Tema 6 Teoría Del Derecho 1º

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TEMA 6.

LOS PROCESOS DE CREACIÓN, INTERPRETACIÓN Y APLICACIÓN DEL


DERECHO

1. Fuentes del Derecho. El sistema de Fuentes en el Ordenamiento español


2. Procesos de interpretación del Derecho: La teoría clásica y su crítica
3. Interpretación de la Constitución y desde la Constitución
4. La analogía
5. La equidad

1. Fuentes del Derecho. El sistema de fuentes en el ordenamiento español

Como ya vimos, la idea del Derecho como ordenamiento jurídico presupone que
las normas se organizan como un conjunto coordinado. Esta coordinación se manifiesta,
por un lado, en forma de estructura jerarquizada; es decir, como una especie de
pirámide normativa en la cual las normas superiores dan validez a las inferiores y en la
que cada sector del Derecho tiene una estructura propia, completa y coherente. Por otro
lado, el ordenamiento jurídico es un sistema dinámico; es decir, que contiene
mecanismos para la creación y modificación de sus normas. Desde estos dos
presupuestos cobra especial importancia la noción de “fuentes del Derecho”; es decir,
aquellos instrumentos a través de los cuales se genera el Derecho y sus diferentes
niveles o rangos normativos. Esto es lo que trataremos en este epígrafe, con particular
referencia al ordenamiento jurídico español.

Cuando hablamos de “fuentes del Derecho” aludimos genéricamente a los


procedimientos o mecanismos de producción de normas que existen en todo
ordenamiento jurídico. Técnicamente, son “aquellos actos de los que el propio
ordenamiento hace depender la creación, modificación o extinción de las normas
jurídicas” (Bobbio). Existen, pues, unos mecanismos en el ordenamiento jurídico (que
son también normas) cuya función consiste en regular cómo se producen las normas
jurídicas. Es decir, en el ordenamiento jurídico además de la existencia de normas que
regulan el comportamiento de las personas existen otro tipo de normas que regulan el
modo como se deben producir las normas. En consecuencia, la noción de fuentes del
derecho hace referencia al origen o procedencia de las normas jurídicas y a los
mecanismos y procedimientos establecidos para la creación y modificación de esas
normas.

De manera genérica podemos clasificar las fuentes del Derecho en formales


(cuando atendemos al modo a través del cual se exteriorizan las normas jurídicas: leyes,
decretos, ordenanzas, costumbres…) y materiales (cuando nos fijamos en los procesos
sociales que promueven la creación de normas jurídicas: procesos constituyentes,
mayorías parlamentarias, partidos políticos, iniciativas populares, movimientos
ciudadanos…). El procedimiento formal de creación de normas presupone teóricamente
la aceptación material de las personas que participan en los procesos sociales de
creación del Derecho. No obstante, en los actuales sistemas jurídicos priman los
aspectos formales de las fuentes del Derecho sobre los materiales.

Un aspecto importante de las fuentes del Derecho, como apuntamos, es que las
normas jurídicas tienen rangos distintos según su importancia en el Ordenamiento.
Están estructuradas jerárquicamente de manera que existen normas superiores e
inferiores. Algunos autores, inspirados en la Teoría pura del Derecho formulada por
Kelsen, han descrito el ordenamiento jurídico como una pirámide normativa, colocando
en la cúspide a la Constitución (la norma suprema que diseña todo el Estado y fuente
primaria del Derecho); luego las leyes en sentido técnico (normas que regulan los
aspectos esenciales de cada ámbito jurídico); en un plano inferior la multitud de normas
reglamentarias (disposiciones propias de las administraciones públicas) y, por último,
los actos que implican una ejecución de las normas superiores: actos administrativos y
sentencias.

Al estar estructurado jerárquicamente, las normas de rango superior especifican


los límites a los que deben sujetarse las normas de rango inferior (limites internos o
materiales referidos al contenido y los límites externos o formales referidos al
procedimiento que debe seguirse para su creación o transformación). Cuando un órgano
superior atribuye un poder normativo a un órgano inferior, no se lo atribuye con
carácter ilimitado sino que establece también los límites dentro de los cuales puede ser
ejercido dicho poder normativo. A medida que se desciende en la pirámide jerárquica, el
poder normativo está cada vez más limitado material y formalmente.

Este planteamiento general sobre las fuentes del Derecho y la ordenación


jerárquica de las normas puede aplicarse perfectamente al ordenamiento jurídico
español. Como todo ordenamiento que se ha ido gestando en el tiempo tiene sus
peculiaridades. Con carácter general, los dos puntos de referencia ineludibles son la
Constitución Española de 1978 y el artículo 1 del Código Civil. Sin embargo, conviene
tener bien presente que la promulgación de la Constitución fue un hito trascendental en
la configuración del ordenamiento español, que hasta ese momento estaba determinado
por el Título Preliminar del Código Civil –ya reformado en profundidad en 1974- y que
a partir de 1978 quedó relegado a un papel subsidiario frente a la Constitución. Los
problemas acarreados por esta superposición en el tiempo de dos normas de diferente
rango no han sido pocos. Pero veamos muy someramente los presupuestos básicos de
nuestro sistema de fuentes tal y como sean consolidado desde la jurisdicción.

El artículo 1.1 del Código Civil regulan expresamente las fuentes del Derecho en
su sentido formal. De acuerdo con su tenor literal, “Las fuentes del derecho español son
la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho”. A esta proclamación
formal hay que añadir la obligación que tienen jueces y magistrados de juzgar y hacer
ejecutar lo juzgado de acuerdo a este sistema de normas, según lo dispuesto por el art.
1.7 del propio Código Civil: Los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de
resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes
establecido. Este “deber inexcusable” supone que no se puede tomar ninguna decisión
jurídica al margen de este sistema de fuentes; es decir sin que estén fundamentadas
primariamente en la ley, en su defecto en la costumbre y, en defecto de ambas, en los
principios generales del Derecho.

He ahí otra peculiaridad de nuestro sistema: el artículo 1 del CC no sólo establece


las fuentes del Derecho español, sino también una estricta jerarquía entre ellas: así se
deduce de los apartados 3 y 4 de ese artículo. La ley es, pues, la fuente primera y
fundamental del Derecho; así sucede en todos los ordenamientos pertenecientes a lo que
conocemos como Derecho continental (como sabemos, en Derecho anglosajón la
fuente primaria y básica no es la ley sino la jurisprudencia: son las decisiones judiciales
las que crean Derecho). Desde una perspectiva técnico-formal, entendemos por ley
aquel texto o enunciado en el que se especifica una norma jurídica (empleando el
término en un sentido muy amplio). En un sentido más propio, bajo la noción de ley
contemplamos el conjunto de normas jurídicas aprobadas por el Parlamento (las Cortes)
siguiendo el procedimiento establecido al efecto. De manera análoga, en esta definición
se incluyen no sólo las leyes aprobadas en Cortes, sino también toda la serie de normas
reglamentarias que emanan del Consejo de Ministros y de los órganos superiores de la
Administración en su diferente configuración.

En un segundo plano el artículo 1.1 alude a la costumbre. Se trata de una fuente


secundaria o subordinada cuya aplicación se reduce a casos y ámbitos muy concretos.
Su carácter subordinado y supletorio viene expresamente establecido en el art. 1.3 CC:
“La costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a
la moral o al orden público y que resulte probada”. Esta limitación ha provocado que
en la actualidad tenga escasa o nula relevancia dada la absoluta primacía de la ley
(incluso en materias consuetudinarias, de acuerdo con el art. 2.2 del CC). La costumbre
tuvo su importancia en el Derecho histórico y en los ordenamientos jurídicos primitivos.
Su origen se remonta a las prácticas y comportamientos de carácter negocial que se
extienden y consolidan en el seno de una comunidad, exigiéndose para otorgarles el
carácter de “jurídicas” su reiteración, generalizada y uniforme, y el reconocimiento y
aceptación de su normatividad u obligatoriedad por parte de la comunidad en la que
dicha práctica se realiza. La costumbre jurídica se verifica, pues, por la constante y
uniforme repetición de un determinado comportamiento realizado con la conciencia de
su obligatoriedad. Por eso mismo, no cabe identificar la costumbre con el mero uso
social, aunque son muchas sus similitudes.

Finalmente, en el último escalón de las fuentes del Derecho español el art.1.1 CC


menciona los “principios generales del Derecho”. Tal y como establece el art. 1.4. CC
tienen un doble carácter: supletorio e informador: “Los principios generales del
derecho se aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter
informador del ordenamiento jurídico”. La dificultad para identificar y definir qué son
estos principios generales del derecho, que sólo se aplican en defecto de ley y
costumbre (y que no aparecían en los precedentes legislativos anteriores) ha llevado a
realizar lecturas de lo más variadas: desde la iusnaturalista hasta la positivista. Mientras
fueron entendidos tan sólo como máximas o aforismos clásicos, aceptados sobre todo en
el ámbito del derecho privado (prior in tempore potior in iure, melior est conditio
posidenti…), su incidencia real en la vida jurídica fue, más bien, escasa. Solían ser
citados para reforzar un criterio o una opinión, para darle una mayor fuerza de
persuasión. No obstante, el tema de los principios ha adquirido una importancia
fundamental a raíz de la implantación del Estado constitucional, como ya vimos. En este
nuevo contexto jurídico, los principios constitucionales han pasado a jugar un papel
decisivo en su condición de superioridad sobre la ley y como fundamento básico de la
jurisprudencia constitucional y ordinaria1.

La entrada en vigor de la Constitución no modificó este sistema de fuentes en


sentido formal, pero sí alteró sustancialmente algunos aspectos relevantes. En efecto, la
estructura del art. 1.1 CC permanece vigente: La ley sigue siendo la fuente principal de
nuestro ordenamiento jurídico y en su defecto la costumbre y en defecto de ambos los
principios generales del Derecho, pero se ha producido un cambio decisivo: la
1
Vid. P. Talavera, Interpretación, integración y argumentación jurídica, cit., cap. VI. Vid. También el
tema III de ests texto en lo relativo al Estado constitucional de Derecho.
constitucionalización de nuestro ordenamiento jurídico, esto es, que por primera vez en
nuestra historia una Constitución recoge y estructura todo el sistema jurídico. Y esto
tiene consecuencias trascendentales. En primer lugar, la Constitución se ha convertido
en la fuente primaria del Derecho: una especie de super ley que ocupa la cúspide de la
pirámide normativa por encima de la ley ordinaria (art. 9.1 CE) y, en segundo lugar, la
Constitución regula los principios básicos del ordenamiento jurídico (art. 9.3 CE). Así
pues, el ordenamiento jurídico se encuentra amparado por la eficacia directa de la
Constitución que es ahora la norma normarum, la norma suprema de todo el
ordenamiento. Es una norma jurídica que no puede ser vulnerada por las demás leyes,
aspecto éste totalmente novedoso y característica esencial de nuestro actual modelo de
Estado constitucional.

La Constitución introduce también, junto al concepto tradicional de ley, unos


nuevos tipos de leyes. En efecto, las leyes ordinarias, la única categoría existente en el
sistema preconstitucional susceptible de ser aprobada por el órgano legislativo, se ve
ahora completada con otras tres categorías: las Leyes Orgánicas, los Decretos-Leyes y
los Decretos legislativos, cada uno con sus respectivas peculiaridades formales y
materiales (arts. 81, 82 y 86 CE). También resulta fundamental la introducción de una
nueva organización territorial del Estado, con el Título VIII, que configura el “Estado
autonómico”. Como consecuencia de esta nueva configuración las Comunidades
Autónomas poseen un Estatuto de Autonomía, que funciona como una especie
constitución a pequeña escala, en la cual se estructuran los órganos de gobierno
autonómico y se regulan sus competencias: entre ellas la capacidad de promulgar leyes
ordinarias de ámbito autonómico, en las materias propias de su competencia y dentro
del marco del Estatuto de Autonomía. Cabe hablar así de leyes de las CCAA. Esta
configuración autonómica del Estado ha propiciado la aparición de un nuevo principio
informador del ordenamiento jurídico que complementa el ya tradicional de jerarquía
normativa: se trata del principio de competencia, por medio del cual se establece una
reserva por razón de la materia a la hora de determinar la instancia legislativa (Cortes
Generales o Parlamentos autonómicos) competente para regular un determinado ámbito
(art. 148, 149 y 150 CE).

Este apunte general, muy resumido, sobre las fuentes del Derecho en el
ordenamiento español debe completarse con algunas precisiones relativas a la
jurisprudencia. Como ya dijimos, el sistema diseñado en el Código civil se fija
solamente en el carácter formal de las fuentes del Derecho. Sin embargo, cuando nos
fijamos en su dimensión material cabría discutir si la jurisprudencia (también la doctrina
científica y las normas jurídicas negociales –contratos, convenios colectivos-) es o no
fuente del Derecho. La cuestión no está exenta de polémica. La jurisprudencia es la
opinión reiterada (la doctrina) que emana de los órganos jurisdiccionales de mayor
rango al interpretar y aplicar las normas. En el caso español, el art. 1.6 del CC la
configura como “la doctrina que, de modo reiterado, establece el Tribunal Supremo al
interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho”,
aclarando que su función consiste únicamente en “complementar” al ordenamiento
jurídico. De acuerdo con esta prescripción, en sentido estricto, la jurisprudencia no es
fuente del Derecho en España, tan sólo debe complementar con su doctrina. Pero, el
hecho de que los términos no sean muy claros obliga a relativizar esta opinión. En
efecto, la función principal de la doctrina del Tribunal Supremo consiste en dar
uniformidad a las interpretaciones y a la aplicación de la ley con el fin de garantizar la
igualdad formal y la seguridad jurídica, dotando así al ordenamiento de la necesaria
certeza. En base a esta función y a la existencia de recursos extraordinarios (recurso de
casación) que pueden presentarse alegando “infracción de las normas del ordenamiento
jurídico o de la jurisprudencia” podría concluirse que las sentencias del TS tienen un
claro valor normativo, pues los órganos jurisdiccionales inferiores siempre juzgarán
siguiendo la doctrina jurisprudencial ante el riesgo de que sus decisiones sean recurridas
por infracción de jurisprudencia. Por otra parte, analizando la naturaleza de las
sentencias, algunos autores defienden que el “fallo” de las sentencias, donde se resuelve
el litigio, opera como una norma particular que afecta y obliga directamente a las partes
para el caso concreto que se ha dirimido. Tiene virtualidad para el litigio y se agota una
vez se ha resuelto y ha sido ejecutada la sentencia.

Más interesante resulta el debate en torno a la validez normativa de las sentencias


del Tribunal Constitucional. El TC aparece en la Constitución y en la Ley Orgánica que
lo desarrolla (LOTC) como un órgano de naturaleza híbrida: por un lado, es un órgano
constitucional (o sea, político) pues su objetivo es interpretar la Constitución; por otro
lado, es un órgano jurisdiccional, en la medida que juzga y emite sentencias con valor
de cosa juzgada. En cumplimiento estricto de sus funciones tal y como están diseñadas
en el Estado constitucional, resulta que sus decisiones constituyen una fuente del
derecho. En efecto, junto a la función genérica de interpretar y precisar el contenido de
los preceptos y principios constitucionales, debe resolver también sobre la adecuación o
no adecuación de una ley a la Constitución, y en este caso puede actuar como legislador
negativo o, en algunos casos, como legislador positivo. En el primero de los supuestos,
la ley o preceptos de la ley declarados inconstitucionales dejan de ser válidos y, en
consecuencia, no obligan (deroga leyes o preceptos). En el segundo caso, cuando el TC
emite una sentencia interpretativa, señalando que una ley o determinados preceptos de
una ley sólo son constitucionales si se interpretan en un determinado sentido, entonces
sustituye de hecho al legislador indicando cuáles son las interpretaciones válidas de esa
ley o de esos preceptos (decide el contenido de la ley o del precepto).

En tomo a la doctrina científica resulta claro que no pertenece al sistema de


fuentes. Con este término se hace referencia al conjunto de estudios efectuados por los
profesionales del Derecho sobre el ordenamiento jurídico o sobre cuestiones particulares
que afectan a la práctica ordinaria. Ciertamente, tienen una autoridad o reputación, pero
su función sólo puede ser la de ayudar al legislador o a quien aplica el Derecho.
Respecto a las normas de carácter negocial, hay quien afirma que son fuente del
Derecho para aquellos que voluntariamente han pactado y convenido que determinadas
cláusulas regulen sus relaciones jurídicas. Son ejemplos de esto: los negocios jurídicos y
contratos en general, testamentos o convenios colectivos. En todos esos supuestos juega
el principio de “la autonomía de la voluntad”, de forma que lo convenido tiene fuerza de
ley entre las partes como especifica el artículo 1.091 del CC.

2. Procesos de interpretación del derecho: la teoría clásica y su crítica

Los juristas clásicos distinguieron siempre y sólo dos momentos diferenciados en


torno al Derecho: el de creación y el de aplicación. Para esta concepción, el Derecho es
un producto que sale completamente acabado de las manos del legislador. Todo cuanto
acontece a partir de ese momento creativo no es otra cosa que su mera –y casi
mecánica- aplicación. Sólo en algunos supuestos específicos (cuando se produce una
oscuridad de la ley o se constata una aparente imprevisión), habrá que recurrir a la tarea
interpretativa que sólo pretende la reconstrucción de la ley dentro de los límites y con
los criterios que ella misma ha fijado. La separación entre el momento creativo y el
interpretativo supone también el establecimiento de una jerarquía entre ambos: la
producción normativa es la referencia jurídica primaria y decisiva (la legislación),
mientras que la aplicación y la interpretación son actividades subordinadas. Por
supuesto, también las funciones asignadas a los juristas que trabajan en una y otra
actividad tienen la misma jerarquía.

Este modelo tradicional es deudor de una concepción formalista de la


interpretación, producto de la dogmática jurídica del XIX, al hilo del movimiento
codificador. El Derecho se identifica, casi exclusivamente, con el momento de creación,
reducido a su vez a la producción de normas jurídicas de carácter general. Como ya
dijimos, debido al nuevo criterio de legitimidad emanado de la Revolución Francesa, el
auténtico poder es el legislativo, porque es la traslación directa de la soberanía nacional.
El Derecho, más que ordenamiento jurídico es sobre todo la Ley. Con ello se trata de
mantener el monopolio del nuevo orden en manos del legislador (o sea, la burguesía
protagonista del cambio revolucionario). Para conseguirlo, resultaba imprescindible
eliminar toda fuente de normatividad que no sea la Ley; de ese modo la seguridad
jurídica adquiere rango de valor primordial, «asegurando» con ello la certeza y plenitud
del sistema jurídico.

La identificación entre Derecho y Ley y la exaltación del momento productivo de


la Ley como máxima expresión de la soberanía, convierte al momento «aplicativo» del
Derecho en una actividad secundaria, consistente en la traslación mecánica de lo
previsto por el texto legal al caso concreto que debe ser enjuiciado. La aplicación del
Derecho no es más que el paso necesario de lo abstracto –la norma- a lo concreto –los
problemas reales-. Los jueces (los «aplicadores jurídicos» por antonomasia), sólo deben
realizar una tarea “lógico-deductiva” entre el precepto y el supuesto fáctico. De ahí que,
para esta concepción, como también escribiera Montesquieu –aunque esto se recuerda
pocas veces- el poder judicial no sea tal poder. En la aplicación del Derecho, pues, no se
produce una “decisión” jurídica. La única decisión jurídica existente es la que adoptó el
legislador al formular la norma.

Para sostener esta tesis resulta imprescindible concebir el Derecho como un


sistema, completo, autosuficiente y exento de contradicciones. Es decir, un sistema que
hiciera posible, mediante un sencillo procedimiento lógico deductivo, encontrar la
solución prevista en la Ley para cada cuestión que se plantea. De ahí la afirmación de
los tres dogmas del Derecho convertido en Ordenamiento: la unidad, la plenitud y la
coherencia. En otras palabras, aplicar el Derecho significa subsumir cada problema
jurídico en la norma adecuada. Así la tarea judicial fue denominada “subsunción”. No
es extraño, pues, que la interpretación jurídica fuera concebida como una tarea
subsidiaria y ocasional: sólo se recurrirá a ella en caso de oscuridad, contradicción
aparente o ausencia de norma aplicable. Un axioma expresado magistralmente en el
brocardo tantas veces citado: in claris, non fit interpretatio. Obviamente, la finalidad de
la interpretación es puramente cognoscitiva, declarativa: se trata de hallar la respuesta
correcta que ya se encuentra en la norma (en el ordenamiento jurídico vigente). Toda la
teoría de la interpretación jurídica que la dogmática hereda de Savigny, gira en torno a
esos postulados.
De acuerdo con el que hemos denominado modelo tradicional, la actividad
interpretativa que llevan a cabo los jueces (o cualquier otro “operador jurídico”) abarca
tres fases: (1) la reconstrucción de los hechos; (2) la búsqueda y concreción de la norma
jurídica aplicable a esos hechos, o bien, la reconstrucción de la norma jurídica que ha de
invocarse; (3) la formulación de la decisión. Se trata de formular un silogismo jurídico,
cuyas premisas mayor y menor son las dos operaciones antes citadas, y cuya conclusión
se realiza mediante la subsunción de los hechos en el supuesto de hecho contemplado
por la norma y la aplicación de la consecuencia jurídica por ella prevista. Es en este
proceso subsuntivo cuando puede ser necesario recurrir a la interpretación, o, mejor
dicho, a los «criterios de interpretación» fijados por la propia Ley. La interpretación
funciona como un procedimiento auxiliar, mediante el cual se trata de reconstruir la
norma adecuada al caso, con la mayor fidelidad posible a la “mente del legislador”.
Esos criterios interpretativos (que fueron consagrados en todos los Códigos civiles) son,
básicamente, los establecidos por Savigny, que los entendía como «cuatro operaciones
distintas que han de actuar conjuntamente, si se quiere lograr una correcta
interpretación»: (a) gramatical, que permite hallar el significado literal del texto
normativo; (b) lógica, que proporcionaría la denominada ratio legis: el espíritu o
finalidad de la ley; (c) histórica, que atiende a los antecedentes (inmediatos o remotos)
de la norma, a la tradición en la que se sitúa (d) sistemática, que contextualiza la norma
en el sistema al que pertenece2.

De una manera menos sistemática, estos criterios vienen recogidos en el art. 3.1
del Código civil español: “Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus
palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la
realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente
al espíritu y finalidad de aquellas”, y así se reproducen de similar manera en todos los
códigos de corte napoleónico. Los tres modelos fundamentales de praxis interpretativa
indicados en nuestro Código son los siguientes: la interpretación literal (o gramatical),
la interpretación histórica y la interpretación teleológica. El denominado “criterio
sociológico” (atención a la realidad social vigente, para corregir los desajustes
temporales que puedan producirse debido a la permanencia de las normas jurídicas en el
tiempo) suele incluirse en la teorización del criterio literal y en la del criterio
teleológico3. La praxis interpretativa del Derecho consistiría, pues, en determinar el
sentido y significado preciso de un enunciado normativo utilizando estos criterios para
culminar esa tarea. De ahí que podamos concebir la interpretación jurídica como el
conjunto de tareas (proceso) encaminadas a precisar el sentido de las disposiciones
jurídicas.

Veamos un ejemplo: en el Código civil español resulta paradigmático el caso del


art. 1.346, nº7: “Son bienes privativos de cada cónyuge la ropa y los objetos de uso
personal que no tengan un valor extraordinario”. Una lectura directa del precepto nos
deja la duda de si los bienes privativos incluyen cualquier tipo de ropa o sólo la ropa
“que no tenga valor extraordinario”. ¿Qué deberíamos hacer, pues, con un abrigo de
visón valorado en 200.000 euros?

Crítica al modelo tradicional

2
P. Talavera, Interpretación, integración y argumentación jurídica, El País, Santa Cruz, 2008, p.
3
Para un análisis desarrollado de estos criterios interpretativos vid.: P. Talavera, Interpretación,
integración y argumentación jurídica, cit., p.
El modelo tradicional ha mostrado numerosas deficiencias teóricas y prácticas, de
manera muy especial, en el contexto del Estado constitucional. La crítica al modelo
tradicional parte del presupuesto fundamental establecido por Gadamer: la actividad del
juez (o de cualquier jurista) no es una simple actividad mecánica, aséptica, neutral y
puramente deductiva; por el contrario, se trata de una decisión. Ciertamente, no es una
decisión arbitraria sino guiada por el razonamiento jurídico y vinculada al marco
normativo, pero de la que no puede excluirse la hermenéutica. En consecuencia, una
concepción de la interpretación jurídica acorde con este presupuesto debe apoyarse en
dos pilares: en primer lugar, el reconocimiento de que la tarea del juez no es ciega ni
mecánica: consiste en formular decisiones jurídicas; esto es, en la obtención de
soluciones a los problemas concretos, basadas en el Derecho vigente. En segundo lugar,
es necesario desvelar las dos grandes falacias de la concepción tradicional: de un lado,
la visión antropomórfica del legislador (de los órganos de producción normativa), como
si éste tuviera una especie de «voluntad propia» que sería posible –obligado- reconstruir
(eso que se ha llamado «voluntad auténtica»); de otro lado, que la interpretación
consista exclusivamente en conocer la voluntad auténtica del legislador para establecer
así la solución correcta (la «única y verdadera») que admite el caso enjuiciado4.

Conviene subrayar que las disposiciones normativas, como todos los enunciados
lingüísticos, no tienen un significado único, que podamos descubrir mediante un
ejercicio puramente cognoscitivo. La norma es, fundamentalmente, producto de la
interpretación. En realidad, hasta que no se realiza la tarea interpretativa, hasta que no le
atribuimos significado, no existe propiamente la norma. En otras palabras: no hay
verdadera actividad de producción normativa sin el concurso de la interpretación. Como
atinadamente apuntó Pérez Luño, «la norma jurídica no es el presupuesto, sino el
resultado del proceso interpretativo»5.

Por otra parte, hoy resulta difícil sostener que los órganos de producción
normativa cuenten con algo parecido a una «voluntad unívoca» susceptible de ser
descubierta. No tiene sentido distinguir entre interpretación de las palabras de la ley e
interpretación de la voluntad –pretendidamente objetiva- del legislador6. No existe tal
voluntad preexistente (más allá del contenido lingüístico de la norma) que determine al
juez en su actividad de interpretación. Por consiguiente, tanto la producción jurídica
como la interpretación/aplicación de las normas, realizada por los jueces son el
resultado de decisiones (jurídicas) que van más allá de lo que puede establecerse bajo
los parámetros de la lógica deductiva. Más que distinguir entre órganos de producción
normativa y órganos de aplicación, sería más acertado hablar de órganos primarios de
producción jurídica y órganos heterónomos de producción (aquellos que están más
condicionados en la creación de Derecho), que serían los jueces 7. Es cierto que el
ordenamiento jurídico (entendido en su sentido más amplio) vincula al juez en su
decisión, pero también es cierto que esa decisión no responde únicamente a tal
vinculación. El juez se ve en la necesidad de justificarla y para ello debe aportar un
fundamento racional. La necesidad de justificar racionalmente las decisiones judiciales
remite a la necesidad de profundizar en las claves del razonamiento jurídico, cuestión
de la que se han ocupado las teorías de la argumentación jurídica que abordaremos más
adelante.

4
R. Guastini, Dalle fonti alle norme, Torino, Giapichelli 1990, pp. 46-52.
5
A. E. Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de derecho y Constitución, op. cit., p. 342.
6
N. Bobbio, Teoria dell’Ordinamento Giuridico, Giapichelli, Torino 1960, p. 123.
7
L. Prieto, Ley, principios, derechos, op. cit., p. 78.
En definitiva, la concepción actual de la interpretación jurídica no casa con un
modelo mecánico, lógico deductivo, sino más bien con una forma de razonamiento
práctico. La interpretación, en efecto, no se reduce a un acto puramente declarativo
sobre el significado de las normas; va mucho más allá de las inferencias lógico-
formales. Se impone, pues, una revisión profunda del concepto mismo de interpretación
que además de ser una actividad noética (de comprensión, cuyo resultado es la
atribución de significado) sea contemplada también como una actividad dianoética (de
argumentación, de justificación de la decisión). En definitiva, el nuevo modelo
interpretativo, con el que debemos operar en la actualidad, supone una profunda
imbricación entre la tarea interpretativa del juez y la argumentación jurídica8.

Nos encontraríamos con una interpretación-actividad noética cuando se produce la


captación del significado como un pensamiento intuitivo, es decir, una captación
intelectual e inmediata de una realidad inteligible. Estaríamos ante una interpretación-
actividad dianoética cuando requerimos de un pensamiento discursivo, una
argumentación, para captar el significado de algo. Con esta distinción, la tesis de
quienes consideran que la interpretación es una actividad siempre existente (en toda
situación comunicativa) podría conciliarse con la de aquellos aquéllos que consideran
que en los casos no dudosos no se debe interpretar (in claris non fit interpretatio).
Podría afirmarse, en efecto, que en todos los casos hay que realizar una actividad
interpretativa en el sentido noético, aunque no en todos será necesario interpretar en el
sentido dianoético: únicamente en aquéllos en los que quepan dudas sobre su
significado. Esta segunda actividad interpretativa es la más relevante en el ámbito
jurídico9.

La interpretación como actividad noética sería la captación de un significado (lo


que se entiende o se ha entendido); la interpretación como resultado de la actividad
dianoética, daría lugar a un enunciado o proposición del tipo: T (el texto T) debe
entenderse como S (tiene el significado S)”. En otras palabras, la interpretación como
actividad dianoética es la conclusión de una tarea argumentativa. Cuando esta actividad
se proyecta sobre el ámbito jurídico, el resultado de la interpretación (entendida como
actividad dianoética) se plasma en un enunciado del tipo: “P significa Q”, en donde “P”
representa una disposición jurídica y “Q” el significado que se le atribuye.

Podría servirnos de ejemplo el debate surgido en torno al significado del art. 15 de


la Constitución española. Cabría sintetizarlo de la siguiente manera:
(1) “Todos tienen derecho a la vida”;
(2a) “Todos, en el art. 15, significa todos los nacidos”;
(2b) “Todos, en el art. 15, significa todos los seres humanos, incluido el nasciturus”
(3) “Todos los nacidos tienen derecho a la vida”.

En este esquema, (1) representaría el enunciado a interpretar; (2 a y b) serían los


posibles signficados del texto; y (3) sería el enunciado ya interpretado, tal y como lo
estableció el Tribunal Constitucional español en su discutida STC 53/1985, como
resultado de un proceso argumentativo por el cual debía entenderse, en primer lugar,
que “todos” hacía referencia a personas (porque sólo las personas pueden ser titulares de
derechos) y, en segundo lugar, que la condición jurídica de persona (de acuerdo con lo
establecido en los art. 29 y 30 del Código civil) viene referida tan sólo a los nacidos.

8
L. Gianformaggio, “Lógica y argumentación en la interpretación jurídica o tomar a los juristas
intérpretes en serio”, Doxa nº4 (1987) p. 93.
Dicha interpretación reflejaba importantes lagunas argumentales (como el hecho de que
el art. 30 del Código civil también considera al nasciturus sujeto de derechos y se los
otorga), pero la importancia de las repercusiones políticas de la decisión del Tribunal
(constitucionalidad o no de la despenalización del aborto) acabó pesando más que la
pureza de la estricta argumentación jurídica del caso. Como ya dijimos, todas las
resoluciones del juez constitucional tienen una ineludible componente política de la que
éste debe ser consciente, aunque nunca deberían (como en este caso) prevalecer sobre
las jurídicas.
Por otra parte, el resultado de la actividad interpretativa en el Derecho dependerá
básicamente de la concepción hermenéutica que se sustente: la concepción subjetivista
(búsqueda de la voluntad del legislador) o la objetivista (búsqueda del sentido expresado
en la norma). La escuela francesa de la exégesis, con gran auge en el siglo XIX,
entendió que la interpretación subjetiva era la única posible, ya que una norma podía
definirse como la forma escrita que adquiría la voluntad del legislador, único actor
legitimado para regular conductas. En función de este presupuesto se generó la noción
de “interpretación auténtica”. Interpretar, pues, significaría no tanto indagar en el texto
normativo como en la voluntad de su autor (no tanto lo que la norma dice, cuanto lo que
su autor quiso decir). Como ya vimos, esta posición resultaba difícilmente sostenible;
por un lado, porque los órganos legislativos (senos de pactos, intereses y consensos con
frecuencia precarios) están lejos de constituir una especie de “cuerpo glorioso” al que
atribuir una voluntad concreta (la “voluntas legislatoris” es pura ficción). Por otro lado,
el tiempo pasa y las condiciones sociales y modos de vida ciudadanos cambian
radicalmente, pero el Derecho tiene vocación de permanencia y estabilidad, de manera
que aquello que pudiera considerarse la presunta voluntad del legislador en el pasado
seguramente carece de todo sentido en el presente (baste como ejemplo acudir al
concepto de matrimonio aplicado ahora a personas del mismo sexo).

El Derecho moderno ha consolidado, pues, una dimensión objetivista de la


interpretación, entendiendo que el criterio interpretativo esencial radica en el enunciado
normativo (la voluntad de la norma), cuya existencia y decurso se hace autónomo una
vez promulgada. No obstante, como ya vimos, sigue existiendo un punto de conexión
entre ambas dimensiones canalizado a través de la denominada “ratio legis”, cuyo punto
de referencia son los criterios de política social, económica o cultural que determinaron,
en su momento, la promulgación de una norma. Estos criterios determinan la finalidad u
objetivo perseguido por la norma, que ilumina de alguna manera la voluntad del
legislador. En definitiva, las circunstancias históricas pasan y son de relativa
importancia, mientras que las palabras de la ley permanecen y son lo decisivo para el
intérprete.

3. Interpretación constitucional de las normas

La cuestión interpretativa reviste unos perfiles particulares en el contexto del


Estado constitucional debido a doble vinculación del juez al principio de legalidad y al
principio de constitucionalidad. Como ya dijimos, además de su indudable dimensión
política, el distintivo fundamental de este nuevo modelo de Estado radica en la eficacia
normativa directa del texto constitucional. Por ello, en el modelo del Estado legislativo,
9
Vid. I. Lifante, La interpretación jurídica en la teoría del Derecho contemporánea, Madrid,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales 1999, pp. 24-25.
donde el texto constitucional no pasa de ser un documento político y programático,
carece de sentido plantear una interpretación constitucional de las normas jurídicas. En
ese contexto sólo puede tener cabida el modelo tradicional de interpretación que
acabamos de exponer.

El principio de constitucionalidad que rige la actividad judicial en nuestro actual


contexto jurídico obliga a plantear un nuevo modelo interpretativo: la interpretación
constitucional de las normas, que presupone una doble actividad: por un lado,
interpretar las propias normas constitucionales y, por otro, interpretar la leyes ordinarias
a la luz de la Constitución. Ambas actividades requieren la presencia de un órgano
jurisdiccional específico destinado a garantizar la pureza constitucional y a garantizar la
perfecta adecuación entre legislación y constitución. Desde este punto de vista, la
interpretación constitucional adquiere una relevancia fundamental.

Podemos fácilmente comprender la enorme trascendencia (política, social y


económica) que revisten las decisiones interpretativas del Tribunal Constitucional sobre
las propias disposiciones constitucionales10. Sobre todo, porque sus resoluciones en este
campo se erigen en una fuente privilegiada del Derecho, que ocupa el lugar preeminente
por encima de la Ley, en el sistema tradicional de fuentes establecido por el Código
civil.

Por otra parte, los textos constitucionales, aún teniendo carácter jurídico, poseen
una textura mucho más abierta y menos concreta que las disposiciones de otros sectores
del Ordenamiento. Las normas constitucionales son, en general, mucho más abstractas,
elásticas e indeterminadas que el resto de textos legales. De ahí que los problemas
interpretativos constitucionales sean, con más frecuencia que los que se plantean a los
jueces ordinarios, casos difíciles y ello provoca que la tarea interpretativa sea mucho
más compleja.

Por último, conviene recordar que la función del intérprete constitucional es


sustancialmente diferente a la del juez ordinario. Mientras que el juez ordinario debe
razonar y exponer su decisión remitiéndose de alguna manera al criterio del legislador
plasmado en una norma jurídica, el juez constitucional asume una responsabilidad
cualitativamente mayor: su decisión sólo se fundamenta en la solidez de su
argumentación, no existe para él una referencia en la que apoyarse, porque su decisión
interpretativa sobre la constitución se convertirá en legislación (fuente de derecho). Esto

10
Las repercusiones económicas que pueden derivarse de una determinada interpretación
constitucional son fácilmente apreciables en algunos casos paradigmáticos (es mundialmente conocido,
por ejemplo, el caso de la expropiación por el gobierno español del holding Rumasa, luego convalidada
por el Tribunal Constitucional en una discutida sentencia, más política que jurídica, que provocó la
dimisión del presidente del Tribunal y generó al cabo de los años el amparo del TEDH para su propietario
y diversas sentencias del TS español de resarcimiento en su favor). En ese sentido, conviene subrayar de
nuevo la innegable carga política de las constituciones, aunque no sean un mero documento político. En
efecto, el texto constitucional es el resultado de un pacto fundante y fundamental entre fuerzas políticas,
por ello su interpretación tiene siempre amplias repercusiones en este ámbito. A nadie se oculta que la
tarea interpretativa del Tribunal Constitucional, con frecuencia, se proyecta directamente sobre decisiones
de carácter político y sobre los órganos responsables de ellas y, en no pocas ocasiones, su juicio
deslegitima tales decisiones, aun contando con el respaldo democrático. Podría afirmarse, pues, que la
labor del juez constitucional tiene una ineludible componente política de la que habitualmente carece la
tarea interpretativa del juez ordinario. Esto le obliga a ser muy consciente de las consecuencias que en
este campo generan sus resoluciones.
determina que la metodología interpretativa del juez ordinario no pueda ser
directamente traspasable al juez constitucional, especialmente en lo referente a los
parámetros dogmáticos de la subsunción, cuya mecánica resulta completamente ajena al
ámbito de la interpretación constitucional.

En definitiva, la noción genérica de interpretación constitucional abarca


primariamente la que denominamos interpretación «de» la Constitución. Pero la
vinculación del juez al principio de constitucionalidad obliga a éste a interpretar todo el
ordenamiento jurídico de acuerdo con el contenido de ésta. De ahí surge la modalidad
que denominamos interpretación «desde» la Constitución11. Veamos ambas con algo
más de detalle.

a) Interpretación «de» la Constitución

Aquí estamos contemplando un tipo de razonamiento argumentativo que se


proyecta sobre el texto constitucional y que sólo puede ser realizado por el juez
constitucional. En consecuencia, éste no debe, ni puede, desvincularse de los
enunciados lingüísticos contenidos en ese texto y nadie más que él puede realizar una
interpretación vinculante de aquella. Por ello, la interpretación “de” la Constitución
debe buscar un equilibrio que permita alcanzar un doble objetivo: a) no sacrificar su
dimensión normativa (entendiendo que para ello cabe sustraerse a las reglas generales
de la interpretación establecidas en textos jurídicos de rango inferior como el Código
civil); b) abrirla a las condiciones y circunstancias que presenta la realidad social12.

Para ello hemos de partir, en primer lugar, de que la interpretación constitucional


es una actividad contextualizada, abierta a las circunstancias históricas de tiempo y
lugar. De ahí la importancia de incardinar el texto constitucional, de establecer la
conexión entre el texto normativo y el problema concreto que hoy se plantea. Por otra
parte, ya hemos subrayado la importancia de ponderar las consecuencias (políticas,
jurídicas, económicas, sociales) de la decisión interpretativa, pero sin que éstas se
impongan nunca como criterio absoluto y último para la resolución. Para ello es
imprescindible que exista una suficiente justificación racional, exigible en toda activi-
dad interpretativa (que no sólo afecta al fallo, sino también a las premisas de las que
parte la argumentación), pero que cobra especial relevancia en el caso del juez
constitucional ya que, como hemos señalado, el material normativo sobre el que actúa
no posee una formulación «acabada». La exigencia de justificar su decisión implica
también la exigencia de mostrar abiertamente el proceso argumentativo. Para que eso se
verifique deben concurrir tres condiciones:
11
Así lo ha planteado A. E. Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución,
cit., pp. 268-283
12
En el ordenamiento jurídico español se planteó la cuestión relativa al lugar que ocuparían las
reglas generales de interpretación, dispuestas en el Título Preliminar del Código civil. Debemos recordar
que se trata de normas anteriores a la Constitución y de inferior rango jerárquico. Algunos autores (M.
Herrero de Miñón) entendieron que las reglas generales de la interpretación recogidas en el Título
Preliminar del Código Civil eran normas que poseían un cierto carácter constitucional y el intérprete
debería sentirse vinculado por ellas. Sin embargo, otra interpretación más acorde con el principio de
jerarquía normativa, reflejado en el artículo 9.3 de la CE (Lucas Verdú), conduciría, a otra conclusión
absolutamente diferente: a) el intérprete constitucional no puede verse sometido a reglas anteriores a la
Constitución y de inferior rango jerárquico; b) la vigencia y aplicación de tales reglas dependerá de su
conformidad con la propia Constitución; c) esas reglas interpretativas han de ser intepretadas a su vez a la
luz de los principios constitucionales (vid. A. E. Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de Derecho y
Constitución, op. cit., pp. 269-271).
a) La primera, ya apuntada, consiste en la justificación no sólo del fallo sino
también de las premisas adoptadas, ya que algunas de ellas no pueden ser
extraídas clara y directamente del texto legal y precisan del recurso a elementos
metajurídicos.

b) La segunda consiste en que el juez constitucional exponga el proceso de


argumentación de un modo completo, claro y transparente. Completitud implica
exponer todas las posibles soluciones del caso en función de las diversas
posiciones, con sus argumentos a favor y en contra. Con ello se mostrará que la
decisión final descansa en la argumentación más sólida y aceptable desde
parámetros racionales. Claridad implica la abierta exposición de todos los
criterios que se han tenido en cuenta para fundamentar la decisión, justificando
la opción que la fundamenta. Por último, la transparencia debe entenderse como
la necesidad de utilizar un lenguaje inteligible y capaz de persuadir.

c) La tercera condición consiste en el respeto al precedente. No procede, en


absoluto, que la interpretación constitucional se convierta en un espacio donde
quepan soluciones contradictorias. Incluso podría señalarse que la vocación de
estabilidad de la Constitución determina que el respeto al precedente sea una
virtud más apreciable en la jurisprudencia constitucional que en la ordinaria. El
respeto al precedente sería, pues, más necesario cuanto mayor sea el margen de
libertad de que goza el juez resolver al caso. No se trata de convertir el
precedente en un dogma que deba prevalecer por encima de cualquier otra
consideración, pero su observancia representa una presunción de rectitud y
justicia, especialmente en este ámbito13.

Por otro lado, junto a los presupuestos anteriormente enumerados, existen


determinados principios en los que debe inspirarse la interpretación “de” la
Constitución: unidad y coherencia constitucional, corrección funcional y eficacia o
efectividad14.

a) Según el principio de unidad, la Constitución deberá interpretarse como una


totalidad, sin considerar sus disposiciones a modo de partes aisladas. De este
principio se deriva el de coherencia, o lo que es lo mismo, la imposibilidad de
que existan contradicciones o antinomias entre las distintas disposiciones
constitucionales. En caso de conflictos se deberá acudir a la «ponderación de
bienes», graduando los intereses en litigio y resolviendo de acuerdo a su mayor
o menor relevancia constitucional.

b) De acuerdo con el principio de funcionalidad o de corrección funcional, el


juez constitucional está obligado a respetar el marco de distribución de
funciones estatales consagrado en el propio texto constitucional. Este principio
operaría en dos planos: Por un lado el juez constitucional debe respetar el
esquema de competencias diseñado por la misma Constitución al tratar los
conflictos que en tal sentido se le presenten 15. Por otro lado, el juez
constitucional debe respetar las competencias atribuidas a los poderes del

13
L. Prieto, Ley, principios, derechos, op. cit., pp. 65-67.
14
A. E. Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, op. cit., pp. 276-278.
15
El Tribunal Constitucional español, en este sentido, ha tenido que pronunciarse sobre un gran
Estado, sin limitarlas más allá de lo establecido en la propia Constitución y sin
suplantarlas16.

c) El principio de eficacia o efectividad supondría dirigir la actividad del juez


hacia aquellas soluciones que optimicen y maximicen la eficacia de las normas
constitucionales. En este sentido, tendría particular relevancia el principio «in
dubio pro libertate», aplicado especialmente a todos los aspectos relacionados
con derechos fundamentales.

Es importante subrayar que, si bien creación y aplicación del Derecho no revisten


una diferencia conceptual ni metodológica, sí revisten un diverso tipo de legitimidad
funcional: la labor del legislador se legitima sobre todo por el origen o procedencia del
poder que se ejerce (la soberanía del Parlamento), la legitimidad del juez, especialmente
la del juez constitucional, se legitima por el modo en el que justifica sus decisiones,
presentándolas como «la mejor expresión de la razón práctica»17.

b) Interpretación «desde» la Constitución

Como norma suprema, el sistema de valores que consagra la Constitución debe


informar todo el ordenamiento jurídico. Esto supone que el resto del ordenamiento
jurídico deberá ser interpretado de acuerdo con lo que ella dispone. Se trata de una
prioridad jerárquica que se traduce, además de las peculiaridades interpretativas ya
vistas, en que se convierte en el criterio hermenéutico guía bajo el que interpretar todas
las ramas del ordenamiento jurídico. Por ello se habla de una interpretación «desde» la
Constitución18.
Interpretar el ordenamiento jurídico desde la Constitución genera una serie de
consecuencias. La más inmediata consiste en que toda norma que resulte incompatible
con el texto constitucional, deberá ser declarada inconstitucional, dejando de tener
vigencia a todos los efectos. Antes de declarar la inconstitucionalidad de una norma, el
Tribunal deberá agotar todas las posibilidades para interpretar la norma de modo acorde
a la Constitución. Interpretar una norma conforme a la Constitución (de acuerdo con la
doctrina del TC alemán luego acogida por el resto de TC) exige una doble presunción.
De carácter subjetivo: el legislador ha realizado su tarea dentro de los límites
constitucionales (favor legislatoris); y de carácter objetivo: la ley se ajusta a los
parámetros constitucionales (favor legis)19:
a) Existe una presunción de carácter subjetivo a favor de que el legislador
democrático cumple con su cometido correctamente, por cuanto su labor
consiste, precisamente, en desarrollar el texto constitucional. Por ello, el

número de conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (a modo de ejemplo
cabría citar, entre otras, la STC 27/ 1983 de 20 de abril, que establece la imposibilidad de que las
Comunidades Autónomas, en materias que sean competencia exclusiva del Estado, produzcan acto alguno
de carácter normativo; tan sólo «circulares» de efectos interpretativos y sin carácter de norma jurídica).
16
También, en este sentido, el Tribunal Constitucional español se pronunció con respecto al poder
judicial, en la STC 71/1984 de 12 de junio, estableciendo que «…corresponde a los Tribunales penales la
subsunción de las conductas en los tipos penales, y que tratándose de la interpretación y aplicación de la
legalidad ordinaria el criterio sustentado por los órganos judiciales no puede ser sustituido por el Tribunal
Constitucional...».
17
L. Prieto, Ley, principios, derechos, op. cit., pp. 68-69.
18
Seguimos aquí la estructura y contenido de A. E. Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de
Derecho y Constitución, op. cit., pp. 279-283
19
A. E. Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, op. cit., pp. 281-283.
Tribunal Constitucional, sin discutir esta primacía, debe restringir al máximo
la declaración de inconstitucionalidad de los actos del legislativo y evitar
convertirse en un “legislador no parlamentario”, asumiendo y usurpando
funciones que no le corresponden. Por otra parte, la actividad interpretativa del
Tribunal Constitucional, amparada por el deber de “conformación”, no puede
modificar o alterar de tal modo los textos legales que se le someten, que acabe
anulando su finalidad o transformando su sentido, algo que sólo corresponde a
quien ostenta la legitimidad parlamentaria20.

b) También hallamos una presunción de carácter objetivo a favor de la


adecuación del contenido de los textos legales a lo dispuesto en la
Constitución. Ello supone, entre otras consecuencias, que, ante cualquier
situación de ambigüedad o pluralidad de significados del texto legal, hay que
optar por el más acorde con la Constitución21. En definitiva, la normativa
constitucional actúa como parámetro, como contexto hermenéutico necesario y
como orientación general para la interpretación de todas las normas que
integran el ordenamiento.

4. La analogía

La expresión lagunas se utiliza normalmente en sentido metafórico para hacer


referencia a los posibles vacíos o huecos normativos. Prescindiendo del debate sobre la
plenitud del ordenamiento, no parece haber grandes dificultades para identificar cuándo
se producen esas lagunas en el ordenamiento. Se entiende, ante todo, como la
inexistencia de una norma con la que solucionar un determinado caso. Hay una extensa
producción doctrinal al respecto, pero en general suele aceptarse que los ordenamientos
jurídicos modernos aceptan la evidencia de que existan “lagunas de ley”, es decir,
supuestos que no están regulados expresamente por ninguna norma; pero no aceptan la
posibilidad de que existan “lagunas de derecho”, es decir, la imposibilidad de encontrar
en el Ordenamiento una solución al supuesto que se plantea, aun sin estar expresamente
regulado. Este principio, que deriva del dogma de la “plenitud” del Ordenamiento, hace
que los sistemas jurídicos prevean mecanismos específicos para “colmar” (resolver) las
lagunas de ley. El mecanismo para colmar lagunas se llama “integración” del Derecho.

20
En relación a este punto, el propio Tribunal Constitucional español ha señalado que es “el
intérprete supremo de la Constitución pero no legislador”, de tal modo que «no puede... tratar de
reconstruir una norma que no esté debidamente explícita en un texto, para concluir que ésta es la
interpretación constitucional (STC de 8 de abril de 1981).
21
En este sentido, el Tribunal Constitucional español, en su STC de 5 de mayo de 1982 sostuvo
que «A partir de la entrada en vigor de la Constitución es un imperativo para todos los poderes llamados a
aplicar la ley interpretarla conforme a aquella, esto es, elegir entre sus posibles sentidos aquel que sea más
conforme con las normas constitucionales». En el caso de nuestro país esto se extendería también a los
Estatutos de Autonomía. El Tribunal Constitucional ha manifestado también que éstos «deben ser
interpretados siempre dentro de los términos de la Constitución (art. 147.1 CE), pues en ellos se contienen
las competencias asumidas por cada Comunidad «dentro del marco establecido en la Constitución» (art.
147.2, d CE)».
Desde Carnelutti22 viene siendo clásico distinguir dos métodos para completar los
vacíos jurídicos: autointegración y heterointegración. El primero consiste en el recurso
a ordenamientos diferentes del que se pretende llenar o a fuentes diversas de la
dominante. Estaríamos ante el recurso al Derecho natural, a ordenamientos precedentes
en el tiempo y a ordenamientos extranjeros contemporáneos. Por ejemplo, el art. 7 del
Código civil austriaco de 1812, imponía al juez en caso de lagunas acudir a los
“principios del Derecho natural”. El art. 3 del Código civil italiano de 1865, inspirado
en el austriaco, remite a los "principios generales del Derecho" para ese fin. En el
Derecho autonómico español esta remisión se produce en el caso de la Ley 1 in fine de
la Compilación de Derecho civil foral de Navarra. También podría darse que el reenvío
se realizara a ordenamientos vigentes contemporáneos (incluido el Derecho eclesiástico
o canónico).

La integración de las lagunas también puede solventarse recurriendo a fuentes no


dominantes: la costumbre, el poder creador del juez (derecho judicial) y la doctrina
(derecho científico). El recurso a la costumbre, como fuente subsidiaria de la ley, suele
estar recogida expresamente en los ordenamientos y debe reunir una serie de
condiciones. En el Derecho español se recoge en el art. 1.3 del Código civil: “La
costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la
moral ni al orden público y que resulte probada. Los usos jurídicos que no sean
meramente interpretativos de una declaración de voluntad, tendrán la consideración de
costumbre”. La jurisprudencia ha aquilatado esta disposición, invalidando las
costumbres contra legem y exigiendo la opinio iuris, como prueba de su existencia.

Con relación al denominado derecho científico, en los ordenamientos


continentales no se ha reconocido ningún tipo de efecto vinculante a las opiniones de los
juristas, que pueden servir de orientación al juez pero carecen de toda fuerza decisoria.

El mecanismo de autointegración se vale fundamentalmente de dos recursos: la


analogía y los principios generales del Derecho.

El artículo 4 del Código Civil español dispone textualmente:

2. Las leyes penales, las excepcionales y las de ámbito temporal no se aplicaran a supuestos
ni en momentos distintos de los comprendidos expresamente en ellas".

El recurso a este mecanismo de integración es, pues, limitado: rige únicamente en


el ámbito civil, quedando excluida totalmente su utilización en materia penal y en los
otros supuestos especificados en el segundo párrafo.

Por razón suficiente o relevante debemos entender, en opinión de Bobbio, lo que


tradicionalmente se ha llamado la ratio legis. De manera que para poder aplicar la
analogía entre un supuesto y otro, ha de establecerse una misma ratio legis. Esta
condición necesaria se puede llamar ley general de validez del razonamiento por
analogía. Bobbio pone el ejemplo de una ley que castiga el comercio de libros obscenos
y se pregunta si sería aplicable al comercio de libros policíacos o al de discos con
canciones obscenas. En el primer caso, la semejanza entre libros obscenos y policíacos
es evidente, pero no es relevante para castigar a los editores de otro tipo de libros; en el
segundo caso, la semejanza entre libros obscenos y discos que reproducen canciones

22
F. Carnelutti, Teoria generale del diritto, Foro italiano, Roma, 1951, pp. 86 ss. Esta distinción será
acogida más tarde por N. Bobbio, Teoria dell'ordinamento giuridico, op. cit., pp. 161-167.
obscenas, es menos visible, pero es relevante, puesto que la cualidad común de unos y
otros es precisamente la razón de la prohibición23.

5. La equidad en el derecho

Normalmente, los ordenamientos jurídicos suelen establecer entre sus mecanismos


de autointegración del derecho, junto con la analogía, el recurso a la equidad. En el caso
del ordenamiento español, está prevista en el art. 3.2 del Código civil: “La equidad
habrá de ponderarse en la aplicación de las normas, si bien las resoluciones de los
Tribunales sólo podrán descansar de manera exclusiva en ella cuando la ley
expresamente lo permita”.

La equidad puede operar fundamentalmente de dos maneras: bien para ponderar la


aplicación de las normas, en el proceso de adaptación de su contenido general al caso
concreto; o bien como único y exclusivo fundamento de la resolución judicial de un
conflicto o controversia. Si bien las dos funciones que puede jugar la equidad resultan
claras, no tanto lo está el concepto, al carecer de una definición legal específica. Por un
lado, la equidad no tiene un significado unívoco; por otro lado, suele establecerse como
un mecanismo extraordinario y muy restringido en su utilización. Con todo, atendiendo
a las funciones que desempeña, la noción de equidad podría definirse como un
procedimiento especial para la resolución de conflictos, basado en la potestad
discrecional y ponderativa del juez, que atiende a la especificidad y peculiaridad del
caso concreto, y cuyo fundamento último, más allá de las disposiciones legales, es la
idea de justicia que se desprende de los valores y principios superiores del
ordenamiento.

Según el papel que cumpla en la integración del Derecho, la equidad puede tener
una función interpretativa, cuando se limita a adecuar la generalidad de la norma al caso
particular, o una función creadora de derecho, en el caso de que sea utilizada por el juez,
en defecto de ley, como instrumento único en la resolución de un conflicto.

5.1. Equidad como criterio de ponderación

En caso de desempeñar una función interpretativa, hablamos de equidad cuando el


intérprete debe precisar el significado preciso de la norma y además el modo más
adecuado en que ésta debe aplicarse al caso concreto. En este caso, el intérprete realiza
una tarea ponderativa, en atención a la especificidad del caso que se le presenta. La
equidad supone aquí una valoración o evaluación del caso, en atención a sus peculiares
circunstancias, a la hora de adoptar una resolución judicial. Esta tarea ponderativa
permite al intérprete un cierto margen en la aplicación de la norma, ya que de entre las
distintas posibles interpretaciones cabe escoger la que se considere más apropiada o más
ajustada al supuesto. Incluso permitiría, en último extremo que, en la duda, se optara por
excluir el caso del supuesto de hecho contemplado en la norma. Dentro de esta función
cabría distinguir los siguientes ámbitos:

A. Equidad como poder moderador de los jueces

23
N. Bobbio, Teoria dell’ordinamento giurídico, op. cit., pp. 174-175.
En algunos ordenamientos existen preceptos concretos que otorgan expresamente
a los jueces ciertas facultades moderadoras del rigor de la ley. Así sucede, por ejemplo,
con el art. 1.151 del CC español, según el cual, pactada por los contratantes una pena
convencional para el caso de incumplimiento de contrato, los tribunales podrán
moderarla equitativamente en los casos de incumplimiento parcial o irregular. En este
caso, la equidad opera como factor corrector dirigido a obtener una proporcionalidad
deseable en la sanción. En el mismo sentido, el art. 1.103 CC, alude a la equidad como
poder moderador del alcance de la indemnización por incumplimiento negligente de las
obligaciones. En el art. 10 de la Ley de Consumidores, también se alude a la equidad
como proporcionalidad, considerando nulas o abusivas las cláusulas que perjudican de
manera desproporcionada o “no equitativa” al consumidor.

B. Equidad y conceptos jurídicos indeterminados

En ocasiones, la equidad puede utilizarse como criterio integrador de


determinados conceptos usados por las leyes, especialmente en el ámbito del derecho
civil, y cuyo significado resulta indeterminado: justa causa, diligencia debida, etc. A
título de ejemplo, el art. 1.124 CC establece la posibilidad de resolución del contrato,
como reacción al incumplimiento de una de las partes; pero los tribunales pueden
denegar la pretensión resolutoria si hay causa justificada que autorice a señalar un
nuevo plazo. En este mismo sentido, el art. 1.901 CC, faculta al juez para que autorice
la retención de lo cobrado indebidamente, si concurre justa causa. Conviene subrayar,
no obstante, que la utilización de un concepto jurídico indeterminado no autoriza
siempre el concurso de la equidad; esto sólo cabe cuando la delimitación del concepto
usado por el precepto queda a la apreciación del juez porque esto no le viene marcado
por los usos sociales o el precedente. Con todo, en el caso de haber una indicación sobre
el modo en que debe entenderse el concepto, la equidad pasaría a desempeñar su papel
de facultad ponderadora y moderadora.

5.2. Equidad como arbitrio interpretativo

La segunda de las funciones atribuidas a la equidad, junto con la de ponderación,


es la de constituir un mecanismo creador del Derecho. En efecto, hay supuestos en los
cuales acudir a la equidad supone un libre apartamiento de las soluciones previstas por
las normas jurídicas del sistema, para resolver atendiendo a los criterios de justicia que
el juez entiende pertinentes en el caso. Como dijimos esta posibilidad resulta
excepcional y en los ordenamientos modernos únicamente se contempla cuando así lo
prevé expresamente una disposición legal. Por otra parte, establecer sin restricciones
esta posibilidad, comprometería seriamente el principio de legalidad y la seguridad
jurídica en los sistemas continentales, proponiendo un sistema jurídico de corte
anglosajón (no olvidemos que nuestros sistemas jurídicos parten del dogma de la
plenitud y tratan de evitar la figura del juez creador de derecho –tipo anglosajón- en
beneficio de la del simple aplicador del mismo). Normalmente, este tipo de previsiones
sólo suelen recogerse en leyes especiales de arbitraje.

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