Dio un paso atrá s, sujetando mis muñ ecas, y
me observó con ojos brillantes―. Te pareces a tu abuela.
―Eso me han dicho. Gracias, Sra. Osmond, por permitirme quedarme aquí.
―Llá mame Amalie. Y eres muy bienvenida. ―Señ aló nuestros asientos y tomó
uno―. En realidad, también me está is haciendo un favor. Esta casa necesita un soplo de
aire fresco. Sal y yo nos está bamos aburriendo bastante.
No mencionó a Lucian. Pero no quería -no podía- preguntar. Era su abuela. Y algo
me decía que si mostraba el má s mínimo interés por su paradero, ella se encargaría
de ello, ya fuera para advertirme de su presencia o para hacerla coincidir.
―Este lugar es absolutamente precioso ―le dije.
―¿No es así? ―Miró a su alrededor con un suspiro de felicidad―. Era de mi
segundo marido, Frank. Capitalista de riesgo. Lo que significaba mucho dinero pero
demasiado estrés. El corazó n del pobrecito le falló hace tres añ os.
―Lo siento.
―Yo también. Era un buen hombre. No el amor de mi vida, pero un buen
compañ ero.
Intenté pensar en casarme con alguien só lo para tener compañ ía y me horrorizó
darme cuenta de que había estado viviendo con un hombre al que toleraba como
persona pero cuyo aspecto era lo que má s me atraía. Al menos Amalie se había
conformado con alguien que le gustaba. Yo me había dejado embaucar por un rostro
apuesto y una trayectoria igualmente famosa. Me había convertido en esa persona. Y
no me gustaba.
Nunca más. No me iba a enamorar de un hombre só lo porque admirara la forma
en que su trasero llenaba sus jeans. Tenía que haber algo má s. Una conexió n má s allá
de lo físico. Lo que definitivamente significaba no estar lujuriosa por un par de ojos
verde jade bajo unas cejas severas.
KRISTEN CALLIHAN
Amalie contempló el extenso terreno.
―Es realmente demasiada propiedad para una sola mujer. Ridículo, en
realidad. Pero hay algo en Rosemont que se le mete a uno en los huesos y le alivia el
corazó n. Ademá s, hay mucho espacio para los invitados.
Se rió ante la obvia subestimació n, y yo sonreí.
―Así que, querida ―colocó su fría mano sobre la mía―. Quédate el tiempo que
quieras. Déjate curar.
La amabilidad hizo que una inesperada ola de emoció n me invadiera, y me
encontré parpadeando rá pidamente.
―No deberías tentarme así. ¿Y si nunca me fuera? ―Porque en ese momento
quise quedarme para siempre. Esconderme como una niñ a.
Ella sonrió , con amplitud y conocimiento.
―Algo me dice que nunca te quedas abajo por mucho tiempo.
Antes de que pudiera responder, Sal salió de la casa, rodando un carrito de
comida cargado de bandejas con cú pula de plata y servicio de café. Me levanté de un
salto para ayudarle y trató de apartarme.
―Estoy bien.
―Sí, pero déjame ayudar de todos modos ―dije.
Lanzó una sonrisa a Amalie.
―¿No la amas ya, Ama?
Los ojos de Amalie, tan inquietantemente parecidos a los de Lucian, brillaron.
―Sí, creo que sí.
El calor se apoderó de mis mejillas. No se me daban bien los cumplidos, lo cual
era lamentable, ya que a la gente le encantaba adular a las actrices famosas. No es que
Amalie y Sal estuvieran adulando. Parecían realmente encantados de conocer a la
verdadera yo. Pero las inseguridades eran difíciles de eliminar.
―Podría acabar siendo una arpía chillona ―me sentí obligada a decir.
Amalie se rió .
―Dios, pero espero que muestres un poco de temperamento de vez en cuando.
Sospecho que pronto lo necesitará s.
A continuació n, tomó un teléfono con una carcasa brillante recubierta de
pedrería y tecleó un mensaje antes de volver a meterlo en el bolsillo.
KRISTEN CALLIHAN
―Ahora bien, ¿dó nde está bamos? ―Amalie parecía demasiado satisfecha de sí
misma. No tuve que preguntarme por qué; unos instantes después, su malhumorado
nieto se acercó a la esquina con expresió n hosca, como si lo hubieran llamado para
una emergencia. Cuando vio a su abuela sentada con una agradable sonrisa, sus
pasos se ralentizaron y aquellos ojos verdes como el invierno se entrecerraron con
fastidio. Y supe que lo habían engañ ado de alguna manera.
Pero no dio media vuelta y se marchó . Se preparó visiblemente y avanzó , con un
brillo en los ojos que prometía venganza.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Cuatro
Lucian
***
¿Qué dicen de los planes mejor hechos? Había echado por tierra mi plan de
mantenerme alejado de Emma. Peor aú n, Mamie nos había atrapado... discutiendo... y
creía saber algo que en realidad no sabía. Ahora sería implacable.
Recogí mi masa y la amasé, empujando con las palmas de mis manos, y luego
recogiendo la masa fría y elá stica con mis dedos, una y otra vez. Era hipnó tico.
Necesario.
Cuando el hockey era mi vida, descargaba mis frustraciones en el hielo. Aunque
só lo fuera para atarme los patines y salir por mi cuenta. Podía pasar horas en el hielo,
simplemente volando.
Sin poder evitarlo, cerré los ojos y recordé. Casi podía sentir el aire helado en mi
cara, el sutil deslizamiento de mis patines. Casi podía escuchar el ruido de mi bastó n
sobre el hielo, la sensació n de golpear el disco.
Mi pecho se apretó . Se endureció .
Joder.
Abriendo los ojos, volví a amasar, agarrando la masa para golpearla con fuerza
sobre la encimera. Había elegido un buen pan de molde de masa madre para hacer,
sabiendo que la masa requeriría mucho amasado para que el gluten se pusiera en
marcha.
Esta era mi terapia ahora. Hornear y, en menor medida, cocinar. La precisió n y la
concentració n necesarias para crear algo realmente excepcional abarrotaban mi
cerebro y no dejaban espacio para todos los demá s pensamientos oscuros y
retorcidos. Al menos durante un tiempo.
Pero no pude sacarme a Emma Maron de la cabeza. Lo cual era un problema. La
culpa era mía por seguir relacioná ndome con ella. Pero, ¿qué debía hacer cuando
entraba en mi casa temporal y encontraba a una princesa de las hadas mirando a su
KRISTEN CALLIHAN
alrededor con ojos azules muy abiertos? Tenía que sacarla de mi espacio. Pensé que se
asustaría fá cilmente y huiría.
En lugar de eso, me había engañ ado y me había dejado duro y dolorido por ella.
Quería saber si importaba quién me viera desnudo. Como si hubiera alguna duda.
La había visto en el pequeñ o balcó n en el momento en que me acerqué a la
piscina. Había sido un leve shock, pero no lo suficiente como para detenerme. Saber
que ella estaba mirando había sido una pequeñ a excitació n, una pequeñ a emoció n en
mi vida, que de otro modo sería muy tranquila. Incluso jugué con ello, saliendo de la
piscina de una manera que sabía que le permitiría ver todo. No me había excitado,
exactamente. Mi corazó n había estado demasiado cargado de viejos recuerdos la
noche anterior. Pero había sido algo diferente, algo fuera de la rabia y la frustració n a
fuego lento que normalmente llevaba.
Cuando levanté la vista y vi que se había ido, me sentí extrañ amente
decepcionado. Tonto. A pesar de nuestro acalorado intercambio, no iba a intentar nada
con Emma. Só lo quería estar solo.
Sí, yo era todo una Greta Garbo cualquiera. También era un mentiroso.
La verdad apenas se había cristalizado en mi cabeza cuando Sal entró , con un
caftá n de seda azul y pú rpura que era el mismo que llevaba hoy Amalie.
―Tienes que dejar de vestirte exactamente como Mamie ―dije a modo de
saludo―. Me está volviendo loco.
Se detuvo al otro lado del mostrador.
―No me digas que tienes un problema con los hombres que tienen un gusto
fabuloso en la ropa.
―Por favor. ¿Quién te trajo ese vestido amarillo plá tano tan caro que tenías que
tener cuando estuvimos en París hace cinco añ os? Si era fabuloso es discutible.
La mirada de disgusto de Sal casi me hace sonreír.
―Só lo tú te referirías a un magnífico vestido de alta costura de Tadashi Shoji
como un vestido amarillo plátano sobrevalorado. De verdad, Luc, qué falta de respeto.
―Se drapeaba y era amarillo.
―Ugh. ―Sal suspiró dramá ticamente, luego me miró ―. No me visto como Amalie.
―Sí, lo haces. A la perfecció n, como diría Amalie. ―Lo miré antes de volver a
mi pasta―. Incluso llevas el mismo tono de pintalabios que ella lleva hoy.
Sal se miró en el reflejo de una olla de cobre colgada y luego frunció el ceñ o.
KRISTEN CALLIHAN
―Mierda. Tienes razó n. Nos estamos fusionando.
―No puedo manejar dos Mamies ahora mismo. Una es má s que suficiente.
Su risa era autodespectiva, porque ambos conocíamos el poder de Mamie; sin
siquiera intentarlo tenía una forma de envolverte en su mundo.
―Bien. Dejaré los Pucci a Amalie. Pero no voy a renunciar a mis Dolce o Chanel.
―Aparte de Chanel, no sé qué es ninguna de esas cosas.
―Pero sí conoces a Chanel.
―¿No lo hace todo el mundo? ―No me molesté en mencionar que a Cassandra le
encantaba todo lo relacionado con Chanel -no el perfume particular de Amalie, gracias
a Dios-, pero había estado en el extremo receptor de suficientes facturas como para
conocer la casa de moda y temerla. A Cassandra le gustaba ir de compras. Mucho.
Fue un alivio darme cuenta de que no la echaba de menos. Ni siquiera la idea de
ella. Golpeé la masa sobre la encimera con un golpe satisfactorio y luego miré a Sal. Lo
conocía de toda la vida, pero mientras yo me convertía en una sombra de lo que había
sido, él se había convertido en un hombre de provecho.
Mis dedos se hundieron en la masa suave y elá stica.
―Te conoces y te gustas exactamente como eres, Sallie. Eso es algo raro.
En cuanto salieron las palabras, me sentí expuesto. Crudo. Conteniendo una
mueca, me concentré en mi tarea. Pero sentí su silenciosa piedad a lo largo de mi piel.
Invadió mis pulmones como el olor agrio de la leche quemada.
Pero cuando levanté la vista, descubrí que sus ojos estaban llenos de
comprensió n y de un afecto solemne que me hizo comprender que éramos má s
hermanos de lo que ninguno de los dos había reconocido.
―Luc, ¿se te ocurrió alguna vez que encontré esa confianza, en parte, gracias a ti?
Sorprendido, negué con la cabeza.
Sal sonrió débilmente.
―Significaba algo para este chico raro que un gran bruto del hockey lo aceptara
sin rechistar. Significaba algo que estuvieras dispuesto a tirarte al suelo si alguien me
miraba mal.
Tragué grueso.
―Algunas personas son imbéciles. No podía quedarme de brazos cruzados y
dejar que alguien se cagara en ti.
KRISTEN CALLIHAN
―Lo sé. Ese es mi punto, Luc. Ninguno de nosotros vive en el vacío. A veces
tenemos que aceptar el apoyo de otros.
El infierno.
Me quedé mirando el mostrador, sin saber qué decir.
El momento se alargó y luego se rompió tan limpiamente que fue como si no se
hubiera dicho nada. Sal volvió a tararear y a observar có mo trabajaba la masa.
―¿Necesitas algo? ―Pregunté, sabiendo que él y Amalie habían decidido hacer
equipo con el tema de Emma.
Dá ndome la razó n, Sal se encogió de hombros y se enderezó las mangas de su
caftá n.
―Pensé que te gustaría saber có mo fue el desayuno esta mañ ana.
El desayuno que Sal tomó con Emma. Contra mi voluntad, mi ritmo cardíaco se
aceleró .
―No lo hago.
Sal le dio a esa mentira el respeto que merecía.
―A tu chica no le gustó el pain aux raisins.
―No es mi... ¿no le gustaron los rollos? ―No debería haberme molestado. El
gusto es subjetivo; a la gente le gustan cosas diferentes. Pero... a ella no le gustaban.
Sal tomó una galleta de gouda y romero de una bandeja que tenía enfriando.
―No le gustan las pasas. Pero devoró el yogur con una pasió n casi orgá smica.
Mis abdominales inferiores se pusieron calientes y tensos en respuesta. De
repente, me sentí resentido con Sal por ser el ú nico que había visto eso. La culpa era
mía; le había enviado con la cesta del desayuno en lugar de entregarla yo mismo.
Me concentré en mi masa y en la informació n no orgá smica que me había dado
Sal.
―Entonces, no pasas.
¿Y entonces qué? ¿Croissant? ¿Pain aux chocolat? ¿Chaussons aux pommes?
―A ella también le gustaba la fruta ―dijo Sal, interrumpiendo mis pensamientos.
Sonrió , mordisqueando la galleta―. Aunque no puedes atribuirte el mérito de eso.
Mírame, amigo.
Había recogido esa fruta, la había limpiado y la había cortado con el grosor
justo. Esa era mi fruta. Cada bocado que se había llevado a la boca, cada gemido de
KRISTEN CALLIHAN
placer que había emitido, había sido gracias a mí. Y joder, eso me excitaba tanto que
me temblaban las manos.
Le gustaba la fruta. Entonces probaría los chaussons aux pommes. Me
sorprendería que a la mujer no le gustaran las empanadas de manzana.
―Planeando tu pró xima forma de seducció n culinaria, ¿verdad? ―Sal robó otra
galleta.
―Deja de comerlas. Son para el almuerzo.
―Oh, ¿y con qué los vamos a tener?
―Manzanas y peras en rodajas, miel de lavanda y quesos. Sopa de tomate... ―Vi la
cara de suficiencia de Sal y lo fulminé―. ¿Sabes qué? Consigue tu propio almuerzo.
―Alguien está malhumorado.
―Hmm.
―Tal vez deberías ir a nadar.
―Tal vez deberías irte...
―Temperamento, temperamento, grandote. ―Sal agarró una pera esta vez―. Los
dos sabemos que eres gruñ ó n porque está s cachondo.
―Es como si no valoraras tu vida.
―Amalie te mataría si dañ aras un pelo de mi hermosa cabeza, así que creo que
estoy a salvo.
―No cuentes con ello.
Sal puso los ojos en blanco, sin intimidarse lo má s mínimo.
―Déjalo. Eres todo un malvavisco por dentro, Oz. Nadie que cocine como tú
puede poseer otra cosa que un corazó n dulce.
Con un gruñ ido de disgusto, golpeé la masa sobre el mostrador y conté en
silencio hasta diez. Se suponía que este lugar era un refugio contra el estrés. Hasta
ahora, tenía a una abuela tratando de hacer de celestina, a una actriz llevá ndome al
exhibicionismo y a un estilista de moda sacá ndome de quicio.
Sal lanzó la pera de mano en mano como si fuera una pelota.
―¿Por qué niegas que la quieres?
Atrapé la pera en el aire y la puse sobre la encimera.
―¿Me está s viendo negarlo?
KRISTEN CALLIHAN
Eso lo atrapó .
Hizo una pausa, sin inmutarse.
―Bueno, demonios. Entonces, ¿cuá l es el problema?
Muchas cosas.
―Esa mujer es del tipo que mantienes. ―Para siempre―. No estoy en el mercado
para eso. Y créeme; ella tampoco está en el mercado para lo que yo puedo ofrecer.
―¿Así que te vas a quedar aquí todo el tiempo, batiendo la pasta?
―Ja. ―De repente, la cocina me pareció demasiado pequeñ a. Hice rodar mis
hombros rígidos, pero no se aliviaron. A la mierda―. ¿Quieres salir de aquí? ¿Tomar
algo?
Las cejas perfectamente depiladas de Sal se arquearon.
―Es casi la hora de comer.
Me desaté el delantal y lo colgué en el gancho junto a la despensa.
―Amalie y Emma pueden averiguar có mo servirse ellas mismas.
La sola idea de que la pequeñ a Señ orita Fisgona invadiera mi cocina me recorrió
la piel como la explosió n de un horno que se abre. Volví a rodar los hombros.
―¿Vienes?
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Ocho
Lucian
Lecció n aprendida: nunca subestimes a Sal. Era tan há bil como su pompadour de
Elvis. Está bamos en el camino hacia el frente de la casa cuando nos encontramos con
Emma.
Había terminado de nadar -algo en lo que yo había hecho todo lo posible por
no pensar- y se dirigía a su bungalow. ¿Pero eso impidió que Sal la llamara hacia
nosotros? Ni siquiera un poco. Lo hizo con un regocijo apenas disimulado.
Tampoco le impidió invitarla a comer con nosotros. El hombre sabía muy bien
que yo había estado tratando de alejarme de ella. Pero no iba a ser grosero y protestar.
Así que cuando su mirada azul intenso se dirigió a la mía, dudando de que quisiera que
viniera, me sentí obligado a aguantar e insistir en que se uniera a nosotros.
Así que aquí está bamos, en mi restaurante de hamburguesas y batidos favorito,
con vistas a la playa de arena pá lida y al océano azul brillante má s allá . Rodeada de
playeros y surfistas, Emma destacaba como un mini sol, atrayendo miradas codiciosas
o curiosas. Ella parecía no darse cuenta. No sé si alguno de ellos la reconoció ; llevaba
unas grandes gafas de sol blancas y un sombrero blanco adornado con margaritas
amarillas. Debería parecer ridícula, pero al igual que Sal, tenía un estilo que le
funcionaba.
A Sal, sin embargo, podía ignorarlo con facilidad. Era casi imposible ignorar a
Emma. La sentía entera a lo largo de todo mi cuerpo, como si pasara
constantemente su delgada mano por mi piel. Era muy desconcertante.
Se me erizó la piel cuando dejó la bandeja sobre la mesa y se sentó a mi lado para
contemplar el océano con un suspiro de satisfacció n.
―He echado de menos el sur de California.
―¿Cuá ndo fue la ú ltima vez que estuviste aquí? ―Me encontré preguntando.
KRISTEN CALLIHAN
―Hace ocho meses. ―Su boca afelpada se inclinó iró nicamente―. No es tanto
tiempo, lo sé. Pero lo parece. ―No pude ver sus ojos detrá s de las gafas, pero sentí su
mirada igualmente―. ¿Y tú ? ¿Eres originario de California?
Hablar de mi antigua vida era un tema un poco delicado. Pero obviamente ella no
tenía ni idea de quién era yo, y saber dó nde vivía no cambiaría eso.
―Crecí en Evanston, Illinois. Mi padre, el hijo de Amalie, era conservador del
Instituto de Arte de Chicago. Conoció a mi madre en su primer añ o allí; ella se
especializaba en restauraciones de cuadros.
―Vaya.
―Sí. ―Había crecido rodeado de arte y belleza, mis padres esperaban que
siguiera sus pasos académicos. Y sin embargo, no habían parpadeado cuando se hizo
evidente que el hockey iba a ser mi vida. Me alentaron porque había encontrado mi
pasió n―. He vivido aquí y allá . He estado en Washington, DC, durante el ú ltimo par de
añ os.
―Eso es un gran cambio.
Sabía hacia dó nde se dirigía esto. ¿Por qué me fui? ¿Qué hice allí? Lo atajé lo
mejor que pude.
―Era el momento. Amalie necesitaba ayuda.
Una gran mentira, Oz. Necesitaba a Amalie mucho má s de lo que ella me
necesitaba a mí.
Tenía veintiocho añ os y había corrido a mi abuela para lamer mis heridas.
Afortunadamente, Sal finalmente recibió su orden y se unió a nosotros.
―Hamburguesas y cerveza. ―Dejó su bandeja―. Y pensar que dejamos atrá s esa
sopa de tomate y una tabla de quesos artesanales.
―No tenías que venir. ―Le dirigí una larga mirada habladora.
Que él ignoró .
―¿Y perderme todo esto?
Todo esto lo englobó agitando su mano entre Emma y yo y luego, muy
débilmente, hacia la comida. La sutileza no era el estilo de Sal.
Emma frunció el ceñ o, aparentemente sin darse cuenta de la guerra de miradas
que se estaba produciendo entre Sal y yo.
―¿Nos hemos dejado la comida? Ahora me siento mal. Todo lo que he comido en
Rosemont es tan delicioso que odio pensar que se desperdicie.
KRISTEN CALLIHAN
Y si eso no fue increíblemente gratificante. Tuve el impulso de tirar nuestras
hamburguesas a la basura y arrastrarla de vuelta a casa para poder alimentarla.
Gruñ í y tomé un sorbo de mi cerveza embotellada.
―Amalie se lo comerá .
Emma parecía ligeramente apaciguada. Pero el pequeñ o surco entre sus
delicadas cejas se mantuvo.
―He oído que el chef era temperamental.
Sal se atragantó con su hamburguesa. No estaba aceptando apuestas sobre quién
le dijo a Emma esa pequeñ a informació n.
Lo miré de reojo antes de contestar.
―Puede ser.
―¿Lo has conocido?
Ahora sería el momento de aclarar las cosas. Só lo que ella podría no querer
comer mi comida una vez que se enterara. Yo no era exactamente su persona favorita.
―Vivo en la finca. Por supuesto que sí.
―¿Có mo es él? ―Definitivamente estaba construyendo castillos en su cabeza.
―Temperamental.
Su boca se cerró de golpe antes de lanzar una mirada, sí, sentí esa mirada a
través de sus gafas de sol de bú ho.
―Eres molesto.
La saludé con mi cerveza. Ella frunció el ceñ o y me lanzó una servilleta hecha
bola. La servilleta se quedó a medio metro de mi plato y me reí.
Sacudiendo la cabeza como si yo no fuera má s que una pequeñ a molestia, Emma
tomó una patata frita y pinchó su montó n de ketchup.
―Por alguna razó n, me cuesta imaginarme a Amalie aguantando al personal
difícil.
Esto era cierto. Me sorprendió que Emma entendiera tanto sobre mi abuela.
Por otra parte, tal vez no debería. Emma era demasiado observadora.
Me encogí de hombros con aburrimiento.
―Ella tiene una debilidad por él.
KRISTEN CALLIHAN
―Oh, son... ―Su cara se iluminó mientras sonreía―. Ya sabes, ¿se gustan el uno al
otro?
Sal se atragantó tanto con su hamburguesa que se le escaparon trocitos. Para su
mortificació n.
―Voy a tener pesadillas ―murmuró , limpiando frenéticamente la mesa con la
servilleta. Só lo yo sabía que no se refería al desastre.
―No todo es sexo, Snoopy1.
―No creo que todo sea... ¿Có mo me has llamado? ―Se quitó las gafas. Chispas de
indignació n salieron de sus ojos. Era una buena mirada para ella―. ¿De verdad me has
llamado Snoopy?
Sonreí, sintiéndome má s ligero que en toda la mañ ana.
―¿Parker el entrometido te funciona mejor?
―Ni siquiera un poco, Magic Mike.
―Mike bailó . No nadó .
La nariz de la princesa Anya se levantó un poco.
―É l hizo un cierto tipo de espectá culo. Esa es la cuestió n.
―Un tipo que aparentemente te gusta ver.
Sus mejillas se sonrosaron mientras se erizaba. Empecé a reírme de nuevo, pero
entonces vi a Sal, que tenía el teléfono en alto y apuntaba hacia nosotros.
―¿Qué demonios está s haciendo?
Me había olvidado de él. Lo cual, hay que reconocerlo, era fá cil de hacer cerca de
Emma.
―Filmando esto para Amalie. Estará encantada.
―¡Sal! ―Emma siseó , horrorizada.
Se apiadó de ella y puso el teléfono boca abajo sobre la mesa.
―Bromeo. No voy a enviar nada a Amalie. Eso sería una grave violació n de la
privacidad.
Resoplé, y él me dedicó una sonrisa beatífica.
―Lo dejaré para má s tarde cuando quiera molestar a Oz.
―No necesitas un video para eso, Sal.
***
Emma
Pasé el resto del día y gran parte de la mañ ana siguiente en mi bungalow. Era
agradable no tener que ir a ningú n sitio ni hacer nada. Estaba decidida a permanecer
relajada.
Bueno, todo lo relajada que podía estar con cierto ex-jugador de hockey caliente
y molesto pegado a mi mente. Dios, pero tuve que reprimir las ganas de buscarlo en
Google. Tenía ganas de verlo jugar. Pero sabía que sería un error; no sería capaz de
desenvolverme bien con él si lo veía todo abultado y malote con ropa de hockey. No
era una faná tica, pero sabía que lo sería si veía jugar a Lucian.
Estaba bastante orgullosa de mí misma por haber resistido la tentació n. Sin
embargo, no me resistí a la tentació n de todos los deliciosos platos que la cocina me
enviaba. El desayuno incluía delicadas tartas de manzana del tamañ o de la palma de la
mano, algo que normalmente dejaría de lado, dado que las que había probado en el
pasado habían sido demasiado dulces y empalagosas. Pero sabía por experiencia que
la comida aquí no debía ser ignorada.
El primer bocado del pastel fue mi perdició n. La masa no era pesada ni grasienta,
sino ligera y hojaldrada, con capas doradas que se rompían al primer bocado y luego
se derretían en la lengua. El relleno consistía en rodajas de manzana cocinadas hasta
que estaban tiernas, y su jugo agridulce era el complemento perfecto para la riqueza
de la corteza. El cielo.
Francamente, no estaba segura de lo que haría cuando me fuera de aquí.
Probablemente entraría en abstinencia. Por primera vez, envidié de verdad que
Amalie tuviera un chef tan increíble. Los pasteles se podían comprar en una panadería.
Claro, estos eran los mejores que había tenido, pero podría conseguir algo parecido si
quisiera. Excepto que no sería lo mismo. Aquí, me mimaron con una atenció n al detalle
que me hizo sentir totalmente cuidada.
El hecho de que los panecillos con pasas no estuvieran incluidos me hizo pensar
que sí, que Sal lo había contado y que sí, que la casa había escuchado e intentado
otro enfoque para complacerme. Tal vez debería haberme avergonzado o molestado
KRISTEN CALLIHAN
porque Sal se lo dijera al chef, pero no pude encontrar en mí misma el modo de
hacerlo, no cuando los resultados eran tan deliciosos. Definitivamente iba a enviar
una nota de agradecimiento a la cocina en cuanto encontrara algo para escribir.
Ahora que el desayuno había terminado, me encontré con ganas de hacer algo.
Cualquier cosa. La soledad me golpeó en una ola inesperada. Lo peor es que no
podía llamar a ninguno de mis amigos; todos se morían por saber lo del final, y yo no
podía decírselo. Puede que saliera con algunos de mis compañ eros de reparto, pero
todavía me dolía. El orgullo bá sico me empujó a esconderme y a lamerme las heridas.
Con ese pensamiento deprimente, lavé los platos y los volví a meter en la
cesta. Un golpe en la puerta hizo que me apresurara a ir con ella; la casa no era nada si
no era eficiente en la entrega y recogida del desayuno.
Cesta en mano, abrí la puerta. Y encontré a Lucian de pie, con aspecto de recién
duchado e imposiblemente grande en mi soleada entrada.
É l estaba aquí. Estaba aquí.
Miró la cesta.
―¿Te vas de picnic?
―Sabes que esta es la cesta de entrega de comida. ―Me alegré ridículamente de
verlo, pero estaba decidida a no demostrarlo como un cachorro jadeante. Maldita sea,
pero el hombre era injustamente potente, ardiendo de fanfarronería.
―No tengo comida a domicilio. Eso es só lo para los invitados. ―Parecía encontrar
esto divertido. A mí me pareció una tragedia.
―Te lo está s perdiendo, entonces.
La boca de Lucian se torció .
―Si es tan bueno, ¿por qué está s aquí, lista para empujarlo por la puerta?
Estaba bastante segura de que se estaba metiendo conmigo. Pero me lo tomé con
calma porque me gustaba cuando lo hacía.
―Está vacío, honey pie. Pensé que estabas aquí para recogerlo.
―¿Se supone que ahora tengo que fregar tus platos?
―Está s intentando cabrearme, ¿verdad? ―Dije, devolviendo las palabras que
había usado conmigo durante nuestro primer encuentro.
Sonrió de par en par, el gesto fue tan rá pido y hermoso en él que me hizo
respirar con dificultad.
―Es muy fá cil ―respondió , igual que yo―. Al menos hazme trabajar por ello.
KRISTEN CALLIHAN
―No te preocupes; lo haré.
Eso lo hizo callar de golpe. Sus fosas nasales se encendieron, toda esa ligereza
sonriente se deslizó hacia algo má s oscuro, algo prometedor. El calor se enroscaba en
mis muslos, mientras un insistente golpeteo se producía entre ellos.
Como si hubiera sentido físicamente mi reacció n, parpadeó y tragó con fuerza.
Pero luego su expresió n volvió a ser bá sicamente neutra, es decir, el típico Lucian
severo e intenso, y se aclaró la garganta.
―En realidad vine a preguntarte si querías ir de excursió n.
Asombrada, me quedé boquiabierta como un pez fuera del agua. Era lo ú ltimo
que esperaba que dijera. Y a juzgar por el color oscuro de su cuello, lo sabía.
Cambiando su peso, me miró por debajo de las cejas.
―Te he incomodado, ¿no es así? Mierda.
―No. ―Levanté una mano para prevenir cualquier posible abandono por su
parte―. No, en absoluto. Só lo me has sorprendido.
Eso fue un eufemismo. No nos habíamos separado en los mejores términos, y él
había sido extremadamente claro en que quería que lo dejaran en paz. Yo me había
comprometido a tratar de hacer precisamente eso. Pero él estaba aquí, y yo lo había
echado de menos. Apenas un día, y había echado de menos el sonido de su voz, el
placer de hablar con él.
Agachó la cabeza y la sacudió con ironía.
―Me sorprendí a mí mismo.
―¿Lo hiciste? ―Dije, apenas reprimiendo una risa. Porque quería hacerlo. Quería
abrir los brazos y reírme con un vértigo desenfrenado.
Volvió a mirarme por debajo de sus gruesas pestañ as.
―Me imaginé que estarías aburrida. Y ayer, fui... ―con una mueca de disgusto, se
agarró la nuca, lo que hizo que sus antebrazos se volvieran muy bonitos―. Un imbécil.
―Lo fuiste ―dije con solemnidad, el efecto se arruinó al soltarse la sonrisa―.
Pero entonces yo tampoco fui exactamente un melocotó n.
No sonrió , pero sus ojos brillaron con diversió n. Nos miramos fijamente,
compartiendo una mirada que decía que ambos comprendíamos perfectamente el
ridículo que habíamos hecho. Entonces Lucian inclinó la cabeza hacia el exterior.
―¿Y bien? ¿Quieres ir?
KRISTEN CALLIHAN
Todavía me estaba recuperando del shock de que me invitara a hacer algo con él,
pero me lo sacudí. Porque dondequiera que él estuviera, yo quería estar, lo que debería
haberme aterrorizado, pero extrañ amente me hizo sentir má s fuerte. Nada en mi vida
era seguro en este momento, ni mi carrera, ni mis condiciones de vida, ni mucho
menos mi vida amorosa.
Pero cuando Lucian y yo está bamos juntos, me sentía totalmente yo misma, no la
fachada de "todo es perfecto; sigue avanzando" que proyectaba al mundo.
―Claro. Deja que me vista. No te muevas. ―Empujé la cesta de la comida en sus
brazos, y luego me detuve, sonriendo―. Lo siento. Entra. Yo só lo... ―Tropecé con una
zapatilla que había dejado en el suelo―. Sí...
Su risa me siguió hasta el dormitorio, donde me vestí con la emoció n vertiginosa
de una preadolescente. No sabía có mo iba a pasar el día sin hacer má s el ridículo, sin
estrangularlo o sin saltarle encima. Ninguna de esas opciones me atraía
especialmente- bueno, la ú ltima lo hizo, pero no podía actuar en consecuencia. No
importaba; me iría.
***
Lucian
―¿Te apetece tener compañ ía? ―Brommy no esperó mi respuesta, sino que
ocupó el asiento vacío junto a mí en el pequeñ o patio que daba al mar.
Era impresionante que me hubiera descubierto, dado el tamañ o de la finca, pero
Brommy tenía un don para estas cosas. Metí la mano en la pequeñ a nevera que tenía a
mi lado y saqué una botella de cerveza para él.
―Gracias. ―Un chasquido sonó cuando lo abrió .
El sol casi había desaparecido detrá s del océano, dejando só lo una brillante
franja dorada. En un abrir y cerrar de ojos, eso también había desaparecido, y el cielo
se tornó en un suave azul ahumado que me recordó a los ojos de Emma. Lo cual era
una tontería, pero no por ello dejaba de ser cierto.
Brommy se sentó con un suspiro expansivo, inclinando la cabeza hacia arriba
para mirar las estrellas que empezaban a brillar en el crepú sculo aterciopelado. Una
brisa nos envolvió .
―Hombre, me encanta este tiempo ―dijo.
―Es genial. Si se ignoran las sequías, los incendios forestales desbocados, los
corrimientos de tierra y los terremotos.
Se rió .
―Sigue siendo mejor que la humedad de mierda de DC.
―No está bamos allí por el tiempo, Brom.
Eso lo hizo callar, y me sentí como un idiota por haberlo dicho. Brommy no dijo
nada durante un rato -se limitó a beber su cerveza y a contemplar la noche. Cuando
por fin habló , su habitual tono jovial estaba apagado.
―Ant es un idiota.
―No puede ayudarse a sí mismo cerca de mí. ―Tomé un trago―. Siempre hemos
sacado lo peor del otro. El hecho de que ambos jugá ramos al hockey só lo lo empeoró .
KRISTEN CALLIHAN
Pero él había ganado esa competició n en particular, ¿no? Puede que yo fuera el
mejor jugador, pero él seguía atá ndose los patines.
―Esa mierda que dijo sobre Cass...
―Sinceramente, me importa una mierda ―interrumpí, y luego miré a un
dubitativo Brommy―. Lo digo en serio. ¿Sabes cuá l es la emoció n má s fuerte que
siento cuando pienso en Cassandra? Alivio.
―Hombre... ―Sacudió la cabeza con oscura diversió n.
―Es horrible, ¿verdad? Iba a casarme con esa mujer, y era demasiado
complaciente para darme cuenta de que no la amaba. Diablos, apenas me gustaba.
A veces, todavía no podía creer lo cerca que había estado de cometer lo que
habría sido uno de los mayores errores de mi vida. Peor aú n, había dejado que
Cassandra -ella nunca había querido que la llamara Cass- creyera que la amaba. Era
una mierda hacerle eso a cualquiera.
―Una dulce sonrisa y un buen par de tetas dejan ciegos a muchos hombres.
―Me gustaría pensar que soy mejor que eso.
―Así lo hacemos todos, amigo mío. ―Levantó su botella en un iró nico saludo.
Luego se terminó la cerveza―. No te sientas tan mal por no haberla visto. Es una
profesional. Un conejito del disco total.
―No dejes que Tina te escuche. Se supone que no debemos usar ese término,
¿recuerdas?
Como diría Tina, era sexista y grosero. No estaba equivocada. Por otra parte,
tampoco lo estaba Brommy; había mujeres que tenían como misió n conseguir un
jugador de hockey. Dado que a la mayoría de nosotros nos encantaba la atenció n que
nos prestaban, no era exactamente un intercambio desigual. Só lo que no me
interesaba dedicar mi vida a ello.
El bufido de Brommy fue elocuente, pero luego se puso sobrio.
―Te he echado de menos, hombre.
Un nudo del tamañ o de mi puñ o se me subió a la garganta. Yo también lo echaba
de menos. Tanto que a veces me encontraba volviéndome para hacer una broma só lo
para darme cuenta de que no estaba allí. Ninguno de mis chicos estaba. Todo lo que
me quedaba eran fantasmas.
Quería disculparme por no haberlo llamado, por haber ignorado sus llamadas y
mensajes. ¿Pero có mo decirle que todo lo relacionado con el hockey, incluido él, era
demasiado para mí? Si me acercaba demasiado al partido, me sentía como un adicto
KRISTEN CALLIHAN
con síndrome de abstinencia, con los dedos temblando y el corazó n acelerado por la
insistente necesidad de volver al hielo.
No podía decirle que tenía que ser todo o nada cuando se trataba de hockey. En
la oscuridad, junto a mi mejor amigo, só lo podía mirar mis manos con puñ o apoyadas
en los muslos.
Habló despacio, con cuidado.
―No voy a fingir que sé lo que se siente, Oz. Yo só lo... diablos. No sé lo que estoy
diciendo, aparte de que estoy aquí si lo necesitas.
El bulto creció , presionando contra el paladar. Tragué convulsivamente.
―Debería haber llamado.
―No tienes que hacer nada que no quieras.
―He estado sintiendo pena por mí mismo.
―La mierda que das pena ―dijo Brommy con calor. Parecía estar a dos segundos
de darme una patada en el culo.
Tuve que sonreír ante eso, pero no duró .
―Sí, Brom, lo hago. No, déjame decir esto. ―Si no lo hacía ahora, puede que no lo
haga nunca―. La cosa es que todo atleta tiene que enfrentarse al día en que su cuerpo
no puede hacer el trabajo que requiere su deporte. Lo sabía desde el principio, aunque
nunca quise pensar en ello.
Brommy gruñ ó en señ al de acuerdo. Todos lo sabíamos. Só lo que no queríamos
insistir.
―Nada dura para siempre. Eso lo sé. Pero esto de mi cabeza... ―Sin poder
evitarlo, me pasé una mano insegura por el pelo, sintiendo el vaho del mar en la masa
enmarañ ada―. Está mejorando. Me estoy curando.
―Eso es algo bueno ―dijo Brommy en voz baja.
―Sí, lo es. Pero no lo entiendes. Aparte de mi cabeza, mi cuerpo está en perfecto
estado. Estoy en la flor de mi vida, Brom. Era el puto dueñ o del juego. Y esta cosa me lo
quitó . Me despierto pensando que estoy en el hielo.
Me incliné hacia delante, con las entrañ as retorciéndose, y apreté las manos.
―Casi desearía haberme volado la rodilla o algo tangible. Al menos, así no...
―Exhalé un suspiro―. No sé lo que estoy diciendo. Aparte de que no puedo soportar el
hecho de que lo ú nico que me retiene es mi cabeza.
KRISTEN CALLIHAN
Brommy no habló cuando terminé, quizá s sabiendo que necesitaba un minuto.
Desde la casa llegó el sonido de una risa de mujer, flotando en la brisa nocturna. Se
me apretó la tripa cuando me di cuenta de que era Emma. Quería estar con ella,
empapá ndome de su risa, provocá ndola para que me hiciera reír a mí también.
Giré la cabeza hacia un lado, como si pudiera bloquearlo todo.
―Es una mierda, Oz ―dijo Brommy―. Es una mierda. Pero tal vez lo está s viendo
de manera equivocada.
Le lancé una mirada, y él levantó una mano enorme.
―Escú chame. Dices que habría sido mejor si te hubieras reventado una rodilla.
―Asintió lentamente―. No se puede jugar bien con una rodilla rota, seguro. Pero lo
que te hizo grande, lo que te convirtió en una leyenda, es tu sentido del hockey.
Se inclinó hacia delante, clavá ndome una dura mirada.
―Tu cerebro, Oz, es lo que te hace, tú .
Agaché la cabeza, incapaz de sostenerla, y cerré los ojos.
―Lo sé.
―Sé que lo sabes, hombre. Pero lo voy a decir de todos modos. Un hombre puede
cojear con una rodilla rota, pero sigue siendo él mismo. Si se revuelve el cerebro, se
apagan las luces.
En la oscuridad, mi garganta trabajaba. Quería hablar pero no podía.
―Francamente ―dijo―. Te admiro muchísimo. Porque ambos sabemos que hay
algunos tontos que siguen en esto y que realmente no deberían estarlo. Saliste con la
cabeza intacta. Literalmente.
El tono de su voz me quitó toda la lucha que me quedaba. Le importaba.
Mucho. Y eso no era poca cosa. Ahora sabía, má s que nunca, el valor de ese tipo de
amistad y apoyo inquebrantables.
―Lo siento. Por ser un imbécil.
Soltó una carcajada.
―Diablos, estoy acostumbrado a eso.
Le dirigí una mirada seca, pero seguí adelante.
―Lo digo en serio. Me he vuelto... retraído, cortoplacista.
―¿Te has vuelto? ―Sus cejas arenosas se alzaron y volvió a reírse―. Odio tener
que decírtelo, Oz, pero siempre lo fuiste.
―La mierda que lo era.
KRISTEN CALLIHAN
―La mierda que no lo eras ―replicó ―. Te ponías de ese humor, te encerrabas en
ti mismo, te cerrabas a todo el mundo, te comportabas como un hijo de puta
malhumorado. ¿No recuerdas todas las malditas temporadas de playoffs?
Parpadeando, lo miré fijamente. Estaba serio.
―Era divertido.
―Sí, lo eras. También eras un imbécil competitivo que se ponía demasiado tenso
bajo una presió n extrema.
Enfadado, me desplomé en mi silla.
―Bueno, demonios.
Había olvidado el agotamiento, el estrés. Había odiado esa parte. La odiaba.
¿Có mo diablos había olvidado eso?
―No te asustes. ―Me dio una palmada en el hombro―. Nunca nos vemos del todo
como somos de verdad. Sí, ahora está s un poco má s tenso. ¿Qué esperabas? Tu
cerebro se está curando; está s afligido y estresado. Dale un descanso, Oz.
―Me retracto. No lo siento en absoluto, imbécil.
Se rió , tomó otra cerveza y me ofreció una. Como no pensaba ir a ninguna parte
durante un tiempo, la acepté. Bebimos en silencio, mientras todo lo que había dicho
daba vueltas en mi cabeza. No me sentí má s ligero, sino má s tranquilo de una manera
extrañ a.
―Así que ―dijo Brommy, interrumpiendo mis pensamientos―. La princesa Anya,
¿eh?
―No la llames así.
―Tocado. Es una señ al de respeto ―protestó cuando le fulminé con la mirada―.
La amo en ese papel.
Y eso era parte del problema. Era demasiado consciente de lo mucho que
Brommy amaba a Emma como Anya. Mis recuerdos de ver Dark Castle con él y los
chicos eran muy claros, y no me estaban haciendo ningú n favor. No cuando toda la
mierda que habían dicho pasaba por mi cabeza. La forma en que habían gemido y
dicho, «Mira esas dulces tetas rebotando». Có mo habían aplaudido a Arasmus por
tirá rsela duro y rá pido.
Infierno. Nunca había llegado a vocalizar nada de eso como lo habían hecho
Brommy y los demá s, pero había observado, excitado y disfrutando al má ximo de
esas escenas. Había objetivado a Emma, y eso me corroía ahora cuando pensaba en
KRISTEN CALLIHAN
ello. La había defraudado incluso antes de conocerla. Era divertida, inteligente,
sensible, cariñ osa. Y había sido reducida a su aspecto en la pantalla.
Me hizo sentir mal saber que mis amigos la habían visto así. Y sabía
perfectamente lo que Anton había imaginado cuando la llamó princesa. Hizo que mi
sangre se calentara má s rá pido que recibir un golpe barato en el hielo. Quería limpiar
sus mentes de la desnudez de Emma. Lo cual era un error. Estaba orgullosa de su
trabajo, como debía ser.
―Es algo má s que un papel ―le dije a Brommy-me dije a mí mismo también.
Porque un recordatorio no me vendría mal ahora, cuando quería darle un puñ etazo a
mi amigo só lo por el conocimiento que tenía.
Me miró por un momento y luego sonrió ampliamente.
―Esas escenas de sexo te está n molestando, ¿verdad? No es que te culpe...
―Brommy, te juro por Dios que si la miras mal...
Se rió , un desahogo de barriga, una palmada en el muslo.
―Mierda. Está s totalmente ido en ella.
―Demonios. ―Me pasé una mano por la cara―. ¿Quieres callarte?
―No puedo. Es demasiado bueno. ―Me señ aló con un dedo―. Eres má s protector
con ella de lo que nunca fuiste con Cassandra. Te das cuenta de eso, ¿verdad?
No. Sí.
―Vete a la mierda.
―Ve por ella, hombre. Ella es dulce, divertida y no parece importarle tu trasero
gruñ ó n.
―Só lo está aquí de visita.
―¿Y?
―Y nada. No me voy a meter con la invitada de Mamie. Si quiero bajarme, yo...
―Uso mi mano como lo he hecho durante casi un año―. Iré a algú n club y encontraré un
rollo de una noche.
Brommy me dirigió una larga y divertida mirada.
―Sabes que siempre puedo decir cuando está s lleno de mierda.
Lo sabía. Eso no me impidió devolverle la mirada con una mirada sosa.
―Que te jodan, Brommy.
KRISTEN CALLIHAN
―Que te jodan ―prometió , poniendo una mano en su corazó n―. Pero voy a
disfrutar de lo lindo cuando finalmente te derrumbes.
Me alegré de que alguien lo hiciera.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Doce
Emma
***
No era mejor que una adolescente que se escabulle con la esperanza de que mi
enamorado me escuche y aparezca. Lo sabía y me reprendía por ello, pero aun así me
quité las sandalias y me desabroché la bata. Las manos me temblaban de los nervios
cuando dejé mis cosas en una tumbona.
La casa de la piscina estaba a oscuras, las puertas francesas cerradas a cal y
canto. Tal vez estaba dormido. Tal vez había abandonado la propiedad. Pero la luz de la
piscina estaba encendida, produciendo un suave resplandor.
KRISTEN CALLIHAN
Con toda la gracia posible, me sumergí en el agua. Estaba lo suficientemente
caliente como para aliviar mi piel, y a pesar de mi misió n original, comencé a nadar,
entrando en el ritmo del ejercicio.
En mi quinta vuelta, al llegar al final de la piscina, el sonido de Edith Piaf
llamó mi atenció n. La Vie en Rose. Con el corazó n en vilo, me detuve y me di la vuelta.
Lucian estaba de pie en el otro extremo, con la luz vacilante de la piscina proyectando
sombras sobre su rostro. No debería sorprenderme; al fin y al cabo, quería que
apareciera. Pero una oleada de adrenalina me golpeó como una droga, y mi lú gubre
noche se llenó de promesas.
Estaba tan ida con este hombre. Ni siquiera era divertido.
Sus labios se inclinaron en una pequeñ a sonrisa.
―Pensé que deberías obtener el efecto completo y escuchar a Edith mientras
nadas.
―¿No debería estar desnuda si quiero el efecto completo de la natació n nocturna
con Edith? ―Sí, fui descarada.
Su mirada entrecerrada lo decía. Pero no salió corriendo. No, me miró fijamente
con esos ojos severos.
―Ciertamente no voy a detenerte. Pero ten en cuenta que Brommy y Anton está n
por aquí.
Inteligente Lucian. Ahora, si seguía con mi amenaza burlona, estaría diciendo
que no me importaba que me vieran. Si no lo hacía, estaba dejando claro que só lo
quería que él me viera de esa manera.
Apoyando los codos en el borde de la piscina, pisé lentamente el agua con las
piernas.
―¿Por qué no te unes a mí?
―No me voy a bañ ar desnudo contigo, Snoopy. ―Su sonrisa fue breve pero
amplia―. Como dije, Brommy y Anton está n fuera de casa.
―Y no quieres que te vean desnudo ―dije, como si esto tuviera mucho sentido.
―Soy muy tímido.
―Claro que sí. ―Pateé mi pie, enviando ondas en su direcció n―. Pero me refería a
la natació n normal.
Llevaba una camiseta raída de color indeterminado y unos pantalones cortos
deportivos que colgaban bajos y sueltos sobre sus recortadas caderas.
KRISTEN CALLIHAN
Lo miré de arriba abajo, disfrutando de la forma en que se esforzaba por no
inquietarse.
―Deja de vacilar y entra.
Lucian frunció el ceñ o.
―Mandona. ―Pero se quitó la camiseta, lo cual fue tan excitante como la ú ltima
vez que lo hizo; má s, en realidad, porque ahora tenía que presenciarlo de cerca y con
todo detalle.
Entornando una ceja como si dijera: Tú te lo has buscado, se metió de lleno.
Mi vientre se tensó cuando él flechó bajo el agua, dirigiéndose hacia mí. Atravesó
la superficie a unos metros de mí, mojado y guapísimo y sonriendo con los ojos. Si no
estuviera ya en el agua, me habría derretido en un charco de lujuria con solo mirarlo.
Lucian se peinó el pelo chorreante hacia atrá s con los dedos mientras pisaba el
agua delante de mí.
―¿Alguna razó n por la que estés nadando, Em?
―¿Debería haberla? ―Solté el borde y me dirigí hacia él.
Lucian retrocedió inmediatamente, manteniendo la misma distancia entre
nosotros.
―No te tomé por una nadadora nocturna.
Volví a avanzar lentamente.
―Hiciste que se viera tan bien; pensé en intentarlo.
Estaba demasiado oscuro para decirlo, pero podría jurar que se sonrojó . Pero
entonces sus ojos se entrecerraron.
―Está s coqueteando.
―¿Lo hago? ―Totalmente. No pude evitarlo; Lucian era algo adorable cuando
reaccionaba a mis descarados intentos como si estuviera confundido pero intrigado. A
menudo me desequilibraba con su fría autoridad. Era satisfactorio devolverle el favor.
Competidor de corazó n, Lucian se animó . Plantó los pies; era lo suficientemente
alto como para mantenerse en pie sin sumergirse.
―Sabes que lo haces. ―La mirada de Lucian se movió sobre mí cuidadosamente,
como si intentara leer mi mente―. No está s tratando de hacerme sentir mejor conmigo
mismo, ¿verdad?
Me detuve, flotando allí, con el corazó n apretado.
KRISTEN CALLIHAN
―Coqueteo contigo porque lo disfruto. Nunca sé lo que vas a decir, y
normalmente me hace reír.
―Ah. Voy a hacer el papel de bufó n.
―¿Intentas deliberadamente fastidiarme? ¿Quieres que me vaya?
Sus ojos brillaron.
―No quiero que te vayas.
―Así que está s tratando de molestarme.
Su risa era cá lida y enviaba pequeñ os aleteos de placer por mis entrañ as.
―Só lo te mantengo alerta, Em.
Con eso podría trabajar. Salí disparada hacia delante, lista para nadar, y él se
apartó como si pensara que iba a saltar sobre él. Puse los ojos en blanco, nadando
alrededor de él en un círculo perezoso.
―Está s un poco movedizo esta noche.
―Movedizo. ―Aparentemente no le gustó có mo sonaba eso.
―Mmm. Como si no supieras si huir o no.
―Tienes razó n. Esta línea de conversació n me está tentando a correr ahora
mismo.
Divertido.
Continué dando vueltas, pero él me siguió , manteniéndome en la mira.
―¿Es porque nos hemos visto desnudos? ―Le pregunté.
Lucian se sacudió tan fuerte que se salpicó a sí mismo.
―Jesú s, Em.
Luché contra una sonrisa.
―¿Qué? Es verdad. Me dijiste que habías visto Dark Castle.
―Anya no estaba completamente desnuda...
―Casi como que sí. Aparte de mostrar esa pequeñ a V de pelo...
―Dios ―gimió expansivamente.
―Estaba bá sicamente desnuda.
―Está s tratando de matarme. Eso es, ¿no?
La gruesa aspereza de su voz me hizo sonreír.
KRISTEN CALLIHAN
―No seas tan mojigato.
―Si supieras lo que pasa por mi mente, nunca me acusarías de ser un mojigato.
El corazó n me dio otro salto, y me encontré de nuevo con el agua al cuello.
―Cuéntalo.
―No te preocupes. ―De alguna manera, se había acercado, arrinconá ndome―.
Ahora có rtalo. Hay una gran diferencia entre ver a la princesa Anya semidesnuda en
una pantalla de televisió n y verte a ti desnuda.
Parecía tan completamente desanimado por mi parte al respecto que só lo pude
mirarlo con asombro.
―No entiendo por qué.
Las cejas oscuras amenazaron con encontrarse en el medio.
―En primer lugar, no eras tú . Era Anya, un personaje. Ella es imaginaria. Tú eres
real.
Los aleteos de mi vientre se elevaron hasta las proximidades de mi pecho.
―Eso es… dulce.
Como si no me hubiera escuchado, Lucian continuó en modo de sermó n.
―En segundo lugar, no puedo llegar a través de una pantalla y tocar esos bonitos
pechos.
Me tambaleé y casi me hundí. Los aleteos se convirtieron en una tormenta y tuve
que agarrarme al borde de la piscina para aguantar. Cuando hablé, mi voz se había
vuelto demasiado jadeante.
―Eso implica que tiene que haber contacto para que sea real.
Algo había cambiado: no estaba nervioso. Estaba resuelto, acercá ndose hasta
que apenas había un pie entre nosotros. El agua brillaba sobre los fuertes planos de su
rostro, humedeciendo aquellos expresivos y firmes labios. Quería lamerlos,
envolverme en su cuerpo fuerte y duro, y sujetarme a él.
Sus ojos, pá lidos como un estanque resplandeciente, me clavaron en el sitio.
Había mucho calor en ellos. Calor y necesidad y una sombra de frustració n, como si no
quisiera quererme. Su voz bajó , espesa como la crema caliente.
―Em, si está s desnuda delante de mí, va a haber toques.
Sí, por favor. Ahora estaría bien.
―Bastante presuntuoso de tu parte, honey pie.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian, la rata bastarda, sonrió , con esos ojos calientes fijos en mi cara.
―¿Quién dijo que tenía que ser a ti a quien tocara?
―¿Qué? ―Apenas podía pensar. Su cercanía me estaba haciendo sentir mareada.
―No me importa tomar el asunto en mis manos, si es la ú nica opció n.
Me lo imaginé manejando toda esa... circunferencia. Se me cayó el alma a los pies.
―Oh, bien jugado...
El agua se rompió , y él estaba allí, con su gran cuerpo rodeá ndome, su boca a
centímetros de la mía.
―Para que quede claro ―murmuró ―, si está s desnuda delante de mí, prefiero
tocarte.
Estaba tan cerca, vívidamente presente. Deliciosamente hermoso. Mis pá rpados
bajaron, mis labios se separaron con la necesidad de sentir el suyo. Lo deseaba. Quería.
Nuestras piernas se rozaron bajo el agua y un escalofrío me recorrió los muslos.
Lucian se agarró al borde de la piscina para sujetarse, y sus brazos me abrazaron, lo
que empeoró la situació n. Las gotas de agua brillaban en las hendiduras e hinchazones
de sus hombros y brazos, llamando mi atenció n sobre la fuerza de su cuerpo y lo bien
que me sentiría al tocarlo.
No dijo ni una palabra. No tenía que hacerlo; su proximidad era suficiente para
hacer que mis entrañ as se hundieran y mi boca se secara.
Tenía que tomar el control de la situació n.
―Quieres un vistazo, ¿no?
Por encima del silencioso sonido del agua, lo escuché tragar saliva, con la
sorpresa parpadeando en su mirada justo antes de bajar a mis pechos. Su voz bajó un
registro.
―¿Me vas a dar uno?
La lujuria me atravesó , pura y caliente. Me encantaba el sexo, la danza que lo
precedía, su aspecto físico, la liberació n. Pero la fama había cambiado el sexo para mí.
Los hombres habían empezado a esperar una fantasía. Me veían como una princesa
virginal a la que había que tratar con reverencia o como una muesca personal en su
cinturó n: Yo me he tirado a Anya.
Lucian dejó claro que no veía a Anya cuando me miraba. Eso en sí mismo me
hizo querer mostrarle má s.
KRISTEN CALLIHAN
El agua estaba fresca, pero por dentro me quemaba mientras mi mano subía
lentamente hasta el borde de la parte superior del bikini. La mirada de Lucian se
volvió extasiada, sus labios se separaron en una respiració n superficial. Dios, esa
mirada. Hizo que cada centímetro de mí se tensara. Mis pechos se volvieron pesados y
se hincharon de lá nguida lujuria. Era totalmente consciente de él, de mí misma,
mientras trazaba la línea de mi bikini, coqueteando con la idea de tirar de él hacia
un lado.
Lucian no parpadeaba, no se movía, pero parecía estar má s cerca. Mis
pezones se pusieron rígidos, empujá ndose contra la fina tela, suplicando ser vistos
por él. La punta de mi dedo se enganchó bajo la parte superior y tiré lentamente hacia
un lado, sintiendo el arrastre.
Lucian gruñ ó , bajo y prolongado, como si el sonido pudiera hacerme ir má s
rá pido. La reacció n de mi cuerpo fue un delicioso apretó n de mi sexo. Me arqueé ante
ese sonido, mis pá rpados se agitaron mientras tiraba de la parte superior má s allá ,
deteniéndose justo en el borde de mi pezó n. Y se sacudió , el agua chapoteando.
―Em... ―La sú plica salió en una gruesa ronca―. Bebé...
Los mú sculos de sus brazos se agarraron al borde de la piscina, como si tratara
de contenerse.
Quería esa mirada. Un dolor se acumuló dentro de mí. Mis pechos habían sido
vistos por millones. Pero Lucian tenía razó n; esa no había sido yo. Aquí, ahora, esta era
yo. Este era él queriendo verme.
La punta de mi dedo trazó un camino de calor a lo largo de la curva de mi pecho,
de un lado a otro. Y él miraba, un hombre hambriento. Lamiéndome los labios, me
detuve. Parecía que ambos conteníamos la respiració n. Y entonces, con un ligero tiró n,
la parte superior se deslizó sobre la punta de mi pezó n.
Lucian gimió , con un sonido casi animal. Arqueé la espalda en respuesta, atraída
por su necesidad, y mi pecho desnudo se acercó a la pared de su pecho. Quería sentir
su piel sobre la mía.
Pero no se movió . Agarró el borde con má s fuerza, su cuerpo trabajando con
jadeos agitados.
―Joder ―susurró . Su pá lida mirada se dirigió a la mía, con un surco entre las
cejas―. Quiero probarlo. Por favor. Por Dios. Por favor, Em.
El hecho de que se deshiciera casi me hizo resbalar bajo el agua. Pero la
necesidad en sus ojos me hizo gemir. Con los pá rpados llenos de deseo, asentí con la
cabeza y él tragó con fuerza, su expresió n se volvió feroz.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo una probada ―dijo, como si se atuviera a eso. Gemí y su mirada caliente
se enganchó a la mía. Algo pasó por su expresió n -determinació n, seguridad-, no pude
decirlo; la lujuria y la necesidad habían dispersado todo pensamiento racional―. Só lo
un poco ―dijo de nuevo.
―Tó malo ―susurré, apenas capaz de formar las palabras.
Lucian dejó escapar un suspiro, acercando su boca.
―Joder. Em... levanta esa dulzura para mí.
Mi respiració n se fue en un santiamén, todo se apretó con una encantadora
tirantez.
Con una mano temblorosa, ahuequé mi pecho y lo saqué del agua. Me ofrecí a él.
Con un gemido, agachó la cabeza. El plano caliente y hú medo de su lengua se
arrastró sobre mi carne fría. Solté un grito, un rayo de placer que me llegó al corazó n.
Hizo un sonido de pura hambre, sus labios besaron suavemente la punta antes
de chuparla profundamente. . .
―¡El ú ltimo en llegar a la piscina es un sucio idiota! ―El grito de Tina fue seguido
de cerca por un enorme chapoteo al lanzarse al agua.
Lucian retrocedió , como si lo hubieran golpeado, y se giró para bloquearme
mientras yo me colocaba apresuradamente el top en su sitio.
La sorpresa de los ojos de Tina dejó claro que no se había dado cuenta de
nuestra presencia. Y por el lento paseo de Brommy hasta el borde de la piscina y la
sonrisa en su cara, también estaba claro que sí lo había notado.
Sea como fuere, el ambiente estaba efectivamente apagado. Llamé la atenció n de
Lucian, pero tenía las paredes levantadas y sacudió la cabeza con un movimiento casi
imperceptible. Con un suspiro interno, me acerqué a una avergonzada Tina y fingí
que no había pasado nada.
No me arrepiento de haber provocado a Lucian hasta el punto de que me ha dado
la vuelta a la tortilla. Pero definitivamente me lo pensaría dos veces antes de volver a
involucrarme de esa manera. No cuando aparentemente se arrepiente de su momento
de debilidad.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Trece
Lucian
***
Emma
KRISTEN CALLIHAN
Fue la tarta la que lo hizo. Y lo peor es que ni siquiera lo vi venir. Debería haberlo
hecho. Todas las señ ales estaban ahí. Pero no había prestado atenció n. Había estado
pensando en cierto hombre gruñ ó n que deseaba demasiado para mi propio bien.
Un hombre que aparentemente me estaba evitando. Hacía dos días que no lo
veía. Una vez, vi su espalda al doblar una esquina, su paso -ese maldito contoneo
que me hacía pensar en el sexo y el pecado- decidido, como si no quisiera que lo
atraparan merodeando.
La culpa fue mía por empujar, por coquetear cuando era evidente que él se
resistía. Por otra parte, fue él quien lo llevó tan lejos que aú n me estremecía al pensar
en él acercá ndose, con su mirada en mi boca como si quisiera devorarla. Devorarme.
―Ugh. ―Me dejé caer de nuevo en el sofá ―. Deja de pensar en él.
Tal vez debería irme. Encontrar otro lugar para esconderme.
Mis entrañ as se retorcían. No quería irme.
El almuerzo llegó , interrumpiendo mis pensamientos. Otra cesta, esta vez
traída por una mujer llamada Janet, que me dijo que formaba parte del personal de la
casa.
¿Era preocupante que ya estuviera salivando como el perro de Pavlov?
Probablemente. Pero eso no impidió que la anticipació n vertiginosa brotara dentro de
mí. Me había vuelto desmesuradamente excitable con las comidas diarias.
La cesta contenía una ensalada de verduras pequeñ as y una lata de sopa. Una
tarjeta escrita con un garabato muy inclinado me informó de que se llamaba
avgolemono: una sopa griega de pollo y limó n. Podía elegir entre un chardonnay frío o
un té helado para acompañ arla.
Y entonces vi la caja de postres. Aparte de la deliciosa comida, esto fue lo que me
alegró el día. Estos pequeñ os dulces que parecían hechas exclusivamente para mí.
Supuse que todos tenían los mismos postres. Pero me permití creer, aunque só lo fuera
por un momento, que eran só lo para mí.
La anticipació n burbujeaba por mis venas mientras tiraba de la cinta dorada.
Dentro había una tarta de color caramelo del tamañ o de mi mano. La crema pastelera
dorada y oscura había sido decorada con cintas de pétalos para que pareciera una flor.
KRISTEN CALLIHAN
A un lado, como si estuviera tocando para probarla, había una diminuta abeja de
azú car.
Se me cortó la respiració n y mantuve la concentració n en esa abeja. Renunciando
al tenedor, levanté la tarta con mis propias manos y le di un gran mordisco casi
furioso. Y me di cuenta de algunas cosas. No era una tarta; era un pastel. Y no era
caramelo. Era miel.
Suaves notas florales de miel delicadamente dulce impregnaron las sedosas
natillas. Decadente pero ligero, dulce pero rico. Una tarta de miel, hecha con cariñ o. La
pequeñ a abeja de azú car, aú n posada en el borde de la corteza hojaldrada, se burlaba
de mí.
Esa abejita mordisqueando su pastel de miel.
Un pulso de calor puro me iluminó el sexo, me lamió los muslos, me pellizcó los
pezones. Me metí en la boca otro bocado desordenado, saboreando el sabor,
deseando... a él.
Esta era su obra, hecha con sus manos, su habilidad, su mente. Mi hombre
gruñ ó n con la capacidad de crear dulzura de la forma má s inesperada.
De alguna manera, en el fondo de mi mente, lo había sabido desde el principio.
Por la forma en que casi me ordenó que probara su brest. Có mo me había
observado comerlo con esa extrañ a mirada de intenció n en su rostro. Orgullo.
Eso era lo que era. Estaba orgulloso de su trabajo.
Comí mi pastel de miel sin pausa, devorá ndolo hasta que no fue má s que una
pasta pegajosa en mis dedos, migas de mantequilla en mis labios. Gimiendo, me lamí la
piel como lo haría un gato. Juré que sentía las garras punzantes, deseando salir.
Porque él lo había sabido y yo no. ¿Era una broma para él? ¿Qué había dicho? El
chef era temperamental. Oh, có mo debió reírse por dentro de eso.
Con un gruñ ido, me lavé las manos y me dirigí a la puerta, con la mitad de mí
má s excitada que nunca en mi vida, y la otra mitad dispuesta a destrozar al hombre
má s irritante que había conocido.
***
KRISTEN CALLIHAN
Tardó má s de una hora en volver, cargando con bolsas de comida. Me senté en el
rincó n má s alejado de la gran cocina, có modamente sentada en la encimera y
comiendo otra tarta de miel, esta vez, lamentablemente, sin una bonita abeja. Por lo
visto, eso había sido só lo para mí.
No se fijó en mí, que era lo que pretendía, dado que sabía que la comadreja só lo
fingiría que estaba dejando las cosas para el "chef" de la casa si me veía ahora.
Dios, pero se veía bien. Por muy enfadada que estuviera, mis ojos se tragaron su
imagen. Pelo oscuro y despeinado por el viento, labios exuberantes en esa mueca
hosca. La piel oscura y aceitunada, lisa y oscura contra la camiseta blanca que llevaba.
Las mangas cortas de la camiseta le apretaban los bíceps, que se le agrupaban al dejar
las pesadas bolsas.
Nadie podría dudar de que el hombre era un atleta; se movía con la
seguridad de alguien que utiliza su cuerpo como una má quina: eficiente, grá cil, fuerte.
Se giró para rebuscar en el frigorífico, y los apretados globos de su espectacular
trasero de burbuja se tensaron contra los desgastados vaqueros. En silencio, dejó un
frasco de crema en el suelo y se acercó a la rejilla colgante para buscar una salsera,
dejando al descubierto una franja de abdominales tonificados.
Dulce misericordia, pero podría llegar al orgasmo viendo a este hombre trabajar
en su cocina. Ni siquiera sabía que era mi perversió n. Tal vez Lucian lo hizo así.
Cuando procedió a separar un huevo con un eficiente chasquido de muñ eca, supe que
era él. É l era mi perversió n. Maldito sea todo.
―Lo haces muy bien. ―Mi voz se quebró a través del silencio, y él prá cticamente
saltó fuera de su piel, esos ojos de escarcha que se abren de par en par y con pá nico―.
Debes haber tardado añ os en aprender tu oficio.
Por un segundo, ninguno de los dos habló . Con palabras. Nuestros ojos
mantuvieron toda una conversació n.
Oh, estoy tan pendiente de ti, amigo.
Aparentemente sí.
Deberías habérmelo dicho.
Parece que sí.
KRISTEN CALLIHAN
¿No hay nada más que decir?
Parece que no.
Eres magnífico.
Ese se me escapó .
Aspiró con fuerza y sus fosas nasales se encendieron. Y esos ojos llenos de
pá nico se volvieron calientes, concentrados.
―Fue el pastel de miel, ¿no? ―Su voz era una ronca aspereza en el silencio de la
cocina.
Aparté los restos del pastel que había estado comiendo y me lamí las yemas
de los dedos, disfrutando de la forma en que él se centró inmediatamente en eso. Un
gruñ ido que retumbó en lo má s profundo de su pecho provocó destellos de lujuria en
el mío. Los ignoré.
―Una elecció n demasiado literal. ―Bajé de un salto―. Pero delicioso.
Con la mirada fija, me dirigí a la isla. Su expresió n se volvió cautelosa, sus anchos
hombros se endurecieron, como si se preparara para una pelea. Sonreí, queriendo
sacarlo de quicio. El Señ or sabía que él había estado haciendo lo mismo conmigo
durante días.
―Jugador de hockey ―comencé a contar con los dedos― Carpintero, chef
temperamental, panadero, pastelero... ―Me detuve ante él, abrumada de nuevo por su
físico. Cuando me puse cerca de Lucian Osmond, quería―. Quizá debería llamarte
hombre del Renacimiento. Dime, Brick, ¿también pintas?
Apoyó una gran mano de dedos largos sobre la encimera de má rmol. Los
mú sculos de su brazo se movieron cuando se inclinó un poco.
―Sí, pero só lo en Pâ tisseries.
Oh, diablos, lo dijo en francés, con un acento que sonaba a sexo sensual. Se me
cortó la respiració n. Y él se dio cuenta. Sus ojos se entrecerraron, bajando
lentamente hacia mi boca, y luego volviendo a subir para encontrarse con mi mirada.
―¿Está s enojada? ―Un desafío.
KRISTEN CALLIHAN
―Eso depende ―dije, con demasiado poco aliento. Maldita sea―. ¿Fue una broma
para ti?
―Honeybee, nunca bromeo con los Pâ tisseries.
Dios. Dilo otra vez. Di más. Respira tus palabras en mi piel.
Tragué con fuerza.
―No evadas conmigo, Lucian. Ahora no.
Con un suspiro, sus hombros se desplomaron.
―No, no era una broma. No dije nada porque... ―Agitó una mano, como si
buscara la razó n, y luego terminó levantá ndola con resignació n―. Me pareció
demasiado personal. Como si estuviera exponiendo demasiado de mí.
―Puedo verlo. ―Era un artista. Había sentido su cuidado y atenció n en cada
bocado que había creado. Pero má s que eso, se mostraba en el aspecto de sus pasteles,
la forma en que los presentaba―. Tienes un talento increíble, Lucian.
Un débil elogio. Pero de todos modos quería darlo.
Como era de esperar, se dio la vuelta y se ocupó de tirar la cá scara de huevo en
un fregadero de preparació n.
―Es algo que hago para relajarme y mantenerme ocupado.
No quería pensar en Greg en ese momento, pero hasta que no empecé a salir con
él no pude conocer la vida de un deportista profesional. Pensaba que sería como la
mía, pero la actuació n tenía muchos periodos de espera para las tomas y tiempos
muertos entre papeles. Los atletas son una raza diferente. Sus vidas estaban
extremadamente estructuradas, llenas de días de entrenamiento, prá cticas, partidos,
entrevistas, viajes. Había poco tiempo para descansar. La mayoría de los deportistas
profesionales se excitan, la vida en sí misma les da un subidó n de adrenalina.
¿Có mo sería que te lo arrancaran antes de estar preparado? No es bueno.
Se me apretó el corazó n y, de repente, lo ú nico que deseaba era rodearle con mis
brazos y abrazarlo. Si algú n hombre necesitaba un abrazo, era Lucian. Pero él no lo
permitiría. No le gustaría.
KRISTEN CALLIHAN
Cambió su peso, poniéndose nervioso en esa forma suya que significaba que se
estaba preparando para estar a la defensiva, para encerrarse en su propio mundo
protector.
Puedes dejarme entrar. No te haré daño.
―¿Te enseñ ó Amalie? ―Le pregunté.
Levantó la barbilla, sorprendido, supongo, por mi alejamiento del tema obvio.
―Sí ―dijo después de un momento, con la voz ronca. Se aclaró la garganta―.
Bueno, Amalie me enseñ ó a cocinar y a hacer pan. Ya sabes, las recetas que aprendió
de niñ a.
Mientras hablaba, se ocupó de sacar una balanza de cocina y harina. Ahora se le
notaba la soltura.
―Mi bisabuelo, Jean Philipe, me enseñ ó a hacer Pâ tisserie. Era un gran nombre
en Francia. Sus cocinas estaban llenas de verdaderos ejércitos de ayudantes, y siempre
era "Oui, Chef". Pero conmigo era simplemente el arrière-grand-père, que quería
enseñ arme todo. Cuando los niñ os veraneá bamos en Francia, Anton y Tina jugaban
fuera, y yo me quedaba en la cocina.
Una sonrisa se formó en mis labios.
―Admito que me resulta difícil de imaginar.
Las esquinas de sus ojos se arrugaron con un humor tranquilo.
―Mamie no exageraba cuando decía que yo era pequeñ o de pequeñ o. Escuá lido,
en realidad. Y tímido.
―¿Tú ? ―Me burlé. Pero podía verlo. Había algo en Lucian que siempre sería
reservado.
Me lanzó una mirada de reojo, pero sus labios se curvaron.
―Sí, yo. Un friki escuá lido. Que no era estú pido; si estaba en la cocina, me
daban de comer. Mucho. Ademá s… ―Se encogió de hombros que definitivamente no
eran escuá lidos―. Me gustaba. Siempre tuve problemas para concentrarme a menos
que algo ocupara toda mi atenció n. En casa, tenía el hielo. En Francia, tenía la cocina, la
repostería, la Pâ tisseries. Me relaja.
KRISTEN CALLIHAN
Personalmente, la precisió n y la concentració n necesarias para hornear me
volverían loca. Pero lo entendí.
Nos pusimos uno al lado del otro, yo demasiado consciente de su calor. Olía a
miel y a sol. Quería hundir mi cara en toda esa bondad y absorberla.
―¿Dejará s de hacerlo ahora que lo sé? ―Pregunté, preocupada.
Sus cejas rectas se juntaron.
―¿Por qué iba a hacer eso?
―No lo sé. ―Me encogí de hombros, trazando el borde del mostrador―. Dijiste
que era demasiado personal que yo lo supiera. ―Levanté la vista y me encontré con
sus ojos―. Me pregunté si tal vez ya no querrías hacerme nada.
La expresió n severa de Lucian contradecía la suavidad de su tono.
―Honeybee, te haré lo que quieras.
La promesa se deslizó sobre mí como un caramelo caliente. Cualquier cosa que
quisiera. Sabía que lo haría. Mis dedos se curvaron en un puñ o para no extender la
mano.
―Sorpréndeme.
Su sonrisa era amplia y brillante. Libre.
―Está s en ello.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Catorce
Emma
***
Lucian
***
Emma
Esa cama. Esa maldita cama. Sería la pesadilla de mi existencia durante las
siguientes veinticuatro horas. Eso y la imagen de Emma sentada en el borde de la
misma con una sonrisa de bruja que casi me retaba a hacerla caer de espaldas y
follarla entre las suaves mantas.
Si quería fingir que no había ninguna tentació n en compartir la cama, bien. Pero
vi el leve rubor en sus mejillas cuando me miró , la forma en que sus labios se
separaron como una invitació n a probarlos. Y eso lo hizo peor. Mucho peor. Si pensara
por un segundo que ella no tenía interés en mí, apretaría los dientes y sufriría una
noche en la cama con ella sin pensarlo má s.
¿Pero saber que ella también sufriría? Eso era algo totalmente distinto. Se sentía
como un imperativo físico para aliviar su necesidad y así aliviar la mía. ¿Y luego qué?
Cuando el sudor se enfriara, seguiríamos siendo las mismas personas, yo con una vida
que no iba a ninguna parte, mientras que la de Emma estaba abierta a innumerables
posibilidades.
Antes, cuando era un engreído hijo de puta, no me habría importado el después.
Habría ido por lo que quería y habría condenado las consecuencias. Ahora, todo se
sentía demasiado frá gil, demasiado real. Era muy probable que me aferrara a Emma
como un salvavidas. Y la humillació n de esa perspectiva, cuando ella pronto seguiría
adelante, era demasiado.
Me quedaba algo de orgullo. Me aferraría a eso en su lugar. Y resistiría la
tentació n.
Claro que sí, Ozzy boy.
En un intento de hacer las cosas bien con Emma, había dejado de lado mis
habituales vaqueros y camiseta y me había puesto una camisa de cuello fino y unos
pantalones de lana, el tipo de cosas que me pondría para las entrevistas. Ahora me
arrepiento de la elecció n. El cuello, aunque desabrochado en la parte superior, seguía
KRISTEN CALLIHAN
ahogá ndome. Y los pantalones, aunque holgados, me resultaban pegajosos. Mierda,
todo se pegaba y tiraba. Necesitaba aire. Mucho aire.
Emma seguía sentada en la cama, con una pierna enroscada debajo de ella y la
otra colgando del borde y balanceá ndose lentamente como un péndulo. Cada vez que
su pierna se balanceaba, su muslo tonificado se aglutinaba y luego se relajaba. El
movimiento era hipnó tico. Quería poner mi mano allí y sentir esa carne dorada y
firme.
―¿Qué quieres hacer ahora? ―Preguntó . Con mucha inocencia. Esa pierna seguía
balanceá ndose. Mujer diabó lica.
―Necesito aire. ―Sin esperar respuesta, salí de la maldita habitació n.
La suave risa de Emma me siguió .
―Diviértete explorando.
Sí. Ella lo sabía. Esto iba a ser un infierno.
Había silencio en el pasillo, abandonado por el momento. Me apoyé en la pared y
traté de nivelar mi respiració n. No ayudó a acabar con la rigidez de mi polla. Se salía
de mis pantalones en un bulto que incluso a mí me parecía obsceno. Emma tenía que
haberlo visto. Y Dios, ella era buena para irritarme. No tenía ni idea de lo que pensaba
de ello. Quería darme la vuelta y preguntarle.
Diablos, quería darme la vuelta y mostrá rselo. Suplicarle que me diera un poco
de alivio. Sería bueno; le devolvería el favor con intereses. Dios, quería eso.
Simplemente quería.
No. Eso no es lo que haremos este fin de semana. Compórtate, Oz.
Dado que ahora odiaba la voz en mi cabeza y seguía teniendo una erecció n
que haría que me arrestaran por indecencia pú blica, pasé el taló n de mi mano por su
grosera longitud. Con firmeza. Un gruñ ido me abandonó , y mis abdominales se
apretaron. Volví a hacerlo, inclinando mi cuerpo hacia la pared, con la mano libre
apoyada en la superficie fría.
Maldita sea, quería moler en algo. No, la quería a ella. Resbaladiza y có moda. Ella
se contoneaba tan dulcemente en mi polla. Podía imaginarlo bien, ella montando
mi polla, esos dulces pechos rebotando para mí.
―Joder ―siseé, la sangre brotó y mis caderas dieron un empujó n involuntario.
Corría el riesgo de correrme en los pantalones.
El horror de eso fue suficiente para calmar mi erecció n. Exhalando un suspiro,
me enderecé. Me dolían los abdominales como si me hubieran dado un puñ etazo. Pero
al menos ahora podía caminar con normalidad. Y me dirigí a la planta baja, siguiendo
KRISTEN CALLIHAN
los sonidos de la actividad y el olor de la comida en una cocina bien equipada. Me
sorprendió encontrar a la novia de pie en medio de media docena de personal de
catering. Tenía el pelo revuelto y la piel enrojecida. Resopló con un sonido de pura
desesperació n y agarró su teléfono mó vil como si intentara exprimirle la vida. Era
demasiado tarde para retroceder: me había visto.
―¿Necesitas algo, Luc? ―Preguntó , educada pero tensa de una manera que
dejaba claro que esperaba en silencio que me fuera. Sentí empatía.
Levanté una mano.
―Só lo estoy deambulando. No te preocupes por mí.
Ella sonrió -delgada, dolorida- y luego asintió con la cabeza antes de que sus
hombros se desplomaran. La mujer parecía destrozada. Entonces recordé que era
cocinera. Al parecer, una muy buena. ¿Tal vez había pensado en cocinar para su boda?
La idea me pareció una locura.
Antes de que pudiera decir una palabra, Macon Saint entró a grandes zancadas,
con una expresió n de preocupació n.
―¿Qué ocurre? ―Le dijo a Delilah, acercá ndola antes de que pudiera responder.
Delilah emitió un gemido prolongado y se abrazó a él.
―Ha habido un accidente en la 101.
Saint palideció .
―¿Alguien herido? ¿Quién?
―No ―dijo ella―. No hay heridas. A menos que cuentes nuestro pastel de bodas.
―Jesú s, Tot. Me has dado un susto de muerte. Pensé que era algo serio.
Delilah miró a Saint con desprecio.
―¡Esto es serio!
Saint se encogió , e internamente, yo también. El pobre bastardo se metió en eso.
―Quise decir como la muerte... mierda, de acuerdo. Es serio.
Delilah se apretó el puente de la nariz y respiró con fuerza.
―Mi pastel. Salpicado por todo el asfalto. ¿Có mo se supone que voy a tener un
pastel listo a tiempo con todo lo que tengo que hacer?
―Puedo hacerlo.
¿Fui yo quien habló ?
KRISTEN CALLIHAN
Ambos se volvieron hacia mí. Sí, había sido yo. Diablos, me había sorprendido a
mí mismo. Pero ver a Delilah frenética y necesitada de la ayuda que yo podía
proporcionarle había puesto en marcha una oleada de adrenalina que antes só lo había
sentido en el hielo. Aquí había un reto en el que podía sumergirme, algo que podía
hacer que valiera la pena, que fuera ú til.
Saint adoptó inmediatamente una expresió n de Ahora tengo que lidiar con este
maldito tipo.
―Es muy amable de tu parte...
―No está bromeando ―llegó la voz de Emma a mi codo.
Casi salté. La mujer se movió sobre pies de gato.
Ahora que me fijaba en ella, todos los demá s pensamientos se dispersaban. No
podía concentrarme má s allá del cá lido borde de su brazo rozando el mío. Ya era
bastante difícil mirarla sin que los pensamientos ilícitos revolotearan por mi cerebro.
¿Qué haría ella si me inclinara y la lamiera?
―Hablo en serio ―dijo, rompiendo mi nebulosa―. Sus pasteles son los
mejores que he probado.
Un rubor de orgullo me recorrió el cuello y la cara. En algú n momento, la suya se
había convertido en la opinió n que má s valoraba.
Las cejas de Delilah se levantaron.
―¿En serio?
Podía hacerlo. Quería hacerlo.
―Bueno, no sé si el mejor de la historia ―dije―. Pero sí sé có mo hacer un pastel.
Te prometo que no haría nada para arruinar tu día.
―Está siendo modesto. ―Emma me dio un codazo, como si dijera: Habla, idiota.
Pero no me dejó ―. Saint, ¿recuerdas aquella semana de rodaje que hicimos en Lyon?
¿Y que salimos aquella noche?
Saint se animó .
―Oh, mierda. ¿Así de bien?
―Mejor. Pero puede que sea parcial.
No tenía ni idea de lo que estaban hablando, y estaba claro que Delilah tampoco.
Pero sonreía, tímidamente esperanzada. Lo cual era bueno. No quería ver a esta pobre
mujer deshecha por un desastre de pastel. Ademá s, estar encerrado en la cocina en
KRISTEN CALLIHAN
lugar de mezclarme con los invitados y luchar por no llevarse a Emma y hacerle cosas
sucias estaba má s que bien para mí.
Saint miró a su novia.
―¿Qué piensas, Tot?
Delilah clavó sus ojos en mí, repentinamente por100 el maestro de cocina.
―¿Qué puedes hacer?
―Depende de lo que quieras. ¿Cuá l era el pastel que habías pedido?
―Un bizcocho de avellana con mousse de vainilla y mango. Crema de mantequilla
de vainilla con una capa de fondant y flores.
Las ideas fluyeron y repiquetearon en mi cerebro, provocando una vez má s esa
embriagadora oleada de emoció n y desafío. Esto lo sabía. Esto me gustaba.
―¿Qué está s alimentando? Cuarenta?
―Cuarenta y cinco. Cincuenta, para estar seguros.
―Si quieres un multitier tradicional con crema de mantequilla, entonces nos
estamos pasando. Especialmente si esperas algú n tipo de decoració n elaborada.
―El pastel se siente maldito en este punto. ―El ceñ o fruncido de Dalila me dio
ganas de sonreír. Era como si se sintiera personalmente ofendida por la mala suerte, lo
cual podía entender.
―Podría hacer croquembouche. Eso es relativamente rá pido y un placer para el
pú blico. Hay infinitas posibilidades de Gâ teau. ―Mis dedos se movieron con la
necesidad de empezar―. ¿Tienes algú n sabor favorito? ¿Alergias alimentarias?
Mientras hablaba, Delilah empezó a sonreír.
―No hay alergias alimentarias. Y está s contratado.
―Lo hago gratis. ―Me adentré en la habitació n, echando un vistazo. La cocina era
tan buena como la que tenía en casa. Delilah era una cocinera profesional, y no dudaba
de que tenía las herramientas que necesitaba. Pero siempre podía ir a la tienda en
caso de necesidad―. ¿Qué será ?
Dalila miró a Saint, que se encogió de hombros.
―Lo que quieras, Tot.
―¿Puedes hacer crema de mango en el croquembouche? ―Los mangos debían
ser una cosa con ellos, porque Saint sonrió .
KRISTEN CALLIHAN
―Por supuesto. ¿Qué tal dos croquembouches y quizá s glace au beurre noisette
para acompañ ar?
―Creo que eres mi héroe ―dijo Delilah con una risa aliviada.
―Héroe del postre ―corrigió Saint, pero también sonreía, de una manera
reservada que me recordaba demasiado a mí mismo―. Gracias, hombre. En serio.
―No es un problema.
―¿Qué fue lo ú ltimo que mencionaste? ―Preguntó Emma, con los ojos un poco
vidriosos.
La mujer realmente amaba sus postres.
―Helado de mantequilla dorada. Aunque lo serviré má s como un semifrío,
teniendo en cuenta el tiempo.
―Señ or, sá lvame. ―Se abanicó .
Se suponía que debía evitar la tentació n de Emma Maron. Pero no podía ocultar
mi placer al verla jadear. Entonces se me ocurrió un pensamiento.
―No te importa, ¿verdad? Te voy a dejar sola un rato.
Demonios. No había pensado. Estaba aquí para interferir, no para hacer el postre.
Pero Emma se quedó boquiabierta, como si yo estuviera haciendo el ridículo.
―¿Está s bromeando? Delilah tiene razó n; eres un héroe por hacer esto.
Sentí los oídos calientes. Me encogí de hombros y me volví hacia Delilah.
―Tendré que repasar lo que tienes y correr al mercado.
―No te voy a poner tanto ―dijo Delilah―. Haz una lista de lo que necesites y
enviaré a alguien a buscarlo. Voy a trasladar a parte de mi personal de cocina para que
te ayude.
―Muy bien, entonces. Déjame en tu cocina, y empezaré.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Diecisiete
Emma
―Queridísima Emma ―dijo Dougal, mi antiguo vestuarista―, tengo que decir que
me encanta tu nuevo hombre.
A continuació n, se metió un bollo de crema en la boca y gimió dramá ticamente,
poniéndose una mano en el pecho.
Solté una carcajada. Me resultaba extrañ o y encantador a la vez escuchar que
alguien llamara a Lucian mi hombre. No lo era, pero era agradable saber que la gente
con la que había trabajado día a día lo aprobaba. Estaba orgullosa de Lucian. Eso era
seguro. Hoy había cumplido a lo grande, creando no só lo dos torres de
croquembouche, envueltas en brillantes hilos de azú car fino como un á ngel, sino
también deliciosos helados acompañ ados de delicadas galletas de mantequilla y
mangos cortados para que parecieran lirios en flor.
Todo ello sin sudar. A decir verdad, cuando se había sentado a mi lado justo al
comenzar la ceremonia, se había mostrado complacido y relajado.
―Es bueno, ¿verdad? ―Le dije a Dougal y sumergí mi cuchara en el helado.
―Voy a suponer que te refieres a mí ―me dijo Lucian al oído, haciéndome saltar.
―Para ser un hombre tan grande, caminas con pies de gato ―gruñ í.
Riéndose ante mi evidente arranque de sorpresa, tomó asiento.
―Es curioso, he pensado lo mismo de ti.
―¿Que soy sorprendentemente tranquila en mis pies para alguien tan grande?
Me dirigió una mirada oblicua de reproche.
―Que se te da bien acercarte sigilosamente.
En la terraza de Delilah y Saint se había colocado una larga mesa que se extendía
a lo largo de la casa. Sobre el mantel de lino color crema brillaban velas de té y velas de
cú pula. Sobre la mesa se había colocado una red de luces, flores blancas frescas y
vegetació n.
KRISTEN CALLIHAN
Ahora que la cena había terminado, la gente se levantaba y se mezclaba o
devoraba los postres de Lucian.
―Realmente has hecho un gran trabajo ―le dije con sinceridad.
―Hmm. ―Miró mi pequeñ o bol de helado―. No has probado el croquembouche.
Mi nariz se arrugó .
―No se lo digas a Delilah, pero odio los mangos. Los odio.
Lucian me miró un momento mientras Dougal observaba nuestra interacció n con
gran interés; luego gruñ ó , se puso de pie y se alejó .
―Uh-oh ―dijo Dougal con una risa―. Has molestado al chef.
¿Lo había hecho? No parecía el tipo de persona que se enfada si a alguien no le
gusta su comida. Pero se había marchado. Miré a Dougal con impotencia,
preguntá ndome si debería... bueno, no iba a disculparme, no por eso. De hecho, si
estaba haciendo pucheros, podría dejarlo allí.
Pero regresó antes de que pudiera seguir pensando, con un plato de esos bonitos
bollos de crema cubiertos de caramelo que formaban el croquembouche en la mano.
Mi ira aumentó cuando se sentó , a horcajadas en la silla, de esa manera que a los
hombres les encantaba hacer, y me miró .
―Hablo en serio, Brick. No me gustan. Y no voy a comer uno só lo para aplacar
tu…
―Sé que no te gustan los mangos. ―Un leve rizo de humor bailó en sus labios.
―¿Lo sabes? ―¿Có mo? ¿Có mo lo sabía?
―Te he estado alimentando todo este tiempo, ¿recuerdas? ―Con su voz de
mantequilla caliente, sonaba sucia, ilícita.
―Lo recuerdo. ―Sonaba demasiado sin aliento.
Lo notó claramente; esa pequeñ a sonrisa privada se trasladó a sus ojos.
―Nunca te comes las rodajas de mango cuando las pongo en alguna comida.
Comprendí y recordé que, aunque había desayunado bandejas de fruta con
mangos, habían dejado de incluirse después de la segunda vez. Con los ojos muy
abiertos, le devolví la mirada en silencio.
Los largos e inteligentes dedos de Lucian cogieron con delicadeza un bollo de
crema.
―Por eso hice algunos de estos con crema de vainilla y jengibre.
KRISTEN CALLIHAN
¿Me había quedado boquiabierta antes? Me quedé con la boca abierta. Detrá s de
mí, escuché a Dougal suspirar, como si estuviera impresionado. Pero yo só lo podía
mirar a Lucian, que parecía presumido pero extrañ amente tímido también.
―¿Lo hiciste por mí? ―Croé.
Su ancho hombro se movió bajo la chaqueta.
―Eso, y la combinació n de vainilla, jengibre y mango reflejaba lo que Delilah y
Saint habían querido en su pastel original.
Podría enamorarme de este hombre. Caer con fuerza. Quizá ya lo había hecho,
porque mi corazó n era demasiado grande y latía demasiado rá pido. Me dedicó otra
pequeñ a sonrisa, apenas perceptible, y sus pá lidos ojos brillaron con algo suave e
intencionado.
―Ven ahora, honeybee ―murmuró ―. Prueba mi crema.
Solté una carcajada sorprendida y mi cara se encendió , pero como él había
ordenado, abrí la boca.
Las fosas nasales de Lucian se encendieron. Su mano tembló un poco cuando
levantó el bollo de crema y lo colocó en el borde de mis labios. Abrí má s la boca y
saqué la lengua para probar el primer sabor dulce.
Un caramelo rico, casi con sabor a nuez, el suave crujido de la pastelería, una
rá faga de suave crema ligera con un toque de vainilla y especias de jengibre. Mastiqué
lentamente, con los ojos clavados en los suyos, el cuerpo tenso y la boca en el cielo. É l
se quedó conmigo, dá ndome otro bocado, con la crema en el pulgar.
Mi lengua se deslizó sobre el extremo romo, y él gruñ ó . Fuerte.
―Jesú s ―dijo Dougal, rompiendo el hechizo―. Hazlo en tu habitació n.
Al ser sorprendidos, los dos nos volvimos hacia él. El hombre grande y calvo, con
pequeñ as gafas redondas de color granate y una perilla perfectamente grabada, se
sonrojaba tanto que su piel morena se volvía de un color rosado intenso.
―Algunos de nosotros estamos aquí sin citas. No hay necesidad de burlarse de
nosotros con ese preludio de sexo pervertido. ―Dougal se abanicó ―. Dioses de abajo,
necesito un trago.
Lo vimos alejarse y mi cara se encendió . Había estado a dos segundos de
chuparle el pulgar a Lucian y pedirle má s. Lucian, en cambio, no se inmutó y se limitó a
lamerse el pulgar hú medo, dirigiéndome una mirada perversa.
―Idiota ―murmuré, haciéndole soltar una risita, un delicioso sonido retumbante
que era pura satisfacció n masculina.
KRISTEN CALLIHAN
El coqueto Lucian era peligroso. Y guapísimo. En algú n momento entre la
preparació n del postre y la boda, se había puesto un traje gris humo de corte fino con
una camisa blanca y una corbata azul plateada. La combinació n de colores hacía que
su piel fuera de color bronce y sus ojos de cristal de mar.
Hizo una pausa y levantó sus oscuras y gruesas cejas en señ al de interrogació n.
―¿Por qué me miras así?
Porque te quiero.
Arrastré la punta de un dedo por una gota errante de crema en el plato y la lamí,
disfrutando de la forma en que él observaba con intenso interés.
―No se puede evitar, Brick. Realmente llevas ese traje.
Si no lo conociera mejor, pensaría que está avergonzado por los elogios. Su voz
salió en un estruendo á spero.
―Parecías sorprendida.
No me sorprendió en absoluto. El hombre podía hacer que un chá ndal de
terciopelo pú rpura pareciera una buena idea.
―Estoy acostumbrada a que lleves vaqueros. No estaba segura de que tuvieras
un traje.
Se rió , como si se divirtiera en silencio.
―Cariñ o, tengo docenas de ellos. Todos hechos a mano. ―Se sentó , mostrando la
forma en que su traje perfectamente cortado se alineaba con su largo y delgado
cuerpo―. Soy un jugador de hockey, después de todo.
―Sinceramente, no veo la conexió n.
―Los jugadores de hockey llevan traje o ropa de vestir el día del partido y
durante los viajes. Como señ al de respeto, de unidad del equipo. ―Agitó una mano
ociosa―. Para demostrar que somos, al menos en apariencia, caballeros.
Eso fue... increíblemente sexy.
―Y yo que pensaba que lo tuyo era todo batallas sangrientas en el hielo.
De nuevo vino esa peligrosa y preciosa sonrisa.
―Nosotros también somos eso. Aunque menos en los ú ltimos añ os. Nos hemos
templado.
―Un barniz en el mejor de los casos, ¿eh? ―Dios, eso también fue sexy. Aunque
supuse que no debería haberlo sido.
KRISTEN CALLIHAN
―Contigo, honeybee, siempre seré un caballero. ―Se rió suavemente, como si
estuviera impartiendo un secreto―. A menos que no quieras que lo sea.
Debería haber puesto los ojos en blanco ante eso, porque claramente me estaba
provocando con esa frase cursi, pero también estaba claramente relajado y
disfrutando tanto que no pude evitar sonreír.
―Te lo haré saber ―le dije―. Hasta entonces, siéntate ahí y ponte guapo para mí,
¿de acuerdo?
Soltó un suspiro, con la sonrisa aú n en los ojos, y sacudió ligeramente la cabeza,
como si dijera: Qué voy a hacer con esta mujer?. Yo estaba completamente de acuerdo.
Yo tampoco sabía qué hacer con él. Saltar sobre su regazo y rogarle que me diera má s
pasteles de crema me pareció la mejor opció n.
―Por cierto, está s muy hermosa ―me dijo, sacá ndome de mi lujuria. Su mirada
me recorrió , observando el vestido de seda sin tirantes en forma de A que llevaba.
Pero no fue eso lo que atrajo su atenció n. Su atenció n volvió rá pidamente a mi rostro,
como si fuera lo que má s le cautivaba―. Seguro que oyes eso todo el tiempo.
Lo hacía. Y siendo mujer, me habían enseñ ado desde muy temprano a no
sentirme có moda con los elogios. Lo que realmente era una putada, porque también
nos habían enseñ ado a anhelar los elogios y la aceptació n. Pero todo eso no me
impidió sentir una cá lida oleada de placer al ver que Lucian me encontraba hermosa.
Su voz bajó , volviéndose má s contundente.
―Cuando te conocí, me molestó que me diera cuenta de lo hermosa que eras.
―¿Qué? ―La palabra salió en un graznido confuso.
La sonrisa de Lucian era iró nica y tensa.
―Eres la invitada de Amalie. No tengo derecho a mirarte así.
Ahí tuve que discrepar. Pero no me dio la oportunidad.
―La cosa es que cuanto má s te conozco, má s hermosa eres para mí.
Oh. Demonios.
Mi aliento se fue en un suspiro racheado, mi corazó n se hinchó dolorosamente
dentro de los confines de mi pecho.
―Me gusta quién eres, Em ―dijo, como si la confesió n le fuera arrancada y no
quisiera que lo fuera. Pero no parpadeó , no se inmutó cuando mis labios se separaron
por la sorpresa. Tragué con fuerza.
―A mí también me gusta quién eres.
KRISTEN CALLIHAN
En ese momento, Lucian giró la cabeza, mostrá ndome su feroz perfil. Estaba
claro que se sentía tan incó modo con los elogios como yo. Una lá stima. Lo necesitaba.
Necesitaba saber que tenía valor. Pero nos habían visto, y nuestra delicada intimidad
se rompió cuando Delilah se acercó .
―¡Luc! ―Delilah casi chilló con una sonrisa radiante―. Necesito darte un gran
abrazo.
Estaba preciosa con su vestido de novia de encaje y seda, con flores de
azahar en el pelo. El ú nico guiñ o al color era el rojo de su lá piz de labios y sus zapatos
de tacó n, cuya visió n había hecho sonreír a Saint de forma tan brillante y amplia
durante la ceremonia que me había hecho sentir una punzada en el corazó n al verla.
Ahora, ella se acercó a Lucian, quien inmediatamente se puso de pie y aceptó su
abrazo con gracia.
Saint le siguió . Aunque no sonreía como Delilah, parecía satisfecho y má s feliz de
lo que nunca le había visto. El matrimonio estaba de acuerdo con el hombre. En cuanto
Dalila terminó de abrazar a Lucian, Saint extendió la mano y estrechó la de Lucian.
―Gran trabajo, hombre. En serio.
―Ha sido un placer ayudar ―dijo Lucian, pareciendo casi tan incó modo con sus
elogios como con los míos.
Delilah sacó una silla para sentarse, pero Saint se le adelantó y la cogió para sí
mismo, tirando luego de ella hacia su regazo. Ella le pasó el brazo por los hombros y se
apoyó en él con un suspiro.
―Estoy agotada.
Saint se rió .
―Ni siquiera hemos llegado al baile en el que insististe.
―Oh, estamos bailando, señ or. Ni se te ocurra intentar escabullirte de eso. ―Miró
el plato de bollos de crema que Lucian había puesto en la mesa―. Só lo necesito un
pequeñ o descanso primero.
Lucian vio la direcció n de su mirada y movió un poco el plato.
―¿Quieres uno?
―¡Sí! ―Tomó un bocado y le dio un enorme y gimiente mordisco antes de darle el
resto a Saint―. Tan bueno.
Delilah miró a Lucian.
―¿Nunca has horneado profesionalmente?
KRISTEN CALLIHAN
―No. Só lo en casa. O para mis compañ eros de equipo.
―Su bisabuelo era Jean Philipe Osmond ―puse, esperando que con las
conexiones de chef de Delilah, ella supiera quién era―. É l enseñ ó a Lucian.
Lucian me dirigió una mirada de reproche, pero no parecía realmente molesto,
sino má s bien sorprendido de que lo estuviera hinchando. Arqueé la ceja, como si
dijera: ¿Qué? Estás siendo modesto.
Los ojos de Dalila se abrieron de par en par.
―¿Es verdad? Santo cielo.
―Me estoy perdiendo algo ―dijo Saint.
Se giró y le limpió cuidadosamente una pequeñ a miga de la comisura de la
boca.
―Jean Philipe Osmond fue uno de los mejores pasteleros del mundo. Tengo dos
de sus libros de cocina. Lo cubrieron durante un semestre en la escuela culinaria.
Las cejas de Saint se alzaron. Las mías también lo hicieron.
Me volví hacia Lucian.
―¡No me has contado todo eso! ―Se encogió de hombros.
―Dije que era importante.
―Eres el maestro de la subestimació n, ¿lo sabías?
Mostró una sonrisa rá pida que hizo que mi pulso se agitara.
―Bueno, eso ayuda a explicarlo. ―Delilah miró a Lucian y luego tomó otro bollo
de crema―. No sé cuá nto te ha contado Emma sobre mí, pero voy a abrir un
restaurante en unos meses. Justo al final de la calle.
―Ella me lo dijo. Y que eres una chef excepcional.
Delilah me miró con alegría, pero su atenció n se centró en Lucian.
―He estado luchando por encontrar un pastelero.
Estaba claro hacia dó nde se dirigía, y Lucian se echó hacia atrá s, como si tratara
de distanciarse físicamente de toda la idea.
―No soy un chef profesional.
―Eres tan bueno como si lo fueras ―replicó ella―. Este es uno de los mejores
trabajos de pastelería que he probado, y creo que ni siquiera has sudado.
―No, pero...
KRISTEN CALLIHAN
―El postre desempeñ a un papel muy importante en lo que intento decir
―aclara―. Necesito a alguien que entienda los sabores y que no tenga miedo de dar
rienda suelta a su creatividad. Muchos de los pasteleros profesionales que he conocido
son demasiado rígidos o está n preocupados por el fracaso. ―Sus ojos dorados se
entrecerraron especulativamente―. De alguna manera no creo que te intimiden los
críticos.
Lucian se encogió de hombros.
―A la gente le gusta mi comida o no le gusta. No es mi problema.
―Exactamente ―exclamó ella con una pequeñ a carcajada―. Eres un pendenciero.
Necesito eso.
Hizo un sonido de diversió n, pero debajo de la cubierta de la mesa, vi la forma en
que sus dedos se apretaron, como si quisiera salir corriendo. Pero no lo hizo.
―Nunca he pensado en hacer algo así.
―Nena ―murmuró Saint, captando la reticencia de Lucian.
Delilah lo ignoró , con los ojos muy abiertos y suplicantes.
―Lo entiendo, es mucho para amontonar de la nada. Y un gran cambio de estilo
de vida para ti. Pero, ¿considerarías echar un vistazo a mis planes de menú y ver si te
despierta algú n interés creativo?
Lucian parpadeó , claramente sorprendido por su fervor. No lo estaba. Había
pasado tiempo con Delilah y sabía que le apasionaban la cocina y la comida. No era un
salto para ver que ella estaría emocionada de conocer a alguien con el mismo tipo de
talento y pasió n por la comida. Lo curioso era que Lucian no parecía entender cuá nto
de sí mismo revelaba a través de su trabajo. Dalila tenía razó n: era un luchador. Pero
también era un artista reflexivo que evocaba emociones a través de su comida. Sus
platos eran sensuales de una manera que no creo que se diera cuenta.
Bajo los ojos de cachorro de Delilah, que no parpadeaban, cedió con un gesto de
la boca, como si quisiera seguir resistiendo pero no tuviera energía para luchar contra
su fuerza de voluntad.
―De acuerdo. Te daré mi correo electró nico y podrá s enviarlo.
―¡Sí! ―Hizo un pequeñ o gesto con el puñ o que hizo que Saint se riera y la
recostara contra su amplio pecho. Parecían tan có modos juntos, tan enamorados, que
una pequeñ a punzada de envidia me pellizcó el corazó n. Delilah le sonrió antes de
dedicarme una sonrisa feliz y relajada―. Es mucho mejor que Greg, Em. Mucho mejor.
Un latido colectivo recorrió la mesa. Delilah sabía claramente que había hablado
fuera de lugar, y sus labios se separaron en señ al de angustia. Fue lo
KRISTEN CALLIHAN
suficientemente rá pida como para entender que darme una mirada de disculpa sería
demasiado obvio, pero supe que lo sentía de todos modos. Saint, que era má s sensible
de lo que la mayoría de la gente sabía, levantó a su novia y, en una impresionante
demostració n de fuerza, se puso de pie y la levantó con él.
―Si nos disculpas ―dijo, tomándola en brazos―. Tengo que reclamar unos bailes.
Nos dejaron solos con el fantasma de Greg colgando sobre nosotros como una
gran peste. Lancé un ataque preventivo.
―No quiero hablar de ello.
Lucian me observó con una quietud depredadora, y yo me preparé,
preguntá ndome có mo haría para sacarme la informació n.
―Muy bien.
Su simple aceptació n me hizo sentir pequeñ a en lugar de aliviada. Pero me callé
y jugué con el borde arrugado del mantel. La gente era engañ ada todo el tiempo. No
era su vergü enza, sino la del infiel. Aun así, el recuerdo de Greg entre los muslos de
una desconocida se arrastró por mi piel y se instaló en mi pecho. ¿Era realmente tan
fá cil dejarme?
―De alguna manera, lo dudo ―dijo Lucian. Y me di cuenta de que, muy a mi
pesar, había hecho la pregunta en voz alta.
Agaché la cabeza y arranqué una miga perdida que había caído sobre el charco
azul de mi falda.
―¿Podemos fingir que no he dicho eso?
―Muy bien.
―Estoy un poco... cruda.
Instintivamente, supe que lo entendería; Lucian también era crudo con muchas
cosas. El silencio se extendía entre nosotros, ocupado por las risas de la fiesta que nos
rodeaba. Pero aquí, en la mesa, está bamos en nuestra propia burbuja.
―Pienso en ti. ―La proclamació n á spera pero baja de Lucian me hizo levantar la
cabeza.
―¿En mí? ―Pero yo lo sabía. La fuerza de su mirada lo decía, la forma en que
parecía esforzarse hacia mí, pero se quedaba absolutamente quieto.
Unas líneas de sombría determinació n rodeaban su exuberante boca, como si se
arrepintiera de haber hablado. Pero luego continuó , las palabras cayendo sobre mi piel
en una ola caliente.
KRISTEN CALLIHAN
―Pienso en tocarte de nuevo, en saborearte. Me voy a dormir con tu nombre en
la lengua y tu olor en la piel.
No podía respirar. No podía moverme, atrapada por el pulso urgente de sus
palabras.
―Me despierto duro y dolorido, recordando có mo tu dulce pezó n se levantó para
mí. Pensando en có mo quiero chuparlo de nuevo, en un puto festín contigo.
Nos miramos fijamente, con el calor y la tensió n enroscá ndose entre nosotros
como un ser vivo, tirando de mis pezones, robá ndome el aliento. Su pecho subía y
bajaba agitado, el color bañ aba las crestas esculpidas de sus mejillas.
Yo quería. Quería mucho.
Tragó audiblemente.
―Me persigues, Emma. Cada maldita cosa sobre ti lo hace.
Mis dedos se cerraron en un puñ o mientras la sangre corría por mis venas.
―Yo también pienso en ti. Te he visto desnudo pero nunca he llegado a tocar.
Quiero hacerlo.
Lucian gruñ ó un sonido agó nico de deseo.
Mis palabras salieron sin aliento.
―Pienso en ello por la noche, cuando estoy sola.
Cerró los ojos, como si absorbiera un golpe. Cuando se abrieron, el verde
escarchado ardió con fuerza.
―No sabes lo que me hace eso, cariñ o.
―Dímelo.
Un mechó n de su pelo de tinta cayó sobre su frente mientras giraba la cabeza con
una sacudida, mostrá ndome su fuerte perfil.
―Me siento poseído. Por ti. Y me gusta.
Exhalé mientras mis entrañ as se hundían.
Pero su expresió n se endureció , la fuerte curva de su mandíbula se tensó .
―Y no debería, Em. No debería.
Reculando, parpadeé con fuerza, sin esperar eso. El orgullo me gritó que me
callara, pero de todos modos hice la pregunta.
―¿Por qué?
KRISTEN CALLIHAN
―Porque te mereces algo mejor que yo. ―Hizo una mueca pero no evitó
sostenerme la mirada―. Te lo mereces todo.
―Lucian...
Pero antes de que dijera otra palabra, cinco de mis antiguos compañ eros de
trabajo, borrachos y alegres, descendieron en masa.
―¡Emma amor! Ahí está s ―gritó Danny, ajeno a la tensió n que se respiraba
entre Lucian y yo.
Lucian me sostuvo la mirada durante un breve instante má s, el remordimiento y
la iró nica aceptació n oscureciendo sus ojos. Luego se levantó , deteniéndose só lo
para tocar mi hombro con la punta de sus dedos. Sus palabras, suavemente
murmuradas, bajaron en medio del barullo.
―Lo siento, Em.
Se me clavó en el pecho y me dejó un hueco mientras se alejaba, dejá ndome con
algo mucho peor que hablar de mi ex novio, que me engañ aba y era un imbécil. Tuve
que dar un largo y lento paseo por el carril de la memoria mientras mis amigos y
coprotagonistas decidían que lo que realmente necesitaba era que me recordaran todo
lo que había perdido.
Maravilloso. Simplemente maravilloso.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Dieciocho
Emma
***
Lucian
La evasió n só lo podía llegar hasta cierto punto. Al final, había que ceder. Lucian y
yo nos quedamos en la boda hasta que los ú ltimos invitados empezaron a marcharse a
sus habitaciones. Y entonces nos fuimos también. A nuestra habitació n.
Había sido todo diversió n y juegos cuando me había burlado de él sobre nuestra
habitació n individual antes. Ahora ya no lo parecía. No cuando bailó conmigo bajo las
estrellas y me dijo que creía en mí. Nunca nadie me había dicho eso. No así, como si
saliera directamente de sus entrañ as. Lucian creía en mí. Eso lo cambió todo. Lo quería
a él. A él. A nadie má s.
Tenía las yemas de los dedos frías y la piel tan tensa que mis movimientos me
parecían antinaturales mientras me vestía para ir a la cama en la ultra tranquilidad del
cuarto de bañ o. Como había pensado que estaría sola esta noche, mi ropa de dormir
consistía en un camisó n de algodó n demasiado fino que me llegaba a la parte superior
de los muslos y unos shorts.
Sinceramente, me había mostrado má s en la piscina. El hombre, como muchos
otros, me había visto prá cticamente desnuda en la televisió n. Oh, la arrogancia de
burlarse de él con esa pequeñ a informació n. Ya no me parecía especialmente
divertido.
Me quedé vacilando en el bañ o, frotando loció n en mis pies y piernas, esperando
que mis malditos pezones bajaran. Pero mi corazó n seguía golpeando la frá gil pared
de mi pecho.
Al darme cuenta de que si me quedaba má s tiempo en el bañ o, Lucian podría
empezar a preguntarse qué demonios estaba haciendo, dejé esa cierta seguridad y salí
a nuestra habitació n. Estaba de espaldas a mí mientras miraba por el conjunto de
puertas de cristal que daban al mar.
Su voz de tostado retumbó a lo largo de mi piel ansiosa.
―El viento está empezando a levantarse... ―Se giró y guardó silencio. Unos ojos
verde cristalino me recorrieron, calientes, lentos y minuciosos. El sonido de su
KRISTEN CALLIHAN
deglució n, un sutil movimiento de su garganta acompañ ado de un suave chasquido,
resonó en mi pecho, y mi respiració n se entrecortó .
Lucian cerró los ojos con fuerza durante un grueso momento, como si se
preparara.
Cuando los abrió , sus ojos estaban claros y fríos. Una mentira.
―Iré a lavarme. ―Pasó junto a mí, un hombre con una misió n.
Buena suerte con eso, Brick.
Sin embargo, no había exagerado sobre el viento. Una rá faga de viento golpeó las
ventanas y las puertas con tanta fuerza que hicieron ruido. Me metí en la cama,
corriendo bajo la seguridad de las mantas. Al menos eso fue lo que me dije a mí
misma. Que era el tiempo del que me escondía. Pero cuando Lucian abrió la puerta
del bañ o unos minutos má s tarde, el sonido reverberó en mí como un disparo.
No pude evitar mirarlo mientras recorría la habitació n en silencio, apagando las
lá mparas que yo había ignorado en mi intento de llegar a la seguridad de la cama, lo
que resultaba muy iró nico dado que la cama era el lugar menos seguro.
Al igual que yo, llevaba una camiseta raída, una que se amoldaba a los planos y
contornos de su pecho. Pero había cambiado los pantalones de traje por unos
vaqueros. Mis labios se movieron mientras él se dirigía lentamente a la cama, dejando
só lo la lá mpara de mi mesa auxiliar encendida.
―¿Piensas dormir con eso? ―Pregunté.
Lucian se congeló en el acto de retirar su lado de las mantas, luego se enderezó y
se apretó la nuca.
―No empaqué nada má s. Pensé que dormiría solo.
―Lo sé. ―La culpa se mezclaba con una extrañ a ternura protectora por este
hombre. Lo cual era ridículo, suponía, dado que era má s que capaz de cuidar de sí
mismo―. Yo tampoco lo hice.
Se quedó allí, mirá ndome con una mirada de impotencia, con la mandíbula
fruncida.
Suspiré y me apoyé en los mullidos cojines.
―Quítatelos. No podré ponerme có moda sabiendo que duermes con los
vaqueros.
Un poco del viejo Lucian petulante brilló en sus ojos, y su sonrisa se desvió .
―Esa es una extrañ a ló gica, Snoopy.
KRISTEN CALLIHAN
―No, no lo es. ―Levanté un dedo para contar mis puntos―. La idea de dormir
bajo las sá banas en vaqueros suena increíblemente incó moda; ergo, el que yo sepa
que los llevas me hace sentir increíblemente incó moda.
―Podría dormir sobre las sá banas.
―Lucian. Está s titubeando.
―Vacilando.
―Sí. ―Yo debería saberlo. Había vacilado como una maestra en el bañ o―. Só lo
quítatelos y métete en la maldita cama.
De nuevo vino esa sonrisa de lado, como si no pudiera evitarlo.
―Ahí está esa mandona que has estado escondiendo.
―¿Escondiendo? ―Resoplé, ya sintiéndome mejor. Esto sí podía hacerlo―. Nunca
lo oculto. Y creo que te gustan mis maneras mandonas, Brick.
―Lo hago. ―Sin dejar de mirarme, se desabrochó los vaqueros y los dejó caer al
suelo.
Error. Un gran error, ordenarle que se quite eso. Dios, sus muslos. ¿Se puede
decir que los gruesos y rasgados muslos de un hombre son hermosos? Apreté los míos,
tratando de reprimir el deseo de sentarse a horcajadas sobre uno de esos poderosos
muslos ligeramente peludos y montarlo.
Pero no funcionó .
Llevaba calzoncillos. De color gris paloma. Abrazando suavemente toda esa
dureza. . .
No mires. No... pero el dobladillo de la camiseta só lo llegaba a la parte superior de
sus caderas. El resto se mostraba amorosamente.
Mis ojos se desviaron hacia los suyos, divertidos. Refunfuñ é y me giré para
apagar la lá mpara de mi lado.
Le siguió la lenta risa de Lucian en la oscuridad. La cama se movió cuando él se
metió en ella y las mantas crujieron con sus movimientos. Hiperconsciente, solo podía
agacharme e intentar ponerme có moda.
―Esto es divertido. ―Su voz, seca de humor, sonaba demasiado fuerte en la
habitació n oscura.
Me giré para mirarlo, dejando que mis ojos se ajustaran. Habíamos dejado las
cortinas abiertas lo suficiente como para que la habitació n se tornara de un azul
KRISTEN CALLIHAN
oscuro, y sus ojos brillaban en las sombras, su pelo de tinta una mancha en las
almohadas blancas.
―Ese viento es espeluznante como el infierno ―susurré―. Podríamos contar
historias de fantasmas.
Tarareó , como si contemplara la idea. Dios, pero estaba cerca. Estaba tan
compenetrada con él que podía oler el jabó n de su piel y la tenue menta de su pasta de
dientes. Quería acurrucarme má s, poner mi boca sobre la suya y saborearla. Me aferré
a la almohada como si fuera un salvavidas. No iba a dar el primer paso. Una chica tenía
algo de orgullo.
―Hablando de fantasmas ―dijo finalmente en voz baja―. ¿Quién es Greg?
Hice una mueca de dolor y mi cuerpo se tensó .
―Sé que no querías hablar de ello antes. Y puedes decirme que me calle ahora, si
quieres. ―Su rostro duro se vio afectado cuando su mirada se movió sobre la mía―.
Pero la forma en que tus amigos se unieron a ti hace que me preocupe. ¿Este tipo te
hizo dañ o?
Tal vez fuera porque le había contado que mi padre pegaba, o tal vez fuera
simplemente la naturaleza de Lucian de cuidar de la gente, pero su preocupació n por
que me hicieran dañ o me calentó las entrañ as.
―No físicamente. ―Suspiré―. Greg Summerland era mi ex.
La cama se sacudió .
―¿El mariscal de campo?
―Sí. ―Realmente odiaba que Greg fuera un héroe para tantos. Sinceramente
esperaba que Lucian no fuera un faná tico. Pero sonaba má s sorprendido que
maravillado. Supuse que tenía sentido, ya que él también era un atleta profesional.
―Cuando me echaron -literalmente- del programa, fui a casa a llorar en su
hombro y lo encontré follando con una chica de diecinueve añ os en el suelo de mi
saló n.
―Ouch.
―No parecía muy có modo en las rodillas.
―Em. ―Su voz me tocó como una caricia.
No quería compasió n. No por el estú pido Greg y su polla errante.
―¿Qué debo decir? Fue un golpe. Pero creo que debería haber sentido algo má s
que rabia. Debería haberme roto el corazó n. Pero se siente bastante intacto.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian se lo pensó antes de hablar.
―Buen punto.
―Creo que sí ―dije con cierto descaro.
Comenzó a sonreír, pero luego su expresió n se nubló .
―Greg es un atleta estrella.
―Soy consciente.
―No me di cuenta de que estabas familiarizado con la vida.
―¿La vida siendo toda la locura de los faná ticos rabiosos y los interminables
viajes y horarios de prá ctica, quieres decir?
―Sí, eso. ―No parecía muy satisfecho.
―No es como si fuera muy diferente de mi vida.
Guardó silencio durante un segundo.
―No, supongo que no.
Lucian sonaba tan descontento que luché contra una sonrisa. Pero mi buen
humor se arrugó .
―Supongo que pensé que estaba por encima de todo el aspecto de persecució n
de faldas del que tanto había oído hablar. Al menos, afirmó que no era él cuando
empezamos a salir.
―Te dejó una mala impresió n de nosotros, ¿no?
―¿Nosotros? ―Pregunté.
―Atletas profesionales.
Los aleteos en mi vientre volvieron a aparecer, inexplicablemente fuertes. Me
acurruqué en la sensació n, medio apretá ndome a la cama.
―¿Está s tratando de decirme algo, honey pie?
Soltó una leve carcajada, pero no sonrió .
―No todos somos así, Em.
Los aleteos se trasladaron a mi pecho.
―Lo sé.
Un adorable gruñ ido fue su respuesta. Tuve la tentació n de presionarlo y
preguntarle por qué le importaba tanto que no renunciara a todos los deportistas.
Pero no tuve el valor. No cuando cualquier posible rechazo me nivelaría. Este hombre
KRISTEN CALLIHAN
me había abrazado con fuerza, me había sostenido cuando estaba deprimida y sentía
lá stima por mí misma. Había bailado en la oscuridad conmigo como si lo significara
todo. Yo quería que lo significara todo, y esa era mi debilidad.
Se quedó callado un momento antes de hablar con clara reticencia.
―Nunca preguntaste por Cassandra.
―Me imaginé que si querías hablarme de ella, lo harías.
Las esquinas de sus ojos se arrugaron.
―¿Esa es tu manera de decir que debería haberme ocupado de mis propios
asuntos con Greg el imbécil?
―Imbécil, ¿eh?
―Si te ha jodido, lo es.
Me reí.
―Sí, lo es. Y no, no me molesta que hayas preguntado.
Su asentimiento fue superficial, como si no estuviera escuchando del todo, y su
mirada se desvió .
―Cuando Cassandra se enteró de que me retiraba, se fue. Puso el anillo en la
mesa del vestíbulo y se largó .
Oh, Lucian.
Todo mi cuerpo se apretó de dolor por él.
―Esea imbécil.
Un fantasma de sonrisa asomó a su boca y emitió un gruñ ido de acuerdo. Menos
tenso ahora, volvió la cabeza hacia mí.
―Quiere ser actriz.
Oh, la ironía.
―Lo dices como si fuera otra palabra de cinco letras.
La comisura de su boca se crispó .
―No creo que sea otra palabra de cuatro letras.
―¿Está s seguro de eso?
―Puedo contar las letras. Estoy seguro.
―Me refiero a la forma en que te burlaste de la actriz como si significara una
mierda. Pero es bueno saber que puedes contar.
KRISTEN CALLIHAN
―Me vuelves loco; ¿lo sabes?
―Lo tomaré como un cumplido.
―No tengo ni idea de por qué lo harías.
Había una sorprendente ligereza en su voz. La idea de que el cascarrabias de
Lucian Osmond volviera a coquetear conmigo hizo que me recorrieran pequeñ as
burbujas de anticipació n por las venas.
―Al menos tengo un efecto sobre ti. Eso es mucho mejor que la indiferencia.
Gruñ ó , en voz baja y descontento. El silencio cayó como una cortina entre
nosotros, haciéndose má s grueso, má s potente. Me mordí el labio, esperando,
negá ndome a quebrar. Y entonces:
―¿Crees que soy indiferente a ti?
―Ya hemos establecido que no lo eres.
Volvió a gruñ ir.
―Em...
―Lucian.
Prá cticamente podía sentirlo vibrar de fastidio y de lucha por seguir con el tema.
Resopló con agrado.
―Completamente loco.
Agaché la cabeza para ocultar mi sonrisa.
―Lo sé.
―Te encanta. Admítelo.
―Difícilmente voy a admitir eso y perder mi ventaja, ¿ahora sí?
―Demonios.
Con una sonrisa de victoria, me acurruqué en la cama y traté de relajarme lo
suficiente como para dormir. Parece que Lucian también lo intentó . Las sá banas
crujían cuando se hacían los ajustes necesarios para estar có modos. Una vez
acomodados, nos tumbamos rígidamente uno al lado del otro, cada uno demasiado
consciente del otro para hacer el má s mínimo movimiento.
En el exterior, el viento aullaba y repiqueteaba contra el cristal, como si
protestara por no poder entrar. Lucian se aclaró la garganta y luego se calló . Mis labios
se crisparon al aflorar el nerviosismo reprimido que había sentido toda la noche. Una
risita surgió en mi garganta. Me esforcé por mantenerla bajo control, pero una
KRISTEN CALLIHAN
carcajada salió a pesar de mis esfuerzos. El silencio lo empeoró . Perdí la guerra y volví
a soltar una risita.
―¿Qué es tan gracioso? ―Preguntó en la oscuridad. Por su tono, me di cuenta de
que intentaba no sonreír.
Volví a reír, intentando en vano parar.
―No lo sé ―dije entre resoplidos y esputos.
―Por el amor de Dios ―exclamó , sonando totalmente exasperado, lo que só lo
me hizo reír má s. Sentí que se volvía hacia mí―. ¿Vas a decirme qué es lo que te hace
tanta gracia? ―Sonaba extrañ o en la habitació n oscura.
―Todo. Esta situació n, tu falta de ropa de dormir... ―Las risitas me tenían de
nuevo.
―Eres imposible ―dijo, tratando de sonar severo.
Me mordí el labio para no reír, pero se me escapó un bufido. Hubo una pausa
silenciosa.
Se rió en la oscuridad. Su sonido me excitó , y eso excitó a Lucian, hasta que nos
reímos incontroladamente con la cama temblando bajo nosotros.
―Oh, para; me duelen los costados ―dije, jadeando. Eran los nervios. Sabía que
eso era lo que me había hecho estallar, pero no podía controlar mi risa.
―¡Tú empezaste!
Bajé la voz para imitarlo.
―Podría dormir sobre las sá banas.
―Mira quién habla. Deberías haber visto tu cara.
La luna eligió ese momento para asomarse entre las nubes y su luz azul se coló
por la ventana, iluminando la habitació n. Lucian me miraba con los ojos entornados y
la lengua fuera en una expresió n de bobo realmente terrible.
―Eso es… ―Tomé mi almohada y lo golpeé con ella. Se rió en señ al de protesta.
―Te lo buscaste, cariñ o.
Una suave almohada golpeó mi cara cuando lanzó su represalia.
Grité indignada, le di un golpe en el pecho y me metí debajo de las sá banas antes
de que pudiera atraparme.
KRISTEN CALLIHAN
Arrancó las sá banas y se lanzó por mí con una carcajada. Me cubrí la cabeza con
las manos para protegerme, pero él las bajó , sujetá ndolas firmemente con una gran
mano, y me golpeó fuertemente con su almohada.
Grité y traté de apartar mi mano de su visceral agarre. Lucian só lo se rió má s
mientras yo luchaba. Conseguí liberar una mano y le clavé el pulgar en las costillas. Se
alejó rá pidamente, pero yo había encontrado su debilidad y fui tras él.
―¡Oh, no, no lo haces! ―Rodé hasta la mitad sobre él y le pinché los costados sin
piedad.
Dios, pero era adorable cuando se reía así, despreocupado y juvenil. Y astuto. En
un abrir y cerrar de ojos, me tenía de espaldas.
Volví a chillar, intentando desesperadamente hacerle cosquillas, pero me
resultaba difícil porque tenía las manos atrapadas debajo de mí. Mi mano se soltó ,
pero él la atrapó y la tiró por encima de mi cabeza. La acció n nos puso cara a cara.
Nos quedamos quietos, con el pecho agitado. Los ojos de Lucian buscaban los
míos, su aliento me abanicaba suavemente la cara. Ninguno de los dos se movió . Le
devolví el parpadeo, completamente consciente de la dura longitud de él presionado
contra mi sexo con só lo la barrera de nuestra ropa interior impidiendo que se
deslice dentro.
―Probablemente hemos despertado a toda la casa ―dije en un susurro
estrangulado.
Con los pá rpados a medio abrir, la tensió n le invadía con tanta fuerza que
temblaba. Y durante un breve segundo, creí que no me había oído en absoluto. Pero
entonces tragó audiblemente, y su voz salió ronca y tensa.
―Esa es mi señ al para hacer una broma, pero mi mente está en blanco, Em,
porque no puedo... No puedo. ―Apretó los ojos y luego los abrió de par en par―. No
puedo luchar má s contra esto. Te deseo. Te deseo tanto, joder.
Expulsé mi aliento de forma precipitada. Su mirada se dirigió a mi boca y
luego a mis ojos.
Otro temblor lo recorrió .
―¿Quieres esto?
Mala idea. La peor.
―Sí. ―Salió de mí―. Sí.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veinte
Lucian
Sí. Eso era todo lo que necesitaba escuchar. Sentí la palabra a lo largo de mi piel
acalorada, la saboreé en mi lengua. Un simple sí, y me estremecí. Bajo la luz de la luna,
me miró , con los ojos añ iles muy abiertos y deseosos, con los labios abiertos y
esperando.
Un gemido brotó de lo má s profundo de mi ser, y yo bajé la cabeza y tomé esa
boca que había estado deseando reclamar. Sí, sí y sí. Sus labios se movieron contra los
míos: suaves, deliciosos, perfectos. Dios, era perfecta. La besé, hambriento,
desesperado. Sabía a salvació n, a agua fresca y dulce después de haber ardido durante
tanto tiempo.
Mis manos se deslizaron por su pelo para sujetarla mientras acercaba mi boca a
la suya. Y ella se abrió a mí, arqueando su espalda para presionar sus pechos contra mi
pecho mientras me besaba con un fervor que hizo que todo mi cuerpo se apretara. La
lujuria se apoderó de mí con tanta rapidez y fuerza que la cabeza me dio vueltas.
Lamí su boca caliente, perdiéndome en ella. Los labios afelpados se movían con
los míos. Encontramos un ritmo, dulce y profundo. Yo me lanzaba contra la magnífica
boca de ella, y ella me acogía. Cada beso me provocaba un pulso de alivio, como si por
fin me hubieran dado exactamente lo que necesitaba. Cada beso me hacía desear
má s. Liberació n y necesidad. Liberació n y necesidad.
Las mantas crujieron cuando las aparté y la acerqué. Se acomodó contra mí como
si estuviera hecha para estar allí. Podría haberme reído de eso antes, pero aú n no
había tenido a Emma Maron en mis brazos. Ahora, todo lo que podía pensar era
¿Dónde has estado todo este tiempo?
La había echado de menos antes de conocerla.
―Lucian ―susurró contra mis labios, sus manos agarrando mis hombros―.
Lucian. ―Mi nombre se repitió como una oració n. Dios, pero quería concederle todos
sus deseos.
KRISTEN CALLIHAN
―Em. ―Deslicé mi muslo entre los suyos calientes. El calor hú medo se clavó en
mi mú sculo mientras ella apretaba y hacía girar sus caderas con un pequeñ o gemido
de impotencia.
―¿Se siente bien, cariñ o? ―Ella era má s que nada una sombra, y yo tenía ganas
de encender una lá mpara para poder verla bien. Pero eso significaría parar, y no
estaba dispuesto a dejarla ir. Me basé en el tacto, pasando mis dedos por su brazo,
hasta su cuello, donde el sudor se rociaba en su piel―. ¿Te gusta montar mi muslo?
―Sí. Sí. ―Esa palabra de nuevo. La mejor palabra de la historia.
Sus labios cosquillearon los míos mientras jadeaba, su dulce sexo trabajando en
un pequeñ o círculo. Acaricié su mejilla y le comí la boca mientras recibía su placer.
Llevaba mucho tiempo queriendo dá rselo. Tanto tiempo, joder. Sus manos
encontraron mi pecho y se deslizaron hacia abajo, recorriendo mi torso. No era nada
en el esquema de las cosas, pero esa simple exploració n, la forma en que gemía y
jadeaba en mi boca, enviaba lamidas de calor sobre mi piel.
Cuando su delgada mano alcanzó mi polla y me apretó a través de la barrera de
mis bó xers, un gemido salió de mí. Me estremecí, tan cerca de correrme por un
tanteo furtivo en la oscuridad que casi sería divertido si no estuviera tan excitado.
―Sá cala ―ronqué, flexionando mi muslo, sabiendo que ella lo sentiría.
Necesitaba su mano en mi piel desnuda―. Por favor.
Há bilmente, se metió debajo de la cintura y rodeó con sus dedos mi necesitada
polla, dá ndole un fuerte tiró n. Entonces fui yo el que gimió y jadeó , follando en el
apretó n de su mano porque se sentía tan bien. Un dulce alivio, un placer caliente. Vivo.
Ella me hizo sentir vivo.
Mi mano temblorosa encontró la curva de su cintura, donde su camisa de dormir
se desplomaba entre nosotros. Las puntas de mis dedos se deslizaron por debajo,
encontrando una piel sedosa.
―Em. ―La besé―. ¿Puedo verte?
Por favor. Por favor.
Emma me chupó el labio inferior, con su mano ocupada en acariciarme, pero se
apartó lo suficiente como para captar mi mirada. Tenía los ojos vidriosos, los labios
hinchados y hú medos.
―Quítamelo. Quítamelo.
Como si no pudiera respirar. La ayudaría.
Intenté levantarme la camiseta pero entonces solté una carcajada.
KRISTEN CALLIHAN
―Vas a tener que soltarme la polla, cariñ o.
Me besó de nuevo, una presió n codiciosa de labios.
―No quiero.
Sonreí, mi pecho se llenó de luz líquida.
―Créeme... ―Besé su suave boca―. Yo también estoy destrozado por ello.
―Busqué su cuello y lamí su piel resbaladiza―. Puedes recuperarlo muy pronto.
―Oh, lo haré. ―Sonrió , con un brillo perverso en los ojos, y se acercó ,
subiéndome por el muslo, y luego me soltó . Sentí la pérdida inmediatamente, pero no
perdí tiempo en quitarle la camisa. La luz de la luna coloreó los pechos que tanto me
había esforzado en no considerar de color plateado pá lido, los pezones eran sombras
oscuras.
Temblaban, casi tocando la pared de mi pecho mientras ella respiraba, su brazos
alrededor de mi cuello, su mirada amplia con anticipació n.
―Cristo, eres hermosa. Tan jodidamente hermosa, Em. ―Sería hermosa en la
oscuridad total.
La curva de su pecho desnudo me llenó la palma de la mano y ambos hicimos un
ruido de placer. Pellizqué el duro pezó n y me encantó la forma en que sus pá rpados se
agitaron al separar los labios. Ella se arqueó ante el contacto y su cabeza se inclinó
hacia un lado. La besé a lo largo de su cuello, pellizcando ese dulce pezó n, tirando de
él.
Oh, pero eso le gustó , gimiendo y contoneá ndose, levantando má s esas dulces
tetas como estímulo. Me sumergí y arrastré mi lengua a lo largo de una de las puntas.
El sonido que hizo fue tan sucio, caliente y codicioso que mi polla palpitó . Sujetando
ese suculento pecho en la palma de mi mano, lo lamí, lo chupé y lo besé como me
moría de ganas.
―Lucian...
Necesitaba má s, sus caderas rechinaban sobre mi muslo con movimientos poco
coordinados. Mi mano libre se dirigió a su culo -ese espectacular culo- y lo agarró .
La acerqué y mi boca encontró la suya.
―Mó ntame, cariñ o.
La apoyé en mi muslo, sujetando su culo mientras balanceaba el calor
resbaladizo de su sexo hacia arriba y hacia abajo. Los pechos de Emma me hacían
cosquillas en el pecho con cada empuje ascendente, y sus labios se posaban sobre los
míos. Nuestros alientos se mezclaron y le robé un beso, desordenado y frenético. Mi
KRISTEN CALLIHAN
polla palpitaba en busca de la liberació n, me dolía. Pero ver sus pá rpados agitados, la
forma en que su hermoso rostro se tensaba de placer, hizo que valiera la pena la
tortura.
―Me voy a correr si tú ... ―jadeó , mordisqueó mi labio inferior― Sigues haciendo
eso.
―Bien ―gruñ í, flexionando mi muslo, haciéndola rebotar. Eso le encantaba―. Ven
sobre mí, cariñ o. Déjame ver có mo te mueves.
Su cabeza cayó sobre mi hombro y sus labios me acariciaron el cuello. Se
balanceó y se apoyó en mi muslo, poniéndolo caliente y hú medo. Pero su há bil mano
se deslizó hacia abajo y encontró de nuevo mi necesitada polla. Hice un ruido que sonó
a dolor, pero era un placer puro que me hizo empujar hacia arriba para agarrar su
mano.
―No sin ti ―dijo, masturbando mi longitud. Nuestras bocas se encontraron y el
beso se convirtió en algo salvaje. La besé hasta que no pude respirar, y luego la volví a
besar. Y ella se movió sobre mí, con su mano acariciando y tirando.
El calor me invadió la piel y me lamió la polla. Mis abdominales se apretaron
mientras gemía y me enroscaba alrededor de ella con un estremecimiento de pura
lujuria.
―Estoy cerca.
―¿Lo estás?
―Sí.
Jadeando ahora, nos trabajamos mutuamente, má s fuerte, má s rá pido. El aire se
empañ aba, y ella temblaba.
―Ahora, Lucian. Ahora.
―Joder.
―Oh! ―Su profundo gemido, la forma en que se apretó a mi alrededor mientras
su orgasmo se estremecía en su esbelto cuerpo, me hizo estallar. Me liberé con un
grito, palpitando tan fuerte que mi cabeza se volvió ligera.
Durante largos momentos estuvimos tumbados en una marañ a desordenada y
resbaladiza, luchando por recuperar el aliento. Cerré los ojos y acaricié
ociosamente su pelo hú medo, con el corazó n retumbando en mi pecho. Ni siquiera
habíamos follado y, sin embargo, me sentía má s lleno que con cualquier sexo que
recordara.
KRISTEN CALLIHAN
Emma se acurrucó má s, rodeando mi cintura con su brazo mientras trazaba una
línea a lo largo de mi espalda.
―Vaya.
Débilmente, sonreí.
―Esa es una palabra para ello.
―¿Tienes otra? ―Su voz era ronca y grave. Puro sexo. Mi polla se retorció .
Bastardo codicioso.
Agaché la cabeza para mirar su rostro sonrojado.
―¿Má s? ¿Otra vez? ¿Por favor?
Su sonrisa creció , la mano en mi espalda se alisó con má s propó sito.
―A mí también me gustan esas palabras.
Le di un suave beso y me reí. Pero luego me detuve cuando se me ocurrió un
pensamiento horrible.
―Infierno.
Me besó la comisura de la boca.
―¿Qué?
Suspiré y atrapé su mirada con la mía.
―Dime que tienes condones.
Su expresió n de decepció n horrorizada podría haber sido divertida si no
estuviera a punto de llorar. Al menos mi cabeza pequeñ a quería llorar. De acuerdo, la
cabeza má s grande también quería llorar.
―Demonios ―dijo ella.
Dado que ella estaba igualmente agraviada, me encontré sonriendo. Mis dedos se
enredaron en la masa de su pelo, agarrá ndolo mientras mi boca encontraba la suya.
―Tendremos que hacer otras cosas.
Y lo haría. Se las haría toda la puta noche.
***
KRISTEN CALLIHAN
Emma
―No puedo soportarlo.
Su lengua me acarició el pezó n, una burla socarrona.
―Puedes hacerlo.
Me dolía todo; mi vientre se retorcía en dulces nudos de placer. Suavemente, me
besó el pezó n. Muy suavemente. El calor palpitaba. Me mordí el labio, luchando por
mantenerme quieta, amando el tenso deseo que tiraba de mi nú cleo. Me sujetó allí,
tomá ndome el pecho con una mano firme, lamiéndome el pezó n y dá ndome besos de
succió n con las má s suaves caricias con la intenció n de sacarme de mis casillas.
Y me encantó . Me encantó.
Nos encontramos con el pequeñ o inconveniente de que ninguno de los dos tenía
preservativos. Aunque estaba segura de que había algunos en esta casa, no estaba
dispuesta a ir a buscarlos. De acuerdo, mi carne estaba má s que dispuesta, pero no me
atrevía a hacerlo. Tampoco podía dejar que Lucian fuera a buscarlos. Mi orgullo no
podía soportar que mendigá ramos como universitarios en una fraternidad.
Ademá s, ninguno de los dos quería separarse durante tanto tiempo. Nos
comprometimos a pasar la noche besá ndonos y tocá ndonos. Sin lenguas por debajo de
la cintura, só lo con las manos. «Cuando por fin pueda probarte», había dicho Lucian,
«quiero poder hundirme en ti después. Necesito eso, Em».
Pues bien.
Era bueno con las manos. Eso creía yo, al menos. ¿Y ahora? Ahora, me estaba
desmontando lentamente. Me besó durante horas: besos lentos y profundos hasta que
mis labios se hincharon y mi cuerpo zumbó . Manos que exploraban, que se burlaban
de mis pechos, que acariciaban mi piel. Me acostumbré al terreno de su cuerpo,
trazando los desniveles e hinchazones de la carne firme, los mú sculos tensos y la piel
caliente.
Cada nervio se agudizó ; cada mú sculo dolía. Apartadas las mantas, nos
tumbamos en una marañ a caliente de miembros y pieles sudorosas. Só lo la fina tela de
nuestra ropa interior nos separaba.
Una medida necesaria.
Excepto.
KRISTEN CALLIHAN
Su mano se deslizó por debajo de la banda de mis bragas y las á speras
almohadillas de sus dedos encontraron mi sexo empapado. Grité y me retorcí mientras
me rodeaba lentamente el clítoris.
―Dios, eres encantadora. ―Unos solemnes ojos verdes me observaron sonrojada
y jadeante mientras me acariciaba y se burlaba―. Ese sonido que haces. Ese pequeñ o
gemido. Voy a escucharlo en mis sueñ os, Em.
Volví a gemir. La visió n de su mano estirando mis bragas mientras me trabajaba
provocó un escalofrío ilícito a lo largo de mi piel, y me aferré a su antebrazo movedizo,
sujetá ndolo allí donde lo necesitaba.
―Lo sé, cariñ o. ―Sus labios rozaron los míos―. Lo sé. Voy a estar aquí pronto,
Em.
―No lo suficientemente pronto.
Eso me hizo reír.
Le lamí el labio superior y luego se lo mordisqueé. Me encantaba su boca. Me
encantaba la forma en que besaba, un poco sucia, tan minuciosa. Adoraba con su boca,
devoraba y entregaba. Lo besé má s profundamente, necesitá ndolo. Anhelá ndolo.
El grueso y largo dedo de Lucian se deslizó dentro de mí, y yo gemí, un sonido de
dolor.
―Eso es ―raspó , metiéndome los dedos con empujones agó nicamente lentos―.
Joder, eso es.
Jadeé, con la cabeza ligera, y mis muslos se aferraron a su mano, como si pudiera
aguantar la sensació n.
―Abre las piernas un poco má s, cariñ o. Déjame entrar. Buena chica. ―Me tomó el
cuello con su mano libre, con su frente pegada a la mía―. Un día, pronto, voy a trabajar
en esta caja de miel apretada, follarla durante horas.
Mis muslos temblaban, el calor me invadía mientras el bajo vientre se apretaba.
―Lucian. ―Moví las caderas.
Añ adió otro dedo y me lo metió en un á ngulo que me hizo gemir de placer.
―Justo aquí, Em. Justo aquí es donde estoy dolorido por lo mucho que quiero
estar.
Lo deseaba con todas mis fuerzas. Mi cuerpo se movía con él, meciéndose
contra su mano.
KRISTEN CALLIHAN
―Justo aquí es donde adoraré. ―Me besó suavemente, un simple encuentro de
bocas, mientras su pulgar se deslizaba y encontraba mi clítoris. Presionó hacia abajo,
má s duro ahora que estaba excitado y en el borde. Justo como me gustaba. La cabeza al
rojo vivo chisporroteó y se encendió , y me corrí en una ola que me hizo apretar contra
él―. Di mi nombre. ―Frotó mi sexo resbaladizo, con los dedos dentro de mí.
―Lucian. ―Sollozaba―. Lucian.
Su agarre en mi nuca era cá lido y tranquilizador mientras me besaba.
―Esa es mi chica ―dijo mientras bajaba de mi altura, mi cuerpo temblando―. Mi
chica.
Volví a concentrarme cuando se desprendió de mis bragas. Se llevó la mano a la
boca y, sosteniendo mi mirada con sus ojos verdes y cristalinos, se chupó los dedos
hú medos.
Una sonrisa perversa curvó su exuberante boca mientras su voz rodaba sobre mí
como miel caliente.
―Delicioso.
Solté una débil carcajada, cayendo en su hú medo pecho.
―Lucian Osmond, me has destrozado.
Su brazo me rodeó los hombros mientras sus labios tocaban la coronilla de mi
cabeza.
―Es justo. Me has destrozado desde que nos conocimos.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintiuno
Emma
Me desperté con el crujido de las sá banas y una mano cá lida que me acariciaba la
mejilla. Abrí los ojos y allí estaba él, con el pelo oscuro despeinado y los ojos verdes
brillantes. Sonrió , un lento amanecer sobre las austeras facciones, haciéndolas suaves
y abiertas.
―Hola, Em.
―Honey pie.
La sonrisa creció , llegando a mi corazó n y tirando de él. Y entonces se inclinó
hacia delante, su boca se movió sobre la mía en un beso mantecoso que me derritió
por dentro. Fue suave, reverente. Una promesa. Sonreí contra sus labios, y él también
lo hizo, apartá ndose para encontrarse con mi mirada una vez má s, como si necesitara
la confirmació n de que realmente estaba allí.
Luego, como si no pudiera evitarlo, volvió a inclinar la cabeza y me besó con má s
descaro, sorbiendo mi labio inferior, acariciando el superior. Mi mano se dirigió a la
fuerte curva de su cuello para aferrarse, para acercarlo. Pero terminó demasiado
pronto con una risa ronca.
―Me levanto y voy a la tienda.
―¿La tienda? ―Era lo ú ltimo que esperaba que dijera.
Lucian enarcó una ceja, con una expresió n cargada de significado.
―Sí, la tienda. Y luego nos vamos a casa a darle un buen uso a mi compra.
La comprensió n revoloteó a través de mí.
―Ah. Sí. Lleva tu buen culo a la tienda, Brick.
Soltó otra carcajada y me besó los labios rá pida y superficialmente, deteniéndose
só lo un poco al final. Con un gemido, se levantó de la cama.
No sabía si debía ignorar la enorme erecció n que tenía o impresionarme por ella.
No, ignórala, pensé mientras me lanzaba una mirada iró nica pero completamente
KRISTEN CALLIHAN
impenitente y se dirigía al bañ o, con los apretados globos de su trasero de burbuja
moviéndose como una poesía.
El vértigo me recorrió . Ya me había enamorado de hombres antes. Había tenido
aventuras amorosas y novios de larga duració n. Esto debería haber sido un territorio
familiar. Pero no lo era. Era la diferencia entre ser una suplente en una obra de teatro y
conseguir el papel protagonista. Todo era simplemente má s.
Y eso debería haberme asustado. Pero no lo hizo. Al menos no al principio. No
cuando conducíamos de vuelta a Rosemont, con el viento en el pelo y Lucian a mi lado.
Todo lo que podía sentir era anticipació n. Necesidad. Lujuria. Felicidad.
La felicidad era algo tan frá gil en mi vida. La encontraba, me agarraba a ella con
las dos manos, só lo para que se esfumara cuando no estaba preparada.
No fue hasta que entré en la plaza de estacionamiento de Rosemont cuando me
di cuenta de que algo iba mal, de que Lucian ya no estaba relajado ni sonreía. Se movía
con rigidez y su mirada se alejaba de mí.
―¿Está s bien? ―Pregunté, nerviosa. ¿Se estaba arrepintiendo de haber derribado
sus muros?
Giró la cabeza, con el cuerpo tenso.
―Só lo cansado.
Cansado. Dios, eso sonaba como una frase que usaría con Greg cuando no
quisiera que esperara sexo.
El corazó n me dio un vuelco y luego comenzó un tatuaje de dolor.
Lucian tomó nuestras bolsas y se dirigió al camino. Lo seguí, sin saber qué decir.
Está bamos casi en la bifurcació n del sendero donde se dividía, una que llevaba a mi
bungalow, el otro hacia la casa de la piscina de Lucian. Me tensé, sintiéndome mareada
por la inquietud mientras me preguntaba qué camino tomaría. Pero no llegó tan lejos
antes de que apareciera Sal, paseando sin aparente cuidado.
Lucian se detuvo.
―¿Esto significa que Anton se ha ido?
Sal se burló , torciendo sus labios de color rosa intenso.
―No. Significa que, aunque quiero a mi mami, no podría soportar otro día con
ella poniendo telenovelas a todas horas.
―Tal vez deberías considerar la posibilidad de conseguir un lugar propio ―dijo
Anton desde detrá s de mí, haciéndome saltar de sorpresa.
KRISTEN CALLIHAN
Tanto Sal como Lucian se volvieron hacia él con un ceñ o sorprendentemente
similar.
―¿No tienes otro lugar donde estar? ―dijo Sal―. ¿Como el infierno?
Anton sonrió .
―Estoy demasiado caliente para el infierno. Así que parece que está s atrapado
conmigo. Al menos hasta el campo de entrenamiento... ―Se calló con una mueca y miró
a Sal, como si fuera su culpa que Anton hubiera metido la pata.
Lucian se quedó tieso como una tabla, pero sus labios se curvaron con humor
negro.
―Deja de andar de puntillas a mi alrededor. Es molesto. ―Y se marchó ,
dejá ndonos a todos atrá s.
No me importaba que se alejara de su primo, pero me escocía que no me hubiera
reconocido. Ademá s, me cabreó . Sin mirar a Sal ni a Anton, pasé de largo y fui tras
Lucian.
Era rá pido, aunque su zancada era constante. No lo alcancé hasta que estaba
abriendo la puerta de la casa de la piscina.
―Me dejaste atrá s.
Se quedó quieto y luego maldijo en voz baja. Pero no giró la cabeza.
―Lo siento, Em. No pensé.
―No pensaste ―repetí. Y entonces me sentí como una completa idiota. Só lo
habíamos pasado una noche juntos. Una noche de besos como adolescentes cachondos
y desesperados. No se habían hecho promesas. Nada concreto, en todo caso. Tal vez
había leído demasiado en él.
Abrió má s la puerta y entró , dejá ndome una vez má s seguir.
Mi irritació n aumentó , pinchando y dando vueltas en mi vientre. De acuerdo, tal
vez había leído má s de lo que Lucian había hecho anoche. Era algo, y que me aspen si
lo dejaba así.
―¿Qué demonios está pasando?
Al dejar caer las bolsas al suelo, agachó la cabeza y dio un largo suspiro.
―Nada. Fue una noche larga, y tal vez deberíamos descansar...
―Lucian.
Levantó la cabeza y se encontró con mis ojos. Los suyos estaban apagados, su
expresió n era tensa y dura.
KRISTEN CALLIHAN
Tomé aire y lo solté.
―Tienes una opció n ahora mismo. Dejarme fuera o dejarme entrar. Espero que
hagas lo segundo.
Parpadeó como si le hubieran golpeado y, de repente, sus rígidos hombros se
hundieron.
―Lo siento ―dijo entrecortadamente―. No puedo... no ahora...
Me preparé mientras la decepció n me azotaba.
Levantó una mano en un gesto medio impotente, medio frustrado.
―Mi cabeza. Es mi cabeza, Em. No puedo...
Oh. Oh.
Di un paso, pero su gruñ ido me detuvo.
Se agarró la nuca con fuerza.
―No creo que entiendas del todo el horror que me produce decirle a la mujer
que má s quiero que no puedo actuar porque me duele la puta cabeza. Debe ser una
broma có smica, pero ahora mismo no tengo ganas de reírme.
Parecía tan miserable, tan decepcionado, que mi corazó n dio un gran golpe.
―Yo tampoco me río ―dije en voz baja. Ahora que lo había admitido, podía ver
las señ ales. Señ ales en las que había estado demasiado distraída por mis propias
lujurias e inseguridades como para darme cuenta. Estaba sufriendo de nuevo. Mucho.
―Emma. Cariñ o. No quiero que me veas débil.
―Bueno, eso es bueno. Porque todo lo que veo es fuerza.
Lucian tragó saliva visiblemente, incapaz de formular una respuesta. Las
marcadas líneas de su rostro hablaban de sufrimiento, pero no cedió , obstinado hasta
la médula.
Con movimientos fá ciles, cerré la puerta y luego procedí a correr las pesadas
cortinas que rodeaban la casita, bloqueando la brillante luz del sol y sumiéndonos en
un silencio fresco y tenue.
Lucian se quedó como una estatua, observá ndome. Me acerqué a él, notando
có mo su gran cuerpo parecía balancearse por el cansancio.
―Métete en la cama, cariñ o.
Un temblor recorrió sus labios.
―¿Cariñ o?
KRISTEN CALLIHAN
―Como en cariñ o, querido, queridísimo Lucian.
―Vas a hacer que me ruborice.
Como si no me diera cuenta. Hombre tonto.
―Bien. ―Tomé su mano que no se resistía y lo guié hacia la cama. El hombre era
ordenado; lo reconozco. La cama estaba hecha, las sá banas frescas―. A la cama
contigo.
Só lo se detuvo un momento, con la mirada moviéndose entre la cama y yo. Por
fin pareció entender que yo tampoco iba a ceder, y me dedicó una débil sonrisa.
―Sí, señ ora.
Con una lentitud dolorosa, se despojó de los shorts y se metió en la cama con un
suspiro que hablaba de dolor. Lo tapé y luego acaricié la curva rígida de su hombro
antes de dirigirme a su bañ o para ver si tenía alguna medicina. Encontré
demasiados, incluida una receta para las migrañ as. Volví a darme cuenta de la
cantidad de dolor físico con la que tenían que lidiar los atletas. El hecho de que Lucian
se pusiera a llorar cuando le daban dolores de cabeza me decía lo malo que era para él.
Recogí el resto de mis provisiones y volví al dormitorio. Lucian ya estaba
tumbado, con el brazo agarrado a la almohada.
―Lucian ―susurré, y él se revolvió , con un ojo de jade mirá ndome. Le tendí una
píldora―. Tó mate esto.
Con un gruñ ido, se giró y se levantó sobre un codo para tomar la píldora y el vaso
de té helado que le tenía.
―Bébelo todo ―dije.
―Sí, señ ora... ―Se interrumpió cuando me quité el vestido de verano. Con el vaso
a medio camino de su boca, siguió mis movimientos con una mirada contemplativa
entrecerrada―. Eres hermosa.
El placer fluyó sobre mí. Pero le dirigí una mirada de cortesía.
―Ahora no es el momento de hacer cumplidos. Bébete el té.
Una pequeñ a sonrisa se dibujó en sus labios, e hizo lo que le dije, entregá ndome
el vaso vacío en cuanto terminó . Demasiado consciente de estar en ropa interior y
de sus ojos sobre mí, tomé el paquete frío.
―¿Dó nde quieres esto? ¿En el cuello o en la frente?
Algo se movió en sus ojos, una emoció n que no pude precisar, y su garganta
trabajó en un trago. Cuando habló , su voz estaba oxidada.
KRISTEN CALLIHAN
―Cuello. Por favor.
―Muy bien, muévete.
Vigilante pero silencioso, me hizo sitio y, cuando me recosté contra las
almohadas, Lucian me sorprendió acurrucá ndose en mi cuerpo y apoyando la cabeza
en la parte superior de mis pechos. Cuando le coloqué la compresa fría en la nuca,
suspiró satisfecho y me rodeó la cintura con el brazo.
Sonriendo para mis adentros, pasé los dedos por su espesa cabellera. Lo había
sentido anoche, pero eso había sido frenético y cargado de deseo. Al calmarlo, pude
permitirme disfrutar de la simple sensació n de aquellas sedosas hebras. Su pelo era
excepcionalmente grueso, con ondas. Lo envidiaba; mi pelo sería un gran puf
inmanejable a estas alturas.
Lucian gimió , como si le hubieran arrancado el sonido. La parte superior de sus
hombros se puso dura como una roca. Mirando hacia abajo, vi su expresió n dibujada y
pellizcada.
―Es malo, ¿no? ―Susurré.
―Sí. ―Respiró con fuerza por la nariz, como si tratara de controlar el dolor.
Conocía este nivel de migrañ a. Tenía unos dientes que se clavaban y te arrancaban
como un muñ eco de trapo. Salir de ese tipo de dolor era difícil y agotador. Pero
conocía una forma.
―¿Lucian? ¿Alguna vez te ha dolido la cabeza por el sexo?
Se calmó , un pulso de sorpresa recorrió su cuerpo y llegó al mío.
―Em... Realmente quiero, pero...
―No, no estoy pidiendo eso.
―De acuerdo. ―Sonaba confuso, sus palabras eran pesadas―. No, el sexo no me
da dolores de cabeza. Cuando esté mejor, estaré bien para ir. Lo prometo.
Tuve que sonreír.
―Estoy seguro de que lo hará s. ―Con la mayor delicadeza posible, nos desenredé
y me deslicé hasta quedar frente a él. Sus pá rpados apenas se abrieron y le acaricié la
mejilla―. Quiero probar algo para ayudarte a sentirte bien. ¿Confías en mí?
―No me aferraría a ti si no fuera así. ―Su mano se flexionó en mi cintura, como si
ofreciera una prueba―. ¿En qué está s pensando?
―Quiero darte un orgasmo. ―Sus ojos se abrieron de par en par ante eso, y
continué―. Puede ayudar. A mí me ayuda cuando sufro.
KRISTEN CALLIHAN
Lucian tenía los ojos desorbitados, sus movimientos eran lentos, pero la sonrisa
que coqueteaba con su boca dejaba claro que tenía todo tipo de cosas que decir.
Entonces su mirada se estrechó .
―¿Me está s diciendo que haces que alguien te haga venir cuando tienes migrañ a?
Mi pulgar pasó por encima de sus cejas dibujadas.
―No. Me hago venir a mí misma. Pero prefiero hacer que te corras ahora, si te
parece bien.
La sonrisa se liberó .
―A veces, me pregunto si te estoy soñ ando.
El sentimiento era mutuo.
Lo volví a apoyar en la almohada.
―No hay sueñ o. Ahora, relá jate. Déjame hacer esto por ti.
***
Lucian
Ella dijo que no era un sueñ o. Yo no estaba tan seguro. Parecía uno, con sus
manos frías sobre mis hombros, guiá ndome hacia la espalda mientras se elevaba por
encima de mí, con el nimbo de su pelo como la luz de la luna en la penumbra de la
habitació n. Sus ojos añ iles sonreían mientras me acariciaba el cuello. Y me dieron
ganas de llorar.
Era el dolor de cabeza. Siempre me hicieron débil de voluntad y emocional. No
era por ella. No pudo ser.
Era excelente para mentirme a mí mismo.
Sus suaves palmas se deslizaron por mi pecho, trazando un mapa, como si
quisiera aprender su forma só lo con el tacto. A pesar de la presió n que ejercía sobre
mi crá neo, que amenazaba con abrirlo de par en par, el placer ondulaba a lo largo de
los senderos que trazaban sus manos. Me tocó como si yo fuera un tesoro inesperado
que hubiera encontrado, explorando con silencioso deleite.
KRISTEN CALLIHAN
Un escalofrío me recorrió y apoyé los brazos sobre la cabeza, estirá ndome hacia
ella, suplicando en silencio que me diera má s.
Tócame en todas partes. Soy tuyo.
Tarareó en voz baja, como si estuviera satisfecha, y se inclinó para besarme. Yo
era un hombre dividido: la cabeza se me hundía, el cuerpo se hinchaba de suave
placer. No dudé de su palabra de que un orgasmo ayudaría. Emma no era de las que
se aprovechan. Pero me sorprendió lo bien que se sentía tener sus labios presionando
suavemente a lo largo de mi piel. Mi tensió n se disipó y cerré los ojos, dejando que mi
cabeza cayera a un lado, hundiéndose en la almohada. Só lo sentir.
Manos suaves, labios blandos y pequeñ os alientos calientes en mi estó mago. El
placer, un espeso jarabe que se derramaba sobre mis miembros. Mi polla se levantó ,
creciendo pesada por el deseo. É ramos tan nuevos juntos, por lo que debería estar
jadeando enloquecidamente, tratando de tomar el control. Pero poco a poco fui
calentando la cera amoldá ndome a su voluntad.
Emma me tocó a través de los calzoncillos y yo gruñ í. Quería quitá rmelos, sin
barreras entre nosotros. Como si hubiera escuchado la demanda silenciosa, me besó el
pezó n y bajó lentamente los calzoncillos. Levanté las nalgas para ayudarla. Mi polla
golpeó contra mi vientre cuando se liberó . Emma hizo un ruido de agradecimiento y
luego me rodeó con sus há biles dedos.
―Por favor ―susurré. Mi cuerpo era débil, pero mi necesidad se hacía má s fuerte,
ahogando todo lo demá s.
Ella cumplió , acariciando, sus labios en mis abdominales inferiores, burlá ndose a
lo largo de la V que lleva a mis caderas.
―Em... ―Mi sú plica se rompió en un gemido cuando su boca caliente me
envolvió . No hubo má s palabras. Dejé que me tuviera, que hiciera lo que quisiera, y le
agradecí por ello.
Y me sentí tan bien que só lo pude quedarme tumbado y aguantar, intentando no
empujar en su boca como un animal. Pero ella se soltó con un chasquido lascivo y me
miró .
Jadeando ligeramente, le devolví la mirada, dispuesto a prometerle cualquier
cosa, cuando ella besó mi punta palpitante.
―Adelante ―dijo―. Fó llame la boca.
Casi me derramo allí mismo. Me chupó profundamente una vez má s, y un
sonido salió de mí que era en parte doloroso, en parte "Oh Dios, por favor, no pares
nunca". La mujer me estaba desmontando de la mejor manera.
KRISTEN CALLIHAN
Olas de calor me lamieron la piel mientras bombeaba suavemente en su boca,
manteniendo mis movimientos ligeros porque no quería hacerle dañ o y porque
negarme a mí mismo era una auténtica tortura. Al parecer, eso me gustaba.
Me chupó como si fuera un postre, mientras su mano trazaba círculos constantes
en la piel tensa y sensible de mis abdominales inferiores. Fue ese contacto, el saber
que lo hacía porque quería cuidarme, lo que me llevó directamente al límite.
Mi mano temblorosa tocó la coronilla de su cabeza.
―Em. Nena, voy a... ―Jadeé mientras ella hacía algo realmente inspirado con su
lengua―. Voy a...
Se liberó con una ú ltima chupada y se levantó para besarme, con su mano
rodeando mi dolorida polla y acariciá ndola. Jadeando en su boca, con un beso
frenético y descuidado, me corrí con un estremecimiento de placer. Y toda la tensió n,
todo el dolor, se disolvió como un terró n de azú car en un té caliente.
Con un gruñ ido, caí de espaldas, un montó n sin huesos de hombre bien usado.
Emma me besó suavemente la boca, luego se bajó de la cama y tomó una toallita
fría. Cerré los ojos y me quedé tumbado mientras ella me limpiaba con cuidado. La
ternura de su tacto amenazó con destrozar lo que quedaba de mí, y tragué
convulsivamente, incapaz de abrir los ojos.
Cassandra se había preocupado por mí, pero nunca había visto mi verdadero yo
en toda mi imperfecta y humilde gloria. En el fondo, lo sabía. Me gustaba eso. Me
sentía seguro. Fá cil. Nada en Emma se sentía seguro o fá cil. Ella me conocía de una
manera que nadie má s lo hacía. Y aú n así estaba aquí, cuidando de mí.
Las mantas se agitaron cuando ella volvió a meterse en la cama, apoyando su
cabeza cerca de la mía.
―¿Mejor?
¿Estaba mejor? Mi migrañ a se había disuelto con el resto de mí. ¿Pero estaba
mejor? No. Estaba en verdadero peligro de perder mi corazó n y mi alma por completo.
Mientras me dormía, un pensamiento se mantenía firme: la perspectiva de darle a esta
mujer los pedazos fracturados de mí era aterradora.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintidos
Lucian
Me desperté débil pero sin dolor. Emma se había encargado eficazmente de ello.
Una parte de mí se preguntaba si lo había soñ ado. Pero al estar desnudo, con las
pelotas y los abdominales sensibles con un dolor satisfecho, supe que era real. Ella
lo había hecho por mí. Me tocó con una avidez que me hizo correrme demasiado
pronto. Me tocó con una dulzura que me envolvió el corazó n y me apretó .
Tan apretado que dolía. Era incó moda esta sensació n, esta exposició n, como una
costra arrancada demasiado pronto. Tumbado en la cama, miré al techo, deseando
que mi cuerpo y mi cerebro volvieran a funcionar y se pusieran en marcha.
Emma no estaba a mi lado. No recordaba que se hubiera levantado, pero yo
había estado fuera de sí, cayendo en el mejor sueñ o que había tenido en añ os. Los
sonidos venían de má s allá de las cortinas corridas que separaban mi dormitorio del
resto de la casa. Un pequeñ o escalofrío de alarma me recorrió ; estaba en la cocina. La
mujer era una auténtica amenaza en la cocina.
Gruñ endo, me incorporé y salí de la cama. Tardé un segundo en acomodar la
habitació n y luego, con el andar de un anciano, me dirigí al bañ o. Podría haberme
retirado por el síndrome de conmoció n cerebral, pero la verdad era que mi cuerpo,
como el de muchos de mis compañ eros, había recibido una paliza a lo largo de los
añ os. Los dolores físicos se hacían notar cuando me despertaba.
En este momento, sentía las viejas punzadas en la rodilla izquierda, los
pinchazos de protesta a lo largo de la espalda y el hombro derecho. Pero estos dolores
eran buenos; me recordaban que estaba vivo. Apestoso y dolorido, me di una ducha
caliente para eliminar los restos de la migrañ a. El sol ya estaba bajo en el cielo, un día
entero perdido por el dolor y el sueñ o. No era la forma en que quería pasarlo.
Aunque la boca de Emma había sido una bendició n, jodidamente gloriosa, un
sueñ o febril, quería complacerla. Probarla. Tomarla. No quedarme allí indefenso y
necesitado. La compensaría.
KRISTEN CALLIHAN
Después de secarme, me puse unos pantalones cortos y salí a la habitació n
principal. Mi paso vaciló al verla de pie frente a mi estufa. Todavía no me había visto,
pero tarareaba en voz baja mientras removía una olla con lo que olía a sopa de tomate
sobrante. Vestida con una de mis camisetas que terminaba a mitad del muslo, dejando
el resto de sus curvilíneas piernas al descubierto, me dejó sin aliento, hizo que mis
latidos fueran salvajes y errá ticos.
Me froté el pecho, medio convencido de que me estaba dando un ataque. Pero era
ella. Só lo ella. Calentando la sopa. Esta mujer tenía el potencial de poner mi vida de
cabeza. Diablos, ya lo estaba haciendo.
Como si oyera mi pá nico interno, se volvió hacia mí. Una sonrisa brillante y
alegre me atravesó , en el centro de mi pecho apretado por el tambor.
―¡Hola, está s despierto! Estoy calentando sopa. ―Se rió , el sonido me hizo
cosquillas en la piel―. Y diciendo lo obvio.
Toda esa tirantez se derritió como la crema de mantequilla sobre un pastel
caliente. Me esforcé por no suspirar como un tonto embobado. Pero probablemente
fracasé, porque su sonrisa de felicidad volvió , má s amplia ahora, como si estuviera
emocionada de verme. Mi cuerpo se sintió flaco -incluso torpe- cuando fui a saludarla,
deslizando mi mano hasta la parte posterior de su delgado cuello antes de agacharme
para besar esa bonita boca rosada.
Sabía a limonada y a Emma, un sabor que no podía descifrar pero que se estaba
convirtiendo rá pidamente en mi favorito. Zumbó de placer cuando me alejé con un
ú ltimo y persistente hocico.
―Me muero de hambre ―le dije con voz ronca. Estaba hambriento de ella. Y ella
lo sabía. Su rostro era demasiado expresivo. En mi caso, lo consideraría una
desventaja, pero con Emma, ansiaba observarla, averiguar lo que estaba pensando
só lo por la forma en que se movían las delicadas curvas de su rostro.
Pero también estaba debilitado. Así que me senté y dejé que me sirviera,
sabiendo que ella también sentía placer al hacerlo. Lo comprendí. Alimentar a la
gente, complacerla con la comida, era satisfactorio a un nivel muy profundo.
La oferta de Delilah parpadeó en mi cabeza, haciendo que mi pulso se elevara un
poco con latidos ansiosos. En algú n momento, me había preguntado si debía
convertirme en chef de pâ tissier como Jean Philipe. Pero ese no había sido su sueñ o
para mí. Nunca llegó a verme jugar de verdad. ¿Qué pensaría de mí ahora? Flotando
sin direcció n. É l habría odiado eso.
Con el estó mago temblando, le di a Emma lo que probablemente era una sonrisa
falsa mientras ponía un tazó n frente a mí.
KRISTEN CALLIHAN
―Gracias, Snoop.
Tomó asiento a mi lado y comenzó a comer, su mirada se dirigió a mí con clara
vacilació n.
―¿Está s bien?
Ella decía que veía fuerza cuando me miraba, pero yo sentía que só lo le había
mostrado debilidad.
―Estoy bien. ―Otra sonrisa falsa tiró de mis labios―. Especialmente
después de tu… ¿có mo lo llamamos? ¿Remedio?
―Iba a decir una mamada ―respondió Emma con una sonrisa descarada.
―Me parece bien. ―Comimos en relativo silencio, y dejé que se preocupara por
mí, trayéndome rebanadas de pan, un vaso de limonada. Porque eso la hacía feliz. Y
una Emma feliz brillaba con una luz interior que yo no podía dejar de mirar.
Esperé a que recogiera los platos y observé có mo su culo se flexionaba y se
movía bajo la fina cubierta de mi camisa mientras se inclinaba para poner los platos
en el lavavajillas. Cuando se acercó de nuevo, enganché mi brazo alrededor de la curva
de su cintura y la subí a mi regazo.
Se acomodó de buena gana, riendo un poco, como si estuviera asustada. Su peso
se posó en mis muslos, cá lido y confortable. Mis manos encontraron los jugosos globos
de su culo y los apreté con aprecio mientras la acercaba. Que pudiera tocarla ahora era
un regalo. Un sueñ o.
Las manos de Emma se posaron en mi pecho. Sentí ese toque en el centro de mí.
―Hola ―susurré, sonriendo mientras la besaba suave, ligeramente. Un pequeñ o
saludo. Un pequeñ o gusto.
Sentí su sonrisa contra la mía.
―Hola.
La besé de nuevo. Un reconocimiento.
―Gracias por cuidar de mí, Emma. ―La concesió n valió la pena, só lo para ver la
forma en que sus ojos se iluminaron de felicidad.
Sus manos se clavaron en mi pelo.
―De nada, Lucian.
Quería hacer el amor con esta mujer. Tomarme mi tiempo, aprender sus secretos,
lo que la hacía suspirar, lo que la hacía pedir clemencia.
KRISTEN CALLIHAN
Mi boca recorrió la piel satinada de su mejilla hasta la curva de su cuello. Ella se
estremeció e inclinó la cabeza para permitirme el acceso, y las yemas de sus
dedos se adentraron en mi pecho. Olía bien, dulce. La hinchazó n de sus pechos me
rozó el pecho, y mi respiració n se entrecortó , mis manos agarraron su culo con má s
fuerza.
Necesitado. Ella me hizo necesitado. Me destrozó de formas que no podía
predecir.
Lo amaba. Lo odiaba. Pero no dejé de besarla, mi lengua se deslizó para
probar su piel.
Emma se estremeció de nuevo, se metió en mí, con sus dedos enredados en mi
pelo.
―¿Lucian?
―Hmm… ―Bajé los pá rpados mientras acariciaba el hueco de su garganta.
―Quiero preguntarte algo, pero tengo miedo de que te molestes.
Sus palabras se me pegaron a la piel, dejá ndome inmó vil. Entonces respiré, fingí
que mi pulso no se había disparado. Pero ella probablemente lo sintió , tan cerca como
estaba.
Má s interesada en besar que en hablar, volví a arrastrar mis labios hasta la
línea de su mandíbula.
―Eso suena mucho a cebo, cariñ o.
―Lo es. ―Me besó la sien. La cresta de mi mejilla―. Pero también soy seria.
Tenía dos opciones. Retirarme o ceder. Dado que esto ú ltimo me permitiría
seguir tocá ndola, cedí.
―Entonces, pídelo. ―Piqué a lo largo de la elegante línea de su garganta―. Lo
haré en tu cuello.
Un sonido de diversió n zumbó bajo su piel.
―Es justo. Tus dolores de cabeza. ¿Está s viendo a un médico?
No me sorprendió . Ni siquiera me decepcionó : se preocupó lo suficiente como
para preguntar. Aun así, me sentí expuesto.
Débil. Mantuve mi tono neutro, mis manos ocupadas en palpar sus curvas
maduras.
―Sí, Em. Estoy siendo monitoreado. Fui a un chequeo la semana pasada. Mi
cerebro se está curando. De hecho, se ve muy bien. ―Mi médico había quedado
KRISTEN CALLIHAN
impresionado y complacido con lo bien que me había curado―. Los dolores de cabeza
está n reduciendo su frecuencia. Las migrañ as suelen aparecer en momentos de estrés;
eso es todo.
La rá pida expresió n de horror de Emma me hizo hacer una mueca.
―Dios, Luc...
―No me refería a ti...
―Tuviste uno cuando me conociste. Y también cuando... ―Se sonrojó , dolorida, su
mirada recorrió mi rostro―. ¿Te estreso?
La sujeté con firmeza, sin apartar mis ojos de los suyos.
―Em, no. ¿De acuerdo? La palabra estrés es engañ osa. Anoche fue algo que he
estado deseando desde que te conocí.
Se ablandó un poco, pero la preocupació n se mantuvo, y le di un ligero apretó n.
―Fue. . . No sé có mo explicarlo. ―Exhalé un suspiro―. Fue emocional. Los
altibajos emocionales me pueden desconcertar; eso es todo.
Emma parecía que iba a discutir, y la detuve con un ligero beso.
―Estoy bien, Snoopy. Lo prometo. ―Ahora quería concentrarme en otras cosas,
como llevarla a la cama. Pero ella se aferró a mi cabeza y se encontró con mi mirada.
―Lo juro, Em. No voy a romperme si nosotros...
―Lo sé. Só lo me alegro. ¿De acuerdo? Estoy... muy contenta de que estés a salvo y
bien.
La tierna mirada de sus ojos y la forma en que su voz se agitó me envolvieron,
llenaron mi cabeza y la marearon. Si no hubiera estado sentado, podría haberme
tambaleado. Nos conocíamos desde hacía poco tiempo. No se suponía que yo sintiera
tanto y tan rá pido. Tampoco ella. ¿Lo hacía? No estaba seguro.
La incertidumbre y la vulnerabilidad me hicieron hablar sin pensar.
―Al final me curaré del todo. Y entonces... ―Mierda. No había querido llegar
hasta ahí. Era demasiada informació n. Demasiada exposició n.
Emma frunció el ceñ o.
―¿Y entonces?
Tenía en la punta de la lengua evadirme con una broma. Pero quería decírselo,
tantear el terreno tal vez. O tal vez só lo tener las palabras al descubierto.
Sosteniendo su mirada, me senté de nuevo en la silla, manteniendo mis manos
KRISTEN CALLIHAN
ligeramente en sus caderas. Le dije a Emma algo que no había pronunciado a nadie
fuera de las conversaciones con mi médico, entrenadores y ex entrenador.
―Podría esperar, dejarme curar y volver.
―¿Qué? Tú … harías eso? ―Parecía horrorizada.
―A veces, pienso en ello. Diablos, sueñ o con ello. Pero pienso en Jean Philipe, en
lo que pasó mi familia, en la cá scara de hombre en que se convirtió . No le haría eso a
mi familia de nuevo.
Me lo decía cada día. Pero en los rincones má s oscuros de mi alma, estaba
tentado. Tan jodidamente tentado.
El toque de la mano de Emma en mi mejilla me devolvió al presente.
―Gracias ―susurró , con sus dedos rozando mi sien, como si pudiera calmar de
algú n modo mi maltrecho cerebro―. Por cuidar de este cerebro. He descubierto que
me gusta mucho.
Ahí mismo, me perdí. No estaba preparado. Mi vida era una ruina, incierta e
inestable. Y ella se paseó con su sonrisa de estrella, sin arrepentirse, desafiá ndome a
cada paso. Diciéndome que todavía valía algo. Que yo significaba algo. Para ella.
Eso me asustó mucho. Porque eventualmente ella vería que yo era un hombre
viviendo una media vida.
Me agarré a la parte superior de sus suaves muslos, como si pudieran
castigarme, pero seguía sintiendo como si el fondo cayera de mi mundo.
―Em. . .
―¿Titou? ―El sonido de la voz de mi abuela en la puerta, seguido de cerca por un
golpe, nos hizo congelar a ambos en algo cercano al horror―. ¿Está s ahí?
―Mierda, es Amalie. ―El agudo susurro de Emma cortó el tenso silencio, y se
bajó de mi regazo, prá cticamente bailando en pá nico―. ¿Qué hacemos?
Gorgojeé una carcajada.
―¿Esconderse?
―¡Lucian! Esto es serio. Estoy en tu camisa. ―Señ aló su longitud, atrayendo mis
ojos a sus piernas desnudas. Había tenido mi mano en ellas durante un tiempo
demasiado breve―. Mierda. ¿Dó nde está mi vestido?
Se dirigió al dormitorio y me miró por encima del hombro mientras yo me
reía; no podía evitarlo; era adorable en su estado de agotamiento.
―Y ponte una camisa.
KRISTEN CALLIHAN
―¿Por qué no me tiras la que llevas puesta?
En lugar de eso, me tiró el dedo.
―¿Titou? Sé que está s ahí.
―¿Crees que puede escucharnos respirar? ―Le susurré a Emma al oído mientras
se apresuraba a entrar en la habitació n, arrancando su vestido de verano por encima
de sus bonitas tetas antes de empujar una camisa hacia mi pecho desnudo.
A pesar de la mirada de sosiego que me dirigió , empezó a reírse.
―Dios. ¿Cuá ntos añ os tenemos?
Ignorando la camisa, la agarré por la cintura y la acerqué, rozando un beso en la
curva de su cuello.
―¿Por qué te asustas?
―Porque... " Levantó una mano impotente y la agitó . "Es grosero para Amalie que
yo esté…
―¿Chupandosela a su nieto?
―Oh, Dios mío. ―Me dio un puñ etazo en el brazo, horrorizada, mientras sus ojos
brillaban divertidos―. ¡Está s enfermo!
―¡Titou! ―Amalie sonaba aguda ahora, molesta porque no había respondido.
Me giré para hacer eso, cuando la puerta sonó y luego comenzó a abrirse. Volví
a mirar a Emma.
―¡No la cerraste!
Mierda. Tenía el pelo alborotado, no llevaba camisa y Emma aú n estaba a medio
vestir.
Ella sonrió con razó n al ver el pá nico en mis ojos.
―¿Pasa algo, honey pie?
―Será implacable. ―Puse a Emma a un lado con todo el cuidado que pude para
que alguien se apresurara a llegar a la puerta antes de que pudiera abrirse del todo,
saltando sobre uno de mis zapatos y bordeando una silla. Pero era demasiado tarde.
Mi abuela entró en la casa con una falsa expresió n de sorpresa en su rostro al
contemplar la escena.
―Bueno ―dijo expansivamente―, ahora entiendo por qué no respondiste antes.
Ahí estaba yo, totalmente sonrojado delante de mi abuela. Era el karma, la
venganza por burlarme de Emma. Podía sentir a Emma justo a mi derecha, su silencio
KRISTEN CALLIHAN
hablaba mucho en mi cabeza. Sabía que si me giraba y captaba su mirada, vería en sus
ojos un "Mira quién se ríe ahora, idiota".
Me dio un tic en la mandíbula.
―Mamie. ¿Necesitas algo?
La mirada de Mamie pasó de mí a Emma y viceversa.
―Oh, nada realmente. No hay nada tan serio como para molestarlos ahora
mismo. ―Dio una palmada, los pesados anillos de sus dedos tintinearon―. Oh, pero
esto es maravilloso. Esperaba que esto...
―Está bamos almorzando ―interrumpí.
Pude sentir que Emma se ponía rígida. Y me estremecí internamente. A pesar de
todas sus protestas, no creo que le gustara que la relegasen sólo a comer.
El labio de Mamie se curvó astutamente, diciéndome exactamente lo que
pensaba de mi triste excusa.
―¿Así es como lo llaman los niñ os hoy en día?
Dios. Negá ndome a retorcerme, entrecerré los ojos hacia ella.
Mamie se limitó a sonreír.
―Bueno, entonces ―dijo ella―. Los dejo para que coman. ―Nos hizo una
inclinació n de cabeza como una reina y nos dejó solos, cerrando silenciosamente la
puerta tras ella con un clic definitivo.
Durante un largo momento, ninguno de los dos habló . Entonces la voz musical de
Emma, teñ ida de ironía, se deslizó sobre el espeso silencio.
―Só lo almorzando, ¿eh?
Haciendo un gesto de dolor, la miré. Estaba de pie junto a la mesa, con el pelo
revuelto, los labios aú n suavemente hinchados por mis besos y los ojos brillando con
humor o irritació n. Era un dilema.
El infierno. Necesitaba explicarme.
―Yo...
Emma se echó a reír.
―Dios. Eso fue horrible. Me sentí como una quinceañ era atrapada en un cuarto
de chicos.
Una sonrisa se me dibujó en la boca.
―¿Te has colado en las habitaciones de muchos chicos, verdad?
KRISTEN CALLIHAN
―Lamentablemente, no. Yo era una persona torpe y hogareñ a que no tuvo una
cita hasta la universidad. Pero soñ aba con eso.
No podía imaginar un momento en el que no quisiera a Emma.
―Si nos hubiéramos conocido de adolescentes, yo te habría invitado a mi
habitació n. O me hubiera arrastrado a la tuya.
―No, no lo habrías hecho ―dijo ella con una seguridad frívola―. Ni siquiera me
habrías visto.
―Yo lo haría. ¿Có mo puedes decir eso? ―No sabía por qué discutía
hipotéticamente con ella, aparte de que era mejor que centrarse en el pá nico rabioso
que había sentido cuando Amalie nos había encontrado juntos.
―Eras uno de los chicos populares, ¿no? ―Me miró , como si viera a mi yo má s
joven―. Y probablemente má s caliente de lo que necesitabas ser.
―Bueno, no sé si es sexy, pero bueno, era popular. ―Cambié mi peso, frotá ndome
la nuca―. Era de hockey. Y el béisbol.
―¿Has jugado a las dos cosas?
―Yo era receptor. Pero el béisbol era secundario. Necesitaba algo para
mantenerme en forma durante los meses de descanso.
―Me sorprende que tengas tiempo para las chicas. ―No se había movido de su
posició n junto a la silla. La luz de la lá mpara que había encendido en deferencia a mi
migrañ a proyectaba un brillo dorado sobre su hombro.
Me encontré moviéndome hacia ella, atraído por la necesidad de tocar esa
piel tersa, sentir las suaves curvas de su cuerpo.
―Tuve tiempo para ellas. Probablemente demasiado. ―Cuando llegué a ella, se
rindió , cayendo en mis brazos con un suspiro. Su pelo tenía el aroma de mi champú ,
pero su piel llevaba su propia fragancia, cá lida y ú nica, adictiva. La acerqué a mi
nariz, respirando largamente―. Me habría fijado en ti.
Sus dedos subieron por mis hombros.
―¿Có mo puedes estar tan seguro?
―Porque no puedo concebir una situació n en la que no lo haría. ―Las palabras
salieron a borbotones, precipitadas en su honestidad. No me gusta hablar de
sentimientos ni de necesidades. Cerré los ojos y tragué con fuerza, una vez má s
golpeado por la incó moda sensació n de caída libre. La cosa era que aferrarse a Emma
só lo lo empeoraba. Cuanto má s se acercaba, má s la necesitaba.
Había perdido demasiado para perder má s.
KRISTEN CALLIHAN
―Amalie parecía muy satisfecha ―dijo Emma secamente.
Volví a tragar saliva, luchando por encontrar mi voz.
―Sabes que ella ha estado detrá s de nosotros para estar juntos desde el
principio. ―Y maldita sea, le había dado la razó n a mi astuta abuela. Definitivamente,
ella cacareó sobre esto. No me sorprendería que ahora empezara con los nietos―.
Estaba convencida de que éramos la respuesta a todos nuestros problemas.
Emma resopló , pero lo hizo sin rencor, simplemente con diversió n.
―Es una romá ntica. Algunos creen que el amor lo arregla todo.
El amor.
Una ola de frío hú medo me recorrió la espalda y las palabras salieron de mi boca
desbocada.
―No te preocupes. Dejaré claro que só lo estamos bromeando.
Emma se echó hacia atrá s, como si le hubiera picado, y se le frunció el ceñ o.
―Bromeando.
―Bueno, no lo diré así. Es mi abuela. Pero le haré saber que no es serio.
La pequeñ a línea entre sus cejas se profundizó .
―Sí. No es serio.
Joder. Esto estaba yendo hacia el sur y rá pido. Pero parece que no podía
detenerlo. O cerrar la boca.
Me froté las manos sobre su piel, tratando de tranquilizarla aunque me diera
pá nico.
―Has sabido desde el principio que no buscaba una relació n. No había planeado
esto. No esperaba… no te esperaba.
―Yo tampoco te esperaba. Pensé en irme de vacaciones, leer algunos guiones y
recuperar el sueñ o.
Mis manos no podían asentarse. Seguían moviéndose sobre su piel satinada
como si fuera mi ú ltima oportunidad de sentirla. Y podría serlo. Porque no podía
mantener la boca cerrada.
―Esa es la cuestió n, Em. Está s de vacaciones. ¿Cuá nto tiempo te vas a quedar?
Emma se deslizó . Sentí la pérdida inmediatamente, mi cuerpo se enfrió . Me metí
las manos en los bolsillos para no alcanzarla. Cada célula egoísta de mi cuerpo, tan
tenso, protestó .
KRISTEN CALLIHAN
Todavía con el ceñ o fruncido, se apoyó en la encimera de la cocina.
―No lo sé. Un mes, tal vez. Amalie no me ha dado un plazo.
―No necesitas una. Jesú s, Em, no estoy tratando de correrte. Estoy tratando de
señ alar que no es serio para ninguno de nosotros.
―De nuevo con seriedad. Como si la sola idea fuera horrorosa.
―Bueno… ―Mierda. Cállate, Oz.
Su mirada se volvió penetrante.
―¿Esto es porque dije la temida palabra A?
―¿Qué? No. ―Tal vez. Joder.
―Só lo lo dije en términos de romance e idealismo ―continuó , a la defensiva y
sonrojada.
―Ya lo sé. No me estoy volviendome loco porque hayas pronunciado lo-la palabra
A.
Ella resopló con fuerza.
―Ni siquiera puedes decirlo.
―Tú tampoco puedes ―señ alé, e inmediatamente me estremecí, sabiendo que
había sonado como un imbécil petulante.
Su mirada represiva decía que estaba de acuerdo.
―Mierda. No es que sea... ―Me pasé una mano por la boca, sintiendo el rastrojo
del crecimiento de mi barba nocturna―. Sinceramente, cariñ o, no sé qué coñ o estoy
diciendo. Aparte de que te vas, yo... No sé nada de relaciones...
―Estabas comprometido ―dijo con cierta aspereza―. Creo que sabes un poco del
proceso.
―Eso es lo peor de todo. Cuando se fue, me di cuenta de que no hice una mierda
en esa relació n. Ella se encargó de todo como si fuera... ―Levanté una mano,
luchando―. Una anfitriona, alguien allí para asegurarse de que nunca sufriera un
momento de incomodidad.
―Jesú s.
―No estoy orgulloso de ello. Me avergü enza no haberme dado cuenta de que era
así hasta que terminó .
La voz de Cassandra parpadeó en mi mente: Pensé que eras más que hockey, Oz.
Ahora veo que no lo eras.
KRISTEN CALLIHAN
No quería pensar en Cassandra. No con Emma mirá ndome con dolor en los ojos.
Fue un golpe ver su decepció n. Pero no podía mentirle a Emma.
―No quiero que se repita.
―Bien, porque no conseguirías eso conmigo.
―Créeme, Snoop; lo sé. La cosa es que ahora mismo soy una ruina andante.
Cometo errores todo el tiempo.
Dios, fue como si la hubiera abofeteado. Emma se apartó de mí como si
necesitara poner toda la distancia posible entre nosotros.
―Te arrepientes de lo que hicimos.
―¡No! Joder, no. ―Me acerqué a ella, pero la dura mirada de su rostro me hizo
dudar―. Te deseo, Emma. Má s de lo que he deseado a cualquier mujer. Y ese es el
problema. Si nos tenemos el uno al otro, será intenso. Y puede que esperes... para
siempre.
Lentamente asintió , pero era como si no estuviera realmente allí. Una parte de
ella se había retirado de una manera que no había visto antes. Lo odiaba.
―Tienes razó n ―dijo ella―. No se trata de ser eterno. No estoy sentada aquí
esperando que me profeses tu amor eterno ni nada por el estilo. Pero sí esperaba algo
má s que "só lo un lío". ―Soltó una carcajada plana y dolorosa―. Pensé que... No sé, al
menos intentar algo real.
―Em...
―Pero eso es cosa mía. Siempre estoy construyendo castillos en el aire, só lo para
descubrir que no hay nada só lido en lo que confiar.
Expuesto en esos duros términos, no podía estar en desacuerdo. Diablos, era lo
que había estado tratando de articular. No impidió que la decepció n me carcomiera
las entrañ as. Fui un idiota por hablar de ello. Debería haberla llevado a la cama y
preocuparme de los detalles má s tarde.
Y como era un tipo, un imbécil codicioso que acababa de darse cuenta de su
error, cometí uno aú n mayor.
―Todavía podríamos...
―¿Improvisar? ―Dijo ella, frunciendo los labios―. Follar el uno con el otro,
sabiendo que no va a ir a ninguna parte.
―Lo dices como si fuera algo malo. ―Mierda. Cállate, imbécil. Pero no lo hice―. El
sexo no tiene que significar todo.
KRISTEN CALLIHAN
Su expresió n se agrió .
―Pero lo hará , Lucian. Contigo, sí. ―Levantó la barbilla, su cuerpo inflexible, y se
apartó de mí―. Lamento si eso te incomoda...
―No lo hace. ―Cristo, ella era un regalo. Y yo había ido y la había tirado. Di un
paso hacia ella, un poco desesperado sabiendo que la estaba perdiendo.
Pero ella ya estaba retrocediendo.
―Y podría ser fá cil para ti mantener la emoció n fuera de eso...
―Esa es la cuestió n, Em. Yo tampoco puedo. No contigo.
Una sonrisa triste jugó en sus exuberantes labios.
―No, esa es la cuestió n. Sabes que esto puede ser algo má s, y tú no lo quieres.
Lo quiero. Sólo que no lo merezco. Te romperé. Como yo estoy roto.
―No quiero hacerte dañ o.
Su sonrisa se transformó en algo doloroso.
―No te preocupes. Lo detuviste antes de que pudiera ocurrir.
Con una inhalació n audible, se pasó la mano por el pelo, como si se recogiera.
―Me voy a ir.
―No. ―Flexioné mis dedos, tratando de averiguar có mo salvar algo entre
nosotros, tratando de alcanzarla. Ella había sido mía por tan poco tiempo. No lo
suficiente.
Es lo mejor. Hazlo por ella.
―Todavía podemos salir ―intenté, encogiéndome incluso mientras lo decía―.
Ser…
―¿Amigos? ―Ella negó con la cabeza, mirá ndome como si yo fuera un tonto―.
Me temo que no puedo ser amiga de alguien a quien quiero follar.
―Demonios, cariñ o, me está s matando aquí.
Pero no sonrió ; sus ojos estaban apagados, esa bonita boca que no había probado
lo suficiente una línea plana.
―De alguna manera, creo que sobrevivirá s.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintitrés
Emma
―Todos los accesorios está n hechos a medida por artesanos locales ―señ aló
Remington, mi agente inmobiliario, por tercera vez mientras recorríamos la casa.
Hice un murmullo apropiado, sin que mi corazó n estuviera en ello, y seguí
caminando por la fría y elevada sala de estar, con los tacones chocando con fuerza en
los suelos de hormigó n vertido.
―Este lugar no es para ti ―dijo Tate, mi actual compañ era de compras
inmobiliarias, sin molestarse en bajar la voz―. Es demasiado frío.
―¿Frío? ―Las cejas rubias de Remington se alzaron en señ al de protesta―. ¡Mira
esta luz! Tienes el canal justo delante de tu puerta. ¿Sabes lo raro que es encontrar una
buena casa en el canal?
Está bamos en Venecia, buscando casas aquí porque Remington me dijo que era el
lugar para estar en Los Á ngeles. Tal vez lo era. Pero no pude entrar en la bú squeda.
Sentía la cabeza pesada y me dolían los hombros. Quería una bebida fresca y una
tumbona blanda en la que tumbarme.
¿Y tal vez darse un capricho con un bonito pastelito que le llene la boca de sabores
y le haga palpitar el corazón?
No. Eso no.
Agravada, pasé una mano por mi cabello, arrastrando los dedos por el cuero
cabelludo en un intento de devolverme algo de sangre a la cabeza.
―Tate tiene razó n. Esta no soy yo. Pero estoy agotada. Demos por terminado el
día.
Remington no estaba contento y disparó dagas a Tate cuando pensó que no
estaba mirando.
Pero Tate podía cuidar de sí misma. Le lanzó un beso perezoso y yo me mordí
una carcajada.
KRISTEN CALLIHAN
Tate era mi amiga má s antigua en Hollywood. Nos conocimos como novatas en
una audició n para un anuncio de cereales. Me rechazaron porque era "demasiado
rubia californiana" a pesar de haber nacido y crecido en Fairfax, Virginia, y demasiado
baja, a pesar de ser una de las actrices má s altas del grupo. Y mi sonrisa parecía una
invitació n al sexo. Tate se había reído mucho de eso. Hasta que le dijeron que era
demasiado pechugona pero le preguntaron si consideraría la posibilidad de teñ ir de
rubio su pelo negro como el cuervo.
Habíamos ido a comer para quejarnos y coincidimos en que los directores de
casting eran los má s puntillosos y despistados del negocio. En realidad no lo eran; con
el tiempo aprenderíamos que había actores mucho peores en este extrañ o y
desordenado negocio. Pero nuestro vínculo se había formado.
Ahora, Tate enganchó su brazo entre los míos cuando volvimos a entrar en el
hotel y nos vimos envueltos en el exuberante papel pintado de hojas de plá tano de
color verde kitsch.
―Ya encontrará s algo ―dijo, dá ndome un apretó n de apoyo mientras
encontrá bamos el camino por el jardín.
―Lo sé. Só lo estoy cansada. ―Abrí la puerta del extravagante bungalow que
había alquilado. Podría haberme quedado en una habitació n sencilla. Podría haberme
quedado con Tate. Pero estaba lamiéndome las heridas rodeá ndome de un lujo que
habría hecho que los jó venes pobres en efectivo me estremecieran de horror.
Tate dejó caer su bolso sobre la mesa auxiliar y se dejó caer en el sofá con un
suspiro.
―Hola, Marilyn ―dijo a la foto en blanco y negro de Marilyn Monroe―. ¡Estamos
en casa!
Yo también asentí con la cabeza a Marilyn y me acurruqué en el otro extremo del
sofá .
―¿Quieres llamar para tomar unos có cteles? ―Preguntó Tate, mirá ndome―. ¿O
tal vez ir a la piscina?
No piscinas. No estaba segura de cuá ndo volvería a pasar por una, pero hoy no.
―Estaba pensando en una siesta. ―Me quité los tacones y moví los dedos de
los pies.
Como no dijo nada, levanté la vista y descubrí que Tate me observaba con el ceñ o
fruncido.
―¿Está s bien? ¿Es el espectá culo?
KRISTEN CALLIHAN
Tate era la ú nica amiga a la que le había contado lo del hacha. Bueno, aparte de
Amalie, Tina y Lucian. Aparté su nombre de mi mente. O lo intenté.
―Estoy bien ―mentí―. Y no es el espectá culo. Bueno, en realidad no. He calmado
esas preocupaciones. ―Porque un hombre rudo y hermoso me abrazó en la oscuridad
y me dijo que estaba bien llorar.
Se me apretó el pecho y me aparté, mirando a ciegas la expresió n sensual de
Marilyn. Alguien me dijo una vez que ser una estrella es brillar sola en el cielo
nocturno. Siempre admirada, siempre sola. Me había reído de eso. ¿Por qué no podía
tenerlo todo?
Se me nubló la vista y me pellizqué el puente de la nariz.
―Yo só lo...
Una vibració n a mis pies me interrumpió cuando apareció un texto en mi
teléfono.
Como no quería romper a llorar en el hombro de Tate, saqué el teléfono del
bolso.
Sal: ¡¡No puedo creer que te hayas ido a Los Ángeles sin mí!!
Sonriendo, negué con la cabeza y respondí con un golpecito.
¿Quién es y cómo ha conseguido este número?
Hubo una ligera pausa.
¡Emma, malvada! Y pensar que iba a hablarte del vestido de baile vintage de
Dior de los años 50 en seda azul hielo que he encontrado. ¡En tu talla!
Me envió una foto del vestido y respiré con fuerza. Era precioso.
―¡Mierda! ―Exclamó Tate, que era extremadamente entrometida en los mejores
días y se había inclinado para mirar por encima de mi hombro―. Quién es Sal, y si no
quieres ese vestido, dile que yo sí.
La aparté con una carcajada.
―Es el asistente y modista de Amalie. Es un encanto y un experto en todo lo
relacionado con la moda. ―Le había contado a Tate todo sobre la estancia con Amalie.
No le había hablado de Lucian. No podía. Todavía no.
Só lo pensar en él ahora hacía que se me borrara la sonrisa. Lo echaba de menos.
Maldita sea, no debía echar de menos a un hombre que apenas conocía.
Pero sí lo conocía. No por el tiempo, sino por la profundidad de su cará cter. Me
sacudí y respondí a Sal.
KRISTEN CALLIHAN
¡Perdó name, Sal! ¡O nunca me lo perdonaré! :)
Sal: Sólo quieres el vestido.
Sí. Pero supongo que tú vienes con el vestido.
Sal: ¿Es una insinuación, querida Emma?
Resoplé.
Buen intento, Sally.
Sal: :P Ya he comprado el vestido. Es tuyo.
¡¡¡Te quiero, Sal!!!
Miré a Tate.
―Estoy consiguiendo el vestido.
―¡Perra! ―Hizo un mohín por un segundo, y luego me golpeó con el dedo del
pie―. ¿Cuá ndo voy a conocerlo?
Sal envió otro mensaje antes de que pudiera responder.
Sal: Entonces, ¿dónde te alojas? Por favor, dime que es fabuloso. Déjame
vivir a través de ti.
Entonces te gustará esto. Bungalow en 1el Hotel Beverly Hills.
Sal: ¿¡El MARILYN!? ¿Sin mí?
Me reí y le mostré a Tate el texto.
―Oh, me gusta este tipo ―dijo.
―A mi también. ―Me gustaba todo el mundo en Rosemont. Una punzada de algo
que se parecía alarmantemente a la nostalgia me recorrió . Tomé aire y lo solté
lentamente. No podía encariñ arme.
Sal volvió a enviar un mensaje de texto.
Sal: ¡Dime que vas a salir a la ciudad y a divertirte!
Ah. No. Podría arrastrar mi trasero hasta el salón para cenar, pero eso es
todo.
Sal: ¡Aburridaaaaaa!
Esa soy yo. ¡Ahora a dormir la siesta!
Me pregunté brevemente si se burlaría de mí por eso, pero no lo hizo.
Duerme bien, bella Emma.
KRISTEN CALLIHAN
Y me dolió . Porque quería escuchar esas palabras de otra persona. Quería hablar
con él.
Só lo quería... a él.
―Tiene razó n. Eres aburrida. ―Tate me empujó de nuevo con su dedo del pie, y
yo lo aparté de un manotazo.
Ella hizo un ruido de protesta.
―Vamos a salir.
―No. ―Dejé el teléfono―. No puedo. Yo . . . ―Mi voz se entrecortó y se apagó .
La mirada de Tate se agudizó .
―Algo está pasando contigo. Dímelo.
Tenía en la punta de la lengua negarlo. Pero las palabras surgieron sin mi
permiso.
―Oh, ¿por dó nde empezar?
―El principio.
―Creo que necesitaremos bebidas para eso.
Ya se dirigía al minibar.
―En ello.
Y así derramé mi corazó n. Pero no me hizo sentir mejor.
***
―Dios, lo necesitaba.
Tumbada contra el hú medo pecho de Lucian, sentí có mo su cuerpo se contraía
por la sorpresa justo antes de que una sonora carcajada brotara de él, haciendo
temblar la cama. Sonreí contra su piel y me acurruqué má s. Para tener un cuerpo tan
duro, era maravillosamente có modo de abrazar.
Con una amplia sonrisa, se giró hasta que estuvimos frente a frente. Sus ojos
invernales eran cá lidos ahora, y su sonrisa creció .
―Oh, lo hacías, ¿eh?
Incapaz de dejar de tocarlo, pasé mis dedos por la elegante línea de su clavícula.
―Pareces sorprendido. ¿Dudas de tu capacidad para complacerme, Brick?
Rá pido como un rayo, capturó mi mano y me mordió las yemas de los dedos.
Grité, aunque no me dolió , y él volvió a sonreír.
―Si hubiera fallado, me habría esforzado má s la pró xima vez.
Me acerqué má s, y el roce de mis pechos con los suyos hizo que un exuberante
escalofrío recorriera mi cuerpo.
―Qué dedicació n tan desinteresada.
La mirada de Lucian se volvió somnolienta mientras su mano se deslizaba por mi
hombro para acariciar mi cuello.
―Dalo todo, o vete a casa.
―Buen lema. ―Rastreé la elevació n de sus bíceps. Señ or, pero el hombre tenía
bonitos brazos, musculosos sin ser odiosos.
Canturreó de acuerdo.
―La prá ctica hace la perfecció n y todo eso.
Cuando me reí, me atrajo completamente contra él. Piel con piel.
KRISTEN CALLIHAN
Su voz bajó un registro.
―Yo también lo necesitaba. ―Besos ligeros pero persistentes me salpicaron la
sien, la mejilla. Me rodeaba, cá lido y firme, con un aroma a azú car quemado y a sexo
almizclado.
Cerré los ojos y rodeé su cuello con el brazo. Mi lengua pasó por encima de la
dura tapa de su hombro para saborear un poco de su piel salada. Lucian se estremeció ,
zumbó en lo má s profundo de su garganta.
―Dame cinco minutos ―raspó , acariciando mi pelo―, y practicaremos un poco
má s. "
―Cinco minutos? ―Me burlé, con una voz lenta como la miel.
―Mujer ―se quejó en el hueco de mi garganta―, me has tenido tres veces
seguidas. Dale a un hombre un poco de descanso.
Me reí, la felicidad bullía en mi interior. É ramos nuevos amantes, pero parecía
que siempre habíamos estado juntos. No en el sentido de que lo deseara, que era
tan nuevo y tan fuerte que me preguntaba si alguna vez tendría suficiente de él para
calmar mi sed. Sino en lo fá cil que era estar con él. En lo divertido. No recordaba
que el sexo fuera divertido. Que fuera fá cil.
Tal vez lo era para otras personas. Pero yo solía hundirme en mi cabeza y
preocuparme por mi aspecto, por lo que decía. El verdadero horror era que me volvía
loca en la cama. No había sido yo misma.
Pero con Lucian, no podía ser otra cosa. Aunque quisiera, él se daría cuenta. Y me
sacaría de cualquier caparazó n tras el que pudiera esconderme.
Con una expresió n ligera, me empujó hacia mi espalda y luego apoyó su cabeza
en su mano mientras se recostaba a mi lado. Su otra mano se posó suavemente entre
mis pechos, como si quisiera proteger mi corazó n. La acció n fue tan tierna que mi
pecho se contrajo. É l no pareció darse cuenta, sino que me estudió con una
expresió n de satisfacció n.
―¿Tienes sed?
No lo había pensado hasta que me preguntó .
―Me vendría bien un poco de agua.
Las líneas de la risa alrededor de sus ojos se hicieron má s profundas.
―Ahora vuelvo. ―Me besó la boca y luego, con esa gracia de movimiento sin
esfuerzo, se dio la vuelta y se levantó de la cama.
KRISTEN CALLIHAN
Me acomodé y lo vi caminar completamente desnudo por la habitació n. El
contoneo de Lucian desnudo era un espectá culo para la vista, con ese trasero insano
flexioná ndose y apretá ndose a cada paso. Incluso las pantorrillas del hombre eran
impresionantes. Un espectá culo que se esfumó demasiado rá pido cuando entró en el
bañ o para lavarse.
En cuanto terminó , se marchó a la cocina. Me acomodé en la cama, acomodando
las almohadas amontonadas y dispersas y enderezando las sá banas que, de alguna
manera, se habían convertido en una larga torcedura. El traqueteo de una bandeja
anunció el regreso de Lucian. Me recosté contra las almohadas, con la respiració n
entrecortada, y levanté una mano.
―¡Má s despacio! ―Le supliqué. Cuando lo hizo, las oscuras alas de su frente se
alzaron en divertida confusió n, sonreí―. Deja que te vea bien.
Un rubor le recorrió el cuello y se deslizó hasta la oreja. Pero él cumplió , con su
paso suelto y rodante.
―¿Es lo suficientemente lento?
―Creo que tengo que filmarlo para la posteridad. Creo que nunca he apreciado
má s las piernas de un hombre.
Eso hizo que sonriera, aunque parecía má s bien un "La mujer es ridícula, pero
me gusta".
―Si te portas bien ―dejó la bandeja en la mesa auxiliar― te dejaré montar mi
muslo má s tarde.
Eso no debería haber hecho que mi sexo se apretara con un calor anticipado tan
fuerte. Pero lo hizo.
Lucian me miró .
―Aunque tengo que decir que no te hiciste ningú n favor al ponerte esa camisa.
―¿Fue malo?
―Muy ―dijo con severidad―. Te lo quitará s pronto, o no habrá paseo en el muslo
para ti.
―Sí, Lucian.
Con los labios crispados, me entregó un vaso de agua fría con un toque de limó n.
Le sonreí.
¿Qué? ―Se sentó en el borde de la cama.
―Tú . Poniendo una rodaja de limó n en el agua. ―Tomé un sorbo.
KRISTEN CALLIHAN
―Hace que sepa mejor ―refunfuñ ó , todavía un poco rosado alrededor de las
orejas.
―Lo hace. ―Bebí un poco má s y se lo di―. Eres adorable.
Puso los ojos en blanco y bebió un trago.
―Te gusta cuidar de la gente.
Lucian me ofreció má s agua.
―Me gusta cuidar de ti.
Di otro trago largo.
―Y estoy en verdadero peligro de dejar que lo hagas todo el tiempo. Pero es má s
que eso. Tienes ese sentido innato de ver algo ordinario y hacerlo extraordinario.
―Está s intentando avergonzarme, ¿verdad? ―Aceptó el vaso y lo vació .
―No. Te estoy haciendo un cumplido.
Lucian dejó el vaso, con una expresió n de desconcierto en su rostro.
―No tengo ni idea de có mo manejarlos.
Su sinceridad me sorprendió .
―Te adulan casi todos los que conoces. Incluso el imbécil de Greg te hacía la
pelota.
Lucian agachó la cabeza, sacudiéndola un poco.
―Pero ya no soy ese hombre. Incluso cuando jugaba, ese tipo de elogios me
parecían rutinarios. Se referían má s a mi rendimiento que a quién era como
persona.
Lentamente asentí.
―Cuando la gente me dice lo mucho que quiere a la princesa Anya, no puedo
evitar pensar: Pero se supone que lo haces. Ese es mi trabajo.
―Y, sin embargo, si se quejan o lo critican, no puedes evitar pensar que son unos
tontos que no aprecian el talento cuando lo ven. ―Lo dijo con el humor seco de un
hombre que lo había vivido.
Me reí.
―Sí, es cierto. Aunque suena horrible cuando lo dices en voz alta.
―Así de extrañ a es la fama. ―Volvió a sacudir ligeramente la cabeza, luego se
volvió hacia la bandeja y tomó la cajita blanca―. No has abierto esto.
KRISTEN CALLIHAN
―Estaba demasiado nerviosa. ―Le tendí la mano para tomar la caja y me la dio,
con su desconcierto creciente.
―¿Te puse nerviosa? Estaba listo para ponerme de rodillas, Em.
El corazó n me dio un vuelco en el pecho y cubrí el momento tanteando el cordó n
que mantenía cerrada la caja. Se soltó de un tiró n y la caja, diseñ ada para abrirse como
una flor, reveló su regalo.
Se me escapó un grito. En medio de una nube blanca de azú car hilado, había una
pequeñ a esfera perfecta en forma de Gâ teau cubierta de un chocolate tan oscuro y
brillante que parecía de medianoche. Pero eso no fue lo que hizo que me quedara con
la boca abierta de asombro.
En la parte superior de la esfera había una mariposa rosa y dorada hecha de
cristal de azú car. Las delicadas alas eran tan finas y delgadas que la luz brillaba a
través de ellas. Parecía tan real que casi esperaba que saliera volando.
―Lucian...
―Así es como te veo a veces ―dijo en voz baja, con los ojos puestos en el
Gâ teau―. Hermosa y rara, algo que no debe contenerse sino atesorarse.
Mis ojos se empañ aron. Me estaba matando. Ya me habían llamado hermosa
antes, pero no de esta manera. Y sin embargo, temía que me viera como algo fugaz. No
quería ser un breve momento en su vida. Sin embargo, no me atrevía a decirlo. No con
su regalo en mi mano.
―Es hermoso. Perfecto. ―Lo miré, temiendo que todo mi corazó n estuviera en
mis ojos―. ¡No puedo comer esto!
Sus cejas se juntaron.
―¿Por qué no?
―Es arte. No puedo entrar como Godzilla y hacerlo pedazos.
Lucian se ahogó en una carcajada.
―Realmente tienes una imaginació n desbordante. Se supone que se come,
Snoopy.
―No me digas Snoopy ahora. Estoy teniendo un momento aquí.
Resoplando, Lucian alargó la mano y tomó el pequeñ o pastel de su nido. Yo lo
habría despeinado o lo habría dejado caer en mi torpeza. Pero sus manos eran firmes
como una roca, sus dedos há biles cuando arrancó la mariposa, la puso de nuevo en el
nido y luego me tendió el pastel.
KRISTEN CALLIHAN
―Dale un mordisco, Em.
Tenía tantas ganas de hacerlo que se me hizo la boca agua, pero me contuve por
un momento.
―Esto va a ser una cosa contigo, ¿no? Alimentarme, quiero decir.
Su mirada se dirigió a mi boca.
―Sí. Intento no desglosar las razones. Só lo se que me gusta.
Las palabras acariciaron entre mis pechos, encendiendo algo en lo má s profundo.
Antes de Lucian, nunca había probado la comida con toda mi alma. Había pasado la
vida observá ndola, imitá ndola para entretenerme. Con él, cada momento era para ser
disfrutado, saboreado.
Con los ojos fijos en los suyos, abrí la boca para que me diera de comer.
Sus fosas nasales se encendieron cuando introdujo el caramelo entre mis labios.
Un chocolate agridulce tan oscuro y profundo que casi resultaba demasiado
agudo cubrió mi lengua. Entonces mordí el suave pastel, liberando una suave y
cremosa mousse. No era chocolate, tal vez café o caramelo, pero el sabor era incierto.
Pero la combinació n de todo ese oscuro y amargo bocado con la suave crema lo
convertía en algo nuevo, rico pero no empalagoso.
Hice un ruido de satisfacció n que hizo que la mirada de Lucian se volviera
embelesada.
―¿Bueno?
―Exquisito. ―Me lamí los labios―. Má s.
Aspiró con fuerza.
―Maldició n, no pensé en esto.
Una mirada hacia abajo me hizo relamer los labios de nuevo. Estaba duro.
Gloriosamente. Grueso y palpitante. Levantando una ceja, pasé el dedo por el pastel
relleno de crema, recogiendo una porció n.
―Será mejor que tomes el ú ltimo bocado ―le aconsejé―. Voy a estar ocupada.
―¿Qué...?
Hice girar la crema sobre la gorda cabeza de su polla y me lo tragué.
―Oh, joder... ...oh... ―Un gemido torturado salió de su garganta mientras apretaba
la sá bana con una mano, con la cabeza echada hacia atrá s―. Em...
Era hermoso. Y delicioso. Y lo saboreé como se merecía, lenta y profundamente.
Hasta que gimió mi nombre, deshecho y jadeante.
KRISTEN CALLIHAN
Só lo má s tarde, cuando cayó sobre mí, apoyando su cabeza en la parte superior
de mi pecho, con su brazo rodeando mi cintura como si necesitara sujetarse para
tranquilizarse, comprendí la interpretació n completa de su postre. Toda esa oscuridad
tragá ndose la luz. Una belleza brillante que no estaba hecha para durar.
―Yo soy la mariposa. Tú eres el pastel.
Repleto y sin fuerzas, dirigió su mejilla má s completamente hacia mi pecho,
dá ndome un ligero beso.
―Cariñ o, para mí, eres ambas cosas.
Pero no estaba convencida. Y creo que él tampoco lo estaba. Pero por ahora, era
suficiente.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintiocho
Emma
Una de las ventajas del bungalow que había alquilado era que tenía un comedor
en el que cabían fá cilmente seis personas. Como Tate no había dejado de reventar mi
teléfono en busca de detalles, y Lucian admitió que Brommy y Sal se habían unido a
nosotros y se alojaban también en el hotel, los invitamos a comer, prefiriendo la
intimidad de la habitació n.
Aunque Tate y yo podíamos llevar grandes sombreros y gafas de sol y a menudo
no ser fotografiadas, no me cabía duda de que Lucian y Brommy juntos llamarían la
atenció n al instante. Los hombres eran demasiado guapos para no causar revuelo. Y
aunque no tenía ni idea de lo grande que era la ciudad del hockey en Los Á ngeles, ya
había suficiente gente que reconocía a Lucian como para saber que también lo harían
aquí. Si añ adimos a Sal, con su atrevido destello, es como si hubiéramos apuntado un
cartel de neó n hacia nuestra fiesta.
―¿Puedo decir que gracias a Dios? ―Me murmuró Tate mientras le servía un
poco de champá n del carrito de la barra colocado en la esquina de la sala―. Pensé que
recibiría un mensaje diciendo que habías vuelto con Greg.
―Ew. ―Arrugué la nariz―. No puedo creer que hayas pensado eso. ¿Me conoces
en absoluto?
Hizo una mueca de autodesprecio.
―Lo sé, lo sé. Pero la gente hace cosas estú pidas todo el tiempo. ―Miró a Lucian,
quien, a pesar de no haber cocinado la comida, estaba preparando nuestros platos con
su típica y feroz atenció n al detalle―. Esa, la de ahí, es la mejor elecció n que te he visto
hacer fuera de tu carrera.
El calor me inundó las mejillas, pero levanté ligeramente mi propia copa y nos
dimos un toque de vaso encubierto.
―¿Esto es una reunió n privada de chicas, o puede unirse cualquiera? ―Preguntó
Sal, apareciendo a mi lado. Llevaba un auténtico traje zoot verde oliva con una corbata
de lunares rojo cereza. El atuendo había impresionado tanto a Tate que, al conocerlo,
KRISTEN CALLIHAN
se había llevado una mano al pecho y había exclamado: "Tranquilo, mi corazó n
chicano".
Había cimentado una amistad instantá nea.
Le entregué un vaso.
―No sé. Primero cuéntame má s sobre este vestido que voy a comprar.
Tuvo la delicadeza de parecer avergonzado.
―¡Fui un chivato, lo sé! Y no lo habría hecho por cualquiera, pero el pobre Luc
parecía tan patético. ―Sonrió a Lucian, cuya cabeza se había levantado al oír su
nombre, y miró hacia nosotros―. Ademá s, me amenazó con convertirme en una
hamburguesa de carne de Sal.
Lucian puso los ojos en blanco.
―No hubo tales amenazas.
―Tal vez no verbal ―replicó Sal, llevá ndose la botella de champá n a la mesa―.
Pero hubo miradas. Todos sabemos lo potentes que pueden ser tus miradas.
―Ahí te tiene ―dije con una sonrisa, tomando el asiento que Lucian me tendía.
Lucian gruñ ó y se sentó a mi lado.
―Bueno, ahora parece muy contento. ―Brommy se deslizó cuidadosamente en el
asiento entre Tate y yo―. Casi como si estuviera ronroneando por dentro. Me siento
seguro sabiendo que lo dejo en tus capaces manos, Emma.
―Estar sentado al otro lado de la mesa no impedirá que te patee el culo ―dijo
Lucian sin acalorarse. La verdad es que ahora tenía un aire perezoso. Parecía un
hombre satisfecho, con su gran cuerpo suelto y relajado en su silla. Tenía un buen
aspecto. Y aú n mejor cuando su mirada se encontró con la mía, y un conocimiento
caliente de lo que habíamos hecho la noche anterior y esta mañ ana se cocinó a fuego
lento entre nosotros.
Lo quiero de nuevo, dijo su mirada.
El calor me inundó .
Pronto, dijo la mía.
Un pequeñ o gesto de su frente. Más pronto que tarde, cariño. Cuenta con ello.
Un sonido de diversió n puso fin a nuestra comunicació n ocular no verbal, y me
giré para encontrar a Brommy observá ndonos con una sonrisa ñ oñ a.
KRISTEN CALLIHAN
―Só lo míralo. ―Brommy hizo un gesto expansivo con sus enormes manos―.
Jodiendo con los ojos y sonriendo como un adolescente que ha sentido su primera
teta... ―Un bollo de pan le dio de lleno en la frente.
Lucian bajó la ceja y lanzó una mirada de advertencia a Brommy.
―Cierra la boca, o la pró xima será en tu boca.
Brommy se rió .
―Como el Oz de antañ o. ―Se secó una lá grima imaginaria, pero luego levantó las
manos en señ al de paz cuando Lucian gruñ ó ―. De acuerdo, de acuerdo, me callaré.
Oculté mi sonrisa clavando un puñ al en mi ensalada y dá ndole un bocado.
Brommy era burdo, pero no se equivocaba; Lucian parecía feliz. Lo había conseguido:
lo había hecho sonreír con los ojos, lo había hecho reír con facilidad. Después de una
serie de descalabros y reveses personales, el hecho de que pudiera experimentar este
poco de felicidad con alguien que también había sufrido se sentía como la luz del sol
líquida fluyendo por mis venas.
Tate había estado charlando con Sal, sin fijarse realmente en nosotros mientras
le mostraba imá genes de conjuntos que había escogido en su reciente viaje de
compras.
―Tienes que llevarme contigo la pró xima vez que salgas ―exigió Tate con un
mohín que yo sabía que practicaba con los hombres desprevenidos.
―Chica, podemos ir hoy si quieres. Aunque puede que ya tenga algo para ti... ―Sal
hojeó sus fotos―. Toma.
Tate tomo el teléfono y chilló ante la foto.
―¡Quiero!
Brommy, que había estado claramente tratando de llamar su atenció n desde que
había llegado, se inclinó y miró el teléfono.
―Estarías preciosa con eso.
Tate lo miró , y su boca roja se torció .
―No voy a dormir contigo, así que ni lo intentes.
Brommy se limitó a sonreír.
―Me decepcionaría si el sueñ o estuviera involucrado.
Tate hizo una doble toma y luego se rió , realmente divertida. Y supe que estaba
enganchada. Lo que me sorprendió , porque su inclinació n habitual sería destriparlo
verbalmente.
KRISTEN CALLIHAN
―Dios mío ―murmuré a Lucian, acercando mi cabeza a la suya, principalmente
porque olía bien y quería estar má s cerca―. Eso podría haber funcionado.
―No tienes ni idea. ―Sus labios tocaron mi oreja y se quedaron―. Añ os, tuve que
presenciar esto.
Mi mente se volvió un poco confusa ante ese contacto, la proximidad de él.
Respiré y levanté la vista para encontrarme con su mirada. Como siempre, sus ojos
tenían la capacidad de debilitarme. Hacerme desear.
Su atenció n se centró en mi boca, y la amplia extensió n de su pecho se encogió .
―¿Por qué hemos decidido invitar a todo el mundo aquí?
―Porque nos reventaban los teléfonos, y nosotros éramos buenos amigos.
―Y al final los habríamos cazado ―dijo Brommy en voz alta.
―Tiene el oído de un murciélago ―le susurré a Lucian, que se rió .
―Y los reflejos de un gato ―añ adió Brommy.
La mano de Lucian se levantó y atrapó un panecillo en el aire. Grité y me sacudí
en mi asiento; se había movido muy rá pido. Lucian se giró y le dirigió a Brommy una
mirada de suficiencia.
―El centro gana al gato.
Y durante un momento brillante, vi toda la fuerza de Oz, el gran y poderoso
jugador que había dominado su deporte. Brillaba con ella, la confianza y la chulería
rezumaban por sus poros, hasta que se le ocurrió que ya no jugaba de central. La
comprensió n que le sobrevino fue dolorosamente clara, desde la forma en que su
expresió n se desvaneció de repente hasta la tensió n que endurecía visiblemente su
columna vertebral.
Me dolió por él. Porque la agonía expuesta en ese breve momento hablaba de un
hombre que ya no sabía quién era. Sin embargo, el ú nico consejo que mi madre me
había dado sobre los hombres cuando empecé a fijarme en ellos, no fue escuchado ni
deseado.
No intentes recoger los pedazos de los rotos. Nunca podrás volver a ponerlos como
estaban.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Veintinueve
Emma
El hielo tenía un aroma, nítidamente metá lico y puro. Mi amor por ese aroma
estaba tan arraigado que cada vez que lo olía, mi ritmo cardíaco se aceleraba de
inmediato y la sangre bombeaba por mis venas con mayor intensidad. ¿Pero una pista
de patinaje? ¿Esa mezcla de hielo y caucho hú medo, con un leve rastro de cloro bajo
todo ello? Ese era el aroma del hogar. Mi religió n.
O lo había sido.
Lo aspiré mientras guiaba a Emma hacia el vestíbulo principal de la pista de
hielo y, por primera vez en mi vida, mis entrañ as se estremecieron, el sudor floreció en
mi piel ante el aroma del hielo. Mi ritmo cardíaco se aceleró , sí, pero no era el pulso
constante de la excitació n. Amenazaba con sacarme ese ó rgano doloroso del pecho.
Mis pasos se ralentizaron hasta una dolorosa detenció n, y el espacio que me
rodeaba parecía cerrarse y expandirse hacia fuera en un vaivén enfermizo. La mano de
Emma encontró la mía y se aferró a ella. Nada má s que eso. Só lo se quedó a mi lado y
me sostuvo. Hice una mueca, temblando y jadeando, con la piel helada y acalorado por
la fiebre.
Só lo podía agradecer que hubiéramos reservado el lugar fuera de horario para
estar solos. La idea de que alguien má s me viera así me llenó la boca de un sabor agrio
y tragué convulsivamente.
―Vamos a sentarnos un momento ―dijo Emma, guiá ndome suavemente.
Mi mano hú meda la agarró como un ancla, incluso cuando la vergü enza inundó
mi sistema. Tampoco quería que me viera así. Pero no había ayuda para ello.
―Estaré... bien.
―Sé que lo hará s. ―Me hizo bajar a un largo banco de madera antes de sentarse a
mi lado, sin soltar mi mano.
Cerrando los ojos, me concentré en respirar. Inspirar. Fuera. Inspirar. Fuera.
Podía hacerlo. Esto era fá cil. Un paseo. ¿Qué carajo significaba un paseo?
KRISTEN CALLIHAN
El pensamiento se aferró a los bordes de mi mente como la crema de
mantequilla, y me centré en eso en su lugar. De pasteles y cremas, gateaux y tartes au
citron. Y poco a poco mi corazó n acelerado se redujo a un ritmo aceptable. Después de
agonizantes minutos, pude respirar sin esfuerzo.
―Esto me cabrea ―dije.
El pulgar de Emma acarició mis nudillos.
―¿Qué lo hace?
Le eché un vistazo. Me sostuvo la mirada con sus firmes ojos azules, un mar en
calma en el centro de mi tormenta. Me obligué a relajar mi agarre sobre ella.
―Entrar en pá nico por la simple visió n de una pista de patinaje. Lugares como
este solían ser mi hogar. La encarnació n de todo lo que estaba bien en el mundo.
Todo lo que había perdido. Lo sabía. Ella lo sabía.
―¿Cuá ndo aprendiste a patinar por primera vez?
Su pregunta en voz baja me sorprendió ; esperaba que tratara de reconfortarme
con tó picos. Me giré hacia las puertas que conducían al hielo.
―Siete. Quería volar. ―La nostalgia y la pena me atravesaron―. Era lo má s cerca
que podía estar de ello.
Mierda. No iba a llorar. No iba a hacerlo. Parpadeé rá pidamente y respiré. Sólo
respira, Oz.
Emma apoyó su mejilla en mi hombro.
―Vamos a volar, Lucian. Só lo tú y yo.
Volar. Con ella.
Con el corazó n apretado, bajé la cabeza y besé la parte superior de la suya.
―Muy bien, honeybee. Te llevaré a volar.
Normalmente, podría haberme atado los patines con los ojos cerrados. Hoy, sin
embargo, mis dedos temblaban y tanteaban las cuerdas cuando pensaba en salir a la
calle. Pero podía arreglá rmelas. Emma quería patinar.
Al terminar, me arrodillé a sus pies, donde se ponía los patines. A diferencia de
mí, ella había pedido un par de patines artísticos.
―Déjame ver ―dije, comprobando sus cordones para asegurarme de que estaban
lo suficientemente apretados.
KRISTEN CALLIHAN
Rehice una, dirigiéndole una mirada de reproche pero atenuá ndola con una
pequeñ a sonrisa. Porque era condenadamente hermosa con sus patines blancos y un
gorro de lana rojo en la cabeza.
―¿Mejor, Brick? ―Preguntó ella, incliná ndose para observar.
Atrapé su dulce boca con un beso, quedá ndome allí porque sabía a gloria y se
sentía aú n mejor.
―Perfecto, Snoop.
Mis manos alisaron sus muslos. Llevaba pantalones vaqueros por deferencia a la
fría pista de patinaje. Eché de menos sus faldas vaporosas y se lo dije.
Sus ojos se arrugaron con diversió n.
―Só lo quieres meter las manos debajo de ellos.
―Culpable. ―Me incliné para acariciar entre sus pechos, mis manos
serpenteando bajo su ligero suéter para encontrar la sedosa piel de su vientre―. Estoy
bastante seguro de que soy adicto.
Zumbó de placer mientras yo besaba suavemente sus pechos. Sus dedos me
acariciaron el pelo y luego detuvieron suavemente mi avance. Cuando levanté la vista,
me miró con ojos solemnes que me decían que todo el retraso no la engañ aba.
―¿Está s lista ahora?
No.
―Sí.
Me puse de pie, sintiendo al instante el cambio en mi cuerpo, la altura añ adida de
los patines, la forma en que la memoria muscular se ajustaba para acomodarse al
equilibrio sobre las finas cuchillas. Todo en mí se despertó . Mi atenció n se centró en
Emma.
Le tendí la mano y ella la tomó , dejando que la levantara. Sonriendo, me miró .
―Eres un verdadero á rbol con esos patines.
―Tendrías que haberme visto con el equipo completo.
Sus labios se movieron.
―Hombre montañ a, ¿eh?
―Má s o menos. ―Le agarré la mano con firmeza y le miré los pies. Los
patinadores novatos a menudo dejan que sus tobillos se inclinen, lo que les hace
perder el equilibrio y los prepara para una lesió n. Pero ella mantenía los suyos rectos y
fuertes. Una buena señ al―. Vamos a hacerlo.
KRISTEN CALLIHAN
La primera rá faga de aire frío me hizo aspirar una bocanada de aire mientras
llegá bamos al hielo. Quería esperar a Emma, tomá rmelo con calma, pero salí al hielo
como un hombre que sale de la cá rcel. El blanco puro y prístino se extendía ante mí,
un deslizamiento perfecto.
Y volé, el viento besando mi cara, el aire llenando mis pulmones. Corriendo, hice
un circuito alrededor de la pista, pivotando para ejecutar un viejo ejercicio de los días
del instituto. Mis manos se flexionaron con la necesidad de sentir mi palo. Me dolía
eso. Ansiaba soltar un disco y jugar.
Un silbido de lobo atravesó el aire y vi a Emma aplaudiendo y animá ndome.
Parecía tan impresionada por un simple patinaje que me encontré presumiendo para
ella, yendo má s rá pido, sorteando defensas imaginarias. Volví a dar la vuelta y me
dirigí hacia ella, pero me detuve con calma, porque podía ser un fanfarró n, pero no iba
a ser el imbécil que rociaba hielo a una chica.
Con las mejillas rosadas y los ojos añ iles brillantes, sonrió ampliamente.
―Eres hermoso.
―Esa es mi línea. ―Extendí mi mano―. Vamos, entonces. Vamos a patinar.
A lo largo de los añ os, he participado en diferentes organizaciones benéficas y en
campañ as para enseñ ar a los niñ os los fundamentos del hockey y del patinaje.
Disfrutaba enormemente. Ver có mo se iluminan los ojos de un niñ o cuando por fin le
coge el tranquillo, ver có mo sus pequeñ os cuerpos se lanzan al hielo, alimentaba al
niñ o que había en mí y que recordaba lo que era encontrar algo maravilloso, algo que
podía moldear y controlar. Lo había olvidado.
Los dientes de Emma se engancharon en el labio inferior y me miró con clara
vacilació n. Yo también conocía esa mirada. Estaba nerviosa. El calor se extendió por mi
pecho y le regalé una sonrisa alentadora.
―Nos lo tomaremos con calma... ―Mis palabras se cortaron bruscamente cuando
Emma salió disparada hacia el hielo y arrancó .
Pasó volando junto a mí, todo gracia y belleza fluida.
Con la boca abierta, me quedé ató nito mientras ella corría, haciendo piruetas.
Durante un largo momento, no lo entendí. ¿No había dicho que no sabía patinar?
Pero ahí estaba, deslizá ndose como si hubiera nacido para estar en el hielo.
Cuando ejecutó un giro de camello, me eché a reír. La pequeñ a chivata había jugado
conmigo. Me la había jugado bien. La vi moverse, con su cabello dorado arrastrá ndose
detrá s de ella como una bandera, y me golpeó con fuerza, rá pidamente y con total
plenitud: Adoraba a esta mujer. Estaba loco por ella.
KRISTEN CALLIHAN
Salí a su encuentro, dejando suficiente espacio para que no chocá ramos
accidentalmente. Ella me vio y se sonrojó , deslizá ndose para acercarse. No nos
detuvimos, sino que patinamos con facilidad.
―Enseñ arte a patinar, ¿eh? ―Solté una ligera carcajada.
Puso una cara de culpabilidad.
―Técnicamente, dije, si no supiera patinar, ¿me enseñ arías?
―Hmm... ―Arrastré el sonido, dejando que se retorciera un poco.
Principalmente porque me encantaba burlarme de ella. Ella respondía tan bien a
ello.
―¿Está s enojado? ―Preguntó , un poco sin aliento.
―¿Parezco enojado, Snoopy?
Su nariz se arrugó de forma simpá tica mientras me miraba.
―No... te ves... extrañ amente engreído.
¿Era eso lo que veía?
Con una amplia sonrisa, le di la oportunidad de alejarse patinando un poco;
luego me abalancé sobre ella, tomá ndola en brazos mientras chillaba de asombro. Sus
muslos rodearon mis caderas y se aferró a mí.
―¡Lucian!
Le besé la frente.
―Te tengo.
―Tú me tienes a mí; ¿quién te tiene a ti? ―Bromeó , relajá ndose un poco.
―¿Acabas de citarme al Superman supercampista de los setenta? ―Pregunté,
riéndome.
―Tú empezaste. ―Se agarró un poco má s fuerte―. Con tu cuerpo de superhéroe
y todo eso.
―¿Qué? ―Le acaricié la mejilla, besando su suave piel mientras daba una vuelta a
la pista.
―Patinando conmigo en brazos como si no fuera gran cosa ―refunfuñ ó mientras
inclinaba la cabeza lo suficiente para dejarme pellizcar el borde de su mandíbula.
―Eres ligera como una pluma ―le dije. Ella resopló , y la besé de nuevo―. Sin
embargo, cuéntame má s sobre esto del cuerpo de superhéroe.
KRISTEN CALLIHAN
―Bá jame, y te mostraré todos mis momentos favoritos.
―Sujétate ―le indiqué, y luego la hice girar mientras se reía y chillaba. La dejé
junto a las tablas, pero seguí abrazá ndola―. ¿Dó nde has aprendido a patinar así?
Fiel a su palabra, sus manos se deslizaron por mi pecho, acariciando con aprecio.
―Había una pista de patinaje a dos manzanas de mi casa. Iba allí después de la
escuela y tomaba clases.
Mis manos se dirigieron a la curva de su culo.
―No tienes ni idea de lo mucho que me excita que sepas patinar.
―Tengo una idea. ―Sus caderas se apretaron contra las mías―. Una pista
bastante prominente ahí, Lucian.
―Vas a recibir algo cuando lleguemos a casa, Em.
Se echó a reír, sus ojos brillaron con humor.
―No tenía ni idea de que fueras tan fá cil.
―Sí, lo sabías. ―Agaché la cabeza y atrapé su boca con la mía, besá ndola lenta y
profundamente, deleitá ndome con el calor de su boca contra el aire relativamente frío.
Me pareció que estaba en el hielo, disfrutando. Feliz. Era feliz.
―Gracias ―dije cuando nos separamos.
Sus labios estaban ligeramente hinchados y suavemente separados.
―¿Por qué?
―Traerme aquí, llevarme al hielo. ―Le toqué la mejilla, apartando un mechó n
de pelo errante―. No pensé que volvería a disfrutar de ningú n aspecto del patinaje.
Pero esto es bueno. Es necesario.
Ella también lo era. Se había colado en mi vida en uno de los peores momentos
posibles y, sin embargo, ahora que estaba aquí, la idea de dejarla marchar era
inimaginable. La gratitud me inundó y apoyé mi frente en la suya. Como si supiera que
estaba deshecho, me rodeó la cintura con sus brazos y me abrazó .
Antes de Emma, no le daba mucha importancia a los abrazos de los amantes. No
había visto el sentido de los abrazos a menos que se tratara de un miembro de la
familia. No me avergonzaba admitir que Emma me daba ganas de abrazarla. La
presió n de sus curvas má s pequeñ as contra mi estructura má s grande me hacía querer
acunarla con cuidado. Pero la forma en que me abrazaba con fuerza me hacía sentir
protegido. ¿Y no era eso un placer para la mente?
KRISTEN CALLIHAN
La envolví en mis brazos y gruñ í, queriendo decirle lo mucho que significaba
para mí pero sin poder formar ninguna palabra real.
―Haré el acto benéfico ―fue lo que acabé diciendo.
Besó el centro de mi pecho.
―Eres un buen hombre, Lucian. Y estoy orgullosa de ti.
No podía entender por qué lo haría; todo lo que había hecho con mi vida era
jugar al hockey lo mejor posible, pero tomaría su elogio y lo mantendría cerca. No sé
cuá nto tiempo estuvimos allí; me sentía tan bien que no tenía ganas de moverme. Pero
finalmente, ella se retiró .
―Vamos entonces; déjame ver lo rá pido que puedes ir.
―¿Quieres que me exhiba para ti, Em?
―Lo hago.
―Bien entonces. ―Me empujé y lo hice.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Uno
Emma
La recaudació n de fondos de los Raston tuvo lugar en Los Á ngeles, con una
jornada de patinaje y saludo para los niñ os y una cena para todos los donantes. Lucian
se quedó en silencio y tenso durante el trayecto, pero de vez en cuando alargaba la
mano y la apoyaba en mi rodilla, como si quisiera decir que seguía estando ahí
conmigo.
Lo dejé en su soledad, sabiendo que a veces había que resolver algunas cosas por
uno mismo. Si me necesitaba, estaría aquí. Para cuando llegamos al Staples Center, su
pierna rebotaba con un ritmo agitado mientras miraba con el ceñ o fruncido el estadio
que se avecinaba.
―Hola ―dije antes de llegar al servicio de aparcacoches, que estaba aparcando
coches para otros jugadores.
Unos ojos verdes como el invierno, sombreados bajo severas cejas, me miraron.
Me pregunté si realmente me veía en su inquietud. Por deferencia a las reglas de su
amado deporte, llevaba un traje gris claro y una corbata azul hielo, que lo hacían a la
vez devastadoramente guapo y cerrado.
―Tú tienes esto. ―Toqué su rodilla que rebotaba―. Te aman.
Pá lido y con la boca pellizcada, me miró fijamente y luego parpadeó una vez.
Como si saliera de un trance, dio un largo suspiro y me dedicó una apretada sonrisa.
―Estoy bien, Snoop.
No creía que ninguno de los dos estuviera engañ ado, pero estaría bien. Eso sí lo
creía. Tenía que. Una vez dentro, tomamos caminos distintos, Lucian fue aclamado al
instante y rodeado por sus antiguos compañ eros de equipo y de hockey mientras me
llevaban a una secció n VIP reservada para los invitados de los jugadores.
―¿A quién has venido a buscar? ―Preguntó una mujer de má s o menos mi edad,
con un precioso pelo negro que caía en una sá bana brillante por su esbelta espalda. Me
resultaba familiar, pero no podía identificarla.
KRISTEN CALLIHAN
―Lucian ―dije, y ella frunció el ceñ o, claramente sin reconocer su nombre―. Luc
Osmond.
Su expresió n se aclaró y sonrió ampliamente.
―¿Oz está aquí? ¿De verdad?
―Sí.
―Oh, Dios mío, estoy tan feliz de escuchar eso. Le hemos echado mucho de
menos, ¿sabes?
El orgullo se apoderó de mí y me encontré devolviendo la sonrisa. Realmente,
sonriendo.
Porque obviamente estaba emocionada, y Lucian era mi hombre.
La mujer extendió la mano.
―Soy May Chan. Drexel Harris es mi marido.
Nos dimos la mano, cuando su nombre por fin cayó en la cuenta.
―¿No es la May Chan dueñ a de Daisy Chain?
―La misma.
Había comprado en una de sus tiendas de ropa vintage algunas veces, pero só lo
la había visto de lejos.
―Me encanta tu tienda. Tienes la mejor ropa.
May miró mi vestido vintage de línea A de los añ os cuarenta, de lino azul oscuro
con pequeñ as mariposas granates bordadas en el corpiñ o, y sonrió .
―Es de Daisy Chain, ¿no?
―Lo es.
―Otro cliente satisfecho. Justo lo que me gusta ver.
Nuestras risas se interrumpieron cuando comenzó el programa. Las luces se
atenuaron y salieron al hielo los jugadores de hockey, cada uno de ellos escoltado por
un niñ o en patines. Era tan bonito, que me encontré aplaudiendo y con una gran
sonrisa. Los jugadores fueron anunciados por orden alfabético. Cuando se acercó el
nombre de Lucian, mis entrañ as se apretaron con anticipació n.
En el momento en que Lucian entró en el hielo, de la mano de una niñ a con una
coleta oscura y una sonrisa radiante, el estadio estalló en un alboroto de vítores. Se
me puso la piel de gallina.
KRISTEN CALLIHAN
Realmente parecía una montañ a de hombres en plena marcha, enorme y eterna.
Su sonrisa era la misma que me había regalado antes de separarnos, pero mientras
seguía saludando con la mano y el pú blico seguía gritando y animando, se me escapó
una verdadera sonrisa -fugaz y tímida- y mis ojos ardieron con lá grimas no
derramadas.
―Tiene buen aspecto ―observó May.
Por supuesto que sí. Pero me pareció que la gente podría haber asumido que
Lucian había quedado disminuido y enfermo al retirarse. ¿Es eso lo que temía que
vieran cuando llegara aquí? En cualquier caso, tenía razó n al suponer que se dirigiría
mucha atenció n hacia él.
Pero no mostró ninguna tensió n mientras ocupaba su lugar con los demá s, y
pronto comenzaron un simulacro de juego, los chicos trabajando con los niñ os. Vi a
Brommy y a Anton en el hielo, cada uno ayudando a su propio niñ o. Pero mis ojos se
centraron principalmente en Lucian. Dios, era tan bueno con la niñ a con la que había
sido emparejado. Y muy bueno con todos ellos.
Se movía como si hubiera nacido en el hielo. Y eso me rompió el corazó n un poco
má s. Quería envolverlo y abrazarlo, a este hombre grande y fuerte que había pasado
por tanto en tan poco tiempo.
―No puedo creer que haya aparecido ―dijo una mujer detrá s de mí. No me giré,
sino que miré a Lucian mientras su amiga respondía.
―Pensé que no podía patinar.
No tenía ni idea de si estaban hablando de Lucian, pero las probabilidades eran
buenas, y mi espalda se puso rígida, mis oídos se fijaron en su conversació n.
―Bueno, era un absoluto desastre cuando me fui. Ni siquiera se levantaba de la
cama.
―Oh, qué triste. Pobrecito.
Mi ceja se levantó ante eso.
―Lo sé. Pero fue lo mejor. No era el hombre que yo creía que era, y necesitaba
seguir adelante.
―Es una pena. Ozzy habría sido una leyenda.
―Ya no. Ahora es só lo un... ―Una respiració n expansiva me revolvió el pelo―. Un
espectá culo secundario.
KRISTEN CALLIHAN
En ese momento, me di la vuelta. No pude evitarlo. Se me pusieron los pelos de
punta y la ira se enroscó en mi vientre. A mi lado, May también se puso rígida. Estaba
claro que ella también había escuhado.
Dos mujeres -una pá lida y rubia, otra bronceada y morena- estaban de pie con
expresiones trá gicas. La rubia, que debía ser Cassandra, era hermosa como una
modelo de catá logo: impecable pero casi como una muñ eca. Era poco caritativo
compararla con una Barbie, pero no me sentía muy generoso en ese momento.
Sus grandes ojos marrones se fijaron en mí y me dedicó una brillante sonrisa.
―Dios mío, ¿eres Emma Maron?
―Lo soy. ―Las palabras apenas pasaron por mi mandíbula cerrada. Quería
abofetear a esta mujer. Lo cual era un shock; nunca había querido levantarle la
mano a nadie. Ni siquiera a Greg cuando lo encontré engañ andome. Pero mi mano se
movió a mi lado.
Cassandra no pareció percibir el peligro y se acercó má s.
―Soy una gran fan de tu programa. Cassandra Lavlin. Mi prometido es Adam
Cashon. ―Me miró expectante.
―Qué bonito. ―Quería apartarme. Quise echarme encima de ella. Me quedé
congelada.
Ella parpadeó , obviamente esperando má s.
―¿Y tú está s con?
―Lucian Osmond.
Fue bastante gratificante ver có mo se le iba el color de la cara.
―Oh. Yo... ah... Conozco a Luc... Lucian, es decir.
―Lo sé.
―¿Sí? ―Parecía complacida por ello y miró hacia el hielo. No hacía falta ningú n
talento especial para saber que estaba mirando a Lucian.
No mereces poner los ojos en él.
―Sí, su primo Anton dijo que Lucian había estado comprometido con una mujer
llamada Cassandra. ―Su sonrisa era un poco menos firme ahora, y me miró con
recelo―. Qué suerte tienes de encontrar otro prometido tan pronto.
May hizo un ruido estrangulado de diversió n, y la amiga de Cassandra la miró
con desprecio.
KRISTEN CALLIHAN
―Eh... ―La nariz de Cassandra se arrugó , y supe que estaba tratando de
averiguar si la había insultado―. Gracias.
Mi sonrisa de respuesta fue glacial.
―Realmente debería darte las gracias.
―¿Agradecerme? ―Unos confusos ojos marrones parpadearon rá pidamente.
―Sí. Si no hubieras abandonado a Lucian, tal vez no lo hubiera conocido. Es el
mejor hombre que he conocido. Así que gracias.
En ese momento, le di la espalda. Podría haber dicho má s, haber dicho cosas
peores, pero ella no merecía la pena. Me moví para sentarme, pero su mano en mi
brazo me detuvo. Se había alejado de su amiga y estaba frente a mí en las escaleras.
―Mira, sé que ha sonado mal lo que he dicho sobre Luc. Pero deberías saber que
el hockey lo define. Sin él, no es má s que una cá scara.
―Te equivocas. Es mucho má s que eso.
Su sonrisa era tensa y recelosa.
―Espero por tu bien que sea cierto. Porque el hombre que conocí no era capaz de
amar nada má s que el deporte.
Como si sintiera mi mirada, Lucian levantó la cabeza y su mirada chocó con la
mía. Algo ligero y dulce brilló en sus ojos, y sonrió , haciéndome un gesto con la mano.
Su sonrisa se atenuó cuando vio claramente a Cassandra conmigo. Espoleé una amplia
sonrisa, pero él no la devolvió .
A mi lado, Cassandra lo asimiló todo.
―Buena suerte con Luc.
Se marchó entonces, dirigiéndose a los tableros. El programa había terminado y
los jugadores se reunían y saludaban a má s aficionados y padres. Mis tacones
chasqueaban en las escaleras de cemento mientras bajaba, coincidiendo con los
latidos de mi corazó n. Quería tocarlo, escuchar su voz, estar cerca de él. Lo necesitaba.
Lucian se acercó a mi encuentro patinando, como un hermoso hombre
montañ a que era. Me miró desde su gran altura con ternura y afecto, pero su
mandíbula estaba colocada en una línea dura.
―¿Te molesta?
Sonaba como si fuera a hacer un problema si decía que sí. Lucian se preocupaba.
Se preocupaba tanto que rara vez dejaba que alguien lo viera. Pero yo lo vi. Me incliné,
apoyando mi vientre en las tablas.
KRISTEN CALLIHAN
―No, ella no me molesta. ¿Te molesta?
―No. ―Su sonrisa era tensa, preocupada―. Ya no.
Busqué en su rostro, queriendo tranquilizarlo, queriéndolo.
―Esa mujer no te merecía.
La luz llenó sus ojos de una tranquila felicidad.
―Está bamos mal avenidos. Yo estaba destinado a ti.
―Bésame.
La boca de Lucian se crispó , pero la tensió n le abandonó .
―Hay mucha prensa alrededor, Snoop. ¿Te parece bien que te vean como mía?
―Eso depende. ¿Te parece bien que te vean como mío?
Su mano enguantada se deslizó por detrá s de mi cuello para acariciar mi nuca.
―Llevaré una etiqueta con mi nombre que lo declare si quieres, cariñ o. ―Me
besó , suave, profunda y largamente.
Lo sentí en mi vientre, en el apretó n de mi pecho que se llenó de anhelo y
satisfacció n. Mis manos encontraron las voluminosas almohadillas de sus hombros y
me aferré a su camiseta mientras le devolvía el beso. No fue hasta que oí un silbido de
lobo y la voz familiar de Brommy llamá ndonos, que me aparté.
Lucian me sonrió , una mirada reservada que prometía má s cosas después.
―Estuviste genial ―dije un poco sin aliento, sin querer alejarme de él.
Las comisuras de su boca se curvaron.
―Fue divertido. ―Me dio un apretó n en la nuca―. Vamos; te presentaré a todos.
Se había colocado una larga alfombra en el hielo para que la gente caminara y se
saludara. Lucian me condujo hasta un grupo de chicos, todos ellos sobresaliendo por
encima de mí con sus patines. Conocí a los amigos de Lucian, la gente que había sido
una parte tan importante de su vida.
Estaba claro que los chicos lo querían y respetaban muchísimo. Parecían echar
de menos a Lucian tanto como Lucian a ellos, pero estaban resignados. Todos tendrían
que enfrentarse a lo mismo algú n día.
Un hombre escarpado y de pelo plateado de unos cincuenta añ os se acercó a
nosotros. "
―m, este es Davis Rickman, mi antiguo entrenador. Rickman, este es...
KRISTEN CALLIHAN
―Emma Maron. Veo su programa religiosamente. ―Rickman estrechó mi mano―.
Un placer conocerte.
Dado que todo el mundo parecía ver mi programa y sentía la necesidad de
decírmelo, cada vez era má s fá cil escuchar los elogios. Hiciera lo que hiciera con el
resto de mi vida, había entretenido a una buena parte de la gente durante mi etapa en
Dark Castle. Eso era una recompensa en sí misma.
Rickman miró a Lucian.
―¿Te parece bien la siguiente mitad? ―Lucian bien podría haber estado hecho de
má rmol.
―Por supuesto.
La siguiente mitad fue un espectá culo de ejercicios de carrera, tiros con truco y
lo que yo consideraba un patinaje elegante. Ver a Lucian maniobrar a toda velocidad
con el disco fue muy sexy.
Dios, era hermoso cuando patinaba. Alegre pero también concentrado, esa
expresió n severa y sus ojos verdes como el hielo formaban un combo que hacía que
muchos fans gritaran y silbaran de pura lujuria. Yo era una de ellas. Pero luego, yo iría
a casa con él.
Qué suerte tengo.
―Es extraordinario, ¿verdad?
Me giré para encontrar a Rickman de pie a mi lado.
―Sí. ―Pero no estaba hablando de hockey.
No me gustaba la forma en que Rickman miraba a Lucian, como si evaluara cada
uno de sus movimientos. Había algo de codicia que me molestaba.
―Tuvo suerte de tener un entrenador que supo dejarlo ir.
Rickman se volvió hacia mí, con los ojos medio ocultos bajo las cejas pobladas.
―Fue su elecció n. No la mía.
―¿Querías que se quedara?
Se encogió de hombros.
―Teníamos las manos atadas. Pero sigue siendo el mejor jugador que he
entrenado. La inteligencia del hockey como la que sueñ as.
No supe qué decir a eso y volví a aplaudir cuando Lucian pasó zumbando.
―Realmente es una pena ―reflexionó Rickman.
KRISTEN CALLIHAN
―Está vivo ―dije―. La pena sería que se muriera.
Unos ojos azules y planos me miraron desde un rostro con líneas obstinadas, si
no tristes.
―Algunos jugadores te dirían que está n mejor así que con una carrera truncada.
La rabia bullía en mis venas, pero conseguí mantener el tono frío.
―Cualquiera que piense eso es un tonto.
Rickman se limitó a encogerse de hombros y volvió a observar a los jugadores.
―No es a mí a quien tienes que convencer.
***
Lucian
***
Lucian
―Dios, te sientes tan bien. ―Tumbados frente a frente, con nuestros cuerpos
enredados lo má s cerca posible, bombeé en el calor resbaladizo de Emma y gemí.
Temblando, tomé su mejilla sonrojada y besé su suave boca. La amé durante horas,
lentamente, con cada centímetro de mí ansiando la liberació n, pero prolongá ndola
todo lo posible. Habíamos estado así toda la noche y, ahora, bajo el cá lido sol de la
mañ ana.
―Lucian. ―Se balanceó conmigo, las puntas de sus pechos rozando mi pecho.
Gruñ endo, metí la mano entre nosotros, encontré su dulce e hinchado pezó n y lo
pellizqué. Las paredes de su sexo se apretaron en respuesta, y ella giró sus caderas en
un gemido. Es tan jodidamente bueno.
Tan bueno que sentí que volaba.
Emma estaba en mis brazos y todo estaba bien en el mundo. No podría precisar
el momento exacto en que se convirtió en mi verdad; tal vez había sido desde el
momento en que nos conocimos. Desde el primer momento, ella me hizo sonreír,
arrojó sol y aire a mi mundo oscuro y cerrado.
La necesitaba como había necesitado el hielo, como necesitaba comida y agua. La
besé de nuevo, lamí la curva del labio inferior.
―Em. Nunca ha sido así ―susurré―. Nunca ha sido así.
Nuestras miradas chocaron justo cuando llegué a un punto en el que se corrió
alrededor de mi polla, apretá ndola con tanta fuerza que vi las estrellas. La seguí con
un gemido largo y desgarrado, me metí dentro de ella con golpes fuertes y apretados.
Vacío y repleto, la acerqué imposiblemente con un suspiro. Durante un largo
momento, permanecimos en perfecto silencio, contentos de abrazarnos el uno al otro.
Entonces ella inclinó la cabeza para mirarme.
Una sonrisa somnolienta, pero satisfecha, iluminó sus ojos.
KRISTEN CALLIHAN
―Me has reducido a un charco sin huesos.
Pasé mi mano por la sedosa curva de su mejilla.
―Déjame hacerlo de nuevo.
Lo decía en serio. No creí que fuera capaz de moverme durante un tiempo. Ella
también me había destrozado.
Con un gemido dramá tico, se echó hacia atrá s y se acurrucó en el hueco de mi
brazo.
―Primero necesito un largo bañ o caliente. Y un café. ―Parpadeó y me miró ―.
Dios, mataría por uno de tus croissants ahora mismo.
Me mordí una sonrisa. Como todavía está bamos en el hotel, eso tendría que
esperar.
―Es gratificante saber que me quieres por mis productos horneados.
―Y tu polla también.
Me ahogué en una carcajada y luego agaché la cabeza para acariciar su cuello.
―Descarada, Snoopy.
―Mmm. ―Su dedo trazó los espirales de pelo en mi pecho―. Tuve una buena
conversació n con mi agente ayer.
Después de la recaudació n de fondos, Emma se había reunido con su agente
mientras yo hablaba con Rickman y Clark. Ninguno de los dos había tenido la
oportunidad de hablar con el otro, ya que bá sicamente nos habíamos lanzado como
adolescentes cachondos en cuanto nos quedamos solos en la habitació n del hotel. No
podía decir que tuviera prisa por contarle mis noticias; sabía que no iba a ir bien. En
cambio, me concentré en la suya.
―¿Qué dijo tu agente?
―Hay un papel. El director y los productores me quieren. Es un drama basado en
un gran bestseller.
Me dijo el título y silbé por lo bajo.
―¿A quién quieren que interpretes?
―Beatrice.
Conocía el libro. Beatrice era la protagonista principal, que o bien se disolvía
lentamente en la locura o bien era acechada por un asesino; el pú blico no lo sabría
hasta el final. Si Emma lo conseguía, sería una gran estrella.
KRISTEN CALLIHAN
―Puedes hacerlo ―dije con convicció n.
Se agarró a mi brazo, aguantando.
―Lo sé. Puedo sentirlo. Esta es mi parte.
La besé rá pida y suavemente.
―¿Dó nde se filma?
―Aquí en Los Á ngeles en su mayor parte. Creo que también hay algunas escenas
en Nevada. ―Su sonrisa se suavizó ―. No voy a ir muy lejos"
La promesa me hizo detenerme; la realidad de nuestra situació n, de có mo
cambiaría pronto, volvió a asomar para hurgar en mis entrañ as. No le había contado
mis noticias. No podía hacerlo ahora. No ante su felicidad.
Aparté ese pensamiento y me concentré en besar sus labios, en ligeros picotazos
que no tenían por qué llevar a ninguna parte, pero que enviaban pulsos de placer por
mi columna vertebral cada vez que la tocaba.
Hizo un ruido de satisfacció n, sus dedos peinando mi cabello.
―Oh, y hay algo má s.
―¿Algo má s grande que un papel en un potencial éxito de taquilla?
―Bueno, no tan bueno, pero creo que es bastante grande.
―Dime, dulce Em.
Se acurrucó en mí.
―Quiero llevarte a algú n sitio. ¿Vienes conmigo?
―¿No me vas a decir dó nde?
―Es una sorpresa.
―Misteriosa. Me gusta. Voy a ir. ―Aparté el edredó n, exponiéndola a mi mirada―.
Pero tú primero.
Después de un largo y minucioso intercambio, ambos llegamos.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Tres
Lucian
La casa estaba en Los Feliz, donde la carretera se adentraba en las colinas hacia
el Observatorio Griffith. Escondida tras una puerta privada de estuco, era una finca de
estilo revival españ ol de los añ os veinte. En muchos sentidos, era una versió n má s
pequeñ a de Rosemont, con su tejado de tejas de terracota, sus paredes de yeso blanco,
sus puertas con arcos oscuros y sus techos con vigas. Las rosas se aferraban a las
paredes y salpicaban el patio.
Nuestros pasos fueron silenciosos mientras me guiaba a través de un gran saló n
con una chimenea de piedra tallada, pasando por una biblioteca con paneles de roble,
hasta llegar a una cocina luminosa con amplios ventanales que daban a un oasis de
piscina. Las gastadas encimeras de má rmol se extendían frías y suaves bajo mi palma.
Observé los hornos de doble pared y los fogones de ocho fuegos. Era la cocina de un
chef. Y, evidentemente, el corazó n de una casa muy querida.
―Es privado ―decía Emma, caminando hacia las puertas dobles arqueadas que
se abrían al exterior―. Y tranquilo.
―Tiene buena luz. ―Mi mirada recorrió la cocina, observando la enorme
despensa y la zona de desayuno. Tenía guardada la vieja mesa de granja de Jean
Philipe. Encajaría perfectamente aquí, brillando a la luz del sol.
En la pared má s alejada había armarios y estanterías con cristales. Había espacio
má s que suficiente para guardar bandejas, platos, utensilios de cocina y vajilla. Miré a
Emma, sintiendo su mirada.
Me sonrió tímidamente.
―Te gusta.
―Lo hace. ―No explicaba la forma en que mi corazó n amenazaba con salirse del
pecho.
―Lo estoy comprando.
KRISTEN CALLIHAN
Ahí estaba. Me lo esperaba; ¿por qué si no me iba a traer a ver una casa en
venta? Pero la confirmació n siguió golpeando con la fuerza de una patada bien dada.
―¿Cuá ntas habitaciones?
―Cinco. ―Ella no se movió de su lugar en el sol.
―Un poco grande para una persona.
―Sí. Pero se siente bien aquí. Como en casa. ―Su mirada no se apartó de la mía.
En casa. La suya. Lejos de la mía. ¿Pero realmente tenía un hogar? Rosemont era
de Amalie. Sí, siempre sería bienvenido, y había sido mi refugio. Pero, ¿era un hogar o
un espacio seguro para esconderme del mundo?
Volví a pasar la mano por el mostrador. A diferencia de muchos mostradores de
las casas de lujo de California, éste era antiguo. Tenía una historia, contada a través de
débiles manchas y la sedosa suavidad del má rmol. Sería excelente para atemperar el
chocolate o extender la masa.
Casa. La tentació n de crear uno con Emma ardía en mis entrañ as como el azú car
hirviendo, dulce pero doloroso. Porque no podía hacerlo. No ahora, al menos.
―¿Cuá ndo te vas a mudar?
Las tablas del suelo crujieron cuando se acercó un poco má s.
―Tan pronto como pueda. Tal vez dos semanas.
Lo asimilé. Se suponía que ella se iría en algú n momento. Y no estaba tan lejos
de Rosemont. ¿Por qué se me clavó ? ¿Por qué sentía frío a lo largo de mi piel, como si
ella ya se hubiera ido?
Joder. Eso duele. Dijo que la hacía feliz. Quería hacerla feliz y orgullosa.
―¿Lucian?
―¿Sí? ―Intenté que sonara ligero, pero la palabra salió cortante.
Su expresió n era dolorosa y a la vez acogedora, como si tratara de decirme algo
que se me escapaba.
―¿Dó nde vives realmente?
―¿Có mo que dónde? Vivo en Rosemont.
Una pequeñ a arruga se formó entre sus cejas.
―¿Siempre has vivido allí?
KRISTEN CALLIHAN
―Por supuesto que no. ―Me pasé una mano por la nuca―. Tenía un
apartamento en DC. Un bonito lugar en Georgetown, con vistas al Potomac. Lo vendí
porque ya no lo necesitaba.
¿Pensaba ella que yo estaba tan mal? Cristo, yo había sido una estrella. Gané má s
de ochenta millones en mis añ os de juego, con má s ingresos de los avales. Yo era un
hombre rico. Francamente,probablemente gané má s que ella. Incluso sin jugar. Al
instante, me sentí como un idiota por pensar eso.
Tal vez mi ceñ o fruncido proyectaba má s de mis pensamientos de lo que yo creía,
porque ella sacudió la cabeza, como si se disculpara.
―Es que... nunca hablamos de ello. De tu vida. Te quedas en Rosemont como si
te escondieras...
―No me estoy escondiendo. Estoy allí porque... ―Se me hizo un nudo en la
garganta e hice un ruido de agravio para aclararlo―. Mamie necesita compañ ía.
Mierda. Sonaba totalmente ridículo. Y ambos lo sabíamos.
―¿Eso es todo? ―Preguntó suavemente, con dulzura―. ¿Vas a dedicar el resto de
tu vida a hacer compañ ía a Amalie?
Se me retorcieron las tripas y gruñ í, apartando los ojos de ella, para luego
cabrearme por ello y devolverle la mirada desafiante.
―Es mi abuela.
―Lo sé. ¿Pero qué hay de tu vida? ―Ahora estaba má s cerca, mirá ndome desde el
otro lado de la larga isla de la cocina―. Eres tan joven. Tienes tantas opciones...
―Así es ―interrumpí, sintiendo que se acumulaba ese viejo resentimiento, esa
vieja frustració n frustrada―. Así es.
Hizo una pausa y volvió a fruncir el ceñ o.
―Sí ―repitió , insegura.
Exhalé un suspiro.
―No quería discutirlo ahora. Pero hablé con Rickman.
―¿Tu antiguo entrenador?
Asentí con la cabeza.
―Rickman, sí. Y a Clark, el director general de mi equipo, así como a Jack
Morison, el propietario. ―Mis manos se extendieron sobre el mostrador, presionando
para que me apoyara―. Si mis médicos me dan el visto bueno, y si me siento bien para
jugar, me aceptará n de nuevo.
KRISTEN CALLIHAN
Fue como si todo el aire saliera disparado de la habitació n. Emma se quedó con
la boca abierta y me miró con horror.
―¿Te llevará n de vuelta? ―Ella palideció ―. Pero te has retirado.
―Todos somos conscientes de ello, Em.
―Te retiraste ―dijo con má s fuerza―, porque corrías el riesgo de dañ ar tu
cerebro. De forma permanente.
―Lo sé ―solté. Luego tomé aire―. Pero todavía estoy en plena forma. Estar en el
hielo de nuevo...se sentía bien. Todavía puedo hacer esto. Podría só lo...
―¿Só lo qué? ¿Morir, joder? ―Lo dijo con estridencia, luego se mordió el labio
como si estuviera luchando por calmarse.
―Tendré cuidado ―dije, luchando, también, cuando todo lo que quería hacer era
gritar―. Tendré mucho cuidado.
―Jugar al hockey. Un deporte de contacto. ―Ella resopló , haciendo una cara―. El
mismo deporte que te metió en esta posició n para empezar.
―Emma...
―No me digas Emma. ―Agitó una mano, como si pudiera alejar su irritació n―.
¡No... me aplaques!
―Bien. No lo haré. ―Me agarré a los lados del mostrador―. Entonces no me
sermonees como si fuera un niñ o ignorante.
―Entonces no actú es como un niñ o ignorante ―replicó acaloradamente. ―Usa
ese gran y precioso cerebro tuyo. Esto es irracional...
―Oh, por el amor de Dios...
―Usaste ese brillante cerebro cuando te retiraste. Ú salo de nuevo, maldita sea.
Mis dientes crujieron y los rechiné, incapaz de responder sin gritar.
La energía crepitaba en torno a Emma, iluminando sus ojos y dibujando las
líneas de su cuerpo en un relieve nítido. Era hermosa, aterradora.
―¿Qué hay de la oferta de Delilah? Te encanta hornear, crear postres. Eres un
artista...
―¡Soy un jugador de hockey! ―Mi grito resonó en el espacio y rebotó hacia
mí―. Es todo lo que siempre he sido o he querido ser! ―El sonido que arrancó de mí
fue como el de un animal herido, avergonzá ndome, enfureciéndome. Golpeé con un
puñ o el mostrador―. No me des lecciones sobre lo que soy cuando tengo la
oportunidad de... de... joderr.
KRISTEN CALLIHAN
Me di la vuelta, con la garganta atascada. Jadeando, apoyé las manos en las
caderas y parpadeé rá pidamente para despejar el ardor de los pá rpados.
El silencio tenía un peso y una frialdad. Cerré los ojos y tomé aire.
―Estoy en la mejor forma de mi vida, Em. Puedo hacerlo. Ahora tendré cuidado.
Sé lo que está en juego.
Las palabras eran tan frá giles como el azú car hilado. Pero ella no las destrozó
como yo esperaba. No luchó contra mí. Su suspiro fue suave, un soplo de aire. Ni
siquiera lo habría oído si no hubiera estado tan atento a su respuesta, esperando la
pelea que yo quería tener.
―Nunca vas a ser feliz con otra cosa, ¿verdad? ―Dijo.
Una onda de algo me atravesó , y todo lo que pude hacer fue sacudir la cabeza en
señ al de negació n. Cerrado y apagado, lo ú ltimo que esperaba era que sus brazos me
rodearan por detrá s, que se apretara contra mí y me abrazara con fuerza.
No lo esperaba. Pero en el momento en que lo hizo, mi cuerpo reaccionó con un
estremecimiento total, mi corazó n pataleando contra la jaula de mis costillas. Apreté
sus delgados antebrazos, rozando su sedosa piel, necesitando ese contacto.
―No quiero pelear ―dijo.
Me giré entonces, acercá ndola.
―Yo tampoco quiero.
Nos quedamos en silencio, abrazados en la cocina que pronto sería suya. Apoyé
mi mejilla en su cabeza, respirando el aroma de su pelo, absorbiendo el calor de su
cuerpo. Pero demasiado pronto, Emma se apartó y echó la cabeza hacia atrá s. Su
mirada añ il recorrió mi rostro.
―Si juegas con tu antiguo equipo, significa que vas a volver a DC.
La verdad se desplomó como una piedra arrojada a un estanque. Una vez má s,
ella había expresado algo que yo no quería. Pero ahora lo había dicho. Dejé que mis
brazos se apartaran de ella, cuando lo ú nico que quería era abrazarla má s fuerte.
―No hay nada establecido. Esto es só lo una prueba tentativa, pero sí, si juego...
DC es donde tendría mi base, pero viajaré por todas partes.
―Conozco el procedimiento. ―Su sonrisa era iró nica y forzada―. Yo también
estaré ocupada. La producció n empieza pronto. De hecho, tengo mi primera reunió n la
semana que viene. Ya sabes, para repasar algunas ideas, conocer al reparto, ese tipo de
cosas.
Se alejó , paseando por la cocina.
KRISTEN CALLIHAN
―Este lugar necesita una buena mesa de granja. Algo como lo que tiene Amalie
en la suya. Tal vez un estante colgante para ollas y sartenes de cobre sobre la isla.
El balbuceo de Emma no era una buena señ al. Se me formó un bulto en el pecho,
que fue aumentando de tamañ o a medida que ella hablaba de lo que quería hacer en
este lugar.
―El dormitorio principal tiene un balcó n parcialmente cerrado que da a la
piscina... ―Su voz se apagó mientras fruncía el ceñ o. Y supe que estaba pensando en el
balcó n de su casita de Rosemont y en la noche en que me vio nadar desnudo.
La pena me inundó . Esto se sentía como una muerte. El fin de nosotros. Quería
detenerlo. Podía hacerlo. Todo lo que tenía que hacer era decir las palabras correctas.
Pero serían una mentira. Tenía que intentarlo, o siempre me preguntaría si había
tomado la decisió n correcta. Nunca saldría de la pérdida. Y no podía soportar má s
pérdidas en mi vida. No en este momento.
―No quiero perderte ―solté.
Emma me miró , con una expresió n de incomodidad que dibujaba las líneas de su
rostro.
Le devolví la mirada, implorando que entendiera.
―Acabo de encontrarte. Pero no puedo abandonar esta ú ltima oportunidad.
Quiero volver a sentirme yo mismo, Em.
Sus hombros se hundieron en un suspiro.
―Sé que lo haces. ―Tragó saliva visiblemente―. No voy a ninguna parte, Lucian.
Pero yo si. Y ambos sabíamos que eso me alejaría de ella igualmente.
KRISTEN CALLIHAN
Capítulo Treinta y Cuatro
Emma
Mi noticia salió tan bien como esperaba, es decir, espectacularmente mal. Incluso
después de esperar la reacció n que obtuve, me dolió . Sentí que el pecho se hundía, el
estó mago se retorcía y ardía.
Uno a uno, me dejaron en la mesa, su amarga decepció n clara y cortante. Todos
ellos, excepto Emma. Estaba sentada tranquilamente a mi lado, incluso ahora, con sus
delgados hombros caídos.
―Bueno ―dije―. Eso fue una mierda.
No dijo nada durante tanto tiempo que pensé que podría haberme ignorado,
pero entonces tragó audiblemente y levantó la cabeza. Sus ojos añ iles estaban llenos
de tristeza.
―¿Qué esperabas?
Me estremecí, odiando sobre todo su decepció n.
―Sobre lo que tengo.
Ella resopló con elocuencia pero no dijo nada má s.
Me moví en mi asiento para mirarla.
―Só lo dilo.
Un poco de color llegó a sus mejillas. Bien. Quería una pelea.
―¿Qué quieres que diga, Lucian?
―Cualquier cosa. La verdad.
―No quieres la verdad.
Me aparté de la mesa.
―Sé que está n preocupados...
―No ―cortó ella bruscamente―. Estamos aterrorizados.
KRISTEN CALLIHAN
Recibí el golpe y respiré profundamente. No lo entendía. Ninguno lo hacía.
―Quiero que estés orgullosa de mí.
―Lo estoy. En muchos sentidos. Eres inteligente, polifacético, secamente
divertido y muy fuerte. Eres un luchador, Lucian. Admiro mucho eso en ti.
―Entonces, ¿có mo no puedes ver que soy yo quien lucha? Estoy subiendo de
nuevo a la cima.
Su mano se agarró al borde de la mesa mientras se inclinaba.
―Te aferras a un ideal. Eso no es luchar. Eso es desesperació n.
Se compadeció de mí. Eso era peor que cualquier ira que pudiera haberme
lanzado. Se aferró a mi piel, asfixiá ndome.
―Maldita sea ―dije―. ¿Y dices que me conoces? ¿Qué sabes tú de pérdidas?
Viniste aquí a esconderte después de un pequeñ o contratiempo. Todavía tienes tu
carrera.
Emma se levantó con la dignidad de una reina y se apartó de la mesa.
―Qué bien. Veo que estamos en el segmento de las agresiones de nuestra
discusió n.
―¿Qué esperas que haga? ―Respondí con un disparo, la desesperació n y la ira
hicieron que mis palabras fueran agudas y rá pidas―. ¿Cuando me pintas como un
cobarde?
―No lo sé. ―Agitó una mano exasperada―. Tal vez dar un paso atrá s y realmente
echar un vistazo a lo que está s haciendo. Fuiste muy valiente al retirarte. Valiente y
fuerte...
―No fue valentía. Fue el miedo.
―La valentía es tener miedo y seguir haciendo lo que hay que hacer.
―Trivialidades. Genial.
Emma me miró , con la cara enrojecida. Pero yo seguí adelante.
―¿Có mo no puedes ver? Estoy haciendo esto por nosotros. Estoy intentando ser
alguien que pueda mantener la cabeza alta y estar en condiciones de estar a tu lado.
Fue como si la hubiera abofeteado. Se balanceó literalmente sobre sus talones
antes de ponerse de pie. Tardó un momento en responder, y cuando lo hizo, su voz era
lenta y firme.
KRISTEN CALLIHAN
―Parece que piensas que una relació n se basa en la fama y el reconocimiento que
puedes aportar. Eso no es lo que quiero. Eso era Cassandra. Y lamento que te haya
hecho pensar que eso es todo lo que hay.
―Eso no es... ―Me interrumpí porque no sabía si lo que había dicho era cierto. Y
eso me frustraba muchísimo. La necesitaba. Só lo a ella. No a Cassandra, ni a nadie má s.
Creía que Emma me entendía en lo má s profundo de su alma. ¿Có mo no podía ver lo
mucho que necesitaba esta oportunidad?
―En lo bueno y en lo malo ―dijo, interrumpiendo mis pensamientos―. En la
enfermedad o en la salud. ¿No es así como se supone que debe ser?
No pude encontrar sus ojos tristes. Quería gritar. Por dentro me estaba
rompiendo, desmoronando junto con sus palabras.
―Una vez me dijiste que yo brillaba ―dijo―. Y que nada podía cambiar eso. Ni la
pérdida de un papel, ni un revés. ¿Por qué no puedes ver lo mismo en ti? Porque lo
haces, Lucian. Brillas tanto...
―¡Eso es lo que estoy tratando de hacer, maldita sea! Me dijiste que me estaba
escondiendo en Rosemont. Tenías razó n. Estoy tratando de cambiar eso.
El pá nico se arrastró por los bordes de mi alma.
―Lucian... Dios. ¿Por qué no puedes ver? Yo . . . ―Levantó las manos y luego las
dejó caer, como si estuviera derrotada―. Ya no sé qué decir.
La firmeza de su tono me heló hasta la médula.
―¿Así que eso es todo? ¿Me dejas?
Todos me habían dejado. Pero ella se había quedado. Había esperado...
―No, Lucian. No voy a dejarte. Te estoy diciendo lo que siento. Que la idea de que
hagas esto me aterra y me rompe el corazó n. ―Apretó el puñ o contra su pecho―. Esta
es tu elecció n. Tú decides a dó nde vamos desde aquí.
―Me suena mucho a un ultimá tum, Em.
Ló gicamente, sabía que tenía razó n. Sobre todo ello. ¿Pero mi corazó n? Mi
corazó n decía que tenía que intentarlo. Debía seguir mi pasió n. Jean Philipe lo había
sabido. Me había advertido que no estaría contento a menos que hiciera lo posible por
mantener cerca lo que amaba. Había tenido razó n; me había roto cuando dejé el
hockey. Si pudiera tener eso y a Emma, estaría completo.
La suave voz de Emma se deslizó sobre la brecha entre nosotros.
―No estoy diciendo que hagas esto o lo otro. Digo que elijas. Elige la vida que
quieres, pero no te sorprendas si la gente que te cuida no puede quedarse a mirar.
KRISTEN CALLIHAN
***
Emma
***
―Quédate quieta.
Emma se retorció de nuevo, sus exuberantes labios se curvaron en una sonrisa
mientras me miraba tímidamente.
―Pero hace cosquillas.
Mi polla palpitaba, la pura lujuria me retorcía las entrañ as. Pero mantuve mis
manos firmes.
―Ya casi está .
Le hice otra serie de rosetas a lo largo de la curva de su pecho, dirigiéndome al
pequeñ o y bonito pezó n, ahora de color rosa intenso y rígido. Se le cortó la respiració n
y le dediqué una sonrisa perversa.
―Pó rtate bien, o no lo lameré.
―Mentiroso. No puedes esperar. ―Estaba tumbada en mi cama, sin má s ropa que
las flores y remolinos de crema de limó n con los que había decorado su precioso
cuerpo.
―Culpable de los cargos. ―Se me hizo la boca agua por la necesidad de probarla,
de mezclar sus sabores con mi crema. Follar en el apretado y sedoso abrazo de su
cuerpo, donde se sentía como un hogar y el mejor placer que había tenido en mi vida.
Mi mano tembló un poco al rodear su turgente pezó n, eligiendo resaltarlo en
lugar de cubrirlo. Emma se mordió el labio inferior y bajó los pá rpados mientras se
arqueaba sutilmente en la punta de la manga pastelera. El calor me recorrió y tiré la
crema de mantequilla a un lado.
―Ahora, ¿por dó nde empezar? ―Lo quería todo a la vez. Cada delicioso
centímetro de ella. Siempre. Todo el tiempo.
KRISTEN CALLIHAN
Impaciente y adolorido, acaricié mi eje, manteniendo el agarre ligero para no
soplar ahora. Porque nada parecía má s delicioso que Emma Maron extendida ante mí,
sonriendo de esa manera que decía que era toda mía.
La felicidad se mezclaba con la lujuria, creando un có ctel embriagador en mis
venas. Tenía a Emma justo donde la quería: conmigo. Todo lo demá s pasaba a un
segundo plano ante ella y la forma en que me miraba acariciar mi polla, toda
necesidad codiciosa y anticipació n. Eso alimentó la mía.
―Lucian...
―Sí, honeybee.
Su mirada se estrechó .
―Voy a moverme.
―No te atreverías.
―Entonces será mejor que vengas a comerme.
Gruñ í en voz baja y me incliné sobre ella. La punta de mi lengua tocó su rodilla.
Su piel cremosa se estremeció cuando lamí lentamente un camino a lo largo de su
muslo.
Ella gimió tan dulcemente. Encontré su ombligo y chupé.
―Mierda ―dijo con un siseo de placer, con la piel enrojecida. Sonreí a lo
largo de su cuerpo, y luego besé su vientre antes de trazar la flor de lis en su cadera―.
Lucian...
―¿Sí? ―Le pellizqué la cintura.
Ella se contoneó .
―Ya sabes qué.
Su tono oscuro me hizo reír. Su delicioso coñ o, hinchado y hú medo, esperaba
medio oculto por la elaborada rosa que había colocado justo encima. Sabía que me
quería allí. Tendría que esperar.
―Te voy a atrapar por esto ―prometió apenas por encima de una ronca.
―Cuento con ello. Ahora cá llate y déjame hacer esto, mujer.
Su gruñ ido de respuesta me hizo sonreír de nuevo. Me arrastré sobre su cuerpo,
manteniéndome sobre ella con las manos y las rodillas. Jadeó ligeramente y me miró
fijamente. Pero solo había calor impaciente en esos bonitos ojos.
―Hola ―dije, reprimiendo otra risa.
KRISTEN CALLIHAN
―Imbécil.
―Ahora hay un lugar que no cubrí. Tal vez debería.
―Tal vez deberías... ¡oh! ―Jadeó y se agitó cuando me incliné hacia abajo y lamí
su pecho, acariciando su pezó n. Dios, sabía bien, dulce mujer y cremoso limó n. La
chupé profundamente en mi boca, amando la forma en que gemía y se retorcía.
Sin soltarla, me retiré, tirando de su pecho hasta que su pezó n se liberó con un
decadente chasquido. Luego pasé a su otro pecho, tomá ndome mi tiempo, acariciando
y lamiendo hasta que mis labios se cubrieron de crema, y ella suplicó y gimió por má s.
Una porció n de limó n se deslizó por la curva de su hermosa teta, y la perseguí
con mi lengua, sorbiéndola, lamiendo su pezó n una vez má s porque podía hacerlo. Y
luego lo hice de nuevo.
Su brazo se enrolló alrededor de mi cuello, instá ndome a bajar má s.
―Ensú ciate conmigo, Lucian. ―Era hermosa, sonrojada y febril por su necesidad.
―Sí, señ ora. ―Me incliné sobre ella, mi polla encontró su sexo esperando, y
empujó en ese lugar perfecto. Ambos gemimos, nuestros cuerpos se deslizaron sobre
la resbaladiza crema de mantequilla. Mi boca encontró la suya, y ella me devoró , sus
muslos agarrando mis caderas, el cuerpo trabajando con el mío.
Empujé profundamente y con firmeza, deleitá ndome con su sensació n. Me sentí
tan bien que mi cuerpo se calentó , se enfrió y se calentó de nuevo.
―Jodidamente amo follar contigo.
Pero esa no era la ú nica verdad. La amaba. La amaba tanto que me dolía.
Los labios rosados se separaron, con una expresió n casi dolorosa pero tierna, y
me acarició la mejilla mientras nos movíamos juntos.
―Lucian.
Só lo mi nombre. Só lo ella. Todo lo que necesitaba.
Hice el amor con Emma toda la noche, dando vueltas y revolcá ndome en la cama,
lamiendo y chupando y riendo con ella. Nos ensuciamos tanto que tuvimos que
ducharnos dos veces para limpiarnos. Luego lo volvimos a hacer.
Cuando salió el sol, está bamos en el suelo, envueltos en un edredó n. El pelo de
Emma sobresalía en á ngulos extrañ os, tan adorablemente despeinado que mi corazó n
dio un vuelco al verlo. Había días en los que no podía creer que fuera mía. Pero nunca
la daría por sentada.
KRISTEN CALLIHAN
Emma abrió los ojos y al instante se centró en mí. Una sonrisa se extendió por su
cara, transformá ndola de hermosa a impresionante. ¿Porque esa mirada de amor? Era
toda mía también.
―Hola, tú .
―Te amo ―dije en respuesta―. ¿Te lo he dicho ú ltimamente?
―Todos los días. ―Me tocó la sien―. Y con cada dulce que me pones delante.
Ú ltimamente había estado horneando y creando sin parar, desde que nos
mudamos a nuestra nueva casa, a la que habíamos bautizado como La Vie en Rose. Lo
que realmente no encajaba para una casa, pero Emma había declarado que siempre
pensaría en mí cuando escuchara esa canció n. Y como yo pensaba en ella cuando
escuchaba esa canció n -recordando el momento exacto en que me desnudé por ella
mientras sonaba, una parte de mí sabiendo incluso entonces que ella llegaría a ser mi
todo-, la decisió n estaba tomada.
Había estado probando platos para Black Delilah, donde pronto sería el chef de
pâ tissier de una emocionada Delilah. Resultó que trabajamos bien juntos. Como ambos
éramos testarudos y testarudas, podría haber sido un desastre. Pero me encantó su
visió n creativa y, fiel a su palabra, me dio libertad para expresarme.
Emma estaba a menudo en el plató ahora, interpretando el papel de Beatrice en
un papel que, sin duda, la convertiría en una superestrella. Llegaba a casa exhausta
todas las noches. Daba de comer a mi niñ a y luego la arropaba en la cama y la amaba
todo el tiempo que me dejaba.
Ahora, sin embargo, corríamos el riesgo de llegar tarde. Con un gruñ ido, me
levanté y me estremecí.
―La pró xima vez, nos quedaremos en la cama.
―Oye, tú fuiste el que rodó fuera de ella. ―Ella también se puso de pie e hizo una
mueca―. De acuerdo, tienes razó n. Esa fue una monumental mala idea.
―Vamos a tomar una ducha caliente, pero luego tenemos que apresurarnos.
Hoy era el septuagésimo sexto cumpleañ os de Mamie. Después de meses en
París, había llegado ayer a Rosemont. Habíamos planeado una fiesta familiar para ella
en la terraza, y Emma y yo teníamos que empaquetar el Gâ teau Saint-Honore que había
preparado para ella.
Cuando llegamos a Rosemont, Tina y Sal estaban en la terraza dando los ú ltimos
toques a la mesa. Resultó que habían decidido hacer de Rosemont un bed and
breakfast, pero para personas que necesitaban refugio y curació n. Funcionaría desde
septiembre hasta justo antes de Navidad.
KRISTEN CALLIHAN
―Déjame ver ―dijo Tina, alcanzando la caja de pasteles. Con cuidado, la llevó a
la cocina y la abrió ―. Ah, ahí está . Hola, preciosa. En breve te presentaré mi vientre.
Se trataba de un sencillo Gâ teau con una base de pâte feuilletée coronada con un
hilo de crème pâtissière de vainilla y rodeada de hojaldres cubiertos de caramelo y
rellenos de crème chiboust de avellana. Emma lo calificó como el má s cremoso de los
postres.
Sal apartó de un manotazo la mano de Tina de la caja.
―Deja de hablarle sucio. Tendrá s tu oportunidad má s tarde.
―Nadie quiere oír eso después tampoco. ―Anton entró y lanzó una mirada de
reproche a su hermana―. Si me echas del Saint-Honore, luego te dejaré un sapo en la
cama.
Tina arrugó la nariz.
―¿Qué tenemos, doce añ os?
―Ustedes dos bien podrían. ―Tomé el Gâ teau y lo puse en la nevera de vinos para
que se mantuviera fresco.
―Como si no supiéramos la extrañ a manía de la crema que tienen Emma y tú
―dijo Tina.
Miré a Emma y ella levantó las manos.
―Oye, nunca he dicho una palabra. Ya sabes, sobre nuestra perversió n.
Riendo, negué con la cabeza.
―No tenías que decir nada, cariñ o ―dijo Sal. Cuando le dirigí una mirada, enarcó
una ceja―. ¿Qué? Ustedes dos eran ruidosos en esos primeros días.
―Todavía lo somos.
Con eso, volví a salir y encontré a Amalie esperando.
―Ah, mon ange. ―Ella besó mis dos mejillas―. Te he echado de menos.
―Yo también te eché de menos, Mamie. Tienes buen aspecto.
Me despidió con un gesto despreocupado y me agarró del brazo.
―¿Le has preguntado?
―Todavía no. ―Amalie me había enviado el anillo de compromiso que Jean
Philipe le había regalado. El anillo de diamantes de corte cojín deco era justo el estilo
de Emma, y significaba algo para mí. Quería que ella tuviera un pedazo de la historia
de mi familia.
KRISTEN CALLIHAN
―Pronto, ¿eh? ―dijo Amalie. Su sonrisa era de suficiencia―. Sabía que eran el
uno para el otro. Simplemente lo sabía.
Puse los ojos en blanco, pero luego sacudí la cabeza con una sonrisa.
―Sí, sí, eres muy inteligente.
Emma salió en ese momento, se detuvo en la puerta cuando captó mi mirada y
sonrió ampliamente. Las rosas trepadoras que cubrían la pared la enmarcaron
momentá neamente en un lavado de color carmesí. Una sensació n de paz me invadió .
No era la primera vez, ni mucho menos la ú ltima. Por fin me había encontrado a mí
mismo. Con ella.
Y la vida era buena.
Fin
KRISTEN CALLIHAN
Algunos términos de Pastelería
• Chef de pâ tissier: pastelero
• Gâ teau: bizcocho rico y elaborado que se puede moldear, y que suele contener
capas de crema, fruta o frutos secos.
• Pâ tisserie(s): pastelería/postres
• Brioche(s): un pan suave y rico con un alto contenido de huevo y mantequilla
• Pain aux raisins: una pasta hojaldrada rellena de pasas y crema pastelera
• Chaussons aux pommes: Las empanadas de manzana francesas
• Pâ te à choux: una masa de hojaldre ligera y mantecosa
• É clair: postre oblongo hecho de pasta choux rellena de crema y cubierta con
glaseado (a menudo de chocolate)
• Tarte au citron: tarta de limó n
• Macaron: un bocadillo de confitería a base de merengue relleno de ganache,
cremas o mermeladas de distintos sabores
• Croquembouche: una torre de dulces en forma de cono creada a partir de
hojaldres rellenos de crema y bañ ados en caramelo y envueltos en hilos de azú car
hilado, que se suele servir en las bodas francesas o en ocasiones especiales.
• Saint-Honoré : un postre que lleva el nombre del patró n de los panaderos y
pasteleros
• Pâ te feuilletée: Pasta de hojaldre ligera y hojaldrada
• Vanilla crème pâ tissière: crema pastelera de vainilla
• Hazelnut crème chiboust: una crema pastelera aligerada con merengue
italiano
• París-Brest: postre en forma de rueda, hecho de pasta choux y relleno de
crema de praliné. Creado en 1910 por el Louis Durand para conmemorar la París-
Brest, una carrera ciclista.
KRISTEN CALLIHAN
Agradecimientos
Muchas gracias al talentoso equipo de Montlake, cuyo duro trabajo hace que todo
funcione a la perfecció n. A mi editora, Lauren Plude, por sus atentos comentarios y su
apoyo; mis libros son mucho mejores en sus capaces manos. Y a mi agente, Kimberly
Brower, que siempre me apoya.
Mi agradecimiento a Amanda Bouchet y Adriana Anders por haber revisado
amablemente mis términos y frases en francés. Cualquier error es mío.
Y un especial y enorme agradecimiento a mis amigos y seguidores de Twitter
que, cuando les pregunté si debía escribir una historia sobre un exjugador de hockey
malhumorado que corteja a su heroína cociná ndole dulces, respondieron con un sí
entusiasta. Este libro no existiría sin ustedes.
KRISTEN CALLIHAN
Sobre la Autora
Kristen Callihan es autora porque no hay otra cosa que prefiera ser. Es autora de
bestsellers del New York Times, Wall Street Journal y USA Today. Sus novelas han
recibido críticas de Publishers Weekly y Library Journal. Su primer libro, Firelight,
recibió el Sello de Excelencia de la revista RT y fue nombrado mejor libro del añ o por
Library Journal, mejor libro de la primavera de 2012 por Publishers Weekly y mejor
libro romá ntico de 2012 por ALA RUSA. Cuando no está escribiendo, está leyendo.