Los Primeros Años Del Matrimonio
Los Primeros Años Del Matrimonio
Los Primeros Años Del Matrimonio
La decisión está tomada. El período de verificación del amor en que el noviazgo consiste ha
cumplido su misión y ha permitido exclamar: ¡es él!, ¡es ella! Durante ese tiempo, los
novios se han ayudado a adquirir las virtudes necesarias para lograr la posterior comunión
matrimonial de vida y de por vida.
La tarea de amar, que es una liberalidad, es también un arte que sugiere un programa para
la vida entera. “Primero, que os queráis mucho (…) —recomendaba san Josemaría—.
Después, que no tengáis miedo a la vida; que améis todos los defectos mutuos que no son
ofensa de Dios”. Y más adelante: “ya te han dicho, y lo sabes muy bien, que perteneces a tu
marido, y él a ti”. En este mismo sentido aconsejaba: “rezad un poquito juntos. No mucho,
pero un poquito todos los días. No le eches nunca nada en cara, no le vayas con
pequeñeces, mortificándolo”[1].
Comentando el capítulo segundo del Génesis sobre la creación, enseña el papa Francisco:
“Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad”. La
imagen de la «costilla» “no expresa en ningún sentido inferioridad o subordinación, sino, al
contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios y que
tienen también esta reciprocidad. (…) Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer
—y podemos decir para encontrar el amor en la mujer—, el hombre primero tiene que
soñarla y luego la encuentra.
Este posicionamiento respetuoso ante la cultura familiar de nuestro cónyuge será una ayuda
valiosa a la hora de relacionarnos con la familia política. El trato y el cariño que debemos a
la familia de nuestra mujer, o de nuestro marido, se aquilatarán con el conocimiento
delicado de su estilo familiar, que habremos ido aprendiendo, y asimilando en lo que sea
procedente, en la convivencia diaria.
En estos primeros años tendremos también que definir el estilo de vida respecto al uso del
tiempo de descanso y diversión, de los gastos; en el trabajo, en los planes conjuntos, en la
dedicación a algún voluntariado o labor social, en la integración y acomodación de la vida
de piedad —tanto personal, como en familia—, y en otros muchos campos de actuación que
irán surgiendo.
Podría, pues, afirmarse que en la misma medida en que me centro en mí, exigiré al otro que
cambie y se adapte a mis deseos; al contrario, si me centro en el otro, intentaré cambiar yo
y adaptarme a él.
Más allá de esa fecundidad genérica, propia de cualquier amor, el cauce natural, específico,
el más propio, el que distingue al matrimonio de los demás amores humanos es la
posibilidad de transmitir la vida: los hijos. “Así, el comienzo fundamental de la familia es
el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador,
transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre (cfr. Gn 5,1-3)” [5].
En este terreno, por lo tanto, lo propio del amor es la fecundidad, al menos, de deseo, pues
la biológica no siempre depende de nosotros, y de hecho, hay matrimonios con
impedimentos para tener hijos que son ejemplo de fecundidad, precisamente en su apertura
profunda al cónyuge y a toda la sociedad. Un amor matrimonial que se cerrara
voluntariamente a la posibilidad de transmisión de la vida sería un amor muerto, que se
niega a sí mismo y, desde luego, no sería matrimonial.
Cuestión distinta es el número: ¿quién puede poner número al amor?…, más aún, ¿quién
puede juzgar y cifrar el amor de otros en un número? Hay que ser muy cautos y no juzgar
nunca, pues pueden haber motivos para espaciar el nacimiento de los hijos (respetando la
naturaleza propia de las relaciones conyugales). Pero el principio ha de quedar claro: lo
propio del amor es la fecundidad, no la esterilidad. Y los hijos, como son personas, se
piensan uno a uno con libertad y generosidad, es decir, con amor.
Javier Vidal-Quadras