Barran-Batlle, Los Estancieros y El... Resumen Del Capitulo Iv
Barran-Batlle, Los Estancieros y El... Resumen Del Capitulo Iv
Barran-Batlle, Los Estancieros y El... Resumen Del Capitulo Iv
169-206, en BARRAN,
José Pedro, HISTORIA DE LA SENSIBILIDAD EN EL URUGUAY, Tomo 2: el
disciplinamiento (1860-1920), E.B.O, MONTEVIDEO, sine data.
CAPITULO IV
LA MUJER DOMINADA
1- Introducción.
De los sexos separados se paso a los sexos enfrentados. Dentro de esa cultura
patriarcal y burguesa ese enfrentamiento solo podía concluir en la mujer dominada, es
decir convertida en subalterna del padre, el esposo o el hermano mayor.
La mujer dominada fue un tipo humano que hallo sus expresiones paradigmáticas en
la burguesía y la clase media. De este modo, la madre fue madre “abnegada”; la
compañera del hombre, esposa “casta”; el biológico contacto de la mujer con el mundo
de la materia y la naturalaza (la concepción), fue misterio peligroso y acechante; la
especificidad de su sexualidad, la hizo ver como araña devoradora gastadora de la
“energía” masculina y el dinero del hombre, cuando no como testigo de los
descaecimientos de su poder, de sus impotencias.
2- La mujer diabolizada.
El clero católico, obsesionado por su propia castidad, fue el primero en sentirla y
alimentarla. El derecho canónico no consideraba a la mujer, como si al hombre una
imagen de Dios.
Monseñor Mariano Soler afirmaba que la mujer no podía quedar librada “a su propio
albedrío, acotó en 1902, por eso el padre la entregaba al esposo a fin de “someterla a
una dulce, pero firme y poderosa tutela” de otro modo se perdería “ese ser débil,
perteneciente a un sexo que si bien es susceptible de todo genero de virtudes […] tiene
mas peligro con las seducciones de la novedad o con el atractivo de los placeres”.
La misoginia de los burgueses católicos y liberales alcanzó su clímax al identificar a la
mujer con el lujo y el despilfarro. Ella encarnaba la disipación a devorar la energía
vital del hombre, tanto su dinero como su semen. La burguesa ociosa era la maldición
de los esposos trabajadores y ahorrativos.
***
El hombre “civilizado” amaba, deseaba y temía a la mujer (y necesitaba, entonces,
dominarla), porque ella podía convertirse en un poder alterno dentro de la familia y
aun fuera de ella; en la vida política, votando; en la económica, poseyendo y
compitiendo con el por los empleos; porque esposa o amante, conocía toda la
intimidad de su dueño, desde el estado de sus finanzas hasta sus debilidades y
fracasos mas secretos, y era axial el talón de Aquiles del burgués seguro y dominante;
porque era la única garantía de legitimidad de sus hijos, de trascender el pater su
muerte a través de la herencia; porque resultaba potencialmente la gran disipadora de
semen y dinero, araña devoradora por un lado, objeto a embellecer por otro, siempre
debilitante del marido; y, por fin, porque sus lazos con la fecundidad y la materia la
tornaban irreductible al saber formal de esa época, la volvían misteriosa, un poder
indescifrable y peligroso.
Y la mujer era diabólica sobre todo porque se identificaba con la tentación sexual.
Para aquel burgués que se quería dominador absoluto, la mujer equivalía a “la pasión
mas poderosa del corazón humano”, según calificara a la lujuria Mariano Soler en
1890.
Lo que también asustaba al hombre “civilizado” era el carácter aparentemente
incomparable del deseo sexual femenino. El hombre partía de la igualación entre
virilidad, erección y deseo; la mujer, libre de la probanza física, aparecía siempre como
virtualmente dispuesta demostrar su femineidad, lo que también conformaba su
misterio.
En esta cultura en que el hombre tenia el poder, la virilidad era una de las causas
esenciales del dominio, pero para turbación e inseguridad del dominador, la probanza
de ese poder correspondía en ultima instancia a su rival, la mujer.
De ahí derivo la necesidad que experimentó esta cultura “civilizada” de negar el deseo
femenino (de esa manera el hombre aseguraba su monopolio del poder, pues tenia el
monopolio del deseo). De ahí también el miedo ante lo que contradictoriamente sentía
el hombre “civilizado”, la virtual inagotabilidad sexual de la mujer.
***
La diabolizacion de la mujer se basaba en que su sexualidad podía poner en discusión
el poder del hombre, su auto-estima y a la vez su estima social. Y también en que ese
poder no estaba garantizado sino por su ejercicio. Por todo ello el hombre necesitaba
controlar a la mujer.
3- El modelo burgués: “la mujer con dedal”
La mujer debía se sumisa al padre primero y al marido después; esposa y madre
“abnegada”; “económica”, ordenada y trabajadora en el manejo de la casa; y modesta,
virtuosa y púdica con su cuerpo. Padre o esposo, el hombre seria el rey del hogar.
La obligación del respeto y la sumisión ante el marido es señalada por todos los textos
católicos de la época. El “Oficio Divino” de 1860 prevenía a la mujer del pecado
existente en “perder el respeto o despreciar a padres, maridos o mayores”.
Luego de la sumisión, la obediencia o respeto, primera “virtud” de la mujer, las demás
se darían por añadidura; por ejemplo, la de ser “económica” en el manejo de los fondos
que el hombre le atribuía para los gastos del hogar. “El Libro de las Niñas” de Isidoro
de María en 1891, y las “Lecciones de Economía Domestica” de la escuela vareliana en
el Novecientos, estaban destinados a formar a la futura ama de casa en los hábitos de
ahorro, el orden, la prolijidad y la previsión. Debía llevar los libros de cuentas y
conservar ordenados los recibos de lo pagado, tener ideas claras de “lo necesario y lo
superfluo”, un “juicioso sistema en el empleo del dinero” y “cuidar” tanto de los
“gastos extraordinarios o eventuales” como de “las cosas pequeñas”; vigilar el dinero
empleado por los sirvientes en las compras de los alimentos, controlar el gasto en
vestidos, sacar provecho de las frutas de estación, para almacenarlas como salsas o
compotas durante la escasez.
***
Fuera del domestico y en el hogar, los trabajos admitidos fueron escasos. El ya
señalado de maestra, por su obvio vinculo con la función de madre; la costura dentro
del hogar para llevar a vender el producto afuera.
En los hechos, solo trabajó fuera de su casa, por lo general de obrera, la mujer de las
clases populares. La de las clases medias y altas permaneció en el hogar, o porque las
necesidades económicas no se hacían sentir o porque la cultura de clase impedía la
percepción del trabajo femenino como salida a las penurias.
***
El pudor tenía dos caras sucesivas: la vergüenza y el ocultamiento.
El burgués negó la necesidad femenina del placer porque, en primer lugar, temía al
placer femenino, y lo juzgaba como potencialmente devorador, y en segundo lugar,
porque la pasividad, de ser interiorizada por la mujer, la volvería más sumisa, casta y
fiel como esposa.
La concepción matrimonial del catolicismo, o sea el acto sexual sólo se permitía con el
fin exclusivo de la procreación.
Único rol admitido de la mujer en materia sexual, debía ser casta y jamás entregarse a
la pasión; ésta era impúdica y peligrosa pues convocaba a los excesos, conllevaba a la
prostitucion del alma y del cuerpo.
4- El bovarysmo de la mujer burguesa real.
Fue la mujer “de la clase holgada”, la que protagonizó abiertamente la represión de la
“pasión”, hecho que se hacia sentir menos en los demás sectores sociales, todavía
semi-“bárbaros”.
Hay indicios que certifican tanto la vivencia vergonzosa de la sexualidad de la
burguesa, como la importancia que tuvo la represión social en la génesis de ese
sentimiento de culpa.
La unión conyugal debía realizarse a oscuras, sin palabras, y con ropa, y la única
posición admitida era la llamada “natural”, la mujer acostada sobre sus espaldas y el
hombre encima, todas las demás ya la Iglesia las había juzgado escandalosas, “contra
natura”, o incluso opuestas a la “naturaleza pasiva” femenina y “activa” masculina.
Los camisones finiseculares de las mujeres eran muy largos, con mangas y, a veces,
una abertura en el centro. En alguna oportunidad se les bordaba: “No lo hago por
placer sino por deber”. El lenguaje del amor era el de los ojos.
La mujer burguesa vivía cercada por la vergüenza. La menstruación, un hecho a
ocultar, la hacia sentirse impura, sucia, manchada. Lo revela, entre otros testimonios,
el tabú que les prohibía bañarse por razones “medicas”.
***
Niña, tonta, débil y…bella, un objeto de adorno.
Para la mujer niña y ociosa, la cultura intelectual debía ser también un adorno,
nunca un fin en si mismo; daría la fineza –para ello el francés y el piano eran
imprescindibles- pero no la estructura del ser, eso se dejaba para el hombre.
Los dirigentes católicos fueron los más claramente hostiles a educar privilegiadamente
el intelecto de la mujer y a permitirle la entrada en la universidad. Lo sostuvieron, en
1890, Livia Bianchetti y Mariano Soler: “Es indudable que nuestro sexo no fue
destinado por el Creador para las altas especulaciones de la Ciencia pero si para el
gobierno de la familia […] es un gravísimo error engolfar la mente de las niñas en
estudios demasiados elevados y ajenos a su condición, desde que esto,
ordinariamente, les quita el tiempo y el deseo de […] conocimientos que son útiles y
necesarios a su estado [y] las hace vanas y altaneras[…] La instrucción cuando es
sólida y bien ordena.
Los liberales pensaban solo de manera algo mas matizada que los católicos. En su
escuela, la vareliana, si bien las asignaturas eran casi las mismas para el varón que
para la niña, el Congreso de Inspectores presidido por José Pedro Varela en 1878,
decidió que la enseñanza de aritmética, lectura, escritura, dibujo y geografía se haría
en un 15% menos de tiempo para las niñas que para los varones, y que ese lugar lo
ocuparía la “costura”. Y en lo que la educación superior se refiere, el acuerdo con los
católicos era prácticamente total. A nivel de la vida familiar concreta, el hogar
novecentista de los Luisi, donde las hijas estudiaban para médica y abogada, era por
completo excepcional y mal mirado. Aquellos hombres pensaban todavía lo que el
patricio Carlos Carvallo dijera hacia 1880 para no casarse con Carolina García Lagos,
una joven de infrecuente cultura:”Tiene demasiado talento”.
La burguesa del novecientos se torno en la diosa practicante de un extraño culto al
orden, la limpieza, la prolijidad, la “economía”, la vigilancia de los sirvientes, el
cuidado de los hijos, la atención del esposo, en el que el ceremonial incluía cierto tipo
de vida social con tes en las quintas del Prado, recibos a sus amistades femeninas uno
o dos días al mes en la casa del centro de la Capital, concurrencia a los palco del Solís
durante la temporada invernal de ópera italiana, francesa y alemana, paseos de
compras por las tiendas de Sarandi y las de 18 de Julio, misas y confesiones los
domingos en la Catedral, todo en medio de la posibilidad que le ofrecía su condición
social. Así se amatronaban y convertía en esa señora gruesa y muy vestida.
***
La burguesa vivió vicariamente, a través de un modelo cultural que no era de su
autoria. En ese sentido usamos el termino bovaryzacion. Primero, asumió los papeles,
los valores, las conductas, el lenguaje y los gestos de la imagen masculina de la mujer
y se puerilizó infantilizándose. Luego, eligió, así aniñada, otro modelo hecho por
hombres que satisfizo su deseo de aventuras y amor romántico, la novela, y vivió
también vicariamente la existencia de las heroínas, llevando, a menudo, a su propia
vida gris algunos sobresaltos, algunas conductas sentimentales leídas pero
incorporadas como suyas. La novela alimento el ocio y un hambre que la cotidianeidad
del ama de casa no colmaba y la llevó al ensueño. La burguesa se convirtió así en una
Emma Bovary anterior a las peripecias centrales del relato de Flaubert, una eterna
Madame Bovary recién casada, ocupada en su casa y su hija y a la vez turbada e
inquieta por sueños novelescos que su pedestre esposo no podía colmar.
El divorcio perverso entre amor y sexualidad, el pudor y el recto en las uniones
conyugales, la imaginación delirante que la novela romántica y aun la francesa a lo
Maupassant fomentaban en ese ambiente, el mundo empequeñecedor, angostador y
reiterativo de los quehaceres domésticos, la separación rigurosa de los sexos en todas
las ocasiones sociales imaginables, todo ello convoco a las “jaquecas”, el “insomnio”,
los “ataques de nervios” y al nacimiento de la “histeria” femenina.
La mujer diabolizada por el burgués se había convertido en un demonio enfermo.