1-EL Derecho. Por Qué y para Qué
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Índice
Resumen....................................................................................................... 26
© FUOC • PID_00247807 5 El derecho: ¿por qué y para qué?
¿Pero cuáles podrían ser las razones o motivos por las que resultaría necesario,
o al menos útil, contar con un sistema legal? Si se trata de un fenómeno tan
habitual, parece razonable pensar que los motivos están relacionados con al-
gunas de las características básicas de los seres humanos y de las comunidades
en las que se integran. El filósofo griego Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) solía
referirse al ser humano como «animal racional» y «animal social». Con ello
destacó dos características fundamentales: la racionalidad y la vida social or-
ganizada. La racionalidad es entendida tanto como la capacidad de plantearse
objetivos, fines o propósitos (elección), como también la de determinar los
medios o instrumentos adecuados o más eficaces para alcanzarlos (delibera-
ción), mientras que el carácter «social» del ser humano pone el énfasis en la
necesidad, o al menos en la conveniencia, de la interacción, la coordinación y
la cooperación entre los individuos y la organización en grupos para satisfacer
las necesidades básicas (tales como alimento y protección) y para conseguir
objetivos que difícilmente serían alcanzables solamente mediante los medios
y las capacidades al alcance de uno mismo. La idea de un Robinson Crusoe,
capaz (aunque con grandes esfuerzos y sacrificios) de procurarse su subsisten-
cia por sus propios medios, es por tanto una excepción y no la regla.
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Podría decirse, por tanto, que los seres humanos estamos «condenados», aun-
que sea metafóricamente, a la interacción y a la vida en sociedad. Pero a pesar
de las evidentes ventajas de la vida en comunidad, la interacción social tam-
bién es fuente de problemas y dificultades. Una de las más evidentes es que es
una fuente de potenciales conflictos. En la medida en que somos racionales y
nos planteamos objetivos y propósitos diversos (y en no pocos casos incom-
patibles), y que para ello normalmente necesitamos acceder a todo tipo de re-
cursos (que por definición son limitados) y precisamos de la colaboración de
otros para alcanzarlos, es relativamente habitual que surjan los conflictos. El
conflicto es, en consecuencia, una situación habitual y un estado casi natural
del ser humano. Pero aunque los conflictos sean prácticamente ineludibles, lo
que sí está a nuestro alcance es la forma de gestionarlos, y es en este punto
donde, como se verá, la idea del derecho cobra relevancia como mecanismo
para evitar o al menos limitar el recurso a la violencia, reduciendo así el riesgo
de autodestrucción y favoreciendo la propia subsistencia de los individuos y
los grupos en los que se integran.
1) Imaginemos que dos personas están hablando por teléfono, pero se corta la comuni-
cación. Los dos interlocutores están interesados en seguir manteniendo la conversación
(coincidencia en los propósitos). Para ello, cada uno de ellos cuenta con dos alternativas
(medios): o bien llamar al otro interlocutor, o bien esperar a que sea el otro el que llame.
Pero si los dos toman la misma decisión (los dos llaman a la vez o los dos esperan), la
comunicación no se reanudará y se frustrará la finalidad perseguida. Para evitarlo, resul-
taría conveniente establecer algún criterio, ya sea que en caso de corte llame de nuevo
quien inició la primera llamada o bien que lo haga el destinatario de la misma.
2) Un grupo de amigos quiere ir al cine. Todos los miembros del grupo coinciden en que
su objetivo principal es ir todos juntos y ver la misma película. Pese a dicha coincidencia,
todavía tienen que coordinarse para acordar aspectos como a qué cine ir, qué película ver
y qué sesión, pues de lo contrario no conseguirán su objetivo. Para ello pueden establecer
criterios como la decisión por mayoría o echarlo a suertes.
3) A mayor escala, podría decirse que el propósito principal de todos los conductores
es conducir sus vehículos y llegar a sus destinos de la manera más eficiente y segura
posible, pero para que ello sea posible y que la circulación no sea un caos extremadamente
peligroso, son necesarias ciertas pautas básicas, como determinar por qué lado de la vía
hay que circular o quién tiene prioridad de paso cuando de cruzan varios vehículos.
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Aunque existen algunas variaciones, el ejemplo clásico suele ser como el si-
guiente. Dos personas son detenidas como sospechosos de haber cometido
un determinado delito, pero como la policía no sabe a ciencia cierta quién es
realmente el culpable, los separa sin posibilidad de comunicarse entre sí y les
plantea a cada uno de ellos la misma alternativa:
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«Si confiesas que has cometido el delito y tu cómplice no lo hace, tú quedarás libre y tu
cómplice será condenado a diez años de prisión, pero si tu cómplice también confiesa,
seréis ambos condenados a cinco años. Si decides no confesar pero tu cómplice sí que
confiesa, él quedará libre y tú serás condenado a diez años de prisión. Por último, si
ninguno de los dos decide confesar, ambos seréis condenados a un año de prisión».
El ejemplo del dilema del prisionero puede parecer demasiado artificial y exa-
gerado, pero en realidad las situaciones que tienen la misma estructura (donde
lo racional es llegar a un equilibrio ineficiente) son más habituales de lo que
puede parecer a primera vista. Unos ejemplos muy simples pueden ilustrarlo:
Con todo lo apuntado hasta ahora, podría afirmarse que las normas
resultan instrumentos útiles o adecuados para afrontar los problemas
de interacción social, ya que mediante el establecimiento de pautas de
conducta obligatorias, junto con el correspondiente conjunto de medi-
das para intentar garantizar su cumplimiento, es posible modificar la
estructura de incentivos, de tal manera que eviten o mitiguen dichos
problemas.
Por otra parte, las normas también resultan de gran utilidad a la hora de fa-
cilitar la coordinación y superar las dificultades derivadas de la falta de esta,
estableciendo una serie de pautas comunes a seguir por todos los interesados.
Por ejemplo, los contratos no son en esencia sino promesas mutuas, es decir, acuerdos
por los que cada una de las partes se compromete a realizar algo para la otra en interés
de ambos. Imaginemos, por ejemplo, un acuerdo por el que una persona se compromete
a entregar un teléfono móvil a otra a cambio de un precio (cantidad de dinero). Este
acuerdo está en interés de ambos porque la parte que se compromete a entregar el telé-
fono valora más el dinero que va a recibir por este que el aparato, mientras que la otra
parte valora más el teléfono que la cantidad de dinero que va a entregar a cambio. Pero
aun estando de acuerdo en los fines, todavía resultan necesarios ciertos criterios o pautas
que establezcan, por ejemplo, cuáles son las condiciones o requisitos que debe reunir
un acuerdo para ser vinculante (si se exige una cierta forma para el acuerdo o una edad
mínima, etc.), las condiciones o circunstancias en las que este debe cumplirse, y para
que, llegado el caso, se pueda llegar a contar con el respaldo del poder público (jueces)
para exigir por la fuerza el cumplimiento en caso de que una de las partes no cumpla
con su obligación o no lo haga correctamente. Por eso, las normas no solo facilitan la
coordinación, sino que además modifican la estructura de incentivos para penalizar o
hacer menos atractiva la opción de traicionar o querer aprovecharse ilegítimamente de
los que sí colaboran (pensemos también en las multas de tráfico por no seguir las normas
de circulación o en las sanciones por no pagar los impuestos).
b) Y en segundo lugar, porque no basta con que algo resulte útil o aconsejable
para que sea adoptado de manera generalizada. Por ejemplo, probablemente
todos tenemos interés en contar con un buen nivel de salud y bienestar físi-
co, y para ello es muy recomendable hacer deporte y abstenerse de fumar y
consumir alcohol, pero parece bastante obvio que este motivo no basta para
que de manera generalizada todas o casi todas las personas se comporten de
ese modo.
Parecería, pues, si tenemos en cuenta que todas las sociedades conocidas han
contado con un sistema de normas que podría calificarse de algún modo como
«derecho», que este tiene que relacionarse de manera estrecha o intensa con
© FUOC • PID_00247807 11 El derecho: ¿por qué y para qué?
Herbert L. A. Hart (1907-1992) fue uno de los teóricos del derecho más rele- Contenido mínimo del
vantes del siglo XX y sigue siendo una referencia ineludible en la teoría y la derecho natural
filosofía del derecho actuales. En su principal obra, The Concept of Law (1961), Algunos autores, como Jo-
el autor dedica unas páginas (concretamente, el apartado 2 del capítulo IX) a sep Maria Vilajosana, ponen
de manifiesto que esta deno-
explicar su propuesta de cuáles serían las razones que justificarían la existencia minación utilizada por Hart
puede generar confusión, ya
del derecho de manera generalizada en las sociedades humanas, así como el que parecería vincular al autor
con posiciones iusnaturalistas,
contenido mínimo imprescindible que tendría cualquier sistema jurídico, por cuando se trata de hecho de
simple y básico que fuera, a lo que denomina «contenido mínimo del derecho uno de los principales defenso-
res del iuspostivismo o positi-
natural». vismo jurídico. No entraremos
ahora en estas cuestiones so-
bre la conexión conceptual en-
Es importante destacar que lo que se propone Hart es examinar las razones tre el derecho y la moral y la
existencia del derecho natural,
que justifican o que hacen que sea racional contar con un conjunto de nor- a las que nos referiremos bre-
vemente en el módulo «Dere-
mas jurídicas, y no trata de explicar ninguna conexión causal entre los seres cho y justicia».
humanos y la existencia de normas. Es decir, no sostiene que la existencia del
derecho sea algo necesario o ineludible, como una ley de la naturaleza, por lo
Referencia bibliográfica
que no niega necesariamente la posibilidad de que pudiera llegar a existir una
sociedad humana sin derecho. Lo que afirma es más bien que, teniendo en J.�J.�Moreso;�J.�M.�Vilajosana
(1994). Introducción a la teoría
cuenta ciertos objetivos básicos y ciertas características comunes de los seres
del derecho (cap. 1). Madrid:
humanos, es racional o está justificada la existencia del derecho con (al menos) Marcial Pons.
un cierto contenido mínimo, por ser el instrumento más adecuado para ello.
La idea principal del autor inglés, dicha de manera resumida, es que, te-
niendo en cuenta la importancia que tiene para nosotros el objetivo de
la supervivencia y considerando ciertas características básicas comunes
a todos los seres humanos, el derecho es, si no necesario, sí al menos el
instrumento más útil creado hasta la fecha para intentar garantizar la
supervivencia y alcanzar ciertos objetivos humanos básicos.
El punto de partida, pues, es la constatación de algo muy básico: que los seres
humanos, al menos en términos generales, tienen interés en seguir viviendo.
Aunque el interés en la supervivencia no se manifieste en todos los individuos
y en todos los casos o circunstancias, sí que puede sostenerse que los casos
en que se desea o se persigue la propia muerte son minoritarios, y que en
términos generales las sociedades humanas no son un «club de suicidas». La
gran mayoría de las personas comparten este interés básico en seguir viviendo,
que es fundamental en el sentido de que cualquier otro interés o finalidad que
tengamos requiere esta condición previa.
© FUOC • PID_00247807 12 El derecho: ¿por qué y para qué?
Pero este fin, aunque sea general, compartido y fundamental, no basta por sí
solo para justificar la existencia de un sistema de normas jurídicas, a menos
que partamos de la base de ciertas características básicas que compartimos to-
dos los seres humanos. Si fuéramos de otra forma o si en el futuro somos capa-
ces (por ejemplo, mediante avances científicos o tecnológicos) de modificar o
eliminar algunas de estas características, es posible que el derecho dejara de ser
un instrumento útil o necesario. ¿Cuáles son, pues, estas características básicas
comunes? Hart enumera las cinco siguientes:
3)�Altruismo�limitado. Usando una metáfora bíblica, Hart afirma que los se-
res humanos no somos ni ángeles ni demonios. Con ello pone de manifies-
to que ni actuamos exclusivamente por motivaciones egoístas y buscando el
propio beneficio en todos los casos, sin tener nunca en cuenta los intereses o
necesidades de otras personas, ni tampoco somos seres angelicales o heroicos
que anteponemos siempre el bienestar y los intereses ajenos a los propios, sin
importar las consecuencias. Con todas las diferencias individuales que pueda
haber, lo cierto es que todos nos situamos en un punto intermedio, y solo bajo
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esa premisa tiene sentido establecer normas de conducta. Si fuésemos una es-
pecie de demonios egoístas, no tendría sentido poner normas, porque nunca
las seguiríamos (incluso la que prohíbe matar) cuando no hacerlo nos resulta-
se de algún modo beneficioso; es decir, nuestro comportamiento nunca esta-
ría motivado por las normas, sino exclusivamente por nuestro propio interés
egoísta. Y en una sociedad de ángeles tampoco tiene sentido establecer normas
que limiten el recurso a la violencia, porque nadie se sentiría nunca tentado a
recurrir a ella (aunque aun así, y a pesar de que Hart no hace referencia a ello,
todavía serían útiles las normas para resolver problemas de coordinación).
con las normas: aun siendo conscientes, tras reflexionar sobre ello, de que es
conveniente seguir las normas en beneficio de todos (incluido el nuestro), se-
ría fácil caer en la tentación de no hacerlo si con eso obtenemos algún bene-
ficio inmediato, aunque ello sea perjudicial a largo plazo o a mayor escala. En
un contrato de compraventa, por ejemplo, el vendedor podría verse tentado
de no entregar el objeto de la venta si previamente ya ha recibido el dinero
del comprador, o viceversa, a pesar de que ello dañaría a la propia institución
contractual, ya que disminuiría la confianza de la gente en que los contratos
van a cumplirse, poniendo de este modo en peligro la cooperación. A fin de
evitar los efectos adversos de la tentación del «beneficio inmediato», Hart se-
ñala la necesidad de respaldar las normas con un sistema de sanciones que
desincentive su incumplimiento (es decir, cambiar el esquema de incentivos,
según vimos en el apartado anterior). Para que ello funcione adecuadamente,
es necesario contar con un sistema institucional que, por un lado, tenga la
capacidad de determinar cuándo se ha incumplido una norma (por ejemplo,
un sistema judicial) y que, además, pueda recurrir a la coacción pública para
asegurar el cumplimiento de las normas y la aplicación de las sanciones.
Al analizar las razones por las que las sociedades humanas cuentan con siste-
mas jurídicos, en cierto modo ya estamos respondiendo también, al menos en
parte, a la pregunta de cuáles son las funciones, objetivos o finalidades que
el derecho desempeña o pretende desempeñar en la sociedad: nos sirve para
dar respuesta a problemas de interacción social a través de la limitación de
la violencia y de la facilitación de la coordinación y la cooperación. Pero los
sistemas jurídicos son estructuras muy complejas que sirven (o pueden servir)
para otros muchos objetivos. Tradicionalmente, la sociología jurídica ha des-
tacado, entre otras, las siguientes funciones: el control�social, la seguridad
jurídica, la legitimación� del� poder� político y la consecución de un cierto
nivel de justicia.
lo que se entiende por «control social». Así, es posible hablar de al menos dos
concepciones, o al menos dos dimensiones, distintas: una concepción «inte-
gradora» del control social, y una concepción «reguladora».
Si esta afirmación se interpreta como una tesis descriptiva, lo que se está di-
ciendo es que, de hecho, todo sistema jurídico, por el mero hecho de existir,
contribuye a la integración social. Aunque en muchos casos parece ser así, una
afirmación generalizada de este tipo parece ser exagerada, pues probablemente
existen ejemplos de sociedades poco cohesionadas y muy conflictivas a pesar
de estar sujetas a un mismo sistema jurídico, y con toda probabilidad en la in-
tegración y la cohesión social intervienen muchos otros factores, además del
derecho (por ejemplo, los niveles generales de bienestar o la percepción que
tenga la propia población acerca de la justicia o injusticia de las actuaciones
de los poderes públicos o de la distribución de la riqueza). Si en cambio se
entiende como una tesis valorativa, lo que se está diciendo es que el derecho
«debería» contribuir a una menor conflictividad y a una mayor integración
y cohesión social. Probablemente nadie estaría en contra de esta afirmación,
pero hay que tener en cuenta que un sistema jurídico no consigue necesaria-
mente este objetivo por el mero hecho de existir.
Pero por otra parte, la palabra seguridad también se puede usar en el sentido de
certeza, como en las afirmaciones «es seguro que el cuadrado de tres es igual a
nueve», o «estoy seguro de que dejé las llaves encima de la mesa», o al menos
de alta probabilidad (como en «seguramente llegaré dentro de una hora»). El
concepto de seguridad jurídica está relacionado con esta noción, y no con la
idea de protección. Cuando se añade el adjetivo jurídica, nos estamos refirien-
do a la posibilidad de prever o determinar con antelación las consecuencias
jurídicas de nuestros comportamientos.
La previsibilidad es, no obstante, una propiedad gradual; esto es, podemos ha-
blar de distintos grados o niveles de seguridad jurídica. El nivel de seguridad
jurídica de un sistema concreto depende fundamentalmente de tres aspectos:
la claridad de las disposiciones legales, la publicidad de las mismas y el cum-
plimiento por parte de los poderes públicos.
comprensión para alguien sin la formación adecuada. En ocasiones utiliza términos que
no son de uso corriente en el lenguaje coloquial (como por ejemplo usucapión o enfiteu-
sis) y en otros casos utiliza las palabras o expresiones que aunque son también de uso
coloquial, en el contexto jurídico tienen significados muy precisos y no siempre coinci-
dentes con el lenguaje común. Por ejemplo, en el lenguaje corriente es habitual utilizar
la expresión robar indistintamente en las tres situaciones siguientes:
1) «Hace un par de días entraron en mi casa forzando una ventana y me robaron el dinero
y las joyas que allí guardaba».
3) «El otro día le presté mi colección de monedas antiguas a otra persona y me las ha
robado».
Sin embargo, desde el punto de vista legal, robar es un concepto mucho más preciso y
solo se aplicaría al primer caso, ya que en los otros ejemplos nos encontramos frente a
un hurto y a una apropiación indebida, respectivamente.
Existen distintos medios de publicación oficial, que dependen del ámbito de vigencia de
las disposiciones. Para el caso de disposiciones que afectan a todo el Estado (por ejemplo,
una ley aprobada por las Cortes Generales –Congreso de los Diputados y Senado– o un
real decreto del Gobierno central), la publicación oficial es el BOE (Boletín Oficial del
Estado). Existen también diarios oficiales para el ámbito autonómico (por ejemplo, en el
caso de Cataluña, se trata del DOGC, el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya). A nivel
de la administración local, la publicación se realiza a través del BOP (Boletín Oficial de la
Provincia). Existen además otras publicaciones oficiales sectoriales, como, por ejemplo,
el BORME (Boletín Oficial del Registro Mercantil).
Hay que ser conscientes también de la diferencia que existe entre «conocer»
el derecho y tener la «posibilidad» de conocerlo. La publicación de las dispo-
siciones legales obviamente solo garantiza esto último, pero en sentido estric-
to solo podemos examinar adecuadamente nuestras opciones si conocemos el
derecho. El problema es que los sistemas jurídicos actuales han alcanzado tal
extensión y nivel de complejidad que resulta en la práctica imposible conocer-
lo completamente, incluso para los especialistas, que normalmente suelen ser
expertos solo en determinados ámbitos o temáticas específicas (de manera si-
milar a los médicos, que tienen todos una base de formación general, pero son
especialistas en un determinado ámbito, como la cardiología, la neurología, la
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c) De poco sirve que las leyes sean públicas, o incluso ampliamente conoci-
das, y redactadas de manera clara y precisa, si los poderes públicos no suelen
atenerse a ellas, ni garantizan que estas sean cumplidas por los destinatarios.
Aunque sobre el papel esté muy claro cuáles son las consecuencias legales de
nuestros actos, de nada servirá si no contamos con ciertas garantías de que es-
tas serán aplicadas por el Estado y de que los poderes públicos no actuarán de
manera arbitraria, pues en ese caso no sabremos a qué atenernos (no tendre-
mos elementos para decidir si cumplir o no la ley, porque hagamos lo que ha-
gamos las consecuencias son imprevisibles). Por eso un requisito fundamental
para poder hablar de seguridad jurídica es que las reglas del juego sean efecti-
vamente seguidas especialmente por quienes tienen la obligación de garanti-
zar su cumplimiento (los poderes públicos).
Como sabemos, las tesis acerca de las funciones del derecho pueden interpre-
tarse en un sentido descriptivo o valorativo. Entendida como una afirmación
descriptiva, lo que viene a decirse es que, de hecho, los sistemas jurídicos pro-
porcionan seguridad jurídica. Pero hay que tener en cuenta que la seguridad
jurídica es gradual, por lo que esta afirmación podría entenderse al menos de
dos maneras: a) como que todo sistema jurídico proporciona «algún» grado
de seguridad jurídica, aunque sea mínimo, o b) como que todo sistema jurí-
dico proporciona un nivel alto, o al menos suficiente, de seguridad jurídica.
Seguramente en la primera interpretación la afirmación es verdadera, pues a
menos que el sistema jurídico sea enormemente defectuoso e ineficaz (en cuyo
caso podría incluso decirse que no existe propiamente un sistema jurídico en
esa sociedad), proporcionará algún nivel de previsibilidad, aunque sea bajo.
En cambio, parece mucho más dudoso que la afirmación sea verdadera bajo
la segunda interpretación.
Por eso puede parecer más razonable entender la seguridad jurídica como una
tesis valorativa, es decir, defendiendo que es algo positivo o deseable que los
sistemas jurídicos proporcionen un nivel alto, o al menos suficiente, de segu-
ridad jurídica. Una afirmación de este tipo sin duda genera un amplio con-
senso. Pero lo que es más dudoso es si también lo generaría la afirmación de
que los sistemas jurídicos deberían proporcionar «el máximo grado posible»
de seguridad jurídica. Un nivel muy alto de seguridad jurídica sin duda mejo-
ra la previsibilidad de las consecuencias de nuestros actos y decisiones, pero
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Dos ejemplos pueden ilustrar esta idea. En primer lugar, hasta hace apenas unos años
solo era beneficiario de la pensión de viudedad de la Seguridad Social el cónyuge viudo,
porque así lo establecía claramente la normativa al respecto. Esto implicaba que no tenía
derecho a la pensión el superviviente de una pareja de hecho, al no existir el acto formal
del matrimonio, a pesar de que se tratase de una relación duradera y que comparte las
características normalmente asociadas al matrimonio (convivencia estable, cuidado en
común de los hijos, bienes compartidos, etc.). Sin duda, la seguridad jurídica es mayor
si nos atenemos a lo que clara y explícitamente establece le ley (que de manera expresa
exigía matrimonio), pero es cuestionable que en todo caso sea siempre preferible un ma-
yor grado de seguridad jurídica.
Un segundo ejemplo, basado en un caso real similar sucedido en Argentina, sería el si-
guiente. La legislación sobre trasplantes de órganos a partir de un donante vivo exige que
el donante sea mayor de dieciocho años para poder dar su consentimiento. Una paciente
está muy enferma y necesita un trasplante urgente para salvar su vida, y el único donan-
te compatible es su hermano, que tiene diecisiete años y seis meses y está dispuesto a
donar. No puede esperar a cumplir los dieciocho porque ya será demasiado tarde para
su hermana. En esta situación, la seguridad jurídica es mayor si se cumple la literalidad
de la norma, que establece la edad mínima de dieciocho años, y diecisiete años y medio
no son dieciocho, por lo que no puede dar válidamente su consentimiento. De nuevo,
resulta aquí dudoso si dar prioridad a la seguridad jurídica es siempre positivo.
más que formas de tortura o mutilación. Por eso podemos considerar que no
le falta cierta razón al pirata del ejemplo expuesto por Agustín de Hipona en
el siglo V (en De Civitate Dei, libro IV, cap. IV), en el que aquel es capturado
por el ejército de Alejandro Magno y acusado de ladrón, ante lo cual responde:
«Como yo lo hago con un pequeño barco me llaman ladrón, y porque tú lo
haces con grandes ejércitos te llaman emperador».
2.4. La justicia
Suele decirse también que una de las funciones básicas del derecho es contri-
buir a crear una sociedad más justa o que es un instrumento para promover
la justicia.
Además, resulta útil trazar una distinción análoga a la que se estableció entre
legitimidad y legitimación, en el sentido de que una cosa es que el sistema jurí-
dico sea moralmente justo o que promueva la justicia (desde el punto de vista
de que se ajusta a una teoría ética con pretensión de objetividad y validez uni-
versal) y otra distinta es que los miembros de la comunidad, como cuestión de
hecho, consideren que el sistema legal e institucional en el que están inmersos
es suficientemente justo o aceptable (esta última es una cuestión sociológica,
no ética).
Resumen
En este primer módulo nos hemos centrado en las razones que justificarían o
al menos explicarían la existencia de sistemas jurídicos en las sociedades hu-
manas, así como en las principales funciones que dichos sistemas desempeñan
en dichas sociedades.
Yendo algo más lejos, según Hart, el fin básico de los seres humanos de inten-
tar garantizar su propia supervivencia, junto con ciertas características comu-
nes que todos compartimos (vulnerabilidad, igualdad aproximada, altruismo
limitado, recursos limitados y comprensión y fuerza de voluntad limitadas) y
la necesidad de interactuar y cooperar para alcanzar casi cualquier objetivo,
hace que sea racional disponer de un conjunto mínimo de normas de con-
ducta obligatorias que limitan el recurso a la violencia, sientan las bases míni-
mas de la cooperación (contratos vinculantes) y establecen mecanismos para
asegurar su cumplimiento. Esto es lo que el autor inglés denomina como «el
contenido mínimo del derecho natural».