Cómo Leer Un Libro (2) para Aplicar

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Cómo leer un libro

Mortimer J. Adler y Charles van Doren

Editorial Debate

Para realizar su Aplicación caso Auditoria en Entidades de Salud, Profesor


Luis Carlos Beltran Pardo de la Universidad Nacional de Colombia.

Introducción:
Cómo leer un libro se editó en el año 1940, y se convirtió en uno de los libros más vendidos
en Estados Unidos durante más de un año. Editada por primera vez en España en mayo de
1996, esta guía clásica, analiza el acto de leer, ese proceso por el cual la mente, sin ayuda
del exterior, se eleva gracias al poder de sus propios recursos: pasa de comprender menos a
comprender más. El análisis distingue cuatro niveles diferentes de lectura, desde la lectura
primaria a la lectura rápida, pasando por la de inspección y la extensiva, además de enseñar
a clasificar cualquier libro, a radiografiarlo, a extraer lo que el autor quiere decir, a hacer
una critica. El lector puede aprender las diferentes técnicas de lectura para libros de temas
prácticos, de literatura, teatro, poesía, historia, ciencias y matemáticas, filosofía y ciencias
sociales. La obra se completa con dos apéndices: uno con pruebas para que el lector
verifique su nivel de comprensión de distintos tipos de textos, y el otro con una lista de los
autores y obras que todos deberíamos leer y releer.
En la actualidad hay mucha gente que piensa que ya no es tan necesario leer como antes. La
radio, y sobre todo la televisión, han acaparado muchas de las funciones que antiguamente
cumplía la imprenta, al igual que la fotografía ha acaparado ciertas funciones que antes
cumplían la pintura y otras artes gráficas. Hay que reconocer que la televisión desempeña
muy bien algunas de estas funciones: la comunicación visual de las noticias, por ejemplo,
ejerce enorme influencia.

Quizá sepamos más sobre el mundo que antes, y en la medida en que el conocimiento
constituye un prerrequisito de la comprensión, nos parece algo excelente, pero en realidad
este prerrequisito no tiene el alcance que se le suele atribuir. No es necesario saberlo todo
acerca de un tema para comprenderlo. En la actualidad vivimos inundados de hechos, en
detrimento de la comprensión.

Una de las razones de esta situación consiste en que los medios de comunicación están
concebidos de tal modo que pensar parezca innecesario al televidente, al radioyente o al
lector de revistas -también al cibernauta?- se le ofrece todo un complejo de elementos con

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el fin de facilitarle la formación de una opinión propia con el mínimo de dificultades y
esfuerzos, pero a veces esa presentación se efectúa con tal eficacia que el espectador, el
oyente, o el lector -el cibernauta?- no
Se forma en absoluto una opinión propia, sino que, por el contrario, adquiere una opinión
preconcebida que se inserta en su cerebro, casi como una cinta que se insertase en un
aparata de música. A continuación aprieta un botón y reproduce esa opinión en el momento
que le resulta conveniente. Y, por consiguiente, ha actuado de forma aceptable sin
necesidad de pensar.

La lectura activa

Como ya dijimos al principio, en las siguientes páginas vamos a ocuparnos


fundamentalmente del desarrollo de la destreza para leer libros, pero si se ponen en práctica
y se siguen fielmente, las reglas que contribuyen a desarrollar tal destreza también pueden
aplicarse al material impreso en general, a cualquier clase de material legible: periódicos,
revistas, panfletos, artículos y anuncios.
Desde el momento en que cualquier tipo de lectura supone una actividad, toda lectura es, en
cierto grado, activa. La lectura totalmente pasiva es imposible, pues no podemos leer con
los ojos inmóviles y el cerebro adormecido. Por tanto, al captar la lectura activa con la
pasiva el objetivo que perseguimos consiste, en primer lugar, en destacar el hecho de que la
lectura puede ser más o menos activa, y, en segundo lugar, que cuanto más activa, tanto
mejor. Un lector es mejor que otro en proporción a su capacidad para una mayor actividad
en la lectura y con un mayor esfuerzo. Es mejor cuanto más exige de sí mismo y del texto
que tiene ante sí.
Pero si bien en sentido estricto no puede darse una lectura totalmente pasiva, muchas
personas piensan que, en comparación con la escritura y con el discurso hablado, leer y
escuchar son actividades completamente pasivas. Quien escribe o quien habla tiene que
realizar cierto esfuerzo, mientras quien lee o escucha no tiene que hacer nada. Se considera
que leer y escuchar equivalen a recibir comunicación de alguien dedicado activamente a
darla o enviarla. En este caso, el error radica en suponer que recibir comunicación es como
recibir una bofetada o una herencia, o la sentencia de un tribunal de justicia. Por el
contrario, quien lee o escucha podría compararse con el jugador que recoge la pelota en el
béisbol.
Recoger la pelota es una tarea tan activa como lanzarla o batearla. El jugador que la lanza o
la batea es el emisor en el sentido de que su actividad inicia el movimiento de la pelota. El
que recoge la pelota o el defensa es el receptor en el sentido de que su actividad le pone
punto final, y ambos son activos, si bien sus actividades difieren. Si existe algo pasivo, es la
pelota, lo inerte que se pone en movimiento o que se detiene, mientras que los jugadores
son activos, pues se mueven para lanzar, batear o recoger. La analogía con la escritura y la
lectura resulta casi perfecta. Lo que es escrito y leído, al igual que la pelota, constituye el
objeto pasivo común a las dos actividades que comienzan y completan el proceso.
Podríamos llevar esta analogía un poco más lejos. El arte de recoger la pelota equivale a la
destreza para recoger cualquier tipo de lanzamiento. Paralelamente, el arte de leer consiste
en la destreza para recoger todo tipo de comunicación lo mejor posible.
Hemos de destacar el hecho de que el lanzador y el recogedor de la pelota logran su
objetivo únicamente dependiendo de su grado de colaboración, siendo similar la relación
entre escritor y lector. El escritor no intenta que no le recojan, que no le entiendan, aunque

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a veces pueda parecer lo contrario, y de todos modos se produce auténtica comunicación
cuando lo que el escritor desea que se reciba llega a posesión del lector. La destreza del
escritor y la del lector convergen en un objetivo común.
Salta a la vista que entre los escritores existen diferencias,. al igual que entre los lanzadores
de béisbol. Algunos escritores ejercen un «control» excelente; saben exactamente qué
quieren transmitir y lo transmiten de una forma precisa y exacta. Resultan más fáciles de
«coger» que los escritores «descontrolados».
Pero hay un momento en que la analogía se deshace. La pelota es una unidad simple: o se la
coge por completo o no se la coge en absoluto. Sin embargo, un texto escrito es un objeto
complejo. Puede ser recibido de una forma más o menos completa, desde el punto mínimo
de la intención del autor hasta el máximo. Por lo general, el grado en que lo «coja» el lector
dependerá del grado de actividad que dedique al proceso, así como de la destreza con la que
ejecute los diferentes actos mentales que el mismo requiere.
¿Qué supone la lectura activa? Volveremos a este punto en muchas ocasiones, pero de
momento basta con decir que, con el mismo tema a leer, una persona lo lee mejor que otra,
en primer lugar, al leerme más activamente, y, en segundo lugar, al realizar cada uno de los
actos requeridos con mayor destreza. Ambos aspectos están relacionados.
Leer supone una actividad compleja, al igual que escribir. Consiste en gran número de actos
distintos, todos los cuales han de ejecutarse en una buena lectura. La persona que pueda
realizar el mayor número de estos actos será la más dotada para leer.

a. Objetivos de la lectura

Leer para informarse y leer para comprender.


Supongamos que una persona en concreto también tiene un libro que desea leer. El libro
consiste en lenguaje escrito por alguien con el fin de comunicar algo; el éxito en la lectura
será determinado por el grado de recepción de todo lo que el escritor tenía intención de
comunicar.

Naturalmente, se trata de una simplificación excesiva. La razón reside en que existen dos
posibles relaciones entre el cerebro y el libro, no sólo una, y estas dos relaciones quedan
ilustradas por las dos experiencias distintas que se pueden tener al leer el libro.
Por un lado está el libro, y por otro el cerebro. A medida que vamos pasando las páginas,
entendemos perfectamente todo cuanto el autor quiere decir o no lo entendemos. En el
primer caso, es posible que hayamos obtenido información, pero quizá no hayamos
aumentado nuestra comprensión. Si el libro resulta totalmente inteligible de principio a fin,
entonces el autor y el lector son como dos mentes con la misma moldura. Los símbolos de
la página simplemente expresan el entendimiento común que lector y escritor compartían
antes de conocerse.
¿Que hacer entonces? El lector puede darle el libro a alguien que, a su juicio, sepa leer
mejor que él, para que le explique los capítulos que no acaba de entender. (Ese «alguien»
puede ser una persona viva u otro libro, un libro de texto, por ejemplo). O también puede
llegar a la conclusión de que no merece la pena tomarse tantas molestias, que ha
comprendido lo suficiente. En cualquiera de los dos casos, el lector no está realizando la
tarea lectora que requiere el libro, algo que sólo puede hacerse de una manera. Sin ninguna
clase de ayuda externa, hay que seguir trabajando con el libro. Únicamente con el poder de
la propia mente, se funciona con los símbolos que se presentan ante nosotros de tal forma

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que nos elevamos gradualmente desde un estado de comprensión menor hasta otro de
comprensión mayor. Tal ascenso, que la mente logra al trabajar en un libro, supone un
elevado grado de destreza en la lectura, la clase de lectura que se merece un libro que
presenta un reto a la comprensión del lector.
Por consiguiente, podríamos definir el arte de la lectura como sigue: el proceso por el cual
la mente de una persona, sin nada con lo que funcionar sino los símbolos de la materia
lectora, y sin ayuda exterior alguna, se eleva mediante el poder de su propio
funcionamiento. La mente pasa de comprender menos a comprender más. Las operaciones
que producen este proceso son los diversos actos que constituyen el arte de leer.
Pasar de comprender menos a comprender más mediante el esfuerzo intelectual en la
lectura resulta una tarea agotadora. Naturalmente, se trata de una lectura más activa que la
que se ha realizado antes, que no sólo conlleva una actividad más variada, sino tambien una
destreza mucho mayor en la ejecución de los diversos actos requeridos; y, desde luego, lo
que por lo general se considera de más difícil lectura y, por consiguiente, destinado
únicamente a los mejores lectores, es lo que suele merecer y requerir este tipo de lectura.

Existe una diferencia más profunda que la ya señalada entre la lectura para obtener
información y la lectura para obtener comprensión. A continuación intentaremos exponerla,
y para ello hemos de tomar en consideración esos dos objetivos de la lectura, porque la
línea divisoria entre lo que es legible de una forma y lo que debe leerse de otra parece en
muchas ocasiones confusa. En la medida en que es posible separar estos dos objetivos de la
lectura, podemos utilizar el término «lectura» en dos sentidos diferentes.

El primer sentido consiste en considerarnos lectores de periódicos, revistas o cualquier otra


cosa que, según nuestra capacidad y destreza, nos resulte completamente comprensible de
inmediato. Tales cosas pueden contribuir a aumentar nuestro bagaje de información, pero
no a incrementar nuestra comprensión, porque tal comprensión se igualaba con ellas antes
de comenzar. En otro caso, hubiéramos sentido la perplejidad y la confusión que se
producen cuando algo nos supera, siempre y cuando hubiéramos mantenido una actitud
honrada y atenta.
El segundo sentido consiste en intentar leer algo que al principio no se comprende
plenamente. En este caso, el objeto a leer es mejor o superior que el lector, comunicando el
escritor algo que puede incrementar la comprensión de aquél. Tal comunicación entre no
iguales debe ser posible, porque de lo contrario una persona jamás podría aprender de otra,
ni por mediación del lenguaje hablado ni del escrito. Al decir «aprender» nos referimos a
comprender más, no a recordar más información con el mismo grado de inteligibilidad que
otras informaciones que ya poseemos.

No existe dificultad alguna de carácter intelectual a la hora de obtener nueva información


en el transcurso de la lectura si los hechos nuevos pertenecen a la misma categoría que los
que ya se conocen. Una persona que conozca y comprenda algunos de los hechos de la
historia estadounidense bajo cierto punto de vista podrá aprehender muchos más hechos,
bajo el mismo punto de vista, mediante la lectura en el primer sentido que hemos descrito
anteriormente. Pero supongamos que esa persona está leyendo un libro histórico cuyo
objetivo no consiste simplemente en proporcionarle el conocimiento de otros hechos, sino
también el de arrojar una nueva luz, quizá más reveladora, sobre todos los hechos que ya
conoce. Supongamos asimismo que con tal lectura puede acceder a una mayor comprensión

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de la que poseía antes de comenzar aquélla. Si logra una mayor comprensión, podemos
decir que está leyendo en el segundo sentido que hemos descrito, y que se ha elevado
mediante su actividad, si bien tal elevación fue posible, de forma indirecta, gracias al
escritor que tenía algo que enseñar.
¿Cuáles son las condiciones bajo las que se da este tipo de lectura, la lectura destinada a la
comprensión? Hay dos. En primer lugar, la desigualdad inicial en al comprensión. El
escritor debe ser «superior» al lector en cuanto a la comprensión, y su libro debe transmitir
de forma legible las percepciones que posee y de las que carecen sus lectores potenciales.
En segundo lugar, el lector debe ser capaz de superar esta desigualdad en cierta medida,
quizá en pocas ocasiones plenamente, pero aproximándose a la igualdad con el escritor. En
la medida que se aproxime a la igualdad se logrará claridad de comunicación.

En definitiva, sólo podemos aprender de nuestros «mejores» y debemos saber quiénes son y
cómo aprender de ellos. La persona que posee este tipo de conocimiento domina el arte de
la lectura en el sentido del que se ocupa la mayor parte del presente libro. Cualquiera que
sepa leer probablemente tiene cierta habilidad para leer de esta forma, pero todos sin
excepción podemos aprender a leer mejor y a obtener mejores resultados mediante nuestros
propios esfuerzos, aplicándolos a materiales más provechosos.

No quisiéramos dar la impresión de que siempre resulte fácil distinguir los hechos, que
desembocan en una mayor información, y las percepciones, que llevan a una mayor
comprensión, y hemos de admitir que, en ocasiones, una simple lista de hechos puede por sí
misma llevar a una mayor comprensión. El punto que deseamos destacar es que el presente
libro trata del arte de la lectura destinada al incremento de la comprensión.
Afortunadamente, si se aprende a conseguir tal incremento, el aumento de información
suele producirse por sí mismo.
Naturalmente, la lectura persigue otro gran objetivo además de obtener información y
comprensión, el entretenimiento, pero en las siguientes páginas no nos vamos a ocupar
mucho del tema. Este tipo de lectura es la que plantea menos exigencias y la que requiere
menos esfuerzos. Además, no tiene reglas. Toda persona que sepa leer puede hacerlo para
entretenerse siempre que lo desee.
En realidad, cualquier libro que pueda leer para obtener comprensión o información
probablemente también puede leerse para entretenerse, al igual que un libro que puede
incrementar la comprensión puede leerse asimismo por la información que contiene. (No
cabe la posibilidad de invertir esta proposición: no es cierto que todo libro que pueda leerse
por entretenimiento pueda leerse también para obtener comprensión). Tampoco queremos
decir que nunca se deba leer un buen libro por puro entretenimiento. De lo que se trata es
de que, si el lector desea leer un buen libro para incrementar su comprensión, creemos que
Podemos ayudarle, y, por consiguiente, el tema del que nos vamos a ocupar es el arte de
leer buenos libros cuando el objetivo que se persigue consiste en aumentar la comprensión.

b. Cómo ser un lector exigente


Las normas para conseguir dormirse leyendo son más fáciles de seguir que las normas para
permanecer despierto mientras se lee. No hay más que adoptar una postura cómoda en la
cama, poner una luz poco adecuada que produzca cierta fatiga ocular, elegir un libro
terriblemente complicado o terriblemente aburrido -en definitiva, uno que realmente no nos
interese- y nos quedaremos dormidos a los pocos minutos. Los expertos en relajarse con un

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libro no necesitan esperar la noche: les basta con una silla cómoda en la biblioteca a
cualquier hora del día.
Por desgracia, las normas para mantenerse dormido no consisten en hacer exactamente lo
contrario. Es posible mantenerse despierto leyendo un libro en un asiento cómodo o incluso
en la cama, y hay muchas personas que fuerzan demasiado los ojos al leer hasta altas horas
de la madrugada con una iluminación insuficiente. ¿Qué mantenía despiertos a quienes
leían a la luz de una vela? Desde luego les interesaba, y mucho, el libro que tenían en las
manos.
Lograr mantenerse despierto depende en gran medida del objetivo que se pretenda alcanzar
con la lectura. Si lo que se persigue es obtener provecho de ella -«crecer» mental o
espiritualmente-, hay que mantenerse despierto, lo que equivale a leer lo más activamente
posible y a realizar un esfuerzo, un esfuerzo por el que se espera una compensación.
Los buenos libros, tanto de narrativa como de ensayo, merecen una lectura de este tipo.
Utilizar un libro como sedante es un auténtico desperdicio. Quedarse dormido o su
equivalente, dejar vagar la imaginación, durante las horas que queríamos dedicar a leer para
obtener cierto provecho, es decir, fundamentalmente para comprender, supone renunciar a
los fines que se perseguían con la lectura.
Pero lo triste es que muchas personas capaces de distinguir entre provecho y placer -entre
comprender por una parte y entretenerse o simplemente satisfacer la curiosidad por otra- no
consiguen llevar sus planes de lectura hasta el final, incluso si saben qué libros ofrecen cada
una de estas particularidades. La razón consiste en que no quieren aprender a ser lectores
exigentes, a mantenerse concentrados en lo que hacen obligándose a realizar la tarea sin la
cual no puede obtenerse ningún provecho.

c. La esencia de la lectura activa


Las cuatro preguntas básicas que plantea un lector.
Ya hemos expuesto extensamente el tema de la lectura activa: hemos dicho que se trata de
la mejor lectura posible y que la lectura de inspección siempre es activa y requiere esfuerzo,
pero aún no hemos llegado al núcleo del asunto concretando la fórmula para la lectura
activa. Consiste en lo siguiente: hay que plantear preguntas mientras se lee, preguntas que
el propio lector debe intentar contestar en el transcurso de la lectura.

Pero ¿cualquier pregunta? No. El arte de leer en cualquier nivel superior al primario
consiste en el hábito de plantear las preguntas adecuadas en el orden correcto.
Existen cuatro preguntas fundamentales que hay que plantearse ante
un libro.
¿Sobre qué trata el libro en su conjunto? Hay que intentar descubrir el tema principal y
cómo lo desarrolla el autor de forma ordenada, subdividiéndolo en sus temas esenciales
subordinados.
¿Qué dice en detalle, y cómo lo dice? Hay que intentar descubrir las ideas, los argumentos
y asertos principales que constituyen el mensaje concreto del autor.

¿Es el libro verdad, total o parcialmente? No se puede responder a esta pregunta sin haber
contestado a las dos anteriores. Hay que saber qué dice el libro para decidir si es verdad o

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no, pero cuando se entiende el texto en cuestión, existe la obligación, si se está realizando
una lectura seria, de formarse una opinión propia. Conocer la del autor no es suficiente.

¿Qué importancia tiene? Si hemos obtenido información del libro hay que preguntar qué
significa. ¿Por qué piensa el autor que es importante saber estas cosas? ¿Es importante
saberlas para el lector? Y si el libro no sólo nos ha proporcionado información sino que nos
ha aportado conocimientos, hay que buscar más conocimientos preguntando qué viene a
continuación, qué otras consecuencias o sugerencias tiene.

Leer un libro a cualquier nivel superior al primario supone esencialmente un esfuerzo por
plantearse preguntas (y contestarlas como mejor podamos). Es un punto que no debemos
olvidar, y por ello existe una diferencia enorme entre el lector exigente y el no exigente. Éste no
plantea preguntas y no obtiene respuestas.

Las cuatro preguntas mencionadas resumen la obligación de todo lector y son aplicables a
cualquier cosa digna de leerse: un libro, un artículo o incluso un anuncio. La lectura de
inspección tiende a proporcionar respuestas más exactas a las dos primeras preguntas que a
las dos últimas, pero de todos modos también sirve de ayuda para éstas. No se lleva a cabo
una lectura analítica satisfactoria hasta que el lector conoce las respuestas a dichas
preguntas, aunque sólo sea según su propio esquema de las cosas. La última, es decir ¿qué
importancia tiene?, quizá se la más significativa en la lectura paralela. Naturalmente, hay
que contestar a las tres primeras antes de intentar responder a la última.

Saber en qué consisten las cuatro preguntas no es suficiente; hay que recordar formularlas
mientras se lee. La costumbre de hacerlo constituye el distintivo de un lector exigente.
Además, hay que saber cómo contestar con precisión. La destreza en esta tarea es
precisamente el arte de leer.

Hay personas que se duermen cuando tienen entre manos un buen libro no porque no
deseen realizar un esfuerzo, sino porque no saben hacerlo. Los buenos libros nos superan;
en otro caso, no serían buenos. Y este tipo de libros nos cansan a menos que seamos
capaces de darles alcance y de ponernos a su mismo nivel. No es el esfuerzo lo que nos
cansa, sino la frustración de no conseguir nada con ello porque carecemos de la habilidad
para hacerlo adecuadamente. Para leer activamente, no sólo hay que tener la voluntad sino
también la destreza, el arte que nos permite elevarnos con el dominio de lo que al principio
nos parece inalcanzable.

d. Cómo hacer propio un libro


Si se ha adquirido el hábito de plantearle preguntas a un libro a medida que se va leyendo,
eso significa que se es mejor lector que en caso contrario, pero como ya hemos indicado, no
basta con plantearle preguntas, sino que hay que intentar contestarlas. Y aunque, en teoría,
esto puede hacerse sólo mentalmente, resulta mucho más fácil realizarlo con un lápiz,
porque este instrumento es el signo de que estamos alerta mientras leemos.

Como se suele decir, hay que saber «leer entre líneas» para obtener el máximo provecho de
cualquier cosa, y las normas de lectura constituyen un modo formal de expresar lo anterior.

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Más también quisiéramos convencer al lector de que «escriba entre líneas», pues a menos
que lo haga, no realizará un lectura más provechosa.

Cuando compramos un libro establecemos una propiedad, como ocurre con la ropa o los
muebles; pero el acto de comprar no representa sino el preludio de la posesión en el caso de
un libro. Sólo se posee completamente un libro cuando pasa a formar parte de uno mismo, y
la mejor forma de pasar a formar parte de él -lo que es lo mismo- es escribir en él.
¿Por qué es indispensable subrayar un libro para leerlo? En primer lugar, porque así nos
mantenemos despiertos, totalmente despiertos y no sólo conscientes. En segundo lugar,
leer, si lo hacemos activamente equivale a pensar, y el pensamiento tiende a expresarse en
palabras, escritas o habladas. La persona que asegura saber lo que piensa pero no puede
expresarlo normalmente no sabe lo que piensa. En tercer lugar, anotar las propias
reacciones ayuda a recordar las ideas del autor.

La lectura de un libro debería ser un conversación ente el lector y el escritor. Lo más


probable es que éste sepa más sobre el tema que aquél; en otro caso, el lector no se
molestaría en leer su obra, pero la comprensión supone una tarea sobre: la persona que
aprende tiene que plantearse preguntas y planteárselas al enseñarte, e incluso tiene que estar
dispuesta a discutir con éste una vez que ha entendido lo que dice. Literalmente, subrayar
un libro equivale a la expresión de las diferencias o de la coincidencia del lector con el
escritor, y supone el mayor honor que aquél le puede rendir a éste.

Existen diversas formas de anotar un libro de forma inteligente y fructífera. A continuación


ofrecemos varios recursos:
1. Subrayado: de los puntos más importantes, de los argumentos de mayor fuerza.
2. Líneas verticales en el margen: para destacar un argumento concreto ya subrayado o un
párrafo demasiado largo como para ser subrayado.
3. Asteriscos u otros signos al margen: para destacar los argumentos o párrafos más
importantes del libro. También se puede doblar la punta de la página o colocar una tira de
papel entre las páginas. En cualquiera de estos casos, se podrá sacar el libro de la estantería
y, al abrirlo por la página señalada, refrescar la memoria.
4. Números en el margen: para señalar una secuencia de puntos realizada por el escritor en
el desarrollo de un argumento.
5. Numeración de otras páginas en el margen: para indicar donde señala los mismos puntos
el autor, u otros puntos referidos a los ya señalados o contrarios a éstos, con el fin de unir
las ideas del libro que, aunque estén separadas por muchas páginas, pertenecen al mismo
grupo. Muchos lectores emplean las letras «cf», que significan «compárese» o «referido a»,
para indicar el número de las otras páginas.
6. Rodear con un círculo las palabras o frases clave: cumple prácticamente la misma
función del subrayado.
7. Escribir en el margen: o en la parte superior o inferior de la página: para señalar las
preguntas (y también las respuestas) que pueda plantear un párrafo concreto, para reducir
una exposición complicada a un anunciado sencillo, para dejar constancia de la secuencia
de los puntos más importantes del libro. Se pueden utilizar las guardas del final para
confeccionar un índice personal de dichos puntos por orden de aparición.

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Para quienes tienen la costumbre de poner notas en los libros, las guardas del principio
suelen ser las más importantes. Algunas personas las reservan para ex libris, pero esto sólo
expresa la posesión económica del libro. Resulta más conveniente reservar las guardas del
principio para dejar constancia de lo que piensa el lector. Después de terminar de leer el
libro y de escribir el índice personal en las guardas del final, debemos volver al principio e
intentar perfilar el libro, no página a página o punto por punto (ya lo hemos hecho en las
guardas del final), sino como una estructura integrada, con el perfil básico y una ordenación
de las diversas partes. Ese perfil representa la medida en que el lector ha comprendido la
obra y, a diferencia de un ex libris, expresa la propiedad intelectual del libro.

3. La lectura analítica

A continuación se presentan enumeradas y en su totalidad las reglas que rigen las distintas
etapas de la lectura analítica, según el orden que siguen y bajo los encabezamientos
adecuados.
a. Primera etapa de la lectura analítica:

Reglas para descubrir sobre qué trata un libro.


Clasificar el libro según la clase y el tema, enunciar sobre qué trata el libro con la mayor
brevedad posible.
Enumerar las partes más importantes según su orden y correlación y perfilar dichas partes
al igual que se ha hecho con el todo.
Definir el problema o los problemas que ha tratado de resolver el autor.

b. Segunda etapa de la lectura analítica:


Reglas para interpretar el contenido de un libro.
Llegar a un acuerdo con el autor interpretando las palabras clave.
Comprender las proposiciones más destacadas del autor reflexionando sobre las oraciones
más importantes.
Conocer los argumentos del autor hallándolos en las secuencias de oraciones o
construyéndolos a partir de éstas.
Determinar qué problemas ha resuelto el autor y cuáles no, y de entre estos últimos, cuáles
sabe el autor que no ha logrado resolver.

c. Tercera etapa de la lectura analítica:


Reglas para criticar un libro como comunicación de conocimientos.
No empezar la crítica antes de haber completado el perfilado y la interpretación del libro.
(No decir que se está de acuerdo o se disiente, ni suspender el juicio hasta poder decir «Lo
comprendo».)
No disentir por puro afán de polémica.
Demostrar que se reconoce la diferencia entre conocimiento y simple opinión personal,
aportando buenas razones para cualquier juicio critico.
Criterios especiales para los puntos de crítica.
Mostrar dónde está desinformado el autor.
Mostrar dónde está mal informado el autor.
Mostrar dónde es ilógico el autor.
Mostrar dónde es incompleto el análisis del autor.

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Nota. De los cuatro últimos criterios, los tres primeros se aplican a la desavenencia. Si el
lector no logra hacerlo, tendrá que coincidir con el autor, al menos en parte, si bien puede
suspender el enjuiciamiento de la totalidad, a la luz del último punto.

Anteriormente observábamos que la aplicación de las cuatro primeras reglas de la lectura


analítica ayuda a responder a la primera pregunta básica que hay que plantearle a un libro, a
saber: ¿sobre qué trata el libro como un todo? De igual modo, al final del capítulo 9
señalábamos que aplicar las cuatro reglas de la interpretación ayuda a contestar la segunda
pregunta que hay que plantear: ¿que se dice en detalle, y como se lo dice? Probablemente el
lector haya comprendido que las últimas siete reglas de la lectura -las máximas de la
etiqueta intelectual y los criterios acerca de los puntos de crítica- contribuirán a contestar la
tercera y cuarta preguntas básicas, es decir: ¿es cierto? y ¿qué importancia tiene?
La tercera puede plantearse ante cualquier cosa que leamos. Es aplicable a todo tipo de
escritura, en uno u otro sentido de «verdad»: matemática, científica, filosófica, histórica y
poética. No puede haber mayor elogio de las obras de la Mente humana que alabarlas por
medida de verdad que han alcanzado, y, según la misma fórmula, criticarlas adversamente
por lo contrario equivale a tratarlas con la seriedad que se merece una obra seria. Sin
embargo, y por extraño que parezca, en años recientes ha empezado a disminuir el interés
por estos criterios de calidad por primera vez en la historia occidental. Los libros obtienen
el beneplácito de la crítica y el aplauso popular casi hasta el extremo de mofarse de la
verdad, y cuanto más descaradamente, mejor. Muchos lectores, y sobre todo quienes
reseñan las publicaciones, utilizan otros, que haremos para enjuiciarlos; elogian o condenan
los libros que leen por su novedad, su sensacionalismo, su atractivo, su fuerza o incluso el
poder que poseen para crear confusión, pero no por la verdad que encierran, por su claridad
o capacidad de aportar conocimientos.
Quizá se haya llegado a tal situación debido a la existencia de tantas obras ajenas al campo
de las ciencias exactas que muestran tan poca preocupación por la verdad. Nos aventuramos
a pensar que si decir algo que es verdad, en cualquier sentido del término, volviera a
constituir el interés fundamental, como ocurría antes, se escribirían, se publicarían y se
leerían menos libros.

A menos que lo que hayamos leído contenga algo de verdad, no hay necesidad alguna de
continuar leyendo, pero, en otro caso, habrá que enfrentarse son la última pregunta. No se
puede leer para obtener información de forma inteligente sin determinar qué importancia se
atribuye o se debería atribuir a los hechos expuestos. Los hechos raramente llegan a
nuestras manos sin cierta interpretación, explícita o implícita, algo aplicable sobre todo a la
lectura de resúmenes informativos, en los que necesariamente hay que seleccionar los datos
según cierta valoración de su importancia, según ciertos principios de interpretación. Y si
leemos para obtener conocimientos, en realidad no se puede poner fin a la indagación que,
en todas las etapas del aprendizaje, se renueva con la pregunta ¿qué importancia tiene?

Como ya hemos señalado, estas cuatro preguntas resumen todas las obligaciones del lector.
Además, las tres primeras corresponden a algo imbricado en el carácter mismo del discurso
humano. Si la comunicación no fuera compleja, no se necesitaría el perfilado estructural, y
si el lenguaje fuese un medio perfecto, no relativamente opaco, no habría necesidad de
interpretación. Si el error y la ignorancia no limitasen la verdad y el conocimiento, no

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tendríamos que ser críticos. La cuarta pregunta afecta a la diferencia entre información y
entendimiento. Cuando el material leído tiene carácter fundamentalmente informativo, nos
encontramos ante el reto de continuar en busca de conocimiento, e incluso si ya hemos
adquirido cierto conocimiento gracias a la lectura hemos de proseguir la búsqueda, la del
significado del texto.
Antes de adentrarnos en la tercera parte, quizá deberíamos destacar una vez más que estas
normas de la lectura analítica describen una actuación ideal. Pocas personas habrán leído un
libro de esta forma ideal, y las que lo hayan hecho
Probablemente lo habrán realizado con muy pocas obras. Sin embargo, el ideal sigue
constituyendo la medida del éxito alcanzado en la tarea, y seremos mejores lectores cuanto
más nos aproximemos a él.
Cuando decimos de alguien que es «muy leído» deberíamos tener en mente este ideal,
porque muchas veces utilizamos la expresión para referirnos a la cantidad y no a la calidad
de la lectura. Una persona que ha leído mucho pero mal merece más lástima que elogios.
Como dice Hobbes: «Si leyera tantos libros como la mayoría de las personas, sería tan
estúpido como ellas.»
Los grandes escritores han sido siempre grandes lectores, pero eso no significa que hayan
leído todos los libros considerados indispensables en su época. En muchos casos leyeron
menos de los que se requieren actualmente en la mayoría de las universidades, pero
realizaron una buena lectura. Al haber dominado estas obras, se igualaron con sus autores,
adquirieron el derecho a ser autoridades. En el transcurso natural de los acontecimientos,
ocurre con frecuencia que un buen estudiante llega a ser profesor, del mismo modo que un
buen lector llega a ser escritor.

No tenemos intención de alentar el paso de la lectura a la escritura, sino de recordar al


lector que se aproximará al ideal de la buena lectura aplicando las reglas que hemos
descrito al ocuparnos de un solo libro, y no intentando conocer superficialmente muchos.
Desde luego, hay muchos libros que merecen una buena lectura, y un número aún mayor
del mismo a los que sólo se debería dedicar una inspección. Para ser una persona leída, en
todos los sentidos de la palabra, hay que saber utilizar todas las destrezas que se poseen con
discernimiento, leyendo cada libro según sus méritos.

4. La lectura y el desarrollo mental


Hemos concluido la tarea, pero el lector quizá no haya finalizado la suya. No hará falta
recordarle que se encuentra ante un libro práctico, ni que si lee una obra de este tipo tiene
una obligación especial con respecto a ella. Como ya hemos dicho, si el lector de un libro
práctico acepta los fines que éste propone y está de acuerdo en que los medios
recomendados son adecuados y eficaces, tendrá que actuar como se le propone que haga.
Quizá no acepte el objetivo fundamental que hemos apuntado, a saber, que debe ser capaz
de leer lo mejor posible, ni los medios que hemos propuesto para lograrlo, es decir, las
reglas de la lectura de inspección, analítica y paralela (en cuyo caso seguramente no estaría
leyendo esta página); pero si acepta el objetivo y está de acuerdo en que los medios son
adecuados, debe realizar el esfuerzo de leer como quizá no haya leído nunca.
En eso consiste la tarea y la obligación del lector, y quizá podamos ayudarle.
Nosotros así lo creemos. La tarea recae sobre todo en él, que será quien haga todo el trabajo
a partir de ahora (y quien obtenga todos los beneficios), pero aún quedan varias cosas por
decir acerca del fin y los medios, punto este último que discutiremos en primer lugar.

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A qué pueden ayudarnos los buenos libros
El término «medios» puede interpretarse de dos maneras. En el párrafo anterior nos
referíamos a las reglas de la lectura, es decir, al método con el que se llega a ser mejor
lector, pero también podíamos referirnos a las cosas que se leen. Tener un método sin
materiales a los que aplicarlos resulta tan inútil como tener los materiales sin ningún
método que aplicar.
En el último sentido del término, los medios que servirán al lector para mejorar la lectura
son los libros. Hemos dicho que el método se aplica a cualquier material de lectura, y es
cierto, si con ello se entiende cualquier clase de libro, de literatura, de ensayo, práctico o
teórico, pero en realidad, el método, al menos como lo hemos ejemplificado en la
exposición sobre la lectura analítica y la paralela, no se aplica a todos los libros, por la
sencilla razón de que no todos lo requieren.

Hemos desarrollado este punto anteriormente, pero queremos insistir en él por su


importancia para la tarea que aguarda al lector. Si lee con el fin de ser mejor lector, no
puede leer cualquier libro o artículo. No mejorará si lo único que lee son obras dentro de los
límites de su capacidad. Por eso debe acometer otras que le superen, pues sólo con ellas se
ensancha la mente, la única forma de aprender.
Por tanto, reviste importancia crucial no sólo saber leer bien, sino identificar los libros que
imponen las exigencias que requiere el mejoramiento de la destreza lectora. Una obra que
sólo entretenga puede resultar una diversión agradable para pasar un par de horas de ocio,
pero de ella no se puede esperar más que simple entretenimiento. No estamos en contra de
la diversión por derecho propio, pero deseamos insistir en que no va acompañada por un
mejoramiento en la destreza lectora, y lo mismo podría decirse de un libro que simplemente
informa de hechos que el lector no conocía si no contribuye a aumentar la comprensión de
tales hechos. Leer para informarse no ensancha más la mente que leer para divertirse. Puede
parecer lo contrario, pero se debe tan sólo a que la mente del lector está más llena de
hechos que antes de leer el libro. Sin embargo, en esencia se encuentra en la misma
situación que estaba anteriormente: se ha producido un cambio cuantitativo, pero no una
mejora de la destreza.
Hemos dicho en repetidas ocasiones que el buen lector es exigente consigo mismo. Lee
activamente, realizando esfuerzos. A continuación vamos a decir algo distinto: que los
libros con los que deseará practicar, sobre todo la lectura analítica, tambien deben
plantearle exigencias al lector. Deben dar la impresión de superar su capacidad, si bien éste
no ha de temer que ocurra así en la realidad, porque no existe ningún libro completamente
ininteligible si se le aplican las reglas de la lectura que hemos descrito, lo que,
naturalmente, no significa que vayan a obrar milagros inmediatos. Hay ciertos libros que
continuarán ensanchando la mente por muy buen lector que se sea, precisamente los que se
deben buscar con más ahínco, porque son los que mejor pueden ayudarnos a aumentar la
destreza lectora.
Algunos lectores cometen el error de pensar que tales obras -las que presentan un constante
reto a su destreza- siempre tratan temas relativamente desconocidos. En la práctica,
equivale a creer que sólo las obras científicas y quizá tambien las filosóficas satisfacen
dicho criterio, pero no es cierto. Ya hemos señalado que los grandes libros científicos
resultan en muchos sentidos más fáciles de leer que los no científicos, debido al cuidado
con que los especialistas en estos campos ayudan a llegar a un acuerdo con ellos en cuanto

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a los términos, a identificar las proposiciones clave y a expresar los argumentos principales,
ayudas que no proporcionan las obras poéticas que, a la larga, pueden resultar las más
dificultosas y las que plantean más exigencias. En muchos sentidos, Homero es más difícil
de leer que Newton, a pesar de que en la primera lectura se entienda mejor al poeta. La
razón estriba en que Homero trata temas sobre los que resulta más difícil escribir bien.
Las dificultades a que nos referimos con muy distintas de las que plantea un mal libro, que
también cuesta trabajo leer porque desafía los esfuerzos por analizarlo y se escapa de las
manos cuando el lector cree que por fin lo ha aprehendido, y en realidad no hay nada
aprehensible en un libro de tales características. No merece la pena intentarlo, porque no se
recibe ninguna recompensa tras la lucha.
Un buen libro sí ofrece una recompensa a quien intenta leerlo, recompensa que puede ser de
dos clases. En primer lugar, el mejoramiento de la destreza lectora que se produce cuando
se logra comprender una obra buena y difícil, y en segundo término -mucho más importante
a la larga-, que puede enseñarle al lector algo sobre el mundo y sobre sí mismo. Aprende
algo más que a leer mejor; también aprende más sobre la vida, adquiere sabiduría. No sólo
conocimientos, que pueden conseguirse también con los libros que no ofrecen sino
información.
Adquiere sabiduría, en el sentido de tener una conciencia más profunda de las grandes
verdades de la vida humana.
Al fin y al cabo, existen ciertos problemas humanos que no tienen solución, algunas
relaciones, tanto entre los seres humanos como entre éstos y el mundo no humano, sobre las
que nadie puede decir la última palabra, algo aplicable no sólo a terrenos como la ciencia y
la filosofía, donde salta a la vista que nadie ha logrado ni logrará una comprensión
definitiva de la naturaleza y sus leyes, y del ser y el transformarse, sino también a asuntos
tan familiares y cotidianos como la relación entre hombres y mujeres, padres e hijos o entre
los seres humanos y Dios. Son éstos temas sobre los que no se puede pensar demasiado ni
demasiado bien. Las grandes obras ayudan a pensar mejor sobre ellos, porque fueron
escritas por hombres y mujeres que pensaron mejor que otras personas.
La pirámide de libros
La gran mayoría de los varios millones de libros que se han escrito sólo en la tradición
occidental -más del 99 por 100- no exigirán lo suficiente del lector como para que mejore
su destreza en la lectura, circunstancia que puede resultar desalentadora, además de
considerarse que los porcentajes quizá sean exagerados; pero evidentemente y teniendo en
cuenta las cantidades, es cierto. Son éstos los libros que sólo se leen por el entretenimiento
o la información que proporcionan, que pueden pertenecer a diversas clases. Sin embargo,
no se puede esperar aprender nada importante con ellos. De hecho, ni siquiera hay que
leerlos -analíticamente-, porque basta con una prelectura.

Existe otra clase de libros de los que sí se puede aprender, tanto a leer como a vivir. A esta
categoría pertenece menos de uno de cada cien, o más bien uno de cada mil. Éstos son los
libros buenos, cuidadosamente forjados por sus autores, que transmiten al lector ideas
importantes sobre temas de interés perenne para los seres humanos. En total, probablemente
no hay más de unos millares, y exigen mucho del lector. Merece la pena leerlos
analíticamente, una vez. Si se ha adquirido suficiente destreza, se podrá extraer de ellos
todo lo que ofrecen en el transcurso de una buena lectura. Se trata de libros que se leen una
vez y se guardan en la estantería, sabiendo que ya no habrá que volver a leerlos, aunque tal
vez se consulten alguna vez para comprobar ciertos puntos o para recordar ciertos episodios

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o ideas. (Las notas en el margen o en otro lugar resultan especialmente valiosas en este
caso.)
¿Como se sabe que no habrá que volver a leer esta clase de libros? Se lo comprenderá así
por la propia reacción mental ante la experiencia de su lectura. Ensanchan la mente e
incrementan la comprensión, pero con tal ensanchamiento y tal incremento se entiende,
mediante un proceso más o menos misterioso, que el libro en cuestión ya no volverá a
cambiarnos en el futuro, que se lo ha aprehendido en su totalidad. El lector ha extraído de él
todo lo que había que extraer; está agradecido por lo que el libro le ha dado, pero sabe que
no tiene nada más que darle.

De los escasos millares de libros de este tipo, hay un número mucho menor -probablemente
menos de cien- que ni siquiera la mejor lectura puede agotar. ¿Cómo reconocerlos?
También en este caso se trata de algo misterioso, pero una vez cerrado el libro tras haberlo
leído analíticamente con la mayor destreza posible, se tiene la sospecha de que contiene
algo más de lo que hemos obtenido. Decimos «sospecha» porque quizá en esa etapa se
limite a tal sensación. Si supiera lo que ha pasado por alto, el lector, en cumplimiento de su
obligación en la lectura analítica, volvería inmediatamente a la obra para averiguarlo. No
puede tocarla, pero sabe que esta allí, que no puede olvidarla, y continúa pensando en ella y
en la reacción que le provocó, hasta que, por último, vuelve a cogerla. Entonces ocurre algo
sumamente curioso.
Si la obra pertenece a la segunda categoría que mencionábamos anteriormente, el lector
descubrirá, al volver a tenerla en sus manos, que no presenta tanto interés como creía
recordar. Naturalmente, la razón estriba en que, entre tanto, el lector ha crecido, su menta
ha alcanzado mayor plenitud y se ha incrementado su comprensión, El libro no ha
cambiado, pero el lector sí, y el reencuentro inevitablemente le decepciona.
Pero si pertenece a la categoría superior -el muy reducido número de obras inagotables-, el
lector descubrirá que parece haber crecido al mismo tiempo que él, y verá cosas nuevas,
que no había visto antes. No queda invalidada la anterior comprensión del libro
(suponiendo que se lo leyera bien la primera vez); contiene tanta verdad como antes y en
los mismos sentidos que antes, pero ahora tambien en otros sentidos.
¿Cómo puede crecer un libro como lo hace el lector? Naturalmente, es imposible; una vez
escrito y publicado, no cambia; pero el lector empieza a advertir que el libro le supera hasta
tal extremo que ha permanecido así, y que posiblemente siempre ocurrirá lo mismo. Como
se trata de un libro realmente bueno -de una gran obra, podríamos decir-, es accesible a
distintos niveles. La impresión que se experimenta de haber ganado en comprensión
respecto a la anterior lectura no es falsa, porque entonces nos elevó, pero ahora, incluso si
han aumentado nuestros conocimientos y nuestra sabiduría, puede elevarnos más aún, algo
que seguirá sucediendo hasta el día de la muerte.
Salta a la vista que no existen muchos libros que consigan tal cosa; según nuestros cálculos,
bastante menos de cien, pero el número desciende más todavía para cualquier lector en
concreto. Los seres humanos presentan muchas diferencias entre sí, no sólo en cuanto al
poder de su mente. Tienen gustos diversos y hay cosas distintas que atraen a una persona
más que a otra. Es posible que no se piense lo mismo sobre Newton que sobre Shakespeare,
ya sea porque somos capaces de leer tan bien al primero que no haga falta volver a hacerlo,
o porque los sistemas matemáticos del mundo no nos atraen especialmente, o, en el caso
contrario -Charles Darwin constituye un ejemplo-, podríamos considerar las obras de
Newton realmente grandes, no las de Shakespeare.

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No deseamos insistir autoritariamente en que un libro o una serie de libros sean las grandes
obras, si bien en el primer apéndice ofrecemos una lista de los que, según nuestra
experiencia, pueden poseer tal valor para muchas personas. Por el contrario, pensamos que
el lector debe buscar los pocos libros que tengan ese valor para él, porque son los que más
le enseñarán, tanto sobre la lectura como sobre la vida, a los que deseará volver una y otra
vez y los que le ayudarán a madurar.

Vida y desarrollo de la mente


Existe una antigua prueba -bastante popular entre la pasada generación- destinada a decirle
al lector qué clase de libros contribuirían a lo que acabamos de señalar. Supongamos que
una persona sabe que va a tener que quedarse en una isla desierta el resto de su vida, o al
menos durante una larga temporada. Supongamos también que le da tiempo a prepararse
para la experiencia, en cuyo caso debe llevarse una serie de objetos prácticos y útiles, y que
además se le permite que escoja diez libros ¿Por cuales se decidiría?
Tratar de elegir a partir de una lista es instructivo, y no sólo porque puede ayudar a
identificar los libros que pretendería leer y releer, algo probablemente de importancia
secundaria en comparación con lo que se aprende de uno mismo al imaginar cómo sería la
vida apartados de cualquier clase de diversión, información y entendimiento que
normalmente nos rodean. El lector ha de recordar que en la isla no habría ni radio ni
televisión, ni tampoco bibliotecas; sólo él y diez libros.
Esta situación imaginaria parece extraña e irreal cuando se empieza a pensar en ella, pero
¿es de verdad tan irreal? Nosotros no lo creemos. En cierta medida, todos estamos solos en
una isla desierta; todos nos enfrentamos al mismo reto con el que nos encontraríamos si
realmente estuviésemos allí, el reto de descubrir en nuestro interior los recursos para llevar
una buena vida humana.
Existe un elemento extraño en la mente humana, que la distingue radicalmente del cuerpo,
que tiene unas limitaciones ajenas a la mente. Un signo de esta circunstancia es que el
cuerpo no sigue incrementando su vigor y desarrollando destreza y elegancia
indefinidamente. Cuando una persona llega a los treinta años, su cuerpo ya no mejora; más
aún, en algunos casos ya ha empezado a deteriorarse a esa edad. Pero no existe ningún
límite para el crecimiento y el desarrollo de la mente, porque ésta no deja de crecer a
ninguna edad en concreto; sólo cuando el cerebro pierde vigor, con la senectud, pierde la
mente el poder de incrementar su destreza y su capacidad de comprensión.
Es uno de los rasgos más destacables de los seres humanos, y podría constituir la diferencia
más importante entre el Homo sapiens y los demás animales, que parecen dejar de crecer
mentalmente a partir de cierta etapa de su desarrollo, pero esta gran ventaja que posee el
hombre conlleva un grave peligro. La mente puede atrofiarse, como los músculos, si no se
la utiliza. La atrofia de los músculos mentales es la multa que pagamos no hacer ejercicio
mental, y es una multa terrible, porque existen pruebas de que se trata de una enfermedad
mortal. No parece haber ninguna otra razón que explique por qué tantas personas siempre
muy atareadas mueren poco después de la jubilación. Les mantiene vivas las exigencias que
les impone el trabajo a su mente; están apuntaladas artificialmente, por así decirlo, por
fuerzas externas, pero en cuanto cesan tales exigencias, al no contar con recursos internos,
con actividad mental, dejan de pensar y mueren.

La televisión, la radio y todos los medios de entretenimiento e información que nos rodean
en la vida cotidiana también son puntales artificiales. Nos dan la impresión de que nuestra

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mente está activa porque tenemos que reaccionar ante los estímulos del exterior, pero el
poder de esos estímulos externos para mantenernos es limitado. Se parecen a ciertas drogas.
Nos acostumbramos a ellas y las necesitamos cada día más, continuamente, hasta que, por
último, dejan de hacer efecto, o su efecto es menor. De igual manera, si carecemos de
recursos interiores, dejamos de crecer intelectual, moral y espiritualmente, y cuando
dejamos de crecer, empezamos a morir.
Por tanto, leer debidamente, que equivale a leer activamente, no sólo
constituye un bien en sí, ni un simple medio para progresar en
nuestro trabajo o carrera; también sirve para mantener la menta viva
y en crecimiento.

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